Juan Meléndez Valdés. Prosa

Juan Meléndez Valdés Prosa Índice Discursos forenses -1Acusación fiscal contra don Santiago de N. y doña María Vicenta de F., reos del parricidio a

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Juan Meléndez Valdés

Prosa

Índice

Discursos forenses -1Acusación fiscal contra don Santiago de N. y doña María Vicenta de F., reos del parricidio alevoso de don Francisco del Castillo, marido de la Doña María; pronunciada el día 28 de marzo de 1798 en la sala segunda de alcaldes de corte -2Acusación fiscal contra Marcelo J., reo confeso de parricidio por la muerte violenta dada a su mujer María G.; pronunciada el día 23 de abril de 1789 en la sala segunda de alcaldes de corte -3Acusación fiscal contra Justo A. y su hija Juliana, reos confesos de comercio incestuoso por espacio de tres años; pronunciada el día 21 de mayo de 1798 en la sala segunda de alcaldes de corte -4Acusación fiscal contra Manuel C., reo confeso de un robo de joyas, de diamantes y perlas hecho en la iglesia y a la santa

imagen de Nuestra Señora de la Almudena; pronunciada el día 14 de junio de 1798 en la sala segunda de alcaldes de corte -5Acusación fiscal contra Basilio C., Reo confeso de abigeato; pronunciada el día 27 de julio de 1798 en la sala segunda de alcaldes de corte -6Discurso sobre la necesidad de prohibir la impresión y venta de las jácaras y romances vulgares, por dañosos a las costumbres públicas, y de sustituirles con otras canciones verdaderamente nacionales, que unan la enseñanza y el recreo; pronunciado en la sala primera de alcaldes de corte, con motivo de verse un expediente sobre ciertas coplas mandadas recoger de orden superior, y remitidas a dicho tribunal para las averiguaciones y providencias convenientes -7Dictamen fiscal en unos expedientes formados a consecuencia de varios alborotos y corridas con ocasión de unas basquiñas moradas -8Dictamen fiscal en una solicitud sobre revocación de la sentencia ejecutoriada en un pleito de esponsales -9Discurso sobre los grandes frutos que debe sacar la provincia de Extremadura de su nueva real audiencia, y plan de útiles trabajos que ésta debe seguir para el día solemne de su instalación y apertura, 27 de abril de 1791 - 10 Fragmentos de un discurso sobre la mendiguez. Dirigido a un ministro, en el año de 1802, desde la ciudad de zamora, con ocasión de darle gracias por haber conseguido de él una orden para que fueran admitidos en aquel hospicio diez niños desvalidos que había recogido el autor - 11 Dictamen acerca de los mayorazgos - 12 Exposición del señor fiscal sobre el modo de despachar las Juntas - 13 Informe contrario a la manifestación de los cuatro Evangelios por un mecanismo óptico - 14 Informe sobre la postura del vino Epistolario Nota del editor -1A Gaspar Melchor de Jovellanos -2A Gaspar Melchor de Jovellanos -3A Gaspar Melchor de Jovellanos -4-

A Gaspar Melchor de Jovellanos -5A Gaspar Melchor de Jovellanos -6A Gaspar Melchor de Jovellanos -7A Gaspar Melchor de Jovellanos -8A Fray Diego T. González -9A Fray Diego T. González - 10 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 11 A Fray Diego T. González - 12 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 13 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 14 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 15 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 16 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 17 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 18 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 19 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 20 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 21 A Ramón Cáseda Segovia, 14 de julio de 1778 - 22 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 23 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 24 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 25 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 26 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 27 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 29 A Gaspar Melchor de Jovellanos

- 30 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 31 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 32 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 33 A Salvador de Mena - 34 A Ramón Cáseda - 35 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 36 Al Conde del Pinar (?) - 37 A Ramón Cáseda - 38 A Eugenio Llaguno y Amírola - 39 A Vicente Francisco Verdugo - 40 A Eugenio Llaguno y Amírola - 41 A Ramón Cáseda - 42 A Eugenio Llaguno y Amírola - 43 Al padre Juan Andrés - 44 A Gaspar Melchor de Jovellanos - 45 A Manuel Godoy - 46 A don Cesáreo de Gardoqui - 47 A Manuel Godoy - 48 Al señor Conde de Montijo - 49 Al Excelentísimo Señor don Mariano Luis de Urquijo - 50 A don José Miguel de Azanza, Duque de Santa Fe Expediente relativo a la reunión de los Hospitales de Ávila Nota del editor -1Razonamiento a la Junta General de Hospitales al notificarles la Real Provisión de Comisión -2Primera representación que hizo el Comisionado al Consejo -3-

Carta al deán del Cabildo -4Carta al deán del Cabildo -5Representación pidiendo licencia para ir a convalecer -6Auto nombrando administrador y mayordomo 10 de septiembre de 1792 -7Respuesta al Canónigo Doctoral -8Al deán del Cabildo -9Segunda representación del comisionado - 10 Al deán del Cabildo, señor don Pedro Gallego Figueroa - 11 Respuesta al oficio del Reverendo Obispo, Ilustrísimo Señor doctor fray Julián de Gascueña - 12 Respuesta al oficio del Cabildo - 13 Representación hecha a Su Majestad pidiendo la exoneración de tributos y derechos - 14 Tercera representación al consejo - 15 Cuarta representación - 16 Meléndez al Obispo, Ilustrísimo Señor fray Julián de Gascueña - 17 Meléndez al deán del Cabildo, señor don Pedro Gallego Figueroa - 18 Testimonio del Reglamento interino formado por el señor don Juan Meléndez Valdés Cartas turcas Nota del editor -1Solicitud de impresión de las Cartas Turcas -2Cartas Turcas [FRAGMENTO] Carta de Ibrahím en Madrid a Fátima en Constantinopla Prólogos de obras poéticas y otros textos sobre poesía Nota del editor -1Advertencia de la edición de 1785 -2Dedicatoria de la edición de 1797 -3Advertencia de la edición de 1797

-4Plan primero de la Elegía VI -5Plan segundo de la Elegía VI Discurso de ingreso en la Real Academia Española Discurso en que don Juan Meléndez Valdés da gracias a la Academia Española al tomar asiento de ella como académico numerario Oficios y documentos varios Nota del editor -1Poder notarial para tomar posesión de la cátedra de Letras Humanas -2Escritura de declaración del licenciado don Juan Meléndez -3Ejercicios literarios del doctor don Juan Meléndez Valdés, del gremio y claustro de la Universidad de Salamanca, y su catedrático de Prima de Letras Humanas -4Memoriales sobre una discusión acerca de las penas -5Recurso de Meléndez Valdés contra el catedrático de Retórica Doctor don Francisco Sampere -6Dictamen sobre el examen del bachiller Juan Picornell y Obispo -7Propuesta de Juan Meléndez Valdés al claustro de la universidad de Salamanca para promover las Humanidades -8Petición de Juan Meléndez Valdés al Consejo de Castilla para reclamar los libros retenidos en la aduana de Vitoria -9Participación como juez a una oposición a la cátedra de Griego - 10 Informe sobre el proyecto de Academia Práctica de Derecho - 11 Informe sobre cambio de planes de estudio de Derecho en la universidad de Valladolid - 12 Informe sobre la propuesta del preceptor de Latinidad de Alba de Tormes - 13 Oficio al Señor Rector de la universidad de Salamanca - 14 Informe sobre el periódico Diario de las Musas de Luciano Francisco Comella y Lorenzo de Burgos - 15 Oficio comunicando al Rector de la universidad su ascenso a la Audiencia de Zaragoza - 16 Expediente formado en virtud de Real Orden de Su Majestad sobre la

obra periódica El Académico - 17 Exposición de súplica al Rey - 18 Oficio sobre su marcha al destierro en Zamora - 19 Oficio sobre su nombramiento de Caballero de la Orden Real de España - 20 Oficio al Ministro de Justicia solicitando el pago de unos atrasos

Discursos forenses

-1Acusación fiscal contra don Santiago de N. y doña María Vicenta de F., reos del parricidio alevoso de don Francisco del Castillo, marido de la Doña María; pronunciada el día 28 de marzo de 1798 en la sala segunda de alcaldes de corte

Señor, Vuestra Alteza ha escuchado estos días la triste relación de uno de los atentados más atroces a que pueden atreverse una pasión furiosa y el desenfreno de costumbres, y el loable empeño con que lo intentara disminuir la elocuencia de sus defensores. Otro que yo, amaestrado por un largo ejercicio en el arte difícil de bien hablar, y lleno de las luces y conocimientos que me faltan, llorando hoy compadecido sobre el delito y los infelices delincuentes, abrazaría gustoso esta ocasión de hacer triunfar victoriosamente la santidad de las leyes, y escarmentar en sus cabezas con un ejemplo saludable a la maldad y la relajación, que ya parece no reconocen en su descaro ni límites ni freno. Lejos, como lo está esta causa, de las marañas y criminales artificios con que los malvados se suelen ocultar a cada paso para huir de la espada vengadora de la justicia, vería en ella a dos parricidas alevosos sin velo ni disfraz alguno; un delito por sus atroces circunstancias sin ejemplo, aunque envuelto al principio en el horror de las tinieblas, descubierto ya, puesto en claro como la misma luz y confesado paladinamente; al público y la virtud, clamando sin cesar por el desagravio de la inocencia atropellada, y a las costumbres y al santo nudo conyugal solicitando ardientemente las penas más severas para respirar en adelante en seguridad y reposo. Todo esto vería un fiscal acostumbrado a hablar en este sitio, y seguro ya de su reputación y su gloria. Pero yo, que empiezo por la primera vez las

funciones de mi terrible ministerio acusando este atentado, horror y execración de todos; yo, pobre de ingenio, escaso de razones y falto de elocuencia, ¿qué podré decir que baste a satisfacer a Vuestra Alteza, ni llene dignamente su celo y sus deseos, ¿qué podré decir que corresponda al público clamor contra los reos?, ¿qué, instruido en ese voluminoso proceso atropelladamente y en brevísimos días? Mis palabras serán de necesidad desmayadas; mis reflexiones y argumentos, menos poderosos que lo mucho que habrá meditado Vuestra Alteza con su profunda sabiduría; y mis votos en nombre de la ley, acordándole como abogado suyo sus sagrados decretos, inferiores en mucho a los votos de todos los buenos, y al celo santo que veo resplandecer en el semblante y siento arder en el pecho nobilísimo y justo de Vuestra Alteza. Pero en medio de esto me aliento y me consuelo con que si el fin del orador, y mucho más de un magistrado, debe ser siempre increpar y perseguir el vicio, defender la virtud y celebrarla, persuadiendo y moviendo a aborrecer el uno, y amar y practicar la otra, no es arduo ni difícil ser elocuente en este caso, ni habrá uno solo de cuantos me oyen o han tenido noticia de tan negra maldad que no una en este punto sus fervientes voces con las mías, y le interpele en nombre del honor, de la inocencia, de la humanidad, de su seguridad misma, para que dé en este día un ejemplar memorable de su justísima severidad, y con él asegure el lecho conyugal y las costumbres públicas, vacilante y conculcadas, vengando en su nombre con la sangre de sus implacables asesinos la sangre derramada del malogrado don Francisco Castillo. Casado éste desde el año de 1788 con doña María Vicenta de F., debía esperar a su lado el dulce reposo, el contento, la felicidad a que le hacían acreedor su mérito y distinguidas prendas, y una abundancia de bienes de fortuna poco común. El deseo de otros más sólidos y más verdaderos le había sin duda llevado al matrimonio, mirando en él su espíritu ilustrado, con una aplicación laudable, y sus continuos y útiles viajes, una perspectiva de bien y de purísimas delicias, que ansiaba su noble corazón, nacido para la amistad y las más honestas afecciones, y que hubiera cierto gozado con otra compañera. La que le deparó en su cólera su suerte desgraciada era indigna de hallar el bien en el seno de la inocencia, ni de disfrutar de otros placeres que los que ofrece la relajación a un alma criminal, y acompañan perpetuamente el delito, la vergüenza y los agudos remordimientos. Oído ha Vuestra Alteza de la lengua veraz de los testigos las razones y tristes riñas de este desastrado matrimonio, nacidas todas ellas, no como han querido probar los infelices delincuentes y en vano se esforzó en persuadirnos la elocuencia de sus defensores, de la altivez, la ligereza, el genio duro y desavenido, ni mucho menos la criminal conducta del sin ventura Castillo, sino de su infiel y torpe compañera. ¿Y qué?, ¿ella misma no lo asegura así en su declaración del día 22 de diciembre?, ¿tan grande es y poderosa la fuerza irresistible de la verdad, y tanto imperio alcanza aún sobre las almas más perdidas?, ¿no dice en ella que su marido no la violentaba?, ¿que la trataba bien?, ¿que la permitía las llaves y todo el gobierno de su casa?, ¿recibir gentes y visitas en ella?, ¿concurrir a las diversiones y tertulias, en suma, cuanto pudiera desear para llamarse feliz una madre de familia honrada, virtuosa y digna de tan buen marido? Por más que éste llevase en paciencia, como cuerdo, sus continuos

desabrimientos y aquellas liviandades menores sobre que el honor suele a veces cerrar dolorido los ojos y deslumbrarse en sus agravios por claros que los vea, no pudo sin embargo dejar de repugnar y prohibirla su trato sospechoso con algunos, singularmente con el aleve matador don Santiago. Aquí de nuevo se nos presentan los testigos domésticos, veraces y sin tacha, diciendo todos sus continuas salidas sola y de trapillo a visitarle; su porte y trato muy ajeno de una mujer de su clase y circunstancias; haberle regalado en varias ocasiones con dinero, ropas, y aun cama para dormir, dándole un picaporte para entrar en su casa a escondidas, y libremente; el baile escandaloso de que se estremece el pudor, y sobre el cual la justicia, las costumbres y el decoro público deben a la par correr un denso velo1; la ocultación del adúltero en un rincón de la casa, inmundo y asqueroso como el alma de los dos2, y cien otras cosas, que sin duda escucharía Vuestra Alteza con inquietud y desagrado, y en cuya enfadosa repetición abusara yo de su paciencia, y ofendiera de nuevo sus honestos oídos y este augusto lugar. Hay una, sin embargo, entre ellas que no puedo pasar en silencio, porque pinta bien al vivo, así el carácter sanguinario de esta fiera cruel, esta Meguera, como el sufrimiento y la dulzura de su desgraciado consorte. Dice el testigo Antonio García que el día 3 de diciembre, y seis antes del atroz atentado, en una desazón que tuvieron se agarraron los dos, le hizo ella tres aruñones en la cara; y procurando los presentes ponerlos en paz y sosegarlos, exclamó esta víbora que la dejasen, que ella era bastante para acabar con su marido. Sacad, Señor, os ruego, de este solo hecho las consecuencias justas que os sugiera vuestra inalterable rectitud; sacadlas, y estará juzgada la causa. ¿No halláis en él, como yo veo, de parte de Castillo la moderación y la prudencia de un hombre de bien, y en la torpe mujer la desenfrenada osadía, el encono, las sangrientas iras que ya la atormentaban? Desde entonces y mucho antes ella y el cobarde mancebo, encenagados en su pasión y perseguidos sin cesar de las furias infernales, revolvían en su ánimo el horrible atentado que después cometieron, caminando a su libertad y criminal reposo por medio de la sangre y del parricidio. Para mejor ejecutarlo, fecundo en ardides cual es siempre el delito, finge el adúltero un viaje a Valencia, en que engañado el buen Castillo, le favorece liberal con el dinero necesario; quédase en Madrid oculto y escondido; muda de posada, y se anda de una en otra disfrazado y mintiendo su patria y verdadero nombre, y se previene en fin de las pistolas y el cuchillo que después le sirvieron3; esperando los dos todo este tiempo con una atroz serenidad un día, una hora, una ocasión segura para deshacerse de un hombre a quien debieran entrambos adorar. En efecto, su porte con su aleve mujer era, según consta de todo ese proceso, cual oyó Vuestra Alteza de su misma boca: el de un marido ciego y deslumbrado, que la ama fino a pesar de sus tibiezas, y se lo acredita aún más que debiera con sus obras; que se olvida de su sangre y relaciones, de las amarguras y penas que sufría, del hielo, los desvíos y culpable conducta de una adúltera, para confundirla con sus regalos y favores, para enriquecerla más y más, y hacerla heredera de sus gruesos haberes en el fin de sus días. ¿Y cuál, Señor, cuál era respecto del infame asesino? El de un pariente tan honrado como fino y afectuoso; el de un buen amigo, que le admite en su casa con

llaneza y amor, que le acoge en ella con noble franqueza, le da generoso su mesa, le socorre con dinero en sus necesidades, y llega, no hay dudarlo, desconfiado y receloso ya de su delincuente pasión, hasta el punto de transigir con él sobre su trato inmoderado, permitiéndole, si me es dado decirlo, una visita diaria a su mujer; cosa increíble, si así no resultase de las declaraciones del proceso. Pero ¿acaso la maldad se sabe contener?, ¿perdonó jamás a la virtud o puede hacer paz con la inocencia? Ciegos más y más los dos alevosos amantes, y como arrastrados de un infernal furor, se buscan y frecuentan a escondidas, y así los hallan los testigos, cual oyó Vuestra Alteza, en los días inmediatos al 9 de diciembre en las calles, en los portales, en el paseo, hablando, concertando y alentándose mutuamente para la atrocidad que habían tramado. Aquí fue donde el traidor propuso ejecutarla a su misma presencia y atarla después para figurar un robo; aquí, donde exclamando ciego en su criminal pasión no poder vivir sin quitar la vida a su infeliz rival, ella le respondió que caso de morir uno de los dos, era mejor muriese su marido; aquí, donde por último acordaron el aciago día del execrable parricidio4. Entretanto, Castillo padece una indisposición, que, aunque ligera, le obliga a guardar su casa, y aun a quedarse en cama. Un destino fatal parece que allana, que facilita el camino a los malvados para consumar su iniquidad: esta indisposición, que si por un instante pudiesen dar oídos al grito terrible de su conciencia y su razón, habría de contenerlos y hacerlos temblar y entrar en sí, los acaba de despeñar. Sale doña María Vicenta la mañana del desgraciado día 9 en busca de su bárbaro amante; hállale, y fráguase entre los dos el sitio, el punto, el modo de ejecutar el parricidio. Él debe ir enmascarado; ella, asegurarle la entrada; la seña es una persiana del balcón abierta, y la hora, de las siete a las siete y media de la noche5. Hay al mediodía una leve desazón del paciente, nacida de su amor, y porque la adúltera no le llevaba la comida: así lo oyó Vuestra Alteza de boca del otro don Antonio Castillo, tan fino con su malogrado amigo, como útil por su probidad y su celo al descubrimiento de los reos. La doña María al cabo se tranquiliza, o lo finge así disimulada6; pero ciega, ilusa, embebida en su criminal idea, ¿hay paso alguno suyo en toda aquella tarde que no sea, si nos faltasen otras pruebas, un convencimiento claro de su horrible maldad? ¿No se la ve en ella oficiosa, solícita, ocupada en deshacerse de toda la familia para quedarse por dueña de la casa? ¿No se la ve entretener fuera de ella con frívolos encargos a un criado, empeñarse en hacer salir, o más bien dijera echar a empellones, al fiel huésped Castillo, a pesar de su ansia y sus ruegos por acompañar al doliente, y lo crudo y llovioso de la tarde, negar la entrada al cajero que venía a firmar la correspondencia7 y andar en fin hecha un Argos, inquieta y azorada por cuantos llamaban a la puerta, esta mujer indiferente siempre y descuidada en los negocios domésticos, sin solicitud ni vigilancia alguna por el gobierno y orden de su familia? Pero las pisadas del fementido matador suenan en sus torpes oídos, y es forzoso tenerle el paso franco para que ejecute su maldad sobre seguro. Llega por último el malvado, y ella le recibe gozosa, saliendo entonces de la alcoba del infeliz Castillo de servirle una medicina: hale dejado abiertas las puertas vidrieras para que en nada se pueda detener.

Sepáranse los dos: a entretener ella sus criadas, y él a consumar la alevosía. Entonces fue cuando la fría rigidez del delito, afecto de una conciencia ulcerada y del sobresalto de terror, ocupó a pesar suyo todos los miembros de la doña María Vicenta; cuando entre las luchas y congojas de su delincuente corazón la vieron sus criadas helada y temblando, fingiendo ella un precepto de su inocente marido, insultándolo hasta el fin, para venir a acompañarlas8. ¿Y pudo su lengua en aquel punto articular su nombre y ser tan descarada la iniquidad? ¡Oh imprudencia!, ¡oh perfidia!, ¡oh barbaridad sin ejemplo! Entretanto, el cobarde alevoso se precipita a la alcoba, corre el pasador de una mampara para asegurarse más y más, y se lanza, un puñal en la mano, sobre el indefenso, el desnudo, el enfermo Castillo. Éste se incorpora despavorido; pero el golpe mortal está ya dado, y a pesar de su espíritu y su serenidad sólo le quedan fuerzas en tan triste agonía para clamar por amparo a su alevosa mujer. ¡María Vicenta, María Vicenta!, repite por dos veces9; y ella, en tanto, entretiene falaz a las criadas, fingiendo desmayarse, el adulterio y el parricidio delante de los ojos, y la sangre, la venganza y las furias en su inhumano corazón. Castillo, el infeliz Castillo, que la ha llamado en vano, hace un último esfuerzo y se arroja del lecho entre las angustias de la muerte, lidiando por defenderse con el bárbaro agresor: luchan y se agarran los dos, y logra en su agonía arrancarle la máscara, y descubrirle y conocerle; pero él, más y más colérico y despiadado, repite sus agudos golpes, y le hiere hasta once veces en el pecho y en el vientre, siendo mortales por necesidad las cinco de sus puñaladas. Cae con ellas la víctima inocente y sin aliento, volviendo sin duda sus desmayados y moribundos ojos hacia la misma adúltera que le mandara asesinar; y el matador, en tanto, con una serenidad atroz y sin ejemplo, va tranquilo a buscar y coger dos doblones de a ocho, precio de su horrible atentado, de la naveta de un escritorio, y a presencia del sangriento y palpitante cadáver10. Permita Vuestra Alteza que en este instante le transporte yo con la idea a aquella alcoba, funesto teatro de desolación y maldades, para que llore y se estremezca sobre la escena de sangre y horror que allí se representa. Un hombre de bien en la flor de sus días, y lleno de las más nobles esperanzas, acometido y muerto dentro de su casa; desarmado, desnudo, revolcándose en su sangre, y arrojado del lecho conyugal por el mismo que se lo manchaba; herido en este lecho, asilo del hombre el más seguro y sagrado; rodeado de su familia, y en las agonías de la muerte sin que nadie le pueda socorrer; clamando a su mujer, y esta furia, este monstruo, esta mujer impía haciendo espaldas al parricidio, y mintiendo un desmayo para dar tiempo de huir al alevoso11: este infeliz, el puñal en la mano, corriendo a recoger con los dedos ensangrentados el vil premio de su infame traición; la desesperación y las furias que lo cercan ya y se apoderan de su alma criminal, mientras escapa temblando y azorado entre la oscuridad y las tinieblas a ponerse en seguro; el clamor y la gritería de las criadas, su correr despavoridas y sin tino, su angustia, sus ayes, sus temores; el tumulto de las gentes, la guardia, la confusión, el espanto, y el atropellamiento y horror por todas partes. ¿Retira Vuestra Alteza los ojos?, ¿le aparta consternado? No, Señor, no: permanezca firme Vuestra Alteza; mire bien y contemple: ¡qué cuadro, qué objeto, qué lugar, qué

hora aquélla para su justísima severidad y sus entrañas paternales, para su tierna solicitud y su indecible amor hacia todos sus hijos! Allí quisiera yo que hubieran podido empezar las diligencias judiciales; allí que hubieran podido ser preguntados los reos en nombre de la ley; allí, delante de aquel cadáver aún palpitante y descoyuntado, traspasado, o más bien despedazado el pecho, caídos los brazos, y todo inundado en su inocente sangre; allí, Señor, allí, y entre el horror, las lágrimas y la desolación de aquella alcoba; aquí a lo menos poderlos trasladar ahora, ponerlos en frente de esas sangrientas ropas, hacérselas mirar y contemplar, lanzárselas a sus indignos rostros, y causarles con ellas su estremecimiento y agonías. Así empezaría el brazo vengador de la eterna justicia a descargar sobre ellos una parte de las gravísimas penas a que es acreedora su maldad. Cargados día y noche con su enorme peso, en vano, Señor, han intentado huirlas. La Providencia que, aunque inescrutable en sus caminos, vela sin cesar desde lo alto la inocencia atropellada, tendió en derredor sus invisibles redes, tomándoles los pasos a uno y otro; y cuantos han dado por salvarse, se puede bien decir han sido todos para correr al merecido cadalso. La doña María es depositada en el momento, y empezada a interrogar; sonlo también sus criados y familiares íntimos; y aunque nada entonces se vislumbrase de los reos, aunque los cubriesen las tinieblas de la iniquidad o los abonase su nombre ante la justicia activa y consternada, la razón suspicaz y la reflexiva, ese pueblo inmenso de Madrid, cuantos saben el atentado, todos a una voz la señalan, todos la acusan y la increpan, todos la denuncian cual parricida. Vosotros, Señores, habéis sido testigos de la impresión extraordinaria que hizo esta maldad en los ánimos, corriendo en un momento su noticia de lengua en lengua, de casa en casa, de una en otra ciudad: el recelo y el temor se apoderó de todos, y no hubo siquiera uno que al oírla no se estremeciese y mirase en derredor pavoroso y temblando por su seguridad y su vida. Yo me hallaba entonces lejos de esta gran capital, en una de las primeras ciudades de Castilla12; sus honrados vecinos temblaban y temían del mismo modo, medrosas y exaltadas las imaginaciones, pero anunciando todos la delincuente; y este triste atentado, este alevoso parricidio ha sido el solo que entre esa multitud de novedades y rumores, que caen y se suceden unos a otros, y nacen tal vez y mueren en un día, mantiene su lugar, y conserva como el primero inquietos y azorados los corazones. Examinada esta mujer, se encierra en una maliciosa ignorancia, y nada dice, a nadie señala, de ninguno recela. Mas cuando temen todos que la maldad se quede entre tinieblas, anhelando aunque en vano su castigo, empieza a descubrirse, a ponerla en claro la eterna Providencia. Castillo, el amigo fiel del malogrado don Francisco, declara con individualidad los lances importantes de aquel desastrado día13; y entonces es cuando, aún ocupada en su culpable adúltero y ansiosa de salvarle, escribe doña María la carta misteriosa que el Tribunal ha oído, al de todos desconocido don Tadeo Santisa. El mismo Castillo, a cuyas manos llega por acaso, hace que se retenga y se presente al juez; y esta carta fatal, este inconsiderado papel, puesto por él delante de la infeliz, la confunde y hace estremecer, y empieza a convencerla de su horrible delito14.

Por ella es también preso el alevoso adúltero; y ved, Señores, ved, y bendecid admirados la mano protectora del cielo. Este hombre desgraciado, que tanto debía temer, que siéndole posible debiera haber huido al último punto de la tierra, o escondiéndose en su profundo abismo; que recibe ya antes de su criminal amiga otro aviso sobre su presta y necesaria fuga15; que por las dificultades que halla al querer sacar del correo la importante carta de que tratamos, era de recelar verse ya descubierto y espiado; este hombre infeliz, que con la señal del asesinato sobre su culpable frente no halla reposo en parte alguna, en todas teme, y anda prófugo y azorado de posada en posada; este hombre iluso, ciego, desatentado, que oye por todas partes el clamor popular contra los reos, la actividad y el celo con que el magistrado los busca y persigue; el ahínco, la impaciencia de todos por descubrirlos; este hombre desastrado no puede resolverse a dejar a Madrid, y es al cabo arrestado, y puesto en un encierro en 26 de diciembre. Desmaya al verse en él; desmaya y cae de ánimo, o porque cuasi siempre son los asesinos tan cobardes como viles, o porque ve sin duda la imagen sangrienta de su inocente amigo que le persigue y atormenta. Esta imagen fatal, presente día y noche a su amedrentada conciencia, le acusa, le confunde, hiere su espíritu de un vértigo, un pavor repentino, y arranca en fin de su boca desde el primer día la confesión de su negro delito libre y espontáneamente y con todas las circunstancias que escuchó Vuestra Alteza en la relación del proceso. Ya también lo había hecho su desgraciada cómplice; y oyó en él Vuestra Alteza sus sencillas declaraciones, admirando sin duda una conformidad entre las dos tan asombrosa como singular. En el cofre del alevoso se encuentra por un prodigio el mismo vestido que llevaba al cometer el parricidio, tinto todo y manchado con la sangre del inocente, que aún humea y se levanta al cielo; ese vestido que tenemos delante, objeto de lágrimas y horror, que nos hace estremecer sólo en mirarlo, irrefragable prueba contra su infeliz dueño. Y en vista de esto, ¿se podrá dudar con fundamento ni razón que doña María Vicenta de F. y don Santiago de N. son reos convencidos y confesos del parricidio alevoso de don Francisco del Castillo?, ¿hubo por desgracia este delito? Le hubo, no hay duda en ello. ¿Hay indicios y presunciones contra los dos? Vuestra Alteza los ha escuchado con horror en la larga narración de este atentado. ¿Los infelices acusados se atreven a negarlo?, ¿lo desfiguran? En sus declaraciones lo confiesan a sabiendas, e de su grado, como dice la ley16; lo confiesan sencilla y paladinamente, sin disculpa ni excepción alguna; lo dicen ambos tan iguales, con tal conformidad, que si a un mismo tiempo, en un solo acto judicial, una declaración, y uno de los dos llevando la palabra lo hubiesen confesado, no pudieran hacerlo con una identidad más rara y singular. Ni se oponga por el defensor de la aleve doña María que su declaración ha sido efecto de la violencia o del temor, y arrancada de su débil y angustiada boca entre los horrores de un encierro. Yo bien sé cuán sabia y justamente quiere nuestra ley de Partida que la declaración se haga sin premia, y obra sólo de la voluntad, sea tan libre como ella; también confieso que todo acto del hombre nacido de dolor o miedo injustos y vehementes ni es deliberada, ni imputable al infeliz apremiado; ni menos

olvido cuán francos, cuán puros y leales deben ser todos los pasos de la santa justicia y sus fórmulas y procedimientos. Pero también sé que las penalidades del encierro, donde fue trasladada la infeliz criminal, son como tantas otras cosas que exagera la compasión, y se abultan y encarecen sobre lo justo por imaginaciones acaloradas: que no es la cárcel un lugar de comodidad y regalo para los reos, sino de seguridad y custodia, y que conviniendo tanto su separación y retiro para precaver sus torcidas intenciones, y alcanzarlos a convencer de sus excesos y maldades, una cuerda experiencia ha mostrado repetidas veces a la justicia no haber sido vanas en guardarlos las más exquisitas precauciones, y el entero apartamiento y los cerrojos. No por esto me haré el apologista de la dureza o de la arbitrariedad. Lejos de mi lengua estas palabras siempre, cual lo están sus odiosas ideas de mi corazón y mis principios. Pero si nuestras cárceles son por desgracia incómodas, apocadas, oscuras y no cual anhelan justamente la humanidad y la razón; si la indecible corrupción de los tiempos, y el lujo y la miseria multiplican tanto los reos, que no hay cuadras ni patios que basten a su número, los infelices detenidos en ellas de necesidad han de sufrir las estrecheces y defectos con que las tenemos hasta que venga el día de su mejora deseada. Pero se dice que la doña María Vicenta debió ser tratada, como hijadalgo que es, muy de otro modo, y no aherrojada con los grillos; y aun se añade que era de obligación del juez examinar antes su estado y calidad para mandárselos poner según derecho. No he hallado cierto esta delicadeza, estos principios en la acendrada sabiduría de nuestras leyes. Todo ciudadano es según ellas a los ojos de la autoridad pública plebeyo, igual a los demás; y su clase, aunque más encumbrada y distinguida, queda eclipsada ante la majestad que representa. La nobleza es una excepción, una prerrogativa, un privilegio; y el reclamarlo en tiempo, y aprovecharse de él, es un derecho de solo el que le goza, y no una servil carga para el magistrado, para quien son todos, sin diferencia alguna, esclavos de la ley. Si se insiste por último en que el juez excesivamente celoso reconvino a la doña María en su declaración del 23 con preguntas capciosas sobre lo que no resultaba el proceso, y conminándola con más rigurosos apremios, ¿no están en él, no acabamos de oír sus diligencias hasta aquel punto, señalándola ya bastantemente?, ¿no está su oficiosidad maliciosa por toda la tarde del funesto día 9?, ¿no es ya ella sola un gravísimo y más que sobrado indicio?, ¿no está su carta, su fatal, su desgraciada carta al desconocido Santisa?, ¿su turbación al reconocerla?, ¿su indecible osadía en quererla arrancar de las manos del juez?, ¿el testimonio mismo de su misterioso contesto?, ¿aquellas criminales palabras al don Santiago, retirado en tu casa, o salirse fuera del lagar y lejos del peligro? ¿Qué más señales, qué otros testimonios, qué mayores indicios apetece su defensor? ¡Indecible deslumbramiento!, ¡anhelo inmoderado de disculpar o disfrazar los yerros! Si la carta era inocente, y nada contenía que dañase, ¿a qué arrebatarla violentamente, ni intentarla despedazar?, ¿a qué aquel porte suyo tan escandaloso en esta diligencia? Sobraban ciertos indicios, sobraban presunciones y cargos para recelar por culpada a aquélla a quien el pueblo todo proclamaba ya por delincuente desde el primer día.

Mas no hubo derecho para abrir esta carta, y así cuanto viene de ella es ilegal y nulo. ¿No hubo, decís, derecho para abrir una carta escrita por una persona indiciada de un crimen tan atroz, puesta judicialmente en depósito, y bajo la mano misma de la ley?, ¿a un hombre desconocido en toda la familia?, ¿mandada echar al correo, residiendo él en Madrid?, ¿encargada con tanto ahínco y exquisito cuidado al criado don Domingo García y sospechosa a él y para el fiel Castillo, amigo íntimo, por no decir hermano, del infeliz don Francisco, y que tan bien sabía todos los secretos y amarguras de este desgraciado matrimonio? Castillo, ese hombre honrado, ese testigo ingenuo, ese antiguo y acreditado librero que todos conocemos, tan injustamente denigrado aquí. ¿Una carta, en fin, en que se podrían encerrar las pruebas convincentes de la inocencia y lealtad de los familiares de la casa que seguirían gimiendo de otro modo en la oscuridad de la cárcel, y entre grillos y horrores hasta que se hallase la verdad, y el tiempo o los acasos descubriesen al fin los alevosos? De este modo haría mal, sería digno de pena el que sabiéndolo denuncia al delincuente si el juez no le pregunta, porque al cabo él revela un secreto; así como el que lleva a la justicia con honrada solicitud el depósito recibido de unas manos sospechosas, porque no hay duda, ellas se lo confiaron, y él lo admitió. Cada ciudadano, Señor, es una centinela continua contra el crimen y la actividad incansable que agita a los malvados; la seguridad de todos se libra en la fidelidad de cada uno; de su activa vigilancia se fabrica y compone la común tranquilidad, y en ella reposan confiadas la inerte virtud y la pacífica inocencia. Así que, si la delación baja y oscura, vicio de todos el más infame y arma fatal de esclavos y tiranos, debe ser proscrita y execrada, como de los Gobiernos ilustrados y justos, así de las almas generosas, no cierto los avisos y denuncias sencillas, autorizados cual el presente por una persona interesada y conocida, recomendados altamente por señas importantes, hijos en fin del celo, la honradez y las más justas obligaciones. La carta, por último, no se entregó por la doña María a la fe pública del correo, siempre inviolable, sagrada para todos, sino a la diligencia de un criado; éste, si así se quiere, faltaría enhorabuena a los encargos y confianza de un ama imprudente, y tímido o curioso burlaría sus mal fundadas esperanzas. Álcese pues contra él, y quéjese de su falsía; persígalo y acúselo si le dan las leyes una acción; pero, ¿a qué nada de esto para el proceder judicial, ni contra las providencias sabias del magistrado, ante quien la carta misteriosa se presentó ya abierta? Y demos de gracia que esta funesta carta, estos pasos tan útiles, pero tan mal juzgados, estas diligencias y apremios fuesen cual anhela su defensor, o no existiesen en el proceso: ¿por ventura los reclamó después la interesada?, ¿excepcionó algo sobre ese su estado de opresión al declarar el parricidio?, ¿sobre la estrechez de la prisión, el áspero rigor de los apremios, tanto aquí decantados?, ¿no aprueba, no repite en sus posteriores confesiones cuanto dijo en la que por ellos se pretende hacer nula, la del día 24?, ¿no se le recibe en toda libertad, aun fuera del encierro y en la sala misma de declaraciones?, ¿y no vemos todas las suyas confirmadas, ratificadas, identificadas, confundidas y hechas una misma con las del sencillo y desgraciado reo? Pues ¿qué quiere la doña María?, ¿de cuál diligencia se queja?, ¿qué reclama su defensor o qué niebla se

podrá oponer a la verdad misma, clara y pura como es la luz? Y el infeliz don Santiago, ¿de qué excepción querrá valerse contra esta terrible verdad, declarada por él desde el primer punto de su milagrosa prisión, sencilla y paladinamente, a sabiendas e contra sí qué opondrá? ¿A qué se acogerá para eludir su fuerza irresistible? Confieso a Vuestra Alteza que nada veo en todo este proceso, cuando lo considero, sino la mano omnipotente de la Providencia sobre los dos culpados, el peso insufrible de su maldad que los oprimía y abismaba, y los atroces remordimientos que les arrancaban a pesar suyo la verdad de sus labios criminales. Así quieren la razón y la ley de Partida que sea la conoscencia o confesión: sin premia, a sabiendas, e contra sí17 para sujetar al delincuente a la pena del delito; y así han sido, Señor, las de don Santiago de N. y doña María Vicenta de F., reos ambos ante el cielo y los hombres de la injusta muerte de don Francisco del Castillo con una atrocidad sin ejemplo. Pero ¿qué género de muerte? ¿De cuál delito son reos? Decir pudiera que del más negro y horroroso, dejando el regularlo a la alta sabiduría de Vuestra Alteza. Porque él, mirado bien, es una alevosía cualificada con las circunstancias más crueles: un padre de familias desnudo, desarmado y enfermo es acometido y muerto en su misma cama sobre seguro. Es un asesinato, porque el cobarde matador recoge al instante el vil premio de su iniquidad en los dos doblones de a ocho del escritorio; y ese premio, esta paga, este bajísimo interés se le ofreció su aleve compañera para después de la muerte en la mañana de aquel día, por más que se me diga no haber sido precio, sino dádiva generosa. Es un parricidio, porque la mujer y su adúltero amigo se ayudan, y de acuerdo y con armas18 matan a su marido e insigne bienhechor, casos comprendidos en este horrible crimen. Es un delito que rompe, destruye, despedaza los vínculos sociales en su misma raíz; un delito contra la seguridad personal en medio de la corte, en el asilo más sagrado y entre las personas más íntimas; un delito que ofende la nación toda, privándola de un hijo de quien eran de esperar inmensos bienes por sus conocimientos mercantiles, su celo y probidad; un delito, en fin, que ultraja la humanidad y la degrada. El adúltero, el nudo conyugal, las costumbres, la amistad, la patria, el seguro de la corte, el asilo de la casa propia se confunden indignamente en él: todo se conculca, todo se vilipendia, todo se atropella y trastorna; y aumenta todo la atrocidad del atentado. ¿Mas acaso los infelices reos se arrostraron a cometerlo impelidos de circunstancias que lo hagan menos horroroso? La doña María, se dice, oprimida de un marido cruel, insultada continuamente por su genio altanero, y atropellada y castigada, no hallando otro medio de ponerse en seguro, abrazó éste, desgraciado por cierto, pero más digna ella de nuestra tierna compasión que de la severidad y el odio de las leyes. ¡Cuáles nos gobiernan, Señor!, ¡cuáles nos velan y defienden!, ¡qué país vivimos!, ¡en qué lugar estamos! Por tan acomodados, tan humanos principios, ¿qué seguridad tendremos ninguno de nosotros de nuestra pobre vida?, ¿quién no temerá hallarse saliendo de este augusto Senado con quien por una palabra sin razón, un desaire, un desprecio, un tono altanero y erguido, no le prive de ella en un instante,

parte y juez a un mismo tiempo en el tribunal de sus venganzas?, ¿será el puñal del ofendido el justo reparador de sus agravios? ¿Un resentimiento, una ofensa, un genio duro, bárbaro si se quiere, autorizan acaso el asesinato ni la negra traición? ¡Sociedad desgraciada, si estas fuesen tus leyes y velases así sobre tus hijos! Los jueces, los Tribunales tienen día y noche patentes sus puertas, extienden su mano protectora a cuantos desvalidos los imploran, y a ninguno que la buscara le negaron su sombra. ¿Los interpeló acaso esta infeliz?, ¿recurrió a ellos en sus disgustos y amarguras o dio por dicha algún paso para salvarse de su ponderada opresión? Demasiadas gracias tienen ya las mujeres entre nosotros. Puede ser que estas gracias, y el favor excesivo que les dispensamos los jueces por una compasión y un principio de honor equivocados, hayan sido la causa de la muerte que debemos llorar, y yo persigo. ¿Y dónde?, ¿dónde están estos insultos y crudos tratamientos tan decantados? ¿No hemos oído la desgraciada prueba de la doña María, para que aún clame tanto su defensor sobre este punto? Por toda ella se nos presenta el infeliz e indulgente Castillo de un genio vivo, claro, y si se quiere intrépido y osado, pero facilísimo de acallar, de un corazón franco y generoso, y sin resentimientos ni rencor. Es un marido que transige, por decirlo así, sobre su deshonor con el mismo que le ofende, como oyera admirado Vuestra Alteza en su conducta condescendiente con el bárbaro don Santiago; es un marido que en medio de los excesos y pasos criminales de su aleve mujer, que él sin duda sabía, hace con ella en uso de sus solemnes fueros lo menos que pudiera y que debiera hacer. Riñe una vez, y quiere, en lugar de corregirla, salirse despechado de su casa a habitar y dormir en su tienda; riñe, y por uno de aquellos accidentes que la perfidia sabe tan bien fingir, corre a medianoche con un criado a buscar solícito un médico que la asista en su aparentada locura19. Riñe, y sufre que lo arañe en el rostro; riñe, y es duro, y la deja salir a todas horas, concurrir a tertulias y teatros, y recibir en su casa a cuantos quiere20. ¿Y éste es el marido cruel, éste el león implacable y tan temido, éste el hombre que la castiga y atormenta, éste aquel a quien su oprimida compañera no puede arredrar sin un asesinato? Más severo, más duro le hubiera yo querido, y acaso no ejercería hoy mi terrible ministerio persiguiendo sus parricidas. Nunca, se insiste, pudo la doña María recelar este atentado del ánimo apocado de su adúltero amante. ¡Nunca lo pudo recelar, y se embebece con él en el modo de ejecutarlo por más de dos meses, y va una vez a disuadírselo agitada de anticipados remordimientos por el último suplicio de otro reo21, y aprobándolo ella, aparente el traidor su fingido viaje para más bien cubrirlo y deslumbrar! ¡Y ella le llora para más electrizarle, y de la terrible sentencia de que caso de morir uno de los dos, muriese su marido, y le busca y persigue todos aquellos días, y le ceba y alienta con las dos onzas de oro, le da la señal de la persiana, le habla al entrar de la sala y corre artificiosa a entretener las criadas, y fingir un desmayo, mientras se consuma la negra alevosía! ¿Y se osa decir que no creía que el atentado se ejecutase? ¿Cómo, os pregunto, lo pudiera creer?, ¿cómo concurrir y cooperar a él? ¿Se quiere para esto que ella misma lleve con su mano el puñal del amante, y aseste impávida su punta al pecho del enfermo y desarmado marido? Así, ¿tampoco concurrirán al robo el

ladrón que tiene la escala por donde sube el compañero, o apunta con el trabuco al caminante mientras otro le registra y ata? Quisiera, Señor, quisiera ser indulgente y poderme contener. Acaso mis palabras herirán con más calor que el conveniente el ministerio de templada severidad que ejerzo en nombre de la ley. Pero tan horrible maldad me despedaza el corazón: dad algún alivio a mi justo dolor y mi ternura; el malogrado, cuya muerte persigo, era por desgracia mi amigo; conocilo por la rara opinión con que corría su nombre; y cuando se prometía y yo me prometía unirnos con mi nuevo destino en lazos de amistad más estrechos, le veo robado para siempre de entre nosotros, y perdido para los buenos y la patria por la crueldad de una ingrata mujer y de un amigo tan cobarde como fementido. Por último, se dice que esta infeliz mujer estaba sin libertad ni capacidad alguna para tan gran maldad. Feble y apocada por naturaleza, añadía a la debilidad de su sexo la de su propia constitución, y una pasión furiosa la había convertido en una máquina, que sólo recibía su impulso y movimiento de las insinuaciones del adúltero. Así se la ve después ni sentir, cual debiera, la muerte del marido siquiera por la decencia y su seguridad, ni mudar de semblante, impasible cuando se la prende, ni entristecerse por su encierro y dura soledad, ni faltarle, en fin, el apetito entre los horrores de la cárcel, hasta dormir en ella con el mayor sosiego. Esto se ha dicho por su defensor. Esto se ha dicho, ¿y podrá sufrirse con paciencia? ¡Era tímida la que sabe exclamar a su alucinado amante, que caso de morir uno de los dos, muriese su marido! ¡Era débil la que se arroja a él y le llena de arañazos!, ¡la que insiste, al intentarla separar, en que la dejen, que ella sola basta para acabarle!, ¡tímida la que se ceba, se complace por tantos días en un proyecto tan horrible!, ¡la que ve con impávida serenidad el alevoso puñal en la mano!, ¡apocada la que, a pesar de las continuas reconvenciones del inocente asesinado, continúa ciega en sus criminales amistades!, ¡la que anda a todas horas de calle en calle, de posada en posada en busca del don Santiago!22 Pero la pasión de este infeliz la tiene electrizada, sin deliberación, frenética y sin seso. ¡Extraña jurisprudencia!, ¡singular raciocinio!, ¡raro modo, por cierto, de defender un reo y disculpar sus delitos! Así el ladrón pudiera excepcionar que su pasión le ciega, que la idea seductora del dinero le quita enteramente la libertad de obrar, y que no está en su mano, si lo ha visto, dejar de arrebatarlo; el adúltero, que la hermosura y los encantos de la madre de familias honesta le inflama y enloquece; y el torpe violador, que en una constitución toda de fuego no le es dado calmar la imperiosa fuerza de su temperamento, ni domar en nada su brutal desenfreno. Ningún delito será imputable por estos horrorosos principios, ninguno lo sería si por desgracia fuesen verdaderos. Porque, ¿cuál hay que no nazca de una pasión furiosa?, ¿o qué delincuente, por endurecido en el mal, al cometer sus atentados estará sereno? No negaré tal vez que la memoria aguda de su maldad y mil tristes presentimientos tengan al presente como estúpida a la doña María. Así también suelen estarlo los mayores facinerosos cuando se ven en una cárcel, abandonados al gusano roedor de sus conciencias, delante de sí la horrible imagen de sus atrocidades, y desnuda sobre su garganta la espada de la ley: que el mayor

corazón se pierde, el más despierto consejo se confunde a la vista de los delitos23. Pero no son por esto menos delincuentes; sus pasiones indóciles y su pervertida razón no pueden impedir el saludable efecto de las leyes en la dirección de las acciones, ni eran ellos estúpidos al cometer el mal. No lo era, no, la desgraciada doña María Vicenta, combinando exactamente las infernales operaciones del desastrado día 9; no lo era, no, volviendo en él a su casa a la una y media de la tarde, enfermo y en cama su marido, de acordar el parricidio con su alevoso amante. Ni tiene otros descargos este infeliz, por más que su defensor quiera decirle loco en su delincuente amor24. Bien sé yo la fuerza terrible de las pasiones, y su funesto imperio en los corazones que inflaman y sojuzgan: la historia ofrece a cada paso ejemplos memorables de esta fuerza, y la moral y el estudio detenido del hombre apoyan y convencen cuanto la historia dice. Pero también sé que es nuestra obligación el dirigirlas o domarlas, no siéndoles dado el poder de arrastrarnos al mal irresistiblemente: que estas enfermedades del alma, por graves que parezcan, no son, sin embargo, incurables; que para ello se nos dio la razón y el sagrado instinto del bien, que se han negado al bruto; que esta fiel compañera nos clama sin cesar si tropezamos; que en medio de su imperio que ejercen tan duro y tan temible, nos queda ilesa siempre la libertad, y con ella la justa imputación de nuestros pasos, y que, por todo esto, cuando sucumbimos y caemos, somos reos ante Dios y los hombres de nuestro vencimiento y cobardía, como lo es hoy el infeliz don Santiago por los horribles frutos de un amor criminal, que debió sofocar cuando lo vio nacer, trabajando en lograrlo noche y día, en vez de embriagarse en él, ni abrigarlo en su pecho para llevar al cabo sus impías sugestiones. Y si esto nada hace, su apocamiento, su genio melancólico y adusto, sus pocas expresiones, su excesiva cortedad25, ¿qué pueden, aun dado caso que así fuesen, qué pueden hacer para disminuir un delito tan execrable?, ¿qué pueden hacer para sustraerle al crudo escarmiento que la ley le señala?, ¿qué puede hacer la dolencia que padeció por el pasado San Mateo, naciese norabuena no de una insolación, sino de aflicción de su espíritu?26. Este hombre melancólico, este tan encogido, este apocado y cobarde, se ceba como su cómplice por tanto tiempo en la idea espantosa de su maldad; trata de preocupación sus saludables reflexiones, cuando de ella le intenta disuadir, y se atreve, siendo la primera, a la mayor atrocidad: pruebas todas, nada dudosas, de la ferocidad de su ánimo. Obra, sí, como cobarde, porque acomete sobre seguro a un hombre desnudo, desarmado y enfermo. Y ¿quién es este hombre? Temblad, Señor, temblad al escucharlo: el mismo cuyo lecho ofende, que le admite en su casa, que le pone a su mesa, su bienhechor, el que le dio liberal el dinero para su mentido viaje a Valencia, y tal vez por alejarle así del lado sospechoso de su adúltera compañera. Ninguno, pues, de los dos tiene ni sombra de disculpa con que disminuir lo atroz del atentado; éste fue el mayor que pudo cometerse, y por cierto, como dije antes, no alcanzo a señalarle lugar entre los delitos. Él ataca la seguridad personal hasta en lo más íntimo y sagrado; ataca el santo nudo conyugal, y le rompe impíamente y despedaza; ataca las costumbres públicas, y cuanto hay de más augusto y venerable sobre la tierra. Con este ejemplo fatal, ¿quién fiará de nadie, si debe recelar hasta de su

mujer?, ¿quién abrirá su corazón a la dulce amistad, si el amigo asesina?, ¿quién a la generosidad y la beneficencia, si es su premio la muerte?, ¿quién en su lecho podrá dormir tranquilo, si en el suyo, cercano de gentes y criados, no se vio seguro el desgraciado don Francisco Castillo? No encuentro ciertamente, lo repito, Señor, no encuentro ni pensamientos ni palabras para su horrible deformidad. Así todos los pueblos le han perseguido y castigado con las mayores penas, igual en este punto la Antigüedad remota con la edad presente. Legisladores ha habido que no se atrevieron ni aun a nombrarlo en sus códigos, creyendo imposible en la naturaleza un crimen tan enorme27. Mas a cuantos lo han hecho, la muerte les ha parecido poco, y ha sido preciso inventar y añadirles aparatos y circunstancias que la hagan a la imaginación más y más espantable. Los antiguos egipcios punzaban todo el cuerpo del parricida con cañas muy agudas; revolvíanlo después en un haz de espinas, y le pegaban fuego28. Los griegos le apedreaban hasta morir29. Entre los virtuosos romanos, después de azotado crudamente, se le encerraba en un saco con ciertos animales fieros para hacerle su fin más doloroso30. En otras partes se le enterraba vivo; en otras se despedazaban sus miembros con ardientes tenazas; en otras se abrasaban y rompían en una rueda31. Una ley del antiguo Fuero Juzgo le señala la pena capital, repartida su hacienda entre los herederos del difunto32. Nuestro gran legislador don Alfonso, siguiendo como suele en sus Partidas los pasos de los sabios romanos, ordena en fin en la ley 12 del título de los Omecillos33 «que, si el padre matare al fijo, o el fijo al padre, o el marido a su muger, o la muger a su marido, o cualquiera que diese ayuda o consejo porque alguno de los dichos muriese a tuerto con armas o con yerbas, paladinamente o encubierto, quier sea pariente del que así muriere, quier extraño, que este tal que fizo esta enemiga, que sea azotado públicamente ante todos, e desí que lo metan en un saco de cuero, e que encierren con él un can, e un gallo, e una culebra, e un jimio, e después que fuere en el saco con estas cuatro bestias, cosan la boca del saco, e lánzelos en la mar, o en el río que fuere más cerca de aquel lugar do acaesciere». Así la ley, Señores. Y vosotros, sabios ejecutores de ella, rectísimos ministros de la santa justicia, ¿podréis a su vista dudar un solo instante en imponer la clarísima pena que señala a los dos desgraciados parricidas doña María Vicenta de F. y don Santiago de N.? Otro os dijera, arrebatado de su celo, que el fatal cadalso se levante enfrente de la casa, teatro del horrendo delito. Él es tan atroz en sí mismo, y por sus funestas consecuencias en el orden social, que merece le deis el mayor aparato judicial, para que imponga y amedrente a los malvados. Los grandes atentados exigen muy crudos escarmientos: éste, Señores, es el más grave que pudo cometerse. En esta perversión y abandono brutal de las costumbres públicas; en esta funesta disolución de los lazos sociales; en esta inmoralidad que por todas partes cunde y se propaga con la rapidez de la peste; en este fatal egoísmo, causa de tantos males; en este olvido de todos los deberes; cuando se hace escarnio del nudo conyugal; cuando el torpe adulterio y el corrompido celibato van por todas partes descarados y como en triunfo apartando a los hombres de su vocación universal, y proclamando altamente el vicio y la estéril disolución; en estos tiempos desastrados; este lujo

devastador que marcha rodeado de los desórdenes más feos; estos matrimonios que por todas partes se ven indiferentes o de hielo, por no decir más; un delito contra esta santa unión exige toda nuestra severidad; un delito tan horroroso la merece más particularmente; y esas ropas acuchilladas que recuerdan su infeliz dueño; esa sangre inocente en que las veis teñidas y empapadas, clamándoos por su justa venganza; la virtud que os las presenta cubierta de luto y desolada; ese pueblo que tenéis delante, conmovido y colgado de vuestra decisión; el rumor público que ha llevado este negro atentado hasta las naciones extrañas; la patria consternada, que llora a un hijo suyo malogrado y hundidas con él mil altas esperanzas; el Dios de la justicia que os mira desde lo alto y os pedirá algún día estrechísima cuenta del adúltero y del parricida; vuestra misma seguridad comprometida y vacilante sin un ejemplar castigo; todo, Señores, os grita, todo clama, todo exige de vosotros la sangre impía de estos alevosos. Fulminad sobre sus culpables cabezas en nombre de la ley la solemne pena por ella establecida; y paguen con sus vidas, paguen al instante la vida que arrancaran con tan inaudita atrocidad. Sean ejemplo memorable a los malvados, y alienten y reposen en adelante la inerme inocencia y la virtud, estando vosotros para velar sobre ellas, o a lo menos vengarlas.

-2Acusación fiscal contra Marcelo J., reo confeso de parricidio por la muerte violenta dada a su mujer María G.; pronunciada el día 23 de abril de 1789 en la sala segunda de alcaldes de corte

Señor, Cuando he reconocido el proceso sobre la muerte violenta dada por Marcelo J. a su infeliz mujer María G. en la mañana del 5 de septiembre pasado, sobre que Vuestra Alteza debe pronunciar este día su inapelable soberano juicio; cuando he considerado atento y silencioso todas las circunstancias y accidentes de este desgraciado suceso, volviendo muchas veces mi tranquila reflexión y fijándola por largo tiempo en el reo Marcelo, autor del sangriento atentado, entrándome, digámoslo así, en su mismo corazón, registrándolo cuidadoso a la clara luz de la moral filosofía, interrogándole y oyéndole sin el terror que inspiran la presencia de un juez y el orden y aparato judicial, y observándole y estudiándole detenidamente para hallar en él, si era posible, a fuerza de pruebas y pesquisas los criminales motivos de tan bárbaro parricidio, confieso a Vuestra Alteza que no he podido menos de vacilar por largo tiempo, asaltado de un tropel de dudas sobre el partido que debía abrazar en esta acusación y el verdadero estado de Marcelo, gimiendo entonces amargamente por mi suerte y enojoso destino, o más bien por la poquedad y ruin flaqueza de la razón humana y el congojoso estado de los jueces, que

limitados y expuestos al error, como todos, se ven sin embargo constituidos por el cielo árbitros supremos de las haciendas, de las honras, de las vidas de sus semejantes. Debiéramos ser ángeles en entender y juzgar, poder profundizar los abismos del corazón humano y el misterioso laberinto de sus pasiones y sus obras, y una sombra nos hace tropezar, y un vislumbre engañoso nos arrastra al error sin advertirlo. Lo grave y delicado de la causa me mueve a imaginar que se halla Vuestra Alteza en el mismo grado de triste incertidumbre; y por tanto le ruego se digne de prestarme toda su atención, y afirmarse más y más en el estado de impasible igualdad que sabe en sus juicios, oyendo con plácida indulgencia mis reflexiones sobre un hecho, que mientras más lo considero, menos acierto a graduarlo. En efecto, cuando lo meditaba para decidirme y seguir en él sin tropiezo la sagrada voz de la justicia, en cuyo augusto nombre denuncio y persigo al delincuente, veía de una parte un parricidio, si no de anticipada deliberación y agravado con la odiosa circunstancia de alevoso, lleno al menos de indecible crudeza y de barbaridad: a una mujer infeliz, de fuerzas débiles y sin armas ni ayuda, sola en medio del campo, lejos de la vista y el brazo de los hombres, sin abrigo ni poder, al arbitrio de un marido feroz, que la castiga y apalea más duramente que a una bestia; sin tener la desventurada a quien volverse ni clamar por amparo en su amargura y abandono; al bárbaro agresor, que de cólera ciego la derroca en el suelo a la violencia de los golpes, que vuelve, los repite, y no contento con esta atrocidad tan desmedida y fuera de razón, se vale en fin de una navaja que lleva por acaso para herirla más reciamente, y acabar de una vez con su infeliz y lastimada vida. Expira la desventurada entre sus manos implacables, y expiran y fenecen con ella en aquel punto los amores y tiernas solicitudes de una madre, y empiezan las lágrimas, el olvido, la mísera orfandad de un niño tiernecito de dos años, que deja al mundo con su temprana muerte en abandono y soledad. Esto, Señor, he visto, de una parte, por el atroz parricidio y contra el reo. Pero cuando advierto por otra en su favor el genio duro y caprichoso de la obstinada esposa; la condescendencia, la paz, la constante dulzura y buena conducta del marido, así con ella como con los demás ciudadanos; las indecentes cuanto continuas voces de la primera sin fundamento ni razón alguna, ya de que le aborrecía a no poder más, ya de que quisiera verle entrar por sus puertas cosido a puñaladas, ya de que no quería ni vivir ni estar un punto en su odiosa compañía, hasta sufrir de buena gana que la llevasen al encierro de San Fernando antes de hacerlo34; cuando veo que en aquella propia mañana es forzoso que el alcalde de Hortaleza la amenace con su autoridad para hacerla entrar en su deber, unirla a su marido, y que lo siga al lugar del Pozuelo, donde él tiene su residencia y su vivir; cuando veo su extraña tenacidad en el camino, aun después de apaleada y arrojada en el suelo; cuando veo que el congojado Marcelo, en vez de huir prestamente para poner en salvo su persona, cometido ya el fatal atentado, va de su buen grado a delatarse a sí propio y entregarse en poder de la justicia; cuando le veo a pocos pasos de la iglesia poderse acoger sin tropiezo a la seguridad de su religioso asilo, para cubrirse al menos contra el brazo sangriento de las leyes, que aun inocente debieran entonces perseguirle, y, sin embargo, no hacerlo, sino pasar sin abrigarse

en ella35; cuando le veo, en fin, con un porte tan singular, o diré más bien, incomprensible en un hombre sano de razón y verdadero criminal, acusarse por sí mismo de su negro delito, mostrar tranquilamente para prueba las manos parricidas aún tintas en la sangre de su infeliz mujer, correr, en suma, tan alegre a una cárcel, cual pudiera a una fiesta, recibir la cadena y los grillos como un regalo, y seguir del mismo modo en sus posteriores confesiones, y cuantos pasos ha dado en adelante36; no puedo, lo confieso, resistir a las impresiones de la blanda equidad, que asaltan y conmueven mi tierno corazón llenándole de dudas y ansiedades, para entibiarme un tanto en perseguirle y acusarle sobre su horroroso atentado. Por esto, si el abogado fiscal reclamó sobre él al principio toda la severidad de la ley, si instó, si interpeló la rectitud de Vuestra Alteza, y celoso por un saludable rigor quisiera que al juzgarle no oyese otras voces que las de sangre y parricidio, para medirle con su propia medida y herirle con la espada de muerte que él hirió, yo no he podido menos, visto de nuevo su proceso y examinadas sus singulares circunstancias más detenidamente, de templar este día mis clamores y constituirme en algún modo, olvidado mi duro ministerio, por patrono suyo, representando a la capacidad de Vuestra Alteza, y poniendo en su alta consideración la buena probanza de este desventurado y lo mucho que dicen los testigos en beneficio de su causa. Él, Señor, no hay dudarlo, está llanamente confeso en la muerte de su desgraciada mujer, y es reo por la ley de un parricidio. Habiendo salido con ella en la mañana del 5 del lugar de Hortaleza para ver y despedirse de su hermano Claudio J., y seguir su camino a Pozuelo, lugar de los padres de la María, y donde debían los dos vivir en adelante; en el campo por donde iban en compañía de un muchacho de corta edad llamado Antonio, continuaron desavenidos, y altercando como ya lo habían hecho en Hortaleza. El motivo no consta en el proceso, ni sería cierto de mucha gravedad; mas esto no era nuevo en el infeliz y pobre matrimonio, por ser la mujer, como ha probado el reo aun con su misma madre, de un genio altivo, duro y caprichoso, por el cual hacía seis meses que vivía en Hortaleza lejos de su lado y obligaciones, y del todo apartada de su trato y compañía. De las alteraciones vino Marcelo a las manos, y le dio un golpe en un brazo con cierto palo que llevaba, como de ejercicio pastor, para hacerla así callar; pero insistiendo terca la María y aún no cesando en sus molestas réplicas, le descarga otra vez en la cabeza más lleno de cólera y barbaridad; ni por esto ella calló, ni pudo contenerse en la disputa y gritería, cediendo siquiera a la violencia y a los golpes, y él, así más furioso, le repitió el tercero, mientras clamaba la infeliz al muchacho Antonio entre las agitaciones del dolor para que volviese a Hortaleza a buscar gentes que la amparasen en su angustia, librándola del brazo del marido. Hízolo en efecto él así, corriendo precipitado hacia el lugar; y, quedándose en tanto el duro y acalorado Marcelo solo con la María, que ya a la violencia de los palos se hallaba tendida en tierra, pero aún altercando y replicando más obstinada cada vez en su necia porfía, sacó por último una navaja, y la hirió con ella hasta acabarla, sin saber cómo ni dónde, según asegura en sus deposiciones. Al instante, y sin cuidar tampoco si la infeliz quedaba muerta o viva,

vase el reo corriendo hacia Hortaleza a delatarse a la justicia todo sobresaltado, y pidiendo, no sin empeño, que se le ponga preso. El alcalde Luis Morales, a quien se presentó, le pregunta admirado la extraña causa de su azoramiento y turbación; y él le contesta al punto refiriendo sencillamente, cual oyó Vuestra Alteza, un hecho tan atroz, señalando lugar y circunstancias, dándose a sí propio por su autor, y manifestando, como dije antes, las manos parricidas tintas todas en sangre en prueba desgraciada de su criminal veracidad37. Préndese inmediatamente a Marcelo, como era de ley hacerlo; vase al sitio del triste suceso, y hállase a la María tendida en el suelo, bañada toda en sangre y sin vida, en la misma forma que él lo había declarado; y, traídos por último a la Sala la causa y el reo, éste repite en ella en sus deposiciones con el mismo candor y sencillez cuanto tuviera dicho ante el alcalde de Hortaleza, y las ratifica libremente, y se da de nuevo por autor del delito, asegurando siempre en todas ellas la buena armonía y la constante paz de su infeliz matrimonio, y haber sólo tenido antes de aquel funesto día y en los cinco años de estado que ha llevado entre mucha conformidad de parte suya algunas ligeras desazones. Poco hay en qué detenernos, Señor, después de un hecho tan atroz, confesado tan clara y paladinamente, repetido siempre de una misma manera, con unas mismas circunstancias, y sin apremio ni violencia alguna de parte del desventurado Marcelo; poco hay en qué detenernos para haberle de declarar por reo parricida. Vuestra Alteza tiene bien presentes en nuestras sabias leyes de Partida la segunda del título de las Conoscencias, y las doce del de los Omecillos, que su alta sabiduría nunca puede olvidar, y yo le cité no ha nada en este mismo sitio, y la justísima severidad con que castiga la última un atentado tan cruel, una maldad tan horrorosa, una atrocidad tan inhumana; atrocidad, Señor, en contradicción absoluta con la tierna y oficiosa hermandad que deben profesarse los que unidos en lazo indisoluble de santo amor y continuos alivios, no deben vivir ni respirar sino para mutuas solicitudes y dulces confianzas, y apoyarse y sostenerse en el camino amargo de la vida, remedando en la tierra la paz y los contentos de la gloria, y así por todo ello de tan funestas consecuencias y sacrílego escándalo en el orden social. No sé pues qué singular acaso, qué fatalidad desgraciada ha podido hacer que las dos veces que he hablado en este augusto lugar haya de haber sido persiguiendo un delito que hace estremecer la humanidad, un delito ni aun de las mismas fieras más indómitas y crueles. Parece que estaba reservado a mi compasivo y tierno corazón este género amargo de probarle, haciéndome comprar a tanta costa, y pagar con mis lágrimas el alto honor de sentarme entre Vuestra Alteza a doctrinarme con su sabiduría y participar de su gloria. Y el hombre acaso más sensible de todos, alimentado desde niño con las máximas celestiales de la indulgente y pacífica filosofía, penetrado con ella de dulce conmiseración, lleno hacia los hombres de dulzura y amor, y que no puede por su complexión y carácter contemplar a un infeliz con los ojos enjutos, ni mirar la sangre derramada sin conmoverse, se encuentra por desdicha condenado a no oír sino maldades espantosas, a no ver sino horrores en derredor de sí, ni a desplegar sus labios sino para acusarlos. Ahora mismo está puesto el fúnebre patíbulo para los dos infelices que mi voz persiguió y que Vuestra Alteza ha juzgado; ahora

mismo los sentimos, los escuchamos, parece que los vemos salir ya de la cárcel escuálidos, desfallecidos y casi moribundos, cercados de guardias y alguaciles, y entre los brazos de la religión y la piedad, que imploran fervorosas todos los consuelos del cielo para sus almas abatidas; ahora mismo ha sonado la hora postrera de su vida infeliz, y llega, ¡oh dolor!, a nuestros contristados oídos la confusión, el estrépito, el alboroto y triste griterío del gentío inmenso que los aguarda impaciente y conmovido para acompañarlos al suplicio. Mis acentos turbados se confunden con sus lágrimas y alaridos, y mi comprimido corazón, cubierto de luto y lúgubres imágenes, no acierta a hallar, a pesar de sus esfuerzos, el reposo y la serenidad dignos de este lugar y de mi elevado ministerio. Vuestra Alteza mismo en este instante tiembla como yo dentro de sí, y se siente conmovido todo y turbado en medio de su soberanía por los extravíos y miserias de la desgraciada humanidad. Vuestra Alteza, pues, lo pronuncio estremeciéndome, Vuestra Alteza deberá castigar al desdichado Marcelo J. con la santa y justa crudeza con que le castiga la ley, con que ahora mismo está castigando a otros dos inhumanos parricidas, con que los hiere su espada vengadora. No hay remedio, Señor: cuando la ley ha hablado, todo debe callar y ceder a su voz, y anonadarse las más compasivas afecciones. Inalterable siempre, igual y beneficiosa para todos, excepto para el malo, sus penas, por duras que parezcan, son una indispensable medicina en la sociedad enferma y un freno que pone la razón a las pasiones despeñadas, como un muro de bronce, capaz sólo de contener a la iniquidad en sus sacrílegos atentados contra la inocencia y la virtud. Las costumbres públicas se libran en la seguridad doméstica y el buen orden de los matrimonios; con su lazo dulce y poderoso asegura a un mismo tiempo la naturaleza benéfica, la dichosa paz del individuo y la felicidad universal. Sólo los padres inocentes y buenos formarán hijos que los honren y retraten en sus acciones generosas; y de unos y otros corren y se derraman la paz y bienandanza por la gran familia del estado, cual un río tranquilo y caudaloso hinche con la alegría de sus aguas de frescura y fertilidad todo un imperio. En el regazo doméstico y el sagrado de los hogares, entre los brazos de los padres, es donde se forman o corrompen los ánimos, y se aprenden la iniquidad o la virtud más eficaz y poderosamente. Entonces, nuevas e inocentes las almas, y llenas de candor y amable confianza en cuanto las rodean, se echan en ellas para siempre las primeras semillas del bien o el mal moral, que las circunstancias y los tiempos deben desenvolver, para que den a la patria en días señalados abundante cosecha de acciones útiles y grandes, o esterilidad y maldición; y de allí salen necesariamente, cual de una oficina rica y general, el hombre de bien sencillo y compasivo, el artesano laborioso de trato y de palabras fieles, o el hombre brutal, artificioso y vago; la matrona casta y pundonorosa, o la vil y disoluta ramera; el labrador bueno y pacífico, o el forajido, en fin, que no respira sino discordias, latrocinios y sangre. Así, Señor, cualquier disimulo, por leve que parezca, sobre delitos en ofensa de esta santa unión, la primera, la más dulce y augusta de cuantas hermandandes puede contraer en la tierra el hombre menesteroso y desvalido para su alivio y su delicia, comunicación íntima de seres y fortunas, venero inagotable de inocentes placeres, causa y cimiento del amor filial y afortunado origen de los pactos y corporaciones que el hombre social ha

formado después, trastorna necesariamente todo el orden moral, despedaza en su raíz los lazos que le estrechan y arrastran dulcemente hacia sus deberes más sagrados, y es una peste desoladora, un fuego inextinguible que cunde y se propaga de casa en casa, de familia en familia, abriendo por último en el estado una brecha funesta de tan dañosas como inconcebibles consecuencias. ¿Qué será, pues, cuando la sangre, la violencia, la muerte consuman por desgracia su enorme gravedad?, ¿quién la regulará debidamente? Cuando esta sangre se levanta hasta el cielo y clama por venganza, ¿qué escarmientos, qué penas se tendrán por bastantes a apaciguarla? Todo esto es la misma verdad: máximas de legislación inconcusas que dictan a una el corazón y la conciencia, sancionadas en todos los códigos de todas las edades y naciones, y cuya clarísima evidencia la razón no puede resistir. Yo lo conozco como Vuestra Alteza, y así, si considero a la luz de estos ciertísimos cuan universales principios el delito del infeliz Marcelo J., la ley utilísima y santa que le escarmienta con la muerte, y el desgraciado reo que se despeñó a quebrantarla, bañándose en su cólera en la sangre de su infeliz mujer, no puedo menos, lo confieso de buena fe, no puedo menos de llorar y conmoverme todo sobre su triste fatalidad, pero de hallarle acreedor sin remisión alguna a la severa pena del parricidio en que le veo confeso. Mas, cuando conducido de la sana razón y alumbrado por la clara luz de la moral y la filosofía, considero con más cuerda atención que el delito no nace precisamente de la acción ofensiva y criminal, sino, como dice la ley, del ánimo dañado y torticero del delincuente; que este ánimo, cual sea bien cierto y comprobado, aumenta ante sus ojos o disminuye en mucho hasta anonadar su gravedad para la pena; que la muerte misma, la muerte, el más horrible y el mayor de los males así al individuo que sucumbió a sus golpes como a la sociedad a quien sin razón se la priva de un hijo que la sirve y adorna, puede sin embargo no serlo si se hace con justicia y por defensa propia, o faltan del todo la libre voluntad, el ánimo o la capacidad de delinquir en el que la ejecuta; cuando advierto que la débil infancia, la demencia, la simplicidad como ciegas y en tinieblas carecen del talento necesario para conocer bien el término y tristes consecuencias de lo mismo que obran, y que en esta ignorancia y lastimosa poquedad, faltas como lo están de las luces previsoras que tan saludables nos son a los demás para resistir y contenernos, destruyen y acaban a las veces con lo que más aman, para llorar su falta amargamente en el instante después; cuando veo, Señor, los muchos y diversos grados que puede tener en el hombre la escala moral de su voluntad torcida, sus raras modificaciones y accidentes, su cuasi infinita variedad; cuando veo, en fin, el cuidadoso esmero, la solicitud, la próvida sabiduría con que la ley los busca y los indaga todos, los contempla, los pesa detenida y procura aproximarse a ellos en la ardua regulación de las penas y el justo castigo de los malos; porque cualquiera, no hay dudarlo, y digan lo que quieran las plumas de bronce de algunos sanguinarios criminalistas, que sólo ven la justicia cuando acompañan su augusto simulacro el horror y las lágrimas, y entre los tormentos y la destrucción de sus hermanos, cualquiera, Señor, superior a la ofensa recibida, al ánimo maléfico y torcido del que la cometió o no necesaria al escarmiento público, es una tiranía, un atropellamiento, una inútil barbaridad, en vez de una justicia y saludable

reparación; no puedo entonces menos de disminuir en mucho, y mirar con ojos compasivos el sangriento atentado de este hombre infeliz, templando y suavizando el ánimo dispuesto antes a perseguirle como al más atroz parricida, y a reclamar sobre su culpable cabeza en nombre de la humanidad atropellada todo el rigor y el odio de las leyes. No querré yo por eso degradarle enteramente de su estado moral, borrándole del orden de ser inteligente, ni hacerle hoy a los sabios ojos de Vuestra Alteza cual su abogado pretendió, del todo incapaz de delinquir. Ni es loco declarado, ni fatuo y mentecato conocido de público por tal, ni sus pruebas y justificaciones han llegado a tanto; pero es un hombre como demente y sin cordura en opinión de unos testigos, falto de alcances y razón en el sentir de otros, lunático según alguno, y embebecido y fuera de sí no pocas veces; es un hombre a quien la misma María solía tener por loco y desestimar por tal, diciéndolo así a todos a cada paso y sin rebozo; un hombre unido a una mujer de genio duro y caprichoso, con recelos muy fundados de ofensas criminales de su parte, y en medio de cien cargos y reconversiones saludables, separada de su lado seis meses había, pero que a pesar de ello la amaba tiernamente y procuraba en todo darla gusto; unido a una mujer, azote y torcedor continuo de su infeliz marido, si me es dado usar de este lenguaje; un hombre que en la mañana de su fatal delito había bebido aguardiente de extraordinario y contra su costumbre en una taberna de esta corte; un hombre que en la misma mañana, al verle la María entrar en Hortaleza, huye de él azorada y le vuelve la espalda, cual si fuese su mortal enemigo, por no acompañarle a Pozuelo y vivir a su lado según debía, teniendo el infeliz que ocurrir al alcalde, e interpelar su autoridad para hacer que vuelva y que le siga; un hombre que en su desgraciada contestación no puede moderarla, ni aun hacerla callar al rigor de sus pesados golpes. Su obligación era, Señor, ceder y obedecerle, cortando así su cólera con prudente dulzura, y no irritarla necia, ni llamarla cual hizo sobre su cabeza con resistencia tan tenaz. Un hombre, en fin, que cometido ya el fatal parricidio, se va aún más dócil que el cordero al cuchillo, a delatar al juez, y a pedirle humilde los grillos que merece38. ¿Será dable que este hombre, siendo de verdad un parricida, un matador reflejo y criminal, lo hiciese así?, ¿se condujese así?, ¿corriese así a la cárcel? ¿Será a nadie creíble que manchado con tan negra maldad y en su sana razón no temblase sobrecogido, no le despedazase su conciencia, no llevase pintadas en su rostro las furias interiores de su alma, no huyese, no escapase al instante?, ¿que debiéndolo temer todo por su persona y por su vida nada recelase ni temiese, se mostrase al alcalde tan apacible y manso?, ¿que tanto confiase de su justicia, o su inocencia, que se fuese a entregar él mismo entre sus manos, publicando una atrocidad que ninguno sabía, ninguno le preguntaba?, ¿qué rostro, qué palabras, qué pasos, qué conducta es ésta en un hombre tan criminal y entero de juicio? La ley quiere, y quiérelo sabiamente, que la confesión o conoscencia se haga por el reo a sabiendas e contra sí, esto es, con voluntad resuelta de acusarse, con pleno y deliberado consejo de la cosa que se revela al juez, y de las consecuencias y gravísimos daños de la confesión, con la razón serena, libre, entera, y no sobrecogida o violentada. La primera de todas las leyes y más universal, la que no oímos proclamarse en las plazas,

leemos o aprendemos en los códigos, sino tomamos, recibimos, bebemos de la misma naturaleza y sentimos dentro de nosotros; la más general sin publicarse, la sabida de todos sin jamás aprenderse, la que habla siempre al hombre en todos los casos y circunstancias de su vida, la que le arrastra imperiosa al estado social, obligándole en él a doblar humilde la cerviz a las potestades legítimas; en la que, en fin, como dijo sabiamente el orador romano39, no hemos sido enseñados sino formados, no adoctrinados, sino embebidos, llenos, empapados, es la de la conservación propia, la del amor de sí. El racional, por ella hecho de rey vasallo y siervo sumiso del señor, que antes era tan altanero como libre, renuncia gustoso a su independencia natural y se sujeta dócil a la aspereza de la ley, que le enfrena en sus pasos para enderezárselos al bien, y le corrige y pena para mejorarle y defenderle. Parece, pues, imposible que sin un heroísmo de virtud el más extraordinario, o un trastorno, un desarreglo entero de razón, haya hombre alguno que, posponiendo y olvidando esta ley general e invariable, vaya de buen grado al cadalso, confesando a sabiendas y contra sí un delito que le lleva a él, un delito tan horroroso, y de todos entonces ignorado. El silencio más inviolable, la ocultación, la fuga hasta lo postrero de la tierra, esto y no otra cosa era lo natural en su desgraciada situación, lo que a cualquiera inspiraría instinto de guardarse. Podría ser acaso que, sobrecogido de su mismo delito, aterrado con su atrocidad, amedrentado con su espantosa imagen, y oprimido y como abismado por ella en todas partes, hubiese ido en los primeros momentos de haberlo cometido el desgraciado Marcelo a declararlo al juez, como para arrojarlo de su acongojado corazón y librarse de una vez de su insufrible peso. Así se nos refiere de algunos delincuentes, que, atemorizados por su conciencia criminal, sin deliberación en sus acciones, transidos, azorados y perdidos del todo el tino y la razón, huyendo y fatigándose por salir del recinto donde cometieron sus maldades, no lo han logrado hacer, ni dar un solo paso con resolución para escapar y ponerse en seguro en medio de los esfuerzos más singulares. Porque es, Señor, muy temible el grito de la conciencia, y su poder irresistible en una y otra parte, así para no temblar los que no han delinquido, como para llevar siempre los criminosos presente ante los ojos la fea imagen de sus atrocidades con sus terribles penas, hallándose al cabo cogidos y enredados en los lazos mismos de iniquidad que tendieran en su perversidad a la inocencia. Pero Marcelo es el mismo de siempre, y siempre acompañado de la misma tranquilidad. Constante en sus principios desde el primer día hasta el presente, declara con sencillez en Hortaleza y declara con sencillez en esta cárcel, inmediatamente después del atentado y en el 10 de octubre, más de un mes después de haberlo cometido. Allí se delata y acusa, y aquí también; no le disculpa allí, ni excepciona nada en abono de su desgracia, y tampoco lo hace en su confesión ante el señor alcalde; de manera tal que Marcelo, que piensa así, que obra y se conduce así en el largo tiempo de su causa cuando lo ha tenido muy sobrado para buscar en él, como todos los reos, disculpas y excepciones plausibles con qué disfrazar su parricidio a los ojos de la ley o disminuir cuando menos su horrible atrocidad, o es un héroe de virtud que, penetrado íntimamente de la gravedad de su delito y conociéndose deudor al orden público de una reparación, la quiere hacer de

su buen grado completa, solemne y a sabiendas por su amor ardiente a la justicia, o es al contrario un mentecato sin seso ni deliberación, que ni supo al principio lo que hacía cuando acabó con su infeliz mujer, ni ha alcanzado después la virtud legal, los terribles efectos de sus sencillas confesiones, o sabe, cual debiera para serle imputables, que prueban cumplidamente el hecho, como dice la ley 2.ª antes citada: Ca por ellas se puede librar la contienda, bien así como si lo que conocen fuese probado por buenos testigos, o por verdaderas cartas. Vuestra Alteza, Señor, con su sabiduría y prudencia consumadas sabrá sin duda poner a este reo en el lugar que merece por su criminal atentado. Pesando en un recogimiento profundo y con una razón impasible lo deliberado de su acción en la balanza igual de la justicia, estimará en este día sus facultades mentales en aquel grado de luz o turbación en que deban colocarse para declararle según ellas por incurso en toda la pena de la ley, o templarla y minorarla un tanto, atendiendo su espíritu y las extraordinarias circunstancias de la ofensa. Yo, ciertamente, cada vez más dudoso entre uno y otro extremo, apenas osaré decidirme por el rigor o la clemencia. Las dificultades debilitan lo grave de las pruebas. Éstas nacen de nuevo en medio de las dudas, y la razón vacilante y recelosa no ve al fin de ningún lado aquella claridad como la luz, en que non venga ninguna dubda40, como la ley se explica, aquel peso que arrastra sin arbitrio, aquel silencio solemne que inspira la evidencia, aquella íntima seguridad de convicción en que descansa y se apoya la santa justicia en sus resoluciones. Abogado de la ley y órgano continuo de sus decretos invariables, no puedo menos de recordársela a Vuestra Alteza, y clamar sin cesar por su saludable observancia en este ministerio de severidad, en que todos los sentimientos, toda opinión privada deben enmudecer cuando ella ha hablado. Pero como su letra sin su espíritu suele ser a veces la mayor injusticia41; como jamás puede apartarse de la compasiva equidad ni de los eternos principios de la moral universal sin que lo sea; como estos principios luminosos de todos los tiempos y países son siempre el mejor comentario de sus textos; como el magistrado debe indagar en el silencio más profundo la conciencia del reo, pesando escrupulosa y detenidamente el hecho sobre que pronuncia con todas sus circunstancias y excepciones, para declararlo o no por comprendido en la ley42; como tantas nos predican y encomiendan la blandura y detención en nuestras arriesgadas decisiones, quieran todas ellas absolver más antes al culpado que castigar al inocente43; que siempre en nuestros pechos se ostente y resplandezca la indulgente equidad; que la conmiseración pese más que el rigor; que éste no se desplegue enteramente sino contra los crímenes reiterados y de deliberada reflexión; que aun éstos los mire el juez con respeto y humanidad; y que nunca, en fin, nunca se encrudezca contra el delincuente, sino que castigue llorando, y como a pesar suyo, cuando la misma clemencia no pueda personar, y para escarmentar a los demás con la medicina del ejemplo, reparando el orden social trastornado y echado por tierra con la ofensa44. Yo, que no ha nada interpelé desde este mismo sitio toda la severidad de Vuestra Alteza sobre otro sangriento parricidio, viendo las desastradas consecuencias que podría traer a las costumbres públicas aquella horrible acción, y con mis voces y mis ruegos inflamé su celo y su

justicia contra los dos infelices que expían acaso en este mismo instante su ceguedad y su delirio, más indulgente ahora acuso también de parricida al desgraciado Marcelo J., y reclamo sobre su miserable cabeza las terribles penas de la ley de Partida que Vuestra Alteza sabe. Pero tampoco al mismo tiempo me es dado el negarme a la inspiración de mi conciencia para representarle, cual lo hago, la bondad de su prueba, la increíble simplicidad de su delación y sus declaraciones, y las reflexiones y descargos gravísimos que ofrecen una y otras, para que Vuestra Alteza, meditándolo y pesándolo todo con su alta penetración, y oyendo por igual, como lo hace siempre en sus juicios, a la compasión y a la justicia, imponga, en fin, a este desventurado la pena condigna a su delito. ¡Infeliz de mí si no tuviera este alivio y triste desahogo entre las espinas de mi amargo ejercicio!, ¡si no pudiese llorar y enternecerme sobre los mismos desdichados que acuso y que persigo! ¡Infeliz de mí, mil veces infeliz, si hubiese de hablar siempre olvidado de la mansa equidad, y sofocando dentro de mi seno los dulces sentimientos de la conmiseración y la indulgencia, que me hacen mirar como propias las desgracias de mis hermanos, y me asocian íntimamente a todas sus penas y miserias! Homo sum: humani nihil a me alienum puto.

-3Acusación fiscal contra Justo A. y su hija Juliana, reos confesos de comercio incestuoso por espacio de tres años; pronunciada el día 21 de mayo de 1798 en la sala segunda de alcaldes de corte

Señor, ¡Cuán cierto es que el hombre, este ser prodigioso, tan envanecido por la dignidad de su naturaleza, y tan erguido y satisfecho de su preeminencia y decantadas luces, no es con todo otra cosa que un abismo de miseria y triste corrupción, peor que las mismas bestias, si se abandona ciego al furor de sus pasiones! ¡Y con cuánta verdad se dice de él que nunca, por mucho que lo estudie y medite la más detenida reflexión, ya en la gran familia social, ya aislado y secuestrado de ella, se le ha conocido ni llegado a sondar bastantemente! No alcanzan, no, los libros, ni cuanto nos enseñan sobre sus extravíos y pasiones los mayores filósofos, por más cuidadosos que lo hayan contemplado. Tan otro siempre como vario y peregrino, cada día, en cada hora, en cada acción y situación distinta, la experiencia frecuente de los varios casos de la vida y la práctica de los negocios descubren en él a cada paso a un genio reflexivo cosas del todo nuevas, o que lo son al menos, atendidas sus singulares circunstancias. Y es buena prueba de esta importante verdad, dejando a un lado otras sin número de historiadores y moralistas célebres, el horrible delito sobre que Vuestra Alteza debe pronunciar hoy su solemne juicio, y los desventurados que vivieran por tanto tiempo y tan tranquilamente abismados

en el cieno de su infernal torpeza. Yo creía hasta ahora que lo que se nos cuenta de comercios incestuosos, de abominables mezclas de hermanas con hermanos, de padres con hijas, era cosas de ranchos de salvajes, perdidos y errantes por las selvas, cuasi como las fieras, disputando con ellas su escaso y miserable alimento, y apenas superiores con su débil razón al más grosero instinto, o de naciones bárbaras y remotas en tiempos y lugares, envueltas desgraciadamente en la noche infausta del error45, o reservadas sólo a aquella primera edad de la historia del mundo tan fecunda en portentos, y propia en el día para fábulas y tragedias. Los hechos lamentables y decantados de Thyestes, de Edipo, de Machareo y Mirrha46 sonaban en mis oídos siempre con horror, pero como imposibles ya de realizarse, mirando sus historias mi curiosa atención más bien como un agradable pasatiempo que como lecciones útiles al escarmiento de la edad presente. Por desgracia nuestra las vemos realizadas hoy, estremeciéndose el pudor y la naturaleza, en los infelices Justo A. y Juliana su hija, de edad el primero de treinta y siete años, y de diecisiete la segunda. En nuestros tristes días, a nuestros propios ojos, en esta misma corte han vivido los dos por el largo espacio de tres años, cual no es dado repetirlo yo, y con la nefaria torpeza que Vuestra Alteza ha oído. En esta gran capital, donde abundan por común desgracias a cada paso y dondequiera los objetos de la más vergonzosa prostitución; donde la corrupción imprudente camina sin freno tan libre y descocada, insultando a la virtud y la decencia pública; donde malgrado la severa vigilancia de Vuestra Alteza, la liviandad, el ocio, la miseria, la infame seducción ofrecen sin cesar al vicio nuevas y nuevas víctimas; donde mil infelices van día y noche por esas calles brindando a todos con sus sucios y venales favores; donde, en fin, es tan fácil, ¡ojalá no lo fuese!, sacrificar el vicioso a su sensualidad y lascivo desenfreno; aquí ha sido una hija el torpe ídolo de las abominaciones de su padre; aquí ha sido el padre el adúltero amante de su hija, y se han hecho los dos con su comercio incestuoso el escándalo y execración de cuantos veo presentes o conocen esta negra maldad, y acreedores por ella a las mayores penas del brazo vengador de Vuestra Alteza. Confesos ambos en este comercio abominable con las calidades que requiere la ley, ¿a qué repetir yo sus delincuentes pasos ni brutales acciones? Sobradamente públicas se han hecho por desgracia con lo largo de este proceso, y harto han tenido que ejercitarse oyéndolas ahora la majestad y el decoro del Senado. ¿A qué, pues, decir que el sensual y corrompido padre, después de haberla descuidado, o más bien olvidado y abandonado enteramente, vuelto ya de Castilla a esta corte, empezó a despertar en su infeliz hija la fatal llama del placer sensual, cuando aún estaba apagada en su inocente cuerpo por la naturaleza? ¿Cuándo, en la edad tierna de solos trece años y en su débil constitución, era indispensable anticiparla, violentarla, electrizarla con mil y mil oprobios para que despertase?, ¿cuándo su corrupción en cualquier otro pudiera ser más antes el efecto de una fuerza brutal que de seducción cariñosa a los ojos de una razón despreocupada?47. Este malvado entonces se apodera de su inocente espíritu; complácese inhumano en su flaqueza y su debilidad, y sojuzgando su razón y fuerzas ternezuelas con el fatal imperio de su experiencia y

sus dañosas luces, la guía artificioso al atentado más execrable y feo, sin ella conocer que lo fuese; le muestra, le señala la seductora senda del placer entre los horrores del incesto, y, ¡oh demencia!, ¡oh perversidad increíbles!, en aquella su feliz cuando desgraciada ignorancia la conduce impío en sus lascivos brazos, o la arrastra más bien a un delito que ni aun puede pronunciarse sin estremecernos. Ni aquí para el brutal, o con esto se contenta, sino que, abusando a veces de lo más santo de nuestra purísima religión, y teniendo en nada sus leyes inefables y la divina luz de sus preceptos, se atreve, atropellándolos, a tomar el augusto nombre de Dios en su torpe y cenagosa boca para deshacerle las nieblas que ya formaba la razón, aunque débil, en su conciencia inocente; para extinguir en ella, y ahogar y sofocar del todo esta luz celestial, este sentido íntimo, impreso en nuestros pechos por el dedo mismo de nuestro benéfico Hacedor, que nos enseña, nos ilumina y nos conduce al bien, o nos persigue y despedaza noche y día hasta en la cumbre de la opulencia, en los brazos mismos del placer o entre los delirios del delito; para tranquilizarla sobre su estado y adormecerla en su espantoso abismo; para, en fin, persuadirla que ni el cielo ni los hombres eran ultrajados en este tan execrable comercio. ¡Desventurado!, ¡hombre loco y perdido!, ¿pudiste abandonar las santas relaciones de padre, sus dulces y sagrados derechos por el del ministerio que tomaste?, ¿pudiste olvidar que eras en la tierra para tu hija la imagen de aquel Dios todo pureza, que tanto ultrajaban tus acciones y con tus palabras mancillabas?, ¿pudiste sofocar en tu pecho el sagrado horror, la repugnancia saludable que la augusta religión de tus mayores, la sociedad en que vivías, el ejemplo general de todos, la opinión universal, los hombres, la naturaleza, te inspiraban a una hacia el ídolo de tus torpezas? Otra y otra vez desventurado, ¡en qué abismo no has caído con tu lasciva ceguedad! Así arrastrado de ella, y ardiendo furioso en su infernal lujuria, no sabe respetar ni el parentesco ni la sangre para cometer descaradamente sus abominaciones. Sí, Señor, sí; nada le contiene ni enfrena; todo lo atropella y conculca; en la casa misma de su hermana, en su habitación y al lado suyo yace el incestuoso con la niña infeliz, la inflama, la seduce, la amaestra paso a paso en la inmundicia de sus vicios, y despedaza en fin y mancha su inocente pureza. Y no contento ya con escandalizar a sus parientes, teniendo como si dijéramos en nada las leyes santas del pudor y del decoro público, va de casa en casa y de vecindad en vecindad como ostentando su nefaria pasión, y predicando a todos el incesto con su desenfreno y sus acciones. Dígalo si no lo acaecido en el lugar de Menga, el atentado allí de su lubricidad, la resistencia y los clamores de la infeliz Juliana, los consejos saludables que da a esta desdichada la mesonera Francisca para que se confesase al instante de aquella abominación y buscase su amparo y medicina en la dirección y los avisos del ministro del Dios de la pureza, y la destreza cruel, las artes infernales con que el padre impío la separa de este santo propósito, y entibia, debilita y apaga al cabo en ella el fuego saludable del arrepentimiento, que ya empezaba a arder en su corazón menos culpable, poniéndole a las claras todo el horror de su extravío para bien común de entrambos48. Ciego así más y más, embriagado, frenético en sus inmundas llamas, no

puede vivir ni reposar ni un día ni una hora sin su culpada y miserable hija: la busca en todas partes su imaginación exaltada y a todas quiere que le siga, como la sombra al cuerpo que la forma. ¿Cuánto, si no, no cuesta hacer que la separe de su lado y la deje en Arévalo, debiendo ir él a trabajar en sus dorados al lugar de Narros del Castillo?, ¿y qué de cosas no le sugiere entonces su pasión impía para cubrir con las solicitudes y cuidados de padre su abominable amor?, ¿qué de cosas no le sugiere? ¡Y cómo en todas ellas se descubren bien claro las llamas que dentro le devoran! Así que, recelosos o más bien seguros sus parientes del atentado feo, y sobre todos ellos un padre capuchino, que entre estas pobres gentes tuviera por profesión y su estado la mayor consideración y autoridad, toman por último la mano para salvarle de tan horrible abismo; pero nada de cuanto hacen basta a librarlo de él, no alcanzan nada de su obstinación ni sus amonestaciones ni sus ruegos: separan tras esto, o diré más bien arrancan, en fin, la desgraciada hija de su inicuo poder, y la trasladan a esta corte; mas tampoco consiguen apagar la locura de sus deseos, ni arredrarle en su brutalidad. Intenta la infeliz Juliana, habiendo descubierto su miserable estado al ministro de Dios, y oído sin duda de su sagrada boca los anatemas más terribles, los avisos y dirección más saludables, intenta negarse en adelante a la torpeza de sus deseos y huir arrepentida de sus criminales brazos; pero el inicuo padre insiste ciego, la estrecha, la sigue, la importuna, la intimida con sus amenazas, y ella nada consigue, nada bueno puede, sino cede de nuevo más y más infeliz a la costumbre y sus halagos. Cásase en tanto el torpe incestuoso por tercera vez, y tiene ya una mujer legítima con quien apagar honestamente su concupiscencia desenfrenada, viviendo feliz en el seno de la inocencia y de la santidad del matrimonio; y sin embargo de esto, ¡oh perversidad!, ¡oh corrupción!, ¡oh brutalidad increíble!, la deja casi luego por la hija; no puede olvidar su fatal imagen entre unos placeres permitidos, y nada halla que le baste a inflamar sino aquel su amor tan asqueroso, y aquel hábito envejecido, aquel oprobio de ultrajar en sus brazos al cielo y la naturaleza; hasta que al cabo esta misma mujer (y acabemos, Señor, tan vergonzosa e ingrata narración), esta misma mujer, vertidas en vano mil lágrimas, perdidos mil ruegos, mil amonestaciones para reconciliarle con la honestidad de sus deberes, se ve constituida en la cruel necesidad de denunciar por último al magistrado la pasión y abominaciones del marido, para cortar de una vez tantos horrores49. Aquellos antiguos Edipos, aquellos afamados incestuosos que la fábula nos refiere, cayeron en su infelicidad a pesar suyo, y arrastrados de una fatalidad inevitable. Conducidos al precipicio que anhelaban huir por una mano superior e invisible, y por rodeos y acasos portentosos, se hallaron, sin saberlo, sumidos en su abismo, queriendo, aunque en vano, hacer frente al delito, y no entendiendo en su miserable ignorancia que comerciaban con sus madres; ni en ello quebrantaban entonces otra ley que la natural, que hablaba a sus conciencias y el instinto sagrado del pudor; o temblaban sobre sí más penas que el agudo y cruel remordimiento que los despedazaba interiormente; que esto y no otra cosa eran en la Antigüedad, cubiertas con el velo de una saludable alegría, aquellas furias vengadoras, que se nos dice perseguían y amedrentaban a los grandes delincuentes con su

pavorosa presencia y los azotes levantados. Mas sin embargo de esto, cuando huyeron las sombras que los cegaban sobre su oscuro estado, cuando conocieron todo el horror de su calamidad y el laberinto inapelable de oprobios y delitos en que yacían padres, esposos, hijos, hermanos, todo a un mismo tiempo, verdugos y jueces de sí propios, o se dieron a sí mismos la muerte, o vivieron en adelante errantes y azorados, huyendo de la vista y trato de los hombres, cubiertos de tristeza y dolor, llenando la tierra de quejas y alaridos, y llorando día y noche su fatalidad involuntaria: memorables ejemplos de piedad y terror a todos los mortales. Pero este desdichado se abandona a sabiendas a su abominación, y a sabiendas prosigue en ella; oye el grito imperioso de su conciencia, que le atormentaría sin cesar, acosándole día y noche por todas partes, y lo desdeña y tapa los oídos a sus clamores; la luz augusta de la religión viene a fortificar con amenazas más terribles este grito saludable, y a ofrecerle piadosa sus auxilios y gracias celestiales para que rompa sus cadenas y salga de una vez del abismo en que yace, y también la cierra los oídos; le conmina la ley civil con penas, si no más espantosas, más inmediatas y sensibles, y también obstinado se los cierra; la opinión y la vergüenza pública le señalan y persiguen como un monstruo cargado con el odio de Dios y de los hombres, y se mofa descarado de ellas; sus parientes le ruegan cariñosos, o le increpan y amenazan severos para apartarle, por el miedo, de su abominable pasión, y él se ríe imprudente, y prosigue en ella con nuevo desenfreno; una mujer honesta y cariñosa, escogida por elección y gusto propio, le convida, en fin, con un amor legítimo y autorizado, y la desprecia y vuelve la espalda por la hija. Su lubricidad y su furor, como bestias sin freno, lo traspasan y atropellan todo. ¡Infeliz!, ¡mil veces infeliz! Nada es agradable a tus ojos sino la oscuridad, ni a tu corazón sino el delito; nada te es agradable o solicita tus deseos sino lo que te arrastra a la perdición más lastimosa. La honestidad y la virtud perdieron para ti sus gracias celestiales; estas gracias, consuelo de las almas sensibles, su inefable delicia, no tienen para ti ni encantos ni hermosura, ni pueden brillar a tus ojos con su pureza inmaculada. Nada es poderoso sobre ti sino lo que te abisma en el precipicio más profundo; nada te llama, te incita, te provoca sino los horrores del incesto. Ese tu triste ídolo, ese tu amor nefario, contra el cual se levantan a una el pudor, la naturaleza y todos los derechos, eso te irrita, te arrastra, te despeña; semejante en tus gustos a aquellos insectos asquerosos, que sólo viven y se gozan entre el cieno y las inmundicias. Y tú, desventurada Juliana, objeto para mí de lástima y horror, víctima fatal cuando inmadura de la corrupción y la torpeza, hija del más indigno padre, condenada por él a la desdicha desde que abriste los ojos a la luz, abandonada por su insensible alma cuando necesitabas de sus auxilios y caricias en tu infancia menesterosa, buscada después sólo para tu infamia y perdición, y entregada con él por tanto tiempo a todo el furor de su pasión impía, ¿quién verá tus desdichas y no llorará sobre ti?, ¿quién verá tu criminal condescendencia sin compadecerse y temblar sobre tu suerte desgraciada?, ¿quién el fatal abismo a que fuiste arrastrada sin que sienta un saludable horror dentro de sí?, ¿quién lo verá, ni tu execrable amor, sin maldecir, sin detestar al punto tu infame corruptor,

causa de tu extravío y origen desastrado de todas tus miserias? Eres delincuente, no lo puedo negar; tus delitos, mayores en gravedad y número que lo que tú misma puedes allá pensar. Eres liviana, escandalosa, incestuosa, adúltera, motivo de animadversión para las leyes y los hombres, pero en medio de todo, ¡cuán digna de indulgencia y conmiseración en tu calamidad y tus delitos! Ni es uno solo el que han cometido esos desventurados. En este incesto abominable van embebidos muchos de enorme gravedad. La infeliz niña fue seducida en la corta edad de trece años, según su confesión, por el bárbaro padre. Ved, Señor; un estupro, ¡y cuán torpe, cuán feo por su anticipación inmadura en la víctima que atropelló!, ¡cuán digno de toda la severidad de Vuestra Alteza en estos tristes días de relajación y desenfreno, que tanto execraran nuestros padres si se alzaran de sus sepulcros y los pudieran ver; en estos tristes días en que el pudor y la decencia parece que han huido de sobre esta tierra contaminada en pos de la desvalida virtud, acosados y escarnecidos por la más vergonzosa disolución y la confusión de los estados y el libertinaje más impudente! Violentada fue, no hay tampoco dudarlo, para ceder al principio a su criminal deseo. La ignorancia de su tierna edad, la inocencia de alma, su feliz compañera, el recogimiento y cuidado con que fuera criada por parientes, las persuasiones seductoras, la autoridad, y a veces la imperiosa amenaza, las caricias de amante envueltas con astucia entre agasajos inocentes, los ardides y lazos que le enseñara en daño de la hija su experiencia criminal, los halagos irresistibles, los pasos, las acciones que una lubricidad desenfrenada sabe sugerir, y cuyo imperio tan poderoso es en aquella edad inexperta toda de fuego y de placeres, ¿no harán, Señor, al lujurioso justo A. un torpe violentador a los ojos de la razón y de la ley?50, ¿no le harán digno de la pena de muerte que ella impone?51. Una niña infeliz de trece años, de constitución y fuerzas débiles, tan tímida como inexperta, perseguida, acosada, fatigada continuamente, ¿no debió al cabo sucumbir y rendirse al poder, a las artes y el imperio de su padre? Su comercio impío y descarado por tantos tiempos y a vista de parientes y personas tan íntimas, con desprecio y escarnio de sus quejas y amonestaciones, llevado luego hasta las humildes aldeas, y sabido y público por todas partes, ¿no le harán a los mismos ojos un obstinado escandaloso? Unido en fin a una mujer legítima, pero continuando más ciego en sus abominables furores, aun a sus mismos ojos, y en desprecio de las santas leyes del matrimonio, ¿no añade a todos sus excesos por colmo el adulterio? Las penas de este grave delito, ¿no amenazan también su delincuente vida?52. ¡Qué de crímenes y maldades!, ¡qué de oprobios y horrores en uno solo! Pero ya es sobrado, Señor, de fealdades y torpezas: avergoncémonos de continuar en lo que es horrible hacer. Es verdad que sus defensores intentan hoy solícitos disminuir lo abominable de estos hechos con varias disculpas y motivos, que dejándolos sin duda criminales, los libran sin embargo, según ellos, de su principal gravedad, debilitando en mucha parte la deformidad asquerosa con que se presentan a nuestros ojos. Pero ¡cuán vanos todos!, ¡qué endebles!, ¡qué livianos y de cuán poco precio en la alta sabiduría de Vuestra Alteza, que sabe bien mirar en los pasos del hombre y sus pasiones y extravíos, no lo

que aparenta su grosera corteza, sino sus motivos más íntimos, su efecto y su valor seguro, su influjo y relaciones en el orden social! Ya, dicen, la prolongada ausencia del incestuoso, su separación de la hija en los primeros años, cuasi que le hace desconocerla y olvidar del nombre y santos deberes paternales, cuando vuelto a la corte empieza cual si fuese una extraña a asaltar su inocencia y provocar sus llamas, probando y ejercitando en ella asquerosas artes de su criminal seducción. Puesto caso que los interiores impulsos y simpatías de la sangre, si es que se dan algunos, y no son obra todos, analizados en su origen, de los hábitos y opiniones sociales que nos cercan y forman desde el instante mismo en que nacemos, se entibian y aun llegan a apagarse con el alejamiento y ningún trato; como crecen con éste, y se fortifican y echan en las almas hondas raíces, hasta el punto feliz en que los vemos en nuestras cultas sociedades. Ya, añaden, lo embrutecido de su espíritu y su crasa torpeza le hacen no conocer en las tinieblas de su ceguedad lo feo y horroroso de la maldad a que se despeñaba, o más bien no reflejar en ella ni un solo punto, dominado cual lo estaba de su temperamento y su locura; así como lo apurado y estrecho de su suerte y su pobreza y triste desnudez le obligan a partir con la hija su lecho miserable, exponiéndose necesariamente a los lazos fatales, a la tentación poderosa, a la ocasión y el riesgo inevitable de la fea maldad que al cabo consumó. Porque, Señor, nos dicen, ¿quién en su lugar hubiera resistido?, ¿quién no hubiera tropezado?, ¿quién no caído?, ¿quién en medio del fuego no se hubiera abrasado? Ya, prosiguen los defensores, la suma ignorancia y la inocencia de la desgraciada Juliana, su debilidad y cortos años, y el cuidado mismo con que fuera educada hasta la hora fatal de la vuelta del padre, le estorban advertir al principio los ardides y tramas de su desastrada pasión, como tampoco en su infeliz caída alcanza a conocer lo grave y horroroso de su abominación, ni el abismo después de miseria y perdición en que yace sumida, abandonada tantos años a su pasión incestuosa; o, cuando la confiesa interrogada legalmente, los terribles daños que llama sobre sí con su inconsiderada confesión, ni el rigor excesivo, el peso inmenso de las penas a que desde entonces debe quedar sujeta. Añadiendo, por último, que su reverencia y temor ciego hacia el autor culpable de sus días, lo arriesgado, o más bien irresistible de una tentación continua y tan activa, de un fuego doméstico y a todas horas, aquellos agasajos, aquellas caricias y ternuras de la pasión más fea, cubiertas a sus ojos con el velo del amor paternal, el imperio y el poder que da este nombre sagrado sobre la persona del hijo para persuadirle y volverle adonde el padre quiere, aquellas palabras, aquellas acciones infernales que pueden inflamar al hielo mismo, las dudas y remordimientos de la infeliz incestuosa en medio de un impuro comercio, sus desvíos y su resistencia alguna vez a las sugestiones y asaltos del lascivo y atrevido cómplice, y el que al cabo ella misma, agitada de su conciencia, y arrastrada y herida de un arrepentimiento saludable, cuenta su triste estado, y busca afligida su amparo y su remedio en el consejo y lado de sus parientes, deben hacer de la culpable a los ojos de la humanidad y la razón un objeto más bien de triste conmiseración que de execración y escándalo, para intentar nosotros perseguir y escarmentar ahora sus cuasi necesarios extravíos y su fatalidad y su miseria, según la letra y aspereza espantosa de las leyes.

Todas éstas son disculpas, Señor, disculpas y nada más, que no pueden vencer lo fuerte de mis argumentos y razones, lo criminal del hecho y el horror santo y la fealdad con que nosotros debemos concebirlo. O si hay algunas, lo conozco de buena fe, dignas de atención de Vuestra Alteza, disminuyen sólo lo grave del delito con la infeliz Juliana, para que hoy la miremos más bien como una víctima fatal en sus primeros pasos, y arrastrada después de la costumbre, del imperio, y una necesidad apenas evitable, que como siempre cómplice de malicia y deliberación, reflexionadas en tan sacrílega maldad. Su edad al deslizarse y empezar a caer era tan tierna y tan incauta, que apenas entonces se atreve la razón a juzgarla por verdadera criminal. Porque bien sabidos son de Vuestra Alteza la conmiseración y miramiento con que gradúan las leyes los yerros de la menor de edad; como que entonces faltan buena parte de la consideración y malicia que nos traen después, y acaso en daño nuestro, las experiencias y los años53. Vémosla tras esto en su conducta cediendo antes a la autoridad, acariciada, seducida, enredada en los lazos que le tiende continuo la perversidad, que condescendiendo y queriendo de su buen grado envolverse y aprisionarse en ellos; llorando y resistiendo en Menga, confesándose en esta corte, y solicitando sus alivios al pie de los altares, denunciándose a sus parientes para hallar en su sombra remedio y protección, y confesando por último en juicio con tanta sencillez como vergüenza sus torpezas y extravíos. Pasos todos que muestran para mí un cierto candor e imprevisión, nada conformes con la corrupción de ánimo y la perversidad de costumbres que ese feo delito, esta abominación, deben llevar consigo. Su confesión misma, por entera y llana que parezca, admite ciertamente muchas dudas en todo espíritu desengañado sobre si podrá estimarse de verdad, a sabiendas e contra sí, esto es, con entero y deliberado consejo de sus fines y tristes consecuencias, cual la pide la ley, para serle imputable al confesarlo54. Sobre este grave punto, no bien meditado hasta ahora de los glosadores y pragmáticos, ya he tenido el honor de exponer a Vuestra Alteza mis reflexiones acusando a otro reo; y en cuanto a esta infeliz, su timidez y pocos años, su abatimiento y cobardía, su estado de menor, la ignorancia y flaqueza de su sexo, todo aboga por ella, todo la favorece, y clama y solicita la conmiseración de Vuestra Alteza. Pero el padre corrompido y torpe debió siempre saber que su llama impura, su criminal pasión le arrastraban hacia una hija, y que el cielo y los hombres detestan esta llama; debió siempre saber que su conciencia, que la religión, que las leyes, la sociedad y las costumbres, y cuanto mira y le rodea, todo le clama y se levanta contra su furor; debió siempre saber, y nunca lo ignoró, discúlpenle cual quieran sus defensores, que el objeto infeliz de sus deseos, la causa de sus excesos y delirios, la que le trastornaba y le perdía, era por su mal una hija, y una hija de solos trece años. ¡Qué de corrupción!, ¡qué de abandono!, ¡qué infernales furores!, ¡cuánta perversidad y desenfreno no son necesarios para no arredrarse por tan tierna edad, y confundirse de vergüenza a este nombre de hija, sino atropellarlo y despreciarlo todo! Lo debió saber y nunca lo ignoró, porque estos principios capitales de natural justicia, verdades primeras de la ley, por no llamarlas con algunos sentimientos íntimos del alma, anteriores a toda reflexión: No harás con otro lo que no quisieras que él te hiciese; te compadecerás del infeliz; serás honesto y

casto; conocerás y adorarás a un primer Hacedor de suma bondad e inteligencia, causa de cuanto es, y fuente de vida, dados cual nos han sido de su mano próvida y bienhechora para alumbrar nuestra conducta como seres libres e inteligentes en todos nuestros pasos, jamás se nos borran ni dejan de avisarnos; el corazón los siente y reconoce por más que los ultraje, y siempre es culpa nuestra si les negamos sordos los oídos. Así que, Señor, cuando vuelve de Castilla a esta corte, ¡infeliz de él!, pues que la vista de una parte de sus mismas entrañas, la mitad de su ser y su vida, el blanco que debiera ser de sus esperanzas y cariños, la ayuda y el consuelo de su pobreza, y acaso la sombra y el remedio de su futura ancianidad, su hija en suma, su hija, no le inspira otra ternura, no le enciende otro amor que uno tan cenagoso y abominable. ¡Infeliz de él, a quien su timidez, su inocencia, su debilidad no arredran en su brutal deseo! ¡Infeliz de él, que no sabe abrazarla sino para conducirla al incesto! ¡Infeliz de él, que sintiendo nacer en su alma corrompida esta llama fatal, no piensa en apagarla y en cortar para siempre los caminos de que crezca en su daño y le devore! ¿Por qué entonces, si no, no le volvió la espalda, como se la volviera en sus primeros años?, ¿por qué no la abandona y huye de ella?, ¿por qué no huye, regando de lágrimas la tierra, a esconder de la vista y noticia de los hombres su criminal furor?, ¿por qué se niega duro al ruego y amenazas de sus parientes, a los remordimientos de su conciencia, a las lágrimas de su buena mujer, a cuanto puede mover un corazón, y enfrenar y parar el más furioso, para cortar después su llama incestuosa?, ¿por qué saca a la hija del seno y cuidado de su buena tía para mejor perderla y corromperla?, ¿por qué la deja, si así se quiere, en la ignorancia y las tinieblas, para que no comprenda el precipicio a que la arrastra?, ¿por qué en vez de llamarla a su lecho, de inflamarla y electrizarla con sus halagos, con sus negras acciones, no se arroja de él al instante a templar en duro y helado suelo su desenfrenado ardor y el huracán de sus deseos?, ¿por qué entonces no clama y se convierte al cielo para que la liberte en tan furiosa tempestad?, ¿por qué no escucha dócil a la religión y la razón, que le darán auxilios y remedios para que le fortifiquen y aseguren contra el torrente de sus terribles tentaciones?, ¿por qué, por qué no busca una mujer legítima, y apaga entre sus brazos el nefario incendio de que se ve tocado? Pero no, Señor, no. Este fuego infernal es como inextinguible en sus entrañas; nada lo templará; vivirá con él hasta consumirle y devorarle. Ya tiene al fin esa mujer legítima con quien debe apagarlo, y sigue sin embargo en su abominación; tiene unos brazos a que puede enlazarse honestamente, y persigue a la hija, y la amenaza airado porque huye de los suyos; se debe todo a una mujer y a la santidad del matrimonio, y oyéndolo ella misma llama a la otra a su lecho, y la brinda y provoca al incesto y al adulterio. ¡Desventurado!, ¡una y mil veces desventurado! Nada puede arrancarte de esa envejecida costumbre, nada de tus horrores y torpezas; parece que has hecho una segunda naturaleza del delito. ¡Y qué delito, Señor! ¿Quién hay que pueda con serenidad considerarlo, que lo oiga nombrar, y no se estremezca involuntariamente?, ¿que aunque más corrompido en sus inclinaciones, voraz en sus deseos o disoluto en sus costumbres, no sienta levantarse contra sus autores todo su ser? Parece

que basta el pronunciar incesto, amores de un padre con su hija, comercio carnal entre los dos, para señalar a los ojos de todos la atrocidad mayor. No se necesita de pruebas ni razones, no de argumentos sutiles ni recónditos para convencernos al punto de su asquerosa deformidad. El sabio y el rudo, el grande y el humilde, el rico como el pobre, el corrompido y el virtuoso, todos lo detestan del mismo modo, todos se avergüenzan, se estremecen, se horrorizan al escucharlo. Naturaleza ha puesto en nuestros pechos nos inspirara voluntariamente un saludable horror hacia él, que previene la misma reflexión y hace de nuestro juicio como un instinto. Conducidos así al bien por esta segura maestra, alumbrados de la conciencia, arrendados cual por un freno, de una voz interior que sin cesar nos habla y nos avisa, la madre más hermosa, la hija más interesante y agraciada, vistas noche y día en aquella familiar soltura que reina siempre sin riesgo del recato en lo interior de todas las familias, oídas y excitadas continuamente a desplegar sus gracias y atractivos, celebradas por ellos y aun acariciadas, son, sin embargo, como estatuas inanimadas, como el mármol o el hielo, a los corazones más de fuego y a los ojos más atrevidos y procaces. No debiera ser de otro modo en las miras benéficas y sabias de la naturaleza sin gravísimos daños hacia el género humano. Porque, ¿qué sería de las costumbres privadas, de la unión y la paz de los hogares, y tras ellas del reposo común y las costumbres públicas sin este firme valladar?, ¿qué sería de la castidad y la santa inocencia, si prendiese llama tan fatal en las familias?, ¿qué sería en ellas del orden y el decoro domésticos?, ¿del recato y el pudor?, ¿de cuanto hay de más sagrado y útil entre los hombres? El padre y el abuelo, abusando de la autoridad saludable que les da sobre sus hijas la naturaleza, las obligarían, atropellando su corazón o ahogando sus deseos, a recibir su mano; y harían así del sagrado lazo del matrimonio un yugo insoportable, un acto de opresión y tiranía, en vez de serlo de ternura y cariño y dulces simpatías. Así que, mientras más necesario fue su imperio para el buen orden y paz de la familia, más fuerte y poderoso debió ser el valladar que los contenga en sus deberes, quitándoles hasta la tentación de envilecer con un mal uso tan santa potestad. Si no fuese, además, por este badallar, por este muro santo, llamados hijos, padres, hermanos por la naturaleza a vivir en, la mayor intimidad y bajo un mismo techo, la falta y continua ocasión, los acasos, la proximidad, los cariños y ternuras más inocentes atizarían a cada paso las más desarregladas pasiones, las llamas más funestas. ¿Qué virgen entonces en su delicadeza y timidez guardaría su honestidad y su hermosura de los asaltos continuos y seguros de un padre o de un hermano, embebecidos y ciegos con sus gracias?, ¿y cuál de ellos pudiera resistir en nuestra miserable fragilidad y corrompido ser a la seducción y oficiosas caricias de la madre y la hija?, ¿qué de veces se verían todos, rivales a un mismo tiempo y sucesores en sus amores corrompidos, ocupando el hijo joven el lado de su mismo padre, o la nieta el de su anciana abuela, aún calientes los lechos con sus abrazos? Las familias, Señor, estos dulces asilos donde la paz gusta abrigarse en el seno del buen orden, y se acogen como a seguro puerto la inocencia y la virtud; donde deben calmarse las zozobras del corazón, sobresalto y mal contento con los embates del mundo y enconos y asechanzas de los hombres,

entonces arderían en iras y furores; y gimiendo en odiosas competencias, el amor sobre ellas, el más funesto amor agitaría sus teas para con sus llamas devorarlas. Las inquietas sospechas sucederían a la amable y sencilla confianza; se apagarían las gratas afecciones que estrechan dulcemente a los hijos, padres, hermanos, uniendo como en uno solo sus corazones; y en su lugar sucederían los odios eternos, las venganzas, cuya sola idea nos hace estremecer. Una corrupción inmatura, obra de la imprevisión y el trato íntimo, arruinaría en los hermanos su temperamento y robustez. No tendría ni apoyo ni seguridad la opinión de la castidad de las doncellas, poderoso atractivo al matrimonio en la fogosa juventud; y en el asilo mismo de la seguridad se tenderían a la inocencia las más fatales redes, apagándose con tan justos recelos, en daño de la sociedad, el honesto amor y los deseos de cuantos por esposas las pudieran buscar. No habría costumbres, Señor, no habría costumbres; caería por tierra la educación doméstica. A los padres, encargados por la naturaleza de dársela a sus hijos y de enseñarles la santa virtud y la decencia, debió aquélla inspirarles un aborrecimiento natural de cuanto pudiera corromperlos. El matrimonio no es cierto una corrupción; pero como dice bien un filósofo, antes del matrimonio es indispensable requebrar, seducir y hacerse amar, y esto es precisamente lo que debe causar horror. Fue, pues, necesario fijar un coto, un muro insuperable entre padres e hijos, entre los que deben recibir la educación y los que deben darla, evitando entre ellos la sombra misma de la corrupción aun por la causa más legítima. De otro modo la inocencia y el pudor huirían despavoridos del interior de los hogares; el amor casto y puro, consuelo delicioso en las miserias de este mundo, vivificante alivio para el tedio y afanes de la vida, valladar a la prostitución y al torpe celibato, perenne venero de deliciosas esperanzas y perspectivas infinitas, el amor casto y puro apagaría por siempre sus honestas teas y desaparecería de entre los hombres. Se invertirían torpemente en la propagación de la especie las altísimas miras del supremo Hacedor, que destinado a los dos seres a concurrir a par en la sublime obra de su reproducción, quiere siempre una cierta igualdad de edades y robustez, una paridad de gustos y aficiones, un equilibrio misterioso de solicitudes y deseos, incompatibles con la sujeción del hijo y el imperio y majestad del padre, el respeto de las canas y la jovialidad de amante y pocos años, entre los que deben emplearse en formar en el matrimonio una nueva familia, que le bendiga y glorifique. Se trastornarían en ellas todos los oficios y relaciones más sagradas; y nada habría, nada, que no participase de tan fatal contagio. El padre, magistrado encargado por la sociedad y la misma naturaleza de la felicidad de los seres que engendró, se olvidaría de su autoridad tutelar y protectora, y prostituiría a veces sus canas venerables y su augusta y santa dignidad a los pies de la hija, mujer suya, sufriendo a cada paso vergonzosamente su imperio y sus caprichos. Sería la madre anciana igual y superior del hijo su marido; sería la hija madre y hermana de los hijos de su mismo padre; y las casas, en fin, entrando por sus puertas este monstruo, un infierno espantoso de celos y pasiones que acabasen con todo55. Mas próvida, la bondad infinita ha sabido remediar tantos inconvenientes, ocurrir a tan grave y trascendental desorden, apartándonos con un horror provechoso hasta de la misma tentación de caer y de hacer entrar la

sangre, por decirlo así, mezclados los padres con los hijos, en la fuente misma de donde salió, para degenerarse y corromperse; ha sabido extinguir el fuego de amor sensual entre personas tan unidas, para hacerlas arder en otros más puros y suaves; ha sabido, por este feliz medio, unir sin riesgo las familias y hacer que vivan sin recelo bajo de un mismo techo la inocencia y las gracias con la familiaridad y los deseos, la beldad incauta y el joven ardiente y atrevido, conservando así ilesa la limpieza de las costumbres entre las más tiernas afecciones; ha sabido hacer que se amen vivamente los hijos y los padres, las hermanas y los hermanos, pero que se respeten; ha sabido, por último, lanzar fuera de los hogares la llama inefable del amor, para derramar entre todos los hombres los vínculos y prendas de benevolencia y de fraternidad, y enlazarlos más y más en esta red misteriosa, este sublime encanto de ternura y dulces afecciones, en que libra su existencia y su felicidad el género humano56. Porque así suavemente saliendo fuera los matrimonios, las amistades y cariños se propagan y estrechan de casa en casa, de una en otra familia; éstas se mezclan y confunden de mil modos distintos; se apoyan, se sostienen, haciendo derramar un solo todo para el común provecho. La hermosa juventud, alivio y esperanza de sus ancianos padres y de otra nueva edad, forma su corazón y purifica sus costumbres; y las felices perspectivas con que adorna su venturosa unión, la mantienen y alientan en el amor de sus deberes y los caminos de la santa virtud. De aquí, Señor, la severidad de las penas con que entre los pueblos más cultos y en todas las edades ha sido siempre castigado el incesto, la opinión universal de su torpeza, y la justísima deformidad con que se le ha pintado por los moralistas y filósofos. El divino Platón, en su libro 8.° de las Leyes57, nos dice hablando de él: «Que aquellos mismos que no tienen probidad alguna y hasta el común del pueblo, ignorante y rudo como lo es, lo miran con tanto horror, que no sienten ni el menor deseo criminal hacia la hermana más hermosa, porque es ilícito por sí, torpísimo entre todo lo más torpe, y está en abominación a la misma Divinidad». Otro tanto decía en Jenofonte el más sabio y virtuoso de los griegos, Sócrates, creyendo establecida por los dioses la saludable ley de que ni los padres se mezclasen con los hijos, ni los hijos con los padres. Cicerón le llama en su oración por Cluencio execrable y nefario, indómita y desenfrenada lujuria, delirio abrasador, maldad increíble y nunca oída, borrón de las familias contra el pudor, la honestidad y la piedad, acreedor a un mismo tiempo a la ira de los dioses y a la infamia de los hombres; y le tiene, en fin, siempre que de él se acuerda en sus obras inmortales, por una de aquellas cosas malas en sí mismas, y que lo son por naturaleza y antes de toda ley. Plutarco y Séneca lo detestan casi con las propias palabras; y no hay sabio ninguno de la docta Antigüedad que no publique y autorice en todos los siglos en nombre de la moral, de la inocencia, del decoro, la virtud y la utilidad pública, esta importantísima verdad. Lo mismo han hecho los legisladores, sancionándola con el sello de su autoridad, y dándole, si es posible, mayor fuerza. El primero y más antiguo de todos, el divino Moisés, el inspirado y escogido del Dios de la justicia, impone en su Levítico, a cualquiera de su pueblo que cometa tal abominación, la pena capital58. ¿Cuáles no serían las de la sabia Grecia, que con tanto horror puso en acción este feo delito en sus teatros, y

cuyos filósofos y poetas le persiguieron tanto y condenaron, sepultándolo para el ejemplo y su castigo entre los horrores del infierno?59. Los romanos los escarmentaban despeñando al incestuoso de la roca Tarpeya y, después, perdido ya este uso, con la muerte, la deportación, los azotes y la confiscación de sus bienes60. La Iglesia, tan santa y pura en su disciplina y sus costumbres, lo detesta con el mismo horror, y anatematiza y sujeta a penitencia pública más severa a sus hijos caídos en tan nefasta fragilidad, enseñadas ya en esto del apóstol san Pablo, que manda a los de Corinto expeler al incestuoso del medio de los fieles, y lo da y entrega a Satanás; maldición y pena de todas la mayor61. Así que el ayuno, la abstinencia de carnes, la prohibición de entrar en el santuario ni acercarse al altar, que ella les impone en sus cánones, son señales para nosotros nada dudosas de su justísima execración62. La ley de los lombardos, la de los francos, las de nuestros antiguos visigodos, las de cuantos pueblos belicosos salieron del norte a dividir y echar por tierra el imperio de Occidente, endeble y corrompido por la prosperidad y los regalos, le abominan y corrigen severísimamente63. Todas usan de un mismo lenguaje: le llaman a una opuesto a la naturaleza, horrible, nefario y execrando, y no hallan palabras ni voces suficientes para ponderar su torpeza64. Ni son menos rigurosas las de nuestros Fueros, Partidas y Recopilación que Vuestra Alteza tiene tan presentes; y si los desdichados Justo y Juliana A. son escarmentados según su letra65 como lo deben ser y yo lo demando a Vuestra Alteza en nombre de estas leyes que religiosamente ha jurado guardar en sus juicios, ¿qué no deben temer, y a qué terribles penas no se han hecho acreedores, singularmente el primero, causa y origen de la corrupción y ruina de la infeliz Juliana, y abismado con ella por tanto tiempo en el cieno de sus excesos? La muerte y la confiscación amenazan a estos miserables; la muerte, Señor, la muerte los amenaza; al justo A. a lo menos, como culpado, y a quien notan las leyes señaladamente, no tienen respecto de él sus horrores menor pena, y su desenfreno y su infame lujuria lo llevan sin remedio al cadalso; porque si alguno yoguiere, dice la Ley 3, tít. 8, lib. 4.° del Fuero Real; si alguno yoguiere con muger de su padre, fáganle como a traidor. Con parienta o con cuñada faciendo algún ome pecado de lujuria a sabiendas, ordena el Señor Rey don Alfonso, 1. 3., título 18 de la partida 7, no se habiendo ayuntado con ella en casamiento, si le fuere probado enjuicio por testigos que sean de creer, o por conoscimiento, debe haber pena de adulterio, esto es, como dicen la ley 15 del título de los Adulterios y la 2.11 del de las Traiciones, debe morir por ende. ¿Cuánto más, cuánto deberá morir haciendo, Señor, este pecado un padre con su hija, esto es, con la mitad de su ser y sus mismas entrañas y su vida? Y la ley 7.ª, tít. 20, lib. 8.° de las Recopiladas: Grave crimen, añade, es el incesto, el cual se comete con parienta hasta el cuarto grado, o con madre, o con cuñada... y este crimen de incesto es en alguna manera herejía, y cualquier que lo cometiere, allende de las obras penas por derecho establecidas, pierda la mitad de sus bienes para la nuestra cámara. ¡Tanto detestan nuestras justas leyes esta horrible maldad!, ¡tan crudamente castigan sus autores!, ¡y a tanto Vuestra Alteza está obligado ahora para con estos dos, no sé si los llame mejor bestias que racionales, o frenéticos en vez de delincuentes!

Bien sé yo que hay delitos que debieran, si posible fuese, esconderse de todos por su inconcebible torpeza, o condenarse por su atrocidad a eterno olvido, no dando al hombre con revelarlos ni aun la idea fugitiva de que pueden existir; porque cierto, Señor, no es a las veces menos saludable el escarmiento público que el silencio y el misterio de las grandes maldades. ¡Ojalá que pudiese yo, esforzando estas reflexiones, clamar a Vuestra Alteza por esos infelices, y tomar en su abono el lenguaje de la conmiseración y la indulgencia! ¡Ojalá que lo pudiese yo, y exhortarle y rogarle a que templase en sus cabezas el rigor de la ley, haciendo así que se ignorase que ha habido en nuestros días un padre tan desnaturalizado y corrompido que pudo degradarse hasta el comercio infame de su hija, y levantarla a sus inmundos brazos para perderla en ellos y perderse; ni que ha habido una hija, que aunque seducida y arrastrada, trastornó en ellos sin embargo las santas relaciones y deberes que puso entre los dos naturaleza! ¡Ojalá que lo pudiese yo, y que, guardando las leyes del recato en el mismo castigo de la torpeza, el grillete, las privaciones, el trabajo, el menosprecio y la vergüenza fuesen sólo las penas de las costumbres y el pudor tan indignamente atropellados! Pero, abogado del público y las leyes, no está en mi mano el hacerlo, ni puede tampoco Vuestra Alteza ser indulgente y blando. Ved, Señor, si no con ojos reflexivos esa espantosa depravación que va inmoralizando el mundo entero; ese torrente impetuoso de vicios y delirios, que corre a tragarse las sociedades y a abismar en todos los desórdenes las generaciones venideras; esa perversidad refleja y meditada, que se atreve a formar un sistema de la misma corrupción y a hacer problemático y dudoso el vicio y la virtud. Ved al audaz sofisma y a la sangrienta burla reírse de todo, oscurecerlo todo, confundirlo y trastornarlo todo. Ved y llorad cuasi rotos y por tierra los lazos más sagrados. Ved los nombres sacrosantos de esposos, padres, hijos, amigos, reconocimiento, probidad, reducidos a voces sin sonido. Ved estos días de lágrimas en que se pretenden robar todos los consuelos al hombre de bien; en que se despoja a la virtud de sus celestiales encantos; en que se estudia, se trabaja en privar al corazón hasta de sus más caras ilusiones; en que, en fin, la inocencia y el pudor han volado a los cielos tras la desvalida justicia. Ved estos días de lágrimas y de calamidad, y hallaréis que no es dado ni a mí el clamar sino por la aspereza de la pena, ni a Vuestra Alteza usar de la blanda indulgencia y el silencio. Es indispensable para salvarnos un dique más fuerte y poderoso que el torrente que nos amenaza; al brazo sólo de Vuestra Alteza es dado el levantarlo, y ésta es su primera y más estrecha obligación, velando incesantemente sobre la santidad de las costumbres; penetrándose cada día más y más de que ellas solas son el baluarte, la defensa más firme del orden social; de que los delitos que las ofenden, si se disimulan o descuidan, son el origen, la emponzoñada raíz de incalculables males; de que sin ellas son nada las instituciones más sublimes, ni el brillo de las ciencias, ni la educación, ni la opulencia, ni el poder; cuidando de que las leyes que las alientan y protegen tengan toda su fuerza, brillen como una luz en medio de las tinieblas, uniendo estrechamente costumbres y leyes entre sí las unas con las otras, para que mejor se apoyen y sostengan contra el continuo embate del libertinaje y la perversidad,

empeñados en aniquilarlas; y alzando, sobre todo ahora, su espada vengadora contra estos infelices, que, teniendo en nada la santidad de las costumbres, el rigor de las penas, la voz de la naturaleza, el clamor de sus conciencias, las amonestaciones de los suyos, los anatemas de la religión, cuanto puede arredrar en sus desórdenes al corazón más corrompido, han vivido por tan largo tiempo sepultados en el oprobio del adulterio y el incesto, para que expíen ya, según lo grave de sus feos delitos y el tenor de nuestras leyes, los ultrajes que han hecho a la naturaleza, a las costumbres, a la santidad del matrimonio, al ejemplo universal, a cuanto hay en fin de más augusto y respetable entre los hombres.

-4Acusación fiscal contra Manuel C., reo confeso de un robo de joyas, de diamantes y perlas hecho en la iglesia y a la santa imagen de Nuestra Señora de la Almudena; pronunciada el día 14 de junio de 1798 en la sala segunda de alcaldes de corte

Señor, ¡Cuán amarga es la suerte del magistrado en todo el orden y pasos de su vida!, ¡qué carga tan pesada de solicitud de espíritu, de afanes y vigilias debe abrumar sus hombros desde que los cubre con la honrosa toga! Y por ella, ¡qué de sacrificios no tiene que hacer continuamente de sus afectos más suaves o más seguras opiniones a la razón pública de la ley que debe gobernarle! Cuando ésta, Señor, ha hablado, cuando ha sancionado una cosa o pronunció sobre una acción sus terribles oráculos, todo debe enmudecer y anonadarse ante ellos. El entendimiento más ordenado y claro, los principios privados más luminosos, las afecciones más tiernas e inocentes, la conmiseración, las blandas epiqueyas del juez más justiciero y compasivo, cuanto es, en fin, más grato a un corazón honrado y generoso, más caro a la razón, todo desaparece ante su impasible igualdad. La ley lo tiene decidido así: ha mandado tal cosa, y tal ha prohibido con tales escarmientos y penas. Y esta regla inviolable de nuestra conducta civil y nuestras acciones y juicios nos puede sola señalar el camino de obrar y decidir seguros y acordados, fuera del cual todo es errores y precipicios, todo voluntades privadas, todo parcialidades, y todo con ellas desorden e injusticias. No basta, no, que se presente a nuestros ojos como monstruoso el precepto; que por pesado y duro se nos resista; que nos parezca, si se quiere, incapaz de causar ningún bien, o aun contrario a la utilidad general; que nos ofrezcan otro en lugar suyo más ajustado y saludable la experiencia y el saber. El particular ilustrado y celoso podrá denunciarlo ante el tribunal de la razón: escribirá, señalará, demostrará los males que consigo trae, los frutos de bien que daría su abolición o su enmienda; el magistrado los representará con mayor entereza y energía, tendrá más

llano y fácil el camino para poderlo hacer, elevará sus voces hasta el trono, y clamará sin cesar penetrado de las santas obligaciones de su estado; pero ambos a dos, mientras que sus reflexiones son oídas, mientras que la evidencia de la verdad ilumina por último el espacio que ocuparon el error y las falsas opiniones, mientras se deroga o mejora la ley poco atinada que han reclamado entre los hervores mismos de su celo, doblarán humildes la cerviz y la obedecerán en silencio, temblando sustituirle su razón privada, su voluntad parcial, y con ellas la arbitrariedad, el antojo, la confusión, la tiranía judicial, más que todas odiosa. Verán el bien, suspirarán por él, lo tocarán, lo palparán sus manos, y seguirán, sin embargo, el camino fatal que los aleja de abrazarlo. Así, en la Antigüedad, el justo, el inocente Sócrates bebió su muerte en la cicuta, pudiendo con la fuga salvarse; y el virtuoso Arístides escribió por sí mismo el voto de su indigno destierro para el rústico que no le conocía. Porque todo aquel que resiste a la ley, que no la obedece, que la tuerce con cualquier pretexto, ni es digno de gozar sus saludables beneficios, ni menos de anunciar desde su santuario sus augustos decretos a sus conciudadanos. Estas reflexiones tan tristes como ciertas he hecho yo, Señor, involuntariamente al ir reconociendo la causa del infeliz Manuel C. sobre el robo en lugar sagrado de varias alhajas de pedrería y perlas hecho a la venerable imagen de Nuestra Señora de la Almudena en la noche del 2 de junio del año pasado, que Vuestra Alteza tiene ahora a la vista, y está examinando escrupulosamente para imponer al reo con su soberano juicio la pena condigna a su delito. He visto un robo de la mayor atrocidad al juicio de nuestros mejores criminalistas, pintado con execración por todos ellos, ponderado, exagerado, cargado de anatemas, tenido por algunos por un horrible sacrilegio, y merecedor en la opinión de otros del último suplicio. Un robo ejecutado en el seguro de la corte, de efectos no vulgares, sino de gran valor; que si las penas son, como deben ser y nos enseñan la moral y la legislación, iguales al delito, análogas a su naturaleza y en medida y justa proporción con su gravedad y circunstancias, en nada parece distinguirse del robo acompañado de escalamiento y homicidio, puesto caso que ambos son castigados con la misma pena capital. Un robo, en fin, que tiene sobre sí esta terrible pena por dos célebres autos acordados del señor rey Felipe V; pero que tal vez nos fascina y asusta, mirado como de lugar y cosa sacra, por una cierta idea de indecible osadía, desacato y abandono brutal de toda religión que creemos en el que lo ejecuta; y como hecho en la corte, por un respeto hacia ella exagerado y una necesidad mal entendida, o que hubo entonces, del último rigor contra los ladrones que turban su sosiego, para por uno y otro no mirar este crimen, bien que grave, con ojos atentos e imparciales, y juzgarlo, cual se debe, con reflexión severa, libres de opiniones anticipadas, por el daño real que causa al individuo y al orden social. Un robo que siéndolo sin foradamiento, sin fuerza armada, ni sangre, ni muerte, sin arrancar al mercader o al trajinero el capital con que vivían, sin privar como tantos otros del fruto de su sudor y de una generación entera de trabajos y afanes al labrador aplicado y pacífico, y abismarle tal vez en la mendicidad con su numerosa familia, no parece ante un corazón compasivo

digno de tan riguroso escarmiento. Un robo, en suma, que acaso por todas estas cosas se halla respecto de él fuera de proporción; y merecería según la verdadera escala moral de delitos y penas otra no tan severa, más conforme, más análoga al crimen que la de nuestras leyes. En su vista, y de la confesión llana, sencilla del reo Manuel C., su desgraciado autor, ¿qué queda ya que hacer ni qué otra cosa pueden en este día pedir a Vuestra Alteza mi austera obligación y mi amor a las leyes, que el que fulmine sobre su culpable cabeza el terrible escarmiento que su letra señala, para que pague al punto con su vida un atentado cometido en un templo y en medio de la corte, mirado y repudiado de ellas como gravísimo, y merecedor de tan sangrienta pena? Habiendo notado los sacristanes de la antigua parroquia de la Almudena, a cuya vigilancia y cuidado estaba encomendada su custodia, dos días después de cometido el robo, que faltaban a su devota y santa imagen varias alhajas riquísimas de las que últimamente llevaba sobre sí por adorno, lo avisaron a la venerable cofradía, que formó al instante lista de todas ellas, y la puso solícita en manos del Excelentísimo Señor Gobernador del Consejo. Diose por éste un encargo especial al señor alcalde de la causa, para que en ella procediese con su actividad y celo acostumbrados. Hízolo así: inquirió, preguntó, reconoció cuanto le fue posible, y ya el día 7 logró recoger de una prendera, como fruto de su solicitud, ciertos hilos de perlas, pequeñas partes de las joyas robadas al santo simulacro. Por este venturoso hallazgo se dio bien presto y sin mucha fatiga con el delincuente Manuel. Preguntósele sobre el collar y perlas halladas en la prendería, y puestas a vender de su orden; y, por las dudas y ambigüedad de sus respuestas, se aseguró con cuidado su persona y reconoció su habitación. Nada se halló en ella que indujese sospecha; mas su mujer, poco advertida, negó constantemente haber visto ni usado del collar ocupado, como el marido aseguraba; y así por esto, como por la variedad del delincuente en sus satisfacciones y descargos, quiso pasar con él el señor juez al cuarto de un cochero, donde decía tener depositado el dinero de otro collar vendido, para ocuparlo y seguir adelante en su pesquisa. En el camino, la conciencia que le acusaba no le dejó ocultarse por más tiempo; y así, llamando aparte al mismo señor juez, le dijo compungido y entre sobresaltos y temores que si con él usaba de conmiseración, se acusaría de un delito en que por su desgracia había incurrido. El juez le respondió que haría en su abono cuanto le fuese dado, pero que sola la piedad del rey podía indultarle de su yerro; y él, entonces, más sobrecogido y azorado, confesó su robo sencillamente, y hallarse todas las alhajas, a excepción del collar, enterradas en cierto jardín que estaba a su cuidado. En efecto, así era la verdad y allí se hallaron. Y llevado el reo a la cárcel, declaró en toda forma que la noche del 2 de junio encontró por acaso el rosario de la sagrada imagen como a las nueve, que lo fue acompañando por devoción, y entrándose en la iglesia, se quedó dormido inadvertidamente, hasta que despertando como a la hora de las diez, acordó permanecer así por no alborotar las gentes si llamaba; que, paseándose en el templo por entretener el tiempo y sin ningún mal propósito, se entró en el presbiterio, y, viendo un hueco detrás de la gradería y en él una escalera, subió por ella al trono de la santísima Virgen, y a tientas, por

entre la cortina que la cubría, la fue quitando las joyas de su adorno, poniéndolas todas en un pañuelo. Que así hecho se volvió con ellas a su puesto, y esperando el día, a escondidas y en silencio pudo evadirse de la iglesia sin ser visto, llevándolas a guardar al sitio del jardín donde se hallaron. Pero bien presto vio que no podía sacar de su impío atentado el copioso fruto que esperó por el alto valor de las presas, y lo difícil que sería a un hombre de su condición desapropiarse de ellas sin sospecha. Con estas dudas y recelos determinó, pues, volver las más ricas a su venerable y verdadero dueño, y quedarse con las sartas de perlas, que empezó a convertir en collares para enajenarlos poco a poco, cual el que se halló en poder de la prendera, y fue, como dije, el principio feliz de descubrirse todo66. He querido hacer a Vuestra Alteza esta sencilla relación del hecho, aunque en la duda de ocupar con molestia su elevada atención, así porque pretendo sacar de ella todas mis reflexiones y argumentos, como porque su sola exposición satisface concluyentemente a cuantas disculpas y excepciones acaba de traernos el abogado defensor en descargo de este infeliz y su grave delito. Manuel C., ese desventurado que tenemos enfrente tan escuálido, tan abatido y consternado, es reo, Señor, de un robo hecho en el seguro de la corte, en un templo de su mayor piedad y devoción, de alhajas de gran precio, inmediatas al simulacro de la santa imagen que se venera en él, con malicia, premeditación, y el mayor desacato y osadía. Nada tiene que pueda disculparlo; nada que disminuya lo atroz de su maldad; nada que pueda sustraerle de la amarga y cruda pena que amenaza su vida. Su confesión, si nada más hubiese, es la más fuerte, la más segura prueba de esta triste verdad; sigámosla si no paso a paso en su mal urgida tramoya para demostrarlo y confundirle. Este hombre, según dice, encontró por acaso en la platería el rosario de la venerable imagen, se incorporó por devoción con él, fue a la iglesia y se quedó dormido. Es opinión conforme de los buenos criminalistas, y fundada en las leyes, en la sana razón y en los principios inconcusos de jurisprudencia criminal, que el que confiesa cualquier hecho con ciertas circunstancias que disminuyen su gravedad, o le hacen inocente para huir a su sombra de que le sea imputado, tome sobre sí la estrecha obligación de acreditarlas, singularmente si son inverosímiles y contra el orden común de los muchos; porque ellas, bien mirado, son unas excepciones, cuya prueba en todos los juicios es siempre para aquel a quien deben aprovechar. Así como celosa la justicia y el magistrado que la representa, para condenar un ciudadano, para imponerle con acierto una enmienda, una pena medida al criminal exceso con que ha turbado el orden establecido y dañó al individuo y a la sociedad, tienen siempre que probar por su parte que ha habido tal delito, que el acusado de él lo cometió, y cuántos pasos y qué medios, una disonancia de fines manifiesta. Aquéllos, en continua atalaya para guardar del crimen la paz y la inocencia que le están confiadas, viéndolas ofendidas buscan solícitos por toda la serie del proceso la luz y la verdad, a fin de repararlas con la pena que sufre el malhechor, y éste, al contrario, por la primera, la más eficaz y poderosa de todas las leyes, la de su conservación y bienestar, trabaja y se desvela con sus excepciones y descargos en acrisolar si puede su inocencia, o envolverse culpado en las tinieblas del delito para

escapar del todo de la pena que le amenaza, o en disminuir al menos la atrocidad de su atentado, a fin de sufrir otra menos acerba. Pudiérase decir que en último análisis todos aspiran a una misma cosa, la conservación y la existencia: el magistrado y la justicia, a la de la comunidad, y el delincuente, a la de su odiosa y mal organizada persona. Sentadas estas claras cuan sencillas verdades, ¿ha probado por ventura el desgraciado reo, para hacer verosímil el principio de su exposición, ninguna de sus partes?, ¿que fuese en él frecuente la asistencia del piadoso rosario?, ¿haberlo hecho siquiera alguna vez?, ¿que alguno de los muchos que lo acompañaban le hubiese conocido?, ¿habló por fortuna con alguien al unirse con él, al entrar en la iglesia, ni acabarse? Nada, por cierto; es, por su mal, un hombre misterioso, a quien nadie ve, a quien nadie saluda, en quien nadie repara; invisible como un espíritu y fugitivo como una sombra. ¿Tan largo es además el plazo de tiempo que corre al deshacerse un rosario, que lo tuvo el reo para quedarse dormido como asegura? ¡Oh, qué facilidad tan singular!, ¡qué sueño tan oportuno, tan acomodado y a la mano! Si tan fatigado, tan rendido está, ¿a qué andarse vagando ocioso y sin motivo de una en otra calle?, ¿por qué no recogerse a descansar? Y si el rosario que halla le separa de hacerlo, ¿cómo no le despierta?, ¿cómo no ahuyenta su mal trazado sueño? ¡Buenos fines dio por cierto a esta devota práctica, y frutos sacó bien sazonados de su piadosa concurrencia! Lo que es de creer a todo buen juicio, la consecuencia más conforme a las invencibles reflexiones que acabamos de hacer es: o el que no fue al rosario de que habla este hombre singular, invisible en él a todos; o que, meditado el impío robo y resuelto ya en su culpable ánimo, a su sombra se introdujo en la iglesia, haciendo servir la religión a tan criminal osadía para agravarla aún más con el medio mismo que abrazaba; pero cuidando en todo caso, reservándose mucho de descubrirse a nadie, de que nadie le conociese, para asegurar mejor la impunidad de su atentado. No de otra suerte que aquellas bestias fieras que entre las sombras de la noche aguardan en acecho su sangrienta ocasión para lanzarse con seguridad sobre la infeliz presa que han espiado, y devorarla a su salvo en el horror de las tinieblas. Quedose en el templo dormido, y despertó como a las diez de la noche; y en aquella hora, entre el sobresalto y el pavor que debería causarle el verse solo en él, es, sin embargo, tan mirado y sufrido que por no alborotar y dar sospechas, determina permanecer allí y aguardar tranquilo el día para poder salir. ¡Extraña resolución!, ¡rara conformidad en un hombre casado, a quien esperan afligidos sus hijos, a quien llama a su casa una buena mujer, que estaría precisamente con su larga tardanza, inquieta, desvelada y en la mayor zozobra, y exponiéndose él propio, si no llama, a la contingencia, o más bien seguridad, de que al escapar por la mañana se le note sin remedio de lo mismo que cuidaba evitar! Porque cierto, Señor, cualquiera en su lugar sería para todos menos sospechoso gritando y clamando consternado al punto que despierta, que aguardando en silencio toda una noche para evadirse cuando se abra el templo. ¿Y en qué tiempo, pregunto, y a qué hora toma este infeliz esta resolución? En el mes de junio y a las diez la noche, esto es, cuando lejos de turbar la quietud y alborotar llamando, todos velan, están en movimiento, y es como si

dijéramos la entrada de la noche en el invierno; cuando las gradas de la puerta del templo están, como suelen en verano, inundadas de gentes que salen a aquella hora a esparcirse y solazarse en ellas. ¡Demasiado paciente es Manuel, y escrupuloso y detenido, pues teniendo tan llano como fácil el medio de avisarlas para poder salir, quiere, sin embargo, por no alarmar a unos sacristanes que no conoce, faltar de su buen grado a las obligaciones de su pobre familia, perder su lecho y su comodidad, y lo que es mucho más, exponer al riesgo su persona de que aquellos mismos que ahora le contienen, le descubran después, y acusen y persigan cual un sacrílego ladrón! Los sacristanes reconocen el templo con cuidado, como hacen todas las noches, y no ven, cual debieran, en su ronda a este buen hombre, que tranquilo duerme; pasan por junto al sitio donde está cuasi tocando con él; y, siendo interés suyo y práctica constante mirarlo y examinarlo todo, no le oyen, no le sienten, no reparan en él de modo alguno. ¡Descuido inconcebible, o prodigiosa ceguedad! Sin duda que la santa Virgen los deslumbra, les vendaba los ojos, tercera o cómplice del mismo que debía de ultrajarla en despertando, alzando las manos criminales hasta su simulacro para despojarle de sus joyas y adornos con impío atrevimiento. Despierta al cabo de su mal tramado sueño; y cuando el corazón más esforzado, más dueño de sí propio, se hubiera sobrecogido y aterrado por la hora desusada y lo pavoroso y venerable del sitio en que se ve, él al contrario, tranquilo y animoso, empieza a pasearse por el templo cual pudiera en su cuarto. ¿Y quién, Señor, se pasea? Aquel mismo que nos dice no atreverse a llamar porque no se le sienta, por no alborotar, por no causar sospechas. ¿Se querrá más palpable la contradicción?, ¿más descubierto y claro el criminal enredo? Su mal destino, que en todo le persigue, le lleva al instante al presbiterio, sube por su escalera, tienta entre las tinieblas con las manos, y al punto tropieza con la sagrada imagen y sus ricas preseas. ¡Desgraciados acasos, que todos le conducen al delito! Este hombre tan bueno y tan sencillo, que, según afirma en sus declaraciones, jamás había tenido la fatal tentación, el pensamiento, la desastrada idea de tan atroz maldad, la concibe entonces, la consiente y ejecuta en un mismo momento. Así que, en vez de postrarse ante la santa Virgen, de besar humilde sus celestiales plantas, de acogerse devoto a su piadoso amparo y bajarse del trono sobrecogido de miedo y religión, le quita sosegado cuantas alhajas le vienen a la mano; y, viendo que se mueve el simulacro, lejos de temblar y acobardarse en su abominable maldad, como cualquiera haría, examina con tranquilidad impasible en qué consistirá; y hallando ser la causa el torno de la peana en que descansa la sagrada efigie, para robarle más preseas le da vuelta hacia sí, no alcanzando ya el brazo a las demás, y continúa en expoliarla con el más sacrílego sosiego67. ¡Desventurado!, ¡y lo pudiste hacer!, ¡y no temblabas poner tus impías manos en aquel venerable simulacro, mancharlo con tu torpe impureza, y profanar tocándola a la misma Madre de tu Dios!, ¡no temblabas que su cólera vengadora descargase al instante sobre tu culpable cabeza, como cuentan las historias haber sucedido más de una vez!, ¡no temblabas, no te estremecías a cada presente que arrancabas, cada vez que alargabas el codicioso brazo, cada vez que insultabas a la Reina del cielo y las

misericordias, la que tú mismo llamabas tu abogada, y lo era de verdad entre tus sacrílegos ultrajes!, ¡no temblabas, impío, considerando la religión augusta del lugar, el lúgubre silencio, las tinieblas que te cercaban, la soledad espantosa en que te veías, el contemplarte ya como fuera del mundo y en la habitación de la muerte, bajo la mano del Señor, entre las imágenes de los santos, los cadáveres de los fieles, la trémula luz de las lámparas que parecen sólo arder para aumentar con las sombras el pavoroso horror, el miedo involuntario, irresistible, santo, que inspiran a todos esas cosas, mamamos los cristianos con la leche, y tan saludables efectos causan en nosotros de desengaño y compunción! ¡Otra y mil veces desventurado!, ¡tu conciencia no tronaba entonces!, ¡tu corazón no palpitaba y no desfallecía!, ¡todo tu cuerpo y tu ser no se estremecía y desmayaba! ¡Y éste, Señor, es el hombre que no va al templo sino por devoción, que en él se duerme por acaso, y que en un momento de desgraciada irreflexión concibe y ejecuta el horrible atentado que le tiene aquí! ¡Criminal osadía!, ¡impudencia increíble de alucinar y de fingir! No era en mi opinión el primero: familiarizado está con la maldad el que se atreve a ella con tanto descaro, y, entre tantos objetos que deben arredrarle, la prosigue y consuma con tan brutal sosiego. Mas volvamos a la historia del hecho. Ha puesto las alhajas en un pañuelo, recógelo, y e baja del trono a esconderse y esperar con el día la ocasión favorable de poder escapar. Y por ventura en el tiempo que le resta, ¿siente este infeliz despertarse en su alma el doloroso arrepentimiento de la abominación en que ha caído? La augusta religión que acaba de ultrajar, ¿le encuentra acaso dócil a sus saludables avisos? El roedor gusano de los remordimientos, ¿puede algo con él? O nuevo como se nos pinta en el delito, ¿tiembla siquiera sus tristes consecuencias, el rigor de las penas que amagan su miserable vida? ¡Dureza invencible de corazón, que descubre bien claro su perversidad! Nada siente; nada le punza ni hace fuerza; todo le halla empedernido y sordo. ¡Cuán fácil, si no, le hubiera sido entonces, cuán provechoso ahora, el volver y deponer llorando las fatales alhajas encima del altar, arrodillarse ante él y la sagrada Virgen, pidiendo humildemente por su medio el perdón de tanto atrevimiento! Entonces sí que habiendo sido encontrado pudiera en su abono excepcionar, alegaría con razón la tentación involuntaria y lo indeliberado y momentáneo de su negro delito. Pero nada menos, Señor: lo tenía de antemano bien trazado, meditado y resuelto; y así en su obstinación no piensa sino en aprovecharlo, escapando del templo a poner en seguro el riquísimo fruto que le da. Lo lleva, pues, lo entierra en el jardín que a su cuidado tiene; reconócelo allí más a su salvo; ve, según dice, lo arriesgado y difícil de desprenderse de tan ricas preseas sin caer en sospecha por su excesivo precio y exponer así su criminal persona, y entonces (dóyselo ahora de gracia) pensó en restituírselas, y practicó para ello la extraña diligencia de buscar la cajita con llave, de que nos habla en sus declaraciones68, por más que ni haya probado tan sencillo y fácil hecho, ni conste cual debiera en autos para favorecerle, ni en los cuatro días que mediaron del robo a su prisión tampoco sepamos ni pueda concebirse por qué no se hizo esta restitución tan ansiada del reo, ahora tan ponderada por su celoso patrono, y que tan fácil era como segura por mano de cualquier sacerdote. ¡Mas qué, Señor!, ¿aún entonces intenta

arrepentido volver todas las joyas, desprenderse de ellas, arrojarlas de sí para que no le acuerden su execrable maldad?, ¿tanto le abruma, le horroriza el delito o no piensa al contrario, bien hallado con él, en hacérsele útil a pesar de su desprendimiento?, ¿no quiere a este fin quedarse con las perlas para beneficiarlas?, ¿no empieza a dividirlas en collares para darles salida más a su salvo?, ¿y alguno no lo ha vendido ya?, ¿no discurre, no finge la ridícula tramoya del papel dotal de su mujer para alucinar sus compradores y presentarse ante ellos más seguro?69. ¡Buen arrepentimiento, y esto se nos alega y encarece y se quiere con esto mover la piedad de Vuestra Alteza! ¿Qué delincuente no lo tiene así?, ¿cuál es tan duro, tan obstinado en el delito, que en cogiendo su fruto criminal no quiera ser bueno y habido por honrado?, ¿o qué asesino no tiembla dado el golpe, no se aflige y consterna por la sangre inocente que acaba de verter?, ¿quién no quisiera entonces no haberlo hecho? Pero ni la ley ni la razón se satisfacen con estos estériles deseos; buscan obras sensibles, no vanas apariencias; dejan el corazón y la conciencia allá para el Dios que los ve y alcanza a penetrar sus oscuros misterios, y premian o castigan la acción externa y material con recompensas o escarmientos que lo son como ella; porque esto sólo importa sus fines menos elevados, el reposo y firmeza del orden social, y en esto sólo estriba la suerte y bienandanza de los pueblos, no en votos ni propósitos tan voluntarios como tardíos. ¿Y dónde, hablando con las leyes, está probado, dónde resulta manifiesto y claro este tan encarecido designio de restituir las alhajas principales? Lo ha excepcionado el reo; esle de importancia acreditarlo, porque si bien de su delito no le limpiara en todo, pero lo disculpara, lo apocaría al tanto. ¿Y qué nos trae para justificarlo, para persuadirlo a Vuestra Alteza? La cita de un solo testigo que no le reconoce, ni se acuerda de nada; que en tan breves días como corren entre el hecho y su examen, no puede hacer memoria de una circunstancia tan señalada cual la de la cajita y la llave. ¡Desventurada prueba!, ¡infeliz y mal aconsejado, que no alcanzas a acreditar ni esta leve excepción ni esta disculpa de tu criminal atentado, que no puedes hallar ni un testigo de aquellos que por cierta bondad mal entendida se hallan siempre dispuestos a decir sobre todo, a saberlo todo y haberlo visto todo! ¡Otra vez infeliz y mal aconsejado! Tu excepción misma se vuelve contra ti, y es una nueva prueba de tu negra maldad. Además, Señor, ¿a qué en este hombre tan exquisita diligencia para restituir una cosa que tanto aflige su delincuente corazón, tanto le abruma con su peso?, ¿a qué esta llave que precisamente había de quedarse en su poder?, ¿dudaba, sospechaba acaso de la fidelidad del sacerdote, a quien dice pensaba entregar las ricas joyas, para por él volverlas a su sagrado dueño? Lo mismo justamente y nada más ni menos pudiera recelar dándoselas cerradas y en la caja, que sin esta caja o dándosela abierta; porque tan fácil era en un caso como otro el que una mano poco religiosa, faltando a la obligación del mandato, las convirtiese en provecho. Mas no por cierto, y en vano nos cansamos en impugnar ficciones. Esta misteriosa cajita, esta llave, estas tan raras prevenciones son inventos y embustes de un hombre ya probado en marañas y delitos, como lo son también el sueño que le viene al entrar en el templo, su tentación involuntaria al verse junto al trono de la santa Virgen, y

aquél consentirla y caer tan del momento, para acometer y consumar su crimen execrable: miserables patrañas, que tendrán este día su justo galardón. Por esto sabe bien y pone en obra el medio de deshacerse de las perlas; por esto finge el artificioso papel del aumento de la carta dotal con la menuda descripción de bienes que contiene, y que Vuestra Alteza debe reparar, para convencerse por él de que este desgraciado sabe concebir y llevar al cabo un embuste con tino y con destreza; y que si guardaba las alhajas no era, como excepciona, para restituirlas, sino esperando el tiempo, la ocasión segura de convertirlas en su beneficio, como empezara a hacerlo con los ricos collares que vendía. Ni hace en su abono la turbación y sobrecogimiento en que le vemos al presentarse en su casa la prendera y el platero a preguntarle sobre las perlas, y hablarle del robo de la santa imagen, o cuando el señor juez se apodera de su infeliz persona. Vuestra Alteza sabe bien el valor de estos temores pánicos, de estas turbaciones y miedos, de que he tenido el honor de hablarle ya. A veces, los mayores malvados tienen ciertos momentos de involuntario terror, en que desmayan y caen en una debilidad de niños; que no siempre, por embrutecidos que estén, logran adormecerse sobre sus desórdenes. Ellos que las conocen, se ven sus negras almas tales como son; y son a un mismo tiempo, por más que disimulen, por más que se jacten de firmeza, sus más severos jueces y crudísimos verdugos, sin que les sea dado, aun en su mayor corrupción, el declinar del todo el terrible anatema, no sólo de los hombres, sino de sus criminales conciencias. La virtud, al contrario, aunque abatida o entre grillos, inmutable y serena, se inunda en su interior de gozos y esperanzas inmortales. Justa, Señor, la Providencia lo ordena y lo dispone así en bien de la inocencia contra la iniquidad que la atropella; consumado y el mal, al punto empiezan el terror y el tardío arrepentimiento a levantar más reciamente el grito, y acusar sin piedad al desgraciado que antes no los oyó. Perseguido y acosado de ellos, el delincuente lleva siempre en sus hombros el inmenso peso del delito que no le permite descansar; por todas partes le acompaña y abruma, y en cuantos rostros ve, mira a despecho suyo con humillación otros tantos jueces rigurosos que fulminan su terrible sentencia. Ni en el silencio de la noche, entre el reposo y el olvido del sueño logra encontrar la paz, le pueden dejar quieto su imaginación azorada, su corazón ulcerado, llenos de presentimientos y pavores; que no una sola vez se viera con asombro a un gran criminal levantarse dormido, gritar, amenazar, correr despavorido, y revelar involuntariamente las maldades más conocidas, y que nadie sino él solo sabía. Yo mismo, Señor, he visto a uno en las congojas de la muerte, cuya funesta imagen jamás olvidaré, lleno de vicios y de dinero, infeliz fruto de logros e injusticias, sin ánimo bastante para arrojar de sí su criminal riqueza; sus gestos espantables, sus movimientos, sus lúgubres y profundos gemidos, su despavorido mirar, sus palabras mal articuladas, todo por desgracia pintaba las batallas y horrores de su despechado corazón. Así ese desgraciado, que ahora espera temblando su juicio, atormentado entonces por su alarmado espíritu, lleno día y noche de la abominación de su atentado, teniendo ante los ojos continuamente el venerable simulacro despojado por sus impías manos, el silencio, la devoción, la soledad tremenda, la augusta religión del templo

que ultrajó, todo lo más sagrado y venerable hollado por él y atropellado, cuando ve la cara del juez, no puede resistirla, lee en ella con asombro su fatal convencimiento, y confiesa al instante el delito execrable en que cayó. Delito que en vano se empeña en disculpar su celoso defensor por momentáneo y no premeditado; pues cuantos pasos da en la noche del desgraciado día en que se despeñó a él, cuantos acasos, cuantas falsedades inventa, cuanto después discurre y ejecuta, todo lleva consigo un plan pensado y bien trazado de antemano, y puesto luego en obra como se pensó, con el arrojo y la serenidad de un delincuente consumado. Es verdad, siguiendo el otro medio de la infeliz defensa que acabamos de oír, es verdad que el encontrarse acaso con un rosario, acompañarlo por ociosidad o devoción, quedarse dormido en el templo repentinamente, acercarse después al presbiterio, y subir sin propósito alguno por su escalera, son cosas todas inocentes en sí, como también lo es el tomar en la mano unas alhajas, y aun ponerlas en un pañuelo. ¿Mas dónde estamos, si no se engañaron mis oídos, para hablar de este modo?, ¿es esto defender o querer alucinar?, ¿usar de razones o amontonar sofismas? Tampoco, discurriendo así, será un delito el sangriento homicidio; porque, cierto, nada tiene de criminal el tomar en las manos una escopeta, ponérsela al pecho, encararla a un hombre descuidado y mover el gatillo con el dedo. Pero no serán ciertamente inocentes, ni así los juzgan la razón y las leyes, la muerte alevosa que viene al infeliz de estas acciones combinadas, ni el execrable robo que resultó de aquéllas. Queda pues, o yo me engaño mucho, también desvanecido este mal pensado argumento. Y la necesidad que le obliga a valerse de las perlas que vendía, ¿dónde, pregunto, está probada?, ¿dónde es extrema, como debiera ser?, ¿dónde involuntaria, para poderse disculpar y no serle imputable? ¿Ponen todas acaso a cubierto del delito?, ¿basta decir necesidad para que luego se crea? En una corte llena de establecimientos de piedad, de almas caritativas y corazones generosos que buscan ellos mismos, se apresuran y vuelan en pos del indigente para socorrerle y enjugar sus lágrimas, ¿habrá en buena razón ninguna que lo sea extrema? O el deber un hombre algunas cantidades, ¿le dará al punto el horrible derecho de robar para satisfacerlas? ¡Qué principios, Señor!, ¡qué funestos principios! ¿A quién interesa esta ficción: al ignorante que escribió el papel o al reo Manuel que le alucinó con sus marañas? A éste importaba ciertamente, y éste, que llevaba toda su utilidad, ha debido probarnos lo contrario, como sin fruto lo intentó, o cargarse también con este grave yerro. Después de tantos como este desgraciado tiene sobre sí, en vano es hablar de su arrepentimiento. Él lo excepciona, y hoy nos lo repite celoso su abogado; mas entrambos, sin prueba ni razón, y con unas en contra tan poderosas e invencibles cual Vuestra Alteza ha oído con la mayor y más fuerte de todas: la del plazo fatal que deja correr del robo a su prisión, sin dar paso ninguno, sin moverse a nada de eficaz en la restitución de las alhajas. Queda pues concluido que es reo ese infeliz de un robo deliberado y voluntario, en el seguro de la corte y en un lugar sagrado, de cosas de gran precio destinadas al inmediato adorno del devoto y antiguo simulacro de la santa Virgen de la Almudena, y poniendo las manos con desacato en la misma madre del Señor. Este robo, en opinión de los criminalistas y por la ley romana y de

nuestras sabias Partidas70, es juzgado un impío sacrilegio, y tenido en todas las edades, al juicio de todos, y en todas las naciones por gravísimo. Parece cierto que aun dejando a un lado toda religión y las ideas sublimes que ella inspira de temor y respeto profundo a la divinidad, no podían los templos ponerse en seguro de otro modo contra los atentados de la maldad y la ciega codicia. Estos lugares santos, consagrados al culto, llenos en todas partes de preseas y dones de la devoción de los fieles, deshabitados y faltos de custodia, no pocas veces en medio de los campos y en las cumbres mismas de las montañas, convidando al piadoso por su devoción y al malvado por sus riquezas, abiertos casi siempre y patentes a todos los hombres, de todos los estados, de todas las edades y condiciones, grandes y pequeños, pobres y ricos, o serían asaltados continuamente con torpe irreverencia, violados, despojados de todos sus adornos, y escogidos a veces por morada de la iniquidad, veríamos con horror trocado el santuario en madriguera de ladrones; o necesitaban ser puestos de un modo extraordinario bajo la inmediata protección de la ley; armarlos de invencibles defensas que los cubran y aseguren en la opinión e imponer un miedo religioso a las imaginaciones más osadas por lo terrible de las penas que amenazan sus sacrílegos profanadores. Así ha sucedido en todos los países y creencias sin excepción alguna. Por dondequiera, el templo, la morada de Dios, ha sido mirada como su casa propia, ha despertado siempre los pensamientos más solemnes de veneración altísima y profunda, y tenido de todos por inviolable y santo; sus desacatos y ultrajes han horrorizado, y fueron perseguidos con el mayor rigor. ¿Recordaré aquí en prueba lo que nos dicen las Santas Escrituras del templo de Dios en Israel, el pavor reverente que a todos inspiraba y los célebres castigos que el Señor hizo en sus profanadores?, ¿o la guerra sagrada de los griegos por el templo de Delos, la execración, los anatemas que la acompañaron, y el odio universal contra el general de los tocenses, expoliador de sus tesoros? ¿O repetiré, en fin, a Vuestra Alteza lo que tan bien sabe del respeto indecible de los romanos hacia los templos de sus dioses, de aquel pueblo siempre victorioso, dechado de virtud y religiosidad en sus mejores días, a quien debemos tantas instituciones, tantas memorias venerables, cuyo solo nombre excita los más sublimes recuerdos, y que tantas lecciones nos dejara de desinterés y amor patrio, de civil prudencia y justicia en sus sabios y sus célebres leyes? Así pues, los ultrajes, las profanaciones, los robos de los templos fueron escarmentados severísimamente de griegos y romanos, y lo han sido después por todas nuestras leyes desde las más antiguas. Entre ellas no puedo dejar de recordar a Vuestra Alteza la 18, tít. 14, Partida 7.ª, que manda: que ladrón que furtare en la iglesia o de otro lugar religioso alguna cosa santa o sagrada, debe morir por ende, y la 10, tít. 18, Partida 1.ª, que declara por sacrilegio el robar del templo no sólo las cosas que le son propias, sino aun las depositadas en él; el sacar fuera, como la ley se explica, las cosas que y estubieren, quier fueren de la iglesia, o de otro que las obiere y puesto por guarda. Y cierto, parece que como naturalmente y sin esfuerzo alguno es ésta la opinión universal del género humano. El lugar donde nos acercamos más particularmente al Ser omnipotente y benéfico, que sostiene y alienta

nuestro ser deleznable y nuestra vida; donde nos postramos bañados en lágrimas a implorar su clemencia y su bondad; donde nos reunimos como en un centro a tributarle himnos de gratitud por sus inmensos beneficios; allí donde purgados de nuestras imperfecciones y miserias ansiamos semejar a las inteligencias celestiales y nos ponemos como en comercio y relación íntima con el mismo Dios; donde gemimos y clamamos llamando sobre nuestras culpables cabezas los tesoros de sus misericordias; allí donde cuanto vemos y oímos nos recuerda poderosamente nuestra nada y la Divinidad; donde parece que ésta habla oficiosa al hombre, y le ayuda y conforta contra los escollos de la vida; allí donde los desvalidos hallan amparo, sosiego y paz los consternados y abatidos por los vaivenes del mundo, los angustiados y llorosos inmortales consuelos, y hasta los mismos delincuentes, como en un puerto de salud, asilo y seguridad. Este lugar sagrado, esta morada del Señor, esta casa de esperanzas y de felicidad, ¿pudiera no mirarse como inviolable?, ¿no tener por suya la opinión general y escrita en todos los corazones la utilísima ley que la proclama por segura, y a sus atentadores como sacrílegos? Hasta una grosera piedra, un árbol antiguo, un bosque, una montaña, cuando los creían visitados por la Divinidad, han sido mirados con reverencia, y acatados y temidos como inviolables por los pueblos rudos e inciviles. ¡Tanto poder alcanzan la religión, las ideas y el respeto de Dios sobre la conciencia universal de las naciones! Yo sé bien los diversos grados que admite, como todos, este delito del sacrilegio: que es otra cosa el atropellamiento deliberado del templo por ultrajar impíamente al Señor que le habita, que la acción que se comete en él con distinto propósito; otra la profanación y otra la irreverencia; otra el robo de una cosa consagrada, un vaso, un ara, un cáliz, que el de la joya o la presea que no lo está; porque la consagración, o lo que es lo mismo, la adscripción y señalamiento de la cosa al altar, tiene entre los cristianos sus ceremonias y bendiciones religiosas, y es para nosotros como una adjudicación particular que hacemos al Señor del vaso que se le consagra, un dominio que le cedemos, si puedo usar de este lenguaje, y un título especial que le damos sobre él. Criminalistas, sin embargo, ha habido que, no estimando en nada estos clarísimos principios, inflamados de un celo poco ilustrado, obstinados sectarios de la ciega opinión, y apoyados en la ley de Partida, han querido hacer, confundiéndolo todo, de acciones que no lo eran, deliberados sacrilegios71. Este desgraciado delincuente no quiso por cierto, lo confieso, ultrajar irreligioso el templo de la madre de Dios, sino sólo robarlo: hubiera mejor tomado las alhajas de casa de sus antiguos dueños que del lugar santo en que se hallaban; mejor de las paredes de la iglesia que de la sacra imagen, y mejor su valor que no ellas mismas. Por esto, a pesar de la ley que dejo ya citada, y venerándola cual debo profundamente, pero subiendo el pensamiento a la oscuridad del siglo en que se concibió, no clamaré yo mucho sobre su sacrilegio. Es un ladrón que roba del templo lo que no puede asaltar en otra parte; un ladrón que roba unas preseas, que acaso por tan ricas no debieron estar donde se hallaban; un ladrón, en fin, que en su odioso atentado no tuvo otro móvil que el sórdido interés, ni otra idea que la de enriquecerse acaso para vicios y disipaciones. Y si opiniones o sofismas de la pasada edad, no bien meditados por los

tratadistas y pragmáticos, pintaron hasta aquí más horrorosa que ella es en sí misma esta acción criminal, la ilustración presente, apoyada en las mayores luces de la moral legislativa, y la razón más ejercitada y sobre más seguros principios, deben ya, sobreponiéndose al error, colocarla en el justo lugar que le compete, sin encubrir o disculpar en nada, ni menos encarecer sin fruto su odiosa gravedad. Mas si por este lado, y el de haber consumado su delito sin foradamiento ni violencia, ni asaltar o romper puerta o pared, a escondidas y encubiertamente, como dice la ley de Partida72, tiene alguna esperanza este infeliz de salvar del suplicio su miserable vida, no la puede tener, ni hallará camino a la piedad como autor de un robo en el seguro de la corte y de cosas de tan alto valor. Éste, bien lo sabe Vuestra Alteza, y yo lo pronuncio estremeciéndome, tiene irresistiblemente sobre sí la pena capital por sus célebres autos acordados 19 y 21 del tít. 11, lib. 8.° de la Recopilación. La frecuencia escandalosa de los robos a la entrada del presente siglo, afecto de la debilidad de la justicia en el último período de la dinastía austríaca; las libertades que trajo necesariamente consigo la sangrienta Guerra de Sucesión; lo desconocidas que eran entonces ciertas providencias de policía, que aseguran el orden y sosiego público; las jurisdicciones privilegiadas y sus frecuentes competencias, que suspendían las más veces la pronta acción del magistrado, tan en provecho del desorden como en desdoro de la justicia, y sobre todo la necesidad, como dice la ley, de hacer segura la corte a cuantos vinieren y residan en ella, obligaron al señor Felipe V a establecer en 25 de febrero del año de 34 la Pragmática Sanción del citado auto 19, confirmada en el 21, y que estremecen sólo en leerlas. Un robo de cortísima entidad, un solo testigo idóneo que deponga de él, aunque sea el mismo cómplice confeso, y dos indicios o argumentos graves, bastan en ellas para la prueba del delito, y llevan al suplicio al delincuente; cuando aquí, Señor, no hay sólo indicios, sino una confesión espontánea, sencilla y paladina del mismo reo. Más poderoso y eficaz que no un solo testigo, hay el hallazgo de las cosas robadas en su poder, y cosas que pasan en valor de trescientos mil reales; hay sus pasos por venderlas, realizados ya en algunas; hay, en fin, las dos causas acumuladas sobre la conducta anterior de este infeliz, en que está clara su relajación y vida disipada, y aquellos dos relojes que se le hallaron en la primera, uno de oro y de repetición, relojes que no sé cómo salva su celoso defensor en un pobre jardinero, distraído entonces en la amistad sospechosa, lleno de obligaciones y con un jornal miserable de seis reales. Me dilato más que debiera, abusando del precioso tiempo y la bondad de Vuestra Alteza. Sé bien lo mucho que se ha reflexionado sobre esta espantosa ley; que su pena parece fuera de proporción con el delito; que confunde los hurtos domésticos y con violencia, con los que no lo son; los hechos con fractura de puerta o de pared, con los mañosos y a escondidas, diferentes entre sí por derecho; los robos de grandes cantidades con los pequeños; los cometidos a fuerza armada con herida o con muerte, con los simples y sin armas ni heridas; que, no distinguiendo para el escarmiento entre unos y otros, convida ella misma los ladrones al asesinato, para ocultarse a su sombra y asegurar su impunidad: el hombre muerto se dice que no habla; y cuando el malhechor no ve en la ley alguna esperanza de

mejorar su suerte no matando, si no lo hace es un inconsiguiente; que pone mil veces a Vuestra Alteza en la más triste y dolorosa angustia, obligándole bajo este augusto solio a que cerrando el corazón a sus más caros sentimientos, sin ver más que la ley y sus inflexibles deberes, se ostente en sus juicios con un rigor que no cree necesario, y desconoce su piedad; que la terrible pena que impone la Pragmática, si asustó al principio las imaginaciones, si arredró a los malvados y bastó entonces a contener el mal, lejos de hacerlo hoy, es contraria cuasi siempre al saludable fin que se propuso, y asegura más bien la impunidad de los ladrones, que solicita su castigo. Porque ¿quién será de tan duras entrañas, quién tan esclavo de su dinero y la codicia, quién tan ajeno a toda compasión y tan revestido de inhumanidad y bárbara fiereza, quién tan insensible, tan impío, que denuncie y persiga a un infeliz que le ha quitado algunas monedas de oro o plata, para llevarle con sus pasos y por cosa de nada al cadalso? ¿Lo hará alguno si lo ha pensado bien, si en su interior compara el mal que ha padecido con el golpe gravísimo que acusándole descarga sobre su infeliz autor? Sin embargo, Señor, el terrible auto acordado es una ley viva que debe gobernarnos, y de que ni es dado a Vuestra Alteza el separarse en sus juicios con interpretaciones, ni a mí mucho menos rogarle que lo haga so color de equidad. Quisiera yo, si dable fuese, poder en algún modo componer la dispensa de su estrecha observancia con lo santo de mi obligación, y hallar un camino que seguir entre la impasible firmeza de un fiscal y la blandura y compasión que me son naturales; acusar a ese infeliz como reo de muerte y salvarle la vida; alegar en su favor la indecible piedad de la santísima Virgen que ha ultrajado para con los mayores pecadores, la protección y religioso asilo del templo que profanó hacia los delincuentes, el espíritu y sentimientos de la Iglesia todo de paz, de mansedumbre y lenidad, los remordimientos y el temor que desde luego le agitaron, para sin apremio y libremente confesar su maldad, su triste abatimiento, y ese rostro y persona que miramos, capaces ellos solos de ablandar a la misma dureza por su flaqueza y palidez, los oficios y caritativos ruegos de la venerable hermandad que intercede por él, y clama sin cesar, los dolorosos gritos de mi sensible corazón que me hacen temblar al demandar su muerte, y aun más que todo esto la entrañable solicitud, la equidad y paternal amor de Vuestra Alteza que debe pronunciarla. Pero la ley, la ley..., y estos días de mal y de confusión y desorden que renuevan los desgraciados del año de 34, me sellan los labios, y hacen enmudecer. No se espere, pues, que yo venga en ellos a ser el abogado de una criminal indulgencia, y a profanar mi ministerio en el santuario mismo de las leyes. Los robos se han hecho tan familiares, tan escandalosos, como entonces lo fueron; la seguridad está tan vacilante; la autoridad de la justicia y sus depositarios va por tierra; su voz y augusto nombre perdieron ya en los ánimos toda su autoridad, y el delito y la relajación se mofan de una y otros con insolencia; las provincias se oyen llenas de tropas de bandidos que se entran por los pueblos con un arrojo increíble, baten las puertas de las casas, cual las de una plaza asaltada, con gruesos maderos; atormentan los hombres, insultan la castidad de las mujeres, atropellan los templos y lugares santos, hieren los sacerdotes, y no hay género de maldad que no cometan. Aquí en la corte

una insaciable disipación atiza todas las pasiones, persuade todos los excesos, disculpa y da calor hasta al mismo delito, y arrastra a codiciar y arrebatar lo ajeno; todo lo amenaza, y con todo acabará. Hay en las almas un contagio secreto de relajación y desorden que las inficiona y deprava; y el vicio, en fin, el vicio se ostenta con tanto desenfreno, que la virtud y la inocencia claman sin cesar los más severos escarmientos; por unos escarmientos que arredren su osadía en sus pasos torcidos y maquinaciones execrables; escarmientos tales que basten a librarnos de esa peste fatal de crímenes y horrores de que nos vemos rodeados. Vuestra Alteza ve todo, se contrista por todo, y está puesto ahí como en una atalaya de incesante solicitud para ocurrir a todo y remediarlo todo. Hágalo así este día, y, cual órgano puro de la ley, imponga su justo merecido al desgraciado Manuel C., para enmienda de este gran pueblo y escarmiento universal. Aprendan todos en su triste cabeza que los templos son inviolables; que la religión que los ocupa, los cubre y los defiende; que la corte debe ser segura; que los atentadores de su sosiego lo pagan con la vida; y que por último Vuestra Alteza, aunque se conmueva y aflija en lo interior de su alma, y por más que clame, que interceda su tierna compasión, no tiene ni otro norte ni otra regla inmutable en todos sus juicios que las santas leyes que juró tan religiosamente al empezar sus augustas funciones.

-5Acusación fiscal contra Basilio C., Reo confeso de abigeato; pronunciada el día 27 de julio de 1798 en la sala segunda de alcaldes de corte

Señor, Si jamás se presentó algún reo al juicio de Vuestra Alteza desnudo de descargos, y como tal, indigno de su solícita clemencia y paternal cuidado por envejecido en el delito y delincuente consumado; si alguno por tanto debe ser juzgado por la letra y el rigor de la ley precisamente, es sin duda alguna el que Vuestra Alteza tiene ahora a la vista y cuya sentencia debe pronunciar. Los hombres más perversos, por palpables que sean en sus criminales extravíos, por frecuentes y graves que se hallen, saben, sin embargo, cubrirlos tan mañosamente, o producen en su descargo tales excepciones y tan plausibles pruebas, que reconciliándolos en algún modo con la justicia que han atropellado, debilitan en su acción el brazo para herir levantado; y despertando en la conciencia judicial la esperanza de una futura saludable enmienda, la mueven sin arbitrio a la equidad y compasión sobre los yerros que debe castigar. Estos yerros se cometieron, es verdad; el particular inocente gimió víctima de ellos; el orden social se siente trastornado, todo pide una reparación, un escarmiento para lo venidero; pero el fatal acaso, un error desgraciado, una perversa compañía, el furor de una pasión violenta, las imperiosas circunstancias

en que el delincuente se vio envuelto, cien otras cosas en su daño le arrastraron al delito cuasi sin libertad; consumolo por mal suyo, y es reo sin duda ante los ojos de la ley, tan impasible como igual en todos sus juicios. Mas ella misma, cuando los pronuncia, advierte complacida que aquel corazón delincuente aún no está del todo corrompido; que siente y se conmueve al aguijón de la conciencia, a los latidos del honor, a los impulsos del interés bien dirigido; y que el cauterio de la pena, abrasándole (si me es dado decirlo) las partes más vivas y sensibles, lo puede despertar para que de nuevo entre en la senda que por su mal dejó. Ella misma lo advierte; y es dado a la prudencia prometerse y aun esperar en adelante, cuando juzga y castiga tales reos, alguna mejora saludable que reparando sus costumbres desarraigue en sus almas el vicio que las pervirtió, y replante y fortifique en ellas otra vez la virtud, sin que la sociedad pierda para siempre a unos miembros que, purgados con la pena sus anteriores yerros, volverán a servirla corregidos y honrados. No así, Señor, no así en la presente causa. Dondequiera que en ella convierta Vuestra Alteza su atención, hallará al punto el vicio, la perversidad, el abandono; y, muerta del todo la esperanza, nada puede aguardar, nada confiar, ni prometerse para otros nuevos días de ese desgraciado criminal, sino el que siga en ellos encenagado más y más en la corrupción y el desorden en que hasta aquí ha vivido. ¡Miseria tan extraña como inconcebible de nuestro humano ser, lleno por todas partes de contradicciones y misterios en que se pierde la razón! El hombre que se sabe elevar por su virtud y grandes hechos cuasi a las perfecciones del ángel, se envilece a veces y degrada, inferior a la bestia material y grosera; y esclavo y víctima de su ceguedad y sus vicios, la honradez, las virtudes, el público decoro, la santa honestidad, las afecciones más gratas o sublimes le son en su letargo palabras sin sonido. En vano el ojo observador se afana entonces por encontrar en él el tipo original que le distingue; su vida es la de un bruto, y de un bruto dañino sus inclinaciones y sus hechos. Tal es, Señor, la vida del infeliz Basilio C. que tenemos presente. Vese por todas partes a este hombre tan inmoral, tan vil y abandonado, que es preciso cerrar los ojos a la misma evidencia para no confesarlo. Por demás su celoso patrono, no siéndole posible negar ya sus delitos y una continua serie de acciones desregladas que forman cuasi el círculo entero de su vida, nos lo ha querido disculpar con la extremada necesidad a que dice se ha visto reducido, con lo calamitoso de los tiempos, con la pobreza de su condición, la dañosa y fatal compañía de otro criminal desconocido que le seduce y le pervierte, pero cuya existencia no diciéndola nadie, ni habiéndose probado, debe sin género de duda darse por vana y gratuita; y en fin, con la ansiedad terrible de un padre de familias que en su consternación no ve donde volverse para ganar con honra su alimento y sustentar sus miserables hijos. Lo menos es a mis ojos y pesa en mi reflexión con este infeliz reo el delito de su abigeato, origen primero de esta causa. Confeso en él sin premia, de su buen grado y llanamente, está ya sentenciado por la ley, cuya próvida solicitud no ha podido olvidar ni aun a las mismas bestias como auxiliadoras del hombre en sus trabajos, y parte bien preciosa de su

propiedad y bienestar. Y sin ellas, cierto que reducidos a nuestras solas fuerzas y la debilidad de nuestros brazos, ni la tierra llevara las grandes labores, y tras ellas los ricos y copiosos frutos con que ahora se corona y nos sustenta, ni el comercio y la industria pudieran florecer, ni el acarreo y las artes de edificar se conocieran, ni el hombre, en fin, fuera otra cosa que un ser aislado, pobre, sin medios ni energía, como perdido por el ancho mundo, y apenas diferente en su desnudez y miseria de las bestias mismas que ahora bajo su mano le alivian, enriquecen y multiplican inmensamente sus comodidades y la esfera asombrosa de su actividad. Por eso las leyes las celan y defienden con tanto cuidado, y persiguen tan severamente su abigeato. En ellas, pues, tiene este yerro su pena señalada; y a Vuestra Alteza no le es dado otra cosa que pronunciarla ahora, y aplicársela al reo con igualdad inalterable para su propia corrección y escarmiento de los demás. Todos así mirarán a las bestias no como perdidas por los campos y sin defensa alguna, sino bajo la guardia y sombra de las leyes; éstas serán su principal y más vigilante custodia, y la indigna tentación de su robo recordará al instante el castigo y el nombre de Basilio que intimide y detenga la mano criminal y codiciosa. Pero las pruebas y excepciones con que el reo se intenta defender, los hechos que por ellas resultan consignados en la boca misma de sus testigos, son desgraciadamente sus más terribles cargos, su mayor y más fuerte acusación, capaces ellos solos de apagar hasta en el corazón más apocado y débil, no que en el espíritu de Vuestra Alteza tan constante como compasivo, aun aquella sensibilidad involuntaria y como maquinal que naturalmente nos arrastra a mirar con ojos de indulgencia los yerros y extravíos de cualquier criminal, a buscar, si es posible, pretextos que los cubran o lenitivos que los disminuyan, o a enternecernos por lo menos sobre su situación y sus desdichas. ¿Quién de ellos, Señor, en estas pruebas generales que se ofrecen y presentan por todos de hombría de bien, de sencillo y buen porte, de laboriosidad y aplicación, de recogimiento, de veracidad y conducta arreglada, no halla al instante como a la mano, y sin trabajo alguno, un testigo de abono que hace pomposamente un panegírico de su persona y buenas prendas y nos le pinta en su declaración como el hombre más asentado, el más cabal, el padre de familias más honrado, y el mejor ciudadano? Como está por la ley en elección de aquellos a quien tangere la pesquisa, señalar los testigos de su prueba y presentarlos ante el juez73; como interrogado no suele concebirse sino generalmente y de manera tal que aun salvas las formas exteriores de la verdad puede por igual a todos convenir cuanto se pregunta y se responde, confundidos en una el hombre verdaderamente honrado con el criminal y aun el perverso, ¿quién de éstos hay tan desgraciado, tan aislado en sí mismo, y tan para poco y sin destreza que no cuente por suyo un amigo, un conocido, un hombre de éstos, no sé si con razón llamados buenos, en cuya boca están siempre nacidos la aprobación y el elogio de quienes les solicita, para apoyarse luego en sus palabras y cubrir con ellas sus delitos? Éste es un error tan dañoso como general, y que por desgracia aún cuenta valedores en los mismos que por su estado debieran corregirlo. Porque, si bien es cierto que el hombre de bien debe celar cuanto le sea posible los defectos y manchas de otros, como que en esta miseria, esta debilidad en que nacimos, esta ceguedad de

las pasiones, esta corrupción general y fatal contagio del ejemplo, nadie hay que no las tenga, todos tropezamos y caemos; si bien es cierto que la moral y el Evangelio nos proclaman a una esta ley saludable de indulgencia y mansa caridad, tan útil, si no más, a aquel que la practica como al mismo cuyas flaquezas encubre y disimula, pero el interés de la verdad, la santidad del juramento, el augusto hombre de Dios interpelado y puesto por testigo, el constante derecho que tienen la inocencia y el público de conocer al malo para evitarle y prevenir sus tiros, todo nos pone, nos intima la santa y estrecha obligación de profesar sin rebozo esta verdad, y la aprobación o la censura74 cuando legalmente somos interrogados, sin que el vano temor, una compasión irracional, una caridad mal entendida jamás nos retraigan de hacerlo. De otro modo fuera siempre segura la suerte del perverso; perdería del todo el miedo saludable de verse conocido y descubierto; las leyes le protegieran y alentaran en vez de denunciarlo y perseguirlo; y hecho blanco continuo de su astucia y de sus malas artes el inocente, llegaría a atreverse con descaro hasta lo más sagrado. Éste es, Señor, un punto gravísimo sobre que me propongo llamar algún día toda la atención de Vuestra Alteza, para reconciliar, si me es posible, con la sana y acendrada moral, y las obligaciones sociales y las leyes, el falso celo y la opinión extraviada que tanto dañan hoy a los deberes de la santa justicia. Mas entre tanto, y volviendo a nuestro caso, en el estado actual de esta opinión todos los delincuentes encuentran dondequiera aquellos hombres malamente buenos de que he hablado, que o los disculpen o los santifiquen; todos los encuentran dondequiera, todos menos Basilio. Y así, en la prueba, dicen de él sus testigos cuanto pudieran los enemigos más sangrientos: que le tienen por de mala y aun dañada conducta, sin honradez ni buena fe; que no gusta de aplicarse al trabajo; que vive vago y sin oficio alguno; que se vendió en la pasada guerra para servir por otro, dejando abandonada su pobre familia; que luego desertó de las banderas y huyó escalando la cárcel de Alcalá donde se hallaba preso; que anduvo tras esto prófugo y a escondidas, siempre sospechoso y mal notado, acordando por ello los testigos, miembros entonces de justicia, asegurar su persona y formarle causa criminal; que no consintió, en la confesión que allí hizo, se le anotase como desertor, sino más antes de ladrón, porque mejor quería (así se explican) ir por esto a presidio que no a servir al rey. ¡Torpísimo abandono de la vergüenza y honradez!, ¡vileza inconcebible sin una depravación del todo consumada, que ya en aquel tiempo no le era desconocido el robo por los dos o tres de que hacen memoria sus declaraciones! En suma, Señor, tan estragada es su conducta, tan fuera de razón, tan abandonada al vicio y al desorden, que en nada puede hallar disculpa ni indulgencia a los ojos de estos buenos y honrados labradores. Y, si como antes dije, y así es la verdad, que a todos nos tienen siempre fáciles los intereses de los reos para el disimulo y la piedad, ¿cuál será en sí la vida de este hombre desgraciado, cuánto su olvido de toda honradez, y cuán deplorable su abandono cuando de nadie los encuentra? ¿Qué hondas raíces tendrá el vicio en su alma, ni qué esperanzas podremos concebir de escarmiento y enmienda para lo venidero? Yo, de mi parte, no concibo ningunas por el letargo y envilecimiento en que lo considero. Así que, a pesar de mi natural indulgencia, no puedo

menos de clamar sin cesar, y excitar el celo y la justificación de Vuestra Alteza para que le castigue y escarmiente con todo el rigor de las penas que le impone la ley. Los robos cunden y se aumentan por todas partes escandalosamente; no se oye otra cosa en la boca de todos que quejas y clamores sobre ello, y hechos y atentados que justifican por mal nuestro esta triste verdad. Las personas se ven atropelladas, los caminos públicos salteados, las casas allanadas. Una ley75 nos encarga proceder con todo celo, cuidado y aplicación a la persecución, prisión, averiguación y castigo de los ladrones y gente perdida, deforma que se consiga la extinción de semejante gente, mejor en mi opinión dijera peste y ruina de los pueblos, y escándalo y baldón de la sociedad que no lo hiciere; y otra nos enseña que a veces para el ejemplo de la justicia se debe y conviene hacer mayor castigo76, olvidar del todo la piedad, exacerbar las penas, conformes en esto nuestras leyes con las sabias de la antigua Roma, que en los delitos reiterados y con los delincuentes de costumbre extendieron saludablemente hasta la capital sus penas menos duras en los primeros yerros77. Hágalo así Vuestra Alteza en estos días de perversidad y latrocinio, si de veras anhela su mejora. Hágalo así para huir, si es posible, de otros más calamitosos y tristes a que nos vemos amagados; y dilate para ello su vista observadora por la dolorosa perspectiva que delante se nos presenta. La holgazanería, la válida cuanto vil mendiguez, estas dos pestes del individuo y de la sociedad se ostentan dondequiera con el mayor descaro a la sagrada sombra de la religión y la piedad, insultando con insolencia al hombre sensible y reflexivo, que prevé y aun calcula su triste paradero. Por esto, dice una ley recopilada78, no se pueden hallar labradores, y fincan muchas heredades por labrar, y viénense a ermar, y las industrias y talleres piden brazos que no pueden encontrar. El hombre, nacido para el trabajo, destinado a él por su soberano y próvido Hacedor en su estado de felicidad primitiva, condenado a sufrirlo después de su pecado, y a vivir del sudor de su frente criminal, y forzado por último a buscarlo para descargarse y endulzar el insoportable tedio que siente en la inacción, y mina y destruye su felicidad y su vida; el hombre, trabajador por naturaleza, por obligación y por comodidad, se olvida vergonzosamente de sus nobles destinos, de la ley saludable que tiene sobre sí, y corre como arrebatado de un torrente al ocio que le pierde, y con él al vicio y al delito. Castigue, pues, Vuestra Alteza si quiere buenos ciudadanos, si desea restablecer sobre el sólido apoyo de las costumbres el augusto imperio de las leyes, y a su sombra la seguridad pública y la felicidad particular; castigue si anhela desterrar la vagamunda ociosidad, y tras ella el desenfrenado latrocinio; castigue este desorden, origen de otros mil. El hombre ocioso y vago en su torpe degradación y embrutecida miseria, abrigando en el pecho la inmoralidad y los vicios que acompañan siempre al abandono y la vileza, y sin freno ni miramiento alguno que regule sus pasos, no es ni ciudadano ni padre de familias. ¿Qué vínculos si no le enlazan con la sociedad y en ella le contienen?, ¿qué relaciones guarda con su parentela? O indignamente célibe y en esterilidad infame y corrompida, o padre por desgracia de otra generación de miserables, sin patria, ni hogar, sin pastor que le instruya en las leyes santas y

doctrinas de la religión que profesa, sin sujeción a autoridad ninguna, libre por todas partes como las bestias de los campos y sembrando en derredor la peste y la laceria que lleva sobre sí, es un zángano inútil, una polilla destructora, que tras el mal ejemplo que continuo da, vive del sudor de otros, sin lo trabajar ni merecer, como dice la ley que acabo de citar79, consume así el producto de las clases laboriosas, y abruma y amenaza su propiedad, y con ella el bienestar común y la suerte y el honor del Estado. Proteja Vuestra Alteza esta propiedad con el mayor cuidado, como fuente de riquezas inagotable, y cimiento solidísimo del edificio social, para que todos con su amparo la busquen y mejoren. En todas las naciones, desde la Antigüedad más remota a la civilización de nuestros días, el estado de esta propiedad, su honor o vilipendio, su mayor o menor firmeza y protección fueron siempre la más segura regla de la infelicidad o su opulencia. Llévenle una atención particular las bestias y ganados, sin cuyo auxilio la esfera y el alcance del hombre en sus cultivos y trabajos sería limitadísimo y cuasi ninguno el beneficio. Abandonados en los campos sobre el seguro de su mansedumbre, sin guarda muchas veces que los cele, y lejos por necesidad de la vista y cuidado de sus dueños, se hallan continuo expuestos a una ocultación criminal, y tientan al delito más poderosamente que otras cosas80. Por esto, debe ser con ellos la vigilancia más activa, más severa la ley que los defienda, para que el propietario pueda vivir seguro, contemplándolos siempre bajo su sombra protectora. Por esto, nuestra ley de Partida castiga su robo con tan exquisito rigor, y persigue tanto a los abigeos, que, como ella dice, se trabajan mas de furtar bestias o ganados que otras cosas81. Por esto, los castigó antes aún con mayor severidad la ley romana con la muerte, o echándolos a las bestias, a las minas, a los trabajos públicos82; y acumuló sobre ellos las acciones que los perseguían, todo en favor del propietario83. Y, en fin, por todo esto el infeliz Basilio C. debe sufrir ahora la pena que le impone en nuestra 7ª partida la ley 19, tít. de los furtos, poniéndolo por algún tiempo, como ella se explica, a labrar en las labores del Rey, pues por su fortuna sus robos no llegaron a las cuatro yeguas, o otras tantas bestias que señala para que el abigeo deba morir por ende. Sustráigalo Vuestra Alteza del lado y compañía de los hombres honrados, pues él no puede serlo. Sustráigalo por robador de bestias y como perdido y vagabundo, que así se lo manda la ley 6ª recopilada, del título de los ladrones. En el escarmiento de los malos se vinculan la seguridad pública y el bienestar de la inocencia. El árbol seco, la yerba venenosa, la planta parásita y estéril se deben arrancar, y cortarse el miembro corrompido para salud de los demás. Así que, Señor, este hombre abandonado, que por su mala vida, por su ocio criminal y pésima conducta no ha podido hallar ni un hombre de bien, ni un solo testigo que se atreva a abonarlo, no es digno ciertamente de la sociedad en que está; ni puede darnos esperanza alguna de que en adelante lo sea, volviendo al camino por medio de la pena, del bien, y del trabajo que olvidó. Viva pues, y respire lejos y separado de nosotros, el que sólo como la peste nos puede corromper. No así don Juan de N., cuya prueba es tan otra y tan en su favor; cuyo

delito nació sin duda de sus cortos alcances; y cuya larga prisión le ha hecho purgar sobradamente la culpable imprudencia de haber forjado las certificaciones que abonan las supuestas compras de Basilio. En él, pues, es dado a Vuestra Alteza ejercitar con fruto su natural compasión, como en el otro su severidad y justicia; y dar así en entrambos a los hombres un nuevo testimonio de que, castigando y perdonando, sabe Vuestra Alteza hacer que resplandezca esta santa virtud en todos los juicios, y velar igualmente sobre el bien general que le está confiado.

-6Discurso sobre la necesidad de prohibir la impresión y venta de las jácaras y romances vulgares, por dañosos a las costumbres públicas, y de sustituirles con otras canciones verdaderamente nacionales, que unan la enseñanza y el recreo; pronunciado en la sala primera de alcaldes de corte, con motivo de verse un expediente sobre ciertas coplas mandadas recoger de orden superior, y remitidas a dicho tribunal para las averiguaciones y providencias convenientes

«Sic honor et nomen divinis vatibus atque carminibus venit».

Horacio

En la administración de la justicia y la sublime ciencia del gobierno no deben las cosas despreciarse por leves que parezcan, cuando en ellas descubre la prudencia el germen oculto de graves y conocidos daños, o de seguros y no menores bienes. Y así es, Señor, como Vuestra Alteza acostumbra a ver en sus juicios las acciones y faltas de este gran pueblo que le está confiado; porque a las veces una cosa de nada que el vulgo de los hombres, irreflexivo y ceñido sólo a lo presente, desdeña como tal y por pequeña, es por su trascendencia y relaciones origen fecundísimo de mil otras mayores, que obran en torno sobre el sistema general, y la suerte y felicidad de toda una nación. El ignorante tropieza y se detiene en la ruda corteza; y el político reflexivo, tendiendo su mirar penetrante, alcanza a ver en lo futuro las consecuencias necesarias del yerro imperceptible a los ojos vulgares del primero. Tal ahora se presenta a los míos el expediente que se acaba de ver, formado de orden superior sobre unas Coplas en alabanza de nuestra España de la guerra que ha comenzado en la nación inglesa, aprehendidas a un ciego que las vendía en las calles, mandadas recoger por Vuestra Alteza, averiguar su autor, y dónde y con qué licencias se han impreso. Lo están sin ningunas en Valladolid y sobre otro ejemplar más antiguo: ¡tanto importa el repetir y hacer comunes los textos de lo bueno! Pero el impresor acredita tan cumplidamente la buena fe con que lo hizo, que

cuando más, puede ser acreedora su imprudencia a alguna leve multa o un apercibimiento. Y las coplas, aunque ni en sentencia, ni en palabra, ni en cosa alguna den que notar al más escrupuloso, son empero tan necias, tan sandias, tan ridículas todas ellas, que entre cuantas se venden y corren por desgracia de mano en mano, ningunas se hallarán que las igualen, o al menos las excedan84. Deben pues suprimirse y quemarse como indecente oprobio del gusto y la razón, sin que la dignidad de Vuestra Alteza se detenga más tiempo en tales pequeñeces. Lo que ha de merecerle su atención, si desea emplearse con utilidad en este día, como yo se lo ruego ardientemente en nombre de las letras, de la moral y las costumbres públicas, es generalizar el punto cual se debe, y miradas bien sus relaciones, penetrarse altamente de los males gravísimos que causa entre las gentes tal género de escritos, para herir el error en su misma raíz; y, elevándose a una resolución legislativa, prohibir de una vez y para siempre tanta inocente jácara, tanto romanzón desatinado como se imprimen y corren libremente en descrédito de nuestra cultura y de la nación que lo tolera. Porque nada por cierto serviría recoger hoy las coplas de que hablo, si Vuestra Alteza dejase el curso libre, permitiese indulgente mil otras tan ridículas, y mucho más groseras e inmorales. Reliquias vergonzosas de nuestra antigua germanía, y abortos más bien que producciones de la necesidad famélica y la más crasa ignorancia, o, a veces, de otros tales como los héroes que celebran, nada presentan al buen gusto ni a la sana razón que las deba indultar de la proscripción que solicito. Son sus temas comunes guapezas y vidas mal forjadas de forajidos y ladrones, con escandalosas resistencias a la justicia y sus ministros, violencias y raptos de doncellas, crueles asesinatos, desacatos de templos, y otras tales maldades, que aunque contadas groseramente y sin entusiasmo ni aliño, creídas cual suelen serlo del ignorante vulgo, encienden las imaginaciones débiles para quererlas imitar, y han llevado al suplicio a muchos infelices. O son historietas groseras de milagros supuestos y vanas devociones, condenados y almas aparecidas, que dañando la razón desde la misma infancia con falsas e injuriosas ideas de lo más santo de la religión y sus misterios, de sus piadosas prácticas y la verdadera piedad, la hacen el resto de la vida supersticiosa y crédula. O presentan, en fin, narraciones y cuentos indecentes, que ofenden a una el recato y la docencia pública, corrompen el espíritu y el corazón, y dejan sin sentirlo en uno y otro impresiones indelebles, cuyos funestos resultados ni se previeron al principio, ni acaso en lo futuro es dado el reparar aun a la atención más cuidadosa. A estas clases están reducidos cuantas jácaras y romances corren impresos, y se cantan y escuchan con indecible aplauso por el pueblo ignorante. Su desempeño en pensamientos, en estilo, locución y bellezas poéticas en todo correspondo al indecoro chabacano de sus indecentes argumentos; y de cosas tan necias, tan torpes, tan dañosas están llenos nuestros mismos ojos como de un veneno pestilente, los puestos y tendidos de esta nobilísima corte, de los pueblos y ferias de todo el reino. Todos por desgracia hemos leído, todos gustado de estas vulgaridades; porque el torrente del error arrastra sin arbitrio desde la educación más descuidada a la más vigilante y racional. Todos los niños decoramos y nos embebecimos sin saberlo en tan criminales delirios; y apenas habrá uno que

si, llamando a examen sus pensamientos y afecciones, analiza bien su corazón y el orden gradual de sus ideas, no deba atribuirles algún defecto moral, algún error mental, corregidos después a mucha costa cuando la edad, las luces y la saludable experiencia le han abierto los ojos, y hecho ver palpables sus defectos. ¡Ojalá que lo hayamos logrado, y que nuestra razón y nuestro pecho estén limpios del todo de tan dañosas heces! Pero ¿qué será del pobre pueblo, de este pueblo tan digno de atención por su paciencia y su miseria, de este pueblo sin educación ni cultura, y tenaz por lo mismo en sus primeras impresiones? Compadezcámosle, Señor, y velemos sin cesar en su bien, para dárselas rectas, provechosas, capaces de aliviarle en sus males, de hacerle amar su estado, y gozar de los bienes, la seguridad y venturoso olvido que en su pobreza le acompañan. ¿Qué será de la débil niñez, que por su imprevisión y ceguedad de todo se afecta, todo lo recibe con ansia, es perdida por lo maravilloso, y nada tiene en sí que la defienda contra las lecciones funestas del vicio y el error que bebe por su mal en tales producciones? La cántara conserva largos días el gusto y el olor del primer licor de que se llena; y la primera edad decide cuasi siempre de nuestro carácter y afecciones. Cuidemos, pues, que todas sean humanas, liberales, generosas, benéficas, y lograremos buenos ciudadanos; ni desdeñemos por pequeño un medio tan universal, tan poderoso, tan fácil y eficaz de conseguirlo. Nuestros hijos acaso cogerán los primeros los saludables frutos de la reforma que propongo; serán los que primeros eviten el contagio que inficionó nuestra alma con tan indecentes lecturas. Música y poesía son dos gustos, o más bien dos pasiones naturales al hombre en todos los estados y épocas de su vida, alivio poderoso en sus fatigas y trabajos, bálsamo de salud en sus pesares, recreo entretenido de su ociosidad, y expresivo lenguaje de su felicidad y su alegría; y el hombre versifica y canta en todos los países y grados de cultura en que se ha hallado. Así que, desde el salvaje rudo y semibárbaro al delicado cortesano, todos se gozan con el canto, eficaz a parar las mismas fieras, y a que responden gratas hasta las soledades y las rocas. Todos sienten su influjo y su necesidad, siempre tanto mayor cuanto lo es el dominio de la ardiente sensibilidad y la imaginación sobre la razón tarda y helada; y entre el cansancio y entre el ocio, entre las lágrimas y la risa, los funerales o las bodas, la desgracia o la felicidad, gusta el hombre del canto cual gusta de la luz y los colores gratos; y canta sin arbitrio, como busca sin él la sociedad, y se place y alivia entre sus semejantes. Por esto la poesía y el canto son de todos los tiempos, y entraron siempre en las instituciones más augustas, valiéndose de ellos como de un móvil poderoso de suavizar los ánimos rebeldes, y doctrinar y dirigir los pueblos los más célebres legisladores. En verso dice un poeta filósofo, émulo en sus odas del sublime Píndaro, no menos que de Zenón y Sócrates en sus epístolas morales, en verso dice que se dieron a los primeros hombres los preceptos y avisos de la santa moral, las leyes saludables del matrimonio, las que arreglaron la majestad del culto y todas las acciones y contratos; en verso se cantaron sus sencillas cuanto heroicas virtudes; los versos inflamaron sus ánimos marciales; en verso se escribieron sus primeras historias, y nada grande hubo a que no se llamase a la divina poesía, creída entonces, no sé si con razón, inspiración particular del

cielo, y consagrada, cual debe siempre estarlo, a sembrar de sus galanas flores la estrecha senda que lleva a la virtud para hacérsela al hombre menos áspera. Tratemos pues nosotros de seguir cuanto nos sea posible tan útiles ejemplos; y emulando la docta Antigüedad, volvamos esta sublime arte a su primera y noble institución, en la parte a lo menos que, por decirlo así, toma al hombre en la cuna, y arrulla y entretiene en sus primeros años. Cuidemos de ponerle entonces en las manos, en vez de las indignas jácaras de Francisco Esteban, Los bandidos de Toledo, Pedro Cadenas, La Peregrina y otras mil y mil pestilentes, los inmortales hechos y la fidelidad y la honradez de nuestros venerables abuelos. ¿Y cuál otra nación puede gloriarse de más nombres ilustres, de más acciones grandes, ni ofrecer ejemplos más insignes de virtudes civiles y guerreras?, ¿a cuál otra costaron ochocientos años de afanes y victorias su religión y sus hogares? El heroico despecho de Numancia, el ínclito infante don Pelayo, el religioso don Ramiro, la memorable toma de Sevilla, la gran victoria de las Navas, el defensor de Tarifa Alonso Pérez de Guzmán, la heroína de la castidad María Coronel, el vencedor de México y Otumba, nuestro patrón glorioso Santiago, el santo labrador Isidro y otros infinitos argumentos ofrecen materia abundantísima para canciones y romances verdaderamente españoles, en que aprendamos entre el hechizo de los versos las hazañas que los glorificaron para saberlas imitar. Allí admiraremos el amor heroico de la patria, la invencible constancia, la austera probidad, el ardor del trabajo, la gravedad en hechos y palabras, la modestia, la frugalidad y las demás virtudes que fueron como propias de aquellas grandes almas, en quienes era un hábito el valor y necesidad la rectitud, y que tan mal contrastan con la corrupción, la bajeza, el desorden y afeminación de nuestros días. Pintemos además con colores sencillos cuanto vivos las delicias de la vida privada, celebremos las profesiones que ornan la sociedad y la animan a un tiempo y enriquecen; ofrezcamos consuelos a todos los estados, hagámosles palpables los bienes y dulzuras que tienen a la mano y por inadvertencia desconocen; que así contribuiremos a que, amando su clase y su destino, logren vivir en paz con sus deseos, sembrándoles de flores y consuelos el amargo camino de la vida. ¿Y dónde o cuándo puede ser esto más urgente que en nuestra patria y nuestros tristes días? Tendamos la vista por toda la nación, y lloremos sobre la inocente niñez, esperanza naciente del Estado, en la infeliz educación que ahora recibe. Nula, arbitraria, incoherente, verála Vuestra Alteza abandonada a mercenarios mal pagados, ineptos cuando menos, si no perjudiciales. Aprendemos lo que nos daña y debemos olvidar, y poco o nada de lo mucho que conviene saber. Nos faltan escuelas y enseñanzas, y orden y vigilancia en las que hay; independientes entre sí, cada cual obra sin relación a las demás según el talento de su regente. Nos falta un magistrado que las dirija todas y atienda cuidadoso al desempeño de un plan pensado y general. Nos falta este plan tan necesario como urgente. Nos falta un curso elemental que abrace por entero con claridad y sencillez la instrucción de los primeros años. Nos faltan libros y lecturas que con utilidad y recreo nos llenen los siguientes. O todo, en fin, nos falta, o está lo que tenemos, sábelo Vuestra Alteza, incompleto y

sin orden conveniente. Unos buenos principios de la moral civil; otros de nuestra historia y nuestras leyes, los de la numeración y la aritmética, algunas definiciones de las ciencias, algo de las bellezas de la naturaleza para conocerlas y admirarlas, algo también de la agricultura y de las artes, anécdotas interesantes, rasgos de sensibilidad para formarnos a la compasión y la indulgencia, todo esto que tanto nos importa, ¿lo aprenderemos por ventura en las jácaras de que hablo, en el disparatado Carlo Magno, La cueva de san Patricio, El espejo de cristal fino, El Belarmino, y otros tales libros familiares en nuestras escuelas, no menos que en las manos del pobre pueblo? Ni se me oponga que en las de esta corte y algunas ciudades principales ya se remedian muchos de estos daños, y van recibiendo reformas saludables, puesto caso que en las demás del reino abundan tales vicios, y que las mejoras, si las hay, se limitan a un cortísimo espacio, y son obra más bien de celo y la ilustración particular que de un sistema fijo que mire y abrace por igual las clases y profesiones respectivas, dando a todas con mano liberal la parte de luces y enseñanza que su fin y su destino piden: dádiva cierto en que no menos interesa el particular que la adquiere que el Estado mismo que la dispensa. Todo en esta instrucción debe ser ordenado y encaminarse a un mismo fin, ejemplos, lecturas, instituciones. Cuanto estas tres cosas más enlazadas fueren, tanto mejor será; cuanto más inconexas o encontradas, tanto más nula o más dañosa. ¿Y qué enlace, qué orden tienen, Señor, entre nosotros las instituciones y lecturas, ni los ejemplos con las dos? Ninguno ciertamente; y obra del mero acaso, o de miras erradas o parciales, cada una destruye o pone en duda cuanto las otras edifican. Así, si bien se mira, todos entramos a ser hombres y a los arduos negocios de la vida sin plan ni norte fijos, ilusos, inesperados, con los ojos vendados, y en continua ocasión de errores y caídas. Pues, si pasamos a los seminarios y grandes escuelas, a esos talleres célebres de nuestros magistrados y sacerdotes, de nuestros médicos y filósofos, y examinamos sin pasión estos emporios del saber, ¿veremos por ventura otra cosa que ruinosas reliquias de la Edad Media, mal apuntaladas con reparos modernos? Los seminarios y las grandes escuelas... Mas ¿dónde me arrebata mi celo y qué intentaba examinar? Lleve a bien Vuestra Alteza esta involuntaria digresión a un hombre profundamente penetrado de la necesidad urgente de una reforma radical en este ramo de administración interior esencialísimo, y volvamos al asunto del día. La ilustración y cultura de los presentes tiempos está pidiendo de justicia que la reflexión suba hasta el origen del contagio para ocurrir a su remedio. Esta ilustración y cultura, el buen deseo y la disposición que en la nación se ve para que se la forme y se la llene de máximas y documentos útiles que se hagan familiares entre todas las clases hasta las más humildes e ignorantes; la estrecha cuan santa obligación de no permitir, si es posible, que ninguna reciba ni una idea contraria a su verdadero y sólido interés; los grandes provechos que de ello nos vendrían en la disminución de los delitos y aumento progresivo de la aplicación y la riqueza; y, sobre todo, la necesidad en que nos vemos de ejecutarlo así, o de quedar atrás con las demás naciones que a porfía trabajan en mejorar su educación y sus instituciones y enseñanzas, llamando a examen sus métodos

y planes, son, Señor, acreedores a que, utilizando esta ocasión, tratemos de desterrar un mal y afianzar en su lugar un bien; de ofrecer en suma a la niñez y al pueblo otros libros y composiciones poéticas que las que tiene por su daño, composiciones que no respiren sino noble honradez y sensibilidad oficiosa, que inspiren dulcemente las virtudes sociales y domésticas, y formen sin sentirlo los ánimos a la rectitud, al heroísmo y al amor de la patria y nuestros semejantes. Así los tuvimos en parte en el siglo dieciséis y los anteriores a él, aunque menos cultos y aliñados. No hubo en aquella edad una victoria de los moros que no tuviese sus romances y fuese cantada por el pueblo, ni una desgracia que no fuese sentida; todos por este medio tomaban parte en sus fortunas, lloraban sus azares; los festejos y diversiones se alegraban con estos cantos, y así desde la cuna se enardecían las almas, se ennoblecía el valor, el corazón se afirmaba contra el común enemigo, y se formaba, en fin, aquel carácter heroico y patriota a que debimos tantas victorias y gloriosas virtudes. El Romancero del Cid, y otros antiguos cancioneros, sirvan de testimonio a esta verdad en las lides y acciones que celebran; y si hoy mismo nos entretienen tanto y nos inflaman aún en medio de su rudeza y la inmensa distancia del tiempo y las personas, ¿qué efectos tan sublimes no harían?, ¿qué recuerdos no despertarían de emulación y honroso pundonor en los ánimos de nuestros abuelos, que tocaban como con la mano a los sucesos y conocían tal vez a los actores? Así que los mismos que con necio entusiasmo cantan y recitan las coplas que censuro, aprenderán sin duda con indecible más gusto en romances sencillos, dictados por las musas y el patriotismo, mil hechos de armas y virtudes domésticas que los llenarán de útil emulación, alentándolos noblemente a imitar sus mayores, y seguir sus inmortales huellas en la carrera de la heroicidad. Éste sería además un medio fácil y seguro de hacer al pueblo familiares los rasgos principales de nuestra historia, y las máximas y sagrados principios de la moral y la virtud que tanto necesita y tan sólidos bienes nos procuran. Cantados desde la niñez, se fijarían en las almas con caracteres indelebles; serían un poderoso antídoto contra el fatal contagio del ejemplo y la ilusión del vicio y el error que nos fascina y nos pervierte; y si el hombre no es miserable y débil sino por ignorante, aumentando sus luces y nociones, se aumentaban a un tiempo su poder y la suma de su felicidad, y aligeraban sus pesares. Los antiguos griegos y romanos, estos dos pueblos célebres, cuyos inmortales documentos lo serán siempre de lo bueno y glorioso, mientras fueren de precio entre los hombres la ilustración y el heroísmo, con sus Píndaros y Tyrteos, sus himnos y sublimes odas; la Edad Media, edad de pundonor y de valor guerrero con sus trovas caballerescas; y los prusianos y franceses modernos, a nuestros mismos ojos y en esta edad de afeminación y fatal egoísmo, han sacado altísimas ventajas de unas poesías y canciones cual yo propongo aquí. Las victorias de Federico el Grande y las de la República Francesa más memorables y recientes se debieron sin duda en mucha parte al entusiasmo y fuego patriótico que inspiraron a sus ejércitos sus cánticos marciales; porque sabidos son, no menos que admirados, el heroico denuedo, la alegría, o más bien el delirio con que entonándolos marchaban sus soldados a deshacer las huestes enemigas.

Ni faltarán ingenios españoles y poetas dignos de este nombre que, amantes de su nación y de la humanidad, trabajen en tan noble objeto si se llama su atención hacia él, se les inflama, y, honrando cual se debe a un arte a quien llamaba Cicerón divino y el juicioso Plutarco sagrado y celestial, ven abierta a su afán una perspectiva de gremios, y el lauro y la celebridad que tanto ansían las letras y sus ilustres profesores, y siempre fueron alma de estos estudios y su más dulce recompensa. Hoy no lo ejecutan ni trabajan por no ver sus nombres confundidos con esos miserables jacareros que llenan los puestos y tendidos de los romancistas del día, ni sus dignas composiciones y los sonoros cantos de las musas entre las heces y torpezas que están allí como hacinadas. Pero si de suyo no lo hiciesen por el vilipendio en que han caído los romances y jácaras de contrabandistas y guapos ante toda buena razón, el sano gusto y la filosofía, ¿no debieran buscarse y alentarse a esta loable y utilísima empresa?, ¿fuera el hacerlo indigno del Gobierno?, ¿ignora acaso este que son las costumbres la medida infalible de la felicidad y el baluarte más firme del Estado, que un solo rasgo de disolución puede contagiar a toda una nación, y serle más funesto que las mayores pérdidas?, ¿o importa tan poco el que se aprenda y cante por el pueblo, que se le embebezca y entusiasme del error o la verdad, el vicio o la virtud, la tranquilidad o el desafuero, la heroicidad o la bajeza? Yo tengo para mí que algunos premios y programas de la Academia Española, algún ejemplar señalado, algunas insinuaciones, y aun caso necesario, algún encargo expreso del mismo Gobierno, nos harían luego ricos en romances, canciones, y aun cartillas y libros verdaderamente nacionales, que enseñasen entreteniendo mil verdades útiles y lograsen divertir el pueblo en el descanso, no menos que aliviarle en sus trabajos y faenas. Ya convidando al labrador a sus rústicas tareas con descripciones gratas y sencillas de su inocencia y su seguridad; ya consolando al artesano en el afán de su taller con lo ingenioso de su profesión; ya encareciendo al fabricante las riquezas del telar; ya, en fin, distrayendo al navegante y rudo marinero en medio de los mares, poniéndole a la vista con el ejemplo del inmortal Colón la gloria y las fortunas de sus navegaciones y largas travesías; haciendo por último ver palpables a todos la importancia, los frutos, la utilidad y la honradez de sus necesarias profesiones. La presente ocasión es muy digna de la solicitud de Vuestra Alteza para atender a tan saludable mejora, representando la necesidad y los provechos de prohibir del todo esos miserables romanzones, dando su vez a otros y otras composiciones que aprueben a una el gusto y la razón, según el plan que acabo de exponer. Me dilaté en hacerlo, lo confieso, mucho más que debiera, fiando de su sabiduría y amor constante al bien universal, el que oiría sin disgusto las reflexiones que me inspiran la santa obligación de velar sobre las costumbres y el honroso deseo del lustre de las letras españolas. Pero, si he sido largo, déselo benigno Vuestra Alteza al amor que profeso a estos estudios y a los dulces alivios que les debo. Ellos, Señor, de todas las edades y profesiones, y unidos con las ciencias en lazo fraternal, forman las almas a la compasión y la beneficencia, civilizan los pueblos, suavizan su fiereza, despiertan y aguijan el ingenio, llevan a la virtud, me consuelan y alientan en la austeridad de mis deberes, y el fastidio insufrible de ver procesos y perseguir delitos;

y de todos los tiempos y lugares, en cuanto alcanza la memoria subiendo del presente tiempo a mi primera infancia, me fueron siempre fieles compañeros en el campo y la ciudad, en el bullicio y el retiro, en la adversidad y en la buena fortuna. Ellos, de niño, labrándome ya el gusto, me inspiraron mi pasión a las letras; joven, me amenizaron las sutilezas de la escuela; me llenan, hombre y magistrado, de dulzura y tierna humanidad; y me serán descanso y grata compañía hasta la última vejez. Otro tanto y aun más dijo Cicerón de ellos en su célebre y elegante defensa del poeta Archias, o más bien elogio acabado de las bellas letras, usando allí, para mejor hacerlo, de medios y argumentos nuevos en los juicios. Y si aquel grande hombre, el primero de los romanos en el sublime don de la palabra, en la filosofía y las artes del gobierno, no se avergonzó de confesar y envanecerse de su amor a las musas, y las sobrehumanas delicias que hallaba en su comercio, gloriándose de discípulo de su mismo cliente, y aclamándole príncipe y director de sus estudios; no temo, no, digan a su gusto lo que quieran los que por ignorarlos los desprecian como cosas de juego y pasatiempo, bien hallados en su afectada austeridad con la incivilidad y el desaliño; no temo, no, que Vuestra Alteza me censure de alabar a su vista lo que un consular tan grave y tan ilustre celebraba altamente en medio del foro y del Senado; o de que halle mi alma utilidad, agrado y distracción en la profesión y la divina ciencia que con su armonía y ficciones ingeniosas ayudó a formar a todo un Cicerón, y a que él reconocido confesaba deber la mejor parte de su sabiduría. ¡Ojalá que a mí me fuese dado el tejerle un elogio tan delicado y digno de ella cual él lo supo hacer, y sacar de su trato encantador el riquísimo fondo de locuciones y elevadas sentencias que él logró acaudalar y esmaltar como brillantes joyas sus obras inmortales!

-7Dictamen fiscal en unos expedientes formados a consecuencia de varios alborotos y corridas con ocasión de unas basquiñas moradas

El fiscal ha reconocido los cinco expedientes formados con motivo de las griterías y alborotos del pueblo en los días de jueves y Viernes Santo, y lunes y martes de Pascua próximos pasados, persiguiendo en todos ellos a mujeres que se han presentado en las calles y paseos con basquiñas moradas; y halla en su vista reducirse dichos expedientes a probar, como en efecto prueban cumplidamente, varios lances de gritos y atropamientos de gentes en los citados días, enunciándose además algunos otros por el alcalde del barrio de los Caños del Peral, que no refieren los demás sumarios, pero que pueden bien ser ciertos, porque los insultos, los silbos y corridas han sido generales a cuantas mujeres se han presentado con basquiñas de color en estos días de lucimiento y devoción, así como lo han sido las contestaciones entre militares y paisanos, y el excesivo y

culpable ardor de los primeros en sacar la cara y defender a las mujeres insultadas. Mayores diligencias y una averiguación más amplia de estas cosas son de corto momento, no habiendo por fortuna ocurrido en los lances otra cosa que los atropamientos y griterías que ya constan probadas, sin heridas, golpes, ni otro insulto de obra. Así pues, lo que debe ocupar la atención de la Sala es precaver para en adelante con su sabiduría y vigilancia las funestas consecuencias que pudieran traer estos desórdenes si se repitiesen por desgracia, subiendo a sus causas y verdadero origen, para proveer lo conveniente a su remedio. Vase a entrar en unos días de gran celebridad unida a gran diversión, en que salen en público las procesiones sacramentales de las parroquias con la mayor solemnidad y pompa y aparato, concurriendo a ellas un gentío inmenso y de todas las clases, excitado, más que de vocación, de la curiosidad, la vanidad, el ocio, y esta impaciencia activa y bulliciosa que arrastra al hombre en todas partes a la agitación y al movimiento. Es de temer que el pueblo, resentido como se halla de los militares por los lances anteriores, quiera mirar por sí, vaya tal vez armado y en disposición de resistirles, repeliendo, aunque indebidamente, la fuerza con la fuerza, o volviendo a lo menos insultos por insultos; y que en esta fatal disposición una palabra, una sola mirada, la cosa más pequeña, traiga tras sí una desazón pesada, cuyas consecuencias siempre serán funestas. La autoridad pública debe velar sin intermisión y no descuidar por pequeños los más ligeros acasos; ninguna precaución es sobrada si puede contribuir a mantener el buen orden y la tranquilidad, conservar sus respetos a la justicia y estrechar entre los ciudadanos los vínculos de armonía y concordia en que vivimos unidos; pero estas cosas, en medio de su grande importancia, se deben cuidar de mantener sin ostentación ni mucho aparato, porque no es acaso un menor mal la negligencia que la excesiva vigilancia, si muestra en sus medidas el recelo y el miedo. Y así, estima el fiscal que las Salas deben usar de toda su prudencia en velar estos días sobre el orden y la tranquilidad, pero sin desconfianza ni ostentación. Podrían para ello, de acuerdo con el Excelentísimo Señor Conde Gobernador, multiplicarse las rondas, encargándose más particularmente de ellas los señores alcaldes, y escogiéndose aquellos ministros y dependientes de mayor prudencia y confianza, quienes cuidasen de evitar en todo lo posible cualquier atropamiento, cortar cualquier lance, separar y dividir las gentes, tomar las señas y los nombres de cualquiera que manifestase intenciones torcidas, gritase, silbase, instigase o alborotase de cualquier modo; pero sin proceder a su prisión sino en un caso urgente y sin riesgos de comprometer la autoridad pública, dando parte de cuanto adviertan al señor alcalde de la ronda, y éste después a la Sala para proveer lo conveniente; que todo esto se haga asimismo en el prado en los domingos y días de toros y grandes concurrencias, y se repita aun con más exquisitas precauciones en la gran romería de san Isidro por el inmenso gentío de toda clase que a ella concurre, y mayor recelo que con él puede haber de alguna más grave desazón. Esto sobre los temores actuales. Para en adelante sería útil a la religión misma y al Estado que la Sala meditase detenidamente sobre las profanaciones y escándalos de estas procesiones cual están, distintas, por no decir opuestas, a los piadosos

fines de su primitiva institución, y en discordancia manifiesta con el espíritu humilde y compungido, la sencillez, el retiro y renuncia y alejamiento de pompas y ruidos que quiso y ordenó su fundador divino en la gran obra de nuestra religión. Y si las hallasen las Salas cual las ve el fiscal en el día, obra todas ellas del lujo y la profusión, contrarias las más a la pura y sana disciplina, nacidas por lo común en la Edad Media, y efecto de su ignorancia crasa y sus tinieblas, y causa necesaria de irreverencias y desacatos, de gastos indebidos, de borracheras y desórdenes, de corrupción en las costumbres públicas, de temores y riesgo para la seguridad, pensase con su acostumbrada sabiduría en representar sobre ello a Su Majestad y suprimirlas del todo, o reducirlas a lo menos a lo que deben ser según el espíritu de nuestra santa religión y el loable objeto que pudieron tener en sus principios, olvidado ya o corrompido en todas ellas. Porque ciertamente no se alcanza ahora qué puedan significar en una religión, cuyo culto debe ser todo en espíritu y verdad, esas galas y profusión de trajes, esas hachas y blandones sin número encendidos en medio de la luz del día, esas imágenes y pasos llevados por ganapanes alquilados, esas hileras de hombres distraídos mirando a todas partes y sin sombra de devoción, esos balcones llenos de gentes apiñadas, que en nada más piensan que en lucir sus galas y atavíos, esos convites que son consiguientes a tales reuniones, ese bullicio y pasear de la carrera, esa liviandad y desenvoltura de las mujeres, y ese todo, en fin, de cosas o extravagancias que se ven en una procesión, si no son como el fiscal las juzga para sí, en vez de un acto religioso, un descarado insulto al Dios del cielo y a sus santos. Ahora bien, sobre los expedientes formados no aparece reo ninguno conocido contra quien el fiscal pueda pedir; mas lo son generalmente el pueblo y los militares: el pueblo en perseguir, silbar e insultar a cuantas mujeres ha visto con trajes y basquiñas moradas, y los militares en tomar su defensa inconsideradamente, sacando las espadas sin razón y usando de las palabras injuriosas que constan del sumario recibido sobre el suceso del lunes de Pascua en El Prado. Los insultos del pueblo pueden haber nacido en mucha parte de su desmedida curiosidad, o de hallarse acaso prevenido contra ciertas basquiñas encarnadas y bordadas de oro, que de público se ha sonado debían salir esta semana. No las halló, y su ojeriza se estrelló contra las moradas que estaba viendo cada día en El Prado y dondequiera, que ciertamente podrán ser de un gran lujo, mas no por su color. Fuésenlo enhorabuena, no debió el pueblo insultar un traje no reprobado, ni erigirse en juez, y su inmoderación y gritería es siempre delincuente y de dañoso ejemplo. No deja de detener al fiscal la multitud de lances que han ocurrido en tan distintas partes, y que acaso podrían tener una premeditación más criminal y con fines más torcidos; mas conociendo, como conoce, la honradez e inviolable fidelidad española, creería hacerles una ofensa muy grave en dar a su recelo más valor que el de una ligerísima sombra, a pesar de que nos vemos desgraciadamente en unos días de confusión y desorden en cuantos países nos rodean. Mas si hace al pueblo de Madrid la justicia de creerle lejos de este lastimoso estado, también cree debérsela hacer en razón del insulto que día y noche está sufriendo en el lujo escandaloso que ve por todas partes, y que provoca, digámoslo así, a la miseria pública, cuando mil infelices gimen consumidos del

hambre y de la desnudez. Los trajes, singularmente los de calle, han llegado a un exceso que no podría creerse: cuestan una basquiña y una mantilla millares de reales; y la prostitución y la más alta nobleza las usan a la par, confundiéndose en los aires y el vestido. El fiscal conoce por indispensables el lujo y la profusión en nuestra constitución y actual desigualdad de fortunas; mas, sin embargo, por de naturaleza que sean de las monarquías, estas mismas lloran sus males cuando por desgracia han llegado al punto en que las tenemos en la nuestra; y entonces la autoridad pública las debe contener, debilitando su acción, o dirigiéndola hacia objetos, si no del todo útiles, a lo menos no tan perjudiciales. La Sala, pues, haría en opinión del fiscal una cosa muy digna de su celo, y que traería al pueblo de Madrid, y aun a toda la nación, conocidísimo provecho, si excitase, como ha sabido hacerlo en otras ocasiones, la vigilancia del Consejo sobre un objeto de tanta utilidad y consecuencias; y ciñéndose a solas sus facultades, podría velar para adelante más y más sobre el escándalo en los trajes, castigando con prudencia, pero con dignidad, a cualquiera que se hallase faltar en ellos a las leyes del decoro público. No quiere el fiscal en esto autorizar pesquisas indebidas, ni visitas domiciliarias, que tan contrarias son a la seguridad personal, y exasperan los ánimos en vez de corregirlos; pero aun sin ellas se puede hacer mucho, y es de esperar mucho del celo y la vigilancia de la Sala. Este celo y esta vigilancia las reclama el fiscal muy particularmente contra la gran porción de vagos y ociosos de todas clases de que está llena la corte, sobre lo cual le recuerda los varios decretos expedidos para limpiarla de ellos. En su inmenso seno se ocultan y reúnen los más perdidos de todas las provincias; aquí se irritan y encienden más y más sus pasiones; los de la clase del pueblo pasan del ocio a la estafa, y de ésta al ladrocinio y el asesinato; y los nobles se empeñan, trampean, se degradan, y se llenan de corrupción y de bajeza. Cuide pues la Sala de saber por matrículas exactas y frecuentes el estado de cada uno, y lance de aquí con igualdad y prudente firmeza los muchos ociosos y perdidos que quieren ocultar sus vicios en la confusión de su gentío. La seguridad pública no estará tan expuesta; las costumbres ganarán mucho y los abastos no sufrirán tanto con menos consumidores. El fiscal, penetrado de la necesidad urgente de esta providencia, interpela de nuevo en su favor todo el celo y la justicia de la Sala. Uno y otra los reclama asimismo en favor del pueblo y contra los atentados cometidos por los militares en la tarde del lunes de Pascua. En El Prado, donde fueron, nada más hizo el pueblo que seguir a las dos mujeres que se presentaron con basquiña morada, tal vez excitadas de los mismos militares, como insinúa algún testigo de los examinados sobre este hecho; pero de cualquier modo ni dio un grito, ni un silbo, ni hizo ademán alguno que pudiese ofender a las mujeres; y, sin embargo, los militares las cercan, se reúnen, se constituyen sus defensores, sacan las espadas, y sin consideración ni tino hieren y aporrean al pueblo desarmado y paciente, insultándole con las expresiones feas que refieren los testigos. El pueblo sufre todas, y los militares aun llegan, cuando se les nombra, a despreciar la jurisdicción ordinaria con las mismas indecorosas palabras. ¡Qué de males no hubiera podido acarrear este atentado en tal día, en tal

sitio y en tanta concurrencia! El pobre pueblo es digno de otra consideración y miramiento; sufrido y paciente como lo es, y honrado por las leyes, deben también honrarlo las clases superiores. El fiscal ve que la tropa, fiada como lo está en sus fueros y privilegios, toma sin razón otro aire y otra superioridad que el que éstos le conceden. El rey, autor de ellos, no la ha querido honrar para deprimir a sus demás súbditos. Iguales todos ante sus justos ojos como a los de la ley, y dignos de consideración en proporción de su obediencia a ella y sus servicios, no puede menos Su Majestad de desaprobar su conducta, si la Sala se la representa, como el fiscal cree debe hacerlo, recordándole al mismo tiempo su consulta de 13 de enero del año pasado de 97, y sus continuos clamores sobre esta multitud de fueros y privilegiados que a cada paso la desautorizan y entorpecen su activa vigilancia. Los militares, y singularmente los guardias de corps aún más privilegiados, derramados por todas partes, y asistentes día y noche a cafés, billares y otras cosas de pasatiempo y ociosidad, son, digámoslo así, el tropiezo más frecuente y la ocasión de más desaires a la jurisdicción ordinaria que la Sala ejerce. Clame, pues, de nuevo sobre el uso pleno de esta jurisdicción, y clame, en opinión del fiscal, en la segura confianza de que Su Majestad la atenderá; porque dirigidos sus ruegos al mejor servicio suyo, no puede menos de suceder así. Excite el celo del Consejo sobre la inmoderación que se advierte en los trajes de calle; no pierda de vista la vida y la conducta de las mujeres que los han usado, ostentándolos en el Prado, y provocando así al pueblo que tan a mal los lleva, para castigarlas si del examen de sus vidas apareciere merecerlo; redoble su vigilancia en los días de gran concurso, para asegurar más y más la tranquilidad pública que le está encomendada; y esté así bien segura de que la acompañarán en sus operaciones los votos y las bendiciones de todos y la justa aprobación de Su Majestad; o resuelva en otro caso sobre estos puntos lo que estime por más conveniente. Madrid, etc.

-8Dictamen fiscal en una solicitud sobre revocación de la sentencia ejecutoriada en un pleito de esponsales

El fiscal, vistos los anteriores autos mandados en consulta al Tribunal por el señor Ministro de Gracia y Justicia, para que con su audiencia le proponga su dictamen acerca de la resolución que en el asunto que en ellos se ventila puede ser más arreglada a los principios de derecho y justicia, dice ser entre dos jóvenes de la ciudad de Salamanca por nombre Hilario L., y Manuela G., de estado solteros, pretendiendo el primero le cumpla ésta el contrato de esponsales que entre los dos había, y la Manuela, su libertad; haberse empezado en dicha ciudad diez años hace ante el Ordinario eclesiástico, que condenó a la Manuela; apelándose por ésta al

juez metropolitano de Santiago, de quien obtuvo la revocación de la primera sentencia; vuéltose a apelar de ella por el mozo Hilario al Tribunal de la Nunciatura, quien en primero y segundo turno confirmó la del Ordinario con condenación de costas; en cuya virtud, y la de tres conformes, se expidió su ejecutoria; que es el estado en que la Manuela precisada a casarse con dicho joven, o a permanecer en perpetua soltería, ocurrió al ministerio solicitando la revocación de tan dura providencia; como todo ello más por menos resulta del proceso y su memorial, y el Tribunal tiene de uno y otro entendido. El fiscal, según nuestras leyes y los principios de derecho y orden judicial en ella establecidos, no puede menos de juzgar el asunto de que se trata por enteramente concluido; puesto caso que sea lo que se quiera de su justicia intrínseca, ello es que seguido en los Tribunales competentes, tiene ya tres sentencias conformes y una ejecutoria que las sella. Es decir, que, apurados todos los recursos y medios que nuestras leyes dan a las partes para reclamar sus derechos y ventilarlos en justicia, el de Hilario tiene ya en su favor cuanto puede tener, y se halla establecido aun para los negocios de más alta importancia y de probanzas más largas y difíciles. Porque de otra manera, abierta en ellos la puerta a continuas reclamaciones y no fijado su término, jamás se habrían por fenecidos; y, llevando siempre adelante su temeridad los litigantes, en nada gozarían los hombres de seguridad y firmeza, y sería todo entre ellos confusión y discordias. Así pues, el fiscal tiene según las leyes por fenecido este asunto, y a la Manuela por condenada en él. Ésta, no obstante, aparece en el proceso de una edad muy temprana. Hay en él sobradas muestras de que, sin una verdadera violencia que encadene su libertad, la arrastró sin embargo la madre a todos los pasos y ofertas de sus esponsales con Hilario; ha sufrido por muchos años los disgustos e incertidumbre de un litigio, perdiendo en ellos su verdadera primavera y sufriendo la nota de inconsiguiente y caprichosa, y el Hilario, en fin, ni pide ni reclama ningunos verdaderos daños que de no casarse pueden sobrevenirle. Por todo lo cual pudiera el Tribunal consultar a Su Majestad en favor de esta desdichada y de la libertad que solicita, y nunca en buena razón debiera haber perdido. Pero, meditando sobre este punto con atenta reflexión y subiendo en él, cual conviene a los principios generales de justicia y público interés, no puede menos de asombrarse el fiscal de que una causa como la presente, de meros esponsales y entre gentes tan pobres y de tan ningunas relaciones, se pueda haber prolongado hasta diez años, y esto bajo la salvaguardia de las mismas leyes, pasándose en apelaciones y sentencias el mejor período de la vida de los dos litigantes, y la edad más preciosa para el honesto fin a que en sus esponsales aspiraban; edad que ha pasado para más no volver, y que una vez perdida, sentencia y finaliza el pleito en daño de ambas partes. Diez años y cuatro sentencias para ejecutoriar este negocio es tan ridículo como injusto y absurdo a toda buena razón que lo mire por un momento sin interés ni preocupaciones; y este asunto más bien de policía doméstica que de contiendas judiciales, cuyas pruebas deben ser tan familiares, y estar tan a la mano, que ni las admite ni puede admitir largas o de difícil discusión; que ni merece ni debiera salir del primer Tribunal, donde partes y testigos y pruebas y todo es conocido; cuya

tardanza exaspera y enardece más y más los ánimos condenados por lo común al fin del pleito a vivir para siempre en amor e indisoluble unión; y en cuya pronta resolución por todo esto interesa tanto la república; no puede menos de llamar hacia sí toda la atención del Tribunal, para que represente a Su Majestad la justicia, necesidad y utilidades de una ley que arregle en adelante el tiempo de su decisión en la forma que el fiscal lo propondrá. Cree también éste muy oportuno, con ocasión del presente recurso, el poner en consideración del Tribunal la libertad que están de justicia reclamando los matrimonios contra la coacción de las obligaciones esponsalicias, y que en su favor piden a una el público interés y la razón. Este vínculo de fraternidad y dulce confianza, en el cual debe huirse por cuantos medios alcanza la prudencia hasta de las sombras más leves de futuras discordias, que no ha de contraerse sino por los sentimientos y aficiones más puras, en que deben hablar los corazones hasta el último instante tan dulce y espontáneamente, que su idioma no sea otro que el de la inclinación y la verdad; este vínculo de eterna duración, y expuesto por lo mismo a tantos vaivenes y amarguras, que debe contraerse en la primavera de la vida y entre las más lisonjeras esperanzas, que cualquier coacción marchita y sofoca acaso para siempre, y en que, en fin, el hombre social debe separarse cuanto menos pueda de los sentimientos de innata libertad que tan imperiosamente hablan al corazón del hombre de la naturaleza; este vínculo, digo, es tan absurdo y contra la razón como escandaloso a las costumbres y opuesto a sus más santos y saludables fines que haya de celebrarse en virtud de una condenación y una sentencia; después de un litigio tan chismoso como largo, en que se ha procedido por declaraciones y careos indecentes, y en que no pocas veces la inocencia ha tenido que avergonzarse al ver reveladas al foro y los curiales confianzas y finezas que sólo hallan disculpa en el honesto fin que las inspira pero que jamás debieron publicarse. Es tan absurdo como escandaloso, lo vuelvo a repetir, que dos jóvenes en la flor de sus días, y cuando ver no deben sino ejemplos de confianza y probidad, vayan al templo obligados de un juez, y aparentando una cordialidad que desconoce el corazón, a jurarse al pie de los altares en el acto más solemne y augusto una fe sincera y libre a que los precisa una sentencia. Porque cierto, yo no hallo gran diferencia entre una verdadera coacción y los gravámenes y penas que para disfrazarla decreta el mismo juez, si la parte condenada no se presta de grado al sacrificio. Así pues, el fiscal estima que si el Tribunal tiene por convenientes sus razones, y su objeto por tan importante como a él se le presenta, pesándolo uno y otro en su prudencia luminosa, se halla en el caso, y aun en la obligación, de reclamar de Su Majestad la entera y absoluta libertad de los matrimonios hasta el instante mismo de su celebración, derogándose para ello la ley 7.ª, tít. l.°, de la Partida 4.ª, que establece que apremiar pueden los Obispos o aquellos que tienen sus logares, a los desposados que cumplan el casamiento, cuando el uno quiere departirlo, e el otro lo quisiese cumplir. E... puédanlo apremiar por sentencia de santa Eglesia fasta que lo cumple. Lo que puede admitir alguna duda, y merecer por esto mismo la atención del Tribunal, es el punto de si esta libertad debe ser tan entera, tan

absoluta y general, que a ninguna reclamación deje lugar, o si ha de quedar expedita la de los perjuicios e intereses contra la parte que se resiste al cumplimiento de la obligación como en cualquier otro contrato. Puede ciertamente haberlos en la escisión de los esponsales y resistencia al futuro matrimonio, ya por las proporciones y ventajas que haya perdido la parte desairada para otros enlaces y establecimientos de no menor provecho, ya por el tiempo que puede haber discurrido sin culpa suya en su daño desde el convenio esponsalicio hasta el punto de su denegación, ya por interioridades y consideraciones de familia, que alguna vez las leyes pueden con fruto pesar y regular; y ya, en fin, por la pena y escarmiento civil a que parece acreedor todo hombre que contrata y se obliga solemnemente cuando después se niega al cumplimiento de su promesa, desdiciéndose torpemente de lo que antes aseguró; porque la palabra en el hombre, esta expresión sublime de los sentimientos de su pecho, prenda segura de su probidad, vínculo responsable de sus estipulaciones y convenios, siempre debiera ser inviolable y sagrada aun por su propio bien, y las leyes que le gobiernan autorizar con todo su poder tan saludable máxima. Pero a pesar de todo el fiscal considera por tan libre, tan espontáneo al matrimonio en su primitiva sencillez, y por tan útil a sus santos fines y a la sociedad misma el volverle tan preciosos dones; ve tantos pleitos y disturbios cortados por este sencillo medio; y halla tan ligeros o nulos los perjuicios que puedan estorbarlo, puesto caso que los daños e intereses a que pudiera haber lugar, o ya no lo serían después de ciertas y enteradas las partes de su ningún derecho a reclamarlos, o sólo lo fueran por su imprudencia y mal consejo, defectos que las leyes ni deben fomentar ni proteger, que se inclina a juzgar, pesado y meditado todo lo hasta aquí expuesto sin preocupaciones ni partidos, que el contrato del matrimonio y los esponsales que lo anteceden debieran ser tan completamente libres, que ni aun dejasen camino a reclamación alguna de daños padecidos por falta de su cumplimiento. Así, la ley que el fiscal solicita sería mucho más sencilla, o, lo que es lo mismo, más perceptible y al alcance de todos, y dejaría menos entrada a la interpretación y la arbitrariedad. Ni debe detener al Tribunal para su consulta el que el contrato de esponsales se haya hasta aquí mirado como uno de los impedimentos canónicos, y como tal del conocimiento de la jurisdicción eclesiástica. Porque dígase cuanto se quiera sobre este punto, los esponsales ni son, ni han sido nunca, ni pueden ser otra cosa que un convenio lego y civil entre partes legas y civiles, con miras y condiciones de la misma naturaleza como cualquier otro convenio. No sólo esto, sino que el matrimonio mismo que los sigue, subiendo a los principios de las cosas y para toda razón despreocupada de las doctrinas de la curia romana y de las falsas Decretales y delicadezas cavilosas de la escuela, primero es civil que religioso, y antes un convenio y obligación de hombres que no un misterio y un sacramento de la nueva ley. O más bien, el legislador no puede prescindir de considerarle, con respecto a la sociedad, como un contrato secular el más santo y augusto, el más importante de todos, su causa primitiva, origen y duradero apoyo de la sociedad civil, en quien ésta vincula de justicia su permanencia y su felicidad, y que ya en este estado

de entera perfección, sancionado por ella, y arreglado y dispuesto cual juzga más conveniente para sus altos fines, bendice después, santifica y eleva a sacramento la religión. Así pues, a la sociedad debe corresponder el señalarle las condiciones y justos requisitos que lo hayan de adornar, para que, concurriendo por su parte a sus otras miras bienhechoras, se encamine mejor al bien universal. La naturaleza que arrastra al hombre tan imperiosamente hacia este estado, que asegura la permanencia de la especie, le indica la primera sus intenciones; el legislador la observa, las consulta; y hallándolas unidas con el interés público, que ocupa su atención y sus vigilias, establece y decreta sobre estas intenciones; la religión viene después, lo toma de su mano, consagra y santifica lo que la una inspiró y el otro ha sancionado. Y he aquí el matrimonio desde su origen hasta su elevación a sacramento. Por tanto, la ley civil es la que debe señalar la edad más conveniente a su celebración; la que ha de exigir la libre voluntad en el contrato, el asenso paternal, y cuanto puede interesar al orden, al pudor y bienestar de las familias. Y como no haya ningún impedimento que levantado no ofenda más o menos estos preciosos bienes, su examen y su resolución debe corresponder esencialmente a la parte que primero toma este grave punto en consideración y más utilidades saca de él, es decir, a la autoridad civil antes que a la eclesiástica. Ni hay medio en ésta si se contiene en sus justos y verdaderos límites, y la otra no se olvida de su competencia y obligaciones, para poner al matrimonio ningún impedimento que ya primero no se halle establecido por la ley de Estado, para añadirle trabas y embarazos que esta ley no le imponga, porque el tal impedimento ni es ni deberá ser arbitrario, sino racional y fundado en el daño y verdaderos perjuicios que de no ponerlos se seguirían a las familias contratantes, y por ellas a la sociedad que saca todos los buenos frutos del contrato. Y como ésta lo tiene examinado antes y pesado ya en la balanza de la utilidad pública con que todo lo ajusta y determina, confirmándole la experiencia los resultados felices o dañosos de sus teorías y principios, habrá visto necesariamente los mismos perjuicios que suponemos y establecido y ordenado sobre todos ellos; de manera que a la Iglesia nada queda entonces ya que hacer ni aun como auxiliadora de la autoridad civil. Por el mismo principio que acabo de exponer, tampoco podrá establecer ningún impedimento ni estorbo al matrimonio, que ofenda o sea contrario al bien general que la sociedad busca en este contrato; porque entonces de auxiliadora se pasaría a enemiga, y la república que la abriga en su seno, y la defiende y honra con todo su poder por los bienes temporales que le presta su santo y saludable influjo sobre el corazón de sus hijos, en lugar de estos bienes no hallaría sino daños. Así pues, la utilidad social, el bien del Estado, el aumento y prosperidad de sus familias, es el principio que debe gobernar en este punto; y como éste sea todo temporal, y en nada espiritual ni divino, ni en el origen, ni en las causas, ni en las personas, ni en el contrato, ni en sus frutos y efectos, el matrimonio es y debe tenerse, para decretar y establecer sobre él, como una cosa meramente terrenal y civil, dejando lo sobrenatural y religioso para los altísimos fines que Jesucristo tuvo presentes cuando, elevándolo a sacramento de su ley, se dignó de llamarlo grande y lo enriqueció con su

gracia. Y si esto no es así, ¿de dónde en todas las naciones desde la más remota Antigüedad las leyes sobre el matrimonio y sus solemnidades y ceremonias?, ¿de dónde los impedimentos y justa prohibición de contraerlo para ciertas personas, singularmente los hermanos y parientes cercanos, sino del peligro y los daños que abierta esta puerta a la corrupción y la licencia padecería el Estado, así por los riesgos y tentaciones de las buenas costumbres, y la decencia y el pudor que habría continuamente entre personas tan íntimas y de un trato tan libre y familiar, como de la degradación física y necesaria bastaría que padece la naturaleza en mezclarse y reproducirse entre sí misma una propia sangre por muchas generaciones; y de los efectos saludables que al contrario produce el que distintas familias se enlacen entre sí por parentescos, para que cruzándose de este modo en más y más eslabones la cadena y los vínculos de fraternidad y de civilización llegue a ser el Estado como una sola familia con unos mismos intereses y unos mismos fines y deseos?, ¿de dónde en fin los demás impedimentos, si se examinan bien, sino de causas y motivos temporales, en que en nada puede influir lo sacramental del matrimonio? Hasta el de parentesco espiritual, el más místico y alegórico, el menos civil de todos, parece también fundado en estos propios motivos no menos que en los religiosos, puesto caso que como dice una ley de Partida (la 7.ª del título de los Sacramentos): Padrino tomó nome de padre, ca así como el home es padre de su fijo por nascimiento natural, así el padrino es padre de su afijado por nascimiento espiritual. Por donde entre los padrinos y ahijados debe haber como cierta familiaridad y miramientos paternales, nacidos de las obligaciones no sólo religiosas sino aun sociales que tienen los primeros de adoctrinar y mirar por los segundos. Y de este principio, sin duda, vino en parte entre los antiguos romanos la prohibición de que los tutores y curadores casasen con sus pupilas o curadas durante su administración. Es verdad que Roma, considerando al matrimonio bajo la razón de sacramento y no de contrato civil, después que los soberanos abrazaron su culto, apoyada en su consentimiento y posterior autorización a favor de la crasa ignorancia en que la Europa entera había caído, de la rápida propagación de las doctrinas de las falsas Decretales, de las continuas consultas que sobre todo se la hacían, y de la inmensa autoridad que fue adquiriendo por evocar a su conocimiento bajo diversos pretextos, como dice el sabio Fleury, casi todos los negocios civiles, se apropió como otros muchos este punto en los siglos VIII y IX, declarando desde entonces por sus impedimentos, haciendo a los esponsales uno de ellos y extendiéndolos todos hasta un término que no vemos con admiración. Pero ¿quién no conoce de mucho antes las leyes civiles de los dos Códigos de Teodosio y Justiniano, que solas y sin ninguna influencia entonces de la Iglesia gobernaban en estas materias? ¿Quién no sabe que la Iglesia misma las solicitaba de los príncipes, como así lo leemos en varios concilios? ¿A quién son peregrinos sobre este punto la disciplina y los principios de otros reinos católicos, y aun lo establecido en el nuestro sobre los esponsales y el consentimiento paterno? ¿O quién puede ignorar los muchos males que sobrevinieron al Estado de que ella se alzase con los impedimentos y dispensas, extendiendo unas y otros tan desmedidamente cual

sabemos? ¿Qué de pleitos y contiendas desde entonces acá sobre la nulidad de matrimonios contraídos con la mejor buena fe, y bajo los mejores auspicios?, ¿qué de incertidumbre en hijos y aun familias enteras sobre su suerte y verdadero estado?, ¿y qué de guerras nacidas entre reyes y grandes señores de este funesto origen? Acaso Inglaterra y Alemania no se hubieran separado del seno de la Iglesia sin la famosa contestación sobre el parentesco de Enrique VIII con María de Aragón, y su divorcio. En la extensión ilimitada que dieron los Papas a los impedimentos, apenas se hallaban en aquellos tiempos de tinieblas dos familias enteramente libres para poderse enlazar sin recurrir a Roma en solicitud de una dispensa, a fin de dar sin escrúpulo ciudadanos al Estado, en cambio de las crecidas sumas de dinero que allá se remitían para lograrlo. Todos parientes entre sí, o en la incertidumbre de serlo, Roma dominaba sobre todos. Este mal que embarazaba los matrimonios, turbaba su quietud, y llevaba los tesoros de las naciones a aquella capital para ser empleados muchas veces en objetos indebidos y favorecer el nepotismo con lástima y llanto de insignes escritores piadosos, se ha remediado en parte; porque cuando los daños públicos han llegado a crecer hasta un punto desmedido, es forzoso que se remedien por sí propios en virtud de una ley constante y necesaria de las cosas humanas. La ignorancia que los produjo da lugar a las luces y la reflexión; los males afligen, la tolerancia se impacienta; y el error que los causa, sin poder resistir a los esfuerzos de la verdad y el interés unidos, sucumbe y huye del resplandor de la evidencia. Los políticos y los magistrados celosos clamaron altamente sobre la materia que tratamos: el mismo Concilio de Trento escuchó en sus sesiones los sabios discursos de Ambrosio Catarino y nuestro ilustre Pedro de Soto; y si bien Roma no cedió enteramente, porque el abuso apoyado en el interés y en la ancianidad de los siglos no se destruye en un momento, ya desde entonces empezó a ser una opinión sentada entre los buenos canonistas que el derecho de establecer impedimentos al matrimonio era una parte esencial de la soberanía, y en ningún modo de la autoridad eclesiástica, que toda espiritual y superior a las cosas de la tierra sólo podía tenerlo por condescendencia y de mano de los príncipes seculares. Si yo no hablase con el Tribunal que tan bien conoce estas verdades, trataría de probarla con todo el aparato de autoridades y razones que tiene en su abono: le explicaría los célebres cánones 3.°- y 4.° del Concilio de Trento en su sesión XXIV, principal fundamento de la opinión contraria; le diría que, o como sienten algunos canonistas, bajo el nombre de Iglesia entendió allí el Concilio toda la congregación de los fieles, en que como cabezas están comprendidos los príncipes; o lo que es más cierto, trató sólo de impugnar el error de Lutero, quien no admitía otros impedimentos que los que establece el Levítico, sin facultad ni medios en la Iglesia ni para dispensarlos, ni para poner ningunos más. Que el Tridentino no trató del origen de la autoridad que ésta ejercía, sino de la posesión en que se hallaba; no define que le compete esencialmente y como propia, ni menos excluye que la haya recibido de manos de los príncipes. Que no al instante, por el anatema que se pronuncia, debe tenerse la cosa por de fe, puesto que el mismo Concilio en otros lugares, y anteriormente otros y los Papas sancionaron sus decretos con la misma

nota, sin que el no recibirlos fuese causa de escisión ni herejía. Y por último, que la Iglesia después de su paz, y en el tiempo de su mejor disciplina, no conoció ni ejerció esta autoridad: observó los impedimentos puestos por los príncipes; acordó alguna vez, como ya quedaba dicho, pedirles leyes sobre ellos; y oyó en sus asambleas a sus ambrosios y agustinos apoyar la observancia de las ya establecidas. Pero estas cosas son tan conocidas de los buenos canonistas y teólogos, y han sido tratadas con tanta detención y saber por autores de gran mérito (los doctos Launoy, Van-Espen, Le-Plat, Eybel, Pereira, Tamburini, y otros de no inferior fama) que el repetirlas yo sería abusar a un tiempo de la paciencia y la bondad del tribunal, y fatigarme sin utilidad. La cuestión no lo es, sino una verdad clara, subiendo a los principios que debe gobernar en su justa decisión, y su discusión académica, más bien una ocupación de la escuela que de un legislador. Pero puesto que el mal aún permanece, bien que disminuido, forzoso es cortarlo en su raíz, y que todo se sujete y ceda a la evidencia de la razón y a la máxima invariable de utilidad común bien entendida. Tomemos ejemplo de lo que han hecho otros países católicos y cojamos los frutos que ellos han preparado. Nos antecedieron en la empresa para allanarnos y facilitarnos el camino. En estos tiempos de ilustración en que nos hallamos, es forzoso examinarlo todo, subir en todo a sus verdaderos principios, simplificar en todo nuestra legislación embrollada, rehacer el edificio, y señalar a todo los límites y aledaños que le prescribe su naturaleza. Hágase así en el punto que examinamos como tan importante y de tan altas relaciones, consultando a Su Majestad lo útil, o más bien necesario, que sería el declararlo por de competencia civil, separándolo enteramente de la policía eclesiástica, y ordenándolo con una ley sabia y bien pensada que lo arregle para en adelante cual conviene que esté. El fiscal quisiera que esta ley abrazase toda la materia de los impedimentos examinando para ello los que hay, y reduciéndolos a lo justo, según los principios quedan ya sentados, y las nuevas observaciones que pudieran hacerse; que se señalara adónde debiera ocurrirse por las rarísimas dispensas que habría que haber; se indicasen los tribunales de provincia para el examen de los más raros pleitos que sobre esto quedarían; y principalmente se prefijase un plazo brevísimo a su resolución, para evitar los daños que palpamos en el presente. Diez años de litigio para una cosa que debió terminarse en quince días, discúlpese como se quiera, es tan injusto como impolítico. Con esta ley se facilitarían mucho los matrimonios; se evitaría en ellos la dependencia de Roma y de los jueces eclesiásticos; se ahorrarían los gastos y el dinero que allá se envía; se aclararían las dos jurisdicciones, y volverían las cosas al punto que tuvieron antes que el error las confundiese, y cual las hallamos en los tiempos de la más pura disciplina en la Iglesia. Pero aún a más se extiende el celo y los deseos del fiscal. El punto en cuestión hace parte de la jurisdicción eclesiástica, y ésta pide ser reducida de justicia a lo que fue al principio, y ahora debiera ser: a una jurisdicción toda espiritual, cual la dio a su Iglesia su divino Fundador y ésta la tuvo en los siglos de su mayor esplendor y virtudes, sin los aumentos, mezclas y usurpaciones sobre la civil, con que la ignorancia, la

debilidad, la ambición, el trascurso del tiempo, y muchas veces un celo y una piedad mal entendida, la acrecentaron después para desfigurarla. Este acrecentamiento tan útil y brillante en la apariencia no ha servido de más que de turbarla y distraerla de su principal y único fin, el bien y salud eterna de las almas. Jesucristo, a quien dio su Padre y en sí tenía toda la plenitud de potestad, y que pudo transmitirla del mismo modo a sus apóstoles al conferirles su misión y enriquecerlos con todo cuanto juzgó por necesario su sabiduría al establecimiento y gobierno de su Iglesia, no les mandó otra cosa sino que predicasen y enseñasen, bautizasen, y atasen y desatasen los pecados, declarándoles expresamente no ser su reino de este mundo; es decir, es este reino y su religión todos del cielo y sobrenaturales, dejando a las potestades civiles el gobierno y cuidado de las cosas de la tierra. Ni dio más a los unos, ni privó a éstas en nada de la plenitud de su autoridad temporal que ya tenían. Los fines de las dos eran distintos, distintos los objetos, y así también debieron serlo las atribuciones y medios con que se las dotaba. En este estado de santidad y de pureza floreció la Iglesia en sus primeros días, y floreció tan perfecta y hermosa, que en ellos deben beberse, como en fuente purísima, las máximas de doctrina y disciplina que la gobiernen hoy. Verdad es que la piedad, o más bien la política de Constantino y sus sucesores al imperio, esmerándose a porfía en honrar la religión y acreditarla entre sus pueblos, dieron después a los Obispos y su jurisdicción una cierta coacción temporal que hasta allí no tenían; que autorizaron sus decisiones como jueces árbitros en los negocios de los cristianos; que les concedieron una inspección oficiosa sobre las buenas costumbres, las vírgenes y pupilos, las cárceles y presos, y hasta sobre los dineros públicos y su justa inversión, y eximieron al clero de las cargas civiles y jueces seculares. Pero ya desde entonces y por estos aumentos, que solicitó el celo y concedió la piedad o intereses de Estado mal entendidos, se vio por experiencia los muchos daños que traería sacar las cosas de lo que ellas son y convertirlas a otros fines. Los Obispos y sacerdotes del Señor empezaron a figurar más que debieran en asuntos y negocios civiles; y la Iglesia con esto vio turbada su paz, y envueltos a sus hijos en pleitos y querellas ajenas de su estado y obligaciones. Vinieron tras esto los bárbaros del Norte, que trastornaron como un torrente la dominación romana; entraron en el clero, fueron a un mismo tiempo Obispos señores temporales; la ignorancia confundió en sus personas la representación y las jurisdicciones, y todo se volvió confusión y tinieblas. Siguiéronse las falsas Decretales al fin del siglo viii, que aumentaron el error y los trastornos con sus ambiciosas doctrinas. De todas partes se preguntaba a Roma, porque Roma guardaba el tesoro escasísimo de luces y saber que nos había quedado; y ya desde entonces no hubo cosa ni pública ni privada, ni grande ni pequeña, en que ella y los jueces eclesiásticos no metiesen la mano y se aplicasen como propia. La calidad de las personas, de los negocios, y el juramento que en casi todos intervenía, fueron otros tantos motivos para aspirar a conocer de todo. Así hemos visto la famosa Decretal de Bonifacio VIII Clericis Laicos juzgarse por la Iglesia del derecho a la sucesión de las coronas; pender y estar sujetos a un mismo tribunal desde la respetable persona del Obispo hasta el alguacil de inquisición y repartidor de las bulas; al clérigo

asesino embarazando en la cárcel, sin que la ley bastase a castigarlo, por no prestarse un Obispo a su degradación; las rentas de una iglesia primada y las de la más oscura cofradía tratadas por unos mismos cánones y jueces; y desde la legitimidad de los hijos hasta los testamentos, todo en los tribunales eclesiásticos. Nuestra Recopilación nos presenta a cada paso sobradas pruebas de esta triste verdad, singularmente en cuasi todo el libro 2.º, y nuestra historia civil y nuestras Cortes continuas y delicadas contestaciones con la romana sobre puntos y cosas del todo temporales y de la real jurisdicción. Cierto es que muchas veces hemos vencido en la contienda, y defendido o recobrado nuestros derechos, ya por la evidencia de su razón, ya por el tono sostenido y firme de la queja. ¡Pero qué de preciosos sacrificios, cuántos pasos y reclamaciones no nos ha costado el lograrlo!, ¡y cuántos es de temer que en adelante costará, si el mal no se remedia! La usurpación y la rapiña siempre serán injustas y siempre dañosas aun para el fin mismo que se proponen conseguir, porque la sinrazón jamás produce frutos duraderos. Pero el recobrar lo perdido; el restituir a la soberanía la plenitud de sus prerrogativas y derechos de que nunca para siempre se pudo desprender; el salir de una vez de la indebida dependencia que tantos sacrificios ha costado; el marcar en todos los puntos los verdaderos límites de las dos potestades según los sólidos principios de una y otra; dar a la policía civil cuanto le corresponde y dejar a la eclesiástica toda la plenitud de autoridad espiritual y divina que quiso concederle su celestial fundador; y prevenir, en fin, con todo ello los males y discordias que se vieron en los pasados siglos y acaso podrán volver en otros dejando en pie la causa que los produjo entonces; todo esto es tan necesario como urgente, y de tanto provecho para el Estado como para la misma religión. Las luces del siglo en que vivimos hacen de fácil ejecución cosas que en otros fueron imposibles; y la mano de la reforma, que debe ponerse en casi todo, salva de la nota de novedad estas consideraciones del fiscal y cualquier consulta del tribunal. En la legislación todo se toca, y está unido por eslabones tan estrechos como imperceptibles, desde la legitimidad o la tutela del más oscuro ciudadano hasta la operación más ardua y complicada de la política. Nuestro sistema y nuestras leyes, edificadas sobre bases incoherentes y en diferentes tiempos, carecen de la unidad y proporciones que debieran tener, y están pidiendo y necesitan ser fundidas de nuevo; la religión tiene sobre ellas tanta influencia como relaciones; y así será preciso, cuando se forme un código completo, cual lo exigen las luces del siglo y nuestra situación, dejar bien aclarados los límites de las dos potestades, con arreglo a la verdadera naturaleza de una y otra, procediendo en eso con una entera despreocupación, si bien con el respeto que todos les debemos y desde la cuna hemos mamado. Mas este respeto no debe intimidarnos, antes es muy conforme con los principios más ajustados, porque no es religión todo lo que se cubre con su manto; y si es abominable la impiedad, no lo son menos la superstición y el falso celo. En cuya virtud creería el fiscal muy de la obligación del Tribunal el que abrazase, en la consulta que solicita, el que Su Majestad tomase en consideración el asunto de la jurisdicción eclesiástica en toda su extensión para uniformarlo y arreglarlo, cual será conveniente que en

adelante lo esté, quitando en lo posible esta diferencia de constituciones y leyes sinodales de obispado a obispado con que nos vemos abrumados, y reduciendo para bien mismo de la Iglesia mucha parte de los derechos y autoridad con que se hallan en el día los eclesiásticos, o cedida o usurpada sobre lo temporal; y así en su dictamen, recapitulando en breves artículos tan larga exposición, que el tribunal consulte a Su Majestad y le proponga por medio de su ministerio de Gracia y Justicia: 1.º Que el pleito sobre el cumplimiento de esponsales entre Hilario L. y Manuela G., sobre que informa, se halla según las leyes del todo fenecido, y la Manuela condenada con arreglo a ellas al cumplimiento de su promesa o a permanecer en perpetua soltería; pero que, por las razones antes dichas, es muy acreedora esta infeliz a que se la dé la libertad que pide. 2.º Que elevándose el tribunal a los principios generales, cree que debe darse al matrimonio como contrato civil la más completa libertad hasta el punto mismo de su celebración, aboliendo del todo las obligaciones esponsalicias, aun en cuanto a la queja de perjuicios contra la parte que se niegue a su cumplimiento. 3.º Que cuando a esto no haya lugar, se deje sólo expedito este punto de los perjuicios, pero del todo libres los esponsales. 4.º Que si así fuere, se señalen para determinarlo, después de la primera instancia ante el juez ordinario, los Tribunales colegiados de las respectivas provincias, y el plazo de dos meses cuando más para su conclusión, sin que haya arbitrio a prorrogarlo por ninguna causa, ni apelación o súplica de la sentencia de dichos Tribunales. 5.º Que se borren los esponsales del número de los impedimentos, declarando a los dirimentos por propios de la autoridad civil, reduciendo los de cognación o parentesco, y examinándolos todos a fin de arreglarlos como fuese más conveniente a la utilidad pública. 6.º Y que, en fin, por esta misma utilidad se trate de señalar los verdaderos límites de las dos jurisdicciones eclesiástica y civil, según la diferencia de su objeto, sus medios y sus fines, y los verdaderos principios de una y otra. Que es cuanto el fiscal ha creído de su obligación proponer al Tribunal con motivo del proceso sobre que con su audiencia se le manda informar. O en otro caso resolverá sobre todo lo que tenga por más conveniente. Madrid etc.

-9Discurso sobre los grandes frutos que debe sacar la provincia de Extremadura de su nueva real audiencia, y plan de útiles trabajos que ésta debe seguir para el día solemne de su instalación y apertura, 27 de abril de 1791

Otro, sin duda, en este memorable día, en que se abre por la primera vez

este santuario de la justicia y nos congregamos aquí para empezarla a dispensar a una de las principales y más ilustres provincias de la monarquía española, hablaría, Señores, de las altas virtudes del rey piadoso y bueno que vio el primero la necesidad y los grandes provechos de este nobilísimo Senado, y casi lo dejó ya establecido; o del augusto sucesor que ha querido señalar el primer año de su fausto reinado por este memorable hecho, como en felicísimo anuncio de los bienes que derramará sobre sus amados españoles. Presentaría aquí a los generosos extremeños alzando la voz, arrodillados a los pies de Carlos, y exponiéndole, humildes, las incomodidades, los enormes gastos, las tiranías sordas, las duras y cuasi necesarias vejaciones a que se veían reducidos por no tener en el centro de su ancho territorio un Tribunal alto de justicia donde clamar y ser juzgados; los infelices arrastrados continuamente casi cien leguas de sus pobres hogares por las dañadas artes del poder y de la mala fe; los padres de familias abandonándolas con lágrimas para asegurarles la subsistencia en los bienes de sus mayores torcidamente disputados por un caviloso pleiteante; y no pocas veces los mismos ministros de la ley dominados del feo interés o una torpe pasión, y transformados de padres en tiranos, amenazando con vara de hierro a los infelices pueblos encomendados a su crudo gobierno, y éstos sofocando en secreto los amargos gemidos de su penosa esclavitud o mal atendidos en tribunales lejanos, donde no alcanzaran o llegaran desfigurados los lastimeros gritos de su opresión y sus necesidades. La justicia misma presentaría yo protegiendo sus fervorosos ruegos y elevándolos al trono, autorizados con los sufragios de las dos más célebres lumbreras del Senado de Castilla, los excelentísimos condes de Floridablanca y Campomanes85, y al piadoso corazón de Carlos con aquella sabiduría y humanidad solícita, que le fueron como naturales mientras viviera, escuchando benignamente la súplica de sus amados pueblos y encomendando a su augusto hijo la justa pretensión de Extremadura; a este mismo hijo, ya rey y sucesor de las virtudes y altos designios de su piadoso padre, acordando con el ilustrado ministro, en quien depositó la suma de los negocios de justicia, la fausta erección de nuestra nueva Audiencia, y haciendo con ella la felicidad y el gozo de toda una provincia. Otro, tal vez, se dilataría en estas grandes cosas, y tomando lleno de entusiasmo la voz fiel y expresiva de Extremadura, ofrecería hoy a los Borbones, entre lágrimas de júbilo y ternura, el tributo más puro de su fidelidad y gratitud por tan señalado beneficio; pero el corto caudal de mis talentos y elocuencia se confiesa muy inferior a empresa tan difícil, y la deja de buena gana a otro orador más ejercitado y maestro en el sublime arte de celebrar las acciones virtuosas y grandes; mientras, unido como lo estoy a vosotros por la profesión, el ministerio y el corazón, os quiero hablar con sencillez y sin aparato de palabras de las arduas obligaciones que tomamos sobre nuestros hombros desde este señalado día, y de la estrecha necesidad en que nos ponen el honor, el agradecimiento, y cuanto puede entre los hombres haber de más sagrado, de satisfacerlas religiosamente; no defraudar la expectación pública que nos contempla en silencio; y llenar así los vastos designios concebidos por la patria en la erección de este augusto Senado.

En efecto, si como magistrados habíamos jurado ya entre sus manos los más santos y difíciles deberes, y éramos deudores al público de nuestros talentos y afecciones, de todo nuestro tiempo, de nuestro descanso y hasta de nuestra vida; si teníamos encomendada a nuestro cuidado su felicidad y su reposo, y debíamos velar para que él descansase; si, como oráculos de la justicia y de las leyes, nos veíamos en la estrecha y sagrada obligación de instruirnos continuamente para convertir nuestra instrucción al beneficio común; si no nos era dado el contentarnos apocadamente en nuestros Tribunales con dispensar la justicia privada a las partes que nos la demandaban, sino que debíamos estudiar sin cesar la constitución de las provincias, el genio de sus habitantes, sus virtudes y vicios, su agricultura, su industria, sus artes y comercio, el clima y ventajas de su suelo, y hasta los mismos errores y preocupaciones más envejecidas, para sacar de todo ello aquella ciencia pública del magistrado, aquel tino político y prudencia consumada que hacen acaso la parte principal de su elevado ministerio, y sin la cual no puede labrarse la felicidad de ningún pueblo, ni se llenan dignamente nuestras santas obligaciones; como ministros escogidos por la solicitud y paternal amor del señor don Carlos N, y colocados hoy para regenerarla en el centro de esta ilustre provincia, que hasta ahora puede decirse no ha oído sino de lejos la voz de la justicia, ni sentido su mano bienhechora, ¿qué no deberemos trabajar?, ¿a qué no estaremos obligados o qué tareas nuestras, qué solicitudes serán bastantes a tan graves y difíciles encargos? Así es, Señores. Y si todo magistrado debe ser instruido, nosotros debemos añadir más y más a las luces comunes, y aumentar con inmensas usuras el caudal de ciencia adquirido en nuestros Tribunales; si todo magistrado está puesto en una atalaya de continua solicitud para las necesidades de la patria, nosotros debemos velar día y noche, y añadir tarea sobre tarea para felicidad de Extremadura; si debe ser inocente como la ley que representa, y no hacer ni pensar cosa indigna de su alto ministerio, nosotros, que venimos por la primera vez a esta provincia y somos en ella la expectación y el ídolo de sus honrados habitantes, ¿a qué no deberemos sujetarnos para conservar a la toga su noble decoro y majestad? Si la torpe avaricia, la pasión, el sórdido interés, el espíritu de partido, la envidia vil, la maquinación y la dureza deben hallar inaccesible el corazón del ministro de la ley, y su alma incontrastable a sus fatales seducciones, entre ellas y nosotros debe haber siempre un muro de bronce, y ser tan iguales e impasibles como estas mismas leyes, para ofrecer con manos puras nuestros sacrificios a la justicia y pronunciar sin rubor sus sacrosantas decisiones. Y si, por último, sin la humanidad, el amor a la patria, la clemencia, la sencillez, el orden, la atención, la firmeza, la grandeza de alma y todas las virtudes, el magistrado se degrada siempre y cae derrocado de su alto ministerio entre el deshonor y la bajeza, nosotros, que hemos contraído con la nación y el soberano otros nuevos y más sagrados vínculos, aceptando estas sillas, debemos ser o los primeros de los togados españoles, o abismarnos por siempre en el más torpe envilecimiento, baldón y oprobio de la justicia contristada. Hubo un tiempo en que la ciencia del magistrado se creía reducida entre nosotros a los estrechos límites de distribuir la justicia privada, lanzar a una familia y autorizar a otra en una posesión, repartir una herencia, o

castigar el robo y el homicidio sin indagar sus causas, ni buscarles en la política un remedio seguro para en adelante precaverlos. Las ciencias que hoy conocemos, la legislación, el derecho, el derecho público, la moral, la economía civil, o no habían por desgracia nacido, o estaban en la infancia censuradas y aun mal vistas, cultivadas por pocos y sobre principios insuficientes. Las universidades, el taller de la magistratura con los vicios de su ancianidad, adictas religiosamente a las leyes romanas y a la parte escolástica de estas mismas leyes, criaban por desgracia una juventud que, entre mucho de gritos y sofismas, se envanecía contenta en la estrecha esfera de conocimientos estériles que en sus aulas se adquirían, y encanecía en la toga sin salir, si me es dado decirlo, de los primeros elementos de la verdadera jurisprudencia. La felicidad pública sufría los tristes efectos de tan doloroso atraso: la industria desmayaba; desfallecía la agricultura; la juventud lloraba su educación desatendida; multiplicábanse los delitos de la ociosidad y la ignorancia; y el genio español parecía condenado por una fatalidad inevitable a ser esclavo desgraciado de las naciones extranjeras que, despertando antes y corriendo con ardor por el intenso espacio de las ciencias, habían adelantado en conocimientos útiles y, con ellos, en industria y prosperidad. Las leyes deciden siempre de la suerte de los pueblos, los forman, los modifican y rigen a su arbitrio, y sus ejecutores tienen con ellas en su mano su felicidad o su ruina; pero esta importante cuan sencilla verdad, o se había olvidado entre nosotros, o, aunque de clarísima evidencia, no estaba aún bastante conocida para hacer de ella un principio, ni calcular dignamente su inmensa utilidad; siendo como indispensable en el orden moral el reinado feliz de los Borbones para darle una luz nueva, y restaurar así la monarquía española, que agonizaba con la débil y enfermiza vida del último austriaco. A la voz creadora del señor Felipe V las ciencias, abandonadas, vuelven a renacer en el suelo español, y empieza con ellas un nuevo orden de cosas en bien de la nación: los talentos se agitan y sienten la activa impaciencia de instruirse; recobran las leyes su augusta autoridad y se renuevan o mejoran; y los magistrados castellanos ven abierto delante de sí un campo de gloria y de trabajos en que señalarse con fruto y ejercitar su noble celo. Síguenle el pacífico Fernando y su piadoso y justo hermano; la ilustración a su impulso crece por todas partes, propagada con mayor rapidez, y son a su sombra mejor oídas las reformas útiles. La moral y la filosofía, las luces económicas, las ciencias del hombre público hallan protección en el trono, y empiezan a contar ilustres aficionados en la toga, hirviendo todos en el noble deseo de instruirse y adelantar en ellas dignamente hasta igualar a las naciones que nos compadecían, y ya no se mofaban de nuestras estériles tareas. Estas ciencias las necesitamos nosotros más particularmente en la brillante carrera que hoy se nos presenta; debemos tenerlas a la vista y consultarlas sin cesar; y si algo hemos de hacer de grande y de glorioso por Extremadura, de ellas solas hemos de recibirlo. Otras provincias, a quienes cupo la suerte de tener ya en su seno un Senado a quien clamar en sus necesidades, son conocidas y escuchadas de él; sus ministros han podido estudiarlas por una larga serie de

observaciones prácticas, y han logrado en gran parte de la mano bienhechora de la justicia las mejoras y auxilios de que son capaces. Los expedientes generales, las demandas fiscales, las representaciones, los recursos, y hasta los mismos pleitos y desavenencias de las partes, han sido indirectamente otros tantos medios de conocer su estado, sus atrasos y disposiciones para poder ocurrir a sus necesidades con saludables medicinas. Pero Extremadura ha sido hasta aquí en el imperio español una provincia tan ilustre y rica como olvidada, aunque nunca le hayan faltado hijos insignes, que pudieron darle su parte en la administración pública, como otras la han tenido. Todo está por crear en ella, y se confía hoy a nosotros: sin población, sin agricultura, sin caminos, industria ni comercio, todo pide, todo solicita y demanda la más sabia atención, y una mano reparadora y atinada para nacer a su impulso, y nacer de una vez sobre principios sólidos y ciertos, que perpetúen por siempre la felicidad de sus hijos y, con ella, nuestra honrosa memoria. Hasta aquella escasa porción de conocimientos, que en otras provincias se suele hallar entre sus nobles y su clero, es aquí por lo común más limitada; la veréis envuelta en sombras y tinieblas espesas. En medio de un suelo fértil y abundante, como aislados en él y apartados de la metrópoli por muchas leguas, sin puertos ni ciudades de grande población, donde uniéndose los hombres se corrompen y se instruyen, perfeccionan sus artes y sus vicios, ni el clero, ni los nobles de Extremadura pudieran cultivar hasta ahora sus ricos y admirables talentos según sus honrosos deseos. Así que, retirados y ociosos en el seno de sus familias, con unas almas grandes y elevadas, pero duras y encogidas, han cuidado más bien de disfrutar sus gruesos patrimonios y acrecentar sus granjerías, que de salir a ilustrarse ni ejercitar su razón en el país inmenso de las ciencias. No es culpa suya, no, esta escasez de luces. Enclavados, por decirlo así, en lo postrero de España, en un ángulo de ella poco frecuentado; sobrados en su suelo y sus hogares, sin deseos vivos que satisfacer por medio de la instrucción, y sin colegios ni estudios públicos donde recibirla dignamente, no les ha sido dado otra cosa, ni aquella activa impaciencia de la necesidad, superior a los estorbos, que todo allana y lo sojuzga. Y esta ilustre provincia, cuyo genio pundonoroso la arrastra al heroísmo en todas las carreras, cuyos hijos se han señalado siempre en cuanto han emprendido de grande y de difícil, y que con las famosas conquistas de sus Pizarros y Corteses mudó en otro tiempo la faz de Europa, abrió al comercio y la industria las anchísimas puertas de un nuevo mundo, y a la sabiduría un campo inmenso, una inexhausta mina de observaciones y experiencias en que ocuparse y engrandecerse, es hoy por desgracia la menos industriosa de las que componen el dominio español, y la que menos goza de los riquísimos frutos del sudor y la sangre de sus inmortales hijos. Hoy se fía a nosotros el empeño difícil cuanto honroso de proveer a tan graves necesidades, de regenerarla, de darle nueva vida. ¡Qué empleo tan augusto y sublime!, ¡qué satisfacción tan pura!, ¡qué llenos y sazonados frutos de gloria y alabanza nos aguardan en la posteridad, si sabemos sacar de nuestra posición y la suya las grandes ventajas que podemos en tan ilustre y señalada carrera! De nuestra sabiduría, de nuestra constante

aplicación, de nuestro celo paternal espera y debe recibir Extremadura todo lo que le falta. Bien hemos podido conocerlo en la delicada visita que acabamos de hacer, y en los graves objetos que se encomendaron en ella a nuestro examen. No fue por cierto la molesta y odiosa residencia de un corregidor interesado, los maliciosos descuidos de un alcalde parcial, o los criminales manejos de un escribano infiel o caviloso, lo que impidió hasta ahora las funciones de nuestro augusto ministerio y nos llevó a visitar nuestros partidos con tan afanosa solicitud. Cosas mayores nos encomendó y espera de nosotros la sabiduría del augusto Carlos IV. Su suelo, su población, su agricultura, su industria, todos los objetos de provecho común han debido ocupar nuestra especulación y llamar hacia sí todo nuestro cuidado. Nosotros, que, reunidos ahora bajo este glorioso dosel, empezaremos a dispensar con inalterable igualdad a estos pueblos la santa justicia, y a escuchar cada día sus clamores o sus quejas, hemos ido antes a atenderlos de cerca y en medio de sus mismos hogares, a conocer su estado y sus necesidades verdaderas para poderlas remediar más acertadamente. Nada ha debido desestimar nuestra atención, nada pasar por alto, nada mirar con desdeñoso orgullo. De objetos al parecer pequeños nacen a veces las mayores utilidades; nada que puede hacer la felicidad de un solo hombre es pequeño; nada lo es en las artes del gobierno; nada lo es que puede ser perpetuo, y un solo pueblo puesto una vez en movimiento, dirigido bien y encaminado hacia sus verdaderos intereses, es en una provincia como un fuego regenerador que se propaga por los demás, y los anima y pone en saludable agitación. No digo por esto que hayamos debido descuidar en nuestras residencias el importante punto del orden y distribución de la justicia, ¡ojalá que esté yo poseído de un temor vano, y que el éxito no responda a mi triste desconfianza!, pero en unos pueblos llenos de bandos y partidos, y ciegos por mandar a cualquier precio; entre gentes ignorantes que ni aun aciertan a ver los precipicios para poderlos evitar; en unas villas donde los corregidores han podido ser déspotas, y donde siempre se halla a mano desgraciadamente un genio maligno y revoltoso, dispuesto a la acusación y a la calumnia para enredar en pleitos y perder familias enteras; en un país dividido entre infelices jornaleros y hacendados poderosos, que habrán sofocado con su voz imperiosa el gemido del pobre y hecho valer, para arruinarlo con mil injustas pretensiones, el dinero y el favor; forzoso es que a cada paso hayamos visto con íntimo dolor conculcada la majestad de las leyes y trastornado el orden judicial. Delitos graves habrá habido escandalosamente autorizados o disimulados, mientras que otras faltas livianas se hayan acriminado con encono y furor; calumnias y maquinaciones disfrazadas con el velo de un celo santo o de la común utilidad; usurpaciones y rapiñas paliadas y aun protegidas descaradamente, y todo género, en fin, de desorden y maldad. Procesos habremos hallado empezados de muchos años, imposibles ya de reintegrar; otros de tal arte confundidos, que el genio más perspicaz y ejercitado no acertaría a desenmarañarlos, ni a sacar de entre sus heces el punto dudoso ni sus pruebas. Causas se hallarán o rotas o truncadas, y mostrando otras, en cada diligencia, ignorancias o prevaricaciones. ¡Cuán difícil, cuán arduo habrá sido aplicarles a todas una mano reparadora y volver a la

justicia su noble y santa sencillez! ¡Qué molesto, qué amargo para el magistrado estudioso que siente todo el precio de los días, y los ve volar y deslizarse sin sacar otro fruto de sus largas vigilias que el fastidioso y triste desengaño de palpar más y más la maldad y corrupción del hombre! Mas la obligación del ministerio lo exigía, su voz imperiosa lo mandaba, y ha sido forzoso inclinar la cerviz y obedecer, enmendarlo y repararlo todo, disimular aquí, usar allí de rigor, más allá de cautela, en otra parte de resolución, y en todas de una prudencia consumada para asegurar el acierto. Cada cual vendrá ahora con el caudal de noticias y útiles desengaños adquiridos por su ilustrada observación; y el Tribunal formado hará de todos ellos la digna estimación que se merecen para establecer la justicia y el orden legal sobre principios sólidos, inmutables, luminosos, y empezar un sistema de obrar inalterable en que hable la ley sola, y nunca el ciego arbitrio ni la voz privada del juez. Pero no, Señores, no nos dejemos seducir de un celo desmedido, ni por el ambicioso deseo de una soñada perfección nos embaracemos en nuestras delicadas operaciones; condúzcannos en ellas la indulgente humanidad y la circunspecta moderación, ni seamos injustos buscando la justicia. Disimulemos de buena gana cuanto con ella fuere compatible; hagámonos cargo del estado infeliz que han tenido los pueblos que hemos visitado; de que muchas de sus faltas, por abultadas que se ofrezcan, son, sin embargo, efectos necesarios de su antigua constitución y el olvido en que han yacido; y si los Tribunales mismos de donde venimos, en medio de su continua vigilancia, se ven a cada paso en la triste, pero forzosa necesidad, de cerrar los ojos sobre ciertas culpas livianas o de corta influencia en el sistema general (porque quererlo remediar todo sería destruirlo todo y confundirlo, distrayéndose a cosas de aire con olvido de las más importantes), seamos nosotros hoy aún más indulgentes y mirados, y escarmentemos por ahora con un saludable rigor lo que ya no puede disimularse, las faltas generales, las transgresiones manifiestas y de bulto más criminal. La perfección estará reservada al Tribunal que establecemos, obra de las luces de nuestros días y fruto de la prudencia consumada. Él, Señores, puede ser un modelo de administración pública en toda la nación, una escuela práctica de la jurisprudencia más pura, un semillero de mejoras útiles, un verdadero santuario de la justicia y de las leyes, y empezar sus útiles tareas con un orden y exactitud en que nada se disimule, en que todo tenga y se suceda en su debido lugar. A los demás su misma ancianidad, y tal vez las opiniones y usos de los siglos de error en que fueron creados, les han hecho recibir ciertas máximas acaso dañosas y dignas de censura, pero que ya les son como naturales, autorizadas, cual se ven, no pocas por sus mismas ordenanzas, y que si un magistrado nuevo desdeñase en el día, o quisiese contradecir, sería al punto mal visto, censurado, desatendido de sus compañeros y tenido de todos por orgulloso novador. La justicia y las leyes es verdad que son unas, y que hablan dondequiera el mismo lenguaje incorruptible y puro; pero la versión de este idioma y su acertada aplicación la ha de hacer siempre el hombre, que es en todas partes, sin advertirlo, esclavo desgraciado de sus opiniones, de la edad en que vive, de los libros y doctos que le cercan, del cuerpo a que está

unido. Mas nosotros, que fundamos este ilustre Senado a fines del siglo XVIII, en que las luces y el saber se han multiplicado y propagado tanto que casi nada dejan de desear; en que la filosofía, aplicada por la sana política a las leyes, ha dado a la jurisprudencia un nuevo aspecto; en que el ruinoso edificio de los prejuicios y el error cae y se desmorona por todas partes; en que la humanidad y la razón han recobrado sus olvidados derechos; en que, a impulsos de la sabiduría y el patriotismo del jefe supremo de la magistratura se han examinado en el Senado de la nación tantos expedientes generales sobre puntos gravísimos; en que las ciencias económicas ocupan en gran parte la administración pública; y en que, por último, se ha demostrado la descuidada cuando eterna verdad de que todo se toca y está unido en la legislación como en el gran sistema del universo; de que la decisión del pleito más pequeño influye necesariamente en el orden social y la felicidad pública; de que despojar o mantener a un pobre labrador en sus arrendamientos anima o desalienta la agricultura en todo un territorio; juzgar la causa de dos fabricantes aniquila o hace florecer una industria; favorecer o dar por tierra a un solo privilegio vuelve todo un pueblo a la justa igualdad de la ley o lo divide en bandos enemigos; y condenar un delito sin considerar el germen oculto que acaso tiene en la misma sociedad, las causas necesarias que lo produjeron, y los medios políticos de extirparlas en su raíz, pueden ser multiplicarlo en vez de destruirlo; nosotros que, en este tiempo venturoso, entre estas luces saludables, con tan largos, tan copiosos auxilios, entre estos principios y opiniones, erigimos este Senado, debemos nivelarlo con el siglo y fundarlo de necesidad sobre su alta sabiduría y sus dogmas de legislación. Nos degradaríamos si obrásemos de otro modo; y la nación y sus sabios, que nos contemplan en silencio para juzgarnos después con severidad incorruptible, nos clamarían llenos de indignación: «¿Qué habéis hecho vosotros que fuisteis entresacados de los Tribunales españoles para tan grande obra, y en quienes depositamos toda nuestra esperanza?, ¿qué fue de vuestro saber y vuestro celo?, ¿qué de vuestras decantadas tareas?, ¿dónde está el fruto, dónde, de vuestra prudente sabiduría? Mostradnos ese plan, esos principios, ese orden de cosas que habéis establecido. ¿Tuvisteis por delito el apartaros de las sendas comunes o nada habéis hallado que mejorar en ellas? ¡Delincuente cobardía!, ¡ceguedad vergonzosa! En medio de tanta luz como nos ilumina, ¿no acertáis a ver los errores que todos reconocen? Los escritores públicos los han denunciado al Tribunal de la razón, que los juzga y proscribe en todas partes, ¿y vosotros los ignoráis? Ella los persigue y ahuyenta, ¿y los acogéis vosotros? Aquellos mismos que se ven obligados por una triste fatalidad a sujetarse a ellos, lloran amargamente en secreto tan dura esclavitud, ¿y vosotros, a quien la suerte libró de su dominio, volvisteis preocupados a doblarles la cerviz? ¿Tan mal los conocéis?, ¿tanto los idolatráis? Otras esperanzas concebimos al colocaros en esas sillas, otros fueron nuestros anhelos, y otros servicios y ejemplos nos debéis». No sea así, Señores, no sea; y en cuantos ramos se sujetan a nuestra especulación y han sido digno objeto de nuestros desvelos y tareas, abracemos con sabia libertad las novedades útiles que puedan mejorarlos. Es propio del hombre y cuanto él hace degenerar y corromperse; y el

edificio que no se repara y mejora, incómodo y ruinoso, al cabo se destruye. Cerremos, pues, los oídos al importuno clamor de la costumbre y la torpe desidia, bien halladas siempre con los usos antiguos; obremos y mejoremos, y sean nuestras maestras y sabias consejeras la razón y la filosofía. ¡Qué no podremos hacer con tan ilustres guías en todas las partes de la jurisprudencia!, ¡y qué de reformas promover y llevar a su feliz término en bien de la humanidad y nuestra patria! La criminal, si menos imperfecta que en otras naciones, no está empero libre entre nosotros de fatales errores y de falsos principios para podernos ocupar. ¡Ah!, si nuestras gloriosas vigilias hiciesen con el tiempo menos dura la condición del delincuente en sus prisiones; si alcanzasen a hacer menos común su arresto sin riesgo de su fuga; si abreviasen o simplificasen las pruebas de su defensa o su condenación; si hiciesen más pronto y más igual, más análogo, el castigo con la ofensa; si lograsen desterrar, ahuyentar para siempre del templo augusto de la justicia esa práctica dolorosa, inútil, indecente, ese horrible tormento proscrito ya de todas las naciones, indigno de la honradez española, y mal traído a nuestras sabias Partidas de las leyes del imperio; si arrancasen un solo inocente del suplicio; si hicieran que entonces la ley le dispusiese una llena reparación de sus perjuicios y amarguras, como le hubiera multado con sus penas hallándole culpado; si lograsen una que remunerara al hombre de bien por su virtud entre tantas que le castigan; si alcanzásemos al fin que una distinción, un color, un galardón cualquiera, pero solemne y público, nos señalasen al padre de familias honrado, al artesano industrioso, al comerciante fiel, ¡por cuán afortunados nos podremos tener!, ¡con qué honor sonarán nuestros nombres de una en otra edad!, y ¡cuántas bendiciones nos preparan en ellas las almas sensibles y los amigos del género humano! La necesidad estableció las leyes cuando los hombres se unieron por la primera vez, deponiendo en el común su dañosa independencia, y formando entre sí, a ejemplo de las pequeñas y dispersas, estas grandes familias derramadas sobre la haz de la tierra de tiempo inmemorial. La sociabilidad, este impulso del corazón humano hacia sus semejantes, constante, irresistible, que nace con nosotros, se anticipa a la misma razón, y nos sigue y encierra en el sepulcro, nos acercara y uniera mutuamente, no de otra suerte que los cuerpos gravitan y se atraen en el gran sistema de la naturaleza para formar concordes este todo admirable en permanente sucesión, que nos confunde y asombra por su perfección e inmensas relaciones. El deseo común y poderoso de la felicidad que encendiera en los humanos pechos el Hacedor Supremo, el sentimiento íntimo de su poquedad y miseria, y las grandes ventajas de las fuerzas parciales reunidas, les clamaban en fin por otra parte para completar esta dichosa unión, y disfrutar en ella de la seguridad y bienandanza que en vano buscarían en sus cabañas solitarias. Pero bien pronto el amor propio, conducido por un entendimiento ciego o desalumbrado, la desfiguró en su raíz haciéndose el centro de ella y encendiendo el corazón en ambiciosas pretensiones, alzó un tirano odioso en cada hombre, que no aspiró a otra cosa que a doblar sus iguales a su injusta voluntad, sacrificados a sus antojos o a sus desmedidos deseos. Entonces habló la ley por la primera vez. Alzándose como señora sobre

todos y señalando a cada uno, con el acuerdo más prudente, el lugar que debiera llenar en el cuerpo social, intimándole en él sus derechos y obligaciones, les dijo con imperiosa voz: «Tú mantendrás este lugar; mi brazo te protegerá; y al que asaltare tu inocencia, castigaré severa con una pena igual a su delincuente trasgresión; la ofensa pública será la medida de mis crudos escarmientos, y con ellos apagaré en los corazones el fatal veneno de la pasión que los deprava». Por desgracia, no siempre usó la ley de este sencillo término, de este sagrado y purísimo lenguaje; y, obra del hombre y sus escasas luces, no siempre señaló con el dedo de la incorruptible justicia los límites de su seguridad y libertad a cada ciudadano. El tiempo también, que todo lo desfigura, y un espíritu equivocado de dañosa imitación, han influido no poco en todas las naciones para la imperfección del tesoro sagrado de sus leyes. Las ciencias positivas, las abstractas, las artes más difíciles han logrado elevarse, por concepciones y experiencias tan atrevidas como nuevas, a una esfera tan alta, que apenas el ingenio alcanza a contemplarlas; pero sacudieron el yugo de la autoridad y la costumbre, y osaron trabajar sobre sí propias para aumentar así sus ricos fondos y llegar a la perfección en que las vemos. Otro tanto debió hacerse con la ciencia augusta de dirigir y gobernar al hombre. Cada pueblo, que tiene un carácter individual que le distingue de otro pueblo, que habita un clima y suelo determinados, adora a la divinidad con fórmulas y ceremonias particulares y se halla en un cierto grado de civilización y cultura, debe ser legislador de sí propio y dictarse las leyes que deben gobernarle. Pero nunca ha sido así. Nunca legislador, sino el profundo y original Licurgo, conoció bien sus fuerzas y sus luces para entregarse a ellas y no mendigarlas de otra parte. O la admiración exaltada o la adormecida pereza se olvidaron de estos sabios principios, y, siguiendo siempre los caminos trillados, los códigos criminales se han copiado a porfía unos a otros. Ninguno ha sabido ser original; ningún legislador, estudiar dignamente a su nación para asentarla en el grado que en la escala social le señaló la naturaleza. Roma pidió sus leyes a la Grecia, ésta las recibió de Egipto, y éste acaso las tomó de Creta. Así, las leyes circulan de clima en clima, de gobierno en gobierno, y de una en otra edad. Y el español del siglo XVIII, con otro genio, otras opiniones, otra religión, otros usos, otro estado, en fin, político y civil que el romano del de César, sigue no pocas veces, sin advertirlo, una ley de este imperioso dictador establecida en Roma entre las sediciones de los Comicios o trasladada a sus famosas tablas con más alta antigüedad de la cultura y corrompida Atenas. Abramos si no nuestros códigos y hallaremos a cada paso palpable esta verdad. Resoluciones de jurisconsultos romanos, o rescriptos privados de sus emperadores, leyes del siglo XIII, del XIV, y lo que más es hasta de la rudez primera de nuestra ilustre monarquía, sabias y acertadas entonces para nuestros padres, sencillos cuando poco cultos, pero insuficientes o dañosas a nuevos vicios y necesidades nuevas, que nos cercan y asaltan por todas partes, rigen cada día nuestras más solemnes acciones y deciden por desgracia de nuestra suerte y libertad86. Verémoslas enhorabuena como el resultado de la voluntad pública, anunciado a sus pueblos por la boca de nuestros augustos soberanos; pero

reconozcamos los defectos con que el tiempo nos las ha transmitido, para pensar, si es posible, en su oportuno remedio. O reconozcamos más bien, confesémoslo sin rubor, que en la parte criminal nos falta, como a las más de las naciones, por no decir a todas, a pesar de sus luces y decantada filosofía, un código verdaderamente español y patriota, acomodado en todo a nuestro genio, a nuestro suelo, a la religión, a los usos, a la cultura y civilización en que nos vemos. Entretanto, jamás se aparte de nuestro corazón, viva y respire con nosotros lo infinito que valen a los ojos de la razón y la ley la vida, el honor, la libertad del ciudadano; y que, para conservar mejor estos preciosos dones, con que le enriqueciera su Hacedor, vino y dobló gustoso la cerviz a la imperiosa sociedad, mas sin por esto abandonar del todo ni cederle sin reserva sus imprescriptibles derechos: que no toda acción mala es luego delincuente; que el hombre, en no turbando el orden público con sus acciones o palabras, no está en ellas sujeto a la inspección severa de la ley; que ésta y el magistrado deben ser iguales e impasibles; que se degradan torpemente buscando el delito por caminos torcidos; que la sorda delación envilece las almas, y quiebra y despedaza la unión social en su misma raíz; que toda pena superior en sus golpes a la ofensa es una tiranía y, no dictada por la necesidad, un atentado; que para producir sus saludables frutos debe ser siempre pronta y análoga al delito. Y si alguna vez viésemos que la ley se aparta por desgracia de estos sagrados e invariables axiomas; si la viésemos en contradicción palpable con la primera y más fuerte, la de la conservación individual, exigir imperiosa de la boca del reo la confesión de sus yerros para llevarle por ella al cadalso, obligándole así a profanar mintiendo el augusto nombre de su inefable Autor, o a ser asesino de sí propio; si la viésemos arrastrarle con una mano bárbara al potro y los cordeles, y arrancarle entre el grito del dolor más acerbo y las congojas de la muerte una confesión inútil; si hiciese al arrestado, afligido tal vez con la inútil dureza de un encierro, y arrestado a romperle por un deseo cuya imperiosa fuerza todo lo arrastra y atropella, un nuevo delito de su fuga; si la viésemos misteriosa y sombría en sus pasos y sumarios, o ensangrentarse acaso con el delincuente que castiga, y endurece el corazón en vez de escarmentarle; si no respetase, cual debe, la libertad del ciudadano, o abriese las puertas a la dilación y al maligno artificio por quererla atender demasiado; si sus decisiones, en fin, no fuesen tan sencillas y claras como la misma luz para atar con ellas el espíritu y corazón del juez en sus arbitrios e interpretaciones, expongamos unidos y con fiel reverencia a los pies del trono español nuestras dudas y observaciones; consultemos, Señores, y clamemos al buen rey que nos ha colocado en estas sillas, y acaso será obra de la nueva Audiencia de Extremadura, la reforma necesaria del Código criminal español, tan ardientemente deseada de los magistrados sabios como de los celosos patriotas. Más ancho campo, pero más espinoso, menos frecuentado y más arduas dificultades se nos presentan en la parte de las leyes civiles. Por desgracia, es esta parte la más imperfecta, la más oscura, la menos combinada en todas las naciones. Y, dondequiera que volvamos los ojos, alumbrados de la antorcha segura de la filosofía, no hallamos sino continuos tropiezos y peligros: casos en lugar de principios, raciocinios

falsos autorizados como dogmas legales, opiniones particulares erigidas malamente en leyes, doctores y pragmáticos en continua contradicción, y el enredo y el litigio burlándose a su sombra de la sencilla buena fe con descarada impunidad. Parece que aquella suma sabiduría que gobierna con sus eternas leyes todo el universo, y en su primer estado acaso destinada al hombre a gozar en común en el seno feliz de la paz y la inocencia de los largos y copiosos dones de que le había cercado con mano profusa y liberal, indignada con él al verle atesorar para un oscuro porvenir, separándose así de sus intenciones bienhechoras, le quiere hacer comprar al precio más subido la temeraria trasgresión de sus altísimos decretos por las incomodidades y amarguras a que le condena en todas partes con la fatal propiedad. La patria potestad y las tutelas, las dotes y los pactos nupciales, los contratos, las disposiciones postrimeras, los intestados luctuosos, las servidumbres, la penal prescripción, las partes, en fin, todas del Código civil, ¿por qué triste necesidad han de ocupar volúmenes sobre volúmenes de errores y tinieblas, revueltos más y más y confundidos por esa serie bárbara de glosadores y eternos tratadistas, y no habrán de reducirse ya, después de tantas luces y experiencias, a pocas leyes, claras, breves, sencillas, que todos, todos, hasta los más rudos aldeanos entiendan por sí mismos para regular sus acciones y puedan fácilmente retener?, ¿por qué una libertad ilimitada de modificar su voluntad, y añadir condiciones a condiciones, y cláusulas a cláusulas, ha de dar a cualquiera el dañoso derecho de multiplicar los pleitos y ocupar con ellos la preciosa atención de los Tribunales de justicia, distrayéndolos así de los objetos grandes de gobierno a que está vinculada la común felicidad?87 ¿Por qué el hombre nacido con el sagrado derecho de sacar su alimento de la tierra regada con su sudor y con sus lágrimas, o de convertir sus conatos, aplicar su ingenio y sus afanes al taller y al oficio que más gratos le son, lo ha de llorar perdido a cada paso, y ha de ver con dolor sus brazos vigorosos sin poder ocuparlos en la tierra, ni darlos a la industria, a que le arrastra una invencible inclinación, si por desgracia la amortización fatal le ha robado esta tierra, o una errada corporación ha estancado esta industria en pocos brazos por intereses o ignorancia opuestos siempre a él? ¿Por qué las leyes, si deben conspirar a mantenernos todo lo posible en la primera igualdad y su inocencia, han de acumular las riquezas en pocos, para con ellas corromperlos y degradarlos, envileciendo a par a los que se las roban?, ¿han de desarraigar a millares para mantener ilesa una dañosa vinculación?, ¿dividirán las familias con una institución digna sólo de los siglos de horror y sangre en que fue hallada?, ¿no han de poner un término a la codicia en sus inmensas adquisiciones?, ¿han de hacer enemigas las clases del Estado con los privilegios y excepciones que les han concedido?, ¿no arreglarán por sí mismas las sucesiones en vez de dejarlas, como lo están, al capricho incierto, a la imaginación asustada de un moribundo, dirigido frecuentemente por los asaltos y astutas sugestiones de personas extrañas, codiciosas de arrebatarle sus bienes en aquellos momentos de dudas y agonías, en que la libertad está apagada y el terror engrandece sus fantasmas, aprovechándose así de su debilidad y deplorable estado para encrasarse en su fortuna, apoyando en la ley misma la torpe seguridad de sus manejos?

¿Por qué esta continua variedad de jurisdicciones y magistrados, estas exenciones y fueros con que se tropieza a cada paso, y rompen, por decirlo así, la sociedad y la dividen en pequeñas secciones? ¿Por qué estas competencias inútiles, mejor diré, dañosas a la inocencia y al delito, que embarazan el orden público con sus formalidades, detienen el brazo severo de la ley en su pronta ejecución, y dividen y desautorizan sus ministros? Justicia de los hombres poco sabia, ¡qué de cosas tienes que hacer para ser justa! Nuestros códigos son un arsenal donde todos hallan armas acomodadas a su deseo y pretensiones; son como las armerías de los reyes, donde las piezas raras, llenas de orín y polvo de los siglos más distantes, están unidas y se tocan; encierran leyes contra leyes, otras sin objeto determinado, leyes inútiles, insuficientes, enmendadas, suplidas, olvidadas; todo, menos unidad y sistema; todo, menos principios y miras generales. El mal no se conoce por inveterado y común; el cuerpo político abunda de códigos y leyes hacinadas, y cada día promulga leyes nuevas. Así anhela el hidrópico por el licor que le mata, y aumenta los ardores de su sed con el agua misma con que intenta apagarla. Hasta las fórmulas tan sabiamente introducidas en los juicios para asegurar la libertad y mantener el orden se ven convertidas en triste perdición de la sencillez que pleitea; y siempre útiles a la parte injusta y cavilosa, son una trinchera fatal donde se guarece la mala fe para asestar sus tiros en derredor. Hoy es como un estado el pleitear, y la incauta inocencia, puesta al lado de un litigante artero y de profesión, sostenido de un letrado de los que por desgracia se llaman prácticos en nuestro infeliz foro, se verá privada con dolor de sus derechos más sagrados, y clamará su fruto a la justicia para hacerle cesar en sus inicuas vejaciones. Su contrario la enredará a cada paso en dilaciones e incidentes, maliciosos sí, pero autorizados por la ley; los magistrados mismos mirarán con horror tan indecentes arterías; pero acabará, sin embargo, con su paciente y con su vida en brazos de la amarga incertidumbre sin poder alcanzar de la justicia la reparación de su fortuna. Nuestros padres, rudos y sencillos en todas sus acciones, soldados más bien que ciudadanos, y dedicados a la guerra y a la agricultura, contentos con poco, y conociendo pocas necesidades, comparecieron por sí mismos en los Tribunales de justicia y por sí mismos defendieron sus causas. La buena fe les sirvió de abogado, y el juez era más bien un árbitro pacífico de sus poco reñidas diferencias que el ministro severo de la ley para decidirlas según ella. La sociedad se fue perfeccionando; y creciendo con la avaricia y la riqueza los intereses encontrados, el artificio y el fraude se retiraron a los contratos, cubriéronse de fórmulas y condiciones ambiguas, y fueron ya precisos otro estudio más alto, otra sagacidad para descubrir en ellos la justicia y dar luz a las sombras que la desfiguraran. Entonces empezó por la primera vez en los juicios la fatal distinción del fondo y de la forma: fueron diferentes un proceso justo y un proceso bien dirigido, y fue a veces más arduo reintegrar una causa mal instruida por un juez o un abogado ignorantes o parciales, que seguir hasta su decisión el objeto principal. La sutileza cavilosa inventó los artículos a pretexto de la necesidad; y luego, de repente, el tenebroso

enredo embrolló la sencillez augusta de las leyes, haciendo de la justicia un vergonzoso tráfico, llenando sin rubor su templo sacrosanto un enjambre famélico de gentes, interesadas por su misma profesión en oscurecer y dilatar los negocios para vivir y enriquecerse a expensas de la ignorante credulidad. ¡Qué triste condición la del inocente magistrado, rodeado siempre de estas clases subalternas, en continua atalaya de un momento suyo de ocupación o inadvertencia para sorprender al punto su descuidada rectitud, y en nombre de la misma justicia hacerle caer en alguno de sus lazos de torpe iniquidad! ¡Ah!, si viésemos alguna vez estos lazos disimulados por la ley; si hallásemos los juicios eternizados en daño de las partes por formalidades poco útiles; si descubriésemos la sutileza mañosa sustituida en ellas a la buena fe; si notásemos la ley, guiando como por la mano al ciudadano, y la prudencia de otro lado advirtiéndole para que desconfíe y se resguarde; si la astucia sagaz le tendiese sus redes, y ni la rectitud ni la verdad bastasen a librarle de su enmarañado laberinto, clamemos también sobre estos gravísimos objetos; clamemos y representemos confiados, que ni los paternales oídos del augusto Carlos se negarán a la justicia de nuestras prudentes reflexiones, ni su recto corazón al celo que nos mueva. En nuestros acuerdos hallaremos cada día motivos y ocasiones para hacerlo así. No haya expediente, si es posible, que no se haga en nuestras útiles discusiones un objeto de beneficio común; no haya uno de que no saquemos los materiales de una providencia general o una reforma; no haya uno que no corte algún abuso, algún error dañoso de administración; no haya, en fin, ni uno solo que le contemplemos aislado; generalícense todos, y observémoslos, y tratémoslos como eslabones de esta admirable cadena del orden social, en que está librada y se vincula la felicidad de los pueblos. Permitidme, Señores, que se desahogue mi corazón tratando estas materias. Mi afición decidida a la legislación y ciencias económicas y su altísima importancia, me hicieran siempre desear que los acuerdos fuesen como unas asambleas de estas utilísimas ciencias y unas Salas en los Tribunales verdaderamente de gobierno; que de ellos saliesen no tanto la estéril decisión de un expediente o representación particular sobre la elección de un personero, o el remate de un abasto en una villa aislada y desconocida, como resoluciones generales que vivificasen las provincias; que resonasen continuamente como propuestas y consultas de saludables mejoras en el actual sistema de administración pública a impulso de las luces y el celo; y que, en fin, se abrazase en ellos por principios un sistema fijo de unidad, y se obrase siempre teniéndole a la vista. Hoy nos es dado realizar este saludable deseo para bien general de Extremadura. Contemplemos por un momento esta ilustre provincia, mayorazgo de nuestra ignominia o nuestra gloria; esta provincia nueva en todo, permitid que lo diga, y encomendada a nuestras manos. Dondequiera que las volvamos, que tendamos la vista, podremos arrancar un mal y sembrar al punto un bien. Su población, ¡cuán pequeña es!, ¡cuán desacomodada con la que puede y debe mantener! Montes y malezas espantosas ocupan terrenos preciosos y extendidos, que nos están clamando por brazos y semillas, para ostentar con ellas su natural ferocidad y alimentar millares de nuevos

pobladores. Sus fértiles valles y llanuras esperan en acequias las aguas y el caudal inútil de los ríos que le son de daño en vez de fecundarlos; sus inmensos baldíos, repartimientos y labores; sus famosos ganados, libertad en sus nativos pastos; sus pobres trajineros nos claman por caminos cómodos para el comercio y salida de sus abundosas producciones. Las madres de familia nos piden labores sencillas para sus hijas inocentes; los ricos hacendados, luces, métodos, dirección con que mejorar el cultivo y establecer industrias; la primera edad, escuelas y educación; la juventud, estudios y colegios; los delincuentes de uno y otro sexo, casas de corrección, que uniendo la seguridad a la salud, enmienden su corazón extraviado y los conviertan en ciudadanos útiles; y todos a una vez, justicia y protección. ¡Qué de grandes, de sublimes objetos para despertar en los acuerdos nuestro celo generoso, ocuparnos sin cesar, y hacer en ellos la felicidad de cuatrocientas y cincuenta mil almas que todas se convierten a nosotros y nos la piden! Cuatrocientas y cincuenta mil almas esperan de nosotros su felicidad. Vedlas, si no, rodearnos, fijar en nosotros los ojos, bendecir este día como el día de la justicia y el colmo de sus esperanzas, y entre aclamaciones y lágrimas, tendidas las manos, exclamar y decirnos: «Alcaldes del crimen, ministros del rigor y la clemencia, unid en vuestros juicios la humanidad a la justicia; cerrad los oídos a la delación, y con ella a las venganzas y la división de las familias, que mejor, es cierto, dejar alguna vez un exceso olvidado, que abrir a la calumnia esta terrible puerta, y envolver a un inocente en las dudas crueles de un juicio, fatal siempre por sus vejaciones y amarguras; mirad como propio el honor sagrado de las familias; ved que gobernáis un pueblo honrado y generoso. ¡Ah!, jamás infaméis ninguno de sus hijos, jamás uséis en él de esta terrible pena. Velad como padres sobre los pobres presos; respetad mucho su libertad, puesto que la ley olvida al inocente; ocupadlos en esas cárceles y les aliviaréis, distraída su imaginación asustada, gran parte de sus penalidades; sed tan exactos, tan diligentes, tan compasivos con su miseria como la justicia desea y clama la humanidad a las almas generosas; no les dilatéis vuestros tremendos oráculos; ved que padecen, que luchan entre las ansias de la incertidumbre, que gimen y suspiran acaso en un profundo calabozo, donde nada oyen sino otros suspiros y el son de las prisiones de sus compañeros; y nunca, nunca os olvidéis, al juzgar sus criminales extravíos, de que son hermanos vuestros, de que son infelices, de que acaso una fatalidad desgraciada los hizo delincuentes. »Oidores, acordaos que debéis a las partes justicia con prontitud; que muchas veces es la dilación peor que una sentencia, y que acaso una familia carece de pan por vuestras criminales detenciones; que los campos os piden brazos; la industria y las artes, obreros; las viudas y los huérfanos, amparo; y todos a la par, justicia y felicidad. Armaos de constancia y noble firmeza para combatir errores y lidiar continuo contra el poder y la opinión; la santa justicia y vuestra generosa conciencia os sostendrán en vuestros dignos pasos, y las generaciones venideras os colmarán de bendiciones. Lejos de vosotros la timidez y la desidia; lejos también la elación y la indigna aspereza; sufrid y sed afables; ved que si nos negáis el agrado, ya faltáis a lo que nos debéis, y os desautorizáis a nuestros ojos grosera y torpemente.

»Y tú, ministro único, que reúnes en ti la mejor parte de los arduos afanes de tus ilustres compañeros, abogado del público, órgano de la ley, y centinela incorruptible entre el pueblo y el soberano para mantener en igualdad sus mutuos derechos y obligaciones, considera por un momento lo mucho que de ti se espera en este día, y tus inmensos y gloriosos deberes; que tú eres como el alma de todo tribunal, que le da, cual le agrada, movimiento y dirección; y debes ser en éste tan imparcial, tan profundamente sabio, tan providente, tan desinteresado, tan activo, como la misma ley que representas; que el magistrado colocado en la primera silla, siguiendo con ardor los comunes ejemplos, animado de vuestra presencia, conducido con vuestras luces, completará dichoso vuestra sublime obra, y no desmerecerá por su celo el alto lugar en que está colocado y las felices esperanzas que de él tenemos concebidas. »Padres del pueblo, padres, otra vez, escogidos por el buen rey que nos gobierna para que labréis nuestro bien, trabajad con generoso ardor, trabajad día y noche para la común utilidad; contemplad que debéis a la nación y a la posteridad un grande ejemplo; que Carlos, que Luisa, los augustos monarcas de Castilla, os han encomendado la ilustre provincia que venís a gobernar; que os envían a ella como ángeles de paz y de felicidad; que os la encomendaron con la humanidad de Borbones, con la ternura de verdaderos padres; y que en sus bocas, en sus benignos ojos, en sus reales semblantes brillaba entonces el sublime y ardiente deseo de la común felicidad88. Trabajad pues, y llenad sus dignas esperanzas, las de la patria, las de la humanidad; y que todos vuestros pasos, vuestros deseos, solicitudes, pensamientos, los guíen a una la sabiduría y la justicia. »¡Ah!, si alguno de vosotros (lo que Dios no permita) intentase hacer las leyes esclavas de su iniquidad; si las doblase al favor, las vendiese al sórdido interés, perezca al punto, perezca, y vea en todas partes la presencia de un Dios vengador que le increpe sus torcidos juicios. Su posteridad desgraciada no halle ni pan ni abrigo entre los hombres, y beban sus hijos hasta las mismas heces del cáliz de amargura que hizo beber a la inocencia con sus prevaricaciones. Y, mientras que gozan sus ilustres compañeros, ya sentados en esas altas sillas, ya en el dulce retiro de sus casas, los inefables consuelos y alegrías que dan a un corazón puro los santos deberes de la virtud cumplidos, agitando él día y noche de su triste conciencia y de las furias infernales, busque el reposo y no le halle, y vea a todas horas en derredor de sí las familias asoladas por su iniquidad, esta provincia arrodillada hoy a sus pies y ofendida de sus concusiones, la nación a quien burló en sus gloriosas esperanzas, y la imparcial posteridad que le condena a eterna execración, colmarle de imprecaciones, y borrar su infame nombre de entre los ilustres, los justos, los sabios, los inmortales fundadores de la nueva Audiencia de Extremadura».

- 10 Fragmentos de un discurso sobre la mendiguez. Dirigido a un ministro, en el año de 1802, desde la ciudad de zamora, con ocasión de darle gracias

por haber conseguido de él una orden para que fueran admitidos en aquel hospicio diez niños desvalidos que había recogido el autor

«Tales como éstos, a quien dicen en latín validos mendicantes, de que non viene ningún pro a la tierra, que non tan solamente fuesen echados de ella, mas aún que si seyendo sanos de sus miembros pidiesen por Dios, que non les diesen limosna porque escarmentasen et tornasen a facer bien viviendo de su trabajo».

Ley 4, tít. 20, partida VIII

1. Del estado de nuestros hospicios

No es mi ánimo examinar aquí el actual régimen de nuestros hospicios y Casas de Misericordia, o sus imperfecciones y reformas; ni el hacerlo dignamente sería para lo breve de este papel. El gobierno tiene encomendado este trabajo a una junta de personas celosas e ilustradas, que lo desempeñará dignamente, y con los datos y noticias que yo no puedo tener en mi retiro. Pero tampoco me es posible dejar de observar, aunque de paso, que estos establecimientos píos, erigidos en distintos tiempos, por distintas personas, de distintas ideas, y con principios y miras diferentes, no tienen entre sí el sistema de unidad que deberían tener para poder obrar con más actividad y producir así más abundantes frutos; que sus constituciones han sido por lo común obra de la medianía, por no decir más, en la ciencia económica, encerrando en sí propias principios y máximas que o los atrasan o destruyen; que apenas hay uno donde estén recibidos los ahorros en el fuego y las comidas, que tan conocidos son ya como de uso general en estos establecimientos por otros países, desdeñando como una novedad extranjera hasta el saludable descubrimiento de la vacunación, que consumen buena parte de sus rentas en gastos de administración, que pudieran evitar con otro sistema; que los más se rigen con un gobierno misterioso, concentrado en pocas manos y expuesto a variar a cada paso según las opiniones o caprichos del director que los maneja, sin que el público sepa por noticias y estados impresos la inversión de sus copiosas rentas, los pobres que mantienen, los socorros que les dan, las enseñanzas que proporcionan, los auxilios que ofrecen, etc., etc.; que reducidos, como por lo común están, a dar sólo ocupación a los brazos que encierran, no hacen el principal bien que debieran hacer, despertando la aplicación en la clase general del pueblo para enriquecerlo y ocuparlo; que empeñados muchos en establecer fábricas y trabajar las primeras materias hasta el último punto de su perfección, no han alcanzado ésta, y se han llegado a ver con todos los embarazos y quiebras que traen siempre consigo las fábricas dirigidas por asalariados y no por sus mismos dueños;

que como la nación no ha conocido bien sus utilidades y trascendencia general, porque no se ha cuidado de hacérselas ver, llamando su atención hacia este punto tan poco conocido, aunque tan importante, tienen o indiferente o contra sí a la opinión, sin la cual ningún establecimiento público prospera; que no estando fiada su dirección a juntas de personas distinguidas, celosas e ilustradas que velasen sin cesar sobre ellos, su régimen por lo común es duro y como abandonado a manos subalternas, a quienes mueve a obrar el interés, no el celo, de lo cual resulta en mucha parte el odio con que se los mira por los pobres, etc. Dese, pues, a los hospicios un plan uniforme de ejercicios y administración, puesto que todos tienen un mismo fin, unos mismos individuos y unos mismos medios de emplearlos con utilidad; diríjanlos en las provincias Juntas de eclesiásticos y caballeros, presididas por los Reverendos Obispos, en quienes se sepa inspirar el celo, la constancia y los trabajos, y el patriotismo indispensable para tan grande empresa; sépaselas llenar, y hacer como natural en ellas el espíritu y las máximas que habrán de seguir en adelante sin alteraciones ni mudanzas; correspóndase estas Juntas entre sí para auxiliarse mutuamente, y con otra general que las ilustre, las dirija y mantenga en todas un mismo espíritu; tengan unas constituciones uniformes tan bien meditadas, tan circunstanciadas y claras, que ellas mismas enseñen los principios de este ramo económico tan poco cultivado entre nosotros; publíquense anualmente, a lo menos, estados escasos y bien clasificados de sus operaciones y trabajos, pobres que han mantenido, rentas que gozan, auxilios exteriores que han dado, etc., para ganar con ello la opinión general; reciban como deben indistintamente al anciano inútil, al estropeado, al niño, a cualquier miserable que implore sus socorros, puesto que todos tienen a ellos unos mismos derechos, y que, además, en un buen sistema de trabajos cada individuo produce sus consumos; arreglen en sus gastos las economías de que son capaces, con cocinas, sopas económicas y otros ahorros; tengan en abundancia las primeras materias para ocupar a cuantos se las pidan; multipliquen mucho sus enseñanzas a fin de hacerlas generales a las varias clases del pueblo, medio seguro y fácil de aminorar sus pobres; despierten al interés y la codicia dando una parte de la utilidad del trabajo al mismo que la gana para su establecimiento en la salida; traten con toda humanidad y miramientos a los niños y ancianos que tan dignos son de compasión en su edad y abandono; interesen en su favor al clero, y suenen con frecuencia en los púlpitos y el confesionario sus indecibles utilidades y cuán gratos son por ellas sus bienhechores al estado y la religión, que tanto recomiendan la caridad y la beneficencia; sean casas verdaderamente de piedad y enseñanza, y no de rutina y tiranía; tengan cuantos le sean posibles de sus empleos en manos del celo gratuito, y no del interés asalariado, etc.; y nuestros hospicios, que tan ricos son ahora y tanto más entonces lo serían por medio de sus mismas ganancias, de cuestas y limosnas, se aumentarán en las provincias, y amados, respetados de todos, producirán sin duda los grandes bienes que les son propios y desean de ellos la caridad y el patriotismo, que tan imperiosamente está pidiendo nuestra dolorosa situación.

2. Corrupción moral y embrutecimiento de los mendigo

No pueden concebirse por un alma honesta, ni por más que se diga ponderarse bien, el envilecimiento, la torpe corrupción, el olvido de todos los deberes, el embrutecimiento, en fin, en que esta clase de hombres vive generalmente. Sin patria, sin residencia fija, sin consideración ni miramiento alguno, sin freno de ninguna autoridad, mudando de domicilio según su antojo, y en la más completa libertad, o más bien insubordinación e independencia, ni son vecinos de pueblo alguno, ni súbditos de ninguna autoridad, ni profesan la religión sino en el nombre, ni conocen párroco propio que los instruya en ella, ni nunca, en fin, se los verá en un templo oyendo una misa, ni en una devoción. Su vida miserable y vaga los exime de todo. Dados al vino y a un asqueroso desaseo, y durmiendo en parajes y cuadras, mezclados y revueltos unos con otros, no conocen la honestidad ni la decencia, y, borradas del todo las santas impresiones del pudor, se dan sin reparo a los desórdenes más feos. De este estado de entera independencia y envilecimiento nacen precisamente la degradación de alma y el abandono brutal con que se entregan a todos los vicios. De la mendiguez a la ratería y el robo no hay sino un paso, y otro del robo hasta el suplicio. ¿Y cuántos no han parado en él o en los presidios que tuvieron su aprendizaje de mendigos? Los hijos toman de los padres esta vida corrompida y libre, y con ella la inmoralidad y la mentira. Y además de muchos inocentes a quienes la orfandad o la miseria arrastra o fija en ella, el empleo de los primeros contagia y precipita al pueblo, por sí mismo incapaz de ver su infeliz paradero, y que sin un freno poderoso será en muy pocos años un pueblo de pordioseros y vagabundos. De aquí el envilecimiento y deshonor de la nación, y su despoblación y su pobreza. Y ciertamente, ¿qué deberá pensarse de nosotros al verse por todas partes estas cuadrillas de vagos andrajosos, que con sus alaridos, su palidez, sus importunidades nos persiguen sin cesar, golpean continuamente nuestros cerrojos, y en ninguna parte nos dejan respirar?, ¿quién no tachará de insuficiente nuestra policía y nuestras leyes, que ven este mal y olvidan remediarlo, o por su debilidad no lo pueden hacer?, ¿a quién no chocará el contraste monstruoso entre tanta laceria y nuestro carácter benéfico y pundonoroso, nuestra caridad y tanta desnudez?, o ¿quién no creerá ver sobre un mismo suelo dos diferentes pueblos, uno de ciudadanos y otro de siervos degradados?, ¿quién, en fin, no se avergonzaría de tener en su casa, de ver en ella a todas horas un solo ser tan miserable? Su presencia bastaría a dar a todos una tan infeliz cuan justa idea de ningún decoro, errada economía y degradación de carácter y sentimientos del primero, por más lucido y decente que se le viese. Lo mismo, pues, deberá pensarse de la gran familia, si prontamente no se remedia este gravísimo desorden: el interés y el honor nacional clamarán sin cesar por tan saludable providencia.

3. La mendiguez reprobada por la religión, la moral y las leyes: los que la favorecen, malos ciudadanos

No es ciertamente una dureza de carácter, sino el íntimo convencimiento el que me ha inflamado en estos versos. La veneración religiosa y el amor santo que inspira el Evangelio hacia la verdadera pobreza, o más bien desapego de los bienes y riqueza de este mundo, trasladado sin razón a la mendiguez, ha sido causa de que ésta no se mire cual debe: como una consecuencia necesaria de la holgazanería o el desarreglo, un estorbo a la virtud y muchas buenas obras, y origen, como dice un padre (san Clemente Alexandrino), de muchas tentaciones violentas, corrupción, injusticias, vilezas y despechos. A no ser en rarísimos casos, el mendigo es siempre un hombre sin economía ni conducta, que ha disipado en vicios cuanto ganó; que no ha sabido educar cristianamente a sus hijos para que le amparen en su vejez; que en el curso de su vida y el buen tiempo de sus trabajos nada ha podido ahorrar, ni hacerse con un amigo, un protector, con nadie, en fin, que le ayude en sus necesidades. Y este tal hombre, ¿no lleva dignamente su merecido en su mismo abandono?, ¿no es bien acreedor al desprecio general, y aun a la execración? Y este tal, precisado a vivir de los auxilios de todos, colgado como un siervo de su mano y de su caridad, ¿no será vil por sus desarreglos anteriores y estado actual? ¿Es éste acaso el pobre del Evangelio y de la religión que tan estrechamente encargan el trabajo, y hacen de él una ley al hombre pecador? Así pues, las máximas de que el pobre es una imagen viva del Redentor; la pobreza, Dios la amó; pobre de Jesucristo, pobre, pero honrado, aplicadas a la mendiguez por la ignorancia o una caridad irreflexiva, la fomentan, la canonizan y producen en la sociedad las consecuencias más fatales. Sépase que la mendiguez es ociosa, disipada, inmoral, y opuesta por lo mismo a las santas máximas del cristianismo; sépase que éste no sólo recomienda el trabajo como un remedio contra las tentaciones compañeras del ocio, sino que lo manda rigurosamente como una pena de nuestra corrupción; sépase que la mendiguez es una plaga de la sociedad que la degrada y la destruye, y que el que la autoriza con sus limosnas indiscretas es un mal ciudadano, que trabaja sin saberlo en la corrupción física y moral de sus semejantes, y con cada cuarto que reparte sanciona un vicio, y tal vez un delito; sépase que estamos obligados a distribuirlas con discreción y conocimiento, si las queremos dar según la razón y el Evangelio, para no contrariar las providencias generales del gobierno, ni hacer de una obra tan útil como santa una acción de primera impresión, indeliberada y maquinal; para no robárselas con nuestro descuido al verdadero necesitado repartiéndolas entre borrachos y perdidos; para ser, en fin, hombres cuyas obras deben siempre dirigirse por la razón y la prudencia, en una que tanto ennoblece y honra la humanidad. Sépase todo esto; predíquense continuamente estas saludables verdades; apóyenlas la autoridad venerable y la persuasiva elocuencia; háganlas asunto de sus celosas pastorales los Reverendos Obispos; sanciónenlas las leyes que tanto claman contra la mendiguez y la vagancia, siendo inflexibles en perseguirla y castigarla, y la opinión tomará sin duda la feliz dirección que se desea sobre este

importantísimo objeto. Imitemos, si deseamos alcanzarlo, la sabiduría y el rigor que animaron a muchos pueblos antiguos, que llenos de humanidad, como lo demuestran bien los restos venerables de sus instituciones, pero no menos de prudencia y política, castigaron hasta con la pena de muerte la vagabunda mendiguez. Así Herodoto dice que se hacía en Egipto89, aquella ilustre cuna no menos de las ciencias que de la civilidad y la cultura, y Tácito entre los antiguos alemanes, con quienes, según él, eran de más valor las buenas costumbres que en otros países las mejores leyes90. Desterrémosla de nuestro suelo, y declarémosla infame con las célebres repúblicas de Lacedemonia y Atenas91. Condenémosla a trabajos públicos, como lo hacían en Roma sus censores, o a esclavitud perpetua, cual sus emperadores lo mandaron después92; porque, según dice una de sus leyes, potius expedit inertes fame perire, quam in ignavia fovere. Vedemos rigurosamente la limosna indiscreta de puerta y calle, cebo de la pereza, cual lo son los cadáveres de las aves de rapiña, y causa necesaria de mil funestos males; penetrémonos bien de la obligación santa del trabajo en todos los estados desde el más humilde o más pobre al más encumbrado y opulento, para evitar el tedio que nos roe y consume en la inercia del ocio, y no chocar contra las miras próvidas de la naturaleza que en las fuerzas mismas y activa inquietud de que nos dota, nos indica bien claro la necesidad de emplearlas; conozcamos, en fin, que el no contribuir a la sociedad en que vivimos con un equivalente de trabajo a la subsistencia y auxilios que nos da, es lo mismo que cargarlos injustamente sobre el hombro de las clases laboriosas, abrumarlas con este nuevo peso, y, robándoles su tiempo y sus fatigas, vivir con ignominia de su sudor; y que, por último, el alimentar a un vagabundo por una compasión mal acordada, tampoco se distingue a los ojos de la sana razón y la política de tener como asalariado a un malhechor, que vive a costa de los pasajeros que despoja. Conozcamos en toda su extensión estos ciertísimos principios; y, vuelvo a repetirlo, la opinión pública se mudará por ellos, y veremos al cabo reformado uno de nuestros desórdenes más trascendentales.

4. Enfermedades de la mendiguez, y riesgo inminente de contagios en que por ella estamos

La falta de horas y arreglo en las comidas, los alimentos mal preparados, el inconcebible desaseo en que los mendigos viven plagados de insectos y laceria, el ocio continuo que los entorpece y debilita, el uso inmoderado del vino, el dormir sin desnudarse y por el suelo en piezas mal ventiladas unos sobre otros hacinados, su abandono en curarse hasta que los males y su incuria los tienen ya postrados, la inercia y el letargo de sus facultades mentales, su corrupción moral, el hábito, en fin, entero de su vida mantiene a los pordioseros en un estado de fuerzas degradadas, o más bien de enfermedad habitual, conocida por el nombre de fiebre de cárceles y hospitales, que su amarillez, su aspecto extenuado, su dificultad en el

movimiento y acción, el fetor de su aliento, su postración, su canicie y vejez anticipadas, manifiestan bastantemente. Los niños sobre todo, cuya constitución aún está por formar, y cuya máquina delicada, de una sensibilidad más exquisita, necesita de más cuidado y precauciones para robustecerse, son los que más padecen y en quienes se ven más palpables los síntomas horribles de esta degradación: tendidos por las calles y plazas, comiendo indistintamente cuanto les viene a la mano, durmiendo ya al sereno, ya al sol, sin abrigo ni reparo alguno, incapaces de cuidar de sí ni conocer por sí lo que puede dañarlos, sin resolución para acogerse al hospital cuando se ven enfermos, o no siéndoles fácil su admisión, ni sabiendo solicitarla como los mendigos adultos, no guardando, por último, ni orden ni regla sobre nada en su absoluta imprevisión y pueril ignorancia, estas criaturas son en mi juicio los seres más miserables que viven sobre la faz de la tierra. El animal, desde que abre los ojos a la luz, o puede existir por sí solo, y tiene a su alcance cuanto le conviene y necesita, o encuentra seguro abrigo en la teta y solicitud de los autores de su vida, a quienes dio naturaleza un indecible amor hacia sus pequeñuelos, que jamás se desmiente en alimentarlos y cuidarlos. No así estos infelices, cuyos bárbaros padres o los abandonan sin piedad, o los dejan vagar desnudos y hambrientos por las calles, expuestos día y noche a los mayores riesgos y a todo el rigor de las estaciones y los tiempos, o, haciendo con ellos una especulación aún más impía, los obligan a que los traigan a la noche una cierta limosna, los pellizcan y hacen llorar, y aun llegan hasta el horror de estropearlos para que exciten más la compasión, y los castigan crudamente si no se prestan bien a tan infames arterías. Yo he visto con dolor a muchos que parecían cadáveres y en una verdadera consunción, en que muy luego debieron perecer; muchos se hallaron muertos por las calles y plazas o en los caminos públicos; a otros que recogiera la caridad y el celo, no ha sido posible reponerlos de su desgraciada postración, han fenecido como los demás; y una generación entera de inocentes va sin remedio a desaparecer para la humanidad y el Estado, si no se ocurre pronta y eficazmente a salvarla de su inmatura destrucción. Este mal, gravísimo ya en sí, es mucho más en el día por su trascendencia y relaciones. La guerra y los contagios han asolado en pocos años una gran parte de nuestra población; la industria por uno y otro está desalentada, y la agricultura sin obreros; sin brazos trabajadores no hay ni riquezas ni poder, y sin ellos, ni fuerzas, ni consideración política, ni felicidad interior. Necesitamos, pues, atender con mucho más cuidado que en las épocas de felicidad a los brazos y la escasa juventud que nos queda, para salvarla y hacerla laboriosa con nuestra diligencia. De poco o nada servirán las acertadas cuando severas medidas que el Gobierno no cesa de tomar para cortar y acabar con los males que han afligido a las Andalucías, los cordones de tropas y lazaretos con que se las ciñe, ni las guardias de sanidad que en las provincias velan para salvarnos de su contagio. En nuestras ciudades, en sus plazas y calles, en los templos santos, a nuestras mismas puertas respiramos el virus pestilencial que nos ha de acabar. Las muchas fiebres pútridas, nerviosas y miliares malignas que tanto han reinado cuasi generalmente, las petequiales, las intermitentes rebeldes a

todos los remedios, las disenterías, las enfermedades cutáneas, y generalmente todas las asténicas o de debilidad, son necesario efecto de la mendiguez enfermiza, desaseada, mal alimentada, y de su ociosidad y abatimiento. La atmósfera pestilencial que la rodea corre de calle en calle y de una en otra casa con el pordiosero que la exhala. Yo mismo he comprobado esta peligrosa observación en varios mendigos, cuya laceria y desnudez causaban en el ánimo una impresión horrible, y cuyo insufrible fetor se percibía aun a cuatro y seis pasos. ¿Qué será, pues, de las plazas y cuadras donde duermen y se abrigan ranchos enteros, y cuánto no aventura la salud pública en no ocurrir a remediarlo prontamente? ¿Hay uno siquiera de entre nosotros a quien no amenaza el daño por igual? El poderoso y el que no lo es, el eclesiástico y el seglar, el retirado y el hombre de negocios, todos deben temblar y estremecerse. Así es que las fiebres y males que tanto afligieron a Valladolid el año pasado, empezaron por la plaza mayor, donde los mendigos se guarecían; otro tanto creo haber sucedido en Zaragoza y otras ciudades. En ésta, en Salamanca, y donde se acordó el recogerlos a fin de poderlos cuidar con más esmero y hacerlos si era posible laboriosos, fue sin embargo indispensable darles luego libertad, por el justo temor y recelo de un contagio. Dos de los tres cocineros regulares que aquí les distribuyeran la sopa que por la junta de Beneficencia se les daba, el capellán que los dirigía y dos criados, murieron bien presto de fiebre pútrida, víctimas, sin duda, de tan piadosa obra. Y yo mismo, que reparto ahora una limosna de pan y dinero a varias parroquias como individuo de la Junta, a pesar de las mayores precauciones, me siento envuelto al darla en esta masa de aire pestilencial y fétida que la mendiguez lleva consigo, y embarga y debilita mi respiración. Mi espíritu se abate y entristece cercado de tanto miserable extenuado y lleno de laceria, y he temblado más de una vez por mi salud. Reflexionemos, pues, maduramente sobre un objeto de tan alta importancia, de tantas relaciones; recordemos lo que han padecido por no hacerlo así ciudades y aun provincias enteras; veamos bien lo que nos amenaza para poderlo en tiempo precaver; interpele y consulte sobre ello a la medicina y la experiencia la autoridad pública; y temblemos ella y nosotros de su triste cuanto cierta respuesta.

5. El interés, la codicia, el espíritu de adquisición, móvil poderoso del trabajo y necesario en las sociedades

Lo que es para las artes y las ciencias en la carrera de las grandes acciones, y con las almas elevadas que anhelan por la gloria, la noble emulación, es el interés, el deseo de adquirir, o si se quiere más, el espíritu de codicia y granjería en las artes mecánicas, los trabajos del campo y otros ejercicios comunes para la masa general del pueblo, incapaz por falta de principios y una educación liberal de fijar en la reputación la recompensa de sus tareas. La sociedad no menos necesita del primero que del segundo de estos móviles para su riqueza y esplendor. Llena con ellos

de fuerza y esperanzas, todo lo intenta y todo lo consigue; y sin ellos inanimada, inerte, o es ninguna su acción, o en su desaliento y fuerzas débiles el más pequeño estorbo basta a detenerla. Móviles ambos inherentes a la naturaleza, y de un impulso universal para cuantas empresas y trabajos puede el hombre atreverse; porque sin ellos ni el sabio se elevaría en sus meditaciones en pos de la verdad, cerrado en su gabinete entre sus libros y privado de mil honestos goces; ni arrostraría el labrador por todo el año la aspereza del tiempo y de las estaciones, solicitando con su afán la feracidad del campo que cultiva; ni el navegante se abandonaría a sí y a su fortuna a la inconstancia de las olas; ni el tejedor o fabricante viviría como encajonado en su telar o prisionero en su fábrica. A todos los aguija, los impele y domina en sus trabajos la emulación o la codicia, sin que de esta ley general, que en vano desconocen el entusiasmo exaltado y la encogida timidez, se libren en sus obras ni aun aquellos mismos que más la vituperan, ni le puedan nada sustituir que en la práctica y el común de los hombres produzca un resultado tan útil ni durable. Lo que importa, pues, a la moral y la legislación es dirigir bien una y otra pasión; unir estrechamente el interés privado al bien universal; confundirlos, identificarlos entre sí, estorbar que la antorcha del genio que debe iluminar no se convierta en tea abrasadora; que el saludable anhelo de distinguirse y verse celebrado no siga la funesta ambición, que todo lo trastorna y abate, para dominar sola sobre cadáveres y ruinas; y que, en fin, el espíritu de adquisición y de codicia no degenere en una pasión exclusiva, sórdida, vilmente interesada, que subyugue el corazón y absorba en sí todos sus sentimientos y aficiones. Mas no porque estos vicios los marque la moral por tan dañosos como torpes, será menos cierto que su primer origen es noble y provechoso; así como las aguas de una fuente, por más que las enturbie la bestia que las bebe o las llene de su veneno el reptil inmundo que en ella habita, no dejan por eso de manar cristalinas y puras. Sentada esta verdad, y al ver por otra parte la insensibilidad, el general letargo, el abandono de su propio interés en las clases trabajadoras, ¿no sería bien digno del gobierno el proponer el celo ilustrado de las academias y cuerpos patrióticos la solución del problema siguiente?: «¿Qué causas han apagado en el corazón del pueblo el deseo natural de trabajar para ganar, y de adquirir para después gozar?, ¿por qué medio podría eficazmente reanimarse?, y ¿cómo dirigirlo para hacerlo cuanto ser pudiese ventajoso al bien general de la nación?» Este problema, examinado bien en toda su extensión y con las aplicaciones convenientes, nos daría, sin duda, mil luces importantes sobre nuestro estado actual, mejoras saludables que pudieran hacerse, y abundantes recursos que tenemos para realizarlas sin gastos del erario.

6. Idea de una asociación de caridad para socorrode los pobres

Para hacer de utilidad durable y verdadera el recogimiento y socorro de los pobres, es indispensable que no se limite esta obra a los de la corte y las ciudades. Derramados desde aquélla hasta la más humilde aldea, debe extenderse por el suelo español, y abrazar en común a cuantos necesitados y mendigos se hallen por todo él, desde el anciano inútil al huerfanito desvalido, del vagabundo válido a la joven pordiosera, a la retirada viuda y el aplicado menestral, a quienes un contratiempo, una enfermedad, una familia numerosa interesan en los auxilios de la caridad. La mendiguez, de otro modo, continuará, se propagará como hasta aquí, y un remedio parcial y limitado obrará poco o nada en un cuerpo dañado en todos sus extremos y de una enfermedad tan pegadiza y contagiosa. No por eso quiero yo decir que a todos se los recoja y encierre, operación inaccesible aun a las diligencias más activas de la autoridad y el poder; pues, aunque no nos conste por padrones y estados nacionales el número cierto de todos los pobres, es, sin embargo, de tantos miles, que ni habría edificios de anchura bastante para ello, ni podría ejecutarse sin gravísimo riesgo de la salud pública, haciéndose con esto mucho más odiosos que lo son los hospicios y casas de piedad donde se recogiesen. Sería además esta medida injusta y dañosa, todo a un tiempo. Injusta, porque abrazando a todos el encierro, muchos a quienes una desgracia inculpable o momentánea arrastró a la mendiguez, se verían confundidos con el vagabundo de profesión, digno por ello y sus vicios de perder la libertad; e igualadas en los socorros las necesidades temporales con las duraderas o de por vida, se les quitaría a éstas el sobrante que se diese a aquéllas. Sería dañosa, porque robaría a los campos y la agricultura muchos brazos útiles que le son propios, y reclaman con preferencia a las artes industriales; y cargadas éstas de repente con tantos millares de operarios, ni tendrían a la vez en qué ocuparlos, ni las inmensas anticipaciones de primeras materias que son indispensables, ni sus trabajos la perfección debida, puestos en unas manos tan ineptas como desaplicadas, ni, en fin, por todo ello, pronta salida sus muchas producciones; porque sabido es que una fábrica y un ramo de industria no se entablan o perfeccionan en un día, ni con sólo quererlo, como se labra un campo, o se planta o desmonta un terreno baldío, sin descender a otros no menos graves perjuicios. Así que la operación debería abrazar el socorro no menos que el encierro, y extenderse sin distinción a cuantos implorasen dignamente el primero, o mereciesen el segundo. ¿Ya quién sino a la caridad, al celo patriótico, al amor profundo del bien universal podría encomendarse una empresa tan vasta, de tantas relaciones, de tan ardua delicadeza en que más que la autoridad debe obrar la prudencia, y más la persuasión que no la fuerza?, ¿qué no vemos hacer por tan nobles virtudes en la casa de expósitos, en las cárceles, en la galera de Madrid?, o ¿qué hallaron ellas de difícil en cuanto toman a su cargo? Sus empresas se ejecutan y sostienen como por sí propias; porque estos tres agentes, dotados de incalculable fuerza, conservan en su acción una actividad y una constancia que crecen como los mismos estorbos, efecto necesario de la convicción íntima y el fervor que los mueve; al paso que el poder, si se irrita al principio con la contradicción o las dificultades, viene al cabo a ceder, o se entibia a lo menos y desmaya, cansados sus agentes de arrostrar el torrente de la

oposición. Por esto, tengo para mí que sólo una asociación de caridad podría ejecutar bien la santa cuan importante obra de recoger y socorrer los pobres; pensamientos que ya tuvo en 1750 el celoso economista don Bernardo Ward, bajo el nombre de Obra Pía, y que debería mejorarse con las muchas luces y principios que hoy enriquecen la ciencia que entonces se formaba. Una asociación que empezase autorizada con lo más ilustre de la corte, contando a su frente y por sus especiales protectores a nuestros augustos soberanos, y descendiendo hasta los párrocos y personas piadosas y sobradas de los pueblos pequeños; una asociación decorada temporalmente con honores civiles, y santificada con todos los favores y gracias religiosas a que la harían bien acreedora sus santos ejercicios; proclamada por ellos, recomendada, predicada por los Ilustrísimos Obispos y sus cooperadores evangélicos como lo más acepta a Jesucristo, más digna de su Iglesia que es toda caridad, y más trascendental al bien de la nación; una asociación, que unida estrechamente por nobles vínculos del amor del prójimo y del Estado, se auxiliase en todos sus trabajos, o ayudase con sus fondos comunes según las necesidades o sus empresas; una asociación que empezase con la importantísima tarea de enterarse y conocer cuántos pordioseros y pobres hay en el reino, desde el vicioso vagabundo al vergonzante oscuro que se deja morir en su rincón por no sufrir la triste humillación de pedir a su lado; que cuidase de fijar a cada cual en su lugar nativo, de ayudar al necesitado, hacer trabajar al que pudiese, corregir al abandono, alentar a todos, y propagar por todos con premios y fomentos del amor saludable del trabajo, persiguiendo sin cesar al ocio y la pereza; una asociación...; el describir menudamente todos sus encargos y tareas sería lo propio que pretender hacer en lo abreviado de una nota un prolijo reglamento. Las bases principales de éste, y de reflexión más atenta para el que le formase deberían ser: Alistar, distribuir y clasificar a los pobres y necesitados de todas las provincias, para enterarse bien de su número y cualidades, y distribuir a todos sus limosnas con conocimiento. Arreglar prolijamente el método y orden de esta distribución, para fijar no menos la cuenta y razón del establecimiento y todos sus ramos o departamentos particulares que la cuota justa de los auxilios, no dando a cada cual sino lo conveniente. Recoger en un mismo día todos los pordioseros y vagabundos sin alzar la mano en esta obra para los que se escondan o de nuevo salieren, a fin de destinarlos a los hospicios o a sus pueblos nativos, según lo merecieren; y velar después cuidadosamente sobre su residencia y ocupación. Aplicar la anterior providencia con mayor solicitud y vigilancia a la niñez huérfana o desvalida, como más olvidada y miserable, y así más acreedora al cuidado y atenciones de la piedad. Proporcionar trabajos y primeras materias para todos, y prohibir tras esto severa y justamente la mendiguez y la vagancia, celando con constancia por registros y rondas generales la exacta ejecución de estos tres puntos importantes. Prohibir con el mismo rigor toda limosna pública de puerta o calle como semillero de la ociosidad, exhortando a cuantos las dan, particulares o

comunidades religiosas, a que las dirijan a la asociación para ayuda y alivio de sus gastos. Ordenar obradores y casas de trabajo gratuitas, y abrir, dotar y propagar enseñanzas para hacerlas comunes entre el pueblo, y prepararle así nuevos ramos de subsistencia. Establecer colectas, suscripciones y otros arbitrios voluntarios con que aumentar sus fondos, reuniendo en sí cualesquiera otras cuestas o demandas, y generalmente todas las rentas y obras pías nacionales que tengan por objeto el socorro y auxilio de los pobres. Formar en las capitales, ciudades y villas principales una junta compuesta de eclesiásticos y seculares de uno y otro sexo, presidida por los Reverendos Obispos o sus párrocos, y del magistrado en su falta, en que entren y salgan libremente cualesquiera otras personas honradas, acomodadas y piadosas, que contribuirán con la limosna o suscripción que tuvieren a bien, y por el tiempo de su voluntad. Extender estas mismas juntas hasta los pueblos más pequeños según sus proporciones, pues en ninguno dejará de hallarse un párroco, un alcalde y un honrado vecino que puedan componerla. Librarlas de toda etiqueta, y arreglar con claridad el número y funciones de sus miembros, para evitar la confusión o lentitud en sus resoluciones y trabajos. Hacerlos todos ellos gratuitamente por amor de Dios y de los pobres; cuidar de éstos, sanos o enfermos, por comisiones especiales, proveyéndolos de ocupación o socorro cual necesiten, velando sobre su conducta, persiguiendo la mendiguez y la desidia, y castigándolas con rigor. Encomendarle el cuidado de los hospicios, casas de expósitos y demás de piedad sin excepción alguna, formando sobre este importante ramo y para su instrucción un reglamento especial y bien circunstanciado. Hacer que las juntas se correspondan entre sí, y con la central de la corte, sobre todos los objetos de su santo instituto, dando a la nación por semestres en memorias y estados bien expresos una noticia de sus rentas y arbitrios, de sus empresas y ejercicios, de los pobres auxiliados y recogidos, y de cuanto con ellos se haya obrado. Autorizarlas con la jurisdicción correspondiente para la ejecución de todos sus encargos. Interesar en su favor, y el de esta grande obra, a la opinión y el espíritu público, procurando ilustrarlos sobre su importancia y utilidad por cuantos medios alcanza la política para formarlos y darles dirección. Y arreglar, en fin, como el punto más esencial, el buen recaudo de los fondos y distribución de las limosnas, desde la última junta hasta la central y primera, velando incesantemente sobre el desinterés, la igualdad y pureza de administración en todas ellas. ¿Y a cuántos más objetos no podrían extenderse con el tiempo el celo y los trabajos de tan ilustre asociación, todos grandes, todos necesarios, análogos todos a su principal instituto? ¿Le seria muy ajeno el llevar a la agricultura la mayor parte de estos brazos mendigos?, ¿no podría el Gobierno confiarle su utilísimo establecimiento en tantos despoblados y terrenos baldíos como tenemos, plantar muchos millares de árboles que nos hacen falta, y asegurar nuestras cosechas con el riego?, ¿no podría ella

clasificar mejor los oficios mecánicos, prohibiendo a los hombres la práctica de muchos propios de las mujeres?, ¿la cintería, botonería, pasamanería, etc., no son de suyo ocupaciones femeniles?, ¿no podría solicitar la atención del ministerio sobre mil puntos importantes, que sus graves cuidados no le dejan notar, siendo bajo su mano un vigilante promotor de mil saludables mejoras? ¿Están bien calculadas las ventajas y trascendencia de un establecimiento cual propongo, compuesto de lo más escogido de la nación en luces y virtud, si se alcanzase a inflamar de un celo ardiente por su felicidad, y entrarle en el camino de los buenos principios administrativos?, ¿no podría con ellos?... ¿Pero dónde, se me dirá, hallar empleo para tantos millares como intento ocupar, ni cómo mantenerlos en el atraso y apocamiento en que nos vemos, empeñado el erario, ahogada nuestra industria y desmayada y pobre la agricultura? El segundo de estos reparos está de suyo respondido. Puesto que ahora, sin que produzcan nada, sin que trabajen ni en nada se ejerciten, viven y se hallan asistidos por la caridad de la nación los millares que tiene de mendigos, mejor precisamente lo estarían apartados unos de tan odiosa profesión, y reducidos por el miedo a una vida civil y laboriosa, y ganando los demás su alimento con un trabajo útil, que aumentase la masa general de la riqueza. La limosna de la vagancia desidiosa sería entonces el salario de la aplicación. Si fuerzas parciales, divididas, incoherentes, sin sistema de dirección y abandonadas a su solo impulso, pueden obrar tanto como vemos, ¿qué no podrían hacer bajo una sola mano que las aplicase por oportunidad y destreza, economizase su acción y movimiento, y las crease en cierto modo un valor nuevo por un defecto necesario de su íntima unidad y sus combinaciones? Esto en cuanto al último reparo. Y a quien de buena fe propusiese el primero, yo le replicaría: ¡Qué!, ¿no ofrecen ocupación los campos y talleres para muchos más miles?, ¿el ejército no se reemplaza con brazos laboriosos robados a las artes y la agricultura?, ¿nuestras escuadras están bien tripuladas?, ¿nuestros arsenales y puertos no carecen de obreros para sus trabajos?, ¿no hay caminos que hacer o reparar, puentes y malos pasos que componer o construir, canales nuevos que abrir, calles por empedrar, edificios públicos que amenazan ruina, ramos de industria tributarios del extranjero? En una palabra, ¿nada hay que hacer ni trabajar en toda la nación careciendo de tanto? El egoísmo es siempre pusilánime, porque sus ojos jamás ven más allá de su propia conveniencia. Pero déjese este cuidado a la asociación; despiértense y diríjanse bien el celo y patriotismo de los alumnos; póngansele a la mano los inmensos recursos que tenemos; ilústresela sobre los verdaderos principios económicos, que por desgracia nos ocupan muy poco, dados cual lo estamos a las ciencias lucrativas, y se verán al punto socorridos y ocupados todos los pobres, o empezada a lo menos con felicidad una obra, que su utilidad misma, el tiempo y la experiencia han de consolidar. Yo bien sé que esta idea parecerá a los más, por poco meditarla, un proyecto especulativo de inaccesible ejecución; porque la tibieza y la helada circunspección nunca saben salir de las sendas trilladas, aun en los últimos ahogos. Pero en los males apurados, deben ser los remedios nuevos y apurados como los mismos males; y este que nos aflige es

gravísimo y de urgente reparación. Tenemos, además, en nuestra historia consignados los saludables frutos que en otras edades produjeron las santas hermandades, formadas en tiempos de guerras y discordias para asegurar los caminos y limpiarlos de bandoleros. ¡Y qué!, ¿fueron más fáciles o de menos trabajo sus empresas que las de la asociación que propongo? Tenemos el ejemplo de otras corporaciones que se han propagado y llenado sus fines, aunque no menos arduos por su solo fervor y sin auxilios ni protección alguna. ¡Y qué!, ¿no habrán de poder nada la autoridad, el celo, las luces, la nobleza ayudándose, hermanadas en la nuestra?, ¿habremos perdido enteramente el espíritu público, la pasión del bien, el amor nacional, estas nobles virtudes, alma de los cuerpos políticos, sin las cuales nada se adelanta ni prospera?, ¿y no habrá ningún medio de poder recobrarlas, de darles el impulso y extensión con que en otros países las admiramos? Probémoslo a lo menos en esta santa empresa; su necesidad e indecibles provechos nos lo están persuadiendo, y aun pudiera decir que nos lo mandan imperiosamente; hágase la experiencia en alguna de nuestras provincias; medítese bien antes el plan y todos los trabajos del ensayo; gánese en ella la opinión con el desinterés y la imparcialidad; y, si los efectos y el fruto se vieren convenir a la esperanza, entáblese luego por toda la nación, y nos veremos libres de la plaga de ociosos y mendigos que nos contagia y nos devora.

7. Establecimientos extranjeros en beneficio de los pobres

Por la desigualdad natural de fuerzas físicas, de inteligencia y previsión, de circunstancias y de casos que hay siempre de hombre a hombre, son la pobreza y la riqueza efectos necesarios de su estado social, sin que las teorías sobre la igualdad de fortunas, que ideó el entusiasmo o la filosofía, sea otra cosa que unos sueños brillantes. Aun parece que por otra ley precisa del mismo estado crece la pobreza cual su opulencia y esplendor, porque entonces la inmensa reunión de propiedades, la falta de ésta en las clases laboriosas, el infinito número de los que las componen, la desproporción de sus jornales a sus necesidades, el acceso en las clases infructíferas, el lujo devorador, los tributos, la corrupción, las falsas ideas, etc., etc., obrando más poderosamente que en las pequeñas sociedades, dividen la nación opulenta como en dos secciones: una, de los que gozan aún más de lo superfluo, y otra, de los que anhelan aún por lo necesario. Una enfermedad o muerte anticipada, una numerosa familia, la falta de trabajo, cualquiera accidente desgraciado, pone a estos últimos en la miseria y arrastra a la mendiguez. Así lo vemos en todos los países que, abrumados con la pesada carga de sus pobres, aun aquellos mismos donde los medios de vivir son más fáciles y su industria más perfecta y varia, se hallan precisados a descender de sus grandes ideas de gloria y de fortuna para atender a esta terrible plaga y pensar en el remedio de un número inmenso de sus hijos abandonados y miserables. Los hospicios, las casas de trabajo y educación, los bancos de ahorros,

las bolsas de beneficencia, y otros muchos arbitrios, han sido establecidos en todas las naciones para tan digno objeto; y cien escritores filántropos han calculado ya sus ventajas y perjuicios en Francia, Holanda, Inglaterra y en nuestro propio suelo, que acaso se podrá gloriar de haber sido el primero a quien llevó la atención en la preciosa obra Socorro de pobres del juicioso Luis Vives. Los franceses, en el siglo que acabó, han trabajado mucho y lograron excelentes establecimientos, que el genio de la revolución echó por tierra y se afanan hoy en reparar. No les ceden en esto, si es que no les llevan ventajas, los holandeses; y aún mayores y más antiguos son los esfuerzos de Inglaterra, donde hace casi tres siglos que ya se gravó al pueblo con una contribución para los pobres; donde tienen estos sus inspectores especiales en todas las parroquias que cuidan de su alivio, y donde los establecimientos de piedad son tantos y tan ricos como sabiamente administrados. También nosotros los tenemos, aunque no tan numerosos como debieran ser, ni regidos con el orden y sistema que les son necesarios para que den todo su fruto, como lo anhelan los ilustrados patriotas. Pero nada se puede comparar con la casa de industria de Munich, obra del célebre Rumford, este genio benéfico, a quien tanto debe la desvalida humanidad, y cuyos escritos inmortales son el breviario de los economistas en este importante ramo.

8. Tenemos grandes medios para socorrer la pobreza, pero sólo una mano firme y poderosa los puede hacer valer

Si son la pobreza y la miseria indispensables elementos del estado social, al Gobierno, depositario de su felicidad y su armonía y fiel intérprete de las voluntades particulares, toca de justicia la santa obligación de velar sobre los infelices y ser tutor y padre en sus necesidades. Debe a este fin poner en ejercicio cuantos medios y alivios le inspiren su amor y su prudencia, para igualar en lo posible la suerte de sus hijos y reparar los daños necesarios que la sociedad les ha causado. Con esto equilibra en cierto modo el bien y el mal de todos los estados, manteniendo ileso el orden inviolable de la propiedad y dando su bienhechora mano al infortunio que la implora. ¿Y qué nación tiene en su arbitrio ni tantos medios ni tan abundantes de socorrerlo como la España? Naturalmente humana, generosa y benéfica, la manía de las fundaciones nos ha dominado de muchos siglos acá, y las dotes a doncellas y limosnas a pobres son de casi todas. Apenas hay pueblo considerable, convento, catedral donde no se hallen muchas y cuantiosas con este noble objeto. Los expolios y vacantes, el fondo pío beneficial, el indulto cuadragesimal y otras contribuciones eclesiásticas rinden muchos millones; las rentas de los mismos hospicios y casas de piedad, las copiosas limosnas de uno y otro clero, las suscripciones de la nobleza y hacendados, las demandas y cepos de las iglesias, las rifas y otros mil arbitrios aumentarían este tan rico fondo. Y si un rigor templado persiguiese la mendiguez, quedarían los pobres reducidos a muchos menos de una tercera parte, huyendo los vagabundos validos de la pena del

encierro; aun los primeros se irían disminuyendo progresivamente por un efecto necesario de la misma empresa; y ayudándose, en fin, con su trabajo para su subsistencia, el coste de todo lo excedería de los copiosos fondos que quedan señalados. ¿Qué falta, pues, para empezar luego a dar con acierto acabada tan importante operación? Ganar la opinión pública con la imparcialidad y la justicia, y la confianza con el desinterés; ilustrar la nación con buenos escritos sobre su utilidad en este punto; reanimar al patriotismo con protección y honras; dar dirección y unidad a sus recursos y limosnas; meditar un sistema sabio que lo comprenda todo, y más particularmente una mano firme y poderosa que baste a ejecutarlo; una mano paternal y benéfica que temple con la humanidad lo duro de la ley, y sepa unir el espíritu de orden con la moderación, que llore sobre el mendigo aun cuando le castigue; que temporice con sus defectos para remediarlos; que suavice o repare los actos arbitrarios y equivocaciones inevitables de la autoridad; que alcance a distinguir al infeliz, digno de compasión por sus trabajos y verdaderos contratiempos, del vagabundo ocioso y corrompido; una mano que ponga a un tiempo en movimiento todos los resortes y ruedas de grande máquina, sostenga su acción complicada, dirija sus incertidumbres y repare sus extravíos con suavidad e inteligencia; una mano a quien sean naturales la conmiseración y la dulzura; que con una bondad reflexiva, unas ideas generales de administración, una pureza de intención, un celo infatigable, un patriotismo ardiente, esté sobre todo, y vele sobre todo singularmente en los principios... Yo la conozco bien; y ella sola por su poder, su actividad y sus recursos puede hacer a la patria, a la religión y a la desvalida humanidad un servicio tan señalado.

- 11 Dictamen acerca de los mayorazgos

EL oidor don Juan Meléndez Valdés en su lugar y voto dijo que los dos puntos sobre que Su Majestad nos manda informar, según la última carta orden del Supremo Consejo de 1.°- de julio de este año y las dos anteriores de 7 de julio de 1789 y 31 del mismo de 1790, y sobre que el Acuerdo debe hacer su consulta y delibera hoy, son de gravísima consideración, así en sí mismos como en sus relaciones políticas, para el bien del Estado, y como tales, muy dignos de la sabiduría de este Cuerpo. Pregúntanos Su Majestad en el primero, si un padre podrá vincular, con facultad real o sin ella, todos sus bienes en favor de un hijo único, dando además a su fundación los libres llamamientos que quisiere, o si deberá en ellos sujetarse a lo determinado por nuestra ley 27 de Toro en las vinculaciones del tercio de ellos.

La primera parte de esta cuestión depende de lo que la razón y la justicia natural prescriben a los padres sobre el alimento y dotación de sus hijos, así en vida como después de su fin; y su resolución habrá de hacerse por los altos principios de aquella ley primera y universal del género humano, fundamento y planta segura de todas las civiles. Subiendo a las fuentes de esta ley, si se halla como indudable y asentado que todo animal debe por ella sustento y educación a los hijos que engendra, más o menos copioso y prolongado según que tienen o carecen de medios para procurárselo por sí propios durante el tiempo de su infancia y debilidad; como que de otro modo el ser que nace insuficiente y sin medios para proveer por sí mismo a su sustento y sus necesidades perecerá sin remedio antes de desenvolverse y llegar a sazón, cesando este remedio de la sucesión continua de las especies vivientes, que hace, a pesar de las grandes pérdidas que sufren cada día, que existan siempre y duren en el mismo estado y sin extinción. No es igualmente claro el que, después que el hijo está ya robusto y en edad adelantada, con fuerzas y experiencias bastantes para conducirse y atender a su conservación, dure en el que le engendró la obligación misma de sustentarle y asistirle; esta obligación se va disminuyendo en razón de la necesidad del viviente, en cuyo favor la estableció y fijó altamente el Autor de la naturaleza, que nada hace sin un motivo digno de su sabiduría y, providente, dispensa al fin al padre de las cargas que le impuso; corta, digámoslo así, las relaciones de socorros, que había establecido entre el padre y el hijo y, dando a entrambos afecciones y deseos nuevos, los hace con otras necesidades que satisfacer. Así vemos: que en todos los animales irracionales, pasado en los hijos el tiempo de su debilidad, ellos mismos voluntariamente, y a impulsos de su instinto, se apartan de los padres, y buscan por sí propios su sustento y el alivio de sus necesidades; que la época de esta separación es más o menos pronta, según la robustez del hijo y la facilidad y medios de sustentarse, y que al cabo cuando llega a verificarse, los dos vivientes, corriendo y derramándose cada cual por su lado sobre la tierra, pierden todas sus relaciones, y son tan extraños y desconocidos el uno para el otro como los demás de su especie. La necesidad formó la unión que, faltando aquélla, se destruye. Pero el hombre, más débil en su nacimiento que casi todos los animales, de una infancia más torpe, más prolongada y más menesterosa, con más necesidades y más difíciles de satisfacer para sostenerse y ser feliz, ennoblecido además con su alta razón, y con pretensiones y deseos infinitos, parece separarse de esta ley general y ser de un orden todo diferente, pues no debe considerársele como un ser aislado y solo sobre la haz de la tierra, sino unido con sus semejantes en sociedad. El irracional, sujeto a pocas necesidades, seguro siempre de hallar dondequiera con qué satisfacerlas, entregado a su instinto casi tan seguro a veces como la misma razón y no atesorando para un oscuro porvenir, ni se apega como éste a las cosas que ha adquirido, ni las adquiere a costa de gran trabajo y para en adelante, no fomenta como él esperanzas inmortales; y por lo mismo, cuando sus hijos han crecido y pueden vivir por sí, los olvida y se separa de ellos sin repugnancia, no les da parte en lo que no guardó, y no siente a su vista las dulces afecciones paternales, ni el

celestial placer de la beneficencia. Esto se ve más claro al tiempo de morir: cierto de hallar en todas partes la bebida y el sustento, sobre nada ha anticipado su sudor y sus fatigas, a fin de procurárselos con seguridad; para nada futuro se ha desvelado, nada ha atesorado; ningunas adquisiciones ha hecho, y muere por lo mismo sin tener que dejar. Mas ¿qué será del hombre que condenado, por una ley justísima, a trabajar para vivir, y ansioso siempre de goces y comodidades nuevas que sólo puede procurarse a fuerza de sudor y tareas, desmontó y descuajó un terreno que no pudo gozar, plantó un árbol cuyo fruto no cogió, y edificó una casa que acaso permutó con la huesa en el día mismo en que la vio acabada? ¿Qué dolor no sentiría entonces si careciese de la dulce esperanza de dejar a su arbitrio un sucesor para coger el fruto de sus largos afanes? ¿Cuánto, viviendo, no se entibiaría su noble ardor de cultivar la tierra y hermosearla con su sudor y sus obras? ¿Qué contradicción no habría en la misma naturaleza, que le da, de una parte, disposición para el trabajo y necesidades que satisfacer por él, le inspira amor como remedio saludable a los disgustos del ocio, y pone, en fin, en su corazón el deseo de adquirir y atesorar, y de otra parte le obliga a abandonar en un instante cuanto tiene amontonado y no puede ya gozar? Para evitar esta contradicción, dotó naturaleza al hombre de afecciones más tiernas: hizo que siendo más larga y más afanosa la crianza de sus hijos, se uniese a ellos más estrechamente y con otros lazos más dulces, y abrió su pecho a la compasión y a la beneficencia, virtudes celestiales, superiores al instinto del bruto, y que hacen que el hombre se complazca en aliviar y socorrer al que ve padecer, y enriquecer y regalar a los que ama y tiene en derredor. Con su anhelo por la sociedad se une el hombre a su semejante y busca ardientemente su compañía, pero sus relaciones más estrechas, sus más dulces y prolongados lazos son con la compañera de su amor, con los frutos de este amor, y con la sucesión y descendencia de estos frutos. Es, pues, natural que viviendo con ellos, y necesitando de auxilio y compañeros en casi todos sus trabajos para poner en cultivo y hacer fructificar la tierra que pisa y debe alimentarle, se aproveche con ellos del fácil recurso de sus manos y les haga en su vida partícipes de los frutos de todas sus tareas, y que, muriendo por lo común entre sus brazos, divida entre ellos, con preferencia a los demás, cuanto va a dejar y adquiriera mientras vivió; o que, si él no lo hace por no poder hablar o por morir fuera de su familia, siga ésta en el goce de sus adquisiciones, ya como asociada antes a los trabajos que se las procuraron y con su derecho sobre ella indudable, y de preferencia a cualquier tercero por esta razón, ya por una voluntad presunta del mismo fallecido, y ya por primer ocupante del suelo y sucesión vacíos. Y he aquí el origen de las dos sucesiones, testamentaria y abintestato, sin que pueda en mi opinión dársele otro, sucesiones emanadas de la naturaleza, apoyadas en los sentimientos del orden social y de la sana razón, y útiles al género humano; pero que, sin embargo, no se leen tan claramente en el libro de la naturaleza como la obligación de educar y alimentar a los hijos hasta su edad perfecta, ni muchas otras de sus leyes. Las civiles sancionaron después estos principios por su importancia y

mucha utilidad, y establecieron reglas seguras sobre entrambas sucesiones en casi todos los pueblos de la tierra, concordando entre sí los sentimientos de la naturaleza con las circunstancias sociales, y haciendo de rigurosa necesidad, sobre una cantidad determinada, lo que sin estas reglas y sólo atendiendo a la justicia natural quedaba indefinido y al arbitrio prudente del padre que moría. Así que, si por una abstracción metafísica se quiere considerar al hombre como simple animal, y conducido sólo por aquellas leyes más generales y comunes con que éstos se conducen y gobiernan, hallaremos que nada debe en rigor a sus hijos sino mientras ellos no pueden proveer a sus necesidades, vivir por sí solos, alimentarse y defenderse; que con su muerte cesa como en los demás animales toda su obligación; y que el hijo, semejante a ellos en su nacimiento, en su infancia, en su debilidad, expuesto a las mismas vicisitudes y riesgos de la suerte, y desenvolviéndose como ellos y perfeccionándose progresivamente, libra su vida sobre la de sus padres, así como los demás animales sobre la de los suyos o más bien sobre una providencia benéfica y universal que atiende a conservar cuanto ha criado. Si pasamos adelante observándole y le vemos dotado de razón, afanado y solícito en adquirir, unido a una familia que ha visto nacer, y compasivo y benéfico, hallaremos por todas las reflexiones anteriores que debe a sus hijos, mientras vive, más que el animal y por más largo tiempo; y es su muerte el goce y sucesión de cuanto va a dejar. Ora se llama esta sucesión una donación hecha en el momento anterior al último de la vida del hombre, ora un pacto cuyos efectos han de verificarse en el plazo de esta vida, ora una voluntad diferida para este mismo plazo, ora una continuación en el dominio por medio de un tercero, ora, en fin, una reunión en el socio supérstite de los derechos del consocio que muera. Y si queremos, en fin, contemplarle en el orden social y reunido en cuerpos políticos, hallaremos en todos ellos más y más fortificados estos principios y sancionados por las leyes. Sobre estos supuestos, yo hallo el derecho de la sucesión de los hijos a los bienes de los padres fundado en la naturaleza: a estos últimos dispuestos siempre con una inclinación, o más bien un conato vehementísimo, si no irresistible, a agraciar con ella y beneficiar a sus hijos; con un derecho de sociedad a los mismos hijos para estas sucesiones; y este instinto, esta inclinación, este derecho, bastantes a fundar una verdadera obligación respecto de los padres. Mas, como el corazón del hombre no se limita en sus afecciones a un solo objeto, como está abierto continuamente a la gratitud y a la amistad, y puede extender sus justas relaciones a muchos de sus semejantes; y como, por otra parte, el padre ni puede ni debe suponerse mientras vive atado tan estrecha y exclusivamente a sus hijos, que a ellos solos mire y atienda, y trabaje y se afane para ellos solos, refiriéndolo todo a su sustento y crianza, sin serle dado distraerse de ello, ni disponer de algo en favor de un necesitado o de un amigo, el padre en su muerte tendrá con razón esta facultad: podrá agraciar y remunerar a un tercero con alguna parte de su haber, y abandonarse a sus afecciones sociales y a su beneficencia, sin ofensa de la obligación que tiene hacia sus hijos, y dejándoles salvos sus derechos.

Y he aquí en qué se fundan las leyes civiles de varios pueblos para señalar esta o la otra porción como legítima natural del hijo, de que el padre no puede disponer, dejándole en lo demás una libre facultad. Es verdad que los romanos desconocieron esta obligación, dando a los padres la libre disposición testamentaria de sus bienes en perjuicio de sus hijos: Uti quisque legavit superpecunia tutelave suae rei, ita jus esto, decía una de sus doce tablas, y la razón era el exceso de autoridad paterna establecido por las mismas leyes, o más bien por su largo uso anterior a ellas en todo el Lacio. El padre, que podía vender, exponer, empeñar, matar un hijo, podía con más razón privarle de sus bienes. El padre lo era todo, y el hijo no era nada en la familia ni en la sociedad. Acaso la misma exagerada idea de la autoridad paternal hacía establecer el fuero de Aragón que deja libre el padre de llamar por su heredero a quien bien le parezca, olvidando a sus hijos, con tal que les deje diez sueldos de legítima, cinco por los bienes muebles y cinco por los raíces; conciliando por medio de esta ficción la razón política con la obligación natural. De lo dicho hasta aquí, habiendo como parece una obligación en el padre de dejar al hijo en su muerte alguna parte de sus bienes como legítima natural, se sigue necesariamente que no puede vincularlos todos por su libre voluntad y privarle por este medio de la porción de que rigurosamente le es deudor; porque, supuestos los arbitrarios principios de los Mayorazgos y sus decantadas doctrinas, el fundador que vincula, atando como ata los bienes para siempre, disponiendo y ordenando sobre ellos y privando al sucesor de su libre disponer en todo tiempo, no le deja verdaderamente sino sólo un usufructo o cuando más una propiedad disminuida en su principal prerrogativa. Añádese además que, estableciendo como establece condiciones y llamamientos el fundador del Mayorazgo para años y siglos después de su muerte, no se halla en la naturaleza ni puede considerarse como eficaz la voluntad del que no es. Mas ¿podría el padre hacer su fundación con facultad del príncipe? Y el príncipe, entre las altas prerrogativas de su soberanía, ¿contará acaso ésta? La solución de esta cuestión depende de la opinión que se siga sobre testamentos y abintestatos. Si unos y otros tienen su origen en la razón natural y en un sentimiento universal del hombre en favor de sus hijos, no se duda en negar al soberano esta prerrogativa, así como no la tienen de dispensar de las leyes naturales. Este derecho, fundado en relaciones inmutables, dictado al hombre por un ser infinitamente sabio y providente y para su felicidad en todos los casos y puntos de su vida, se dispensa sólo por el mismo señor que lo establece, o más bien no se dispensa jamás, sino que en un conflicto de obligaciones y derechos los inferiores ceden a los principales, lo cual suele parecer una dispensa. Mas los soberanos, que conocen su alto origen e indefectible autoridad y que reinan por él, se glorían de ejecutar sus justas leyes, no de trastornarle ni querer dispensar de sus obligaciones. Su razón creería hacer un bien y obraría un mal, porque no vería las consecuencias lejanas de su mal acordada dispensa. Y el hombre social, viendo de una parte la ley civil y de otra el sentimiento de su conciencia y su razón, dudoso y dividido entre ellas, ni sabría qué seguir ni a qué atenerse.

Podrase acaso decir que la utilidad del Estado es una ley suprema a que son inferiores y ceden las demás. Esta máxima debe entenderse bien para no ocasionar con ella daños, porque, siendo en todos los casos la utilidad bien entendida el resultado de la utilidad privada de cada individuo, ninguno puede haber en que esta utilidad esté en contradicción con la utilidad pública verdadera. Y se dirá también que el deseo en el fundador de perpetuar su memoria, la de su familia, el lustre de su casa y el esplendor de todo el reino en que las haya grandes y bien rentadas para servirle con utilidad y dignamente, son justísimos motivos para dar al príncipe la facultad que le negamos. Pero ¿quién no ve que tales consideraciones son tan vanas en sí mismas como poco dignas de la sabiduría del Acuerdo en un tiempo en que está reconocido y universalmente demostrado el perjuicio de las vinculaciones, ya que ni éstas entran ni son necesarias aun en las mismas monarquías, y que la nuestra se fundó, se cimentó y brilló llena de esplendor sin conocerlas; en un tiempo en que el Gobierno, penetrado altamente del estado infeliz a que tienen reducida la propiedad y con ella la agricultura y no poco las costumbres, abunda de saludables deseos de minorarlas y extinguirlas? Deseos de que no podemos dudar por los artículos de la instrucción de Estado que obran en este expediente. Si duran y se sostienen, es más bien por una supersticiosa veneración a los usos antiguos y por el vano temor de tocar este coloso (que si al cabo no le echamos por tierra, acabará con nosotros), que porque la razón o la utilidad pública los autoricen o sostengan. Pero los que opinen que los testamentos y abintestatos son obra de la ley civil y que el padre nada debe a sus hijos sino el sustento y la educación, opinarán también que, siendo las legítimas testamentarias meramente civiles y arregladas por la ley, el príncipe que las establece y carga al padre con esta obligación, puede también dispensarle de ella y darle facultad para que deje y ate sus bienes al morir según su voluntad en los casos que le parezca. Mas, como toda dispensa de una ley debe nacer de urgentísimas causas para ser racional y prudencial, no viéndolas yo en ningún caso en la presente cuestión, antes por el contrario perjuicios graves y palpables en las mismas familias y en el Estado, aun siguiendo esta opinión, daría al príncipe de buena gana la facultad de dispensar, negándole al mismo tiempo su ejercicio como funesto siempre a la sociedad y de infelices consecuencias. Pero apoyado como lo estoy en el sentimiento íntimo de la naturaleza, en una inclinación universal que veo en el hombre de trabajar siempre para su hijos y familia, y en los saludables efectos que produce esta inclinación en la tierra, no dudaré decir, sin que en ello recele ofender los sagrados derechos de un augusto soberano ni disminuir en lo más leve sus altas prerrogativas, que la dispensa de que tratamos no entra en ninguna de ellas, como que lo sería de una obligación natural, superior a los pactos y convenciones sociales. Y si el príncipe, con la plenitud de su poder, no puede dispensar en este caso, ¿podrá al menos en los llamamientos a personas extrañas, o el fundador sin su licencia, hacerlos por sí solos en perjuicio de sus hijos? Esta cuestión me parece decidida con los mismos principios que la

anterior, y así, no me detengo en ella; pero tiene además el apoyo de la ley de Toro, que fortifica con su sanción la obligación de la naturaleza. ¿Qué no se expondría, qué no examinaría por los jurisconsultos al acordar aquella sabia ley? ¿Cómo se pesarían respectivamente los derechos de los padres y de los hijos? El resultado fue su decisión, y este resultado, tan sabio en sí como útil al bien particular de las familias y general del Estado, no puede alabarse bastantemente. En cuanto a la segunda parte de la Consulta, sobre el modo de mejorar las casas yermas y destruidas o las tierras abandonadas de las vinculaciones de que no se nos pregunta por Su Majestad, me parece, o más bien tengo por asentado, que estableciéndose por ley general que las mejoras hechas en los bienes de Mayorazgo se dedujesen de ellos, como justo, en favor de los que las hiciesen, contra la opinión malamente introducida por los pragmáticos, ampliando más de lo que debía la ley, se remediarían los males que sufren las fincas vinculadas y el abandono y ruina de las casas yermas. Éstas lo están porque no viviéndolas por lo regular los mismos poseedores (que todos por desgracia corren a la corte y a las grandes ciudades), bastan bien o mal reparadas para sus mayordomos, y al cabo vienen a destruirse y dar por tierra. Pero llámese a los Mayorazgos por medios indirectos a sus solares, ocúpeseles en los empleos municipales de los pueblos, hágaseles representar en ellos y tomar el lugar que antes tuvieron; y anímeseles, si es necesario, con algunas honras o expresiones satisfactorias y, viviendo y disfrutando sus casas, todos las repararán; porque el hombre quiere naturalmente gozar cuantas comodidades puede, y halla en su goce una amplia recompensa de cuanto expende en ella. Pero hoy la corte es el centro donde gravita todo y todo se hunde y se sepulta. El Mayorazgo más pequeño se fastidia ya de vivir en la villa donde vivieron sus honrados ascendientes y ansía por la ciudad donde al cabo se fija y se arruina; y el título que vivía en ella con abundancia y esplendor, fastidiado de sus diversiones, fascinado de un falso brillo y lleno del funesto deseo de lucir, corre a la corte a empeñarse y envilecerse. Así los campos y las ciudades de provincia gimen sumidas en miseria, sin esplendor y sin nobleza; el lujo y la corrupción de costumbres discurren desenfrenadas sin diques ni modo hasta las últimas aldeas, y la capital es un abismo inmenso donde se hunden y desaparecen las riquezas y la felicidad de todo el reino. Si no se quiere tanto, déjese al menos al poseedor la deducción de las mejoras que hagan, y también se levantarán y repararán las casas vinculadas. O, por último, désele la facultad de enajenarlas con competente información de utilidad ante el juez ordinario donde radiquen, para imponer su capital en otra parte, o de darlas a foro o a censo reservativo, redimible por mitad para otra imposición ventajosa, y pasando a manos libres, se verán al instante, como las demás, reparadas y habitadas. Aún es más necesaria y de más pronta y palpable utilidad la ley que deseamos sobre mejoras respecto de las tierras yermas. El Real Decreto de abril de 1789 unido en el expediente dice cuanto yo pudiere sobre este punto, y lo dicen la razón y la experiencia. Esta opinión, que no dudo en llamar bárbara, de que las mejoras hechas en los bienes amayorazgados sigan su extraña naturaleza sin poder deducirse de ellos ni abonársele al que las hizo, los ha hecho producir desde que se introdujo acaso una

tercera parte menos de lo que hubieran producido, en daño de sus mismos poseedores y mucho mayor de la agricultura y del Estado. ¿Quién de ellos plantará, cercará, regará ni hará ningún abono en su terreno, conocidamente para su sucesor y sin que pueda reclamar ni un maravedí para sus demás hijos? Ninguno ciertamente, y si alguno lo hace, sacrificando el bien de su familia al vano engrandecimiento de su nombre, es aún más delincuente a los ojos de la razón que el poseedor desidioso. Así cada cual tira a sacar del efecto vinculado la mayor utilidad posible con el menor gasto posible, y la finca esquilmada de poseedor en poseedor reduce al cabo sus productos al mínimo posible o viene a esterilizarse. Excítese por el contrario la natural codicia de los poseedores con la saludable ley que deseamos y, mejorados y puestos en cultivo los bienes vinculados, mudarán al punto de semblante, y tanto mejor cuanto que siendo por lo común ricos los poseedores pueden hacer sobre ellos más copiosas y más prontas las mejoras. Debieran éstas ejecutarse precedida siempre una información de utilidad, reconocimiento y tasa de la finca para hacer en lo sucesivo más fácil su regulación y evitar pleito; y aun debiera acordarse que cuando excediesen del capital del fundo vinculado, pudiese éste comprarse por el poseedor o el sucesor en su mejora, imponiéndose el precio en favor del Mayorazgo en otra cosa como censo, vale real o acción de banco; y que cuando excediese en dos partes del mismo capital, se pudiese éste tomar en foro o censo reservativo en favor de la vinculación y redimible por mitad para imponerse en beneficio suyo. Así que mi dictamen es que se debe consultar a Su Majestad: 1.º Que ni con facultad real ni sin ella puede un padre vincular todos sus bienes en favor de su hijo único privándole de sus legítimas, y mucho menos dar llamamientos de extraños de cualquiera clase que sean contra lo dispuesto en la ley de Toro. 2.º Que las casas vinculadas o yermas o mal reparadas se reedificarán y repararán tomando el Gobierno providencias indirectas para que los poseedores de los Mayorazgos las vivan por sí mismos, o permiténdoles su enajenación, previa información de utilidad ante el juez ordinario, para imponer su capital en censo, acciones de banco, vales reales, etc., o a lo menos darlas a foro o en censo reservativo, redimible por mitad para otra imposición útil al Mayorazgo. 3.º Que así ellas como las propiedades yermas se mejorarán indefectiblemente, dejando por medio de una ley libres estas mejoras en favor de los dueños y precediendo a ellas la debida información de utilidad, reconocimiento y tasa de la finca. 4.º Que cuando las mejoras excedan de la mitad de su valor, debe darse al mejorante la facultad de comprar la finca que quedará por libre, imponiéndose su valor en censos, vales reales o cosa equivalente. 5.º Cuando las mejoras excedan en dos partes del precio de la finca, debe asimismo concedérsele facultad para tomarla a foro o reconocerse sobre ella censo reservativo en favor al Mayorazgo y redimible por mitad para imponerse en censo, vales reales u otra cosa en su beneficio, quedando la finca libre y alodial. Valladolid, a 13 de octubre de 1796. Juan Meléndez Valdés

- 12 Exposición del señor fiscal sobre el modo de despachar las Juntas

El fiscal, vistos los decretos que han acordado pasarle las juntas por auto de este día, es de dictamen que, guardándose y cumpliéndose, como está así mandado, para que se ejecuten en todas sus partes más cumplidamente y la administración de justicia tenga la expedición y los negocios el pronto despacho que Su Majestad quiere en beneficio común, convendría establecer algunas reglas que sirviesen a la junta como de norma para sus ulteriores trabajos.

1. Sobre que se haga punto en los asuntos que se hallan paralizados en las escribanías y entiendan las Juntas en los radicados en el consejo y de que no se les manda desentender por el real decreto

Puesto que, suprimido el Consejo Real, son los deseos de Su Majestad, y el bien de los pueblos así lo pide, que la justicia se les administre expedita y prontamente, cuando las circunstancias y tiempo lo permitan; y puesto que, por otra parte, el encargo y las funciones de las juntas son sólo provisionales y para la expedición y el despacho de los asuntos contenciosos que se hallaban pendientes en el Consejo hasta que se organicen y establezcan los tribunales decretados por la nueva Constitución del Reino, donde según sus atribuciones deberán ir en adelante los negocios y pleitos de todo él, es de dictamen el fiscal que se haga punto, por decirlo así, en cuantos hasta el día se hallen en sus escribanías y demás oficinas por cualquier motivo que esto sea, entendiendo sólo las juntas en la vista y despacho de aquellos radicados ya en el Consejo y de que no se le manda desentenderse por el Real Decreto. De otro modo, y abriendo la mano a los nuevos negocios que pudieran venirle, no habría sido su creación para vado y despacho a los asuntos pendientes, sino para todos los del reino que, o por apelación o por súplica, llegaban antes al Consejo. Las ocupaciones de las Juntas jamás tendrían un término; se hallarían de día en día más y más cargadas de negocios, el gobierno con nuevos embarazos para el establecimiento de los nuevos tribunales constitucionales, y, por todo ello, defraudadas las intenciones de Su Majestad en la creación de este provisional. Sea, pues, en buen hora el curso y la decisión de los negocios ulteriores para los tribunales que en adelante se establezcan, contentas las Juntas con los muchos y graves que se hallan sin expedición en el Consejo y ya tienen sobre sí. Pero, si las juntas formasen sobre este punto la más ligera duda, el

fiscal desearía que se consultase sobre ello a Su Majestad, con lo cual se lograría una resolución del todo clara que las aquietase, tendría Su Majestad la primera prueba del cuidado y solicitud de las Juntas en el buen desempeño de sus funciones, y los litigantes y los pueblos la tranquilidad y plenísima confianza que deben tener en las sentencias y resoluciones de ellas.

2. Sobre que no se admitan ningún pleito ni negocio de nuevo

La misma regla de no admitir éstas ningún pleito ni negocio de nuevo deberá seguirse en los que venían a la Sala que se llamaba de Provincia. Algunos de éstos, según las leyes y la práctica del Consejo, se oían en relación y devolvían; y otros se retenían en él, o por su gravedad y circunstancias, o porque el Consejo los estimaba merecedores de ulterior discusión y audiencia de las partes. Éstos, en opinión del fiscal, deberán ser como cualesquiera otros contenciosos, y definirse y terminarse por las Juntas, dando de ellos las notas correspondientes las escribanías de la Cámara donde se hallaren, para que en su vista tengan la dirección que corresponda.

3. Sobre formar listas para la remisión de los consultivos administrativos y de Gobierno

Todos los consultivos administrativos y de gobierno que pendían en el Consejo deberán remitirse, según la letra del artículo segundo del Real Decreto, al mismo Gobierno con el orden y la clasificación de su materia y estado para facilitarle su inteligencia; y para ello se hace indispensable que los relatores y escribanos de cámara formen listas de todos con la posible brevedad, o más bien prefijándoseles por las juntas el término que tengan a bien. Ni esto parece al fiscal de gran dificultad, ya porque en el Consejo habrá libros de reconocimiento o con cualquier otro título donde se hallen consignados, ya porque, habiendo, como hay, listas formadas anteriormente, no será muy difícil continuarlas hasta el día, anotando y tildando los expedientes y negocios que en ellas se hallaren despachados.

4. Asuntos de comisiones

Solían someterse privadamente y en comisión a los individuos del Consejo algunos negocios, cuyas apelaciones se hacían a él. Si los hubiere de esta clase, que también constará de los asientos del Consejo, deberá ser citado el escribano actuario para que venga a dar cuenta del pleito o expediente en que como tal ha entendido, para, en su vista, resolver las juntas o su retención o remisión, según parezca, anotándose al mismo tiempo en las listas generales, según su calidad.

5. Sobre que se recojan de cualesquiera persona los expedientes que se hallen fuera de las oficinas

Deben asimismo recogerse con la posible diligencia todos los pleitos o expedientes que obren con cualquier motivo en cualquiera persona, para darles, vistos que sean, la dirección que corresponda.

6. Sobre el despacho por los relatores en las Juntas

En los pleitos contenciosos que queden a las juntas, es indispensable hacer en lo posible un equilibrio de trabajos para que las dos vayan a la par en la expedición de los negocios; cosa que podría verificarse haciéndose a una y a otra la asignación de un igual número de relatores, porque, teniendo y debiendo éstos tener un número igual de pleitos por el repartimiento riguroso que de ellos se hacía señalados por igual a las dos Juntas, les corresponderá precisamente el mismo número de asuntos para su despacho, y con ellos serán iguales sus ocupaciones y tareas. Siete son los relatores del antiguo Consejo, tres para sus dos Salas de gobierno y los demás para las otras Salas. Consígnese a cada una de las dos Juntas un relator de Gobierno y dos otros, y quedarán iguales en relatores y trabajos, si se ordena además que el otro relator de Gobierno turne sus despachos entre las dos o los haga en aquella que se halle sin negocios. Si a pesar de esta justa medida hubiese relator en cuyo poder no se hallen tantos como en otro o sean los que tenga de menor gravedad o volumen, éste será uno de aquellos accidentes en que obran la suerte y el acaso, y que ni son de la previsión de la prudencia ni de la jurisdicción de la justicia.

7. Sobre el perjuicio que podrán experimentar las escribanías de cámara y relatores por la falta de negocios

El fiscal conoce que, descartados tantos y tantos negocios de gobierno y administración como hay en el Consejo, quedarán tal vez los escribanos y relatores de este ramo perjudicados en sus intereses a pesar de las relatorías y escribanías de justicia que regentan al mismo tiempo. También conoce que entre éstas habrá algunas sobrecargadas de pleitos, ya porque las partes no las hayan movido, ya por enfermedades u otros accidentes a los que las sirven: y de aquí nacerá precisamente la misma desigualdad en intereses y trabajos que se desea evitar. Pero, como por la repartición de los negocios cada escribano y relator adquiere un derecho a los que le han cabido, es de justicia conservarlos en él, reservándose las juntas el hacer a su tiempo consultas a Su Majestad sobre la indemnización de cualesquiera perjuicios si los hallaren tales que así lo merezcan, para que Su Majestad los repare en el modo que haya por conveniente.

8. Sobre que diariamente se dé cuenta de los trabajos que hayan hecho los escribanos de cámara y relatores

Como la lista y separación de los negocios ni puede hacerse en un día, ni las juntas dejar de trabajar entretanto en la administración de justicia, parece al fiscal que, sin esperar a que cada escribano o relator terminase sus listas, diesen diariamente cuenta de los trabajos que hubiesen hecho, ocupándose las Juntas la una o dos primeras horas en su examen y reconocimiento para dar al negocio el curso competente.

9. Sobre que se haga saber a los procuradores el Real Decreto e instalación de las Juntas

Las otras dos horas podrían destinarse a la vista de los negocios contenciosos, para lo cual se deberá mandar que se intime a los procuradores respectivos el Real Decreto en la parte que les toca, y la instalación de la Junta con apercibimiento del perjuicio que parará a sus partes, y aun a ellos mismos cualquier omisión.

10. Sobre los pleitos empezados a ver, vistos y aún no votados

Tal vez habrá algunos pleitos empezados a ver, vistos y aún no votados, o en discordia, los cuales todos, según el espíritu y tenor de la ley nueve,

título octavo, libro cuarto de la Novísima Recopilación, deberán reponerse al estado en que se hallaban inmediatamente antes de su vista, procediendo a ello las Juntas, si fuesen de su atribución, cuando a bien lo tuviesen.

11. Sobre los pleitos de dos o más Salas

Los pleitos que, según nuestras leyes, deben verse en dos o más Salas, lo serán por la Junta plena, compuesta de nueve ministros a lo menos para arreglarnos en lo posible a la sabiduría de sus resoluciones, y evitar novedades, en nada tan dañosas como en la administración de justicia.

12. Sobre los pleitos y expedientes que se hallen en los agentes fiscales

De los pleitos o expedientes que tengan n su poder los agentes fiscales, cuidará el fiscal que hagan las mismas listas que los relatores y escribanos de Cámara; y hechas, las presentarán a las juntas para el examen y separación de los negocios, anotándose, si ya no lo estuviesen en las listas generales de los relatores y escribanos.

13. Sobre la buena armonía de las Juntas

En los asuntos más graves o en las dudas que puedan ocurrir, la perfecta armonía, el celo y vivos deseos del acierto que animan a las Juntas, hace esperar al fiscal que se reunirán las dos, discutiendo juntas el asunto dudoso para comunicarse mutuamente las luces y sabiduría, en que se librará lo ajustado a sus resoluciones. Que es cuanto el fiscal tiene que decir sobre los dos decretos que se le han pasado. Las Juntas acordarán lo que estimen por conveniente. Madrid, 17 de febrero de 1809. Juan Meléndez Valdés

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Informe contrario a la manifestación de los cuatro Evangelios por un mecanismo óptico

«Año de 1798. Plena. Don Isidoro de Hernández Pacheco solicita permiso para manifestar al público los cuatro Santos Evangelios por medio de una óptica. Gobierno». Muy poderoso señor: El Fiscal se ha enterado así del proyecto de don Isidoro Hernández Pacheco para demostrar en una cámara oscura los cuatro Santos Evangelios y con ellos las bondades de nuestra augusta religión, como del diseño, que acompaña a este proyecto, e informe del diputado eclesiástico y alcalde de barrio en que abonan al citado Pacheco y estiman por útil su solicitud. Y en vista de todo, no puede dejar de exponer a la Sala: Que las augustas verdades de nuestra religión son para meditarlas en el silencio y en el retiro y no para representarlas en farsas ni juegos, que no pueden menos de prestar mucho motivo para el ridículo y el desprecio, y exponerlas así al escarnio y murmuraciones de los incrédulos. Que, por esto, su Divino Fundador huyó de todo aparato y representación cuando las anunció a los hombres y, siguiendo su celestial ejemplo, en los primeros siglos de pureza y virtud aun en los templos era prohibido este aparato; y todo era sencillez y verdad. ¿Qué parecerían los divinos milagros del Evangelio, las predicaciones del Salvador, su Pasión sagrada y la cosa más pequeña de cuanto contienen estos Augustos Códigos, si algo en ellos puede sufrir este nombre, mal pintados en un vidrio y hechos al juguete de un demostrador óptico? ¿Con qué devoción es de esperar que las gentes concurriesen a ellos? ¿Y cómo podría permitirse que en una casa particular y en una sala, tal vez mal adornada, se representase por un lego lo que en el templo, casa de Dios y lugar de oración, sólo es dado a los ministros del Señor anunciar al pueblo para instruirle y edificarle? Si se pensase por los enemigos mismos de nuestra religión en un proyecto para hacerla despreciable y ridícula, el fiscal cree que no podría hallarse otro más oportuno que el que ha ideado el celo inconsiderado de don Isidoro Pacheco. Así, los Concilios y los obispos celosos e instruidos declamaron siempre y al cabo consiguieron prohibir las representaciones de los Misterios que se usaron en la Edad Media; y en nuestra España hemos visto prohibirse también los Autos Sacramentales, aunque compuestos por los mejores ingenios y representados con el mayor decoro. Los legos, en la Iglesia, no estamos para enseñar sino para oír. Los sacerdotes del Señor nos deben instruir y repartir el pan de la predicación, no con sombras y apariencias vanas sino con palabras de salud y vida eterna en la cátedra de la verdad, para que las meditemos y nos ocupemos en ellas día y noche como dice el Señor. Por todo lo cual, parece al Fiscal que, por más laudable que sea el celo del citado Pacheco, es su proyecto poco cuerdo y digno de desestimarse por la Sala, denegándosele la licencia que para ello solicita. O acordará, sin embargo, lo que fuere de su superior agrado.

Madrid y abril, diez de 1798.

- 14 Informe sobre la postura del vino

«13 de abril de 1798. Vino: Real Resolución para que de cada arroba de vino que se introduzca en Madrid, sin excepción de personas, se exija una peseta para ocurrir a las pérdidas que están sufriendo en los abastos; y que se aumente un cuarto en cada cuartillo de vino. Acordado de la Sala de 24 de dicho abril sobre el modo de hacer la publicación de bandos o carteles». Muy poderoso señor: El Fiscal ha visto este expediente y en él la minuta del bando remitida por la Sala al Consejo con la que éste le ha devuelto enmendada con su oficio del día de ayer. Y estima que si la Sala hizo cuanto debía en acordar se cumpliese inmediatamente con la impresión y fijación del bando acordado por el Consejo, no puede, sin embargo, dejar de hacerle presente así la inconsecuencia en que ha caído con el público por su obediencia, pues, habiendo bajado la postura del vino en 28 de noviembre último, en atención a su excesiva abundancia, y, continuando ésta, el bando que acuerda su subida, sin señalarle ni objeto ni causa alguna, manifiesta, necesariamente, o injusticia o poca detención respecto de la Sala, cosa que se saldaba con la minuta que ésta pensó; como [no puede dejar de hacer presente el Fiscal] lo diminuto y breve de la que se ha impreso y publicado y las justísimas razones que había para anunciar esta alza con toda la expresión y claridad con que la Sala la tenía concebida. De este modo se saldaba, a un tiempo, lo acertado de su anterior providencia en beneficio público, y se daba un paso adelante en ilustrar al pueblo sobre las inmensas pérdidas que los abastos sufren y que han acarreado el sistema ruinoso que se ha seguido en ellos, y la falsa y torcida política de no querer reducir las cosas al costo y costas que exigen la justicia y la razón en cuanto se vende al pueblo y sirve a alimentarle. En las pérdidas y apuros actuales, uno de los recursos más cuerdos y acertados ha sido, ciertamente, la subida del vino acordada por el Consejo y aprobada por su Majestad el Tribunal debe gloriarse en una operación que dictan a una la necesidad y la buena administración y que cae sobre un género, sino del todo dañoso al bien de la sociedad, al menos de grandísimo perjuicio en su consumo excesivo y que, por lo mismo, está pidiendo, de justicia, recargos y gravámenes que hagan costosa la embriaguez y pongan en contribución a los desarreglados para la causa pública y templanza de los demás. Así pues, la minuta de bando que anunciase todo esto, que manifestase el objeto del recargo, la perpetuidad que, probablemente, debe tener, la aprobación con que la ha sellado su Majestad y el autor del pensamiento,

lejos de poder producir efecto ninguno malo, ayudaría, ciertamente, a ilustrar y desengañar al pueblo sobre la injusticia con que quiere se le mantenga sobre barato, y la necesidad en que está, como lo estamos todos, de sufrir los efectos de la abundancia o carestía de los víveres que le sustentan. El pueblo mismo tiene un derecho a este útil desengaño. Y cuanto se hace por mantenerle en tinieblas son, en opinión del Fiscal, otros tantos pasos impolíticos, cuyas funestas consecuencias llegan a experimentarse con el tiempo, como en el día sucede con el sistema equivocado de abastos, seguido hasta aquí. Ni hay que temer incurrir en su odio por estos principios. Los opuestos sí que llega un día en que en que le acarrean sobre los que los siguen, y acaso sin poder destruir sus recelos y ganar de nuevo su confianza. Sean siempre francas y veraces la justicia y la administración pública y el hombre que, (dígase lo que se quiera), oye la razón y no puede resistir a la evidencia, les doblará la cerviz y venerará aún a la misma mano que le castiga, así como venera a la justicia, no sólo cuando remunera, sino cuando aflige y persigue al delincuente. Por estos indudables y útiles principios, el Fiscal cree que la Sala está en necesidad de representar al Consejo lo extraño que le ha sido la enmienda de la minuta de su bandoy la nueva y diminuta remitida por él, reclamando este ejemplar así por la conservación de sus derechos como por las consecuencias que puede tener para lo sucesivo. En otro caso resolverá lo que fuere de su agrado. Madrid y abril, diez y siete de 1798.

Epistolario

Nota del editor Las cartas recogidas en esta colección tienen una ascendencia diversa, ya manuscritas ya impresas, aunque todas (50) estaban en mi edición de Obras completas (ed. de Emilio Palacios Fernández, Madrid, Biblioteca Castro, 1997, III, pp. 315-419). Una biografía tan bien relacionada como la de Meléndez Valdés nos permite suponer que escribió muchas cartas más, posiblemente algunas perdidas en los últimos pasos del exilio o escondidas por sus amigos a causa de su fama de afrancesado antipatriota que le sobrevino. Ha sido necesario unificar la presentación, corregir los errores filológicos, modernizar el lenguaje. Proceden: _____. 1, 2, 3, 4, 5, 12, 13, 15, 17, 18, 19, 20, 22, 23, 24, 27, 28, 29, 30, 33, 35 aparecen en la edición de Leopoldo Augusto de Cueto, en Poetas líricos del siglo XVIII, Madrid, Rivadeneyra, 1869 en dos de los tres tomos de esta colección el LXI y el LXIII. Muchas de las cartas recogidas allí procedían del Archivo del marqués de Pidal, que se perdió durante la Guerra Civil de 1936. Las que el marqués de Valmar publicó fragmentarias,

también aparecerán aquí porque no podemos revisar el manuscrito perdido. _____. 6, 7, 8, 9, 10, 11, 14, 26, 32: ya habían sido recuperadas por Manuel Serrano Sanz, «Poesías y cartas inéditas de don Juan Meléndez Valdés» Revue Hispanique, IV (1897), pp. 303-313. Los originales manuscritos estaban en la Biblioteca Nacional (Madrid), mss. 12958 (19) y (20). _____. 16, 36, 41, 47, 48, 49 ya aparecieron en diversos lugares de J. Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo, T. I y II. _____. 21, 37 publicadas en J. Demerson, «Tres cartas, dos de ellas inéditas, de Meléndez Valdés a don Ramón Cáseda», Boletín de la Real Academia Española, XLV (1965), pp. 117-139. _____. 38, 42: en W. R. Colford, Juan Meléndez Valdés, Nueva York, Hispanic Institute, 1942, pp. 345-348. _____. 25: Biblioteca Nacional (Madrid), mss. 12958 (25). _____. 31: Biblioteca Nacional (Madrid), mss. 12958 (24). _____. 34: F. Ximénez de Sandoval, «Una carta desconocida de Meléndez Valdés», Revista de Estudios Extremeños, XVI (1960), pp. 177-183. _____. 39: Carlos Cambronero, «Un certamen dramático», Revista Contemporánea, C (1895), pp. 384-385. _____. 40: Manuel Artigas, «La oda al otoño de Meléndez Valdés», Basílica Teresiana, IV (1918), pp. 53-57. _____. 43: Rinaldo Froldi, «Una carta inédita de Juan Meléndez Valdés al padre Andrés», Bulletin of Hispanic Studies, LXVIII (1991), p. 35. _____. 44: Carlos Pellicer, El Secretario español o Nuevo Manual de cartas y sus respuestas, Madrid, Lib. J. Cuesta, 1861, pp. 346-347. _____. 46: Biblioteca Nacional (Madrid), mss. 20242 (32). _____. 50: G. Demerson, «Más sobre Meléndez Valdés en Montpellier y Nîmes (1814-1815)», en Studia Hispanica in honorem Rafael Lapesa, Madrid, Cat. Menéndez Pidal-Gredos, 1974, II, pp. 203-204. Emilio Palacios Fernández

-1A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 30 de marzo de 1776 Muy señor mío y de toda mi veneración: Si las musas salmantinas no tuvieran una justa vergüenza de parecer ante las hispalenses, yo osaría remitir a vuestra señoría alguna composición menos imperfecta que las que producía este desapacible terreno antes de la venida de Dalmiro. Este ingenio, a todas luces grande, me animó a la poesía, y a él debo el tal cual gusto que tengo en ella; y sería en mí una culpable deslealtad no pagar con algún elogio a quien le alaba tanto como vuestra señoría, y merece ser alabado tan dignamente. La majestad, la pureza del estilo, el entusiasmo, la armonía, y todo lo demás que compone la buena poesía, y se

halla tan bien en el idilio «Vida de Jovino», me hizo desde luego formar un gran concepto del autor y de su delicado gusto. El padre prior de este convento de agustinos, que me favorece con su amistad, y a quien debí el gusto de verlo, me lo adelantó con las noticias de vuestra señoría y de sus amables calidades; y esto, junto al amor que profeso a este bello ramo de la literatura y a los que lo cultivan felizmente, me hizo emprender la canción que dirijo a vuestra señoría. Bien conozco su corto mérito y cuánto le falta para el grado de perfección a que llega el idilio; pero la recomendación del buen afecto de su autor, si no basta del todo a disculparla, podrá hacer tolerables los defectos de menos bulto y la osadía con que se ha atrevido a molestar a vuestra señoría. Sírvase vuestra señoría ponerle en el número de sus apasionados, y, si sus graves ocupaciones se lo permiten, mantener alguna correspondencia con las musas salmantinas y hacerlas partícipes de algunas producciones. Éstas lo desean con ansia, y lo tendrán a singular favor, y yo el que vuestra señoría me cuente entre sus más afectos y me mande en cosas de su gusto. Besa las manos de vuestra señoría su más apasionado servidor. Salamanca, 30 de marzo de 1776. Juan Meléndez Valdés

-2A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 3 de agosto de 1776 Muy señor mío y de mi mayor veneración: Esperando de correo en correo la «Didáctica» que vuestra señoría me anuncia en su postrera carta, y queriendo yo, por otra parte, ofrecer a vuestra señoría algo de mi cosecha que acreditase la estimación que hago de sus sabios avisos y la docilidad con que los ejecuto, me he ido deteniendo aún más que ya debiera en mi respuesta, casi olvidándome de demostrar a vuestra señoría mi justo agradecimiento por los excesivos elogios con que se sirve honrarme; éstos son tales, que su misma grandeza me estorba, y la ignorancia mía se confunde entre ellos... Mas si no los admito por este término, los aprecio y apreciaré siempre como unas sencillas pruebas de la estimación que he merecido a vuestra señoría. El juicio de ese caballero es también muy benigno. Mi segundo soneto sólo puede pasar por una mediana composición pastoril y nada más; pero, sea como fuere, este mismo juicio y esa misma suavidad en la crítica me ha hecho copiar la docena y media que acompaña a ésta, y que son todos los que hasta ahora he hecho, de donde espero, si no una igual censura (porque ésta no me está a mi bien), a lo menos otra menos apasionada, y que, diciéndome dónde yerro y dónde no, me enseñe y me corrija con sus avisos. La materia de ellos toda es de amor, por las mismas causas que vuestra señoría me insinúa en su última carta. El ejemplo de nuestros poetas, la blandura y delicadeza de sentimientos, la

facilidad en expresarlos, mi edad y otras mil cosas, me hicieron seguir este rumbo, y si a vuestra señoría le pareciere menos grave o digno de una tal persona, perdóneme, y discúlpeme mi buen afecto. Excitado de lo que vuestra señoría me dice, he emprendido algunos ensayos de la traducción de la inmortal Ilíada, y ya antes alguna vez había probado esto mismo; pero conocí siempre lo poco que puedo adelantar; porque, supuestas las escrupulosas reglas del traducir que dan el Obispo Huet, y el abate Régnier en su disertación sobre Homero, y la dificultad en observarlas, el espíritu, la majestad y la magnificencia de las voces griegas dejan muy atrás cuanto podamos explicar en nuestro castellano, y por mucho que el más diestro en las dos lenguas y con las mejores disposiciones de traductor trabaje y sude, quedará muy lejos de la grandeza de la obra. Las voces griegas compuestas no se pueden explicar sino por un grande rodeo, y los patronímicos y epítetos frecuentes, y que allí tienen una imponderable grandeza, no sé si suenan bien en nuestro idioma. Esto hace que precisamente se ha de extender la traducción un tercio más que el original, como sucede a Gonzalo Pérez en su Ulixea, y esto le hará perder mucho de su grandeza. Yo, en lo que he trabajado, que será hasta trescientos versos, procuro ceñirme cuanto puedo, y hasta ahora, con ser la versión sobrado literal, calculado el aumento de los versos hexámetros con respecto a nuestra rima, apenas habrá el ligero exceso de veinte versos. Espero que en todo este mes y el siguiente tendré acabado el primer libro (aunque ahora todo soy de Heinecio y de Cujacio), y si vuestra señoría gusta verlo, lo remitiré para entonces. En lo demás no tiene vuestra señoría que esperar de mí nada bueno; los poemas épicos, físicos o morales piden mucha edad, más estudio y muchísimo genio, y yo nada tengo de esto, ni podré tenerlo jamás. Estoy aprendiendo la lengua inglesa, y con un ahínco y tesón indecible. La gramática de que me sirvo es la inglesa-francesa de M. Peyton; pero más que todo, me aprovecha el frecuente trato con dos irlandeses de este colegio, criados en Londres y que nada tienen del acento de Irlanda; ya traduzco alguna cosa y entiendo muy bien la pronunciación y la algarabía de las letras. Dios quiera que algún día pueda entablar una correspondencia inglesa con vuestra señoría y mostrar en mi adelantamiento la estimación que hago de sus avisos. Yo, desde muy niño, tuve a esta lengua y su literatura una inclinación excesiva, y uno de los primeros libros que me pusieron en la mano, y aprendí de memoria, fue el de un inglés doctísimo. Al Ensayo sobre el entendimiento humano debo y deberé toda mi vida lo poco que sepa discurrir. Sírvase vuestra señoría decirme los libros que más puedan aprovecharme, tanto poetas como de buena filosofía, derecho natural y política, pues en estos ramos de literatura he hecho y deseo hacer una buena parte de mi estudio. Dé vuestra señoría mil respetos de mi parte a este caballero que tanto me favorece con sus censuras, por no decir elogios, mientras yo ruego a Dios guarde la vida de vuestra señoría los muchos años que deseo. Besa las manos de vuestra señoría, su seguro servidor y afectísimo amigo. Salamanca, agosto 3 de 1776. Juan Meléndez Valdés

-3A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 24 de agosto de 1776 Muy señor mío y de toda mi veneración: El correo pasado no pude dar a vuestra señoría las debidas gracias por los dos cuadernos de poesías que se sirve remitirme, por estar sumamente ocupado y no haber sido mío en todo el día. Comí fuera de casa, y me embarazaron la tarde y noche, ni tampoco pude abocarme con nuestro Delio para que a lo menos respondiera a vuestra señoría. Ya las hemos leído con indecible gusto, y, aunque vuestra señoría nos encarga que las juzguemos, nos confesamos desde luego de hombros débiles para tanta carga; yo a lo menos, de un genio suave y bondadoso por naturaleza, además de mis cortos años, que aún no llegan a los legales de la censura, apenas puedo advertir en las más de las obras los defectos que notan con tanta frecuencia los críticos desapiadados, y antes presumo que serán o mal gusto o ignorancia mía que verdaderos yerros del autor; pero, no obstante eso, cuando las iba leyendo, hice algunas observaciones sobre el estilo, locución y fondo de las piezas, conviniéndome en todo y caminando sobre el juicio que vuestra señoría nos hace de ellas. Las cantinelas anacreónticas me parecen muy largas y que pierden alguna cosa por la uniformidad de la asonancia, no muy escogida; el oído se cansa, y como el fondo de ellas es (a mi ver) uno, como que las recibe por una sola. Parece que la naturaleza de estas composiciones es el que sean cortitas, porque ni admiten las largas descripciones, ni las figuras, ni la gravedad frecuente de sentencias, ni los demás adornos que pueden sostenerlas. El mismo Anacreonte no fue tan feliz en la 53 por querer extenderse, y tuvo que dar alguna más fuerza a la pintura de su ausente para no decaer y mantenerse en ella. Al mismo tiempo, me parecen más sátiras o censuras que anacreónticas; los olores, las flores y los vinos de que están salpicadas son como pies o estribillos para dilatarse en largos discursos de la ambición, la vanidad, la soberbia, la avaricia y otros vicios. Esto tampoco me parece ser muy del genio de Anacreonte, pues, aunque censura y enseña mucho como todos los antiguos, es de otra manera y como por incidencia y ligeramente, haciendo el principal intento en pintar sus amo res y convites y beodeces. Yo en esta clase de composiciones quisiera que tan sólo siguiéramos a este buen viejo, pues es, a mi entender, el modelo mejor de la gracia, la soltura y la delicadeza del amor, los juegos y las risas. Villegas, que es, de los nuestros, el que mejor ha llegado a imitarle, le es muy inferior en las composiciones originales. Pero volviendo a nuestro propósito, el estilo y la locución no son muy castigados en las cantinelas anacreónticas, y padecen la inconsecuencia de unir las voces más modernas y de este siglo con las antiguas, y tan antiguas que muchas de ellas son de un siglo anteriores al tiempo en que

se nos supone haber florecido Melchor Díaz. Las voces barragán, cata, en somo, guarte, ver neto, sendos, sandios, escombros, artero, gayo, arterías (por astucias), plañer, lueñe, empecer, mandra, son un siglo antecedentes a Garcilaso; ni creo que Boscán, que usa más de estas voces antiguas, usase mucho de ellas; pues, poniendo aquéstas y la nota del prólogo a par de las siguientes: mozalbete, embeleco, avechucho, picaruelo, espantajos, odiarlas, aspavientos, malas migas, festejo y otras muchas de tantos modos de hablar vulgares, como v. g.: sin tantas alharacas, sin tantos aspavientos, pescas de mosquitos, meter bulla, hacer pucheros, estoy que con un toro puedo apostara rejo, sarnosos perros, besar con avispas, tener mala la testa, saltar y brincar, etc., etc., creo que no pueden hacer muy buen contraste; y, después de conocerse con evidencia la falsedad de la antigüedad que pretende fingir este poeta, dan a entender ser poco trabajadas, y un gusto sin tanta delicadeza como piden estas composiciones. Es cierto que el «Amor enamorado», si no quisiera decirlo todo, y pintar de tantas maneras los temores de Corina y los dolores del Amor herido, sería de las mejores; pero esta misma abundancia la hace estéril, y no puede compararse con el mismo pensamiento, tratado ya en prosa por el señor de Montesquieu después de su «Templo de Gnido». Creo que habrá vuestra señoría leído a este gran hombre aun en estos dos pasatiempos, y por tanto dejo de alabarlos. Es lástima que la «Efigie de los amores» tenga el verso «El grave porro seco». La voz porro, o porra, que decimos hoy, es muy grosera; yo hubiera dicho clava y lo hubiera dispuesto de otro modo; pero la conclusión es feliz y muy digna del original. Mas ¿dónde voy yo con una crítica tan severa? Ni ¿qué soy yo para una tal censura? vuestra señoría perdone este arrebatamiento a mi musa; porque el continuo estudio que he puesto por imitar en el modo posible al lírico de Teyo y su graciosísima candidez, me hacen parar, contra mi genio, aun en los más ligeros defectos de estas composiciones, confesando también que las mías no están aún libres de ellos, ni pueden sufrir una censura. Convengo desde luego en que las traducciones son de la segunda clase, aunque entre todas se distingue mucho la de Lucano, y en ella el razonamiento de Labienio. La lamentación de Adonis y la oda postrera son, a mi ver, del primer orden, aunque he notado en la lamentación los siguientes versos poco armoniosos: ¡Ay!, ¡ay de ti, Venus!, finó el bello Adonis... Y el eco altamente lo repite... ¡Ay!, ¡ay!, así que vio y de su Adonis... Ungüento, Adonis haya perecido... Al muerto Adonis con sus alecitas... El bello Adonis ha ya perecido...

y algún otro. En la oda no me agrada el verso quinto de la primera estancia, ni el ya lo dejo con que concluye. Quisiera yo que aún no

tuvieran estas dos piezas estos ligeros defectillos; pero en medio de estas pequeñeces, que me he tomado la libertad de notar de paso, se halla en todas las piezas mucho furor poético, buen orden, claridad y el bello gusto de imitación, con otros primores, que sólo se sienten y no pueden decirse, y es mucha lástima que la égloga del «Pañuelo» tenga la chuscada de colmadito (yo hubiera dicho asaz colmado o bien colmado, o muy colmado) y alguna otra voz menos castigada y sencilla. Pero pasando al poema de «La reflexión», convengo de la misma manera en que es algo difuso. En donde trata de la esencia de Dios está bastante largo, y con menos palabras se pudiera decir lo mismo; mas donde sigue hablando de las sectas de los filósofos Platón, Aristóteles, Pitágoras, etc., me parece a mí que, elevándose con un aire magistral en ocho o diez versos, los pudiera confundir y estuviera mucho más hermoso. Yo no estoy por que el poeta lo diga todo; debe callar mucho y omitir, en cuanto sea posible, las ideas intermedias, como lo hacen Virgilio y Horacio, para que el ánimo sienta otro nuevo placer buscándolas, y como que él en semejantes lances se lisonjea de que el poeta lo ponga en obra y le deje algo que investigar y discurrir. También es redundante donde habla de las ciencias, mostrando su necesidad para la reflexión, y a mí me parece que esto debiera tocarse muy de paso, porque nadie lo duda. La locución es bastante buena, aunque tiene algunos defectillos, como las poesías antecedentes, y a la verdad que se echa en ella menos aquella pureza y valentía de dicción del Epicteto de nuestro Quevedo, que es la obra didáctica que le asemeja en algo. Yo, en las producciones del buen gusto, señalo una medida para juzgarlas, y a proporción que las demás se acercan a ella o la exceden en algo, las hallo más o menos perfectas, así como a medida que una epopeya se asemeje más o menos a la Eneida y a la Ilíada, será más o menos hermosa. De las sentencias, la de que el alma obra siempre; que el bruto piensa, y que sólo la reflexión nos diferencia de él; y la de las semillas de las ciencias grabadas en la mente, donde parece que abraza las ideas innatas, no me toca juzgar. Mis cortos años, y mi ignorancia, y mis cortos estudios me oprimen y embarazan para este empleo, aunque la primera ya la vi bien tratada en una de las Noches del doctor Young. Pero en medio de todo esto, la moral y las doctrinas son excelentes, y reina en toda la pieza un aire magistral y mil hermosuras y salidas poéticas y llenas de calor y de genio. Dejeme llevar, contra el mío, del furor de las Musas, y de otro mayor gusto en cumplir el precepto de vuestra señoría. Mil expresiones de nuestro Delio, sumamente ocupado en cosas del oficio; ni advertí cuán difuso soy, y cuán lentamente y sin piedad censuro los lunares y manchas más pequeñas. vuestra señoría perdóneme este arrebatamiento, y seguro de mi afecto, mande a este su finísimo apasionado y amigo. Besa las manos de vuestra señoría su mayor y más seguro afecto servidor. Salamanca, 24 de agosto de 1776. Juan Meléndez Valdés

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A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 14 de septiembre de 1776 [Fragmento] [...] Lo paso muy mal con un gravísimo dolor de cabeza, que no me deja vivir seis días ha. Ni he dormido las noches, ni descanso los días... Desde el año pasado que caí malo y arrojé alguna sangre, me ha quedado una destemplanza lenta... ¡Si vuestra señoría, amigo, pudiera con sus plegarias librarme de esto, como me ha convertido con sus amonestaciones de escribir amores y ternuras! Salamanca, 14 de septiembre de 1776. Juan Meléndez Valdés

-5A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, noviembre de 1776 [Fragmento] [...] Nuestro Delio leyó con gusto el plan de «La primera edad»; y aunque al principio se me resistió alguna cosa, cuasi acabé de persuadirle a que emprendiese esta obra, digna, por cierto, de su estado, su profesión, sus años, su literatura y delicadísimo gusto. Tratamos después de los libros que pueden conducir al plan de vuestra señoría, y, en la poca noticia que tengo de estas cosas, le apunté de los míos: Los caracteres, de Teofrasto; Los caracteres de nuestro siglo, de La Bruyère; Los pensamientos, de Pascal. Esta obra me parece un tejido bellísimo de pensamientos, que describen maravillosamente al hombre. Tienen grandeza, y semejanza con las Noches, de Young. Sus máximas son dignas de que tengan lugar en el poema de Las edades. Malebranche y Locke me parecen bastantes para indagar las causas de los errores. Séneca no debe dejarse de la mano. Con todos estos, y con la asidua meditación del hombre mismo, de sus vicios, de sus virtudes y sus inclinaciones, se puede recoger un caudal suficiente de máximas, que, vestidas y ataviadas por la musa de Delio, merezcan la aprobación y el aplauso de los entendidos. Las verdades morales a mí me parece que se estudian mejor por la meditación del hombre y la frecuente observación de todos los estados que por los libros. Nuestro Delio es del mismo sentir, y creo que, si lo toma con el empeño que la obra merece, haga alguna cosa de provecho. Salamanca.

Juan Meléndez Valdés

-6A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 14 de abril de 1777 Amigo y señor: Cuando esperaba poder escribir a vuestra señoría largo y satisfacer a tanto como debo, me hallo nuevamente imposibilitado no sólo de hacerlo sino de poner dos letras con juicio, aturdida mi cabeza con un tropel de ideas tristísimas y lleno mi corazón de aflicción. Acabo de recibir la triste noticia de que un hermano mío está en Segovia malo de bastante peligro y sacramentado. Es el único que me ha quedado. Él me ha criado, a él debo las semillas primeras de la virtud, y, muertos ya mis padres, a él solo tengo en su lugar y él solo es capaz de suplir en alguna manera su falta. ¡Qué noticia para mí, y cuál estaré! Yo salgo de aquí por la mañana a cumplir con mi obligación y asistirle, o morir de dolor a su lado. Ahí va la respuesta a la exquisita «Didáctica» de vuestra señoría: El parto de los montes, después de cuatro meses y tantas promesas, es lo que vuestra señoría verá, en mil maneras defectuosa y que apenas se sostiene en los cien primeros versos. Éstos son los únicos que pude trabajar en el ardor primero de la composición y antes que cayese malo; después acá apenas he hecho una docena de versos de seguida y ni el plan es el que pensé primero, por el descuido de haberle fiado a la memoria. Pero cuanto yo pueda decir es nada con los defectos que vuestra señoría y el delicado Mireo notarán en ella. Vuestras señorías denla mil vueltas y no la perdonen, pues nada hay más apreciable que una crítica desapasionada y juiciosa. Nuestro Delio marcha mañana de madrugada a una granja de su convento por unos días; quédome encargado y yo tomé sobre mis hombros, antes de saber las malas nuevas de mi hermano, responder a vuestra señoría y exponer algunos ligeros reparillos sobre el plan de la pastoral (bien que a una voz convenimos ambos que es excelente y en todo delicado), pero ¿cómo exponerlos ahora? Yo me reservo esto, y el asunto de Romero, para cuando vuelva a esta ciudad con el gusto de dejar a mi hermano fuera de peligro. Entre tanto, señor, vuestra señoría perdone mi omisión causada en parte de mi mal y también parte de lo ocupado que he estado en asuntos de universidad, como Vicerrector, en arreglo y dotación de cátedras y otras mil impertinencias opuestas a mi genio. Y mande vuestra señoría a su afectísimo de todo corazón que sus manos besa. Juan Meléndez Valdés Nada de cuanto digo en mi respuesta es dictado por la lisonja; la aborrezco y aborrezco a los que se humillan hasta esta bajeza, pero la idea que yo he formado de vuestra señoría es tal que, aunque pusiera otros ciento o doscientos versos, no pudiera explicarla y el excesivo cariño que

profeso a vuestra señoría. Mi respuesta debió haber ido en el correo de la Pascua, y efectivamente así se lo dije a nuestro Delio, y he seguido con el engaño porque no me riñera, pero mis quehaceres y el gran deseo que tenía de escribir a vuestra señoría largo la han ido dilatando hasta ahora. vuestra señoría perdone y mande de nuevo a su afectísimo. Salamanca y abril 14.

-7A Gaspar Melchor de Jovellanos

Segovia, 24 de mayo de 1777 Mi venerado señor y afectísimo Jovino: El día 20 recibí por nuestro Delio una carta de vuestra señoría que me fue de singular complacencia, aun en el estado presente de mis cosas, porque nada acaso puede aliviarme tanto como la memoria de la salud de vuestra señoría y las sinceras expresiones de su amor. Mi inclinación a la verdadera amistad es decisiva y, colocada ya en un tal amigo como vuestra señoría, va hasta lo sumo, y no puede decirse a dónde llega. Agradezco las finas expresiones del afecto de vuestra señoría y lo muchísimo que se interesa en mis sentimientos. Las gracias que debe dar un buen amigo a otro es declararle sencillamente que está puesto en las mismas circunstancias y que siente por él y en todas sus cosas el interés más íntimo. La disposición de mi corazón es esta misma cabalmente y él solo dirige la pluma en estas pocas cláusulas, señales de su reconocimiento. Mi hermano sigue aún en su enfermedad casi con el mismo peligro, aunque estos días le hemos tenido algo más aliviado. Creo que a lo último nada sacaremos porque los médicos le sospechan ya tísico. Cuando yo llegué, estaba en los umbrales mismos de la muerte con un flujo de sangre tan copioso que no sé dónde tuvo tanta para arrojarla; efecto de haber trabajado y estudiado muchísimo por más de cuarenta días y con calentura continua. Ya hemos logrado detener el flujo, pero la calentura aún permanece y esto le tiene constituido en una suma extenuación. Algo me alienta su poca edad y lo robustísimo de su naturaleza y espíritu, pero éstos son unos consuelos que me los da el afecto, mezclados a un mismo tiempo de mil temores mucho mayores y mucho más fundados. Él ha sido incansable, estudiosísimo; un canonista de los más cumplidos y de un genio excelente, de veintiocho años; lleno de renta eclesiástica y más lleno de buenas esperanzas. En este estado, vea vuestra señoría cuáles serán los sentimientos de mi corazón y cuánto perderé con su pérdida; para mí no hay consuelo y nada hallo que me dé la conformidad que piden estos casos, si su Divina Majestad no me saca de él con la cumplida felicidad que deseamos. Sólo el afecto pudo guiar la pluma de vuestra señoría en el juicio de mi

respuesta a la excelente epístola didáctica. Al paso que hallo en ésta mil primores y una invención enteramente nueva, la de la mía no tiene novedad y está llena de los muchos defectos que vuestra señoría le habrá notado. Yo hice otra cosa muy otra de lo que pensé por no apuntar el plan, pero, sea como fuere, ella es un tributo del reconocimiento de la estéril musa de Batilo, y yo me contento de buena gana con que se tenga por esto. Espero con vivísimos deseos las observaciones y ya me complazco en su delicadeza y acendrado mérito. vuestra señoría, adornado de un gusto exquisito y tan delicado entendimiento, ¿qué puede producir sino hermosuras? Estimaré mucho que vuestra señoría en esta censura se desnude de toda inclinación hacia mí y mude, borre, quite y añada cuanto le parezca conveniente, por manera que refunda la pieza y la haga de nuevo, si fuere menester, y todo esto puede vuestra señoría dirigirlo a nuestro Delio y que él me lo remita, que aunque hago ánimo de pasar aquí todo el mes de junio, acaso me iré antes, y por este camino evitamos todo extravío, además del gusto que tendrá Delio en leer las observaciones que vuestra señoría hiciere. Yo en todas partes procuro instruirme y ando a caza de libros. Aquí he topado la excelente tragicomedia de la alcahueta Celestina y la paráfrasis de los Cantares de Arias Montano, manuscrito, aunque este último ya yo lo tenía, obras ambas de conocida recomendación. Si vuestra señoría no ha visto antes estas églogas delicadas, yo sacaré una copia y la remitiré cuando pudiere. Estoy leyendo, por entretenerme, el célebre Anti-Lucrecio, cosa que deseaba mucho ha. Si yo fuere capaz de hacer juicio de una obra tan conocida en la república de las letras, dijera que su imaginación es brillante, grave su sentencia, armoniosa su versificación, vivos sus argumentos y nueva en todas las más de sus comparaciones. Admiro, sobre todo, lo puro de la dicción, aunque en algunas partes me parece con redundancia; ella es como un gran río que a veces se extiende demasiado. Éste es el juicio mío, pero ya sabe vuestra señoría el ningún valor de mis votos. Por casualidad leí el otro día en el Marqués Caracciolo, al fol. 298 de su Vida de Clemente catorce, que el Prelado Stays es conocido por sus dos poemas del Cartesianismo y Neutonianismo que se reputan superiores al Anti-Lucrecio. Si vuestra señoría tiene noticia de estas dos obras, estimaré mucho me diga de ellas y su mérito alguna cosa. Mientras, quedo de vuestra señoría con el más sencillo afecto su más fino amigo y seguro servidor. Segovia, 24 de mayo de 1777. Juan Meléndez Valdés

-8A Fray Diego T. González

Segovia, mayo de 1777 Mi amado Delio: ¡Qué de cosas tenía que decir a vuestra merced si mi dolorosa situación me lo permitiese! Mi hermano aún no está fuera de peligro, y cuando llegué a esta ciudad le hallé con tres médicos a la cabecera, dos cirujanos y otro famoso de La Granja y dos platicantes, todos conjurados contra su vida. ¡Qué de pócimas, cuánto remedio para contenerle un flujo de sangre que le acababa! Al fin, fue Dios servido que éste cesase y vamos aleando. Amigo, viene el Obispo y no puedo más. Agur. De vuestra merced de veras. Batilo

-9A Fray Diego T. González

Segovia, junio de 1777 Dulcísimo Delio mío: Después que escribí a vuestra merced aquella carta (maldije aquel principio de ella y tan de prisa), nada he vuelto a decir a vuestra merced ni he podido responderle, aunque he tenido por tres veces la pluma en la mano. ¡Tantas han sido mis ocupaciones en esta enfermedad y tal el cuidado y el peligro de mi hermano! Para nada tengo tiempo, siempre a la cabecera atendiendo en todo y cuidando de todo, y lo peor es que con tanto cuidado y vigilancia, lejos de adelantar atrasamos. La enfermedad es incurable por medios humanos, pues, aunque se restañó la sangre que tanto cuidado nos daba, la calentura es tal que acabará sin remedio con el enfermo. Así lo han juzgado tres médicos de esta ciudad y el del acuerdo de Valladolid que vino de apelación. ¡Qué tropel de remedios!, ¡qué confusión!, ¡qué amontonar de bebidas y pócimas y qué dolor para mí cada vez que contemplo la orfandad y soledad en que quedo y me veré acaso mañana o el otro día! Esto me saca de juicio, y ni la resignación ni la filosofía pueden consolarme y darme la cristiana conformidad que debo tener para este golpe. Vuestra merced encomiéndeme al Señor y pida muy de veras en el sagrado sacrificio por la salud de mi hermano; acaso los ruegos de tantos llegarán al cielo. Si vuestra merced escribe a Jovino, mil expresiones mías y al maestro Alba, y agur. Batilo

- 10 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Segovia, 8 de junio de 1777 Jovino mío: Cuando esperaba avisar a vuestra señoría la gustosa noticia del restablecimiento de mi hermano, le anuncio la dolorosa de su muerte el 4 de este mes, en que Dios fue servido llevárselo, dejándome a mí en la soledad y abandono que vuestra señoría puede discurrir. Ello fue que, estando ya casi sin calentura por algunos días y contando todos con que saliese, le entró casi de repente una supuratoria que en cinco acabó con todas sus fuerzas y con su malograda vida. Desde entonces no se han enjugado mis ojos, y nada hallo ni nada me dicen que pueda darme aquella conformidad y presencia de espíritu que piden estos casos, sobrecogido de tal manera y con tanto exceso que he llegado a caer en un apocamiento indigno de un espíritu algo ilustrado y filosófico. Cuando considero el íntimo amor que nos teníamos, sus oficios y la crianza que me ha dado, mi poca edad, mi carrera por acabar y otras mil cosas a que mi imaginación se dilata, naturalmente viva y aguijada ahora por el dolor, es cosa de volverme loco y me pierdo en un abismo inmenso de futuras desgracias que me horrorizan y casi que las toco con la mano. La imagen de mi hermano me acompaña siempre: ¡Cuántos, cuántos cuidados!, ¡cuántos desvelos!, ¡y cuánta asistencia sin ningún provecho! Nada, nada bastó para poderlo sacar. ¡Ay, mi Jovino y señor mío!, ¡quién tuviera ahora a vuestra señoría a mi lado para templar en algún modo mi dolor y mis lágrimas con sus consejos y llorarlas abrazado y en compañía de mi fiel amigo! Ésta fuera mi consolación y éste mi alivio, pero ya que no alcanzo esta dicha suplico a vuestra señoría y a nuestro Mireo, cuan rendidamente puedo, me encomienden a Dios el alma de mi hermano y pidan al Señor, que se lo llevó para sí, por su descanso eterno, aunque yo firmemente creo que está en él desde el punto mismo que expiró, según sus santísimas disposiciones. Diciendo el Miserere bañado en lágrimas entre mil fervorosas deprecaciones y mil golpes de pechos, le tomó un desmayo y pocos minutos después la muerte, dejándonos a todos edificados de tan bienaventurado fin. Éste es el único consuelo que tengo y esto me causa algún alivio, aunque después, sin ser más en mi mano, vuelvo a mil ideas melancólicas y a contristarme con su falta. Jovino mío, tenga vuestra señoría lástima del estado del infeliz Batilo. ¡Cuán digno es de que sus amigos le acompañen y alivien con sentir una pequeña parte de lo que siente mi corazón! El dolor y las lágrimas no me dejan proseguir. vuestra señoría mande a este su más afecto y desconsoladísimo amigo de vuestra señoría de todo corazón. Segovia, 8 de junio de 1777. Juan Meléndez Valdés

- 11 A Fray Diego T. González

Segovia, 8 de junio de 1777 Mi querido Delio: Apenas me dejan las lágrimas escribir a vuestra merced, ni mi oprimido corazón me deja facultades para nada, penetrado del más vivo sentimiento. Mi hermano, que tanto trabajo me había costado y tanta asistencia, dio su alma al Señor el miércoles a las nueve de la mañana, dejándome a mí en la soledad que vuestra merced puede discurrir. Yo, desde entonces, no he dejado de llorar, y nada hallo, ni nada pienso, ni nada me dicen que pueda consolarme. ¡Cuánta falta me hace mi Delio y cuánto me alentara yo con su presencia y sus saludables avisos! ¡Ay, Delio amigo! Estos golpes han de acabar conmigo, y mi alma enflaquecida de tanto sentimiento casi que se echa con la carga y no puede sufrir tanto. En una cosa sólo hallo consuelo, que es en las santísimas disposiciones en que acabó, diciendo el Miserere, dándose mil golpes de pechos, bañado en lágrimas y besando un santo crucifijo; le tomó un desmayo, y pocos minutos después fue a gozar de la presencia de Dios, como firmemente creo. Vuestra merced encomiéndemelo a Dios y pida en el santo sacrificio por su descanso eterno y porque Su Majestad me conceda la santa resignación que me falta. El dolor y las lágrimas no me dan lugar a proseguir. Adiós, Delio mío de mi alma. Tenga vuestra merced lástima al infeliz. Batilo

- 12 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, julio de 1777 Mi Jovino y muy señor mío: Las dos últimas cartas de vuestra señoría, que recibí ya en esta ciudad y en la misma noche del lunes pasado, que llegué a ella de Segovia, al paso que me consolaron, me costaron infinitas lágrimas; pero lágrimas de amistad y nacidas de la ternura de mi corazón a las expresiones de vuestra señoría. ¿Quién soy yo para que vuestra señoría se interese tanto por mí y me ofrezca tanto como me ofrece? Yo me lleno de confusión al mirarme, y si los infelices títulos de huérfano, solo y desvalido no me sirven de recomendación y mérito, nada hallo en mí que pueda mover a vuestra señoría a tanto, tanto, si no es su buen natural y la ternura de su pecho. Yo no sé cómo ni con qué términos dar a vuestra señoría las gracias, y sólo quisiera estar a su lado para besarle mil veces las manos, para abrazarle mil veces y llorar junto a mi amigo, y verter en su seno lágrimas de reconocimiento y amor. Resérvome para otro correo dar a vuestra señoría las gracias, pues en éste llevo ya once cartas, y algunas muy largas, y en tanto, vuelvo a ofrecerme bajo la protección de vuestra señoría y a acogerme a su amparo. Ahora más que nunca necesito de mis amigos, y de vuestra señoría sobre todo. Tenga vuestra señoría la molestia de dirigirme como cosa propia y como si fuera

mi hermano mismo; que yo procuraré no desmerecer los cuidados de vuestra señoría. Otro correo me extenderé más, y mandaré, si está acabada, mi respuesta a la epístola consolatoria. En tanto, mil expresiones de nuestro fino Delio, y dándolas vuestra señoría de mi parte a Mireo, mande a este un fino y reconocido amigo e infeliz huérfano. Besa las manos de vuestra señoría su más reconocido amigo. Salamanca, julio de 1777. Juan Meléndez Valdés

- 13 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 2 de agosto de 1777 Mi finísimo amigo y señor: Los juiciosísimos cargos que vuestra señoría me hace en su favorecida en orden al exceso de mi sentimiento me dejan confundido y sumamente alentado. No puedo negar, con todo eso, que cuando la leí vertí infinitas lágrimas, y casi que no pude dormir en toda aquella noche; pero estas lágrimas fueron más de amistad y cariño hacia la persona de vuestra señoría que no de sentimiento, al ver mi ningún mérito, mis pocos años, mi desamparo, y todo lo demás que hallo yo en mí cada vez que me miro, más digno de lástima y desprecio que no de estimación, y ver, por otra parte, la que vuestra señoría hace de mí, y tanto, tanto como se interesa por mí y en mis desgracias, no puedo menos de confundirme y repetir mil veces «Semper honos nomenque tuum laudesque manevunt».

Yo nada podré ser jamás, nada podré valer, y en nada podré distinguirme; pero si algo de esto hiciere la fortuna, a vuestra señoría confesaré debérselo todo, porque desde hoy más vuestra señoría ha de ser mi hermano, y me ha de dirigir y aconsejar como mi hermano mismo en medio de lo muchísimo que le amaba y lo recio del golpe, no lo sentiré tanto con este alivio, y yo de mi parte prometo a vuestra señoría no desmerecer, en cuanto me sea posible, este nuevo título de un amigo tal como vuestra señoría. Convengo en lo mismo que vuestra señoría en cuanto a las máximas y consolaciones filosóficas; todas son por lo común bellísimas, todas muy acertadas y nacidas de la naturaleza misma de las cosas y de la vanidad de los bienes y males de este mundo. Yo hallo en todas ellas unas lumbraradas, digámoslo así, de aquella interior persuasión de todas las almas en orden a su eternidad y destierro en este mundo; pero al mismo tiempo las hallo insuficientes en la práctica, y creo, como vuestra señoría, que, en medio de sus reflexiones y sentencias, aquellos filósofos

à longue barbe sentirían sus desgracias tanto y más que nosotros, que tenemos en nuestra santa religión unas consolaciones más seguras. Todas las razones de Séneca deslumbran al principio; pero haciendo un juicioso análisis, se ven muchas insuficientes, y que sus pruebas, bien examinadas, no corresponden a la firmeza que proponían; en todas ellas reina la imaginación demasiado, como juzga Malebranche en el juicio de Séneca y Montaigne. Por esto, como a vuestra señoría, me gusta más Epicteto, y hallo sus reflexiones mucho más acomodadas. Cuando aprendía el griego, le traduje todo, y aun tuve después ánimo de hacerlo con más cuidado para mi uso privado, con algunas ligeras notas; pero viendo después la traducción de mi paisano Francisco Santos, y otra del autor del Teatro universal de la vida humana, desistí de mi propósito, pareciéndome que nunca pudiera yo igualar al célebre Brocense. El que también me gusta mucho es Marmontel en su Belisario; los primeros capítulos son, a mi ver, capaces de hacer olvidar las mayores desgracias; lo he leído todo bastantes veces, pero cada vez con más gusto, y me sucede lo que a Saint Évremont con nuestro Don Quijote. Pero en medio de todo esto, alguna vez respiro por la llaga, y la desgracia de mi hermano no hay forma de dejarme. Doy a vuestra señoría las gracias más sinceras de sus finísimos ofrecimientos, y me valdré de ellos cuando pueda ofrecérseme. Los ofrecimientos de la amistad no son vanos, como los que dictan el cumplimiento y la ceremonia; de todos ellos escojo al presente la dirección y el que vuestra señoría me mire como cosa propia y como mi mismo hermano, y en adelante el influjo y los amigos. Yo no tengo otros patronos que vuestra señoría y el obispo de Segovia, que se ha empeñado también en favorecerme; con estos dos lados, desde luego desecho de mí cualquier pensamiento de desamparo, y creeré siempre que nada me faltó para mis aumentos faltándome mi hermano. En lo demás, ¿quién más dichoso que yo en poder estar al lado de vuestra señoría y testificarle a todas horas con mis obras mi íntimo amor y reconocimiento?, ¿cuánto aprendiera yo en las conversaciones con vuestra señoría?, ¿cuánto adelantara con sus instrucciones?, ¿cuánto con sus consejos? Si estuviera en mi arbitrio y entera libertad, desde luego preferiría Sevilla a Salamanca, e iba a acabar mi carrera a esa universidad; pero no valiéndome de tanto como vuestra señoría me promete, pues mi patrimonio, aunque pequeño, puede tirar hasta evacuar del todo mi carrera, y aunque conozco lo sincero del ofrecimiento, la ley misma de la amistad, que manda que nos valgamos del amigo en la necesidad, manda también que sin ella no abusemos de su confianza. Prometo, no obstante eso, que cuando vaya a ver a mi hermana, iré a Sevilla también, a dar a vuestra señoría un abrazo, y tener el gusto de que vuestra señoría conozca de cerca en el pobre Batilo la sinceridad de su amor y sumo reconocimiento. El señor obispo de Segovia, a quien servía mi hermano de secretario, me ha cogido bajo su protección y me ha distinguido mucho con sus favores. La bondad de su corazón, sus bellísimas partidas y la íntima amistad que profesaba al difunto, desde el tiempo de su diputación en la corte, me hacen tener una entera confianza en su beneficencia. Pero, no obstante eso, puede vuestra señoría hacerme el gusto de escribirle recomendándome: esto servirá de acreditarme mucho, porque en medio de mis pocos años verá que vuestra señoría me distingue con su amistad y que yo procuro ganarme

con mi reconocimiento unos tan distinguidos amigos. Creo que en acabando yo mi carrera, que será el año que viene o principios del otro, querrá acaso darme cerca de sí algún honroso empleo, según me ha dado a entender su confesor. Yo en nada tendré más complacencia que en esto, aunque mi inclinación al sacerdocio no sea la mayor; pero el hombre de bien, cuando no halla una oposición manifiesta, debe todo sacrificarlo, aun sus inclinaciones mismas al gusto y servicio de su bienhechor. Esto aún admite mucho tiempo, y si llegare el caso, nada haré yo sin el consejo y parecer de vuestra señoría. Nuestro dulce Delio, mil expresiones; le tenemos con una fluxión de muelas de algunos días a esta parte, aunque ya más aliviado. Yo no me harto de amarlo cada vez más, ni creo pueda darse genio más digno de ser amado. Si vuestra señoría le viera, ¡qué blandura!, ¡qué suavidad!, ¡qué honradez!, ¡qué amistad tan íntima, al señor de Sevilla, como él dice de vuestra señoría! Yo nada deseara más que el que llegásemos los tres a juntarnos, porque en vuestra señoría veo otro Delio, y le contemplo de la misma manera: los días se nos hicieran nada, y las noches más largas del invierno no nos fueran molestas, por nuestras amistosas conversaciones. ¿Por qué tanto miedo por la consolatoria, y tanta desconfianza en remitirla? ¿Ha de ser acaso todo acabado? Y en esta casta de escritos familiares, ¿no debe reinar un cierto desaliño, que los hace más apreciables? Las más de las epístolas de Horacio, no creo yo que hagan ventaja a la consolatoria, ni abunden de más oportunas y juiciosas reflexiones; el principio es bellísimo; y, aunque mi súplica es bastante larga, me parece tejida de buenos pensamientos; algún otro verso no es tan fluido como los demás; pero en estos escritos, vuelvo a decir que debe reinar un cierto desaliño. Yo no sé cuándo podrá ir mi respuesta, porque apenas la tengo empezada, según lo que tengo que estudiar y el método que me he propuesto; estos dos años que me faltan de universidad quisiera desprenderme enteramente de la hechicera poesía y darme enteramente a las dos jurisprudencias, y más a la de España. Yo no sé si podré conseguirlo, porque temo, si las dejo, que se enojen las Musas, y avergonzadas huyan y me dejen. Otra vez hablaré a vuestra señoría sobre esto, y del método que deba llevar en el estudio de la jurisprudencia patria. Estoy copiando la Paráfrasis de los Cantares y una oración latina del célebre fray Luis de León. En estando acabadas las remitiré; entre tanto, quedo de vuestra señoría, rogando a Dios me guarde su vida los años que desea su finísimo amigo, que sus manos besa. Salamanca, agosto 2 de 1777. Juan Meléndez Valdés Aún no hemos visto la traducción de la Poética de Horacio; pero aun sin verla, convengo en el juicio de vuestra señoría, y en el desaliño de algunos versos, por otros que he visto del mismo autor, también desaliñados. Yo la tengo encargada a un amigo de corte, pero aún no me la ha traído el ordinario, como ni tampoco la Araucana de esta impresión, que, según he oído, es por suscripción y será bellísima.

- 14 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 6 de octubre de 1777 Mi estimadísimo amigo: Yo he estado y ando tan alcanzado de tiempo con el estudio de los dos Derechos, ya tomando a Heinecio, ya dejando el Van-Espen, que aún no he podido evacuar como quisiera la revisión de la exquisita traducción de vuestra señoría. Ésta me ha gustado y gusta cada vez más; la he leído tres veces y estoy ya empeñado en darle acá otra mano, quitándole alguna que otra voz o verso asonantado, haciendo algún otro más armonioso y retocándola, apuntando y notando todas mis observaciones, que remitiré a vuestra señoría para Pascuas. Pero confieso desde luego y con la ingenuidad de un amigo que lo es tiernamente de vuestra señoría que me ha gustado y gusta muchísimo y nada sustancial hallo que merezca nota. Pero yo soy tan escrupuloso que a veces las más ligerillas faltas y menudencias las reparo, y estaré trabajando un día entero por quitar o poner una sola palabra en un verso; mas de esto hablaré a vuestra señoría cuando remita lo que voy anotando. El plan de Las bodas del rico Camacho me agradó de la misma manera; nada hallé en él que no sea de un delicado gusto y guarda las unidades perfectamente. Merece que en un verso blanco manejado por la mano de vuestra señoría o por la delicadeza de Liseno, pudiera un día ser comparable a la célebre del Tasso y aun me parece que tiene más acción que ésta, en lo que noto algo al Aminta. El no haberla remitido a Liseno ha sido sólo porque, cuando vine, ni yo podía copiarla, ni un mal amanuense que me ha copiado algunas cosas estaba aquí. Después que vino le he tenido ocupado y tampoco ha podido ser, pero ya contentaré al buen Liseno, y vuestra señoría esté aseguradísimo que a nuestro Delio y a mí, a ambos nos ha llenado cuanto puede ser, y aun yo no suelto mi palabra de dar alguna plumada en ella, sea cuando fuere. Convengo en que la lección de la misma Aminta y de El pastor de Phido puede coadyuvar mucho para hacerse a aquellas expresiones, sencillez y ternura del campo que pide la composición. Yo no he visto El pastor del Guarini, pero tengo una poetisa italiana (Virginia Bazaño Cabazoni), que en unos diálogos pastoriles es lo más tierno y gracioso que he leído. He acabado de leer el poema La religión de Racine; me ha gustado infinito y he animado a nuestro Delio a su traducción, pero es tan tímido que de todo y en todo desconfía de sus fuerzas y le parece que nada puede. Ahora estoy con la Teodicea de M. Leibnitz y con el Metastasio que me han traído, y estoy embelesado con ellos que es cuanto puedo encarecer el gusto que me dan. ¡Quién pudiera dedicarse sólo a estos estudios! ¡Quién pudiera hacer de ellos sus delicias y su único cuidado! Aún no me han traído el poema de Las estaciones que tengo pedido a Madrid. Yo celebro que guste a vuestra señoría y que Los siglos de la literatura se engañen algo. También los he visto y no me parece hacen el mérito que deben a los más de los modernos; el Belisario dicen que sólo es aguantable en los primeros capítulos, y yo hallo que no es inferior en los demás.

Ahí remito a vuestra señoría la docena de romances que dije en mi última: son fruto de mis primeros años y algunos tienen ya más de cinco o seis. Mi modelo fue Góngora, que en este género de poesía me parece excelente. El de «Angélica y Medoro»: «Entre los sueltos caballos servía en Orán al rey aquel rayo de la guerra...».

Y otros así me parecen inimitables. Yo comparo esta especie de nuestra poesía a los endecasílabos latinos por su dulzura y sencillez prosaica. El idilio podrá dar a vuestra señoría una idea de mi mal modo de traducir y de lo poquísimo o nada que podré hacer con el divino Homero. Mi idea en este particular es que no se debe omitir trabajo por traducir con las mismas palabras casi, excepto los idiotismos y locuciones particulares de cada lengua. Si el poeta escogió aquellas voces, aquellos rodeos y aquella elocuencia de palabras que juzgó más oportuna, ¿a qué sustituir otras y desfigurar lo que se traduce? También tenía ánimo de mandar a vuestra señoría la Pharmacéutica del mismo, pero no he podido retocarla; ésta irá con los versos dorados de Pitágoras, que también he empezado a poner en verso. Pero, ¡ay de mí!, sabe Dios cuándo, y todas estas traduccioncillas y trabajos menores serán como correrías para entrarme en el santuario de la Ilíada, si Dios me da salud y me libra por algún tiempo de estos afanes escolásticos. Remito a vuestra señoría dos sermones de las honras del doctor Agudo, agudo por apodo, pero no me atrevo donde estoy a juzgar en nada mal de ellos, porque como la universidad los ha alabado tanto, temo que aun solo en mi cuarto me oiga y me anateme. Doy a vuestra señoría las más sentidas gracias por los finos ofrecimientos de su postrera carta. Yo en vuestra señoría tengo una entera confianza y en todo espero que me mire como su fino y desdichado amigo. Hoy escribe Delio. Dé vuestra señoría al enamorado Mireo mil expresiones mías, y anúnciele vuestra señoría de mi parte una cancioncilla sobre su nuevo amor. Yo había emprendido unas odas en sáficos sobre esto, pero es obra más larga porque me he engañado también en hacerlos, si no en la sentencia, en la dicción de exacta medida, y tan sueltos como los latinos, pero la canción es cosa más fácil y que entenderá más la bella Trudina. Remitirelo en la semana que viene, cuando mande vuestra señoría la excelente oración de capítulo de fray Luis de León y los Cantares de Arias Montano; éstos los tengo yo en casa, pero aún no los he podido corregir, y aquélla está casi copiada. ¡Cuánto gusto tendrá vuestra señoría en leerla!, ¡cuán elocuente es! Con esto Dios me guarde a vuestra señoría los mismos años que desea su fino amigo que besa sus manos. Salamanca, octubre 6, 1777. Juan Meléndez Valdés Dígame vuestra señoría por la enumeración que llevan cuáles romances son

menos malos; el Laudamus véteres del sermón, es porque Marín no hace al pie de la letra lo que nos predica. A las gracias que vuestra señoría me da por las expresiones de mi respuesta, sólo puedo decir que son por demás cuando es el mérito tan subido. Aquí el nombre de Jovino corre con el apelativo de Gran. Pocos días ha, me escribió Delio con esta exclamación: ¡Oh gran Jovino!, ¡gran Jovino! Si tú estuvieras ahora en Salamanca o en Segovia, etc. Así es entre nosotros conocido Jovino. Mil expresiones a Mireo.

- 15 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 18 de octubre de 1777 Mi dulcísimo amigo y señor: La favorecida de vuestra señoría me ha hecho sentir a un mismo tiempo las dos pasiones opuestas de gusto y sentimiento. ¿Quién creyera que mi ilustrísimo podría sospecharme de la más ligera nota de vanidad o que hubiera quien me imputara un defecto tan opuesto a mi carácter y a la situación de mi fortuna? Yo casi no dormí anoche con este pensamiento, y no sé a qué atribuirlo ni qué pensar; la fantasía me presenta mil cosas, que ninguna me satisface, y luego, si doy una vuelta a mí mismo, me hallo tan apartado de vano como el cielo de la tierra, y que acaso llega en mí la humildad civil hasta lo vergonzoso. En fin, mi amigo y señor mío, mis versos y mis cartas, si no deciden de mi carácter, mientras no tenga yo el gusto de que nos veamos, deberá a lo menos esta aseveración mía impedir que vuestra señoría no me juzgue también de la misma manera. Yo quisiera extenderme aquí algo más, y que tratásemos otros puntos concernientes a eso, pero las ocupaciones del día de san Lucas, inaugurales, y un claustro largo que me espera, me embarazarán todo el día. Pero, en acabando de copiar y poner en limpio dos traducciones mías de dos idilios del sencillo Teócrito y una docena de malas jácaras, primer fruto de mi musa cuando niña, anudaré el hilo roto y proseguiré contando mis cosas al único en quien espero y sé que las oye con compasión y sin cansarse. Antes me lisonjeaba yo de tener dos finos protectores; hoy casi que mi desgracia me deja a vuestra señoría solo. Pero vuestra señoría sé que no ha de creer en su Batilo el espíritu que dicen las expresiones enfáticas de su ilustrísima. Yo agradezco la confianza de vuestra señoría en franquearme la respuesta, de que no abusaré sino para humillarme más y más, y acreditar con mis obras cuán lejos estoy de todo espíritu de vanidad, aun el más ligero. Éstos son para mí unos lazos que cada vez me estrechan más y me unen a vuestra señoría, y a que en todo y por todo me dirija por sus dictámenes y acaso le moleste con mil impertinencias. Hemos recibido la traducción del célebre Paraíso perdido, y hoy no hemos leído más que la mitad, antes de las nueve. Nos ha llenado infinito. El

espíritu seco del original lo explica grandemente, la frase es llena y grandílocua, y el verso, majestuoso y claro. ¿Quién creyera que el dulce mayoral Jovino, allá a las orillas del Betis, haría resonar otra vez la lira del cantor de la primera desobediencia, y volvería a encender los volcanes del Homero inglés? Mi voto es el mismo que el de los señores de esa ciudad, y lo mismo juzga Delio; pero, no obstante, cuanto notemos lo iremos apuntando, y acá, digámoslo así, lo daremos otra lima en lo que alcanzare mi pequeñez, pues con la misma complacencia que le alabo, le notaré cualquier ligero defectillo que advierta, ya sea de asonancia, versificación, etc. Creo que no hacerlo sería abusar de la confianza de vuestra señoría y del santo nombre de la amistad. Nuestro Delio está algo indispuesto, efecto de una cena mal digerida, y yo escribo por ambos, asegurando a vuestra señoría de la finísima ley con que quedo rogando a Dios me guarde su vida muchos y felices años. Escribo después de comer, y tengo la cabeza sumamente cargada. Por Dios, que vuestra señoría no me juzgue como mi ilustrísimo, y mande a este su fino amigo, que sus manos besa. Salamanca, octubre 18 de 1777. Juan Meléndez Valdés

- 16 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 23 de diciembre de 1777 Mi estimadísimo Jovino: Estos malos tercetos hice después de comer y con el bocado aún en la boca y en poco más de hora y media, pero ¡tales van ellos! Si yo pudiera solemnizar al lado de vuestra señoría sus años, yo hiciera alguna cosa menos mala y quizás buena, que mi amistad supliera los defectos del numen. Yo celebraré que vuestra señoría goce las presentes Pascuas felicísimas y con toda la extensión que admite el vocablo y desea mi tierna amistad. Creo que ésta llegue en el mismo día de Año Nuevo. Esto me hizo hoy a la comida emprender primero una cantinela y después los tercetos. vuestra señoría perdone, que yo haré algún día otros no tan malos. La oración de fray Luis de León, aún no he podido corregirla por un manuscrito de la librería de esta universidad, por haber estado fuera el bibliotecario. vuestra señoría perdone también, pues hasta tenerla exactamente corregida y cotejada con aquel ejemplar, no me atrevo a mandarla: es pieza que lo merece. Yo no sé si podré escribir las Pascuas a nuestro Mireo en una cantinela que aún no he empezado; si acaso no tuviera tiempo, déselas vuestra señoría en nombre mío, mientras yo ruego a Dios me guarde su vida los felicísimos años que desea su más reconocido y afecto amigo. Besa las manos de vuestra señoría. Juan Meléndez Valdés

- 17 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 2 de enero de 1778 Mi señor y querido amigo: Casi me avergüenzo de no poder contestar a vuestra señoría ni escribir tirado. vuestra señoría, con muchos más negocios que yo y más ocupaciones, tiene tiempo para hacerlo, y yo ando siempre con excusas y alcanzado de instantes; mas, ello está dicho, yo me embarazo en nada, y a vuestra señoría nada le embaraza ni puede detenerle. Pero yo seré bueno, y en tanto podrá disculparme mi estrecho amigo don José de Cadalso, que está en esa ciudad, aunque de paso para la corte, y a quien yo mismo escribo haga a vuestra señoría una visita en mi nombre, y goce, con harta envidia mía, de lo que yo me quisiera gozar. Excuso anunciar a vuestra señoría las bellísimas cualidades de este amigo, porque son mucho más de lo que yo puedo decir, por mucho que dijera. vuestra señoría le tratará, y hallará en él una instrucción excelente y una condición exquisita. ¡Cuánto envidio los buenos ratos que vuestra señoría tendrá con él, y él recíprocamente con vuestra señoría! Nuestro Delio está fuera, en una granja o lugarcillo de su comunidad, y no vendrá hasta después de Reyes. ¡Qué Pascuas habrá tenido, con las aguas y el mal tiempo que ha hecho! El Milton va en buen estado, y cada vez se le lee con más gusto. Dese vuestra señoría prisa a los demás libros, que yo me la daré también en leerlos y darles una mano. A Mireo, mis afectos; y poniendo palabra de emborrar en otra ocasión dos pliegos de papel, mande vuestra señoría a este su fino y reconocido amigo, que ruega a Dios guarde su apreciable vida muchos años. Besa las manos de vuestra señoría. Salamanca, enero 2 de 1778. Juan Meléndez Valdés

- 18 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 16 de enero de 1778 Mi muy amado amigo: Remito a vuestra señoría esas bellas elegías, obra de un amigo y compañero mío en la carrera poética. A mí, si la amistad no me cubre los ojos, me han parecido y me parecen bien. Su dicción es pura; su versificación, armoniosa; su moral, la de David y los profetas, y su

majestad y el fondo de tristeza que reina en todas ellas, tan propia de la materia y del género elegíaco, que nada me parece más oportuno. Acaso yo juzgue preocupado algunas cosas que he enmendado y añadido en ellas; y algunos pensamientos, como el de llamar dios al fuego en la primera, la prosopopeya de la ciudad al fin de la tercera, y algunos otros, harán que yo no note sus defectos y que todo lo reciba por bueno. vuestra señoría, con su exquisito gusto y delicado juicio, las verá mejor, y me dirá sinceramente el grado de su mérito. En la primera elegía debe suplirse, después del verso «para sus hijos cuán pesado y largo», la estancia que va manuscrita en uno de los ejemplares, y fue forzoso suprimir por haber parecido muy dura al censor; enmendando también el verso último de la estancia siguiente, «No consiente el Señor excesos tantos», sin interrogación, para que una con los antecedentes y haga el cabal sentido que debe hacer. vuestra señoría me ha lisonjeado mucho con la censura del idilio; aunque no hallo en él ciertamente motivos para tales encarecimientos, acaso, si tiene algo bueno, le soy deudor de ello a la amistad de vuestra señoría: ella gobernaba mi pluma y animaba mi corazón. Celebro, sobre todo, el sufragio de esas damas, que son en las cosas de gusto los mejores jueces. Incluyo a vuestra señoría esas dos composiciones, que se resienten, como todas las mías, de precipitadas. La oda fue efecto de una conversación con el señor magistral de esta iglesia, a quien ha gustado; pero a mí me agrada mucho más la canción, a que dio motivo un desvelo mío de algunas noches, mientras estuve en Segovia el verano pasado. Yo no puedo ahora darme a composiciones largas y que pidan meditación y estudio. Me llevan todo el día y lo más de la noche las tareas de la cátedra, las leyes y el cuidado de mi pupilo. No puedo ponderar a vuestra señoría lo mucho que me gusta esto último, y cuánto me ha hecho meditar y leer sobre el punto de educación. Yo quisiera darle la mejor y acertar en todo, y esto mismo hace que nada me satisfaga ni contente; pero de esto quiero hablar con vuestra señoría largamente en otra ocasión, comunicándole mis ideas. He leído la Raquel de Huerta, y, hablando llanamente, no me agrada. El verso de romance endecasílabo jamás puede ser bueno para nada; la armonía que hace va ya, digámoslo así, muy arrastrada, y ni surte el efecto de la rima ni tiene la grave majestad del verso suelto. Además de esto, está llena de voces vulgares y carece del lenguaje y de la expresión de la naturaleza. La escena en que el rey se aparta de Raquel no tiene comparación con otra igual de la Berenice de Racine; Alfonso se explica con mucha bambolla, y son unas cuartetas muy torneadas las de su razonamiento sobre los cargos de la diadema; ni es tampoco comparable con otro que hay en una de las Nises. ¡Qué ternura y qué afectos en la muerte de doña Inés!, ¡qué frialdad en la de Raquel!, ¡cuán dulcemente se queja aquélla, y con cuánta afectación ésta! Finalmente, a mí me parecen mucho mejores las Nises, la Hormesinda y Guzmán el Bueno, que no la Raquel, en medio de su nuevo sistema de tragedia. En los caracteres también hay sus faltas. Hernán García (si no me engaño; porque ha ya más de quince días que la leí, y no la tengo a mano) se muda enteramente desde el medio de la tragedia; pues proyectando con otro ricohome la muerte de la hebrea, al salir los diputados del pueblo, intenta disuadirlos y se trasforma en otro. ¿Y por qué esto? Por un punto

vano de honor, que hasta entonces nunca ha considerado. La caza del rey está mal conducida, por ser inverosímil que en un día de tantas turbaciones pensase en ella; a mí me parece que con un breve soliloquio, en que se le representase agitado, por una parte del honor y de sus obligaciones, y por la otra del amor, tendría esta acción una completa verosimilitud, pues no había el menor inconveniente en que, por huir de sí mismo y librarse de los remordimientos con que se le debía representar, tomase este partido. Siempre a las acciones debe dárseles una causa proporcionada. Tampoco es verosímil el que, por no manchar los aceros en sangre hebrea, dejen los conjurados de matar a Raquel, y hagan que la asesine Rubén, dejándole sin castigo. ¿No entraron ambos en el proyecto de la conjuración?, ¿no se ha decretado en ella la muerte de ambos? ¿Era menos culpable Rubén, para dejarlo vivo?, ¿o era necesario para algo dilatarle la vida por algunos minutos, para que Alfonso empezase en él una venganza que tan presto acaba, pues repentinamente perdona a todos los conjurados, sólo porque se le presentan y le hablan cuatro palabras? Poco amor tenía Alfonso a la bella Raquel, pues tan presto se templa; su carácter era ciertamente el más pacífico, pues a vista de su dama muerta, su palacio profanado y su dignidad ultrajada con tal desacato, da lugar a las reflexiones tranquilas de un perdón general. Batilo, el más pacífico de todos los hombres, puesto en caso igual, hubiera hecho mil y mil desatinos. Pero basta de crítica, que mi genio no es de poderla hacer. Estos defectos noté cuando leí la pieza, y ahora al escribir me han ido ocurriendo precipitadamente. Delio llegó de su quinta anteanoche, y yo no pude acompañarle, aunque con harto dolor mío; mañana le tengo citado para que pruebe la cecina de Asturias, por más ascos que ha hecho de ella. Yo quisiera hablar largamente con vuestra señoría sobre el acto que tengo pensado defender de humanidades, que es nada menos que las cuatro poéticas de M. Batteux y algunas otras cosas; pero ando tan alcanzado de tiempo, que no sé cuándo podrá ser. Ahora me han encargado una disertación en defensa del lujo para la Sociedad Vascongada. Yo me veo confuso por lo delicado de la materia, y porque no tengo el discurso sobre él de M. Hume, ni las reflexiones de M. Melon, ni ningún otro de los que tratan este punto como debe tratarse. Yo leí en tiempos algo de esto, pero, ¿ya dónde habrán ido mis especies? Tengo que trabajarlo todo de meditación, valiéndome de las reglas generales, y nada más. vuestra señoría perdone los defectos de esta precipitadísima carta, y mande a su afectísimo amigo, que sus manos besa. Salamanca, 16 de enero de 1778. Juan Meléndez Valdés

- 19 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 12 de junio de 1778 Muy amado señor mío: Convengo enteramente en el juicio que vuestra señoría ha formado de las endechas; yo en ellas quise salirme de mi esfera y torcer el verso anacreóntico a una cosa de que no es capaz; aquello mismo en versos largos tuviera más fuego, más sentimiento y más verdad: la filosofía no se aviene bien con los versos que dictaron las Gracias a Anacreonte, ni el giro que yo tomé, con el de mi corazón. Yo quise seguir en algo el vuelo del inimitable Young y aquel aire original inglés; pero esto no es para Batilo, por mucho que se esfuerce. El asonante es ciertamente lleno; pero esto no le quita el que sea triste, delicado y sensible. Yo lo tengo por tal, y lo tuve cuando escribí a vuestra señoría mi carta pasada; pero como yo quería más explicar lo horroroso que lo tierno, hallé, al leerlas, que aflojaban algunas cuartetas, y de aquí todas mis quejas contra el asonante. Últimamente, el juicio de vuestra señoría es acertado, y Batilo confiesa llanamente que, a proporción del trabajo, no le ha salido tan mal composición ninguna. Ahí van Las bodas de Camacho. A nada más atribuya vuestra señoría mi pereza en darlas a Liseno que al habérseme antojado trabajarlas un verano para tener el gusto de presentarlas y consagrarlas al mayoral Jovino. Luego que las recibí, murió mi hermano, y todo aquel tiempo lo pasé yo bien mal, y el verano pasado me tuvo su ilustrísima ocupado en arreglarle la librería y formarle un índice; con que hasta ahora no he tenido ni el tiempo ni la quietud suficiente para poderlo hacer. Ésta es obra para en un lugar trabajarla, viendo los mismos objetos que se han de describir, y releyendo la Aminta, el Pastor Fido, los romances del príncipe de Esquilache y algunas de nuestras Arcadias, como la de Lope, las dos Dianas y los Pastores de Henares; de otra manera no saldrá, a mi vez, como debe salir, ni tendrá la sencillez y sabor del campo que debe tener. El estilo sencillo es el más difícil de todos los estilos, porque a todos nos lo es mucho más el descender que el subir y remontarnos. La gracia, la propiedad, la viveza, le charmant, es más dificultoso que la majestad, la elevación y las figuras fuertes; pero ¿a quién digo yo esto? A vuestra señoría, que lo sabe mucho mejor que yo. vuestra señoría, pues, tolere esta pereza, siquiera por la causa que la produjo y por el buen ánimo n que aún persevero de cantar Las bodas de Camacho, y consagrarlas al mismo que las ha compuesto, para cuyo fin me reservo una copia, con el permiso y licencia de vuestra señoría, cuya vida me guarde Dios los muchísimos años que deseo. Besa las manos de vuestra señoría, su más fino amigo. Salamanca, junio 12 de 1778. Juan Meléndez Valdés

- 20 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Segovia, 11 de julio de 1778 Muy amado señor mío: [...] ¡Qué excelente obra la del Domat! Yo no me harto de leerla cada día, con más gusto y provecho. Heinecio y él serán los civilistas que yo nunca dejaré de mi lado. Por una especie de inclinación y una noticia confusa de su mérito, tuve yo siempre, aunque sin efecto, deseos de comprarla, hasta que, con el aviso de vuestra señoría, la hice venir de Madrid, que en Salamanca aún no se conocía, y desde entonces casi que no la dejo de la mano. El delectus legum, que trae a lo último, es un extracto del cuerpo del derecho de mucha utilidad, y que anima a leer las Pandectas seguidamente; su tratadito de las leyes, sus leyes civiles, su derecho público, todo, todo me encanta. Ojalá que dos o tres años ha la hubiera yo leído para desde entonces no haberla dejado de la mano: ¡cuánto más hubiera adelantado! Con la lectura de los libros buenos se ahorra mucho en el largo camino de las ciencias; nuestra desgracia es no tenerlos a la mano con tiempo. Pero, pues he hablado de las leyes, nada me parece más propio y natural que el método que vuestra señoría me dio en ambos derechos. Yo casi que lo he seguido en el civil, porque en el primer año de mi estudio, sin tener aún guía ni quién me dirigiese, pasé privadamente la Filosofía moral y derecho natural de Heinecio; luego uní al estudio de su instituto el de las Antigüedades por el mismo, y el precioso tratado de los Ritos Romanos de Neuport y las Revoluciones romanas de Vertot, juntando también la lección de la Historia del derecho civil del mismo Heinecio. Esto fue en el verano, y en el curso siguiente, después de seguir estos estudios, pasé con Cadalso el Derecho de gentes de Vattel, y una buena parte del Espíritu de las leyes, sin que yo supiese entonces estaban estas dos excelentes obras separadas de nuestro comercio, y así fui en adelante siguiendo siempre acomodándome y no dejando a Heinecio: si este grande hombre hubiera trabajado separadamente unos elementos del código, tuviéramos en él un sistema de leyes el más seguido, y un curso completo, aunque esta falta puede suplirla el Pérez que estoy leyendo ahora. Sus disertaciones y opúsculos son un tesoro de toda erudición y del latín más puro. Finalmente, él es tal, que me tiene hechizado y que con él no echaré menos nada. Su excelente método ayuda mucho a esto. A mí me gustan infinito los autores metódicos y que busquen hasta las causas primeras de las cosas; yo no gusto de cuestiones, ni de excepciones, ni de casos particulares; yo quiero que me den los principios y me pongan unos cimientos sólidos; que las conclusiones particulares yo me las sacaré, y me trabajaré el edificio. En el derecho canónico aún soy muy principiante, y sólo a ratos perdidos, como dicen, he visto alguna cosa. Esto no obstante, he pasado las Instituciones del Selvagio y sus Antigüedades cristianas, y he visto algo del Derecho eclesiástico de Van-Espen; la historia de Mr. Durand la he leído también, y he leído y releído los Discursos sobre la historia eclesiástica del abad Fleury. Éste es uno de aquellos pocos libros que cada día leo con más gusto y más utilidad; su estilo, su crítica, su reflexión, todo me gusta por extremo. Pero en queriendo Dios que salga del apuro del grado, me propondré un estudio metódico de esta facultad,

uniendo el de la historia de la Iglesia, los concilios y las herejías, y notando los varios puntos de disciplina, todo por orden cronológico. A mí me gusta mucho estudiar de este modo, seguir una facultad desde sus principios, y aprenderla por vía de historia, anotando su origen, sus progresos, variaciones y alteraciones, y las causas que las produjeron, hasta llegar al estado que tiene actualmente. Acaso me engañaré en este método, pero yo en las leyes lo he seguido cuanto he podido, y, gracias a Dios, no me pesa. Notaré con piedra blanca estos mis primeros días de Segovia por haber hallado en una librería unas Pandectas elzevirianas, la cosa más preciosa y acomodada que se pueda desear, en dos tomos en 8.º: la letra es sumamente clara, el papel exquisito, y toda ella como obra de los Elzevirios, y obra en que pusieron su mayor esmero. Desde ahora, para cuando Dios quiera que yo tenga el gusto de ver a vuestra señoría, las reservo a que ocupen, como cosa tan rara, un rinconcito de sus estantes. Yo, después de Domat y algo de Heinecio, me he traído la República de los jurisconsultos de Januario, el Curso de bellas letras de Batteux, las excelentes Cartas de Clemente XIV, el Tasso, las Noches de Young, y Horacio, y Homero, y las Cartas de Plinio; preciosa compañía en que paso los ratos más deliciosos. La República de los jurisconsultos me agrada por extremo: ¡qué ficción tan natural y bien seguida!, ¡qué latín tan puro!, ¡qué descripciones tan vivas!, ¡qué narraciones tan elegantes!, ¡qué episodios tan oportunos y qué crítica tan acendrada! Obra, al fin, de un jurisconsulto poeta. Cuando leí la burla que a Valla hizo Apuleyo, la pintura del asno, la negligencia con que pace, la propiedad con que parece se le ve rebuznar, el aturdimiento de Valla y las risas de sus discípulos, casi en media hora, mal grado mi natural seriedad, no pude detener la mía. Pues ¿qué el pasaje del jurisconsulto a la antigua, y la pintura que hace de él al principio? No puede darse cosa más graciosa. Supongo que vuestra señoría habrá leído mucho tiempo ha esta preciosa novela; pero si así no fuese, como a mí me había sucedido hasta ahora, mándela vuestra señoría traer luego al instante, y sus Ferias autumnales (hay edición de todas sus obras hecha en Nápoles, el año de 67, dos tomos, 8.º mayor), y empiece a leerla, que, cuando la deje de la mano, yo la pagaré, como dicen. vuestra señoría me dirá que para qué me he traído la Ilíada. Ni nombro a Homero; no haciendo nada de provecho, ni cumpliendo mi palabra dada. ¡Ay, amado señor mío!, que es cosa pesadísima lo que me falta, y de que pende mi reputación enteramente, digo el examen de la capilla, no porque yo tema mucho de mí, que gracias a Dios, he adelantado algo, sino porque los juicios y preocupaciones de los viejos son por sí de temer y de recelar siempre. En el año que viene saldremos de este apuro, y entonces verá vuestra señoría si el numen de Jovino me anima, y el deseo de agradarle me enciende de manera, que «cante de Aquiles el Peleo la perniciosa ira, que tan graves males trajo a los griegos, y echó al Orco muchas ánimas fuertes de los héroes que las aves y perros devoraron. [...]».

Esta traducción pide una aplicación cuasi continua, y una lección asidua de Homero, para coger, si es posible, su espíritu. Yo, embebido en el original, acaso haré algo; de otra manera no respondo de mi trabajo. Pero esto pide una carta separadamente, en que yo informe a vuestra señoría de todas mis miras y pensamientos. He podido coger últimamente la oración que me faltaba de fray Luis de León, y la tengo copiada para vuestra señoría con las otras dos. ¡Cuánto trabajo me ha costado y qué solicitud! Al cabo no la hallé en la librería de la universidad ni en ninguna otra. Tenía el manuscrito un maestro de los agustinos, apasionadísimo de fray Luis, pero inflexible, por esto mismo, en soltar nada suyo, y ni el prior ni ningún otro ha podido sacárselo: yo sólo tuve la habilidad o la fortuna de poder conseguir dejase ir mi escribiente a su celda para copiarla allí; todo mi trabajo lo doy por bien gastado; ya la tenemos. En ninguna otra parte se muestra más fuerte nuestro fray Luis, ni muestra más lo que era: ¡qué invectiva contra los vicios de toda la provincia!, ¡qué latín!, ¡qué elocuencia! vuestra señoría la verá y juzgará mejor que yo su verdadero mérito y sus primores; mis cortas luces no me permiten más que admirarlo todo y darme a conocer mi insuficiencia para juzgar una cosa tan grande. Ayer visité al reverendo padre maestro fray Antonio Jove, pariente de vuestra señoría. Díjele había de escribir hoy, y encargome mucho hiciese a vuestra señoría presente su buen afecto, aun en medio de sus achaques. Está el pobre casi baldado, y tan débil, que es una lástima; a mí me compadeció mucho; mi corazón, naturalmente sensible, se ha enternecido tanto con los golpes que ha llevado ya, que no ve sin conmoverse a un infeliz. Nuestra vida es un padecer continuado, a cada paso nos asaltan nuevas enfermedades, la mayor robustez es sólo una apariencia. Nuestro dulce Delio predicó en días pasados un sermón al Sacramento, cosa de su ingenio, muy delicada y muy devota; pero no ha habido forma de podérselo sacar para la prensa, ni los ruegos de sus amigos, ni las súplicas de los mayordomos han podido nada con él. Yo le compuse con este motivo esa canción que sólo tiene bueno el afecto que la dictó. Mi musa ha desmayado; las bellas letras quieren un alma desocupada; las Musas huyen de los sujetos entregados a las ciencias abstractas; yo voy perdiendo el gusto, y las Musas me van dejando. Dé vuestra señoría un muy tierno abrazo de mi parte a nuestro buen Mireo, yo le debo una pintura del infeliz Batilo. Si no fuese delicada, será por lo menos verdadera. Yo le escribiré y le cumpliré lo que le he prometido. Su ilustrísima aún anda de visita, y creo no venga en algún tiempo. ¡Ay!, quiera Dios que él se desengañe, en tratándome, de sus infundados temores. La mano me pide que descanse; pero mi voluntad, que no cese de rogar a Dios me guarde la vida de vuestra señoría muchos años. Besa la mano de vuestra señoría su más fino amigo y mayor servidor. Segovia, 11 de julio de 1778. Juan Meléndez Valdés

- 21 A Ramón Cáseda

Segovia, 14 de julio de 1778

De Batilo a su Hormesindo: Te doy mil gracias, amado amigo mío, por el regalo de las dos estampas; mi alma con ellas tomó un nuevo vigor, cansada de una tarea de más de diez horas sin casi interrupción. Yo me embeleso con la vista de los grandes hombres y me animo más al trabajo; su presencia me muestra de una vez toda su historia, y en su semblante leo su genio, sus inclinaciones y su literatura. ¡Qué dos varones los que representan! Ambos son la gloria de la Francia, cada uno en su especie, aunque Bossuet lo es en todo. Bellas Artes, Política, Historia, Teología, todo lo abrazó, y en todo fue excelente. ¡Qué orador tan sublime y qué controversista tan consumado! Yo, cuando leo su Discurso sobre la Historia Universal, salgo fuera de mí. ¡Con qué grandeza sale nuestra religión del seno del mismo Dios, y muestra en todos tiempos su augusta majestad! Si yo alguna vez dudara de su verdad, esta obra sola bastaría a convencerme. Sus reflexiones sobre los imperios son al mismo modo grandes y sólidas. Nada juzgo que tiene la Antigüedad que pueda comparársele. Sus oraciones fúnebres son lo más sublime de la lengua francesa; y aun sus negligencias son admirables. Te encargo que si acaso no tienes estas dos obritas las tomes al instante. Pero no leas, por Dios, los Ensayos de Montaigne, ni gustes el dulce veneno de su escepticismo, si no quieres tomar su indiferencia y su espíritu; por seguir sus huellas se perdió M. Bayle, sutil ingenio que tanto daño ha hecho, y ellos son los padres de todos los nuevos filósofos. Es lastimoso que un tan grande hombre abusase así de su talento, empleándole en dudar de las cosas más sagradas; si no, sus ensayos morales fueran dignos de los mayores elogios y de que no se dejasen de la mano; pero su irreligión, su libertad y su poco pudor les apartan de nosotros muy justamente. Te estimaré mucho veas ahí si hay Colección completa de los hombres grandes de Francia, y que me avises de ello y de su precio; las estampas lo dan a entender, y yo no dudo del cuidado de esa amable nación en aumentar su gloria. También te encargo me busques otro par de éstas del mismo tamaño, de buen gusto y del buril más exquisito que halles, y me las remitas, no tan dobladas, aunque sea más grande la carta, luego que pueda ser. Ese buril es bueno, pero aún creo que le hallarás mejor. Si pudieras

hacerme con una docena o media de ellas, de un mismo tamaño o corte aunque fuesen mayores que las dos, y lo más delicado que se hallase, te lo estimaría mucho. Yo quisiera en ellas algo de historia o fábula o algunos países buenos para adornar el cuarto. En el precio no te detengas, pues como sean de buen gusto y buril, en nada repararé. Te encargo tomes las Leyes civiles del Domad si quieres saber leyes. Yo las estoy leyendo por encargo especial del señor Jovellanos, y estoy con ellas embelesado. Me gusta más que Heinecio; sus decisiones son todas sacadas de las más puras fuentes del derecho natural, y todas prácticas. Esa canción compuse en días pasados con motivo de un sermón del Sacramento que predicó el prior de los agustinos en San Martín. Nada tiene de bueno si no es los sentimientos de amistad que me la dictaron; el sermón sí que fue excelente, muy delicado y devotísimo; pero mi musa nada puede ya: huyose avergonzada de mis desvíos, y por más que la llamo no hay forma de volver. Hazme diligencia en esas librerías de un poema francés cuyo título es Les quatres saisons por Mr. le marquis de Saint Lambert. Lo hay de dos ediciones, una muy exquisita, con láminas; de cualquiera me lo puedes tomar, aunque yo lo quisiera de lo mejor, y avísame su precio para remitírtelo y decirte cómo podrás mandármelo. Yo te daré muchas impertinencias si las puede dar un amigo; pero ya tú sabes mi inclinación a los libros y la escasez que hay de ellos en este país: ¡dichoso tú mil veces que vives tan cerca de la fuente, y puedes beber cuando quieras en sus aguas más cristalinas! Llegué el día 14 a esta Segovia y al palacio de su ilustrísima, donde me escribirás. Yo estoy llorando la muerte de mi hermano en una elegía, que desde ahora te prometo para cuando la acabe. No hallarás en ella primores, pero sí pensamientos muy tristes y que te sacarían las lágrimas por más que rehúses. A mí a lo menos así me sucede. Mándame las estampas a vuelta de correo y que sean las más delicadas que puedas hallar, y de algún buen país o retrato de Fénelon, Montesquieu, etc. Tu finísimo amigo. Segovia, julio de 1778. Batilo Otra vez hablaremos de nuestras cosas más largamente. Tú no me escribas corto.

- 22 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Segovia, 14 de agosto de 1778 Sea mil veces enhorabuena, muy amado señor mío, por el nuevo ascenso de vuestra señoría, y que éste sea un ligero descanso para mayor subida. Ya estaba el mérito desairado, bastantes años había poseído Betis la persona

de vuestra señoría; tiempo era ya de que la gozasen Manzanares y España. La corte es el centro de todo lo bueno, y ya de justicia debía vuestra señoría lucir en ella sus prendas y su raro talento, y coger el fruto de sus trabajos. Lo que resta es que veamos a vuestra señoría cuanto antes en el Consejo, en la Cámara, y más arriba en una Secretaría de Estado. A mí no sé qué me da el corazón, que me parece ha de venir este dichoso tiempo, y creo que en las presentes circunstancias no pienso desvariado. Lo que sé decir a vuestra señoría es que me ha regocijado tanto la noticia como si vuestra señoría fuera mi mismo hermano; que cuando me la dijo su ilustrísima no cabía en mí de contento, y que he dado a Dios tan sinceras gracias como si yo mismo fuera el premiado. Así se cumplirán mis deseos de abrazar a vuestra señoría cuando venga a este sitio a dar las gracias a Su Majestad. ¡Cuánto hablaremos, y cómo con estas conversaciones se ensanchará mi corazón, cuando sólo con la noticia ha tomado un vigor nuevo! Ahí tiene vuestra señoría, por último, el Milton enmendado. Pero ¿qué enmiendas lleva? Algunas palabras, y nada más, bien que esto no es culpa mía, sino del manuscrito, que tan poco trajo que limar. Yo de mi parte he puesto el cuidado posible, y esto mismo me ha hecho tal vez notar algunas cosas muy ligeras, que vuestra señoría me disimulará, tomando de las apuntaciones aquello solo que guste. Las más de ellas son por huir de las asonancias, que a mí no me agradan en el verso suelto, y que procuro huir por todos los medios posibles. Si a vuestra señoría no le gustare tanta delicadeza, que yo mismo conozco ser demasiada pues no hay cosa más frecuente en nuestros mejores autores, puede desde luego rebajar muchas de mis enmiendas y tomar aquéllas sólo que le parezca. Otras van también de alguna voz que he procurado suplir, o con otra más fuerte o más acomodada, y en éstas confieso francamente que he sido algunas veces nimio. Lo que resta es que vuestra señoría me mande cuanto antes el segundo canto, que yo procuraré no caer segunda vez en la culpa que vuestra señoría me acaba de perdonar, y despacharlo sin perder un instante; pero ¿a qué recordar esto? Mejor es que lo callemos para siempre, pues yo mismo me avergüenzo cuando me acuerdo de mi falta, por más que fuese involuntaria. No di ciertamente el Milton al irlandés para que lo enmendase; porque ¿qué conocimiento pudiera tener un extranjero de nuestra lengua? Sino que, como notaba alguna variación en la traducción francesa y la de vuestra señoría, hacía que me volviera el original a nuestro castellano literalmente, para ir así cotejándole mejor. Éste fue el motivo de todo el enredo y de dejar yo el Milton en su cuarto al tiempo de su marcha; pero yo ni le dije el nombre de vuestra señoría, ni menos le escojo por socio corrector. En este cotejo noté cuánto abusa el traductor francés, como todos los de esta nación, de aquel pasaje de Cicerón: Converti ex atticis duorum eloquentissimorum nobilissimas orationes inter se contrarias Eschinis Demostenisque; ne converti ut interpres sed ut orator sententüs eisdem, et earum formis tanquam figuris; verbis ad nostram consuetudinem aptis, in quibus non verbum pro verbo necesse habuit reddere, sed genus omnium verborum, vinque servavi. A mí no me gusta tanta libertad como él usa ni tanto abuso de esta licencia, y creo que con algún más trabajo pudiera ahorrar muchas y no desfigurar tanto su producción. Tampoco Cadalso ha podido verlo, aunque yo lo hubiera deseado muy mucho,

por su perfecto conocimiento de ambas lenguas y su crítica delicada. vuestra señoría sabe bien que estas cosas, mientras más veces se examinan y por más personas, más enmendadas salen; pero como hubo este atraso de tantos meses, y él ha andado siempre en viajes sin paradero fijo, no he querido mandárselo porque no se atrasase más. De las tres oraciones y la paráfrasis de los Cantares, nada quiero decir hasta otra ocasión, cuando ya vuestra señoría las haya leído, para que juzgue con conocimiento de causa; de otra manera, faltaríamos a la religión de los juicios. Pero ¿qué he de decir yo, o cómo me las he de haber con dos tan grandes hombres? El estilo de los Cantares huele, en medio de su antigüedad, a la rustiquez del original; pero me parece que aún pudiera ser más acabado, y así me han venido pensamientos de fundirle de nuevo y retocarle. La oración del Capítulo es un volcán, y está llena de pedazos inimitables; especialmente siempre que habla de los vicios de la provincia y se levanta contra ellos, ¡qué celo descubre y qué alma tan grande! Pues ¿y el latín? Me parece leer a Cicerón contra Catilina; creo que vuestra señoría será de este mismo dictamen, y gustará muchísimo de ella. Las otras dos son también muy buenas, aunque, a mi ver, no igualan la primera. vuestra señoría tendrá que enmendarles muchas erratas que el copiante ha dejado, y yo, como mal ortógrafo, no habré advertido; algunos pasajes hay oscuros, pero éstos están de la misma manera en el manuscrito de donde se han copiado, y yo no me he atrevido a entrar en ellos la hoz crítica y andar con mudanzas y enmiendas. La oración del Capítulo tiene dos o tres confusísimos. Remito también a vuestra señoría esos dos ejemplares, que esperando esta proporción de una carta abultada no he mandado hasta ahora. Este es un juguete de escuela; el de papel es para el dulce Miras, a quien mandaré unos tercetos que tengo comenzados, juntos con mi retrato, en otra ocasión. Yo celebrara que ambos a dos fueran de un raso exquisito u otra cosa más superior; pero las leyes suntuarias de la reforma de la universidad están hoy en todo el vigor de su primitiva constitución, y ni aun tanto permiten. Más celebrara poder haber puesto el nombre de vuestra señoría al frente en ellas, por tributo de mi amistad sincera. Fue forzoso otra cosa, y mi voluntad se quedó en deseos. La canción adjunta sobre el nuevo ascenso de vuestra señoría, conozco que no vale nada; pero, con todo eso, me atrevo a remitirla por primer testimonio de mi cansada musa. Otra cosa tengo imaginada de más delicadeza; qué sé yo cuándo me hallaré con fuerzas para ella. Las Musas me van dejando a toda prisa, y ahora, que más las he necesitado, se han burlado de mí y me han negado su asistencia y su influjo; pero yo me vengaré de ellas cuando llamen a mi imaginación y quieran apartarme de los estudios serios. Su sobrinito de vuestra señoría, don José María Cienfuegos, da a vuestra señoría mil expresiones. Le vi ayer en el alcázar, y me gusta mucho por su compostura y su formalidad en medio de ser tan niño. El otro día estuvo en mi cuarto y me demostró, que quise que no quise, un principio de geometría, aunque yo le decía que no entendía una palabra de sus líneas y su algarabía; pero él no lo creía, por haberle persuadido antes lo contrario uno de casa. Propúsome después otro para que yo se lo demostrase, y yo efectivamente no entiendo una palabra; me reía infinito y

lo hacía desesperar con esto. ¿Por qué vuestra señoría no me había dicho alguna cosa de que estaba aquí? ¡Qué!, ¿no lo merecía mi amistad? Pero a fe que yo lo he descubierto, aunque por un acaso. No atribuya vuestra señoría a picardía del inocente Delio no haber mandado el sermón. Ni yo lo pude leer, por no constar más que de apuntaciones confusísimas por el poco tiempo en que fue trabajado. Lo que es menester es que vuestra señoría le aguijonee para que lo ponga en limpio y lo podamos ver. Besa las manos de vuestra señoría su más afecto y reconocido amigo y seguro servidor. Segovia, 14 de agosto, 1778. Juan Meléndez Valdés

- 23 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 14 de septiembre de 1778 [Fragmento] [...] Yo había pensado hacer una comparación de las cuatro poéticas principales, de Aristóteles, Horacio, Vida y Despréaux, metiéndome también con el Ensayo sobre la crítica de Pope, y nuestro Ejemplar poético de Juan de la Cueva; comparando las reglas de todos con las del filósofo y entre sí, y haciendo un examen crítico de ellas, distinguiendo las fundamentales e invariables de las arbitrarias o de convención. Salamanca, 14 de septiembre de 1778. Juan Meléndez Valdés

- 24 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 3 de noviembre de 1778 He venido a buen tiempo, pues vine al de la vacante de una cátedra de Humanidades, que regentaba en sustitución el maestro Alba, de los agustinos, y que la universidad ha proveído en mí de la misma manera. Su asignatura es de explicar a Horacio, y yo estoy contentísimo por repasar ahora, que no tengo ya cátedras, todo este lírico, y porque también es la sustitución, contando como cuento con el favor de vuestra señoría, un escalón casi cierto de la propiedad. En este caso me daría a las Musas, si no enteramente, mucho más, y nuestros pensamientos sobre Homero podrían efectuarse mucho mejor. A mí su traducción me intimida y me llena al mismo

tiempo de una ambición honrada. Pope en este verano me ha llenado de deseos de imitarle, y me ha puesto casi a punto de quemar todas mis poesías; he visto en él lo que tantas veces vuestra señoría me ha predicado sobre el estilo amoroso: más valen cuatro versos suyos del Ensayo sobre el hombre, más enseñan y más alabanzas merecen, que todas mis composiciones. Conózcolo, confiésolo, me duelo de ello, y así paula majora canamus. Delio está leyendo el poema de las Estaciones, de Saint Lambert, que yo he traído de Segovia. A mí me ha gustado mucho. Hace en las notas y el prólogo una mención muy honrosa de Thomson, y aun toma algunos versos suyos. Pero en el plan de la obra son muy diferentes entre sí. El prólogo, que es un discurso sobre las poesías y estilo pastoril, me ha agradado también; en él alaba mucho las poesías de Gesnero como las más sencillas de todas las modernas. Yo no he visto nada de él, por lo que, si vuestra señoría tiene algunas noticias más circunstanciadas, o ha visto acaso sus églogas, estimaré mucho me diga su parecer y si juzga de ellas tan ventajosamente como el autor de las Cuatro estaciones. He traído también y he leído este verano las Lusiadas del Camoens y sus demás obras, y digan lo que quieran los críticos, las Lusiadas me han agradado mucho, aunque también, por otra parte, no hallo en ellas ni la fuerza de Ercilla, ni la alteza de Milton, ni la precisión y la filosofía de la Henriada. Las letrillas y los sonetos del mismo Camoens sí que me embelesan, porque son tan dulces los pensamientos, la lengua tan suave, tan corrientes los versos, y los sentimientos tan naturales, que en algunos de ellos me parece a mí ver la misma naturaleza y sentirla explicarse, por decirlo así, y que ni se puede decir otra cosa, ni con otras expresiones ni palabras. ¿Tan embelesado está vuestra señoría con la exposición de los Cantares? ¿Tanto le enajena nuestro fray Luis? Pues a fe mía que las oraciones no han de haber a vuestra señoría gustado menos, especialmente la del Capítulo provincial, que está llena de cosas excelentes y de pedazos que pueden muy bien competir con los del mismo Tulio en sus declamaciones contra Catilina. Éste es, a lo menos, mi juicio en las muchas veces que la he leído. Dígame vuestra señoría si tiene su exposición latina de los Cantares y demás obras, que corren juntas en un volumen en 4.º, para, si no, mandarlas con el ordinario, pues yo las tengo. Vuelvo a repetir a vuestra señoría mil y mil parabienes por su llegada a la corte, mientras quedo rogando a Dios me guarde su vida los años de mi deseo. Besa las manos de vuestra señoría su más fino amigo. Salamanca, 3 de noviembre, 1778. Juan Meléndez Valdés

- 25 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 7 de noviembre de 1778 [...] Esto es, muy amado señor mío, lo que tengo de pronto que decir a la carta de vuestra señoría de 27 de diciembre que he recibido hoy. vuestra señoría consuélese, procure divertirse y viva para sí y sus amigos los muchísimos años que pide a Dios este su afectísimo de todo corazón. Besa las manos de vuestra señoría, su más fino amigo. Juan Meléndez Valdés El dulce Delio está sin novedad.

- 26 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, diciembre de 1778 Estos alegres versos me dictó, mi amigo señor mío, la alegre Musa que preside a las Navidades. A mí me parecía estar en compañía de vuestra señoría, en la una mano la lira y la copa en la otra, cantando las dulces odas de Anacreonte y entreteniendo así las Pascuas. ¡Ojalá este mi sueño fuera cierto, y que yo las pudiera tener al lado de vuestra señoría! Entre tanto se las deseo a vuestra señoría felicísimas y mil veces más felices que lo que yo puedo expresar ni mi pluma decir. Incluyo a vuestra señoría la sátira inédita de nuestro Villegas que tanto escrupuliza publicar nuestro Parnasista, y esa canción inédita de Miguel Sánchez que me ha gustado mucho; con ambas puede vuestra señoría entretener una tarde, mientras yo, en este triste suelo «y en estas tristes losas do solo el de Estagira y el de Aquino moran»,

quedo pidiendo a Dios me guarde la vida de vuestra señoría los años de mi deseo. Besa las manos de vuestra señoría su afectísimo amigo seguro servidor. Salamanca. Juan Meléndez Valdés

- 27 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 6 de febrero de 1779 Muy amado señor mío: El padre fray Diego Morcillo, de San Felipe el Real, entregará a vuestra señoría en mi nombre la Exposición de los Cantares y demás obras latinas de nuestro fray Luis de León, que tanto tiempo ha tengo prometidas a vuestra señoría; y ojalá en este mismo punto fuera yo dueño de todos sus preciosísimos manuscritos, para poder de la misma manera tener el gusto de obsequiar con ellos a vuestra señoría. Pero escrito está que mis deseos serán siempre deseos, y mis gustos jamás cumplidos. Esta obra es tan exquisita como cuanto salió de su mano, y comparable al original castellano, de un latín purísimo y de una erudición escogida. Yo he deseado siempre se hiciese una edición de todas sus obras, así latinas como castellanas, valiéndose de los mismos manuscritos originales, que todos paran en este convento, el de Alcalá y el de esa corte de San Felipe, y escogiendo entre la multitud de sus poesías inéditas las que son verdaderamente suyas. La Exposición de Job, obra tan preciosa como los mismos Nombres de Cristo, es lástima que esté aún inédita, por el ligerísimo inconveniente de tener antes del comentario el texto traducido. Sus cuestiones y disertaciones son por lo regular expositivas, y todas muy curiosas, sin el vano aparato ni los sofismas de las escuelas. Entre los manuscritos de esta universidad hay también inédito un Método de latinidad, trabajado por él y por mi paisano el célebre Brocense, que, como todas las cosas buenas, tuvo la desgracia de ser reprobado en el claustro y haberse después sepultado en la oscuridad de un indigno olvido. ¡Cuánto hubieran ganado estos estudios con su ejecución y observancia!, ¡cuánto las letras españolas! Acaso el buen gusto de las Humanidades se hubiera por él conservado, y juntamente la pureza de las demás ciencias. Este solo testimonio bastaría hoy a la universidad; con este solo conservaría el honor y el grado distinguido que gozó en el siglo XVI e iba ya perdiendo en los tiempos de este ilustre varón; pero ésta es la suerte de las cosas humanas, que pasan y se suceden y se suplantan las unas a las otras. He leído hoy la impugnación de don Juan Bautista Muñoz al Ensayo de educación claustral, del padre Pozzi, y aunque está tan sangrienta, me ha gustado mucho, por ser tan en honor de nuestra nación. ¿Qué pensaría o qué imaginaría su paternidad muy reverenda para meterse así a reformador y a dar leyes a una tierra extraña? Estoy también leyendo las Reflexiones críticas sobre la poesía y la pintura, del abate Dubos, que me gustan muchísimo y juzgo escritas con gran juicio. A nosotros nos hace, a mi ver, mucha falta esta clase de escritos, que dan a un mismo tiempo las reglas del buen gusto y forman el juicio con lo ajustado de sus reflexiones. Los franceses abundan en ellos, al paso que nosotros carecemos de todo. Yo no sé cuándo podré hablar a la larga con vuestra señoría de mi acto de humanidades y otras cosas de mi cátedra y mi pupilo. Pero el papel se

acaba y yo dejo la pluma para asegurar a vuestra señoría que es su fino amigo mil veces más que ella puede encarecerlo. Salamanca, 6 de febrero, 1779. Juan Meléndez Valdés

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A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 27 de abril de 1779 Muy amado señor mío: No me quejaba yo en mi carta pasada de que vuestra señoría no me hubiese respondido, sino que deseaba con ansia saber de la salud de vuestra señoría por las muchas enfermedades que ha habido en esa corte. Yo doy a vuestra señoría mil gracias porque me librase de este cuidado, agradezco sumamente el mismo, y le satisfago, si es posible, con esa oda que compuse el mes pasado a los días de una bella niña. No me juzgue vuestra señoría por ella ya preso; desde el ensueño de las Sagas desperté enteramente, y puedo decir: Victus cum matre Cupido. Tenemos a nuestro dulce Delio secretario de provincia, que es lo que apetecía, y vuestra señoría lo tendrá en Madrid cuanto antes. El maestro Belza es prior de San Felipe, y el prior que acaba, provincial. El capítulo ha estado enredadísimo, y era digno asunto para una buena composición. Delio tuvo el sermón de él, y he visto carta que decía: Este hombre es divino; yo nada he oído tan excelente. Él es para todo, y su entendimiento, una mina escondida, capaz de producir las mayores y mas abundantes riquezas. La lástima es que con que no tiene quietud se disculpa, y no toma con calor nada; pero de esto hablaré con vuestra señoría más largamente cuando le tenga ahí. Después del Robertson, acabo de leer una obra de Marmontel, cuyo título es Los incas, o la destrucción del imperio del Perú, especie de novela y poema épico, como las Aventuras de Telémaco; cosa como suya, de un estilo tan delicado como el de los cuentos, y llena de máximas y sentimientos de humanidad; pero que exagera con exceso nuestras crueldades y apoya fuertemente la tolerancia. Yo esta clase de libros los leo con el mayor gusto, porque nada me embelesa tanto como las máximas de buena moral, y éstas mejor, esparcidas y como sembradas por una obra llena de imaginación y primores. Pero es la lástima que este mismo gusto mío es a veces mi tormento, porque, o me distraigo con el embeleso que percibo, o por sacar después el tiempo que he empleado, me doy algunos ratos nada buenos. Ya tenemos el Tratado de educación de Locke, y acaso bien presto el Emilio... Reciba vuestra señoría la fina voluntad y los finos sentimientos con que quedo rogando a Dios me guarde la vida de vuestra señoría muchos años.

Besa la mano de vuestra señoría su más fino amigo. Salamanca, abril 27 de 1779. Juan Meléndez Valdés

- 29 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 17 de julio de 1779 Mi más venerado amigo: Remito a vuestra señoría esa canción, cuyas primeras estrofas me dictó el mal humor y la melancolía, y la amistad que siguió, las demás... No busque vuestra señoría en ella orden ni plan, porque no he tenido otro que el de la imaginación, que, ya ardiente, ya más templada, me presentaba los objetos y me los hacía exprimir con la fuerza y calor proporcionados a sus situaciones. Al principio creí no saliese tan larga; pero el tiempo y la meditación me fueron ministrando nuevas ideas y pensamientos, y acaso por esto no tendrán algunas estrofas aquel lugar determinado que debieran tener. A mí me ha sido después casi imposible volverlas a fundir, y he querido más dejarlas en aquel menos importuno y desordenado que trastornarlas de nuevo, creyendo, como creo, que el desorden no desdice tanto en estas obras como la marcha seguida y lenta; porque la imaginación, aunque regular, no es mecánica ni compasada. No busque vuestra señoría tampoco el estilo magnífico y terrible del inimitable Young, ni la fuerza divina de sus sentencias. Sus años, sus doctrinas, su situación, y más que todo, su genio, son infinitamente superiores, para querer yo presumir tan atrevidamente. Mi canción, al lado de sus Noches, es una composición lánguida, sin moral, débil; mis pensamientos, vulgares; mis pinturas, poco vivas, y mis arrebatamientos, fríos. Las musas castellanas son capaces de todo, pero la humilde musa de Batilo no puede tanto. Hallará vuestra señoría algunos pensamientos tomados de la Noche décima, que es del mismo asunto; pero confieso llanamente que no han sido hurtos. Yo he leído muchísimo Las noches, me he quedado con mucho, y aunque en esta composición no quise verlas de propósito, temiéndome lo que me ha sucedido, hallé, concluida mi obra y cotejándola con la Noche que he dicho, algunos pensamientos ya ocupados por él y que yo me creía originales; aunque no son tantos, a mi ver, que puedan por este lado desacreditarme... Este género de composiciones no es familiar entre nosotros. La moral puede en ellas elevarse y tomar toda la pompa y ornato que merece. Nuestras musas pueden cultivar este género nuevo, y emplear útilmente sus cánticos divinos. Salamanca, 17 de julio de 1779. Juan Meléndez Valdés

- 30 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 14 de agosto de 1779 [Fragmento] [...] Convengo en la censura de la canción. ¿No le decía yo a vuestra señoría que no iba igual, y que iba con muchas añadiduras?... No extrañe vuestra señoría el que ande vagando ahora, sin fijarme en nada. Este género moral me gusta muchísimo, aunque me conozco sin caudal suficiente para él. Pero el deseo de tener algo, que no fuese amores, que poder mostrar a personas a quienes no deben manifestarse bagatelas, me hizo querer probar si podía algo en este género. Salamanca, 14 de agosto de 1779. Juan Meléndez Valdés

- 31 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, abril-junio de 1780 [...] Si admitiere la Real Academia esta estancia que creo no desdice de las premiadas y que suprimió el autor únicamente por atarse al número de los seiscientos versos señalados y no apartarse en nada de lo mandado por la Academia. Entonces, en la estancia novena que empieza «Pero aquel que allí veo que por el prado viene...»,

se deberán mudar los dos últimos versos, poniéndolos de esta manera: «y a tus vacas queridas y a mis corderas tienes embebidas».

Juan Meléndez Valdés

- 32 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 16 de julio de 1780 Mi más fino y estimado amigo: Ésta va en nombre de Delio y de Batilo, dando ambos a dos a vuestra señoría repetidísimas gracias por tan finas memorias. Un rato de vagar, ¿lo emplea vuestra señoría en escribirles en medio de tantos quehaceres y negocios? Sólo el amor y la ternura con que veneran a vuestra señoría puede en alguna manera merecerlo. Delio dice que en ninguna manera se llevó chasco; que deje vuestra señoría por Dios de sentirlo; que él estuvo gustosísimo con la familia de vuestra señoría y que todo recado hubiera sido ceremonia, cosa que debe estar lejísimos de nuestra amistad. Porque vuestra señoría no lo sintiera, no quiso decir nada en su antecedente; por esta misma causa encargó también a la familia de vuestra señoría lo callase; y con todo eso sentirlo, y con todo eso imaginar que él acaso creerá..., ¿qué ha de creer sino que vuestra señoría le ama tiernamente? Esto dice Delio. Batilo va a bobear y a decir a vuestra señoría que pierde el juicio con las cosas que le ha contado Delio, que cada vez quiere a vuestra señoría más y desea verle; y no quiere cátedra en Salamanca: todo su hipo es por Madrid para tratar a vuestra señoría y hablarle a todas horas. Él no será molesto; buscará una casa lo más cerca que pueda de la casa de vuestra señoría, y Jovino, Delio y los libros serán sus delicias. Entonces no le serán los días tan molestos como ahora, entonces se desquitará bien de los malos ratos que ahora pasa, entonces todos serán buenos, todo delicias, todo felicidad, y la amistad bajará del cielo y nos colmará a todos de sus contentos celestiales. vuestra señoría perdone este arrebatamiento, que mi corazón no puede contenerse. Hoy le decía a Delio: «Cuando yo esté en Madrid y por un lado abrace a nuestro Jovino y vuestra merced por otro y entre ambos a dos les estrechemos en nuestros brazos; ¡qué gusto será!»; en esto apretaba yo la mano a Delio y fuera de mí le decía: «Yo no puedo decir lo que es Jovino, ni lo que yo le quiero». Yo no he escrito a vuestra señoría porque he estado mucho ha de un humor molestísimo y sin tener gusto para nada, a más que yo no quisiera ocupar a vuestra señoría con mis cartas. Delio me ha asegurado de esto y yo he pensado un medio de una comunicación algo más agradable sin que mis cartas se reduzcan sólo a la simple noticia de mi salud. El medio es éste: escribir ya siempre en el gusto y estilo de los persianos de Montesquieu, eligiendo aquellos puntos que se me presentasen o vuestra señoría tal vez me propusiese; escribiendo precisamente cada semana o cada quince días, escribiendo de un estilo ligero y breve, bagatelas tal vez y tal vez cosas

serias y dejándole a vuestra señoría toda la libertad que debe tener sin ligarle a respuesta ninguna. Estas cartas pudieran llamarse cartas de un bachiller, pero acaso con el tiempo hubiera entre ellas algunas bachillerías no despreciables. Y aunque todas lo fueran, ¿qué perdíamos? Mi modelo sería Montesquieu. La imaginación y los libros me darían unos asuntos al acaso, y las circunstancias otros, y vuestra señoría tal vez algunos; los mal tratados se abandonarían, los medianos se retocarían, y si alguno saliese mejor, haríamos de él aquello que dispusiese vuestra señoría. Éste es el provecho de quien desea hacer su correspondencia más seguida y menos molesta; dígame vuestra señoría si es de su aceptación. He logrado el curso de estudios del abate Condillac, que son dieciséis tomos; llevo leídos los dos primeros, que son Arte de hablar y de escribir; me gustan mucho, y toda la obra, por el plan de ella, me parece excelente. Dígame vuestra señoría si gusta o (por mejor decir) si tiene las antiguas coplas del Arcipreste de Hita, para si no mandarle una copia. Tengo empezada una «Canción a la soledad» por el mismo gusto que vuestra señoría me alabó tanto de la Noche. Diríjola al gran Jovino, y en estando puesta en limpio, la remitiré por otro correo. Y entre tanto quedo rogando a Dios me guarde la vida de vuestra señoría muchísimos años y le saque al instante de alcalde de corte y de tantos grillos y cadenas, pues el ojalá no me encuentre Delio de alcalde, nos ha hecho pensar con grandes esperanzas. Besa las manos de vuestra señoría su más fino y sincero amigo. Salamanca, julio 16, 1780. Juan Meléndez Valdés Fernández se llama fray Juan Fernández de Rojas, y es lector de filosofía.

- 33 A Salvador de Mena

Salamanca, 16 de marzo de 1782 Mi querido Mena: ¿Cómo ha recibido vuestra merced la desgracia del infeliz Cadalso? Vuestra merced no le conocía; pero un hombre como él es una pérdida común para todas las almas sensibles. La mía maldice mil veces la guerra, esta guerra que me ha privado de un amigo tan bueno, y a quien seré toda mi vida obligado con el reconocimiento más íntimo. Sin él, yo no sería hoy nada. Mi gusto, mi afición a los buenos libros, mi talento poético, mi tal cual literatura, todo es suyo. Él me cogió en el segundo año de mis estudios, me abrió los ojos, me enseñó, me inspiró este noble entusiasmo de la amistad y de lo bueno, me formó el juicio; hizo conmigo todos los oficios que un buen padre con su hijo más querido. Yo me proponía, acabado este maldito campo, convidarle a esta ciudad, a que viera su obra y la acabara; instarle, importunarle y tener el gusto de

verme otra vez a su lado. ¡Cuántos motivos para llorar su desdichada falta! Tengo empezada una canción fúnebre, que si puede salir según mis ideas, lo será con toda propiedad. Vea vuestra merced las dos primeras estancias: «Silencio augusto, bosques pavorosos, etc.». Yo quisiera imprimirla después, y consagrar a la santa amistad esta memoria. Tengo también algunos versos suyos inéditos, mejores, sin comparación, que los publicados por él, como cosa de setecientos. Quisiera también darlos a luz. Salamanca, 16 de marzo de 1782. Juan Meléndez Valdés

- 34 A Ramón Cáseda

Salamanca, marzo de 1782 Batilo y Arcadio, zagales del Tormes, a su amado Hormesindo: Después de un silencio de tantos años, el dolor nos hace igualmente tomar la pluma y llorar con usted la desgracia del infeliz Dalmiro. No, no han sido menos copiosas las lágrimas que han llorado los zagales del Tormes que las que usted derrama. La amistad más pura, el reconocimiento más tierno, la memoria de tantos dulces días, de aquellos días dichosos que vivíamos en estas orillas, todo lo exige de nosotros. ¡Cuántas veces han sonado los valles del Otea con su infelice nombre! ¡Dalmiro, Dalmiro, repetían los contrapuestos cerros, y el río, con ronco y arrebatado curso, acompañaba al eco! ¡Cuántas veces nos viene a la memoria su alegre risa, sus festivas sales, sus sabrosas y entretenidas conversaciones! ¡Cuántas sus conceptos saludables, aquellos divinos consejos que nos formaron el corazón y nos introdujeron al templo de la virtud y la filosofía! ¡Oh, querido Hormesindo! A él solo deben Arcadio y Batilo que las musas les den sus blandas inspiraciones, y Apolo su lira celestial; a él deben que, libres de las nieblas de la ignorancia, busquen la sabiduría en su santuario augusto, y no se contenten con su mentida sombra; a él deben el ver con los ojos de la filosofía y la contemplación las maravillas de la naturaleza; él fue el primero que sublimó nuestros tiernos ojos hasta los cielos y nos hizo ver en ellos las inmensas grandezas de la creación; él nos enseñó a buscar en el hombre al hombre mismo, y no dejarnos seducir de la grandeza y el poder; la blanda persuasión corría de su boca, como la miel que liban las abejas en los días del floreciente abril; su pecho era el tesoro de las virtudes; su cabeza, el erario de la filosofía. Pero,¡ay!, todo esto acabó ya, y su memoria nos atormenta más que un tiempo nos complacía su goce pacífico. Ésta es la suerte de las cosas humanas, los males y los bienes caen sobre los hombres, pero la medida del mal es sin comparación a la del bien; la vida huye, la amistad se separa, los días felices desaparecen como sombra; un viento lo trastorna todo, y

no queda de los bienes pasados sino una memoria cruel, que los hace más dolorosos. ¡Hormesindo, Hormesindo!, ¡quién pudiera decirnos que nuestro buen amigo acabaría así!, ¡quién pudiera entonces pensar en un momento tan terrible! Las circunstancias mismas de su muerte nos la deben hacer más dolorosa. En el momento mismo que la fortuna empezaba a sonreírle; cuando sus esperanzas todas pudieran haber hallado un término dichoso; cuando sus amigos le suspiraban más; entonces, repentinamente, es arrebatado; entonces, la Providencia le lleva los ojos vendados al suplicio, y parece que toma gusto en burlarnos. ¡Oh, querido Hormesindo, qué falaces que son los bienes todos! Sola la virtud sale triunfante del sepulcro y muestra al hombre de bien resplandeciente en medio de sus horrores; y ella sola hará sobrevivir a nuestro amigo. Si los versos de Batilo pueden algo, así empieza una elegía que este sentido zagal consagra a la tierna memoria de Dalmiro: «Silencio augusto, bosques pavorosos», [...]. Esta elegía, sus poesías inéditas y algunas de sus mejores cartas pensamos imprimir luego que esté acabada y dispuesta la colección, así que suplicamos a usted y le por la santa amistad, nos remita sin perder tiempo todas las que tenga, ya originales a usted, ya a Arcadio, que si mal no recuerdo se llevó usted por estar él entonces de vendimias; yo las quisiera originales, por si es preciso presentarlas jurídicamente, bien entendido que prometo solemnemente devolverlas con un ejemplar o más impresos, según y como usted me ordene. Me tiene usted de catedrático de propiedad de Letras Humanas con mil ducados anuales, y a Arcadio con esperanzas de un buen beneficio. Ambos hemos trabajado mucho e iremos remitiendo al fiel Hormesindo copias de ello para entretenerle, con tal empeño que nos ame tiernamente cual le aman sus finísimos Batilo y Arcadio Supongo que usted habrá visto mi Égloga en alabanza de la vida del campo. Así sólo le incluyo esa oda que recité el verano pasado en la distribución de los premios de la de San Fernando, en un concurso que hacía temblar al pobre Batilillo. Su Arcadio no escribió a usted el mismo correo por estar enfermo; yo estoy restablecido, y para servirle en cuanto mande. A Gaspar Melchor de Jovellanos

Salamanca, 6 de abril de 1782 Mi dulcísimo Jovino: ¡Cuán agradable me hubiera sido ver al lado de vuestra merced la deliciosa vega de León, observar sus bellezas, sus árboles, su río, sus ganados, y después llamar a las Musas y cantarla de consuno! Yo estoy condenado a una tierra árida y miserable, donde no se ven sino campos, llanadas y lugares casi destruidos, y paisanos abatidos y necesitados. La Castilla, la fértil Castilla, está abrumada de contribuciones, sin industria, sin artes, y poco más o menos cual la tomarían nuestros abuelos de los Alíes y Almanzores. Casi todas nuestras provincias han adelantado; ésta sola yace en un letargo profundo, sin dar

un paso hacia su felicidad. Su fertilidad misma aumenta la desidia de sus naturales, y parece que, contento con lo que casi espontáneamente les ofrece la naturaleza, nada más apetecen, nada más piensan que se puede adelantar. La miseria es la más peligrosa de las enfermedades; ella abate el ánimo, debilita el ingenio, resfría el talento de las invenciones y degrada al hombre en todos sentidos. Estas y otras reflexiones venía yo haciendo en mi camino, viendo aquellas villas, tan célebres en otro tiempo y en nuestra historia, perdidas hoy o medio destruidas. Simancas, donde están depositadas todas las reliquias de nuestra venerable Antigüedad y las glorias de nuestros mayores, es hoy un lugar infeliz, de poco más de cien vecinos, con una hermosa posición sobre el Duero, y una vega y términos tan fértiles, que nada más pudiera desearse. Tordesillas, morada en otro tiempo de reyes y prisión de la infeliz doña Blanca, no tiene la cuarta parte de su antigua población y su grandeza. Vería vuestra merced las casas de nuestros nobles, o cerradas, o mal conservadas; algunas de sus calles, todas por tierra, y todas llenas de miseria y desidia. Otro tanto es Alaejos y lo demás hasta esta ciudad, excepto un poco Peñaranda, que hoy hace tal cual comercio, pero que con más de cuatrocientos mil reales de impuestos no podrá sostenerse. Dichoso vuestra merced, amigo mío, que logra ver en la dichosa Asturias población, tráfico, agricultura, industria y gentes pobres, pero que no gimen bajo el intolerable yugo de unas tasas tan insoportables. Pero mil veces más dichoso porque ha abrazado a su anciana madre, a sus dulces hermanos, a sus parientes, a sus antiguos amigos, entre las risas y las lágrimas del gozo y la alegría. ¡Cuáles habrán sido los sentimientos y las reflexiones de vuestra merced al lado de su querida madre, de una madre que no había visto tantos años ha! ¡Qué mirarla!, ¡qué contemplarla!, ¡qué repetir mil veces una misma cosa!, ¡qué estar en un embeleso sin hablar tal vez nada! Las tertulias, las diversiones tumultuosas de la corte, sus placeres todos, ¿son comparables a un solo instante al lado de los autores de nuestros días? Yo no puedo ya disfrutar este instante; los míos están en mejor destino, y mi corazón con un vacío que nada puede llenar. ¡Mil veces feliz vuestra merced, que sobre todas sus buenas fortunas tiene también ésta, la mejor de ellas! Supongo que vuestra merced diría a su señora madre y a sus hermanos que tiene en Salamanca un amigo, que es de la familia de los Jovellanos, que dará su vida por vuestra merced; que le tiene en lugar de un padre y un hermano que perdió, y otras cosas como éstas. Yo quiero que nuestra amistad quede en proverbio y que supla por el amor mismo... Acaba de llegarme una visita que me sacará de casa. Dejo la pluma. Encargo a vuestra merced dé mil finísimos abrazos por Batilo al señor don Francisco, y diga cuanto guste al Señorito gótico, encargándole que me escriba, y vuestra merced igualmente, mi querido amigo, con todos los versos que haga. Sea enhorabuena por el bello niño de Almena la Bella. Finísimo siempre. Salamanca, 6 de abril. Batilo

- 36 Al Conde del Pinar (?)

24 de abril de 1782 Mi amable y caro amigo: El año de 81, si no me engaño, salió una copla que decía: «Por perder siete navíos a uno le hicieron general; al que pierda veinte y cinco, pregunto: ¿qué se le hará?».

Es decir, que si un retrato es acreedor a gracias y cariño, ¿a qué deberán ser cuatro? Llegaron éstos bien y sin avería alguna, no pequeño milagro entre las ásperas e ilotas manos de Agustín. Cuando el cielo traiga días más serenos, se pondrán, se colocarán, se consagrarán con la dignidad que merecen sino por ellos, pues ya toda esta gente debe no valer nada para la honrada, por la mano a lo menos de donde vienen. Si vuestra merced anda tras Mme. Staël, yo he empezado la Historia de las prisiones de París para despedazarme el corazón. ¡Qué de atrocidades!, ¡qué de horrores! ¡Parecen imposibles! ¡Este ser incomprensible que llamamos hombre y que es el más feroz de todos los vivientes! ¡Y por gentes así nos interesábamos alguna vez! Avergoncémonos de nuestro involuntario engaño y escarmentemos para en adelante. El señor Ríos será venerado como cosa de vuestra merced, es decir, que será mi amigo. A nuestro canónigo, mil cosas, y mil a la amable condesita, muchos besos a los nenes y mandar al invariable y tierno Batilo. María Andrea se ofrece a vuestras mercedes todos. Juan Meléndez Valdés

- 37 A Ramón Cáseda

Salamanca, 30 de abril de 1782 Mi querido Cáseda: Estoy con sumo cuidado porque no me has respondido a

una en que, después de darte parte de mis cosas e incluirte un ejemplar de mi oda a la Academia de San Fernando, te suplicaba me remitieses las cartas que tuvieses del desgraciado Cadalso, ya las escritas a ti, ya a Iglesias, para darlas a continuación de sus poesías, y las que yo tengo, con un elogio fúnebre, cuyo principio te incluyo también. Yo te suplico de nuevo lo hagas inmediatamente, porque la publicación de todo está parada por esto sólo, bien entendido que tendrás luego tus borradores del mismo modo y forma que me los remitas. Por Dios, mi querido Cáseda, que no te descuides en este punto importante ciertamente. Y adiós, que hoy no puedo ser más largo. Tuyo siempre. Salamanca, 30 abril. Juan Meléndez Valdés

- 38 A Eugenio Llaguno y Amírola

Salamanca, 13 de agosto de 1782 Muy señor mío de mi mayor veneración: Cuando vuestra merced y mi amigo Jovellanos pensaron en que yo trabajase alguna cosa a la conquista de Menorca, dejó de hacerse por ser ya tarde; yo quedé ofrecido para la expedición de Gibraltar, y vuestra merced convino gustoso en favorecerme con las noticias necesarias. Quiero, pues, en cuanto es de mi parte, cumplir hoy mi promesa, y me tomo la licencia de reconvenir a vuestra merced con la suya suplicándole rendidamente me ayude con cuanto sea oportuno para una oda o canto épico que saldrá sin dilación a la empresa, pues aun para más abreviar quisiera yo, si vuestra merced lo juzga así, empezar algo con anticipación. Ésta, si salimos bien, será la acción más memorable y gloriosa de nuestras armas. La Europa toda está conmovida y en expectación, los ojos fijos sobre aquella roca inaccesible; pero yo carezco hasta de las noticias más esenciales, porque aquí es contrabando una papeleta, y en nada más se entiende que en conciliar cuestiones escolásticas y leyes peregrinas, que importara poquísimo no hubiesen llegado hasta nosotros. Los buenos estudios están en un abandono horrible, y el mal gusto germina y se reproduce por todas partes. Vergonzosa situación de este que debiera ser el seminario de las buenas letras y conocimientos fructuosos. Este cuaderno de bagatelas acompaña mi súplica para hacerla a los ojos de vuestra merced menos molesta, y quisiera que, al mismo tiempo de leerle, anotase vuestra merced sus defectos para yo corregirme, pues nada deseo tan ardientemente. Yo conozco sus gravísimas ocupaciones de vuestra merced y el ningún lugar que debe hallar una carta mía, esto es, de un joven sin instrucción, en la mesa del señor Llaguno. Pero también conozco su inclinación decidida de vuestra merced hacia las personas aplicadas, y como yo me cuento entre los que más lo son y veneran la dirección y los

consejos de los verdaderos sabios, aún tengo confianza en que vuestra merced me disimulará una libertad, hija a un mismo tiempo del respeto que le profeso, del deseo de aprovechar más y más con la ayuda de sus luces, teniendo la gloria de contarme por su discípulo, y, sobre todo, de mi afición y reconocimiento a los muchos agasajos que debí a vuestra merced el verano pasado en ese sitio. Sírvase vuestra merced avisarme con dos letras el recibo de ésta para yo salir de cuidado, y ofrecerme a la disposición del señor hermano, mientras yo ruego a Dios guarde su vida de vuestra merced felicísimos años. De vuestra merced su más obligado y afectísimo servidor. Salamanca, 13 de agosto de 1782. Juan Meléndez Valdés

- 39 A Vicente Francisco Verdugo

Salamanca, 1 de junio de 1784 Vicente Francisco Verdugo, secretario del Ayuntamiento de Madrid. Muy señor mío: La noticia que vuestra merced se ha servido comunicarme es tanto más lisonjera cuanto menos esperada de mí, que nunca creía a Las bodas de Camacho el rico ni aun con el mérito de poder parecer entre las obras de los ilustres ingenios de mi patria, cuanto más de verse coronada. Madrid ha querido honrarme para despertar mi aplicación, mirando antes a mis vivos deseos de complacerla, y contribuir a la universal alegría de los felices españoles, que al mérito y valor de mi trabajo. Sírvase vuestra merced ofrecerle por mí mi profundo respeto y fina gratitud, y sea esta vez el órgano de mi voluntad y sentimientos, como lo ha sido de su dictamen, suplicándole perdone lo imperfecto de la obra, recibiendo como parte de ella mi reconocimiento y mi deseo. En este corto tiempo que me queda no perdonaré a trabajo para limarla más y más. Añadiré las enmiendas que la Junta de señores Censores ha notado, las que yo tengo hechas, y cuanto pareciese hasta perfeccionarla, remitiendo los versos que deben cantarse en los intermedios con la posible brevedad, conforme en todo con el ilustre dictamen de Madrid. Con este motivo me ofrezco a vuestra merced con verdaderos deseos de complacerle, y ruego a Dios le guarde su vida muchos años. Besa las manos de vuestra merced su mayor servidor. Salamanca, 1 de junio de 1784. Juan Meléndez Valdés

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A Eugenio Llaguno y Amírola

Salamanca, 7 de octubre de 1786 Mi más apreciable y venerado amigo: El Doctor don Gaspar de Candamo, que lo es mío con toda la extensión de la voz, se halla en ese sitio en solicitud de la cátedra de Vísperas de Teología. Yo le he encargado visite a vuestra merced y se valga de todo su favor, fiado no en la pequeñez de mi pobre recomendación sino en su ardiente amor de vuestra merced a las letras y el mérito. El de mi amigo es el más distinguido entre todos los teólogos de esta universidad, bien a pesar de la envidia, que no perdona medio de denigrarle. Su talento, su gusto, su aversión a los malos estudios y sus declamaciones contra ellos le han adquirido aquí mil enemigos, y hacen que vaya en las censuras y consulta pospuesto a malos teologones, que se hace indispensable extirpar, y no promover y adelantar si se quieren de veras restablecer las letras como tanto se pregona. Ésta, pues, es la ocasión mejor de que vuestra merced haga a la universidad el servicio de darle un buen catedrático, a las letras el de sostenerlas contra la preocupación y la ignorancia, y a Batilo el indecible placer de mirar como cosa suya un amigo a quien ama sobre todo encarecimiento. Una sola palabra de vuestra merced a su excelencia enterándole de la verdad le hará que se atenga a ella sola y no a las censuras y consulta en esta promoción, y Candamo por sola esta palabra se verá catedrático. Si mis ardientes súplicas, si los intereses de este estudio, si las buenas letras, si el mérito denigrado pueden con vuestra merced alguna cosa, diga esta palabra, informe a su excelencia, abogue por la justicia y yo le seré eternamente agradecido a ello. Debo a vuestra merced dos poemitas que le tengo mucho ha prometido y aún no he copiado; entre tanto incluyo esa oda del tiempo, y para que vuestra merced en un paseo de tarde se tome la molestia de verla y de juzgarla. Quisiera que por Candamo me remitiese vuestra merced la obrita del abate Arteaga sobre el drama músico que se ha servido ofrecerme, que me perdonase estas impertinencias, y que me ocupase en cosas que demostrasen cuán de veras amo a vuestra merced, cuán fino, cuán sencillo, mientras yo ruego a Dios me guarde su vida felicísimos años. Al señor don Andrés, mis rendidas expresiones. Besa las manos de vuestra merced su fino y reconocido amigo. Salamanca, 7 de octubre de 86. Juan Meléndez Valdés

- 41 A Ramón Cáseda

Salamanca, octubre de 1786 Mi querido Ramón: ¡Carta de Meléndez!, ¡letra suya!, ¡Jesús, y qué milagro, después de tres años de silencio! Pero tú no sabes mi pereza en escribir, mis propósitos continuos y mi ninguna enmienda, mis ocupaciones, mis..., no acabaría; y, sin embargo, en medio de mi silencio y mis perezas, mi corazón es siempre el mismo. Mi querido Cáseda, siempre Meléndez es tu fino amigo; siempre está pronto a cuanto le mandes y dispongas de él; siempre preguntando por tu salud. El señor Pizarro, dador de ésta, te entregará un ejemplar de mis Poesías. Va a esa ciudad a prueba, y es mi amigo. Tú sabes que un forastero necesita una guía; ese forastero es hoy mi amigo, y yo te lo recomiendo muy particularmente. Esto basta para que tú lo acompañes y trates como merece y deseo. Escríbeme de tus fortunas y estado, que yo en retorno te prometo una razón exacta de todas las mías. Entre tanto, vive feliz y manda a tu fino amigo. Salamanca, octubre 1786. Batilo

- 42 A Eugenio Llaguno y Amírola

Valladolid, 10 de diciembre de 1794 Excelentísimo señor: Mi más fino y venerado amigo, gracias, rendidísimas gracias por los honores del amigo asturiano, que oprimido cinco años ha por la calumnia y por la envidia merecía ya respirar. Él me escribe tan lleno de entusiasmo como de tierna gratitud hacia el incomparable Elpino, a quien mi musa ofrece también la oda adjunta. ¡Ojalá pudiera yo hacerlo personalmente, y estrecharlo en mis brazos en nombre de los dos amigos! Esa otra oda describe una tempestad en mi entender de un modo nuevo en nuestra poesía, y celebraré que pueda distraer a vuestra merced algún momento de sus gravísimos cuidados. Mi amigo Mariano, por quien remito ésta, me dijo en nombre de vuestra merced cómo llegamos tarde para el beneficio de Salamanca, pero que en otra ocasión pidiese con más tiempo para el mismo obispado. Esta ocasión la tenemos hoy felizmente en las dos piececitas del Memorial adjunto; las he unido porque las llevaba así el último poseedor, y ellas son tan cortas que no merecen separarse. El pobre capellán es acreedor a la compasión de vuestra merced y sirve al rey nada menos que con cuatro plazas en la presente guerra: su presencia es utilísima en Salamanca, pues cuida también de otros sobrinos y aun del patrimonio de su hermano y mi mujer. Vuestra merced, pues, mi venerado amigo, haga y disponga como guste. A Mariano incluyo las capillas de mi primer tomo, que desearía viere vuestra merced y por su medio me dijese qué le parecen. Vuestra merced perdone, mi venerado amigo, este lenguaje franco y sencillo

de la amistad, que la mía por más que venera a vuestra merced profundamente jamás sabe hablar con el Ministro Supremo de Gracia y Justicia, sino siempre con el amigo, el padre, el incomparable Elpino. Cuídese vuestra merced mucho y viva feliz los años de mi deseo. Valladolid, a 10 de diciembre de 1794. Juan Meléndez Valdés

- 43 Al padre Juan Andrés

Valladolid, 10 de enero de 1798 Mi apreciado amigo y señor: Su carta de vuestra merced, que deseaba con ansia porque ya recelaba perdido el ejemplar de mis Poesías que le había remitido, me halló disponiendo mi viaje para Madrid, donde toda mi sensibilidad y mi amor a la filosofía y a las Musas va a abismarse entre cadenas y grillos y presidios y horcas. Soy fiscal de las Salas de Alcaldes de Corte, y en todo el mes me tendrá vuestra merced ejerciendo ya mis terribles cuanto delicadas funciones. Allí, pues, y en todas partes soy su ardiente apasionado para que me ocupe y mande con la franca sencillez de la amistad. Entretanto, la feliz elevación de mi antiguo y primer amigo el señor Jovellanos ha hecho nacer la adjunta epístola: más de veinte años de una amistad fraternal, toda la ternura y oficios de este dulce nombre por su parte, y toda la adhesión y cariño y gratitud imaginables por la mía, sus virtudes, su probidad, su altísima fineza en la amistad, su profundo saber, su celo infatigable en exhortar, en promover y obrar, su amor al retiro y a las letras en una provincia que le vio nacer y a quien hacía feliz con sus comisiones y vigilias. ¡Qué de títulos y argumentos para otro más digno plectro! El mío y mi lengua han sido débiles e insuficientes, y mi corazón siente mucho más que ha sabido expresar. Quisiera pues que vuestra merced hiciese conocer al delicado compositor del Delincuente honrado, al panegirista de la pintura y las bellas artes españolas, al autor patriota del Informe sobre una Ley Agraria, al sabio fundador del Instituto Asturiano, al inmortal Jovino, a mi amigo, anunciando su elogio y mi epístola en algún papel público. Es el primer hombre de la nación, y es acreedor a los elogios de todos los buenos. Los que vuestra merced da a la nueva edición de mis Poesías me confunden y envanecen a un mismo tiempo. Ahora que vuestra merced las habrá leído y dádolas a ver más reposadamente, quisiera que me hablase de ellas, mientras yo, olvidando las Musas, voy a consagrarme a la elocuencia del foro y a trabajar en este género nuevo y desconocido entre nosotros. Respóndame vuestra merced a Madrid, y viva feliz los años que necesita la literatura y desea su apasionado servidor, que sus manos besa. Valladolid, 10 de enero de 1798.

Juan Meléndez Valdés

- 44 A Gaspar Melchor de Jovellanos

Madrid, 22 de mayo de 1798 Mi dulcísimo Jovino: Déjeme vuestra merced que tenga frecuentemente el gusto de recordarle el mérito y la probidad, para que tenga vuestra merced el de premiarlos. Muchas veces he hablado a vuestra merced de Cienfuegos y aún tiene allá una tragedia suya; ésta y otras dos, y varias poesías que vuestra merced y yo quisiéramos por nuestras están bajo la prensa y se publicarán en todo el mes próximo. Vuestra merced las verá y verá que nada le exagero. Entre tanto su situación es estrechísima: abrumado con una madre anciana y un tío ciego, carece muchas veces hasta de lo necesario. Pero su encogimiento excede a su necesidad; y yo mismo tuve que violentarlo para el memorial que vuestra merced tiene allá, y los dos adjuntos para las Bibliotecas Real y de San Isidro: una y otra plaza son cortísimas, y no me contento con ellas, pero venga por ahora la de San Isidro, si es posible, que le deja más tiempo para sus estudios. ¡Si viera vuestra merced el ardor con que se abandona a éstos!, ¡lo que es!, ¡lo que se puede y debe esperar de él! ¡Si viese vuestra merced su corazón cuán bueno es!, ¡cuán digno del nuestro! Yo me avergüenzo al verlo y al ver tantos otros nadando en la abundancia por intrigas y picardías. Vuestra merced le conocerá y se honrará con su amistad y verá que nada le pondero. Para la otra plaza ha venido a verme el hijo de Pellicer, traductor de la Galatea, autor de un idilio en loor de Jovino que desea imprimir, y con los méritos de su laborioso padre. Pero de éste no sé más que sus disposiciones, y mi amado apreciabilísimo Nicasio me lleva y llevará toda la atención hasta verlo bien sobrado. Hágalo vuestra merced así como yo lo espero y hará feliz a un hombre de bien verdaderamente benemérito. Esperaba hoy carta de vuestra merced. El señor don Francisco de Paula me ha escrito hoy. Saludos a todos, y vuestra merced cuídese y viva como lo desea su Juan Meléndez Valdés

- 45 A Manuel Godoy

Anterior a 1800 Señor don Manuel Godoy. Mi más venerado paisano: Si en otras ocasiones he molestado a vuestra señoría con mis impertinencias y cartas, hoy tengo el gusto de testificarle mi contento por las nuevas distinciones con que su majestad acaba de honrarle; distinciones que deben envanecer a todo buen extremeño, y que a mi me han inspirado los adjuntos versos, los únicos ciertamente que he escrito en este desagradable país. Si ellos logran celebrar dignamente su objeto, no desagradan a vuestra señoría y pueden entretenerle un solo momento, serán cumplidamente de mi gusto y habrán satisfecho mi deseo, quedando yo pidiendo a Dios, etc. Juan Meléndez Valdés

- 46 A don Cesáreo de Gardoqui

Zamora, 29 de diciembre de 1803 Señor don Cesáreo de Gardoqui: He recibido el atento oficio de vuestra señoría de 28 del presente, y reconocido a la honrosa memoria que de mí ha hecho la Real Junta de Caridad para contarme como uno de sus vocales, aprecio cual debo este nombramiento, y si el buen celo y los deseos caritativos son de algún valor, estos solos podrán llenar por mi parte las intenciones de la junta, no mi instrucción ni luces, que son viento de cortísimo precio. Hágame vuestra señoría el gusto de manifestárselo así en mi nombre a la Real Junta, mientras yo tengo la satisfacción de hacerlo personalmente el martes próximo. Dios guarde a vuestra señoría. Zamora, 29 de diciembre de 1803. Juan Meléndez Valdés

- 47 A Manuel Godoy

Salamanca, 2 de abril de 1808 Excelentísimo señor: Agradeciendo con la más reverente gratitud la Real Orden de Su Majestad, Dios la guarde, para que pueda ir a la corte, que vuestra excelencia se sirve comunicarme con fecha de 29 de marzo, pasaré a ella con la posible brevedad a tener el honor de besar su real mano y

ofrecer a sus pies el tributo de mi fidelidad y ardiente amor, no cesando en tanto de pedir a Dios que prospere su augusta persona y guarde la vida de vuestra excelencia muchos años. Salamanca, a 2 de abril de 1808. Juan Meléndez Valdés

- 48 Al señor Conde de Montijo

Madrid, 23 de septiembre de 1808 Mi querido amigo: Puesto que desea vuestra merced algunas copias de mi Alarma española para repartirlas entre sus valientes soldados y hacérselas cantar, ahí la tiene ya impresa y tal cual me la oyó y oyeron otros en los últimos días del mes de abril. Mi ausencia y las tristes circunstancias en que me he visto me han impedido publicarla; pero ni la sustancia de las cosas ha variado, y el interés de clamar y obrar contra el enemigo más pérfido y cruel, los mismos son. Así pues, repitamos los dos y repitan triunfantes sus soldados llenos de entusiasmo y amor patrio: «Al arma, al arma, españoles, que nuestro buen rey Fernando, víctima de una perfidia, en Francia suspira, esclavo [...]».

Juan Meléndez Valdés

- 49 Al Excelentísimo Señor don Mariano Luis de Urquijo

Madrid, 2 de mayo de 1811 Mi querido Mariano: Aunque no tuve el gusto de darte un abrazo antes de partir, mi fino cariño te acompaña en todo el viaje, deseándote cual siempre salud y felicidad. Supe tu avería en la primera jornada, y tu caída antes de llegar a La Granja, celebrando mucho no fuese nada;

cuídate, sin embargo, mucho y procura volver presto y tan bueno como yo te deseo. Por la carta que te escribe la Pereyra verás la muerte de nuestro común amigo, que me tiene consternado y lleno de dolor; él te amaba mucho y pronunciaba tu nombre con respeto y cariño. Otro tanto le sucede a la pobre viuda, a quien he oído, con mucho gusto mío, que todo lo esperaba de ti, así para sí misma como para su hijo Luis, de quien habla en su representación a su majestad. ¿Necesitaré yo, mi amado Mariano, rogarte ni decirte nada en su favor? Tu corazón y tu bondad, y la amistad que tuviste al difunto, y los ruegos de la viuda, ¿no te hablan en favor de los dos con más energía que mi pobre y desaliñada pluma? Una palabra tuya a su majestad al darle cuenta de la muerte puede hacer la felicidad de madre y hijo, y enjugar las lágrimas de los desconsolados. Hazlo así, mi amado Mariano, y añadiré yo y todos añadirán esta nueva prueba de tu bondad y tu fineza a tantas como nos tienes dadas y todos conocemos. Así te lo ruega encarecidamente mi cariño, y así lo espera confiada mi tierna amistad. Otra y otra vez, mi amado Mariano, cuídate mucho y vuelve tan feliz como desea tu invariable. Madrid, a 2 de mayo de 1811. Juan Meléndez Valdés [Al margen] El hijo de nuestro difunto amigo se llama Luis, y tiene toda la instrucción y disposiciones para oficial de una secretaría. ¡Ojalá que tuviese esto mi amado Mariano!

- 50 A don José Miguel de Azanza, Duque de Santa Fe

Montpellier, 24 de septiembre de 1814 Mi más fino y antiguo amigo: Si en nuestra común desgracia puede hallar cabida alguna felicitación, yo se la envío a vuestra merced la más tierna y afectuosa en los próximos días de su santo arcángel. Quisiera poder acompañarla con mil gratos consuelos y esperanzas, pero parece que el destino nos cierra las puertas de unas y otros. Y así no hay otro remedio que resignarse y dejarse arrastrar de esta ciega deidad; pero sin caer de ánimo, ni amilanarse en la desgracia. Así lo hacemos María Andrea, que saluda a vuestra merced cordialísima, y yo, el más sincero y fiel de todos sus amigos. Esperemos, esperemos, y volvamos a esperar, que las tempestades pasan al cabo, por recias y violentas que sean, y la serenidad y el claro sol vuelven a tomar su debido lugar. Aquí lo pasamos muy bien, cuanto esto puede decirse, todos los amigos; nos reunimos continuamente; hablamos sin cesar de una misma cosa, sin jamás cansarnos, y sacamos siempre la misma consecuencia: que nuestra pobre patria camina rapidísimamente a su inevitable ruina; y que nosotros, que quisimos preservarla de ella, somos sus beneméritos y no sus asesinos. Ya habrá vuestra merced visto el segundo papel del padre Martínez. ¡Es

posible que se impriman tales vaciedades!, ¡y que un gobierno y una nación culta las toleren! Lo gracioso es que el tal padre fue el amigo íntimo del general Kellerman, y recibió de éste el curato de San Esteban de Valladolid, que sirvió mucho tiempo; que allí trató con la misma intimidad al comisario general de policía Nogués, que está aquí y lo dice a todos: que era su visita diaria, leía y le arreglaba los partes que él daba, sirvió el honrosísimo empleo de delator, perdiendo entre otros varios a un labrador muy rico, de aquellas inmediaciones, que después se hizo liberal, predicó el sermón de la jura de la Constitución que corre impreso. Ahora se ha desbocado contra nosotros, mañana será obispo, y entretanto dirá con la mayor devoción y recogimiento sus misas diarias y... Perdonémosle y compadezcámosle, mi caro y dulce amigo. Quisiera que vuestra merced se tomase el trabajo de decirme cuanto sepa sobre socorros, porque todos y sin excepción perecemos sin ellos; sobre futuras esperanzas y sobre todo lo demás que guste y le plazca decirme, que todo me será grato. Pero, sobre todo, que así vuestra merced como nuestra amable amiga a cuyos pies me ofrezco, me quieran mucho y mucho; que los dos procuren alentar y vivir y nos guardemos para tiempos menos desastrosos; que reciban mil saludos de María Andrea, los den de mi parte a todos los amigos y mande a este su invariable. Montpellier, a 24 de septiembre de 1814. Juan Meléndez Valdés

Expediente relativo a la reunión de los Hospitales de Ávila

Nota del editor Conocíamos este texto gracias a la edición, incompleta, de Georges Demerson, Correspondance relative a la réunion des Hôpitaux d'Avila (Bordeaux, Feret-Casa de Velázquez, 1964). Yo completé la documentación a partir de la fuente manuscrita Expediente relativo a la Reunión de los Hospitales de Ávila (Archivo Histórico Provincial de Ávila, Beneficencia, caja 216/1-4), según recogía en mi edición de las Obras completas (ed. de E. Palacios Fernández, Madrid, Biblioteca Castro, 1997, III, pp. 421-534). Como allí, modernizo el texto y desarrollo los abundantes tecnicismos, para hacerlo más comprensible al lector actual. Emilio Palacios Fernández.

-1Razonamiento a la Junta General de Hospitales al notificarles la Real Provisión de Comisión

21 de marzo de 1792 Señores: Encargado por el Supremo Consejo de Castilla de ejecutar la unión de los cinco hospitales de esta ciudad en el General de la Misericordia, que aquel sabio Tribunal tiene acordada desde el mes de febrero de 1776, y debiendo hacer saber a Vuestras Señorías la Real Provisión en que se me comete este honroso encargo, me ha parecido más decoroso, de acuerdo y consejo de este ilustrísimo Señor Obispo, celebrar esta solemne junta, para leer en ella el Real despacho y hacerlo entender a todos Vuestras Señorías, que el que mi escribano fuese de casa en casa practicando estas diligencias judiciales, indispensables para que Vuestras Señorías se reconozcan de la voluntad de Su Alteza y la cumplan y ejecuten con la puntualidad y el celo por la pública utilidad de que tienen dadas tan repetidas y señaladas pruebas. Por lo demás, llamado yo por aquel Supremo Tribunal a esta difícil empresa sin que ni aun supiese si en Ávila había hospitales ni si se trataba de reunirlos, y distraído para su ejecución de los negocios judiciales, sin la experiencia provechosa que consigo traen los años, sin las luces y conocimientos que algunas veces suelen suplirlas, y sin ninguna, en fin, de aquellas calidades indispensables para el feliz desempeño de tanta obra, si mi celo y amor a la humanidad no suple algunas, me he visto, lo confieso, rodeado de dudas y temores, y, tal vez, en el punto de representar la debilidad de mis luces y lo equivocado de su elección al senado de la nación para que librase en otras manos más hábiles y experimentadas el feliz desempeño de este negocio. Vuestras Señorías sólo pueden darme alguna esperanza del acierto. Vuestras Señorías, que, reuniendo los conocimientos prácticos a la más completa instrucción, y el celo más ardiente a la experiencia de los años, penetrados todos de la necesidad de esta grande obra y, al mismo tiempo, de sus muchos estorbos y arduas dificultades, y habiendo creado este expediente desde sus principios y seguídole después en sus largas cuanto varias vicisitudes, me pueden alumbrar y dirigir y hacerme ver ahora lo mucho que habrán observado en tantos años, para que, uniendo mi ferviente celo a tantos y tan útiles auxilios, hagamos, si es posible, un establecimiento que en pequeño pueda competir con los más célebres de la nación, y servir a otros de regla y de modelo. Estamos en el caso de hacerlo así. Una creación nueva no tiene los estorbos que una reforma, y las luces del siglo nos ayudan. Este importante ramo de policía y caridad, descuidado hasta ahora y regido más bien por reglas y prácticas hijas del acaso que por sistemas ordenados, ha visto casi de repente volver a él los ojos para estudiarle a los primeros economistas de Europa y hacerle el principal objeto de sus tareas. Aprovechémonos, pues, de sus reglas y especulaciones, y convirtamos hoy a nuestro provecho cuanto ellos trabajaron. La humanidad y la religión nos interesan a hacerlo así. Y si logramos que, desde sus camas, los infelices enfermos que se acogen a estos desgraciados asilos de la caridad y de la compasión bendigan un día el celo en la asistencia, la prontitud de los auxilios, la limpieza, el esmero de los

que los rodeen y socorran en el nuevo Hospital de la Misericordia, nosotros cogeremos el producto de estas bendiciones, y será obra nuestra cuanto los demás ejecuten; nosotros los habremos aliviado en lo amargo de sus dolencias y acallado sus gemidos y amarguras, y la tierna humanidad nos aclamará en todas partes por bienhechores suyos, gozando desde ahora del sentimiento más dulce, más puro, más sublime que puede caber en el corazón, beneficio de un hombre de bien: el de haber hecho bien a sus hermanos y aliviado los infelices.

-2Primera representación que hizo el Comisionado al Consejo

11 de junio de 1792 Constituido en esta ciudad, y habiendo empezado a desempeñar la honrosa comisión que he merecido a Vuestra Alteza para reunir sus cinco hospitales en uno general, tomar cuentas a sus administradores, inventariar sus libros, escrituras y papeles, hacer un apeo judicial de sus propiedades, destinar las casas vacantes a escuelas de enseñanza de mendigos, fábricas de lana y otros objetos de utilidad común y demás que Vuestra Alteza tiene mandado desde 12 de febrero de 1776 en el auto que testimoniado acompaña a este informe con el número 1.° y repetido en sus providencias de 23 de mayo del mismo año, 22 de agosto de 1782, 18 de mayo de 1790, y 20 de enero de este año, creí que una de mis primeras obligaciones debía ser la de conocer desde luego, cuan exactamente fuese posible, el número de enfermos que podía suponerse en esta ciudad en su actual estado para poder hallar si el edificio destinado por Vuestra Alteza a tal Hospital General era en sí suficiente a contenerlos, si podría habilitarse con algunos reparos, o si era, por el contrario, tan estrecho y apocado que fuesen absolutamente indispensables las nuevas y grandes obras que se aparentaban, y el excesivo coste de 544.000 reales para llevarlas al cabo y concluirlas; porque si por desgracia fuese cierto esto último, desde luego sería preciso suspender mis operaciones y retirarme hasta edificar edificio capaz donde alojar los pobres enfermos, no siendo practicable la deseada reunión sin casa competente donde poderla hacer. Por fortuna, habiendo mandado en auto de 18 de abril y ejecutado por los libros de los hospitales un plan exactísimo de las existencias diarias de todos los enfermos que entraron y salieron en ellos en el mes de agosto de 1786, que fue según otro estado mensual, que también acordé en auto de 30 de marzo, de las entradas y salidas de todo este decenio el mes de más enfermos en esta ciudad, y, por otra parte, mes de epidemia y calamidad general en toda la nación, hallé que habiendo empezado con 48 existencias, en dos solos días habían subido éstas a 79 entre hombres y mujeres, bajando en otros al número de 52 y 54. Con este dato cierto, mandé en mis autos de 31 de marzo y 15 de abril, y reconocí el edificio destinado a

Hospital General, acompañado del arquitecto de estas reales fábricas, don José González, y de don Antonio Serna, uno de los médicos de esta ciudad, a quienes nombré para todas mis diligencias. Y, unánimes, declararon que el edificio no sólo era sano y ventilado, sino capaz de número de enfermos, componiendo dos de sus salas, habilitando otras piezas, trasladando sus cocinas a sitio menos embarazoso, abriendo algunas luces y haciendo otros reparos sin que fuese preciso ejecutar ninguna obra de nuevo y desde sus cimientos, a excepción de un camposanto, y quedando, al mismo tiempo, no sólo los enfermos entre sí con distinción de piezas para enfermedades comunes, contagiosas, cirugía y convalecencia. De manera que por sus observaciones y medidas, sin gran coste, se podrá componer un Hospital capaz de ciento y cincuenta camas, y aun de doscientas en algún caso extraordinario. Con que, teniendo yo por mis estados, en aquel mes de mayores entradas y de calamidad, el dato de solas setenta y nueve, hallé con evidencia que el edificio señalado era sobradamente apto para su destino, y que cuanto se ha representado contra él es obra del necio y temerario empeño con que las pasiones han querido eludir las sabias órdenes de Vuestra Alteza. Hice entonces tasar con la mayor exactitud por el mismo arquitecto (auto de 15 de abril) el coste de estas mejoras y reparos, y viendo que sólo ascendían a la tenue cantidad de 37.877 reales y 22 maravedises, no contando el herraje de las ventanas ni sus vidrios, y que eran absolutamente las indispensables, según declaraciones del médico y arquitecto, de 12 de mayo, mandé se ejecutasen desde luego, habiendo logrado ajustarlas alzadamente y bajo las mejores y más seguras condiciones, en 18 del mismo, en la cantidad de 31.000 reales, de que tengo otorgada con el asentista obligación formal, aprovechando para estas obras todo el tiempo que debía detenerme aquí en evacuar los demás encargos que abraza mi comisión, y porque (lo digo a Vuestra Alteza con firmeza y confianza) estoy íntimamente penetrado de que la más mínima cosa que quede por hacer, jamás se hará ni concluirá por necesaria que sea, tal el tesón y tales los artes y gritos del interés y las pasiones contra este utilísimo establecimiento. Fue una de ellas la de andar solicitando y buscando los mismos administradores enfermos para sus hospitales a fin de aparentar un número excesivo, poner dificultades a la traslación, que tal vez debí haber hecho desde el principio, y disimular a mis ojos los gritos del pueblo que siempre se ha quejado de los estorbos y trabas que han hallado los infelices para ser admitidos en estos asilos de la humanidad, cerrándoseles mil veces sus puertas con dureza, como lo tiene representado a Vuestra Alteza esta ciudad y su Procurador general. Pero bien lejos de obrar en mi mano estas máximas despreciables el efecto que ellos se prometían, me hicieron mandar en 7 de mayo, de acuerdo con el médico de mis diligencias, la traslación y reunión de los enfermos, como en efecto la ejecuté en el día 8, seguro de que el edificio sería bastante a las enfermedades ordinarias de estos meses de salud, y que, para cualquiera extraordinaria, tenía a la mano los hospitales suprimidos, ahorrando al mismo tiempo los salarios y raciones de sus empleados, que mandé suspender por el mismo auto. Trasladados los enfermos al Hospital General, debiendo destinarse los edificios según la voluntad de Vuestra Alteza a objeto de

provecho común, y habiéndoseme pedido ya tres por el subdelegado de las nuevas y florecientes fábricas de tejidos de algodón, como Vuestra Alteza verá por su oficio, sin que yo pudiese contestarle sino en términos generales y sin ligarme ni prometer nada determinadamente, como manifiesta el número 3, mandé en auto de 31 de mayo que los antiguos administradores, en el término de un mes, dejasen desocupadas las habitaciones, y al mismo tiempo, me presentasen sus títulos y nombramientos para saber por ellos las obligaciones que recíprocamente había entre ellos y los hospitales suprimidos, y una razón de capellanías, Obras Pías, cofradías, memorias o cualesquiera otras fundaciones que hubiese en sus capillas, para pensar el modo de trasladarlas, si fuera posible, de acuerdo con el Ordinario, al Hospital General, tener a la vista las dificultades que debía vencer, saber al mismo tiempo el auxilio y pasto espiritual con que debía contar según ellas para mis enfermos, y arreglar así mejor las obligaciones del capellán o capellanes que debe tener el Hospital, porque si estas fundaciones fuesen solas, cual yo me imaginaba, llenarían una buena parte de los deberes espirituales de dicho capellán, o acaso lo ahorrarían absolutamente al nuevo establecimiento, acordando por último se alzasen por mi arquitecto planos exactos y completos de todos los edificios, para con ellos informar a su tiempo a Vuestra Alteza sobre su mejor y más útil destino, remitiéndolos unidos a mi consulta. Este auto fue como una piedra de escándalo y ofensa para los presbíteros mayordomos, que, bien hallados en sus casas, contenidos por el Cabildo de quien son capellanes, puestos en sus administraciones por los canónigos Patronos, y alentados por el interés que les venía de los antiguos abusos, no es decible lo que se han quejado. Escogiose entre ellos a don Tomás Durán como más a propósito, y éste dio su respuesta n.º 9 a la notificación que se le hizo de mi auto; pero como yo veía el ningún derecho que asiste a este presbítero para mantenerse en el Hospital, le hice comparecer a mi presencia y procuré convencerle con la misma fundación de su capellanía del error en que estaba, deseoso siempre de allanar con la suavidad y persuasión cualquiera dificultad. Todo fue en vano; y así dirigí al Muy Reverendo Obispo, su Prelado, el oficio n.º 7 para que le mandase evacuar la casa y presentar el título, pues, aunque yo pude conminarle con multas y apercibimientos para que obedeciese, veía claro que nada le reduciría, y que al mismo tiempo si empezaba este camino de rigor, avivaba las puertas a las contestaciones judiciales y dilataría con ellas el curso de mis diligencias en perjuicio del establecimiento. Exhortaba al mismo tiempo al Reverendo Obispo a que le mandase cumplir las cargas de su capellanía en el nuevo Hospital en beneficio de los pobres enfermos. Y, en efecto, ¿qué puede eximir a este presbítero de esta obligación o mantenerle en la habitación que pretende? Vuestra Alteza verá por la cláusula n.º 1 que la capellanía que sirve, fundada por doña Isabel Cavero, sólo tiene por congrua 224.000 reales y 20 maravedises, situados en varios censos. Que estos solos deseó y pidió la fundadora que se espiritualizasen por el Ordinario, y que ni habló ni pudo hablar de la habitación de un Hospital que entonces no existía. Así bien, por su voluntad y disposición sólo es y puede decirse congrua de la capellanía el capital y venta de los censos en que se cita. Hizo, como suelen las fundaciones, cierta reserva en el acto de la creación de poder

alterar los llamamientos, cargas, gravámenes que pudiesen ocurrir, y en virtud de esta reserva, por una cláusula de su testamento (n.º4), dio facultad a su sobrino don Mateo Pinto de Quintana, fundador del Hospital en cuestión, para trasladarla a la capilla que había erigido en él, y alterar, según su voluntad, los llamamientos de Patronos y capellanes, y las cargas y gravámenes de estos últimos. El don Mateo, en efecto, trasladó la capellanía de la iglesia catedral, donde se había erigido, a la capilla de su Hospital, y mudó y alteró en todo la voluntad de la fundadora primera, como verá Vuestra Alteza por las cláusulas de su testamento al n.º 9. Pero ¿hallamos acaso que en ninguna de ellas, y cuando habla de propósito de la capellanía, le señale como congrua habitación de su Hospital? En ningún modo. Dice que sus Patronos sean tales y tales, que sus capellanes sean nombrados en cierta forma, que tengan estas calidades y deban a los pobres ciertas obligaciones, pero nada de vivienda, ni habitación, y, sólo para asegurarla más bien e identificarla con su establecimiento, refunde el haber de la capellanía en el haber del Hospital, y señala sus rentas sobre las rentas, aumentando cien ducados más al capellán por la administración con que le cargaba, sin que ni aun hiciese congrua de estos cien ducados, puesto que ni consta que se espiritualizasen como debían ni que el don Mateo lo pidiese. Así que, por la voluntad del dicho don Mateo, ni es ni puede en rigurosa justicia entenderse por renta de la capellanía, sino la que le dejó su fundadora de 224.000 reales y 20 maravedises; no era sobre el capital de los primeros censos sino sobre todas las rentas del Hospital. Sólo en el instrumento de la erección de éste, al principio de él y como en su preámbulo, describiéndolo el fundador aun dándole y señalándole menudamente las piezas de que se componía, se encuentra una expresión en que apoyarse el capellán don Tomás para fundar su derecho. Dice, pues, el fundador (n.º 6) que deja erigido un Hospital que linda, por una parte, con casas de la Obra Pía que fundaron don Luis y Antonio Caballero; por la otra, con casas de Juan Mier Carrabes; y por las otras dos, con casas y términos que tienen dos corredores y dos patios divididos para hombres y mujeres, losados sus suelos y con postes de piedra, y en ellos dos enfermerías, una para los hombres de 72 pies de largo y 23 de ancho, y otra para mujeres de 44 pies de largo y 32 de ancho con tribuna a la iglesia y balcón de hierro, y cada enfermería con su pieza de recibo de 44 pies de largo y 23 de ancho. Y otra pieza, en medio de las dos, para las juntas que hicieron los Patronos y administradores, con puertas y luces al corredor alto de la enfermería de los hombres y frontera de la vivienda alta y baja del capellán y administrador del dicho Hospital, al cual dejó para su vivienda cinco piezas y salas altas y dos salas y una alcoba bajas con su cocina y aposento para las criadas, y otros dos aposentos en el corredor de las mujeres para vivienda de los ministros de dicho Hospital con cocina muy capaz y pieza para tener leña, carbón y cisco, y otra para tener harina, cerner y masar, contigua a otras paneras muy capaces para los frutos de dicho Hospital y administración. Y en lo bajo del patio y corredor de la enfermería de las mujeres está la sacristía con su aposento de guarda, y en frente de ella. ¿Quién no ve que esta cláusula no es otra cosa que una descripción del edificio y de sus habitaciones, que ningún derecho da a los pobres sobre

las cuadras que les señala, ni a los sirvientes sobre las que han de vivir, ni al administrador y capellán sobre la que pretende? Porque el fundador no pide, como la doña Isabel, que se espiritualizase la vivienda, ¿su intento fue agregarla a sus capellanías? ¿Por qué no se nos produce el auto en que así se mandó? ¿No sería ridículo que los sirvientes actuales del Hospital pretendiesen un derecho a vivir en él, apoyados en esta cláusula? ¿Y sería menos ridícula, infundada y maliciosa la pretensión del capellán? ¿No ve que la habitación que le señala es y debe entenderse como a administrador del Hospital, para celar mejor sobre el establecimiento, para cuidar con más facilidad de su gobierno y economía, para estar más de cerca sobre los familiares y sirvientes? Es escandalosa, Señor, esta solicitud, y el mismo que la hace, estoy seguro de que la desprecia y se burla de ella en su corazón. No es lo mismo la obligación en que se halla de decir sus misas, no precisamente en la capilla del Hospital como lo intenta, sino donde se hallen los enfermos convalecientes, y de administrarles los sacramentos y socorrerlos en sus necesidades espirituales en cualquier parte. Es tan terminante la voluntad de la primera fundadora, según expresa su sobrino don Mateo Pinto de Quintana, de que las misas de la dicha capellanía se dijesen en la iglesia de dicho Hospital perpetuamente para siempre jamás para que los pobres de él oyesen misa, y el capellán les administrase los sacramentos, y la del mismo don Mateo de que el capellán sea un presbítero capaz y aprobado para administrar los santos Sacramentos; de que los Patronos le nombren en todas las vacantes con brevedad para que no falte quien asista al consuelo de los convalecientes, diciéndoles las misas y administrándoles los santos Sacramentos; de que esta misa sea a la hora que fuere más conveniente para que los convalecientes asistan a ella, así en invierno como en verano (cláusulas n.os 4 y 5), que no puede dudarse que, si señaló para decirla su capilla de San Joaquín, fue sólo porque ésta lo era entonces del Hospital, y porque en él moraban los enfermos que debían oírla, que es lo mismo que haber querido que el capellán, dotado y señalado para servirlos, siguiese siempre su suerte y su destino. Sería ridícula cualquiera otra interpretación, y perdería yo el tiempo y ocuparía en vano a Vuestra Alteza si me detuviese en demostrarlo, porque todos los fundadores bienhechores de la sociedad, celosos de su bien, y muy afectos en todo a las leyes que miran y se dirigen siempre al provecho común, jamás pueden apartarse ni se apartan en sus establecimientos de este provecho; y, si lo hicieran alguna vez, las leyes mismas que lo autorizan anularían como perjudicial su voluntad desvariada, protegiendo el cuerpo social contra los atentados del particular que lo dañaba en vez de beneficiarlo. Así lo ha sentido siempre Vuestra Alteza, y determinadamente en este mismo expediente, despreciando por dos veces en sus autos de 22 de agosto de 1782 y 18 de mayo de 1790 las vanas dificultades propuestas por el Reverendo Obispo y demás Patronos, diciendo el primero, y después de haberse representado por éstos en 12 de junio de 1776, que con la reunión se alteraban las voluntades de los fundadores, que sería preciso suprimir las iglesias de los antiguos hospitales y mudar las asignaciones de sus capellanías y memorias piadosas sin que hubiese causa bastante para alterar las últimas voluntades de los que fundaron unas y otras con tal independencia y suficiente dotación en cada una;

diciendo, repito, Vuestra Alteza que estos fundamentos tuvieran lugar cuando de la reunión no resultase evidente utilidad pública, y no se mejorasen estas fundaciones sin alterarlas en la sustancia que es verdaderamente de ellas y espíritu del fundador; así lo he sentido y siento yo, y, penetrado de los mismos principios, dirigí al Reverendo Obispo un oficio n.º 7 en que se los exponía, alentándole a la decisión de tan vana dificultad; pero se vio burlada mi esperanza con su respuesta, en que se niega a cuanto por mi parte le proponía, pero con tan débiles razones que manifiestan claramente la ninguna que tiene en realidad para negarlo. Vuestra Alteza lo verá todo, lo pesará en su alta comprensión y mandará, según espero, al Reverendo Obispo haga cumplir sus cargas a este capellán en el nuevo Hospital y desocupar el antiguo en el término señalado. De uno y otro resultarán al General grandes utilidades, porque, teniendo el capellán su vivienda en el centro del suprimido, no puede destinarse su edificio a ninguno de los objetos que desea Vuestra Alteza, y, por otra parte, diciendo sus misas, asistiendo y administrando los sacramentos a los enfermos convalecientes en el nuevo Hospital, llenará en gran parte las necesidades espirituales de él y le ahorrará un ministro. ¿Y qué?, ¿no pudiera mandársele que extendiese el pasto espiritual y la administración de los sacramentos a los demás enfermos, que viviese en el Hospital General, como vivía en el de convalecientes, y que fuese su verdadero y propio capellán, como lo era del de San Joaquín?, ¿no podría remunerársele por esta obligación con los cien ducados que en él gozaba? Así haríamos, Señor, una economía de 200 a lo menos para el Hospital General, y este presbítero que, gravado con la carga de una misa diaria, ha logrado reducirla a la de sólo los domingos y días festivos, a pesar de la terrible y severísima prohibición que el fundador le hizo, ¿tendría el derecho de quejarse del nuevo gravamen que Vuestra Alteza le impusiese? ¿No está por su ministerio obligado a administrar los sacramentos y asistir espiritualmente a los fieles? ¿Y no sería esta adscripción al Hospital un mero señalamiento de fieles, sin imposición de obligaciones nuevas? ¿Todo se ha de hacer por el interés, y nada, nada, por las obligaciones generales del estado y profesión? Asimismo, conviene que Vuestra Alteza acuerde sobre la profanación o conservación de las capillas de los hospitales suprimidos, o, por mejor decir, manifieste su voluntad al Reverendo Obispo clara y determinadamente, porque en mi concepto ya decidió Vuestra Alteza este punto en su auto de 22 de agosto que cité poco ha. Pero sin una orden expresa y rigurosa de Vuestra Alteza nada podré hacer, ni en nada convendrá el Reverendo Obispo. Son tan conocidas como grandes las utilidades que de ello resultarán al Hospital General, y vanas y aparentes cuantas dificultades se pueden oponer. Porque, debiendo por los cánones asistir los fieles a sus parroquias, habiendo en esta miserable y decorada ciudad diez y quince conventos, sin contar gran número de ermitas, no pudiéndose celebrar en estas capillas el augusto sacramento del altar sino con poco decoro y como a puerta cerrada, sin ninguna, o con muy poca asistencia de los fieles, pudiendo cómodamente trasladarse los mismos altares que tienen al Hospital General, aun para que se verifique así lo material de cumplirse en ellos las fundaciones, pudiendo celebrar en su iglesia y salas de juntas que he mandado construir el cabildo de San

Benito sus aniversarios y juntas, que esta gravísima y mayor dificultad que encuentra el Reverendo Obispo debiendo costar al Hospital General muy crecidas sumas mantener las capillas, alumbrar el Sacramento, dotar un sirviente que las cuide y repararlas continuamente, y no pudiendo por último destinarse los edificios a objeto alguno público sin vencer este ligero estorbo, me parece que Vuestra Alteza está en el justo caso de mandar a este Prelado, y mandarle con firmeza, que proceda desde luego a su profanación, y trasladar sus pocas y miserables fundaciones a la iglesia del Hospital General. Por esto mandé yo en mi auto de 31 de mayo se reconociesen, midiesen y alzasen planos de ellas por el arquitecto de mis diligencias, cosa que ha resistido el Reverendo Obispo, como Vuestra Alteza verá por su oficio n.º 7, estimando ya esto como una profanación de las capillas; y aunque yo pudiera, y tal vez debiera, haber entrado con este Prelado en una contestación más reñida sobre el particular, venerando sus canas y su dignidad y deseoso de la paz, he querido más bien abstenerme de hacerlo y consultarlo a Vuestra Alteza, para que se sirva demandarle que en adelante no me ponga estorbos vanos e infundados a las diligencias de mi comisión. Mandándose asimismo por Vuestra Alteza, en su auto de 12 de febrero de 76, que se tome por la Junta estrecha cuenta a los administradores, y debiendo yo ejecutar este auto que hasta ahora no se ha cumplido por la injusta oposición de este Cabildo ni se cumplirá jamás si Vuestra Alteza no hubiese acordado con su sabiduría cometérselo a su ministro, he creído que estas estrechas cuentas deben serlo generales de todo el tiempo de su administración, y así lo mandé por mi auto de 30 de marzo. Muchos fundamentos me obligaron a ello. Fue el primero las mismas expresiones de Vuestra Alteza, el ser esto propio de un establecimiento nuevo, donde no pueden saberse ni su verdadera renta ni sus obligaciones, sino por medio de una cuenta estrecha y general, no pudiendo tenerse una certeza justa de las particulares; el que habiendo reconocido los libros maestros de entradas y salidas de enfermos y los diarios de varios años, he hallado contra los hospitales crecido número de raciones, pasando muchos meses de ciento y aun de doscientas las que se cargan sin resultar por los libros maestros; el que estos diarios ni están ni han sido nunca intervenidos por los Patronos en ningún Hospital; el que las cuentas que los Patronos han tomado pueden haber tenido poca formalidad, porque yo creo que ningún hombre pueda juzgar después de once meses de los gastos de un Hospital por sólo un diario simple e informal, presentado entonces por su administrador como hasta aquí ha sucedido; el hallar en los libros maestros de entrada y salida partidas postergadas, y muchos enfermos, sin que se sepa el día de su salida del Hospital, el tiempo de su mansión en él, y de aquí las raciones que devengaron; el que estas raciones salen con escándalo en el año pasado de 91 en el Hospital de la Magdalena a 8 reales y 20 maravedises, en el de Santa Escolástica a 7 reales y 20 maravedises, en el de San Joaquín a 9 reales y 16 maravedises, en el de la Misericordia a 7 reales y 20 maravedises, y en el de Dios Padre a 14 reales y 7 maravedises; que cuatro de estos cinco administradores han entrado a servir después del auto de 12 de febrero que se manda ejecutar; y el que por todo esto, y por muchas otras particularidades y observaciones que tengo hechas sobre los libros y documentos, se convence con evidencia la

poca o ninguna formalidad que ha habido en la cuenta y razón, y de que todo ha estado hasta aquí sobre la conciencia y fe de los administradores. Vuestra Alteza juzgará sobre estos fundamentos y acordará si debo tomar cuentas generales, o si he de reducirme a la particular del último año con cada administrador. Asimismo, mandando Vuestra Alteza, en su citado auto de 12 de febrero, se destinen los edificios que quedaren vacantes para el recogimiento y enseñanza de los mendigos y para las escuelas relativas a las fábricas de lana, me parece la más feliz ocasión de erigir en esta ciudad una Casa de Caridad, donde se recojan los muchos mendigos voluntarios que se hallan a cada paso por sus calles y que hacen nacer la indiscreta caridad de su Cabildo y comunidades religiosas. Esta casa pudiera y debiera enlazarse con las fábricas de lana y algodón que hoy tiene esta ciudad, y asegurarla por este medio la ocupación de todos sus individuos, por muchos que fuesen, y la salida de su trabajo. Y, si a esto se añadiese la agregación de alguna de las muchas Obras Pías que me dicen que aquí hay, podría mantenerse y florecer sin ningún dispendio. El intendente don Blas Ramírez ya pasó a Vuestra Alteza, según hallo en el expediente, un informe acerca de estas Obras Pías. Si éste se me comunicase, si mandase Vuestra Alteza que todas las comunidades me diesen una razón puntual de dichas Obras Pías y sus destinos bajo un breve plazo como de quince o treinta días, y si ante todas cosas fuese acepto a Vuestra Alteza este mi proyecto, podría yo extenderlo y arreglarlo en el tiempo que debo detenerme aquí para ejecutar los apeos, y esta ciudad miserable y casi toda de mendigos, pero con grandes recursos y excelentes proporciones de mejorarse, lograría un establecimiento que le es de rigurosa necesidad. Por último, Señor, mandando Vuestra Alteza en su citado auto de 12 de febrero que la Junta que debió nombrarse según el uso de las mismas reglas y dirección que la Junta de Hospitales de Madrid, y las circunstancias y lo pequeño de este establecimiento, exigiendo reglamento y leyes particulares en muchos casos, me parece que, teniendo presentes las ordenanzas de dicho Hospital General, las de algunos otros hospitales particulares que he cuidado adquirir, y las urgencias y estado del que estoy erigiendo, debo y, tal vez, podré trabajar un reglamento que, aprobado por Vuestra Alteza sirva en adelante para su gobierno y sea bastante a todas sus necesidades. Mis luces, lo confieso, no serán suficientes a formarlo; pero mi celo las suplirá en gran parte, y la sabiduría de Vuestra Alteza enmendará sus defectos, y podrá darle su justa y debida perfección. Otros muchos trabajos tengo hechos: razones y noticias tomadas sobre las rentas y muchos sobrantes de las casas, gastos de su administración, ahorros que se pueden hacer, y varios otros puntos de mi comisión; concluido el inventario de papeles y efectos de tres de los cinco hospitales, y establecida una economía en el General que me reduce sus raciones a menos de la mitad de su antiguo valer, sin faltar nada a la asistencia y regalo de sus pobres enfermos. Pero de todo ello informaré a la larga a Vuestra Alteza cuando, concluida mi comisión, le dé cuenta de todos mis trabajos. Entretanto, y reduciéndome a los puntos de esta consulta, me parece puede y debe determinar Vuestra Alteza: 1.º Que se prevenga con severidad al Reverendo Obispo no me estorbe en mi

comisión con dificultades que no lo son. 2.º Que mande al administrador don Tomás Durán que vaya al Hospital General a cumplir las cargas de su capellanía, y aun, tal vez, hacerlas extensivas a los demás enfermos, y mediante la gratificación de cien ducados más como dejo expuesto; y que desocupe inmediatamente el Hospital en que vive, castigándole además con la pena de las dietas que he devengado desde el día en que se resistió a la notificación de mi auto, hasta que se le haga saber la providencia de Vuestra Alteza. 3.º Que Vuestra Alteza acuerde se profanen por el Ordinario las capillas de los hospitales suprimidos, como lo tiene pedido el fiscal y acordado Vuestra Alteza en 22 de agosto de 1782, mandando con estrechez al Reverendo Obispo pase desde luego a su profanación, para que yo, por mi parte, dé mis providencias a fin de trasladar sus altares y ornamentos a la capilla del Hospital General, que ganará mucho por este medio el culto y el decoro, en bien todo de los pobres enfermos. 4.º Que, asimismo, mande Vuestra Alteza a dicho Prelado no me estorbe alzar los planos de las mismas capillas, para informar y consultar a Vuestra Alteza sobre el destino de los edificios. 5.º Que Vuestra Alteza declare si debo tomar a los administradores cuentas generales, según los fundamentos que dejo representados, o contentarme con la última del último año de su administración. 6.º Que declare, asimismo, si le es de su agrado el que yo trabaje el reglamento por donde debe gobernarse este Hospital, separándome en lo que las circunstancias lo piden del General de Madrid. 7.º Que, asimismo, me dé sus órdenes sobre la Casa de Caridad que dejo propuesta, y, en caso de serle grata mi proposición, expida una orden severa para que se me comuniquen, bajo el breve plazo de quince o treinta días, las noticias más puntuales de las muchas Obras Pías y memorias que hay aquí, para destinar, si es posible, algunas al establecimiento. Vuestra Alteza resolverá sobre estos puntos según su sabiduría y justificación. Pero no se olvide, yo se lo suplico rendidamente, de las circunstancias y estado lastimoso de esta ciudad, que careciendo de su antigua y lustrosa nobleza, reducida a los administradores de sus casas, es dominada por un clero lleno de preocupaciones e indolencia, a excepción de pocos que a su tiempo nombraré a Vuestra Alteza a fin de que los tenga en la justa estimación a que su celo y sus luces los hacen acreedores, acostumbrado a eludir por tantos años las providencias y acuerdos de Vuestra Alteza. Si hoy no habla Vuestra Alteza con severidad y sabe defenderlos, se burlará de ellos como hasta aquí se ha burlado, y del ministro a quien tiene Vuestra Alteza encomendada su ejecución. Este ministro conoce bien sus cortas luces, pero trabaja con celo y deseo de acertar, y sentiría verse en cada paso embarazado en sus encargos a pretexto de unas dificultades aparentes. Quiere, como es justo, que Vuestra Alteza le juzgue, pero que le juzgue concluidos sus trabajos, y por ellos y sobre ellos, sosteniendo entretanto su decoro y autoridad contra unas gentes que no tendrán freno si Vuestra Alteza no las trata con el mayor rigor. La experiencia que he adquirido me hace hablar a Vuestra Alteza con esta severidad, sensible a mi carácter naturalmente blando y moderado. Ávila, 11 de junio de 1792.

Juan Meléndez Valdés

-3Carta al deán del Cabildo

12 de junio de 1792 Muy Señor mío: Habiendo pasado en 11 de mayo de este año un oficio al Ilustrísimo Cabildo por mano de su señor Presidente, a fin de que me franqueasen bajo del recibo correspondiente todos los papeles y pertenencias del Hospital de Dios Padre, que parece existen en su archivo, a fin de inventariarlos y hacer lo demás que se me previene en la comisión en que entiendo, se me respondió lo siguiente: «Muy Señor mío: En contestación a su oficio de ayer, 11 del corriente, debo decirle que habiendo convocado en este día mi Cabildo para tratar sobre su contenido, ha resuelto se entreguen a vuestra señoría los papeles que solicita bajo el correspondiente resguardo, y para que se verifique con la debida formalidad están dadas las órdenes necesarias. Dios guarde a vuestra señoría muchos años, Ávila, y mayo 12 de 1792. Besa las manos de vuestra señoría su más atento servidor y capellán: Antonio de la Cuesta y Torres». Habiendo pasado mi escribano a recogerlos en el día 14 en vista de este oficio, se le respondió por los archiveros no estaban aún corrientes, ni extendido el recibo que debía firmar, y que, en estando todo dispuesto, avisarían para que volviese dicho escribano a recogerlos. Pero habiendo mediado ya un mes desde esta contestación, y siéndome indispensables dichos papeles para continuar en mis trabajos, se servirá vuestra señoría hacerlo así presente a dicho Ilustrísimo Cabildo para que tome en el particular la providencia que estime conveniente, avisándome al mismo tiempo de ella para mi inteligencia. Dios guarde a vuestra señoría muchos años. Ávila, y junio 12 de 1792. Besa las manos de vuestra señoría su más atento servidor. Juan Meléndez Valdés

-4Carta al deán del Cabildo

18 de junio de 1792

Muy Señor mío: En contestación al atento oficio de vuestra señoría del día 15, y deseoso de complacer al Ilustrísimo Cabildo y de darle continuas pruebas de mi justo proceder, paso a manos de vuestra señoría, para que se sirva ponerlo en su noticia, un testimonio de aquella parte de mi comisión en que se me manda hacer un inventario de los libros, escrituras y demás papeles de los cinco hospitales, y reunirlos todos, con la debida separación, en un archivo general. Y al mismo tiempo, desearía que, con la posible brevedad, me señalase vuestra señoría día y hora para que mi escribano pase a entregarse de los papeles que obran en poder de este venerable Cabildo, y le he pedido en mis anteriores oficios, bajo del recibo que prometí dar desde el principio, para continuar con ellos mis diligencias. Sírvase vuestra señoría testificar al Ilustrísimo Cabildo mi sincera voluntad de complacerle, mientras yo ruego a Dios guarde la vida de vuestra señoría felices años. Ávila, y junio 18 de 1792. Besa las manos de vuestra señoría su más atento servidor. Juan Meléndez Valdés

-5Representación pidiendo licencia para ir a convalecer

5 de septiembre de 1792 Muy piadoso Señor: Mientras desempeñaba la honrosa comisión de Reunión de Hospitales que Vuestra Alteza se ha servido conferirme, me asaltó una aguda y peligrosa enfermedad que me redujo al último peligro de la vida y me tiene en cama veinticinco días ha. La divina providencia ha sido servida sacarme del riesgo en que me he visto y aun librarme ya de calentura, pero el médico, a quien en lo humano debo la vida, es de dictamen de que debo salir de esta ciudad por veinte o más días a tomar aires nuevos y esparcirme para restablecerme y cobrar mi perdida salud, como Vuestra Alteza podrá ver por la certificación que acompaña esta reverente súplica. En cuya virtud ruego a Vuestra Alteza rendidamente se sirva concederme su licencia para salir a alguno de estos lugares inmediatos a restablecerme y tomar aires nuevos por los veinte días o más que el médico estima indispensables o por aquellos que Vuestra Alteza guste, seguro de que sólo usaré de esta licencia por el plazo que me sea rigurosamente preciso, y de que antes de mi salida dejaré arreglados los puntos de mi comisión de manera que mi ausencia no cause desorden ni trastorno alguno. Vuestra Alteza, según su justificación, hará lo que más bien le parezca, que yo veneraré y obedeceré gustoso. Ávila, 5 de septiembre de 1792. Juan Meléndez Valdés

-6Auto nombrando administrador y mayordomo

10 de septiembre de 1792

Digo que en atención a las buenas calidades, inteligencia, desinterés y celo que ha mostrado por este establecimiento, servicios que para él ha hecho y seguridad que asisten en la persona de don Rafael Serrano, vecino de esta ciudad, debía de nombrarle y le nombraba administrador general del nuevo Hospital General de la Misericordia, y mandaba y mando que los renteros, colonos y censualistas y demás que deban cualesquiera renta o servicio al referido Hospital, le reconozcan y tengan por tal administrador general, pagándole y poniendo en su poder todas las rentas de granos, maravedises y otras cosas de que sean deudores al mencionado Hospital, y las que en adelante se venciesen, que con su recibo se les habrán por satisfechas y bien pagadas. Y, asimismo, nombraba y nombro por mayordomo doméstico del citado Hospital General para la provisión y cuidado de sus enfermos a don Antonio Medina, de esta vecindad, atendiendo asimismo a las buenas calidades que en él concurren. Ávila, 10 de septiembre de 1792. Juan Meléndez Valdés

-7Respuesta al Canónigo Doctoral

16 de septiembre de 1792 Muy Señor mío: Contestando al oficio de vuestra señoría del día de ayer, debo decirle que antes de mandar en mi auto de 14 del corriente, en cuya consecuencia pasé a vuestra señoría el oficio a que me responde, el depósito de los caudales de los hospitales suprimidos en la Tesorería General de Rentas, procuré informarme con exactitud si había en esta ciudad, como sucede en otras, un depositario general de caudales donde hacer el depósito en cuestión. Hallé que no le había, y, en su virtud, me pareció, como debe parecer a

cualquiera, que en ninguna parte estarían ni más seguros ni más bien custodiados que en la Tesorería Real, sin que haya el riesgo que vuestra señoría se teme de que puedan mezclarse con los caudales del Rey, o suplirse los unos con los otros por el tesorero; porque en ella hay, si vuestra señoría no lo sabe, una arca destinada a depósitos extraordinarios con dos llaves custodiadas por el contador y el tesorero, en la cual deposita el Consejo sus penas de Cámara y sobrantes de Propios, habiendo recientemente mandado que entren y se custodien en ella los copiosos sobrantes que ha ordenado recoger de los pueblos, y pasan de un millón en esta provincia, sin exigir del tesorero nuevas fianzas ni tener los recelos y temores que vuestra señoría manifiesta. Yo soy su comisionado y me parece que en ninguna parte mejor puedo mandar depositar caudales relativos a mi comisión que en el arca misma en que el Consejo deposita los suyos, y en poder de las personas en quienes él tiene puesta su confianza. Porque, ¿quién me quitará reponer a vuestra señoría que yo, a cuyo cargo está, después de mi auto, la responsabilidad de estos caudales, no la tengo del depósito de la ciudad? Que sus regidores pueden, como vuestra señoría dice del tesorero, mezclar y cubrir unos ramos y cantidades con otros, y que en suma tienen menos seguridad sus arcas, hallándose en las casas consistoriales desiertas, o a cargo sólo de un portero, que las de tesorería custodiadas por un piquete; que el archivo de la iglesia catedral, robado en el ramo de espolios y vacantes y en algunos otros, diez o doce años ha, no es para mí seguro, y que los depósitos particulares de los conventos de Santo Tomás y Santa Teresa no me librarían, en caso de un desfalco, de responsabilidad en el Consejo; que éste me reconvendría justamente por haber puesto los intereses de mi comisión en un depósito particular, teniendo a la mano una Tesorería Provincial donde poderlo hacer, y en el que además llevarán, como sucede en Salamanca y otras partes, un interés de uno o dos por ciento, de cuyo pago es justo y de mi obligación librar los caudales de los pobres. Todas estas razones vi antes de proveer mi auto, y me obligaron a mandar se hiciese el depósito en la Tesorería Real y en una arca asegurada con dos llaves custodiadas por dos personas atadas por sus empleos, y con responsabilidad al Rey, y en la cual, como he dicho, el Consejo, cuyo comisionado soy yo, deposita sus caudales, y no tiene escrúpulo de mandar depositar recientemente más de un millón de reales. En consecuencia de esto, he dirigido mis oficios al contador y al tesorero, y ni es justo ni decoroso para mí volver a recogerlos por una delicadeza de vuestra señoría y revocar mi auto, exponiéndome tal vez a que se me niegue en otra parte lo que aquí tengo llano, o a demandar gracias que no son necesarias. Por último, y usando yo de todos mis derechos, puedo y debo decir a vuestra señoría que ni vuestra señoría ni los otros dos Patronos han debido retener en su poder las llaves del archivo después de que por mí se hizo el recuento de sus caudales, porque es obligación de todo juez el recogerlas, como las de los demás, de los efectos que inventarían, y si yo no lo ejecuté en el acto de la diligencia, fue parte por un efecto de atención, y parte porque mis principios son no mezclarme ni tocar un maravedí de ésta ni de ninguna comisión que se me confíe. Usando, pues, de este derecho, he recogido y obran en mi poder las llaves de los efectos y papeles de los demás hospitales, y si no lo hice de los papeles de Santa

Escolástica, de que vuestra señoría es Patrono, fue por hallarse abandonados en una alacena llena de polvo y en el peor estado, sin llave y a arbitrio de las amas del administrador y cualquiera que entrase en su vivienda. Usando en fin de todos mis derechos, podría yo retener en mi poder los caudales en cuestión, ínterin se finaliza el archivo, como retengo los demás efectos y papeles que son de mayor cuantía. Huyendo de esto, he mandado el depósito de ellos en Tesorería, y he expuesto a vuestra señoría las razones que a ello me han movido. Y así vuestra señoría, después de mi auto, ninguna responsabilidad tiene y puede tranquilizarse, cierto de que están bien seguros en el arca destinada al efecto, por lo cual espero que vuestra señoría concurra el día y horas señalados a hacer su recuento y traslación a ella, evitando contestaciones que pueden detenerme en mis diligencias contra las intenciones del Consejo y producir malas consecuencias. Dios guarde a vuestra señoría muchos años. Ávila y septiembre 16 de 1792. Besa las manos de vuestra señoría su más atento servidor, Juan Meléndez Valdés Señor don José Vicente de la Madrid.

-8Al deán del Cabildo

17 de septiembre de 1792 Muy Señor mío: En contestación al oficio de vuestra señoría del día de hoy, debo decirle que, no siendo mi objeto otro en haber mandado el depósito de caudales de los hospitales suprimidos en las arcas de la Tesorería Real que el cuidar de su seguridad, ínterin se ponen en el archivo que estoy construyendo en el Hospital General, no tengo reparo en que los caudales del Hospital de Dios Padre que existen en la arcas del Ilustrísimo Cabildo permanezcan en ellas, hasta que, concluido dicho archivo, se trasladen a él según manda el Consejo, aceptando, como acepto, la responsabilidad a que el Ilustrísimo Cabildo gusta obligarse, por la cual se servirá vuestra señoría darle en mi nombre las más expresivas gracias. Pero es indispensable para cerrar yo las diligencias del inventario de dicho Hospital, efectuar la del recuento de sus caudales, porque de otro modo no puede el escribano de mi comisión dar fe de su existencia, y así se lo expresé esta tarde al señor Canónigo Doctoral. Por lo cual espero que vuestra señoría, en nombre del Ilustrísimo Cabildo, se sirva deputar un Señor Capitular que asista a ella en la tarde del día de mañana y hora de las cuatro.

-9Segunda representación del comisionado

22 de septiembre de 1792 Muy piadoso Señor: Aunque con el sentimiento de molestar a Vuestra Alteza y distraerle de sus graves cuanto útiles tareas en que se libran el bien del Estado y la felicidad pública, me veo, sin embargo, precisado a representar de nuevo a Vuestra Alteza sobre los asuntos de la comisión con que me ha honrado de la reunión de los cinco hospitales de esta ciudad de Ávila, no porque en ella me ocurra duda alguna o haya necesitado tomar consejo de la sabiduría de Vuestra Alteza después de mi anterior consulta de 11 de junio, sino porque el empeño tenaz e injusto del Cabildo de esta catedral me obliga a mi pesar a hacerlo así, y mi honor, por otra parte, y la autoridad de Vuestra Alteza se ven comprometidos en esta resistencia. El honor y decoro con que Vuestra Alteza me distingue en su última orden de 25 de agosto y la llena aprobación que se ha servido dar a cuanto tengo obrado, accediendo a los varios puntos que le consulté en dicha mi representación, despertaron más y más mi obligación y celo para llevar al cabo las sabias providencias de Vuestra Alteza, a pesar de hallarme incapaz de todo trabajo y convaleciente de una peligrosa y aguda enfermedad que he padecido tal vez por las amarguras, murmuraciones y disgustos que los enemigos del utilísimo establecimiento en que estoy entendiendo me han causado continuamente, poniendo en ella mi vida en el último peligro, y obligándome, a pesar de mi anhelo y deseo por concluirle, a pedir a Vuestra Alteza unos días de licencia para retirarme al campo a restablecerme y tomar aires nuevos, como así se ha servido concedérmelo. Pero ni esta licencia, ni las amonestaciones de los médicos y mis amigos para retraerme del trabajo, han podido separarme de él y de proveer a varias cosas que parecían de urgente necesidad para retirarme después, teniendo para ello que dictar y escribir desde la misma cama, como lo hago en esta representación, por una recaída en la misma dolencia, o meterme en el coche en brazos de mis criados por mis dolores y mala constitución, para las diligencias de fuera. Este ejemplar de laboriosidad que debiera causar lástima y detener en sus operaciones a los Patronos de los hospitales reunidos para no incomodarme con dilaciones voluntarias y hacerme acaso gastar todo un día en una diligencia que pudiera hacerse en una hora, de nada más ha servido que de alentarlos a ponerme trabas y dificultades nuevas. Cada una de mis providencias ha sido una piedra de escándalo para ellos, o más bien este Cabildo, que tomando ya abiertamente la causa por suya, ha diputado en fin por comisionado en esa Corte para que frustre y trastorne a todo trance cuanto tengo obrado, sin acordarse de que otro procedimiento igual en este mismo asunto, haciendo el Cabildo la misma resistencia que

hoy hace y por la persona misma que hoy tiene diputada para hacerla, le atrajo en el año 1778 una acordada severa de Vuestra Alteza, que mandó salir de la corte con término de 24 horas a su Doctoral La Madrid, y determinó por punto general que ninguno pudiese asistir en ella a negocios de su Cabildo. Si la obediencia y veneración que merece esta providencia no debieran contenerle, debiera al menos hacerlo mi suavidad y modo blando de proceder, porque hablando, Señor, en verdad, por más que vuelvo sobre mí y examino escrupulosamente mis providencias después de la última orden del Consejo que ha conmovido al Cabildo, yo no veo en qué pueda éste quejarse, y en qué no haya accedido yo a sus pretensiones y deseos, tal vez con ofensa de mi autoridad y mi decoro. He nombrado, como Vuestra Excelencia podrá ver por el n.º 2 del testimonio que acompaña mi representación, un administrador general y un mayordomo doméstico del Hospital General, bajo las competentes fianzas y aprobación del Consejo, porque debiendo retirarme a convalecer fuera de esta ciudad, habiéndoseme despedido por tres veces el que había quedado en él, siendo éste un eclesiástico esclavo de los Patronos, ciego contra la reunión, desafecto a todas mis providencias y que ha gritado y declamado contra ellas repetidas veces delante de los dependientes mismos del Hospital, no teniendo, así como los demás antiguos administradores, otorgada fianza alguna, y siendo éstos y él unos presbíteros unidos íntimamente con los Patronos adictos a otras cargas y obligaciones, prohibidos por las leyes, deberían ocuparse por su estado en administraciones y negocios temporales, creí que el nombramiento de estos dos empleados me era absolutamente indispensable para el gobierno del Hospital General. He mandado en mi auto de 10 del presente (n.º 3) al presbítero don Tomás Durán, capellán en el Hospital suprimido de la Convalecencia, cumplir en el General las cargas de su capellanía por mandarlo así el Consejo. He pasado dos oficios sobre la profanación de las capillas de los hospitales suprimidos al Reverendo Obispo y su provisor (n.º 1 y n.º 4), porque el Consejo quiere que se profanen inmediatamente, lo tiene así mandado a este Prelado desde el 25 de agosto, y eran ya los 11 de septiembre sin haberlo ejecutado. He proveído (n.º 9) que los antiguos administradores entreguen los efectos inventariados de los hospitales con término de segundo día, y los dejasen desocupados en seis, porque, nombrado el administrador general y el mayordomo, ningún motivo había para que continuasen en sus administraciones. Y habiéndoles, por otra parte, intimado en 31 de mayo que desocupasen sus casas en término de quince días, y repetídoles por mí esta misma orden verbalmente varias veces, no lo habían ejecutado, burlando mis providencias, y así era ya preciso usar con ellos del último rigor. Mas a pesar de este auto, aún querrán mantenerse en sus casas y eludirlo con excusas y pretextos; pero ya estoy resuelto a desalojarlos si es necesario a fuerza mayor para sostener mi decoro y la autoridad del Consejo. En este estado, y habiéndose entregado mi escribano de los efectos de la capilla del Hospital de San Joaquín ya profanada, inventariados antes que el Reverendo Obispo resistiese esta diligencia y cuyo inventario me tiene aprobado el Consejo, me dirigió el provisor don Vicente de Soto y

Valcarce, diputado por el Reverendo Obispo para estas diligencias, el oficio n.º 6, quejándose de la ejecutada y de que se hubiese hecho sin su asistencia. Respondíle en mi oficio n.º 7 exponiendo lo que dejo representado sobre la aprobación que el Consejo dio a mi inventario y justa inteligencia de su última orden en este punto, pero que siempre había pensado que la traslación de dichos efectos se hiciese con su asistencia, así como el inventario y traslación de los de las otras capillas. Quedaron las cosas así hasta que, queriendo yo ejecutar estas diligencias, le pasé para ello y para que las presenciase mi oficio n.º 25, creyendo de buena fe no hallar ya dificultad alguna. Vime también burlado con la frívola y miserable razón de que, mandando el Consejo profanar las capillas y proceder luego al inventario de sus ornamentos, mandaba sin duda que se hiciese el de la de San Joaquín; pero yo, deseoso siempre de la paz, y creyendo que entrar en competencias y recursos era lo mismo que gravar y perjudicar a los pobres con nuevas dietas, volví a exponer mis razones con más vigor, pero cedí y me avine a formar con él el inventario. Debiendo quedar yermas y sin ninguna custodia las casas hospitales suprimidas donde existían sus archivos y caudales, mandé en 14 de este mes se hiciese recuento de ellos, y se trasladasen a la Tesorería Real y al arca misma en que el Consejo deposita sus penas de Cámara y sobrante de Propios, ínterin se acababa ya el archivo general que estoy construyendo, no habiendo en esta ciudad un depositario general, ni creyendo nada más seguro que la Tesorería, para lo cual expedí en el siguiente los debidos oficios a su contador y tesorero, y Patronos (n.os 9 y 10). Mas he aquí que el mismo Doctoral comisionado, lleno de celo y delicadeza, se atreve a tachar de poco segura la Real Tesorería, y se resiste a poner en ella los caudales (oficio n.º 11). Pretendí convencerle (testimonio n.º 12) con una multitud de razones en que le decía ya la seguridad de dicha Tesorería, la confianza que en ella y sus agentes tenía el Consejo, lo cubierto que yo quedaba con este Tribunal depositando mis caudales donde él pone los suyos, y ya la poca seguridad de los archivos que me proponía, ya el derecho que yo como juez tenía de custodiarlos a mi voluntad, ya, por último, la ninguna responsabilidad con que él quedaba, mandado por mí el depósito, puesto que a mí solo debía de hacérseme cargo de mis autos y providencias. Yo ruego a Vuestra Excelencia que mande leer este mi oficio, y si él no le convence de mi justo proceder, desde luego me sujeto a que juzgue de mis intenciones del modo menos decoroso. Pero ni al Doctoral, ni al Cabildo, a quien éste le manifestó, hicieron fuerza alguna ni los convencieron, y así, concurriendo el mismo Doctoral a la primera diligencia de recuento y traslación de caudales en el Hospital suprimido de Santa Escolástica, repitió en su nombre y en el de su cuerpo las mismas aparentes y miserables razones que me tenía ya expuestas en su oficio, y pretextó la traslación pidiendo de todo testimonio; mandésele dar, como aparece, de mi diligencia (n.º 20), la cual y mi anterior oficio ponen bien en claro este punto, y hacen ver la mala fe del Cabildo y su comisionado, y la sinceridad y llaneza de mis procedimientos. Otro Patrono, individuo también del mismo Cabildo, porque casi todos lo

son, me respondió (oficio n.º 16) haber pasado la llave a su cuerpo por sus enfermedades. En vista de ello, dirigí mi oficio (n.º 17) a su Venerable Deán para que diputase otro capitular que concurriese con ella a la apertura de su archivo. Era éste el mismo del Cabildo, que como Patrono único de aquel Hospital custodiaba en él sus intereses, y así me respondió (n.º 18) diciendo tenía el Cabildo por poco decoroso la traslación del dinero y que así deseaba quedase con él, como con el de los demás hospitales, ofreciéndose a su seguridad. Y yo que, agriado ya tan justamente en este negocio y sabiendo por medios bien seguros la injusticia y la indecencia con que se me había tratado en los cabildos, podía y debía mantener mi autoridad y exigirle un dinero de que no era dueño, quise, sin embargo, darle otro testimonio de mis buenos deseos, y, rindiéndole las gracias por su ofrecimiento, aunque poco sincero (oficio n.º 21), y no pudiendo ya, por los oficios que había pasado a la Tesorería y por tener puestos en ella parte de los caudales, dejarle el todo que apetecía, le dejé, sin embargo, el que tenía en sus arcas, y aun tuve la generosidad de depositar en ellas nuevas cantidades en el acto de la diligencia (n.º 22), como aparece de ella misma. Es bien de notar, Señor, que estos Patronos, que por tan celosos se jactan hoy de la conservación de los intereses de los hospitales, han sido, lo digo sin empacho, los más descuidados en su custodia antes de ahora. De cuatro solos archivos se ha hecho apertura por mí, o más bien de tres, porque el un Hospital ningunos caudales tiene, y el otro los guardaba en el archivo mismo de la catedral. Pues en estas diligencias, Señor Excelentísimo, he hallado que en el de Santa Escolástica, el mismo Doctoral, Patrono tan nimio y desconfiado hoy de la Tesorería, y que tenía ya perdida su llave en 16 de junio en que, habiéndose practicado con su asistencia otro recuento, me vi obligado a mandar descerrajar su cerradura, aún no había dispuesto fijarla en la noche anterior a la diligencia del recuento y traslación (n.º 19), dejándolo así abierto y abandonado por su parte desde principios de dicho mes a fines de septiembre; y que en el de San Joaquín estaban asimismo perdidas las dos llaves correspondientes a los Patronos del Cabildo y ciudad, sin haberse cuidado por ellos de hacer otras nuevas para tener expeditas las arcas (testimonio n.º 23). ¿Dónde está, pues, el celo de este Cabildo por los hospitales, cuyos representantes descuidan tanto sus archivos y tanto los abandonan? O, ¿de qué o cómo osan quejarse del comisionado del Consejo? ¿De que ha nombrado administrador y mayordomo legos y con competentes fianzas? Pues, los que él y los demás Patronos tenían nombrados, ningunas habían dado, y son pues todos los que él tenía nombrados contra las Reales órdenes unos eclesiásticos incapaces de administrar y distraídos por esta causa de sus obligaciones, además de ser éste uno de los principales encargos de Vuestra Excelencia, como dejo dicho. ¿De que inste por la profanación de unas capillas que de propósito se dilataba? Pues el Consejo quiere se profanen inmediatamente y así se lo encarga. ¿De que mande a un capellán de los convalecientes cumplir las cargas de su capellanía donde están estos convalecientes? Pues el Consejo se lo manda también. ¿De que inste porque desocupen los hospitales unos administradores que ya no lo son, ni deben vivirlos, con el breve plazo de seis días? Pues el mismo Consejo me

las manda destinar a ciertos y determinados objetos, y esto no puede hacerse sin su salida, y ya, por otra parte, estaban mandados dejarlos desde 31 de mayo, burlando siempre mis órdenes y providencias. ¿De que mi escribano se entregase sin la asistencia del Provisor diputado por el Reverendo Obispo de los efectos y ornamentos de la capilla del Hospital de San Joaquín, cuyo inventario no fue resistido y me tiene aprobado el Consejo? Pues ya cedí de mis derechos por el bien de la paz, y se ejecutó nuevo inventario. ¿De que mandase trasladar a la Tesorería Real los caudales de los hospitales, cuyas casas quedaban yermas? Pues ¿dónde había de trasladarlos mejor que donde el Consejo pone y deposita los suyos? ¿Había yo de creer que el Cabildo, que tardó casi cuarenta días en entregarme, para sólo inventariarlos, los papeles de un Hospital que manda Vuestra Excelencia se me entreguen, teniendo ya acordado desde el primero se hiciese así, pero suscitando después las más agrias contestaciones contra este mismo acuerdo y que, en secreto y por terceras manos, se oponían y murmuraban cuanto yo obraba, me facilitaría sus arcas? Mas al punto que me manifestó desear quedarse con los que tenía en ellas, ¿no se le concedí, cediendo también? ¿Quiero acaso que por un vano antojo suyo extraiga yo de Tesorería los caudales que he puesto en ella, contra mi decoro y autoridad? ¿O juzga en fin que un ministro de una chancillería, comisionado de Vuestra Alteza, es alguno de sus mayordomos a quienes manda a su arbitrio? Y esto, Señor Excelentísimo, ¿se osa llamar celo por los hospitales y los pobres? ¿Merecerá un comisionado que asista en la corte (porque, hablemos en verdad, éste y no otros, aunque se aparenta, es el motivo que le lleva a ella) y un comisionado, prohibido por la orden de 78 de ir a agenciar negocio alguno, mandado salir precipitadamente de la misma corte para la causa misma que hoy intenta promover, y por el cual se vio Vuestra Alteza en necesidad de prohibir a los doctorales de las demás iglesias la residencia cerca de sí? ¿Me veré yo por sus solicitudes y maniobras turbado y atrasado en mi comisión, causando dietas y gastando los caudales de los pobres? Sobradas, Señor Excelentísimo, me han hecho devengar ya por los estorbos que se me han puesto, y de que el mismo Cabildo querrá otro día hacerme cargo para aparentar nuevo celo. Este Doctoral, Señor Excelentísimo, aunque lo digo a mi pesar, es la causa principal de estos estorbos, acompañado del provisor don Vicente Soto y Valcarce, los cuales, levantando el grito, arrastran tras de sí a otros muchos que los veneran como oráculos. El primero, protector declarado de los antiguos administradores, a quienes el interés, por no decir la mala administración y los desórdenes y usurpaciones, hace gritar contra mí, contra Vuestra Excelencia y contra la reunión que ha mandado, de un genio duro, orgulloso, tenaz en sus malos deseos, e incapaz de avenirse ni a una conferencia ni al parecer de otro, ha movido en gran parte al Cabildo y héchole tomar el partido que ha abrazado. Yo, por mi parte, he solicitado estas conferencias con él y con el mismo Cabildo para exponerle mis ideas y atraerlos a la razón, y podrían en caso necesario ser testigos de ello el canónigo Lectoral don Buenaventura Moyano, Patrono también, y que siempre me ha hallado dócil a sus justas propuestas, el canónigo don Martín Uría y otros, aunque siempre sin fruto alguno, porque los proyectos del Cabildo son eludir las repetidas órdenes de Vuestra Alteza sobre la

reunión de los hospitales, mantener los cinco que ha habido, y en ellos su informal y desordenada administración. En mi expediente, hago ver a Vuestra Alteza los desórdenes citados y sobre que ya le representé, aunque brevemente, que en el año pasado salieron con escándalo las raciones de sus enfermos a cerca de nueve reales, y yo las he reducido, cuidándolos mucho mejor, a menos de la mitad del coste: ahorraré una tercera parte en los gastos de su administración. Tengo formado un Hospital donde caben más de 200 enfermos, no habiendo pasado éstos de 79 en el día de mayor entrada en este último decenio. Lo tengo acreditado así en la ciudad como en los lugares inmediatos, de modo que hoy concurren los pobres con gusto y en mayor número, habiendo ejemplares de haberse antes muerto en las calles por no haberlos querido recibir en ningún Hospital, como lo tiene representado la ciudad; tengo concluidos los largos y molestos inventarios de todos sus papeles y pertenencias, casi ejecutadas las obras que representé a Vuestra Alteza, y añadidas algunas otras de absoluta necesidad, sobre todo lo cual informaré latamente y, en suma, aprobado con honor por Vuestra Alteza cuanto he obrado. Por lo mismo que tengo obrado, por lo que me falta que obrar, quiero que Vuestra Alteza propio, concluida esta comisión, me juzgue; que si en ella me he excedido de sus órdenes, o he tenido otras miras que las de la justicia, otros deseos que los del acierto, otro objeto que el bien público, ni otro celo que el de llenar, según mis cortas luces, las intenciones del Consejo y cumplir con el honroso encargo que me ha confiado, me señale con la nota pública, o represente a Su Majestad sobre mis excesos; niéguese en buena hora el honor, que es la más dulce recompensa de los trabajos de un magistrado, y caiga yo en la justa indignación a que es acreedor un mal ministro. Pero entretanto, y mientras concluyo mi comisión, deseo paz y tranquilidad, singularmente por el estado en que me veo; que no se maquine contra mí ante Vuestra Alteza; que no se le representen a medias mis providencias ni sin la debida justificación, o tal vez con proposiciones falsas; que Vuestra Alteza se servirá darme parte, si lo tiene a bien, de estas representaciones para informarle yo con la debida justificación, y, en fin, que se me deje obrar con la justa libertad a que se hace acreedora la responsabilidad de mis obras. Para todo lo cual suplico rendidamente a Vuestra Alteza que, llevando a debida ejecución la su orden que he citado del año de 78 sobre los doctorales de las iglesias y su residencia en la corte, haga salir de ella inmediatamente que se le presente, al doctoral de ésta, don José Vicente de la Madrid, que por su genio, sus principios y su comisión no puede menos de ponerme continuas trabas en la que tengo a mi cargo, con perjuicios de los pobres y de los deseos del Consejo, apercibiéndole severamente, así como a su Cabildo, para que en adelante no me estorbe llevar a ejecución mis justas providencias, multando a éste en las dietas que he devengado con mi escribano, pues, por sus injustas delicadezas, me he visto a cada paso turbado en el curso de mis diligencias, o tome en fin sobre esta consulta aquella providencia que a su sapiencia y su sabiduría tenga por más conveniente. Ávila y septiembre 22 de 1792. Juan Meléndez Valdés

- 10 Al deán del Cabildo, señor don Pedro Gallego Figueroa

10 de octubre de 1792 Muy Señor mío: El escribano de mi comisión, don Julián López, me ha dado parte de cierto oficio de tres pliegos que vuestra señoría me dirigió en lo más peligroso de mi enfermedad, y se le entregó por un notario con orden de que no se me diese parte de él hasta que mis males lo permitiesen; y como éstos y la absoluta prohibición que el médico y cirujano me han hecho por ahora de todo trabajo me imposibilitan para enterarme de él y poder contestar a vuestra señoría, llevará a bien el que no lo ejecute hasta que me halle enteramente bueno y en disposición de poder trabajar, poniéndolo en noticia del Ilustrísimo Cabildo, para que, entretanto, no eche menos mi contestación. Dios guarde a vuestra señoría muchos años. Besa las manos de vuestra señoría su más atento servidor. Ávila, a 10 de octubre de 1792. Juan Meléndez Valdés Señor don Pedro Gallego Figueroa.

- 11 Respuesta al oficio del Reverendo Obispo, Ilustrísimo Señor doctor fray Julián de Gascueña

23 de noviembre de 1792 Ilustrísimo Señor: Lo grave de mi recaída y la prohibición rigorosa de todo trabajo que se me hizo por el médico y cirujano que en ella me asistieron, me ha impedido responder hasta ahora al oficio de 26 de septiembre que Vuestra Ilustrísima me pasó en lo más peligroso de mi mal. Lo he leído y releído con admiración, lo confieso con sinceridad, así por su estilo nonada decoroso, ni a la persona de Vuestra Ilustrísima ni a quien se le dirige, como por la multitud de especies o falsas o incompletas o poco meditadas que contiene. Quisiera responder, guardando siempre la justicia y la moderación que nos debemos recíprocamente unos a otros, y que, si en el común de los hombres es una obligación, en las personas de carácter y letras debe serlo mucho más estrecha. Pero, si tal vez me excediese en

alguna palabra o expresión, déselo Vuestra Ilustrísima, yo se lo suplico ardientemente, a un hombre lleno de pundonor, que siempre lo ha tratado con respeto y particular amor; que no ha tenido otros fines en cuanto ha obrado que el bien público y el estrecho cumplimiento de sus deberes; que ve hoy censuradas todas sus providencias, o de injustas o de atropelladas, por una persona de quien esperaba muy distintamente; y que, en esta amargura de su corazón, no es mucho que se resienta con alguna viveza, porque si las canas de Vuestra Ilustrísima sin saber por qué producen llamaradas y fuegos, ¿qué harán mis cortos años? Son tantos los puntos del oficio de Vuestra Ilustrísima, que apenas sé por dónde empezar para satisfacerlos. Una sola respuesta concluyente y breve les bastaría, a saber: que Vuestra Ilustrísima pudiera haber evitado su oficio y sus cargos si hubiese tenido presente al hacérmelos el auto del Supremo Consejo de 12 de febrero de 1776, que por último ha motivado mi comisión, y no hubiese echado en olvido los muchos ruegos que le tengo hechos antes de nuestras primeras representaciones, para que en cualquiera duda que se le ofreciese, en cualquiera especie falsa o truncada que le quisiesen sugerir los enemigos de la reunión, me buscase, me enviase un recado, me llamase para satisfacerle, que yo ofrecía hacerlo, no con palabras, sino con papeles y documentos, y que en mis principios, llenos de justicia y de amor al bien, jamás habría un misterio, porque no deseaba sino convencer y persuadir con la verdad y con el cálculo. Si Vuestra Ilustrísima me hubiera creído, hubiéramos ahorrado mi primera representación de 11 de junio, y la que Vuestra Ilustrísima hizo sobre el inventario de las alhajas de las capillas y demás ocurrido por la resistencia a mis autos del presbítero administrador Durán, y ni a éste ni a los demás administradores hubiera Vuestra Ilustrísima creído cuando le han representado falsedades. Tales son las de que yo les mandase en mis últimos autos con multas y apremios desocupar las habitaciones en que vivían; que les instase y apremiase para que entregasen a don Antonio Medina los muebles, alhajas y efectos de los hospitales; que se les privase por mí de su libertad, y otras cosas que abundan en el oficio de Vuestra Ilustrísima sin duda por los siniestros informes de dichos administradores. En mis autos y en todas las diligencias de mi comisión, no hay nada de esto; conque dichos presbíteros mintieron torpemente a Vuestra Ilustrísima si así se lo representaron, como dice, en 18 de septiembre. Y Vuestra Ilustrísima descuidó un medio fácil de salir de error y cortar una contestación que tuvo y tendrá siempre bien a la mano, a saber: el de hacerme llamar por un criado, pues yo se lo tengo pedido así, y ofrecido satisfacerle a todo. Mas demos por un momento que yo hubiese apremiado y conminado con multas a los presbíteros administradores para que desocupasen los hospitales. ¿No eran bien acreedores a esto a mediados de septiembre, estando mandados salir de ellos desde 31 de mayo con término de quince días, y repetídoseles a boca la misma orden varias veces? El Tribunal lene y moderado de Vuestra Ilustrísima, ¿les hubiera tratado con más blandura? Pero sigamos el oficio de Vuestra Ilustrísima. Dice en él que le han representado los presbíteros administradores sufrir gravísimos daños y perjuicios en sus personas, honor y estimación; que es

muy atroz la ofensa que se les hace, que es gravísimo el escándalo causado en este pueblo y su tierra con los ultrajes hechos a los presbíteros administradores en sus personas, y que es demasiado lo que se ofende y vulnera el estado eclesiástico por habérseles separado de los empleos que servían y mandado formalizar cuentas generales de su administración. Ciertamente es para mí muy nuevo este género de ofensa, y por más que reflexione, no hallo que se vulnere el estado eclesiástico poco ni mucho, ni que padezca en nada el honor de cinco administradores porque en un establecimiento nuevo se les deje a todos y escoja a otro tercero que no se oponga como ellos, sino siga las ideas del que lo hace. Vuestra Ilustrísima, en mi entender, debía corregir con su doctrina y su brazo el deseo inmoderado de estos presbíteros por unas administraciones que todos los cánones y numerosas leyes y Reales Pragmáticas les prohíben. ¿Es acaso esta administración otro género de negocio que la de un mayorazgo? ¿Pide otra clase de diligencia? ¿Se reciben las rentas, dan sus cartas de pago, o forman las cuentas de otro modo? Me admiro, por cierto, que un Prelado tan lleno del espíritu de la Iglesia como Vuestra Ilustrísima apoye las pretensiones de estos presbíteros, contrarias a la sana disciplina, y que de necesidad les extraen de su ministerio y sus deberes. Pasemos a las cuentas generales. Desde el principio me inclinó a mandar su formación el auto mismo de 12 de febrero, que dejo citado, la naturaleza de mi comisión que, siendo la erección de un nuevo establecimiento, lo exigía precisamente, y el ver que de otro modo no podía yo saber con evidencia las rentas seguras con que debía contar. Sin embargo, los mismos administradores, muchos de los Patronos, y aun Vuestra Ilustrísima saben mis intenciones, y que yo no venía a sindicar con nimiedad lo aprobado por otros, prescindiendo de los exámenes que para ello se hubiesen hecho. Pero aún más deseoso del acierto, lo consulté al Consejo, quien, en 25 de agosto, me manda expresamente tomar a cada administrador cuentas generales o de todo el tiempo de su administración. ¿En qué, pues, los ofenderé yo, mero ejecutor de las órdenes de un Tribunal todo justicia y sabiduría? Conque Vuestra Ilustrísima tampoco tema que por ello se diga mira con indolencia los ultrajes hechos a los eclesiásticos, porque ni hay tales ultrajes, ni más que el interés o la pasión que claman para alucinar. Continúa Vuestra Ilustrísima quejándose de que habiendo Vuestra Ilustrísima ofrecídose gustoso a auxiliar mis providencias y ofrecido yo tratar y consultar mis determinaciones con los que podían, como Vuestra Ilustrísima darme las más importantes, seguras y desinteresadas noticias, no lo haya hecho. Aquí también busco yo los efectos de este auxilio y no los hallo, como no sea haberse negado Vuestra Ilustrísima al inventario de las alhajas de las capillas, desocupe de casa del presbítero Durán y mandato de que cumpliese las cargas de su capellanía donde debe hacerlo, sin duda por lo difícil de la decisión de estos puntos, abriendo así la puerta a nuestras primeras representaciones. Yo ofrecía en mi oficio de 9 de junio remitir a Vuestra Ilustrísima los originales mismos que debían decidir las dudas del administrador Durán. Vuestra Ilustrísima se me negó a esta decisión y me obligó a representar para allanar el tropiezo. ¡Es bien claro que Vuestra Ilustrísima «desea auxiliar mis providencias»! Yo mandé, en virtud de una orden del Consejo, que los administradores me den cuentas generales. Vuestra Ilustrísima nada tiene ni con aprobarlo ni con

resistirlo. Les mandó, sin embargo, no lo hagan, y me dice en su oficio no lo permitirá en tanto que el Consejo no determine otra cosa, teniéndolo ya determinado. ¡Es aún más cierto que vuestra señoría Ilustrísima concurre gustoso a auxiliar mis providencias! En el segundo punto de que ofreciese yo tratar y consultar mis determinaciones, padece Vuestra Ilustrísima una equivocación, sin duda de memoria. Por acaso, puse por escrito las cuatro palabras que dije a los Patronos al notificarles mi comisión; procuré decorarlas bien, y no encuentro tal ofrecimiento ni en mi memoria, que es bien fiel, ni en el borrador que conservo. Pero, sin embargo, lo he ejecutado con Vuestra Ilustrísima mismo, y con aquellos Patronos que han tenido la bondad de acercarse a mí; y si con otros no lo he hecho, habrá sido cierto porque en estas cosas de consejos, todos, y singularmente los hombres de letras, tenemos nuestro poquito de amor propio y creemos bastarnos a nosotros mismos. Este mismo amor propio, y tal vez mis tales cuales luces, me hacen negar a Vuestra Ilustrísima lo que tiene por verdad constante respecto de mi falta de luces y conocimientos precisos para gobernarme en estos negocios. En mi arenga hubo algunas palabras relativas a ello, que si Vuestra Ilustrísima quiere tomar por verdades exactas, sería preciso decir que cuantos saben las reglas del bien hablar, deben olvidar la primera de todas y empezar jactándose de sus grandes talentos. Así que, mientras Vuestra Ilustrísima no sepa puntualmente mi instrucción en punto de hospitales y cuanto puedo haber leído y meditado, déjese de tener por verdad constante mi insuficiencia en estos puntos y pasemos a otros del oficio. Separados los presbíteros de la administración, ¿es acaso extraño que quien los separa les mande entregar los efectos que obran en su poder al nuevo administrador o mayordomo? Pues, si Medina lo era ya, por mí nombrado, ¿cómo lo extraña vuestra señoría Ilustrísima? Lo que sí es extraño es que Vuestra Ilustrísima, tan instruido en este negocio, pierda de vista el auto de 12 de febrero, citado ya, y que se me manda ejecutar, cuando me tacha de que haya formado inventarios, trasladado muebles, recogido papeles, despedido dependientes, etc., cosas bien expresadas en él; pero aún es más extraño el que me quiera sindicar la despedida de los llamados enfermeros y admisión de unos rapaces inútiles con nombre de practicantes. Porque sepa Vuestra Ilustrísima que uno de estos rapaces es un cirujano examinado tal, el otro un sangrador, y los dos, practicantes de los hospitales de Madrid. ¿Quién, pues, dará más utilidad al Hospital y servirá mejor a los pobres? ¿Unos peones tomados dondequiera, o estos «rapaces inútiles de 19 y 25 años»? Sin duda ignora Vuestra Ilustrísima que en el Hospital General de Madrid no se les admite ya de esta última edad o poco más. ¿Y cuenta Vuestra Ilustrísima por nada, siendo tan amante de su pueblo, que esta providencia mía será un semillero de buenos cirujanos para él? Pues yo, que no lo debo amar tanto, lo tuve bien presente al acordarla. Sobre la censura de las camas y alcobas que he dispuesto, ¿qué he de decir, si Vuestra Ilustrísima no ha visto el Hospital después de sus mudanzas? Si yo respondo que para cualquiera de ellas he ido y venido con el arquitecto y reconocido a dedos el terreno, haciendo y repitiendo pruebas, Vuestra Ilustrísima no se convencerá, y yo me afanaré sin fruto.

Este fruto yo lo espero algún día, cuando las gentes me hagan justicia, por el orden que no había en los hospitales, y Vuestra Ilustrísima me tacha de haberlo trastornado, cuando yo me glorío de haberlo establecido. Otro tanto pudiera decir sobre la traslación de los enfermos, y, sin duda, que aquí la memoria de Vuestra Ilustrísima se ha olvidado también de que, sin necesidad de hacerlo, fui yo mismo en el propio día o en el siguiente a darle parte de ello. Cabalmente, lo primero que se me encarga en mi comisión es la traslación de los enfermos. Yo la suspendí, deseoso de hacerla con algún aparato y por última diligencia, creyendo que, siendo todos de buena fe, no hallaría en el nuevo establecimiento los estorbos que se me han puesto. Entendí, después, que los administradores buscaban de propósito enfermos para aparentar número, recibí una información sobre el estado de los pacientes, y el médico mismo me aconsejó los trasladase. Había piezas separadas donde ponerlos con comodidad y economizaba mucho en ejecutarlo. Pregunto, pues: ¿debí hacerlo en estas circunstancias, o dejar a los administradores este como coco para imponer al público? Además de esto, el Consejo me lo tiene aprobado, conque táchelo Vuestra Ilustrísima cuanto quiera, que yo estoy bien seguro de haber cumplido con mi obligación, y lo mismo digo de las obras, que todas han sido necesarias, y no hay en ellas ni un ladrillo que no se haya puesto sin mucha detención y consulta. Pasemos al camposanto. Éste se hallaba en un lugar malsano; determiné ponerlo en otra parte. Reconocí para ello todo el terreno del Hospital, y casualmente se ha colocado donde Vuestra Ilustrísima y todos los Patronos lo ponían en sus planos remitidos al Consejo. ¡Cuán desgraciado soy! Si ejecuto lo que la junta tiene acordado, se me censura; si no lo hubiera hecho, se clamaría también porque dejaba el camposanto en un lugar de pestilencia. Pero ¡se han dado barrenos y sacado mucha piedra para el relleno de las sepulturas! ¿Es culpa mía acaso que todo el Hospital esté sobre peñasco? ¿Puse yo allí las piedras al proyectar la obra? ¿Hubiera dejado de hacerse por la junta, según los planos de que acabo de hablar? O cuando se trata de la salubridad, ¿hay ninguna consideración de economía que la deba estorbar? Dice, además, Vuestra Ilustrísima que me empeñé en la profanación de las capillas. Si es empeñarse en ello pasar los oficios debidos para la ejecución de una orden, y no a la primera insinuación del Consejo, confieso que lo hice; pero si lo es haber tomado un calor ajeno de mi obligación, yo busco en mis oficios este estilo acalorado y no puedo encontrarlo. En punto de las fundaciones que dice Vuestra Ilustrísima que hay en San Joaquín y Santa Escolástica, hablamos sin esperar el fin. Si Vuestra Ilustrísima viese que, acabada mi comisión, yo dejo a mi Hospital General con cualquiera renta o cosa que justamente no le sea debida, o que las fundaciones no se cumplen según su verdadero espíritu, cúlpeme de ello en hora buena. Pero si entretanto me censura, ¿no ve Vuestra Ilustrísima que se pone a equivocarse en ello? Vuestra Ilustrísima dice que tiene representados al Consejo estos inconvenientes, «pero que duda si, por olvido, se habrá dejado de dar cuenta de lo que expuso». En aquel Supremo Tribunal no hay de estos olvidos, y cierto cumpliría yo bien su voluntad si por este recelo de Vuestra Ilustrísima dejase de ejecutar sus órdenes.

Pero así como Vuestra Ilustrísima tiene esta duda, ¿por qué no podría inclinarse a que desestimaron sus reparos como se han desestimado los mismos en otras representaciones que corren en el expediente y tengo bien leídas? Es de nuestra naturaleza el poner dudas en ciertas cosas y no ponerlas en ciertas otras. Vamos pues al depósito de caudales que Vuestra Ilustrísima me tacha por haberlo hecho en la Real Tesorería; si el Cabildo, si alguno de los Patronos, y si Vuestra Ilustrísima por su medio no puede menos de saber los motivos que a ello me movieron; si cualquiera recelo de robo o extravío en la Tesorería es infundado; si yo, comisionado del Consejo, pongo mi confianza donde él mismo la pone y deposita centenares de miles; y si, por último, hecho su inventario y recuento, pude yo recoger los caudales y retenerlos en mi poder; si tengo sobre mí toda su responsabilidad y mi auto libra de ella absolutamente a los Patronos, ¿a qué es esta censura? Crea Vuestra Ilustrísima, y lo digo de una vez para siempre, que procede equivocado en exigir de mí consultas ni dictámenes, ni exigirlos la Junta. Por la omisión de ésta desde el año de 76, he venido yo aquí. A mí solo se me manda ejecutar cuanto ella debió hacer; yo solo, y no ella, soy responsable al Consejo de cuanto obre, y sería indecoroso que este Supremo Tribunal enviase un ministro a las órdenes de una Junta que no le ha obedecido en tantos años. Así que queda y estuvo siempre en mi arbitrio pedir o no pedir consejos, puesto que todos los de la Junta no me disculparán de un malhecho para el Tribunal ante quien debo responder de mis encargos. Esto mismo me debe bastar sobre los dos nombramientos de administrador y mayordomo, si en aquella desgraciada desavenencia del mes de junio, Vuestra Ilustrísima supiera el modo, la responsabilidad y motivos que he tenido para ellos. Las personas son de mi confianza, me tienen otorgadas nuevas fianzas, lo que algunos de los presbíteros de Vuestra Ilustrísima no habían ejecutado, y, sobre todo, el orden de administración que pienso establecer no dejará arbitrios para los alcances que sabe Vuestra Ilustrísima han hecho antes de ahora otros presbíteros administradores; conque deje Vuestra Ilustrísima de censurarme una cosa por concluir y sobre que no tiene las luces suficientes, ni yo necesidad de consultarle. Pero estos administradores son legos. Y si los eclesiásticos no pueden serlo según las leyes y cánones, ¿de dónde he de tomarlos? Pero Vuestra Ilustrísima no se conforma con que lo sean el tesorero don Rafael Serrano, ni don Antonio Medina. Si el Consejo me encargase obrar siempre de conformidad con Vuestra Ilustrísima, sería justa la queja. Pero Vuestra Ilustrísima no los tiene por seguros... Si yo los juzgo tales, si sus buenas fianzas los abonan, si hallo en ellos las calidades que para mí no tienen los presbíteros de Vuestra Ilustrísima, ¿no estará de más la censura? Pero el don Rafael es tesorero de rentas; y ¿hay acaso alguna prohibición para que estos empleados no tengan algunas ayudas de costa? ¿O me habré contentado yo con las mismas fianzas que tiene otorgadas a la Real Hacienda? ¿No es bien obvio que habré sabido y deseado asegurar los intereses del Hospital? Así lo he ejecutado, Señor Ilustrísimo, porque esta omisión sería en cualquiera una torpeza. «Pero el don Antonio Medina no tiene gobierno, ha disipado cuantiosos caudales que le dejaron sus padres, tiene una mujer moza y tres hijos».

Creo que Vuestra Ilustrísima sabrá que por mano de este don Antonio, nombrado pagador de estas reales obras por el intendente don Blas Ramírez y sus sucesores, y aun por el primero sin fianzas, han pasado más de dos millones de reales sin un maravedí de desfalco; que la ciudad le tiene por su depositario de baldíos; que en él se hacen las pagas de gruesas cantidades y que ni su mujer ni sus hijos le son causa de ningún atraso; que aún conserva sobrada hacienda raíz para su abono; y que su mujer moza (tengo por sencilla esta expresión) lo es menos que las criadas de los presbíteros administradores de Vuestra Ilustrísima. Y no sé cierto por qué ha de ser una tacha para emplear a un hombre el santo matrimonio, ni menos por qué ha de empecer a Medina su mujer y dos hijos (no tiene más), y no al administrador Falagiani una hermana casada y un sobrino que mantenía consigo; y una madre y hermana al administrador Durán; o un sobrino al administrador Pelilla, fuera de las amas y criadas que he visto como en gavilla en los cuartos de todos. Señor Ilustrísimo, no puedo negar que para este nombramiento ha concurrido también mi gratitud. La familia de Medina me ha asistido con una caridad verdaderamente fraternal en mis dos peligrosas y largas enfermedades, y mi corazón naturalmente sensible y agradecido se gloría y gloriará siempre de haber ayudado a esta familia y hallado en ella un sujeto para mi elección con cuantas calidades pudiera apetecer. Pero si Vuestra Ilustrísima no juzga tal, siga en hora buena su juicio, mientras yo me complazco con el mío, que yo pondré mis cotos para que Medina y su familia «aunque tengan a la mano el pan, la carne, chocolate, vino, azúcar, bizcochos y pasas de los enfermos», o no las toque, o responda de su extravío, sin olvidar la buena asistencia de los pobres dolientes. Dice también Vuestra Ilustrísima que es insufrible se vocifere que los patronos miraron con mucho descuido y negligencia la inversión de los caudales de los hospitales. Séalo en hora buena, y Vuestra Ilustrísima quéjese de cuantos sin justicia tachen su conducta, que yo estoy bien seguro de no haberlo hecho, ni dicho no reconociese ni aprobase Vuestra Ilustrísima con el mayor esmero las cuentas de los expresados hospitales. Pero por Dios, Señor Ilustrísimo, dejémonos de hablillas, concurramos todos a los fines que el Consejo desea, y no dilatemos sus intenciones con oficios y representaciones cuyo fruto es turbarnos la paz. Por lo demás, Vuestra Ilustrísima puede, después de haberlas visto y reconocido, bajar la mano a las obras hechas en el Hospital, a los caudales consumidos en ellas y a los muchos más particulares que se toquen cuando llegue el caso de examinar este asunto en el Supremo Consejo. Creo que Vuestra Ilustrísima me haga la justicia de pensar que los caudales consumidos... Me avergüenzo de hablar de caudales, y si Vuestra Ilustrísima pudiese siquiera sospechar..., ni sus años, ni sus canas, ni su dignidad, nada me detendría para perseguirle ante todos los jueces de la tierra y hacer ver a los hombres la atroz ofensa que irrogaba a un ministro que todo es pureza y desinterés. Perdone Vuestra Ilustrísima si me he excedido, porque el honor y la virtud son muy escrupulosos, y déjese de pensar también, yo se lo suplico, en la mala situación en que se halla el edificio y la imposibilidad en que está de no ser jamás bueno, aunque para adelantarle se expendan medio millón de reales, porque esto está dicho y repetido al Consejo y despreciado por él, y yo, si Vuestra

Ilustrísima gusta reconocer mis cortas obras, le convenceré de que sus cuadras son tanto y más saludables y cómodas que las mejores de otro Hospital, y admiten más de doscientos enfermos, no habiendo pasado éstos de 79 en el mes de agosto de 1786, mes y año desgraciados y de epidemia general en todo el reino. Por último, Señor Ilustrísimo, aunque nuevo yo en esta ciudad, crea Vuestra Ilustrísima que en punto de confiarme de sus gentes he sido bastante detenido, y así déjese de poder presumir, yo se lo suplico, «que me haya valido de los mismos que hace muchos años tienen formado el proyecto de comerse el caudal de los pobres, los destinados para sufragios de las benditas ánimas, y los que hasta ahora he merecido para curar enfermos», porque, como la seguridad de estos caudales estriba toda en su administración, acaso alcanzaré a establecerla tal que sean menos fáciles las quiebras o malas versaciones, y Vuestra Ilustrísima mismo lo verá por sus ojos, cuando en otra santa visita reconozca el nuevo Hospital y algunos de mis trabajos. Me parece que tengo respondido al oficio de Vuestra Ilustrísima, y acaso con alguna viveza, porque su contexto es como una reprehensión bien severa de cuanto he obrado. Sírvase Vuestra Ilustrísima disimularlo, si así fuese, mientras ruego a Dios guarde su vida muchos años. Ávila, 23 de noviembre de 1792. Juan Meléndez Valdés

- 12 Respuesta al oficio del Cabildo

25 de noviembre de 1792 Muy Señores míos: Si no constase a Vuestras Señorías lo peligroso y largo de mi recaída en la enfermedad que padecí, no pudiera tranquilizarme por no haber respondido al oficio de Vuestras Señorías de 2 del pasado octubre, entregado a mi secretario en medio de mi mal, aunque con el encargo de que no me diese parte hasta mi restablecimiento, aun a pesar de la estrecha prohibición de todo trabajo que se me impuso hasta recobrar mi salud, y de la licencia que he merecido al Consejo para el mismo fin. Porque en mi genio naturalmente exacto no era soportable una detención tan larga, ni en los principios que me gobiernan. Pero Vuestras Señorías saben bien mi absoluta imposibilidad y que mi recaída fue el fruto desgraciado de mis tareas anticipadas, y así espero se sirvan disimularme esta inculpable detención mientras yo paso a responder al oficio. Lo seguiré paso a paso para no omitir nada sobre los cargos que Vuestras Señorías me hacen, aunque todos pudieran reducirse a dos solos capítulos, a saber: a que no he dado parte a los Patronos, ni he contado con su dictamen en mi comisión, habiéndoles ofrecido consultar y valerme de sus

luces en el auto de notificársela, y debiéndolo haber hecho según ella; y a que, en consecuencia de este culpable descuido, falto de instrucción y experiencia, o me he excedido o errado en cuanto tengo obrado. Si a estos dos cargos respondiese yo que Vuestras Señorías, pueden equivocarse (sin duda porque no asistieron a la notificación) en lo que aseguran de mi necesidad de contar con los Patronos ni la Junta y mis ofrecimientos de consultarla, habríamos salido del primer cargo; y si añadiese que ni me he excedido ni errado en la serie de mis operaciones, todas necesarias, encargadas a mi ejecución y bien meditadas por mí, desharía con la misma facilidad el segundo. Pero si aumentase que en nada puedo ni debo entenderme con Vuestras Señorías sobre el negocio de hospitales, como que no son los Patronos nombrados por el Cabildo quien, una vez que los escogió, depositó en ellos todos sus derechos para que los representasen; que en este concepto ellos solos cargan con la responsabilidad del Cabildo y como tales diputados suyos llevan y ejercen en todo su voz y sus derechos, saldría aún con más facilidad de los cargos que por Vuestras Señorías se me ponen. Mas yo deseo convencer, y convencer con hechos, y, amante siempre de la verdad, jamás huyo de su discusión, ansioso de encontrarla. El expediente sobre la reunión de hospitales se suscitó en el Consejo en el año de 1775; en 12 de febrero de 76, la dio aquel Tribunal por hecha, mandando la mayor parte de lo que yo ejecuto; resístenla y dificúltanla los Patronos y el Cabildo como tal y vuelve a mandarse en 23 de mayo del mismo año. Nuevas dificultades y representaciones y nuevo auto del Consejo, en 22 de agosto de 82. No se acallan los Patronos, instan de nuevo, y el Consejo reitera sus mandatos en 18 de mayo de 90; forman nuevos reparos, y el Consejo, demasiado paciente en casi quince años de dilaciones e inobediencias, toma en fin el partido de encargar a un ministro la ejecución de su justa y acertada voluntad. Se lo manda a él solo, habla con él solo, a él solo dice: «harás, ejecutarás, transferirás, tomarás cuantas providencias tengas por convenientes, etc.». Pregunto, pues: ¿este ministro necesitará contar con la junta para nada? ¿El Consejo lo mandará a sus órdenes? ¿Dejará que las dificultades de la junta, dichas y repetidas tantas veces pero desestimadas siempre, le detengan en la ejecución de sus encargos? ¿Sería bien que para ellos citase este ministro a juntas y más juntas, oyese en ellas dudas que no lo son, y practicase, al fin, lo que la Junta por su anterior conducta tiene bastantemente acreditado, a saber ser la reunión impracticable, cuando el Consejo no la ha estimado tal, la sienta y da por hecha, y se la manda ejecutar? ¿Sería esto de la prudencia del Consejo? ¿Este sabio Tribunal diputa así a ningún ministro suyo, o es culpa del ministro las detenciones y dudas de la Junta por quince años? Añaden Vuestras Señorías que yo pedí y ofrecí a todos los Patronos valerme de sus luces, de sus observaciones y experiencia para el acierto y buen éxito de mi comisión en que me confesé extraño y forastero. Es cierto que en las cuatro palabras que les dije me anonadé y no hablé con la satisfacción y jactancia que prohíben la buena educación y las rentas del bien decir; pero tomar esto por una verdad constante es lo mismo que si yo, cuando disminuyen Vuestras Señorías sus talentos en sus sermones y se confiesan incapaces de hablar, tuviese por cierta esta incapacidad y me

saliese de ellos sin quererlos oír. Porque ¿no ven Vuestras Señorías que en el acto mismo de haber yo admitido mi comisión, o subir Vuestras Señorías a la cátedra de verdad, decimos lo contrario con las obras que lo que expresan nuestros labios? Yo (es justicia que me harán los que me hayan tratado), más que de amor propio, peco cierto de desconfiado de mis luces, busco consejos, y apenas hay cosa que no quiera consultar con otro. Pero crean también Vuestras Señorías que sin la capacidad necesaria no hubiera admitido el honroso encargo del Consejo, y que el punto en cuestión, o por lo que haya leído, o por lo que haya meditado, me es mucho menos extraño que a otros de los Patronos, y aun (¿lo diré también?) a la junta, pues que allano dificultades que ella creyó tantos años insuperables. Pedí a los Patronos me ayudasen con sus luces. Lo confieso, me las ha dado alguno. Lo he deseado de todos, pero si bien presto empezaron las desavenencias, si el Ilustrísimo Cabildo me tuvo un mes detenido para entregarme unos papeles que desde el primer día acordó se me diesen, y si yo no podía dudar que los Patronos estaban firmes en sus primeras opiniones, ¿era prudente acaso irles a pedir consejos? Además, ¿no los he tomado de algunos?, ¿no he deseado conferencias con otros?, ¿no son a muchos otros bien notorias todas mis providencias y mis obras?, ¿no se las he leído?, ¿no les he presentado los libros y los documentos, deseoso siempre de convencer?, ¿no he clamado por todas partes estos mismos deseos?, ¿he cubierto con el velo del misterio ninguno de mis autos y mis pasos? Pues ¿de qué me culpan Vuestras Señorías o podrán sindicarme por el Cabildo? Siguen Vuestras Señorías que los Patronos, de puro confiados, no me pidieron un testimonio de las órdenes con que venía. Ésta será culpa o defecto suyo, y no de quien tenía mandado con anticipación (auto de 25 de marzo) darles cuantos testimonios pidiesen. No reclamaron los Patronos: ya se ve; después de una resistencia de quince años y de tantas y tantas representaciones al Consejo, ¿qué habían de hacer? Me sindican Vuestras Señorías de que por mí solo y con la asistencia de mi escribano comencé desde luego, por el fin y principal objeto de mi comisión, trasladando los enfermos en el día 8 de mayo que no fue de los más benignos. Pues sepan Vuestras Señorías, en descargo mío, que aun me tengo por omiso en haberlo hecho tan tarde, debiendo haber empezado por aquí que es lo primero que se me manda ejecutar. Que según mis ideas, que algunos de Vuestras Señorías saben, debiera este acto haber sido el último de mi comisión, para celebrarlo con decoro y aparato; pero que los presbíteros administradores me obligaron a acelerarlo, ya por las voces que parece sembraban, y porque entendí buscaban de propósito enfermos para aparentar un grande número, y ya porque por uno y otro despertaron mi atención; pero en todo caso la traslación se hizo en un día bien benigno (yo asistí a ella, y lo aseguro a Vuestras Señorías), con aprobación del médico y su asistencia, en cuadras cómodas, como consta a alguno de Vuestras Señorías, y además se han logrado considerables economías, como también le consta por los estados y papeles que ha visto. Conque tranquilícense en esta parte. Siguen Vuestras Señorías culpándome de que emprendiese obras en lo interior de las cuadras y demás oficinas, sin tener que añadir una vara de

pared al antiguo edificio, que en el día se figura ya suficiente para contener 180 o más enfermos, y no parece hay apariencia deformar nuevos planes o reformar los ya hechos y remitidos al Consejo. Cabalmente es éste un cargo que sólo la vista material del edificio lo deshace. En las cosas de hecho, las palabras nada son. Yo hallé por un estado el más exacto que los enfermos en los diez años anteriores jamás habían pasado de 79 en los hospitales reunidos; medí a dedos el terreno del de la Misericordia, y hallé también que con comodidad podían colocarse en el edificio más de 200, reparándolo en todo su interior, que encontré bien destruido. En las salas, donde sólo había quince malos y tristes alcobones opuestos a las cortas luces que tenían e inutilizados algunos por las ventanas, podían ponerse doble y más número, y alguno de Vuestras Señorías me acompañó a todos estos pasos; allí están, pues, las cuadras, que hacen 34 camas bien colocadas, y en caso de estrechez diez o doce más, bien ventiladas, alumbradas, y en todo distintas de lo que fueron. No hay más que verlo y dejarme de sindicar. Añaden Vuestras Señorías que he reducido lo grande a pequeño, las alcobas a camas, y las camas a la estrechez de medidas, o catres como encajonados en ellas, lo que no debe tenerse por bastante para un Hospital cómodo y desahogado. Pero ¿si lo grande era insalubre e incómodo? ¿Si las camas son más que sobradas? Y si las alcobas son aun mayores que debieran ser, habiendo yo aun tenido que ceder a la preocupación en esta parte, porque en un buen Hospital no debe haberlas, y yo, para conciliarlas con la ventilación y la salubridad, las he dejado abiertas y sus tabiques de menos de dos varas, ¿por qué no deberán tenerse por bastantes? Yo aseguro a Vuestras Señorías que son tanto y más cómodas y desahogadas que las mejores, y si gustan de verlo por sus ojos, les acompañaré en ello con mucha complacencia. En punto de que no haya formado ni reformado planes: si no han sido necesarios, ¿para qué lo había de hacer? Los Patronos tienen dicho y repetido al Consejo que el edificio no era suficiente para Hospital. Vengo yo, y acomodo en él dos partes más de enfermos con mis reparos que los que ha habido en los hospitales de Ávila en el mes de agosto de 86, mes el mayor de este decenio y de epidemia universal en todo el reino; pues ¿a qué nuevas obras y planos de ellas? Allí está el edificio: reconózcase por cualquiera no preocupado y júzgueseme después. De lo gastado en estas obras, paréceme ocioso contestar a Vuestras Señorías, porque ni es su gasto lo que Vuestras Señorías aseguran con equivocación, ni yo debo dar mis cuentas a Vuestras Señorías, sino al Consejo donde después las pueden ver. La obra me lleva a la censura del camposanto, en que también pueden Vuestras Señorías equivocarse, pues no se ha aumentado, sino hecho todo de nuevo, colocándolo, por el sitio insalubre en que existía el antiguo, precisamente en el mismo sitio en que la Junta de Patronos (cuyas ideas parece quieren Vuestras Señorías que yo hubiese seguido) le colocaba en los planos que remitió al Consejo. ¡Malo pues si sigo los pasos de la junta, y malo si no los sigo! Pero del camposanto se ha sacado mucha piedra a fuerza de barrenos. Y si la Junta hubiera hecho por sí, ¿qué hubiera sucedido? ¿Yo por ventura la he llevado allí? ¿Está sobre arena o tierra movediza lo demás del Hospital? ¿Y la salud y la ventilación no

deben entrar y contarse por nada? No puedo separarme del punto de las obras sin añadir que, aunque sin hacer imposibles ni reducir el todo a alguna parte, he dispuesto en mi Hospital las oficinas necesarias. Proceden Vuestras Señorías un tanto equivocados, así en decir que éstas sean para el médico y cirujano, que sería cierto muy bueno viviesen allí, pero que por lo de ahora no vivirán, como en que los practicantes no habitasen antes en el antiguo Hospital. Habitaban los enfermeros, y yo no sé que éstos puedan acomodarse donde los otros no. En suma, y salgamos de una vez de obras, vuelvo a repetir que allí están ellas y que yo acompañaré gustoso a Vuestras Señorías para que por sus ojos se desengañen de que hay tanto y más que es necesario sin haber hecho imposibles. Prosiguen Vuestras Señorías que pedí libros y cuentas a los administradores e inventarié todos los bienes, efectos y rentas de los referidos hospitales. ¡Notable anhelo por censurar! ¿No se manda así literalmente en el famoso auto de 12 de febrero que vengo a ejecutar? Pues ¿qué había de hacer yo? ¿Hallar acaso las dificultades que por desgracia han hallado los Patronos y ser tan moroso como ellos fueron? Dos cosas se me ofrecen aquí: la primera, que Vuestras Señorías pueden equivocarse en afirmar sacase yo de todos los archivos los respectivos papeles para formar el inventario general y colocarlos en el archivo que se debía hacer, porque ni saqué tales papeles ni hice otra cosa que ir y venir a los mismos hospitales a reconocerlos e inventariarlos; a no ser que Vuestras Señorías lo digan por los respectivos a su Hospital de Dios Padre, que por cierto tardaron un mes en entregárseme, y me detuvieron no poco en mis trabajos; y la segunda, que advertí con admiración un orden nuevo de archivos en los de los dichos hospitales, porque vi que todos los papeles estaban en poder de los administradores sin recibo ni responsabilidad alguna. Por cierto que los de Santa Escolástica se hallaban en una alacena no nada limpia, revueltos y desordenados, y franca y abierta a todos por haberse extraviado su llave, según me expresó el presbítero administrador. También me sindican Vuestras Señorías de que notifiqué a los administradores y los apremié para que no saliesen en todo este tiempo de la ciudad y para que en breve término desocupasen las habitaciones de los hospitales. Ya se ve: cuando las noticias se reciben a medias, no podemos juzgar bien. Habíasele notificado cierto auto a uno de los dichos administradores; no había sido obedecido; entro sobre ello una contestación con el Reverendo Obispo y entiendo, fuese como fuese, que el mismo administrador trata de ajustar un retorno para Madrid, dejándome pendiente en mis diligencias. ¿Quién, pregunto, se hubiera sufrido burlar tan malamente? Mandé, pues, a él y a todos los demás, no que no saliesen en todo este tiempo de la ciudad, sino es que no saliesen por entonces y sin mi licencia. El auto de 31 de mayo, sobre que desocupasen las casas, es lo mismo: mandelo, sí, con un breve plazo, pero ellos han vivido sus habitaciones hasta el mes de octubre a pesar de otros mandatos y providencias mías; y si en esta parte merezco alguna censura, más es por mi blandura que por un rigor que no es de mi carácter. El punto de depósito de caudales y ofrecimiento hecho por el Ilustrísimo Cabildo sobre su seguridad lo tenemos bien ventilado, así en mis oficios al señor canónigo Doctoral, don José Vicente de la Madrid, de que el mismo

dio cuenta al Ilustrísimo Cabildo, como en los que yo pasé a éste por medio de su cabeza. Allí están bien discutidas las razones por una y otra parte y mi justa atención a los ofrecimientos del Ilustrísimo Cabildo. Pero ¿me tocaba a mí saber sus intenciones? ¿O fue culpa mía el que se me ofreciese demasiado tarde? ¿No dejé en su poder cuanto pude dejarlo con decoro? ¿O quería el Ilustrísimo Cabildo que yo arrancase de la Tesorería el dinero depositado en ella, desairándola y desairándome a mí mismo, por complacerle en una oferta hecha fuera de tiempo? En suma, sobre este cargo, yo apelo y apelaré siempre a las razones y atenciones de mis oficios. Es cierto que he separado de la administración y gobierno del nuevo Hospital a los presbíteros de Vuestras Señorías y nombrado a dos seglares. Pero ¿no saben Vuestras Señorías que al clero está prohibido por los cánones, por nuestras leyes y pragmáticas, toda administración y negocio? ¿Que ésta lo es tanto y más secular y embarazosa que la de cualquiera mayorazgo con el mismo giro, con las mismas cobranzas, las mismas cuentas y ocupaciones? ¿Sería bien que un ministro del Rey autorizase con sus elecciones el abuso escandaloso que acaso hay en esta parte? Yo esperaba por cierto que lejos de sindicarme Vuestras Señorías por este capítulo, me lo aplaudiesen, y ¡ojalá que todos los jueces y cabildos, penetrados de la justicia de nuestras leyes y de la sana disciplina y deseos de la Iglesia, detestasen por siempre tal desorden! No veríamos a cada paso los sacerdotes distraídos del altar para perseguir enjuicio a un infeliz labrador, y acaso en otros tratos y ganancias peores, a que tal vez no se darían sin estas administraciones y negocios. Aun añado sobre la exclusión de los presbíteros que, prescindiendo de estos principios, ellos se la han acarreado; que el mayordomo Pelilla me expresó y expresó a mi escribano por tres o cuatro veces no acomodarle la administración, encargándome buscase otro para servirla; y por último que hubiera sido una imprudencia imperdonable dejarla en ninguno de los cinco presbíteros, que, desafectos a la reunión y acostumbrados a otro orden de cosas, hubieran procurado o destruir o trastornar mis mandatos y establecimientos. Sobre las calidades del nuevo administrador y mayordomo, no sé cierto qué decir a Vuestras Señorías, porque si les respondo que esta elección, como todas, me corresponde a mí; que yo, cumpliendo con mi obligación, he procurado no equivocarla; que a ninguno de los dos debe obstar para ello el santo matrimonio; que, aunque de mi confianza, he exigido de ambos abonos y seguridades que otros de los administradores no tenían, y, sobre todo, que el orden de administración que debe establecerse no dejará tan fáciles las quiebras que han hecho antes de ahora otros presbíteros administradores, Vuestras Señorías dirán que yo le alego para disculpar mis elecciones, y yo me mantendré en la justicia y la verdad de mis principios sin que jamás convengamos. Lo que no puedo menos de extrañar es que Vuestras Señorías pretendan que yo me retrajese de estos nombramientos porque en una palabra podía haber conocido que no son de su satisfacción. Hablemos en puridad, Señores. ¿Me ha mandado el Consejo a complacer a Vuestras Señorías? Esta complacencia, ¿me acreditará para con él en mis aciertos, o me disculpará en mis yerros? ¿Qué tienen Vuestras Señorías con la junta? Y aun cuando querramos darlo todo, ¿tendrá el Cabildo en ella más que sus voces, como cualquiera otro

Patrono? ¿A quién hubiera yo elegido si hubiera querido consultar a todos en particular y escoger para cada cosa persona de la satisfacción de cada uno? También me sindican Vuestras Señorías porque se profanaron las capillas e iglesias a fuerza de oficios e instancias al Prelado, sin embargo de los reparos y dificultades que me representó éste, y representó al Cabildo, digo Consejo. Perdonen Vuestras Señorías que también les diga en este punto que proceden algún tanto equivocados, porque yo, aunque registro los dos oficios que pasé con este motivo al Reverendo Obispo, no hallo en ellos más que la expresión sencilla de que cumpliese con lo que el Consejo tenía mandado desde el mes de agosto. Si este Tribunal desestimó las representaciones del Reverendo Obispo, que están hechas y repetidas muchas veces en el expediente, ¿es culpa acaso mía? ¿O debía yo detener el cumplimiento de su voluntad por unos reparos que el Consejo desestimaba? Aun también pueden equivocarse Vuestras Señorías en decir que me los representase el Prelado, porque sobre este punto jamás hemos entrado en discusión. No puedo pasar en silencio lo que Vuestras Señorías añaden de no saber si hemos llegado al término o fin de la comisión y su cumplimiento después de tantos meses, porque parece que esta última expresión me tacha en algún modo de querer yo alargar un negocio fastidioso, en que los mismos que me censuran me ponen trabas y dilaciones; que tal vez me ha detenido dos veces a la muerte y que sólo retengo por principios de honor y porque, esclavo siempre de mis deberes, sé y he sabido sacrificar a ellos todos mis gustos y afecciones. Además, si Vuestras Señorías no ignoran la multitud de partes de mi cometido, si éstas son tales que han detenido a toda una junta de Patronos por quince años, y si a cada paso nacen y se hallan nuevos ramos que me ocupan y distraen, prescindiendo por ahora de mis largos males, ¿será culpa mía allanar en algunos meses lo que la Junta o no ha querido o no ha podido hacer en tantos años? Pero pasemos adelante, y puesto que Vuestras Señorías dicen no quieren detenerse en las providencias económicas que todas giran precisamente hacia los pobres enfermos, quienes son en esta parte los testigos más abonados, a ellos apelo para que me juzguen, así de las que he tomado hasta aquí, como de las que siga tomando, aunque pudiera a Vuestras Señorías añadir sobre estas providencias que hay, según se dice, más aseo y cuidado que antes había; que los enfermos comen tal vez mejor; que asisten a esta santa obra el mayordomo y capellán, lo que antes no se hacía; que hay una cuenta y razón desconocidas hasta ahora; que se han corregido no pocos abusos importantes; y que de todo ello resulta en las raciones un ahorro que cualquiera de Vuestras Señorías puede ver con facilidad, y muchos individuos del Ilustrísimo Cabildo han reconocido y palpado, sin que los pobres dejen de ser por esto a lo menos tan bien asistidos y tratados como antes eran. Otro cargo de Vuestras Señorías he notado con admiración, y es el de que en cuantas providencias se han tomado relativas al Cabildo, a sus individuos y subalternos, manifestase desde los principios la mayor desconfianza, o ninguna correspondencia. Yo he tratado y trato familiarmente con individuos del Cabildo; he paseado con ellos, bebido en sus casas, y ellos en la mía; a cuantos me han buscado, he expuesto mis

ideas con franqueza; a cuantos han querido, he manifestado aún más de mis providencias que debiera. ¿Vuestras Señorías me culpan de desconfianza, o ninguna correspondencia? ¿Y cuál ha sido la del Cabildo hacia mí? ¿Ha tenido ninguna de las franquezas de que yo he dado ejemplo? ¿Me ha dicho su modo de pensar, como yo lo he hecho a cuantos individuos suyos me han querido oír? Pero pasemos a las dos pruebas que Vuestras Señorías alegan de esta desconfianza. El señor canónigo Delgado era Patrono del Hospital de Dios Padre, abrióse la curación del gálico en este Hospital, y yo reasumí en mí todas las facultades sin contar con el Cabildo ni el Patrono nombrado, fijé las papeletas para que acudiesen los enfermos a ser admitidos por mi persona y concurrí a la admisión sin pasar un recado de atención o convite al Patrono, como lo hice a otros. Pudieran Vuestras Señorías añadir «individuos del Ilustrísimo Cabildo», pues que lo fueron todos los convidados. Pero voy a lo sustancial del cargo: reasumí, es cierto, las facultades del Patrono del Hospital de Dios Padre, porque creí y creo tener en mí las de todos mientras dure mi comisión. Mas encargué al administrador se lo dijese así de mi parte, y aun añadí que, teniéndolo entendido, me era indiferente el que las papeletas se fijasen en su nombre o en el mío; así que si el administrador olvidó mi recado no es culpa mía, ni Vuestras Señorías deben motejarme por ello. No le convidé, también es cierto, el día de la admisión. Pero si este señor es para mí del todo desconocido, y este convite, según se me informó, es sólo de amigos y personas íntimas, ¿debí acaso hacerlo? ¿Y no soldé bien este, sea en hora buena, desaire hacia el Cabildo con haber convidado para el mismo fin a cinco o más individuos suyos? Segundo cargo: En los oficios que he pasado al Cabildo y a sus individuos he señalado día, hora y lugar, y no los he precedido del menor recado. Aun aquí, Señores, proceden Vuestras Señorías un tanto equivocados: dos solas veces he tenido que entenderme con el Ilustrísimo Cabildo, una sobre la entrega de papeles del Hospital de Dios Padre, en que todo lo dejé a su arbitrio en mis oficios de 11 de mayo y 12 de junio, pidiéndoles expresamente en el 17 me señalasen día y hora para que mi escribano pasase a entregarse de ellos, como en efecto la señaló el Cabildo, según su oficio de 20 del mismo mes. Mi segunda contestación con el Cabildo fue accidental. Por un oficio idéntico, a todos los Patronos los cité en ciertos días para el recuento y traslación de caudales. El señor canónigo Delgado pasó por sus males, según expresó en su respuesta, la llave que obraba en su poder al Cabildo. Yo había llenado y distribuido todos los días con estas diligencias; debía además salirme a convalecer; ¿es pues extraño que no dejase entonces en manos del Ilustrísimo Cabildo la elección de día y hora para el recuento? En suma, sobre mi falta o exceso de atención, apelo y apelaré siempre a todos mis oficios, porque me precio de urbano y bien criado. Si con los Patronos particulares no he gastado recados de prevención, ha sido cierto porque llevando mi escribano mismo todos los oficios, era ociosa esta formalidad, y porque de otro modo, siendo tantos los Patronos, estos cumplidos nos hubieran embarazado. Además, Señores, ninguno de los Patronos se ha quejado de ello hasta ahora, y mis oficios no son otra cosa que urbanidad y nimias atenciones. Vuelve a decir que a ellos apelo y por ellos quiero que se me juzgue. Por

lo demás, saben Vuestras Señorías que el señalamiento de día y hora me corresponde, y que si como Meléndez puedo someterme y allanarme a todo, como ministro del Rey no puedo hacerlo. También me sindican Vuestras Señorías porque pido en el día cuentas con justificación a los administradores eclesiásticos de todo el tiempo de su administración. Vuelvo a repetir que en procediendo sin pleno conocimiento de los datos, es muy fácil equivocarse. Yo, después de haberlo consultado con quien podía darme las luces más llenas en este punto, lo mandé así en efecto en un auto del mes de marzo, contentándome con los posibles recados de justificación. Moviome a ello, además, lo literal del auto de 12 de febrero, el ser esto indispensable en un establecimiento nuevo y el no poder yo saber de otro modo las rentas ciertas con que debía contar. Pero ¿qué no hice? ¿Qué no hablé a los mismos administradores para ponerlos en estado de darlas? Apelo a ellos, a alguno de Vuestras Señorías, y a cuantos del Ilustrísimo Cabildo me han oído, porque a todos, a todos sin excepción, manifesté que no venía a reñir, que mi carácter no era la nimiedad, y que siempre al tomarlas me haría cargo de las circunstancias. Sin embargo, consulté al Consejo sobre el mismo asunto, y éste me manda expresamente en 25 de agosto: Tomad a los administradores cuentas generales o de todo el tiempo que respectivamente sirvan sus encargos los actuales. ¿A quién pues seguiré? ¿A Vuestras Señorías, que, en nombre del Cabildo, quieren que sobresea en estas cuentas, o al Consejo que me las manda tomar? Por lo demás, yo no tengo la culpa, ni de que las raciones de los enfermos hayan salido en el año pasado de 90 en el Hospital de la Magdalena a 8 reales y 20 maravedises, en el de Santa Escolástica a 7 reales y 15 maravedises, en el de la Misericordia a 7 y 20, en el de San Joaquín a 9 y 16, y en el de Dios Padre a 14 y 7, como estoy pronto a manifestar a Vuestras Señorías si gustan de tener esta curiosidad; ni de las voces que Vuestras Señorías me dicen se han esparcido de que las cuentas de los administradores están llenas de falsos datos, que se han enriquecido a costa de los hospitales, que los Patronos las han consentido y mirado con el mayor abandono, y hasta los Prelados igualmente en sus visitas. Tal vez los mismos administradores las habrán motivado con su injusta resistencia a darme cuentas; tal vez algún maligno las habrá sembrado para indisponernos; o, lo que es más natural, serán efecto de la ociosidad de las gentes y de ver que hoy se ejecuta lo que se ha resistido por tantos años. Y ciertamente yo me admiro mucho que Vuestras Señorías hagan tanto empeño en hablillas y voces vanas, cuando está tan fácil y a la mano el modo de desvanecerlas, a saber: dar los administradores las cuentas que se les piden, y resultar de ellas el orden y la economía que de necesidad habrán tenido los hospitales, puestos como lo han estado a los ojos de los Patronos. Además, ¿qué no se ha dicho y dice de mí por el partido opuesto a la reunión? Y, sin embargo, de ser bien mirado y escrupuloso, yo callo y callaré a todo, porque el hombre de bien consulta más su corazón que las vanas hablillas de las gentes. En fin, Señores, yo venero al estado eclesiástico, porque conozco su necesidad y el orden que ocupa en la sociedad civil, pero sería bien duro quererme hacer responsable de lo que otros digan sobre mi comisión. Vuestras Señorías culpen a quien lo esté y

penetrémonos todos de que andar deteniéndonos en parlerías es distraernos del fin principal y del camino del bien público. Animémonos de un vivo deseo de este bien, y concurramos, cada uno según pueda y deba, a efectuar la reunión de los cinco hospitales. Que después, los Patronos en el Consejo por mi expediente y el público en Ávila por lo que vea y palpe, podrán juzgarme con pleno conocimiento y culparme según mis obras. Vuestras Señorías perdonen esta larguísima contestación, que me ha sido precisa para responder a los muchos cargos del oficio de Vuestras Señorías, y sírvanse, yo se lo suplico, ponerla en noticia del Ilustrísimo Cabildo, ofreciéndole mis verdaderos y sencillos respetos. Dios guarde a Vuestras Señorías muchos años. Besa las manos de Vuestras Señorías su más atento servidor. Ávila y noviembre 25 de 1792. Juan Meléndez Valdés

- 13 Representación hecha a Su Majestad pidiendo la exoneración de tributos y derechos

29 de noviembre de 1792 Señor: El Hospital General de Nuestra Señora de la Misericordia de la ciudad de Ávila y don Juan Meléndez Valdés, del vuestro Consejo en la Chancillería de Valladolid, su actual visitador, confiados en la paternal piedad de Vuestra Majestad, a sus reales pies, dicen que siendo las rentas de este Hospital apenas suficientes para el preciso socorro y asistencia de los muchos pobres enfermos que concurren a él a curarse de todos sus males (singularmente después que, reunidos en uno erigido en tal Hospital General los cinco particulares que había antes de ahora en dicha ciudad sin exclusión de ciertas dolencias que por sus constituciones particulares no se curaban en ellos, admite ya indistintamente a todos los pobres y les presta sus auxilios necesarios en sus enfermedades), se halla con el gravamen de adeudar derechos por todos los consumos, como cualquiera otro particular, en vuestras aduanas; y siendo vuestro Hospital rigurosamente necesitado, casa de caridad, y cuanto tiene y tenga lo expenderá siempre en el socorro de los pobres enfermos de los vastos estados de Vuestra Majestad, no es compatible con la real e ilustrada piedad que anima todas las obras de Vuestra Majestad, el que quiera continúe sobre él esta pesada carga. Tal vez el no habérselo representado los Patronos a Vuestra Majestad, tal vez la desidia de sus administradores o el no querer ni unos ni otros molestar sus reales oídos con ruegos y demandas, habrá sido causa de no verse hoy libre de esta contribución; y por lo mismo, y no siendo ella sino de mil reales escasos, pues en el año pasado no ascendió más que a

978 reales, el Hospital General, y su visitador en su nombre, imploran rendidos la real piedad de Vuestra Majestad y le suplican se sirva concederle la libertad de derechos de aduana para todos los géneros de su consumo y el de sus pocos dependientes. Así hará Vuestra Majestad una limosna verdaderamente acepta, y el Hospital podrá socorrer más bien según su piadoso instituto a cuantos pobres enfermos lleguen a sus puertas. Ávila y noviembre 29 de 1792. A los reales pies de Vuestra Majestad, el Hospital General de la ciudad de Ávila y su visitador, Juan Meléndez Valdés

Tercera representación al consejo

20 de enero de 1793 Muy piadoso Señor: Tercera vez vuelvo a molestar la atención de Vuestra Alteza, aunque le distraiga en sus gravísimas ocupaciones, porque el espíritu de partido, la ignorancia, las preocupaciones o el interés, que dominan en los Patronos de estos hospitales en cuya reunión estoy entendiendo, ni me dejan dar un paso en el desempeño de la comisión que Vuestra Alteza me ha confiado, ni lo harán jamás sin un severo escarmiento de Vuestra Alteza en defensa de su autoridad menospreciada y del honor de un ministro suyo, estrecho ejecutor de sus preceptos. Desde la cama, y en lo más peligroso de mi recaída en la grave enfermedad que he padecido, representé a Vuestra Alteza los estorbos que se me ponían por el Cabildo de esta Catedral a la traslación a la Real Tesorería de los caudales de los hospitales suprimidos, ínterin se formaba el archivo general para su custodia, al inventario y traslación de las alhajas de sus capillas prevenido por Vuestra Alteza en su resolución de 25 de agosto, con otras cosas y puntos que todos demostraban que a nada más tiraban este Cabildo y su Reverendo Obispo que a hacer eterna mi comisión, para consumirme y aburrirme en ella, y obligarme por este medio a abandonarla, dejando en la ciudad los cinco hospitales que ellos quieren, los cinco administradores, presbíteros todos, y envueltos con sus administraciones en negocios y manejos temporales, y la administración disipada e informal que hasta aquí han tenido todos ellos. Clamaba porque Vuestra Alteza, en cumplimiento de su circular de 6 de mayo de 1778, hiciese salir inmediatamente de esa corte a don José Vicente de la Madrid, Doctoral de esta Iglesia y diputado de ella para estos negocios, que así por su influjo y sus manejos como por sus principios y operaciones, era, en mi entender, el alma de toda la oposición, y suplicaba rendidamente a Vuestra Alteza que, dejándome libre en mis operaciones por medio de una providencia tan severa como indispensable, me residenciase después rigurosamente por todas ellas y me impusiese la justa pena que mereciese, si me hallaba culpado. Esta representación, que exigía un pronto despacho, aún no la he tenido y me obliga a clamar de nuevo

sobre todos los puntos y hablar a Vuestra Alteza en este día con la firmeza y claridad que acompaña siempre la justicia y a una buena causa. Desde el punto en que empecé a convalecer de mis males, proveí en 24 de septiembre el auto (testimonio n.º 13) para que los administradores me diesen las cuentas generales de todo el tiempo de su administración, según el capítulo literal y expreso de la real orden de Vuestra Alteza de 25 de agosto (testimonio n.º 2), señalando a cada uno el plazo y término competente para formarlas, aunque ya lo debieran haber ejecutado desde mi auto de 30 de mayo (testimonio n.º 1), y conminándolos con varias penas y multas en caso de no ejecutarlo así. Callaron los administradores a mi provisión, y yo procuré con suavidad y aun manifestándoles la orden misma de Vuestra Alteza, hacerles ver la necesidad en que se hallaban de obedecerla. Concluyéronse los plazos, y no compadeciendo ninguno a mi presencia, les intimé nuevo auto en 19 de noviembre (testimonio n.º 4), señalándoles el segundo día para la presentación de sus cuentas. No fui tampoco obedecido, y así volví a mandarles por tercera vez (auto n.º 3) me las presentasen en el día y cumpliesen la suprema voluntad de Vuestra Alteza, repitiéndoles las conminaciones hechas antes. Salieron con el pedimiento (n.º 6), cuyas débiles razones y falta de verdad están demostradas en el auto que sobre él proveí (testimonio n.º 7). Pero nada bastó para obligar a los presbíteros a que me obedeciesen, y así los di por incursos en las penas y multas que les eran impuestas en mi segundo auto de 24 de septiembre, nombrando un perito bien inteligente en cuentas para que por sí las formase, mandándole entregar así los documentos y papeles que obran en su poder para otros fines como los que tenían en el suyo los nuevos administradores (testimonio n.º 8). Fue preciso, para notificarles este auto, repetidas diligencias de mi escribano y el término de seis días, en que parece se ocultaban de propósito para burlarse de mi autoridad. Yentonces, en el día siete de diciembre, salieron los presbíteros administradores con nuevo pedimiento (n.º 9), repitiendo las razones alegadas ya y pidiendo testimonio de él y de mi providencia. Pero el auto a él proveído por mí, y mandándoles dar testimonio de todo y de la misma real orden de Vuestra Alteza, manifiesta su debilidad, y que cuantos efugios quieren alegar estos presbíteros son contra ellos mismos, y no bastan a eximirlos de la residencia que se les pide, y así, volví a condenarles con la multa de 200 ducados de vellón impuestos ya en providencia de 28 de noviembre si no entregaban en el día mismo de la notificación los papeles que obraban en su poder al perito nombrado por mí para que formalizara las cuentas (testimonio n.º 10). Mas ellos, rebeldes siempre a mis providencias y engreídos siempre por desgracia con el patrocinio del Reverendo Obispo, como se dirá después, continuaron en su injusta resistencia y me obligaron a mandar en mi auto de 12 de diciembre (testimonio n.º 11) librar exhorto suplicatorio al Reverendo Obispo para que les exigiese de sus bienes y rentas las multas en que estaban legítimamente incursos por su desobediencia a siete autos de un ministro de Vuestra Alteza en ejecución de una orden literal y expresa suya, que les era bien notoria. Acompañé el exhorto bien construido con el capítulo de la orden de Vuestra Alteza, mis autos y providencias y las pretensiones y pedimientos de los presbíteros con mi oficio (n.º 12) en el que también reconvenía al

Reverendo Obispo con los estrechos encargos que Vuestra Alteza le tiene hechos, en su acordada de 25 de agosto, para que auxilie mis providencias y no me impida de modo alguno mis funciones. Mas viendo que este Prelado dilataba como de propósito el cumplimiento del exhorto y no dudando que por sus principios y conducta, a una con los administradores y el Cabildo, tiraba y tira a aparentar dificultades y dilaciones, hijas, más que del celo, de la preocupación de un espíritu de cuerpo perjudicial, me vi en necesidad de librarle nuevo exhorto sobre el mismo fin, acusándole de su detención (testimonio n.º 13), al cual me contestó en el auto de su cumplimiento que, «tratándose de exigir multas de 200 ducados a cinco presbíteros de los que alguno con las licencias correspondientes se hallaba ausente de esta ciudad, era indispensable proceder en la práctica de sus diligencias con el pulso que de rigurosa justicia exige el asunto». ¿Quién no esperaría al ver esta respuesta judicial de todo un Prelado de la Iglesia, que el Reverendo Obispo o cumplimentase, o negase el cumplimiento al citado mi exhorto, según las leyes y la razón lo dictaban? Pero he aquí que sale por último y después de larga meditación de dieciséis días con el ilegal y extraño medio de desentenderse de todo y remitir el exhorto original a Vuestra Alteza, según me dice en su oficio de 30 de diciembre (testimonio n.º 14), habiéndome causado la detención y pérdida de todo este tiempo con tan extraño y miserable efugio. En su vista, y sosteniendo yo la autoridad de Vuestra Alteza, acordé en 2 del corriente expedirle tercero y más estrecho exhorto conminándole con el pago de las dietas y costas que devengase por su detención y con darlo todo en queja ante Vuestra Alteza (testimonio n.º 15), que acompañé de un oficio (n.º 16) en que le repetía las mismas amenazas. Mas este Prelado, tenaz en sus principios de oposición, halló la misma salida de remitirlo original a Vuestra Alteza, y así me lo avisó en 9 del corriente, atándome, por decirlo así, las manos en este importante punto, en que no dudo aparecerán a su tiempo la informalidad y el menoscabo de las rentas de los pobres, de una parte, y de la otra, el descuido, la negligencia, el abandono y, tal vez, la avaricia devorando por tantos años los bienes de los mismos pobres. Permítame Vuestra Alteza hacerle aquí la exposición de las razones que alegan los presbíteros en sus dos pedimientos y que apoya injustamente el Reverendo Obispo, para darle toda la luz necesaria a la decisión de este grave punto de mi consulta. A tres pueden reducirse, a saber: a que las cuentas se hallan recibidas y aprobadas por los Patronos y aun reconocidas por santas visitas; a que no obran en su poder los documentos necesarios para su formación; y a que no pueden desobedecer al Reverendo Obispo, que les tiene mandado (sin decirse ni saber cuándo), en vista de un recurso que a él hicieron, no me diesen más cuentas que las de los años corrientes. Pero ya yo representé a Vuestra Alteza, en mi primera consulta de 11 de junio, las muchas informalidades que hallaba sobre las cuentas aprobadas, y de que hablaré con más detención adelante. Y Vuestra Alteza en vista de ello resolvió lo que tanto resisten los presbíteros administradores y su Prelado. Así que esta su primera razón, y la más fuerte en su opinión, queda ya de ningún efecto después de la decisión de Vuestra Alteza. La segunda, de no obrar en su poder los recados y documentos de

justificación para formalizarlas, es en parte falsa y en parte en perjuicio de los mismos que alegan. De los cinco administradores, los dos de los hospitales de San Joaquín y Dios Padre las tienen en efecto formadas y corrientes, según me han expresado y aun el primero me las presentó en otro tiempo, y sólo resiste a darlas hoy por el precepto del Reverendo Obispo. El del Hospital de la Misericordia tiene en mi poder y para otros fines todos los borradores de las suyas, los diarios y recados de justificación. Estos mismos papeles deben depositarse en el archivo, como se ve por lo perteneciente a la administración de Santa Escolástica, según auto de visita del Reverendo Obispo de 20 de abril de 1786, parándole de lo contrario perjuicio al administrador que no cuide de hacerlo (testimonio n.º 17). Yen mi poder y para otros fines obran los diarios de cuentas de varios años de la administración del Hospital de la Magdalena, además de haberme yo contentado en mi primer auto de 30 de marzo con que me presentasen los posibles recados de justificación y de deber. Éstos y todos los papeles y diarios obran en el archivo de cada Hospital, según la práctica de toda buena administración y lo mandado por el Reverendo Obispo para el de Santa Escolástica. Pero esta buena administración no la ha habido, Señor, y la resistencia de los presbíteros es toda, según creo, por este temor. La tercera razón que alegan aún es de menos peso, porque ni ellos debieron recurrir al Reverendo Obispo con tan extraña pretensión, ni lo hicieron en tiempo ni se sabe cuándo, ni el Reverendo Obispo debió mandarles ni determinar nada sobre este punto, ni hay facultades en él para suspender la ejecución de una orden de Vuestra Alteza, ni en otro que en su ministro comisionado las necesarias para llevarla a ejecución y oír sobre ello a los interesados. Aquí es singular una reflexión del Reverendo Obispo, que me inculca y repite en sus oficios, a saber, que tiene representado sobre ello a Vuestra Alteza, y que por lo mismo debo yo suspender la ejecución de sus órdenes. Extraño modo de discurrir, y medio bien fácil a la mano de eludir cualquiera providencia y de burlarse impunemente de toda autoridad: buscar la parte ofendida una persona constituida en dignidad, acogerse a su sombra, mandarle ésta resistir al precepto aunque sin facultades ni jurisdicción para entrometerse en el punto que se disputa, representar luego sobre ello al Tribunal y creer que entre tanto se puede suspender una orden decisiva y terminante de ese mismo Tribunal acordada sobre consulta de un ministro imparcial y ejecutor de sus preceptos, y por las razones y causas más justas y más graves. Estas causas fueron, como representé a Vuestra Alteza en mi consulta de 11 de junio, las mismas expresiones del auto de 12 de febrero de 1776, que manda se tome por la junta, que en él se creaba, estrechas cuentas a los administradores, el ser esto como propio de un establecimiento nuevo donde no pueden saberse ni su verdadera renta, ni sus obligaciones, sino por medio de una estrecha cuenta y general, no pudiendo tenerse con certeza justa de los particulares; el que habiendo reconocido los libros maestros de entradas y salidas de enfermos y los diarios de varios años, he hallado contra los hospitales crecido número de raciones, pasando muchos meses de ciento y aun de doscientas las que se cargan por los diarios sin resultar por los libros maestros; el que estos diarios ni están ni han sido nunca intervenidos por los Patronos en ningún Hospital; el que las cuentas que

los Patronos han tomado pueden haber tenido poca formalidad, porque yo no veo que ningún hombre pueda juzgar después de once meses de los gastos de un Hospital por sólo un diario simple e informal presentado entonces por su administrador como hasta aquí ha sucedido; el hallar en los libros maestros de entradas y salidas partidas postergadas y muchos enfermos sin que se sepa el día de su salida del Hospital, el tiempo de su mansión en él, y de aquí las raciones que devengaron. El que estas raciones salen por escándalo el año pasado de 91 en el Hospital de la Magdalena a 8 reales y 20 maravedises; en el de Santa Escolástica a 7 reales y 15 maravedises; en el de la Misericordia a 7 reales y 20 maravedises; en el de San Joaquín a 9 reales y 16 maravedises, y en el de Dios Padre a 14 reales y 20 maravedises; el que tres de los cinco administradores han entrado a servir después del auto de 12 de febrero que se me mandaba ejecutar; y que por todo esto y por otras muchas particulares observancias que tengo hechas sobre los libros y documentos se convence con evidencia la poca o ninguna formalidad que ha habido en las cuentas y razón, y que todo ha estado hasta aquí sobre la conciencia y fe de los administradores. Yo dejo a la prudencia de Vuestra Alteza el pesar las razones que acabo de exponer y dependen del discurso. Cada cual es libre en su regulación, y a mis cortas luces y talento puede parecer grave lo que en sí mismo y para Vuestra Alteza será liviano y de ningún valer. Pero mi obligación está interesada en demostrar con documentos las que son de mero hecho, y en asegurar por este medio más y más a Vuestra Alteza esta justicia de su sabia resolución sobre la toma de cuentas generales, que tanto me quieren resistir y murmuran este Reverendo Obispo y sus presbíteros administradores. De los estados pertenecientes al año de [...] y a los hospitales de la Misericordia, la Magdalena y Santa Escolástica, sacados con el mayor escrúpulo de sus libros maestros de entradas y salidas y de sus diarios de gastos firmados unos y otros por los presbíteros administradores, verá Vuestra Alteza bien claro la grande diferencia de los primeros con los segundos, y la ninguna correspondencia de los diarios con los libros, correspondencia que debiera haber en una no escrupulosa, sino mediana administración, porque, no pudiendo constar más raciones que las de los enfermos existentes y constando éstos individualmente de los libros maestros de entradas, los diarios del gasto deben convenir escrupulosamente con estos libros y ser una expresión suya tan sencilla como exacta. No he podido hacer este cotejo con los libros y diarios del Hospital de San Joaquín, porque ni en él he hallado tales libros de entradas ni ninguna formalidad en este ramo, ni más que unos cuadernetes sucios y sin forro, cuales no se tendrían en la más miserable taberna; ningún arreglo ni exactitud, y cuales Vuestra Alteza podrá reconocer por los tres meses primeros del año de 91 que he querido copiar para que Vuestra Alteza se conduela al verlos del abandono y estado miserable que estas cosas han tenido, y desprecie de una vez para siempre las quejas y clamores de los presbíteros administradores. Tampoco remito a Vuestra Alteza estados comparados del Hospital de Dios Padre, porque curándose en él sólo el mal gálico y en una escasa temporada de cuarenta días de primavera, y entrando y saliendo todos los enfermos en un mismo día señalado para ello por su Patrono, no puede haber lugar a estas diferencias como en los demás. Pero por la declaración que para otros

fines he recibido de su administrador, verá al mismo tiempo Vuestra Alteza que ni en él era por esto más escrupulosa y económica la administración; que sus enfermos toman las raciones exorbitantes de cinco y aun de diez libras de pan, una y dos de carnero, y media azumbre y una de vino; que las panaderas, el pastor, el aguador, y parece que cuantos iban a él, iban sólo a comer y beber, y que pudieran con sobra reducirse sus raciones a la mitad de lo que son. De la diligencia (n.º 2) aparece asimismo que tampoco se hallan intervenidos los diarios del gasto de los hospitales, a excepción de los de la Misericordia que se ven con una rúbrica, sin saber de quién sea, y de la diligencia n.º 3 resulta bien claro hallarse en los libros maestros de entradas y salidas partidas postergadas y enfermos que han entrado sin que se anote ni sepa el día de su salida. Los estados demuestran, asimismo, el excesivo coste de las raciones de los enfermos en el mismo año, ninguno de los cuales se ve jamás a dieta ni ha dejado de comer ni de beber vino, y que por una razón media salen a 9 reales vellón y 15 maravedises diarios. Y de la diligencia n.º 4 resulta, por último, que sólo los administradores de Santa Escolástica y Dios Padre son anteriores al auto de 12 de febrero que Vuestra Alteza me ha mandado cumplir y ejecutar. Así que todos los hechos que representé a Vuestra Alteza en mi consulta de 11 de junio, y que en gran parte influirían en su justa resolución, son ciertos e inconcusos. El testimonio adjunto, que abraza siete meses de la administración y gobierno que tengo establecido, manifiesta en sus estados los grandes ahorros hechos por mí, y que, mejor asistidos y cuidados los pobres, como en efecto lo están, al menos se habrá economizado a tres reales y medio por enfermo, aunque se quiera dar a cada uno dos reales y medio de gastos de administración y otros menudos, cantidad que ciertamente no llegará en los siete meses por los mismos estados de raciones de enfermos. Las economías hechas hasta ahora pueden ascender a 35.000 reales, y acaso cubrirán las dietas y derechos causados por mi comisión. Y en vista de estas verdades, ¿osan los presbíteros administradores desobedecer la acertada providencia de Vuestra Alteza? ¿Osa murmurarla el Cabildo? ¿Osa representar sobre ella el Reverendo Obispo, dilatar el cumplimiento de mis exhortos, apadrinar la resistencia de los administradores y censurarme de duro y criminal? ¿No es bien acreedor este Prelado, que debiera dar a sus súbditos ejemplos continuos de obediencia y respeto a Vuestra Alteza, de que carguen sobre él las dietas y costas de dos meses y más que me detiene con sus providencias e ilegales efugios? ¿No es bien acreedor el Cabildo, que tiene un comisionado ante Vuestra Alteza para contrariar mis pasos y estorbar la reunión que tan a su pesar estoy ejecutando, de una grave multa que lo escarmiente? ¿No lo son a las que les tengo impuestas los presbíteros administradores por su tenaz desobediencia a siete autos y a una orden tan expresa de Vuestra Alteza? Los pobres, Señor, no deben pagar estos gastos voluntarios. Si yo me he excedido en mis providencias, caigan en hora buena sobre mí y escarmiénteme como es justo Vuestra Alteza; pero si he sido un mero y exacto ejecutor de sus órdenes, si el Obispo, si el Cabildo, si los administradores las han suspendido y embarazado con efugios y malicias, satisfagan al Hospital, satisfagan, Señor, estos derechos y desagravie así

Vuestra Alteza el honor de un ministro suyo, o desagravie más bien su suprema autoridad ofendida y vilipendiada en él. Yo, por mi parte, no cesaré de clamar sobre este punto, y pido y ruego a Vuestra Alteza que me declare desde ahora por incurso en las multas y dietas con que he conminado a los presbíteros y al Reverendo Obispo, si he obrado mal en ello, o que los declare a ellos y los escarmiente de una vez. No puedo apartarme de este punto sin también representar a Vuestra Alteza que por los reconocimientos que he practicado de las cuentas anteriores y preguntas que he hecho a los antiguos administradores, estoy firmemente seguro de que quedan en ella grandes cantidades de granos y maravedises en resultas que aparecen por cobrar, de cuatro, seis y más años atrás, sin presentar ningunas diligencias y exactitud para su cobro. Bien al contrario, por su culpable negligencia o la de sus antecesores, han perdido los hospitales considerables rentas en censos y foros que tal vez podrían llegar a dos o tres mil ducados anuales, según que sobre ello informaré con exactitud a Vuestra Alteza cuando vuelva a hacer un nuevo y más prolijo reconocimiento de papeles y escrituras para colocarlas en el archivo general que se concluirá de día en día. Es sentado en toda administración, y justo en sí mismo, que el que la sirve dé en sus cuentas o las cobranzas de las rentas hechas o las diligencias judiciales para conseguirlo; y ya este Reverendo Obispo, viendo sin duda el sumo descuido y abandono que en esta parte había, lo mandó así por providencia en la visita que hizo de los cuatro hospitales de Santa Escolástica, la Magdalena, San Joaquín y la Misericordia en el año de 1786, cargando a los administradores en otro caso con la responsabilidad de los efectos que diesen por incobrables. Pero tan justa orden no ha tenido ningún efecto, y la cadena de resultas y rentas por cobrar ha seguido y sigue del mismo modo de uno en otro año hasta el presente. Yo tengo por de rigurosa justicia el hacer cargo de todas ellas a los antiguos administradores; mas veo desde ahora estorbos de parte del Reverendo Obispo, clamores a él por los interesados, y providencias suyas, y exhortos por mi parte que me atrasen y detengan en mis diligencias con escándalo y ruido. A Vuestra Alteza toca declarar si yo, al tomarles las cuentas, he de hacer a dichos administradores los cargos que llevo referidos, o si por el contrario he de sobreseer y contentarme con las cantidades que me den en resultas, sin diligencias judiciales que me acrediten su vigilancia en cobrarlas. Asimismo, es indispensable que Vuestra Alteza apremie estrechamente al Reverendo Obispo para que me deje libre de sus presbíteros a fin de recibirles ciertas declaraciones juradas sobre puntos y objetos de su administración. Conociendo yo esta necesidad y previendo que acaso los presbíteros se resistirían a hacerlas a pretexto de su fuero y exenciones, pasé a este Prelado, bien al principio de mi comisión, un oficio, a que me contestó diciendo cómo era justa la cosa por llana, y mandándoles hiciesen ante mí cuantas declaraciones quisiese recibirles. En efecto, concluidos los inventarios particulares de papeles y escrituras, como hallase yo confiados a solos ellos los archivos sin recibo ni resguardo alguno por donde guiarme para averiguar el número y calidad de documentos y pertenencias que existían en su poder, determiné como por única prueba recibir a cada uno una declaración jurada sobre si retenían, o si sabían del paradero de algunos otros papeles o escrituras para acordar su

recobro. Hicieron entonces los presbíteros sin resistencia alguna estas primeras declaraciones, sin que ni rehusasen el juramento que les pedía ni pensasen desobedecerme. He querido, después, saber con exactitud para mis arreglos y economías las raciones y consumos de los dependientes antiguos de los hospitales, y para ello, porque no consta de los libros de cuentas con claridad y especificación, hallé otro camino de averiguarlo. Proveí un auto en siete de diciembre mandando me declarasen los presbíteros si ellos o algunos de los dependientes gozaban ración de su Hospital, y en qué efectos y cantidades las recibían. Pero he aquí que, habiéndome hecho sin resistencia su declaración jurada dos de los presbíteros administradores, los tres se me niegan a ello por haberles mandado el Reverendo Obispo que no jurasen ante mí de modo alguno. Líbrole sobre ello un exhorto incluyéndole en él mi citado oficio y su respuesta y manifestándole las declaraciones juradas que ante mí hicieron sus presbíteros y la necesidad en que me veía de recibirles otras de nuevo sobre puntos y objetos de sus administraciones, inculcándome bien en esto para desvanecerle cualquier dificultad. Y cuando esperaba yo, como era justo, un cumplimiento llano y sencillo de mi exhorto, salió el Reverendo Obispo con la extraña respuesta de estar «pronto por sí o por su provisor a recibirles las declaraciones juradas que yo necesite de sus presbíteros, si se las remito para ello y estimo necesario las evacuen, con lo demás que Vuestra Alteza podrá ver en el exhorto y el auto de su cumplimiento que acompaño testimoniados, y que así por su estilo como por sus principios es bien digno de atención, y me obligaron al oficio firme y sostenido con que le respondí.» Éste, Señor, es punto gravísimo y que debe parar por un momento la consideración de Vuestra Alteza: un ministro suyo, ejecutor de su voluntad y autorizado con sus órdenes, tiene que recibir cierta información de eclesiásticos en materias y puntos rigurosamente legos, en que ni aun necesitaba la atención de un oficio para con su Prelado. Paselo, sin embargo, únicamente escrupuloso. El Prelado se da por satisfecho, sus súbditos obedecen al ministro del Rey y declaran ante él sin dificultad alguna. Mas cuando les viene bien, le vuelven la espalda y le resisten, y el Prelado autoriza gustoso y da oídos a su desobediencia. ¿No es éste el desaire más manifiesto de la jurisdicción real; un desaire hecho a Vuestra Alteza mismo en mi persona, y que pide de necesidad un escarmiento severo para contener en adelante las pretensiones del estado eclesiástico? Yo le pido a Vuestra Alteza, en nombre de la real jurisdicción y de las leyes, y le ruego además por ellas y por el decoro de la toga, que multando y apercibiendo al Reverendo Obispo, que mande estrechamente haga comparecer desde luego en mi presencia a sus cinco presbíteros para que sobre puntos y objetos de su administración que estime convenientes les reciba las declaraciones juradas que necesitare y que creo indispensables, así sobre las rentas de los hospitales y las personas que les son deudoras como sobre otros puntos y capítulos, según la confusión y oscuridad que a cada paso advierto en todos los ramos. Bien pudiera yo haber entrado sobre los dos puntos anteriores en una competencia bien reñida y ruidosa con el Reverendo Obispo. Pero, además de no haber adelantado nada por este medio, el escándalo y los clamores hubieran llegado al cielo entre estas gentes preocupadas, y yo me hubiera visto en ella más y más desairado. He hecho,

sin embargo, lo que he podido, y el tono y la firmeza con que hablo en mis oficios manifestarán sobradamente a Vuestra Alteza bien claro mis principios y lo que hubiera hecho en otras circunstancias. Otro tanto digo, sobre la asistencia espiritual a los enfermos convalecientes, de su capellán, don Tomás González Durán. En mi primera consulta de 11 de junio y sus testimonios, manifesté largamente a Vuestra Alteza la estrecha obligación en que se hallaba este presbítero, según las cláusulas de su capellanía y la voluntad de sus fundadores, de celebrar su misa, administrar los sacramentos y asistir al consuelo de dichos enfermos en el Hospital General. Mandó, pues, Vuestra Alteza, en su citada carta orden de 25 de agosto, hiciese yo entender al mismo presbítero don Tomás González Durán ser muy justo y conforme a la naturaleza de la capellanía que posee haya de presentar el pasto espiritual a los enfermos convalecientes de la Misericordia, que es el que queda por General, y decir las misas en la capilla que se destine a este efecto de convalecientes, como lo ejecutaba en el suprimido de San Joaquín, añadiendo Vuestra Alteza daba noticia con la misma fecha a este Reverendo Obispo para que haga al referido presbítero las prevenciones y amonestaciones conducentes a que cumpla mis providencias. En virtud de esta orden, dirigí yo con anticipación, en 6 de septiembre, un oficio al Reverendo Obispo para que hiciese al presbítero Durán las prevenciones y amonestaciones conducentes a la justa obediencia que deba prestar a mis autos y providencias (testimonio n.º 30), y, habiéndome respondido en el mismo día se le harían al presbítero capellán las prevenciones necesarias para que cumpliese con dichas órdenes (testimonio n.º 31), mandé después, en el mismo día 6, cumpliese don Tomás Durán las cargas de su capellanía en el Hospital General, celebrase sus misas a hora que pudiesen oírlas los enfermos convalecientes y los asistiese y socorriese en sus necesidades espirituales (testimonio n.º 32). Mas en nada menos pensó el presbítero que en cumplir con la voluntad de Vuestra Alteza y satisfacer a sus obligaciones obedeciendo mis providencias, pues ni puso los pies en el Hospital General, ni cuidó en nada de sus pobres convalecientes, ni celebró en él sus misas, y así me obligó a apremiarle a su cumplimiento con la pena de 50 ducados en 19 de septiembre (testimonio n.º 33). Mas ni por esto se enmendó ni entró en sí el presbítero capellán, y una sola vez en el largo plazo de tres meses se le vio presentarse a administrar el sacramento de la penitencia a los enfermos sin darles otro pasto espiritual. Entonces, y viéndome yo con un oficio del mayordomo del Hospital en que me daba parte de haber faltado en él la celebración de la misa en dos domingos (testimonio n.º 34), quedándose, como resultó después, sin ella los enfermos convalecientes, proveí auto para que mi escribano pasase al Hospital y preguntase sobre ello a los dependientes, poniendo por diligencia sus respuestas (testimonio n.º 35). De ellas resultó el total abandono de este presbítero en el cumplimiento de las cargas y obligaciones de su capellanía, y que ni asistía a los enfermos, ni les administraba los sacramentos, ni aun era conocido en el Hospital (testimonio n.º 36). Entonces, y viendo yo por otra parte que ni tampoco había pensado en explicarles diariamente la doctrina cristiana, en cuya obligación se le conmutó la de la misa diaria con que estaba cargado por un auto del Ordinario de 30 de marzo de 1787 dado a solicitud del mismo

capellán don Tomás González Durán (testimonio n.º 41), mandé en providencia de 6 de diciembre (n.º 37) lo cumpliese todo así, pasando al Reverendo Obispo, con un oficio, testimonio de ella, para que le amonestase y exhortase a su cumplimiento (n.º 38). Mas este Prelado, que ya me manifestó en otra ocasión haberlo hecho así, según dejo representado, se desentendió entonces de mi segunda instancia (testimonio n.º 39), a pretexto de los escrúpulos del presbítero Durán que parece le expresó (son palabras suyas) ignoraba si, no habiendo precedido para la dispensa de localidad, reducción de misas y conmutación de cargas, las formalidades establecidas por derecho, cumplirá o no celebrando las misas en el Hospital de la Misericordia, añadiendo (son también palabras suyas) que siendo estos juicios privativos de los Prelados diocesanos, y como ve que en concepto de tal nada le he ordenado instándome sobre que conozca y determine lo que estime justo, por ahora me he negado a ello, y le aseguré que, dejándome Vuestra Alteza expeditas mis facultades y mandándome el Consejo usar de ellas, me hallará pronto a dar las providencias que me parezcan razonables. En efecto, el presbítero Durán, sostenido sin duda de su Prelado, se negó a oír mis providencias o más bien la resolución de Vuestra Alteza, con el vano pretexto de sus fueros y exenciones (testimonio n.º 40); y los pobres convalecientes siguen, Señor, sin el pasto espiritual que necesitan y que quisieron darles los piadosos fundadores de su capellanía. Rara invención, por cierto, y modo más singular de huir del justo cumplimiento de la obligación y de burlarse de Vuestra Alteza, formar un escrúpulo opuesto, o más bien malicioso, y cesar por él, entre tanto, en el desempeño de los deberes del ministerio. Pero más raro todavía el escrúpulo del Reverendo Obispo, que, a pretexto de que no le dejo expedito sobre este punto cuando tanto le insto y le apremio, y de que Vuestra Alteza no le encomienda su conocimiento, teniéndole tan encargado exhorte al presbítero Durán a que me obedezca, le deja, sin embargo, impune y en su error y malicia, y abandonados en su pasto espiritual los pobres convalecientes. Lo singular es, Señor, que este mismo presbítero que hoy se nos vende por tan delicado y escrupuloso sobre la reducción de sus misas y conmutación de esta carga en la de explicar a los enfermos la doctrina cristiana, la solicitó ardientemente en 30 de marzo de 1787, a pesar de la prohibición severísima que de ello en la fundación se le hace por un memorial que está inventariado entre los papeles del Hospital (n.º 41) y que el Reverendo Obispo, que por desgracia se nos dice hoy no menos escrupuloso, hizo en efecto dicha reducción y supo entonces pasar por todo y disimularlo como lo manifiesta de su decreto. ¿Necesitaré yo en vista de esto volver a recordar a Vuestra Alteza las razones que le propuse en mi primera consulta y las cláusulas de la fundación de la capellanía, que le acompañé testimoniadas, para que apremie con rigor a este presbítero a su justo desempeño? ¿O querrá fingirse aquí y aparentarse por él o su Prelado ninguna conmutación de cargas o dispensa de localidad? ¿Detendrán a Vuestra Alteza las vanas y miserables razones en que quiere tropezar el Reverendo Obispo? ¿No es bien claro que ellas y todo este negocio es el triste fruto de su espíritu de oposición, de su misma adhesión a sus derechos e infundadas prerrogativas, o de sus opiniones o más bien rancias preocupaciones de escuela? En suma, Señor, desde el primero al último caso

que en este punto acompañan testimoniados esta mi consulta, y de ellos y del largo e ininteligible oficio del Reverendo Obispo, podrá Vuestra Alteza informarse más bien así de mi misma delicadeza y miramiento como de la injusta resistencia que he hallado para que Vuestra Alteza vuelva a mandar con estrechez y rigor que el capellán de convalecientes, don Tomás González Durán, cumpla todas las cargas de su capellanía, celebre sus misas, explique la doctrina cristiana, administre los sacramentos y asista espiritualmente a sus pobres enfermos en el nuevo Hospital General, sin excusa ni pretexto alguno, y olvidando por ahora sus escrúpulos. Continuando yo en su arreglo, he creído una de mis primeras obligaciones la de proveerle de buenos y celosos dependientes y hacer al mismo tiempo cuantas economías he hallado compatibles con la buena administración de sus rentas y la asistencia y cuidado de sus enfermos, según que Vuestra Alteza lo manda en su primer auto de 12 de febrero, cuya ejecución me ha cometido. Para todo ello, acordé en 6 de diciembre registrar los libros maestros de cuentas y formar por ellos un estado exacto y puntual del gasto de administración de cada Hospital, así en granos como en maravedises y otros utensilios en el último quinquenio. Y de él aparece subir esta administración dispendiosa a la cantidad de 40.207 reales y 8 maravedises cada año, no contando las muchas raciones que consumían sus numerosos dependientes y que no he podido averiguar, porque, no constando con separación de los libros, y queriendo recibir sobre ello ciertas declaraciones a los presbíteros administradores, se me ha resistido por el Reverendo Obispo esta diligencia, como dejo representado (n.º 47). He tenido por necesario un administrador general, y un mayordomo doméstico que, viviendo en el mismo Hospital, tenga sobre sí su economía y sea como el jefe de los demás dependientes; un capellán que sirva de párroco y viva también en la casa, y esté así más a la mano para el socorro espiritual de los enfermos; un médico; un cirujano; dos practicantes facultativos, como los hay en todos los hospitales, desterrando el abuso de los antiguos enfermeros; dos mozos de por defuera para la limpieza de vasos y cuadras, acarreo de aguas, y botica y demás ministerios bajos; un cocinero; una enfermera; una criada para la misma limpieza en las cuadras de las mujeres; un sacristán y un portero, que aparte las muchas gentes que suelen ir a importunar a los pobres a pretexto de visitarlos, y que cuide y vele sobre las entradas y salidas en el Hospital; un abogado, un escribano, un procurador y un agente en esa corte, para la cobranza de sus juros y demás dependencias. Así que sólo he reducido a dieciocho personas los cinco administradores, cinco capellanes, cinco médicos, cinco cirujanos, ocho enfermeros, tres enfermeras, dos cocineras, una ama de llaves, y cuatro sacristanes, en todo cuarenta dependientes, sin contar los quince agentes, procuradores y escribanos que cada casa tenía separados y que, o no estaban dotados competentemente, y así no servían ni en rigor se les podía mandar o bien consumían con sus raciones, gratificaciones y sueldos una buena parte de las rentas de los hospitales. He nombrado para estos empleos, bajo la aprobación de Vuestra Alteza, a las personas siguientes y con las dotaciones y ración que Vuestra Alteza podrá ver: NombramientosSalarios (reales) Administrador General, el tesorero don Rafael Serrano y Serrano,

con7.700 Mayordomo doméstico, don Antonio de Medina, con la dotación y ración según el reglamento de4.400 Capellán de enfermos, don Manuel Lázaro, con la dotación y ración según el reglamento de2.200 Médico, don Juan Antonio Otero, con4.950 Cirujano, don Manuel de Quevedo, con3.300 Practicantes, Sandalio Velázquez y Alejandro Quevedo, con la ración de enfermo y600(cada uno) Dos mozos de limpieza: Manuel Batalla y Manuel de Davango, con la ración de enfermo y480(cada uno) Enfermera, Josefa Mayorga, con ración de enfermo sin vino y365 Moza de limpieza, Josefa de Arévalo, con ración de enfermo sin vino y175 Cocinero, José Portero, con ración de vino y730 Sacristán, José Portero, menor, con550 Portero, con ración de enfermo y365 Abogado, don Manuel Sánchez del Pozo, con la gratificación de150 Escribano, don Ramón Vidal Tenorio, con la gratificación de150 Procurador, don Luis Araujo, con la gratificación de100 Agente en Madrid, don Bernardo González Álvarez, con los derechos de sus cobranzas y la gratificación de300 27.595 reales He creído deberse dotar estos empleos según lo están, reduciéndome cuanto lo permiten las circunstancias de los tiempos y sus obligaciones, porque estoy persuadido a que sin unos decentes salarios que les den para vivir, ni se puede exigir ni esperar de los que sirvan la vigilancia, el celo y los trabajos con que los cargaré en mi reglamento. Si al que se le emplea no se le paga cumplidamente, ningún buen servicio puede aguardarse de él, y el interés, alma y móvil de los pasos del hombre, o le aparta o le estimula al cumplimiento de sus deberes según se le presenta. Estas dotaciones, además, se hacen hoy para el tiempo por venir, y yo no dudo que por las grandes rentas del nuevo Hospital, y lo bien que serán en él asistidos los pobres, será en adelante más concurrido y frecuentado que ninguno otro de Castilla. Pero al mismo tiempo reconocerá Vuestra Alteza que no pasando el total de mis asignaciones de 27.595 reales, y siendo las de los antiguos hospitales de 40.207 reales y 8 maravedises, he economizado en favor del establecimiento la cantidad de 12.612 reales y 80 maravedises, que es casi una tercera parte del antiguo gasto. Pero no es decible, Señor, lo que así el Reverendo Obispo como el Cabildo y, por desgracia, todos sus dependientes que en esta pobre y desolada ciudad componen el mayor número, han murmurado y declaman contra estos nombramientos. Hubieran querido que hubiese dejado yo en sus administraciones a los antiguos mayordomos, esto es, que nada hubiese hecho; que, al menos, no hubiese sacado la administración y manejo de los caudales del nuevo Hospital de entre las manos de sus clérigos; y, olvidado en fin de mi obligación y siervo de sus deseos, no hubiese consultado en mis elecciones lo mejor, sino su gusto o sus partidos.

Protesto delante de Dios y a la faz de Vuestra Alteza que en ninguna me ha movido ni la pasión, ni el empeño; que he olvidado en ellas mis afecciones particulares y los ruegos de los amigos; que he perdido algunos por esta causa; y que, ansioso sólo del acierto, lo he pospuesto todo a mi obligación y a la utilidad de los pobres. He creído y creo, Señor, que es necesario, que es indispensable apartar por ahora, y aun para siempre, esta administración de las manos de los eclesiásticos. Ocupados ellos en el cumplimiento de sus deberes, esclavos necesarios del Reverendo Obispo y del Cabildo, con otro género de juicios y otras anchuras y mal entendidas epiqueyas, ni han sido, ni pueden ser, ni lo serán jamás, unos buenos administradores. Sean en buen hora asistentes y celadores del ministerio de los legos, y velen y cuiden a los pobres enfermos en sus necesidades espirituales. Por esto todos los cánones, las leyes y pragmáticas de Vuestra Alteza y las autoridades más respetables les prohíben estrechamente estos negociados seculares, que los abajan al ministerio de los legos, y así saber como truecan sus corazones en terrenos y apegados a las cosas de acá, y les dan las pasiones que les veda su santo ministerio, y acaso los vicios más feos. La experiencia lo ha acreditado en el caso presente: ha habido en los años pasados quiebras y menoscabos en la administración de los hospitales. Han perdido éstos, por el descuido y la negligencia de las manos en que han estado, una buena parte de sus rentas. Hay en las cuentas una cadena de atrasos y resultas asombrosa, y que no se hallará tal en ninguna administración; y, sin que sea visto ofender yo las personas de los actuales, he oído no pocas veces comprometida y murmurada su conducta y menoscabada la pureza de su ministerio. Cosas todas que me tienen firmemente convencido a que es indispensable arrancar, para ir adelante, esta administración y cuidados de su poder. Pero ellos, Señor, no quieren conocer estas verdades. Y así, el Reverendo Obispo como su Cabildo han hecho el empeño más ciego en mantener a los presbíteros en esta administración temporal, y acaso por esto sólo me dieron, en el mayor riesgo de mis enfermedades, dos largos y molestos oficios que Vuestra Alteza podrá ver, si desea conocer de lleno su espíritu y sus ideas (testimonio n.º 42). Creo habérseles respondido sobradamente, y que quien lea con indiferencia esta contestación conocerá sin dificultad la debilidad y miseria de las razones de los suyos y la fuerza convincente con que les satisfago (n.º 43). Yo pido y ruego encarecidamente a Vuestra Alteza que las tenga siempre bien presentes, y si esta contestación a los oficios en que el Reverendo Obispo y su Cabildo de propósito y tan a la larga se ponen a hacer su causa y a conculcar mis providencias, no decide sola todos los puntos contestados, desde luego me doy ante Vuestra Alteza por vencido. Me inculco en esto de propósito porque veo, Señor, que se clamará a Vuestra Alteza y se la querrá alucinar diciéndole grandes cosas de la virtud, conducta y méritos de los antiguos presbíteros administradores, y se tachará y acaso, como se ha hecho aquí, se denigrará sin caridad el buen nombre de las personas escogidas por mí. Pero, yo, Señor, las abono desde ahora para en adelante. Las he escogido porque las creo las más a propósito para el bien del nuevo establecimiento, y aseguro a Vuestra Alteza con confianza que, así como prosperará en sus manos, se verán mis trabajos y los justos deseos de Vuestra Alteza destruidos enteramente en las antiguas.

El administrador general es una persona de la más escrupulosa exactitud desinteresada, activa e inteligente, y que, versado en el manejo de las rentas reales por su empleo de tesorero de esta provincia, sabrá dar otra forma a las del Hospital, y ponerlas en el orden y claridad que necesitan. Me ha ayudado y servido de mucho, y por lo que he visto suyo puedo asegurar a Vuestra Alteza que a su celo y amor al bien se debe principalmente la reunión de los cinco hospitales. He exigido de él, sin embargo, una fianza a mi satisfacción de hasta sesenta mil reales, que creo superabundante para los caudales que debe manejar, y según la vigilancia con que la Junta debe tratar este objeto y se prevendrá en el reglamento. El mayordomo doméstico es también como cortado para su ministerio: honrado, inteligente, celoso y caritativo, y tal que cada vez estoy más gozoso y satisfecho de su elección. Me ha dado también una fianza segura de hasta dos mil ducados, que, enlazada como lo está su administración con la general, y habiendo de dar a la junta una cuenta mensual de sus encargos, es más que sobrada para cualquier recelo. Confieso, Señor, sin empacho que en la elección de esta persona ha obrado también mi gratitud: hospedado por un acaso en su casa, y habiéndole debido la asistencia de un hermano en mis dos largas y peligrosas enfermedades, mi corazón naturalmente sensible y agradecido se complace y complacerá siempre en haberle podido ser útil, y se gloría de haber hallado en su persona cuantas calidades pudieran desearse para su ministerio. Perdone Vuestra Alteza que me detenga tanto en este punto, porque veo ya la calumnia y el interés denigrar estas dos personas, y pintárselas con los colores más feos. Pero la verdad y la justicia me obligan a afirmar que en sus manos solas puede librarse en Ávila la seguridad del nuevo establecimiento que Vuestra Alteza me ha confiado, y que así como en ellas yo respondo del éxito feliz de mis trabajos y desvelos, los veo todos trastornados y en el antiguo abandono si Vuestra Alteza presta sus oídos a las maliciosas tachas que sin duda les opondrán el Cabildo y el Reverendo Obispo. Otro tanto digo del médico y el cirujano. Valime en el principio interinamente para mis diligencias de don Antonio Serna, médico de esta ciudad, y que ciertamente me fue bastante útil en mis primeros reconocimientos, y, lo digo sin rebozo, a pesar de lo desgraciada que ella es en profesores médicos y de que a una y por todas partes se oyen clamores y murmuraciones contra ellos y su habilidad, Serna lo hubiera sido del Hospital General, porque en mi genio agradecido y ansioso por remunerar hasta el menor servicio, me hubiese sido muy duro y cuesta arriba darle de mano y hacer otra elección. Pero Dios parece que quiso desengañarme con dos meses largos de enfermedad, y mirar de este modo por la salud de los pobres. En ella me vi en necesidad de recurrir de apelación al médico que he nombrado, titular de la villa de Piedrahíta, y al cirujano Quevedo, también de la misma villa. Los tuve a mi cabecera muchos días, pude después en mi convalecencia tratarlos, conferir y conocerlos a fondo, y me creo obligado en conciencia a confesar a Vuestra Alteza que sus luces o instrucción son superiores con grandes ventajas a cuanto hay en esta ciudad; que por la práctica y pasantía de uno y otro en los Hospitales Generales de Salamanca y Madrid, hace el nuestro una bien

preciosa adquisición en los dos, y que Vuestra Alteza, sobre mi honor y mi conciencia, puede y debe aprobar estos nombramientos, clamen cuanto quieran el médico Serna, el Reverendo Obispo y su Cabildo. Pero no basta que Vuestra Alteza los apruebe. Es además preciso que cierre desde ahora la puerta a la malicia y al espíritu de oposición que veo ya armados para molestar a cuanto sea obra y elección mía en volviendo yo la espalda. Se dice, se proclama así, y aun se tiene la osadía de querer apartar de mí con estas amenazas y retraer de sus ministerios a los mismos agraciados. Por esto, y para asegurarlos en la justa confianza que deben tener en un ministro comisionado de Vuestra Alteza, he acordado escrituras en su nombre y en el del Hospital por seis años con todos ellos, atando así y ligando más estrechamente los intereses recíprocos de unos y otros. Y así que yo tengo por igualmente necesario el que Vuestra Alteza apruebe todas mis elecciones y que, avocándose así perpetuamente las de administrador, mayordomo, capellán, y agente a propuesta de la junta como diré en mi reglamento, acuerde desde ahora que así éstos como el médico y cirujano actuales no puedan nunca ser despedidos sino por Vuestra Alteza, a representación de la Junta y con justas causas. Es también necesario que Vuestra Alteza me dé sus órdenes para que disponga y enajene, como pienso en hacerlo de otras cosas y muebles inútiles, una gran porción de frontales, ornamentos de iglesias, retablos y vasos sagrados que, con la profanación de las capillas de los hospitales suprimidos y reunión de todo en la del General, están en él tan de sobra que nunca podrán servirle. Llegarán a cuarenta los frontales, a pocas menos las casullas, y así de lo demás. Cuatro son las lámparas, y dos las arañas de plata, sin saberse dónde poder colocarlas. Así que se separará lo mejor y más útil, y lo demás, vendido, podrá cubrir una parte de los gastos hechos en mi comisión. Otro tanto digo de los altares que aún permanecen en las capillas de los hospitales suprimidos, y que serán bien fácil acomodar y vender en las iglesias de este obispado, reservando como propuse a Vuestra Alteza en mi primera consulta los de las primeras fundaciones, en que tanto se embarazan los patronos, y que, trasladados como allí dije a la capilla del General, aún se podrá verificar para acallar los escrúpulos suyos, el que se cumpla en ellos y sobre sus aras lo material de las fundaciones. Nada de esto necesitaría consultarse a Vuestra Alteza ni ocuparle. Pero yo veo nuevas oposiciones del Reverendo Obispo cuando quiera arreglar estos puntos y poner la mano en ellos, y aunque sin haber procedido a nada ni determinándolo, me manifestó su oposición en un oficio (n.º 51), a que le respondí con la llaneza y sencillez del n.º 92, porque a nada quiero ni pienso determinarme sin la resolución de Vuestra Alteza. He mandado también se proceda a nuevos arrendamientos de las haciendas y propiedades del Hospital General, ya por haber hallado cumplidas de muchos años otras no pocas escrituras, ya porque no suele haberlos en muchos casos, sino unos papeles simples de obligación, ya por dejar arreglado este ramo de administración, que no ha padecido menos que los demás, y ya en fin porque espero subir por este camino las rentas del nuevo establecimiento acaso una tercera o cuarta parte sin gravamen de sus colonos. Las pasiones, o la desidia y el olvido, habían dejado los antiguos arrendatarios en contratas de quince o veinte años sin pensar en

la subida y alto precio que han tomado las casas, y en que es en todo administrador una de sus obligaciones más estrechas la de dar a las propiedades de su cuidado la justa estimación que arreglan en todos los países el tiempo y las circunstancias. El estado (n.º 50) que abraza todos los arrendamientos hechos hasta ahora, y de solas las casas de esta ciudad, convencerá a Vuestra Alteza de esta verdad y de que sus réditos han subido más de una tercera parte. Por último, Señor, habiendo sido necesario ejecutar muchas obras en lo interior del Hospital, para hacer en él con anchura la habitación del mayordomo que vivía antes sin comodidad ni desahogo, y proveer la casa de todas sus oficinas, según la declaración de mi arquitecto (testimonio n.º 45), acordé su ejecución, y así las tengo concluidas, habiendo logrado ejecutarlas por asiento en la cantidad de cuatro mil ducados. Vuestra Alteza se servirá aprobar esta resolución hasta que, acabada mi comisión, se reconozcan todas ellas y el mismo Hospital por el arquitecto que fuere del agrado de Vuestra Alteza, como desde ahora se lo pido ardientemente, para que juzgue de su necesidad y utilidad por su declaración. Conozco que me he dilatado mucho en esta consulta, y así reservo para otras dos puntos y objetos, aunque con el pesar de abstraer a Vuestra Alteza de sus tareas y desvelos. Pero, Señor, el espíritu de oposición y, digámoslo de una vez, el odio y el furor con que estas gentes maldicen y abominan de cuanto hago, me obligan a dilatarme más que quisiera. Deseoso de justicia, he pedido a Vuestra Alteza desde el principio que examine todas mis providencias, las pase por su sabiduría y me juzgue con el último rigor: no pido ni quiero en nada disimulo ni connivencia. La severidad de nuestro ministerio, las santas leyes de la justicia, que tenemos siempre en la boca, no admiten ninguna anchura. Sé, sin género de duda, que se ha recurrido y recurrirá a Vuestra Alteza por estos Patronos; que se le han pintado todas mis obras como atropelladas o de poca meditación; que se le aparentarán grandes motivos: el honor del estado eclesiástico, su mucho celo, su desinterés, sus deseos de servir a los pobres y cuanto se quiera, y que se le propondrán partidos y allanamientos que deslumbren con una aparente utilidad. Pero, Señor, acuérdese siempre Vuestra Alteza, yo se lo suplico, que los que hoy le hacen estos partidos y reclamaciones son los mismos que le han resistido por dieciséis años y han sabido dilatar y burlar hasta ahora seis órdenes suyas en este punto; que han diputado por dos veces un comisionado a Vuestra Alteza para resistir la reunión de los hospitales; que no quieren reconocer su justa autoridad a pretexto de su estado; que han puesto a su ministro comisionado dos veces a la muerte con sus desazones y amarguras. Pero este ministro, que él no pide ni quiere sino justicia, suplica que se le oiga, que se le deje libre para obrar según sus luces y que se le juzgue después. O Vuestra Alteza desea la reunión de los hospitales o no. Si lo primero, es indispensable que cierre los oídos a los importunos clamores con que le querrán deslumbrar y deslucir, y me confirme en todas mis facultades y me las aumente; y si no la quiere, olvidado ya de la justicia y utilidad de seis autos y providencias suyas, de su autoridad, del honor de su ministro comisionado, escuche en buena hora al Reverendo Obispo y a su Cabildo, y sigan las cosas en el mismo desorden y abandono que han tenido.

Vuestra Alteza, que me ha prestado su confianza y honrado tanto, debe en justicia asegurármela en proporción de los estorbos que hallo, y volver por mí y sostenerme con las más severas providencias. Así que estimo por indispensables: 1.º Que Vuestra Alteza haga salir inmediatamente de la corte al Doctoral de esta Iglesia, don José de la Madrid, diputado por su Cabildo para estorbar mis providencias, como se lo tengo representado. 2.º Que pase Vuestra Alteza una acordada, la más estrecha y severa, al Reverendo Obispo para inmediatamente proceder contra sus presbíteros administradores a la exacción de las multas en que están legítimamente incursos; o más bien lleve a bien que yo lo haga en ejercicio de la jurisdicción real que ejerzo. 3.º Que asimismo le imponga Vuestra Alteza una bien gruesa multa y le condene en las costas y dietas de los días en que me he detenido por su causa. 4.º Que le mande Vuestra Alteza con la misma estrechez haga comparecer inmediatamente a mi presencia a sus clérigos administradores, para que les reciba las declaraciones que juzgue convenientes sobre sus empleos. 5.º Que mande Vuestra Alteza lleve yo adelante mis providencias sobre las cuentas generales en cumplimiento de su real orden. 6.º Que declare Vuestra Alteza si, como es justo en sí y sentado en toda administración, he de exigir en ellas o las rentas cobradas o las diligencias judiciales para conseguirlo, o si, por el contrario, me he de contentar con las grandes cantidades de resultas que aparecen en las cuentas. 7.º Que lleve a bien Vuestra Alteza apremie por mí al capellán de Convalecientes, don Tomás González Durán, a que desempeñe y cumpla con las cargas de su capellanía en el Hospital General, según lo acordado por Vuestra Alteza en 25 dé agosto, puesto que no es de esperar lo haga nunca el Reverendo Obispo. 8.º Que apruebe Vuestra Alteza los nombramientos que he hecho y, reservándose a sí el de administrador mayor como capellán y agente del Hospital en esa corte, resuelva no poder despedirse ninguno de los actuales, sin justas causas y licencia de Vuestra Alteza. 9.º Que me dé Vuestra Alteza sus órdenes para que proceda con las formalidades correspondientes a la venta de los retablos, ornamentos, campanas y demás alhajas de las capillas suprimidas, que no sean necesarias a la del Hospital General. 10.º Que apruebe, asimismo, Vuestra Alteza las obras sobre que le informo como necesarias que son e indispensables. 11.º Y por último, que cualquiera representación, cualquier papel o queja que se presente a Vuestra Alteza contra mi comisión lo remita a mi informe y me oiga con justificación sobre su contenido. De otro modo, Señor, la reunión de los hospitales quedará por hacer, y así, en efecto, las sabias intenciones de Vuestra Alteza, su autoridad, será burlada como hasta aquí. Y su ministro comisionado tendrá la amargura de retirarse, dejando triunfantes la malicia, el interés privado, la ignorancia, las preocupaciones y el orgullo, que, armados todos, se han conjurado contra él, y le resisten y embarazan. Ávila, enero 20 de 1793.

Juan Meléndez Valdés

- 15 Cuarta representación

5 de febrero de 1793 Muy piadoso Señor: La Real Orden de Vuestra Alteza que he recibido hoy en el día me obliga a molestarle con esta representación para exponerle con el mayor respeto, que, obedeciéndola como la he obedecido profundamente, he suspendido la ejecución de sus dos puntos por creerles poco compatibles con mi honor y el decoro de Vuestra Alteza. En 11 de junio del año pasado consulté a Vuestra Alteza sobre si debía tomar a los cinco administradores de los hospitales que he reunido cuentas generales de su administración o contentarme con las que tuviesen dadas hasta aquel día, no ocultando a Vuestra Alteza que, en efecto, las tenían dadas de los años anteriores a los Patronos de sus respectivos hospitales; mas, exponiéndole con sencillez los defectos y poca formalidad que en ellas advertí, y Vuestra Alteza se sirvió acordar en 25 de agosto que «en punto a la toma de cuentas a los administradores de los hospitales (son palabras de su Real Orden), lo hiciese por ahora sólo de las generales, o de todo el tiempo que respectivamente sirvan sus encargos los actuales, sin pedirlas de los anteriores a ellos, procediendo en esto conforme a derecho y a lo mandado en el expediente». El Reverendo Obispo y su Cabildo, luego que empecé a proceder en este punto, sin duda representaron a Vuestra Alteza, protegieron y ampararon aquí a los administradores en la resistencia que me han hecho a su justo obedecimiento, obligándome a conminarlos con multas y apremios y a entrar sobre ello con el Reverendo Obispo en una contestación tan ruidosa como justa por mi parte, de que he informado a Vuestra Alteza menudamente en el primer punto de mi última consulta de 20 de enero. Allí demuestro, con hechos y documentos, las razones que propuse en 11 de junio, y pido y ruego a Vuestra Alteza sostenga su autoridad y mis providencias. Y cuando esperaba yo que Vuestra Alteza se desagraviase a sí mismo y volviese por el honor de su comisionado, se ve éste desairado en su justa solicitud, acordando Vuestra Alteza según las pretensiones del Reverendo Obispo y su Cabildo. Me sería indiferente en mi comisión tomar cuentas generales, particulares o no tomar ningunas a los antiguos administradores, y aun me sería más grato esto último. Pero no puede sérmelo mi honor, que está comprometido en este negocio, la autoridad de Vuestra Alteza malamente burlada por el brazo eclesiástico, el desaire de entrambos, y el mal ejemplo de esta victoria para un clero acostumbrado a dominar en esta ciudad y a que nada en ella le resistan.

¿Sería acaso el castigo de una desobediencia a las órdenes de Vuestra Alteza el trastorno y revocación de estas mismas órdenes, y el desaire del que las ejecuta? ¿He faltado yo a la verdad más escrupulosa en mis representaciones? ¿No aprecia en nada Vuestra Alteza el honor de un ministro, exacto ejecutor de sus providencias? ¿No importa más Vuestra Alteza y su autoridad que el Reverendo Obispo y su Cabildo? ¿Habrá cedido acaso a la importunidad de sus ruegos? ¿Tengo yo aquí otra voz que la de comisionado suyo? ¡Así me continúa Vuestra Alteza su confianza y me sostiene! Si yo me he excedido en algo en esta contestación, abandóneme Vuestra Alteza como es justo y déjeme en ella desairado. Pero si no me he excedido, ¿por qué lo hace? ¿Por qué no se castiga a quien desobedece a Vuestra Alteza sin razón y se opone a su comisionado en cuanto quiere obrar? Insto, señor, con el más profundo respeto en este punto, porque sé bien que el honor es el más sagrado patrimonio de un ministro, y que el que sufre un desaire sin merecerlo, no está en mi opinión lejos de ser delincuente y prevaricador, y se estima en bien poco. Otro tanto digo del punto segundo de la Real Orden de Vuestra Alteza: los ornamentos y vasos sagrados de las capillas de los hospitales están custodiados en la del General, y no serán en ella habidos en menos reverencia que en poder del Reverendo Obispo, su Cabildo y la Junta de Hospitales. Vuestra Alteza mismo mandó en su carta orden de 25 de agosto «procediese yo (son sus palabras) al inventario de todos sus muebles (de las capillas de los hospitales suprimidos) y alhajas, y su traslación al General con asistencia de la persona que dipute dicho Prelado (el Reverendo Obispo) ». Así se ha ejecutado. La persona que de su orden ha asistido a estas diligencias ha sido su provisor, y Vuestra Alteza me manda devolver hoy para su custodia las mismas alhajas que no ha nada depositó en mi poder. ¿Estarán en él menos bien custodiadas que en el del Obispo y la junta de Hospitales? ¿Qué diría de mí, o más bien de Vuestra Alteza, por esta providencia el público de esta ciudad? Si por los siniestros informes que Vuestra Alteza haya tenido, no le merezco ya su confianza o me cree inferior al desempeño de sus encargos, mándeme en buen hora volverme a mi Tribunal, examinando y aprobando antes cuanto he obrado, y encomiende la ejecución de lo que falta a la Junta de Hospitales y al Reverendo Obispo, que han sabido resistir a Vuestra Alteza por dieciséis años y burlar en ellos la ejecución de su justo auto de 12 de febrero de 1776. Llevaré yo en premio de mis trabajos y deseos del bien dos enfermedades que me han tenido a la muerte y el dolor de un desaire no merecido. Si, por el contrario, desea Vuestra Alteza conservar su autoridad y el honor de un ministro que se precia y preciará siempre de mantenerlo puro y acrisolado, sírvase Vuestra Alteza prestarme en todos los puntos de este negocio una plena y absoluta confianza, que yo le tendré también presto concluido; desprecie hasta su fin cuanto puedan representarle contra mí; haga salir de esta corte al Doctoral de esta Iglesia, su comisionado en ella, alma y móvil de esta oposición; y deme de nuevo sus órdenes, así sobre la toma de cuentas a los antiguos administradores y admisión o repulsa de las grandes cantidades que darán en resultas, según tengo representado en 20 de enero, sin cuya decisión tampoco puedo dar un paso en las cuentas particulares sin empeñarme en otra contestación y tal vez

otro desaire, como sobre la entrega de los ornamentos y vasos sagrados de los hospitales en que también pido a Vuestra Alteza se sirva declarar si he de entregarlos todos y aun los que tenía suyos el de la Misericordia, o sólo los sobrantes y sin uso, haciendo de ellos la separación que parece justa para el decoro y buen servicio de la capilla. Vuestra Alteza perdone la molestia que le doy con esta reverente consulta. Nadie venera más profundamente que yo las providencias y acuerdos de Vuestra Alteza. Pero nadie tampoco desea más altamente sostener su autoridad, ni penetrado del honor aprecia en más el suyo, ni desea mantenerlo más puro a toda costa. Vuestra Alteza ve la necesidad de resolver sobre esta consulta sin dilación; yo, entretanto, me ocuparé en otras diligencias, o en dar principio a los apeos de las propiedades del nuevo Hospital General que creo tan útiles como necesarias al adelantamiento y seguridad de sus rentas. Ávila, 5 de febrero de 1793. Juan Meléndez Valdés

- 16 Meléndez al Obispo, Ilustrísimo Señor fray Julián de Gascueña

7 de agosto de 1793 Ilustrísimo Señor: Tengo entendido que en el día de mañana se quiere celebrar, no sé para qué, una junta de Hospitales compuesta de sus Patronos y Consiliarios, y como yo tengo, en virtud de mi comisión, reasumidas en mí todas las facultades de esta Junta a que indudablemente me correspondería citar, si la creyese necesario en cualquiera caso, espero que Vuestra Ilustrísima no permita en modo alguno su celebración, y me cerciore inmediatamente de la verdad de este hecho para tomar las providencias que estime convenientes y evitar así un ruido a que me veré precisado en defensa de la autoridad que ejerzo en nombre del Consejo. Dios guarde a Vuestra Ilustrísima muchos años. Ávila y agosto 7 de 1793. Juan Meléndez Valdés

- 17 Meléndez al deán del Cabildo, señor don Pedro Gallego Figueroa

12 de octubre de 1793

Muy Señor mío: Quedo enterado del oficio que vuestra señoría me dirige con fecha del día 9, y en su respuesta nada tengo que decir sino que extraño mucho que el Ilustrísimo Cabildo se haya entrometido en conceptuar como imponibles unos caudales que sólo mi condescendencia a sus muchas instancias, así por su canónigo Doctoral don José Vicente de la Madrid en la diligencia del recuento y depósito de los caudales del Hospital de Santa Escolástica, como por vuestra señoría mismo en un oficio de 17 de septiembre del año pasado me movieron a dejar en su poder, para tenerlos siempre a mi disposición, no correspondiéndole por ningún respeto el juicio de la calidad de los mismos caudales; que, por tanto, no puedo menos de protestar desde ahora cuan solemnemente puedo cualquiera destino que quiera dársele por esta oficiosidad fuera de tiempo del Cabildo; contra quien y en nombre del Hospital General vuelvo a protestar y repetirlos, así por no ser ellos en sí imponibles ni tocar al Cabildo este juicio, como por el allanamiento a su seguridad que me tiene hecho en el citado oficio del día 17, que el mío del día 8, la respuesta de vuestra señoría en nombre del Ilustrísimo Cabildo, y éste me servirán en todo tiempo de plena justificación sobre cualquiera providencia que me sea indispensable tomar para procurarme los caudales que necesite para el Hospital General. Y que, por último, extraño sobre todo que el Ilustrísimo Cabildo, a quien no corresponde residenciarme ni yo debo dar cuenta de mis operaciones, se meta sin oportunidad en quererme hacer unas cuentas que, sobre poquísimo exactas en todas sus partes, ni mi representación, ni mi empleo, ni (digámosle sin rubor) mis principios y conducta, ni el mismo decoro de Cabildo le permiten hacer. ¡Cuán indecente, cuán vergonzoso tener que bajar a tales expresiones, y a vindicarse de este modo! ¡Pero no es menos indecente ni vergonzoso verse sin motivo precisado a ello! Sírvase vuestra señoría poner este mi oficio en noticia de su Ilustrísimo Cabildo, mientras yo ruego a Dios guarde su vida muchos años. Ávila, y octubre 12 de 1793. Besa las manos de vuestra señoría su más atento servidor. Juan Meléndez Valdés

- 18 Testimonio del Reglamento interino formado por el señor don Juan Meléndez Valdés

30 de octubre de 1793 Don Juan Meléndez Valdés, del Consejo de Su Majestad, su oidor en la Real Audiencia y Chancillería de Valladolid, y comisionado por los señores del Real y Supremo Consejo de Castilla para la reunión de los cinco hospitales de esta de Ávila, deseando proveer al buen Gobierno del Hospital General de Nuestra Señora de la Misericordia de esta ciudad que hemos establecido,

asistencia y cuidado y alivio de sus pobres enfermos, buena administración, cobranza y distribución de sus rentas, y demás que parezca conveniente, ordenamos interinamente, y hasta tanto que el Supremo Consejo de Castilla examine y apruebe el Reglamento que se ha servido mandarnos formar, las constituciones siguientes: 1.ª El Hospital se titulará General, tendrá la advocación de Nuestra Señora de la Misericordia, se considerará formado de los cinco hospitales de Dios Padre, Santa Escolástica, Santa María Magdalena, San Joaquín y Nuestra Señora de la Misericordia, mandados reunir en éste como General por el Supremo Consejo de Castilla en auto de 12 de febrero de 1776, y se gobernará por una junta de señores Consiliarios mandada formar en el mismo auto. 2.ª La Junta se compondrá del Ilustrísimo Señor Obispo, que es o fuere en la ciudad, su caballero corregidor, un regidor nombrado por el ilustre Ayuntamiento, el diputado más antiguo del común, un tercero procurador General de la tierra, un diputado del Ilustrísimo Cabildo, y los Patronos de los cinco mismos hospitales particulares, que han de ser en todo tiempo Consiliarios perpetuos del General. 3.ª La mitad de dichos vocales deberá componerse siempre de personas seculares, y la otra mitad de individuos eclesiásticos, según lo mandado por el Consejo. 4.ª Los Consiliarios Patronos serán perpetuos y los demás sólo trienales, renovándose en el primer trienio cada un año la tercera parte de ellos, de manera que siempre haya antiguos y nuevos, todo según lo mandado en dicho auto. 5.ª Todos los Consiliarios, Patronos o no Patronos, tendrán los mismos derechos y obligaciones, mientras lo fueren, en el gobierno y dirección del Hospital y asistencia a sus pobres enfermos. 6.ª El Ilustrísimo Señor Obispo goza la prerrogativa de convocar y presidir las juntas ordinarias y extraordinarias que se celebren, según lo mandado por el Consejo en primero de febrero de 1791, y en su ausencia se ocupará de las convocatorias y presidirá el caballero corregidor, según la misma orden. 7.ª Las juntas deberán celebrarse en la sala del Hospital General construida para este fin. 8.ª En el orden de asientos, o seguirán los señores Consiliarios el de su antigüedad, o más bien, dejando toda etiqueta y ceremonia, guardarán el primero que ocupen según su llegada a la Junta, acordando este punto en las primeras que celebren. 9.ª El primer domingo de cada mes se tendrá perpetuamente una Junta ordinaria en que se traten todos los negocios del Hospital General, como adelante se dirá, y las extraordinarias, siempre que fuese necesario. 10.ª Los señores Consiliarios y Patronos tendrán a su cuidado el gobierno del Hospital, asistencia y cuidado de sus pobres, inspección y conservación de sus rentas; darán los empleos que les correspondan, según lo resolviera el Supremo Consejo, harán los nombramientos de capellanes y salarios de misas, distribuirán las limosnas y cualquiera otra cosa que sea o pueda ser en adelante del Hospital General; y los señores Patronos particulares harán cada cual aquellas otras presentaciones y nombramientos que antes de la reunión correspondían a sus respectivos hospitales.

11.ª Las cosas se resolverán a pluridad de voces, y, en caso de igualdad de sufragios, el Ilustrísimo Señor Obispo, o el caballero corregidor, o el presidente que fuere de la Junta, tendrá el derecho de voz decisiva. 12.ª En la primera se nombrará a uno de los vocales por Secretario con voto para que recoja los sufragios de los demás, extienda en el libro maestro las deliberaciones de la junta y haga las demás funciones de tal secretario. 13.ª Todas las resoluciones de la Junta se pondrán por escrito en el mismo acto y deberán quedar rubricadas del secretario y el presidente, sin que tengan valor alguno sin esta formalidad, y se leerán, asimismo, en la primera siguiente. 14.ª Si algún vocal quiere poner por escrito su voto particular, tendrá derecho de hacerlo; asimismo, el de pedir votos secretos en cualquier negocio que se trate. 15.ª Lo que se acuerde en una Junta, sea ordinaria o extraordinaria, no podrá revocarse sin citación expresa y anterior de tercer día para tratar de ello y sin que concurran a lo menos dos de las tres partes de vocales. 16.ª Los señores Consiliarios tendrán obligación de velar, con el mayor celo y caridad, sobre los intereses del Hospital, cuidado y asistencia, alivio de sus pobres y buen orden de sus dependientes; deberán asistir a él por semanas, a lo menos dos veces cada día, visitar sus enfermos, enterarse de sus necesidades y cuidar de remediarlas; ver y reconocer su comida, alimento y medicinas; examinar el diario que les presente el mayordomo, compararlo con el que lleva el médico y rubricarlo; oír las quejas que se les dieren, remediar los excesos que adviertan, y hacer, en suma, cuanto les dicte su celo y caridad. 17.ª Podrán corregir y multar en uno, dos, cuatro o más reales a los dependientes inferiores, cuidando de hacerlo siempre de este modo y no con privación de ración, y aun podrán despedirlos en caso de un desliz grave, dando después cuenta de ello a la Junta. 18.ª Dos de los señores nombrados en la primera Junta de cada año tendrán las llaves del archivo de los papeles, y será de su cuidado velar sobre que se mantengan en el buen orden y clasificación con que se han colocado, no permitiendo, en ningún caso, sacar ni extraer ninguno sin que conste por recibo formal en libro que para ello habrá, la persona, causa y motivo porque los extrajo, y cuidando de reclamarlo y volverlo a colocar en el mismo sitio y orden en que se hallaba. 19.ª Asimismo, las tres llaves del archivo y arca de los caudales del Hospital estarán siempre en dos señores Consiliarios, uno eclesiástico, otro secular, y el administrador general que es o fuere, nombrando los dos primeros oficios, como los anteriores de archiveros, en la primera Junta de cada año. Será obligación de éstos abrir y cerrar el archivo siempre que se ofrezca para introducir o extraer los caudales del Hospital, cuidando de la debida cuenta y razón de las entradas y salidas en libro maestro que para ello deberá existir en la misma arca, anotando en él, escrupulosamente, la cantidad introducida o sacada, el día y el motivo de su extracción o entrada, firmando a lo menos los dos la diligencia. 20.ª El administrador general tendrá la dotación de setecientos ducados anuales y casa en el Hospital suprimido de San Joaquín, donde se han construido las paneras generales del Hospital, sin que por ningún título

pueda exigir de sus colonos o arrendatarios ningún otro derecho ni adehala, y afianzará su empleo a lo menos en la cantidad de 60.000 reales con escritura solemne y cuarentigia para la mayor seguridad de los bienes del Hospital, como el presente lo ha ejecutado. 21.ª Se le abonarán, además, los gastos de escritorio que hiciere, presentándolos en relación jurada, y las mermas de cebada que entre en su poder, según la práctica de todas las administraciones de esta ciudad. Será de su obligación: Administrar todas las rentas del Hospital, así en granos como en maravedises; otorgar sobre ello las debidas escrituras de arrendamiento; cuidar de darles el más alto valor que le sea posible, atendidas las circunstancias de los tiempos, hacer todas las cobranzas de su cuenta y riesgo; formar cada año una cuenta general de cuanto haya entrado en su poder o pagádose por su mano con los recados de justificación de todo, dando a las rentas cobradas o las diligencias correspondientes que acrediten su vigilancia y celo; cuidar de que los censualistas del Hospital hagan los debidos reconocimientos de sus censos; pagar cuantas libranzas se le presenten firmadas del Consiliario semanero y del secretario, Consiliario de la Junta, y además, mensualmente, al médico, al cirujano y capellán del Hospital el haber de sus salarios y los honorarios del abogado, procurador y agente de Madrid; concurrir con su llave a la apertura del archivo del dinero siempre que se le cite; poner en él, en buena moneda, dadas y aprobadas las cuentas por la Junta, los alcances que contra él resulten, reservando sólo la cantidad que, prudentemente, parezca necesaria para los gastos sucesivos del Hospital; salir en su nombre a los pleitos y causas en que sea interesado; y hacer las demás funciones de un buen y celoso administrador. 22.ª Cuidará muy particularmente de la seguridad de los arrendamientos de los bienes y efectos del Hospital. Afianzándolos en personas bien abonadas, hará que en todos sea de cuenta de los interesados la paga de las escrituras de arrendamiento y en poner en su poder los granos y maravedises, quitando la perjudicial y embarazosa costumbre de pagar el Hospital los portes. Y, si la Junta diese alguna queja de algún deudor o suspendiere de cualquier modo sus precedencias para cobrar lo que debiere el Hospital, quedará el administrador enteramente libre de su responsabilidad. 23.ª En los tres meses primeros de cada año deberá formar sus cuentas y presentarlas a la Junta, la cual las examinará, pondrá sobre ellas los reparos que le parezca, oirá sus satisfacciones y, si las aprobase, serán rubricadas por el señor presidente, un Consiliario, el secretario y el mismo administrador, e, inmediatamente, se pasarán al libro maestro que queda para este efecto, y sus borradores y recados de justificación se depositarán asimismo en el archivo, dándole el administrador el finiquito correspondiente. 24.ª Aunque el actual administrador general ha dado al señor juez comisionado las cuentas de este primer año de su administración, cumplido en 24 del mes pasado de septiembre, para seguir con el orden de cuenta anual, establecida en el capítulo antecedente, deberá formar una segunda comprensiva de los tres meses hasta diciembre y presentarla a su tiempo. 25.ª Si el administrador general necesitase salir fuera de esta ciudad a algunas diligencias útiles a los intereses del Hospital, o enviar alguna

persona que a su nombre las ejecute, haciéndolo de orden y con dictamen de la junta, se le abonarán las correspondientes dietas por cada día que estuviere ausente. 26.ª El mayordomo doméstico que es o fuere deberá vivir dentro del Hospital y en la habitación que se ha construido para este efecto, y afianzará su empleo, como lo ha hecho el presente, a lo menos en la cantidad de dos mil ducados de vellón. Tendrá la dotación de cuatrocientos ducados anuales y la ración diaria de dos libras de pan, libra y media de carnero, un cuartillo de vino, media libra de aceite, dos onzas de chocolate, una de manteca cada día, y libra y media de pescado y cuatro huevos los viernes, y el carbón y cisco que necesite para su preciso gasto en su casa. 27.ª Será de su obligación: tener por inventario todas las ropas, muebles y efectos existentes en el Hospital; llevar con la mayor puntualidad el libro de entradas y salidas de enfermos y el del gasto diario sobre el del libro que lleva y rubrica el médico en una cuartilla de papel; presentarle por la mañana, acompañado del diario del mismo médico, al caballero Consiliario semanero para que le vea y rubrique, y trasladarlo después a dicho libro maestro de diarios; presentar a la Junta, en los tres primeros días de cada mes, la cuenta del anterior, acompañada de un estado diario de todo el gasto de los enfermos y dependientes en casillas o cajas separadas correspondientes a los varios artículos de pan, carnero, tocino, etc., como se ejecuta desde la reunión, con adición al estado de los gastos menores que hayan ocurrido, todo acompañado de los debidos recados de justificación, que vistos y aprobados se depositarán en el archivo dándosele el debido finiquito; pagar mensualmente a los dependientes que viven en el Hospital, a excepción del capellán de los enfermos; formar cada año cuenta general por medio de un estado comprehensivo de sus doce meses, y hacer los avances de todas las existencias necesarias para su ejecución; hacer asimismo otro inventario o avance anual de las ropas y efectos existentes para volverse a encargar de ellos, que así como las cuentas se depositarán en el archivo; dar cuanto se le pida por el médico o cirujano, o de su orden para el mayor bien de los enfermos, constando así en el libro o diario que lleva dicho médico, y al cocinero las raciones para los enfermos y dependientes, las ropas, colchones y demás que pidan los practicantes y necesiten los enfermos; cuidar particularmente de la limpieza de éstos y lavado de sus camas y costura de la ropa; velar sobre todos los dependientes del Hospital y el cumplimiento exacto de sus obligaciones, avisar de sus faltas al caballero Consiliario semanero, multarlos en un caso muy urgente en uno, dos o más reales de sus salarios; presenciar el libro y partición de las raciones; turnar con el capellán de los enfermos en la asistencia a los almuerzos, comidas y cenas; visitar con frecuencia las cuadras, enterándose del cuidado que tienen con los pobres los practicantes y enfermeros; y hacer todas las demás funciones de un buen y celoso administrador. 28.ª El capellán de enfermos tiene de salario doscientos ducados anuales, y de ración dos libras de pan, una de carnero, una onza de tocino, media de manteca, una medida de garbanzos, un cuartillo de vino, diez cuartos para verduras y principio, onza y media de chocolate, y media panilla de aceite cada día; una libra de pescado, media panilla más de aceite y un

par de huevos los de vigilia; brasero en invierno, cuarto, asistencia, cama, botica, cirujano y barbero. 29.ª Es de su obligación: vivir dentro del Hospital y sujeto en todo a sus leyes y gobierno; asistir espiritualmente a todos los enfermos de uno y otro sexo; administrarles los Santos Sacramentos; consolarlos y alentarlos en sus aflicciones; asistirlos y auxiliarlos con el mayor celo y caridad en su última hora; enterrar sin estipendio alguno a cuantos quieran hacerlo en el camposanto; celebrar una misa de réquiem por sus almas; aplicar las de los días dominicales y festivos por los fundadores o bienhechores del Hospital y necesidades de sus enfermos; llevar con puntualidad el libro de finados y sentar cuidadosamente en él las partidas mortuorias; cuidar de la decencia y aseo de la iglesia, sus alhajas y ornamentos, y hacerse cargo de ellos si la junta lo tiene así por conveniente; visitar con frecuencia las salas de los enfermos; celar con puntualidad su buena asistencia; cuidar del buen ejemplo de los dependientes del Hospital; asistir por turno con el mayordomo doméstico al repartimiento de los almuerzos, comidas y cenas de los pobres; echarles la bendición y rezar en las cuadras como se ha establecido, con todo lo demás que le sugiera su celo y caridad en desempeño de las obligaciones de un buen y celoso capellán. 30.ª El capellán de convalecientes tiene de renta dos mil reales de lo mejor y más bien parado del Hospital, según la fundación de su capellanía. Es de su obligación, según la misma fundación: asistir a los convalecientes de uno y otro sexo; consolarlos y alentarlos en sus necesidades; celebrar por ellos y los piadosos fundadores de su capellanía todas las misas de los días dominicales y festivos a hora en que la puedan oír, y que será, según mandado, a las diez de la mañana en invierno y a las nueve en verano; y explicarles media hora diaria la doctrina cristiana, según auto del Ordinario de treinta de marzo de mil setecientos ochenta y siete. 31.ª El médico del Hospital que es o fuere tiene de salario anual cuatrocientos cincuenta ducados de vellón, los cuatrocientos por la asistencia a los enfermos del Hospital y los cincuenta por los del mal venéreo, que se curan, por ahora, en el de Dios Padre, y, además, casa en que vivir por ahora. 32.ª Será de su obligación: visitar todos los enfermos de medicina, a lo menos dos veces cada día a las horas más convenientes, que según práctica de otros hospitales deberán ser las de siete y cinco por mañana y tarde en la estación de verano y ocho y cuatro en la de invierno, haciendo además las visitas extraordinarias que necesiten los enfermos que se hallen de peligro; cuidar particularmente del aseo y limpieza de sus camas, haciéndoselas mudar con la frecuencia posible; asistir, cuando le parezca, a los almuerzos, comidas y cenas; llevar el diario de los enfermos con especificación de los que se hallen a ración, media ración o dieta, anotando de su mano cualquiera otra cosa que para ellos mande, como el chocolate, azúcar, bizcochos, etc., y rubricarlos después; reconocer con frecuencia las medicinas que se les suministren; advertir los que mueren contagiados y el destino que debe darse a las ropas, camas y demás cosas de su uso; asistir bajo las mismas condiciones a la curativa del mal venéreo, y hacer cuanto le sugieran su ciencia y caridad en beneficio de

los pobres. 33.ª El cirujano tiene de salario trescientos ducados anuales y casa en que habitar por ahora. 34.ª Es de su obligación: visitar y curar dos veces al día a los enfermos de cirugía a las mismas horas que el médico, y cuando pareciere más conveniente, haciendo además cuantas visitas extraordinarias fueren necesarias; llevar el diario de sus enfermos con especificación de los que estén a ración, media ración o dieta, y apuntando de su mano cualquier otro gasto de chocolates, esponjados, bizcochos, etc., que estime necesario; cuidar del aseo y limpieza de sus camas; pasar y explicar a los practicantes, por media hora diaria, los principios de su arte quirúrgico; asistir algunas veces a los almuerzos, comidas y cenas; advertir la calidad y destino que deba darse a las ropas de los que mueran contagiados en sus cuadras; asistir bajo las mismas reglas a la curativa anual del mal venéreo, y portarse en todo con el mayor celo y exactitud. 35.ª El boticario deberá dar al Hospital cuantas medicinas necesite de la mejor y más escogida calidad y a los precios más equitativos, así por ser pobres los que las consumen como por el gran gasto de la casa y utilidad que de ello le resulta. 36.ª Los dos practicantes tienen cada uno el salario de sesenta reales mensuales y la ración de libra y media de pan, tres cuarterones de carnero, una onza de tocino, media de manteca, una media de garbanzos, un cuartillo de vino, un huevo, y media panilla de aceite para alumbrarse los dos, y los viernes tres cuarterones de pescado, dos huevos y media panilla más de aceite, cuarto, cama y ropa limpia. 37.ª Será de su obligación: administrar a los enfermos todas las medicinas y remedios, y a las enfermas cuantas sean compatibles con la decencia; sangrar, echar ventosas, afeitar y demás propio de su arte; hacer, así como los enfermeros, las camas de los pobres, limpiarlos y asearlos; cuidar de las cuadras y de sus ventilaciones, orden y silencio; dormir en ellas en habiendo enfermo de peligro o mandándoselo; no salir del Hospital sin licencia del mayordomo doméstico, y quedando siempre de guardia uno de los dos; cuidar del alumbrado de las salas por el aceite que se les da; acompañar al médico y cirujano en las visitas, informarles del estado y accidentes de los enfermos y enterarse cuidadosamente de cuanto ordenen; escribir a su presencia el diario y recetario, turnando en este trabajo; afeitar al mayordomo doméstico, capellán y demás dependientes; repartir las comidas a los enfermos, no permitir que salgan de las cuadras, y hacer, en suma, cuanto se les mande y sea útil para su alivio, asistiendo con el cirujano al paso de su profesión. 38.ª El cocinero tiene de salario dos reales diarios, la misma ración que los practicantes, y una panilla de aceite para el alumbrado de la cocina. 39.ª Es de su obligación cuidar de la cocina, componer las comidas para los enfermos y dependientes del Hospital, servirlas al repartidor y distribuirlas, comprar el diario, barrer, fregar y asear la cocina y los utensilios, y darlo todo condimentado a sus debidos tiempos. 40.ª Los dos enfermeros tienen de salario cuarenta reales mensuales cada uno, y la misma ración y alumbrado que los practicantes. 41.ª Es de su obligación: cuidar de la limpieza de los vasos y alumbrado de la escalera; traer el agua y la botica; ir a todos los recados fuera de

casa y hacer las camas de los enfermos como los practicantes; asear las cuadras; dormir siempre en ellas; abrir las hoyas y enterrar los enfermos como los practicantes, digo en el camposanto; asistir por turno y servir al capellán, y hacer cuanto sea preciso y se les mande. 42.ª La enfermera de mujeres tiene de salario treinta reales mensuales, la misma ración que los demás, a excepción del vino, y media panilla de aceite para su alumbrado y el de la criada. 43.ª Es de su obligación: asistir a todas las enfermas; dormir en las cuadras siempre que haya alguna de peligro; repartirlas la comida, hacerlas las camas y no permitir que salgan de las cuadras sin licencia del médico; cuidar de su alumbrado por el aceite que se le da, y de su ventilación y limpieza; acompañar al médico en las visitas y enterarle de cuanto haya observado en sus enfermas, asistir con los practicantes a distribuirlas las medicinas, y hacer, en suma, cuanto sea útil para su alivio. 44.ª La criada tiene de salario catorce reales al mes y la misma ración que la enfermera. Yes de su obligación cuidar de la limpieza de los vasos de todas las enfermas, cuidarlas y asistirlas, hacerlas las camas como las enfermeras, barrer y asear sus cuadras, ayudar al fregado en la cocina, y hacer cuanto se le mande para el servicio de las enfermas y del Hospital. 45.ª El portero tiene de salario treinta reales al mes y la misma ración, vino y alumbrado que los enfermeros. 46.ª Es de su obligación: estar siempre alas puertas del Hospital en el cuarto que se le ha construido; abrirlas y cerrarlas a las debidas horas; velar cuidadosamente sobre las gentes que entran y salen; no permitir que se introduzca cosa alguna para los enfermos bajo ningún pretexto, haciendo cuantos registros y exámenes tenga por conveniente; estar en la antesala cuando los señores Consiliarios celebren sus Juntas para lo que le manden; cuidar de que no salgan los enfermos del Hospital, ni bajar ni estar en el patio, ni haya ruido ni alboroto en él, y dar de todo cuenta al mayordomo doméstico. 47.ª El sacristán tiene de salario cincuenta ducados sin ración. 48.ª Es de su obligación ayudar las misas que se dicen en la capilla del Hospital, cuidar de su limpieza y aseo y del alumbrado de la lámpara por aceite que se le da, asistir a la administración de los Santos Sacramentos, entierros y funciones de los pobres, y cantar y oficiar las misas y vigilias que se celebren en la capilla. 49.ª Los enfermos tienen de ración dieciocho onzas de pan, doce de carnero, una de habas, media de manteca, una medida de garbanzos, y el vino, chocolate o cualquiera otra cosa que le recete y mande el médico, sin excepción alguna. 50.ª Serán cuidados con el mayor aseo y caridad. Tendrá cada uno su cama separada compuesta por una tarima, un jergón, un buen colchón, dos sábanas, dos almohadas, una manta y un cobertor. 51.ª Serán tratados todos con igualdad y sin preferencia ni distinción, como hermanos y pobres. 52.ª Estarán con las reparaciones que ordene el médico y en las cuadras y camas que mejor le parezca. 53.ª Se cuidará particularmente de la limpieza y aseo de las camas y las ropas de los contagiados, se hará lo que el médico mandare. Los de cirugía

de uno y otro sexo estarán siempre en sus cuadras, y nunca se mezclarán con los de medicina, como ni tampoco sus ropas. Todos tendrán aquellos alivios, bebidas, cordiales y medicinas que el médico les ordene de mejor calidad por caras y exquisitas que sean; el pan, carnero y demás que consuman será asimismo de lo mejor. Y ninguno, ni los convalecientes, podrá salir de las cuadras sin licencia del médico, ni del Hospital sin el alta o papeleta de salida. 54.ª Las ropas que llevaren al Hospital los que mueren en él se darán a sus parientes, cesando la mezquina y miserable gangrena de venderlas, como hasta aquí se hacía. 55.ª En el Hospital de Dios Padre, y para la curativa del mal venéreo, se quitarán los abusos y costumbres que hasta aquí ha habido. Sus enfermos tendrán la misma ración y asistencia que los demás, a excepción de un cuarto de gallina cada uno, dejando siempre en pie el que el médico y cirujano les receten y manden cuanto crean conveniente para su mayor alivio. Cesará la costumbre de las pasas y almendras como perjudicial a los pacientes y costosa al Hospital. Se seguirá en todo el dictamen y experiencia del médico y cirujano. Los enfermos tampoco tendrán la exorbitancia de raciones que hasta aquí, sino en todo igual a la de los demás, ni otras gratificaciones o salarios que los que parecieren justos. 56.ª El abogado tiene de honorarios ciento y cincuenta reales anuales, y es de su obligación defender todos los pleitos del Hospital por sus justos derechos. 57.ª El escribano tiene, asimismo, ciento y cincuenta reales de honorarios, y es de su obligación extender y autorizar en el libro maestro las cuentas generales gratuitamente, y otorgar todos los instrumentos y escrituras del Hospital por sus derechos. 58.ª El procurador tiene de honorarios cien reales, y es de su obligación agenciar por su fin los derechos, todas las causas y negocios del Hospital. 59.ª Finalmente, el agente de Madrid tiene de honorario trescientos reales, y es de su obligación agenciar y solicitar en la corte y sus Tribunales cuantos negocios y pleitos tenga el Hospital y se le encarguen, y cobrar sus juros, efectos de villa, acciones del banco y demás créditos por sus legítimos derechos. De la exacta y puntual observancia de los artículos y constituciones antecedentes, dictadas todas para bien y alivio de los pobres enfermos, resultará necesariamente el buen gobierno del Hospital, la útil distribución de sus rentas, y la saludable y caritativa asistencia de los mismos pobres, fin único de tan piadoso establecimiento. Ávila y octubre 30 de 1793. Juan Meléndez Valdés

Cartas turcas

Nota del editor Recojo bajo este epígrafe dos documentos que ya incluía en Obras completas, edición de Emilio Palacios Fernández, Madrid, Biblioteca Castro, 1997, III, pp. 542-544. 1. Solicitud de impresión: sacado de G. Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo, II, pp. 162-165. 2. El texto de las Cartas Turcas: A pesar de que se han hecho varias ediciones del mismo, según se advierte en la Bibliografía, utilizo la primera versión impresa de «Cartas turcas» (Diario de Madrid, 10 de diciembre, 1787) con las correcciones que hizo Philip Deacon en «Las perdidas Cartas turcas de Meléndez Valdés» (Bulletin Hispanique, LXXXIII, 1981, pp. 447-462), por supuesto modernizado. Emilio Palacios Fernández

-1Solicitud de impresión de las Cartas Turcas

6 de diciembre de 1788 Los doctores de la universidad de Salamanca Juan Meléndez Valdés, Juan Justo García y Miguel Martel, clérigo seglar de San Cayetano, con el más profundo respeto hacen presente a Vuestra Alteza tener trabajadas y en disposición de dar prontamente al público varias obras que creen le serán de suma utilidad y de no poco honor para las letras españolas. Pero, ocupados como lo están en la enseñanza de sus cátedras, prevén los muchos disgustos y trabajos que les acarrearía su impresión en cualquier otra parte que en esta ciudad, por lo difícil que siempre es hacerla enmendada y limpia cuando los mismos autores no velan particularmente sobre ella y la corrigen a lado de los impresores. Por esto, y con el deseo de fomentar el arte tipográfico en Salamanca, en donde tanto floreció en el siglo diez y seis, y donde al presente se halla enteramente aniquilado y desconocido, han pensado imprimir dichas sus obras en alguna de sus imprentas, si Vuestra Alteza lo tuviere a bien. Las obras son de calidad de hallar poco o ningún tropiezo en sus censuras, y los suplicantes, que sólo anhelan el bien de las letras y común utilidad, están dispuestos a corregir cuanto sus revisores más escrupulosos pudieren tropezar de reparable en estas obras, que se reducen al presente a: Un espíritu o colección ordenada de todo más notable y escogido en la eruditísima obra del Ilustrísimo Señor don fray Jerónimo Bautista de Lanuza [...] La segunda obra que intentamos dar a luz es Los elementos de Aritmética, Álgebra y Geometría trabajados por uno de nosotros y publicados en el año 1782 en esa corte [...]. La tercera obra que publicaremos era las Cartas Marruecas del capitán don

José de Cadalso, ingenio tan conocido como desgraciadamente malogrado. En esta obra, sin tocar ni a la religión ni al Estado, dos puntos extraordinariamente delicados, un marrueco que viaja por nuestra Península comunica a otro lo que halla de más notable sobre nuestros usos y costumbres, vindicando modestamente a la nación en muchos puntos en que se ve denigrada y calumniada por los extranjeros. Un sabio nuestro que le trata familiarmente le ayuda y dirige en sus juicios, haciéndoles así más acertados. La historia en sus épocas más principales, las grandes acciones de nuestros españoles en América, nuestra honradez y probidad, el amor ferviente a nuestros soberanos y todas nuestras virtudes nacionales toman en su pluma ligera una cierta novedad y gracia, que las hace mucho más apreciables a los ojos de aquellos lectores que anhelan, digámoslo así, por la flor de la instrucción y quieren hacer sin mucha fatiga provechosas sus lecturas. Pero como estas cartas no abrazan un juicio de todas nuestras cosas, y hay mucho de bueno y malo en nuestras costumbres, que debiera tener lugar en ellas muy oportunamente, uno de nosotros se ha tomado el trabajo de completarlas, añadiendo un tomo tercero de Cartas Turcas, en que, con la misma ficción de un turco viajante, se suple y llena lo que el desgraciado don José Cadalso dejó de decir en sus Cartas Marruecas. La cuarta y última obra será un Ensayo sobre la propiedad y sus defectos en la sociedad civil. La propiedad personal, la mueble y la real se procuran considerar en esta obra desde su origen hasta el estado en que hoy las vemos en las principales sociedades, haciendo observaciones sobre las leyes que o las modifican o las fomentan en ellas, y sobre las trabas o estorbos que las embarazan para no concurrir algunas veces al bien de los particulares y el Estado, todo con la moderación y prudencia de un buen ciudadano y buen español, que bendice continuamente al cielo por haberlo hecho nacer bajo el sabio y acertado gobierno del piadoso Carlos tercero. Éstas son, Señor, las obras que los suplicantes intentan dar a luz. Si se imprimiesen en esa corte, las incomodidades que esto les causaría, lo difícil de poder corregir las primeras muestras, los embarazos de unos censores con quienes no pueden avistarse y ocupados en otros negocios y comisiones, les retraen de darlas a luz, y casi harían para siempre imposible su publicación. Pero si Vuestra Alteza tiene la bondad de mirar con benignidad este proyecto y darles la facultad de poderlas imprimir en Salamanca, nombrando para su revisión censores de probidad e instrucción que abundan ciertamente en estas escuelas, los suplicantes a su lado podrían corregir cualquiera cosa que dichos censores juzguen digna de algún reparo. Éstos, en el ocio escolástico que aquí se goza, podrán cumplir su encargo muy fácilmente. El arte de la imprenta renacerá acaso en esta ciudad, algunos sabios se animarán al trabajo con nuestro ejemplo; nosotros podremos dar a nuestras obras toda la perfección de que somos capaces, corregirlas escrupulosamente y, estimulados de la benignidad de Vuestra Alteza en proteger este nuestro proyecto literario, emprenderemos otros nuevos de utilidad pública. Así lo esperamos del ilustrado celo de Vuestra Alteza, cuya vida conserve el Señor muchos años, como se lo pedimos para bien del Estado. Muy piadoso Señor. A los reales pies de Vuestra Alteza.

Salamanca, diciembre 6 de 1788. Juan Meléndez Valdés Juan Justo García Miguel Martel

-2Cartas Turcas [FRAGMENTO]

Carta de Ibrahím en Madrid a Fátima en Constantinopla

Que el todopoderoso Alá colme tu corazón de verdaderos placeres, virtuosa Fátima, y que su santo Profeta te llene de consuelo en mi ausencia. ¡Oh, cuán dolorosa es para tu esposo! Sabes muy bien los sollozos que me costó la separación del lado de la más amable de mis mujeres, y que fue un efecto de obediencia. Las generosas promesas del Gran Señor pudieron sólo vencerme a seguir su representante a tan remotos climas, y a dejar la capital del mundo. Apenas la perdí de vista cuando pensé morirme de dolor, creyendo que quizá no volvería a verte; pero los marineros que nos transportaban se esforzaron, para mitigar mis penas, a usar de toda aquella alegría tan propia de su nación, y que no los abandona ni aun en los mayores peligros. Nuestra navegación fue feliz. Desembarcamos en una ciudad llamada Barcelona, poco mayor que Pera, y no puedo pintarte la impresión que me hizo tanta variedad de objetos, tan extraños para un musulmán. Lo que más me sorprendió fue ver venir al puerto un crecido número de mujeres sin velo alguno y enteramente descubiertos sus rostros. Confiésote, bella Fátima, que aunque por los libros que había leído en mi juventud sabía ser ésta la costumbre de casi toda la Europa, no dejaba de admirarme a cada instante. Un día podré referirte por menor la idea que formé de esta primera ciudad de España, y hoy me limito a decirte que me pareció compuesta de gente industriosa y rica. Nadie vi pobremente vestido y nadie ocioso. Sus inmediaciones están pobladas de casas de campo, entre las cuales hay alguna que podría servir para uno de nuestros bajaes. Desde esta ciudad nos encaminamos a la corte del gran monarca de las Españas. El país que atravesamos es muy desigual: no habíamos andado ochenta millas cuando creí estar en los dominios de otro soberano. Llegamos, por fin, al sitio en que demora el emperador de las Españas, y quedé sorprendido de la suntuosidad de su palacio y jardines. Te aseguro que serían dignos de que los poseyese el Gran Señor que nos manda. Días enteros te entretendré, querida Fátima, contándote el respeto que infundió en todos nosotros el aspecto de este gran príncipe el día que dio audiencia a nuestro jefe. Sentado en un trono guarnecido de perlas y piedras preciosas, y rodeado de

infinitos bajaes cubiertos de oro y adornados con cintas de diferentes colores, distintivo, según nos dijeron nuestros dragomanes, del nacimiento o de grandes acciones en la guerra, inspiraba a todos la mayor veneración. En su semblante se dejaba ver una nobleza y una bondad que en aquel momento, estoy para decir, hubiera querido ser cristiano para ser su vasallo. Vimos el mismo día al príncipe heredero, cuya noble figura indica una alma no menos bella; y nos presentaron a la princesa su esposa. Aunque estaba tan cubierta de ricas y preciosas joyas que parece que todas las minas del Oriente se habían agotado para adornarla, no fue esto lo que atrajo nuestra principal atención. Su gracia y agrado cautivaron nuestros corazones, en quienes quedará grabada eternamente la representación de su majestuoso rostro. La magnificencia del Reis Effendi y su buen trato para con todos nosotros podría hacer el asunto de una larga carta, que te prometo para otra ocasión; pero en ésta quiero decir algo de las mujeres españolas, imaginándome que estarás ansiosa de saber lo que me han parecido. Empiezo por jurarte por nuestro santo Profeta, bella Fátima, que ni por pensamiento te he ofendido con ninguna de ellas, en lo que no he hecho gran mérito, porque me ha repugnado bastante su modo de adornarse. Ninguna de ellas debe tener frente o, si la tiene, debe estar llena de excrecencias, pues todas llevan el pelo sobre las cejas; y así, lo primero que se descubre es su nariz. La que quiere pasar por más hermosa es la que más se la cubre. En cuanto al traje, no me atrevo a decir, pero, hecho al de nuestras mujeres, no me gusta el de éstas. Lo que más me disgusta es el observar cierta libertad tan opuesta a nuestras costumbres. Creerás, amada Fátima, que vienen a vernos a nuestra morada, que nos tienen casi sitiados..., ¡y que pasan horas enteras mirándole a la cara a nuestro jefe! He llegado a creer que su barba las electriza, pues me parecen que es donde fijan más los ojos; bien es verdad que aquí los hombres parecen eunucos. La esencia de rosa, tan común entre nosotros, es un poderoso talismán que hace todo género de milagros. Con sólo echar nuestro jefe unas gotas en el pañuelo de algunas de estas damas, las he visto entrarse con él en el coche y hacerle las mayores caricias. Acostumbrados nosotros, musulmanes, a no ver mujeres juntas con hombres extraños sino cuando acuden compañías de bailarinas y cantatrices a las bodas de grandes señores, y eso aun con máscaras en la cara, nos hemos maravillado mucho de estas concurrencias. El recato de nuestras mujeres, la suavidad de su trato y el respeto a sus maridos, podría servir de norma a las de estos países; pero, sin duda, no deben de querer mucho a los suyos cuando tanto apetecen la compañía de otros hombres. A Zaira y a Zelmira dirás que tienen parte en mi corazón. Tú sabes, bella Fátima, que eres la que preferiré siempre a ambas, y que durará mi cariño hasta mi último aliento o hasta que pases a aumentar el número de las hurís, que el Profeta promete en premio de sus virtudes a los buenos musulmanes. A mi primer esclavo Ismael encargarás que vigile sobre que ningún mortal se acerque a mi harén, y que use de la fuerza si alguno lo intentare. No tengo celos, es de almas bajas el tenerlos; pero debo procurar que ningún hombre tenga la osadía de querer profanar con la vista las que he elegido para mi felicidad. Que Alá prolongue el hilo de tu vida, en lo que consiste el mayor bien de Ibrahím

Prólogos de obras poéticas y otros textos sobre poesía

Nota del editor Repito los textos recogidos en Obras completas, ed. de Emilio Palacios Fernández, Madrid, Biblioteca Castro, 1997, III, pp. 545-566. Emilio Palacios Fernández

-1Advertencia de la edición de 1785

La publicación de estas poesías, en un tiempo en que la ignorancia y la envidia se han unido estrechamente para desacreditar y morder cuantos versos salen a luz, es buena prueba de que su autor no teme las sátiras. En efecto, así como recibirá con agradecimiento y veneración los juicios imparciales de las personas de buen gusto para corregirse por ellos, se burlará de las críticas necias o pueriles que hagan de él algunos a quien su modo de escribir no es agradable. Estos versos no están trabajados, ni con el estilo pomposo y gongorino que por desgracia tiene aún sus patronos, ni con aquel otro lánguido y prosaico en que han caído los que sin el talento necesario buscaron las sencillas gracias de la dicción, sacrificando la majestad y la belleza del idioma al inútil deseo de encontrarlas. El autor ha observado que los mejores modelos huyeron constantemente de estos dos vicios y siguió sus huellas en cuanto pudo, seguro de que son las que dejaron impresas la razón y el buen gusto. En el uso de los arcaísmos, o de palabras y locuciones anticuadas, no ha sido muy escrupuloso, porque está persuadido a que contribuyen maravillosamente a sostener la riqueza y noble majestad de nuestra lengua, y que valiera más restablecer su uso que adoptar otras voces y frases de origen ilegítimo que la desfiguran y ofenden. Y ciertamente si la prosa de Paravicino y los versos de Silveira no merecen ser comparados con la prosa de Granada, Mendoza y Mariana, ni con los bellísimos versos de Garcilaso, León y Herrera, ¿por qué será delito imitar a estos últimos o seguir su ejemplo en nuestros días? Si alguno notare la calidad de los asuntos o su poca corrección, podrá respondérsele que estos versos son unos entretenimientos, una distracción, un alivio de otros estudios más serios, y por lo mismo frutos tal vez

anticipados y sin la sazón que deberían tener; que el segundo tomo, preparado ya para la prensa, ofrecerá al público poesías de carácter más grave y menos dignas del ceño de los lectores melindrosos; y finalmente, que el ingenio del hombre sigue de ordinario los progresos de su naturaleza y se va acomodando como ella a la edad, estado, destino y situaciones de cada individuo. Pero si la ignorancia culpare al autor, dando por perdido todo el tiempo que consagró al obsequio de las Musas agradables, los célebres nombres de Oliva, Montano y León, sin otros infinitos, le mostrarán con evidencia que la poesía y las bellas letras jamás estuvieron reñidas con los estudios más austeros. Por último, destinado hoy a enseñar las Humanidades en la universidad más ilustre del reino y obligado por lo mismo a cultivarlas más particularmente, cree el autor que sólo su abandono debiera ser reprehensible y hacerle indigno del establecimiento con que este sabio cuerpo ha recompensado su aplicación.

-2Dedicatoria de la edición de 1797

Al Excelentísimo Señor don Manuel Godoy Álvarez de Faria, Príncipe de la paz, Duque de la Alcudia, Señor del Soto de Roma, Grande de España de primera clase, Caballero de la Insigne Orden del Toisón de Oro, Gran Cruz de la distinguida de Carlos III, Comendador de Valencia del Ventoso, Ribera y Aceuchal en la de Santiago, Caballero Gran Cruz de la Religión de San Juan, Capitán General de los Reales Ejércitos, Inspector y Sargento Mayor de las Guardias de Corps, Gentilhombre de Cámara con ejercicio, Consejero y Primer Secretario de Estado...

Excelentísimo Señor: Permita Vuestra Excelencia que me valga de su ilustre nombre para honrar con él estas poesías, fruto de mi primera edad o de algunos momentos de inocente desahogo entre las austeras obligaciones de mi profesión. Aficionado desde la niñez a este género de letras, no he podido negarme en otra edad a su dulce recreo, aliviando con él la fatigosa carga de la magistratura. Quisiera yo que fuesen ellas tales, que distrajesen a Vuestra Excelencia y lograsen entretenerle alguna vez en la inmensa suma de graves negocios que tiene sobre sí. Su autor entonces se tendría por afortunado; y el voto y el aprecio de Vuestra Excelencia serían un anuncio feliz de su suerte en el público. Pero están muy lejos de tanta perfección, a que sólo puede aspirar un gran ingenio consagrado todo a las Musas; bien que el mío, en su medianía, haya

procurado no presentar a Vuestra Excelencia sino cosas escogidas y dignas de su nombre, tan señalado ya por la ventajosa paz que ha procurado a la nación, por la elevación y patriotismo con que sostiene su dignidad, y por el celo ilustrado con que protege la agricultura, el más sólido cimiento de la felicidad pública. Lleno de tan provechosas ideas, no puede menos de complacerse Vuestra Excelencia con muchas de mis composiciones, en que he procurado pintar y hacer amables la vida y los trabajos rústicos y la inocente bondad de los habitadores del campo. Muchas de ellas las oyó el Guadiana, y han resonado por sus fértiles y extendidas dehesas: nuevo motivo para que Vuestra Excelencia, nacido en sus orillas y amante de su suelo, las escuche con benevolencia y agrado. Pero otros más dignos me han inspirado para ofrecer a Vuestra Excelencia este pequeño don: su noble y franco corazón, su natural bondad y mi tierna gratitud por los singulares favores con que Vuestra Excelencia me honra. Su amor a las Musas y el buen gusto con que las acoge y aprecia me hacen esperar que no desdeñará los sencillos cantos de la mía; y su mucha bondad y sus finezas me aseguran aún más de los sentimientos de su pecho. Otros de más altos talentos y mejor cultivados tendrán la fortuna de presentar a Vuestra Excelencia obras más acabadas, y en esto me podrán exceder, pero no en el amor, en la gratitud, en los ardientes deseos de la felicidad de Vuestra Excelencia y de la gloria de su nombre y del nombre español. Excelentísimo Señor, beso las manos de Vuestra Excelencia. Su más obligado servidor, Juan Meléndez Valdés

-3Advertencia de la edición de 1797

Cuando di a luz en el año de 1785 el primer tomo de esta colección de poesías y anuncié el segundo como preparado para la prensa y próximo a publicarse, estaba bien lejos de pensar ni en la favorable acogida que deberían a la nación mis primeros bosquejos, ni en las dilaciones que sufriría la edición de mis demás obrillas. Cediendo entonces al precepto imperioso de la amistad y a la voz de mi ilustre amigo el señor don Gaspar de Jovellanos, al cual y al malogrado coronel don José Cadalso reconozco deber mi afición a las buenas letras y el gusto que en ellas he adquirido, si tengo alguno, no pensé en otra cosa que en complacerle, estimando en nada la grande repugnancia que sentía en presentarme al público como autor y poeta. Es cierto que desde mis más tiernos años el acaso, mi sensibilidad, la elección de los buenos modelos, y, qué sé yo si me atreva a decirlo, una inclinación irresistible me habían familiarizado con las Musas, haciéndome sentir su comercio encantador los más dulces consuelos o alegrías en los

días de amargura y contento, que alternan siempre en nuestra frágil existencia y llenan el círculo estrecho de la vida; que entonces, o llorando con ellas, o riendo con sus alegres ficciones, solía tomar la pluma y abandonarme a las impresiones que sentía y a las efusiones de mi corazón; y que de estos deliciosos pasatiempos había resultado una colección de poesías superior a lo que al escribir cada una pudiera yo pensar. Pero obra todas ellas de un momento, efecto de circunstancias que pasaron con él, sin plan ni corrección, y sin otro objeto que el de distraerme en mis quebrantos o aliviarme en la austeridad de mis estudios académicos, estaban muy lejos de aquella perfección a que es acreedor el público en cuanto se le ofrece, singularmente en las obras de agrado y pasatiempo. La medianía en ellas es ya un defecto; y si no las realzan tales hermosuras que embelesen al lector y le lleven como mágicamente al país de la ficción y el engaño, caen bien presto en el olvido y la oscuridad, de que no debieron salir por honor de sus autores. Pero el público vio por fortuna las mías con ojos indulgentes. Aunque tal vez al principio zaheridas de algunos, aún no desengañados del mal gusto y la hinchazón que en el siglo pasado corrompió nuestra poesía, apartándola de las sencillas gracias con que la ataviaran en el anterior el tierno Garcilaso, el sublime Herrera, el delicado Luis de León y otros pocos ingenios que conocieron sus verdaderas bellezas, sin embargo, mis obrillas han corrido con aplauso en manos de todos, han sido buscadas no sin ahínco, y aun (¿me atreveré a decirlo?) han ayudado acaso a formar el gusto de la juventud y hacerle amar la sencillez y la verdad, pues he visto, no en una sola colección de poesías impresas después, adoptado mi lenguaje y varias imitaciones mías, sin que esto sea defraudar en lo más leve su verdadero mérito, ni acusar de plagio a sus autores. Pudiera añadir que me he hallado sin saber de dónde con muchas cartas reconviniéndome por mi tardanza y exhortándome a que cumpliese al público mi palabra y acabase de darle lo que le tenía prometido. En suma, aunque parezca vanidad de autor, sé también que se han traducido en otras lenguas varias composiciones de mi primera colección y que los diarios extranjeros han hablado de ella con aprecio. Todo esto debería haberme animado a continuar con más actividad en mis trabajos, imprimiendo mi segundo tomo, que, de otro género más noble y elevado, pudiera honrarme más a los ojos de todos que los juegos agradables del primero. Pero varios sucesos domésticos que no pude entonces prever y que al cabo, sin saber cómo, me han entrado en la ilustre y austera carrera de la magistratura, me han estorbado hasta ahora para poderlo ejecutar. Confieso también que no han tenido en ello poca parte mi natural desconfianza y la severidad de mi nuevo ministerio. Yo me he dicho más de una vez, luchando entre el deseo y el temor: ¿cómo presentarse en el público un magistrado reimprimiendo los pasatiempos de su niñez y publicando nuevos versos, que aunque llenos de las verdades más importantes de la moral y la filosofía, siempre al cabo lo son? Veía a la censura y la malignidad desatadas contra mí, haciéndome cargo de una distracción inocente, que jamás le ha robado ni un instante a las graves tareas de mi profesión, ni a la severidad de la justicia; pero que ellas sabrían, abultando, exagerar como mi única ocupación, olvidándome por ella de las más arduas obligaciones, para desacreditarme de este modo ante el

público y la razón. Verdad es que casi todas mis poesías fueron obra de mis primeros años o del tiempo en que regenté en Salamanca la cátedra de Prima de Humanidades; que las pocas trabajadas después, lo han sido precisamente en aquellos momentos que la mayor delicadeza da sin escrúpulo al ocio o al recreo. ¿Mas qué importan estas reflexiones a la calumnia para morder y denigrar? Nada, ciertamente. Y, aunque con dolor, me ha enseñado la experiencia propia que al que hizo una vez blanco de sus crueles tiros nada sabe disimularle. El retiro, el esparcimiento, el estudio, su interrupción, la vida negociosa, la que no lo es, todo le viene igual para ejercitar su venenosa lengua y destruir al infeliz objeto de su odio; nada le importan ni la verdad, ni la mentira, ni la inocencia, ni el delito, como pueda llegar a sus fines criminales. Estas tristes cuanto verdaderas reflexiones me han apartado muchas veces de cumplir mi antigua oferta y emprender la presente impresión. Aun empezada ya, la han tenido en la prensa olvidada más de una vez, volviéndome a ella para de nuevo abandonarla. Pero, al cabo, he tenido en menos arrostrarlas todas y oponerles una frente inocente y serena, que negarme por más tiempo a los ruegos de algunos buenos amigos, al deseo de otros, y a la utilidad que acaso podrán hallar los amantes del buen gusto en la edición completa de mis obras, que ahora les presento. Hame también movido a ello el enfado de ver reimpreso mi primer tomo tres o cuatro veces sin noticia mía, vendiéndose públicamente en casa de los herederos de don Joaquín Ibarra. El buen nombre de este famoso impresor y su escrupulosa probidad no eran acreedores a esta superchería. Para castigarla, inutilizando cuantos ejemplares tenga el que la hizo, he variado todo este tomo, aumentándolo cuasi una tercera parte, quitando y corrigiendo cuanto me ha parecido, y mejorándolo así notablemente. Digan pues lo que quieran mis émulos, o más bien los enemigos de las letras y el buen gusto, un magistrado aparece en el público imprimiendo sus versos y osa declararse sin empacho autor de todos ellos: de los agradables, de los serios, de los amorosos, de los filosóficos y morales, oponiendo a la murmuración y a la ignorancia estos mismos versos para vindicarse y defenderse, acompañados de la presente ilustración y de los grandes nombres de Cicerón, de Plinio, Petrarca, Bembo, Querini, Addison, Fenelon, Polignac, D'Aguesseau, Arias Montano, Luis de León, Rebolledo, Alfonso el Sabio, Urbano VIII, Federico de Prusia, y cien otros que supieron amar y cultivar las Musas entre la más profunda sabiduría y los más arduos negocios. Nuestra pereza, y qué sé yo si diga el haber querido dividir en partes aisladas el árbol de la sabiduría, cuyas ramas están enlazadas estrechamente, nos hacen mirar con malos ojos a los que se divagan un tanto de su profesión y sus estudios hacia cualesquiera otros. La Antigüedad no lo juzgaba así: los grandes hombres que ella produjo supieron, para vergüenza nuestra, serlo todo, poetas, oradores, filósofos, políticos, en suma, literatos y hombres públicos; y si nosotros siguiésemos sus huellas, no aspirando a una profundidad las más veces inútil, lo seríamos también. Pero queremos desmenuzarlo todo, descender hasta las últimas consecuencias, devoramos para ello volúmenes en folio y entorpecemos nuestra razón, que, bien formada, llegaría sin fatiga al

punto donde anhelamos elevarla, y aplicada a otros objetos hallaría en todos ellos mil auxilios de que carece entre su estéril abundancia. En mis poesías agradables he procurado imitar a la Naturaleza y hermosearla, siguiendo las huellas de la docta Antigüedad, donde vemos a cada paso tan bellas y acabadas imágenes. Ésta es una ley en las artes de imitación tan esencial como poco observada de nuestros poetas españoles, en donde al lado de una pintura o sublime, o graciosa, se suele hallar otra tan vulgar o grosera que le quita toda su belleza. Virgilio y Horacio no lo hicieron así; y si tal vez aquél es igual al grande Homero, lo es ciertamente por la delicadeza y cuidado en escoger y adornar sus imágenes. En esta parte han sido mis guías el mismo Horacio, Ovidio, Tibulo, Propercio, y el delicado Anacreonte. Formado con su lección en mi niñez y lleno de su espíritu y sus encantos, hallará el lector en mis composiciones seguidas con frecuencia sus brillantes huellas. ¡Ojalá pudiese yo comunicarle en mis versos el recreo y las delicias que he encontrado en los suyos! Mi alma naturalmente tierna y amante de la soledad los ha dejado no pocas veces casi con lágrimas, para convertirse donde la llamaba la dura obligación. En las poesías filosóficas y morales he cuidado de explicarme con nobleza y de usar un lenguaje digno de los grandes asuntos que he tratado. Las verdades sublimes de la moral y de la religión merecían otro ingenio y entusiasmo que el mío. Pero ¿qué corazón será insensible a ellas, o no se inflamará con su fuego celestial? La bondad de Dios, su benéfica providencia, el orden y armonía del universo, la inmensa variedad de seres que lo pueblan y hermosean, nos llevan poderosamente a la contemplación y a estimar la dignidad de nuestro ser y el encanto celestial de la virtud. Así que, penetrado de estas grandes verdades, he procurado anunciarlas con toda la pompa del idioma, cuidando al mismo tiempo de hacerme entender y ser claro, y de huir de una ridícula hinchazón. Ni tampoco he sido escrupuloso en usar de algunas voces y locuciones anticuadas, ya porque las he hallado más dulces, más sonoras o más acomodadas para la belleza de mis versos, ya porque estoy persuadido de que contribuyen en gran manera a sostener la riqueza y noble majestad de nuestra lengua, adulterada malamente y afeada a cada paso con voces y frases de origen ilegítimo que sin necesidad introducen en ella los que no la conocen. Copiosa, noble, clara, llena de dulzura y armonía, la haríamos igual a la griega y latina si trabajásemos en ella y nos esmerásemos en cultivarla. Mas, poco acostumbrada hasta aquí a sujetarse a la filosofía ni a la concisión de sus verdades, por rica y majestuosa que sea, se resiste a ello no pocas veces; y sólo probándolo se puede conocer la gran dificultad que causa haberla de aplicar a estos asuntos. Dése, pues, a mis composiciones el nombre de pruebas o primeras tentativas, y sirvan de despertar nuestros buenos ingenios, para que con otro fuego, otros más nobles tonos, otra copia de doctrina, otras disposiciones, los abracen en toda su dignidad, poniendo nuestras Musas al lado de las que inspiraron a Pope, Thomson, Young, Racine, Roucher, Saint-Lambert, Haller, Utz, Cramer y otros célebres modernos sus sublimes composiciones, donde la utilidad camina a par del deleite, y que son a un tiempo las delicias de los

humanistas y filósofos. Téngase a mí por un aficionado, que señalo de lejos la senda que deben seguir un don Leandro Moratín, un don Nicasio Cienfuegos, don Manuel Quintana, y otros pocos jóvenes que serán la gloria de nuestro Parnaso y el encanto de toda la nación. Amigo de los tres que he nombrado, y habiendo concurrido con mis avisos y exhortaciones a formar los dos últimos, no he podido resistirme al dulce placer de renovar aquí su memoria, sin disminuir por eso el mérito de otros que callo, o sólo conozco por sus obras. Ciego apasionado de las letras y de cuantos las aman y cultivan, ni anhela mi corazón por injustas preferencias, ni conoce la funesta envidia, ni jamás le halló cerrado ningún joven que ha querido buscarme o consultarme. La república de las letras debe serlo de hermanos; en su extensión inmensa todos pueden enriquecerse, y si sus miembros conocen un día lo que verdaderamente les conviene, íntimamente unidos en trabajos y voluntades, adelantarán más en sus nobles empresas y lograrán de todos el aprecio y el influjo que deben darles su instrucción y sus luces. La providencia me ha traído a una carrera negociosa y de continua acción, que me impide, si no hace imposible, consagrarme ya a los estudios, que fueron un tiempo mis delicias. Cuando la obligación habla, todo debe callar: inclinaciones, gustos, hasta el mismo entusiasmo de la gloria. Pero si mis bosquejos, mi ejemplo, mis exhortaciones logran poner a otros en su difícil senda y llevarlos hasta la cumbre de su templo, satisfecho y envanecido, complaciéndome en sus laureles cual si fuesen míos, repetiré entre mí mismo con la más pura alegría: Yo concurrí a formarlos y mi patria me los debe en parte. Gozoso entre tan faustas esperanzas, me contento desde ahora con el nombre de amante de las buenas letras y las Musas; y este nombre no puede con justicia negárseme, porque ellas y las artes han hecho mi embeleso desde que sé pensar, y serán mi consuelo hasta en la última vejez. ¿Y quién será insensible al lisonjero encanto de las buenas letras y las artes? ¿Es acaso su honesto recreo inútil, o incompatible con la gravedad de otras tareas? Ellas forman el gusto, suavizan las costumbres, hacen deliciosa la vida, más agradable la amistad, perfeccionan la sociedad, estrechan sus vínculos entre los hombres, y los alivian y entretienen en sus ocupaciones y cuidados. Nadie puede trabajar sin alguna distracción; y ésta es una ley común de la naturaleza para todos los vivientes. La tierra misma reposa después de enriquecer al labrador que la cultiva; y se siente rendida y apurada cuando se la obliga a producir continuamente. El hombre no está libre de esta ley general, a pesar de su orgullo; y sus facultades acabarían bien presto si no alternase entre la fatiga y el descanso. ¿Y qué descanso más útil y agradable que el comercio con las Musas, cuyas halagüeñas ficciones saben cubrir de rosas las espinas y hacernos gustar lo amargo del precepto entre la ilusión de la armonía? Sin pensarlo acabo de hacer la defensa de las buenas letras contra algunos que las miran con ceño y juzgan incompatible su afición con los deberes de otras profesiones, gentes necias o mal intencionadas, que, faltas de gusto o de talento, murmuran de lo que no entienden, y quieren más seguir en su ignorancia que aplaudir en los otros las calidades de que carecen.

Mas volviendo a mis versos, he cuidado en todos ellos de corregirlos y elevarlos a aquel grado de perfección que me ha sido posible. He suprimido cuantos me han parecido indignos de la prensa; y cualquiera que registre bien mi colección conocerá sin dificultad cuán fácil me habría sido aumentarla con otro tanto; pero no lo mucho, lo bueno y escogido merece sólo aprecio. Confieso, sin embargo, que no todas las piezas tienen la misma lima, y que aún deberían haberse suprimido muchas más. En algunas no he podido, al ir a desecharlas, resistir la tentación de ser mis primeras producciones; y en otras, la de haberse compuesto en ocasiones que han dejado en mi corazón impresiones muy profundas. Pudiera haber acompañado los versos filosóficos de algunas notas; pero el que los lea suplirá fácilmente cuanto con ellas le comentara y explicara yo, además del gusto que se siente en representarse cualquiera por sí mismo toda la cadena de ideas que abrazaba el autor cuando escribía. No todo se ha de decir; y el quererlo decir todo es el medio más seguro de fastidiar. Habiendo, por último, crecido más la colección de lo que me propuse al empezarla, y no siendo ya justo detener por más tiempo su publicación, después de tres años que está debajo de la prensa, reservo para en adelante la edición de otras composiciones, que sin comprometerme ahora como lo hice en mi primera impresión, daré, sin embargo, a luz, si la suerte de las presentes fuese cual me prometo y me hace esperar el ahínco con que parece que se desean.

-4Plan primero de la Elegía VI

Señor, yo adoro en esto mismo tu providencia; tú que mantienes las avecicas en el aire, quisiste a mí dejarme tan solo para que a ti sólo deba yo mi subsistencia; me postro reverente y adoro tan sagrados decretos de tu santa inescrutable providencia. Amplificar esto. La felicidad quiere dos entes; yo solo, ¿cómo puedo ser feliz? La campana fúnebre acaba de sonar y dar a la insaciable muerte algún infeliz. ¡Ay!, ahora me parece ver la imagen de mi hermano, desfalleciendo, agonizando y ya moribundo, el crucifijo en la mano, mirando con turbación a todas partes y con los ojos descaídos y turbios despidiéndose de los bienes frágiles de este mundo y tocando con ellos la espantable eternidad. ¡Oh noche, oh triste noche, noche infeliz para mí y que yo lloraré para siempre, cuántos males me acarreaste, cuántas desventuras me trajiste, de cuán amargos males me has sido causa! Después de haberme quejado de la soledad: ¿Pero quién, Señor, podrá juzgar tu santa providencia?, ¿quién entrará contigo enjuicio ni te pedirá cuenta de tus inescrutables decretos? Y luego lo de la vuelta. Para final: Vosotros los que lloráis vuestros padres y hermanos

arrebatados en medio de su lozana edad, acompañad mis dolorosos sentimientos; las lágrimas no me dejan proseguir; dadme vosotros las vuestras y lloremos juntos nuestros eternos males. Esto bien amplificado con otros pensamientos. No, hermano, jamás yo podré olvidarte, lorsque les sueurs du trépas couvriront mon front glacé et que mes yeux éteints seront prêts à se fermer, ton nom se mêlera encore aux faibles sons de ma mourante voix y tu nombre partagera mon dernier soupir avec la mort. El cielo se oscurece y la pálida luz de los relámpagos pone pavor a los mortales infelices; mi corazón, que antes los temía tanto, ya no siente estos horrores; mi corazón ha mucho tiempo que no conoce un instante de paz y como que ahora gusta de este desorden de los elementos y tengo el bárbaro placer de sentirme bercé, agité par la tempête. Vents, flots, nuages, mugissez, tonnez, ravagez, vous m'offrez une image ressemblante de mon état et de mon sort, ce désordre de la nature conviene bien à la sombre mélancolie de mon âme. ¡Ay!, la mano que extendió el firmamento tachonado de estrellas y que dispuso el brillante círculo del sol y el giro concertado de la luna, ¿no amasó también el polvo, su frágil materia, le chef-d'oeuvre de la creación? Pues ¿cómo perece tan presto?, ¿cómo en un instante se deshace, más frágil que la paja y el heno y mucho más caduco que la rosa más delicada? ¡Oh mi dulce hermano!, si aún oyes allá las voces de tu triste hermano, considera bien las circunstancias todas de tu muerte y que tanto más me la hacen sentir, joven, etc. Yo vi algunas veces asomar la esperanza de la mejoría. Il y a deux nuits je vis l'ómbre sacrée de mon frére passer trois fois autour de mon lit, mientras yo miserable le bañaba en lágrimas. ¡Cuán diferente iba de como yo le solía ver: pálido, triste, etc.! No, jamás esta triste visión podrá apartarse de mi memoria, ni la dulce alegría entrar en mi pecho. J'ai passé en revue tous les maux qui peuvent tourmenter le coeur humain et je n'en ai point trouvé d'égal à la jalousie; ésta es una hidra de calamidades; el celoso sufre a un tiempo mismo mil muertes, y el infierno entero pasa a su corazón. ¡Oh celos!, ¿qué son, comparados con vosotros, todas las demás pasiones y tempestades?... Una dulce paz. Reine des maux, tu portes l'incendie dans l'âme; c ést toi qui sais tourmenter, tú eres el gran contrapeso que solo balancea todos los trasportes del placer que puede inspirar la beldad. L'amitié vertueuse est la seule véritable. Inondé de mes larmes, déchiré de douleurs. La vertu est le plus grand de tous les plaisirs. Les hommes ne sont heureux qu'à proportion de leurs penchants à faire du bien; et la nature équitable récompense le plus grand des plaisirs. Le vertueux regarde une grande fortune comme une obligation de faire plus de bien. L'homme est le plus malheureux de tous les êtres, et celui des hommes qui n'est pas compatissant ne mérite point le nom d'homme, car il dégrade sa nature. Il soulage le malheureux de ses largesses, ouvre les prisons, brise les fers de l'innocence, essuie les pleurs de l'infortuné. Amitié, fruit délicieux que le ciel a permis à la terre de produire pour

faire le charme de la vie, le nectar que l'abeille exprime des fleurs parfumées est moins doux que toi; le temps ni la mort ne peuvent te flétrir? Dans les bienfaits, donner, c' est acquérir. Qu'il est beau de faire le bien et de courir dans la carrière de la vertu! Cher Philandre, puis-je trop pleurer ta perte? Dois-je craindre de me livrer à tout le désordre de ma douleur?... Je l'ai aimé beaucoup; je l'aime plus encore depuis que je l'ai perdu. Je n'ai connu ce que je perdais qu'en le voyant mourir; c'est en prenant son vol vers l'immortalité que son âme a déployé toute sa richesse et tout l'éclat de sa vertu. C'est au bord du tombeau que la vertu se déclare. Ningún hombre puede querellarse de que es huérfano, porque el apoyo de los hombres es vano, y Dios es solo nuestro verdadero padre. Él, que no ve caer con indiferencia la hoja más pequeña de un árbol ni un pajarillo de la extensión diáfana del viento, mira al hombre, hechura especial de su mano, con una providencia particular. Así, cuando el cruel faraón, lleno de orgullo, pensó exterminar la descendencia de Israel, el niño que después fue el caudillo y la salud de su pueblo, flotando desamparado a arbitrio de las olas, la mano de Dios que guiaba la cestilla débil le dio amparo en la misma hija del común enemigo. ¡Ay, ay!, ¿qué es el mundo? Ton école, ô malheur. apprendre à souffrir est la seule leçon qu'on y reçoive, et celui qui ne sait pas cela, qui ne peut l'apprendre, qu est-il venu faire dans la vie? Il n'avait nulle raison de naître. Yo sufro los tormentos más horribles; mon coeur est accablé, pero lo que me consuela es que cada momento que pasa se lleva consigo una parte, aunque pequeña, de los males qui m'écrasent, en allège le poids y me va acercando al sepulcro, donde al fin descansaré. Mais mettons les choses au pis... Si j'allais vivre... vivre long-temps. ¡Eh!, ¿cuál es el espacio de tiempo que puede llamarse largo? No cierto el de tu vida, hombre infeliz, que son ochenta años; y el tiempo mismo, ¿qué es en toda su duración, aunque se midiese desde el instante qu'il fut détaché del cerco sin fin de la inmensa eternidad? ¿Por qué, pues, desconsolarme? Yo siento que para un alma courageuse y sabia, las desgracias no tienen fuerza alguna, et que toute couverte de ses traits, je peux encore être calme et tranquille... ¡Pero mi hermano! Ya muerto él, todo se trocó para mí; en tanto que gozaba yo del placer de verlo vivo, mis más largos días pasaban sin que yo los sintiese, los años eran días y los días unos pequeños instantes; mas ahora, la suerte cruel se desquita y me hace pagar bien caro este inocente gusto; el tiempo no huye; sus pasos son más lentos que los del insecto más torpe, y cada instante es para mí un siglo de penas. Vil esperanza que prometes sin pudor y sin término, tú de día en día me has forjado mentira sobre mentira; mas, ¡ay!, que acá abajo para ser feliz es necesario ser o loco del todo o del todo sabio, y yo no tengo ni la locura necesaria para contentarme de una felicidad imaginaria, ni la bastante sabiduría para sacar de mis mismas penas una felicidad facticia. Mas los placeres mismos, los más reales, ¿qué otra cosa son que penas, pues que no pueden durar? ¡Ay, ay!, nada más son, y con todo eso no se oye hablar de otra cosa a los mortales que de felicidad. Artificio vano de los que poseen los bienes engañosos de este mundo, darte un nombre engañoso

para excitar la envidia de los necios, porque las almas débiles sienten una complacencia que les consuela y satisface su vanidad, en la envidia de sus semejantes. ¡Cuántas gentes andan con el rostro alegre, afectando un exterior risueño mientras su corazón se despedaza con los dolores más crueles! Sabemos esto, pero no nos convencemos de su verdad; y aunque lo hemos experimentado bien a nuestra costa, aún queremos luchar contra la evidencia; pero ¿qué sucede? Cada nueva experiencia afirma la precedente; y a los ochenta años, blancos ya como la nieve nuestros cabellos, aún somos tan insensatos como a los veinte. Las lágrimas que la naturaleza cansada me niega ya, tu carta las ha vuelto a producir. ¡Ay!, mi dolor sólo admite unas ligeras pausas para comenzar después con mayor fuerza. El sueño le interrumpe alguna vez. ¡Ay, ay!, después de algunos momentos de un reposo agitado yo vuelvo a despertar. ¡Qué de fantasmas cría mi imaginación! Mientras la razón duerme, por un campo inmenso de miserias me pasea entre mil desgracias imaginarias, huérfano, sin amparo, mozo. ¡Ay, mi hermano me dejó con su muerte en esta orfandad! Cuando faltó mi padre, yo creía casi no haberle perdido con mi hermano; esta memoria templaba las lágrimas que el reconocimiento y amor filial arrancaban de mi lastimado corazón; pero ahora, ¿con qué podré templarlas, muerto mi hermano? Yo vi desvanecerse su vida en la pompa de sus floridos años. Cuando la fortuna lisonjera con su faz risueña nos colmaba a ambos de esperanzas, la muerte cruel oculta en su pecho le llevaba al sepulcro con paso acelerado. Juventud, virtud, fortuna, ¿qué sirvió para esta cruel, ni pudo detenerla? Jovino, amigo, perdona mi dolor; mis lágrimas no acusan a la providencia [...].

-5Plan segundo de la Elegía VI

La campana fúnebre acaba de sonar ahora y de dar a la muerte algún infeliz. ¡Oh hombre deleznable, qué pocos son tus días...! ¡Oh vida...! ¡Oh triste son...! Tú me recuerdas aquel que despedazó mi corazón, en la más triste noche... Yo no la tendré más infeliz y llena de horrores en todo el curso de mi trabajosa vida. Paréceme ahora ver en ella la imagen pálida de mi hermano. ¡Oh, cuál estaba entonces en el lecho, todo desfigurado ya, rodeado de los sudores de la muerte y con los ojos descaídos y turbios despidiéndose de los bienes frágiles de este mundo, y tocando con ellos la espantable eternidad! ¡Qué representación ésta, qué lección para todos los hombres la de aquella desventurada noche! ¡Oh noche infelicísima, yo te lloraré para siempre! ¡Cuántos males me acarreaste, cuántas desventuras me trajiste y cuánta miseria echaste sobre mí! Siempre yo fui más desgraciado, pálida luna, durante las horas de tu señorío. Mientras tú gobiernas el brillante escuadrón de las innumerables antorchas que te hacen la corte, las desdichas me acechaban a mí y

acometían mi inocente corazón. En una noche perdí a mis padres, en otra a mi único hermano -mi padre, mi consuelo y mi amparo-. ¡Oh, golpes crueles, bastantes a acabarme! Ellos me han dejado sumergido en mil males, huérfano, joven, desvalido y solo; pero ¿a cuál he de llorar de los tres? [Nota marginal] Una comparación con el lirio de los valles que desmayado cae la hermosa corona o cerco de sus hojas.

Discurso de ingreso en la Real Academia Española Discurso en que don Juan Meléndez Valdés da gracias a la Academia Española al tomar asiento de ella como académico numerario

11 de septiembre de 1810 Excelentísimo Señor: Lo que hubiera anhelado ardientemente en días más serenos y de mayor lustre para la lengua castellana, lo he conseguido al fin por la indulgente bondad de Vuestra Excelencia en estos tiempos de abatimiento y decadencia para las letras españolas. Unido en íntima amistad, desde mi tierna juventud y los años felices de mi vida, con varios individuos de Vuestra Excelencia, cuyos nombres le serán siempre gratos por su ilustración y su celo; formado y alentado por ellos en mi carrera literaria, y aficionado más particularmente con su trato a la pureza y encantos de nuestra hermosa lengua; cuando vi coronados por Vuestra Excelencia mis primeros bosquejos poéticos en la Égloga a Batilo, no tanto creí que fuese su intención el sancionar con su voto mi humilde medianía, cuanto el estimularme con su indulgencia en la carrera difícil que emprendía, y alentarme a seguirla con empeño y noble aplicación. Pero, lejos de pensar yo ni en este día, ni en obtener jamás la gloria de sentarme en medio de Vuestra Excelencia para aprender de su sabiduría y honrarme con el lustre que difunde en derredor de sí; contento con mi oscuridad y mi llaneza, sólo pensaba en mi retiro en cultivar más y más las musas castellanas, embelesado en sus hechizos y gracias naturales, para merecer, si me fuese posible, otros nuevos sufragios de la sabiduría de Vuestra Excelencia, que miraba yo como el lauro mayor de mis conatos y el colmo de todos mis deseos. Así pensaba, cuando me hallé en el año de 1798 generosamente acogido por Vuestra Excelencia en este templo del saber, y hermanado en él a sus trabajos y su gloria. El fruto recogido excedió a la esperanza, y el galardón a los deseos. Pero una borrasca terrible vino en los mismos días de mi felicidad a anublar todo su brillo, sin que me fuese dado disfrutar la gracia que Vuestra Excelencia me hiciera con mano tan liberal; y desde aquella época, fatal para las letras y sus inocentes amadores, doce años que sobre mí han pasado de destierro y olvido me han dilatado esta

satisfacción; que si el amor al habla castellana, y el aprecio y consideración del sabio cuerpo encargado de tan rico tesoro fuesen suficientes a merecerlo, ninguno pudiera disputarme. Hoy la consigo en medio de las zozobras y vaivenes de que nos hallamos agitados, y de que, por desgracia, no toca poca parte a la pureza de nuestro rico idioma. Vese la hermosa lengua de Castilla, la primera acaso de las vivas, o la que reúne al menos más número de dotes para competir en bellezas con la griega y la romana, copiosa, clara, dulce, numerosa y llena de energía y majestad, y de agudezas y festivas sales; vese esa hermosa lengua manchada y afeada a cada paso por quien no la conoce ni puede comprender sus excelencias y alto precio. Éstos, o la desestiman y ultrajan como menesterosa y pobre, o la desfiguran so color de honrarla con frases y voces ilegítimas, que son como otros tantos lunares que la afean. La pereza de muchos para no estudiarla en sus puras y abundosas fuentes, el descuido y flojedad en otros en no corregir y castigar su estilo, y el orgullo en no pocos, que miran cual de menos valía el detenerse a pesar y examinar las voces con que engalanan sus conceptos, y aprender una lengua por sus principios y fundamentos, habiendo tantas cosas y objetos que les roban toda la atención, son las causas principales de la bárbara irrupción de palabras y modos nuevos de decir, de que se ve asaltado y contrastado en nuestra edad el hermoso lenguaje de los Granadas y Leones y Garcilasos, Herreras y Argensolas. Pero esto mismo debe estimular más y más a Vuestra Excelencia, y hacerle redoblar sus conatos para oponerse con todo su saber y su noble y generoso celo al torrente asolador, y conservar al idioma y bien decir castellano su pureza y sus gracias y augusta majestad. Esta morada es su baluarte y plaza de refugio inexpugnable: aquí se ha acogido en la persecución que se ha levantado contra ella; desde aquí se defenderá contra la ignorancia, la pereza y el falso saber de sus más encarnizados enemigos, y desde aquí triunfará felizmente, si Vuestra Excelencia continúa sus útiles tareas y no desmaya en ayudarla. Opongamos a los novadores la riqueza, las gracias y admirables bellezas con que brilla; opongamos a sus voces y frases peregrinas el inagotable y purísimo raudal con que ella corre, sobrado siempre a explicar lo más delicado de nuestro pensamiento y los arcanos de las ciencias más recónditos; sean nuestros caudillos y adalides tantos escritores ilustres, tantos hombres de saber profundo, que no han necesitado de mendigar nada de otras lenguas para explicarse y decirlo todo en la nuestra y encantarnos con su lectura. La gloria será de Vuestra Excelencia, y el habla castellana, esta habla tan dulce, tan sonora, tan fluida, tan majestuosa y tan salada, por sus nobles trabajos y el celo que le anima, seguirá conservándose pura y sin mancilla; mantendrá entre los sabios el lustre y esplendor con que brillaba en el siglo xvi, y aun aumentará su caudal y sus bellezas, aplicada sabia y oportunamente a objetos y cosas en él desconocidos; siendo Vuestra Excelencia a quien se deba el honor de haberla mantenido en toda su pureza, así como es sólo mío, en este feliz día, tributar a Vuestra Excelencia el agradecimiento más tierno y cordial por la alta gloria que se ha servido darme, colocándome entre sus individuos de número, y llamándome cerca de sí para más bien enseñarme. ¡Ojalá que mis trabajos puedan corresponder a mis deseos, y mis conatos en favor de nuestra hermosa lengua, a los encantos

con que me embelesa y el entusiasmo con que la admiro!

Oficios y documentos varios

Nota del editor Proceden de fuentes diversas: 1. En E. Alarcos García, «Meléndez Valdés en la Universidad de Salamanca», p. 154 (Archivo Histórico de Protocolos de Madrid, n. 21313). 2. G. Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo, I, pp. 119-139. Los libros fueron identificados y catalogados por el profesor J. Demerson. 3. Ejercicios literarios del doctor don Juan Meléndez Valdés, Salamanca, 6 de septiembre de 1783. En A. Astorgano Abajo, «Juan Meléndez Valdés, opositor a cátedra de Prima de Letras Humanas», Dieciocho, 25-1 (2001), pp. 93-94. 4. G. Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo, I, pp. 214-216. 5. Recurso de Meléndez Valdés contra el Catedrático de Retórica don Francisco Sampere (agosto de 1783-octubre de 1784). 6. E. Alarcos García, «Meléndez Valdés en la Universidad de Salamanca», pp. 176-177. 7. E. Alarcos García, «Meléndez Valdés en la Universidad de Salamanca», pp. 168-170. 8. G. Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo, I, pp.151-154. 9. Participación como juez a una oposición de la cátedra de griego (1786), en A. Astorgano Abajo, «Meléndez Valdés y el helenismo en la Universidad de Salamanca durante la Ilustración», Cuadernos del Instituto Antonio de Nebrija, 6 (2003), pp. 81-82. 10. E. Alarcos García, «Meléndez Valdés en la Universidad de Salamanca», pp. 171-172. 11. Informe sobre cambio de Planes de Estudio de Derecho en la Universidad de Valladolid, octubre de 1788-enero 1789. 12. E. Alarcos García, «Meléndez Valdés en la Universidad de Salamanca», pp. 157-159. 13. E. Alarcos García, «Meléndez Valdés en la Universidad de Salamanca», p. 364. 14. G. Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo, I, pp. 249-250. 15. E. Alarcos García, «Meléndez Valdés en la Universidad de Salamanca», p. 366. 16. Expediente formado en virtud de Real Orden de su Majestad sobre la obra periódica El Académico (2 de julio de 1793). 17. A. Rodríguez-Moñino, «Juan Meléndez Valdés. Nuevos y curiosos documentos para su biografía (1798-1801)», Revista de la Biblioteca, Archivo y Museo del Ayuntamiento de Madrid, IX (1932), pp. 369-370. 18. A. Rodríguez-Moñino, «Juan Meléndez Valdés. Nuevos y curiosos documentos para su biografía (1798-1801)», Revista de la Biblioteca, Archivo y Museo del Ayuntamiento de Madrid, IX (1932), p. 371. 19. G. Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo, I, pp. 540.

20. G. Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo, II, pp. 387-388. Advertencia: Sólo los documentos 3 y 9, editados por A. Astorgano Abajo, eran nuevos. El resto ya habían aparecido en Obras completas, ed. de E. Palacios Fernández, Madrid, Biblioteca Castro, 1997, III, pp. 572-650. Emilio Palacios Fernández

-1Poder notarial para tomar posesión de la cátedra de Letras Humanas

15 de agosto de 1781 Yo, el Doctor don Juan Meléndez Valdés, vecino de la ciudad de Salamanca y residente en esta corte, otorgo por el presente instrumento, en la forma que más haya lugar en derecho, que doy mi poder cumplido, el que se requiere y es necesario, a don Francisco Ibáñez de Cervera, Rector del Colegio de Calatrava, al Doctor don Gaspar Candamo, catedrático de Lengua hebrea, y licenciado don Salvador María de Mena, vecinos de dicha ciudad, a todos tres juntos, y cada uno de por sí in solidum con igual facultad, especialmente para que en mi nombre, y representando mi persona, pida y tome la posesión de la cátedra de Prima de Letras Humanas, vacante en la universidad de dicha ciudad por muerte del Maestro don Mateo Lozano, y provista por Su Majestad en mí el otorgante, practicando al logro de este intento cuantas diligencias judiciales y extrajudiciales convengan hasta ponerme en la posesión de dicha cátedra, presentando en caso necesario los pedimentos regulares, súplicas y memoriales que conceptúe precisos, haciendo requerimientos y protestas convenientes, otorgando las escrituras que se necesiten, y si para lo predicho, sus incidencias y dependencias fuere necesario parecer enjuicio, lo harán en los tribunales que convenga, pues para todo lo predicho, y demás que sobre el asunto ocurra, confiero este poder a los dichos mis podatarios con la mayor amplitud, libre, franca y general administración, facultad de jurar recusar, tachar, abonar, apelar, suplicar, sustituir, revocar sustitutos y nombrar otros con relevación en forma; y a la firmeza de cuanto va expuesto obligo mis bienes habidos y por haber, dando poder a los señores jueces y justicias de Su Majestad de cualesquier partes que sean, para que a lo relacionado me compelan y apremien con el rigor de sentencia pasada en cosa juzgada, y consentida, renuncio las leyes, fueros y derechos de mi favor con la que prohíbe la general renunciación de ellas. Fechado en la villa y corte de Madrid, a quince de agosto del año de mil setecientos ochenta y uno. Y el otorgante (a quien yo, el escribano de los reinos de Su Majestad doy fe conozco) lo firmó, siendo testigos el licenciado don Ambrosio Delgado, don Felipe Peláez, y don Francisco Beltrán, residentes en esta corte. Don Juan Meléndez Valdés. Ante mí, Ramón Tarelo. Yo, el infrascrito, escribano de los reinos de Su Majestad presente fui a lo contenido, y en fe de ello lo signo y firmo día de su otorgamiento.

(Notario: Ramón Tarelo)

Escritura de declaración del licenciado don Juan Meléndez

20 de noviembre de 1782 [...] Sépase por esta escritura de declaración, y lo demás que en su discurso irá contenido y declarado, como yo, el licenciado don Juan Meléndez Valdés, catedrático de Prima de Letras Humanas de la universidad de esta ciudad de Salamanca, etcétera... Digo: Que yo me hallo libre y apto para poder hacer y otorgar éste y aun otro cualquiera instrumento que me acomode y conduzca; y conviniéndome para fines urgentes y precisos hacerle insertando menudo inventario y tasa exacta, según mi conciencia, y jurada de libros, bienes y efectos, dineros y demás con que me hallo míos propios con declaración de ellos y de cada cosa; he resuelto la ejecución dando a cada una el aprecio que justamente tiene y merece, y efectivamente con aquel serio, juicio, prudencia y atención que se requiere a intervención correspondiente y cual el asunto pide, lo he y se ha hecho de uno y otro en la forma y con la distinción siguiente:

Catálogo alfabético de la biblioteca de Meléndez Valdés

Abbadie, Jacques: Traité de la vérité de la religion chrétienne, La Haye, 1763, 4 vols. (54 reales)... N.º 61 Addison, Joseph: The Spectator, Londres, 1768, 3 vols., 8.º (128 reales)... N.º 9 Aguesseau: Méditation philosophique sur l'origine de la justice, etc., Yverdon, 1780, 4 vols., 12.º (64 reales)... N.º 128 Agustín, Antonio: Dialogorum libri duo, Paris, 1760, 2 vols., 8.º (30 reales)... N.º 275 Alembert, J.-C. d': Mélanges de littérature, d'histoire et de philosophie, Amsterdam, 1764, 5 vols., 8.° (10 reales)... N.º 17 Almeyda, Teodoro de: Recreaciones filosóficas (en portugués), Lisboa, 1781, 7 vols. (104 reales)... N.º 302 André, le Pére Yvon-Marie: Essai sur le Beau, Amsterdam, 1775, 1 vol., 8.° (14 reales)... N.º 19 Antonini, abate Annibale: Dizionario itialiano, latino e francese, Lyon, 1770, 2 vols., 4.° mayor (150 reales)... N.º 281 Apuleyo: Apuleii opera omnia..., Amsterdam, 1624, 1 vol.,16.° (11 reales)... N.º 26 Arcos, duque de: Representación contra el pretendido voto de Santiago que hace el Rey nuestro Señor..., Madrid, J. Ibarra, 1771, 1 vol. (41 reales)... N.º 29 Argumosa, Teodoro: Erudición Política..., Madrid, 1743, 1 vol., 12.° (16 reales)... N.º 151

Ariosto, Ludovico: Orlando furioso, Venecia, 1567, 1 vol., 8.° (14 reales)... N.º 118 Aristóteles: Aristotelis opera omnia, Aureliae Allobrogorum, 1607, 2 vols., fol. (92 reales)... N.º 6 Arnauld, Antoine, et Lancelot, Claude: Grammaire genérale de Port-Royal, Paris, 1769, 1 vol., 12.° (21 reales)... N.º 10 Arteta de Monteseguro, Antonio: Discurso sobre la industria de Aragón, Madrid, 1782, 1 vol. (21 reales)... N.º 100 Astedio: Enciclopedia latina, Lyon, 1649, 4 vols., fol. (260 reales)... N.º 308 [Aubert de la Chesnaye des Bois (?), ver Dictionnaire d'agriculture.] Aulo Gelio: Noctes Atticae cum notis variorum, Leipzig, 1762, 2 vols., 8.° (64 reales)... N.º 331 Auxiron, C. F. J. d': Principes de tout gouvernement, Paris, 1766, 2 vols., 8.° (28 reales)... N.º 315 Bacon, Francis: Analyse de la philosophie du chancelier Bacon, par Alex. Deleyre, Leyde, 1778, 2 vols., 12.° (32 reales)... N.º 48 _____. De Augmentis scientiarum, Bigemburgi, 1780, 3 vols. (73 reales)... N.º 8 Bails, Benito: Principios de Matemáticas, Madrid, 1776, 3 vols., 4.° (96 reales)... N.º 237 Banier, abate Antoine: La mythologie et les fables expliquées par l'histoire, Paris, 1764, 8 vols., 12.° (108 reales)... N.º 45 Barbaro, Daniello: Danielis Barbari in libros tres Rhetoricorum Aristotelis commentaria, Lyon, Sebastien Gryphe, 1544, 1 vol., 8.° (16 reales)... N.º 200 Barbou, et Joseph Gérard: Collection d'auteurs latins (con volúmenes de otras ediciones), Paris, 1743-1782, 80 vols. (2.160 reales)... N.º 65 Baronio, César: Annales ecclesiastici, Anvers, 1597-1612, 12 vols., fol. (520 reales)... N.º 225 Batteux, Charles: Histoire des causes premières, Paris, 1769, 2 vols., 8.° (42 reales)... N.º 203 _____. Cours de belles lettres ou principes de la littérature (s. l., s. a.)... N.º 214 _____. Les quatre poétiques d'Aristote, d'Horace, de Vida, de Despréaux, Paris, 1771, 2 vols. [8.°] (32 reales)... N.º 12 _____. Les quatre poétiques (otro ejemplar)... N.º 215 _____. Les poésies d'Horace traduites en français (según las ediciones, las obras mencionadas de Batteux podían representar de 6 a 11 vols.) (los n.os 214, 215 y 216 son evaluados, juntos, en 110 reales)... N.º 216 Bayle, Pierre: Dictionnaire historique et critique, Amsterdam-Paris, 1740, 4 vols., fol. (1.200 reales)... N.º 219 Beaufort, Louis de: La Republique romaine, Paris, 1767, 6 vols., 12.° (90 reales)... N.º 212 Beauzée, Nicolas: Grammaire générale, Paris, 1767, 2 vols., 8.° (48 reales)... N.º 257 Berardi, Carlo Sebastiano: Obras completas, Turin, 1757, vols., 4.° mayor, (240 reales)... N.º 231 Berthelin, Pierre-Charles, ver Dictionnaire de Trévoux (Abrégé du). Biblia: Biblia Sacra Vulgatae editionis Sixti V et Clementis VIII... cum

notis J. B. du Hamel, Madrid, Ibarra, 1780, 2 vols., fol. (150 reales)... N.º 310 Bibliothéque des anciens Philosophes, trad. par A. Dacier et autres, Paris, 1771, 9 vols., 12.° (169 reales)... N.º 122 Bielfeld, barón Jacob Friedrich von: Institutions politiquea, La Haye, 1760, 3 vols., 4.° (120 reales)... N.º 328 Binkersoeck, Cornelius von: Opera omnia, Amsterdam, 1767, 1 vol., fol. (85 reales)... N.º 233 Blackstone: Commentaires sur les lois anglaises, Bruxelles, 1776, 6 vols., 8.° (266 reales)... N.º 120 Boileau: Oeuvres de M. Boileau-Despréaux, Paris, 1768, 3 vols., 12.° (33 reales)... N.º 124 Bolts, William: État civil, politique et commerçant du Bengale..., traduit... par M. Demeunier, La Haye, 1775, 1 vol., 8.° (31 reales)... N.º 73 Bonnet, Charles: Oeuvres d'histoire naturelle et de philosophie, Neufchátel, 1779, 18 vols., 8.° (518 reales)... N.º 119 Bossuet, Jacques-Bénigne: Del conocimiento de Dios y de sí mismo..., traducido por Alonso Ruiz de Piña, Madrid, 1781, 1 vol., 4.° (18 reales)... N.º 289 _____. Discours sur l'histoire universelle, Paris, 1764, 2 vols. (24 reales)... N.º 337 Boullier, David-Renaud: Essai philosophique sur l'áme des bétes, Amsterdam, 1749, 2 vols., 8.° (40 reales)... N.º 251 Boureau-Deslandes, André: Histoire critique de la philosophie, Londres, 1769, 3 vols., 8.° (60 reales)... N.º 2 _____. Histoire critique de la philosophie, Amsterdam, 1756, 4 vols., 12.° (60 reales)... N.º 207 Brissot de Warville, Jean-Pierre: Bibliothéque philosophique du législateur, du politique et du jurisconsulte, Berlin, 1782, 10 vols., 8.° (310 reales)... N.º 72 _____. De la vérité, ou méditations sur les moyens de parvenir à la vérité..., Neufchátel, 1782, 1 vol., 4.° (31 reales)... N.º 84 Brocense (Sánchez de las Brozas, Francisco): Francisci Santii Minerva..., Amsterdam, 1761, 1 vol., 8.° (26 reales)... N.º 304 Brosses, Charles de: Traité de la formation mécanique des langues, Paris, 1765, 2 vols., 12.° (32 reales)... N.º 187 Buffon, conde de: Les époques de la nature, Paris, 1780, 2 vols., 8.° (24 reales)... N.º 321 Burlamachi, Jean Jacques: Principes du droit de la nature et des gens, Yverdon, 1766-1768, 8 vols., 8.° (200 reales)... N.º 341 Butel-Dumont: Essai sur le luxe, Londres-Paris, 1771, 1 vol., 8.° (21 reales)... N.º148 Cadalso, José: Los Eruditos a la violeta, Madrid, 1772, 1 vol., 4.° (21 reales)... N.º 103 Calmet, Augustin: Histoire de l'Ancien et du Nouveau Testament, Nîmes, 1780, 3 vols., 8.° (70 reales)... N.º 349 Camões, Luis de: Obras..., nova ediçaõ, Paris, 1759, 3 vols., 16.° (63 reales)... N.º 126 Campomanes (Rodríguez Campomanes y Sorriba), Pedro: Jugement impartial sur

des lettres de la cour de Rome..., trad. par Vaquette d'Hermilly, Madrid et Paris, 1770, 2 vols., 12.° (42 reales)... N.º 49 _____. Discurso sobre el fomento de la industria popular con sus apéndices. Redacción confusa; se trata, sin duda, del Discurso sobre el fomento de la industria popular, Madrid, Sancha, 1774, completada con Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento, Madrid, Sancha, 1775-1777, 1 vol. + 4 de apéndices, porque el inventario precisa: «seis volúmenes» (66 reales). En 1794, un Suplemento al apéndice... constituirá el tomo VI de este Discurso (Madrid, Sancha, VIII+104 p.)... N.º 150 Canciani, E Paulus: Barbararum leges antiquae cum notis et glosariis, etc., Venetiis, 1781, 3 vols., fol. (223 reales)... N.º 113 Cardonne, Denis-Dominique: Histoire de l'Afrique et de l'Espagne sous la domination des Arabes, Paris, 1765, 3 vols., 8.° (40 reales)... N.º 249 Carlancas, Félix de Juvenel de: Essai sur l'histoire des sciences, des belles-lettres et des arts, Lyon, 1749, 4 vols., 12.° (40 reales)... N.º 256 Castilhon, o Castillon, Jean-Louis: Considérations sur les causes physiques et morales de la diversité du génie, des moeurs et du gouvernement des nations, Bouillon, 1770, 3 vols., 12.° (43 reales)... N.º 53 Castillo de Bobadilla: Política para Corregidores y Señores de vasallos, Madrid, 1775, 2 vols., fol. (62 reales)... N.º 77 Castro, Juan Francisco de: Discursos críticos sobre las leyes y sus intérpretes, Madrid, 1765, 3 vols., 4.° (63 reales)... N.º 177 Cerfvol: Mémoire sur la population, Londres, 1781, 1 vol., 8.° (11 reales)... N.º 25 Cervantes, Miguel de: El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, Madrid, 1782, 4 vols., 8.° (84 reales)... N.º 130 Cervantes Salazar, Francisco: Obras, Madrid, 1772, 1 vol., 4.° (26 reales)... N.º 280 César, Julio: Caesar cum notis variorum, s. l., 1723. 1 vol., 8.° (50 reales)... N.º 333 Cicerón: M. Tullii Ciceronis opera, cum delectu commentariorum edebat Josephus Olivetus, Genève, 1758, 9 vols., 4.° mayor (360 reales)... N.º 330 Clarke, Samuel: Traités de l'éxistence et des atributs de Dieu..., trad. par M. Ricotier, s. l., 1744, 3 vols., 8.° (45 reales)... N.º 317 _____. A demonstration of the being and attributes of God, Dublin, 1751, 5 vols., 8.° (205 reales)... N.º 70 Clef de la langue française, s. l., s. a., 1 vol., 8.° (14 reales)... N.º 294 Clément XIV: Lettres du pape Clément XIV (Ganganelli), traduites de l'italien et du latin..., Liège, 1777, 6 vols. (66 reales)... N.º 57 Cochin, Henri: Oeuvres choisies de feu M...., Paris, 1773, 2 vols., 12.° (22 reales)... N.º 20 Composiciones métricas o canciones inglesas, Londres, 1750, 1 vol., 16.° (16 reales)... N.º 180 Condillac, Étienne Bonnot de: Cours d'études pour l'instruction du prince de Parme, s. l., s. a., 20 vols., 12.° (340 reales)... N.º 211

_____. Oeuvres philosophiques, Paris, 1777, 4 vols., 12.° (64 reales)... N.º 138 Contant Dorville: Les fastes de la Grande-Bretagne..., Paris, 1769, 2 vols., 8.° (30 reales)... N.º 243 Corneille, Pierre et Thomas: Les chefs d'óeuvre dramatiques de MM. Corneille, avec le jugement des sfavans à la fin de chaque piéce..., Oxford, hacia 1750, 2 vols., 12.° (32 reales)... N.º 47 Corpus Juris Canonici cum notis Pithoci, Augustae Taurinorum, 1746, 2 vols., fol. (182 reales)... N.º 156 Cortés, Hernán: Historia de Nueva España, escrita por su esclarecido conquistador..., México, 1770, 1 vol., pequeño folio (26 reales)... N.º 82 Crébillon, Prosper Jolyot de: Les oeuvres de M. de Crébillon, Paris, 1754, 3 vols., 16.° (40 reales)... N.º 127 Cujas, Jacques: Jacobi Cujacii opera omnia, in decem tomos distributa..., Nápoles, 1758, 13 vols., fol. (300 reales)... N.º 36 Cumberland:... N.º, trad. française par Barbeyrac, Leyde, 1777, 1 vol., 4.° (75 reales)... N.º 68 Chambers: Enciclopedia, o diccionario universal de ciencias y artes, por Chambers, Londres, 1751, 4 vols. gran folio (1.200 reales)... N.º 307 Charbuy, François-Nicolas: Abrégé chronologique de l'histoire des Juifs, Paris, 1759, 1 vol., 8.° (22 reales)... N.º 247 Chastellux, Fr. Jean: De la félicité publique, Amsterdam, 1776, 2 vols., 8.° (26 reales)... N.º 140 Chaudon, Louis Mayeul: Nouveau dictionnaire historique, ou Histoire abrégée de tous les hommes..., par une société de gens de lettres, s. l., 1776, 6 vols., 8.° (160 reales)... N.º 255 _____. Nouvelle bibliothéque d'un homme de goût, ou Tableau de la littérature..., Paris, 1778, 4 vols., 8.° (52 reales)... N.º 254 Choderlos de Laclos, Pierre, Ambroise, François: Les liaisons dangereuses, Neufchâtel, 1782, 2 vols., 8.° (32 reales)... N.º 153 Chumacero, Juan: Memorial de Su Magestad Católica... a nuestro muy S. Papa Urbano VIII, s. l., s. a., 1 vol., 4.° (21 reales)... N.º 104 [Dacier, A., ver Bibliothéque des anciens philosophes.] Dagge, Henry: Considerations on the Criminal Lazas, London, 1774, 3 vols., 8.° (63 reales)... N.º 123 Delisle de Sale, J. B. C.: Philosophie de la nature, Londres, 1777, 6 vols., 4.° (160 reales)... N.º 221 Demina, Giacomo Maria Carlo: De studio theologiae et denorma fidei, Turin, 1758, 1 vol., 4.° (24 reales)... N.º 270 Demóstenes: Oeuvres complètes..., trad. en français par l'abbé Auger, Paris, 1777, 5 vols., 8.° (105 reales)... N.º 183 Díaz de Montalvo, Alonso: Ordenanzas reales de Castilla..., Madrid, 1779, 3 vols., fol. (83 reales)... N.º 76 Dictionnaire d'agriculture (Aubert de la Chesnaye-des Bois?), Paris, 1780, 2 vols., 4.° (120 reales)... N.º 169 Dictionnaire de Trévoux (Abrégé du), Paris, 1762, 3 vols., 4.º (par Pierre-Charles Berthelin) (230 reales)... N.º 201 Dictionnaire littéraire? (Diccionario Literario), Liège, 1768, 3 vols., 8.° (33 reales)... N.º 97

Diderot, Denis: Essai sur la vie de Sénéque le Philosophe, Paris, 1779, 1 vol., 12.° (11 reales)... N.º 16 _____. Oeuvres philosophiques de M. D..., Amsterdam, 1772, 6 vols., 8.° (100 reales)... N.º 345 Diógenes Laercio: Diogenis Laertü de vitis, dogmatibus et apophtegmatibus clarorum philosophorum, Lipsiae, 1759, 1 vol., 8.° (40 reales)... N.º 202 Discípulo de la razón y la religión o tratado de la religión física y moral, El, París, 1773, 4 vols., 8.° (50 reales)... N.º 267 Dixmerie, Nicolas Bricaire de la: Contes philosophiques et moraux, Londres, 1768, 3 vols., 8.° (45 reales)... N.º 320 Dolce, Ludovico: Tragedia de..., Venecia, 1560, 1 vol., 16.° (16 reales)... N.º 179 Domat, Jean: Les lois civiles dans leur ordre naturel, Paris, 1773, 1 vol., fol. (170 reales)... N.º 166 Donato, Nicolás: L'Uomo di Govierno..., trad. en français par Robinet, Paris,1766, 3 vols., 12.° (40 reales)... N.º 259 Doneau, Hugues (en latín Donellus): Opera ommia, Nápoles, 1763, 10 vols., fol. (300 reales)... N.º 35 Dreux du Radier: Le temple du Bonheur, ou recueil des plus excellents traités sur le bonheur, Bouillon, 1770, 4 vols., 8.° (64 reales)... N.º 206 Duguet, abate: Institution d'un prince..., Londres, 1750, 4 vols., 12.° (64 reales)... N.º 199 Elizondo, Francisco Antonio de: Práctica Universal forense de los Tribunales de esta Corte, Reales Audiencias, etc., Madrid, 1780, 6 vols., 4.° (108 reales)... N.º 98 Emmius, Ubbo: Vetus Graecia illustrata studio et opera Ubbonis Emmii Frisii..., Lugduni Batavodum, 1626, 2 vols., 8.° (62 reales)... N.º 197 Ensayo histórico sobre los privilegios de los regulares, Venecia, 1769, 1 vol. (14 reales)... N.º 50 Ensayos históricos sobre los Judíos, Lyon, 1771, 3 vols., 8.° (30 reales)... N.º 268 Epicteto, Enquiridion d'Épictéte en grec et latin, Dresde, 1759, 1 vol. in 12.° (18 reales)... N.º 269 Ercilla, Alonso de: La Araucana, Madrid, 1766, 2 vols., 8.° (22 reales)... N.º 115 Espen, Zeger Bernard van: Oeuvres complètes de Van Espen (¿en latín?), Lovani, 1753, 5 vols., fol. (755 reales)... N.º 157 Estatutos de la Universidad de Coimbra, Lisboa, 1773, 3 vols., 12.° (60 reales)... N.º 174 Facciolato, Jacomo: Dictionnaire latin, Padua, 1772, 2 vols., fol. (90 reales)... N.º 313 Febronio (pseudónimo de Hontheim, Joham Nicolaus von): Justini Febronii..., De Statu Ecclesiae et legitima potestate romani pontificis..., Bullioni, 1769, 1 vol., 4.° (44 reales)... N.º 3 Feijoo, Benito: Teatro crítico y demás obras, s. l., s. a., 13 vols., 4.° (sin duda, la edición de Madrid, 1765, 8 vols., y las Cartas eruditas..., 5 vols.) (210 reales)... N.º 288 Feithio, Heberardo; o Feithius Everhardus: Antiquitatum Homericarum libri IV, Amsterdam, 1743, 1 vol., 8.° (25 reales)... N.º 266

Felice, Fortuné Barthélemy de: Lefons du droit de la nature et des gens, Lyon, 1776, 4 vols., 8.° (60 reales)... N.º 342 Fénelon, Francois de Salignac de la Mothe: Oeuvres philosophiques... par feu messire..., Paris, 1773, 1 vol., 12.° (16 reales)... N.º 163 Ferguson, Adam: Essai sur l'histoire de la société civile, Paris, 1781, 2 vols., 12.° (32 reales)... N.º 134 _____. La misma obra en inglés, 1 vol., 8.° (30 reales)... N.º 135 Filangieri, Gaetano: Scienza della Legislazione, Nápoles, 1781, 2 vols., 4.° (34 reales)... N.º 101 Fleury, Claude: Histoire ecclésiastique, Nîmes, 1759, 25 vols., 4.° (650 reales)... N.º 164 _____. Opuscules de l'abbé Fleury, Nîmes, 1780, 5 vols., 4.° (150 reales)... N.º 165 Fontenelle, Bernard Le Bovier de: Oeuvres complètes, Paris, 1769, 11 vols., 12.° (165 reales)... N.º 260 Formey, Jean-Henri-Samuel: Choix de mémoires et abrégé de Histoire de l'Académie de Berlin, Berlin et Paris, 1771, 4 vols., 12.° (64 reales)... N.º 106 _____. Principes du droit de la nature et des gens.... traducido de la gran obra en latín de Ch. von Wolff, Amsterdam, 1758, 3 vols., 8.° (42 reales)... N.º 316 Fuero viejo de Castilla..., Madrid, Ibarra, 1771, 1 vol., fol. (31 reales)... N.º 81 Galiani, Ferdinand: Dialogue sur le commerce des blés, Londres (Paris), 1770, 1 vol., 8.° (21 reales)... N.º 141 Gennaro, Giuseppe Aurelio di: Josephi Aureliis de januario opera, Napoli, 1767, 2 vols., 8.° mayor (52 reales)... N.º 116 Genovesi, abbé Antonio: Philosophia de Antonio Genuense, 9 vols., 8.° (128 reales)... N.º 228 _____. Universae Christianae Theologiae elementa dogmatica, historica, critica Antonii Genuensis, Venecia, 1771, 2 vols., 4.° (30 reales)... N.º 271 Gérard, Louis-Philippe: Le comte de Valmont, ou les égarements de la raison, Paris, 1776, 5 vols., 12.° (60 reales)... N.º 258 Gibbon, Edward: Historie de la décadence et de la chute de l'Empire romain, Paris, 1777, 3 vols., 8.° (93 reales)... N.º 44 Giber: Rhétorique, ou régles de l'eloquence (trad. francesa de su Rhetorica juxta Aristotelis doctrinam dialogis explanata), Paris, 1766, 1 vol., 8.° (12 reales)... N.º 276 Godefroy, Denis: Auctores latinae linguae... in unum... corpus... adjectis notis Dionysii Gothofredi, S. Gervasii, 1602, 1 vol., 4.° (41 reales)... N.º 85 _____. Corpus Juris Romani cum notis Gothofredi, Coloniae, 1756, 2 vols., folio (182 reales)... N.º 155 Goguet, A.-Y, et Fugère, A.-C.: De l'origine des lois, des arts et des sciences et de leurs progrès chez les anciens peuples, La Haye, 1758, 3 vols., 8.° (73 reales)... N.º 198 Gómez, Antonio: Opera omnia, Madrid, 1767, 3 vols., folio (73 reales)... N.º 75 González Téllez, Enmanuel: Commentaria perpetua in decretales Gregorii IX,

s. l., s. a., 1766, 4 vols., folio (150 reales)... N.º 37 Graffigny, Mme de: Lettres d'une Péruvienne, Amsterdam, 1775, 2 vols., 8.° (32 reales)... N.º 56 Gravina, Jean-Vincent: Opere del Gravina, s. l., s. a., 1 vol., 4.° mayor (45 reales)... N.º 234 Griegos (poetas): Selecta ex Homeri Odyss., Hesiodo, Theocrito, etc., in usum Regide Scholae Etonensis, Etonae, 1762, 1 vol., 4.° (40 reales)... N.º 261 Grotius (De Groot, Hugo): Le droit de la guerre et de la paix, trad. à Lyon, Lyon, 1778, 2 vols., 4.° (262 reales)... N.º 66 Heinecke, Johan Gottlieb: Jo. Gottlieb Heinecii... opera omnia, Genevae, 1769, 12 vols., 4.° (322 reales)... N.º 181 Helvetius, Claude-Adrien: Oeuvres complettes de M..., Paris, 1774, 4 vols., 4.° (170 reales)... N.º 222 Hénault, Lacombe et Macquer: Abrégé chronologique de l'histoire d'Espagne et de Portugal, s. l., s. a., 1756, 2 vols., 8.° (en realidad, París, Hérissant, 1759-1765) (36 reales)... N.º 241 Hénault, Charles Jean-Francois: Nouvel abrégé chronologique de l'histoire de France, Paris, 1756, 2 vols., 8.° (34 reales)... N.º 242 Héricourt du Vatier, Louis de: Les lois ecclésiastiques de France dans leur ordre naturel, et une analyse des livres de droit canonique, conférés avec les usages de l'Église gallican, Paris, s. l., s. a. 1771?, 1 vol., folio (170 reales)... N.º 168 Hérodien: Histoire (en griego y en latín), Édimbourg, 1724, 1 vol., 8.° (24 reales)... N.º 263 Hevia Bolaños, Juan de: Curia Filípica, Madrid, 1778,1 vol., folio (31 reales)... N.º 79 Hiéroclés: Commentaires des vers dorés de Pythagore (en griego y en latín), Londres, 1742, 1 vol., 4.° (40 reales)... N.º 264 Histoire des temples des Juifs et des Chrétiens, Paris, 1 vol., 8.° (14 reales)... N.º 274 Historia legal de la Bula llamada In Coena Domini... (recopilada por Juan Luis López), Madrid, 1768, 1 vol., folio (41 reales)... N.º 74 Holbach, el barón de: La morale universelle ou les devoirs de l'homme fondés sur sa nature, Amsterdam, 1776, 3 vols., 12.° (43 reales)... N.º 54 Homére: L'Iliade et l'Odyssée annotée par Clarke, «rica edición», Londres, 1764, 4 vols., 4.° mayor (340 reales)... N.º 329 _____. Oeuvres d'Homére traduites en vers avec des remarques par M. de Rochefort, Paris, 1777, 5 vols., 8.° (80 reales)... N.º 178 Hontheim, Joham Nicolaus von, ver Febronio. Horacio: Quinti Horatii Flacci Opera... ad usum Delphini, s. l., s. a., 1 vol., 4.° (75 reales)... N.º 218 _____. Horace, traduit à Paris (sin duda por el P. Sanadon), Paris, 1771, 2 vols. (32 reales)... N.º13 _____. Horacio, Q., con las notas de Gualtero, Basilea, 1697, 1 vol., folio (75 reales)... N.º 283 Hornot, Antoine: Abrégué chronologique de l'histoire universelle jusqu'á l'année 1725 (trad. del latín de Sleidan), Paris, 1757, 1 vol., 8.° (18 reales)... N.º 238

Hotton, Gérard: Oeuvres, Cologne, 1763, 1 vol., folio (100 reales)... N.º 323 _____. Trésor de droit civil, Amsterdam, 1757, 5 vols., folio (500 reales)... N.º 226 Huber, Marie: Lettres sur la religion essentielle à l'homme, distinguée de ce qui n'ést que l'accessoire, Londres, 1756, 5 vols., 8.° (75 reales)... N.º 318 Hume, David: Discours politiques (trad. por el abate Jean Bernard Leblanc?), Amsterdam, 1774, 2 vols., 8.° (32 reales)... N.º 22 Hutcheson, Francis: Recherches sur l'órigine des idées que nous avons de la beauté et de la vertu... (trad. de la cuarta edición inglesa), Amsterdam, 1749, 2 vols., 12.° (32 reales)... N.º 188 _____. Systéme de philosophie morale, Lyon, 1770, 2 vols., 12.° (32 reales)... N.º 189 Instrucciones de un padre a su hijo sobre la religión natural, y revelada por Abraham, Tembley, 1779, 3 vols., 4.° (60 reales)... N.º 250 Isla, el padre José Francisco de: Día grande de Navarra, s. l., s. a., 1 vol. (21 reales)... N.º 30 Isócrates: Oeuvres complètes d'Isocrate traduites en français par l'abbé Auger, Paris, 1781, 3 vols., 8.° (93 reales)... N.º184 Joannet, Claude: De la connaissance de l'homme dans son étre et dans sea rapports, Paris, 1765, 2 vols., 4.° (60 reales)... N.º 252 Jovellanos, Gaspar Melchor: Oración a la Academia de San Fernando, Madrid, 1781, 1 vol. (31 reales)... N.º 34 Justino: Justinus, cum notis selectissimis variorum, Amsterdam, 1659?, 1 vol., 8.° (36 reales)... N.º 335 Justiniano: Justiniani Institutiones, Lugduni Batavorum, 1730, 1 vol. (15 reales)... N.º 62 Juvenal: D. Juvenalis Satirae cum notis variorum, Lugduni Bata vorum, 1648, 1 vol., 8.° (1 real, y así contado en la suma)... N.º 195 La Bruyère: Les caracterères de Théophraste, traduits du grec, avec les caractéres ou les moeurs de ce siècle, par M. de La Bruyère, Paris, 1700, 2 vols., 12.° (32 reales)... N.º 204 La Combe, Jacques: Abrégé chronologique de l'histoire du Nord ou des États de Danemark, de Russie, de Suède, de Pologne, de Prusse, de Courlande, etc., ensemble un précis historique concernant la Laponie, les Tartares, les Cosaques, les ordres militaires des chevaliers teutoniques et livoniens, Paris, 1762, 2 vols., 8.° (36 reales)... N.º 245 La Croix, Jean-François de: Dictionnaire historique des cultes religieux, Liège, 1772, 5 vols., 8.° (65 reales)... N.º 95 La Croix, Louis-Antoine Nicolle de: Géographie moderne, précédée d'un petit traité de la sphère et du globe..., Paris, s. a., 2 vols., 8.° (30 reales)... N.º 295 La Harpe, Jean-Francois de: Abrégé de l'histoire générale des voyages, Paris, 1780, 21 vols., 4.° (521 reales)... N.º 102 Lamy, Bernard: Apparat de la Bible, ou Introduction à la lecture de l'Écriture sainte (trad. de R. P. Lamy, par l'abbé de Bellegarde), Lyon, 1773, 1 vol., 4.° (45 reales)... N.º 292 _____. Apparatus biblicus, sive Manuductio ad sacram Scripturam tum clarius, tum facilius intelligendam..., s. l., s. a., 1 vol. «de a folio 4

mayor» (45 reales)... N.º 235 Lancelot Lemaistre de Sacy: Le jardin des racines grecques, mises en vera français..., Paris, 1740, 1 vol., 8.° (17 reales)... N.º 265 Lancelot, Claude: Méthode grecque de Port Royal, s. l., s. a., 2 vols. (30 reales)... N.º 112 _____. Méthode latine de Port-Royal, Paris, 1771, 2 vols. (30 reales)... N.º 111 Lancelot, Claude, ver Arnauld, Antoine. Lancelotti, Les impostures de l'histoire ancienne et profane (traduction de l'italien de Lancelotti, par l'abbé Oliva), Londres, 1770, 1 vol. (15 reales)... N.º 63 Laporte, Joseph: L'ésprit de l'éncyclopédie, ou choix des articles les plus curieux, les plus agréables, les plus piquants ou les plus philosophiques...., Genève, 1772, 6 vols., 8.° (100 reales)... N.º 344 Lavie, Jean-Charles: Des corps politiques et de leurs gouvernements, Lyon, 1671, 3 vols., 8.° (45 reales)... N.º 314 Le Febvre de Saint-Marc: Abrégé chronologique de l'histoire d'Italie depuis la chute de l'Empire romain en Occident (jusqu'à 1229), Paris, 1761, 5 vols., 8.° (90 reales)... N.º 246 Le Mercier de la Riviére, P. F. J. H.: Ordre naturel et essentiel des sociétés politiques, Londres, 1769, 2 vols., 8.° (32 reales)... N.º 60 Lecciones elementales de cronología, Jaén, 1781, 2 vols., 8.° (32 reales)... N.º 14 Leibnitz, Gottfried Wilhelm: Essai de Theódicée, Lausanne, 1770, 2 vols., 12.° (42 reales)... N.º 190 Leland, John: Nouvelle démonstration évangélique..., Liège, 1768, 4 vols., 8.° (64 reales)... N.º 159 León, fray Luis de: Exposición del Libro de Job, Madrid, 1779, 1 vol., 4.° mayor (30 reales)... N.º 273 _____. De los Nombres de Cristo, Valencia, 1770, 1 vol., 4.° mayor (36 reales)... N.º 272 Les lois civiles relativement à la propriété des biens (trad. del italiano por François Seigneur de Corevon), Yverdun, 1768, 1 vol., 8.° (14 reales)... N.º 92 Lettres sur l'ordre légal, Londres, 1769, 1 vol. (15 reales)... N.º 59 Lettres turques, Amsterdam, 1757, 2 vols. (sin duda, las de Poullain de Sainte-Foix) (32 reales)... N.º 32 Linguet, Simon-Nicolas Henri: Mémoires et plaidoyers, Liège, 1776, 16 vols., 12.° (216 reales)... N.º 121 _____. Histoire des révolutions de l'Empire Romain, depuis Auguste jusqu'á Constantin, Liège, 1777, 2 vols., 8.° (28 reales)... N.º 279 Linné, Charles: Systema Naturae, sive refina tria naturae, systematice proposita, per classes, ordines, genera et species, Vienne, 1767, 4 vols., 8.° (82 reales)... N.º 303 Locke, John: De l'Education des enfants (trad. del inglés de M. Locke, por Pierre Coste), Lausanne, 1759, 2 vols., 12.° (32 reales)... N.º 143 _____. Essai philosophique concernant l'éntendement humain... (trad. por M. Coste), Amsterdam, 1774, 4 vols., 12.° (74 reales)... N.º 51 Lolme, Jean-Louis de: Constitution d'Angleterre, ou état du Gouvernement anglais comparé avec la forme républicaine, Paris, 1775, 2 vols., 8.° (32

reales)... N.º 142 Longo: Longi Pastorales, Lipsiae, 1777, 1 vol., 4.° (26 reales)... N.º 110 López de Ayala, Ignacio: Historia de Gibraltar, Madrid, 1782, 1 vol., 4.° (20 reales)... N.º 290 López de Sedano, Juan José: Parnaso español, colección de Poesías escogidas de los más célebres poetas castellanos, Madrid, 1768-1778, 9 vols., 8.° (135 reales)... N.º 230 Lucrecio: Lucretii Cari de rerum natura cum notis Thomae Creech, Londini, 1754, 1 vol., 8.° (31 reales)... N.º 193 Licurgo, Discours de Lycurgue, d'Andocide, d'Isée, de Dinarque avec un fragment sous le nom de Déniade (traduits en français par l'abbé Auger), Paris, 1783, 1 vol., 8.° (30 reales)... N.º 185 Lisias, Oeuvres complètes de Lysias (traduites en français par l'abbé Auger); Paris, 1783, 1 vol., 8.° (30 reales)... N.º 186 Mably, Gabriel Bonnot de: Observations sur les Grecs.... N.º 11 _____. Observations sur les Romains. (El inventario dice: «Observaciones sobre Griegos y Romanos», Paris, 1765, 11 vols. (131 reales)... N.º 11 _____. Observations sur l'histoire de France, Genève, 1765, 2 vols., 8.° (28 reales)... N.º 293 Macquer, Philippe: Annales romaines, ou abrégé chronologique de l'histoire romaine depuis sa fondation jusqu'aux empereurs, Paris, 1758, 1 vol., 8.° (17 reales)... N.º 239 _____. Abrégé chronologique de l'histoire ecclésiastique, Paris, 1768, 3 vols., 8.° (75 reales)... N.º 248 Macquer, Philippe, ver Hénault. Malebranche, Nicolas de: La recherche de la vérité, Paris, 1762, 4 vols. (60 reales)... N.º 336 Marco Aurelio: Reflexions morales de l'empereur Marc Auréle (traduites en français), Paris, 1691, 2 vols. [8°] (32 reales)... N.º 205 Mariana, Juan de: Historia de España, Madrid, 1780, 2 vols., folio (182 reales)... N.º 4 Marin (le cavalier): Adonis, poème, Paris, 1623, 1 vol., folio (50 reales)... N.º 309 Marmontel, Jean-François: Oevres, Lugduni, 1777, 11 vols. (324 reales)... N.º 208 Mayer, G.: Historia diaboli seu commentatio de diaboli malorum que spiritum existentia, Tubingen, 1780, 1 vol. (31 reales)... N.º 7 Meerman, Gérard: Novus thesaurus juris civilis et canonici, Amsterdam, 1765, 8 vols., folio (720 reales)... N.º 227 Meléndez: Avisos históricos, Madrid, 1774, 1 vol., folio (31 reales)... N.º 28 Melon, Jean-François: Essai politique sur le commerce, Amsterdam, 1774, 1 vol. (14 reales)... N.º 58 Memorial ajustado sobre la ley agraria, 1 vol. (41 reales)... N.º 83 Mendoza, Diego Hurtado de: Guerra de Granada. Hecha por el Rey de España don Phelipe II nuestro señor contra los moriscos de aquel reino..., Valencia, 1776, 1 vol., 4° (18 reales)... N.º 326 Mengs, Antonio Rafael: Obras del caballero..., Madrid, 1780, 1 vol., 4° (30 reales)... N.º 87

Mercier, Louis-Sébastien: Mon bonnet de nuit, s. l., s. a., 12 vols. «en 3 y 4» (42 reales)... N.º 99 _____. Notions claires sur les gouvernements, Amsterdam, 1777, 2 vols., 12.° (32 reales)... N.º 132 _____. Tableau de Paris, Amsterdam, 1781, 8 vols., 12.° (128 reales)... N.º 131 Mésenguy, François-Philippe: Abrégé de l'histoire et de la morale de l'Ancien Testament, Paris, 1770, 1 vol. (16 reales)... N.º 64 _____. Exposition de la doctrine chrétienne, Paris, 1767, 4 vols., 8° (64 reales)... N.º 46 Metastasio, Pietro Bonaventura: Opere, Génova, 1774, 6 vols., 8° (72 reales)... N.º 324 Mignot: Histoire de l'Empire ottoman, depuis son origine jusqu à la paix de Belgrade, en 1740, Paris, 1773, 4 vols., 8° (50 reales)... N.º 277 Millar, John: Observations sur l'origine de la distinction des rangs (trad. en français par Suard), Amsterdam, 1772, 1 vol., 12.° (31 reales)... N.º 13 Millot, Claude-François-Xavier: Eléments de l'histoire de France, depuis Clovis jusqu'à Louis XV, Paris, 1777, 3 vols., 12.° (45 reales). _____. Éléments de l'histoire d'Angleterre, depuis la conquéte romaine jusqu'à Georges II, La Haye, 1777, 3 vols., 12.° (45 reales)... N.º 172 _____. Mémoires politiques et militaires pour servir à l'histoire de Louis XIV et de Louis XV, composés sur les piéces originales..., Lausanne, 1778, 6 vols., 12.° (66 reales)... N.º 171 Milton, John: El Paraíso perdido y conquistado, poema de Milton, Londres, 1754, 2 vols., 8° (¿en inglés?) (42 reales)... N.º 196 Misale romanum, ex decreto sacrosancti Concilii Tridentini, Matriti, 1769, 1 vol., 8° (62 reales)... N.º 96 Moncada, Sancho de: Restauración política de España, Madrid, 1746, 1 vol., 4° (16 reales). Mondéjar, Gaspar Ibáñez de Segovia, marqués de: Memorias Históricas del rei D. Alonso el Sabio i observaciones a su Chrónica, Madrid, 1777, 1 vol., folio (60 reales)... N.º 312 Moneta Libri cinque, Della, Napoli, 1750, 1 vol., 4º (30 reales)... N.º 149 Montaigne, Michel de: Essais de Montaigne, avec les notes de M. Coste, Londres, 1754, 12.° (120 reales)... N.º 346 Montano, Benedicto Arias: Rhetoricorum libri IIII, Valencia, 1775, 1 vol., 8° (14 reales)... N.º 299 Montesquieu, Charles de Secondat, baron de: Oeuvres du président..., París, s. a., 7 vols., 8° (110 reales)... N.º 286 _____. L'esprit des lois, Amsterdam, 1765, 7 vols., 12.° (127 reales)... N.º 133 Mosheim, Jean-Laurent de: Histoire ecclésiastique ancienne et moderne (traduite du latin en anglais par Maclaine, et d'anglais en français par F. de Félice), Yverdon, 1776, 6 vols., 8° (160 reales)... N.º 175 Muratori, Lodovico Antonio: Della publica felicitá, Lucca, 1749, 1 vol., 8° (14 reales)... N.º 325 _____. La Filosofía Morale, Napoli, 1737, 1 vol., 4° (30 reales)... N.º 39

Muyart de Vouglans, Les lois criminelles de France, dans leur ordre naturel, Paris, 1780, 1 vol., folio (120 reales)... N.º 300 Navarrete, Pedro Fernández de: Conservación de Monarquías y Discursos políticos sobre la gran consulta que el Consejo hizo a d. Felipe III, Madrid, 1626, 1 vol., folio (31 reales)... N.º 27 Nieuwentyt: L'éxistence de Dieu démontrée par les merveilles de la nature..., Paris, 1725, 1 vol., 4° (60 reales)... N.º 285 Nueva recopilación de las leyes de España, Madrid, 1775, 3 vols., folio (213 reales)... N.º 154 Nuix y Perpiñá, Juan: Reflexiones imparciales sobre la humanidad de los Españoles en las Indias contra los pretendidos filósofos y políticos (traducidos del italiano por don Pedro Varela y Ulloa), Madrid, 1782, 1 vol., 4° (22 reales)... . N.º 301 Palazzini?: Experiencias sobre la digestión, Ginebra, 1774, 1 vol. (11 reales)... N.º 18 Pascal, Blaise: Pensées de M. Pascal sur la religion et sur quelques autres sujets, s. l., s. a., 2 vol., 8° (24 reales)... N.º 338 Paulian, Aimé-Henri: Príncipes du calcul, s. l., s. a., 1781,1 vol., 4° (31 reales)... N.º 338 _____. Philosophie, Paris, 1772, 7 vols., 4° (227 reales)... N.º 161 _____. Philosophie de la religion, Paris, s. l., s. a., 2 vols., 8° (32 reales)... N.º 162 _____. Dictionnaire de physique, Nîmes, 1781, 4 vol., 8° (100 reales)... N.º 210 Petiscus, Samuel: Lexicon antiquitatum Romanarum, in quo et antiquitates, cum Graecis et Romanis communes, sacrae et profanae exponentur..., Leovardiae, 1713, 2 vols., folio (220 reales)... N.º 182 Peyton, V. J.: Les éléments de la langue anglaise développés d'une maniére nouvelle... en forme de dialogues..., Londres, s. a., 1 vol., 8° (17 reales)... N.º 348 Pfeffel: Abrégé chronologique de l'histoire et du droit public d'Allemagne, Paris, 1754, 1 vol., 8° (20 reales)... N.º 244 Pío V, el papa san...: Catecismo de..., s. l., s. a., 1 vol., 4° (24 reales)... N.º 236 _____. Catechismus Concilii Tridentini, Pii V Pontif. Max. Jussu promulgatus, sincerus et integer..., 1 vol., 4° (24 reales)... N.º 298 Piquer, Andrés: Filosofía Moral para la juventud española, Madrid, 1755, 1 vol., 4° (24 reales)... N.º 351 Platón: Platonis Dialogi, Oxford, 1752, 1 vol., 4° (30 reales)... N.º 262 _____. Platonis Opera omnia, Basileae, 1551, 1 vol., folio (70 reales)... N.º 80 Plauto: Titi Maccii Plautae comoediae cum commentariis et notis variorum, Lipsiae, 1760, 2 vols., 8° (62 reales)... N.º 192 Plinio el Viejo: Caii Plinii Secundi Historiae naturalis Libri XXXVII, quos interpretatione et notis illustravit Joannes Harduinus, ... in usum serenissimi Delphini, Paris, 1741, 3 vols., folio (300 reales)... N.º 282 Pluche, Noël-Antoine: Le spectacle de la nature, Paris, 1752, 9 vols., 8° (110 reales)... N.º 311 _____. Histoire du ciel, s. l., s. a., 2 vols., 8° (28 reales)... N.º 334 Pluquet: Dictionnaire des hérésies, des erreurs et des schismes, ou

Mémoires..., Sedan, 1781, 2 vols., 8° (32 reales)... N.º 93 Plutarco, Plutarqui opera omnia, Francofurti, 1580, 2 vols., folio (122 reales)... N.º 158 Pomponius Mela: Pomponii Melae libri tres de situ orbis, Amsterdam, 1682, 1 vol., 4° (30 reales)... N.º 297 Pope, Alexander: Oeuvres complettes d'Alexandre Pope (traduites en français par l'abbé J. de la Porte), Paris,1779, 8 vols., 4° (200 reales)... N.º 287 Prévost, A.-F.: Le philosophe anglois ou histoire de Mr. Cleveland, fils naturel de Cromwell, Amsterdam, 1707, 8 vols., 4° (64 reales)... N.º 114 Puffendorf, Samuel: Les devoirs de Momme et du atoyen, tels qu'ils sont prescrits par la loi naturelle (traduits du latín par Jean Barbeyrac), Amsterdam, 1756, 2 vols., 8° (30 reales)... N.º 343 _____. Le droit de la nature et des gens (traduit à Lyon), Lyon, 1771, 2 vols., 4° mayor (262 reales)... N.º 67 Quintiliano: Marci Fabii Quintiliani institutionum oratoriarum libri doce, Parisiis, 1760, 2 vols., 12.° (22 reales)... N.º 117 Racine, Jean: Oeuvres de Jean Racine le poète, Paris, 1770, 3 vols., 16.° (33 reales)... N.º 125 Racine, Louis: La religion, poème, par M. Racine, Paris, 1773, 1 vol., 12.° (11 reales)... N.º 21 Raynal, Guillaume-Thomas-François: Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce des Européens dans les deux Indes, Genève, 1780, 11 vols., 4° (500 reales)... N.º 223 _____. Oeuvres diverses («Obras sueltas»), s. l., s. a., 4 vols., 4° (120 reales)... N.º 224 Recherches sur l'état monastique ecclésiastique, Paris, 1769, 1 vol., 8° (11 reales)... N.º 33 Recueil de pièces d'éloquence et de poésie qui ont remporté les prix de l'Académie française, Paris, 1766, 3 vols., 8° (40 reales)... N.º 319 Richard, Charles-Louis: Analysis Conciliorum a R. P. Carolo Richard, Augustae Verdelicorum, 1778, 5 vols., 8° (150 reales)... N.º 176 Richardson, Samuel: Lettres anglaises, ou Histoire de Miss Clarisse Harlove (trad. de l'abbé Prévost), Paris, 1766, 11 vols., 12.° (150 reales)... N.º 217 Richer, Adrien: Nouvel abrégé chronologique de l'histoire des empereurs, Paris, 1754, 2 vols., 8° (36 reales)... N.º 240 Riegger, Paul Joseph: Instituciones furisprudentiae ecclesiasticae, (Vindobonae?), s. a., 5 vols., 8° (105 reales)... N.º 5 Robertson, William: Histoire du régne de l'empereur Charles-Quint (trad. par Suard), Paris, 1771, 6 vols., 8° (120 reales)... N.º 340 _____. Histoire de l'Amérique (trad. par Suard et Morellet), Paris, 1778, 3 vols., 4° (120 reales)... N.º 339 Roi de Sardaigne: Lois et constitutions de S. M. le roi de Sardaigne, publiées en 1770 (traduites de l'italien par Joseph Donjon), Paris, 1771, 2 vols., 12.° (32 reales)... N.º 40 Rosinus, Joannis: Romanarum Antiquitatum libri decem, Genève, 1558, 1 vol. (41 reales)... N.º 86 Rosset, Pierre Fulcran de: L'agriculture, poème, Paris, 1774, 1 vol., 4° (31 reales)... N.º 31

Roubaud, P.J.-A.: Histoire générale de l'Asie, de l'Afrique et de l'Amérique, Paris, 1770-1775, 12 vols., 12.° (162 reales)... N.º 41 Roucher, Jean-Antoine: Les mois, poème, Paris, 1779, 4 vols., 16.° (44 reales)... N.º 23 Rousseau, Jean Jacques: Oeuvres complètes du philosophe de Genève, Jean Jacques Rousseau, s. l., s. a., 11 vols., 8° (440 reales)... N.º 347 Rozier, François: Cours complet d'agriculture théorique, pratique, économique, et de médecine rurale et vétérinaire, suivi d'une méthode pour étudier l'agriculture par príncipes, ou Dictionnaire universel d'agriculture, Paris, 1781, 2 vols., 4. (La obra completa abarcará, en 1805, 12 vols.) (120 reales)... N.º 191 Sannt-Pierre: Oeuvres (= Rêves d'un homme de bien qui peuvent être réalisés), Paris, 1775, 1 vol., 8° (14 reales)... N.º 1 Salustio: Opera... cum notis variorum, s. l., 1767, 1 vol., 8° (36 reales)... N.º 332 Santa Cruz, marqués de Santa Cruz de Marcenado: Rapsodia económico-política, Madrid, 1742, 1 vol., 12.° (16 reales)... N.º 152 Saurin, Bernard Joseph: Tragédies de Saurin et autres, s. l., s. a., 1 vol., 8° (24 reales)... N.º 91 Savérien, Alexandre: Histoire des progrès de l'ésprit humain dans les sciences exactes, naturelles, intellectuelles et dans les arts qui en dépendent, Paris, 1775, 4 vols., 8° (90 reales)... N.º 213 Scapula, Jean: Lexicon Graeco-Latinum, s. l., s. a., 1 vol., folio (75 reales)... N.º 291 Schmid, G. L.: Principes de la législation universelle, Amsterdam, 1776, 2 vols., 8° (62 reales)... N.º 146 Schrevelius, Corneille: Cornelii Schrevelii Lexicon manuale Graeco-Latinum, a Joseph Hillio... locupletatum, Amstelodami, 1709, 1 vol., 8° mayor (31 reales)... N.º 107 Selecta poemata italorum qui latine scripserunt, Londini, 1740, 2 vols., 12.° (22 reales)... N.º 94 Selvagio, Juan Lorenzo: Antiquitatum Christianarum institutiones, Madrid, 1772-1780, 2 vols., 4° (75 reales)... N.º 229 _____. Instituciones canónicas, Madrid, 1778, 2 vols., 8° (26 reales)... N.º 296 Séneca: Lucii Senecae Philosophi opera omnia, Lugduni Batavorum, 1640, 5 vols., 8° (150 reales)... N.º 209 Servan, Antoine, Joseph-Michel: Discours sur le progrès des connaissances humaines en général, de la morale et de la législation en particuliers, s. l., 1781, 1 vol. (14 reales)... N.º 24 _____. Le soldat citoyen, ou Vues patriotiques sur la manière la plus avantageuse de pourvoir à la défense du royaume, Neufchâtel, 1780, 1 vol., 8° (26 reales)... N.º 137 Servin, Antoine-Nicolas: De la législation criminelle, Bâle, 1781, 1 vol., 8° (21 reales)... N.º 147 Shaftesbury, Anthony Ashley Cooper, earl of: Les oeuvres de mylord, comte de..., contenant ses Caracteristiques, ses lettres et autres ouvrages, Genève, 1769, 3 vols., 8° (73 reales)... N.º 145 Shakespeare, Teatro de Sachespel, s. l., s. a., 8 vols., 12.° (180 reales)... N.º 71

Smith, Adam: Recherches sur la nature et les causes de la richesse des nations, s. l., 1778, 6 vols., 12.° (116 reales)... N.º 43 Sobrino, Francisco: Nouveau dictionnaire de Sobrino, français, espagnol et latín, Anvers 1775, 3 vols., 4° (120 reales)... N.º 284 Stanislas, roi de Pologne: Oeuvres du philosophe bienfaisant, Paris, 1773, 4 vols., 12.° (64 reales)... N.º 55 Stay, Benoît: Benedicti Stay philosophiae versibus traditi libri VI, Romae, 1747, 1 vol., 8° (40 reales)... N.º 90 Suárez, Miguel Jerónimo: Memorias instructivas y curiosas sobre Agricultura, Comercio, Industria, Economía, Chymica, Botánica, Historia natural, etc...., Madrid, 1778, 6 vols., 4° (150 reales)... N.º 306 Suárez de Paz, Gonzalo: Praxis ecclesiastica et secularis, Madrid, 1770, 1 vol., folio (31 reales)... N.º 78 Tácito: C. Cornelii Taciti Opera. Supplementis, notis et dissertationibus illustravit Gabriel Brotier, Parisiis, 1776, 7 vols., 12.° (107 reales)... N.º 42 Teócrito: Theocriti Idilia, Lugduni Batavorum, 1772, 1 vol., 4° (41 reales)... N.º 109 Teofrasto, ver La Bruyère. Terencio: P. Terenti comoediae cum notis variorum, Lugduni Batavorum, 1648, 1 vol., 8° (36 reales)... N.º 194 Terrasson, Antoine: Histoire de la jurisprudence romaine, Paris, 1750, 1 vol., folio (110 reales)... N.º 167 Thiers, Jean-Baptiste: Traité des superstitions selon l'Écriture sainte, les conciles, les pères et les théologiens, complété par le traité des superstitions qui regardent tous les sacrements, Avignon, 1777, 4 vols., 8º (60 reales)... N.º 253 Thomas, Antoine-Léonard: Oeuvres complètes, Amsterdam, 1773, 4 vols., 8° (64 reales)... N.º 15 Thomassin, Louis de: De Antiqua et nova ecclesiae disciplina circa beneficia et beneficiarios (traducción de la obra aparecida originalmente en francés), Venecia, 1766, 3 vols., folio (150 reales)... N.º 38 Thomson, James: The Seasons, Londres, 1744, 3 vols., 8° (63 reales)... N.º 88 Tricalet: Bibliothèque portative des Pères de l'Église, Paris, 1758-1762, 9 vols., 8° (180 reales)... N.º 305 Ulloa, Antonio de: Noticias americanas, entretenimientos phísicos, históricos sobre la América Meridional y la Septentrional Oriental, etc...,, Madrid, 1772, 1 vol., 4° (24 reales)... N.º 322 Vattel, Emmerich de: Traité du droit des gens, ou Principes de la loi naturelle appliqués à la conduite et aux affaires des nations et des souverains, Amsterdam, 1775, 2 vols., 4° (120 reales)... N.º 69 Verri, Pietro: Discours du comte..., Milan, 1781, 1 vol., 4° (31 reales)... N.º 89 Vertot, René Aubert, sieur de: Les révolutions romaines, Paris, 1771, 2 vols., 8° (28 reales)... N.º 278 Vinnen, Arnold (en latín Vinnius): Obras completas (¿en latín?), s. l., s. a., 4 vols., 4° mayor (150 reales)... N.º 232 Vives, Luis: Joannis Ludovici Vives, de disciplinis libri doce, Napoli, 1764, 1 vol., 8° (31 reales)... N.º 139

Vossius, Gérard-Jean: Obras completas, Amsterdam, 1697, 6 vols., folio (750 reales)... N.º 220 Warburton, William: Dissertations sur l'union de la morale et de la politique, tirées d'un ouvrage de M... (par D. Silhouette), Londres, 1742, 2 vols., 8° (28 reales)... N.º 327 Ward, Bernardo: Proyecto económico en que se proponen varias providencias dirigidas a promover los intereses de España..., Madrid, 1779, 1 vol., 4° (21 reales)... N.º 144 Williams, John: The Rise, Progress and present State of the Northern Governements, viz. the United Provinces, Denmark, Sweden, Russia and Poland, Amsterdam, 1780, 4 vols. (74 reales)... N.º 52 Wolff, Ch. von, ver Formey (J.-H.-S.). Young, Edward: Les nuits d'Young (traduites de l'anglais par M. Le Tourneur), París, 1770, 2 vols., 8° (28 reales)... N.º 350 _____. Obras de ...: The works of the Author of the Night Thoughts, London, 1774, 4 vols., 8° (64 reales)... N.º 108 Y evacuada dicha relación, inventario y tasa preinserta, ha importado la cantidad total que demuestra ella misma; lo que juro a Dios y una cruz en forma y de haberse hecho a conciencia, y hechos los rebajos con atención a sus respectivos estados con toda sinceridad, cristiandad y pureza, como igualmente lo juro, en igual conformidad y bajo la misma lo declaro como que todos los efectos de que se compone son míos propios libres; y que en esta tasa, inventario y descripción no ha habido directe ni indirecte colusión ni más que convenirme para ciertos efectos importantes y poderlo hacer como dueño de ellos, y quiero que a esta escritura y declaración en todo tiempo se la dé la firmeza y valor que se merece y requiere, y haya lugar [...] El licenciado don Juan Meléndez Valdés Ante mí, José de Silba Martínez

-3Ejercicios literarios del doctor don Juan Meléndez Valdés, del gremio y claustro de la Universidad de Salamanca, y su catedrático de Prima de Letras Humanas

Salamanca, 6 de septiembre de 1783 Yo, Diego García de Paredes, notario público, apostólico y secretario del muy insigne claustro y Estudio general de la Universidad de Salamanca, doy fe y verdadero testimonio que el doctor don Juan Meléndez Valdés tiene los Ejercicios Literarios siguientes:

1. Primeramente, consta que tiene quince años de estudios mayores. 2. Que estudió tres de filosofía en el colegio de Santo Tomás de Madrid, arguyendo y defendiendo frecuentemente en los actos y conclusiones públicas. 3. Que tuvo tres actos, los dos mayores, en que defendió los más principales tratados de la filosofía. 4. Que en el año de 1775 recibió por esta Universidad el grado de bachiller en Leyes a claustro pleno, y en el de 1782 el de licenciado por su capilla de Santa Bárbara nemine discrepante. 5. Que en el de 1783 tomó el grado de doctor en la misma Facultad. 6. Que asistió a la cátedra de lengua griega con puntualidad y aprovechamiento el curso de 1773. 7. Que asistió del mismo modo a la de Prima de Letras Humanas el de 1774. 8. Que asistió a la de Prima de Derecho Real y ganó los cursos de 1777, 1778 y 1779, explicando de Extraordinario varios tratados de jurisprudencia. 9. Que ha tenido seis actos mayores en Leyes, los tres pro universitate. 10. Que ha sustituido las cátedras de Lengua Griega y la de Prima de Letras Humanas en los cursos de 76 y 77, en las ausencias y enfermedades de sus propietarios. 11. Que sustituyó del mismo modo la de Prima de Leyes en el curso de 76 y la de Instituciones Civiles en el de 77. 12. Que ha asistido cinco años al estudio y pasantía del doctor don Manuel Blengua, catedrático de Vísperas de esta Universidad. 13. Que ha hecho oposición a las cátedras de Instituciones Civiles, de Digesto, y Código, leyendo por espacio de una hora, defendiendo y arguyendo respectivamente. 14. Que ha hecho igual oposición a la cátedra de Prima de Leyes de Toro, leyendo hora y media y defendiendo y arguyendo por el mismo tiempo. 15. Que sustituyó en su vacante, por nombramiento de la Universidad, la cátedra de Prima de Letras Humanas los cursos de 1779, 1780 y 1781. 16. Que presidió el acto pro universitate respectivo a ella, en que defendió el Arte Poética de Horacio, sabatinas, exámenes, etcétera. 17. Que hizo oposición a ella, leyendo media hora de Griego sobre un lugar de Homero, y una consecutiva sobre una oda de Horacio, defendiendo y arguyendo promiscuamente al latín y griego. 18. Que Su Majestad, a consulta del Consejo, se sirvió conferirle dicha cátedra en 7 de agosto de 1781. 19. Que la ha servido a estos dos cursos teniendo las Sabatinas, actos pro universitate y exámenes que le han correspondido. 20. Que es examinador de los grados de bachiller y licenciado de la Facultad de Leyes. 21. Que fue dos años consiliario de esta Universidad. 22. Que mereció el año de 1780 a la Real Academia Española el premio de Poesía. 23. Que es académico honorario de la de San Fernando, donde recitó una composición poética en la distribución de premios generales del año de 1781. Todo lo cual, consta de los registros de esta Universidad, que por ahora quedan en mi poder, a que me remito; y de certificaciones e instrumentos

que vi, reconocí y volví a dicho doctor don Juan Meléndez Valdés, a cuyo pedimento y para que conste doy éste. En Salamanca, a 6 de septiembre de 1783. Diego García de Paredes, secretario.

-4Memoriales sobre una discusión acerca de las penas

Salamanca, 21 de mayo de 1784

1. El Doctor don Juan Meléndez Valdés, persuadido a que unas conclusiones sacadas literalmente del Discurso sobre las penas, publicado recientemente por don Manuel Lardizábal, del Consejo de Su Majestad, pudieran legítimamente defenderse en la universidad y que de ello no podía ni debía temerse el más ligero inconveniente, ha dispuesto las que hoy se examinan por la facultad de Derecho convocada para este fin; y está íntimamente persuadido a que si el Supremo Consejo hubiese hallado el más leve inconveniente en que el común de la nación entendiese, cuando se está tratando de formar nuestra legislación criminal según las presentes circunstancias de la nación y los tiempos, sus observaciones y los dictámenes de la política y la filosofía, que con tanto tino ofrece en su discurso, en ninguna manera lo hubiera permitido imprimir; y, persuadido de que también por otra parte no debía temerse que estas doctrinas sobre las penas fuesen o pareciesen nuevas siendo sacadas a la letra de un libro tan reciente y entendido, juzga que, aunque la universidad, por causas que no alcanza, determinare lo contrario, él debe insistir en sostener sus aserciones hasta que otro supremo tribunal le mande desistir, al cual, en caso necesario, protesta recurrir; para todo lo cual pide testimonio de las conclusiones de este voto, del acuerdo de la universidad, y de cuanto se obrare en esto y las demás juntas que se tengan sobre el particular, y así lo firmé: Juan Meléndez Valdés

27 de mayo de 1784

2. Ilustrísimo Señor: La seguridad en que estoy de mis proposiciones sobre las penas son en sí ciertas y de que de su defensa ningún daño puede resultar, habiendo yo de hacerlas sólo por el derecho público y universal,

me hace recurrir de nuevo a Vuestra Ilustrísima para que las examine y revea. Mi intención siempre ha sido seguir el espíritu y opiniones de don Manuel Lardizábal, del Consejo de Su Majestad, en su Discurso sobre las penas recientemente publicado, usando ahora para evitar toda equivocación casi de las mismas palabras; pero mi honor está ya comprometido en este asunto, y lo está de manera que no será en mi mano desentenderme de él en medio del respeto con que miro los dictámenes de vuestra señoría Ilustrísima, por lo cual, en caso de que vuestra señoría Ilustrísima no se sirva aprobarme las conclusiones tales como van, me será forzoso, aunque extraordinariamente sensible, acudir a tribunal superior con la misma solicitud, sin que deba imputárseme como desobediencia tan legítima vinculación. Pido para ello testimonio de las conclusiones que presento de esta súplica del acuerdo de vuestra señoría Ilustrísima en su mayor grandeza y lustre literario para bien de las ciencias, por el anhelo y honor con que la promueve y alienta. Salamanca, veinte y cuatro de mayo de mil setecientos ochenta y cuatro. Ilustrísimo Señor, humilde hijo de vuestra señoría Ilustrísima. Juan Meléndez Valdés

-5Recurso de Meléndez Valdés contra el catedrático de Retórica Doctor don Francisco Sampere

Septiembre de 1783-octubre de 1784 1. Señor, el Doctor don Juan Meléndez Valdés, catedrático de Prima de Letras Humanas de la universidad de Salamanca, se ve precisado a recurrir de nuevo a los reales pies de Vuestra Majestad en su recurso con el catedrático de Retórica de la misma universidad sobre la opción que éste solicita a la renta de la cátedra que pacíficamente y sin reclamación ni protesta alguna goza el suplicante desde el año de 1781, para exponer a Vuestra Majestad la razón más evidente que autoriza su solicitud, y que por lo acelerado que se vio al tiempo de sus representaciones dejó de exponer a Vuestra Majestad. El suplicante, Señor, no se opone a que se establezca la opción de salarios entre los catedráticos de Lenguas; Vuestra Majestad es árbitro de hacerlo según su real agrado, y puede bien mandarse para lo sucesivo. Opónese, sí, a que el catedrático de Retórica opte ahora, por no tener derecho alguno a ello; porque, según las leyes de la universidad y la práctica de todos los colegios y facultades, jamás se da opción al catedrático que no hace oposición a la cátedra en que la solicita. Acaba de verse en el de Leyes que el señor don Pedro Navarro, catedrático de Vísperas y Decano de esta facultad, por no haberse opuesto y ejercitado a

la de Prima, dejó que el Doctor don Vicente Ocampo, catedrático de otra inferior y menos antiguo, entrase en sus salarios, sin él aspirar a una opción que no le competía. El mismo catedrático de Retórica, que hoy la pretende, ha dejado dos veces pasar la vacante de la de Hebreo sin aspirar a su renta, aunque mayor que la que él goza, sin duda por no hallarse con derecho alguno para solicitarla. Éstos, Señor, son hechos que acaban de pasar, y que ofrezco acreditar judicialmente, sujetándome de no hacerlo a la pena que Vuestra Majestad me imponga. Aunque no habiéndose tampoco opuesto ahora, ningún derecho tiene para pretender sus salarios. No añado otras razones igualmente poderosas, como que el catedrático de Retórica tuvo tiempo para oponerse, y ni lo hizo ni lo pudo hacer por no saber griego, en cuya lengua había de ejercitar; que, aunque se hubiese opuesto, no es luego seguro que Vuestra Majestad le había de conferir la cátedra cuya renta solicita; que no hay tal Colegio de Lenguas, porque ni tiene grado su cooptación distinta de los otros colegios; que la opción es en él impracticable, porque siendo sus cátedras en extremo inconexas no pueden proveerse bajo una lección; que la opción es en los demás colegios efecto de razones particulares que no hay en el de Lengua; que en éste es hoy perjudicialísima y contra la forma misma de los edictos, cuya condición se cumplió con la decisión del vuestro Consejo; que es justo se mantenga al suplicante en una posesión legítima y del largo tiempo de dos años; que, si se da en el día la opción según las antigüedades, no sólo el catedrático de Retórica, mas también los de Hebreo y Griego deberán entrar primero en renta que no el suplicante, menos antiguo que ellos, lo cual ni se expresa en los edictos ni puede ser arreglado; que el suplicante tiene protestado contra el acuerdo de la universidad como subrepticio y contra todas sus leyes; que es digno de alguna atención por su aplicación y sus obras; que por regentar esta cátedra, creyéndola con toda su renta, ha abandonado otros acomodos. Todo lo cual y mucho más ofrece demostrar enjuicio, sujetándose de no a las penas que Vuestra Majestad guste imponerle; para lo cual a Vuestra Majestad suplica rendidamente se sirva proveer de modo que no me pare perjuicio, o me oiga en caso necesario en justicia, suspendiendo hasta tanto cualquiera providencia. Dios guarde la católica real persona de Vuestra Majestad los años que este reino y las letras necesitan. Señor, a los reales pies de Vuestra Católica Majestad, su más humilde vasallo. San Ildefonso, 17 de septiembre de 1783. Juan Meléndez Valdés

2. Señor, el Doctor don Juan Meléndez Valdés, catedrático de Prima de Letras Humanas de la universidad de Salamanca, se ve precisado a recurrir de nuevo a los reales pies de Vuestra Majestad en su recurso con el catedrático de Retórica de la misma universidad sobre la opción que éste solicita en la renta de la cátedra que, sin reclamación ni protesta alguna, goza el suplicante desde el año de 1781, y exponer a Vuestra Majestad se sirva en vista de ellas proveer según su real agrado. Estando vaca la cátedra que hoy goza el suplicante por muerte del maestro

don Mateo Lozano, se presentó en el claustro pleno de 29 de noviembre de 1780 citado para fijar sus edictos de oposición el Doctor don Francisco Sampere, pidiendo que, como antiguo catedrático de Retórica y teniendo empeñada la cátedra en sesenta florines para su jubilado, le diese la universidad opción en la vacante, dejando para su dotación los cuarenta florines que él gozaba. La universidad, no enterada de los efectos de tal innovación y movida de sus razones aparentes, accedió a su instancia, encargándole pidiese la aprobación del vuestro Consejo. Pasose después al nombramiento de jueces, y fueron señalados los catedráticos de Retórica, Griego y Hebreo, interesados todos en el acuerdo de la universidad, como veremos después. Ninguno de los opositores a la cátedra vacante se hallaba en el claustro para resistir una novedad contraria a todas las leyes académicas; ninguno podía, en el caso de hallarse, haberlo hecho sin exponerse por un celo imprudente al resentimiento de los jueces como interesados. Así que el acuerdo se llevó a efecto, y en su consecuencia, leídas las cátedras al tiempo mismo de su consulta, se vio vuestro Consejo embarazado con él y con una nueva representación del catedrático de Retórica, deseando su cumplida aprobación. Aquel tribunal lo examinó todo, lo pesó todo según las leyes académicas y, anulando el hecho de la universidad, votó según ellas que ni establecen ni han conocido opción alguna entre los catedráticos de Lenguas. Vuestra Majestad tuvo a bien conferirme la cátedra vacante, tomé posición pacífica sin protesta ni reclamación del catedrático de Retórica, la universidad me ha dado mis salarios llanamente, y todo se creyó felizmente acabado con la decisión del Consejo. Entretanto, el catedrático de Retórica ha ocurrido a Vuestra Majestad y logrado siniestramente un real decreto mandando la opción de salarios. El suplicante, Señor, no se opone a que se establezca, y Vuestra Majestad es árbitro de hacerlo, según su real agrado. Opónese, sí, a que se establezca por lo de ahora y con daño suyo, porque según las leyes de la universidad y la práctica de todos sus colegios y facultades, jamás se da opción al catedrático que no ha hecho oposición a la cátedra en que la solicita. La lección da el derecho, y sin ella nunca puede haberle. Ésta es cosa de hecho y que acaba de verse en el Colegio de Leyes, donde el Doctor don Pedro Navarro, catedrático de Vísperas y Decano de esta facultad, por no haberse opuesto y ejercitado a la de Prima vacante, dejó que el Doctor don Vicente Ocampo, catedrático de otra inferior y menos antiguo, entrase en sus salarios sin él aspirar a una opción que no le competía. El mismo catedrático de Retórica, que hoy la pretende, ha dejado dos veces pasar la vacante de la de Hebreo sin aspirar a su renta, aunque mayor que la que goza, sin duda por no hallarse con derecho alguno para solicitarla; conque, no habiendo opuesto tampoco a esta vacante, sin razón pretende su salario. Pero el catedrático de Retórica no tuvo además ánimo de mostrarse opositor, ni podía serlo aunque quisiese, y su intención fue sólo adelantar en renta valiéndose de la ocasión favorable de tener en sus manos la judicatura. Porque un catedrático establecido en una cátedra superior, acostumbrado a su enseñanza y familiarizado con sus lecciones, no desciende a cátedra inferior y de la misma renta, ni la buena razón puede jamás hacerlo verosímil. Pues el catedrático de Retórica lo tiene

todo, su cátedra preside a la del suplicante y goza el privilegio distinguido de la superintendencia de los estudios de Gramática, ¿será, pues, verosímil que su catedrático pensase en descender y privarse de estas preeminencias? Pero el interés de sesenta florines pudo acaso moverle. Haríamos poco honor al catedrático de Retórica en dar tal motivo a su solicitud el interés; este móvil de las almas vulgares es indigno de un profesor a quien la virtud sola y el deseo del bien público deben mover en sus acciones. Más, si anhelaba tanto a enseñar las humanidades, ¿por qué no firmó a la vacante, a lo menos de prevención? El acuerdo de la universidad, ¿no pendía de la aprobación del Consejo?, ¿no sabía el rigor de las leyes académicas que a nadie dan derecho sin firma ni ejercicio? Luego, si no se opuso, él debe llevar la pena de su omisión. Pero ni podía oponerse, aunque hubiera querido, porque le faltaba el conocimiento de la lengua griega en que debía ejercitar, y una lengua, y mucho más la griega, exige otro tiempo que el brevísimo espacio de diez días que medió entre el acuerdo y la fijación de los edictos. Pero démosle opositor, ¿sale luego de aquí que él sea el más aventajado de los opositores, los mejores sus ejercicios y su mérito el mayor? ¿Es luego cierto que Vuestra Majestad le haya de conferir la cátedra vacante? Ni tampoco hay Colegio de Lenguas sobre que deba recaer la opción; sus cátedras son ya de otros colegios, según la facultad en que reciben los grados mayores, y el de lenguas nada más es que una agregación o junta de cátedras raras para mayor formalidad y aprovechamiento de los ejercicios de la escuela. Porque, ¿puede haber Colegio donde ni hay grados ni ejercicios, ni exámenes de cooptación?, ¿se dan licenciaturas en las lenguas?, ¿tienen grados característicos y separados?, ¿qué tiene que ver la Retórica con la Lengua Hebrea, ni con la Griega la Poética? ¿Podrán estas cátedras tan inconexas proveerse bajo una lección como en las otras facultades? La opción en éstas es efecto de causas particulares que no se hallan en la Junta de Lenguas, que ni hace en sus cátedras escala de salarios para despertar la aplicación de sus profesores, ni exigen en éstos unos mismos conocimientos, ni son entre sí de unas mismas asignaturas, ni tienen nada común con las que forman los verdaderos colegios. O si la razón de estar unidas basta, háyala también entre las de Cánones y Leyes de una a otra facultad, pues hacen sus ejercicios todos en común. A más de que, siendo esta opción un trastorno de las leyes académicas guardadas hasta aquí, debería entenderse para lo sucesivo como toda ley nueva, y sin daño del suplicante, que, en quieta posesión con el beneplácito de la universidad, goza dos años ha todos sus estipendios. Esta posesión es justa y de buena fe: el catedrático de Retórica y la universidad reconocieron en el acuerdo por juez al Consejo y se sujetaron a su decisión, y el suplicante en vista de ella adquirió e hizo suya justamente la renta; conque privarle hoy de ella es quebrar el pacto y la fe de los edictos. También será quebrarlos dar hoy la opción en general por el orden de las antigüedades, porque no sólo entonces el catedrático de Retórica, mas también los de Hebreo y Griego deberán entrar primero en renta que no el suplicante, menos antiguo que ellos. Lo cual tampoco se expresó en los edictos, ni puede ser conforme a las leyes de la universidad.

Éstas son las razones que expongo brevemente a Vuestra Majestad para que según ellas se sirva o no acordar la opción solicitada, y acordarla sin daño mío para la sucesión, a permitir se me oiga en justicia y alegar mis excepciones y derecho. Dios guarde la católica real persona de Vuestra Majestad los años que esta monarquía y la cristiandad han menester. Señor, besa los reales pies de Vuestra Católica Majestad su más fiel y humilde vasallo. San Ildefonso, 19 de septiembre de 1783. Juan Meléndez Valdés

3. Señor, el Doctor don Juan Meléndez Valdés, catedrático de Prima de Letras Humanas de la universidad de Salamanca, en su recurso con el catedrático de Retórica de las mismas escuelas sobre la opción que éste solicita a la renta de la cátedra que pacíficamente goza el suplicante desde 8 de agosto de 1781 y restitución de los salarios que ha percibido desde entonces, puesto a los reales pies de Vuestra Majestad, se ve precisado a hacerle presente que, constando del último informe del Consejo su sinceridad y buena fe, por haber aquel tribunal, mucho antes de proveer Vuestra Majestad en la cátedra, anulado un acuerdo de la universidad que establecía la dicha opción, con cuya decisión quedó la cátedra a la entrada del suplicante sin disminución alguna de salarios, se sirva Vuestra Majestad, si es de su real agrado que la opción de rentas se establezca, mandar antes examinar el expediente y sus representaciones y, atendiendo a las razones convincentes que en ellas tiene expuestas el suplicante a su aplicación y a las pruebas con que ha procurado acreditarla, a que carece absolutamente de facultades para aprontar hoy un salario que, creyendo suyo por su buena fe, ha invertido en proveerse de libros para hacerse con ellos útil, y a que el catedrático de Retórica goza ya desde el año pasado de una renta igual a la del suplicante, declarar la opción sin su perjuicio y para las vacantes sucesivas, relevándole absolutamente de toda satisfacción de salarios caídos o permitiéndole a lo menos alegar en justicia sus excepciones y derecho. Así lo espera de la piedad y justificación de Vuestra Majestad. Señor, a los reales pies de Vuestra Católica Majestad. San Lorenzo, a 11 de octubre de 1784. Juan Meléndez Valdés

-6Dictamen sobre el examen del bachiller Juan Picornell y Obispo

Salamanca, 15 de abril de 1785 Los doctores nombrados por la universidad para testificar sobre el examen público tenido en el general mayor de Escuelas Menores el día 3 de abril de este año, por don Juan Picornell y Obispo, niño de tres años, seis meses y veinte y cuatro días de edad, dicen: Que asistieron a dicho examen desde el principio al fin, tan movidos de curiosidad como desconfiados, por parecerles casi imposible se redujese a otra cosa que a algunas pocas y fáciles preguntas de doctrina cristiana. Parecíales también tierna su edad para sostener en público un examen, y recelaban, no sin fundamento, que el bullicio y la confusión le acobardasen o sorprendiesen. Pero todos sus temores fueron vanos: preguntósele al niño del Antiguo Testamento por el Catecismo histórico de Fleuri, y a todas estas preguntas respondió con puntualidad; se le preguntó con extensión la doctrina cristiana, y respondió también; la división general del globo terráqueo, y la de Europa más particularmente, sus principales montes y ríos, sus Estados capitales, nombres de soberanos actuales y varios gobiernos, y a todo satisfizo con suma prontitud, y por unas respuestas tan breves como oportunas; preguntósele la división de España, sus reinos y provincias, sus montes, ríos, origen y desagüe de ellos; primeros pobladores, carácter de los naturales, establecimiento de la religión en ella; nombres de los soberanos que han merecido el título de católicos; papas que se lo concedieron; origen, estado y variaciones de la lengua, y otras cosas sobre los españoles y la España; sus límites, longitud, latitud, etc., y a todo satisfizo del mismo modo. Hiciéronsele muchas preguntas en el mapa de Europa pidiéndosele varios lugares, sin orden alguno, y los señaló sin detenerse; de manera que, aunque no se le preguntó con igualdad sobre todos los puntos que ofrecen los artículos impresos del examen, creen los comisarios que a todos ellos hubiera satisfecho del mismo modo. El tiempo que éste duró fue hora y media, pocos minutos menos, y las preguntas en su estimación pasaron de trescientas, acaso con mucho exceso por la velocidad con que se le hacían y su brevedad suma en satisfacerlas, tanto que a veces fue preciso mandarles preguntar con más detención para no fatigarle. Hubo un concurso innumerable escuchándole, y por dos o tres veces un alboroto y voces nacidas del regocijo, y los aplausos capaces de sobrecoger a cualquiera; pero el niño se mantuvo siempre sereno, pidiendo algunas veces agua, y una vez brindó con mucha gracia a la salud de todos. Cesó el examen por los vivas y peticiones de las gentes, habiendo el mismo niño insinuado que ya se fatigaba; aunque su padre instó mucho a que se preguntase más y más; pero si hubiese seguido no hay duda alguna que hubiera satisfecho a cuanto se le hubiese pedido, según los artículos del impreso. Los comisarios no pueden ocultar que sus respuestas fueron con arreglo, y en las mismas precisas voces que se le habían enseñado; pero también es cierto que se alteró el orden de ellas, sin que por eso dejase de responder con la misma prontitud, y sin detenerse ni haber faltado en tan crecido número de interrogaciones, sino unas dos veces. Por último, creen los comisarios que el niño don Juan Picornell es un prodigio de memoria, comparable tal vez al españolito cristiano Enrique y otros, y mayor y más raro prodigio, no sabiendo aún leer, cosa que hace más dignos de alabanza los desvelos y la solicitud de sus padres en cultivársela. Notaron también alguna reflexión en sus respuestas, ya por no equivocarlas

con las preguntas cuando se le alteraba el orden de éstas, ya porque alguna vez que no entendió lo que se le pedía, se detuvo como haciéndose cargo, y ya por el examen variado del mapa. El niño es, además, robusto, muy vivo, de buen color y presencia, y su voz clara e inteligible, aun en medio de tan gran concurso. Todo lo cual por ser verdad lo testificamos y firmamos. Salamanca, 15 de abril de 1785. Doctores Juan Meléndez Valdés, Juan Toledano, Santos Rodríguez de Robles y Manuel Blengua

-7Propuesta de Juan Meléndez Valdés al claustro de la universidad de Salamanca para promover las Humanidades

8 de junio de 1785 Ilustrísimo Señor: En los años que como catedrático de Letras Humanas he concurrido a los exámenes del Colegio Trilingüe, he observado con complacencia la aplicación de casi todos los individuos, y un espíritu de honrosa emulación que los anima, y que bien dirigido por vuestra señoría Ilustrísima dará siempre los frutos más copiosos. Pues meditando yo en algunos de los medios que pudiesen excitar más y más esta tan provechosa emulación, me ha parecido que ninguno se hallará, ni tan fácil, ni tan oportuno, ni tan poco dispendioso, como el de algunos premios anuales, que distribuidos al fin de los exámenes sean un testimonio duradero del adelantamiento de los que los consigan, y una reprensión severa de la desidia de los demás. El ejemplo de las universidades y colegios extranjeros, en todos los cuales estos premios han producido y producen el más saludable fruto, me dispensa de probar a vuestra señoría Ilustrísima cuáles pueden ser los que den en nuestro Colegio. Diré, sí, que este Colegio debe ser siempre el desvelo de la universidad; así como los alumnos bien educados le deben dar la gloria más ilustre. Las Lenguas y las Humanidades, sin cuyo auxilio nada puede saberse, pero que lastimosamente yacen despreciadas en las aulas, hallan y han hallado en sólo el Colegio Trilingüe un asilo seguro, y apasionados que corran en pos de ellas. A nosotros toca hoy alentar estos apasionados, fomentarlos y proponerles premios para que no desfallezcan ni cedan al torrente de la preocupación y la ignorancia, y estos premios, si vuestra señoría Ilustrísima conviniere en ello, pudieran a mi ver establecerse bajo tales condiciones: 1.ª El importe de todos por ahora y con atención a las rentas del Colegio, no deberá exceder de seiscientos reales, los cuales se dividirán en cinco premios del modo siguiente: cien reales para un premio de Lengua Hebrea;

ciento para otro de la Griega; ciento para otro de Retórica y Humanidades; ciento y cincuenta para uno de Composición Latina; ciento y cincuenta para otro igual de Lengua Castellana, para excitar a los colegiales a su saludable cultivo. 2.ª Estos premios habrán de ser siempre en libros relativos a sus asignaciones, cuidando de su compra el Vicerrector del Colegio, bajo la dirección del Señor Rector y catedráticos de Lenguas. 3.ª En cada uno de ellos se pondrá un certificado del Secretario de la universidad, explicando con las cláusulas más honrosas haberse adjudicado al sujeto premiado en los exámenes públicos de tal o tal año. 4.ª Los tres premios de Lengua Hebrea, Griega, Retórica y Humanidades, deben adjudicarse con atención precisa al buen desempeño de los exámenes, votándolos todos los señores que los presencien. 5.ª Para dar el asunto de los dos restantes de Composición, deberá el Señor Rector convocar una Junta de catedráticos de Lenguas, antes de las vacantes de Semana Santa; y estos asuntos irán variando por todas las clases de composición, desde la más sencilla de las figuras hasta el panegírico, sin guardar por esto orden determinado, pero cuidando siempre de dar temas o argumentos útiles. 6.ª El Secretario de la universidad pasará aviso de los asuntos elegidos al Vicerrector del Colegio, y éste cuidará de publicarlos entre los colegiales. 7.ª Podrán concurrir indistintamente a estos premios todos los individuos del Colegio, presentando su composición por sí o por tercero en la secretaría de la universidad en el término de un mes, contado desde el día de la publicación. 8.ª Para evitar parcialidad y acepción de personas, se presentarán cerrados los trabajos, con algún verso o sentencia que les sirva de nota, y en otra carta cerrada, con la misma sentencia o verso, el nombre del autor, sin que pueda esta segunda abrirse o publicarse hasta después de hecha la adjudicación del premio. 9.ª A examinarlas composiciones que concurriesen se juntarán los catedráticos de Lenguas inmediatamente, autorizando sus juntas al Señor Rector, si por sus ocupaciones no pudiese presenciarlas; y la votación se hará por ellos en la última, ya sea en público, ya en secreto, si pareciese convenir o la pidiese alguno de los votantes. 10.ª Las composiciones, ni pecarán por demasiado breves, ni podrán exceder de un pliego de escritura mediana. 11.ª Todas ellas, premiadas y no premiadas, estarán públicas el día de los exámenes, para que puedan verlas los demás señores que las autorizan, pero las cartas cerradas se quemarán sin rescribirse, depositándose al mismo tiempo las composiciones premiadas en la librería del Colegio. 12.ª En ellas se cuidará mucho de la pureza y elegancia de las dos lenguas, y de que reine una elocuencia sólida y verdadera, libre de juegos de palabras, hinchazón y demás vicios que la han desfigurado. 13.ª Todos los premios será bien que se distribuyan por mano del Señor Rector en el primer claustro pleno, o por lo menos en el de cabezas, donde se da parte de los exámenes, asistiendo el Colegio entero para hacerlos así más solemnes y autorizados, y excitar más y más la emulación. 14.ª Si surtiesen ellos el saludable efecto que es de esperar, pudieran

aumentarse con otro de Poesía Castellana, para despertar la aplicación de los medios hacia esta lengua, que es lastimosamente muy poco cultivada en el Colegio. Estas reglas sencillas, más severidad en los exámenes, y nuestro continuado desvelo, pueden causar en el Colegio los más saludables frutos de aplicación, y hacer de él un asilo eterno de las bellas letras y las lenguas, tan glorioso a la universidad como útil a la nación. Tales son los fines que me han incitado a hacer de nuevo a vuestra señoría Ilustrísima esta proposición de los premios anuales aunque desentendida ya otras veces, ¡ojalá que ella sea en esta ocasión grata a vuestra señoría Ilustrísima y produzca un día las utilidades que nos podemos prometer! Salamanca, 8 de junio de 1785. Doctor don Juan Meléndez Valdés

-8Petición de Juan Meléndez Valdés al Consejo de Castilla para reclamar los libros retenidos en la aduana de Vitoria

17 de diciembre de 1785 Don Juan Meléndez Valdés, catedrático de la universidad de Salamanca, sobre que se le conceda licencia para introducir varios libros extranjeros que se hallan detenidos en la aduana de Vitoria. Ilustrísimo Señor: El Doctor don Juan Meléndez Valdés, catedrático de Prima de Letras Humanas de la universidad de Salamanca, con el más profundo respeto, hace presente a Vuestra Ilustrísima tenía encargados a mi amigo don Francisco Ramírez de la Piscina, cura de Mendívil en el Señorío de Vizcaya, mucho tiempo antes de la orden última del Supremo Consejo, en que se previene no se dé paso en las aduanas fronterizas del reino a libro alguno sin que antes sea examinado y obtenga licencia para poder entrar, los libros de la nómina que sigue a esta humilde súplica; y no habiendo podido hasta el presente evacuar dicho don Francisco su comisión, ni procurarme de los libreros de Bayona la entera remesa de las obras pedidas, se halla en el día con el sentimiento de no poder tampoco pasar por la aduana de la ciudad de Vitoria, ni remitirme las que me ha podido recoger, que son la mayor parte; y siguiéndoseme de esta detención y de que mis libros pasen a examen a esa corte nuevos costes y dilaciones: A Vuestra Ilustrísima suplico que, en vista y atención a esto, a la calidad de los mismos libros, y a una licencia general que tengo para poder leer todos los libros prohibidos, se digne concederme la facultad de pasar por la dicha aduana los libros que expresa mi nómina, eximiéndome de la incomodidad de presentarlos en el Consejo. Así lo espero de la bondad de Vuestra Ilustrísima y de su amor a las letras.

Ilustrísimo Señor Gobernador del Consejo, humilde servidor de Vuestra Ilustrísima. Salamanca, 17 de diciembre de 1785. Juan Meléndez Valdés

Lista de las obras, según la relación del poeta

Système de Philosophie morale, de Hutcheson traduit de l'Anglois par M. E..., a Lion chez Rignault 1770. Les Moeurs, par M. Tousaint. Les Moeurs, ou caracteres traduites de l'Anglois du Conte Shafbury, 1771. Reves d'un homme de bien, 1 vol., en 8°. Traitté de la formacion mechanique des langues, par M. de Brosses, Premier President du Parlement de Burgogne 1765, 2 vols. Traitté de la Religion chretiene, par Abadie, 4 vols. Excelence de la Religion, 2 vols. L'Art de se conoître, par Abadie. Constitution d'Angleterre traduite de l'Anglois de Dolme, 2 vols. Essai sur l'origine de la civilisation, traduit de l'anglois de Ferguson. La Philosophie de la Mottre de Vayer, 1 vol. Biblioteque Philosophique du legislateur, du Politique, du Jurisconsulte, par Brissot Warville, 10 vols., en 8°. Abregé de l'histoire general des Voyages, par M. de la Harpe. Contes philosophiques et moraux, par M. de la Dixmerie, 3 vols. Lettres d'une Peruviene, par Mme. Grafigni. Geografie comparée, par M. Mentelle. Memoire sur la Papulacion, Londres, 1768. Droit naturel de Burlamachi, Lausanne, 1775, 1 vol. La Science, ou les drois et les devoirs de l'homme ou Instruction populaire demandé à l'áuteur et divisé en 4 parties. 1.° La vie naturale de l'Homme, 2. La vie agricole, 3.° La vie politique, par l'auteur de l'Ami des Hommes, 1773. La Legislation des Moeurs, 2 vols. De la Félicité publique. Aristide, ou le Citoyen. Loy Naturele, par M. Roussel, Paris, 1769, 1 vol. Essai de psychologie, ou considerations sur les operations de l'âme, 1755, 1 vol. Comentaire sur les lois angloises, de Baston, traduit de l'Anglois, 6 vols. Oeuvres du Philosophe Bienfaisant, 1765, 4 vols. L'Iliade et l'Odisée d'Homere traduites en vers avec des remarques par M. de Rochefort, de l'Académie des Inscriptions, nouvelle edition, 2 vols., en 4.° Les Mois, poème en 12 chans, par M. Roucher. Les jardins, poème, par M. de Lile.

Les Systemes, poème. Oeuvres complètes de M. Gesner, 3 vols., en 16.° chez Didot. Himne au Soleil suivi de plusieurs morceux du memme genre, par M. l'Abbe Reyrac, Amsterdam, 1781,1 vol., en 12.° Oeuvres poétiques de M. Haller, traduites de l'Aleman. L'Humanité. Poème en 6 chans. Principes pour la lecture des Poètes, 2 vols., en 12.°, por M. l'Abbé Mallet. Principes pour la lecture des orateurs 3 vols., 12.°, por M. l'Abbé Mallet. Essai sur l'étude des Belles-Lettres, 1 vol., 12.°, por M. l'Abbé Mallet. Essai sur les bienseances oratoires, 1 vol., 12.°, por M. l'Abbé Mallet. Essai sur les príncipes du droit, et de la morale, par M. Richer d'Aube, 1 vol., en 4.° La perpetuité de la foi, par M. Nicole. Apologies de la morale des Pères, par Ceiller. Histoire ecclesiastique, par M. Berault de Bercader. Suma S. Thomae, ordinata a Fr. Jerónimo de Medicis a Carnerino.

-9Participación como juez a una oposición a la cátedra de Griego

1. En Salamanca, a 8 de febrero de 1786, los señores del margen, se congregaron en la sala de juntas y acordaron se diesen los piques para la traducción de latín al griego por Los Oficios de Ciceron, haciendo los opositores otras tantas cuartillas como ellos son, y otra más para los jueces [las que conservamos], y que se pasase también un recado al Sr. Vicerrector para expedir cédula para estos ejercicios [en claustro pleno del 10 de febrero], y con su aviso citar a los opositores para tomar los puntos [el 9 de febrero], previniendo que éstos deberán ser un pasaje corto de dicho libro, con lo que se concluyó esta Junta, que firmaron. Dr. Meléndez Valdés

2. Habiendo asistido a las oposiciones de la cátedra de griego, para [lo] que la Universidad se sirvió nombrarme juez, con toda la exactitud y atención que me han sido posibles, por el juicio que he podido formar, según mi corta instrucción y los informes que he tomado y el conocimiento que tengo de los opositores, adquirido en las conversaciones privadas que

ofrece la frecuente familiaridad de las aulas, hallo y me parece deberlos poner en el orden siguiente: 1.º Dr. don José Ayuso 2.º Bachiller Guebra 3.º Dr. Campo 4.º Bachiller Herrero 5.º Bachiller Soto. El doctor Ayuso leyó con un orden mejor que ningún otro y en las respuestas a los argumentos y los que él hizo a sus opositores mostró gusto e inteligencia de la poética. El bachiller Guebra leyó con mucha facilidad y comprobó muy bien las voces todas de los versos de su ejercicio con pasajes de otros autores. El doctor Campo fue diminuto en la lección, perdiendo mucho tiempo en la comprobación de las sílabas. El bachiller Herrero mostró en la suya conocimiento de las reglas gramaticales, aunque poca práctica en los autores. El bachiller Soto apenas puede graduársele porque su elección fue trivialísima, la prueba de las cantidades por las reglas de la prosodia latina, toda voluntaria y sin subir a las reglas filosóficas de la verdadera cantidad y sus argumentos tan generales que podían muy bien aplicarse a todas las gramáticas y lenguas. Por otra parte, este opositor es de un gusto pésimo y que, en mi opinión, no es capaz de sentir una sola hermosura ni aún en los autores latinos más delicados. Así lo juzgo y en caso necesario lo juro por parecerme la verdad. Salamanca, 8 de febrero de 1786. Dr. don Juan Meléndez Valdés

- 10 Informe sobre el proyecto de Academia Práctica de Derecho

Salamanca, 25 de febrero de 1786 El señor Doctor Meléndez dio su voto por escrito, que original es del tenor siguiente: El Doctor Meléndez en su lugar, y viendo que un proyecto tan útil iba a sepultarse como otros por intereses y fines que él cree particulares, exclamó agriamente contra este abuso, y habiendo oído proposiciones y dichos sumamente extraños sobre algunos de los puntos de las constituciones, como el que era extraño a la universidad el que pensase en formar políticos en sus aulas, que eran puntos demasiado arduos para que se ventilasen en la Academia Práctica los atrasos de nuestra agricultura y fábricas, las relaciones de comercio que tenemos con nuestras Indias, las modificaciones que pudieran recibir algunas de nuestras leyes según la variedad de circunstancias actuales, exclamó

también agriamente sobre estos errores, y dijo que de ellos venía el que no estudiásemos ni adelantásemos, que era indispensable nos llegásemos a persuadir que necesitábamos estudiar mucho y desengañarnos, y dijo también que necesitábamos saber y aprender la lengua castellana, en que estábamos atrasados, y se enardeció lleno de celo sobre estos puntos, sobre los cuales, reconvenido por algunos que tal vez se tendrían por agraviados, volvió a instar, y a declamar sobre ellos de que en su opinión viene todo el atraso de nuestras letras, íntimamente penetrado de que en el lastimoso estado de languidez en que nos hallamos, son indispensables expresiones fuertes y cauterios en vez de remedios suaves, como lo representará al Supremo Consejo en caso necesario; dijo que los reparos que se ponen contra las constituciones son la mejor prueba de estas cosas, que así aprueba las dichas constituciones en todas sus partes, que por los profundos estudios que exigen las leyes de la Recopilación cree que a un mismo tiempo su catedrático no podrá desempeñar el ministerio de director, pero que, sin embargo, debe recomendarse al Consejo el celo del señor Ocampo, que se pase a nombrar director en este claustro por evitar intrigas y partidos, y que cuanto ha dicho y declamado lo ha hecho y hace siempre deseoso del verdadero lustre de la universidad.

- 11 Informe sobre cambio de planes de estudio de Derecho en la universidad de Valladolid

Octubre de 1788-enero de 1789 Muy piadoso Señor: La universidad de Salamanca, respondiendo a la consulta que Vuestra Alteza le hace en su Carta-Orden de 29 de octubre de este año sobre la mudanza que el Rector de la de Valladolid desea hacer de las cátedras de Código y Volumen de aquellas escuelas en otras de Derecho Natural y de Gentes, tributa lo primero a Vuestra Alteza las más reverentes gracias por la confianza con que se sirve honrarla solicitando su dictamen en una cosa de tanta importancia y tan propia de su instituto. La universidad, Señor, que desea ardientemente la prosperidad del Estado, unida en todos tiempos con la de las letras, quisiera, si fuese posible, partir con Vuestra Alteza en alguna manera la gloria de promoverla y solicitarla, concurriendo por su parte en tan ilustre empresa, ya que no con la autoridad, que toda reside en Vuestra Alteza, al menos con su celo y sus luces, y aliviando así en algo a Vuestra Alteza, que tanto se desvela en establecer sólidamente por todos los medios y caminos esta misma felicidad. Así que ella se complace de nuevo en el honroso encargo que Vuestra Alteza se ha servido comunicarle y, esperanzada en su mucho celo, aguarda que Vuestra Alteza no querrá servirse esta sola vez de su dictamen y sus luces, sino que la confiará frecuentemente otras tan honrosas ocupaciones.

Pero al mismo tiempo, aplaude también sinceramente el celo ilustrado del Rector de Valladolid, que ha conocido la necesidad indispensable del estudio de la jurisprudencia natural para el conocimiento verdaderamente científico de las leyes civiles, y ha sabido representar a Vuestra Alteza tan vigorosamente a fin de establecer en aquellas aulas su enseñanza. La universidad de Salamanca ha mucho tiempo que reconoce esta misma necesidad, y que el estudio de las leyes será siempre manco y defectuoso sin el conocimiento de aquellas otras primitivas universales e invariables, que con un lenguaje puro, sencillo y uniforme dicta la naturaleza a todos los hombres y a todas las naciones y graba en nosotros con caracteres indelebles para nuestra felicidad y bienestar, siendo después en las sociedades la fuente y el principio de toda justicia civil. Por esta causa, en [...] de [...] 17 [...] representó ya a Vuestra Alteza cuán útil, o por mejor decir necesario, sería erigir en sus aulas una cátedra de Derecho Natural y de Gentes, para que en ella a lo menos los santos dictámenes de las leyes naturales resonasen a una entre los de Paulo y Ulpiano, que no sé por qué fatalidad han ocupado su lugar en todas nuestras escuelas, y casi llenan el tiempo y deberes de sus profesores. Esto mismo ha vuelto a representar recientemente en un Plan de Filosofía que Vuestra Alteza está examinando, y así tiene la gloria de competir y aun llevar la palma a la universidad de Valladolid en la emulación honrosa de desear mejorar sus estudios. Pero siente bien el Rector de aquellas escuelas cuando quiere también invertir el orden de las dos cátedras de Código y Volumen, que hoy son de cuarto año en la carrera de Leyes, y hacerlas de primero en su nueva asignación de jurisprudencia Natural; porque este estudio, para que rinda el copioso fruto que puede y debe esperarse, ha de ser siempre una introducción necesaria al de las leyes de cualquier pueblo y su firme basa y apoyo indefectible. Todas ellas son consecuencias de las originales de la naturaleza o decretos particulares explicándolas, y toman de ellas su primera moralidad y obligación. Y el orden, sin el cual nada puede adelantarse en el país de la sabiduría, exige necesariamente que estos principios universales tan luminosos y fecundos, estos decretos vivos, independientes de las vicisitudes de los imperios y de los caprichos del uso, estos dictámenes de la razón, que todos hallaríamos en nosotros mismos si supiésemos consultarla, pero que por no hacerlo, cuándo por ignorancia, cuándo por inexperiencia o precipitación, necesitan ya del dedo y la guía del maestro, sean anteriores a sus consecuencias parciales y remotas, hijas del tiempo y de las circunstancias, que la razón política ha sabido después sacar para bien de las sociedades civiles, acomodándose a sus necesidades. Así que este estudio debe ser siempre un preliminar de las dos ciencias, canónica y civil, y debiera serlo para todas las profesiones y carreras si los estudios públicos tuviesen entre nosotros un orden verdaderamente sistemático y hubiésemos consultado en ellos la utilidad más bien que el ornato, y la filosofía antes que la erudición. Todos somos hombres, y el conocimiento de nuestra naturaleza y de las condiciones y pactos con que su inefable Autor quiso modificarla y nos destina a la vida moral y de hombres es de indispensable necesidad a todos. Ésta es una verdad cuya evidencia nos dispensa de probarla, pero

que, olvidada en parte o descuidada hoy, es causa en la sociedad de casi todos los males. Porque si en ella vemos a cada paso tantos padres de familia olvidados de sus obligaciones, tantos amigos falsos, tantos comerciantes sin fe, tantos ingratos a los beneficios, tanta doblez y superchería en los tratos, tanta relajación en las costumbres, la ignorancia de este estudio lo hace y el no saber los hombres lo que se deben a sí y a los demás. Un curso de Derecho Natural remediaría gran parte de estos daños, y con él la moral, la ciencia por excelencia, la más importante para el hombre, y la más digna de ocupar un ser verdaderamente social, iría poco a poco ganando el terreno que tiene perdido, y se nos haría al cabo familiar a todos. Pero aunque esta ciencia no fuese tan universal y necesaria, lo sería siempre para todos aquellos que se destinan a las demás y consagran sus velas y sudores al conocimiento de la verdad. Todas las ciencias son para utilidad del hombre y se refieren a él. El estudio, pues, de su ser admirable y su naturaleza, los vínculos justos que le unen a su Autor, las atenciones que se debe a sí mismo, las relaciones con sus semejantes, son una mina riquísima de verdades que la providencia le ha puesto a la mano, y que debe por lo mismo cultivar con preferencia a todo, por su suma importancia y por la continua utilidad que le acarrean para el desempeño de sus funciones. El teólogo cristiano, que ha de dirigir las conciencias de los fieles, que ha de saber encaminarlos al bien, desapegar su corazón de los vicios, alentarle en la desgracia y moverle poderosamente en la cátedra de la verdad por medio de la convicción y persuasión, ¡qué auxilios no hallaría si diese un año al estudio de los deberes del hombre, y abandonase de una vez tantas y tantas sutilezas y cuestiones vanas sobre que pudiera bien preguntarse dónde está su utilidad! El filósofo y el médico, ¡cuánto no encontrarían en este estudio que aplicarse a sus profesiones! En suma, todo buen ciudadano, ¡qué conformidad no vería entre estas leyes, si las cursase y conociese, y las de nuestros códigos! Y ¡cuánto esto alentaría la obediencia!, ¡qué respeto conciliaría a las últimas!, ¡con qué docilidad inclinaría los cuellos ante las supremas potestades que las han dictado! Abundamos, Señor, en libros de todas clases y materias, pero nos faltan de ésta la primera y más útil de todas. Aún es más doloroso que, teniendo nuestras universidades una multitud de cátedras, muchas de ellas de muy poca importancia, para enseñar o las lenguas exóticas o las leyes de un pueblo cuyas necesidades y gobierno eran enteramente distintos de los que hoy tenemos, o las opiniones falsas y perjudiciales del monje Graciano, o las cavilaciones y sofisterías del escolasticismo, en ninguna se halla una cátedra de Derecho Natural y de Gentes, donde se forme nuestra juventud y se aprenda la importantísima ciencia del hombre y el ciudadano, ciencia sin embargo más universal que todas de todos lugares y sazones, de la vida privada y de la pública. Gracias a Dios nos han tocado unos tiempos serenos y de luz en que estas verdades, aunque severas, no pueden ofender, y en que Vuestra Alteza, dirigido por el celo más sabio, se desvela particularmente en promover la verdadera ilustración y en ahuyentar los restos de oscuridad en que ha gemido la nación por algún tiempo. La universidad de Salamanca, que se

llena de gozo estos felices días y está verdaderamente desengañada en punto de estudios e instrucción pública, no puede menos de valerse de esta dichosa ocasión y representar a Vuestra Alteza lo inútil que son muchas de las asignaciones de sus cátedras, singularmente en la enseñanza de leyes. La juventud gasta en sus aulas cuatro años en recorrer las del pueblo romano, que tal vez no debieran estudiarse sino como otro cualquier ramo de erudición o Antigüedad. En ellas se hallan constantemente estas tres cosas: o decisiones hijas de la equidad natural y que sería mejor y más fructuoso estudiar en las fuentes mismas de esta equidad, donde se darían enlazadas con los primeros principios, tomarían de ellos más luz y admitirían más justas aplicaciones; o decisiones particulares relativas a sus usos y costumbres privados, que siendo enteramente distintas de las nuestras no deben ya ocuparnos; o sentencias oscuras y truncadas de difícil cuanto inútil conciliación. Es verdad que nuestras Partidas (porque los códigos anteriores son los usos y costumbres primitivas de las naciones septentrionales que nos conquistaron y sólo pueden ilustrarse por la historia) son en mucha parte tomadas de las leyes de aquel pueblo y de la compilación de Triboniano, pero sus decisiones son tan claras y sencillas que ningún auxilio necesitan para ser bien entendidas. Y, después de este cuerpo, las demás de nuestras leyes nada tienen con las de aquel pueblo conquistador, cuya constitución y máximas fundamentales ya en los tiempos de la República, ya en los del Bajo Imperio, fueron siempre muy otras de las nuestras. Nuestras necesidades y sistema civil, y nuestros vicios y opiniones las han dictado a nuestros augustos legisladores, y estas necesidades y sistema deben estudiarse profundamente si queremos penetrarlas. Otro grave daño del estudio prolijo de las leyes romanas es ocupar el tiempo a la juventud y estorbar que lo dedique en las universidades ni a los principios de nuestro derecho público ni a los de economía civil, tan necesarios uno y otro para entender bien nuestras leyes y saberlas aplicar con fruto. Es verdad que en el Código y Volumen se hallan algunos títulos de estos importantes objetos, nombres de magistrados y tribunales, descripción de sus encargos y ministerio, decisiones sobre agricultura y comercio y otros avisos saludables sobre varios capítulos de administración pública. Pero ¡cuánto no hay que sudar y afanarse para hacer el cotejo de un magistrado del Bajo Imperio y otro magistrado de los nuestros! ¡Cuán vagas, cuán poco motivadas suelen ser las aplicaciones que se leen en los sabios de uno a otro! ¡Cuán distintos entre sí los sistemas de contribuciones y cargas públicas de industria y de comercio! ¡Qué de errores políticos no ha sufrido la Europa moderna por haber adoptado en estos puntos los principios y leyes romanas, a veces sin examen, a veces deslumbrada con la Antigüedad! Y ¡cuánto mejor fuera estudiar hoy todas estas cosas en nuestra casa, por nuestros autores, con atención a nuestras necesidades, a nuestro suelo, a nuestras preocupaciones y opiniones, que en los fragmentos incoherentes de un pueblo que no existe ya sobre la tierra y cuyos principios de administración eran opuestos a los nuestros! Las artes y el comercio han mudado también de objeto enteramente con el descubrimiento de las dos Indias, y las ciencias económicas puede decirse que apenas cuentan un siglo de Antigüedad, desde que la aritmética política y la filosofía han logrado sacarlas, de axiomas generales

inconexos y sin comprobación, a cuerpo de doctrina verdaderamente sistemático, cuyas partes estrechamente enlazadas se comunican un grado de luz suficiente a elevarlas de la esfera de opiniones vagas a la de ciencias demostradas. Los romanos, en su constitución militar, no conocieron los verdaderos principios de estas ciencias, ni las honraron debidamente. Las artes entre ellos fueron la ocupación de los esclavos. El comercio estuvo siempre desacreditado, y las compañías y colegios fabriles, que en parte les debemos, han sido entre nosotros la causa principal de los atrasos de las artes. ¿A qué, pues, buscar las leyes mercantiles, las económicas, las fabriles, en un pueblo que tuvo siempre o ideas falsas o poco exactas de estos objetos en su Código y Volumen, y no en las obras luminosas de tantos sabios modernos? El tiempo, Señor, es brevísimo, los objetos de las ciencias se multiplican cada día con lo que cada generación añade de experiencias a la generación que le precedió, y nuestra juventud, por el mal sistema de instrucción pública, no saca de las universidades sino ideas abstractas que tiene que olvidar en gran parte viéndose precisada a rehacer de nuevo sus estudios y a ilustrarse y doctrinarse privadamente. Ni pueden en esto culparse justamente los catedráticos y maestros. Los hay, Señor, verdaderamente sabios y desengañados, y la universidad que se complace en estos buenos hijos espera de ellos un nuevo tributo de gloria y consideración; pero, necesitados por las leyes académicas a enseñar los ramos de sus asignaciones, ni pueden extenderse hacia otros, por más que reconozcan su importancia, ni convertirse a ciertas novedades útiles que serían el escándalo de los menos desengañados. Gimen en su corazón al ver que el sistema académico, hijo de unos siglos de tinieblas, es un cuerpo incoherente y mal organizado, donde hay ciencias importantísimas intactas, otras oprimidas con la misma multitud y diversidad de sus cátedras, y todas mal clasificadas y mancas en sus principios. Suspiran por una reforma entera y meditada, ven su necesidad, calculan sus ventajas, pero acaso nimiamente tímidos, no se atreven a intentarla por sí mismos. En las universidades no deben enseñarse sino elementos, y en todas no vemos otra cosa que cátedras erigidas para explicar y estudiar en un año volúmenes en folio. De aquí la pesadez de nuestras carreras literarias y la imposibilidad de que los jóvenes más estudiosos puedan abarcar más de una ciencia, cuando todas ellas se tocan entre sí y no hay una tan aislada que no necesite de los auxilios de sus compañeras, y que, estudiada sola como hoy sucede, no se vea falta de mil conocimientos y noticias útiles en grave daño de la sociedad. Por esta causa, desde que las ciencias se han dismembrado y secuestrado unas de otras, han ido disminuyéndose los hombres grandes y profundos en ellas. Y un teólogo, un legista, o canonista de nuestras escuelas, puesto repentinamente en medio de la sociedad, es hoy un hombre nuevo y casi inútil para sus empleos y funciones, porque ha empleado el tiempo en estudiar especulaciones y cosas generales, que o nada o muy poco le pueden ya servir, y se halla vacío de todo aquello que a cada paso le piden y que tal vez ni aun sabe dónde debe buscar. Reunamos pues, Señor, los estudios divididos, rehagamos el árbol sistemático de la sabiduría bajo mejores principios, y demos a las ciencias prácticas y a la utilidad los años y tareas consagrados hasta

ahora a palabras y vanas especulaciones. Vuestra Alteza ha hecho lo que permitieron los tiempos cuando reformó ésta y las demás universidades los años pasados; pero fue sabiduría suya no hacer entonces más, ni completar tan grande obra, conociendo bien que las reformas repentinas y totales suelen causar graves inconvenientes no estando preparados los ánimos, y que es más acertado sacrificar entonces a la necesidad, y, echada la semilla, dejar al tiempo el cuidado de sazonarla. Pero Vuestra Alteza mismo suspiraba y suspira por mayores mejoras, encargadas a la universidad en el mismo Plan que le daba, que le representaren cuando el tiempo y la práctica le fueren enseñando para el mayor bien de los estudios e instrucción pública. Hoy cuenta la universidad dieciocho años de experiencias, y en ellos ha palpado la necesidad absoluta de un nuevo Plan de estudios bien ordenado y general, donde, sin atender a las actuales enseñanzas, todo se refunda y cree como allí de nuevo, acabando de una vez con tanta multitud de leyes y estatutos oscuros y contradictorios con que nos vemos abrumados. Debe, sin embargo, llevarse en el día toda la atención de Vuestra Alteza la Facultad de Leyes sobre que representa la universidad. Ésta, señor, debiera ordenarse dando mucho al Derecho Natural y de Gentes, como fuente y raíz de toda buena legislación, algo a las leyes romanas, siquiera por su venerable Antigüedad, mucho más a las nuestras como norma y pauta de nuestras acciones y juicios, y mucho también a nuestro derecho público y a las ciencias económicas, que tanto contribuyen a fomentar y promover la felicidad común. Por cuyos motivos, la universidad juzga de nuevo dignos de toda alabanza los deseos del Rector de la de Valladolid y por muy útil a aquel estudio en el que las dos cátedras de Código y Volumen se conviertan en el de cátedras de Derecho Natural y de Gentes; y uniendo con esta ocasión sus ruegos a los ruegos del Rector, suplicar también a Vuestra Alteza que, mientras llega el día de más saludables reformas, se sirva concederle la misma gracia para sus aulas, si es que no tiene a bien aprobar en todas sus partes el Plan de Filosofía que tiene representado a Vuestra Alteza, y donde ya se ordena el estudio de las leyes naturales. La universidad no quiere ocupar la atención de Vuestra Alteza informándole particularmente de las opiniones del autor Juan Bautista Almici en sus Elementos de Derecho Natural y de Gentes, porque tiene a la mano para la enseñanza otro curso más lleno, más metódico y acomodado en los del sabio Heinecio, de donde Almici tomó casi enteramente los suyos, y que, habiéndose impreso en esa corte bajo la aprobación de Vuestra Alteza y enseñándose en sus Reales Estudios de San Isidro, pueden correr sin ofensa alguna en las manos de la juventud. La obra intitulada Positiones de Jure Naturae et Civitatis, del célebre profesor Martini, es también bien elemental y aplaudida, y se enseña sin tropiezo en las universidades católicas de Alemania. Pero establecida la enseñanza del Derecho Natural y provistas sus cátedras de maestros celosos y desengañados, ellos cuidarían de buscar los mejores elementos para la instrucción de sus discípulos, y esta elección sería justo dejarla a las mismas universidades indistintamente, porque ellas son siempre las que están más bien instruidas de la necesidad, desean más los aprovechamientos de la juventud, y pueden promoverlos más acertadamente.

Que es cuanto la universidad de Salamanca puede informar a Vuestra Alteza sobre la consulta que se sirve hacerle y la pretensión del Rector de la de Valladolid. 16 de enero de 89. Juan Meléndez Valdés

- 12 Informe sobre la propuesta del preceptor de Latinidad de Alba de Tormes

Salamanca, 2 de enero de 1789 La Junta de Letras Humanas ha examinado el proyecto del maestro de Gramática de la villa de Alba de Tormes, don Santiago Álvarez Cienfuegos, sobre convertir los cien ducados de salario destinados hoy al repetidor de aquel estudio en varios premios para sus discípulos más aprovechados; y alabando lo primero el buen celo de aquel maestro, lo halla muy digno de que vuestra señoría lo proteja y recomiende al Supremo Consejo; pero ve al mismo tiempo en el plan que tiene formado algunas cosas que pudieran mejorarse, a fin de hacer más útiles y decorosos dichos premios. El hombre se mueve siempre en proporción de los estímulos de gloria o de interés que se le ponen a la vista, y es utilísimo presentar estos estímulos y ofrecer ciertos alicientes a la niñez para ponerla desde luego en la senda del trabajo. Muchos colegios han debido a tales premios un espíritu de emulación y aplicación en sus alumnos, que los han colmado después de gloria, siendo, por otra parte, la falta de ellos causa muy principal de los atrasos de nuestras letras; y así, no duda la Junta que los estudiantes gramáticos de la villa de Alba se animarán notablemente con la expectativa y aliciente que se les va a ofrecer. Pero al mismo tiempo es indispensable que reine en su distribución la más rigurosa justicia, y que se hagan con la publicidad y solemnidad posibles; porque, si viesen los niños unos jueces interesados y parciales doblarse al partido o al favor, lejos de producir ningún bien el establecimiento, empezaría a pervertirles su carácter moral, y a hacer a sus ojos despreciables aquellos mismos cuyo dictamen se le mandaba venerar. La publicidad y solemnidad en la distribución daría, además, mayor idea del vencimiento a los mismos contendientes, y despertaría más y más su emulación y el ahínco de conseguir la victoria. Los padres, por otra parte, que asistiesen al certamen se complacerían en sus buenos y adelantados hijos, o se llenarían de rubor en los malos y desaplicados, saliendo acaso de allí con mejores resoluciones de desvelarse en su educación, y todo ello cedería en bien de la misma juventud. Por lo cual parece a la junta que la función de estos premios debería tenerse en las casas consistoriales a presencia de todo el ayuntamiento y párrocos de la villa, como jueces unos y otros, según se dirá después. Mas no cree necesario el que, habiendo en ella un clero tan

numeroso, y unos párrocos y un vicario tan instruidos, intente el preceptor distraer a los prelados de los dos conventos de San Francisco y Carmen descalzo de su retiro y ocupaciones religiosas, y los quiera cargar con esta nueva. Los párrocos son los pastores y padres de los niños, y a ellos corresponde honrar este acto con su presencia, ser jueces de su aplicación y tomar parte en todos sus adelantamientos. Pero deberían además convidarse las personas distinguidas y honradas de la villa para que se autorizase cuanto fuese posible la función. Parece bien a la junta el señalamiento de las dos temporadas de Navidad y San Juan como las más desocupadas y oportunas para celebrar los exámenes; pero no tiene por necesario el que ninguno de sus catedráticos vaya a autorizarlos, porque después del maestro de Latinidad y los párrocos ni son necesarios más jueces ni es justo gravarlos a ellos o a la misma villa con el gasto de un viaje costoso. Los cien ducados, salario del repetidor, podrán distribuirse en dos porciones de cuatrocientos reales cada una para las dos temporadas de premios, y otra de los trescientos reales restantes para el pago de la casa del preceptor en remuneración de su celo y trabajo, sin que sea útil subdividir en cinco clases los discípulos ni hacer una partición tan menuda del caudal. Y así, le parece a la junta que bastarán tres solos premios de Gramática: el primero, de ciento treinta reales, para los mayoristas o más adelantados; el segundo, de ciento, para los estudiantes de medianos; y el tercero, de setenta, para los menores; añadiendo, además, un cuarto premio de cien reales, que se llamará premio de virtud, indistintamente para todos, y con que se completa la cantidad de los cuatrocientos reales que se han de distribuir en cada temporada. Los ejercicios para ganar los tres primeros premios serán en sustancia los que propone el preceptor. Los mayoristas traducirán por suerte en las oraciones de Cicerón, y en Virgilio y Horacio, sufriendo preguntas de los jueces sobre la cantidad de las sílabas, clase y medida de los versos, propiedad de la dicción, figuras y modos de decir, y demás cosas en que debe estar instruido un buen gramático. Los de medianos traducirán de la misma manera por Nepote, Epístolas de Cicerón y Ovidio, sufriendo las preguntas correspondientes a su clase; y los de menores por las Fábulas de Fedro, disminuyendo hasta el punto de declinar y conjugar. Los jueces de estos tres premios serán el mismo preceptor y el vicario eclesiástico y demás párrocos que por su instrucción y por la importancia de este pequeño establecimiento no dude la Junta se esmeren cuanto sea posible en la imparcial severidad de los exámenes. El cuarto premio, llamado de virtud, se dará sin atención al mayor aprovechamiento, al niño más bien morigerado en sus cortos años, al más quieto, al más obediente a sus padres, al más dócil a los avisos de su maestro, al más verídico en sus palabras y, en suma, a aquel más bien reputado en el estudio y en la opinión común. Y en este premio serán jueces los mismos maestro y párroco, y todo el ayuntamiento. La junta cree que, entre tantos premios como se destinan en todas partes a las Letras y a las Artes, debe tener también su lugar la virtud; y que el mismo deseo de gloria o de interés que puede animar a un niño para competir un premio de Gramática, puede animarle también para competirle en

buenas costumbres y ejemplo. En muchas cosas el no haberse hecho antes suele ser el estorbo principal de llegarse a establecer; pero, sin embargo, deben intentarse por la utilidad que traen cuando se consiguen y salen felizmente. Y si ya se ha probado y se ha hallado que a los hombres se les puede hacer laboriosos y aplicados por el premio, también debe probarse y se hallará igualmente que se les puede hacer buenos y virtuosos por el mismo camino. ¡Ojalá que la villa de Alba, establecido en ella este premio, dé un ejemplo palpable de lo que puede hacer el interés aun en la misma virtud, y enseñe a la nación una nueva clase de establecimientos y certámenes desconocida hasta ahora en ella, pero que puede serle utilísima bien meditada y ordenada! Salamanca, 2 de enero de 1789. Juan Meléndez Valdés y José Ruiz de la Bárcena

- 13 Oficio al Señor Rector de la universidad de Salamanca

Madrid, 7 de mayo de 1789 El Doctor don Juan Meléndez Valdés, catedrático de Prima de Letras Humanas de la universidad de Salamanca, con el más profundo respeto expone a Vuestra Alteza haber venido a esta corte a ciertos negocios personales que exigían absolutamente su presencia en tiempo de vacaciones, dejando su cátedra regentada por un sustituto aprobado por la universidad, y creyendo poder volver a servirla en muy breve tiempo. Pero, habiendo estos negocios dilatado más allá de su esperanza, y habiendo él mismo estado enfermo largas temporadas, como aparece de la certificación que acompaña esta representación, a Vuestra Alteza suplica se sirva concederle su licencia para poderse detener hasta haber concluido dichos negocios y recobrádose de sus indisposiciones, expidiendo su Real Orden a aquella universidad para que lo tengan así entendido, y para que al mismo tiempo le contribuya con la renta de su cátedra por todo el tiempo de su ausencia, dejando sólo la cuarta parte a prorrata para remunerar al sustituto, con arreglo a los estatutos de la universidad, y a lo que Vuestra Alteza ha proveído otras veces dispensando en iguales casos. A los reales pies de Vuestra Alteza. Madrid, 7 de mayo de 1789. Doctor don Juan Meléndez Valdés

- 14 Informe sobre el periódico Diario de las Musas de Luciano Francisco

Comella y Lorenzo de Burgos

10 de mayo de 1789 Muy piadoso Señor: He visto y leído con la mayor atención el proyecto y cuadernos del Diario de las Musas, que Vuestra Alteza se sirvió remitir a mi censura, y he conferenciado además con los autores de él sobre la ejecución de la obra; y en vista de todo, debo decir a Vuestra Alteza que el plan de este periódico me ha parecido juicioso y bien meditado y de no poca utilidad al público por la variedad de objetos que debe abrazar, unos de instrucción y filosofía, y otros de amenidad y honesto entretenimiento. Los autores se me han mostrado llenos del mejor deseo de trabajar por sí, y solicitar por todos los medios que les sea posible auxilios de otros literatos para llevarle cada vez a mayor perfección; y los números que he examinado, y devuelvo a Vuestra Alteza, no conteniendo nada opuesto a la religión ni las leyes, están por otra parte escritos con pureza y llenos de buenos y juiciosos pensamientos. Vuestra Alteza, pues que conoce cuanto estas hojas volantes bien trabajadas contribuyen a la propagación del buen gusto, y que a ellas deben otras naciones en gran parte los progresos que han hecho en él, puede sin ninguna dificultad permitir la publicación de dicho diario, que es cuanto puedo informar a Vuestra Alteza. A los reales pies de Vuestra Alteza. Doctor don Juan Meléndez Valdés

- 15 Oficio comunicando al Rector de la universidad su ascenso a la Audiencia de Zaragoza

Madrid, 22 de mayo de 1789 Ilustrísimo Señor. Muy Señor mío de mi mayor veneración: ofrezco a Vuestra Ilustrísima con el más profundo respeto, y como un tributo justo, aunque pequeño, de mi obligación y gratitud, la plaza de Alcalde del Crimen de la Audiencia de Zaragoza, con que el Rey acaba de honrarme, para que Vuestra Ilustrísima disponga de ella, como de éste su hijo, según su voluntad. Este nombre ilustre y apreciable me da el derecho de esperarlo así, y de poder volver a Vuestra Ilustrísima como a su fuente, cuanto de ella he recibido, porque el presente y cuantos honores puedan venirme con el tiempo serán siempre de Vuestra Ilustrísima, y deberán referirse a Vuestra Ilustrísima que me ha formado con su doctrina, enseñado con sus ejemplos y adoptado después

por suyo, y a quien yo me confesaré perpetuamente deudor de todos mis adelantamientos y fortunas. Dios Nuestro Señor grandeza. C. E. M. S. su más humilde hijo. Madrid, 22 de mayo de 1789. Doctor don Juan Meléndez Valdés

- 16 Expediente formado en virtud de Real Orden de Su Majestad sobre la obra periódica El Académico

Madrid, 2 de julio de 1793 Señor: Don Juan Meléndez Valdés, don Nicasio Álvarez de Cienfuegos, don Ramón Pérez Campos, don Diego Clemencín, don Domingo García Fernández y don Juan de Peñalver, con el más profundo respeto a los pies de Vuestra Majestad, dicen que: Penetrados de la necesidad que hay en España de una obra periódica que, si es posible, abrace todos los ramos de los conocimientos humanos, manifieste su estado actual en las naciones cultas y los progresos y adelantamientos que cada día hacen en ellos la observación y el genio de los hombres sabios y aplicados, y, llenos de amor hacia las mismas ciencias, han proyectado la obra periódica cuyo prospecto acompaña a esta humilde súplica. Les parece que podrá despertar la curiosidad y el talento de nuestros españoles, y encaminarán hacia la verdadera y sólida instrucción poniéndoles delante los progresos que dan en ella otros pueblos y las ventajas que de ello les resulta; y, por lo mismo, esperan que un proyecto tan útil no sea del desagrado de Vuestra Majestad, que tanto se desvela en el bien y la felicidad de todos sus vasallos. Los suplicantes, que conocen bien las dificultades que acaso puede tener este proyecto para ciertas gentes preocupadas que no alcanzan a distinguir las luces del abuso que de ellas puede hacerse, aseguran en el mismo proyecto la detención y miramiento con que tratarán cualquier punto que pudiera detener la más escrupulosa delicadeza, y tienen la satisfacción de hacer a los pies de Vuestra Majestad esta misma declaración. Nada dirán, nada extractarán, en nada se mezclarán que pueda ofender de modo alguno. Trabajan para la utilidad, y respetando, si es lícito decirlo, hasta la misma preocupación; en ciertas materias las pasarán por alto en su periódico, y querrán más bien pasar a los ojos de algunos por menos instruidos que por hombres de opiniones nuevas. Por lo mismo desde ahora suplican a Vuestra Majestad que, si les es aceptada, como esperan, esta empresa, recibiéndola bajo su protección, así como la profunda veneración con que los suplicantes se la presentan, se digne de nombrar el censor o los censores que fuesen de su real agrado, así como la mayor seguridad de la sabia resolución de Vuestra Majestad como del mismo público, a cuyo beneficio consagran sus tareas.

El amor y la protección que Vuestra Majestad sabe dispensar a todas las empresas útiles da a los suplicantes la justa confianza de que mirará ésta benignamente para bien y utilidad de sus pueblos. Dios guarde la importante vida de Vuestra Majestad, como hemos de menester sus vasallos. Señor, a los pies de Vuestra Majestad. Madrid, 2 de julio de 1793. Don Juan Meléndez Valdés (y otras cinco firmas)

El Académico

La obra que ofrecemos al público tiene por objeto todos los conocimientos humanos. Asunto en sí inmenso e inagotable, pero que necesariamente debe reducirse a límites conocidos y compatibles con la corta extensión de un papel periódico, para que ni se nos pida nunca más que a lo que ahora nos obligamos, ni se nos culpe por lo que dejamos de hacer. Las varias obras que se publican en Europa de muchos años atrás, y que aunque con diversos títulos tienen el mismo objeto, se extienden más o menos en ciertos ramos, según las circunstancias del tiempo y el país o el genio de sus autores. No siendo de este lugar ni de nuestro instituto censurar este género de escritos, sólo diremos que algunos, por no decir los más, incurren en el defecto sustancial de no seguir plan ninguno científico, ni de tener objeto fijo y determinado. Nuestro periódico contendrá la historia de cuanto se hace y adelanta en España junto con lo más esencial de los extranjeros. Las bellas letras, la poesía, la elocuencia, las ciencias sagradas, naturales y exactas, la jurisprudencia, economía civil, comercio, geografía, artes y oficios, noticias literarias, bibliografía, darán asunto a importantes artículos, en que se analizarán las obras relativas a cada ramo que se publiquen dentro y fuera de la Península, si las hallamos dignas de este género de trabajo. Y aunque, en general, nos ceñiremos únicamente a dar a conocerlas, sin embargo, no olvidamos que en un periódico destinado en gran parte a la instrucción de la juventud no huelga el examen de ciertos errores que pudieran perjudicarla. Se insertarán, además, aquellos artículos y memorias particulares que se consideren dignos de la atención del público, en todas materias, y que no excedan la extensión propia de un papel periódico. Asimismo, se expresarán los nuevos descubrimientos y adelantos de las artes y ciencias entre nosotros o entre los extranjeros. Finalmente, se darán todas aquellas noticias que interesaren a diversas clases de la sociedad y señaladamente al comercio. En resolución, este papel será una miscelánea de ciencias, artes y literatura. Lo agradable, lo útil y lo necesario se sucederán rápidamente y con su mezcla formarán un todo, cuyo contraste tendrá por objeto hacer dulce y provechosa a un tiempo su lectura. Así, en los extractos de los libros como en los demás artículos, evitaremos, cuanto nos sea posible, la prolijidad, procurando ser concisos sin ser oscuros.

La imparcialidad reinará en esta obra. El hombre de mérito nos encontrará siempre prontos a tributarle los elogios que le son debidos, así como los negaremos obstinadamente a aquella clase de ignorantes que, poseídos de la manía de ser autores, mantienen al público en sus preocupaciones o propagan en él la depravación del gusto y de la razón. No se crea tampoco que, arrogándonos el peligroso derecho de reprender cuanto hay digno de censura, pretendemos hacernos unos Quijotes, ridículamente encaprichados en reformar a nuestro antojo el mundo literario, cuando nuestro ánimo es sólo de dar a conocer el estado en que se halla. Ni menos queremos deslumbrar al público anunciándole una obra perfectísima. Las de esta especie han de tener forzosamente algunos defectos, y la mejor es la que tiene menos. Ofrecemos, sí, hacer cuanto esté de nuestra parte por evitarlos todos y dar a este periódico la mayor perfección posible. Y deseamos nos ayuden a lo mismo nuestros compatriotas con sus producciones, que insertaremos gustosos siempre que puedan contribuir al logro de tan digna empresa. Hubiéramos podido hacer una larga enumeración de las utilidades de una obra de este género, pero el público no necesita en el día que le digan que el saber es útil. Sin embargo, no sé qué desgraciada fatalidad ha esparcido entre muchos la opinión de que las ciencias son nocivas a la quietud y felicidad pública, creyendo ver en ellas el origen necesario de males que proceden sin duda de otras causas bien distintas, sólo porque se cultivan con ardor y con fruto donde se ven aquéllos. Pero, discurriendo de este modo, pudieran atribuírseles al modo en que el vulgo cree que la peste nace de la presencia de algún cometa o de otra causa que se imagina. Despreciemos esta casta de hombres ignorantes y dejémosles señalar a su antojo las causas que no alcanza su poca instrucción o su mala organización. Y creamos firmemente y por honor a la razón que el saber no perjudica jamás a ninguno, y que el adelantamiento de las ciencias, de las artes, de las fábricas, del comercio, de la industria, de la población, de la fuerza y riqueza de los Estados es a un mismo tiempo la verdadera felicidad de los pueblos y de los soberanos que los gobiernan.

- 17 Exposición de súplica al Rey

Diciembre de 1800 Señor: Don Juan Meléndez Valdés, vuestro fiscal jubilado de la Sala de Alcaldes de Corte, puesto a los pies de Vuestra Majestad, con el más profundo respeto dice: Que entendiendo, por orden Vuestra Majestad de 6 de octubre de 1798, en

una comisión sobre los cuarteles y los propios y arbitrios de esta villa de Medina del Campo, se ha visto inesperadamente, el día 5 del presente mes, con la dolorosa novedad de haberle Vuestra Majestad jubilado de su plaza con medio sueldo de ella, mandándole por otro Decreto «trasladar inmediatamente su residencia a la ciudad de Zamora, de donde no salga sin licencia de Su Majestad y presentándose a aquel Capitán General». El suplicante venera y obedece rendido la soberana voluntad de Vuestra Majestad, como siempre lo ha hecho; pero este golpe, tan duro como inopinado, tiene a él y a su triste familia en la mayor consternación, y le pone en necesidad, así por ella como por su honor, que no puede sufrir mancillado y perdido cual le parece estar, de representar humildemente a Vuestra Majestad y hacerle, como padre común de todos sus vasallos, mirar de nuevo más detenidamente por su inocencia y por su honor. Este honor, Señor, es el depósito más sagrado de un hombre de bien que se ha desvelado toda su vida no sólo en conservarlo, sino en acrisolarlo y hacerlo cada día más puro. El exponente, penetrado de estas máximas desde su tierna niñez, no ha trabajado en otra cosa, poniéndolo siempre por norte de todas sus tareas; así es que siguió una carrera literaria en la primera universidad del reino con todas las distinciones académicas; que en la corta edad de veintitrés años, por lo que se había señalado y prometía para en adelante, se dignó el augusto padre de Vuestra Majestad conferirle una cátedra de renta casi igual a la que Vuestra Majestad le ha dejado en el día, y que en esta cátedra se esmeró en trabajar con celo y aprovechamiento por espacio de ocho años, hasta que en el de 1783, instado y aun solicitado por vuestro difunto conde de la Cañada y otros de vuestro Consejo para que, dejando la universidad por la toga, sirviese en ella al público y a Vuestra Majestad con mayor utilidad, fue nombrado Alcalde del Crimen de la Audiencia de Zaragoza, y después, sucesivamente, oidor de la Chancillería de Valladolid y fiscal de la vuestra Sala de Alcaldes de Corte. En estos destinos, aunque sea ruboroso a un hombre de bien el hablar de sí y el proclamarse, no puede menos, en defensa de su inocencia y de su honor, de decir a Vuestra Majestad el suplicante que ha procurado no desmerecer nada, portándose siempre con el mayor celo, constante aplicación y amor ardiente hacia la persona de Vuestra Majestad y sus reales derechos. Si el fruto de sus tareas ha correspondido a sus deseos, juzgaralo la justificación de Vuestra Majestad y la opinión pública, que pocas veces se equivoca sobre el mérito de las personas, y los expedientes e informes que ha trabajado en dichos tribunales y existirán en sus archivos, y los elogios que todos estos trabajos le han valido más de una vez. Sus acusaciones fiscales eran, en el corto tiempo que pudo servir este empleo, escuchadas y celebradas con entusiasmo, y la primera de ellas, en la ruidosa causa del parricidio de don Francisco del Castillo, entendió entonces el suplicante haber tenido la honra de llegar a las manos de Vuestra Majestad, corrió por las de las personas primeras de su corte y anda hoy con otras, aunque manuscritas, en las de los literatos y aficionados a este género de estudios. De ésta y de las demás y de otros trabajos espera el exponente poner muy en breve una copia a los pies de Vuestra Majestad en testimonio de su aplicación y sus deseos de la gloria.

Encendido en ellos, y en horas que otros destinan sin reparo al ocio o los placeres, el suplicante ha trabajado, y publicó el año de 97 tres tomos de poesías dedicadas a vuestro Príncipe de la Paz y que tuvo el honor de poner en vuestras reales manos, en las cuales suenan más de una vez con bendiciones los nombres augustos de Carlos y Luisa de Borbón, testimonio tan indeleble del tierno y sencillo amor del suplicante hacia sus reales personas, como justo tributo a sus virtudes y beneficencia. Estas poesías, Señor, han sido aclamadas y traducidas muchas de ellas por los italianos y franceses, y, si las letras dan alguna gloria a las naciones, el exponente ha cuidado, según su pequeñez, de aumentar la del suelo en que tuvo la dicha de nacer. El deseo, Señor, de la prosperidad de este suelo y de la de Vuestra Majestad, que tan justa y felizmente lo gobierna, abrasan día y noche al exponente, no habiendo tenido ni otros gustos ni otras diversiones que los de su estudio, su retiro y sus libros para hacerse así digno de llenar con utilidad todos sus ministerios. Yen medio de todo esto, ¿será posible que Vuestra Majestad le quiera tener ocioso y le haya jubilado? Su conciencia asegura al suplicante haber servido a Vuestra Majestad con todo el esmero de que le ha sido posible, y ningún cargo, ninguna sombra podrá oponerse contra la pureza y extracto desempeño de todos sus deberes. ¡Cuál será, pues, su dolor al ver hoy retirado y en desgracia de Vuestra Majestad sin alcanzar por qué! Vuestra Majestad, Señor, es justo y juzgará como tal; es padre de todos sus vasallos, y jamás negó sus oídos a sus reverentes súplicas; fomenta y protege las letras como tan útiles para la común felicidad, y no es creíble que arrinconase a un literato que las cultiva con algún fruto; tiene dicho más de una vez en sus Reales órdenes que no quiere la jubilación de los que le sirven, sino que trabajen mientras puedan hacerlo, y tampoco es posible que jubile a un magistrado benemérito en la edad de cuarenta y tres años, es decir, cuando más útil puede ser y tiene ya adquirido todo el caudal de ciencia y experiencia necesario en los destinos. En fin, Señor, Vuestra Majestad, que tanto precia el honor y la probidad, no es posible tampoco (lo vuelvo a repetir) que haya querido mancillar el del suplicante jubilándole sin solicitarlo, confinándole en una ciudad extraña para él y privándole así de la libertad de salir de ella, que tan precisa y necesaria es a todos. El corazón benéfico y justo de Vuestra Majestad no ha podido querer ninguna de estas cosas para un vasallo fiel, entusiasta de su servicio y deseoso de sacrificarse en él hasta el último día de su vida. Por todo lo cual, como asimismo por los inmensos gastos que ha hecho el suplicante hasta acabar con su patrimonio y el de su infeliz mujer en servicio de Vuestra Majestad; por la cátedra y los intereses que abandonó por este servicio y hoy tendría muchos mayores en cátedras superiores; por la estrechez en que se halla, atrasado y empeñado con las continuas mudanzas de destinos y gastos que consigo traen; por lo fielmente que ha cuidado de llenar todos sus deberes; por su pureza y religiosidad; por el nombre de las letras que ha cultivado; por su honor y su inocencia, que ve menoscabados y en opiniones, y por su edad, en fin, que es la más sazonada para trabajar y ser útil. A Vuestra Majestad suplica rendidamente que, alzándole su inesperada jubilación, se digne volverle a su servicio, ya nombrándole, puesto que

está dada su plaza al que interinamente la servía, para otra de fiscal supernumerario del Consejo Real en las ausencias y enfermedades de sus fiscales ancianos, ya para alguna de las dos que en él se hallan vacantes u otra de otro Consejo, ya para la regencia de la Chancillería de Valladolid que parece se ha creado ahora, o ya, en fin, para otro destino honroso y digno de la mano benéfica de Vuestra Majestad, en que el suplicante pueda desplegar su celo y sus pequeñas luces y con el cual repare su honra y su inocencia, desestimadas y por tierra, y los atrasos y menoscabos de su arruinada fortuna. Así lo espera el suplicante de la piedad de Vuestra Majestad, a que se acoge confiado. Juan Meléndez Valdés

- 18 Oficio sobre su marcha al destierro en Zamora

Abril de 1801 Excelentísimo Señor. Muy señor mío: Al atento oficio de Vuestra Excelencia, de 29 del próximo pasado mes de marzo, en que se me previene que verifique a la mayor posible brevedad el trasladar mi residencia a la ciudad de Zamora para presentarme al señor Comandante de armas de la plaza en cumplimiento de la Real Orden de Su Majestad, Dios la guarde, de 3 del mes de diciembre del año pasado, debo hacer presente a Vuestra Excelencia que mi detención en esta villa ha nacido de otra Real Orden de 2 de marzo, por la cual Su Majestad me permitió permanecer en ella mientras estuviese enfermo. Aún no se ha verificado mi entero restablecimiento, pero, deseoso de llevar a efecto la real voluntad, espero poder salir de aquí en el miércoles o jueves próximos, y antes haría si no fuera por este santo tiempo y hubiese en este pueblo algún carruaje o tuviese yo en Zamora habitación donde hospedarme, pues una que tenía, y aun pagaba ya tiempo había, se me ha ocupado judicialmente por un caballero Mariscal de Campo. Hácense en mi nombre las más vivas diligencias por otra, de que espero aviso en el correo inmediato; entretanto sírvase Vuestra Excelencia llevar a bien esta mi involuntaria detención, puesto que en esta villa, en Zamora y en todas partes siempre estaré a las órdenes de Vuestra Excelencia para cuanto guste mandarme. Dios guarde la vida de Vuestra Excelencia muy felices años. Juan Meléndez Valdés

- 19 Oficio sobre su nombramiento de Caballero de la Orden Real de España

Madrid, 23 de diciembre de 1809 Excelentísimo Señor de Campo Alanje, Gran Canciller de la Orden Real de España. Señor: Recibo con el más alto aprecio el oficio de Vuestra Excelencia, de fecha del día de ayer, en que me avisa haberse servido Su Majestad nombrarme Caballero de la Orden Real de España, con los demás papeles que le acompañan. Incluyo a Vuestra Excelencia el del juramento de la orden firmado por mí, y le ruego ardientemente se sirva elevar a Su Majestad los sentimientos de mi gratitud, fidelidad y sincero amor a su Augusta Real persona. Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años. Madrid, 23 de diciembre de 1809. Juan Meléndez Valdés

- 20 Oficio al Ministro de Justicia solicitando el pago de unos atrasos

Madrid, 13 de agosto de 1811 Excelentísimo Señor. El Consejero de Estado. Desde el mes de enero de 1810, en que por mis sueldos de fiscal que era entonces de las Juntas de Negocios contenciosos, se me despachó el adjunto libramiento de 11.415 reales y 20 maravedises correspondientes a los meses de julio, agosto y octubre del año anterior, conforme a presupuestos aprobados por el rey en 5 de septiembre y 13 de octubre de dicho año de 1809, he estado tratando de realizar su cobro en los mismos términos y especies en que se han hecho los demás de su clase, sin que hasta ahora lo haya logrado. Yo tenía en aquella época sumisionada una casa en esta corte, para cuyo pago de la octava parte contaba entregar, entre el demás metálico, el referido libramiento según lo prescriben los reales decretos sobre enajenación de fincas nacionales; pero no habiendo llegado a realizarse la expresada sumisión, aunque sin culpa mía, me quedé con el libramiento para hacer uso de él en otra compra, en el caso de que el Tesoro público no pudiese satisfacérmele, como satisfizo los de mis compañeros correspondientes a los mismos meses. Formose después el presupuesto general del servicio corriente por octubre de 1810; y por la prisa con que se hizo y falta de avisos a los interesados, a fin de que presentasen sus créditos para incluirlos con él, se dejó de comprender el mío, como muchísimos otros, cual se ve por el suplemento aprobado hace poco. Yo lo hice así presente entonces a Vuestra

Excelencia en oficio de 28 de diciembre, rogándole que en el primer presupuesto, o suplemento que se formase al anterior, se me incluyese por dicha cantidad; por el mucho tiempo que ha mediado desde entonces hasta la formación del suplemento, y el no saber yo tampoco que se trataba de ello, han sido causa de que igualmente no se haya comprendido en él mi crédito. El Excelentísimo Señor Ministro de Hacienda, a quien se lo he representado últimamente pidiéndole se sirva mandar convertirme dicho libramiento en una certificación del Tesoro público, me dice que no puede hacerlo por faltar el requisito de estar incluido en el suplemento y que acuda a Vuestra Excelencia para que lo ponga en otro segundo que se haga. Pero como éste, aun en el caso de que haya de verificarse, que no lo sé, puede dilatarse tanto como el anterior, o por mejor decir mucho más, porque serán menos los créditos olvidados, y por consiguiente poquísimos los reclamantes, y entretanto esté yo privado de hacer uso del libramiento de una cantidad legítimamente devengada por sueldos aprobados por el rey y que están ya pagados en efectivo a mis compañeros; ruego a Vuestra Excelencia que, teniendo en consideración los perjuicios que se me han seguido de tan larga dilación y de la que todavía puede haber, se sirva disponer lo conveniente, a fin de que dicho libramiento pueda convertirse en una certificación del Tesoro público, para darla yo en parte de pago de una finca que tengo rematada; elevando Vuestra Excelencia a Su Majestad en caso necesario esta mi solicitud para que tenga a bien concederme la expresada gracia, atendiendo a que el libramiento debe ya considerarse como un vale de tesorería, anterior a la creación de certificaciones. Dios guarde a vuestra señoría muchos años. Madrid, 13 de agosto de 1811. Juan Meléndez Valdés

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