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Conferencia del ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz “NUEVA ECONOMÍA FÓRUM” - TRIBUNA CATALUÑA
“La Cataluña de todos”
Buenos días y, ante todo, muchas gracias por asistir hoy a este desayuno organizado por el Foro Nueva Economía en su Tribuna Cataluña. Quiero agradecer al presidente del Foro, José Luis Rodríguez, su amabilidad por haberme invitado a participar y a todos ustedes, de manera muy especial, les agradezco su presencia y su interés. Espero estar a la altura de una Tribuna exigente y crítica, como no podría ser de otro modo, en un momento especialmente complejo para Cataluña y, por eso, para España. Les aseguro que les voy a hablar con toda sinceridad, desde un profundo cariño hacia Cataluña, desde un convencido y renovado afecto a Españade cuyo Gobierno tengo el honor de formar parte desde hace un año- y, no les oculto que también desde una honda preocupación. En todo caso, antes de comenzar quiero dar las gracias a José Manuel Lara por haber tenido la amabilidad de presentarme y por dedicarme palabras de afecto que, sin duda, se explican por la excelente relación de amistad que nos une. Evidentemente yo podría dedicarle a José Manuel Lara palabras de merecido elogio, de reconocimiento y de afecto, pero creo que si lo hiciese me quedaría sin tiempo para trasladarles algunas ideas que creo es oportuno compartir en esta mañana. No obstante, quiero decirles que mucho de lo que hoy quiero transmitirles se refleja en el testimonio de personas como José Manuel Lara, un hombre coherente, sensato, prudente, trabajador y firme en la defensa de que Cataluña y España no son términos antitéticos, sino piezas inseparables y complementarias de una ecuación armoniosa en la que todas las partes ganan cuando suman. Les decía al comienzo que vivimos un momento complejo y creo que es ocioso explicar por qué. Una crisis económica para la que faltan adjetivos calificativos adecuados y un preocupante desapego hacia la actividad política han sido el caldo de cultivo de problemas cada vez más difíciles y de escenarios imposibles que, a mi juicio, bien podrían haberse evitado.
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Pero esta mañana no pretendo presentarles un diagnóstico catastrofista ni tampoco iniciar un debate en el que se imponga la crispación o el pesimismo. Eso no va con mi carácter ni tampoco con mis convicciones. Esta mañana quiero hablarles, ante todo, desde el respeto y, sobre todo, desde el corazón. No quiero enarbolar la bandera las cifras ni caer en el debate recurrente de los argumentos jurídicos pues creo, dijo un jurista alemán, que el Derecho solo tiene preeminencia en la decadencia. Pero sí quiero, en cambio, aprovechar este tiempo impagable que supone compartir un desayuno con todos ustedes para construir mi intervención sobre tres líneas argumentales que les adelanto: 1.
Desmentir las interpretaciones
2.
Expresar los sentimientos
3.
Y explicar las alternativas
Permítanme desarrollar durante los próximos minutos algunas ideas que he tratado de ordenar en los últimos días alrededor de estos tres ejes. En primer lugar, les decía que tengo la intención de desmentir las interpretaciones y me refiero a aquéllas sobre las que se ha sustentado el debate político de las últimas semanas, que giran en torno a una visión maniquea de la Historia, a una artificiosa tergiversación de conceptos jurídicos, sacados de contexto y desvirtuados en su significado o a una irresponsable exaltación mimética de procesos abiertos en otros Estados, obviando las enormes diferencias y exagerando algunas semejanzas. En efecto, nos vemos con frecuencia sumidos en un debate identitario en el que la historia se manipula con demasiada impunidad. El manido argumento del “hecho diferencial”, del que se abusa con frecuencia, no está a la altura de un discurso político serio en el siglo XXI, en el que podríamos hablar de los hechos diferenciales que constituimos más de 40 millones de habitantes.
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Cataluña, le pese a quien le pese, ha sido parte de España incluso antes de ser Cataluña. Lo fue como Hispania Citerior o Provincia Tarraconense, cuando un senador de Tarraco (Tarragona), Lucio Licinio Sura y un cónsul de Itálica (Sevilla), Trajano, se aliaron para formar el que fue considerado el mejor Gobierno de Roma. Lo fue en sus orígenes carolingios como Marca Hispánica y, por supuesto, lo fue más tarde durante su brillante Baja Edad Media, asociada indisolublemente con el Reino de Aragón desde Ramón Berenguer IV para convertirse en una de las potencias comerciales del Mediterráneo. Y fue el humanismo catalán del círculo del Cardenal Margarit y Pau uno de los principales impulsores de la refundación moderna de España, no a través de ninguna conquista, sino por unión voluntaria con Castilla bajo los Reyes Católicos. En el año en que se conmemora el Bicentenario de la Constitución de Cádiz, bueno es recordar que catalán fue el primer presidente de las Cortes liberales, D. Lázaro Dou i Bassols. La experiencia histórica nos demuestra que Cataluña ha vivido tres momentos de máxima tensión centrífuga: 1640, 1705 y 1934. Los tres ponen de manifiesto una perversa alianza del irracionalismo colectivo con una profunda crisis económica y un estado generalizado de baja autoestima. En los tres, el desenlace fue enormemente gravoso para toda España y, sin duda, de manera especial para Cataluña. Estos tres momentos se contraponen en el imaginario histórico a las épocas de mayor esplendor en las que, invariablemente, España y Cataluña han caminado al compás. No quiero caer en una visión reduccionista y, por eso, al desmentir las interpretaciones históricas quiero también poner el acento en lo poco que hemos avanzado cuando la relación entre España y Cataluña se ha basado en la tensión imperativa. La represión no sólo no ha solucionado los problemas, sino que ha contribuido a exacerbarlos. El nacionalismo catalán ha crecido más por los períodos de autocracia de nuestra Historia que por sus propios méritos. Lo que se construye sobre la imposición se derrumba antes o después. Frente a la arrogancia y el dogmatismo: sensibilidad y lealtad mutuas. Y esto vale para unos y para otros, según el momento histórico.
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Explicar la Historia de España en términos de excepcionalidad o anormalidad no conduce a otra cosa que a un gigantesco engaño colectivo. Cataluña y España tienen un pasado, un presente y, sin ninguna duda, un futuro. En este mismo terreno de las interpretaciones aparece el sofisma populista del derecho a decidir, sucedáneo del canto de sirenas del independentismo detrás del cual, por cierto, hay un muchas falsedades y, sobre todo, muchas preguntas sin responder. En efecto, el denominado “derecho de autodeterminación de los pueblos”, origen del más moderno “derecho a decidir” se reconoce exclusivamente por las Naciones Unidas a territorios sometidos a colonización, ya que la Resolución 1514 (XV) aprobada por la Asamblea General el 14 de diciembre de 1960, que desarrolla este principio declara enfáticamente que “Todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas” (apartado 6). La comparación con el Reino Unido y con el referéndum de Escocia es de todo punto equivocada, pues buscar semejanzas entre realidades distintas conduce necesariamente al error. El Reino Unido es un Estado unitario comprendido por cuatro países constituyentes: Escocia, Gales, Inglaterra e Irlanda del Norte y es gobernado por un sistema parlamentario con sede de gobierno en Londres, la capital, pero con tres administraciones nacionales descentralizadas en Edimburgo, Cardiff y Belfast, las capitales de Escocia, Gales e Irlanda del Norte, respectivamente. Lejos de esta realidad, es evidente que España no es una yuxtaposición de territorios ni nace de la voluntad constituyente de varios reinos. Confundir a los ciudadanos es, como mínimo, irresponsable. Forzar la historia de un país en busca de referencias legitimadoras es, desde luego, muy poco serio. Pero es que detrás del recurrente discurso del “derecho a decidir” hay muchas preguntas cuya respuesta se ha ocultado a los catalanes. Permítanme que, con cierto estilo socrático, comparta con ustedes algunas de ellas:
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1. ¿Alguien le ha dicho a los catalanes que la independencia supondría la salida inmediata de la Unión Aduanera y del Mercado Único? 2. ¿Alguien le ha dicho a los catalanes que la independencia significaría, asimismo, la salida del euro? 3. ¿Alguien le ha dicho a los catalanes que la independencia supondría su inmediata salida del territorio Schengen, por lo que para cruzar el Ebro -en coche o en AVE-, tomar el puente aéreo o cruzar los Pirineos necesitarían un visado? 4. ¿Alguien le ha dicho a los catalanes de que en el caso de una independencia unilateral, la Cataluña independiente tendría que someterse a un proceso de adhesión ex novo que requerirá la unanimidad de los Estados miembros? 5. ¿Alguien ha dicho a los catalanes que la independencia –y la consecuente salida de la UE y del euro- deslocalizaría inmediatamente a las grandes multinacionales presentes en Cataluña con el elevadísimo coste en puestos de trabajo y beneficios que ellos supondría? 6. ¿Alguien le ha dicho a los catalanes que casi el 60% de su producción se vende en el resto de España y que la ruptura de la unidad de mercado sería catastrófica para la estructura productiva –desde multinacionales a PYMES- y para el empleo en Cataluña?
7. ¿Alguien le ha dicho a los catalanes cuales serían los costes que se irán acumulando en el tiempo que dure esta transición nacional, debidos a la incertidumbre sobre el resultado final en el ánimo de posibles inversiones? 8. ¿Alguien les ha dicho a los catalanes que deberían hacerse cargo de la parte proporcional de la deuda de la administración del Estado? El 16% de la población española, los catalanes, debería hacerse cargo del 16% de los 617.000 millones de la administración central. 9. ¿Alguien le ha explicado a los catalanes que en una Cataluña independiente las relaciones diplomáticas estarían seriamente marcadas por el aislamiento? Sería un país “no alineado” y tendría una influencia
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natural sobre sus flujos comerciales. Un ejemplo práctico: Cataluña no habría organizado los Juegos Olímpicos Barcelona´92. 10. ¿Por qué nadie ha explicado a los catalanes que aunque se venda más en el exterior, la balanza comercial de Cataluña con el resto del mundo sigue siendo muy negativa y sólo la contribución favorable que aporta el mercado español hace de la economía catalana un "ejemplo de vocación exportadora"? En definitiva, ¿por qué nadie ha explicado a los catalanes que el delirio de la independencia generaría un periodo larguísimo de paro, recesión y depresión económica? Desde una perspectiva económica, la independencia es ruinosa. Y esto ya lo sabían los catalanes inteligentes del siglo XVII, que, al intentarse en Cádiz obligarles a tener consulado propio para comerciar con América, en igual condición que franceses o italianos, escribieron a la Reina que “Tener cónsul en una parte y tierra es por las naciones, que son propiamente naciones, pero no por aquellas que son inmediatas vasallas de una Corona” (Pierre Villard, El fet català, 1983). Creo, ciertamente, que los catalanes tienen derecho a saber a qué precipicio pretenden arrastrarles. Les decía que además de desmentir las interpretaciones pretendo, en esta intervención, expresar algunos sentimientos, pues creo que el momento en que nos encontramos no es épico, sino lírico; no es de razones, sino de afectos; no es de cálculos, sino de emociones. Hoy les habla un diputado por Barcelona nacido en Valladolid y lo hace en catalán, con orgullo y sin complejos. Nunca he sentido el menor reparo en proclamar mi catalanidad y cualquier ataque a Cataluña me ofendería profundamente. De la misma manera que he dedicado mi vida política a defender el progreso y el bienestar de España y de los españoles, tratando de aportar, desde mis convicciones y mis creencias, lo que he considerado útil para la sociedad española. Creo que puedo hablar desde mi propia experiencia al afirmar que querer a Cataluña y a España es ser doblemente rico en afectos: una enorme suerte de la que disfrutamos quienes hemos podido vivir en esta tierra.
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Defender a España desde Cataluña es ganar dos veces. Apostar por la independencia es jugar a la ruleta rusa. Apostar por una Cataluña próspera y solidaria dentro de una España fuerte es, desde mi punto de vista, apostar al caballo ganador. Dejarme seducir por un delirio identitario y creer en la utopía de la secesión sería desmentir toda mi trayectoria personal y política. Ir en contra de lo que me dice mi cabeza y de lo que me dicta mi corazón. Por eso, frente al discurso de la independencia, no presento solo fríos argumentos racionales, sino sentimientos de honda preocupación. Preocupación por las familias divididas, por las amistades rotas y por una gran cantidad de tiempo perdido en plantear soluciones imposibles a problemas inexistentes. No nos dejemos arrastrar por el vendaval de la demagogia populista. Los catalanes no se levantan cada mañana preocupados por la identidad jurídico-política de Cataluña ni se desvelan por la definición de la nación catalana como sujeto constituyente. Lo hacen por el desempleo, las deudas, el fracaso escolar o la inseguridad ciudadana. No se conmueven por ver a los Mossos d’Esquadra como estructuras de Estado, sino por el incremento en un 10,6% de la delincuencia violenta, o en un 14,8% de los robos con violencia e intimidación. Y todos estos problemas tienen una solución más fácil, más rápida y más satisfactoria si se abordan desde la sinergia evidente que supone ser a la vez catalán y español, español y catalán. Extender una cortina de humo sobre la gestión de lo cotidiano invocando permanentemente lo excepcional es un truco demasiado conocido en política. Y abordo ya la tercera parte de mi exposición que, como les dije, tiene por objeto presentar alternativas a la situación que acabo de describir. Las alternativas parten de una convicción y es que las próximas elecciones no son una convocatoria más, sino unas elecciones en mayúsculas, al menos por tres razones esenciales: En primer lugar, no sólo está en juego quién ocupará la Generalitat durante los próximos cuatro años, sino la respuesta al debate rupturista e irresponsable abierto por Artur Mas.
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En segundo lugar, porque está en juego quedar fuera de la Unión Europea y del euro, lo que supone un retroceso de al menos 25 años para Cataluña. En tercer lugar, porque la separación de España tendría consecuencias económicas y consecuencias sociales asociadas a una inevitable división de los catalanes. Si Cataluña se separa no podrá pagar sus pensiones ni los subsidios de paro, el sector agrario perderá ayudas, muchas empresas se marcharán y crecerá el desempleo. Si CiU consigue la mayoría absoluta, si el bloque separatista logra una mayoría de 2/3 (que es la necesaria para reformar el actual Estatuto), se sentirán legitimados para avanzar hacia la independencia de Cataluña. El PP y su candidata, Alicia Sánchez Camacho, no tienen miedo a las urnas ni a llamar a las cosas por su nombre. El que está en contra de la voluntad popular es el que pretende suplantar la libre decisión ejercida por los catalanes, elección tras elección, invocando una irreal contraposición entre la legitimidad de la Ley y la legitimidad del pueblo. Afortunadamente, hace años que descubrimos que en el Estado de Derecho no hay otra legitimidad que la jurídica y que la forma es la hermana gemela de la libertad y la enemiga jurada de la arbitrariedad. En nuestra democracia el Derecho prevalece. Las formas y los procedimientos preservan nuestra libertad. Eso no forma parte de ningún “derecho a decidir”, porque ya lo hemos decidido. Porque, aunque algunos no se enteren, los catalanes llevamos 30 años decidiendo libre y democráticamente. El Partido Popular es la única alternativa sólida contra la deriva independentista de CiU y ERC. El único voto que conjura el separatismo es el voto al PP. La solución no pasa por la independencia ni por la separación sino por gestionar con rigor y eficacia. Ni España es el problema ni la independencia la solución. Y quien crea problemas en lugar de aportar soluciones no merece gobernar a un pueblo, no ahora, ni nunca. Muchas gracias.
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