La celebración. Quince días atrás, el Lucho ha caleado toditas las paredes de adobe y el patio luce barrido y sin yuyos

Mercedes Olmedo, su obra La celebración La casa de Elisea, casi pegada al cerro, es, a esa hora de la tarde, como una mancha gris entre el verde y el

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Mercedes Olmedo, su obra

La celebración La casa de Elisea, casi pegada al cerro, es, a esa hora de la tarde, como una mancha gris entre el verde y el cielo con irizados, lilas y rosados. Un bálsamo de inquietudes y pájaros disputando espacios son la cotidiana rutina del lugar. Lucho va y viene acarreando la leña para encender el fuego. Cuando lo consigue, y la espesa humareda da paso a las llamas amarillas, echa los ramitos de ruda y se detiene a mirar las formas del humo que abrazan el espacio. Se santigua y se sienta sobre un tronco, pensativo, agobiado. Las mujeres, dentro de la casa, trajinan con ollas mientras los perros, expectantes, giran sus ojos que van y vienen esperando un descuido.Ya han lavado las sábanas y cobertores que, doblados y oliendo a sol, esperan sobre el sillón de mimbre. Quince días atrás, el Lucho ha caleado toditas las paredes de adobe y el patio luce barrido y sin yuyos. Desde hace un tiempo, cada atardecer, el movimiento de la casa recomienza y se repite como si en esas horas fuera a suceder algo distinto. Como si todos esperaran el gran acontecimiento. Alguna que otra vieja del lugar se acerca y conversa con las muchachas, espía tras la cortina de cretona a la Elisea y se aleja con ojos de carnero degollado, haciéndose la cruz. En la pieza, la pobre Elisea, como una cosa inútil, pasa sus días en cama, entre los barrotes lustrados y los flecos de la colcha, intentando vanamente adivinar qué pasa allá afuera. Ni siquiera recuerda el tiempo que hace que dejó de refunfuñar y andar por el patio, regar sus plantas y juntar los huevos y retar a las chinitas los sábados, cuando la música que trae el viento las alborota y se las lleva hasta el alba. Pero lo que más rabia le da, son esas mujeres desgraciadas que tanto decían tenerle “fe” y que ahora ni aparecen, como si ninguna hubiera perdido a su hombre o su virtud, y los males de amor y de la sesera se hubieran acabado para siempre. Lo único que le hace dar gracias al cielo, y a la Virgencita, es que lo tiene al Lucho, se repite una y otra vez, maldiciendo el momento que se vino abajo detrás de la escalera, por querer arrancar los últimos higos y la pierna se le partió en dos pedazos, con toditos los huesos saliendo al aire. Entonces fue la Jovina que cayó como por arte de magia y con sus manos diligentes y haciéndola bramar como chivo, le acomodó la osamenta para que “se pegaran”, a su decir, la untó con pomadas y la envolvió con trapos hasta la verija.

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Ahí está ahora, a los cincuenta años, aislada, con esa pierna oscura e hinchada, como un chancho, mirando ese ir y venir de las chinitas y presintiendo que algo raro está pasando en su casa. Lo adivina en los ojos de la María cuando le trae la sopa, aguachentada y desabrida, que a ella se le antoja gusto a “trapo estrujado”, y en lo cariñosas y guapas que se han vuelto la Juana y la Elba, por ese afán de lavar y planchar las sábanas todos los días, y sobre todo en barrer, y en esas paredes blancas como difunto, y en las visitas de la comadre que aparece como por casualidad y ahí se la pasan en la cocina, murmurando y chupando la bombilla. Pero, más que nada, la asusta el Lucho, que ha dejado la gomera y las jaulas y come calladito, y se pasa las horas echado a los pies de la cama mirándola como queriendo decirle el más grande de los secretos, y cuando se anima, la abraza con fuerza y pasa su mano torpe sobre sus cabellos. Entonces la Elisea siente su corazón que late con fuerza y a veces también sobre su cara se deslizan las lágrimas saladas... inexplicables, del único “hombre de casa”. Todas esas cosas la ponen mal. Y más segura está de que algo pasa. Ya no queda en esa pieza, donde está confinada, nada más que explorar. Entrecierra los ojos para abrirlos de golpe, y la cara del marido, finado hace ya diez años, la mira burlona, y ella lo ve ahí, día y noche, acogotado por el cuello duro, con los bigotes rígidos y esos colores chillones, que le inflan los pómulos que de rosados han pasado a amarillo huevo. El marco del retrato, cuajado de rosetas de yeso, es el laberinto tortuoso por donde las moscas van y vienen atraídas por el colorido de las viejas rosas petrificadas. El hombre la espía desde atrás del vidrio turbio y ella piensa que nunca lo sacó de ese lugar por respeto a los hijos, y por seguir los consejos de la Jovina, que le aseguró que era mejor verlo ahí y no que apareciera alguna noche con intenciones de meterse en su cama. La Elisea sabe de memoria cuántos troncos sostienen el lecho e imagina paisajes y animales en las grupas y arrugas de las paredes caleadas, y se detiene en el manto de la Virgen que nadie se ha ocupado de lavar y planchar. ¡Qué no dará ella por levantarse y sacudir el polvo gris que se esconde en los pliegues del manto y juntar flores y limpiar el sebo de las velas y arrodillarse y pedirle que le sane la pierna! A veces, mirando el rinconcito de su virgen, sonríe y recuerda al Lucho, demasiado chico y curioso, espiando por las hendijas de la puerta para ver la desnudez de la imagen, cuando ella, después de persignarse diez veces rezando el Ave María, quitaba sus vestidos para lavarlos. Todo lo hacía de rodillas y envolvía el rosado cuerpo de terracota, con su blanca sábana. Todos los pensamientos se alejan con el sopor que la envuelve, mientras afuera ella sabe que el sol cae sobre los paraísos y desde más allá, las gallinas cloquean y los pájaros cruzan el cielo en fugaz algarabía.

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Cuando se anima, levanta las sábanas y trata de mirar su pierna. Entonces, el miedo la sacude. Una bola deforme y oscura yace sobre la cama. A veces, cree que su corazón ha descendido hasta allá abajo porque está segura de que los latidos que la martirizan, vienen de allí. Ya ni los menjunjes de la Jovina, cada vez que la luna se vuelve flaca como tísica, a decir de sus conocimientos, surten efecto, y eso que lo hace a escondidas del doctorcito ese que ha venido dos veces y que les ha ordenado llevarla al hospital, y si no, se lava las manos, y si no, las pobres chinitas serán “responsables” y hasta les ha dicho ignorantes y hasta ha dicho que de ahí en más, a lo mejor tienen que dejarla con una sola pierna. Es sábado y la Elisea escucha la música que de a ratos trae el viento. Sin duda las estrellas ya están colgando sobre el cerro. -Debo estar loca- piensa Gruesas lágrimas corren por su cara emblanquecida de tanto encierro… ¡qué no daría ella ahora, por tener que retar a sus hijas como otras tantas veces, para que vuelvan temprano y no le dejen sola su alma con el Lucho! Ahora a sabe que están en la cocina, calentando la sopa, aliviadas del baile y la pintura de los labios, sordas a la música que trae el viento y a los silbidos de Juan esperándolas. Antes de dormirse, el tintineo de las cucharas les dice que todo es así como ella piensa…

La despierta el canto de los gallos y la luz que quiere colarse por la pequeña ventana; es temprano, ella lo sabe, como sabe que lejos de allí la gente del pueblo va entrando paso a paso a la iglesia. También quiere llamar, pero no puede. Un eco de voces extrañas viene desde la galería, la luz se niega a entrar y todo está gris. Como entre sueños se siente levantada en vilo, siente que le tocan, la tapan, el gris no la deja ver y la voz se le muere en la garganta. Sabe que ya no está en su cama, no están los horcones, ni la Virgen, ni el retrato... Ha soñado sin duda, pero ha comprendido, ahora la van a curar. Sin embargo, daría cualquier cosa por saber qué sucede en su casa. Presiente, y su corazón le dice, que algo están por celebrar y quieren que ella esté bien... Pero ella está segura de una cosa. La celebración será allá, en su casa, con las plantas y el farol y los nardos. Perfumándolo todo. Lo sabe, porque creyendo que ella dormía, unos días antes que la llevaran allí donde la tienen de puro metidos nomás, y la expulgan y la miran como un bicho raro y la pinchan y está toda llena de tubos y porquerías inútiles, la Elba le midió el cogote, llorando, a lo mejor de arrepentimiento, y habló de puntillas y hasta de seda. Lo sabe porque escuchó la voz del cura murmurando cosas raras y

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hasta habló de lo rápido que pasa el tiempo. La Elisea no puede olvidar ese día que el cura le tomó las manos y le dio un rosario y penitencias, queriendo meterse en su vida, y hasta le perdonó cosas, como si ella tuviera la culpa de que la Elba le haya salido torcida. Bien que se acordó de cuando era chica y los domingos iba a la parroquia nada más que para tomar el chocolate y comer tortitas de anís, aunque tuviera que confesare. Ella está segura de todo lo que piensa en su cama blanca y fría del hospital, para saber las cosas, para conocer el bien y el mal, no necesitó ir a la escuela, ni leer grandes libros... Sumida en sus pensamientos, ve con alegría que sus hijas se acercan a la cama. El pelo de María, muy cerca de su cara, la roza suavemente. Una nebulosa gris que no la abandona, le impide ver los detalles y la voz no tiene fuerzas para preguntar por Lucho. -Vamos a casa mamá- susurra la muchacha. El corazón de Elisea quiere detenerse pero continúa. Un ramalaje de fuerzas y alegrías quiere adentrarse en su cuerpo, pero todo es inútil. Otra vez siente el manipuleo, un último y despiadado pinchazo, el frío en la espalda, y siente el sol dándole en la cara por breves instantes, pero el gris que ve en sus ojos demasiados hinchados, no la deja un solo momento. Todo es como un sueño. A través de una pequeña ventanita de cristal, ve pasar un paisaje de álamos y ráfagas de cielo presumiblemente azul, no necesita que le devuelvan los colores que ahora le niegan. Conoce de memoria el paisaje. Los cerros morunos, hacia donde camina el sol cada atardecer; más allá, sabe de las pequeñas cruces blancas brotando de la diminuta ciudadela rodeada de acacias y llorar de pájaros. El caserío, todo parejito, siempre silencioso, y ese camino blando polvoriento... Otra vez está bajo los troncos del paraíso, otra vez el finado la mira desde el retrato. La Virgen tiene el rostro brillante y parece parpadear cuando la vela tiembla. No sabe porqué se siente bien, en su cama, entre los barrotes de bronce y los flecos de la colcha con olor a sol y a lejía. Quiere rezar, para agradecerle a Dios y pedirle que le arranque ese gris de los ojos; la pierna ya no le duele. Es como si no la tuviera. Sólo siente frío, ese frío que se le ha metido en los huesos y en el alma. Cuando anochece, el viento trae hasta Elisea esa música lejana que se mezcla con las voces extrañas que han estado ahí todo el día. La monotonía del... “Dios te salve” le llega desde la galería y se hace una sola con las manos del cura, con la voz del cura y los ojos del Lucho, que por estar ahí, seguro no ha encendido el fuego allá afuera. Quiere alcanzar la carita morena del muchachito, apagar ese sacudimiento en su cuerpo, acallar sus sollozos, besar las mejillas envejecidas de sus hijas, arrancar las manos intrusas del doctorcito posesionadas en su carne y sus sentimientos, y todo comienza a girar, suave, interminablemente.

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Elisea se balancea, la pequeña cárcel donde estuvo confinada es un remolino, y la arrastra, nada la detiene, ni el alarido del Lucho llamándola, ni la manos de sus hijas, nada... Una paz inmensa, blanda, se adueña de la mujer. El rostro de Lucho y la figura parpadeante de la Virgen, se quedan en sus retinas, fijas, imborrables... Vestida de sedas y puntillas, la Elisea se desliza hasta el patio, los mirlos, a pesar de que es noche cerrada, cantan para ella. Ve guirnaldas y faroles y, desde lejos, llega música. Tenía razón, la celebración sería en su casa. A pesar de todo, siente tristeza.

Las muchachas se han empecinado en vestirse de negro y Lucho no ha encendido el fuego.

Mercedes Olmedo

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