LA COMPAÑÍA DE COMANDOS 601

Alberto N. Manfredi (h) LA COMPAÑÍA DE COMANDOS 601 Como en toda contienda acaecida desde la Segunda Guerra Mundial, en Malvinas los comandos desempe
Author:  Gonzalo Vega Rey

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Sistema operativo, sistemas operativos. Comunes, propios. Agrupamiento mandatos. Caracteres y archivos especiales. Variables de entorno

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Alberto N. Manfredi (h)

LA COMPAÑÍA DE COMANDOS 601 Como en toda contienda acaecida desde la Segunda Guerra Mundial, en Malvinas los comandos desempeñaron un papel decisivo en el conflicto, tanto en uno como en otro bando. Siguiendo el relato que Isidoro Ruiz Moreno hace en su libro Comandos en Acción. El Ejército en Malvinas, del que nos hemos nutrido para redactar este capítulo y los referentes a los comandos argentinos, desde tiempos inmemoriales existieron soldados audaces encargados de ejecutar misiones de alto riesgo tras las líneas enemigas. El primer ejemplo que menciona es el del Caballo de Troya, posiblemente el génesis de las incursiones comando cuando los griegos, dirigidos por el gran Ulises, penetraron en la inexpugnable ciudad del rey Príamo escondidos en el interior de un gigantesco equino de madera, asestando el golpe más espectacular de todos los tiempos. Se trata en realidad de partidas reducidas destinadas a llevar a cabo actos de sabotaje con la intención de desarticular el dispositivo enemigo, obtener información y causar daños en su retaguardia, tendiendo emboscadas audaces, golpes de mano o misiones veloces en territorio adversario. Roma también tuvo sus tropas de elite en la Legión XII “Fulminante”, un equivalente de los actuales paracaidistas, a la que llegó a comandar San Expedito. La XII estaba destinada a misiones especiales, incursionando ahí donde la legión común no podía combatir. La conformaba una tropa heterogénea y muy bien preparada, con efectivos provenientes principalmente de Italia, Galia y España aunque posteriormente se reclutaron muchos elementos en oriente, en especial, Armenia1. Los comandos, tal como los conocemos hoy, datan de la Segunda Guerra Mundial y fueron organizados por Gran Bretaña en 1940. Su primera misión tuvo lugar en la Francia ocupada por los alemanes y la idea fue bien recibida por Churchill. Sus acciones resultaron ser tan efectivas que el mismo Hitler expidió una orden fechada el 10 de octubre de 1942, condenando a muerte a todos los integrantes de esos cuerpos que cayesen prisioneros, por no considerarlos soldados regulares. Los comandos actuaron principalmente en Francia, la península escandinava, Italia, el norte de África y la misma Alemania, en tanto en oriente lo hicieron preferentemente en Birmania y las islas del Pacífico. En 1942 nació el SBS (Special Boat Scuadron) que operó preferentemente sobre el litoral y los ríos interiores de Francia y luego en África. Poco después, el mayor David Stirling de los Guardias Escoceses, fundó el SAS (Special Air Service), integrado exclusivamente por paracaidistas, que incursionó por medio aéreo sobre los territorios ocupados por los nazis. Los alemanes no se quedaron atrás y en base a los comandos británicos constituyeron cuerpos especiales que llevaron a cabo operaciones de alto riesgo, la más espectacular, el rescate de Mussolini en el monte Sasso, operación impecable comandada por el mayor austríaco de las Waffen SS, Otto Skorzeny, en 1943. Después de la gran conflagración, otras naciones como Francia, Italia, España, Rusia y Estados Unidos, organizaron sus tropas de elite. Los norteamericanos crearon los “Rangers”, nombre que también utilizaron los bolivianos para bautizar a los suyos durante la campaña contra el Che Guevara en 1967; Colombia hizo lo propio con el cuerpo de “Lanceros”, Haití con los “Leopardos” y Venezuela con los “Cazadores”. Comandos estadounidenses y británicos actuaron en la guerra de Corea y posteriormente los norteamericanos lo hicieron en Vietnam; los israelíes organizaron los suyos, destacando entre sus principales acciones la infiltración de agentes del Mossad especialmente adiestrados para capturar y secuestrar en la Argentina a Adolf Eichmann

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(1960) a efectos de ser juzgado y ejecutado en Tel Aviv y el espectacular raid de Entebbe, en julio de 1976, que permitió rescatar a los pasajeros de un avión secuestrado en Uganda por terroristas palestinos; durante la guerra del Yom Kippur (1973), sus similares sirios capturaron las alturas del monte Hermón y los alemanes llevaron a cabo una misión similar a Entebbe en Mogadiscio, capital de Somalía, cuando liberaron a los 86 pasajeros de un avión de Lufthansa, en octubre de 1977. En 1980 los norteamericanos intentaron un golpe de mano de similares características para rescatar a los rehenes de su embajada en Irán pero la operación fracasó cuando los dos helicópteros que transportaban a sus efectivos chocaron entre si y se estrellaron en el desierto. Mucho más reciente, la espectacular acción desarrollada por los comandos peruanos del Grupo Chavin de Huantar (abril de 1997) contra una unidad del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) que había ocupado la embajada de Japón en Lima y secuestrado a altos funcionarios de gobierno, volvió a demostrar la importancia de las tropas de elite a la hora de poner en marcha operaciones de alto riesgo. En la Argentina, los cuerpos de tropas especiales surgieron a fines de 1963, después de la Crisis de los Misiles de Cuba, cuando el Ejército comenzó a dictar los primeros cursos de treinta días de duración. Los mismos se intensificaron entre enero y febrero de 1964 y estuvieron integrados principalmente por paracaidistas y subtenientes recién egresados del Colegio Militar. Su primer jefe fue el teniente coronel Leandro Narvaja Luque y su asesor el mayor del ejército norteamericano William Cole, veterano de la guerra de Corea. Las primeras prácticas, según Ruiz Moreno, se llevaron a cabo en el Centro de Instrucción de Infantería, provincia de Córdoba, hasta que en 1966 pasaron a realizarse en la Escuela de Infantería de Buenos Aires, aumentando su duración a cuarenta y cinco días con ejercicios en Campo de Mayo, en las sierras de Córdoba, en Bariloche, en Tartagal (Salta), en las selvas de Misiones y en el Delta del Paraná, donde se complementaban con prácticas de buceo. En 1973, durante la guerra antisubversiva, se incorporaron técnicas de lucha antiguerrillera y se comenzaron a recibir efectivos de países extranjeros, para su adiestramiento, preferentemente de Francia. Los comandos argentinos tuvieron su bautismo de fuego en octubre de 1975, durante el Operativo Independencia en la provincia de Tucumán, cuando el gobierno de la viuda de Perón puso en marcha una gran operación destinada a combatir al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y a las células terroristas que le brindaban su apoyo con el objeto de “liberar” el territorio y obtener reconocimiento internacional. Según relata Ricardo Burzaco en Infierno en el monte tucumano, a mediados de 1975 finalizó el curso de comandos correspondiente a ese año y a instancias de su instructor, el mayor Mohamed Alí Seineldín, se solicitó al Estado Mayor del Ejército finalizar la última etapa de adiestramiento en la zona de operaciones, sobre la sierra del Aconquija, al sudoeste de San Miguel de Tucumán, donde las fuerzas regulares venían combatiendo desde 1974. Concedida la autorización, la Compañía de Comandos 601 recibió la orden de alistamiento y una vez completado, se trasladó hasta en El Palomar para abordar un Hércules C-130 de la Fuerza Aérea y volar al teatro de operaciones. Allí, a poco de su arribo, trocó su uniforme verde oliva por ropa de camuflaje, borceguíes negros y boina verde y se dispuso a entrar en operaciones. Al día siguiente de su llegada, el escuadrón se internó en la espesura iniciando las primeras misiones de combate, en especial, el asalto a los campamentos de la guerrilla en la espesura, emboscadas, relevamientos y exploración avanzada, operando

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principalmente al oeste de Famaillá y reservando los enfrentamientos abiertos a elementos regulares del Ejército, la Gendarmería y la policía. Un antecedente de este tipo de operaciones fueron las entradas que hizo en el monte el comisario Alberto Villar al frente de los Centuriones, en mayo de 1974, escuadrón de elite de la Policía Federal, seguido después por tropas regulares del ejército al mando del general Mario Benjamín Menéndez, que no llegaron a tomar contacto con el enemigo. La preparación de este tipo de unidades tomo cuerpo durante la crisis del Canal de Beagle que estuvo a punto de llevar a la belicosa Argentina de fines de los setenta y principios de los ochenta, a la guerra con Chile. En la oportunidad, fue creado el Equipo Especial Halcón 8 cuyo primer jefe fue el mismo Seineldín, soldado dotado de una mística patriótica y religiosa fuera de lo común. Hijo de padres libaneses radicados en la provincia de Entre Ríos, Seineldín fue criado en la religión drusa y orientado paulatinamente a la católica, que abrazó con fervor cuando dejaba la infancia e iniciaba la adolescencia. Nacido en Concepción del Uruguay el 12 de noviembre de 1933, en 1948 ingresó al Colegio Militar de la Nación del que egresó en 1957 con el grado de subteniente de Infantería. Después de prestar servicios en aquella casa de estudios y en la Escuela de Suboficiales “Sargento Cabral”, fue jefe de una compañía de paracaidistas en la provincia de Catamarca y tiempo después, profesor de la Escuela Superior de Guerra como oficial del Estado Mayor. Después de trabajar en los planes de estudios de la Policía Federal Argentina, organizó los cursos de comandos a los que hemos hecho alusión, tomando parte en los enfrentamientos que tuvieron lugar en la guerra de Tucumán, de los que fue relevado en 1976 por manifestar su apoyo al teniente general Alberto Numa Laplane, comandante en jefe del Ejército. Al producirse el golpe de Estado de 1976, Seineldín era mayor. Sus discrepancias con la cúpula del Proceso de Reorganización Nacional fueron conocidas en su momento pero tratándose de un soldado profesional con experiencia de combate, en 1978, durante la crisis con Chile, se lo envió a la Patagonia, para que se hiciera cargo de los grupos comandos que operarían durante la invasión al vecino país. Superado el conflicto, fue nombrado jefe del Regimiento de Infantería 25, con asiento en Sarmiento, provincia de Chubut y en ese destino lo sorprendió la guerra, siendo convocado para embarcar con su unidad en la Flota de Mar y tomar parte en la Operación Azul, rebautizada por sugerencia suya, Operación Rosario. Su trayectoria está plagada de hechos que permanecen bajo estricto secreto profesional. Se lo ha vinculado, sin fundamentos, con la organización y el adoctrinamiento de la Triple A; se asegura que encabezó el grupo de militares argentinos que tomaron parte en el golpe de estado de Bolivia que derrocó a la presidenta Lidia Gueiler y colocó en el poder al general Luis García Meza; también se ha dicho que organizó los grupos de choque especiales que en 1978 tendrían a su cargo el operativo de seguridad durante el Mundial de Fútbol organizado por la Argentina ese año y que antes de su primer intento carapintada (1988), tuvo a su cargo el adiestramiento de las fuerzas especiales del presidente Manuel Noriega de Panamá. Entre sus principales cualidades, supo transmitir a sus hombres su fe religiosa y su espíritu nacionalista, enseñándoles que la obediencia y el cumplimiento del deber son, prioridad absoluta en el soldado junto al sacrificio y la abnegación. Respetando esa mística y actuando en concordancia con sus ideas, logró que los hombres a su mando

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experimentasen por él una admiración fuera de lo común y que estuviesen a la altura del lema de la unidad: “Dios, Patria o Muerte”. La Armada Argentinas y la Fuerza Aérea tuvieron sus equivalentes en la Agrupación de Buzos Tácticos y los Comandos Anfibios y en el Grupo de Operaciones Especiales respectivamente, en tanto la Prefectura Naval y la Gendarmería organizaron los suyos, a saberse, la Agrupación “Albatros” y el célebre Escuadrón “Alacrán”. Las de la marina de guerra son las fuerzas especiales más antiguas de América Latina, creadas ambas en 1952, durante el gobierno de Perón. Los Buzos Tácticos fueron inspirados en las experiencias estadounidenses e italianas de la Segunda Guerra Mundial y tuvieron su antecedente en los cursos de Buzos Autónomos que comenzaron a dictarse en 1947 por disposición del contraalmirante Jorge Ibarborde. En sus inicios, sus misiones fueron acciones sobre costas y puertos enemigos y la preparación del terreno para el desembarco, con características eminentementes acuáticas. Tuvieron su primer asiento en el buque de desembarco ARA “San Bartolomé” y en la Escuadra Naval del Plata donde montó su sede una segunda agrupación que al fusionarse con la anterior, pasó a la Base Naval de Mar del Plata como dependencia del Comando de Submarinos de la Armada Argentina (desde 1984 forman parte de la Fuerza Conjunta de Desplazamiento Rápido). La Agrupación de Comandos Anfibios (APCA) fue creada como una fuerza de operaciones especiales de la Armada Argentina entrenada para realizar rápidos y precisos reconocimientos y asaltos anfibios, así como también operaciones de acciones directas. Desde el año de su organización pasó a depender de la Compañía de Vigilancia y Seguridad de la Base Naval de Mar del Plata y en 1960 recibió su primer curso de entrenamiento avanzado de reconocimiento anfibio, fuerza aerotransportada, paracaidismo y buzos militares. Esos cursos se intensificaron en 1973, en plena guerra antisubversiva, cuando se incorporó a su entrenamiento la función de comandos adquiriendo, al año siguiente, su denominación actual. El equipo y armamento de los Buzos Tácticos contó siempre con elementos de última tecnología, destacando los fusiles FAL de 7,62 mm, Steyr y M-16 de 5,56; subfusiles Imgran, Uzi y Sterling de 9 mm; ametralladoras MAG de 7,62, Minimi de 5,56 mm, armas de puño, granadas de fusil y explosivo de distintas características. El equipo personal consta de paracaídas MC1, MC5, XL, uniformes para todo tipo de ambientes, GPS portátiles, visores nocturnos y modernos equipos de comunicaciones. Los Buzos Tácticos pueden ser desplegados desde submarinos aunque también están entrenados para ser introducidos por medios aéreos y navales. Cada unidad operativa de buzos tácticos comprende tres grupos operativos de 16 hombres cada uno, con equipo completo y un grupo de sostén logístico. Ambas agrupaciones participaron en el despliegue de fuerzas de Infatería de Marina que se llevó a cabo en Tierra del Fuego en 1978 durante el conflicto del Canal de Beagle, ejecutando numerosas misiones especiales. Por su parte, la Fuerza Aérea Argentina dio origen al Grupo de Operaciones Especiales (GOE), creado en 1979 a poco de finalizada la crisis del Beagle, para realizar operaciones de tipo comando en profundidad, más allá las líneas enemigas y servir de apoyo a las misiones aéreas basándose exclusivamente en el exhaustivo y riguroso entrenamiento de sus cuadros, especialistas en paracaidismo, buceo táctico, tiro y resistencia física que los hace extremadamente aptos para llevar a cabo difíciles incursiones en las líneas enemigas, con pequeños grupos de hombres (se los solía llamar

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“los come vidrio” por sus costumbres de disfrutar del peligro, las privaciones y todo lo que fuera privaciones físicas). Su participación en la Operación Rosario ha sido narrada por el entonces primer teniente Eduardo Spadano. Siguiendo su relato hemos sabido que cuatro días antes de la invasión, una febril actividad despertó a los miembros del GOE en su base de José C. Paz (VII Brigada Aérea), evidencia de que algo fuera de lo común estaba aconteciendo. En una sala próxima al Casino de Oficiales había una mesa con la maqueta de una pista que se extendía sobre una península, rodeada de costas agrestes y agua que llamó la atención de muchos oficiales. Cuando alguien preguntó de qué se trataba aquello, nadie le respondió. Sin embargo, poco después, el jefe del GOE, vicecomodoro Esteban Luis Correa, reunió a sus hombres y les dijo que todo ese despliegue no era un ejercicio sino una verdadera operación de guerra. Se ordenó el acuartelamiento y poco después se le informó a la tropa que se iban a invadir los archipiélagos australes y que la orden de alistamiento era inminente. Asombro, emoción, incertidumbre, orgullo y confusión fueron algunas de las sensaciones que experimentaron los cuadros. Sin embargo, a las 21.00 de ese mismo día, la misión se suspendió, dando lugar a la consabida desazón. Sin embargo, al día siguiente por la mañana, la movilización volvió a ponerse en marcha y los efectivos iniciaron su febril actividad. La noche del 31 de marzo las tropas marcharon en hilera hasta el vehículo que los iba a conducir a la Base de El Palomar, cargando su armamento y equipo, todo bajo la triste mirada de aquellos que no habían sido seleccionados para participar en la operación. En momentos de partir, alguien gritó “¡Fuerza GOE, con todo!”, y eso les elevó los ánimos todavía más. El camión cubrió el trayecto de José C. Paz hasta la base aérea en menos de media hora y una vez allí, los hombres echaron pie a tierra para abordar el avión que los conduciría hasta la base de redespliegue en Comodoro Rivadavia. Llegaron después de dos horas de vuelo y a las 04.00 del 1 de abril abordaron el Hércules C-130 matrícula TC-68 en el que viajarían hasta el teatro de operaciones. La gente del GOE partió rumbo a Malvinas a las 05.15, iniciando un viaje silencioso que duró poco más de una hora. Junto a ellos embarcó el Estado Mayor del Componente Aéreo del Teatro de Operaciones Malvinas (EMCATO), un Elemento Control Transporte Aéreo y el material para establecer una terminal de cargas en la nueva unidad aérea de combate. Se iniciaba de ese modo, la ejecución de la fase Asalto de la Orden de Operaciones Aries 82. El Hércules, piloteado por el comodoro Carlos Julio Beltramone, se mantuvo en vuelo durante una hora, orbitando al este de Puerto Stanley, mientras se combatía y la gente de Seineldín trabajaba afanosamente para despejarla. Finalmente, a las 08.45, comenzaron a descender. Mientras lo hacían, una voz gruesa se dejó oír repentinamente por los parlantes del avión. -¡No podemos aterrizar; se está combatiendo en el Aeropuerto, no han encendido las balizas; hay una ametralladora 12,7 de ellos en la cabecera de pista! Inmediatamente después, la misma voz volvió a decir:

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-¡Atentos que ahí vamos! ¡Tomar los dispositivos de combate, suboficial Barros, cubra puerta derecha, suboficial Martínez la izquierda! El avión se iba aproximando a la pista mientras abajo las trazadoras cruzaban en todas direcciones. Al tocar tierra, los efectivos sintieron una leve sacudida y casi al mismo tiempo el ruido de los motores durante la maniobra de frenado. -¡Abrir puertas y bajar plataforma! – volvió a decir la voz a través del parlante- ¡Atentos con la ametralladora de la cabecera! ¡Preparado el GOE para el asalto, se está combatiendo duro! El teniente Eduardo Spadano, ubicado en el noveno lugar de la hilera que se disponía a descender, apretaba con fuerza su fusil esperando con ansias que las compuertas se abrieran y toda la unidad saltase a tierra. Al frente se encontraba su jefe, el capitán Luis Darío Castagnari e inmediatamente detrás su segundo, el primer teniente Salvador Ozán con el resto de la agrupación, todos ellos tensos y nervioso, con la boca seca y los músculos rígidos. Cuando el gigantesco avión carreteaba sobre la carpeta asfáltica, muchos recordaron el día de su primer salto en paracaídas y otros, alguna de las tantas películas bélicas que habían visto en su vida. Con las turbinas haciendo vibrar el avión con una fuerza de mil demonios, la compuerta trasera se abrió y los comandos saltaron a tierra, precedidos por su jefe. -¡¡A tierra GOE!! Los efectivos abandonaron la aeronave y echaron a correr hacia delante, entre explosiones de morteros y las ráfagas de metralla. Inmediatamente después se dispersaron por el terreno y amparados por la obscuridad que lentamente iba dejando paso a las primeras luces, buscaron cobertura y comenzaron a disparar. El tiroteo duró poco porque los Royal Marines se replegaron en dirección a la Casa de Gobierno y eso le permitió al GOE abandonar sus posiciones y junto a los comandos anfibios y el Regimiento de Infantería 25, efectuar un exhaustivo examen del terreno en busca de trampas cazabobos. Cuando todo hubo terminado, se les ordenó formar y poco después se encaminaron hacia un hangar, detrás de la usina, que a partir de ese momento se convirtió en su cuartel. Habiendo cumplido su misión, el 3 de abril la unidad debía regresar al continente pero una contraorden llegada desde el comando, la mantuvo en el teatro de operaciones. Durante todo ese mes, el grupo colaboró activamente con la seguridad y la actividad de la BAM “Malvinas”, cavando trincheras, construyendo puestos de guardia y refugios, preparando sistemas de trampas con explosivos e instruyendo al personal que se desempeñaba en el aeropuerto en labores técnicas y logísticas. Además, debieron llevar a cabo tareas inusuales como aquella de liberar la hélice del “Río Cincel”, que se había enredado en la cadena del ancla del pesquero polaco “Goplo”, según se ha referido en páginas anteriores y otras del mismo tenor En apoyo a las operaciones aéreas el GOE llevó a cabo tareas de balizamiento y seguridad de vuelo en la pista del aeropuerto, que facilitaron notablemente la misión de los aviones de transporte que mantenían activo el puente aéreo entre las islas y el continente, en especial después de que la misma fuera dañada.

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Consciente de la experiencia y el profesionalismo de los integrantes de la agrupación, el alto mando les asignó la responsabilidad de instruir a los soldados, levantarles el ánimo y mantenerlo en alto para el momento del combate. En la madrugada del día 29 de abril (04.00 hora argentina), una ráfaga de ametralladora perforó las chapas del hangar donde se alojaban los cuadros. Los hombres del GOE se incorporaron sobresaltados y al ganar el exterior rodearon los tambores de combustible que se hallaban apilados cerca, descubriendo que detrás de ellos se hallaba agazapado un joven conscripto. Debido al error de un centinela, el soldado casi abate a uno de los comandos que en esos momentos montaba vigilancia, que salvó su vida al arrojarse al suelo (los disparos pasaron a milímetros de su cabeza). El GOE tuvo su bautismo de fuego en la madrugada del 1 de mayo, cuando una bomba cayó exactamente detrás del hangar que ocupaba y otra pegó junto al vivac de la IX Brigada Aérea, causando muertos y heridos. A las 07.30 (10.30Z) otros dos Sea Harrier llegaron por el norte y le dieron a un segundo hangar, próximo a la planta de combustible3. La Agrupación “Albatros”, fuerza de elite de la Prefectura Naval tuvo su primer antecedente en 1970 con la creación de la Compañía de Control de Disturbios, dependiente de la Escuela de Suboficiales “Coronel Martín Jacobo Thompson”. La unidad se emancipó el 25 de febrero de 1975 adoptando la denominación Agrupación “Albatros” que en su faz operativa pasó a depender del director de Operaciones de la Prefectura Naval Argentina. Su organización y equipamiento la convirtieron en un elemento operativo, ágil, flexible y capacitado para actuar en tareas preventivas y represivas de características policiales, especialmente en zonas que requiriesen la utilización de personal y equipamiento para operar en el agua. Si bien la unidad no fue desplegada a la zona de operaciones, cinco de sus integrantes, los cabos primeros Carlos Raúl Vallejos, Jorge Omar Cárdenas, Miguel Ángel Taborda, Julio Argentina Vargas y Sergio Omar Matassa, fueron enviados al archipiélago como componentes del grupo terrestre. Por su parte, la Gendarmería Nacional se apresuró a organizar su propio grupo de operaciones especiales que en 1982, con motivo del estallido de la guerra, pasó a Malvinas bajon la denominación Escuadrón “Alacrán”, destinado a prestar apoyo a las compañías de comandos del Ejército Argentino. Para las tropas de elite argentinas no existían mejores camaradas que sus pares sudafricanos con quienes mantenían una estrecha amistad y efectuaban numerosas prácticas y entrenamientos conjuntos. Conocida ha sido la amistad entre ambas naciones y el apoyo que el gobierno de ese país brindó a la Argentina durante el conflicto; tanto fue así, que a poco de haber estallado la guerra, uno de esos comandos se ofreció como voluntario, solicitando a Buenos Aires su traslado inmediato al teatro de operaciones (se trataba de un veterano combatiente de Angola y Namibia). La mañana del 2 de abril, cuando aún no había amanecido, el mayor Mario Castagneto fue despertado por los insistentes golpes que daba en la puerta de su habitación, en Campo de Mayo, un emocionado suboficial. Cuando se incorporó, no imaginaba lo que le estaban por comunicar. -¡Despiértese, mi mayor; no se imagina lo que ha sucedido!

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Sobresaltado, Castagneto abrió la puerta y al preguntar que estaba ocurriendo, se enteró que las Malvinas habían sido recuperadas. Casi le salta el corazón de la alegría. No lejos de allí, los tenientes Juan Eduardo Elmiger y Fernando Alonso, escuchaban por la radio del automóvil en el que viajaban, lo que había ocurrido. El primero, que iba al volante, comenzó a hacer sonar la bocina. En Campo de Mayo reinaba la euforia. Castagneto era uno de los más alegres pero, al igual que muchos de sus compañeros, sentía una profunda sensación de tristeza porque consideraba que tanto él como sus hombres, debían haber tomado parte en la operación. Para eso eran comandos y para tal fin se habían entrenado durante tanto tiempo. Pero la sensación de frustración se mitigó en parte al saber que su antiguo jefe e instructor, el teniente coronel Mohamed Alí Seineldín, había jugando un rol destacado en la invasión. Lo que todavía ignoraba era que para las operaciones especiales habían sido seleccionados sus colegas de la Armada, los buzos tácticos, cuyo desempeño en el operativo fue impecablemente. A partir de ese momento, tuvieron lugar una serie de ajetreos que modificaron los planes de las diferentes unidades militares. Por empezar, las pruebas de salto en paracaídas programadas para esa fecha quedaron suspendidas y al medio día llegó la noticia de que la Compañía de Comandos 601 debía iniciar su alistamiento. Los primeros en ser convocados fueron los cuadros militares y profesionales, todos ellos oficiales y suboficiales que prestaban servicios en otras dependencias de la Escuela de Infantería y algo más tarde se hizo lo propio con quienes se desempeñaban en destinos más alejados. En los días siguientes, comenzó un duro programa de entrenamiento con marchas de hasta dos horas a través de 14 kilómetros, salto de vallas, escalamiento de obstáculos y clases de defensa personal. Se practicó también con armamento liviano, ametralladoras MAG, morteros y explosivos, al tiempo que Castagneto comenzaba a organizar su plana mayor, distribuyendo las correspondientes tareas de operaciones, inteligencia, comunicaciones, logística y personal entre sus subalternos. El capitán Jorge Eduardo Jándula y el teniente Marcelo Alejandro Anadón fueron los encargados de explicar sobre los mapas y cartas geográficas las características de las islas, su orografía, sus accidentes costeros, su hidrografía y, sobre todo, sus condiciones climáticas, contra las que se debería combatir también. Pese a la celeridad de los preparativos, la orden de traslado no llegaba y eso daba lugar a diversas especulaciones sobre otros destinos, el más mencionado, la frontera con Chile. Integrarían la plana mayor de la Compañía su jefe, el mayor Mario Castagneto, oficial de alta graduación nacido en La Rioja aunque de familia santafecina (se hallaba emparentada con el recordado dirigente Dr. Enrique M. Mosca, de quien era sobrino nieto por vía materna). Castagneto había egresado del Colegio Militar de la Nación en 1966, con el grado de subteniente, destacando por su concepto y puntaje sobresaliente. Poco después inició los cursos de paracaidista y aviador de Ejército, que una vez finalizados, completó con los de comando. El segundo jefe de la Compañía era el capitán Rubén Figueroa, oriundo de Santiago del Estero. Su familia, de humildes orígenes, estaba compuesta por seis hermanos de los cuales dos eran sacerdotes. A los 13 años, finalizado el ciclo primario y cuando integraba la agrupación scout de su provincia natal, ingresó en el Liceo Militar “General Paz” de Córdoba del que egresó como subteniente de reserva. El capitán Jorge Jándula, oficial de Inteligencia, había nacido en Salta en 1946 y pertenecía a una familia con tradición militar y cierta actuación política en las décadas

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anteriores. Cuando de niño manifestó su deseo de incorporarse a la Fuerza Aérea, su madre, temerosa, le escondió la solicitud por lo que se inscribió en el Ejército, donde habría de destacar por su carácter impulsivo, nervioso y fuerte. El capitán Jorge Ramón Negretti, por el contrario, era un individuo tranquilo, responsable y cordial. Nacido en Formosa en 1951, había egresado del Liceo Militar “General Belgrano” de la ciudad de Santa Fe y tendría a su cargo la provisión de raciones de combate. El capitán Ricardo Frecha, por su parte, era hijo de un coronel retirado y tenía un hermano en Malvinas formando parte del grupo de oficiales del Regimiento de Infantería 3. Nacido en la ciudad de Buenos Aires en 1950 y era conocido por su amplia cultura y por su habilidad para el dibujo, de ahí que el mayor Castagneto, le haya encomendado la confección de mapas y bosquejos, extremadamente necesarios a la hora de reconocer el terreno. El capitán médico Pablo Llanos, oriundo de la ciudad de Córdoba, era hijo de un médico de la Fuerza Aérea y además de buen soldado, tenía bien ganado su reconocimiento como profesional y médico competente. Castagneto esperaba ansiosamente que el gobernador militar de las islas, general Mario Benjamín Menéndez, lo llamara para presentarse el mismo día de su asunción (7 de abril), pero eso no sucedió. A quien sí convocaron fue al capitán Frecha a través de un telegrama fechado el día 17, en el que se le ordenaba presentarse en Puerto Argentino a la mayor brevedad posible. Fue uno de los momentos más felices de su vida ya que el aviso coincidió con el día de su cumpleaños y eso hizo que la sensación de orgullo y alegría fuera doble. Frecha voló a Malvinas el 20 de abril y una vez en las islas, se lo asignó a la X Brigada de Infantería para desempeñar funciones de asesor en materia de misiles antiaéreos. En el continente, mientras tanto, Castagneto y los suyos seguían impacientes, preguntándose cuando les llegaría la tan esperada orden de pasar al archipiélago. La sensación de frustración comenzó a invadir el espíritu los comandos por resultarles incomprensible que no se los tuviera en cuenta en una guerra para la que se habían preparado toda la vida. Fue por esa razón que decidieron apersonarse en el Estado Mayor General del Ejército a efectos de apresurar los acontecimientos. Castagneto y Figueroa expusieron sus planes ante la Jefatura III y el 20 de abril el general Vaquero dispuso el despliegue de la Compañía hacia el sur, paso previo al teatro de operaciones. Sin embargo, una decisión de último momento vino a empañar la alegría en lugar de mandarlos al archipiélago se los enviaría a controlar la frontera con Chile. La gente de Castagneto protestó indignada porque sabía perfectamente que con los chilenos no iba a suceder nada porque, dada su naturaleza, jamás iban a atacar y que, por consiguiente, iban a estar allí perdiendo el tiempo, sin entrar en acción. Pese a ello, el alto mando dio instrucciones de que la Compañía de Comandos 601 enviase una avanzada de reconocimiento para explorar el terreno y efectuar un pormenorizado estudio de las posiciones que debía ocupar. Para ello, Castagneto planeó un recorrido que incluía las localidades de Comodoro Rivadavia, Río Gallegos, la frontera con Chile y si le quedaba tiempo, Puerto Argentino, que fue aprobado por la superioridad. Para encarar esa misión, el jefe de la Compañía seleccionó a los capitanes Figueroa y Jándula y al efectivo más joven de la unidad, el teniente Anadón, de 24 años de edad,

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quien estaría a cargo de las comunicaciones. Anadón era tucumano y como muchos de sus compañeros, también pertenecía a una familia de militares. Por su parte, el capitán Negretti quedaría en Buenos Aires, a cargo de la Compañía, listo para “saltar” al archipiélago en cuanto se emitiese la orden. La avanzada de la Compañía de Comandos 601 partió el 24 de abril dispuesta a hacer una trampa. Los cuatro efectivos mencionados pasarían directamente a Malvinas y una vez allí, intentarían convencer al gobernador de la necesidad de trasladar a toda la unidad para tenerla preparada en caso de que se reiniciasen las hostilidades. En el aeropuerto militar de El Palomar, Castagneto y sus hombres esperaron todo el día a que uno de los aviones que despegaban desde allí con destino al archipiélago dispusiese de cuatro plazas para ellos, pero como no pudieron abordar ninguno se encaminaron al Aeroparque Metropolitano “Jorge Newbery” para ver si tenían mejor suerte. Llegaron vistiendo uniforme de camuflaje, portando sus armas automáticas y cargando sus mochilas, lo que llamó la atención de pasajeros y personal de la estación aérea, sin embargo, para no alarmar a los civiles que esperaba abordar los aviones comerciales, se los alojó provisoriamente en el salón VIP desde donde, al cabo de una hora, se los condujo en automóvil hasta un Boeing 727 que partía hacia Comodoro Rivadavia. Cuando abordaron la aeronave, el pasaje los recibió con aplausos, cosa que los sorprendió y satisfizo profundamente. Llegaron a la capital de Chubut a las 18.30 cuando el Regimiento de Infantería 12 iniciaba el cruce a las islas después de su largo peregrinar. En la estación aérea patagónica pudieron notar que todos los aviones estaban ocupados por lo que recién después de dos horas consiguieron abordar un Fokker F-27 que partía hacia Puerto Argentino llevando equipos y personal. Aterrizaron a las 21.10, después de un vuelo sin contratiempos y lo primero que sintieron al pisar el teatro de operaciones fue una sensación de profunda emoción que alcanzó su punto más alto cuando el capitán Jándula se inclinó, besó el suelo malvinense y se persignó. Ese mismo día el mayor Castagneto día debía contraer matrimonio en la lejana Salta. Los cuatro comandos abordaron un camión del Ejército y por ese medio llegaron a la capital. Una vez allí, se presentaron a las autoridades e inmediatamente después fueron alojados en los altillos de Moody Brook, donde funcionaba el puesto de mando de la X Brigada. Allí se encontraron con el capitán Frecha y con numerosos oficiales de aspecto desalineado y barbas crecidas que, llegados de la primera línea, se hallaban en el lugar para reforzar las defensas de la población. Había una gran sensación de desorganización y sobre todo, un preocupante desconocimiento de lo que había que hacer ya que el dispositivo de defensa aún no se había completado y para peor, se ignoraba la verdadera capacidad del enemigo que se aproximaba. Al día siguiente, los británicos atacaron Grytviken y recuperaron las Georgias, noticia que cayó como una bomba entre las tropas apostadas en Malvinas y en la población que seguía expectante los acontecimientos. Los comandos se levantaron temprano, cuando aún era de noche y se dedicaron a recorrer la ciudad. El general Menéndez recién los recibió a las 11.00 y cuando lo hizo, los trató con mucha cordialidad porque al haberse desempeñado en Tucumán durante el Operativo Independencia, sabía de aquellas tropas. Fue entonces que el mayor Castagneto le solicitó la orden de traslado de toda la Compañía, pedido que apoyó incondicionalmente el secretario del gobernador, mayor Carlos Doglioli que compartía con los recién llegados su preocupación por la excesiva libertad que se les daba a los kelpers. Mencionaron el riesgo que ello significaba dada la

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posibilidad de que estuvieran realizando tareas de inteligencia y por esa razón, recomendaron limitar esa libertad y efectuar un censo de la población civil. Utilizando una carta geográfica, Castagneto y sus hombres explicaron como la situación se iba a ir complicando paulatinamente, convenciendo a Menéndez de trasladar a toda la Compañía para utilizarla en misiones de exploración. En vista de la situación imperante y dado que los aviones Pucará, Aermacchi y Mentor más los helicópteros destacados en misiones de observación no habían recogido información concluyente, se decidió emplear a los comandos como reserva aeromóvil decisiva. Finalmente, se cursó al Estado Mayor General del Ejército la orden para el traslado del total de la unidad y de ese modo, se puso en marcha su movilización junto con instrucciones de Castagneto destinadas a sus oficiales, a quienes les encargaba tomar contacto con sus respectivas especialidades. Hubo mucho regocijo en Campo de Mayo donde sus hombres aguardaban impacientes la orden. El domingo por la mañana, el teniente Anadón fue a escuchar misa en la iglesia católica malvinense de Santa María, necesitado como estaba de apoyo espiritual. La feligresía kelper se sobresaltó al verlo ingresar con su puñal y solicitó al cura párroco interceder para que se lo quitase. En vista de todos los presentes el sacerdote le pidió al comando que dejase el arma fuera pero el argentino se negó terminantemente y entró igual. Mientras tanto, en Campo de Mayo, el resto de la Compañía se disponía a pasar al Teatro de Operaciones, alistando el material necesario para la campaña de invierno, a saberse, camisetas, uniformes de camuflaje, borceguíes, pasamontañas, máscaras antigases, mochilas y cascos. El armamento de la unidad consistía en fusiles FAL con culata rebatible de cinco cargas cada uno, pistolas Browning 9 mm de trece tiros, ametralladoras Sterling, fusiles M-16 de 5,56 mm, ametralladoras Manlincher 7,62 con mira telescópica, dos ametralladoras MAG 7,62 de 600 y 800 disparos y 11 kilogramos de peso, morteros de 60 mm de 1000 metros de alcance para transportar al hombro, lanzacohetes Instalaza de origen español de 88,9 mm, proyectiles antitanque PAF y antipersonales PDEF, además de municiones y puñales. Isidoro Ruiz Moreno se refiere a un hecho desconcertante que tuvo por protagonista al teniente primero Leopoldo Quintana. El oficial viajaba en su automóvil, rumbo a la Escuela de Infantería, cuando cerca de la media noche pasó por la puerta de la discoteca “New York City”, en el centro de Buenos Aires y vio a la gente totalmente despreocupada, pensando solamente en divertirse y pasar un buen momento riendo y luciendo su indumentaria, sin importarles en lo mas mínimo que en el sur, individuos que pasaban frío, hambre y diversas privaciones se aprestaban a luchar y morir por ellos, enfrentando a una de las naciones más poderosas del mundo. Escenas similares se repetían en otros puntos de la capital y en las principales ciudades del interior, no así en la Patagonia, más allá de Bahía Blanca, donde la población vivía compenetrada de lo que sucedía. Y es que a esa altura de los acontecimientos, pasada la euforia inicial, el país parecía dividirse en dos; una parte al norte de la mencionada ciudad, viviendo la guerra como algo lejano y ajeno al trajín cotidiano y otra al sur, muy comprometida, tomándola como algo grave e importante, con continuos alertas, apagones, simulacros de evacuación y la permanente sensación de que en cualquier momento iba a suceder algo. ¿Cómo podía la gente desinteresarse tanto? ¿Cómo podía concurrir a bailes, estadios, cines y lugares de esparcimiento cuando miles de compatriotas se preparaban para afrontar momentos tremendos como la lucha cuerpo a cuerpo, los bombardeos aéreos, el

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cañoneo naval, el frío polar, las heladas, el hambre y el temor, sabiendo que era muy posible morir de manera espantosa o quedar mutilados? Ese era el pueblo argentino y esa sigue siendo su idiosincrasia. Tanto machacar con que para los británicos aquella era una guerra colonial y un problema distante y la gente de Buenos Aires, como la de las principales ciudades del interior vivía el problema de la misma manera. A las 02.00 horas del 26 de abril finalizó el alistamiento. Los comandos se trasladaron al aeropuerto militar de El Palomar y a bordo de un Hércules C-130 de los que a diario desafiaban el bloqueo, se dispusieron a efectuar el cruce a las islas. En momentos que los efectivos abordaban el avión cargando armas y mochilas, un sacerdote que se encontraba allí, recién llegado de Puerto Argentino, les entregó varios rosarios y escapularios que fueron muy bien recibidos. El Hércules hizo una breve escala en Villa Reynolds, asiento del Grupo 5 de Caza, para cargar una turbina de avión con destino al archipiélago y luego siguió rumbo a Comodoro Rivadavia, donde aterrizó en plena noche, en medio de una tormenta feroz. Como se ha dicho, en la principal ciudad de Chubut el ambiente era muy diferente al de Buenos Aires. Los comandos pasaron la noche en el hall del aeropuerto, metidos en sus bolsas de dormir después de descargar ellos mismos todo el equipo, tarea extenuante que les llevó desde las 22.00 hasta las 02.00 del día siguiente. Se levantaron a las 10.00 para abordar nuevamente el Hércules y después de un vuelo de dos horas a través de un cielo límpido y despejado, alcanzaron a divisar las primeras islas del archipiélago. El teniente primero Alonso se encontraba en la cabina del avión cuando las mismas asomaron en el horizonte; al verlas, sintió un escalofrío que le recorría el cuerpo pues la vista le hizo tomar conciencia de que tanto él como su unidad comenzaban a hacer historia. Tras un aterrizaje normal, el Hércules rodó varios metros por la carpeta asfáltica y al llegar a su cabecera abrió la rampa trasera por la cual comenzaron a descender los hombres de Castagneto. Igual que a su jefe, los sorprendió el desorden y la desorganización que imperaban en el lugar; se veían cajas amontonadas por todas partes y hombres yendo y viniendo sin saber bien que debían hacer. Los comandos se reencontraron con viejos camaradas de los regimientos de Infantería 4 y 25, entre ellos, el teniente coronel Seineldín, a quien saludaron efusivamente y le manifestaron que estaban prontos a marchar hacia el monte Wall. Acto seguido, procedieron a cargar su equipo en dos camiones requisados pero una discusión con los conductores, que argumentaban tener órdenes de trasladar inmediatamente material de comunicaciones a diferentes sectores, obligó la presencia de un coronel. Mientras los choferes esperaban que se resolviese la situación, apareció un soldado al volante de un Unimog al que obligaron a detener exigiéndole que los condujese sin demoras al centro de la ciudad. Según cuenta Ruiz Moreno, desde una de las cocinas de campaña un cocinero les ofreció comida, oferta que aceptaron todos por el consejo del teniente primero José M. Duarte, pues en tiempos de guerra es difícil saber cuando será la próxima vez que se presente esa oportunidad. Así pasaron junto al RI4 que marchaba a pie hacia sus posiciones y una hora después se alojaron en el gimnasio contiguo a la iglesia católica, donde se hallaba apostada una batería antiaérea y tenía su puesto de mando la Policía Militar. El remanente de la unidad se estableció en el Centro Cívico (Town Hall) donde funcionaban el puesto de mando de la III Brigada y el correo y allí fue donde monseñor

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Piccinalli bendijo la bandera de la Compañía después de misa, ceremonia que fue filmada para la TV. En la oportunidad, el mayor Castagneto designó abanderado al teniente Marcelo Anadón, por ser el oficial más joven y como escoltas al sargento primero Ramón Vergara y al cabo primero Héctor Coronel. Los comandos dedicaron los primeros días para aclimatarse al lugar y familiarizarse con el terreno, efectuando largas recorridas por la población y sus alrededores. El general Menéndez, les asignó entonces funciones de policía militar, tareas que desempeñarían de manera impecable. Cumpliendo esa misión, llevaron a cabo detenciones e interrogatorios, requisas e inspecciones y pese a que la Compañía había sido asignada a la III Brigada, al mando del general Parada, su libertad fue total y sus movimientos, completamente independientes. Para ello dividieron la ciudad en tres secciones, destinando una patrulla para cada una de ellas. Durante los interrogatorios, el doctor Llanos hizo las veces de intérprete, notándose que los kelpers respondían a todo sin poner ningún tipo de traba. La primera misión de importancia que se le encomendó a la Compañía fue desactivar el faro de la península de Freycinet (30 de abril), desde donde se podía orientar a los aviones y las embarcaciones enemigas. Al parecer, según algunas versiones, el mismo era utilizado con esa finalidad en horas de la noche y por esa razón había que dejarlo inoperable. Para esa tarea, el mayor Castagneto desplegó tres secciones asignando a la que comandaba el teniente primero José Martiniano Duarte destruir el objetivo, efectuar exploración costera desde el aire, previo reconocimiento del establecimiento Estancia House y montar una emboscada en las tierras de Green Match donde se presumía, habían desembarcado comandos ingleses. Integraban esa sección el teniente Fernando Isidro Alonso como jefe del grupo de asalto y el capitán José Ramón Negretti como oficial de logística. La segunda sección, al mando del teniente primero Sergio Fernández, debía dirigirse al noroeste para reconocer el sector norte de la Gran Malvina, la Isla Borbón y la Isla de los Remolinos y la tercera, encabezada por el teniente primero Daniel González Deibe, marcharía hacia el sudoeste para explorar el poblado de Fitz Roy y sus alrededores. La sección del teniente primero Duarte abordó un helicóptero Bell UH-1H y a las 10.00 partió hacia su destino, sobrevolando en el trayecto lo que alguna vez fue Puerto Saint Louis o Puerto Soledad, poblado fundado por los franceses en 1764 y ocupado por los españoles seis años después. Tras mantenerse estáticos sobre las ruinas unos minutos, la máquina siguió vuelo sobre las costas adyacentes, haciendo reconocimiento, mientras el grupo de Ingenieros colocaba minas. Un trecho más adelante, distinguieron la silueta del faro y diez minutos después, se posaron en sus inmediaciones, después de corroborar que la zona se hallaba despejada. Los comandos saltaron a tierra y comenzaron a caminar hacia la torre, notando que el faro funcionaba pero que efectivos del RI4 le habían quitado la batería. Se hallaban todos concentrados en sus tareas, inspeccionando el edificio y reconociendo sus alrededores cuando a uno de los efectivos se le escapó un disparo. Pensando que estaban siendo atacados, sus compañeros se arrojaron a tierra pero para su alivio, la cosa no pasó de un susto que motivaría luego, más de una broma. Finalizada la labor, los comandos abordaron nuevamente el helicóptero y partieron hacia Estancia House, aterrizando dentro de su predio después de varios minutos de vuelo. El lugar era un típico establecimiento rural malvinense compuesto por varias

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edificaciones, a saberse, la vivienda principal habitada por una familia kelper y tres o cuatro galpones, además de los corrales, bebederos y otras instalaciones. Cuando la aeronave se posó, había algunos hombres trabajando en el campo. Los comandos se les acercaron cautelosamente y tras comprobar que no había tropas enemigas, reunieron a los pastores y procedieron a interrogarlos. Los kelpers respondieron todas las preguntas y permanecieron quietos mientras los soldados revisaban la propiedad. Encontraron municiones y ropa de combate pero se trataba de prendas y balas que los marines proveían a los civiles en tiempos de paz, para su entrenamiento militar. Antes de partir, el teniente primero Duarte ordenó incautar las municiones y luego abordaron el helicóptero para volar hacia Green Match, un sector de terreno blando, húmedo y esponjoso donde aterrizaron a las 14.00. Los comandos saltaron a tierra y echaron a andar. El sargento primero Ángel Armando Soria, un hombre alto y corpulento, no parecía tener dificultades para desplazarse por la turba pese a que llevaba sobre sus hombros la pesada ametralladora MAG. Por el contrario, el suboficial que trasportaba las municiones debió ser asistido por el teniente primero Leopoldo Quintana porque al hundir sus pies en el suelo cenagoso, retrasaba un tanto la marcha. En esas condiciones atravesaron los traicioneros ríos de piedra que abundan en las islas resbalando y cayendo frecuentemente, mojándose y golpeándose contra las rocas y helándose hasta los huesos al tropezar en la parte más honda de sus lechos. Anochecía cuando llegaron a una loma, desde donde se dominaba todo Green Match, a solo un kilómetro de Puerto Argentino. Mientas eso ocurría en la zona de Puerto San Luis, la sección del teniente Sergio Fernández se desplazaba en camión desde el gimnasio que les servía de alojamiento hasta los cuarteles de Moody Brook, donde finalizaba el pavimento, recorrido que les llevó unos veinte minutos. Allí los aguardaba otro helicóptero Bell que abordaron presurosamente para despegar escoltado por otros dos aparatos similares. Uno de los objetivos de la misión era la radio de alta frecuencia que los kelpers tenían en la Isla de los Remolinos y neutralizarla. Volando a baja altura atravesaron la Isla Soledad, de este a oeste cruzaron el Estrecho de San Carlos un tanto al sur de Punta Roca Blanca y casi enseguida distinguieron el monte Rosalía y algo más allá, las Seis Colinas. Por entonces se sabía que la flota enemiga se hallaba a solamente 100 kilómetros de distancia y que las posiciones argentinas se encontraban dentro del radio de acción de los Sea Harrier, por lo que comandos y tripulantes se hallaban extremadamente tensos en el interior del helicóptero aunque cuidándose muy bien de demostrarlo. Al cabo de veinte minutos, los pilotos creyeron distinguir al norte lo que les pareció la silueta gris de una embarcación pero al aproximarse un poco más, resultó ser una saliente rocosa contra la que golpeaban las olas con no demasiada fuerza. Sobrevolando la Gran Malvina detectaron a lo lejos, un punto rojo. Recién cuando estuvieron encima pudieron determinar que se trataba de uno de los globos meteorológicos como los que los británicos utilizaban en tiempos de paz. Los helicópteros tomaron tierra y los comandos se apoderaron del objeto después de efectuar de una minuciosa inspección. Ya sobre la Isla Borbón sobrevolaron el pequeño poblado de Peeble, aterrizando inmediatamente después en la Estación Aeronaval “Calderón” donde se hallaban estacionados varios Mentor T-34 y el Skyvan de la Prefectura Naval junto a algunos helicópteros.

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Los Bell procedieron a cargar combustible pero como empezaba a anochecer los comandos informaron a los pilotos, tras una breve deliberación, que iban a pernoctar en el lugar. Fernández y sus hombres fueron alojados en el cuarto de oficiales de la base donde extendieron sus bolsas y se dispusieron a racionar. Para entonces, las comunicaciones con Puerto Argentino estaban cortadas, cosa que tenía preocupado a todo el mundo, en especial a los comandos porque, de esa manera, quedaban completamente aislados. Tampoco funcionaba la red telegráfica del Ejército ni la de la Aviación Naval, cosa que venía a agravar en extremo la situación pues se temía que el enemigo hubiese iniciado contramedidas electrónicas tendientes y hubiese neutralizado todo tipo de enlaces, barriendo de ese modo, el total de las frecuencias. La tercera sección, a cargo el teniente primero González Deibe, partió hacia Fitz Roy en horas de la tarde, a bordo de un helicóptero Puma del Ejército piloteado por el teniente primero Juan Buschiazzo, quien tiempo después, caería en combate. Su misión era efectuar exploración y levantar un censo de la población y una vez finalizada la labor, mantenerse en espera de instrucciones. Fitz Roy era el tercer conglomerado urbano de las islas después de Puerto Argentino y Prado del Ganso. Su puerto de gran calado estaba provisto de un muelle grande y disponía también de una pista de aterrizaje con cierta inclinación, ideal para que desde allí operasen los Harrier si se la pavimentaba o cubría con planchas de hierro desplegables. Aterrizaron cerca de las 17.00, a menos de tres kilómetros del caserío., a escasos metros de un grupo de ingenieros que controlaba el puente por el que pasaba el camino a Puerto Argentino, al que debía volar en caso de que las fuerzas británicas se hiciesen presentes. Los comandos echaron pie a tierra y después de preparar el armamento, iniciaron el avance, González Deibe en primer lugar, secundado por Juan Elmíger, Alejandro Brizuela y el resto del pelotón. Elmíger fue destacado hacia un punto al que su jefe le señaló, para montar un puesto de observación, eso después que la patrulla hiciera un alto para estudiar el terreno y racionar. Eran las 21.30 de una noche cerrada y el silencio en los alrededores era total. Elmíger regresó a las 24.00 y después de dar un detalle de lo que había visto, la sección reinició el avance efectuando una lenta aproximación a la población, para tomar por sorpresa a sus habitantes y a posibles efectivos infiltrados. González Deibe llevaba consigo una lista con los nombres de los integrantes de Defensa Civil y sus jerarquías militares que le resultaría de suma utilidad a la hora de efectuar arrestos e identificaciones. En lo alto de un cerro instalaron la ametralladora pesada MAG junto a una pieza antitanque Instalaza y después de dejar un grupo de vigilancia, procedieron a descansar dentro de sus bolsas de dormir. En esos momentos llovía intensamente y el frío calaba los huesos. A las 04.32 de la mañana del 1 de mayo una poderosa explosión despertó a los comandos en Green Match y Fitz Roy. Se incorporaron sumamente sobresaltados y cuando se asomaron por sobre las lomas, pudieron observar, uno tras otro, veintisiete fogonazos seguidos a los dos o tres segundos, por igual número de detonaciones. Los hombres de Castagneto sintieron vibrar la tierra y vieron como el cielo nocturno en Puerto Argentino se iluminaba tétricamente. Era la señal de que se habían reiniciado las hostilidades, esta vez con más violencia que nunca y que la crisis desembocaba en tragedia. Era el primer bombardeo de la operación Black Buck.

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Mientras los hombres de Castagneto comentaban excitados lo que estaba ocurriendo, el radio-operador informó que había silencio de radio total en todas las frecuencias y que, por consiguiente, era imposible establecer contacto. Con las primeras luces del día, los Sea Harrier atacaron el aeropuerto siendo rechazados por las antiaéreas apostadas en proximidades de la pista. Desde sus posiciones, los comandos podían escuchar claramente el fragor de la batalla, divisando a lo lejos las negras columnas de humo que se elevaban hacia el firmamento desde el sector que ocupaba el RI25. Era evidente que Seineldín y sus hombres estaban soportando un duro bombardeo, cosa que corroboró el teniente primero Duarte a través de sus prismáticos. -Deben estar por desembarcar en Teal Inlet – dijo el oficial sin dejar de observar. Acto seguido ordenó un repliegue hasta el monte Kent para dirigirse desde allí hacia la capital pues entendía que era allí donde se los necesitaba. La sección se puso en movimiento encabezada por Alonso, con su jefe caminando detrás, siempre a través del terreno de turba que les hacía sumamente dificultoso el avance. Durante un alto, Duarte volvió a enfocar con sus lentes de largo alcance y fue entonces que creyó percibir movimientos. -¡¡Es el desembarco!! – gritó - ¡debemos alcanzar la alturas lo antes posible! Los soldados echaron a correr por una pendiente, aferrando sus armas con fuerza y una vez en lo alto, se detuvieron para dar tiempo a su jefe de echar una nueva mirada. Duarte volvió a apuntar con los binoculares y para su alivio pudo comprobar que el movimiento que había detectado anteriormente era en realidad el desplazamiento presuroso de un rebaño de ovejas, sobresaltadas por los estallidos. Al escuchar eso, sus hombres lanzaron al unísono una fuerte carcajada y eso sirvió para aliviar tensiones y hacer una serie de bromas que fueron muy bien asimiladas por el jefe de la sección. Llovía intensamente y comenzaba a caer granizo cuando procedieron a racionar, siempre a la intemperie, mientras los vientos helados azotaban desde el sur. En esos momentos, la sección del teniente primero González Deibe se encontraba acantonada a unos 3000 metros de Fitz Roy, sobre una altura de 400 metros desde la que recién a las 06.30 iniciaron el avance en formación de combate. Los soldados entraron al poblado, lenta y cautelosamente, notando que las casas se hallaban a obscuras, sin percibir ningún movimiento, ni adentro ni afuera. Cuando llegaron a la del administrador, la rodearon lentamente y sin dejar de vigilar los alrededores, tomaron ubicación y a viva voz ordenaron a sus ocupantes salir con las manos en alto. Los moradores de la propiedad aparecieron sin ofrecer ningún tipo de resistencia y con la celeridad del rayo, los comandos se introdujeron en el interior, generando la consabida angustia de sus propietarios. Una vez dentro, el jefe de la sección corrió hasta el teléfono y llamó a Puerto Argentino. Lo atendió Negretti, en momentos en que la capital era bombardeada desde el aire. González Deibe preguntó si había heridos en la compañía y para su alivio escuchó que la respuesta era negativa. Acto seguido, tomó el teléfono Castagneto y sin más preámbulos le explicó que no se había producido ningún desembarco y que el ataque había sido repelido. -Vénganse inmediatamente para acá- le ordenó a continuación y tras unas pocas palabras, cortó la comunicación.

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González Deibe se apoderó de tres Land Rover que había en Fitz Roy, propiedad de los civiles, pero antes de partir, procedió a realizar el censo, tarea que le llevó un par de horas. Sus resultados fueron poco más de un centenar de habitantes de los cuales unos sesenta estaban en condiciones de empuñar las armas. Los comandos se apoderaron de cuanto rifle, pistola y escopeta había en el lugar e inmediatamente después se retiraron. Ninguno de los malvinenses que habían recibido entrenamiento había ofrecido la más mínima resistencia y junto al resto de los pobladores, prefirieron permanecer encerrados en sus casas hasta que los argentinos se marcharon. El trayecto hasta la capital fue lento y complicado a causa del fango, la turba y las irregularidades del terreno. En algunos tramos debieron descender y empujar los vehículos porque sus ruedas se habían empantanado y en una de esas ocasiones creyeron distinguir a lo lejos las siluetas de tres buques enemigos que parecían disparar sobre la ciudad. Cuando la sección de González Deibe regresaba a Puerto Argentino, el mayor Castagneto abordó un Puma de la Prefectura Naval y partió en busca del teniente primero Duarte que se hallaba apostada en Green Check. Despegaron a las 11.50 escoltados por un Agusta y llegaron quince minutos después, sin novedad. Una vez que la sección estuvo a bordo, Castagneto le dijo a Duarte que se dirigían a la estancia de un kelper de apellido Pitaluga, a orillas de la gran bahía Salvador que, según información suministrada por el CIC Malvinas, se comunicaba con el “Hermes” a través de un equipo de radio y brindaba información. Según Juan Carlos Moreno en su libro Nuestras Malvinas, los Pitaluga eran una de las familias más antiguas y prestigiosas del archipiélago, establecida allí a mediados del siglo XVIII2. Su estancia, “Rincón Grande”, era la más extensa y moderna de las islas y la componían doce edificaciones ubicadas en uno de los lugares más bellos de la región. Además de la casa principal, que constituía la residencia de la familia, destacaban varios galpones, establos y las construcciones destinadas a los peones. Los helicópteros se fueron aproximando al establecimiento y una vez allí, se posaron sobre la turba para que los comandos echasen pie a tierra y procediese a cercar la residencia a efectos de impedir cualquier intento de fuga. Lo primero que observaron fue un helicóptero Sikorsky desprovisto de aletas, posado cerca de un tinglado y algo más allá, tractores y más vehículos, prueba de que los dueños eran, realmente, gente de buena posición. Se presumía que había efectivos enemigos en el lugar y por esa razón, se adoptaron todos los recaudos para entrar en combate, el primero de ellos, encomendarle al escalón del teniente Leopoldo Quiroga tomar ubicación en unas elevaciones cercanas para proveer cobertura. Castagneto le ordenó al teniente Alonso que él y su gente efectuasen la aproximación hacia el edificio principal en tanto el resto de la sección ocupaba puestos de combate. Cuando la casa estuvo completamente rodeada, el capitán Jándula se acercó hasta la puerta trasera y de una patada la abrió, permitiendo que los comandos se abalanzasen hacia el interior, tomando por sorpresa a la familia. Sin dejar de apuntar a los propietarios, el teniente Alonso impartió una serie de indicaciones, la principal, efectuar un minucioso registro de la propiedad que por lejos, era una de la construcción más confortable que habían visto desde su llegada a las islas, después de la residencia del gobernador. Tenía un jardín muy bien cuidado y en la costa había un muelle con una lancha amarrada. Durante el registro apareció lo que estaban buscando: la radio de largo alcance con la que, al parecer, los moradores mantenían contacto con la flota. En vista de ello,

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Castagneto procedió a interrogar a cada uno de los miembros de la familia, empezando por el mismísimo Pitaluga, un kelper alto, apuesto y sumamente educado, de no más de cuarenta y cinco años de edad, que se ofreció a responder todas las preguntas. Por el contrario, su esposa, era poco agraciada y bastante desagradable, contraste que llamó la atención de los recién llegados. El malvinense reconoció haber establecido contacto con el “Hermes” pero aseguró que no fue para pasar información sino para hacerle llegar al gobernador Menéndez una propuesta de rendición incondicional del almirante Woodward. Además agregó, como si estuviera realmente convencido, que como ciudadano británico, podía hablar con su gente cuando lo quisiera, afirmación que asombró a sus interlocutores por lo superficial e ingenua. Los comandos procedieron a confiscar el aparato y mientras el cabo primero Miguel Ángel Rivero se dedicaba a desarmarlo, pieza por pieza, el hijo de Pitaluga, un muchacho alto, de unos 17 años de edad, recriminó a los argentinos diciéndoles en perfecto español (y hasta con acento argentino puesto que había estudiado en Córdoba), que eran invasores y que las islas le pertenecían a los malvinenses y, por consiguiente, eran legítimamente británicas. En tono irónico, Jándula le preguntó porque, siendo “tan británico”, había ido a estudiar a la Argentina y no a Inglaterra a lo que el muchacho, vacío de argumentos frente a tan hábil requisitoria, contestó que él con su vida, hacía lo que quería. Por orden de Castagneto, Pitaluga fue detenido y conducido a Puerto Argentino. Al escuchar eso, su mujer se asustó mucho y el hijo, casi con lágrimas en los ojos, volvió a acusara los argentinos de invasores. Minutos después, la sección abordó los helicópteros y puso rumbo a la capital llevando consigo al prisionero. Mientras eso ocurría en “Rincón Grande”, la segunda sección al mando del teniente primero Fernández, permanecía aislada en la Isla Borbón, sin contacto radial. A las 06.00 un suboficial radio-operador ingresó corriendo en el cuarto de oficiales para anunciarle a su jefe que Puerto Argentino estaba siendo bombardeado y que la pista del aeropuerto parecía haber sido destruida. Fernández se incorporó rápidamente y como no podía hacer otra cosa, ordenó a sus hombres alistarse para seguir adelante con la misión. Cuando su reloj señalaba las 08.00, abordaron un helicóptero monoturbina Bell y poco después dejaban atrás la Gran Malvina en dirección a la isla Remolinos, sobrevolando las bahías Goulding y San Francisco de Paula, volando a 180 km. de velocidad y un metro y medio de altura. Cuidándose de pasar lo más lejos posible del establecimiento Dunbar, alcanzaron el extremo oeste de península y cruzaron a la mencionada isla cuando ya amanecía. En ese momento, un albatros que levantó vuelo asustado, se estrelló contra el parabrisas de la aeronave obligando a su piloto, el teniente Arturo Jardel, a sujetar con fuerza los mandos para no perder el control. El aparato aterrizó sobre una hondonada, a 500 metros de un establecimiento rural compuesto por una vivienda principal, algunos galpones y unas pocas edificaciones costeras y una vez seguros, los comandos saltaron a tierra y con mucha cautela comenzaron a acercarse al grupo de edificios, cubiertos por la sección del teniente primero Fernando R. García Pinasco, que quedó apostada detrás. Tal como ocurrió en lo de Pitaluga, cuando llegaron a la vivienda tomaron posiciones y les ordenaron a sus moradores salir con las manos en alto. Con los efectivos apuntando hacia la entrada, la puerta se abrió y a través de ella salieron tres kelpers muy asustados, el propietario, un individuo de apellido Napier y dos mujeres, una de ellas su esposa y la otra su cuñada. Los argentinos ingresaron en la

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propiedad y comenzaron a revisar su interior sin la menor objeción por parte de sus moradores. Napier era el dueño de la isla y se dedicaba a la cría de ganado ovino, tal como lo venía haciendo su familia desde 1860. Poseía además un moderno velero amarrado junto a uno de los muelles y una embarcación más antigua dotada de un obsoleto equipo de comunicaciones que parecía inadecuado para establecer enlace con las unidades navales enemigas. La requisa no arrojó resultados ya que solo hallaron un viejo fusil Enfield de la Segunda Guerra Mundial, una escopeta de caza y un segundo equipo de comunicaciones, bastante moderno en este caso aunque de poco alcance. Los comandos procedieron a incautar todo el material, incluyendo la radio del barco y lo llevaron hasta el helicóptero desoyendo las protestas de las mujeres que intentaban explicarles que sin esos aparatos quedarían completamente aislados e imposibilitados de solicitar asistencia médica en caso de necesitarla. De todas maneras, esos kelper fueron de lo más atentos y agradables, muchos más que otros y antes que los soldados se retirasen con el material incautado, les convidaron café, algo que aquellos aceptaron de muy buena gana. Mientras los argentinos bebían, los malvinenses entablaron una amable conversación. Napier les dijo que había nacido ahí mismo y las mujeres sostuvieron con firmeza, aunque con mucha educación, que lamentaban profundamente que hubiese estallado la guerra pero que aquello era territorio británico y las islas les pertenecían a quienes las habitaban desde hacía tantas generaciones. Pese a la discrepancia, cuando los ocho hombres de la sección se alejaron en dirección al helicóptero, se despidieron deseándoles suerte. Regresaron a la Isla Borbón al mediodía, con los tanques de combustible casi agotados, en el preciso momento en que despegaban los Mentor del teniente Pereyra para atacar a un helicóptero que merodeaba en las cercanías y enfrentarse a los mismísimos Sea Harrier en el que resultó ser el primer encuentro aéreo de la contienda, según hemos relatado. Una vez en la Estación Aeronaval “Calderón”, los hombres del teniente primero Fernández se pusieron al tanto de lo que había acaecido durante su ausencia y mientras lo hacían, el operador de radio estableció comunicación directa con Río Grande, novedad que les permitió recibir varios alertas de ataques aéreos con bastante anticipación. Ese día, por la tarde, llegaron dos Pucará provenientes de Darwin, cuyos pilotos informaron sobre los bombardeos aéreos y navales a la BAM “Cóndor”, incluyendo la muerte del teniente Daniel Jukic junto a todos sus asistentes. Dieron cuenta, además, de la presencia enemiga en cercanías de San Carlos, de la posible infiltración de elementos del SAS y SBS y otros detalles que sumieron en preocupación a los comandos y al personal de la estación. Cerca de las 16.30 horas, comandos, pilotos y efectivos fueron testigos del combate aéreo entre los Mirages del capitán García Cuerva y el teniente Perona y dos Sea Harrier el Escuadrón 801. La guerra se había desatado en toda su intensidad y nada perecía detenerla. Un análisis no demasiado exhaustivo permitió determinar que, tras el bombardeo a los dos principales aeródromos de las islas, era el turno de la Estación Aeronaval “Calderón”, oportunidad en la que el teniente primero García Pinasco pronunció aquellas proféticas palabras que quedarían grabadas en los oídos de sus subordinados por mucho tiempo: “Esto no va a terminar hasta que corra mucha sangre”3.

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Siguiendo con el relato de Isidoro Ruiz Moreno, antes de regresar a Puerto Argentino, el teniente primero Fernández decidió cruzar a la Gran Malvina para continuar explorando y reconociendo el terreno, movimiento que iniciaron unas horas después, en plena noche, bajo la llovía y con temperaturas que oscilaban entre los 20º y los 25º bajo cero. Aterrizaron en una zona desértica, a mitad de camino entre la isla Borbón y Puerto Howard y recién a las 07.00 Anadón logró sintonizar la radio y escuchar noticias procedentes de Buenos Aires. A través de las mismas, pudieron saber que pese a los combates aéreos y los duelos de artillería, aún se intentaba encontrar una solución pacífica a la disputa y que en ese sentido, las organizaciones internacionales y los representantes de varios gobiernos se movían aceleradamente. De todas maneras, los efectivos de la 601 siguieron adelante, dispuestos a cumplir las órdenes que les había impartido su jefe, el mayor Castagneto y en ese sentido, se desplegaron por el terreno intentando dar con elementos infiltrados. A las 14.00 horas del 1 de mayo, la sección del teniente primero Sergio Fernández llegó a Puerto Argentino y una vez en el gimnasio que les servía de cuartel, procedió a limpiar el armamento y descansar. Fue allí, distendidos y algo más relajados, que los comandos decidieron reemplazar los cascos de acero por las mucho más cómodas gorras de lana negra y boinas verdes y cargar las mochilas al máximo con municiones y alimentos y desechar todo aquello que no fuera indispensable. En la madrugada del día 2, un helicóptero Agusta exploró la región de San Carlos y poco después, otros tres cruzaron por el punto más angosto del estrecho, volando a baja altura a intervalos de cinco minutos uno de otro. En Moody Brook, mientras tanto, la sección del teniente primero Duarte esperaba que el tiempo mejorase para embarcar en los helicópteros y volar hacia un punto situado al sur de la península de Murrell, en cuyas playas se habían detectado movimientos sospechosos. La avanzada llegó al lugar después de un vuelo de veinte minutos y tras saltar a tierra, comenzó una minuciosa búsqueda que arrojó como resultado el descubrimiento de un bote inflable en posición invertida sobre la arena y elementos menores. En vista e ello, el teniente Duarte decidió dividir a su grupo en dos escalones, ordenándole al primero (apoyo) tomar posiciones en las alturas cercanas y al segundo (asalto) iniciar la aproximación hacia el gomón. Cuando el teniente Fernández Alonso se acercó al bote, un grito del sargento ayudante Francisco Altamirano lo hizo detener. El suboficial lo previno sobre la posibilidad de que el enemigo hubiera colocado una trampa cazabobos y en vista de ello, se arrojaron ambos a tierra para aproximarse a la rastra y ver si había algo debajo. Cuando llegaron, descubrieron que había otros objetos en su interior y esa hacía factible que fueran explosivos. Por tal motivo, decidieron pasar una soga por las agarraderas y luego tirar fuerte hacia atrás, para ver que ocurría. Así lo hicieron y para su alivio, nada ocurrió. Se incorporaron adoptando las precauciones del caso y procedieron a dar vuelta al bote, descubriendo su motor de 45 HP con combustible en su tanque, tres salvavidas con la inscripción “Hermes”, una campera de cuerina, envases vacíos de leche y cuerdas. Se trataba de una lancha de goma del tipo Zodiac para una dotación de ocho hombres, que pertenecía, sin ninguna duda, a un escuadrón del SB, cuyos integrantes debieron haberse mimetizado entre la población civil. Nada de eso pareció importar al personal de la Estación cuando llegaron varias horas después, luego de conocer la perturbadora noticia del hundimiento del “General

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Belgrano”. La novedad sumió a la guarnición argentina en un sombrío pesar y así la mantuvo hasta el 4 de mayo, cuando el hundimiento del “Sheffield” pareció mitigar en parte (una parte muy ínfima) aquella sensación. La actividad de los comandos durante los primeros días de mayo fue realmente intensa, con numerosas misiones de exploración y patrulla tendientes a detectar presencia enemiga y posibles desembarcos. Una de aquellas recorridas tuvo por destino las islas Tussac, al norte de Puerto Argentino, frente a la península Freyssinet (las mismas que el 5 de abril fue atacada con napalm por aviones Pucará), donde todo parecía indicar que se dirigían los bombardeos. Los comandos se encaminaron hacia el lugar y regresaron sin haber encontrado nada aunque negros de hollín de pies a cabeza; algo más tarde, procedieron a inspeccionar las posiciones ocupadas por los regimientos de infantería 4, 3 y 25 y después de eso, abordaron la lancha patrullera “Río Iguazú” para recorrer la Bahía de Aceite con el objeto de brindar cobertura desde allí. La misión tuvo lugar en horas de la noche, cuando seis hombres al mando del teniente García Pinasco (la mitad de la 2ª Sección) abordaron el guardacostas llevando consigo un cohete antitanque Instalaza de 88,9 mm, una MAG y un mortero de 60 mm. Las órdenes eran precisas, debían explorar el litoral norte de la Isla Soledad y recorrer la península de San Luis porque se tenían indicios de que por ese sector se habían infiltrado comandos del SAS y el SBS. Sobre las aguas de un mar embravecido, la lancha navegó sorteando las olas que batían la zona mientras en su interior, los hombres del Ejército sufrían mareos y descomposturas. Para su fortuna, los marinos disponían de pastillas especiales antimareo y eso les devolvió la compostura. La patrulla no arrojó resultados, sin embargo, en momentos en que García Pinasco observaba la costa con sus lentes de visión nocturna, creyó detectar movimientos. Los hombres abrieron fuego batiendo la costa tanto con la ametralladora pesada y el mortero como con sus armas livianas sin que se produjera respuesta y llegado el amanecer, emprendieron el regreso a Puerto Argentino sin saber si realmente, habían rechazado un nuevo intento de infiltración. Los comandos encontraron a Castagneto sumamente alterado con los altos mandos ya que, a su entender, sus hombres estaban siendo utilizados en tareas elementales y no en el tipo de misiones para las que habían sido entrenados. Por esa razón, faenas como las realizadas en la “Río Iguazú” se suspendieron definitivamente. La primera oportunidad pareció llegar el 4 de mayo por la mañana, cuando el mayor Doglioli, ayudante del gobernador, le hizo saber al jefe de los comandos que el puesto de mando del general Menéndez iba a ser atacado. Por tal motivo, se había decidido el traslado de su cuartel general ubicado en Stanley House, sobre el 25 de la costanera Ross Road, hasta la Secretaría de Gobierno y para ello, los efectivos de la Compañía 601 deberían proveer cobertura. Se estimaba que ese ataque se iba a llevar a cabo alrededor de las 21.00 y por esa razón, se debería hacer el desplazamiento lo más rápidamente posible. Mientras el estado mayor del gobernador procedía a ocupar el sólido edificio de piedra y dos plantas, Castagneto volvió a protestar por considerar que la tarea asignada no era propia de comandos argumentando con razón, que para eso sobraban tropas regulares. Además, la 1ª Sección del teniente Duarte se hallaba en una misión fuera de la ciudad y eso debilitaba la unidad. El mayor Doglioli, amigo personal de Castagneto, le explicó con cierta firmeza que los datos que tenía eran sumamente precisos y que esa misma noche se concretaría el ataque.

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Dudando de la veracidad de esos informes, Castagneto organizó una suerte de “guardia pretoriana” con elementos de las secciones de Fernández y González Deibe, que debería cubrir el traslado del gobernador a su nuevo destino. Para asombro de los comandos, lo que debió ser una mudanza casi secreta fue, al mejor estilo argentino, una operación al descubierto, en el más completo desorden, a la vista de todo el mundo, en especial de los kelpers, con órdenes a viva voz y gente desplazándose desorientada de aquí para allá llevando objetos y cajas hasta los camiones y otras unidades móviles que esperaban en la calle. ¿Qué hubiera ocurrido si los tan temidos “elementos infiltrados” hubieran registrado la operación? ¿Nadie pensó que los malvinenses podían pasar esa información? Pasaron las horas y llegada la noche, los hombres de Castagneto se hallaban apostados en torno a la Secretaría de Gobierno, atentos al menor movimiento cuando, tal como lo adelantara Doglioli, a las 21.00 se inició un tiroteo desde la parte posterior de la Casa de Gobierno, con disparos intermitentes que parecían provenir de diferentes puntos. Los argentinos respondieron con fuego graneado, apuntando en dirección a la Casa del gobernador y a Wireless Ridge (Colina de la Radio), donde se hallaba apostado el Regimiento de Infantería 7. La bahía se iluminó con las trazadoras y a los pocos minutos, los arbustos secos que rodeaban el monumento de la batalla naval de las Islas Malvinas en la Primera Guerra Mundial, comenzaron a arder, desatando un incendio de consideración. Los comandos disparaban con decisión, respondiendo el intenso fuego que recibían de elementos desconocidos y así lo hicieron durante una hora hasta que, pasadas las 22.00, el combate finalizó. Nadie resultó herido pero quedó latente la sensación de que el enemigo había infiltrado fuerzas especiales y que Menéndez era un inepto general de escritorio que había mostrado abiertamente su cambio de posición. A las 05.00 de la mañana, se produjo el segundo bombardeo de los Vulcan, con los mismos resultados del anterior y durante la noche, se montó un nuevo operativo a cargo de los capitanes Frecha, Figueroa, Jándula, Llanos y Negretti, cuyo objetivo era el mercado de West Store (Mercado del Oeste) donde se presuponía que se movían efectivos británicos mimetizados entre la población. Como bien explica Ruiz Moreno, se refugiaban allí numerosos civiles que buscaban el amparo de los bombardeos nocturnos ya que el edificio, construido en piedra, era extremadamente sólido y su techo ostentaba la inscripción “Defensa Civil”. Los comandos rodearon la construcción y amparados por la obscuridad, adoptando medidas precautorias, se asomaron por las ventanas justo cuando alguien en el interior apagaba las luces. Los hombres de la 601 comprobaron que desde ese lugar era sumamente fácil seguir los desplazamientos de las tropas y los movimientos que tenían lugar en la capital y por esa razón decidieron proceder. Para informar la novedad, el capitán Figueroa sacó su equipo de radio y tras establecer comunicación y dar cuenta de lo que estaba ocurriendo, recibió la escueta orden de esperar. En plena noche y torturados por el frío, los efectivos argentinos aguardaban agazapados, observando permanentemente el mercado hasta que, de pronto, un disparo solitario pegó muy cerca de donde se encontraba ubicado el capitán Jándula. Pese a la sorpresa, el oficial supo mantener el aplomo y se mantuvo quieto en su lugar aunque sin poder evitar una imprecación. Los disparos aislados eran comunes en la ciudad, sobre todo de noche y eran, por lo general, producto de conscriptos nerviosos que reaccionaban ante cualquier movimiento extraño. Sin embargo, había otros, ocasionados por efectivos infiltrados, que daría

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origen a la infundada versión de que eran los propios malvinenses quienes abrían fuego contra las tropas ocupantes. Amanecía cuando llegó al lugar el mayor Castagneto decidido a ingresar en el interior del edificio. Y así ocurrió. A una orden suya, los comandos se incorporaron y se abalanzaron con suma brusquedad sobre los accesos, sobresaltando a los kelpers que dormían en el interior. Los argentinos irrumpieron a los gritos, apuntando a los temblorosos kelpers con sus armas, generando su consabido temor e incertidumbre. Se los obligó a formar una hilera con las manos en alto, de cara contra la pared y se procedió a revisarlos, no sin cierta brusquedad. Los pobres individuos estaban realmente asustados y nada dijeron cuando se los sometió a un riguroso control personal. Los hombres de Castagneto no hallaron nada porque se había tratado de una falsa alarma. Por esa razón, cuando se retiraron, los malvinenses fueron corriendo hasta donde se encontraba el comodoro Carlos Bloomer Reeves, con quien tenían muy buenas relaciones y le presentaron su queja. El 5 de mayo fue un día especial para los comandos porque el propio gobernador militar les encomendó una misión de alto riesgo. Debían explorar la Isla de los Leones Marinos, al sudeste de la península de Lafonia, donde aviones de exploración propios habían detectado lo que parecían ser antenas y radares. Al parecer, la Fuerza de Tareas británica utilizaba esos elementos para orientar un desembarco intermedio de pertrechos, tropas y helicópteros y por esa razón, era imperioso neutralizarlos. Se trataba en verdad de una misión de alto riesgo pues la isla se encontraba dentro del radio de acción de los Harrier y las unidades de superficie enemigas y podía ser batida con facilidad. Fue una vez más la sección del teniente primero Duarte la que Castagneto seleccionó para llevar a cabo la tarea aunque esta vez, su jefe manifestó ciertos reparos ya que consideraba que las posibilidades de sus hombres iban a ser nulas. A su entender, veinte efectivos solos no podrían con toda la flota y, por esa razón, había que planificar mejor la operación. Según cuenta Ruiz Moreno, al escuchar esas palabras a alguien se le ocurrió que eran ideales para el título de una película bélica: “Veinte hombres contra la flota”. Se trataba, en verdad, de una misión casi suicida que implicaría la muerte de toda la sección en caso de establecerse contacto con las fuerzas enemigas. Pero el mayor Castagneto insistió dado que el alto mando ya había impartido la orden y no había más que discutir. Y para aumentar la sensación de soledad y abandono, desde el continente se informó que ese día, debido a las pésimas condiciones climáticas, los aviones que debían brindar protección coordinando sus movimientos con los comandos, no iban a poder operar. Duarte no dijo más. “A ver si después de todo, piensan que tengo miedo”, pensó4. En cumplimento de la órdenes recibidas, alistó su equipo y el armamento y cuando los relojes daban las 06.00 del 6 de mayo, abordó un helicóptero Puma y después de esperar a que el viento y la lluvia amainasen, despegó con su sección, escoltado por un Agusta. Integraban el grupo, además de Duarte, los capitanes Frecha y Llanos y los suboficiales Quintana, Alonso, Ríos, Moreno, Cálgaro, Altamirano, Rivero, Vera, Contreras, Pichihuelches, Tunini y los dos Gómez. Aquella misma noche una lancha patrullera de la PNA partió hacia el mismo destino5, llevando a bordo a un escuadrón de comandos anfibios de la Armada que debía operar como avanzada, en lo que sería la primera operación conjunta de las fuerzas argentinas6.

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Los helicópteros volaban a 200 km/h, a escasos cinco metros de un mar encrespado, separados a una distancia de 150 metros uno de otro. En su interior, los comandos, con sus trajes de camuflaje y sus rostros ennegrecidos, se mantenían en silencio, sujetando sus armas con fuerza e intentando minimizar la tensión y el nerviosismo propio de las misiones de alto riesgo. Sus pares de la marina los precedían a bordo de la patrullera, intentando alcanzar antes que ellos el objetivo, al que llegaron después de bordear la costa oriental de la isla Soledad, dejando a su derecha Fitz Roy, Bahía Agradable, la gran desembocadura del seno Choiseul y la isla Bougainville. A la altura de la bahía de los Abrigos, pusieron proa al sur y con mucha cautela, debido al mal tiempo, se adentraron en aguas abiertas. Una vez frente a la isla principal, los comandos anfibios, vistiendo íntegramente de negro y con sus rostros cubiertos de betún, abordaron los botes inflables y comenzaron a remar hacia la costa, siempre al amparo de la obscuridad. Al tocar la playa, saltaron al agua y comenzaron a arrastrar las balsas para abandonarlas sobre la arena y el pedregullo. Con mucha previsión subieron por las barrancas rocosas y una vez en lo alto comenzaron a aproximarse lentamente al establecimiento. Su indumentaria y sus rostros ennegrecidos les daban un aspecto realmente escalofriante que hubiera aterrorizado a los habitantes del peñasco, más sabiendo que esos hombres estaban dispuestos a abrir fuego. Deslizándose agazapados a través del terreno, llegaron a la edificación principal y tras una minuciosa inspección, pudieron determinar que no había nadie. Al parecer, el islote estaba deshabitado. En esos momentos, en otro lugar, el teniente primero Duarte le indicaba al Agusta que los sobrepasase para ametrallar cualquier movimiento sospechoso que fuera detectado. Ruiz Moreno describe el establecimiento de la isla principal explicando que ocupaba el total del promontorio cuyas costas se hallaban pobladas de gran número de elefantes marinos y una inmensa variedad de aves. Cerca de la casa, que era el edificio más próximo al litoral por el noreste, pastaban tranquilamente ovejas, vacas y caballos de muy buena calidad y algo más al sur se alzaban galpones, depósitos y más casas. La sección de Duarte aterrizó cerca de la propiedad y ni bien pisó tierra, se unió a los comandos de la Armada. Cuando echaron andar, comprobaron que la puerta de la viviendas principal se hallaba abierta y que nada se movía a su alrededor. Con mucha precaución la rodearon e inmediatamente después irrumpió en su interior un grupo de hombres. El lugar parecía haber sido abandonado recientemente; había una videocassetera conectada a un televisor, uniformes británicos, dos fusiles y un equipo de radio. Afuera encontraron un pozo de zorro y trincheras y cerca de allí, un Land Rover y una lancha con su motor fuera de borda. Lo más llamativo fueron los numerosos tambores de combustible y las balizas apiladas cerca de un galpón, detalle que les dio la pauta de que los británicos planeaban acondicionar el lugar para operar desde allí con sus helicópteros. Hacia la media mañana, la isla había sido completamente explorada, lo mismo varios de los islotes cercanos, razón por la cual, después de comprobar que el área estaba deshabitada, abordaron la lancha unos y las aeronaves los otros y emprendieron el regreso. Durante el vuelo, se recibió una comunicación desde Puerto Argentino dando cuenta que un avión argentino había sido derribado en la Isla de Bougainville, al este de Lafonia, y que debían dirigirse allí para investigar.

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Los helicópteros viraron hacia ese punto y al llegar, aterrizaron cerca de unas elevaciones bajas, al noroeste de la isla, comprobando que buena parte del terreno ardía y que los restos del aparato e hallaban dispersos por doquier. Como la búsqueda no arrojó resultados, decidieron trasladarse al establecimiento Lively para interrogar a sus moradores. Se encontraron con gente amable, que los trató con mucha cortesía y hasta les dijo que deseaban que Gran Bretaña fuera derrotada (seguramente temerosos de la reacción de los recién llegados)7. Los malvinenses manifestaron haber presenciado el combate aéreo y creían que el avión británico que había derribado al caza argentino también había sido alcanzado. Ruiz Moreno deja entrever que aquellos kelpers se hallaban muy lejos de sus connacionales, abandonados a su suerte e incluso olvidados. Manifestaron estar desabastecidos y hasta pasar hambre y por esa razón, los comandos les dejaron parte de sus raciones. Los pobladores de Lively despidieron a los “visitantes” con calurosas muestras de afecto, estrechando sus manos, palmeándolos y agitando sus brazos en señal de saludo e incluso cuando los helicópteros se elevaron, comenzaron a aplaudir. Para tener una idea de lo riesgosa que había sido la operación, el autor de Comandos en Acción recuerda que tres días después de aquella patrulla (9 de mayo), fue hundido en aguas próximas a la Isla de los Elefantes Marinos el pesquero “Narwal” y que un helicóptero del Ejército que había despachado en su rescate, fue abatido por las fuerzas enemigas pereciendo sus tres tripulantes. Otra de las misiones que llevaron a cabo los comandos fue el reconocimiento de las inmediaciones del puente del río Murrel. La misión fue encomendada al capitán Frecha y el teniente primero Fernández, quienes partieron de Puerto Argentino a las 10.00 cada uno a bordo de sendas motos de tipo motocross, con las que tomaron el camino que conducía al monte Kent, bajo un cielo plomizo, azotados por una helada llovizna. Siete horas después (17.00) se encontraban en el puesto de mando del mayor Oscar Jaimet, jefe del Regimiento de Infantería 6, donde se comunicaron por radio con el mayor Castagneto para informarle que pasarían la noche allí porque la niebla, sumamente espesa, no les permitía continuar (apenas se podía ver a dos o tres metros de distancia). Conversando con Jaimet comieron una ración en caliente y hasta disfrutaron de un poco de licor que el jefe del regimiento les convidó, antes de retirarse a dormir a una de las carpas que les habían acondicionado especialmente. A las 01.00 la zona comenzó a ser batida por el cañoneo naval. Frecha y Fernández se incorporaron y buscaron cobertura junto a los soldados que abandonaban sus bolsas de dormir para ocupar puestos de combate. El tronar de las explosiones se prolongó hasta la mañana siguiente, cuando la fragata se alejó en dirección este, buscando el amparo del mar abierto. Muy temprano en la mañana, con las primeras luces del día, después de una noche realmente espantosa, Frecha y Fernández reanudaron la marcha, decididos a continuar la misión ya que además de relevar el terreno, tenían que determinar una posición para instalar una batería antiaérea, idea con la que Jaimet había estado completamente de acuerdo. Los comandos llegaron al lugar y a las 12.00, después de recorrerlo y estudiarlo detenidamente, emprendieron el regreso, convencidos de haber cumplido la misión. Lejos de allí, a bordo del “Fearless”, los británicos estudiaban el lugar para efectuar el desembarco. El alto mando argentino consideraba que la bahía de San Carlos era uno de los puntos en los que las fuerzas británicas intentarían la operación y suponiendo que habían

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desembarcado unidades del SAS y el SBS para hacer reconocimiento, decidió enviar hacia allí a varios efectivos con la intención de neutralizarlos. Después de una breve deliberación con el gobernador y su plana mayor, se determinó que las secciones 1 y 2 de la Compañía de Comandos 601 avanzasen sobre el Establecimiento San Carlos en tanto la 3 lo haría sobre Puerto San Carlos que, como se recordará, era otra localidad, separada de aquella por un brazo de mar que daba forma a la gran bahía distante a 80 kilómetros de Puerto Argentino, sobre la que desemboca el río del mismo nombre8. Debían explorar los alrededores y cada una de las viviendas en ambos poblados, levantar un censo y estudiar la posibilidad de montar una batería antiaérea en algún punto de la región y una vez cumplida la misión, serían reemplazados por una compañía de infantería. El mayor Castagneto reclamó para sí la mayor cantidad de helicópteros dado que la operación iba a movilizar a toda la Compañía, petición a la que el general Parada primero se negó pero, tras una breve discusión, aceptó, poniendo a su disposición cinco unidades. Con las primeras luces del 12 de mayo, los helicópteros se elevaron y pusieron rumbo al oeste pero el pésimo estado del tiempo les impidió seguir avanzando. La misión fue pospuesta para el día siguiente, cuando dos Bell UH-1H, dos Puma y un Agusta de ataque como escolta y protección despegaron de Moody Brook transportando a los comandos a bordo. Tras un vuelo rasante y a gran velocidad, llegaron a las tierras de San Carlos después de atravesar los campos de turba y las elevaciones centrales de la Isla Soledad. Las dos primeras secciones aterrizaron a 500 metros del Establecimiento San Carlos, depositando en primer lugar al grupo de emboscada a las órdenes del capitán Frecha, provistos de un lanzador de misiles Blow Pipe. Los efectivos avanzaron hacia el caserío con mucha precaución y al llegar a sus primeras edificaciones, procedieron a efectuar una minuciosa revisión, casa por casa, siguiendo después por los alrededores. Para su alivio y desazón, no encontraron nada, salvo unas latas de raciones militares esparcidas a 600 metros del pueblo, que atribuyeron a desperdicios anteriores a la guerra, dejados allí por los royal marines de la guarnición permanente de las islas. En una de las alturas circundantes, los comandos creyeron distinguir lo que parecía ser una antena de radar y por esa razón, decidieron enviar al Agusta con algunos hombres de la segunda sección. El pelotón, a las órdenes del teniente primero García Pinasco, aterrizó en las inmediaciones del objetivo y una vez allí, pudo comprobar que, en efecto, se trataba de una antena en forma de torre utilizada por los kelpers para comunicarse con la capital y las localidades del interior a través de sus aparatos de radio. Uno de los edificios que llamó la atención de los comandos fue la planta frigorífica abandonada de Bahía Ajax, una construcción de considerables proporciones que podía servir de refugio y alojamiento a las tropas. El helicóptero la sobrevoló lentamente, comprobando que el lugar se hallaba deshabitado y con signos de haberse incendiado, siniestro ajeno a la guerra, que había tenido lugar varios años antes. La herrumbre delataba lo añejo del inmueble y el estado de completo abandono de su estructura, destacando el elevado número de tambores de combustible que se hallaban apilados en el exterior. El helicóptero giró y se alejó del lugar mientras en su interior, García Pinasco meditaba preocupado, convencido de que deberían haber descendido para explorar pues aquel

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sitio era ideal para alojar un batallón completo con su plana mayor e incluso, como lo hicieron los ingleses después del desembarco, un hospital de campaña. Mientras volaban de regreso, distinguieron una casa que se elevaba aislada en medio del campo a la que resolvieron reconocer. La aeronave argentina se posó sobre la turba, a cierta distancia de la vivienda y los efectivos de la 601 saltaron a tierra para aproximarse con mucha cautela. Los hombres del Ejército entraron en ella notando que casi no tenía mobiliario pero que en la cocina, guardados en la alacena, había víveres como para una docena de hombres. Los recogieron a todos y tras una última inspección, regresaron al helicóptero. Cuando llegaron a Establecimiento San Carlos, los kelpers explicaron a los comandos que efectivamente, el alimento encontrado pertenecía a los royal marines de la guarnición de las islas y que estaba allí desde antes de la invasión. Llegada la noche, cuando los efectivos se disponían a pernoctar y a montar puestos de guardia, ocurrió algo que nadie esperaba: los pilotos de los helicópteros le dijeron a Castagneto que regresaban a Puerto Argentino porque su jefe, el teniente coronel Carlos Washington Reveand9, les había esas instrucciones que antes de partir. Según sus palabras, debían preservar las aeronaves de la aviación enemiga y permanecer en ese punto las ponía en peligro. La decisión tomó por sorpresa a los comandos porque de esa manera, la Compañía quedaba prácticamente inmovilizada. Cumpliendo las directivas impartidas por el alto mando de la Brigada, los helicópteros se elevaron y partieron hacia el este mientras los comandos se dedicaban a acondicionar el galpón de esquila para pernoctar. A todo esto, la Sección 3 del teniente primero Daniel González Deibe exploró Puerto San Carlos donde encontró antiguas vainas de municiones que los marines utilizaban en sus prácticas de tiro, antes de la guerra. Los comandos rastrearon la zona en profundidad para ver si era posible montar allí una pista de aterrizaje y para ello recorriendo las elevaciones aprovechando de paso, para revisar los galpones y las viviendas particulares donde se suponía, podía haber armas y equipos de radio. Para congraciarse con los lugareños, habían llevado la correspondencia a distribuir, medida un tanto ingenua que no iba a variar en absoluto el sentir de esa gente. Entre los personajes que los comandos sometieron a interrogatorio se encontraba el administrador del lugar cuyo hijo, al igual que el de Pitaluga, también se manifestó indignado por la presencia argentina. Se trataba de un adolescente de solo 16 años que se mostró sumamente nervioso y que igual que aquel, hablaba muy bien español porque había hecho el ciclo secundario en Córdoba. Él también llamó invasores a los comandos, dijo que las Malvinas eran territorio británico y que los habitantes de islas solo deseaban ser súbditos del Reino Unido. Igual que había hecho Jándula con el hijo de Pitaluga, Negretti, por el solo hecho de aumentar su fastidio, le preguntó porque en vez de ir a estudiar a Inglaterra había ido a la provincia de Córdoba, a lo que el joven respondió que su padre no tenía “guita”10. Ante la sonrisa complaciente de sus compañeros, Llanos también azuzó al muchacho con preguntas irritantes y por eso, su superior lo llamó aparte para encomendarle una nueva misión. González Deibe y parte de su sección partieron a pie hacia Fanning Head, denominadas por los argentinos Altura 234, las mismas en las que se posicionaría la sección del subteniente Reyes algunos días después para enfrentar el desembarco inglés. En ese lugar espantoso, con vientos helados y lluvias torrenciales, montaron su vivac y se

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prepararon a pasar la noche bajo un cielo encapotado pero que con el paso de las horas, se fue despejando. El pelotón dormía bajo la luz de la luna cuando repentinamente Llanos se incorporó y observó en dirección al estrecho. Allí, en medio de las aguas, a cinco kilómetros de distancia, creyó distinguir lo que parecía ser la silueta de un buque, razón por la cual corrió hasta donde dormía González Deibe y lo despertó. El jefe de la sección tomó sus prismáticos y miró en la dirección señalada comprobando que la nave en cuestión no era más que un peñasco que emergía de las heladas aguas de la bahía. Pese a que eso tranquilizó bastante a los hombres, la noche pasó en medio de sobresaltos, con los aullidos lejanos de los lobos marinos y el chillido de los pingüinos que parecían voces dando órdenes. El viento y el batir de las aves también aportaron lo suyo. A la mañana siguiente, se presentó el mayor Castagneto para informar que los helicópteros habían partido y que la sección iba a permanecer allí algún tiempo pues nadie iba a venir por ellos. Como es fácil deducir, la noticia cayó mal y provocó expresiones imposibles de reproducir. El clima había vuelto a empeorar y seguía así cuando a las 12.00 se le ordenó a la sección replegarse hacia el pueblo. La marcha a través de los riscos y la turba fue terrible, con los vientos helados soplando incesantemente, la persistente llovizna empapándolos y la nieve y el barro dificultando el desplazamiento. Los hombres avanzaban lentamente, algunos de ellos transportando el armamento pesado sobre sus hombres (ametralladora MAG, morteros Instalaza y municiones) y otros sin manifestar el más mínimo cansancio, tal el caso del sargento primero Juan Carlos Helguero que no parecía sentir los rigores del clima y la geografía. El hombre venía de cumplir seis meses de servicio en la Antártida y por esa razón, aquella marcha, para él, no significaba nada. Otro de los que daba la sensación de no tener demasiados problemas físicos era Arroyo, no así los sargentos Robledo y Salazar a quienes había que esperar haciendo frecuentes altos en el camino debido a su dificultad para caminar. Para ellos, como para el resto, el proceso fue lento y penoso y no por falta de entrenamiento sino por aquel clima atroz con el que también debían lidiar. La noche alcanzó a los hombres de González Deibe a mitad de camino, muy separados unos de otros. Una seria preocupación venía turbando al jefe del pelotón ya que a las 22.00 se cortaba la luz en Puerto San Carlos y eso les podría traer problemas, además de dificultarles la orientación. Llegaron así, a un punto denominado Establecimiento de la Roca (Roca Settlement), desde donde el camino iniciaba su descenso. Fue allí donde el capitán Pablo Llanos se ofreció para adelantarse hasta el pueblo y ordenarle al administrador local que mantuvieses las luces encendidas. González Deibe accedió y el médico se perdió en la obscuridad, como tragado por la noche. Sus compañeros, en tanto, reanudaron el avance, mucho más lentamente que antes hasta que, para su fortuna, las nubes comenzaron a disiparse y dieron paso a la luna llena que iluminó fantasmagóricamente la región, lo suficiente como para distinguir los accidentes geográficos y las edificaciones. Una hora después vieron a lo lejos las luces de San Carlos, prueba fehaciente de que Llanos había cumplido su misión. Al separarse de la sección, el oficial médico Llanos se internó en la obscuridad, avanzando lenta y cautelosamente en dirección a Puerto San Carlos. Para su fortuna, a mitad de camino, la luz de la luna le permitió distinguir la silueta de una casa solitaria y

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hacia allí se dirigió con mucha precaución. Al llegar golpeó la puerta y dando un paso hacia atrás ordenó a sus moradores que abrieran. Los kelpers, preocupados, lo hicieron pasar y lo condujeron hasta el teléfono a través del cual entabló contacto con el administrador para ordenarle que encendiese inmediatamente las luces del poblado. El hombre obedeció y menos de cinco minutos después puso en marcha la usina eléctrica. González Deibe y sus hombres vieron encenderse las luces del caserío y por esa razón aceleraron al máximo el paso. Cuando estaban a menos de dos kilómetros de la primera vivienda, mientras caminaban por una huella, vieron a lo lejos las luces de un vehículo que se aproximaba hacia ellos y enseguida se dieron cuenta que se trataba de un jeep. A bordo del rodado venían Llanos y el administrador dispuestos a cargar a los hombres más fatigados y conducirlos hacia la localidad. Antes de partir, Llanos descendió y continuó a pie junto a sus compañeros, mientras les comentaba las alternativas de su “expedición”. Los kelpers de aquel lugar también resultaron gente extremadamente cordial; incluso organizaron una recepción, que si bien podía estar movida por la intención de ser condescendientes con los argentinos mientras durase la ocupación, fue muy bien recibida por aquellos. Lo primero que hicieron fue alojar a los comandos en sus casas, les permitieron asearse, les dieron alimentos calientes y les ofrecieron el calor de sus hogares. La casa del administrador resultó ser la más confortable, totalmente alfombrada y muy bien decorada, destacando especialmente los cuadros de la reina y el casamiento de los príncipes de Gales. Sus bodegas repletas de alimentos, bebidas, medicamentos y todo tipo de vituallas les parecieron la cueva de un tesoro a los recién llegados y su salón principal, un hotel de lujo. Después de cenar, los soldados se encaminaron hasta el edificio de la escuela y allí se dispusieron a pernoctar, organizando turnos de una hora de vigilancia. Habían pasado varias horas cuando el centinela que hacía guardia anunció que venía gente por el camino principal. Los efectivos prácticamente saltaron de sus bolsas de dormir y después de tomar sus armas, se ubicaron en diferentes puntos, observando atentamente a través de las ventanas listos para abrir fuego. Al cabo de un momento, comprobaron que se trataba del hijo del administrador con un grupo de amigos que, completamente borrachos (única diversión para un adolescente kelper en esos parajes), se dirigían resueltos hacia donde se encontraban los argentinos. Llegaron y saludaron ofreciendo cerveza y a continuación, entraron en la escuela para observar el equipo y las armas. La cosa no agradó a los hombres de la Compañía quienes, con tono de pocos amigos, les dijeron que se retirasen. Encabezados por el hijo del administrador, que en un momento pareció envalentonarse, los jóvenes mantuvieron su actitud y siguieron en la suya en actitud desafiante. Entonces los soldados los tomaron del brazo y los arrojaron fuera a empujones. Llanos, harto de la actitud estúpida del hijo del administrador, lo tomó violentamente del cuello y sujetando en su otra mano una granada, le gritó: -¡Te la voy a meter en la boca, pedazo de hijo de puta! Fue el mejor de los remedios. El cabecilla cambió su rostro de suficiente por una expresión sombría y se marchó junto a sus amigos sin decir más. Por la mañana, los efectivos hablaron con el administrador, le narraron lo sucedido y le dijeron que la próxima vez abrirían fuego contra quien fuera. De más está decir que

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mientras duró la presencia argentina en la zona, ningún otro malvinense volvió a circular de noche. En la mañana del 15 de mayo (10.10 horas) aterrizaron en Puerto San Carlos un Sea King y un Chinook del Ejército, transportando al Equipo de Combate “Güemes” al mando del teniente primero Carlos Daniel Esteban, que venía a reemplazar a la Compañía de Comandos. Tras el correspondiente intercambio de saludos, los recién llegados los pusieron al tanto de la incursión de tropas del SAS sobre la Estación Aeronaval “Calderón”, noticia que dejó a los comandos profundamente conmocionados. En Establecimiento San Carlos aprovecharon para descansar y racionar en caliente y a las 10.30 abordaron los helicópteros para volar a la Isla Borbón, donde aterrizaron veinte minutos después, a un kilómetro del caserío Peeble y la pista de aterrizaje. Al abrir las puertas, mientras los comandos saltaban a tierra, un grupo de hombres pertenecientes a la FAA corrió hacia los aparatos para arrojar sus pertenencias en el interior y abordarlos presurosamente; inmediatamente después levantaron vuelo y se alejaron, dejando una vez más a la Compañía librada a su suerte. Castagneto pudo hablar con el comandante de la base quien le brindó detalles del ataque, acaecido el día anterior. Una recorrida posterior le permitió verificar el calamitoso estado en que habían quedado los once aviones allí desplegados, siendo el Skyvan de la PNA el que más impresión les causó. Acto seguido, el jefe de los comandos procedió a distribuir a los cuadros ordenándole a la abnegada sección del teniente primero Duarte efectuar exploración y patrullaje en el caserío y sus alrededores. Llamó la atención de los recién llegados la negligencia y el abandono en que se encontraba la base. Las trincheras y los pozos de zorro se hallaban completamente inundados, todo estaba tirado en el más completo desorden, los cañones de 75 mm sin retroceso, totalmente herrumbrados, cajas y tambores de combustible esparcidos sin orden, lo que sumado al calamitoso estado de los aparatos en la pista daba una sensación agobiante de caos y dejadez. En las primeras horas de la tarde, aparecieron dos Sea Harrier por el este para arrojar bombas a baja altura. Al verlos venir, el cabo primero Jorge Eduardo Martínez apuntó con su Blow Pipe y disparó errando por muy poco a un tercer avión que venía detrás. Las aeronaves se alejaron y la calma volvió a renacer. Los hombres de Castagneto, ocuparon las instalaciones de la base y algunas de las viviendas deshabitadas del diminuto pueblito isleño, no sin antes apostar una guardia con relevos de media hora en ambos sectores. Fue asombrosa la cantidad de revistas pornográficas que los argentinos encontraron en el lugar, una manera kelper de matar la soledad. Salvo un falso alerta, motivado por movimientos extraños en la obscuridad, la noche transcurrió tranquila e incluso agradable. El 16 de mayo amaneció primaveral, con el cielo despejado y un clima temblado. Hacia el mediodía llegó al lugar un Bell del Ejército piloteado por el teniente Guillermo Anaya11, trayendo como pasajero a un alto oficial de la Armada cuya tarea era inspeccionar el lugar y elevar un informe de lo ocurrido durante la incursión enemiga. A las 12.00 horas hizo lo propio un segundo Chinook, esta vez de la Fuerza Aérea, que los comandos abordaron para sobrevolar e inspeccionar una vez más la zona de Bahía Ajax. Concluida la misión, regresaron a Puerto Argentino (14.30 horas), después de una patrulla de once días que les permitió efectuar importantes relevamientos en diferentes sectores de la isla Soledad.

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Alberto N. Manfredi (h)

De regreso en sus improvisados cuarteles del gimnasio y el Centro Cívico, Castagneto procedió a redactar el informe para sus superiores, detallando lo actuado por los efectivos a su mando.

Notas 1 Revista Cruzada Nº 20 “San Expedito, guerrero del César y soldado de Cristo” (Alberto N. Manfredi h). 2 Isidoro Ruiz Moreno, Los Comandos en Acción. El ejército en Malvinas, p. 77 y ss. La mayor parte de los datos referentes a los comandos han sido extraídos de su obra Comandos en Acción. El Ejército en Malvinas; Peter Way (compilador), The Falklands War: A Day by day Account from Invasion to Victory, Marshal Cavendish, Londres, 1983. En la Argentina, La Guerra de las Malvinas, Ediciones Fernández Reguera, Buenos Aires, 1984-1987. Fascículos coleccionables, así como su versión argentina. 3 Ídem. 4 Ídem. 5 Probablemente la patrullera “Islas Malvinas”. 6 Vale recordar que tras la captura de los archipiélagos, los Buzos Tácticos regresaron al continente. 7 Apreciaciones hechas después de la guerra en la Argentina, dan cuenta que los habitantes de los islotes eran diferentes al resto de los malvinenses debido a cierto olvido y desamparo por parte de Londres e incluso, de las mismas autoridades locales. Pero esas afirmaciones no parecen ajustarse a la realidad. 8 Puerto San Carlos se halla recostado sobre la costa norte del río del mismo nombre. 9 Jefe de la Compañía de Helicópteros de la Aviación de Ejército 10 Isidoro Ruiz Moreno, op. cit. 11 De heroica actuación durante la guerra, era hijo del almirante que integraba la Junta Militar que en esos momentos gobernaba la Argentina.

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