La construcción de los caracteres en La cisma de Inglaterra. Convención e historia en el personaje de Enrique VIII

La construcción de los caracteres en La cisma de Inglaterra. Convención e historia en el personaje de Enrique VIII Juan M. Escudero Que La cisma de I

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La construcción de los caracteres en La cisma de Inglaterra. Convención e historia en el personaje de Enrique VIII

Juan M. Escudero Que La cisma de Inglaterra1 es una tragedia histórica no ofrece dudas2. Y como tal debemos considerar que la propia sustancia histórica impregna no sólo las acciones de su mecanismo trágico, sino también todos los elementos constructivos que organizan la estructura dramática de la tragedia. Pero una cosa es esta sustancia histórica que recorre la obra y otra bien distinta la arquitectura de un drama concebido bajo los códigos vigentes de la comedia nueva del XVII español. Ambos caminos no se solapan, sino que en perfecta mixtura organizan el todo de un drama de implicaciones trágicas, como veremos, condensadas en la figura de Enrique VIII. Posiblemente, dicha mixtura alcance su mayor ejemplificación en la construcción de los personajes. A diferencia de otras comedias, acuñadas bajo la etiqueta genérica de históricas, lo específicamente histórico en la Cisma supera la mera aproximación documental de unas acciones concretas para influir decisivamente en la propia construcción del sistema de personajes, mitad históricos y mitad ficcionales, pero donde, sin duda, cobran un papel relevante aquéllos más cercanos a lo propiamente histórico. En el caso concreto que nos ocupa, las figuras de Enrique VIII, Ana Bolena, Volseo y la reina Catalina participan activamente de su dimensión histórica más que de su tipificada dimensión funcional dentro del entramado dramático. No obstante, esta dimensión histórica hay que considerarla de manera diferente a lo que hoy en día entendemos como historia. Calderón maneja, podríamos decir, un concepto de la historia más subjetivo, en el caso de la Cisma muy acusado, que pone de relieve cuan alejado se encuentra de lo histórico real y objetivo3. Culmina en Cal-

La comedia pudo escribirse según Hilborn hacia 1634; para Parker quizá «después del estallido de la guerra civil inglesa, y quizá incluso después de la ejecución de Carlos I» de Inglaterra en 1649. Shergold y Varey adelantan la fecha de composición antes del 31 de marzo de 1627. Ver Hilborn, 1938, 73; Shergold y Varey, 1961, 275-76, cita en 277; Parker, 1973, vol. XIX, 47-77, cita en 77. No comparto la idea de Paredes, 1983, vol. I, 541-48, quien ve la obra bajo la etiqueta genérica de «metateatro». No creo que la Cisma, siguiendo las teorías de Lionel Abel, cumpla las condiciones de «obra dramática de naturaleza filosófica... que toma vida a partir de valores que son importantes fuera del drama... que conciben el mundo como algo teatral... producto de la imaginación del autor... y donde los personajes son autoconscientes de su teatralidad...» (543). Este alejamiento de lo histórico real y objetivo no puede aplicarse a los conceptos de verdad y falsedad, pues este conocimiento subjetivo de la historia era el único conocido por los coetáneos del dramaturgo.

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derón un proceso de reescritura histórica a modo de palimpsesto que arranca con Nicholas Sander en su De origine ac progressu schismatis anglicani, completada por Edward Rishton y publicada en Colonia en 1585. Se trata de un primer estado de subjetivización de la historia objetiva. La obra de Sander, a su vez, se convirtió más tarde en la fuente directa, segundo momento de reescritura, para la Historia eclesiástica del cisma del reino de Inglaterra del padre jesuita Pedro de Rivadeneyra. La obra se publicó por primera vez en 1588 (partes I y II) y en 1604 (parte III). En ella, Rivadeneyra realiza una traducción muy libre de la fuente de Sander, como lo corrobora su «Prólogo al lector», en el que afirma: El parecerme obra provechosa me ha movido a poner la mano en ella, y a querer escribir en nuestra lengua castellana la parte della, que he juzgado es bien sepan todos, cercenando algunas cosas, y añadiendo otras, que están en otros graves autores de nuestros tiempos y tocan al mismo cisma.4 Rivadeneyra afronta la escritura de su relato histórico desde la perspectiva maniquea y tendenciosa del moralista que pretende pintar con trazo firme la impiedad de la monarquía inglesa, y que no ahorra en deformaciones subjetivas para demostrar hasta qué punto la naturaleza monstruosa de sus protagonistas es la causante de la heregía inglesa. Justificaba, desde luego, esta postura del padre j esuita la presencia reiterada de unos personajes principales hiperbolizados en sus vicios hasta caer en lo grotesco. Es sintomático en este sentido que para la historiografía anglosajona, en cambio, la reforma inglesa, y el divorcio de Enrique VIII en primera instancia no significasen una catástrofe para Inglaterra y Europa, tal y como era visto por los católicos. Por fin, cuando Calderón toma la obra de Rivadeneyra5 como fuente de su tragedia se cierra el complejo proceso de subjetivización, toda vez que el dramaturgo la ha vuelto a someter sin titubeos a una nueva manipulación. Pero esta vez, la manipulación no nace de la intencionalidad ideológica de tergiversar la historia, sino de la necesidad, puesto que es creación artística antes que historia6, de engastar lo histórico en las estructuras y convenciones de la comedia aurisecular española. Y no ya bajo la fórmula teatral patentada y explotada por Lope de Vega y sus discípulos, sino bajo la posterior evolución diacrónica representada por Calderón. Ver los preliminares de la tercera edición de la obra: Madrid, Imprenta Real, 1674, a costa de Florián Anísón, mercader de libros. Todas las citas que hago están tomadas de esta edición. Los indicios, en los que no me detengo, que permiten identificar el relato de Rivadeneyra, y no el de Sander como fuente de Calderón, los recogen entre otros Parker y Cabantous. Ver Parker, 1991, 30910; Cabantous, 1968,44. Suele sorprender a los poco duchos en el teatro del Siglo de Oro la libertad con que manejan los dramaturgos los elementos históricos y la documentación, y es que se olvida muy a menudo que para ellos la historia es material de construcción, que se maneja según los criterios, no de la verdad (como corresponde al historiador) sino de la verosimilitud (como corresponde al poeta). Para más detalles, vid. Escudero, 2000.

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En conjunto, Calderón manejó con mucha libertad la fuente histórica de Rivadeneyra. No sólo sometió a una reducción importante los acontecimientos históricos allí narrados, sino que los manipuló cronológicamente, y los concibió bajo nuevos puntos de vista. La materia histórica quedaba por completo subordinada a la arquitectura trágica concebida por el dramaturgo. Parker7 comentó que la obra había recibido poca atención por ser una «parodia» de la historia, que afectaba en dos aspectos: a los acontecimientos y al juicio implícito del rey Enrique (como veremos más adelante). Además de que: la historia del divorcio de Enrique VIII y del cisma resultante no presentaba a juicio de Calderón, en la crónica histórica sobre la misma que había estudiado, una acción dramática potencial con un comienzo coherente y un desarrollo y fin lógicos, ni le ofrecía un motivo humanamente comprensible ni una explicación satisfactoria desde el punto de vista de la justicia poética.8 Calderón, en este sentido, no dudó en variar el punto de vista de la fuente histórica. En lugar de leer una obra que se centraba en la impiedad de la monarquía inglesa, culpable de la separación con Roma, el dramaturgo centró su atención en la figura de un rey al que se le presenta un conflicto entre su destino y su libertad, víctima de sus desordenados apetitos, incapaz a lo largo de casi toda la obra de «vencerse a sí mismo», y cuya caída propiciará la de todos sus subditos. Un rey al que la justicia poética castiga cuando muestra al final que es indigno de la palabra rey. Calderón construye, pues, sus personajes mezclando lo que he llamado «sustancia histórica» y las convenciones dramáticas inherentes al sistema de personajes. Lo variable de esta mezcla en cada caso particular posibilita la existencia de diferentes niveles, sobre los que no resulta indispensable la división común de personajes principales y secundarios. De este modo, dentro de la nómina de personajes de la tragedia (el rey Enrique VIII; el cardenal Volseo; Carlos, embajador de Francia; Dionís, su criado; Tomás Boleno; Pasquín; un capitán; la reina Catalina; Ana Bolena; la infanta María; Margarita Polo; Juana Semeira y soldados) se pueden distinguir tres niveles. «Primer nivel». Personajes en los que priman las convenciones estéticas de la fórmula dramática por encima de su «sustancia histórica». Incluyo aquí a Carlos, embajador de Francia; Dionís, su criado, Pasquín, un capitán, Margarita Polo, Juana Semeira y soldados. De todos ellos merecería un análisis más detallado (que no cabe aquí) el gracioso Pasquín, que funciona como aglutinador del agente cómico de la tragedia

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1991, 307. Parodia reflejada en dos aspectos. Por lo que respecta al primero, el hecho de que Enrique sea obligado a abdicar y a nombrar a su hija María como sucesora es ya bastante sorprendente, pero lo que sorprendía aun más era el tratamiento compasivo de la figura del rey, que difiere enormemente de la fuente (como veremos más adelante). S 1991,307.

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de manera muy peculiar9. Es voz denunciadora de la corte («juez de figuras») como indica su propia onomástica. Amparado en su condición de loco y bufón10 puede leer el futuro y espetar hirientes verdades a los personajes «serios». Pero apenas es capaz de hacer reír, y conforme avanza la comedia su presencia en escena es meramente circunstancial (aunque significativa). «Segundo nivel». Personajes donde prima la «sustancia histórica», sin que se aprecie una desviación significativa de su personalidad con respecto a la reflejada por Rivadeneyra en la fuente. Incluyo aquí al cardenal Volseo11, Tomás Boleno y la reina Catalina12. «Tercer nivel». Personajes eminentemente históricos, pero en los que las convenciones constructivas del sistema de personajes de la comedia nueva operan cambios radicales en su personalidad, que divergen totalmente de la fuente. El cambio más significativo ocurre con el rey Enrique VIII, piedra angular del entramado trágico de

Calderón basa su caracterización de loco en una anécdota que recoge Rivadeneyra: «Dicen algunos que Volseo en vida hacía una suntuosa sepultura para su entierro, y que yéndola a ver un día, le dijo un loco que tenía y llevaba consigo: "¿Para qué gastas tanto dinero en vano? ¿Piensas enterrarte aquí? Pues yo te digo que cuando mueras, no tendrás con qué pagar tu entierro"» (cap. 17, 59a). La elaboración del personaje «gracioso» en los dramas trágicos abre un abanico de relaciones con sus amos o los protagonistas del estrato noble a veces muy complejas. Pueden soportar, sin más, la función de agente cómico (como ocurre con los soldados en la versión manuscrita de El mayor monstruo del mundo); o convertirse en una voz denunciadora, bufón emisor de verdades, a veces con perspectiva equivocada; o víctima él mismo (Clarín en La vida es sueño, Coquín en El médico de su honra). El gracioso de Calderón, en conjunto, adquiere múltiples facetas y una integración particular en las acciones serias, pero va siendo despojado de su capacidad risible. Muy interesante es su papel de bufón y loco, pues su locura (más cuerda que otra cosa en muchos momentos) posibilita su actitud denunciadora sin peligro de caer en la catástrofe final. Vid. para esta locura denunciadora, Márquez Villanueva, 1985-86. En cambio, la reina Catalina, denunciadora también de las maniobras de Volseo, no podrá evitar convertirse en víctima trágica. Volseo se caracteriza por su vanidad insaciable. También en este punto, Calderón guarda escrupulosa observancia con la figura histórica (véase el capítulo 4 de Rivadeneyra, 13b-16a). Pero ya comentamos como en la comedia adquiere un protagonismo determinante, ausente en la fuente histórica {vid. Escudero, 2000). Esta última es presentada por Calderón con iguales características de santidad, rectitud y sentido de la justicia que las del propio Rivadeneyra. Su papel de víctima trágica es más aparente que otra cosa, porque su comportamiento ejemplar le permite salvarse para la vida transcendente conquistada por el sacrificio, a diferencia de lo que ocurre con Volseo, el rey Enrique o Ana Bolena. Como ejemplo vaya la descripción del jesuíta sobre las costumbres ejemplares de la reina santa en el cap. 3, 12a-13a: «La vida que la reina hacía era ésta: levantábase, siempre que podía, a media noche, y hallábase presente a los maitines de los religiosos. Vestíase a las cinco de la mañana y componíase, y decía que ningún tiempo le parecía que perdía sino el que gastaba en arrearse y componerse. Debajo de las ropas reales traía el hábito de la tercera regla de San Francisco. Todos los viernes y sábados ayunaba, y las vigilias de nuestra Señora a pan y agua. Los miércoles y viernes se confesaba, y los domingos recibía el santísimo cuerpo de nuestro Señor Jesucristo. Rezaba cada día las horas de nuestra Señora, y estábase casi toda la mañana en la iglesia, ocupada en oración y en oír los divinos oficios. Después de comer se hacía leer, por espacio de dos horas, las vidas de los santos, estando sus dueñas y damas presentes. A la tarde volvía a su oración en la iglesia, y cenaba con mucha templanza. Oraba siempre las rodillas en el suelo, sin estrado ni sitial, ni otra cosa de regalo o autoridad, y hizo siempre esta vida».

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la obra, cuyo diferente enfoque arrastra en consecuencia también al personaje de Ana Bolena, caracterizado ahora por su ambición y no por su lascivia13. Parker ya había señalado esta disfunción con respecto a la fuente al comentar que «el tratamiento que le dispensa es extraordinariamente compasivo. Desde el punto de vista histórico es esto lo más sorprendente de la pieza. Enrique es dotado de conciencia: obra mal sólo después de angustiosas dudas»14. Es verdad que Calderón atempera mucho el retrato de Rivadeneyra. Mientras Rivadeneyra retrata a un Enrique VIII lleno de defectos, «dado a pasatiempos y liviandades», «tan malo y desenfrenado en su vida y gobierno», «como caballo desbocado y sin freno corría tras todos los vicios y maldades, y principalmente tras la lujuria, avaricia y crueldad», Calderón ennoblece notablemente este modelo, subrayando la religiosidad del rey, autor de un tratado en defensa de los sacramentos, fiel al Papa, mientras no le arrastra la pasión, consciente de su mala conducta y arrepentido, aunque ya se haya consumado el cisma y no sea capaz de solucionarlo. Entonces, ¿por qué insiste Calderón en este ennoblecimiento de la figura del rey? ¿Qué causas originan este cambio? Creo que las posibles respuestas a estas preguntas hay que buscarlas en la poética dramática del dramaturgo. Calderón suele organizar rigurosamente la trama de sus tragedias y las relaciones de sus personajes en torno a uno que destaca sobre el conjunto, de mayor presencia en escena y sustento de la tragicidad. Así ocurre con Segismundo en La Vida es sueño, con Herodes en El mayor monstruo del mundo, con Cipriano en El mágico prodigioso, o Pedro Crespo en El alcalde de Zalamea. Dicha focalización, permítanme la palabra, hacia un único personaje se comprende desde la intención del dramaturgo de ordenar hasta lo artificioso una estructura dramática equilibrada y simétrica, donde las visicitudes del individuo tienen consecuencias finales sobre la colectividad. En el caso de La cisma de Inglaterra es obvio que la figura central es Enrique VIII, y que sobre él y no sobre el tema de la reforma inglesa construye Calderón su tragedia.

13 Para Rivadeneyra lo que prima en Ana Bolena es su deshonestidad, reiterada a lo largo de muchas páginas: «Siendo muchacha de quince años, se revolvió con dos criados de su mismo padre putativo Tomás Boleno. Después fue enviada a Francia, y habiendo entrado en el palacio real, vivió con tan grande liviandad, que públicamente era llamada de los franceses la jaca o yegua inglesa, y después la llamaban muía regia, por haber tenido con el rey de Francia amistad» (cap. 7, 24b). A veces, no exentas de cierta ironía, como ocurre con su descripción física: «Era Ana alta de cuerpo, el cabello negro, la cara larga, el color algo amarillo, como atiriciado, entre los dientes de arriba le salía uno que la afeaba; tenía seis dedos en la mano derecha, y una hinchazón como papera, y para cubrirla, comenzó ella, y siguiéronla otras, a usar un alzacuello. El resto del cuerpo era muy proporcionado y hermoso [...]» (cap. 7,24b). 14 Parker, 1991, 307.

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Otra posible explicación puede atender a motivos propios de la praxis de la tragedia calderoniana15. Para el desarrollo del armazón trágico de la Cisma}6 no le servía a Calderón la imagen de un rey lascivo y cruel, sino la de un monarca que se debate entre pasión y razón, sometido al dilema trágico de su libertad y su destino. Si el monarca hubiera interpretado de manera correcta el devenir de los acontecimientos, su libre albedrío habría podido sobreponerse a su pasión y a su destino fatal. Así, Calderón presenta al inicio de la obra un personaje aparentemente dominado por la rectitud y la cordura, aférrimo defensor de la fe, hasta el punto de escribir un libro contra la heregía luterana17. De «celebrado, prudente, docto y sabio» (vv. 265-71)18 lo tilda Tomás Boleno, comportamiento ejemplar que se tambalea al percibir el espectador/lector el estado de zozobra que produce su sueño con Bolena. Poco a poco se puede ir percibiendo la violenta pasión erótica que se esconde tras esa razón, explicitada más tarde en la materialización del sueño al final de la primera jornada (cuando se encuentra con esa «sombra divina, imagen bella», v. 1). Enamorado entonces perdidamente de Ana Bolena, presa ya de sus pasiones, el rey se verá abocado a una anulación de su personalidad bajo el influjo perverso de Ana. Comienza la degradación «real» (en ambos sentidos) de su persona, el aniquilamiento de su majestad al comentar «que las pasiones del alma/ni las gobierna el poder,/ni la majestad las manda» ( w . 930-32). Calderón señala con acierto en el devenir de la acción esta enajenación involuntaria. El rey ya no es docto ni justo.

15 Numerosos han sido los intentos de señalar la praxis de la tragedia calderoniana. Vid. Parker, 1962; Vitse, 1990, 343-444, Ruiz Ramón, 1984, 107-164 y 173-184. 16 La construcción trágica de la comedia ha sido estudiada magistralmente por el profesor Ruiz Ramón. Y sobre ella esparece Calderón la materia histórica de Rivadeneyra. Ver Ruiz Ramón, 1984, espec. 11-13 y 62-106. Merece la pena tener presentes algunas de sus consideraciones, que ilustran convenientemente el armazón trágico de La cisma. El Hado es el elemento estructural más importante que aparece en la comedia, explicitado bajo tres formas: el horóscopo, la profecía y el sueño. Mediante éstos queda establecido, desde el principio, el orden de la acción dramática, la cual consiste en el desarrollo, por medio de las peripecias, del Hado anunciado. Y este hado dramáticamente lleva implícito la noción de «orden inevitable» y de «encadenamiento fatal», produciendo así dos efectos casi automáticos: circularidad y suspense. La circularidad es clara porque la situación aludida en la primera escena se va a cumplir inexorablemente al final de la comedia; el suspense, por otro lado, es el efecto estético de concentrar la acción en un punto del futuro. Por último, otra consecuencia inmediata de la presencia del Hado como elemento estructural es el de producir el carácter bipolar de la acción dramática, puesto que el conflicto se estructura mediante la relación de oposición entre necesidad y libertad, siendo así los personajes responsables del curso de la acción, la cual depende de la interpretación que cada uno de ellos da al contenido del Hado. Además de esto, en el plano de la construcción de los personajes se caracterizan éstos por la relación de oposición también entre razón y pasión, dirigida por una fuerza rectora (ambición, soberbia, pasión amorosa), que le imprime carácter, constituyéndose en fuerza generadora de todas sus acciones, a la vez que en fuente del error de juicio que conducirá al cumplimiento del Hado. 17 Más detalles sobre el arranque de la tragedia en Ruiz Ramón, 1981; vol. I, 1983; y 1984. 18 La edición más accesible de la obra es la editada por el propio Ruiz Ramón, 1981. Se trata de una pulcra edición desde el punto de vista textual, pero que a partir de la segunda jornada presenta abundantes errores en la numeración de los versos, no imputables, seguro, al buen hacer del editor. Cito siguiendo la numeración de la edición que estoy preparando, y que será publicada en breve.

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Ahora es caprichoso; capaz de premiar a Volseo con la mitra papal sólo porque puede estar con Ana, e incapaz de atender al gobierno de su estado (cuando apenas se ocupa del embajador de Francia). Aniquilado en suma hasta convertirse en presa fácil de las intrigas de la ambición por el poder de Ana Bolena y Volseo, quien parece conocer demasiado bien al hombre que hay debajo de la corona: «Enrique es/hombre fácil y se ciega/tanto, que, si a querer llega,/no hay respeto ni interés/a que se rinda su amor» (w. 1373-77). Aniquilado hasta el punto de exclamar: «No es de amor este extremo;/mover no puedo el paso ./Algún demonio ha sido/espíritu que en mí se ha revestido»(w. 1519-22); o «Confieso/que estoy loco, sin seso» (vv. 1536-37). Como consecuencia de este estado de enajenación terminará por repudiar a su esposa, la reina Catalina. Pero Calderón tensa aún más la cuerda de la locura del rey, quien no duda más tarde en desterrar de palacio y desheredar a su propia hija María, y en propiciar la caída del propio Volseo. En estos momentos la pasión ha triunfado sobre la razón y ha empujado al rey hacia su infausto destino. Su libertad mal empleada, o mal asumida, ha acabado por materializar la pesadilla de su sueño. Si la obra hubiese terminado aquí, Ana Bolena no habría recibido castigo alguno, ni habría sido ejemplar para el espectador/lector la lección moral del castigo final. Enrique VIII tiene que «vencerse a sí mismo», aunque trágicamente sea demasiado tarde y nada tenga remedio. Y sólo la ruptura del sueño embriagador, al descubrir el amor fingido de Ana19, podía deshacer en el rey el hechizo maléfico. Y el rey despierta de ese mal sueño con la violencia que más tarde destacará Tomás Boleno, y que es componente esencial de su carácter: «El rey es sabio; y conozco/la razón; mas no me atrevo/a su espíritu furioso./Dios os consuele; que así/a riesgo mi vida pongo» ( w . 2039-43). Y es así, con la violencia de su pasión, que ordena Enrique la ejecución sumaria de Bolena, y muerta su esposa, la restitución en el trono de María. El rey ha pasado de obrar según el gusto de Bolena a imponer el suyo; y furioso obliga a su hija a tomar la corona de Inglaterra. Demasido tarde, pues la pasión por Bolena lo ha convertido en un ser derrotado, que vislumbra impotente la futura guerra que se cierne sobre su reino. Desolación y guerra que son la consecuencia lógica de, en definitiva, no haber sabido obrar como rey.

19 Aspecto muy interesante, y algo controvertido. Al rey Enrique lo que le lleva a su anulación personal es una irrefrenable pasión erótica por Bolena. El repudio de su mujer es consecuencia directa del engaño de Bolena, que no se entregará al rey al menos que sea su esposa legítima. Es el deseo concupisciente y no otra cosa lo que empuja a Enrique a obrar de la manera que lo hace. Cuando descubre por casualidad juntos a Carlos y Ana Bolena, es la posibilidad de no saberse único, de los celos como no cabía esperar de un carácter violento como el suyo, lo que precipita su desengaño y castigo. Como dice el propio rey: «¡El alma dudosa vive/entre el temor y el respeto!/La que duda, ya concibe/la ofensa, y en esta parte/bastará que se imagine. A7 mujer que a dudar llega,/¿cuándo, cuándo se resiste?» (w. 2573-79).

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Otra posible causa, la última que considero aquí, relaciona esa sorprendente metamorfosis de la figura del rey, que como señalé antes, tanto llamaba la atención de Parker, con los principios del decoro dramático y moral. Acierta Arellano20 cuando comenta que «el protagonista real, según las propias convenciones de la tragedia y las lealtades ideológicas vigentes, ha de mantenerse a un nivel de dignidad superior». Bances Candamo, aunque discípulo tardío de Calderón21, ilumina convenientemente este aspecto cuando comenta otra comedia con protagonista real inglés, El conde de Essex de Coello, indicando que: «Precepto es inviolable de la comedia que ninguno de los personajes tenga acción desairada ni poco correspondiente a lo que significa [...]. Pues ¿cómo se ha de poner una princesa indignamente? Y más cuando la poesía enmienda a la Historia». Bances apostilla también en otros pasajes de su Teatro, que «aunque sea del palacio de la China, sólo por el nombre lleva el poeta gran cuidado en poner decorosa la alusión, venerando por imágenes aun las sombras de lo que se puede llamar real»22. No cabe duda que para el dramaturgo finisecular la majestad excede cualquier imperfección humana23, emanando una especie de estado de gracia que exige a su vez al rey un comportamiento y cultivo de las virtudes reales24. Si bien, Calderón es menos explícito en este sentido, no hay que olvidar que parte de su producción dramática (autos sacramentales como El segundo Blasón del Austria, El lirio y la azucena) incide en la propaganda teológico-política de la Casa de Austria25, donde todas las modulaciones que adquiere la interpretación de la monarquía se asientan sobre los principios dramáticos del decoro de la figura regia. Estamos, por tanto, ante la doctrina de la depuración ennoblecedora que Calderón cultiva con mayor sutileza que Bances. Y que efectivamente convierte al rey Enrique en una figura radicalmente diferente a la que podríamos observar en la fuente de Rivadeneyra. Sin embargo, bien es cierto que hay un ennoblecimiento dramático del personaje real, pero que en ningún momento esconde su error, y el castigo (principio de justicia poética en palabras de Parker) que merece la desordenada pasión que lo lleva a destruir la paz y el orden en Inglaterra. El itinerario de un rey que a lo largo de la comedia es incapaz de «vencerse a sí mismo», salvo cuando es demasiado tarde, conlleva al final el mayor de los castigos. Ha fracasado como rey, y por tanto es indigno de su designación como tal, además de que la pérdida de la majestad acarrea la destrucción del estado y de la colectividad de sus subditos. No hay que olvidar que el final

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Ver Arellano, 1994, 42-49, espec. 48-49. Ed. Moir, 1970, 35. Ed. Moir, 1970, 34-35. Ver las palabras de Tomiris en Cuál es afecto mayor (Bances Candamo, 1722, vol. 1,409: «Reina soy, y son los reyes/de la especie de las almas,/no hay sexo que los distinga/cuando el laurel los enlaza,/que la majestad excede/toda imperfección humana». 24 Vid. más detalles en Arellano, 1999, 164-69. 25 Vid. la edición, 1997, de El segundo Blasón del Austria de Calderón. Y más en concreto, Rull, 1983, vol. II, 759-67.

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de La cisma de Inglaterra es una «apertura a la guerra y a la destrucción, al fracaso, en suma, del rey en su papel de monarca», como recuerda Arellano26. La metáfora de «los dos cuerpos del rey»27 creo ilustra con bastante exactitud la magnitud del castigo que recibe Enrique. La idea del carácter doble del monarca, humano y divino a la vez, mortal e imagen perfecta de la monarquía, concebida a imagen de Cristo como prolongación de Dios en la tierra para el gobierno temporal, explica la teoría filo-teosófica de que el rey nunca muere, pues aunque el cuerpo natural desaparezca, el cuerpo político está destinado a perdurar, y a permanecer siempre a salvo de las incapacidades del cuerpo natural. La reina Catalina sufre la pérdida de su cuerpo natural, pero conserva intacto su cuerpo político, de ahí que al final de la tragedia sea restituida en el trono su hija María28. Enrique VIII, por el contrario, no perderá su cuerpo natural pero sí el político, al romper de manera clara el vínculo que debe unir la monarquía con la función redentora de Dios. El cisma, a ojos de Calderón, tiene como última consecuencia la no legitimación de Enrique como rey. La comedia no podía finalizar de otra manera que con la abdicación del monarca en favor de su hija la infanta María y el incierto y angustioso futuro que se cierne sobre Inglaterra. Quisiera hacer una última reflexión antes de acabar. Calderón, como he señalado arriba, ejerce el principio de justicia poética al castigar a Enrique, y si bien practica la doctrina de la depuración ennoblecedora en la figura del monarca, tampoco podía anular de manera taxativa la descripción del rey que presentaba Rivadeneyra. Tengamos presente que posiblemente para un espectador/lector de la España contrarreformista del XVII, la imagen real de un Enrique VIII fuera la descrita por Rivadeneyra. Esto resulta plausible si tenemos en cuenta que la obra del padre jesuita es durante el siglo XVII «una de las obras más populares de España», que cuenta con varias ediciones, como escribe Vicente De la Fuente en su introducción a la edición del texto29, popularidad refrendada por el testimonio del propio monarca Felipe IV quien la consideraba como una de sus lecturas favoritas30. Esto apunta hacia el esfuerzo que tuvo que hacer Calderón por conciliar esta imagen de su protagonista, la que compartían Rivadeneyra y los coetáneos del dramaturgo, a sus propias intenciones creativas y estéticas. Calderón no anula la imagen lasciva de un rey, sino que la esconde, o con extraordinaria habilidad dramática, diríamos, la apunta sin hacerla explícita. En este sentido me parece revelador el comienzo de la comedia (al que ya he aludido) donde se dramatiza en escena un sueño31, donde el espectador asiste a la representación del contenido mismo del sueño, y a la presencia

26 Ver Arellano, 1994,42-49, espec. 48-49. 27 Para mayores detalles y testimonios muy reveladores, vid. González García, 1998, 80 y ss. 28 Es precisamente Enrique quien realiza esta «migración» del cuerpo político al final de la obra: «ya que a tu madre no/pude, aunque tanto la quise/restituirla en su reino/quiero en él restituirte ./Para ella será la gloria/cuando del cielo le mire» ( w . 2728-33). 29 1952. La introducción ocupa las 177-79, cita en 177. El texto, 181-357. 30 Ver «Autosemblanza de Felipe IV», 1958,232b. Este fragmento epistolar es recogido por Fox, 1986, 7. 31 Vid. más detalles en Ruiz Ramón, 1984, 65 y ss.

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del propio soñador y de una hermosa mujer, con apariencia de sombra, empeñada en destruir la acción de escribir en que se encuentra el primero. El sueño de Enrique anuncia certeramente cuanto va a ocurrir, a la vez que sume en la angustia y en el terror al rey. Su turbación añade datos significativos que aclaran poco a poco la ambigüedad del sueño (está escribiendo sobre el sacramento del matrimonio). Ruiz Ramón32 señala el modo en que «muy sutilmente el dramaturgo sugiere que el sueño no es sólo causa del conturbado estado de ánimo del rey, sino efecto o, tal vez más exactamente, revelación de una disposición subconsciente, donde aflora, desde el subsuelo de su personalidad básica, la raíz de la pasión que lo definirá como personaje». Esto es, Calderón sugiere la pasión erótica que subyace en el interior del personaje. Pasión que hacía falta subrayar mínimamente, puesto que estaba de sobra presente en el horizonte de espectativas del público, para quien la figura y comportamiento de Enrique VIII eran muy conocidos. Bibliografía Capítulo I «Autosemblanza de Felipe IV», «Apéndice II» de las Cartas de Sor María de Jesús de Agreda y de Felipe IV, ed. de Carlos Serrano, Epistolario español, vol. 5, BAE CIX, Madrid, RAE, 1958. Arellano, Ignacio, «Historia y teatro en el Siglo de Oro. El ejemplo de Calderón», Historia y vida, 74, núm. extra, 1994, 42-49. Convención y recepción. Estudios sobre el teatro del Siglo de Oro, Madrid, Gredos, 1999. Bances Candamo, Francisco A. de, Poesías Cómicas, Madrid, Blas de Villanueva, 1722, 2 vols. Theatro de los theatros, ed. de Duncan W. Moir, London, Tamesis, 1970. Cabantous, M., «Le schisme d 'Angleterre vu par Calderón», Les Langues Neo-Latines, 62, 1968,43-58. Calderón de la Barca, Pedro, La cisma de Inglaterra, ed. de Francisco Ruiz Ramón, Madrid, Castalia, 1981. El segundo Blasón del Austria, ed. de Ignacio Arellano y M. Carmen Pinillos, Autos sacramentales completos 14, Pamplona-Kassel, Universidad de Navarra-Edition Reichenberger, 1997. Escudero, Juan Manuel, «El uso de la historia en Calderón. Tragedia e historia en La cisma de Inglaterra», en Ma Carmen Pinillos y Juan M. Escudero (eds.), La rueda de la Fortuna. Estudios sobre el Calderón trágico, Kassel, Reichenberger, 2000, en prensa.

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La construcción de los caracteres en La cisma de Inglaterra

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