La cultura global: sueños, pesadillas y escepticismo

www.cholonautas.edu.pe / Biblioteca Virtual de Ciencias Sociales La cultura global: sueños, pesadillas y escepticismo John Tomlinson* ¿Promete la mo

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La cultura global: sueños, pesadillas y escepticismo John Tomlinson*

¿Promete la modernidad global generar una "cultura global"? En cierto sentido podría decirse que ya ha aparecido una. Como plantea Ulf Hannerz: Ya hay una cultura mundial, pero debemos estar seguros de entender lo que significa (...) No ha ocurrido ninguna homogeneización total de los sistemas de significado y expresión ni parece probable que tenga lugar, por ahora. Pero el mundo se ha convertido en una red de relaciones sociales y entre sus regiones se produce un flujo de significados, así como personas y mercancías. (Hannerz 1990:237)

Por supuesto, lo que Hannerz quiere decir es que en nuestro sentido preferido de conectividad compleja, hay una globalización de la cultura. Este contexto de la integración -la interconexión- de las prácticas y experiencias culturales en todo el mundo puede ser entendido muy ampliamente como una cultura mundial. En el capítulo 1, cuando analizamos las ideas de Roland Robertson acerca del "mundo como un lugar único", vimos una versión teóricamente refinada de esta clase de contexto global básico de unicidad. Pero Hannerz, correctamente, da a entender que esta noción tiene que ser diferenciada del criterio esgrimido con más fuerza, y con más frecuencia, de una cultura global como un solo sistema homogeneizado de significados. En este sentido más fuerte, una cultura global se refiere al surgimiento de una cultura única que abarca absolutamente a todos en el planeta y reemplaza la diversidad de sistemas culturales que ha florecido hasta el momento.

Ahora bien, es evidente que dicha cultura no ha llegado. Pero, a pesar de que Hannerz se muestra comprensiblemente escéptico con respecto a su aparición en el futuro cercano, es interesante señalar que tiene el sentido común de no descartar por completo esa posibilidad. Al analizar el surgimiento de una cultura global en este sentido *

En Globalización y Cultura. México, Oxford University Press, 2001, pp. 83-124. (Edición original en John Tomlinson, Globalization and Culture. The University of Chicago Press, 1999).

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más fuerte, nos adentrarnos en un discurso esencialmente especulativo Las cuestiones que abordamos se relacionan con lo posible, lo probable, así como con la lectura de las tendencias y las indicaciones. Pero también constituyen cuestiones que, por una parte, son el resultado de las esperanzas y las aspiraciones de un mundo mejor que una, mejore y pacifique toda la existencia humana, o que, por la otra, son consecuencia de los temores de una distopia1 en la que la diversidad de la cultura global quede reducida a una versión dominante, empobrecida y homogeneizada. De ese modo, históricamente, el discurso de una cultura global en cierne ha sido articulado en gran medida alrededor de la amenaza y la promesa, el sueño y la pesadilla.

En este capítulo exploramos este discurso especulativo no tanto con el ánimo de sopesar el equilibrio de las probabilidades, sino como un esfuerzo por entender las esperanzas, los temores y las suposiciones que han suscitado estas especulaciones, así como sus implicaciones para una postura crítica con relación a la conectividad compleja de la modernidad global. Primero veremos algunos aspectos de la tradición histórica del pensamiento sobre una cultura global en el periodo moderno y su carácter utópico. Después analizaremos con más detalle las formas en que se ha considerado que una cultura global es una amenaza, más que una promesa: las imágenes distópicas del imperialismo y la homogeneización culturales. Por último, examinaremos algunas de las fuentes contemporáneas del escepticismo acerca de la idea general de una cultura global nueva. En particular, trataremos de comprender cómo alimenta esta posición escéptica el énfasis en la resistencia de las identidades nacionales. Aunque estamos de acuerdo con ciertos aspectos de este escepticismo, en la parte final del capítulo presentamos algunas críticas al planteamiento "centrado en los Estado Nación", lo que nos llevará a puntos de vista más matizados, que elaboraremos en el resto del libro, sobre cuales serían las características emergentes de una cultura globalizada, si no global.

Sueños: fantasías históricas de una cultura global

Desde luego, la idea de una cultura global no es algo que sólo quepa imaginar en esta fase acelerada de la modernidad global. En la era moderna han surgido diversos sueños y especulaciones acerca del advenimiento de una cultura global que, en mi

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Conservamos el anglicismo distopia como traducción literal del inglés dystopia, significando, como antitesis de utopía, un lugar imaginario en el que predominan condiciones extremas de opresión, terror y expolio. (N. del R.T.)

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opinión, se dejan interpretar en relación con el surgimiento del proceso de globalización y arrojan luz sobre el tema que se nos presenta hoy en día.

Si adoptáramos un criterio muy amplio, tendríamos que incluir aquí todas las concepciones culturales por las que una cultura se colocó en el centro de las cosas y se declaró, para todos los efectos, "el mundo". Hay diferentes versiones de este etnocentrismo, comenzando por el caso simple de algunas culturas premodernas que hasta hace relativamente poco se mantuvieron aisladas en lugares remotos, como el pueblo inuit de la región polar o las sociedades tribales apartadas en la cuenca del Amazonas o Nueva Guinea. Para dichos pueblos, su mundo era, naturalmente, el mundo, y es de creer que su identidad cultural no fue perturbada por culturas rivales. Esto que llamaríamos etnocentrismo ingenuo persistía también, por ejemplo, en los primeros contactos entre los pueblos nativos del Nuevo Mundo y los europeos. Los indios americanos se referían a sí mismos como seres humanos (la traducción literal de varios nombres de las tribus aborígenes) para diferenciarse de los extranjeros. Así, el orador onandaga Sadekanaktie dijo en 1694 que "nosotros los seres humanos, somos los primeros y los mayores y los más grandes. Estas partes y países fueron habitados y pisados por los seres humanos antes de que hubiera fabricantes de hachas [europeos]" (citado en Calloway 1994:20).

Sin embargo, los casos más interesantes son aquellos en los que el etnocentrismo se manifiesta como una ideología más acabada ante la evidencia de otras culturas con reivindicaciones opuestas. Se observa una especie de línea divisoria entre estos casos en el ejemplo del primer intento por establecer contactos diplomáticos y comerciales entre el rey Jorge III de Inglaterra y el emperador chino Chien Lung en 1793. Para el emperador del Reino Medio e "hijo del Cielo" era inconcebible que el enviado de Jorge, lord McCartney, fuera admitido en la corte celestial, pues

nuestras ceremonias y códigos legales difieren tanto de los suyos que, aun si su enviado fuera capaz de adquirir los rudimentos de nuestra civilización, a usted no le sería posible trasplantar nuestros modales y costumbres a su tierra extranjera (...) En mi dominio sobre el ancho mundo, no tengo más que un objetivo, a saber, mantener un gobierno perfecto y cumplir los deberes del Estado [...] No le concedo valor alguno a objetos extraños o ingeniosos y de nada me sirven las manufacturas de su país. (Citado, Toynbee 1948:72; las cursivas son mías.)

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Podría decirse que la actitud de Chien ocupa una suerte de lugar de transición entre el etnocentrismo seguro de sí mismo de los imperios mundiales premodernos, que existían en relativo aislamiento e ignorancia recíproca, y un mundo de modernidad global en el que los reclamos de superioridad cultural adquieren una forma ideológica diferente, más consciente y deliberada. Chien, por supuesto, juzgó mal el poder militar y tecnológico de los ingleses (para él, "los bárbaros del Mar del Sur") para imponer su presencia, como hicieron 50 años más tarde en las guerras del opio. Pero su actitud cultural como heredero de una civilización autosuficiente de 2 000 años de antigüedad es perfectamente

comprensible.

Y,

desde

luego,

es

una

actitud

que

tiene

su

correspondencia en las premisas de superioridad cultural de los europeos. Por ejemplo, Hegel, escribiendo poco después del discurso de Chien, consideró que la civilización china tenía "una existencia vegetativa natural" y creyó que el "destino necesario de los imperios asiáticos (...) es el sometimiento a los europeos" (Hegel, Filosofía de la historia, citado en Shohat y Stam 1994:90). Entonces, el etnocentrismo no desapareció con la Ilustración europea2, sino que se volvió más consciente y dependiente del "otro" para sostener los mitos de la superioridad cultural. Por ejemplo, en el análisis del discurso orientalista de Edward Said se observa claramente que los mitos de Oriente que sostuvieron al imperialismo europeo del siglo XIX no se basaron nada más en la seguridad en su propia cultura y la ignorancia fanfarrona del otro no europeo, sino en la elaboración discursiva deliberada -en una "geografía imaginaria"- del Oriente como el opuesto binario de los valores y los usos fundamentales de Europa (Said 1985). Paradójicamente, el etnocentrismo en el periodo moderno puede ser descrito como reflexivo. Esto se debe a que la imaginación etnocéntrica -y los proyectos de dominación cultural que autorizó- sólo es posible con una interpretación deliberada atenta a otras culturas que la dominante considera su espejo favorecedor. En este sentido, los mitos de la civilización europea moderna y el "imperialismo cultural" de Occidente desde el siglo XVIII aparecen como rasgos concomitantes de una nueva modernidad global y reflexiva. Estas proyecciones culturales sobre una pantalla universal no son, en su mayoría, vestigios de la premodernidad ni pueden ser consideradas reacciones al proceso de globalización: afirmaciones tercas y

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O incluso ese pluralismo y "el relativismo cultural" comienzan con ella. Por ejemplo, véase el extraordinariamente "moderno" ensayo de Michael de Montaigne, “Sobre lo Caníbales", escrito en la segunda mitad del siglo XVI. Ahí, Montaigne rechaza la idea de que los caníbales- los habitantes de la costa de Brasil y acerca de los cuales había leído en los relatos de la conquista del nuevo mundo- deben ser considerados como bárbaros: pienso (a partir de lo que se me ha dicho) que no hay nada salvaje o bárbaro en estas personas, pero el hombre llama bárbaro a todo aquello a lo que no está acostumbrado; lo que sucede realmente es que no tenemos otro criterio de verdad o de la verdadera razón, a no ser el ejemplo y la forma de las opiniones y costumbres de nuestro propio país" (Montaigne 1995:5-9).

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autocomplacientes de la superioridad de "nuestra cultura" como un baluarte contra la amenaza de la pluralidad cultural. Más bien, hay que verlas como afines al surgimiento de un sistema de Estados nacionales ordenado reflexivamente (la conciencia reflexiva incorporada a las conceptuaciones políticas de fronteras, de soberanía, etc.) e incluso a las ideas de pluralidad e inconmensurabilidad de las culturas que a finales del siglo XVIII comenzaron a leerse con más fuerza en críticos del etnocentrismo como Johann Gottfried Herder3

Por tanto, fue en el marco del mismo contexto amplio de la nueva conciencia cultural de unicidad y proximidad donde aparecieron las diversas especulaciones utópicas sobre una cultura mundial de los siglos XVIII y XIX. Aunque, por supuesto, no es posible separarlas completamente de las líneas ideológicas de las historias culturales universalizadoras narradas desde la posición de Occidente, si proceden de un punto de vista en cierto modo diferente: la aspiración de lograr un reino unificado y, lo que es aún más importante, pacificado, basado en el tema de la Ilustración de la "unidad superior de la humanidad". El "cosmopolitismo" del pensamiento político dieciochesco (por ejemplo, en las reflexiones de Kant4 Hume, Voltaire, Leibniz o Benjamín Franklin) con todo y que constituye

en

esencia

una

"mundialización"

europea,

articule

un

sentido

de

interdependencia e intereses comunes genuinamente globales. Como dice Thomas Schlereth (1977: XII- XIII), estos pensadores "abrigaban una convicción en la solidaridad humana y la uniformidad de todo el mundo. Como tal, el ideal [cosmopolita] se alió al humanismo, el pacifismo y una sensación creciente (aunque ambivalente) de igualdad humana universal [que] fue la justificación de la participación de los filósofos en los numerosos movimientos reformistas humanitarios del siglo XVIII. Ahora bien, como explica Schlereth, a menudo estos ideales se articularon en una relación ambigua e incluso contradictoria con otras ideas menos progresistas "en la forma de una transigencia con el nacionalismo, la conciencia de raza", etc. Pero lo fundamental es que expresan un sentido de la posibilidad percibida y la conveniencia de una sociedad y una cultura global común. Quizá esto se muestra más a las claras en Leibniz, partidario de la idea de que hubiese en el mundo una sola sociedad, un solo sistema de gobierno, una sola religión, un solo idioma y una sola cultura: "Soy indiferente a lo que constituye un

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Veáse Thompson (1990:125 y ss) para un análisis del concepto pluralístico de Herder y su influencia en etnógrafos del siglo XIX como E. B. Tylor y, por tanto, en la nueva tradición antropológica.

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El "cosmopolitismo" de Kant ha sido quizá el que más ha influido en el pensamiento político internacional moderno. A pesar de su idealismo, sería un error calificar como utópicas sus ideas acerca de un orden político cosmopolita, ya que estaba plenamente consciente de las grandes dificultades que oponen los intereses nacionales (Turner 1990:349) y propuso lo que en esencia constituyó una solución federal. Para análisis modernos realizados en este espíritu. véase Bobbio (1995), Archibugi (1995) y Held (1995).

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alemán o un francés, porque sólo me debo al bien de toda la humanidad" (citado en SchIereth 1977: XXV).

Es en esta compleja y a menudo contradictoria mezcla de proyección cultural etnocéntrica, conciencia creciente e intercambio con otras culturas, humanismo cosmopolita y, muy importante, la promesa de una repercusión social de los avances tecnológicos, donde apreciamos el globalismo utópico de los pensadores radicales del siglo XIX como Marx. Sobre la base de una tradición de internacionalismo socialista que se remonta a Saint-Simon, Marx pinta un cuadro particularmente vigoroso de una cultura global al describir una sociedad comunista futura. Se trata de un mundo en el que han desaparecido las divisiones entre las naciones, al igual que todos los demás vínculos locales y específicos, incluyendo las creencias religiosas; un mundo con un idioma universal una literatura mundial y gustos culturales cosmopolitas.5 Hay varias características interesantes en la visión de Marx, la primera de las cuales es el sentido notablemente moderno del efecto de la globalización económica -el capitalismo transnacional- en la cultura. Así, por ejemplo, en el Manifiesto comunista formula una proyección a partir del efecto de la burguesía que imprime "un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de cada país":

En lugar de las antiguas necesidades, satisfechas con productos nacionales, surgen necesidades nuevas que reclaman para su satisfacción productos de los países más apartados y de los climas más diversos. En lugar del antiguo aislamiento de las regiones y naciones que se bastaban a sí mismas, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y esto se refiere tanto a la producción material como a la intelectual. Las creaciones intelectuales de una nación se convierten en patrimonio de todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales son cada vez más imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y locales aflora una literatura universal. (Marx y Engels 1969: 52-53)

Pero Marx -aquí el teórico de la globalización avant la lettre- combina un análisis agudo del poder del capitalismo transnacional que "debe anidar en todas partes, asentarse en todas partes, establecer conexiones en todas partes” con una marcada ambivalencia en lo referente a sus efectos culturales. Por supuesto, reconoce todas las 5

Las especulaciones de Marx sobre la futura sociedad comunista son más bien fragmentarias y se encuentran dispersas e su obra. En general, se resistía a proporcionar una argumentación sistemática para distanciarse de lo que consideraba un "socialismo utópico" ingenuo, no basado en el materialismo histórico. No obstante, ofrece muchos ejemplos concretos de cómo sería la vida en el comunismo. Bertell Ollman (1979) los reúne en su ensayo Marx´s Vision of Communism.

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calamidades que el capitalismo deja tras de sí (después de todo, es el principal reclamo del Manifiesto), así como las seudosatisfacciones superficiales en forma de mercancías; pero acoge con agrado el modo en que la era burguesa elimina las "civilizaciones" premodernas en el camino hacia la revolución venidera y la era comunista, la cual, insiste, "sólo puede tener una existencia 'histórica mundial'" (Marx y Engels 1970: 56). Para este fin, Marx se alegra de ver la destrucción de las culturas no europeas. El Manifiesto continúa: Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y al constante progreso de los medios de comunicación, la burguesía arrastra a todas las naciones a la civilización, hasta las más bárbaras. Los precios bajos de sus mercancías son la artillería pesada que derrumba toda las murallas de China y hace capitular a los bárbaros más fanáticamente hostiles a los extranjeros. (1969: 53)

Esto se nos presenta hoy en forma de un eurocentrismo casi vulgar, que se hace eco de la actitud de Hegel con respecto a Asia. Aunque Marx condena la crueldad y la estupidez de las acciones imperialista inglesas en la India y China, considera que "cualesquiera que hayan sido los crímenes cometidos por Inglaterra, fue el medio inconsciente de la historia que posibilitó una revolución fundamental en el estado social de Asia";6 es decir, la que libró a las sociedades asiática de su "antiguo despotismo", de su "autosuficiencia" y de su "estancamiento" para que avanzaran hacia la revolución comunista histórica mundial.

El hecho es que Marx es un humanista cosmopolita convencido que desprecia el nacionalismo y el patriotismo, a los que considera fuerzas reaccionarias en todas las sociedades que se oponen a los verdaderos intereses cosmopolitas del proletariado: los obreros del mundo. Al leerlo, se percibe una impaciencia generalizada con la particularidad y la estrechez de toda "cultura local”, a la que relaciona con lo que denomina el idiotismo de la vida rural (1969: 53), "que limita al máximo el alcance de la mente humana, la convierte en el instrumento dócil de la superstición, la hace esclava de las reglas tradicionales y la priva de todo lo grandioso" (Marx 1973b: 306). Esto no sólo es impaciencia con el "atraso" de Asia, sino también con todas las manifestaciones de lo tradicional, lo premoderno, en tanto que representan las limitaciones generadas por lo local.

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Citados en Said (1935: 153). Said también analiza el "orientalismo" ambiguo de Marx.

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Desde nuestra perspectiva, en los albores del siglo XXI no es difícil reconocer la proyección eurocéntrica de las ideas de Marx, así como los errores de su pensamiento histórico y revolucionario que lo llevaron a subestimar el poder perdurable de los vínculos étnicos y religiosos (o su transformación en nacionalismo) en la modernidad. Por tanto, cabría recelar mi imperialismo cultural implícito en su visión global y dudar de sus probabilidades de materializarse; sin embargo, también admitiríamos los genuinos ideales humanistas que dan forma a su postura universalizadora y el sentido de la posibilidad inminente de un orden global armonioso surgido de un cambio revolucionario señalado, en su opinión, por el tumulto de la modernidad global que ve en la era burguesa (Berman 1983). La posición de Marx con respecto a una cultura global ejemplifica en cierta medida la ambigüedad de la idea. Al igual que el nacionalismo, la idea de la globalidad se nos aparece como las "dos caras de Jano". Por una parte están los atractivos evidentes de crear un mundo único en interés de la paz, de la acción concertada con relación a los problemas ambientales globales, del reconocimiento de nuestra "humanidad común" e incluso, quizá, de la emancipación de la estrechez cultural local que Marx deseaba. Pero, por la otra, hay el temor a la homogeneización de la cultura y la sospecha de que cualquier especificación destinada a una cultura global reproducirá una versión dominante, que se convertirá en la versión de la manera en que se debe vivir.

Hasta cierto punto, las ideas contemporáneas de la cultura global coexisten en diferentes discursos ideológicos más o menos sensibles a los problemas del etnocentrismo y la dominación cultural. Así, las ideas de un mundo único enarboladas por el movimiento pacifista (por ejemplo, Boulding 1988) se distinguen fácilmente de la retórica global corporativa de la CNN, el autodenominado pregonero de la aldea global7. Sin embargo, si examinamos una cuestión que podría considerarse fundamental para la idea de una cultura global (la de un idioma internacional), observaremos algunos aspectos de la ambigüedad ideológica esencial del concepto. En sus reflexiones, quizá Marx fue influido por el creciente interés que despertó en el siglo XIX la elaboración de idiomas universales artificiales (véase Crystal 1987: 354 y ss.). El más conocido y duradero, el esperanto, fue difundido por Ludwik Zamenhof en 1887, cuatro años después del fallecimiento de Marx. Los partidarios de los idiomas artificiales destacaban sus posibilidades para superar los problemas de la comunicación en aras de la paz y la 7

La cita es del jefe de recopilación de noticias de la CNN, Ed Turner (no confundirlo con Ted), hablando en el programa televisivo Distress Signals, transmitido en la serie Channels of Resistance del canal 4, en abril de 1993. Compare la retórica más "modesta” de Ted Turner en un discurso pronunciado ante la Conferencia Panasiática de Televisión por Cable y Satélite, celebrada en Hong Kong: "Nunca salimos de

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comprensión internacional. Actualmente, la UNESCO respalda la enseñanza del esperanto y su organización institucional, la Asociación Universal del Esperanto disfruta de un estatus consultivo en ésta y otras dependencias de Ia ONU. El principio de los idiomas artificiales es que no deben desplazar a los idiomas naturales, sino actuar como una linguae francae que, por ser artificial, no privilegia ninguna de aquéllas. Pero esto sólo se hace realidad dentro de límites muy estrechos. El esperanto, por ejemplo deriva su léxico y su escritura de los idiomas clásicos y modernos de occidente de Europa -el latín, el griego, las lenguas romances y las germánicas- y, por consiguiente, en este sentido es completamente eurocéntrico.

Aunque el esperanto aún tiene sus seguidores, es evidente que no se convertirá en el idioma internacional y que los verdaderos candidatos son los idiomas naturales más exitosos -es decir, aquellos que hablan más personas- como (en orden descendente) el chino mandarín, el inglés, el español, el árabe o el indostano. Sin embargo, es evidente que hay otra jerarquía, la de ciertos idiomas considerados internacionales (de hecho, linguae francae) o sea, el segundo idioma más hablado, el del comercio internacional, de los medios de comunicación, el científico, el académico, etc. Según todos los indicadores, el inglés se encuentra indiscutiblemente en la cima de esta jerarquía. Por ejemplo, "se escribe en inglés más de dos terceras partes de los textos de los científicos del mundo y tres cuartas partes de la correspondencia mundial, [y] de toda información de los sistemas de recuperación electrónica del mundo, 80% se almacena en ese idioma" (Crystal 1987: 358). Así, se ha creado una división ideológica entre los que celebran esta concentración lingüística como la posible victoria del hombre en Babel y los que abogan por la necesidad de defender otros idiomas, en particular idiomas de las minorías, a fin de contrarrestar la amenaza que representa el avance del inglés.

Por ejemplo, el filósofo estadounidense Roy Weatherford se declara feliz de ver que el inglés desplaza al resto de los idiomas a causa del "predominio de Estados Unidos de América en su condición de superpotencia militar, económica y del mundo del entretenimiento" en la creencia (quizá prematura) de que esto garantizará la paz mundial, que "los peores temores de los patriotas y chovinistas de todas partes se harán realidad de un momento a otro: finalmente estamos a punto de convertirnos en un mundo, un gobierno, una cultura (Weatherford 1993:117)8 aquí para decirle a los demás cómo dirigir una estación de televisión. Sólo traemos nuestro pequeño satélite CNN International y ahora todos intentan copiarlo" (Turner 1994: 39) 8

En su libro World Peace and Human Family, Weatherford intenta defender la tesis de que “la paz mundial es conveniente y puede ser alcanzada a través de un gobierno mundial y una cultura mundial arraigada en la noción de la familia humana" (Weatherford 1993: x). Es un texto curioso y de muchas formas

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En el otro extremo de este espectro ideológico encontramos al pensador George Monbiot, un defensor del localismo ambiental y cultural. Monbiot aboga por la defensa de los idiomas minoritarios que se encuentran en peligro (el asombroso fenómeno contemporáneo de acelerar “la muerte de los idiomas"), por la doble razón de su importancia para la identidad cultural y la integridad de las comunidades locales, y también precisamente porque la diversidad lingüística y, por ende, la cultural, promueven la paz: "A medida que desaparecen los idiomas, la pérdida concomitante de significados pone en riesgo la capacidad de todos de llevar una vida pacífica y provechosa [...] Sin pluralismo no puede haber paz. En la sociedad, al igual que en los ecosistemas, la diversidad garantiza la estabilidad" (Monbiot 1995).9 El sueño utópico de uno puede ser la pesadilla distópica de otro.

Pesadillas: la cultura global como imperialismo cultural

La cuestión del dominio idiomático y la amenaza a la diversidad lingüística nos conducen al problema más amplio del imperialismo cultural: la idea de que una cultura global, de una forma u otra, tiende a convertirse en una cultura hegemónica. Esta interpretación pesimista de la idea de una cultura global ha sido la más prominente del siglo XX. En efecto, hay razones para argumentar que la teoría del imperialismo cultural fue una de las primeras teorizaciones de la globalización cultural. Como dice Jonathan Friedman, el discurso del imperialismo cultural, de hacia finales de la década de 1960, tendió a crear las condiciones para las críticas iniciales de la globalización en la esfera de la cultura, esquematizada como "un aspecto de la naturaleza jerárquica del imperialismo, es decir, la hegemonía creciente de las culturas centrales, la difusión de los valores, las mercancías y el modo de vida estadounidenses" (Friedman 1994: 195).

La idea de imperialismo cultural ha sido fuertemente criticada y, como resultado, es una posición mucho menos frecuente en los círculos académicos de la década de 1990 que en las décadas de 1970 y 1980. Sin embargo, la idea conserva su relevancia en tanto que se ha convertido en parte del vocabulario cultural general de las sociedades

idiosincrásico, pero lo interesante, a los efectos del presente análisis, es la forma en que Weatherford mantiene una actitud benigna respecto a la diseminación de la cultura occidental (y en particular la estadounidense, en aras de la "paz mundial" 9

Pero como señala David Crystal (1987: 375), tanto las esperanzas como los temores de un idioma mundial dominante podrían frustrarse debido a la misma naturaleza de su evolución: "En la medida en que el idioma [dominante] se emplee en todos los confines del mundo [...] comenzarán a surgir nuevas formas dialectales [...] que con el tiempo resultarían ininteligibles." Un buen ejemplo de este momento dialéctico de "reinserción" cultural.

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modernas, invocada en toda clase de contextos aparte de los debates académicos. Por ejemplo, aparece a menudo en los tratamientos periodísticos de los problemas de la globalización. Para citar solamente un ejemplo, la fusión de la corporación Disney con la ABC, ocurrida en 1995, suscitó un articulo de Martin Woolacott publicado en el Guardián y en el que hace una reflexión acerca de las implicaciones de la creación de un conglomerado de medios de comunicación "tan grande como todo el sector de comunicaciones de un gran país europeo". Pero, a partir de este asunto, Woolacott pasa a analizar el dominio de la cultura global por la cultura estadounidense: "¿Qué sucederá cuando todo el planeta se convierta en Disneylandia?" (1995: 12). Aunque Woolacott no sólo reproduce los argumentos habituales de la americanización, su artículo proporciona un buen ejemplo de cuán a mano está el discurso del imperialismo cultural como respuesta a los problemas de la globalización. Pese a su sensibilidad ante los cambios contextuales generados por las recientes tendencias globalizantes, el artículo mantiene intactas ciertas premisas sobre el dominio cultural estadounidense e incluso se refiere a sus íconos: las hamburguesas, Mickey Mouse, la Coca Cola. Este argumento, unido a la rapidez con que se invoca la amenaza del imperialismo cultural en las controversias de las políticas culturales que se desenvuelven en el plano de los Estados-nación,10 pone de manifiesto una sensibilidad inagotable respecto a estas cuestiones en los discursos culturales de las sociedades del siglo XX (véase, por ejemplo, Hall 1991: 27 y siguientes).

Aunque su proposición fundamental es bastante simple -la idea de que ciertas culturas dominantes amenazan con aplastar a otras más vulnerables-, lo que se conoce como la "tesis del imperialismo cultural" abarca un conjunto de ideas muy complicadas, ambiguas y contradictorias. De hecho, el imperialismo cultural agrupa una serie de discursos de dominación bien discernibles: el de Estados Unidos de América sobre Europa, el de "Occidente sobre el resto" del mundo, el del centro sobre la periferia, el del mundo moderno sobre el tradicional, que desaparece rápidamente, el del capitalismo sobre más o menos todo y todos. He analizado con detenimiento estos discursos en otra parte (Tomlinson 1991), así como su relación con la idea de la globalización cultural (Tomlinson 1997a). En lugar de recapitular, aquí quiero centrarme en dos imágenes distópicas de una cultura global que han surgido de estos discursos críticos. La primera

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Un excelente ejemplo es la famosa disputa surgida entre Estados Unidos de América y Europa en las últimas semanas de la Ronda de Conversaciones del GATT celebradas en Uruguay en 1993. Esta disputa se centró en la demanda por parte de los europeos (particularmente Francia) de que el comercio de audiovisuales fuera excluido del acuerdo, lo que les permitiría restringir el flujo de películas y programas televisivos hacia sus países. Se trata de una forma de proteccionismo cultural- que encontró un fuerte rechazo de Estados Unidos de América. Analizo con detalle la disputa del GATT en Tomlinson (1997a). Para un análisis integral de los antecedentes culturales y económicos de la disputa, véanse los documentos en Van Hemel et al. (1996). Hamelink (1994) ofrece una buena y concisa explicación de esas políticas.

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es la noción de una cultura global dominada por las prácticas mercantilistas del capitalismo mundial, la "artillería pesada" cultural, que Marx describe con tanta agudeza. La segunda es la amenaza de que la cultura occidental prevalezca en todo el mundo, que, como ya hemos visto, escapa a la visión crítica de Marx.

Monocultura capitalista global

En el primer escenario, el poder del capitalismo transnacional para distribuir sus productos culturales en todo el mundo se proyecta hacia la distribución de una monocultura capitalista. De la incorporación de todas las culturas nacionales al sistema económico capitalista mundial se levanta una cultura abarcadora del capitalismo.

En Estados Unidos de América, uno de los defensores más coherentes y fuertes de este punto de vista es el teórico marxista de los medios de comunicación Herbert Schiller. Durante muchos años, Schiller ha planteado insistentemente que el sistema capitalista

mundial,

a

través

de

sus

principales

agentes,

las

corporaciones

transnacionales, absorbe de manera implacable todas las sociedades. En su formulación original, Schiller destacaba el poder predominante del capitalismo estadounidense, aunque luego reconoció el creciente carácter internacional del capital y, de forma más general, dirigió sus críticas hacia el sector corporativo transnacional. Sin embargo, no deja de vincular, al modo característico de la perspectiva del imperialismo cultural, la cultura capitalista con la estadounidense o, como la llama con la intensidad habitual: "la bazofia cultural homogeneizada del Atlántico Norte" (Schiller 1985: 19). Esta vinculación, aunada a una base empírica más bien vaga (la tendencia a la lógica funcionalista e incluso guiños de la teoría de la conspiración), ha hecho de la obra de Schiller objeto de numerosas críticas (Boyd Barrett 1982, Fejes 1981, Lull 1995, Thompson 1995, Tomlinson 1991). No abordaré aquí estos problemas del trabajo de Schiller más bien, quiero valerme de su postura como medio de introducirnos en la idea de una cultura global como una cultura capitalista global. A pesar de sus problemas, las opiniones de Schiller, como ha dicho John Thompson (1995: 173), han sido extremadamente importantes para establecer una perspectiva crítica de la estructura de poder de la globalización cultural, aunque sólo sea por su tenaz enfrentamiento a algunas de las fuerzas institucionales más poderosas del mundo.

Según Schiller, el poder económico y político de las transnacionales y su alcance global está acompañado por el poder ideológico de definir la realidad cultural mundial. Así, él considera que las corporaciones transnacionales de los medios de comunicación

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se encuentran integradas completamente al sistema capitalista mundial y desempeñan un papel funcional en su expansión: "En sus imágenes y mensajes, transmiten las convicciones y las perspectivas que crean y refuerzan el apego de sus audiencias al modo en que son las cosas dentro del sistema en general" (Schiller 1979: 30). Por tanto, lo que se plantea aquí no es sólo que el capitalismo define y estructura la economía política global, sino que, en el proceso, determina la cultura global al distribuir productos comercializados de los medios de comunicación que contienen el ethos y valores del capitalismo corporativo y el consumismo. Esto se concibe en términos de una totalidad cultural, un modo de vida y una dirección del crecimiento que deben seguir las naciones subdesarrolladas (Schiller 1979: 31).

Esta forma político-económica de contemplar la hegemonía cultural sigue siendo una corriente fuerte en el análisis crítico de los sistemas internacionales de los medios de comunicación. Por ejemplo, en un texto de 1997, Herman y McChesney secundan decididamente la tradición de la obra de Schiller. Su libro The Global Media hace una referencia en su subtítulo, "Los nuevos misioneros del capitalismo global". En este libro ofrecen pruebas convincentes de la concentración e integración aceleradas de la propiedad y el control de los sistemas de los medios internacionales de comunicación en manos de unas pocas e importantes transnacionales: Time Warner, Disney, News Corporation, Viacom, Bertelsmann y otras. El trabajo de Herman y McChesney resulta interesante pues combina investigaciones empíricas muy actualizadas efectuadas a mediados de la década de 1990 con una teoría crítica "totalizadora" que casi no ha sufrido variaciones desde que Schiller la articuló por primera vez a principios de la década de 1970. Por ejemplo, afirman que el poder de las transnacionales de los medios de comunicación "no es sólo económico y político, sino que también se extiende a las concepciones básicas y los modos de pensar (...) la estabilidad del sistema se basa en gran medida en la amplia aceptación de una ideología corporativa global" (Herman y McChesney 1997: 35). Más adelante desarrollan esta tesis de incorporación ideológica de manera tal que coincide exactamente con la tesis de Schiller del establecimiento de una "dirección del crecimiento" capitalista para las sociedades en vías de desarrollo:

La incursión crucial (de los sistemas transnacionales de los medios de comunicación) es la implantación del modelo. [Esta] incursión fundamental define el rumbo del país y lo incorpora a la órbita de intereses de las potencias dominantes. Es la forma "neoimperialista" que ha reemplazado a los más viejos, crudos y obsoletos métodos del colonialismo. (1997: 154)

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La persistencia de este análisis totalizador se deriva de la ineludible evidencia del avance constante del poder y la influencia del capitalismo transnacional en el mundo contemporáneo. Schiller, Herman, McChesney y otros escritores que se enmarcan en esta amplia tradición neomarxista (Golding y Harris 1997) extrapolan una teoría cultural a partir de pruebas empíricas sólidas de la economía política: no es posible negar las profundas estructuras del capitalismo dentro de la modernidad global, ni su poder integrador -su evidente "éxito"- como sistema económico. Además, creo que Schiller destaca con razón la forma en que este sistema económico ha organizado y estructurado una buena parte de la vida cultural moderna dentro de parámetros comerciales estrechos. No hay dudas de que la tendencia hacia la mercantilización de la experiencia cultural en las sociedades modernas es muy significativa; pero para nosotros, la pregunta es si equivale a una afirmación plausible de que está surgiendo una cultura hegemónica "homogeneizada".

La muestra más potente de esta afirmación es la convergencia y la estandarización, que se manifiesta en los productos culturales a lo largo de todo el planeta. Tomemos cualquier indicador, desde la ropa hasta los alimentos, la música, el cine, la televisión y la arquitectura (la lista se limita sólo a lo que uno quiera considerar "cultura") y veremos que es imposible ignorar el hecho de que ciertos estilos, marcas, gustos y usos tienen en estos momentos una aceptación global y se encuentran prácticamente en cualquier parte del mundo. Como vimos en el capítulo 1, los aeropuertos internacionales -esos supuestos accesos a la diversidad cultural- son ejemplos excelentes (aunque particulares) de esta "sincronización cultural" (Hamelink 1983): casi idénticos en todas partes, ofrecen estilos uniformes de amueblado, "cocina internacional" y toda una gama de marcas internacionales familiares en las tiendas libres de impuestos. De hecho, representantes de las marcas internacionales y de los íconos de la cultura de masas se han convertido en clichés -Coca Cola, McDonalds, Calvin Klein, Microsoft, Levis, Dallas, IBM, Michael Jackson, Nike, CNN, Marlboro, Schwartzenegger- y algunos incluso han pasado a ser sinónimos de la propia hegemonía cultural occidental: "McWorld" (Barber 1995), "Coca-colonización" (Howes 1996), "macdonalización" (Ritzer 1993) y hasta "macdisneyzación" (Ritzer y Liska 1997).

Pero ¿qué otra cosa significa esta distribución de productos culturales uniformes, sino el poder de algunas empresas capitalistas (que, para darle el crédito a Schiller, por lo general son estadounidenses) para regir amplios mercados en todo el mundo? Si asumimos que la sola presencia global de estos productos es en sí una prueba de la convergencia hacia la monocultura capitalista, estaríamos utilizando un concepto de

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cultura bastante pobre, que la reduce a sus productos materiales. Como planteamos en el capítulo 1, la cultura debe verse (al menos) como una simbolización y una experiencia existencial significativas. Según esta idea, la tesis de la convergencia cultural global debe abarcar la noción de que nuestro contacto (es decir, el de todos) con estos productos penetra profundamente en el modo en que interpretamos nuestros "mundos fenoménicos" y entendernos nuestra vida.

El problema del argumento del imperialismo cultural es que sólo asume dicha penetración: da un salto lógico de la mera presencia de bienes culturales a la atribución de efectos culturales o ideológicos más hondos. Esta tendencia, que incluye lo que John Thompson ha denominado la falacia del internalismo, es muy tentadora para las consideraciones críticas totalizadoras del capitalismo (como las de Herbert Schiller), ya que establece lo que parece ser un vínculo perfecto entre los requerimientos funcionales de un sistema capitalista en expansión -la necesidad de que las personas actúen como consumidores, de que se integren completamente al sistema- y las representaciones ideológicas de los textos culturales, como los programas y los anuncios televisivos. Como dice Thompson, la razón por la que tiene que ser tomada con escepticismo es que “ignora la apropiación hermenéutica, que es parte esencial de la circulación de las formas simbólicas" (Thompson 1995: 171). Pero la cultura no se transfiere de esta forma lineal. El movimiento entre los espacios culturales y geográficos siempre comprende, la interpretación, la traducción, la mutación, la adaptación y la "autoctonización" en la medida en que la cultura receptora se vale de sus propios recursos para ejercer una influencia dialéctica en las importaciones culturales (Appadurai 1990, Lull 1995, Robins 1991, Tomlinson 1991). Este argumento de la apropiación cultural activa y adaptable se esgrime sobre todo con relación a los textos de los medios de comunicación y se asocia a la tesis general de la "audiencia activa" (Morley 1992). Sin embargo, tiene la misma vigencia cuando se aplica a cualquier forma mercantil, como demuestra Howes (siguiendo la idea de Prendergrast 1993) respecto a la Coca Cola: Ningún objeto importado, incluida la Coca Cola, está completamente exento de la criollización. De hecho, a menudo vemos que en determinadas culturas se le atribuyen a la Coca Cola significados y usos que difieren de los previstos por el fabricante. Se dice que alisa las arrugas (Rusia), que revive muertos (Haití) y que convierte el cobre en plata (Barbados) [...] La Coca Cola también es autoctonizada cuando se mezcla con otras bebidas, como el ron en el Caribe para preparar cuba libre o aguardiente y ponche negro en Bolivia. Parece ser que la Coca Cola es vista como "un producto nacional" en numerosos países, es decir, que solemos toparnos con personas que creen que la bebida se originó en su país, no en Estados Unidos de América. (Howes 1996: 6) 15

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El reconocimiento de esta complejidad en la apropiación cultural está generalizado entre los teóricos de la cultura y los medios de comunicación, incluso entre aquellos que mantienen una fuerte posición crítica político-económica (véase, por ejemplo, Golding y Harris 1997: 6) y hoy relativamente pocas personas se aferrarían a la idea de que " la hegemonía se empaca en Los Ángeles, se expide a la aldea global y se desempaca en mentes inocentes" (Liebes y Katz 1993: XI), Pero al tiempo que analizamos el problema de la recepción cultural, también debemos referirnos a una corriente de análisis cultural surgida de la experiencia del tercer mundo -de América Latina- que insiste en la interacción dinámica entre la influencia cultural externa y usos culturales locales. Un aspecto esencial de esta corriente -en el trabajo de teóricos de la cultura y los medios de comunicación, como Néstor García Canclini (1992, 1995) y Jesús Martín-Barbero (1993) lo constituye la preocupación por la naturaleza de la mezcla y la hibridación cultural, más que por la noción de la imposición cultural directa del mundo desarrollado. Según MartínBarbero (1993: 149), lo que es importante para la experiencia de la modernidad cultural en América Latina es que "el ritmo constante y predecible del desarrollo uniforme [es] alterado por el contrapunto de las diferencias profundas y las discontinuidades culturales". En el capítulo siguiente examinaremos la idea de que la cultura global se modifique para incluir formas complejas cambiantes de hibridación cultural. Pero evidentemente aporta otra razón para dudar de la admisibilidad de la tesis de la homogeneización.

Así, todo lo anterior indica que los argumentos que hacen extrapolaciones (a partir de la ubicuidad global de los bienes de consumo y los textos de los medios de comunicación capitalistas) de la imagen de una monocultura capitalista uniforme deben ser cuestionados precisamente porque emplean un concepto de cultura erróneo.

Sin embargo, esto no significa que el capitalismo no tiene ninguna responsabilidad en la conformación de una cultura global, pues cabe ampliar la noción de Schiller del capitalismo como modo de vida para captar el sentido en que la mercantilización real de la cultura -más que la influencia ideológicamente integradora de determinados productos o textos culturales- estructura y ordena la experiencia cultural. Ésta, en mi opinión, es una versión mucho más plausible del argumento de la monocultura capitalista, ya que es indudable que en la modernidad una gran proporción de las prácticas culturales se ha mercantilizado, se ha convertido en cosas que se compran y se venden. En efecto, el mero acto de comprar es ahora una de las costumbres culturales más populares de las sociedades occidentales y el "elemento comercial" está presente -integrado- en casi

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todas las actividades recreativas contemporáneas. Así, el diseño interno de los museos, las galerías, las casas de campo públicas, los sitios de interés histórico e incluso los parques y los jardines conducen invariablemente a los visitantes hacia el mostrador (¿el objetivo final?) de una tienda donde la experiencia (ya mercantilizada) puede ser adquirida más concretamente en la forma de recuerdos, juguetes, trapos de cocina, carteles, vídeos, tarjetas postales, etc. Hasta los clubes de fútbol se han convertido en vendedores importantes de ropa para sus patrocinadores y cambian regularmente sus colores para sostener la demanda. Incluso una actividad recreativa tan elemental como caminar se ha vuelto una práctica mercantilizable que pasa por la compra de equipos especiales, gulas, revistas, etcétera.

Uno de los ejemplos más notables de la combinación de las costumbres culturales y recreativas generales con las prácticas del consumo se encuentra en la esfera del turismo. Ritzer y Liska señalan que en Estados Unidos de América y Canadá "gran parte del tiempo y el dinero que se invierten en las vacaciones se dedica a las compras de ocasión. Y algunos [...] lo han llevado hasta su extremo lógico: ir de compras se ha convertido en el modo de pasar las vacaciones". Así "ahora hay más excursiones turísticas al centro comercial West Edmonton que a las Cataratas del Niágara (Ritzer y Liska 1997: 103).

Este centro West Edmonton al que hacen referencia junto a otros megamercados como el Centro Comercial de América en Minneapolis puede ser considerado como una apoteosis de este proceso de mercantilización cultural, pues combina las características de un centro comercial convencional con las de un parque temático (de donde proviene el híbrido de Ritzer y Liska "McDisneyficación"). John Urry (1995:123) describe este "templo máximo del consumismo, la alegría y el hedonismo sin fin":

Tiene más de kilómetro y medio de largo y más de 800 tiendas, un lago bajo techo de una hectárea con cuatro minisubmarinos, una reproducción de un galeón español, delfines, un minicampo de golf de 18 hoyos, 40 restaurantes, un parque acuático de cuatro hectáreas, una imitación de un bulevar parisino del siglo XIX (sin duda, Haussman se estará revolviendo en su tumba), una calle de Nueva Orleáns con centros nocturnos y un hotel que ofrece una variedad de habitaciones temáticas con estilos como el de Hollywood, Roma y la Polinesia.

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Estos ejemplos suscitan una amplia gama de temas para el análisis cultural: por ejemplo, la fascinación posmoderna con el bricolaje11 cultural que representan o las pruebas que clan de la "estetización de la vida cotidiana" (Featherstone,1991) implícita tanto en el "consumo visual" de las imágenes y letreros de estos lugares, como en el consumo de los productos reales que venden (Urry 1995: 148). Pero, para los efectos de nuestros propósitos, el argumento más significativo es que representan una notable homogenización de la experiencia cultural a través de la mercantilización. Este planteamiento difiere del más simple referido a la presencia global de ciertas mercancías -"las marcas mundiales"- y que hallamos constantemente en la perspectiva imperialismo cultural. Asimismo, insiste más que la tesis de la incorporación ideológica en la idea de la cultura capitalista encaminada a una visión del mundo dominado completamente por el principio único y sistemático del consumismo. Así, Baudrillard extrapola la experiencia del centro comercial a la eliminación de todas las diferencias sociales:

Aquí estamos, en el corazón del consumo como la organización total de la vida cotidiana, como una homogeneización completa. Todo es apropiado y simplificado en la translucidez de la "felicidad" abstracta (...) El trabajo, el tiempo libre, la naturaleza y la cultura, todas las actividades que antes estaban dispersas, separadas y más o menos irreducibles que producen ansiedad y complican nuestra vida real y nuestras ciudades "anárquicas y arcaicas", finalmente han sido mezcladas, manipuladas, acondicionadas y domesticadas en la actividad simple de la compra perpetua (Baudrillard 1988: 34)

Con su idea de "McWorld", Benjamin Barber elabora en una cultura global y abarcadora y esta imagen de la cultura como algo completamente mediado por el principio puro de la mercantilización: "McWorld es una experiencia de entretenimiento y consumo

que

agrupa

centros

comerciales,

multicinemas,

parques

temáticos,

espectáculos deportivos, cadenas de comida rápida (con sus inacabables referencias cinematográficas) y televisión (con sus florecientes redes comerciales) en una sola vasta empresa que, con el fin de maximizar sus ganancias, transforma a los seres humanos" (Barber 1995: 97). Desde luego que estos puntos de vista tienden a lo hiperbólico y en este sentido es fácil criticarlos. Generalizan a un caso global una muestra relativamente pequeña de experiencias limitadas a los sectores más pudientes del mundo desarrollado. Incluso se argumentaría que en el propio mundo desarrollado la experiencia del consumo rutinario sigue siendo para muchas personas mucho menos seductora y estetizada, más práctica y utilitaria, que atañe a la lucha diaria y semanal con las necesidades: "llegar al 11

Bricolaje, proveniente del francés, significa algo hecho o logrado a partir de la conjunción de elementos varios, dispares y de origen diverso. (N. del R. T.)

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día de pago" con un presupuesto familiar reducido (Lunt y Livingstone 1992: 89 y ss.). Si nos volvemos hacia las grandes poblaciones del tercer mundo, esta lucha es tan dominante en lo material y lo cultural, que podríamos suponer que las inquietudes que despierta la mercantilización son casi insignificantes.

No obstante, estoy convencido de que es necesario tomar en serio este argumento de la monocultura capitalista global (sin olvidar el discurso especulativo y generalizador que lastra todas las expresiones referidas a la cultura global). Aparte de las cuestiones obvias de la desigualdad material, la mercantilización se encuentra profundamente enraizada en la vida cultural moderna del mundo desarrollado, y no cabe duda de que representa un estrechamiento y una convergencia de la experiencia cultural: dirigir "lo que hacemos" hacia una forma específica de hacerlo. Más aún, la propagación de esta mercantilización al tercer mundo se considera una amenaza a la riqueza y la diversidad de las prácticas culturales (Blackwell y Seabrook 1993, Classen 1996, Latouche 1996), si bien es evidente que al extrapolar a los tipos más sombríos de distopia se corre el riesgo de exagerar la unidimensionalidad de la influencia capitalista. El conocido planteamiento de Baudrillard de que en las sociedades posmodernas "no se puede ir a otro sitio, que no sea a las tiendas" sólo cuenta una parte de la historia, Lo que registra bien son las señales de la amplia transición que tiene lugar en Occidente del dominio de la producción sobre nuestras vidas diarias al dominio del consumo: los megacentros comerciales que, como dice Urry, son "ciudades de consumo, en lugar de las ciudades industriales que privaban antes" (1995: 123). No obstante, niega los numerosos aspectos de las experiencias y las prácticas culturales de la gente que no han sido colonizados por una lógica mercantilista: sus relaciones personales, sus opiniones religiosas o políticas, su orientación sexual, su sentido de identidad nacional o étnica, sus vínculos con los usos y los contextos locales, etcétera.

De hecho, estos aspectos de las culturas vividas, en la medida en que son proclamados y experimentados en contextos y tradiciones locales, producen un "engrosamiento" (Geertz 1973), que preserva de varias formas las distinciones culturales y se contrapone al rápido avance de una cultura capitalista uniforme. En una gran variedad de costumbres y preferencias específicas, que van desde las tradiciones religiosas hasta la predilección por el pan o las cervezas nacionales, las personas demuestran la fuerza contrarrestadora de la situación local. Por tanto, aquí es preciso reconocer la operación de una resistencia dialéctica "autoctonizadora" al impulso

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globalizador del capitalismo. Esta resistencia se observa en los movimientos contraculturales deliberados; desde las "tribus" ecológicas de la nueva era hasta los movimientos del consumo ético y del comercio justo en diversas localidades (frecuentemente religiosas) y los sistemas económicos alternativos como el reciente surgimiento de los "esquemas locales de intercambio y comercio" (ELIC) destinados a evadir o subvertir las tendencias consumistas predominantes. A pesar de que aún no se han instalado por completo, representan el punto de vista de lo que consideraríamos una insatisfacción más general, aunque todavía vaga con la experiencia mercantilizada de los países desarrollados. Queda por saber si el equilibrio de esta dialéctica oscilará de la cultura actual de peso pesado a la consumista y en qué medida. Pero a pesar de que reconocemos el poder de la lógica cultural del capitalismo global, sería absurdo pensar que es probable que toda la diversidad cultural se derrumbe a sus pies, como sucedió con las murallas chinas de Marx.

La "occidentalizacíón del mundo"

Ahora quiero referirme a la otra idea de la uniformidad global que mencioné: el espectro de una "occidentalización" maligna de la cultura mundial. En el capítulo 2 consideramos algunas objeciones a la idea de una modernidad global, que se centran en el supuesto sesgo occidental de la teoría: su tendencia a destacar la experiencia de Occidente e ignorar, opacar o reprimir la rica diversidad de las otras culturas. Así, un modo de pensar con respecto a la cultura global consistiría en hacer énfasis en la necesidad de una recuperación histórica de estas tradiciones culturales no occidentales. De hecho, una obra reciente, A Dictionary of Global Culture, está encaminada a este fin. Sus autores, Kwame Anthony Appiah y Henry Lewis Gates (1998), disponen las entradas de modo que equilibran la balanza inclinada a la representación de una cultura mundial a partir del predominio de las figuras y los temas occidentales. Martin Luther aparece junto a Toussaint Louverture; el rey zulú Shaka junto a Shakespeare. Pero aunque este trabajo es válido y necesario, no expone las sospechas más radicales de dominio cultural occidental que quiero explorar aquí.

Estos temores se encuentran sintetizados en el título de un libro escrito por el especialista francés en economía política Serge Latouche, The Westernization of the World. Latouche hace una acusación vigorosa a la occidentalización como el "camino hacia la uniformidad planetaria" y la "estandarización mundial de los estilos de vida" (Latouche 1996: xii, 3); por eso su posición es un buen ejemplo de esta crítica cultural global.

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¿Qué entendemos cuando hablamos de occidentalización? Muchas cosas, entre las que desde luego se incluyen la difusión de los idiomas europeos (en particular el inglés) y la cultura de consumo del capitalismo "occidental", aspectos que ya analizamos; pero también las modas, los hábitos alimentarios, los estilos arquitectónicos y musicales, la adopción de un modo de vida urbano basado en la producción industrial, un conjunto de experiencias culturales dominadas por los medios masivos de comunicación, un cuerpo de ideas filosóficas, así como una gama de valores y actitudes culturales acerca de la libertad personal, el sexo y la sexualidad, los valores humanos, los procesos políticos, la religión, la racionalidad científica y tecnológica, etc. Con esto vemos con cuánta facilidad se combina la idea de la dominación global de la cultura occidental con las ideas de dominación de la cultura capitalista o incluso con el predominio de ciertos Estados-nación, sobre todo Estados Unidos de América.

Ahora bien, en la obra de Serge Latouche se distingue un conjunto peculiar de pronunciamientos y temores acerca de la occidentalización, En el espacio de que dispongo aquí, deseo centrarme en lo que en mi opinión constituye un aspecto clave. Latouche considera la occidentalización como la propagación global de una totalidad social y cultural y analiza diversos aspectos de "Occidente": su tecnología, su base económica industrial, su tendencia a la urbanización, sus sistemas éticos, filosóficos y religiosos, su relación con el capitalismo y otros, pero insiste en que ninguno contiene por sí mismo la esencia de Occidente, que debe ser definida como "una unión sintética de estas diversas manifestaciones, una entidad 'cultural', un fenómeno de la civilización" (Latouche, 1996: 38). Su argumento en favor de ver la occidentalización como un fenómeno en esencia cultural descansa en un criterio ampliamente existencial de la cultura parecido al que esbozamos en el capítulo 1 y según el cual es "una respuesta al problema del ser" (1996: 41). De ese modo, hablar de la civilización occidental es una forma de describir una versión particularmente sólida de dicha respuesta que se las ha arreglado para establecerse en todas partes (Latouche destaca la relación etimológica del término civilización con las ideas de las ciudades y la urbanización y en parte lo da como un emblema de la respuesta occidental a la pregunta sobre "cómo debemos vivir"). Así, según Latouche, el éxito histórico de este modelo originará una uniformidad cultural que deplora, ya que implica la destrucción de todas las demás "versiones" y formas de vivir la vida. Por tanto, la civilización occidental es paradójicamente anticultural (p. 43), pues en su camino "universalizador" se opone a la supervivencia de un conjunto diverso de culturas locales.

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Hasta aquí, se trata de argumentos bastante familiares. Por ejemplo, son evidentes los paralelismos establecidos aquí con el concepto de John Gray de la universalidad de la Ilustración como una amenaza a "la cultura como diferencia" (capítulo 2). Pero ahora quiero abordar lo que considero un punto crucial en el argumento de Latouche para entender la idea de la occidentalización con respecto a la modernidad global, la idea de que Occidente ha perdido sus nexos específicos con cualquier localización cultural y geográfica y se ha convertido en una especie de generador abstracto de usos culturales. En palabras de Latouche:

Veo [el Occidente] como una megamáquina que se ha vuelto anónima, desterritorializada y desarraigada de sus orígenes históricos y geográficos [...] Occidente ha dejado de pertenecer a Europa, tanto geográfica como históricamente; ha dejado de ser incluso un conjunto de convicciones compartidas por un grupo de personas dispersas por todo el planeta. Lo veo como una máquina, impersonal, sin alma y ahora sin control, que ha puesto a la humanidad a su servicio. (Latouche 1996: xii, 3)

Como es obvio, el determinismo de la analogía con una máquina es problemático desde cualquier posición reflexiva y teórica como lo es la tendencia de Latouche a exagerar el carácter alienante de la vida social moderna sin reconocer sus momentos emancipadores o incluso sus ambigüedades. Sin embargo, pienso que el punto más significativo es el modo en que separa "Occidente" visto como una especie de principio cultural abstracto, del "Occidente" que constituye una entidad geocultural definida un conjunto de prácticas culturales identificables con una base territorial, un grupo de Estados-nación, lugares reales como España, Suiza, Canadá, Dinamarca o Nueva Zelanda. Latouche expresa esta diferencia parafraseando (un poco forzadamente) a Sartre, al distinguir entre el Occidente en sí (el principio cultural de la desterritorialización) y el Occidente para sí (la entidad geocultural, los lugares reales). Esto le permite explicar la retirada cultural y territorial que se produjo con la contracción de los imperios europeos, así como el proceso de descolonización del siglo XX, al tiempo que mantiene la idea de la hegemonía cultural occidental.

Pero si nos preguntamos qué es lo qué distingue estas dos concepciones, no tardaremos en percatarnos de que lo que Latouche describe como el principio cultural de la desterritorialización no es más que la propia modernidad social y cultural. Esto se hace particularmente evidente cuando explica los "tres vectores principales [...] de la aplanadora occidental":

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El primero es el proceso de industrialización mimética, resultado de la diseminación a escala mundial de una economía transnacional. El segundo atañe al proceso de urbanización, vinculado [...] a la destrucción de las comunidades rurales. El tercero [...] podría denominarse "nacionalitarismo"; es decir, el proceso de construir Estados desarraigados y miméticos con el fin de crear una nación artificial y controlar su economía. (1996: XII)

Su referencia a estas instituciones clave -el industrialismo, el urbanismo y la organización supranacional de los Estados- demuestra que las críticas que Latouche endereza a Occidente igualmente podrían ser consideradas como críticas a la modernidad. Pero quiere aferrarse a la idea de que hay algo esencialmente occidental en este complejo cultural e institucional, incluso cuando pierde su vínculo territorial con los verdaderos Estados y culturas occidentales. No estoy del todo convencido de que sea posible probarlo. Me parece que es confuso hablar de un dominio occidental independiente de las prácticas y los intereses reales de las sociedades occidentales. Podemos coincidir en que cierta respuesta cultural a la cuestión del ser" se ha hecho omnipresente y, hasta cierto punto, "desterritorializada" pero creo que es mejor contemplarlo como la respuesta de la modernidad. Entonces, convendría preguntarnos si la modernidad social y cultural significa necesariamente "modernidad occidental", si ser moderno implica en cierto sentido ser occidental y lo que podríamos llamar la pregunta cui bono de la modernidad: ¿su difusión beneficiará exclusiva o particularmente a las naciones occidentales?

Para recibir unas respuestas diferentes, volvamos a la obra de Giddens. Dicho de la manera más simple, su argumento consiste en que, aunque el proceso de la "modernidad globalizadora" se haya iniciado con la expansión de las instituciones occidentales, el solo hecho de que en la actualidad estas instituciones (el capitalismo, el industrialismo, la organización supranacional de Estados, etc.) se encuentren repartidas por todo el planeta representa "la decadencia de dominio de Occidente sobre el resto del mundo" (1990: 52), pues las instituciones de la modernidad, surgidas allí, ahora se vuelven onmipresentes. En cierta medida, el "éxito" de Occidente en la diseminación de sus formas institucionales es la pérdida de su "ventaja" social y cultural, otrora exclusiva. Giddens puntualiza:

La primera fase de la globalización estuvo regida fundamentalmente por la expansión de Occidente y de sus instituciones. Ninguna civilización tuvo un efecto tan amplio en el mundo ni lo conformó tan a su propia imagen [...] Aunque aún continúa dominada por el poder occidental, hoy ya no es posible hablar de la globalización en términos de

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imperialismo de un solo sentido [...] Cada vez más deja de marchar en una "dirección" clara y sus ramificaciones siempre están presentes en mayor o menor grado. Por consiguiente, la fase actual de la globalización no debe ser confundida con la que le precedió, cuyas estructuras se derriban bajo la presión cada vez mayor de ésta. (1994b: 96)

Hasta aquí, podríamos asumir que Giddens plantea una situación irónica en la que "el ganador pierde": el mismo éxito de Occidente lo lleva a perder su ventaja sociocultural. Sin embargo, es posible elaborar un poco más el argumento preguntando si acaso Occidente está perdiendo sustancialmente y de diversas maneras su dominio sociocultural. Esta afirmación puede entenderse de varias formas.

Por ejemplo, diríamos que ciertas partes de lo que solíamos llamar el Tercer Mundo se encuentran más "avanzadas" -desde el punto de vista tecnológico, industrial y económico- que algunas de Occidente. Estableceríamos una comparación entre varias regiones urbanas florecientes de América Latina -Sao Paulo, la ciudad de México- y zonas deprimidas de Europa, como el sur de Italia. Desde luego, en este punto la comparación más tentadora, al menos hasta hace muy poco, remite a las economías de los llamados Tigres asiáticos -Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong, Singapur y Malasia- y algunas de las regiones industriales deprimidas de Europa o de Estados Unidos de América. Por ejemplo, a mediados de la década de 1990 Singapur tenía un producto interno bruto per capita "comparable al de las regiones más pobres de los países desarrollados (como West Glamorgan en Inglaterra)" (Hirst y Thompson 1996: 114). Giddens (1990: 65, 1994a: 65) sugiere la posibilidad de que haya una relación causal compleja entre el florecimiento y el deterioro de estas regiones unidas por un mercado capitalista globalizado. Como mínimo, este rápido crecimiento ha puesto en tela de juicio los conocimientos sobre la dominación política y económica de Occidente. Al resumir un análisis agudo y detallado del progreso alcanzado por los Tigres asiáticos en la cuenca del Pacifico, Manuel Castells concluye:

Están integrados al mismo nivel con los países de la OCDE y aumentan considerablemente su ventaja competitiva con respecto a Estados Unidos de América y Europa occidental. Por primera vez en dos siglos de dominio occidental la industrialización, Occidente y Oriente [...] se encuentran profundamente vinculados en un esquema que no refleja un dominio occidental abrumador (Castells 1998: 309).

Ahora bien, las señales de inestabilidad económica de los Tigres asiáticos -por ejemplo, la crisis de la economía sudcoreana a finales de 1997- son inconvenientes para 24

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las más entusiastas proyecciones globales a largo plazo, realizadas a partir de este esquema condensado de crecimiento regional. La cautela de Hirst y Thompson (1996: 99 y ss.) a la hora de extrapolar estos casos a un esquema más general de nivelación de las relaciones económicas entre el mundo en desarrollo y el desarrollado está justificada por estos acontecimientos recientes. Por otra parte, se podría plantear que la tesis de la vinculación profunda entre las economías de los Tigres asiáticos y las economías occidentales destacada por Castells no peligra por ninguna detención en el avance de aquéllos. La rapidez con que se enfrentó la crisis coreana por medio de préstamos de reconstrucción suministrados por el FMI pone de manifiesto la íntima relación entre estas economías y las occidentales. La amenaza de un colapso económico en la región del Pacífico -que afectaría a los enormes mercados potenciales y a los centros productivos de China, a Japón (que económicamente, por no decir culturalmente, es parte de Occidente), así como a otros países y que desencadenaría recesiones en las economías occidentales europeas y de Estados Unidos de América- constituye una de las mayores preocupaciones del final del milenio. Y es difícil interpretarlo como un regreso al statu quo de dominación económica occidental segura.

Planteando el caso de la incertidumbre económica de modo ligeramente diferente, se argumentaría que de la misma forma en que el capitalismo globalizado demuestra sus volubles afinidades en el caso de los países recién industrializados, no es "leal" a su lugar de origen en Occidente y por tanto no garantiza la continuación de los esquemas geográficos de dominio establecidos en los inicios de la modernidad: la afinidad electiva entre los intereses del capitalismo y los de Occidente. Hay indicios de esto, por ejemplo, en la cada vez más difícil relación entre los mercados capitalistas internacionales y los gobiernos de los Estados-nación occidentales: las crisis monetarias periódicas, que asedian a las naciones industriales occidentales, los llamados días negros en los mercados monetarios internacionales. Un ejemplo espectacular de la actitud poco, sentimental del sistema capitalista mundial para con las instituciones occidentales pudo verse en la debate del banco comercial más antiguo de Inglaterra, el Baring Brothers, ocurrida en febrero de 1995. Barings -fundado en 1762 y banco de la reina- fue destruido en unos días, como resultado de especulaciones globalizadoras riesgosas realizadas en mercados "derivativos" por Nick Leeson, uno de los empleados más recientes, mediante tratos electrónicos a alta velocidad. Por coincidencia, esto sucedió en Singapur, uno de los mercados más "recientes" del mundo, el del sudeste asiático. Es difícil resistirse a ver una metáfora en el hecho de que el viejo (¿autocomplaciente?) mundo, el del poder imperial (occidental) de Europa sea vencido por el nuevo mundo, el del capitalismo global

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descentralizado,

en

el

que

los

acontecimientos

llegan

a

ser

imprevisibles,

indiscriminados, instantáneos y catastróficos.

Por supuesto, es importante no exagerar las implicaciones de este alejamiento político y económico de Occidente, que, aunque revela que la conectividad económica compleja no significa la expansión rápida y sin inconvenientes del poder occidental en la era poscolonial, tampoco niega la manifiesta disparidad del proceso de globalización en términos económicos o culturales. Regresaremos a estas desigualdades en el capítulo siguiente; pero, por el momento, podemos vincular estas relaciones de poder complejas, inciertas y cambiantes con lo que llamaríamos la experiencia vivida de la identidad cultural occidental. Para nosotros, la cuestión radica en si la hegemonía cultural de Occidente, propuesta por teóricos como Latouche, se experimenta como tal en las verdaderas sociedades occidentales.

En este sentido, Zygmunt Bauman hace una distinción interesante entre las pretensiones universalizadoras de la modernidad occidental (como el proyecto emancipador de la Ilustración) en la cúspide de su confianza en sí mismas y lo que denomina la mera globalidad de la condición cultural actual de Occidente. En contraste con la universalidad, "el gobierno de la razón, el orden de cosas que reemplazaría el sometimiento a las pasiones por la autonomía de la racionalidad": "Globalidad" [...] significa simplemente que todos, en todas partes, pueden comer hamburguesas McDonald's y ver el más reciente drama televisivo. La universalidad fue un proyecto grandioso, una misión hercúlea. La globalidad, en cambio, es la condescendencia dócil con lo que sucede en otra parte" (Bauman 1995: 24).

Quizá la distinción de Bauman entre el "elevado proyecto cultural" de la racionalidad de la Ilustración y algunas prácticas populares y culturales localizadas sea un poco exagerada, pero capta en cierta medida el espíritu en el que la gente común de Occidente experimenta la difusión global de su "propia" cultura. De hecho, mucho depende del grado en que los occidentales se sienten dueños de los usos culturales que se globalizan. Aunque es un asunto complicado, mi opinión es que sólo hay un nivel muy bajo de correspondencia entre el contacto rutinario con la industria cultural global y el sentimiento de poseer una identidad cultural occidental distintiva y mucho menos de sentirse orgullosos o dueños. Me parece más probable que cosas tales como los restaurantes McDonald's o los multicinemas que exhiben los grandes éxitos de taquilla hollywoodenses se experimenten como algo que está "ahí", en nuestro entorno cultural:

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cosas que aprovechamos, que se han hecho familiares y que, incluso, son cómodas pero que no "poseemos" ni literal ni culturalmente.

En este sentido, un descenso de la confianza cultural occidental concordaría con las propiedades estructurales de la modernidad globalizadora: la "separación" de las prácticas y de las instituciones de los contextos de control local y su incorporación a los de control global. En un mundo en el que nuestra experiencia focal trivial está regida cada vez más por sucesos y procesos distantes, es posible que se dificulte conservar un sentido nítido de la cultura cotidiana como “la forma particular en que hacemos las cosas" en Occidente, pensar que estas costumbres tienen un vínculo exclusivo con nuestras historias y tradiciones. Así, lejos de interpretar la cultura globalizada del modo seguro de sí mismo, "centrado" y patentado como se habría hecho por ejemplo en la pax britannica del siglo XIX, es posible que los occidentales contemporáneos la perciban como una modernidad más ambigua, "apartada de su centro" y "sin un lugar específico" con la que se relacionan fácilmente, pero sin un gran sentido de control cultural "local" Esta idea general de desterritorialización cultural12 será el tema principal del próximo capítulo.

Para resumir estas respuestas a la tesis de la "occidentalización del mundo" propuesta por Latouche, hagamos dos observaciones generales.

La primera es que el establecimiento de la modernidad global no representa necesariamente la dominación cultural constante por parte de Occidente -visto como un conjunto de Estados-nación reales, más que como un principio cultural abstracto- sobre el resto del mundo. Evidentemente, los Estados-nación occidentales disfrutan de un predominio político y económico en el planeta, aunque, como ya hemos dicho, no hay razón para pensar que siempre será así. No obstante, el asunto es que la experiencia cultural de Occidente que lo acompaña no implica inequívocamente la convicción desordenada e incuestionable de su superioridad cultural, destino o misión. De hecho, es más probable que sea una experiencia de incertidumbre acerca de valores culturales que una vez fueron inamovibles y que se vincule a las propiedades culturales pluralizantes de la globalización; una conciencia creciente (adquirida por viajes o representaciones culturales populares) de otros estilos de vida, creencias y costumbres. Este debilitamiento de las seguridades también estaría acompañado por un sentimiento de aprensión con relación al futuro; por ejemplo, en lo referente a la sustentabilidad (en términos 12

También usa el término desterritorialización (Lautoche 1996: 948) pero en un sentido más restringido que nosotros, pues lo vincula casi exclusivamente a las consecuencias negativas de la transnacionalización de las economías nacionales.

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económicos o ambientales) de los estilos de vida occidentales basados en un nivel elevado de consumo. Por lo anterior, no parece convincente referirse a la actual, o futura condición cultural global como el "triunfo de Occidente" (Latouche 1996: 2)."13

La segunda observación es que el reconocimiento de esta posición cultural más ambigua asumida por las sociedades occidentales verdaderas también plantea algunos motivos para poner en duda la esencia homogeneizadora del argumento de Latouche -su exposición del hundimiento de todas las demás culturas ante el avance de Occidente-. Podemos concordar en que la modernidad supone la implantación de un conjunto de instituciones que, en un sentido muy amplio, son uniformes en todo el mundo y que establecen una especie de proyecto cultural general; sin embargo, como dijimos en el capitulo 2, puede haber una gran variedad de respuestas culturales a este proyecto, una gama de "rutas" o "estrategias destinadas a entrar en la modernidad o a abandonarla" (García Canclini 1995), que adoptan las culturas no occidentales. Para ofrecer sólo un ejemplo, la aceptación de la cultura tecnológica y científica de Occidente, de su racionalidad económica e incluso de algunos aspectos de su consumismo puede muy bien coexistir con un vigoroso rechazo a su perspectiva secular, su permisividad sexual, sus actitudes con respecto a la mujer y a las relaciones familiares, el consumo social del alcohol, etc., como sucede en numerosas sociedades islámicas (Sreberny-Mohammadi y Mohammadi 1994, Mowlana 1996).

Esta "ruta transversal" por la modernidad está bien definida en un planteamiento del intelectual islamita tunecino Rached Gannouchi y citado por Manuel Castells: "La única manera de acceder a la modernidad es a través de nuestro propio camino, el que nos ha trazado nuestra religión, nuestra historia y nuestra civilización" (Castells 1997: 13). Por consiguiente, el Islam contemporáneo, que hoy abraza cerca de mil millones de personas en una amplia variedad de articulaciones sociales como característica central de su identidad cultural no es, en modo alguno, una capitulación ante la lógica inexorable de la occidentalización, pero en la mayoría de los casos tampoco es un simple rechazo "fundamentalista" a todas las cosas modernas. Más aún, es probable que estas respuestas culturales divergentes, en la medida en que se aproximen como resultado del proceso de globalización, originen toda clase de componentes complejos que vayan a

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Para ser justos con Latouche, su crítica a la occidentalización está acompañada por un reconocimiento de sus límites y lo que considera la "crisis del orden occidental" (1996, 85 y ss.). También ofrece un análisis interesante de la resistencia cultural del Tercer Mundo a las tendencias homogeneizantes (1996: 100 y ss.). Pero los numerosos conceptos de este análisis son confusos, en parte por la exageración inicial de los males homogeneizadores de Occidente y porque no presenta teóricamente los principios de la modernidad social de la occidentalización.

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contrarrestar las versiones occidentales de la modernidad, lo que quizá provoque una desestabilización posterior de su hegemonía.

Pero hasta aquí ya se ha dicho bastante para indicar que debemos tener serias dudas en cuanto a que la globalización traiga como consecuencia una cultura occidentalizada uniforme. Vale la pena repetir que esta conclusión, junto al escepticismo sobre el surgimiento de una monocultura capitalista global, no significa que la globalización avance de forma benigna, sensible a la conservación de las diferencias culturales y completamente despojadas de fuerzas dominadoras. Por supuesto, no es el caso. La globalización es un proceso desigual en el que hay, por así decirlo, ganadores y perdedores; y lo fundamental es que es mucho más complejo de lo que capta la historia del avance lineal de Occidente. Algo aún más importante para las inquietudes abordadas en este capítulo, así como para todas las señales superficiales de convergencia cultural que identifiquemos, sólo se deduce la amenaza de una homogeneización cultural más profunda ignorando la complejidad, la reflexividad y el carácter absolutamente recalcitrante de las respuestas culturales reales a la modernidad.

Cultura global: el enfoque escéptico

En contraste con las versiones utópicas y distópicas de una cultura global, hay en muchos sectores un marcado escepticismo sobre la aparición de una cultura global. Este escepticismo se distingue de las críticas particulares que he formulado al escenario de la homogeneización. Una de sus fuentes radica en una fría valoración realista del mundo obviamente dividido que vemos en los albores del siglo XIX. Después de todo, ninguno de los entusiastas decimonónicos estuvo cerca de ver materializada su idea de una unidad global y la trayectoria histórica del siglo XX en su conjunto, no ha sido alentadora. Si descartamos las posibilidades de que se produzca la revolución "histórica mundial que Marx esperaba, la transformación puntual y repentina de todas las cosas, parecería que nos hemos visto obligados a remontarnos a una reflexión sobria y a una proyección de nuestro mundo tan lejos de unificarse. La promesa casi instantáneamente desvanecida del "nuevo orden internacional" posterior a la Guerra Fría constituye una fuente importante del escepticismo actual con una cultura global. No sólo vemos una proliferación de las contradicciones étnicas, religiosas y nacionalistas en muchas partes del mundo, sino que también la reanudación en 1995 de las pruebas nucleares por parte de China y Francia apunta a una percepción más amplia en el sentido de que no nos hemos acercado mucho a un mundo más seguro, ya no digamos unificado. Las Naciones Unidas celebraron su 50 aniversario en septiembre de 1995 teniendo como telón de

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fondo las críticas a su ineficacia, que ha mostrado al intervenir en las guerras de Somalia y Bosnia, y los rumores de crisis en su dirección institucional y financiera. Nada de esto estimula el optimismo político o cultural.

Por otra parte, el mundo de la década de 1990 también se caracteriza por un conjunto de "revoluciones" tecnológicas comparables a las que inspiraron las ideas de los pensadores del siglo XIX. De hecho, la popular expectativa del constante surgimiento de nuevas maravillas tecnológicas, particularmente en las áreas de las comunicaciones, la computación y la tecnología de la información, en estos momentos comprende un aspecto significativo de la textura de la cultura moderna. Estas modernas "tecnoutopías" son más evidentes en el discurso que rodea a la "superautopista de la información global" prometida por políticos como el vicepresidente estadounidense Al Gore: "Ahora tenemos a nuestro, alcance los avances tecnológicos y los medios económicos para unir a todas las comunidades mundiales" (citado en Schiller 1995: 17). Y no se trata simplemente de la "clarividencia" de los políticos destinada a obtener votos ni de la siempre optimista futurología de la propaganda corporativa: "El futuro es brillante; el futuro es una pantalla de computadora" Es obvio que pasa algo más. Los empresarios de la tecnología de la información como Bill Gates, de Microsoft, tienen columnas en las cadenas nacionales de periódicos, escriben libros "visionarios" acerca del potencial transformador de sus tecnologías (Gates 1995) y adquieren los derechos "virtuales" de todas las colecciones nacionales de arte. Por muy cínicos que seamos con respecto al proceso, no podemos interpretarlo completamente como la familiar grandiosidad del capitalismo empresarial. Tampoco puede serlo el frenético tecnoentusiasmo de revistas como Wired, que lanzó su primera edición en Inglaterra citando la siguiente frase de Thomas Paine: "Tenemos el poder de hacer que el mundo comience de nuevo." Lo que resulta interesante en estos textos es el extraordinario sentido de optimismo cultural virtual que generan frente a algunas "realidades" globales sombrías. En el primer editorial de la Wired UK se afirmó:

Por fin ha llegado el momento de abrazar el futuro con nuevo optimismo y reconocer que esta revolución pacífica e inevitable no es un problema, sino una oportunidad de construir una civilización nueva y mejor para nosotros y nuestros hijos. La primera instrucción que damos a nuestros escritores es: asombrémonos. La segunda: informémonos desde el futuro lo que está por llegar: el trabajo fuera de las oficinas, los mercados sin amos, el entretenimiento más allá de los medios masivos de comunicación, la mentalidad cívica más allá del gobierno, la comunidad más allá de los barrios, la conciencia que abarca todo el planeta. (Wired, enero de 1995: 13)

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Desde luego que es tentadora la idea de desechar este entusiasmo por ingenuo y poco crítico, que es en ciertos aspectos. Quizá también sea cierto que el centro de gravedad de la aspiración cultural popular -las expectativas que la mayoría de las personas comunes tienen con respecto al efecto transformador de estas tecnologíasestá muy lejos de lo visionario o de lo utópico, pues se toman como fuentes de una creciente conveniencia social o de nuevas formas de entretenimiento. Sin embargo, también está claro que no podemos ignorar el enorme potencial transformador de estas tecnologías globalizadoras ni el modo en que ya están suscitando cambios radicales en nuestra vida.

¿Cómo entender estas tendencias contradictorias? Una forma atractiva de expresar el problema de la cultura global en los albores del siglo XIX sería decir que estamos en presencia de una coyuntura extremadamente adversa: la intersección de manifiestas posibilidades técnicas con un bajo nivel de confianza cultural y política; pero resultaría demasiado fácil. Lo que en realidad necesitamos es ver que estas contradicciones apuntan al corazón de la modernidad. Se ha dicho (por ejemplo, Marshall Berman) que en el siglo XX no éramos muy buenos para abordar estas contradicciones y ambigüedades. En comparación con los pensadores del siglo XIX -"partidarios y enemigos simultáneos de la vida moderna, que luchaban contra sus ambigüedades y contradicciones" (Berman 1983: 24)-, nuestras respuestas tienden hacia las monótonas polaridades de lo festivo o lo apocalíptico. Sobre la base de esta lectura concluiríamos que la diferencia entre Carlos Marx y Bill Gates está (entre otras cosas) en su respectiva capacidad de captar la dialéctica de las implicaciones sociales y culturales de la tecnología. No obstante, estos argumentos no convencen del todo. En mi opinión, en los albores del siglo XXI el mundo es genuinamente más complejo que a finales del siglo XIX y, al mismo tiempo, nos enfrenta a dilemas morales, culturales y políticos más difíciles que los que Marx o incluso Níetzsche tuvieron que afrontar. Pero lo que es aún más importante, son dilemas que no se limitan a los intelectuales: con la siempre creciente reflexividad de la vida social moderna, forman parte de la vida cotidiana de un número mucho mayor de personas comunes. Sospecho que, al convivir con las ambigüedades, por ejemplo, del empleo rutinario de las nuevas tecnologías globalizadoras en la esfera de las comunicaciones, todos damos respuestas complejas y matizadas, aun cuando no siempre se articulan como tales.

Por consiguiente, la misma complejidad de la experiencia cultural localizada y distanciada, inmediata y mediata de la época ultramoderna -así como las inseguridades que produce con respecto a la identidad y los valores- es una forma general de explicar

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las tendencias contrarias hacia la unicidad y la fragmentación. Pero podemos ahondar el debate si analizamos más detalladamente una de las principales fuentes del escepticismo contemporáneo, en la posibilidad de una nueva cultura global: la del dominio que la identidad nacional ejerce sobre nuestra imaginación cultural.

Lo global desde el punto de vista de lo nacional

Una posición escéptica muy bien articulada en las discusiones actuales de las posibilidades de una cultura global es la que sostiene Anthony Smith (1990 1991, 1995), un sociólogo que, significativamente, es conocido por su trabajo sobre etnicidad y culturas nacionales. Smith coloca en el centro de su análisis una imagen de la cultura "cosmopolita" global que, según él, cabe extrapolar a partir, por una parte, del incremento de las nuevas tecnologías de las comunicaciones, la información y la computación, y, por la otra, de la "experiencia occidental de las culturas posmodernas": Una cultura global [...] estaría conformada por varios elementos separables: los productos masivos muy bien promovidos, un mosaico de estilos y motivos populares o étnicos despojados de su contexto, varios discursos ideológicos generales relacionados con los "derechos y los valores humanos" y un lenguaje cuantitativo y "científico" estandarizado de la comunicación y la valoración, todos sostenidos por los nuevos sistemas de la información y las telecomunicaciones y sus tecnologías computarizadas (Smith 1991: 157).

Smith no simpatiza con la imagen que describe. Después se refiere a esta cultura global potencial como fundamentalmente “artificial", "poco profunda" "caprichosa e irónica", "vaga e informe" así como "carente de ningún lazo emocional con lo que se expresa". Una de las razones de este punto de vista negativo parece ser el hecho de que Smith más bien combina la categoría de lo posmoderno con la de alguna cultura global potencial mediada por las comunicaciones. Pero si ponemos a un lado su evidente desagrado por el pastiche y el bricolaje de la cultura posmoderna, así como su sospecha de una racionalidad tecnológica -"cuantitativa y normalizadora" concomitante, vemos que queda un escepticismo más centrado referido a las perspectivas generales de una cultura global que se resume en las acusaciones de que una cultura global es, por fuerza, una cultura "construida" y carente de historia, tiempo y memoria".

Algo de lo que Smith quiere decir cuando califica a esta cultura de construida se observa en la descripción que brinda de sus contenidos. No hay ninguna vinculación

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entre las características que refiere -por ejemplo, la promoción global de los artículos de consumo y el discurso de los derechos y valores humanos- a no ser el hecho de que constituyen problemas globales que se manifiestan de manera simultánea. Por consiguiente, aquí está plasmada la idea de que la cultura global tiene que ser construida deliberadamente a partir de las diferentes características y consecuencias del proceso de globalización y que no hay nada que las una de forma tal que constituyan una experiencia cultural integrada y común. A este respecto, el comprensible escepticismo está relacionado con la posibilidad de erigir una "cultura", que coincida con las manifestaciones del proceso de globalización.

Sin embargo, como Smith no tarda en reconocer, hay un sentido importante en el que las culturas nacionales también constituyen estructuras: "las comunidades imaginadas": "las naciones fueron 'construidas' y 'forjadas' por las elites estatales, la intelectualidad o los capitalistas; al igual que la falda escocesa o la ceremonia de coronación del rey de Inglaterra, se componen de numerosas tradiciones inventadas" (Smith 1990: 177). A la luz de lo anterior, Smith admite que no debe sorprendernos la necesidad de forjar una cultura global "junto con instituciones económicas y políticas globales". Pero en su opinión hay una diferencia crucial entre las estructuras culturales relacionadas con los proyectos de formación de las naciones y las que él asocia con el concepto de una cultura global. Como son estructuras, Smith argumenta que las culturas nacionales continúan siendo obstinadamente "particulares, propias de una época y expresivas" con lo que quiere decir que la formulación deliberada de la identidad nacional dependió sin más de concepciones más profundas de la identidad colectiva compartidas por los habitantes de determinada localidad y que abarcan los sentimientos y los valores relacionados con un sentido de continuidad, los recuerdos compartidos y un sentido de destino común" (1990: 179). Son estos lazos -que Smith vincula a la identidad étnica premoderna, "la etnohistoria de la comunidad"- los que constituyen el núcleo subjetivo sobre el cual tiene lugar la construcción deliberada de las identidades nacionales modernas.

Dada su opinión de la naturaleza de la identidad colectiva, el escepticismo de Smith en las posibilidades del surgimiento de una identidad cultural global cristaliza en el argumento de que una cultura global carece por necesidad de los ingredientes vitales de la experiencia histórica común, de un sentido de continuidad temporal y, sobre todo, de una memoria compartida. Según él, no hay "memorias mundiales" o bien las que se tienen -de colonialismo y guerras mundiales- no se recomiendan a los efectos de generar sentimientos de unidad global. Concluye que "el proyecto de una cultura global, contrario

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a lo que ocurre con las comunicaciones globales, parecería prematuro" (1990: 180). Ya que adopta una postura tan vaga de la naturaleza sucedánea de la producción cultural "posmoderna" acaso no se considere como algo negativo. Sin embargo, también reconoce que, desde el punto de vista de la seguridad internacional y de los más elevados ideales de la coexistencia y de la reciprocidad cultural, la continua -y a menudo agresiva- afirmación de la división cultural etnonacionalista que implica nos lleva a una "conclusión sombría".

Hasta cierto punto, los argumentos de Smith son persuasivos. En particular, tiene razón al subrayar el aspecto necesario de la participación popular en cualquier identidad cultural, los elementos de ésta que escapan a los proyectos estructurados formales (del Estado) y el hecho de que las imágenes y las tradiciones culturales "no penetran en poblaciones mudas y pasivas, en cuya tabula rasa se inscriben" (1990: 179). Como hemos visto, este reconocimiento del acto cultural reflexivo es también una importante perspectiva crítica desde la cual es posible analizar los pronunciamientos pesimistas acerca de la dominación cultural global. Asimismo, es difícil estar muy en desacuerdo con su comparación entre la longue durée del establecimiento de las identidades nacionales y la idea de una identidad global corno una elaboración instantánea e inmediata. Pese a que las formas simbólicas de la cultura nacional constituyeron en parte proyectos deliberados, ciertamente está en lo correcto cuando destaca la labor del tiempo y la memoria popular en su "arraigamiento".

Sin embargo, implícito en sus argumentaciones hay un escepticismo más general, que está relacionado con la forma en que la presencia de las propias culturas nacionales inhibe el surgimiento de una cultura global. Smith reconoce que no hay nada necesariamente exclusivo en las identificaciones culturales; en efecto, es muy común que las personas se sientan, por ejemplo, "yorubas, nigerianas y africanas en círculos concéntricos de pertenencia e identidad" (1997: 175, véase Tomlinson 1991: 78). Por tanto, quizá no hay razones para que nuestro repertorio de identidades no abarque sin grandes dificultades lo global. No obstante, Smith afirma que la identidad nacional posee un poder específico con respecto a otras formas de identidad, que "proporciona la visión y la lógica únicas de la solidaridad política que determinan el consentimiento popular y provocan el entusiasmo del pueblo. Todas las demás visiones, todas las demás lógicas, parecen lívidas y oscuras en comparación, pues no ofrecen un sentido de la elección, una historia única, un destino especial" (Smith 1991: 176).

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Este planteamiento está dirigido a apoyar el argumento de la resistencia y la importancia constante de las identidades culturales nacionales en un mundo globalizado, un punto con el que, en general, sería absurdo discrepar. Sin embargo, un corolario de esto podría ser la idea de que la existencia permanente de identidades nacionales inhibe el surgimiento de una identidad global y cosmopolita, aunque sólo sea por la forma en que ocupan la imaginación cultural hasta el punto de definir nuestros horizontes. Asimismo, se argumentaría que toda la labor cultural e ideológica realizada por los Estados-nación en el establecimiento y conservación de las identificaciones culturales en modo alguno puede ser igualada por cualquiera de las construcciones simbólicas deliberadas de un hogar global para la humanidad. Si las visiones de la solidaridad global parecen "Iívidas y oscuras", es probable que se deba fundamentalmente al hecho de que casi no cuentan con un patrocinador institucional.

Naciones Unidas, así como todos sus organismos afiliados que vienen a la mente a este respecto, son, desde luego, fundamentalmente internacionales, no organizaciones globales, y para existir dependen de la estructura continua de la organización supranacional de los Estados. De ese modo, aunque el discurso de la ONU se encuentra permeado de una retórica de unidad global, siempre está en franca desventaja con respecto a la necesidad de imponer los principios de soberanía nacional y diferencia cultural (Schlesinger 1991, Tomlinson 1991). Por consiguiente, los intereses en una identidad cultural nacional, al contrario de lo que sucedería en una de carácter global, podrían ser interpretados como un "juego que nadie gana". Visto de esta forma, parece improbable que las bases institucionales internacionales de la actualidad permitan que se avance considerablemente en la creación de una identidad global seria. Cuando se observan en el plano de las instituciones políticas y de la orquestación de los nexos culturales que realizan (así como desde el punto de vista etnohistórico), las perspectivas de una cultura global, una vez más, se ven sombrías. Por eso, el escepticismo de Smith parece bien fundado.

Sin embargo, es necesario hacer algunas aclaraciones importantes y la más significativa está relacionada con su estrategia crítica central. Lo que se aprecia de todo el escepticismo de Smith es, por supuesto, el contraste que establece entre nuestra experiencia actual en relación con las culturas nacionales y las posibilidades de una cultura global. Ahora bien, en cierto nivel parece una estrategia razonable, pero tiene el efecto de desviar el argumento hacia un modelo de identidad colectiva, un estilo de imaginación cultural. Podemos coincidir en cuanto a que las culturas nacionales están situadas históricamente, relacionadas con una época, y que son, entre otras cosas,

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específicas. Esto por sí mismo no es suficiente para eliminar las posibilidades de que aparezca algún tipo de identificación cultural global, pero sólo si obedece al estilo del Estado-nación. El escepticismo de Smith está realmente vinculado con el surgimiento de una cultura global en forma de lo que Mike Featherstone calificara como la cultura extensa del Estado-nación (1993: 173) y es algo con lo que podemos estar de acuerdo. La globalización no parece destinada a marcar el inicio de una cultura global hecha a imagen y semejanza de culturas nacionales particulares e históricas. Sin embargo, una vez que reconocemos esta especificidad, comenzarían a insinuarse otras formas de meditar en la idea de una identidad cultural global.

Más allá del "estatismo arraigado"

Hay buenos motivos para mirar más allá de la influencia centrípeta ejercida por el Estado-nación y su cultura. En contra de todos los argumentos que parten de la resistencia de las identidades nacionales, otros señalan que no debemos permitir que la sombra del Estado-nación lo eclipse todo.

En primer lugar, podemos situar la influencia que ejerce el Estado-nación sobre las imágenes culturales en los marcos del debate más amplio (fundamentalmente en las ciencias sociales) de las conceptuaciones centradas en el Estado. Por ejemplo, el geógrafo Peter Taylor ha criticado recientemente el "estatismo arraigado" que según él caracteriza las principales ciencias sociales y ha tenido el efecto de "nacionalizar el conocimiento social". Es decir: "En términos de la ontología sobre la cual se han creado las ciencias sociales, el espacio clave han sido los territorios soberanos que colectivamente definen el mosaico que es el mapa político mundial" (Taylor 1996: 1919). Taylor afirma que disciplinas como la sociología, las ciencias políticas y la economía hasta hace muy poco tiempo no habían reconocido (mucho menos cuestionado) el grado en que constituyen "criaturas de los Estado", que deben incluso sus concepciones de lo social, lo político y lo económico a determinada configuración histórica que acompañó su aparición a finales del siglo XIX.

La principal consecuencia del estatismo arraigado que identifica Taylor en las ciencias sociales es el modo en el cual lo que desde hace mucho se ha asumido como su única forma de espacialidad ha marginado otras concepciones espaciales del mundo social. Éste es el punto en el que su argumento tiene una relevancia especial para nuestro análisis, ya que Taylor plantea que la relación simbólica entre el Estado como "contenedor del poder" político y la nación como fuente de identidad cultural (que posee

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un supuesto núcleo étnico primordial) tuvo el efecto de "naturalizar" el Estado-nación de manera que llegó a considerarse casi de la misma forma en que se toman otras características espaciales "naturales" como "los ríos, las cadenas montañosas y las costas". Así, "al ser naturales", los Estados impidieron que todos los demás mundos sociales, así como la especialidad de la soberanía fragmentada, se arraigaran en la sociedad moderna" (1996: 1920). Las implicaciones para las imágenes culturales de la identidad territorial más allá del Estado-nación son obvias.

Sin embargo, Taylor argumenta que en estos momentos el efecto de la globalización socava la credibilidad de esta ortodoxia social y científica y que surge una "nueva heterodoxia" en todas las investigaciones interdisciplinarias (incluidos los estudios culturales) que se "abren a nuevos espacios" (1996: 1928).

En este contexto amplio podemos considerar las otras formas de meditar la cultura globalizada que no nos mantienen bajo la sombra de las culturas nacionales. Es necesario que examinemos los factores relacionados con el proceso de globalización que reducen o ponen en peligro el dominio que la nación ejerce sobre la imaginación cultural de su población. Estos factores incluirán la influencia de lo que se podría llamar la industria cultural global -los "productos masivos comercializados" que tanto menosprecia Smith- pero en una forma mucho más compleja que la que reconoce. En lugar de ver los productos culturales como simples imágenes de una depresiva estandarización u homogeneización global, podemos reconocer que su empleo contribuye a la experiencia general del desarraigo cultural o, como veremos en el siguiente capítulo, la desterritorialización característica de las sociedades modernas. El concepto de desterritorialización comprenderá muchos otros aspectos de la experiencia cotidiana: el uso que hacemos a diario de las tecnologías y los medios de comunicación globalizadores, las dependencias "transnacionales" que se nos imponen en los aspectos laborales (trabajar para una compañía multinacional foránea), el creciente sentimiento de que, como consecuencia del proceso de globalización, el Estado-nación ya no es capaz de "producir" lo que su población necesita en términos económicos (empleo para todos, una moneda y tasas de interés estables) o del control de la calidad del entorno físico.

A riesgo de insistir demasiado en el tema, hay pocos argumentos que respalden la idea de que está a punto de surgir una cultura global unificada en todos los sentidos convencionales. Al menos en cuanto a este punto; el análisis actual coincide en gran medida con la posición escéptica asumida por Smith. Tampoco pretendo negar las probabilidades de que en el futuro cercano las culturas nacionales sigan siendo pilares

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muy importantes de la identificación cultural; sin embargo, creo que el estilo de la experiencia y la identificación cultural sufrirá el efecto de las interrelaciones complejas y multiformes, las penetraciones y mutaciones culturales que caracterizan a la globalización en la etapa de la modernidad en que nos encontrarnos. En el proceso, no sólo están surgiendo posiciones de identidad diferentes y más complejas, sino también modos diversos de identificación cultural a los que ahora nos volveremos -los elementos complejos de lo que podemos llamar una cultura globalizada desterritorializada- más que hacia las imágenes monolíticas de una cultura global.

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