Story Transcript
> Franziska Augstein
• Lealtad y traición. Jorge Semprún y su siglo
• Imaginaciones pecaminosas
• La asesina
• Blanco White, El Español y la independencia de Hispanoamérica
• El día del juicio
• Solidaridad y soledad
> FRANZISKA AUGSTEIN
> JUAN GOYTISOLO
• Cuerpo plural. Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea
> GUSTAVO GUERRERO
> AUTRAN DOURADO > SALVATORE SATTA
> ALBERT RÀFOLS-CASAMADA
La doble vida de Jorge Semprún Lealtad y traición. Jorge Semprún y su siglo Traducción de Rosa Pilar Blanco, Barcelona, Tusquets, 2010, 454 pp.
La vida de Jorge Semprún está inextricablemente relacionada con gran parte de la historia del siglo XX. Nacido en Madrid en 1923, es hijo de un catedrático de derecho que fue también gobernador civil de Toledo y Santander (José María de Semprún), y de Susana Maura, hija de quien fuera presidente del Consejo de Ministros con el rey Alfonso XIII. Su madre murió en 1932 y su padre volvió a casarse. El estallido de la Guerra Civil le sorprende en Lequeitio y poco después la familia (en septiembre de 1936) se exilia. Se establece, tras un tiempo de errancia, en París. Semprún inició los estudios de filosofía y letras en la Sorbona en 1942 e inmediatamente ingresó en el Partido Comunista Francés, tomando parte en la Resistencia. Detenido por la Gestapo
> ADAM ZAGAJEWSKI
• El asombro de la mirada. Convergencia de textos
BIOGRAFÍA
Franziska Augstein
> ALEXANDROS PAPADIAMANTIS
(octubre de 1943), fue torturado y, tras varios meses preso en Francia, fue deportado al campo de concentración de Buchenwald, donde permaneció desde el 29 de enero de 1944 hasta el 11 de abril de 1945 con el número de preso 44.909. Terminada la guerra, trabajó para la UNESCO y desde 1953, ya miembro del Comité Central del PCE, viajó numerosas veces a España de manera clandestina, con la misión de organizar la oposición comunista al franquismo. Fue expulsado en 1964 del partido (al mismo tiempo que Fernando Claudín), debido a su enfrentamiento con Santiago Carrillo, al proponer, frente al seguimiento de las tesis y directrices soviéticas, una vía democrática al comunismo (eurocomunismo). De esta última experiencia dará cuenta, mucho más tarde, en un libro polémico y revulsivo para los convencidos: Autobiografía de Federico Sánchez (1977). Hay que señalar –en este rápido currículo– que desempeñó el cargo de ministro de Cultura, durante tres años, en la segunda legislatura de Felipe González. El libro de Franziska Augstein, Lealtad y traición. Jorge Semprún y su siglo, es una
biografía, pero no se ocupa de toda la vida del escritor hispanofrancés (si lo hago en parte francés, a pesar de que siempre tuvo pasaporte español, es porque como escritor ha empleado, sobre todo, la lengua francesa). El padre de Augstein, alemana nacida en 1964, nació el mismo año que Semprún y, aunque no se sintió nazi, perteneció a las juventudes nazis y fue movilizado en la guerra. En 1979 publicó un artículo hablando del Holocausto donde afirma que solo después de la guerra se enteró de que los nazis habían practicado el asesinato sistemático de judíos. Semprún, es sabido, cree que el no querer saber actuó como una suerte de negación y de amnesia. En Weimar, la pequeña ciudad cercana al campo de Buchenwald, era imposible ignorar lo que sucedía a pocos kilómetros. Semprún, por otro lado, a pesar de su experiencia no desarrolló odio al pueblo alemán; y, español, no judío, ferviente comunista entonces enfrentado al fascismo, vivió la experiencia concentracional desde la resistencia ideológica. Se entiende que simplifico: la meditación moral en Semprún (lector ya entonces de Kant) trasciende la ideología. La vida de Semprún parece varias vidas, y no solo por haber sobrevivido a un campo de concentración alemán sino por la riqueza de sus aventuras, de sus compromisos históricos e, incluso, de sus plurales identidades durante la clandestinidad. Semprún ha sido un hombre de acción, pero también alguien que ha meditado lo vivido, que ha hecho suya, minuciosa-
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mente, su experiencia, que nunca es algo del todo de un individuo porque –y más en este caso– está en estrecho contacto con los otros. La memoria de la experiencia, lo que Ortega llamaba vivencia, le ocurre a una persona, y Semprún ha defendido siempre esa dimensión única, hasta el punto de afirmar que su memoria “jamás ha estado determinada por circunstancias colectivas o sociales”. Esta afirmación, discutible en cualquiera, define un aspecto de su personalidad y Augstein, a lo largo de su biografía, va desgranando un poco la defendida autonomía de Semprún. A diferencia de Malraux (comunista, activista, novelista y ministro de Cultura, hasta aquí todo coincide), Semprún nunca adoró a grandes personajes, fueran Stalin, Mao, De Gaulle o T. E. Lawrence; tampoco veo yo que haya tenido figuras tutelares en la literatura, fuertes admiraciones explícitas, aunque es evidente la influencia de Malraux, al que, curiosamente, evitó conocer en persona. A diferencia de muchos supervivientes de los campos, él nunca se sintió culpable (lo supongo, como a Castilla del Pino, ajeno a la depresión). Tras el fin de la guerra, al encontrarse con su padre en París, este no le preguntó por su estancia en el campo de Buchenwald, algo que su hijo justificaba debido a la profunda timidez y el carácter especial de su padre. Además, católico y conservador, no comprendía la militancia de Semprún, pero tampoco que un sacerdote hubiera mentido para salvar a algunos judíos. Sin duda la muerte temprana de su madre y las peculiaridades de su padre fueron determinantes en la formación del carácter de Jorge Semprún. Es curioso, su segunda mujer, Loleh Bellon, con la que vivió casi trece años, nunca le preguntó por su experiencia en el campo de concentración. Su tercera mujer, Colette Leloup, con la que vivió casi cincuenta años, no aprendió español. No deja de ser curioso, sobre todo si pensamos que lo que más le ha “excitado” a Semprún ha sido el trabajo clandestino. No sabemos mucho de su vida familiar, salvo que tuvo esos dos matrimonios (y uno anterior del que se sabe aún menos) y dos hijos, uno de ellos Jaime (1947), cercano a las ideas situacionistas, quien falleció el verano pasado.
Conforme avanza la obra, Augstein desliza algunas reticencias sobre Semprún: dudas sobre si su estalinismo fue solo político y no también cultural, lo contrario de lo que él afirma. Sabemos que el joven Semprún declaró la muerte del surrealismo, criticó a Sartre por no seguir la línea del partido (no lo bastante bolchevique), se supone que reaccionó en contra de la denuncia de los campos de concentración soviéticos por Víctor Kravchenko (1946) y, un poco más tarde (1946), por David Rousset. Más: Marguerite Duras, Robert Antelme y Dionys Mascolo acusaron a Semprún de haberlos denunciado a la dirección del PCF por desviacionismo. Es un tema que ha dado de qué hablar. Cuando Jruschov denunció los crímenes de Stalin, Semprún lo creyó y habría abandonado el partido de no pertenecer al de los españoles, afirmó el escritor. Pero lo cierto es que hasta finales de los setenta siguió siendo comunista (Edgar Morin, que fue expulsado del partido en 1951, reeditó Autocritique en 1970). En 1970 aún creía en la revolución, pero sin el partido. Ahora cree en la reforma permanente. Semprún tardó mucho en comprender lo que coetáneos suyos como Kostas Papaioannou, Octavio Paz, Arthur Koestler y otros vinculados tempranamente al comunismo habían visto y denunciado, por no citar a intelectuales conservadores y lúcidos, como Raymond Aron o Jean-François Revel. Creo que hay que decir que Semprún, como analista de la historia y del pensamiento político del siglo XX, estuvo cegado por la ideología, por razones complejas que afectan a muchas generaciones. Luego, algo tarde, cambió, y aunque no ha aportado nada a una crítica del marxismo y del comunismo (cuerpo de ideas y realidad social), porque ya se había hecho por figuras más penetrantes, sí lo hizo como novelista al contar sus peripecias clandestinas y, sobre todo, su experiencia concentracional. Tuvo el valor de cambiar y de decirlo, como, sin las implicaciones históricas y personales de Semprún, hizo también Mario Vargas Llosa. La relación con Carrillo, especialmente su crítica, es conocida por su obra Autobiografía de Federico Sánchez, un libro
que fue recibido por su gran amigo Javier Pradera –nos lo recuerda la biógrafa–, a quien estaba dedicado, de manera crítica al situarse Semprún como si hubiera sido un mero afiliado al partido y no un alto dirigente (formaba parte del Comité Central), acusando al escritor de tener una “memoria demasiado selectiva”. Una personalidad compleja: inteligente, buen contador de historias, seductor, distante (ensimismado), intelectualmente especializado y ajeno a todo lo que no es el foco de su interés, indiferente a los demás, “autárquico desde el punto de vista emocional” (afirma Augstein), vanidoso de su inteligencia y de sus lecturas filosóficas (aunque luego no veamos, afirmo yo, de qué nos sirve a nosotros), escritor proustiano que no valora a Proust, y, finalmente, el autor de Quel beau dimanche, L’écriture ou la vie, Adieu, vive clarté y algunas otras páginas en las que hemos podido asistir a momentos en los que el destino y la libertad encarnaban en una narración, una voz plena y esperanzada, tocada por los reflejos del tiempo y la ambigüedad de la identidad. ~ – Juan MalParTIDa CRÓNICA
Un español independiente Juan Goytisolo
Blanco White, El Español y la independencia de Hispanoamérica Madrid, Taurus, 2010, 352 pp.
Después de Vicente Llorens (que en 1971 publicó una Antología de la obra de José María Blanco White), Juan Goytisolo es referencia obligada en la tarea de rescate y divulgación de la obra del controvertido escritor liberal para los lectores contemporáneos, con una selección de sus escritos periodísticos (aparecida primero en Buenos Aires, en 1972, debido a la prohibición de la censura franquista): Obra inglesa, Seix Barral, 1974. enero 2011 letras libres 53
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libros Ahora, Juan Goytisolo nos entrega el volumen Blanco White, El Español y la independencia de Hispanoamérica, que recoge una selección de las crónicas que el escritor sevillano editó en El Español (publicación mensual fundada con la ayuda de los amigos ingleses y cuyo primer número salió el 30 de abril de 1810), sobre los acontecimientos que sacudieron a España y a la América hispana entre 1808 y 1826, y cuya actitud –valiente, honesta y lúcida– le valió al exiliado español el linchamiento moral de sus compatriotas, según documenta Juan Goytisolo en la amplia introducción que precede a los textos seleccionados: expatriado atrabiliario, monstruo, corruptor de la moral pública, venal y traidor, perro desleal, español desnaturalizado, pluma sanguinaria y atrevida, anglo-criollo, infame e indigno español, enemigo descarado de su patria… son algunos de los calificativos que le dedicaron (al lado de los cuales, por cierto, los que en su día le dedicó Menéndez Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles resultan moderados). Mientras El Español se convertía en lectura imprescindible y obligado punto de referencia de los escritores y periodistas de Venezuela, México y Buenos Aires, la opinión pública del sector liberal de los españoles acusaba y aislaba a Blanco White, hasta el punto de que en el otoño de 1811 resultara impensable cualquier posibilidad de retorno. Y así escribía a sus padres en carta fechada el 24 de septiembre de 1812 (y reproducida por Vicente Llorens en su Antología): “La injusticia con que me han tratado mis paisanos me causó un dolor intolerable al principio; pero la han repetido tanto, y tan sin razón alguna, y estoy tan seguro de que mi proceder aparece en su verdadera luz a los ojos de los imparciales, que en el día estoy insensible a sus ataques. Pero éste es asunto de que no se debe hablar con los que uno bien quiere. El mundo político no conoce ni amistad, ni amor, ni virtudes de ninguna clase; y los que poseen estas cualidades nada pueden hacer mejor que separar de
él los ojos y los oídos, a no ser que la necesidad los obligue a entrar en tal laberinto.” Y es que en torno a la política colonial, la posición de Blanco White iría variando considerablemente, desde la defensa inicial de la asimilación (fundada en el decreto que proclamaba la igualdad entre peninsulares y americanos), pasando luego por la defensa de una confederación de Estados independientes –si bien vinculados al monarca–, para concluir (cuando, primero las Cortes de Cádiz, y luego Fernando VII, se decantan por una feroz política represiva, nombrando a capitanes generales y virreyes como Cortabarría, Elío y Venegas, partidarios de la línea dura) resignándose a lo inevitable de una separación total y a la independencia de Hispanoamérica: “He hecho cuanto ha estado a mi corto alcance para persuadir a los Americanos a la conciliación; mas, ya no está en su mano ni en la mía. El gobierno español la ha rehusado a la amistad, a la humanidad, a la justicia, y aun a su propio interés. ¿Qué les resta que hacer a los Americanos? ¿Se han de entregar a discreción de semejantes señores, fiados en la defensa de una tercera parte de representantes en el Congreso, a esperar justicia de él, contra la que sumariamente le administren sus virreyes y audiencias? Antes me cortara la mano con que escribo que recomendar tan funesto abatimiento.” ~ – ana rODrÍGuez FISCHer POESÍA
Optimismo ante el presente Gustavo Guerrero
Cuerpo plural. Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea (Incluye DVD con entrevistas y lecturas) Valencia, PreTextos, 2010, 616 pp.
De acuerdo: las editoriales españolas, que gozan de mejor distribución en México que las latinoa-
mericanas, siguen representando un visto bueno irritantemente necesario para que prestemos atención a ciertos autores. Es un hecho: aparecer en una antología española pesa más, en la notita curricular, que aparecer en una salvadoreña. Por si fuera poco, las antologías made in Mexico se publican bajo sospecha: de amiguismo, de intercambio de favores, de sesgo ajeno al puro lirismo puro. Y las que se hacen del Ecuador para abajo son, en principio, demasiado radicales para el “buen gusto” mexicano: medusarios, neobarrosos, trasplatinos... Estas serían, a grandes rasgos, las peores razones para atender Cuerpo plural. Las buenas: a pesar de ser una antología nutridísima, no se trata de un censo poético ni de un inocuo “panorama”. Tiene una intención, un prólogo que modifica la lectura de los poemas –y los poemas, entre sí, se modifican. Incluye a una generación, los poetas nacidos en los años setenta, que no se había tomado en cuenta en antologías anteriores. Me detengo un poco en esto: la inclusión de los poetas más jóvenes (pienso en Alan Mills, en Héctor Hernández Montecinos, en Jorge Vessel, los tres de 1979) no es un capricho ni una cuota: ayuda a comprender el resto de la selección, la redondea, le confiere matices. Los autores más recientes no son solo un puerto de llegada, un predecible desenlace de una tradición que ya los anunciaba; son también los artífices de una obra que afecta a esa tradición, que obliga a leerla de otro modo. Hay aquí nada menos que 58 autores. Un cuerpo plural, sí: de temas, de recursos formales, de registros, de procedencias. Pero, con todo, Gustavo Guerrero (Caracas, 1957) rastrea un argumento en la diversidad: “es éste, en su conjunto, el primer grupo de poetas hispanoamericanos que se forma y se da a conocer en el período inestable de rupturas y transiciones que sigue a la caída del paradigma moderno”. La principal característica del nuevo modelo: no existe ya un concepto unitario de poesía. En el prólogo se habla, una y
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otra vez, de una “atomización y diversificación” de ese concepto. Aunque a pesar de esta atomización se pueden encontrar algunas confluencias. Por ejemplo, la “crítica de la sacralización moderna de la poesía”, intención que predomina en buena parte del volumen. En esta línea caben autores tan diversos como Tedi López Mills o Eduardo Chirinos, Daniel García Helder o Sergio Parra, León Félix Batista o Fabián Casas, Julio Trujillo o Yanko González. Pero también hay otros para quienes la desmitificación no es tan importante como la búsqueda de una nueva, personalísima trascendencia; el ideal moderno (el poeta como antena de emisiones radiofónicas sublimes) no es definitivamente descartado, pero trastoca sus referentes y sus modelos enunciativos: ahí están Patricia Guzmán, Edwin Madrid, Rocío Silva Santisteban, Otoniel Guevara y el ya mencionado Hernández Montecinos. Una de las diferencias fundamentales que guarda Cuerpo plural respecto de otras antologías es que parece leer la poesía no desde la infértil endogamia crítica que tantas veces caracteriza a las muestras de este tipo, sino en relación con otros géneros literarios y, más aún, con una visión panorámica de la literatura latinoamericana actual que el antólogo domina a la perfección. Gustavo Guerrero, ensayista agudo, se mueve entre poetas con la misma soltura que entre narradores (acaba de publicar en Gallimard, junto a Fernando Iwasaki, Les bonnes nouvelles de l’Amérique latine. Anthologie de la nouvelle latino-américaine contemporaine) y esta solvencia se nota tanto en su prólogo como en la selección: hay una perspectiva, un enfoque que ayuda a entender la poesía como un producto cultural anclado en el tiempo y en el espacio. Esto, que podría sonar a obviedad, es un punto de partida infrecuente entre muchos críticos, que prefieren renunciar al esclarecimiento de la obra en provecho de una chata prescriptiva o de una mistificación del poeta y sus labores. En otras palabras, la de Guerrero es una crítica coherente con la pluralidad
de su selección. No se acerca a los textos con una idea previa de lo que deberían ser, sino que les permite sugerir su relación con el momento histórico. Así lo deja ver hacia el final de su prólogo: “A la manera moderna, todavía se sigue esperando que un poema nos conmueva, sentimentalmente hablando, cuando hoy, como ayer, la poesía es capaz de hacer muchas otras cosas: interpelarnos, asombrarnos, dejarnos perplejos, hacernos reír, hacernos pensar, suscitar disgusto, alegría o rechazo. También a la manera moderna, aún se alzan voces para decir que esto o aquello no es poesía, cuando el problema hoy es justamente el de su indeterminación conceptual.” Tiene Cuerpo plural algunos nombres que son casi obligados para entender la poesía en español de los últimos años (Antonio José Ponte, Fabián Casas, Damaris Calderón, Germán Carrasco, Luis Felipe Fabre) y otros que por la escasa difusión de su obra era casi imposible haber leído antes; entre estos últimos, hay lo mismo decepciones (el hondureño Fabricio Estrada) que hallazgos importantes (el dominicano Frank Báez). No sorprende encontrar más poetas (y con más textos cada uno) de Chile, Perú y Argentina, países cuya lírica se adelantó, en cierto modo, al cambio de paradigma. No faltará quien añada nombres y proponga enmiendas, pero lo importante es no perder de vista el afán inclusivo del antólogo (quien se lamenta de no poder añadir, por ejemplo, soportes multimedia) y la nota de indudable optimismo con que entiende el presente poético, sin juzgarlo desde el templete siempre fatigoso de las glorias pretéritas: “quizás lo más difícil de entender sea que el fin del sistema moderno no obsta a que la poesía siga siendo hoy, a principios del siglo XXI, no sólo uno de los instrumentos de medición más reveladores del presente, sino además uno de los espacios críticos más creativos, independientes y radicales de nuestra cultura”. La selección preparada por Guerrero confirma el diagnóstico y lo rebasa. ~ – DanIel SalDaÑa ParÍS
CUENTOS
La lujuria en forma de puzzle Autran Dourado
Imaginaciones pecaminosas Traducción de Cecilia Garat, Barcelona, RBA, 2010, 176 pp.
A Autran Dourado (1926), uno de los grandes narradores de la ficción del siglo XX en lengua portuguesa, compañero de generación de Clarice Lispector, Rubem Fonseca, Dalton Trevisan u Osman Lins, la gloria internacional debiera haberle llegado ya hace décadas a pesar de que la narrativa brasileña contemporánea ha sido ignorada o relegada en los catálogos de foreign rights al papel de comparsa, con excepciones honrosas como Lispector, enarbolada por el feminismo y la ginocrítica, o Rubem Fonseca, tenido, y tarde, por un espléndido autor de novela negra, y no por un espléndido autor de novela a secas. El mismo año en que se publicaba la primera edición de Cien años de soledad, 1967, veía la luz Ópera dos mortos, que es, con O risco do bordado (1970), el buque insignia de la narrativa de Dourado, un autor que bebió las aguas de la vanguardia (de hecho, siempre ha confesado que la trama es uno de los elementos menos importantes de la novela), que aprendió de Faulkner y de sus laberínticas relaciones familiares, del humor ácido y las críticas escenas conyugales retratadas por los relatos de Katherine Mansfield, del monólogo interior y el psicologismo proustiano. Referencias de las que el autor brasileño sale con bien en su particular recreación de asfixiantes universos interpersonales, y de los narradores cómplices del lector. Dourado es un maestro del costumbrismo elevado a la enésima potencia, un escudriñador de personalidades, uno enero 2011 letras libres 55
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libros de los representantes más sólidos de lo que se ha dado en llamar “prosa intimista”, un voyeur de la sociedad contemporánea, farisea, prejuiciosa, cínica y decididamente frívola, igual, en realidad, que las sociedades de antaño, pero con más prisa y menos autoridad, y es también un pregonero de la insoportable veleidad del ser. El autor de Os sinos da agonia (1974), un clásico incuestionable en la ficción brasileña del XX, y un amante de las chirigotas literarias (“Retados por el visitante Osman Lins a que reescribiésemos, él, otros cuatro escritores y yo, la ‘Misa del Gallo’ de Machado de Assis”), disfruta moviéndose en círculos de palabras en el interior de los espacios íntimos en los que conviven emociones y sentimientos, actitudes y comportamientos que los distintos narradores de los relatos que integran el célebre volumen que ahora nos ocupa, Imaginaciones pecaminosas (1981), manejan con maneras a un tiempo de etólogo y de periodista. En modo alguno se trata de narradores ensimismados, adormecidos por la inercia de sus propios discursos, sino de chismosos cronistas que se apresuran a revelar lo que sucede entre visillos, los dimes y diretes de la comunidad, las perversiones de a pie (“Y Valdemar Figueiras pasó a vivir una nueva vida. No sólo andaba con una pequeña foto de Shirley Temple en la billetera...”, “Querida de la familia”, “la relación de Doña Pequetita y la Chiflada se tenía con los tintes confusos y sanguinolentos del amor y la perversión. Por extraño que parezca, la Chiflada parecía sentir placer en ser humillada...”, “Aquella chiflada”, cierta pedofilia inconsciente, sadomasoquismo doméstico, y además vírgenes, homosexualidades violentas, pasiones eróticas y cuerdas locuras, adulterios y pecaminosos pensamientos, pero nada a la vista, todo escondido bajo la liviana ropa de la sutileza, hecho un tejido de insinuaciones). Nos las habemos con narradores que se ríen con el lector de las inmoralidades más convencionales (“las noches con las
amantes, que en el diccionario casero estaban bajo la entrada teatro”, “Mote ajeno y variaciones”), y que se olvidan del mundo exterior, del paisaje, del marco, del decorado, ¡qué importa si hay flores, si pasa un auto, si llueve, si va de rojo o si lo que hay al fondo, mientras los personajes se hablan, es un jardín!: todo ocurre dentro, en ambiguos, libidinosos interiores de Balthus, de Matisse, de Hockney o de Delvaux –no, en cambio, en los interiores tristes de Freud o Modiano– en los que descansan ejemplares de Natalia Ginzburg, de Moravia o de Marguerite Duras, y todo es producto de la verbalización, “porque la literatura no es sino lenguaje con sentido”, le contesta el autor al periodista de la Folha de São Paulo que le entrevistó en julio de 2005. Advertirá el lector que todo lo que sucede en las páginas de Imaginaciones pecaminosas se diría teatralizado, los personajes hablan y gesticulan, gesticulan y hablan, enjaulados en atmósferas cargadas de electricidad emocional, una estimulante (tragi)comedia de la vida humana, el grave empeño de Balzac disfrazado con las máscaras del Carnaval y amenizado con música de bossa nova, melancólicamente excitante, respetuosamente provocadora. Tiene aquí el lector a la lujuria y a la picaresca fragmentadas en laberínticos relatos que comparten personajes y se complementan como las piezas de un carnavalesco y festivo puzzle libertino. Pese a que algunos cuentos brillan por su forma vanguardista, como “Los gemelos”, soberbia e irónica pieza teatral que aplaudiría Beckett a rabiar, al lector podrían parecerle antiguos, pero no lo son. Son, si acaso, un simulacro de lo antiguo, una parodia perversa de cierta tradición narrativa, por eso resultan tan, tan modernos. Tan modernos como su autor que, ya octogenario, le espetó a ese periodista de la Folha, de vuelta ya de casi todo, que vender el libro no es sino un accidente en la vida de un escritor. ~ – JaVIer aParICIO MaYDeu
NOVELA
Desolaciones sardas Salvatore Satta
El día del juicio Traducción de Joaquín Jordá, prólogo de George Steiner, Barcelona, Anagrama, 2010, 304 pp.
Roberto Calasso, el exquisito editor de Adelphi, fue en Italia algo así como el descubridor del Satta escritor, no su primer editor pero sí quien convirtió su gran obra, El día del juicio, en una novela imprescindible que alcanzó un éxito y que las editoriales literarias extranjeras más exquisitas se aprestaron a traducir. Con ella Salvatore Satta (Nuoro, 1902-Roma, 1975), prestigioso jurista con vocación literaria, que legó una original lectura del derecho procesal, fue merecedor del premio Comisso. Lamentablemente, no llegó a verla publicada en vida, ni tampoco supo que un día el mismísimo George Steiner llegaría a ponerle prólogo, ni que el no menos acreditado Julian Barnes reseñaría la obra en The New York Times. Jorge Herralde la publicó en Anagrama de la mano de quien fuera uno de sus traductores habituales del italiano, el cineasta Joaquín Jordá (a quien debemos versiones de Bufalino, Magris o del mismo Calasso); corría el año 1983. Pero algunos no supimos de la existencia de este libro hasta leer precisamente la selección de contraportadas firmadas por Roberto Calasso que también apareció en Anagrama bajo el título Cien cartas a un desconocido. Corría el año 2007 y el volumen reunía algunas piezas escogidas del vasto y selecto catálogo editorial del también autor. Junto a nombres señeros de las letras europeas como Bazlen, Walser, Bernhard y Sciascia, allí estaba Satta, victorioso, sentado entre los grandes. ¿Quién le iba a decir a ese hombre de letras –jurídica y literariamente hablando–, que a los veintiséis años envió
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sin éxito al premio Viareggio su primera novela, La veranda (La terraza), que llegaría a formar parte de tan selecto Olimpo? Y es que los caminos de la literatura son todavía hoy inescrutables. Por su parte en 2009, quienes no sabían aún nada de Satta pudieron leer de la mano de Siruela, en George Steiner en The New Yorker –selección de los artículos que este publicó durante más de treinta años en la prestigiosa revista–, el excelso artículo que Steiner dedicó en su día a la novela a raíz de su edición norteamericana. Ahora, en 2010, gracias a la puesta en marcha de la colección “Otra vuelta de tuerca”, donde Anagrama recupera textos que merecen sin duda nuevos lectores, Satta y Steiner se alían y ofrecen al lector el pack entero: la novela con prólogo del ínclito Steiner. En dicho prólogo, el crítico francés, radicado en Estados Unidos por culpa del nazismo, escribe: “Satta da la impresión de haber llevado dentro de sí, durante medio siglo, el material y el diseño de un libro sobre su Nuoro natal y un esclerótico y sonambular epílogo a las antiguas costumbres de la ciudad.” Muchos son los autores que han hecho de su ciudad su paisaje literario por excelencia: existen la Bahía de Jorge Amado, La Habana de Cabrera Infante, la Praga de Seifert, la Barcelona de Mendoza... Entre los italianos, Fenoglio cantó a Alba, Moravia a Roma, Matilde Serao a Nápoles (accidentalmente nacida en Grecia)... Nuoro, rincón de la Cerdeña más provinciana y menos tocada por el progreso, es en esta novela la protagonista absoluta. Condenada por su autor a ser reflejo del paso del tiempo y del peso de la historia, permite ofrecer un vasto fresco de la vida insular desde finales del XIX hasta las primeras décadas del XX. Y es que el juez Satta, sin afán moralizante ni aleccionador, pero también sin pietas (haciendo gala de su condición de cristiano laico), elige como eje vertebrador de la narración a su propia familia, los Sanna Carboni, y en concreto al notario don Sebastiano, en torno al cual giran a modo de satélites su mujer, doña Vincenza, a quien el marido acusa de estar en el mundo “sólo porque hay sitio”, y sus hijos.
Será a su alrededor donde se afanen en vivir y en morir los habitantes de Nuoro, sobre todo en morir, pues la muerte es lo que acaba hermanándonos a todos, más allá de las tareas que nos ocuparon en vida. Todo sucederá entre tinieblas, como si se tratara de un Cien años de soledad escrito por Juan Rulfo (recojo la idea de un artículo sobre la novela del poeta Vicente Valero), en un ambiente cercano en algunos momentos a La divina comedia y próximo también, por su aspereza, a algunas escenas del Padre padrone de los hermanos Taviani. Pero ¿y el narrador, qué lugar ocupa? Atento y minucioso, el juez Satta relata, como observador privilegiado, ese universo de costumbres ancestrales que ve llegar aires de cambio –como la luz eléctrica en unas páginas entrañables–, entre decepciones y sueños, entre consuelos y desconsuelos. Un pesebre de hombres y mujeres que Satta resume así: “Como en una de aquellas absurdas procesiones del paraíso dantesco desfilan en hileras interminables, pero sin coros ni candelabros, los hombres de mi estirpe. Todos se dirigen a mí, todos quieren dejar en mis manos el hatillo de su vida, la historia sin historia de su haber existido.” El narrador-juez se erige pues en depositario de vidas ajenas. Pero, ¿acaso son vidas reales? Dice Calasso en su contraportada que los personajes son “fantasmas que persiguen al escritor” y el mismo autor confiesa al final de la novela que acaso sea la evocación y no la realidad la que los ha construido. ¿Evocación? Mejor sería decir visión (tomo la ideal del mismo Calasso, quien escribe: “sentimos en estas páginas una continua fiebre visionaria”). Comenzada la redacción de la novela en 1970, Satta no la concluyó hasta 1975, año de su fallecimiento, aunque su primigenia intención era destruirla antes de morir. La novela sobrevivió, pues, no porque el Max Brod que muchos escritores llevan dentro se lo impidiera, sino porque el destino lo quiso así. Que la libertad y la falta de autocensura con que está escrita se deban a esta primera voluntad de hacerla arder en llamas es algo que tras la lectura resulta evidente;
de ahí seguramente su poder de convicción, que solo poseen las obras tocadas por la gracia. No disponemos aún de versiones de sus otras dos obras de ficción. Ambas son muy anteriores a El día del juicio: la ya citada La veranda es fruto de su experiencia juvenil en un sanatorio de Merano; De profundis, escrita entre 1944 y 1945 en las inmediaciones de Trieste, mientras los bombardeos aliados destruían su domicilio en Génova, es más un canto dolorido al destino de Italia que una novela. Acaso podamos leerlas algún día. Por eso es una excelente idea, sin olvidarnos de Grazia Deledda, oriunda también de Nuoro y que ganó el Nobel en 1926, conocer a este sardo genial a través de su obra magna, ahora recuperada. ~ – Ma ÁnGeleS CaBrÉ MISCELÁNEA
Clasicismo en tensión Albert Ràfols-Casamada
El asombro de la mirada. Convergencia de textos Edición y comentarios de Miguel Ángel Muñoz, Madrid, Síntesis, 2010, 166 pp.
El asombro de la mirada es, como su propio subtítulo indica, una “convergencia de textos” e imágenes de Albert Ràfols-Casamada (Barcelona, 1923-2009), seleccionados por el poeta y crítico de arte Miguel Ángel Muñoz. En sus páginas se juntan las diversas facetas de un artista tan polifacético como Ràfols-Casamada: pintor, sobre todo, pero también articulista, crítico, aforista, diarista y, tardío pero sobresaliente, poeta, con ese desdoblamiento expresivo que, desde el ut pictura poesis horaciano, han practicado Van Gogh y Salvador Dalí, Picasso y Antonio Fernández Molina, entre otros. Es raro un libro como este, que aúne, con claridad conceptual y equilibrio expositivo, las diferentes manifestaciones artísticas de enero 2011 letras libres 57
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libros un creador. En los autores con muchas dimensiones, como Ràfols-Casamada, suele prevalecer alguna, quizá porque ni el público ni la crítica están preparados para reconocer que una sola persona descuelle en varios campos del arte. Miguel Ángel Muñoz demuestra que se puede atender a todas esas vertientes con la misma sensibilidad, y otorgarles el crédito que merecen. Y lo hace subrayando, no su divergencia, sino su nexo común, su radical y subyacente identidad: el impulso poético, la voluntad de urdir una red de imágenes, verbales o visuales, que comuniquen una sola vibración espiritual. Ràfols-Casamada suscribe, en una de las entradas de su diario, la afirmación de Octavio Paz según la cual todas las artes pueden trascender sus límites y no ser sino poemas en estado de perpetua incandescencia: ser un gran pintor quiere decir entonces ser un gran poeta; y añade el autor catalán: “La poesía es un destello que sabemos ver a veces en las cosas. La función del arte es dar cuerpo a esa luz.” El libro empieza con una diligente presentación crítica de Ràfols-Casamada por parte del responsable de la edición. Muñoz destaca el carácter no figurativo de su pintura, su abstracción geométrica, de un lirismo sin sombras, derivado de la absorción de todas las grandes vanguardias contemporáneas, desde el expresionismo abstracto americano hasta el espacialismo europeo; y el dominio del color –“la gran risotada del color”–, heredada de Matisse, una de las principales influencias de Ràfols-Casamada. El antólogo también subraya la desmesura sutil de su trazo, su preocupación constante por el espacio –en busca del “cántico de lo ilimitado”– y la convergencia en su obra de levitación y gravitación. El crítico de arte habitual suele dejarse llevar por la metáfora, al igual que el catador de vinos recurre a los tropos florales o frutales para definir los caldos que prueba: ambos traducen así al lenguaje de las palabras realidades concebidas con el lenguaje de los sentidos. Muñoz, en cambio, utiliza una prosa empírica,
aunque no exenta de irisaciones poéticas, para transmitir, con eficacia y objetividad, datos, análisis y juicios. A este trabajo riguroso solo se le puede reprochar que no haya filtrado un poco más los materiales empleados: en su “Nota a la edición” (p. 22) incluye párrafos ya utilizados en la “Introducción” (p. 17); algo que, por otra parte, también ocurre con los textos seleccionados de RàfolsCasamada, que describe a Joan Miró (pp. 67 y 68) con las mismas palabras con que retrata a Giorgio Morandi (pp. 71 y 76). Asimismo, habría sido conveniente revisar los nombres y expresiones en otros idiomas, sobre todo en catalán, para que no nos encontráramos, por ejemplo, con que el poeta Marià Manent se convierta en mujer: María Manent (p. 159). Tras la presentación de Miguel Ángel Muñoz, El asombro de la mirada aporta una selección de artículos de Ràfols-Casamada que revelan el origen de su vocación artística y su concepción de la pintura; una muestra de sus “aforismos visuales”; un conjunto de trabajos críticos sobre algunos de sus pintores favoritos –Miró, Morandi y Esteban Vicente–; veinte reproducciones de algunos de sus cuadros más importantes; una amplia selección de sus diarios, que incorpora entradas desde 1975 hasta 1997, provenientes de Huésped del día. Dietario y de sus cuadernos personales; un conjunto de poemas titulado “Policromía o la Galería de los Espejos. Poesía sobre pintura”, con doce composiciones dedicadas a los diferentes colores, cada uno de los cuales representa, a su vez, a un determinado pintor; y, finalmente, la amplia entrevista que le hizo Miguel Ángel Muñoz en 2003, con ocasión de su octogésimo aniversario. El volumen incluye también diversas fotografías del archivo personal de Ràfols-Casamada y varios poemas visuales. Un rasgo fundamental se desprende de este múltiple ayuntamiento: la íntima vinculación que tienen la pintura, la poesía y el pensamiento en la actividad de Ràfols-Casamada. Así, tras el artículo “Esteban Vicente en
Silos”, leemos el poema “Suite cromática de Esteban Vicente”, como si el ensayo y la poesía se interpenetraran, o intercambiaran naturalmente sus contenidos, en una promiscuidad de géneros muy propia del arte contemporáneo. Lo mismo acredita la entrada de su diario correspondiente al 11 de octubre de 1997: unas notas escritas sobre los colores se transforman aquí en un poema. Ràfols-Casamada entiende la pintura como una gran aventura cromática y arquitectónica, que ha de asegurar un equilibrio magnético entre clasicismo y sorpresa, entre contención y rapto. La esencia de su proyecto estético radica en la mirada, con la que el ser se proyecta en el mundo, o, dicho con más precisión, con la que decanta una realidad exterior que traspone una realidad interior, difusa, inarticulada y musical. “Ver es sentir”, afirma en uno de sus aforismos; y en otro: “Sin pensar, sólo mirando.” Ràfols-Casamada explica muy bien sus ideas, tanto las relativas a los aspectos más recónditos o menos inteligibles de su proceso creador, como las que recaen en la obra de otros artistas, que analiza siempre con amplitud de miras y espíritu integrador. Pese a su indiscutible linaje vanguardista, RàfolsCasamada no es nunca sectario, sino ecléctico y curioso, esto es, consciente de que los prejuicios impiden apreciar lo que de interesante pueda haber en cualquier trabajo artístico: por eso se sitúa siempre ante la obra, la propia y la ajena, con una virginidad alerta, con una inocencia sagaz. La calidad de su escritura se manifiesta asimismo en su poesía, compuesta enteramente en catalán, que se ha recogido en las dos entregas de Signe d’aire. Obra poètica, aparecidas en 1976 y 2000, ha continuado hasta Cançó. Poemes per a Maria, en 2004, y ha conocido el hito de su traducción al castellano, El color de las piedras, en 2003. Como se puede apreciar en los poemas recogidos en El asombro de la mirada, su lírica, deudora de Salvat-Papasseit y José Ángel Valente, de Ungaretti y Saint-John Perse, es despojada y visual: la pueblan imágenes
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sin peso pero con densidad, oquedades blancas y silencios sombríos, trazos –o trallazos– que prevalecen sobre la sintaxis: “todo se rompe/ y huye/ es necesario construir/ estructuras/ espacios silencio y luz/ cercle carré”, escribe Ràfols-Casamada en el poema “Azul claro”, inspirado en Joaquín Torres García, otro de sus pintores predilectos, con reminiscencias del horizón carré del cubista Vicente Huidobro. La obra, tanto literaria como pictórica, le sirve a Ràfols-Casamada para intensificar la vida: para dibujar un espacio en el que aprehender una materia encendida, un ser encendido. Fue Bernard Berenson, recuerda Ràfols-Casamada, el que estableció el concepto del arte como ente vivificador en Los pintores italianos del Renacimiento, algo que también han reivindicado otros relevantes escritores contemporáneos, como Antonio Gamoneda. En otro aforismo sostiene Ràfols-Casamada: “No conocer el resultado hasta que por sí mismo se nos revele.” También aquí coincide con Gamoneda, que afirma no saber lo que dice hasta que lo ha dicho. En esto consiste la tradición de la ruptura, a la que sin duda pertenece Ràfols-Casamada: en subordinarse a la obra, en desarticularla y reconstruirla a cada instante, en dejarse permear por sus susurros y sus tinieblas. No otra forma hay de edificar la luz. ~ – eDuarDO MOGa NOVELA
El arte del infanticidio Alexandros Papadiamantis
La asesina Traducción de Laura Salas Rodríguez, Cáceres, Periférica, 2010, 208 pp.
Gozó del aprecio de Constantino Cavafis, Odysseas Elytis y Giorgos Seferis y se constituyó en un
referente inexcusable de la literatura griega moderna y contemporánea (“El mayor prosista de la Grecia moderna”, Kundera dixit), pero la obra de Alexandros Papadiamantis (1851-1911) también despertó pasiones encontradas entre sus contemporáneos. Según el crítico Francesc Passani, quizás porque el narrador se expresaba en kazarévusa o griego culto, una especie de lengua puente entre el griego clásico y el griego popular que ganaba terreno literario al compás de las corrientes románticas decimonónicas y la euforia de la independencia. Quizás porque los iniciales registros realistas de La asesina, publicada por entregas y considerada su obra magna, cedieron a una narrativa austera, minimalista y de gran fuerza dramática que no se correspondía con las expectativas. Alexandros Papadiamantis nació en la isla de Skiathos y creció y fue educado en el seno de una familia de honda espiritualidad cristiana ortodoxa que había dado monjes y abades en abundancia. Por razones económicas, abandonó la escuela a los once años y en su juventud se matriculó en la facultad de filosofía de la Universidad de Atenas, donde solo estudió durante un par de años. Nunca se casó y tuvo que mantener a sus hermanas solteras. Para el monje ortodoxo Moses el Athonita, que ha abundado en la dimensión religiosa de la obra, Alexandros Papadiamantis fue “un teólogo”, no porque obtuviera ningún título, sino porque rezaba de corazón, según los preceptos de Neilos el Asceta; un hombre de fe que vivió una auténtica vida cristiana, amigo y asistente de Dios; una persona que observaba los mandamientos y conocía el poder de curación de la Iglesia a través del arrepentimiento sincero y la confesión. Sorprende que la obra de Papadiamantis esté llena de pecadores, ladrones, usureros, glotones, borrachos, envidiosos y sacrílegos, de hipócritas, suicidas y asesinos, y sorprende más que el autor sea capaz de ponerse en la piel de esos antihéroes sin justificar sus actos, pero sin juzgarlos ni destilar
moralina sobre ellos, por más que los conduzca a todos al arrepentimiento. Aunque no siempre. La protagonista de La asesina es Frangoyanú, una vieja de casi sesenta años, “una mujer bien hecha, de rasgos hombrunos, de energía masculina y con un asomo de bigote sobre los labios”. Un personaje que recuerda en mucho a las mujerucas encorvadas, vestidas de negro y con pañuelo atado a la cabeza –sabias o alcahuetas, según la perspectiva– que habitaban pueblos y aldeas del Mediterráneo setenta u ochenta años atrás; el lector de cierta edad no podrá evitar esta imagen. Al haber ejercido de comadrona y curandera, la anciana sabe lo que vale la vida de una niña: “Hasta las niñas de buena familia (tan raras entre su sexo) mueren más que las incontables hembras de la pobreza. ¡Las niñas de esa clase son las únicas que tienen siete vidas! Parece que se multiplican a propósito, para castigar a sus padres, desde este mundo ya.” La novela empieza con una Frangoyanú que ha pasado la noche en vela, cuidando de su nieta de quince días enferma de tos ferina. Un inicio evocador y convencionalmente realista que sitúa al lector en el ambiente de pobreza y miseria que ha rodeado a la protagonista. Sus padres la habían casado con Yanis Frangos y había ido a vivir con su cuñada viuda hasta que construyó casa propia, con dinero robado al padre. Frangoyanú no ha hecho otra cosa que servir a los demás: a sus padres, a su marido, a sus siete hijos y, ahora, a sus nietos. El mayor de los hijos varones, que son los únicos que cuentan, emigró a América y hace tiempo que no sabe de él. Otro varón, Mitros, llamado el Moro, se convirtió en fugitivo de la ley por haber acuchillado a su propia hermana, antes de cometer asesinato y ser encarcelado, a pesar de que Frangoyanú movió cielo y tierra para rescatarlo de los brazos de la justicia. A la nietecilla recién nacida la llaman Jadula, como a ella, y no merece más bendición que la corriente para todas las niñas, “¡Que no enero 2011 letras libres 59
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libros se salven, que no crezcan más!” La pequeña Jadula muere a manos de la abuela, pero nadie, ni la madre, se atreverá a decir nada. Frangoyanú empieza a ir a la iglesia con frecuencia y hasta piensa en confesarse, pero nunca encuentra el momento. ¿Arrepentida? La vida sigue. La vieja va a casa de su vecino Yanis en busca de hierbas y encuentra a la mujer enferma: “¡Qué servicio puede ofrecerle alguien a la pobreza! La mayor bondad que tendría una es darle la hierba de la esterilidad. (Perdóname, Dios mío.) ¡O al menos la hierba de los niños! Porque nada más que pare niñas, la pobre…” La lógica delirante de la protagonista es implacable y por ello no puede más que empujar a las hijas de los vecinos al pozo. Y así sigue, de infanticidio en infanticidio, hasta que se levantan las sospechas de la justicia, que toma medidas. Frangoyanú intenta esconderse en las montañas, en casa de una prima o en la de unos pastores. Mucha gente le debe favores a la vieja comadrona, que ha administrado hierbas medicinales, ha procurado salud en su entorno y ha practicado abortos de embarazos no deseados. Es tal su estado de enajenación que llega a pensar que Dios colma sus deseos: “En aquellos momentos, Frangoyanú había olvidado su idea inicial, a saber, que Dios había querido escuchar su deseo y ahogar a la niña. Después le volvió ese pensamiento, e involuntariamente rió con risa amarga.” Los vecinos la encubren, la advierten de la presencia de los guardias, la protegen. Parece arrepentirse: “Dentro de ella, se siente desfallecida y quiere ir al asciterio a confesarse, pero llegan los guardias y huye hacia el agua.” El final es previsible. A pesar de las dos ediciones en catalán de la novela, el narrador Alexandros Papadiamantis era prácticamente un desconocido en el ámbito literario hispánico. Se agradece que, de la mano de Periférica, Laura Salas nos haya acercado la gran novela del clásico griego. ~ – leaH BOnnÍn
ENSAYO
Crítica de la autocrítica Adam Zagajewski
Solidaridad y soledad Traducción de A. Rubió y J. Slawomirski, Barcelona, Acantilado, 2010, 192 pp.
Hay palabras que conservan un prestigio y un predicamento a prueba de bomba, hasta que de pronto una época las pone bajo sospecha. Autocrítica es hoy una de esas palabras sospechosas. Solidaridad también. No es difícil adivinar los motivos. Adam Zagajewski, en Solidaridad y soledad, último libro del autor publicado en español, y uno de los primeros que escribiera, distingue en él entre “mentira histórica“ y “verdad histórica”. Para el autor, la mentira histórica por antonomasia fue la solidaridad preconizada en tiempos de Stalin, y la verdad histórica la preconizada en Polonia por el sindicato Solidaridad. Por otra parte, la autocrítica, que practicaban, o escenificaban, en una como en otra época, artistas e intelectuales, se debió tanto a la mala conciencia como al oportunismo de unos y otros. Pero si dejamos el oportunismo –presente siempre en cualquier época de la historia– para mejor ocasión, y nos limitamos a la mala conciencia, podemos plantear el problema una vez más, como hace el propio Zagajewski, en los consabidos términos de: mundo exterior y vida interior, entre los que no hay, a decir del autor, la más mínima armonía, por mucho que se diga y se pretenda lo contrario. Que no haya armonía no quiere decir en cambio que no se determinen mutuamente. Y en esa determinación mutua está la razón de muchas sinrazones, es decir, de muchas teorías sobre el mundo, o percepciones distintas del mundo. Una de las de mayor predicamento en el siglo XX, ha sido sin
duda la que se conoce como espiritualidad negativa o mentalidad nihilista, por contraposición a la espiritualidad positiva o mentalidad centrada en los valores. Dicho de otro modo: Nietzsche contra Hegel. Dos formas distintas, contrarias, contrapuestas, de entender el mundo, y soportarlo, sobrellevarlo o sufrirlo. “Por si acaso –continúa a renglón seguido Zagajewski– hago constar que estamos a principios de noviembre, las hojas de los robles y de los castaños se han teñido de un marrón dorado y brilla el sol. La realidad existe aunque las noticias de la radio estén llenas de necrológicas.” La realidad existe, hace bien el autor en recordárnoslo, pues lo olvidamos con frecuencia. Las ideologías, fuertes o débiles, qué más da, con que la confrontamos, terminan por suplantarla casi siempre. A pesar de que: “La alegría, el dolor y el luto no caben en las estrechas abrazaderas de la ideología. Los robles altivos y sus hojas rojizas se mofan de la ideología. Las estrellas de otoño sobrepasan las ideologías. El joven gato no entiende de redes ideológicas –quiere comer, jugar y dormir.” Entre la espiritualidad negativa y la espiritualidad positiva no hay término medio. Pero, en cambio, nosotros sí podemos estar en medio. A la misma distancia de una y otra. Y parece que esto es lo que ocurrió con el movimiento Solidaridad en Polonia en los años setenta, como había ocurrido antes en otros momentos de la historia. ¿Por qué ocurrió? Y, ¿por qué precisamente entonces? Para Zagajewski parece que uno de los motivos fundamentales es que los valores sepultados durante décadas emergen de pronto por causas desconocidas, y emergen al mismo tiempo que la voluntad (Zagajewski la llama energía). Entonces se produce: “el encuentro del arco con la flecha”. Hay una vieja y dudosa teoría según la cual los países que carecen de libertades producen mejor literatura que los que gozan de ellas (los espíritus libres que tienen vedada la historia, la política y la economía se
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dedican –¿una especie de sublimación intelectual?– a la cultura). Es como si las libertades, en el terreno del arte, pero posiblemente también en otros muchos, lo degradaran todo, aunque solo fuera porque hacen de todo una mercancía, porque ponen precio a todo y someten todo a las férreas leyes del mercado. ¿La libertad sometida? ¿Acaso no es esto una contradicción en los términos? Quizás lo sea en los términos, pero no en la realidad. Esto es algo que suele suceder. Otra consecuencia más de la confusión entre ideología y realidad. Solo hay un reproche que hacer a las cosas que acaban mal, y es que quizás no empezaron bien. Hasta aquí la primera parte del libro, que aconseja su autor leamos al final, y es fácil, una vez leído, adivinar por qué. La segunda parte, que empieza con los textos de “El pequeño Larousse”, y continúa con los de “Qué reparos opongo a la llamada nueva
ola”, es una miscelánea de incisivos y certeros textos sobre casi todo y, como él mismo se apresura a reconocer, sobre casi nada, pues el todo siempre resulta sospechoso, y también porque: “la vida espiritual […] no es el quehacer más importante del hombre, en contra de lo que nos dicen a menudo”. Son textos cortos, concentrados, en los que brilla una idea, apuntes y notas dispersas, metáforas políticas y sociales, alegorías. Zagajewski reflexiona, y en el fondo de su reflexión siempre acechan las mismas, inevitables, preguntas: ¿cómo ser honestos con nosotros mismos y con los demás?, ¿cómo combatir la tiranía de la falta de libertad?, ¿cómo vivir en armonía con los otros? Pero también, y no en menor medida: ¿cómo reconstruir un país sumido en la irracionalidad?, ¿cómo restañar las heridas?, ¿cómo seguir viviendo?, ¿cómo afrontar la muerte? Nos habíamos olvidado de la soledad, pero estas preguntas vienen a
recordárnosla oportunamente. ¿Son términos antagónicos solidaridad y soledad? ¿O por el contrario se complementan? Las preguntas pueden no tener respuesta, pero también, ocasionalmente, pueden tener varias respuestas. En ambos casos lo que importa es siempre poder preguntar, poder elegir, poder cometer errores, porque, permítanme que ceda la última palabra a Zagajewski: “Puede ocurrir que caigas en la esclavitud, pero hay algo que debes evitar a todo precio: volverte esclavo.” ~ – Manuel Arranz
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