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Manuel Segura Orteg
LA FILOSOFÍA JURÍDICA Y POLÍTICA EN LAS «EMPRESAS DE SA A YEDRA FAJARDO ACADFM IA ALFONSO X RL SABIO CAJA DI Al ÍORROS DI- VI URCIA
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LA FILOSOFIA JURÍDICA Y POLÍTICA EN LAS «EMPRESAS» DE SAAVEDRA FAJARDO
MANUEL SEGURA ORTEGA
LA FILOSOFIA JURÍDICA Y POLÍTICA EN LAS «EMPRESAS» DE SAAVEDRA FAJARDO
ACADEMIA ALFONSO X EL SABIO CAJA DE AHORROS DE MURCIA
BIBLIOTECA DE ESTUDIOS REGIONALES
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Manuel Segura Ortega, 1984
Edición conjunta de la ACADEMIA ALFONSO X EL SABIO y de
cajamurcia OBRA.
CULTURAL
I.S.B.N.: 84-00-05809-7 Depósito Legal: M. 35.591 -1984 Imprime: Taravilla Madrid, Mesón de Paños, 6-1984
PROLOGO
La obra de Saavedra Fajardo no ha sido objeto de numerosos estudios. Esta circunstancia nos impulsó a realizar un análisis detallado en el que quedasen perfiladas las líneas maestras sobre las que se asienta el pensamiento del diplomático murciano, Nuestra atención se ha dirigido casi exclusivamente a su obra más importante: La Idea de un Príncipe Político-Cristiano representada en Cien Empresas, también conocida con el nombre de Empresas Políticas. En ocasiones, también se hará referencia a otras obras, pero siempre con un carácter incidental. En nuestro estudio hemos pretendido ceñirnos siempre a aquello que Saavedra efectivamente dijo, es decir, hemos querido que nuestras afirmaciones encontraran en todo momento un apoyo concreto en la obra de Saavedra. Por este motivo los textos de la obra del escritor murciano aparecerán con gran profusión en la presente tesis y aunque, en ocasiones, un excesivo número de citas prive de agilidad a la exposición, hemos creído que la inclusión de las mismas era absolutamente imprescindible. El trabajo lo hemos dividido en tres partes claramente diferenciadas. En primer lugar, se ha tratado de situar al personaje en su época. La vida de Saavedra discurre en un período sumamente agitado no sólo en España, sino también en el resto del mundo occidental. Las concretas circunstancias en las que se desarrolla la vida del político murciano influirán de manera decisiva en la configuración de su pensamiento. Además, no hay que olvi-
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dar que Saavedra no es solamente un escritor, sino también un diplomático al servicio de la monarquía española. La segunda parte de la tesis está dedicada al análisis de la filosofía jurídica de Saavedra. Hasta el presente nadie había estudiado la filosofía jurídica del escritor murciano, quizá porque se consideraba que en las Empresas Políticas los problemas del derecho natural, la justicia, la ley positiva, etc., no eran objeto de reflexión. Sin embargo, a tal conclusión sólo puede llegarse si se procede a una lectura superficial de la obra de Saavedra. Aunque el propósito de las Empresas es la formación del fut«ro monarca, ello no impide que los problemas capitales de la filosofía jurídica se encuentren allí planteados. En esta segunda parte se analiza la doctrina que mantiene Saavedra en torno al derecho natural, la justicia, la ley positiva y la moral. En algunos de estos temas la posición de Saavedra es totalmente original y sus palabras arrojan mucha luz sobre el proceso de cambio que tiene lugar en el siglo xvii. Finalmente, la última parte está dedicada a la filosofía política de Saavedra. Allí se analizan temas tales como los fines y estructura del Estado, así como el origen de la sociedad y el poder. Hemos prescindido del análisis de algunos temas que también aparecen en la obra de Saavedra, sobre todo por lo que se refiere a su filosofía política. La razón de esta omisión se encuentra en que tales temas han recibido ya un amplio tratamiento y, por ello, no hemos considerado oportuno repetir lo que ya otros han dicho. Esperamos que las páginas que siguen puedan llenar el vacío que existía en torno al pensamiento de Saavedra. Este ha sido nuestro único propósito y nuestro ferviente deseo es haberlo conseguido. Por último, queremos agradecer al profesor Fernández-Gaüano la incondicional ayuda que nos ha prestado. Sus observaciones críticas, sugerencias bibliográficas y pertinentes objeciones han permitido la inclusión de nuevos temas, así como la revisión de algunas partes de nuestro estudio. Por su constante apoyo y estímulo nuestro más sincero agradecimiento. 8
CAPITULO I EL HOMBRE Y SU TIEMPO
I)
VIDA Y OBRAS
Don Diego Saavedra Fajardo (1) nació en Algezares (2), provincia de Murcia, el 6 de mayo (3) de 1584. Su familia era noble y gozaba de una elevada posición social. Sus primeros estudios los realizó en el seminario conciliar de San Fulgencio, de Murcia, (1) La vida de Saavedra Fajardo ha sido objeto de numerosos estudios; por ello consideramos innecesario extendernos excesivamente en este punto. De todas las obras que hemos consultado las que más datos aportan son: CONDE DE ROCHE y don José Pío TEJERA: Saavedra Fajardo, sus pensamientos, sus poesías, sus opúsculos,' Madrid, 1884; estos dos autores se sirven de la biografía que publicó por primera vez en 1788 Francisco GARCÍA PRIETO a modo de preliminares de la República Literaria. Ángel GONZÁLEZ PALÈNCIA: Obras Completas de Diego Saavedra Fajardo. Estudio preliminar, prólogos y notas, Madrid, 1946, ed. Aguilar. Quintín ALDEA VAQUERO: Introducción a las Empresas Políticas, Madrid, 1976, Editora Nacional. Manuel FRAGA IRIBARNE: Don Diego Saavedra Fajardo y la diplomacia de su época, Madrid, 1955, Academia Alfonso X el Sabio. J. M. IBÁÑEZ GARCÍA: Saavedra Fajardo, estudio sobre su vida y sus obras, Murcia, 1884. J. C. LÓPEZ JIMÉNEZ: LOS enterramientos de la familia de don Diego Saavedra Fajardo en las capillas de su patronato de San Pedra de Murcia, Madrid, 1956. Diego DE LA VÁLGOMA Y DÍAZ-VARELA: Los Saavedra y los Fajardo en Murcia, Murcia, 1957. Vicente GARCÍA DE DIEGO: Prólogo a las obras de Saavedra Fajardo, Madrid, 1959, Clásicos Castellanos. Luis QUER BOULE: La embajada de Saavedra Fajardo en Suiza, Madrid, 1931. Francisco ALEMÁN SAINZ: Saavedra Fajardo y otras vidas de Murcia, Murcia, 1949. Jesús PASTOR DÓMINE: Don Diego Saavedra Fajardo,
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que había sido fundado hacía poco tiempo por el obispo Sancho Dávila (4). No tenemos ninguna noticia de Saavedra hasta el año 1601, momento en el que comenzó sus estudios de Leyes y Cánones en la Universidad de Salamanca. Sobre los conocimientos que allí obtuvo (5) sólo podemos especular, pero parece indudable que tuvo que familiarizarse con las doctrinas de la escolástica española, especialmente con las enseñanzas de Francisco de Vitoria. También estudió para eclesiástico, pero no parece que recibiera nunca las órdenes mayores (6), como se desprende de Murcia, 1956, Academia Alfonso X el Sabio. Entre los artículos cabe destacar: Luis LISÓN FERNÁNDEZ: «Aportaciones sobre Saavedra Fajardo y su lugar de nacimiento», Centro de estudios alberqueños, mayo, 1980, num. 8. A. BLANCO: «Noticias biográficas de don Diego Saavedra Fajardo», Cartagena Ilustrada, mayo, 1872, núm. 17. Juan TORRES FONTES: «Saavedra Fajardo, Chantre de la iglesia de Cartagena», Monteagudo, núm. 16, 1956. Otis H. GREEN: «Documentos y datos sobre la estancia de Saavedra Fajardo en Italia», Bulletin Hispanique, XXXIX, 1937. Manuel FRAGA IRIBARNE: «Saavedra Fajardo y las negociaciones de Münster (1643-1645) a través de los documentos relativos a la mediación del nuncio Chigi», Cuadernos de historia diplomática, núm. 3, 1956. (2) Según ROCHE y TEJERA no nació propiamente en Algezares, sino en una hacienda que tenían sus padres don Pedro de Saavedra y doña Fabiana Fajardo entre Algezares y la Alberca. Saavedra Fajardo, sus pensamientos, sus poesías, sus opúsculos, Madrid, 1884, pág. 26. (3) Esta es la fecha de su bautismo, que tuvo lugar en la parroquia de Santa María de Loreto en Algezares. Dicha partida de bautismo consta en el archivo parroquial de dicha iglesia, pero no existen pruebas documentales de que la fecha del nacimiento y la del bautismo coincidan. No obstante, esta fecha ha sido considerada por muchos como la de nacimiento. Nosotros aceptamos esta fecha con las reservas apuntadas. (4)
ROCHE y TEJERA, op. cit., pág.
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(5) Parece indudable que, a comienzos del siglo xvil, se produce el decaimiento de la universidad española, pero, como señala el profesor Maravall «la mayor parte de nuestros escritores políticos de la época se formaron en un buen momento de ella, aunque se manifiesten ajenos a la misma»; José Antonio MARAVALL: Teoría española del 'Estado en el siglo XVII, Madrid, 1944, Instituto de Estudios Políticos, pág. 27. También es interesante observar la progresiva reducción del número de estudiantes en Salamanca; en el curso 1584-85 había 6.778 estudiantes; en 1700 apenas se rebasa el núúmero de 2.000; A. DOMÍNGUEZ ORTIZ: El antiguo régimen: los Reyes Católicos y los Austrias, Madrid, 1978, ed. Alfaguara, 5.a éd., pág. 321. (6) González Palència afirma que Saavedra Fajardo fue sacerdote, ba-
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tres cartas originales de Saavedra Fajardo halladas en el Archivo Catedral de Murcia (7). Pero tuvo que recibir, al menos, las órdenes menores para poder disfrutar de los beneficios eclesiásticos de que gozó (8). En el año 1608 Saavedra abandona definitivamente la Universidad de Salamanca; a partir de este momento cambiará notablemente el rumbo de su vida, entrando de lleno en el mundo de la diplomacia, actividad que no abandonará hasta su muerte. Y es, precisamente, la actividad diplomática la que va a condicionar de modo decisivo, no sólo su concreta existencia, sino también, y de modo muy particular, el conjunto de su pensamiento. Su labor como agente diplomático la realiza en dos frentes bien diferenciados; en un primer momento se dedica a la política eclesiástica en Roma, y a partir de 1633 su actividad se centra en la política internacional, visitando las principales cortes europeas. En el año 1610 inicia su andadura diplomática en Roma como notario de la cifra del cardenal don Gaspar de Borja, embajador de España en la corte pontificia (9). En el año 1617 le fue concedido un canonicato en la catedral de Santiago de Compostela; obviamente no podía residir en esta ciudad, ya que se encontraba en Roma, y por esta razón, a pesar de las dispensas que consisándose para ello en que en algunos escritos suyos antefirma como capellán y en que tuvo ornamentos sacerdotales propios, lo que sería absurdo, si no hubiera podido usarlos personalmente. Ángel GONZÁLEZ FALENCIA; Obras Completas de Diego Saavedra Fajardo, Madrid, 1946, ed. Aguilar, pág. 12. En adelante, para referirnos a esta obra utilizaremos la abreviatura O. C. (7) En una de estas cartas declara al cabildo de Cartagena que había logrado un breve pontificio para poder gozar de su chantría con todos sus frutos y distribuciones «dispensando en no ser ordenado de orden sacro». Juan TORRES FONTES: «Saavedra Fajardo, Chantre de la iglesia de Cartagena», Monteagudo, núm, 16, 1956, págs. 20-26. En este artículo se reproducen las cartas citadas. {8) Quintín ALDEA VAQUERO: Introducción a las Empresas Políticas, Madrid, 1976, Editora Nacional, pág. 13. (9) Don Gaspar de Borja y Velasco, hermano del duque de Gandía, fue propuesto para el capelo en 1610 y lo recibió el 17 de agosto de 1611, llegando a Roma el 18 de diciembre de 1612; Otis H. GREEN: «Documentos y datos sobre la estancia de Saavedra Fajardo en Italia», Bulletin Hispanique, XXXIX, 1937, pág. 368.
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guió, se vio obligado a renunciarlo en 1621. También ejerció Saavedra el cargo de secretario de Estado y Guerra en Ñapóles durante un breve período de tiempo. Los servicios de don Diego en Roma y en Ñapóles (como secretario de la embajada de Roma y del virreinato de Ñapóles) al lado del cardenal Borja Velasco tuvieron un premio (10) con el nombramiento, el 20 de diciembre de 1623, de procurador y solicitador de los reinos de Castilla, de las Indias y Cruzada en k corte romana. En 1627 obtuvo la chantría de Murcia, que había quedado vacante por la muerte de don Cristóbal de Avila, disfrutando de la misma durante cuatro años (11), a pesar de que su residencia seguía fijada en Roma, lo cual nos da una idea del prestigio que don Diego tenía en la Santa Sede. En el año 1630 vuelve a Madrid, actuando como secretario de k Junta sobre abusos de Roma y Nunciatura, cuya misión íue analizar todos los problemas existentes entre España y la Santa Sede (12). Fue en Italia donde Saavedra Fajardo aprendió su (10)
GONZÁLEZ PALÈNCIA: O.C., pág. 20. GONZÁLEZ PALÈNCIA y ALDEA VAQUERO
(11) afirman que Saavedra sólo disfrutó de la chantría durante un año, debiendo renunciar al término de éste en favor de su sobrino Juan de Saavedra que vivía con él en Roma, Pero lo cierto es que el disfrute de la chantría se alargó por cuatro anos, como lo demuestra una carta de Saavedra fechada en Roma a 23 de febrero de 1630, hallada en el Archivo Catedral de Murcia; Juan TORRES FONTES: op. cit., pág- 26. Reproducimos esta carta por su particular interés en este punto: «Estos años con ocasión de las guerras de Italia se an perdido muchos correos y sucedido muchas quiebras en la correspondencia y según e entendido se perdió un despacho mió en que me mostraua reconocido a la merced que VS. me avia hecho en la preferencia por un año de mi chantría, y también un breue de su Beatitud dispensando en no ser ordenado de orden sacro para que ganase enteramente los frutos y distribuciones, cuyo duplicado remití agora y otro breue de presencia por dos años, y espero que en la execution de ambos me a de haxer VS. la misma merced que en el pasado como se lo suplico, a que me mostrare siempre reconocido en quanto se ofreciere del servicio de VS., que guarde Dios con los acresciertos espirituales y temporales que desseo. Roma y febrero 23, 1630. Ve VS. capellán, Don Diego Saavedra Fajardo». (12) El dictamen es de 20 de septiembre de 1632. Vid. Quintín ALDEA VAQUERO: Iglesia y Estado en la España del siglo XVII, 1961, Universidad pontificia de Comillas. En este libro viene recogido el citado dictamen.
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oficio al lado del cardenal Borja, que tuvo una gran confianza en él, como lo demuestra el hecho de las delicadas misiones que le confió. El prestigio diplomático de Saavedra se fue acrecentando poco a poco, lo que determinó su posterior traslado a las cortes más importantes de Europa culminando su carrera diplomática como plenipotenciario para la paz en Münster. Hay que reconocer que la labor de Saavedra no era, en modo alguno, sencilla, y a lo largo de estos años, pudo demostrar sobradamente su capacidad como hábil negociador (13). En 1633 se traslada a Baviera con la misión de conseguir el control de los dominios de la casa de Austria y del Imperio frente a los ataques de los suecos, holandeses, franceses y de sus aliados protestantes en el Imperio (14). También en estos años se le encomendaron otras misiones con la princesa de Mantua, en el Franco-Condado y en los cantones suizos. Durante su estancia en Ratisbona fue nombrado agente diplomático en Suiza para el redressement de la neutralidad del condado de Borgoña {15), y el rey para darle mayor autoridad le concedió por Real Decreto el hábito de Santiago (16). Finalizadas sus tareas volverá a Madrid, (13) La actividad diplomática de Saavedra ha sido estudiada por Fraga IRIBARNE en su libro Don Diego Saavedra Fajardo y la diplomacia de su época, Madrid, 1955, Academia Alfonso X el Sabio. En el mismo se hace un amplio desarrollo de toda la labor de Saavedra en Italia, Baviera, el Franco-Condado, 'Suiza, Ratisbona y el congreso de Münster. Este libro aporta datos nuevos sobre la vida de Saavedra, ya que el autor encontró cerca de 200 documentos y cartas de don Diego en ocho legajos de la Spanienkorrespondenz (1620-1668) en la sección de documentos secretos del archivo de estado bávaro (Bayer Hauptstaatsarchiv, Abteilung Geheimes Staatsarchiv), (14) ALDEA VAQUERO: Introducción a..., op. cit., pág. 21. (15) Luis QUER DE BOULE: La embajada de Saavedra Fajardo en Suiza, Madrid, 1931, pág. 11. La labor de Saavedra en Suiza era complicadísima y su misión no tuvo ningún éxito; incluso tuvo muchos problemas en relación a su acreditación como agente diplomático. Se contiene en este libro un estudio de los cuatro viajes que hizo Saavedra a Suiza y se hace una descripción pormenorizada de las complicaciones de su misión. Se recogen igualmente los itinerarios de Saavedra y las disputas que tuvo con el embajador de Luis XIII, Caumartin. Tanto este libro como el de Fraga describen con gran acierto la actividad diplomática de Saavedra, y a ellos nos remitimos con carácter general. (16)
GONZÁLEZ PALÈNCIA: O.C.,
pág.
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donde ei rey le concederá plaza de supernumerario en el Consejo de Indias, cargo para el que ya estaba nombrado en 1635, aunque en aquel entonces no pudo tomar posesión del mismo. En el verano de 1643 ocupará el puesto más importante de toda su carrera diplomática, al ser nombrado plenipotenciario de España en Münster para la paz general. Durante su viaje a Munster enfermó y tuvo que permanecer algunos meses en Bruselas, hasta que finalmente se recuperó, reanudando la marcha hacia Alemania. En Münster permanecerá hasta el año 1646, regresando definitivamente a la corte, donde moriría años más tarde. Los años que pasó en Münster como plenipotenciario fueron, sin ninguna duda, los más amargos de su carrera como agente diplomático. Y ello, por dos razones fundamentales: en primer lugar, hay que señalar las innumerables dificultades y obstáculos que a su labor negociadora se ponían desde la corte, y de las mismas nos da cuenta el propio Saavedra en algunas de sus cartas (17). Y, en segundo lugar, Saavedra va a presenciar de una manera directa el fin de la hegemonía española; España debe abandonar el papel de arbitro y director de la política mundial que había jugado, especialmente durante los reinados de Carlos V y Felipe II, y esta circunstancia provoca la lógica desilusión de quien, durante tantos años, había defendido con ardor los intereses de su patria. Don Diego pasó los dos últimos años de su vida en Madrid, y parece que en estos años fue nombrado introductor de embajadores. El 24 de agosto de 1648, a los sesenta y cuatro años de edad, falleció en el hospital de los Portugueses, según consta en la partida correspondiente, en la iglesia parroquial de San Martín, siendo sepultado en el convento de Agustinos Recoletos. Durante la guerra de la Independencia su tumba sería profanada por las tropas francesas. En 1836 la Academia de la Historia —temiendo que se perdieran los restos de Saavedra, constituidos exclusiva(17) En carta al marqués de Castel Rodrigo de 25 de marzo de 1645 escribía: «Hoy he recibido una carta de S.M. con la cantinela ordinaria de que no hagamos nada. Y si no somos buenos para obrar, menos seremos para ser consejeros de otros». GONZÁLEZ PALÈNCIA : O. G, Epistolario, pág. 1413.
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mente por una calavera y dos fémures— comisionó a los señores Musso y Baranda para que recogieran los restos de Saavedra, siendo depositados en las bóvedas de la iglesia de San Isidro el Real. El 6 de mayo de 1884 los restos fueron trasladados definitivamente a la catedral de Murcia, cumpliéndose de este modo, el deseo que el propio don Diego había manifestado en su testamento. El primer homenaje que se tributó a su figura tuvo lugar el 6 de mayo de 1872, cuando una comisión de jóvenes murcianos solicitó y obtuvo del excelentísimo ayuntamiento, permiso para colocar una lápida en la plaza mayor de Algezares para conmemorar el aniversario de su nacimiento (18). Se ha dicho con razón que «la figura de don Diego Saavedra Fajardo destaca hoy más por su pensamiento como escritor que por su acción como diplomático, pero hay que reconocer que fue tan grande en lo uno como en lo otro. Por ambos conceptos es Saavedra una de las figuras más representativas de su época» (19). Y además, ambas facetas —la de escritor y diplomático— se encuentran entrañablemente unidas, de modo que una valoración de conjunto de su personalidad, implica necesariamente la referencia a ambos aspectos. A pesar del esfuerzo que se ha llevado en el presente siglo por dar a conocer la obra de Saavedra Fajardo, no se ha conseguido todavía que este ilustre escritor ocupe el puesto que se merece en la historia de las ideas. Nosotros no pretendemos, en modo alguno, el elogio fácil, sino el análisis serio y objetivo de un pensamiento que, sin temor a exagerar, nos atrevemos a calificar de excepcional por muchas razones. El siglo pasado Adolphe de Puibusque (20) en su Histoire comparée des littératures espagnole et française, decía: «Saavedra, critique instruit, sagace et délicat, associa les grâces de l'esprit à la gravité du jugement; ses compositions politiques, morales et littéraires sont telles que le génie athénien aurait pu le concevoir; on comprend seulement qu'elles (18) A. BLANCO: «Noticias biográficas de don Diego Saavedra Fajardo», Cartagena Ilustrada, num. 17, mayo de 1872. (19) ALDEA VAQUERO: Introducción a..,, op. cit., pág. 28. (20) Adolphe DE PUIBUSQUE: Histoire comparée des littératures espagnole et française, Paris, 1843, pags. 323 y 535.
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ne pouvaient recevoir que d'un Espagnol la couleur qui les anime»; y más adelante: «Il n'y a qu'une voix pour proclamer Saavedra, le premier écrivain du temps de Philippe IV. Vaste érudition, philosophie profonde, saine morale, connaissance exacte du coeur humain, ironie fine et douce, style pur correct et clair, telles sont les qualités eminentes qu'il réunit». Estos elogios, quizá, puedan parecer excesivos, pero si suprimimos el carácter grandilocuente de algunos de sus términos, describen de una manera precisa, las características del pensamiento saavedriano. Por eso, lo que pretendemos ahora es colocar la figura de Saavedra en el puesto que, a nuestro juicio se merece. Y este puesto habrá de encontrarse necesariamente al lado de los escritores más representativos de nuestro Siglo de Oro. De este modo daremos la razón a un inglés (21) que en el siglo pasado viajaba por España en compañía de su hijo y, poniendo en manos del mismo la calavera de Saavedra, le dijo: «Toma, para que digas que has tocado con tus propias manos el cráneo del primer político de esta nación y uno de los mayores ingenios de su siglo» (22). La producción de Saavedra Fajardo no es muy extensa si prescindimos del trabajo que realizó como agente diplomático. Pero si tenemos en cuenta esta labor, habremos de concluir que la obra de Saavedra es copiosísima; es más, parece de todo punto imposible que un hombre como don Diego, con las ocupaciones que tuvo, y a las que nos hemos referido páginas atrás, pudiera escribir tan siquiera una obra (23). Esto sólo puede comprenderse en un personaje como Saavedra, cuya capacidad de trabajo tuvo que ser enorme. Y fue, precisamente, gracias a su trabajo por lo que llegó a ocupar puestos tan altos en la diplomacia, porque todo lo que Saavedra va consiguiendo está totalmente alejado del favor de la suerte. «Saavedra no tiene ni generoso protector ni altos vale(21)
GONZÁLEZ PALÈNCIA: O. C,
pág.
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(22) Ya advertimos al comienzo que no era nuestra intención extendernos en la biografía de Saavedra por haber recibido la misma un amplio tratamiento. Por ello, conscientes de las limitaciones de la presente exposición, nos excusamos por anticipado. (23) La mejor edición de las obras de Saavedra ha sido realizada por GONZÁLEZ PALÈNCIA en el año 1946. De las Empresas Políticas la mejor edición es la de ALDEA VAQUERO del año 1976,
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clores que le ayuden desde la corte; no posee título de nobleza; no es ni marqués ni duque; no se le reserva por derecho de herencia ninguna sabrosa prebenda ni ningún puesto brillante. Saavedra está solo, angustiosamente solo, desde el mismo instante en que inicia su difícil profesión» (24). Con independencia de La Idea de un Príncipe Político-Cristiano representada en cien Empresas, también conocida con el nombre de Empresas Políticas -—de la que haremos mención especial más adelante—-, las obras de Saavedra Fajardo que han llegado hasta nosotros son: La República Literaria (publicada primero con el título de Juicio de Artes y Ciencias), La Corona Gótica, Castellana y Austríaca, Las Locuras de Europa, Las Introducciones a la Política y Razón de Estado del Rey Católico Don Fernando, Dos libros que sin nombre de autor esparció entre Esguízaros {25), Suspiros de Francia (26), algunos pequeños opúsculos recogidos en el epistolario en la edición de González Palència, un número pequeño de poesías y, en fin, la copiosa correspondencia de Saavedra. Entre las obras que también pertenecen a Saavedra, pero que no se han conservado, hay que citar: Carta de un holandés a otro ministro de aquellos Estados, representándoles la Razón de EUado en consentir que los franceses tomaran puestos en las provincias obedientes (27), Carta de un francés a otro del parlamento de París (28), Tratados de ligas y confederaciones de Francia con holandeses y sueceses y la que últimamente han hecho con Suècia y el príncipe de Transilvania a daño del Imperio y de la Cristian(24) Jesús PASTOR DÓMINE: Don Diego Saavedra y Fajardo, Murcia, 1956, pág. 49. (25) Este escrito ha sido publicado por ALDEA VAQUERO: «Don Diego Saavedra Fajardo y la paz de Europa: Dos documentos inéditos en el tercer centenario de la paz de los Pirineos», Humanidades, Comillas, XI, 1959, págs. 103-124. (26} Vid. el artículo de ALDEA VAQUERO citado en la nota anterior. (27) Citado en carta de 6 de mayo de 1644, O. C , Epistolario, páginas 1382-1383. (28) Ibidem.
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dad (29) y, por último, Guerras y movimientos de Italia, de cuarenta años a esta parte (30), Aparte de las mencionadas existen otras dos obras que, casi con total probabilidad, son de don Diego: k primera de ellas es La respuesta al manifiesto de Francia de 1635, por el que Francia declaraba la guerra a España, que José María Jover (31) atribuye a Saavedra con criterio acertado; la segunda es una obra escrita en italiano que se titula Indispositione genérale della monorchia di Spagna, sue cause e remedii, al... conte duca di Olivares, fechado en Madrid a 29 de diciembre de 1630, y que Giorgio Spini (32) atribuye a Saavedra Fajardo. Existe un ejemplar de este escrito en la biblioteca de la Universidad de Santiago de Compostela, en el cual aparece al final el nombre de Saavedra Fajardo. El contenido del escrito es altamente significativo, ya que se hace referencia al nacimiento y decadencia de los Estados, siendo los términos utilizados muy parecidos a los que aparecen en la empresa LX: «O subir o bajar». (29) Ibidem. (30) Citado en carta de 3 de mayo de 1644, O. C, Epistolario, página 1380. (31) José María JOVER: (1635) Historia de una polémica y semblanza de una generación, Madrid, 1959, Centro Superior de Investigaciones Científicas, págs. 512-524. (32) Giorgio SPINI: «Uno scritto sconosciuto di Saavedra Fajardo», Hispània, num. 8, 1942, págs. 438451. Refiriéndose al escrito afirma: «II suo sconosciuto autore ami appare essere un uomo politico, sicuramente spagnolo, fieramente nazionalista (diremmo oggi con parola moderna), dotato di una acutexxa sorprendente di giudizio sugli avvenimenti e la situazione di fenomeni politici, cosi da essere in grado di formulare una diagnosi dei mali, che affievolivano progressivamente la monarchia spagnola, e propore rimedi adeguati, con tanta precisione e spregiudicata modernità di idee, da farci comprendere ben presto di apere in cui una personalità superiore di gran lunga alia media dei suoi contemporanei» {pig, 440). Y más adelante, afirma: «11 pone con tanta cruda esatteza il problema della decadenza spagnola nei suoi termini reali di economia e di finanza di dh subito un saggio della penetrazione e della modernità di spirito del nostro anónimo, che, superando i tecnicismi politiá del machiavellismo, o le generiche affermazioni teoriche del tacitismo del suo tempo, si avvia già verso una consederazione dei fattori politici, análoga a quella dell'illuminismo e dell'età moderna» (pág. 442).
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La primera edición de las Empresas Políticas se publicó en Munich el 1 de marzo de 1640. En la portada del libro puede leerse: «En Monaco en la emprenta de Nicolao Enrico, a 1 de marzo de 1640» (33). En 1642 se hizo una segunda edición en Milán, introduciéndose en la misma numerosas modificaciones respecto dú texto primitivo y, además de alterar el orden, se añadió una empresa más. Por tanto, la segunda edición contiene, en realidad, 101 empresas, aunque el título de la obra permaneció inalterado. Aldea Vaquero (34) nos habla de una edición intermedia realizada probablemente en Munich, en base a la documentación hallada por Fraga y a algunas nuevas cartas y documentos que se encuentran en los «Archives Générales de Royaume» de Bruselas (35). Obviamente sólo se trata de una hipótesis, que de verificarse nos llevaría a admitir que la edición milanesa fue la tercera. (33) Esta fecha no quiere decir que la obra saliera inmediatamente el 1 de marzo de las prensas bávaras, puesto que el prólogo al príncipe Baltasar Carlos, primogénito de Felipe IV, a quien van dedicadas las Empresas está datado a 10 de julio de ese año; ALDEA VAQUERO: Introducción a..., op. cit., pág. 31. En torno a las ediciones de las Empresas se han producido algunos equívocos. Nicolás Antonio, en su famosa Bibliotheca Nova, afirmaba que la primera edición de las Empresas se realizó en Münster. ROCHE y TEJERA, sieguiendo a Nicolás Antonio, también hablan de la edición de Münster y de la de Milán que fue la segunda edición. Pero lo cierto es que nunca se ha encontrado esta edición de Münster y parece probable que todo se deba a un error de transcripción por parte de Nicolás Antonio. Por tanto, la edición de Münster no es más que una falsa atribución, ya que no se conoce ningún ejemplar de ella; que el autor de las Empresas vivía en la corte de Bavlera en los días en los que se hizo la impresión y, que el grabador estaba establecido en Munich. Vid. Amallo HUARTE: «La edición príncipe de las Empresas Políticas», Revista de la biblioteca, archivo y museo del ayuntamiento de Madrid, num. 37, 1933. pág. 97. (34) ALDEA VAQUERO: Introducciones a..., op. cit., págs. 33-34. (35} ALDEA VAQUERO prepara en la actualidad una obra en la que se incluirá toda la correspondencia de Saavedra Fajardo. Mientras prepara esta edición, ha publicado un regesto de toda la documentación española que se encuentra en el archivo de Estado de Munich. Vid. «Negociaciones diplomáticas de España con la corte de Baviera en tiempo de Saavedra Fajardo (regesto documental)», Hispània Sacra, Revista V historia eclesiástica, XXXIII, 1981.
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pero hasta el momento no ha llegado a descubrirse esta edición intermedia y, en consecuencia hay que seguir hablando de las ediciones de Munich y Milán. La colección más rica en obras de Saavedra Fajardo, la posee curiosamente, la Biblioteca Real de Bruselas; ello quizá pueda explicarse por el hecho de que un gran número de ediciones se realizaron fuera de España (téngase presente que la primera edición española, realizada en Valencia, es del año 1655). Sin pretender agotar todas las ediciones de las Empresas Volíticas, citamos algunas de las que no se imprimieron en castellano: hay una edición hecha en Colonia en 1650; también en latín son las ediciones realizadas en Amsterdam en 1651 y en París en 1660; de 1665 es la edición en alemán de Johann Janssonio, y hay finalmente, dos ediciones en holandés (1662 y 1663) y dos en francés (1668 y 1669). Todas estas indicaciones (36) dan prueba de la enorme popularidad de que gozaron las obras de Saavedra Fajardo en el siglo xvii. Aparte del número considerable de ediciones en la lengua original había varias en latín para que todo el mundo erudito de aquellos años pudiera leerlas. Y que también entre los legos había despertado interés lo demuestran las ediciones en alemán, en francés y en holandés. Finalmente, es curioso (37) que oran número de estas ediciones viera la luz en Amsterdam, sobre todo tomando en consideración que las Empresas Políticas contienen ciertas alusiones a Holanda no muy halagüeñas para su gobierno; tal ocurre por ejemplo en la empresa X: «De aquí nace el ser de las repúblicas poco seguras en la fe de los tratados, porque solamente tienen por justo lo que conviene a su conservación y grandeza, o a la libertad que profesan, en que todas son supersticiosas. Creen que adoran una verdadera libertad, y adoran a muchos ídolos tiranos. Todos piensan que mandan, y obedecen todos. Se previenen de triacas contra el dominio de uno y beben sin recelo el de muchos. Temen la tiranía de los de afuera, y desconocen la que padecen dentro. En todas sus partes suena libertad, y en (36) J. A. VAN PRAAG: «Apuntes bibliográficos sobre Saavedra Fajardo», Boletín de la Real Academia Española, tomo XVI, cuaderno LXXX, 1929, págs. 652 y ss. (37) Ibidem, pág. 657.
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ninguna se ve. Más está en la imaginación que en la verdad. Hagan las provincias rebeldes de Flandes paralelo entre la libertad que gozaron antes y la presente, y consideren bien si fue mayor, si padecieron entonces la servidumbre, los tributos y daños de agora». La Idea de un Principe Político-Cristiano es, sin duda alguna, la obra cumbre de Saavedra, y todos los que se han dedicado a estudiar la obra de Saavedra se muestran unánimes en este punto. Así, Corradi (38) afirma: «De todas sus obras la más notable es sin disputa el libro de las Empresas, ya por el laudable objeto que en ella se propuso, ya por el caudal de la vastísima erudición profana y sagrada que atesoran»; María Angeles Galino (39), por su parte, declara: «Las Empresas ocupan un lugar primordial en el campo de la literatura política y simbolista, que arrancando de las obras moralizadoras de reyes, clásicas de la edad media, venía ahora, en trayectoria ascendente a plasmarse en los tratados de educación de príncipes, eruditos y multiformes, tributarios de la teología y el derecho, de la pedagogía y de la literatura». En el mismo sentido se manifiesta Fermín de Urmeneta (40): «En primer término, la obra magna de nuestro Saavedra es, a no dudarlo, la intitulada Idea de un Príncipe Político-Cristiano». La única opinión discrepante es la sostenida por Menéndez Pelayo (41), al afirmar que «el sueño filológico de la República Literaria, exento de los vicios de afectación que desdoran otros escritos suyos, es joya de mucho más precio que sus celebradas Empresas, gran repertorio de lugares comunes de la política y moral harto difíciles de leer íntegros. Cada sentencia de por sí suele ser digna de alabanza, más por la expresión que por lo nueva ni por lo profunda; (38) Fernando CORRADI: Juicio crítico de Saavedra Fajardo y de sus obras, Discurso académico a la Real Academia de Ja Historia, el 25 de junio de 1876, pág. 17. (39) María Angeles GALINO: «Don Diego Saavedra Fajardo», Revista española de Pedagogía, núm. 12, 1945, pág. 377. (40) Fermín DE URMENETA: «El quehacer político en Saavedra Fajardo», Revista del Instituto de Ciencias Sociales, Barcelona, núm. 6, 1965, pág. 232. (41) M. MENÉNDEZ PELAYO : Historia d,e las ideas estéticas en España, Madrid, 1962, pág. 94.
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pero, en realidad, el libro no está compuesto». Nosotros nos manifestamos conformes con la opinión mayoritariamente sostenida y, creemos que al final de este estudio, quedarán suficientemente demostrados los argumentos que avalan esta tesis. Las condiciones en las que Saavedra escribió sus Empresas Políticas constituyen, sin duda alguna, uno de los méritos más sobresalientes del autor. El propio Saavedra nos dice cómo compuso su obra en el prólogo al lector: «En la trabajosa ociosidad de mis continuos viajes por Alemania y por otras provincias pensé en esas cien empresas, que forman La Idea de un Principe Político-Cristiano, escribiendo en las posadas lo que había discurrido entre mí por el camino, cuando la correspondencia ordinaria de despachos con el hey nuestro señor y sus ministros y los demás negocios públicos que estaban a mi cargo, daban algún espacio de tiempo». Lo que más nos sorprende es que una obra tan profunda y de tanta erudición (que se manifiesta en el gran conocimiento que poseía de las Sagradas Escrituras y de los clásicos) pudiera componerse en circunstancias tan poco propicias.
II)
SITUACIÓN HISTÓRICA
Siempre que se aborda el pensamiento de un autor —y es eso lo que nosotros pretendemos—, resulta imprescindible conectarlo con las concretas circunstancias en las que se desenvuelve. La específica realidad política, social y económica condiciona la cotidiana existencia de cada hombre; fue uno de nuestros más ilustres filósofos, Ortega y Gasset (42), el que dijo que «la vida se encuentra siempre en ciertas circunstancias, en una disposición en torno de las cosas y demás personas; no se vive en un mundo vago, sino que el mundo vital es constitutivamente circunstancia, es este mundo, aquí, ahora». Pues bien, nuestro Saavedra vive también en un mundo concreto, observa una realidad que le viene dada y que, en muchas ocasiones, no le resulta grata, y por ello (42) José ORTEGA Y GASSET: ¿Qué es filosofía?, Madrid, 1980, colección Austral, 2.a éd., pág. 209. 24
su pensamiento se encuentra determinado por el entorno en el que se desarrolla su concreto vivir. Si prescindimos de la situación histórica corremos el riesgo de perder de vista uno de los factores que influyen de manera decisiva en la configuración de todo pensamiento. Esta afirmación adquiere singular relevancia en un hombre como Saavedra, que aparece como un atento observador de la realidad española y es, precisamente, esta realidad la que, con frecuencia inusitada, vamos a ver esparcida por toda su obra. No es de este lugar el análisis pormenorizado y detallado de todos y cada uno de los problemas que aquejaban a la monarquía española en el siglo xvn; sin embargo, nos parece oportuno trazar las líneas generales sobre las que se asentaba la política española tanto en el orden interior como en el orden internacional. Anticipamos que este análisis adolecerá de numerosas insuficiencias, como consecuencia de la brevedad en la exposición, y por ello, nos remitimos con carácter general a los innumerables estudios que, ilustres historiadores, tanto españoles como extranjeros, han realizado sobre el siglo xvn español. El período que vamos a analizar es el comprendido entre los años 1610 a 1648, en los cuales transcurre la vida de Saavedra.
a)
PROBLEMAS DOMÉSTICOS
Si observamos atentamente la realidad española del siglo xvn, el primer vocablo que nos viene a la mente inexorable, fatídica, angustiosamente es el de decadencia; decadencia en todos los órdenes de la existencia cotidiana. Y junto a la decadencia, la corrupción que se manifiesta en todos los estamentos, pero particularmente en los de arriba, que son, en definitiva, ios encargados de llevar las riendas de la nación. Se ha hablado muchísimo sobre las causas de la decadencia española pero, en general, los que han estudiado este período de la historia de España suelen centrar su atención sobre una o dos causas a las que atribuyen la ruina española; sin embargo, lo cierto es que todas las clásicas causas de decadencia que cradicionalmente se han venido exponiendo —tales como la expulsión 25
de los moriscos, alza de precios, exceso de vocaciones religiosas, emigración, corrupción de la administración, la inquisición, etc—, no representan sino aspectos diversos de una misma realidad. En consecuencia, no se puede hablar de una sola causa de decadencia, sino de un conjunto de factores que se encuentran entrañablemente unidos y que, en íntima conexión, contribuyen al declinar de la monarquía española. Lo que se encontraba en profunda crisis era el imperialismo español. Con gran acierto señalaba Pfandl que «las causas originarias de aquel descenso nacional eran mucho más profundas y tenían más remota procedencia. Las causas de la decadencia tenían hundidas sus raíces en el absolutismo implantado por Carlos V que él dejó en herencia a sus sucesores. Carlos V estranguló la ciudadanía, arrancó a las ciudades su poder político, pisoteó sus derechos adquiridos y garantizados con firmas regias y redujo las cortes a una sombra, a una apariencia de parlamento» (43). Es incuestionable que bajo los reinados de Carlos V y Felipe II, España adquiere la primacía como gran potencia, pero este dominio se irá reduciendo progresivamente durante los reinados de Felipe III y Felipe IV. Los presupuestos sobre los que se había asentado el imperio de Carlos V permanecen todavía válidos con Felipe II, pero con el sucesor de éste entrarán en profunda crisis; empieza a surgir un nuevo tipo de organización de los Estados y, a pesar de ello, España se aferra a la idea imperial. El intento de mantener viva esta idea será lo que, a la larga, producirá el descalabro y ruina de la monarquía de los Austrias. «En los primeros momentos del Estado moderno, el príncipe deja de ser el primero de los señores para ser el soberano del Estado», pero, como afirma el profesor Maravall, «sería ingenuo creer que va a quedar por ello, supremo y señero en la cúspide de la sociedad política. No es más que el vértice de una pirámide de poder, en quien se representa, eso que los juristas de la época llamaron la summa potestas, la puissance absolute et perpétuelle (43) Ludwig PFANDL: Introducción al siglo de Oro, Barcelona, 1929, ed. Araluce, pág. 75.
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de una república» (44). Por todo ello, «sería un error tratar de reducir el absolutismo monárquico a la figura de un rey que dispone, único y supremo, sobre todos» (45). Conviene detenerse en este punto para situar la figura del monarca en su justo lugar. Se ha hablado con harta frecuencia del absolutismo de los Austrias, pero, en general, este término se proyecta exclusivamente sobre una persona: el rey. Pues bien, esto es radicalmente falso. Es cierto que durante el reinado de los Austrias las Cortes fueron degenerando. Ellos fueron los responsables de la decadencia de las Cortes, pero no hay que olvidar que, a ésta, contribuyeron también otras circunstancias externas, como por ejemplo la ingente cantidad de oro que nuestras naves traían de las Indias, que evitaba al rey la necesidad de tener que pedir el consentimiento de las Cortes para la obtención de nuevos medios pecuniarios. El período de decadencia de las Cortes es rico en enseñanzas «de la lucha entre la monarquía absoluta de los Austrias y los organismos locales, autonómicos, estamentales que, emanación directa de las realidades sociales, intentaban detener el avance implacable de aquella gigantesca superestructura de la que había de salir el Estado moderno. Lucha que había de terminar con la completa victoria de éste, utilizando, más que la violencia, el caballo de Troya de la corrupción y el soborno de la oligarquía ciudadana que hubiera debido defender la fortaleza» (46). Es cierto, por tanto, que las Cortes dejan de cumplir su función específica; ya no sirven como instrumento de control del poder —-en la medida en que, con anterioridad, habían ejercido dicho control—, pero no por ello el monarca se queda solo con las riendas del poder. De forma automática se produce el acceso al ejercicio del poder de una nueva oligarquía, con la que el monarca tiene que contar a la hora de tomar decisiones. Utilizando palabras ¿ú profesor Maravall «la monarquía de los Austrias, aunque modelo de lo que se ha llamado monarquía absoluta, y, más aún, (44) José Antonio MARAVALL: Poder, honor y élites en la España del siglo XVÏI, Madrid, 1975, ed. Siglo XXI, pág. 5. (45) Ibidem, pág. 193. (46) A. DOMÍNGUEZ ORTIZ; Crisis y decadencia de la España de los Austrias, Barcelona, 1973, Ariel, 3.a éd., pág. 99.
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de un régimen de absolutismo monárquico, es, sin embargo, más que nada, una oligarquía en el orden sociopolítico» (47). La propia estructura de la monarquía fue la que creó las condiciones idóneas para que surgiera un nuevo colectivo de poder. En consecuencia, los intereses que defiende la monarquía absoluta no se centran exclusivamente en la persona del rey, ni tampoco en el escaso número de colaboradores de la corona, sino que afectan a un nutrido grupo representado por la nobleza, las altas jerarquías eclesiásticas y una nueva clase, heterogénea en cuanto a su composición formada por los altos burócratas y funcionarios. Por otra parte, merece especial consideración la aparición de una figura completamente nueva en el espectro político español a la que nuestros escritores políticos del xvn (y singularmente Saavedra) dedicarán muchas de sus páginas: nos estamos refiriendo al valido. Desde los inicios del reinado de Felipe III hasta el comienzo del siglo xix se va a ir produciendo una continua sucesión de validos. La importancia de este nuevo personaje es excepcional, sobre todo durante los reinados de Felipe III y Felipe IV; de esta manera se introduce en el complicado mecanismo del gobierno una nueva pieza. En opinión del profesor Tomás Valiente «la amistad y confianza del rey con el valido hay que destacarla sobre un telón de fondo: el recelo que suele tener el rey respecto a los demás ministros de la corte» (48). «La nobleza y, sobre todo, los grandes adoptaron siempre una actitud recelosa respecto a cada valido» (49). Esto es comprensible y, en cierto modo, resultaba inevitable que se produjesen envidias dentro de la corte. Sin embargo, tales envidias y resentimientos permanecen ocultos y nunca afloran a la superficie mientras que el valido goza de la confianza real, pero cuando ésta desaparece resurgen con renovada fverza, haciendo que la defenestración dol valido adquiera tintes dramáticos. (47) Poder, honor y élites en la España del siglo XVII, op. cit., páginas 195-196. (48) R. Tomás VALIENTE: LOS validos en la monarquía española del siglo XVII (Estudio Institucional), Madrid, 1963, Instituto de Estudios Políticos, pág. 53. (49) Ibidem, pág. 109.
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Pero el valido no es tan sólo un amigo del rey, en quien éste deposita su confianza, sino que es sobre todo un gobernante; en términos rigurosos, el primer mandatario después del rey. En efecto, el valido toma decisiones que afectan a la totalidad de la comunidad nacional, de ahí que la elección de esta figura constitutuyera para España un acontecimiento de suma importancia. Sin embargo, nuestros reyes no actuaron en estos lances con sentido político y por ello los validos fueron, en general, nefastos. Con acierto ha dicho Palacio Atard que «lo malo no era que el rey delegara su gobierno en los validos, sino que los validos fueron malos gobernantes. Es obvio que el rey tenía que contar con auxiliares en la dirección del gobierno, auxiliares con mayor o menor poder autónomo; el mal no consistía en que los reyes no gobernaran personalmente, sino en que no quisieran gobernar» (50). Esta circunstancia se aprecia notablemente en Felipe III y en Felipe IV; el primero ocupado con el fervor religioso y el segundo entretenido en sus continuos lances amorosos, se despreocuparon del gobierno, haciendo dejación de sus funciones en sus respectivos favoritos. El valido que mayor significación ha tenido en la historia de España es, probablemente, don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, cuya personalidad ha sido magníficamente estudiada por Gregorio Marañon (51). En general ,todos los validos de los Austrías carecían de un proyecto político concreto; su tarea se desarrolló siempre bajo el signo de la improvisación y, por ello, las decisiones que se adoptaban no eran fruto de una serena meditación, sino —al menos en muchos casos— consecuencia de inconfesables intereses que, en modo alguno, respondían a las exigencias de los intereses generales del Estado y que, en último término, impedían que la política española caminase por unos cauces fijos y preestablecidos. Sin embargo, de esta aseveración de carácter general —que, sin duda, podría ser matizada en aspectos concretos— se debe excluir al conde-duque de Olivares, sobre (50) Vicente PALACIO ATARD: Derrota, agotamiento, decadencia en la España del siglo XVII, Madrid, 1966; ed. Rialp, 3.a éd., pág. 115. (51) Gregorio MARAÑÓN: El conde-duque de Olivares. La pasión de mandar, Madrid, 1972, Espasa-Calpe, 6.a ed.
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todo por lo que se refiere a lo que, en lenguaje moderno, llamaríamos carencia de programa político. No puede decirse —afirma Marañón (52)— «que en el condeduque no hubiera, al lado de la pura ambición de dominar, un sentido y una capacidad de hombre de Estado. Tenía, como es sabido, un programa político concreto: la unificación de las regiones y reinos de España, para crear el sostén homogéneo de un imperio potentísimo que hiciera frente, en nombre de Dios, al resto del mundo no sometido a su fe. Pero, como se observa tantas veces en la historia, en don Gaspar de Guzman el mucho deseo de mandar no coincidía con las máximas condiciones de gobernante». No obstante, hay que reconocer en el conde-duque el mérito de haber intentado realizar un proyecto político, aunque éste fuera, a todas luces, inalcanzable y, por consiguiente, de consecuencias desastrosas para la monarquía española. Marañón disculpa la política exterior del conde-duque porque, aunque su actitud imperialista fuese, sin duda, funesta, se le pueden encontrar ciertas justificaciones de orden social. Pero no ocurre lo mismo respecto de la política interior, y considera que en sus manos fue un puro desastre, sin que pueda haber lugar para ningún tipo de atenuación. La política interior fue un puro desastre porque partió de un error inicial «al querer hacer de España el centro de una política imperialista, en lugar de la nación peninsular, agrícola, comercial, industrial en lo posible y, sobre todo, civilizadora como depositaría de una gran cultura» (53). Dentro de la España peninsular los problemas se proyectaban sobre tres frentes bien diferenciados: en primer lugar, la hacienda; en segundo lugar, la burocracia, y, por último, las costumbres de la sociedad. Estas tres parcelas de la vida española se encuentran en profunda crisis y su saneamiento parece imposible; es más, el proceso degenerativo irá en aumento a medida que transcurren los años. La mala situación de la hacienda española se explica en parte por la gran cantidad de deudas contraídas; hay que pensar que (52) Ibidem, pág. 101. (53) Ibidem, pág. 319. 30
hacía el año 1600 «las inmensas deudas de la monarquía española por sus empresas imperiales, los enormes adelantos hechos por todas las clases de la sociedad con la garantía del dinero de las Indias, hicieron de la sociedad española una pirámide parasitaria, donde, por el sistema de censos y de juros, un solo labrador debía alimentar a treinta no productores» (54). Por otra parte, todas las fuentes de rique2a de las que se había nutrido el Estado comenzaban a desaparecer. La agricultura y el comercio se encuentran en franco retroceso, motivado en parte por la emigración que se produce del campo a la ciudad. Y, finalmente, el oro que nuestras naves traían de las Indias, y que constituía una de las fuentes de ingresos más importantes, también deja de afluir a las arcas del tesoro. Los recursos del Estado venían ya agotándose desde el reinado de Felipe II y lo cierto es que no se hacía nada por evitarlo. Además, «los infinitos recaudadores que recorrían el país, como una plaga, estrujaban al pobre pueblo español, o, más exactamente, al castellano, hasta dejarlo exhausto. Los galeones de América vertían, periódicamente, sus tesoros en la península, en proporciones enormes. Pero nada bastaba para mantener la guerra en ambos continentes y para sostener la ociosidad, indigente o lujosa, de miles de españoles que no querían, a ninguna costa, trabajar» (55). La clase dirigente no se dio cuenta, o no quiso darse cuenta, de que España no podía seguir manteniendo el Imperio, por razones puramente económicas, y persistió obstinadamente en la idea de llevar a cabo una política poco realista que conduciría a España al desastre más absoluto. Por estas razones la reforma de la hacienda era imposible, porque un cambio en la política implicaba necesariamente la renuncia a la idea imperial, y nadie estaba dispuesto —al menos en la élite de poder— a que España perdiera su papel prepotente. Sin embargo, esta política no era exclusiva de la monarquía española y también Francia se sitúa en la misma línea. Señala Domínguez Ortiz que «lo que tiene de común España y Francia en esta época es la subordinación de la (54) Pierre VILAR: Historia de España, París, 1971, pág, 66. (55) El conde-duque de Olivares, op. cit., pág. 325,
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economía a la política, a las exigencias tiránicas de una política exterior de prestigio que les chupa la sangre de las venas y el oro de las escuálidas bolsas. Mientras que en Inglaterra y Holanda, donde la economía dirige la política, las cosas discurren por cauces mucho más aceptables» (56). En este aspecto Saavedra aparece como un pensador de sorprendente modernidad; él se da cuenta del cambio que se está produciendo en Europa y, en consecuencia, trata de formular sus ideas en consonancia con la nueva realidad. Otro aspecto de la hacienda española, sin duda alguna de menor importancia, pero que no por ello deja de ser significativo como síntoma, son los gastos cortesanos. Estos habían ido aumentando vertiginosamente y quizá por esta razón una de las primeras tareas que se propuso el conde-duque fue la reforma de los mismos. Efectivamente, llegaron a producirse algunos descensos en partidas concretas, pero la reforma no supuso, en modo alguno, un saneamiento real y efectivo en el conjunto de los gastos cortesanos. Resumiendo lo que hasta aquí hemos dicho, podemos concluir afirmando que las dos características fundamentales de la hacienda española en esta época eran: el exceso de gastos provocado por las empresas imperiales y, consiguientemente, la falta de recursos y, en segundo lugar, la dependencia de la economía respecto de la política y, en consecuencia, la imposibilidad de saneamiento en las finanzas. Antes de examinar el aparato administrativo de la España de los Austrias hay que hacer una somera referencia a un factor sócio-econmico de gran importancia. Nos estamos refriendo a la paulatina despoblación de España. La causa principal de este fenómeno, como es sabido, fue la emigración a los nuevas territorios descubiertos. Según Nicolás Sánchez Albornoz (56 bis), el total de españoles que fueron a las Indias en 1580 sería de unos 200.000. Este número aumentó a un ritmo vertiginoso hasta el (56) Crisis y decadencia de la España de los Austrias, op. cit., pág. 6. (56 bis) Nicolás SÁNCHEZ ALBORNOZ: La población de America Latina. Desde los tiempos precolombinos al año 2000, Madrid, 1977, Alianza Editorial, 2.a éd., págs. 89-90.
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punto de que en la tercera década del siglo xvii podía habei medio millón de españoles en América. La incidencia del problema de la despoblación fue, por tanto, sumamente importante. Saavedra hace referencias al mismo en multitud de ocasiones y la relevancia que le otorga queda patente en estas palabras: «La fuerza de los reinos consiste en el número de los vasallos. Quien tiene más es mayor príncipe, no el que tiene más Estados» (empresasa LXVI). Con la expansión de la monarquía española, la burocracia tuvo que aumentar necesariamente. La posesión de nuevos territorios llevó aparejada la creación de nuevos consejos, cuya estructura interna era, en muchos casos, bastante complicada. Por esta época el número de consejos ascendía en total a once; éstos eran: el Consejo Real y Supremo de Castilla, el Consejo Real y Supremo de Aragón, el Consejo Supremo de Italia, el Consejo de Flandes, el Consejo Supremo y Real de Indias, el Consejo de Estado, el Consejo Real de Hacienda, el Consejo de la Cámara de Castilla, el Consejo Supremo de Guerra, el Consejo Real de las Ordenes y, por último, el Consejo Supremo de la Santa Inquisición. Cada uno de estos Consejos tenía atribuidas competencias específicas y todos estaban, naturalmente, sometidos al rey. Señala el profesor Escudero que «el régimen del gobierno central en la monarquía española de los Aus trias descansó sobre tres ejes fundamentales que articularon la mecánica interna de la administración y las estructuras de la política internacional y doméstica. Todo ese complejo aparato, sustento de un Estado urgido por los problemas de su propia consolidación y del protagonismo mundial que había de ejercer, respondió funcionalmente al ensamblaje de tres resortes característicos de nuestra monarquía absoluta de los siglos xvi y xvii: rey, consejos y secretarios» (57). Con Felipe III y Felipe IV la figura del rey desaparece o, más exactamente, el rey es sustituido por el valido de turno, pero, desgraciadamente, buscando siempre el medro personal, los privilegios o la prebenda correspondiente. (57) J. A. ESCUDERO: LOS orígenes del Consejo de Ministros en España, Madrid, 1979, Editora Nacional, pág. 19.
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Todas estas circunstancias hicieron que el número de empleos en la administración aumentara vertiginosamente, pero esto no supuso, en modo alguno, una mayor eficacia en las tareas de gestión; muy al contrario, todo aquel que llegaba a ocupar un puesto —las más de las veces, también hay que decirlo, como consecuencia de lo que hoy llamaríamos una sutil recomendación—• lo utilizaba para sus propios intereses. Obviamente las posibilidades de maniobra eran mucho mayores a medida que la categoría profesional del puesto aumentaba. Con certera precisión resume Pfandl la situación de la burocracia española: «Corrupción en los de arriba y en los de abajo e incapacidad en los de abajo y en los de arriba eran las notas distintivas de aquel mundo burocrático de los Austrias» (58). Todos los que trabajaban en el aparato burocrático tenían una mentalidad bien definida: sacar el mayor jugo de su empleo, obtener en todo momento los máximos beneficios. Actuando de este modo resultaba, ciertamente, difícil que la administración española funcionase correctamente. Una de las cosas que más sorprende de este período es la inexistencia de cualquier tipo de registro en el que se hiciera constar los nacimientos, defunciones y matrimonios. Esta labor quedaba encomendada exclusivamente a los párrocos, y por eso no conocemos la fecha de nacimiento de muchos de nuestros más ilustres escritores, aunque sí la de su bautismo; tal ocurre, por ejemplo, con nuestro Saavedra Fajardo. Hemos dicho que esta carencia es sorprendente y, en cierto modo, inexplicable, si tenemos en cuenta que el Estado de los Austrias estaba organizado en sus más mínimos detalles, pero de cualquier modo no hay que olvidar que la ley de registro civil no se promulgó hasta el año 1870. En cualquier caso, la reforma de la administración no se llevó a cabo, porque ésta habría exigido la reforma de las costumbres y de los hábitos y modos de pensar; en una palabra, era necesario un cambio radical de la mentalidad. {58) Introducción al siglo de Oro, op. cit., pág. 74.
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Resta finalmente examinar las costumbres de la sociedad española durante este período. Este análisis exige la consideración de dos facetas que, aun siendo diferentes, se encuentran íntimamente relacionadas; nos referimos a la moral sexual y a la religión. Al comenzar la presente exposición hemos utilizado los términos de decadencia y degeneración; pues bien, estas palabras adquieren singular relevancia por lo que se refiere a las costumbres del pueblo español en el siglo xvn. Esta degeneración se aprecia en todos los estamentos de la sociedad española, pero se agrava considerablemente y llega a ser verdaderamente alarmante en las clases altas. Como dice Marañón, «la licencia sexual era sobremanera escandalosa en las clases altas de la corte, a partir del rey, don juan típico hasta su extrema vejez. Al español, ciego por su rey, le parecía muy natural este libertinaje de don Felipe; pero los viajeros se daban cuenta del maleficio de tan alto y torpe ejemplo» (59). Resulta difícil precisar las causas de este proceso degenerativo; no obstante, hay que señalar que uno de los pro blemas que más preocupaba era el de la conducta humana, pero entendida en un sentido muy estrecho, casi reducida al de las relaciones sexuales, que se rodean de una serie increíble de prohibiciones. La existencia de estas rigurosas prohibiciones provocó, como tantas veces ocurre, efectos no deseados, que se tradujeron en un grave quebranto de la moral sexual. Afirma ' Domínguez Ortiz que «es posible que una gran parte de este proceso degenerativo la tuviera el ambiente general de decadencia y la actitud del rey Felipe IV, quien, galán y amador de placeres en su juventud, ordenó en su edad madura cerrar los teatros, castigar los pecados y multiplicar las rogativas para aplacar las iras del cielo» (60). En cualquier caso, es innegable que nos encontramos ante una etapa de profunda desmoralización que contrasta, paradójicamente, con el intenso sentimiento religioso. Según Marañón, «la vida sexual de este siglo tiene dos características muy típicas de las épocas de represión: el contubernio con la religión y el sadismo, y, como ocurre siempre en (59) El conde-duque de Olivares, op. cit., pág. 226. (60) A. DOMÍNGUEZ ORTIZ: Desde Carlos V a la paz de los Pirineos, 1517-1660, Barcelona, 1974, ed. Grijalbo, pág. 213.
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estas etapas de desmoralización, abundaron también las anormalidades sexuales más graves. El conde-duque intentó la reforma con juntas de reforma y con pragmáticas. Pero, como pasa siempre, nada consiguió: porque la moral jamás se ha modificado por medio de leyes. Al final de su privanza, la vida disoluta de la corte había alcanzado grados inauditos» (61). Ya hemos indicado que uno de los principales responsables de esta decadencia era el propio monarca y, junto a él, la inmensa mayoría de la corte. Este círculo no permanecía aislado y por ello la relajación de costumbres afectó a gran parte de la sociedad española. En las clases dirigentes españolas se produce una verdadera decadencia durante todo el siglo xvii, siendo ésta especialmente grave en sus últimos cuarenta años. Además no hay que olvidar, dice Palacio Atard (62), que «las degeneradas estirpes de monarcas son una simple consecuencia de la "bárbara consanguinidad" —así la califica el doctor Marañón— en los matrimonios de sus predecesores, y en este sentido son ellos los responsables de lo que después ocurrió». Basta echar una ojeada a los matrimonios de nuestros reyes para comprender el término de bárbara consanguinidad utilizado por Marañón. La línea española de los Habsburgos se caracterizó siempre por haberse remozado por casamientos entre individuos de la propia familia; así, Carlos V se casó con su prima Isabel de Portugal; Felipe II se casó cuatro veces. En su primogénito, el príncipe Carlos, se manifestó, según algunos, la locura de su bisabuela Juana. Del último matrimonio de Felipe II (con Ana de Austria) nacería Felipe III. Finalmente, Felipe IV se casó con su sobrina Mariana de Austria, de la que nació el último monarca de la casa de Austria en España, Carlos II el Hechizado. Este último refleja significativamente las consecuencias de aquella «bárbara consanguinidad». Otro de los aspectos más característicos de la sociedad española del siglo xvii es el profundo sentimiento religioso, que, aun apareciendo como un hecho incuestionable, resulta, sin embargo, contradictorio y paradójico. Decimos que es contradictorio por(61) El conde-duque de Olivares, op. cit., págs. 224 y 228. (62) Derrota, agotamiento, decadencia en la España del siglo XVII, op. cit., pág. 112.
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que es difícil conjugar aquella degeneración de costumbres con unas creencias religiosas que exigen una vida decorosa y honesta. No obstante, la religión que profesa el español del siglo xvn se encuentra deformada, probablemente por el influjo de la represión oficial, y, por ello, en muchas ocasiones, deriva con cierta facilidad hacia el fanatismo y las sectas heréticas. Es verdad que la devoción externa era, en general, mucho mayor que la profundidad del sentimiento religioso; en este sentido afirma Marañón que ese tipo de devoción externa «era una dolencia universal que no sólo afectaba a España; pero que, acaso en nosotros, era más intensa; y de influjo especialmente morboso en la evolución del alma nacional» (63). Se produce, por consiguiente, una especie de divorcio, una disociación entre Ja religión oficial (rígida, meticulosa, severa, pero por todos cumplida) y la auténtica fe religiosa, que, aun perdurando pura en muchos, desaparece progresivamente. De este modo, la cotidiana vida religiosa queda reducida a la observancia rígida de los mandamientos (aunque ya hemos dicho que no todos se cumplían). Los deberes ordinarios de todo cristiano español eran la asistencia a la santa misa, la recepción de los sacramentos, la santificación de las fiestas y la práctica del ayuno todos los viernes del año. En definitiva, el ejercicio externo de la religión se concibe como un deber supremo. Obviamente, a la mayoría de la sociedad española no le interesan las controversias y discusiones de los teólogos sobre la esencia y la existencia de Dios, simplemente acepta el dogma cerno algo que le viene dado por la tradición. El español oía con frecuencia las enseñanzas dogmáticas acerca de la creación, de la caída, del pecado original, de los ángeles; y estas enseñanzas penetraban en su espíritu a través de las fiestas religiosas —tan frecuentes en la poca—, que contribuía a afianzar su fe en el dogma. Estas celebraciones ponían en contacto al pueblo con la religión y con Dios, y, en cierto modo —como afirma Pfand (64)— «a través de las creencias religiosas, de la espiritualidad del pueblo español, se filtra una impetuosa corriente de antropomorfismo, que le conduce a un realismo vigoroso». Y aunque la moral de la época no sea un mo(63) El conde-duque de Olivares, op. cit., pág. 221. (64) Introducción al siglo de Oro, op. cit., pág. 160,
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délo a seguir, la creencia en la vida ultra terrena y en la existencia de Dios son firmes. Estamos, pues, en presencia de profundas contradicciones; si por un lado la religiosidad se manifiesta con gran vehemencia —al menos externamente—, por otro en la moralidad pública la decadencia es notoria. Un ejemplo significativo de la relajación de costumbres nos lo da el viajero Antoine de Brunei (65), quien en 1655 escribía: «No bay quien sostenga a su dama y no pare en el amor de alguna ramera». El ejemplo del rey era seguido por el resto de la población, y si éste entrentenía sus ocios con las cortesanas, también el resto de la corte y los subditos acaudalados tenían su concubina. La empresa de conjugar la religiosidad y la inmoralidad de las conductas parece destinada al fracaso. Quizás la única explicación posible la encontremos en el carácter del pueblo español, en su peculiar idiosincrasia. España es un país de contrastes, de tinieblas y de luz, donde parece que los contrarios, antes que excluirse, se complementan en una síntesis armónica, pero en el caso presente esta síntesis no es fructífera; muy al contrario, supone el declive de un pueblo que ya no tiene fuerzas para recuperarse de sus males. Por otra parte, no hay que olvidar que el honor juega un papel destacado en la sociedad española del siglo xvn. Como ha puesto de relieve Alfonso García Valdecasas, «el honor en su manifestación plena y característica es un fenómeno muy peculiar de la cultura europea occidental. Pero, a su vez, es notorio que, dentro de Occidente, en ninguna parte aquel sentimiento del honor llegó a tener el peso que entre nosotros»; y en otro lugar afirma que «la intensidad excepcional con que el pueblo español hubo de vivir el honor ha marcado su huella a lo largo de los siglos. Pero es también excepcional la extensión que tuvo. El pueblo entero estaba en lucha o en riesgo, y ello dio al senti(65) «Il n'y a perssone qui n'entretienne sa dame et qui ne donne dans Vamour de quelque putain». Tomado de una nota a pie de página de la obra de PFANDL ya citada, pág. 170.
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miento del honor una elasticidad y una proyección popular que no alcanzó en ninguna otra parte» (65 bis). En conclusion, las costumbres y la moral del pueblo español degeneraron ostensiblemente en la primera mitad del sigo xvii, y buena prueba de ello son las novelas picarescas que reflejan —aunque en ocasiones se produzcan exageraciones— el ambiente de nuestra sociedad en aquel entonces. No podemos concluir este análisis sin hacer una breve referencia a la Iglesia y a la Inquisición. Ambas instituciones ejercen una influencia notoria en la sociedad española y, también, de algún modo, se constituyen en piezas esenciales de la política española. El historiador Leopold von Ranke refiriéndose a la monarquía de los Aus trias señalaba hace años que «el nuevo Estado se basa esencialmente en tres cosas: el ejército, la administración de justicia y la tributación. Lo primero da al poder central toda la fuerza contra los adversarios de dentro. Lo segundo mantiene al pueblo en sumisión sin que se dé cuenta de ello; por lo tercero pone toda la vida privada, toda propiedad y toda actividad al servicio del príncipe» (66). Aunque este juicio nos parece acertado, resulta incompleto porque no se menciona a la Iglesia, que aparece, a nuestro juicio, como una pieza clave dentro del sistema de la monarquía española. Tal como señala Fernando de los Ríos una vez que se ha producido la reforma de la Iglesia católica de acuerdo con las aspiraciones políticas del xvi «Estado e Iglesia se fusionan, dividiéndose los menesteres, pero coordinando las acciones. El Estado se reconoció a sí mismo de acuerdo con los ideales de San Agustín, enfeudado a la realidad trascendente que la Iglesia representaba; no se estimaba fin en sí, sino órgano intermedio para finalidades superiores; lo que hace con acuidad suma es diferenciar los intereses temporales de la Iglesia de los estrictamente religiosos; sometiéndola en el primer sentido a las necesidades instrumentales del Estado» (67). (65 bis) Alfonso GARCÍA VALDECASAS: El hidalgo y el honor, Madrid, 1948, ed. Revista de Occidente, págs. 139 y 188. (66) Leopold VON RANKE: La monarquía española de los siglos XVI y XVII Méjico, 1946, pág. 107. (67) Fernando DE LOS Ríos: Religión y Estado en la España del siglo XVI, Nueva York, 1927, pág. 57. 39
Por ello, en España la Iglesia tiene características propias y peculiares que la diferencian de la de otros países. España se erige en la defensora más firme de la fe católica; el potente imperio tiene también un fin religioso: se trataba de salvar valores espirituales que España vio simbolizados en la causa del catolicismo. En este sentido hay que tener presente el decisivo papel que España desempeñaría en el concilio de Trento. Estado e Iglesia forman una unidad esencial. Esta concepción por la que el Estado tiene su base en la religión fue una réplica a la doctrina de Maquiavelo. Por eso, frente a un Estado para el que la religión era un simple instrumento de la política (tal como lo había concebido Maquiavelo) se propone otro Estado cuyo fundamento permanente e inalterable es la religión. Para el español de la primera mitad del siglo xvu el mayor vínculo de unión entre los hombres era el de la religión. Todos sabían que un reino dividido por la escisión religiosa era un reino condenado a la catástrofe de una guerra civil o a la ruina nacional (68). No obstante, la coordinación entre la Iglesia y el Estado no era total; la Iglesia también tiene un poder temporal considerable, especialmente por lo que se refiere a su potencial económico, que en ocasiones utilizará sin tener en cuenta los intereses del Estado. Como señala Aldea Vaquero, «la inmunidad eclesiástica presta a la Iglesia, como organización humana, una autonomía excepcional que, juntamente con su potencial económico, constituyen la base de su poder en el orden temporal» (69). Esta inmunidad se proyectaba sobre los clérigos, sobre los templos e iglesias y sobre los bienes de la Iglesia y, en muchas ocasiones, dio lugar a numerosos conflictos entre la administración y las jerarquías eclesiásticas. De todos modos, la autonomía de la Iglesia no era absoluta, ya que los monarcas ejercían cierto poder sobre ella. Este poder (68) Quintín ALDEA VAQUERO ha estudiado ampliamente las relaciones entre la Iglesia y el Estado durante el siglo xvu; vid. su obra Iglesia y Estado en el sigo XVII, ya citada, y también Igesia y Estado en la época barroca, en la España de Felipe IV, tomo XXV de la Historia de España de Espasa-Calpe, Madrid, 1982, págs. 528-633. (69) Iglesia y Estado en la época barroca, op. cit., pág. 558.
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se ejercitaba de tres modos diferentes: en primer lugar, por el derecho de nombramiento de las dignidades eclesiásticas; con esto se impedía que el Papa entregase los arzobispados a personas de nacionalidad extranjera. Este derecho regio explicaba la íntima unión existente entre el clero español y su rey. La segunda forma de control estaba representada por el recurso de fuerza contra las sentencias de los tribunales eclesiásticos, en virtud del cual cualquiera que hubiese sido condenado por un tribunal eclesiástico podía interponer recurso de apelación ante el Consejo de Castilla, lo que suponía una revisión del asunto y, en su caso, el pronunciamiento de una sentencia distinta que tenía el carácter de definitiva. La última prerrogativa que tenían los reyes sobre la Iglesia estaba representada por la retención de las bulas y edictos pontificios, en virtud de la cual todos los decretos procedentes de la curia romana eran examinados antes de su entrada en vigor, por si contenían algo que fuese contrario a los derechos regios o a los intereses de España. Si la disposición de la curia era contraria a estos intereses quedaba automáticamente en suspenso, no entrando en vigor hasta que la curia la modificase de conformidad con las indicaciones que se hacían desde España. Por todo esto afirma Pfandl que «el monarca español viene a ser una especie de pontífice en cierto modo y los lazos de unión entre el clero y el soberano, aun en los asuntos de fe y de conciencia, fueron mucho más íntimos y estrechos que en ningún otro país» (70). Por esta razón ya apuntamos anteriormente que la Iglesia en España tiene unos caracteres precisos que la configuran de un modo peculiar en relación con las Iglesias de otros países (71). La privilegiada situación de la Iglesia podría explicar aquel exceso de vocaciones religiosas del que hablábamos páginas atrás. Este aumento de vocaciones religiosas trajo como consecuencia inmediata la fundación de nuevos conventos y la gran abundancia de templos. Se ha dicho que en el siglo xvn un toledano podía oir misa todos los días del año en una iglesia diferente. Todo ello su(70) Introducción al siglo de Oro, op. cit., pág. 98. (71) ALDEA VAQUUERO en su obra Iglesia y Estado en la España del siglo XVII dedica algunas páginas ai estudio de las prerrogativas reales sobre la Iglesia.
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puso, por otra parte, la creación de un formidable tesoro arquitectónico. Pero, al mismo tiempo, se produjo un descenso notable en la instrucción y formación del clero. Además, no hay que olvidar que la carrera eclesiástica (lo mismo ocurría con la carrera militar) estaba reservada a los segundones, es decir, a los hijos no primogénitos de las casas nobiliarias y, en cierto modo, era el último recurso para los que no podían alcanzar posiciones más elevadas. Con las breves indicaciones que hemos realizado sólo pretendemos constatar un hecho: que la Iglesia juega un papel importante en la política española, tanto en el orden interno como en el orden internacional (de la influencia de la Iglesia en el ámbito internacional nos ocuparemos más adelante). Para terminar con esta breve exposición de los elementos que configuran la política interior de España, resta solamente hacer una breve referencia a la Inquisición (72). Esta es una institución de viejo cuño que tiene su origen en los Reyes Católicos y cuya existencia se prolongará durante siglos. La Inquisición pretende sobre todo luchar contra la herejía; se trata de reforzar la disciplina y reformar y mejorar la vida eclesiástica; la finalidad última es el mantenimiento de la fe cristiana en toda su pureza e integridad. La Inquisición era una institución de carácter civil; esta circunstancia conviene remarcarla convenientemente. Estamos en presencia de un tribunal regio y civil al mismo tiempo y, aunque naturalmente recibía siempre el apoyo de la curia para intervenir en los casos en que las conveniencias religiosas lo exigiesen, los inquisidores no eran más que funcionarios regios, hasta el punto de que su nombramiento y cese correspondía al monarca. La organización era también de carácter civil y sus miembros, con algunas excepciones (por ejemplo el inquisidor general, el fiscal, el secretario de cámara del rey, etc.), eran seglares (73). (72) De los innumerables estudios que se han hecho sobre la Inquisición, nosotros hemos consultado el de Henry KAMEN: La Inquisición española, Barcelona, 1967, ed. Grijalbo. (73) Los puestos que debían ser ocupados por el clero eran: el inquisidor general, seis consejeros, el fiscal, el secretario de cámara de rey, el alguacil mayor, los dos secretarios del consejo el rector, los dos relatores, los cuatro porteros y el solicitador.
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Como señala Domínguez Ortiz, «la Inquisición es a los ojos de muchos extranjeros una institución típicamente española. Es cierto que existió en Francia y en Italia, pero en España sus actuaciones se prolongaron hasta principios del siglo xix, cuando ya las ideas de tolerancia religiosa se habían abierto camino» (74). En España la Inquisición fue, antes que nada, un instrumento de represión en manos del Estado, que no sólo silenciaba las desviaciones religiosas, sino también cualquier tipo de oposición política. En este sentido se manifiesta el profesor Maravall en relación con la función represiva de la Inquisición: «El Estado se fue convirtiendo en un mecanismo de represión sobre sus propios subditos. Esta acción represiva, sirviéndose de la función jurisdiccional de la Inquisición, penetró en las conciencias, y, lo que es peor, estableció la delación como un régimen normal de relación en la sociedad española, todo lo cual da un completo panorama de intransigencia» (75). Sobre la Inquisición se han formulado juicios extremos y contradictorios. Por una parte, se ha dicho que fue una institución funesta que impidió que floreciera el espíritu creativo, que contribuyó a la decadencia española y que, en definitiva, detuvo el avance económico de la nación. Otros, por el contrario, han tratado de justificar o, al menos, suavizar, los bárbaros procedimientos utilizados y los numerosos abusos que, cometidos al amparo de una pretendida pureza religiosa, no hicieron sino desacreditar y minar los cimientos de la institución. Ante posiciones tan extremas parece oportuno situarse en un lugar intermedio que, sin negar los innumerables excesos y errores cometidos, sitúe en su justo lugar el papel desempeñado por la Inquisición. Como señala Pfandl, «para justificar y valorar adecuadamente la significación de la Inquisición española hay que tener en cuenta, ante todo, las notas específicas de su carácter nacional. Iglesia y Estado están de tal modo unidos en la España de los siglos xvi y XVII, que el Estado se apropia y ejercita las funciones autoritarias de (74) Desde Carlos V a la paz de los Pirineos, op. cit., pág. 227. (75) José Antonio MARAVALL: La oposición política bajo los Austrias, Barcelona, 1974, Ariel, 2.a éd., pág. 96.
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la Iglesia, y el uno prospera y se nutre a la sombra benéfica de la otra, y viceversa» (76). Además se debe tener presente que la Inquisición juega un papel político de gran importancia. Los movimientos de oposición van en aumento y el Estado necesita reprimirlos para subsistir. Desde finales del xvi y a lo largo de la primera mitad del xvn, la actitud de la oposición extenderá sus críticas a los más variados campos y, naturalmente, la Inquisición no escapa a este estado de conciencia. Además hay que tener en cuenta —dice Maravall (77)— que «las censuras contra la Inquisición significan una toma de posición contra el sistema político, del cual aquélla es una pieza decisiva». Uno de los errores fundamentales del sistema inquisitorial fue el de mantener en secreto el nombre de los acusadores y testigos. Esto hizo que se creara un ambiente propicio para la venganza personal y que se extendiera la desconfianza entre todos los subditos. Pero «lo terrible de la Inquisición no fue el número de sus víctimas, comparativamente escaso, sino el haber prestado sus actuaciones como una exigencia interna de la doctrina católica, y haber mantenido este punto de vista anticuado, después de que en otras naciones y en la oropia Roma había sido ya abandonado» (78). Otra de las acusaciones que más frecuentemente se han dirigido contra la Inquisición se refiere a los efectos perniciosos que ésta ejerció sobre el desarrollo cultural, sobre todo teniendo en cuenta que una de las funciones más importantes de la Inquisición fue la vigilancia en la impresión de libros. Esta acusación es, sin duda alguna, cierta, pero no es menos cierto que tampoco existían unos criterios precisos en cuanto a las valoración de las obras y, por consiguiente, la censura dependía en muchos casos de la concreta formación del censor (79). En cualquier caso, la Inqui(76) introducción al siglo de Oro, op. cit., pág. 92. (77) La oposición política bajo los Aus trias, op. cit., pág. 229. (78) Desde Carlos V a la paz de los Pirineos, op. cit., pág. 227. (79) Con la creciente difusión de los libros la actividad de la Inquisición aumentó y, en consecuencia, fueron necesarias nuevas personas para la realización de esta función. Y lo que ocurrió frecuentemente es que estas personas no tenían una preparación adecuada para desempeñar esta labor; de ahí que no existiesen criterios uniformes.
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síción no fue una institución positiva para el desarrollo cultural. Tampoco debemos olvidar que su actuación contra la disidencia política se llevó a cabo gracias a la excesiva amplitud que se dio al concepto de herejía, que comprendía no sólo los aspectos religiosos, sino también todos aquellos que, de una u otra forma, se conectaban con la actividad política. Creemos que ya han quedado trazadas, a grandes rasgos, las líneas de la política española en el orden interno, así como los elementos que configuraban el andamiaje de la monarquía de los Austrias, especialmente durante el reinado de Felipe IV. Sin embargo, antes de concluir nos parece necesario hacer una precisión importante: hemos hablado en múltiples ocasiones de la decadencia española, de la degeneración y del declive paulatino de la España de los Austrias, y, aunque todo esto es cierto, no lo es menos que durante este período España jugó un papel importantísimo en el desarrollo de la cultura occidental. Por ello, concluimos con unas palabras de Elliott que nos parecen sumamente acertadas: «El tremendo fracaso de la España de los Austrias en llevar a cabo una transición vital no debe, sin embargo, oscurecer la magnitud de sus realizaciones en sus días de grandeza. Si los fracasos fueron muy grandes, también lo fueron los éxitos. En la Europa de mediados del siglo xvn la influencia de la cultura y las costumbres castellanas fue considerable y provechosa, sostenida, como lo estaba, por todo el prestigio de un imperio cuya vaciedad apenas si empezaba a aparecer a los ojos del mundo exterior» (80).
b)
POLÍTICA EXTERIOR
En el orden internacional la situación española era igualmente grave, sobre todo a partir del año 1640, en el que se produce, entre otros acontecimientos, la rebelión de Portugal, que supuso la pérdida definitiva de este territorio para la monarquía espa(80) aJ. H. ELLIOT: La España imperial, Barcelona, 1979, ed. Vicen Vives, 5. reedición, pág. 416. 45
ñola. Todos los historiadores coinciden en señalar el año 1640 como el más fatal de la monarquía de los Austrias; sin embargo, los acontecimientos que se producen a partir de esta fecha representan la lógica consecuencia de una serie de sucesos cuyo origen se encuentra en épocas anteriores. Ya lo hemos señalado páginas atrás: lo que estaba en crisis era el imperialismo español; el intento de mantener el dominio sobre un vastísimo territorio con unos medios, a todas luces, insuficientes, tanto por lo que se refiere al contingente humano como al económico. Además, hay que tener presente que no existía una cohesión entre los distintos territorios del imperio. Por eso decía Gracián que «en la monarquía de España, donde los pueblos son muchos, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir». El jesuita bilbilitano vio bien claro que el Imperio no podía conservarse sino fomentando su unión, la cual, por otra parte, resultó imposible por la misma heterogeneidad que en la propia cita se pone de manifiesto. Desde este punto de vista, la geografía va a jugar un papel decisivo en los planes de la monarquía española. En este sentido se manifiesta Alfred van der Essen al afirmar que «toute la politique espagnole du XVII siècle était conditionnée par la géographie. Expliquons nous: la possession des provinces belges qu'on appelait alors Flandre ou Pays Bas catòliques, était indispensable à la monarchie de Madrid pour maintenir la suprématie que les hasards des successions lui avaient donnée au siècle précédent» (81). Lo primero que se observa en las clases dirigentes españolas bajo el reinado de Felipe IV es un cambio de actitud en relación con la política exterior. Este cambio en los planteamientos políticos se produce como consecuencia del debilitamiento español, que afecta principalmente a los recursos económicos, pero que también comprende los recursos humanos. Efectivamente, España no puede soñar con la conquista de nuevos territorios; simple(81) Alfred VAN DER ESSEN: «Le rôle du Cardinal-Infant dans la politique espagnole du XVII siècle», Revista de la Universidad de Madrid, núm. 9, 1954, pág. 357.
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mente ha de contentarse con la conservación de los que ya tiene. En consecuencia, España no puede adoptar una política expansiónista, y se conforma con una estrategia puramente defensiva capaz de hacer frente a las continuas amenazas provenientes de diversos puntos de Europa. España conservaba todavía —al menos hasta el año 1640, aproximadamente— la dirección hegemònica de Europa y, por eso, todo cambio producido en el orden internacional hubiera ido en claro perjuicio de su posición predominante. España debe articular su política exterior teniendo en cuenta cuatro frentes diversos: en primer lugar, la guerra de Flandes, que fue, en palabras de Domínguez Ortiz, «el más grave problema de la política exterior española» (82); en segundo lugar, sus relaciones con Francia, que culminarán con la declaración de guerra por parte de ésta en 1635. En tercer lugar, las relaciones con Roma, que son especialmente tensas durante el pontificado de Urbano VIII, y, finalmente, la propia situación interna, que se agrava considerablemente con las rebeÜones de Portugal y Cataluña. En sentido estricto, Portugal y Cataluña son problemas internos; sin embargo, nos parece oportuno analizarlos en el ámbito de la política exterior por las consecuencias internacionales que tales rebeliones tuvieron. Además, no hay que olvidar la intervención más o menos directa que Francia tuvo en estos acontecimientos en la medida en que favorecieron su posición frente a España. Rodenas Vilar resume certeramente la situación europea en la primera mitad del siglo xvii: «En la Europa de la primera mitad del siglo xvn coexisten, dialécticamente diferenciados, pero interfiriéndose, dos ciclos de sucesos. Uno define la problemática constitucional e ideológica de la Alemania moderna; otro señala el destino de la hegemonía española en occidente/ La crisis germánica es de signo anacrónico, residual. El emperador y los príncipes, los católicos y los protestantes, forcejean por la resolución de problemas ya archivados en el resto del continente —centralismo o autonomismos, catolicismo o protestantismo—. {82} Desde Carlos V a la paz de los Pirineos, op, cit., pág. 97.
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En la crisis occidental se gesta la nueva Europa de Luís XIV» (83). En definitiva, lo que se está formando es una Europa distinta, en la cual no tiene cabida la idea imperial; por ello cualquier política apoyada sobre esta idea estaba destinada al más estrepitoso fracaso, tal y como ocurrió con la política española. A continuación vamos a tratar de analizar por separado cada uno de los problemas a que nos hemos referido anteriormente, empezando por la guerra de Flandes. La estratégica situación de estos territorios requería una especial atención por parte de la corte de Madrid, lo que determinó que los recursos destinados a su protección fueran muy numerosos. El proyecto de la «Unión de Armas» concebido por Olivares en 1625 preveía el reclutamiento de 12.000 hombres establecidos con carácter permanente en Flandes, cifra que tenía un carácter muy elevado si la comparamos con los contingentes de tropas previstos para otros reinos de la monarquía; así, por ejemplo, para Castilla y las Indias el número ascendía a 44.000, para las islas del Mediterráneo y el Atlántico 6.000, para Valencia 6.000, etcétera (84). Lo que pretendía Olivares con esta proyectada «Unión de Armas» era el fortalecimiento de todos los reinos de la monarquía frente al enemigo potencial, que estaba representado por Francia, Inglaterra y las Provincias Unidas. Pero, independientemente de estos buenos propósitos —que encontraron innumerables dificultades, sobre todo por lo que se refiere a Cataluña y Aragón—, resultaba evidente que la provincia más beneficiada era Flandes, ya que ésta se encontraba en guerra permanente, y todos los recursos parecían siempre escasos para mantener el dominio español (85). Sin embargo, todos los esfuerzos realizados por España en la guerra de Flandes resultarían, a la larga, inútiles. Nuestros (83) Rafael RODENAS VILAR: La política europea de España durante la guerra de los Treinta años, Madrid, 1967, Centro Superior de Investigaciones Científicas, pág. 1. (84) Estos datos pueden encontrarse en la obra de J. H. ELLIOT: El programa de Olivares y los movimientos de 1640, en La España de Felipe IV, ya citada, pág. 378. (85) Ibidem, vid., especialmente, el capítulo 3.°, págs. 381-397.
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gobernantes no estuvieron a la altura de las circunstancias y, cegados por un sentimiento profundo de soberbia, llevaron a cabo una política poco realista, y especialmente nociva desde el punto de vista económico. Parker resume con acierto los errores de la política española en el tema de Flandes: «El fracaso de España en sus intentos de reprimir la revuelta holandesa fue, en esencia, un fracaso político. El fin para el que movilizó todos estos recursos tan hábilmente y con tanta constancia resultó inalcanzable; la política elegida por España no resultó realista»; y más adelante: «El uso por España de la fuerza en los Países Bajos coincidió con los años en que Francia, su gran rival, estaba totalmente absorbida por conflictos internos; en lugar de vigorizar su fortaleza y tenerla dispuesta para el momento inevitable en que se reanudase la lucha franco-española, los Habsburgos españoles disiparon sus recursos, y así, cuando las discordias internas de Francia se solucionaron de nuevo, después de 1629, España había agotado la mayor parte de sus reservas. En esto radicó el verdadero desatino de la corte española respecto de la guerra y de la rebelión, criterio que sólo aceptó la victoria total, criterio que impidió toda solución de compromiso y exigió sacrificios financieros masivos durante un período indefinido. La declaración de guerra por Francia en mayo de 1635 sella el destino de todas las esperanzas españolas de reconquistar el norte de los Países Bajos» (86). En efecto España se obstinó en la recuperación de Holanda sin tener en cuenta los efectos de desgaste que esta guerra ocasionaría; efectos que llegan a apreciarse incluso en algunas victorias parciales, como es el caso de la famosa toma de Breda —que Velázquez inmortalizaría en su genial cuadro—, que supuso un grave revés para las tropas españolas, y que ha sido calificada por muchos como de victoria pírrica. Además, hay que tener presente que España no combatía sólo en Flandes rechazando los ataques de las Provincias Unidas, sino que también participa, y de un modo decisivo, en Alemania contra los príncipes protestantes. En cualquier caso, España no podía sostener la guerra en toda Europa y (86) Geoffrey PARKER: El ejército de Flandes y el camino español, 1567-1659, Madrid,, 1976, Biblioteca de la Revista de Occidente, páginas 317-318.
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su política fue siempre una política cié prestigio que prescindió en todo momento de la realidad. Solamente a finales de 1640 Felipe IV empezaría a darse cuenta de los fatales resultados de la política emprendida por su favorito; como señala Domínguez Ortiz, «Felipe IV no fue un rey de temperamento belicoso, ni tampoco su primer ministro Olivares; pero éste practicó desde el primer momento una política de prestigio a la que el joven rey se plegó, y cuando vio adonde conducía y se desembarazó del favorito era demasiado tarde» (87). Sin embargo, parece exagerado atribuir toda la responsabilidad del desastre español en las guerras extranjeras a una sola persona; se trata, más bien, del fracaso de una generación y de las clases dirigentes que soñaron con revivir las glorias imperiales de una época ya fenecida. Hasta ahora hemos venido hablando siempre de España; sin embargo, conviene hacer una precisión importante: al utilizar el término España nos estamos refiriendo propiamente a Castilla (entendiendo por tal todo lo que en la península no es periferia, e incluyendo por supuesto a Andalucía y Extremadura), porque, efectivamente, corresponde a ésta la gloria de haber levantado el Imperio, aunque igualmente hay que atribuirle la responsabili-, dad del desastre español. Fue Ortega y Gasset quien expresó esta paradoja al escribir lo que podía ser el epitafio para la España de los Austrías: «Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho» (88). Por lo que se refiere a las relaciones entre España y Francia fueron especialmente difíciles, sobre todo desde el momento en que entra en escena la figura de Jean du Plessis, el cardenal Richelieu. Los planes de Richelieu eran precisos y tenían un objetivo concreto: acabar con la hegemonía española y, en consecuencia, conseguir que Francia ocupase el puesto de primera potencia en Europa. Para llevar a cabo esta empresa utilizó todos los medios a su alcance, aunque en un primer momento prescindió de la opción militar, al menos de un modo directo. Cuando (87) Desde Carlos V a la paz de los Pirineos, op. cit., pág. 100. (88) Cita tomada de la obra de ELLIOT: La España imperial, ya cita da, pág. 419.
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consideró que Francia estaba ya preparada declararía oficialmente la guerra a España el 19 de mayo de 1635. El célebre manifiesto francés de 1635 fue duramente replicado por numerosos escritores españoles, entre los que se encuentra Saavedra Fajardo, cuya animadversión hacia los franceses es notoria a lo largo de toda su obra. España logró resistir los ataques de los franceses durante los primeros años, pero a la larga, tendría que sucumbir ante el pcw derío de Francia y sus aliados. Los momentos claves del desastre español en el campo militar están representados en dos célebres batallas: la batalla de las Dunas y la de Rocroy. En la primera de ellas la armada española, bajo el mando de Oquendo, sería prácticamente aniquilidada por la flota holandesa al mando de Tromp. Con este desastre marítimo España perdería definitivamente la supremacía en el mar, lo que significó, entre otras cosas, mayores dificultades para la defensa de Flandes. Por lo que respecta a Rocroy, el 19 de mayo de 1643 el ejército español, al mando de Melo, Alburquerque y Fuentes, se enfrentó al francés, dirigido por el príncipe de Conde. En esta batalla los franceses utilizaron una nueva técnica militar (89), consistente en la utilización de la artillería a corta distancia, lo que produjo el total aniquilamiento de los Tercios Viejos españoles, dejando vía libre a Francia en su camino hacia Bruselas. Rocroy —dice Fernández Alvarez (90)— «es la cristalización de un hecho que resultaba evidente para cualquier espectador objetivo: que la hora de España en Europa, que su coyuntura de gran dominadora había pasado». España continuará su lucha contra Francia, seguirá batiéndose, aunque ya todos saben que se trata de un sacrificio inútil. El 17 de noviembre de 1659 finalizaría la guerra entre España y Francia, firmándose la paz de los Pirineos, que puso de manifiesto la clara superioridad de Francia sobre España. En. relación con la actitud mantenida por el Papa Urbano VIII, ésta fue siempre de clara hostilidad hacia España. Ur(89) Manuel FERNÁNDEZ ALVAREZ: El fracaso de la hegemonía española en Europa, en La España de Felipe TV, págs. 637-789; vid., especialmente, págs. 720-734. (90) Ibidem, pág. 734.
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baño VÏÏÍ pretendía ante todo conseguir el equilibrio político dentro de Italia y, por ello, se inclinó del lado francés, con el fin de contrarrestar la hegemonía española. Con razón dice Aldea Vaquero que «Urbano VIII, con su equívoca neutralidad, favoreció a Francia y abandonó la monarquía católica a su propio destino. Así resultó doblemente trágica la hora crespuscular de España» (91). Lo cierto es que Roma jugó un papel decisivo, interviniendo directamente a favor de Francia. El ejército de Francia entraría en Italia con el beneplácito del Papa; con ello se pretendía la obstrucción de los pasos españoles hacia Flandes. También fue decisiva la intervención del nuncio Bagno en el tratado de Fontainebleau que fue suscrito el 30 de mayo de 1631 entre Francia y Baviera. En virtud de este tratado se establecía un pacto de mutua defensa militar, pactándose igualmente la neutralidad de Baviera y de la Liga Católica con los holandeses (con lo cual España quedaba completamente sola frente a Holanda). También se consiguió la dimisión del general Wallenstein, hombre de gran importancia en el Imperio por sus éxitos militares y cuyo apartamiento de la escena internacional benefició ostensiblemente a Francia. Y, finalmente, la paz de Italia resultó humillante para los Habsburgos. Todas estas actividades realizadas con la complicidad del Papa Urbano motivaron la enérgica protesta de España a través del cardenal don Gaspar de Borja el 8 de marzo de 1632. Con anterioridad a esta fecha se constituyó en España una junta (de la que fue secretario don Diego Saavedra Fajardo) para analizar los abusos cometidos por Roma. El origen de la formación de la Junta arrancó de la resolución tomada por el rey, a propuesta ¿Q1 conde-duque, en la sesión del Consejo de Estado de 31 de marzo de 1631, con motivo de la conjura internacional contra España, maquinada por Francia con el apoyo encubierto de Roma. El título del documento que salió de la Junta es claramente significativo por lo que respecta a las tensas relaciones entre España y Roma: «Parecer de la Junta sobre abusos de Roma y Nunciatu(91) Iglesia y Estado en la España del siglo XVU 52
->p. cit., pág. 31.
ra» (92). Independientemente de esta reacción oficial, también se produce otra en el campo de la literatura política, porque nuestros pensadores consideran que el Papa, como padre de la Cristiandad, debe apoyar a los príncipes católicos en razón de sus méritos. Por ello no pueden entender la actitud del pontífice, cuya política será duramente criticada. Saavedra Fajardo también participa en esta crítica, y sus opiniones son claramente reprobatorias de la posición papal (tendremos ocasión de referirnos detalladamente a la postura mantenida por Saavedra en este punto más adelante). El primer punto sometido a discusión en la famosa Junta de 1632 fue el incidente de Sevilla, en el que se acusaba al nuncio de intrigar con los eclesiásticos contra la pragmática de la sal, que había subido el precio de este producto de una manera desorbitada sin Hacer ningún tipo de distinción entre seglares y eclesiásticos. Como dice Aldea Vaquero, «esto era ya el colmo de las intrigas pontificias. No sólo se maquinaba en el exterior contra la seguridad de España, sino que aun dentro de las fronteras hispanas se pretendía crear una quinta columna contra el gobierno de Madrid» (93). Aparte de esto, al nuncio se le imputaron otra serie de acusaciones que iban desde la ampliación excesiva de la jurisdicción eclesiástica hasta el fomento de la resistencia de los eclesiásticos contra la autoridad del rey, acusaciones que, en mayor o menor medida, eran, sin duda alguna, ciertas. Este documento es igualmente rico en consideraciones acerca de la naturaleza y extensión de los dos poderes, el pontificio y el real, y demuestra los esfuerzos realizados por los españoles para articular armónicamente ambas esferas. Sin embargo, el triunfo correspondió a la Iglesia y, en consecuencia, España salió derrotada de un nuevo campo de batalla, quizá ya el último. Aldea Vaquero resume certeramente los problemas entre la curia y España en estas palabras: «Fiscalismo curial, nepotismo pontificio, hostilidad política de Urbano VIII, defensa de los propios intereses: he aquí (92)
El dictamen de la Junta viene recogido en el libro de VAQUERO, citado en la nota anterior. (93) Iglesia y Estado en la época barroca, op. cit., pág, 621.
ALDEA
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los ingredientes básicos que configuran el ideario político-eclesiástico de la España oficial en la primera mitad del siglo xvir» (94). Sólo nos resta examinar la incidencia que tuvieron las rebeliones de Cataluña y Portugal en el ámbito de la monarquía de los Austrias. Por lo que respecta a Cataluña sus relaciones con Castilla eran bastante tensas. Un primer síntoma del descontento catalán lo encontramos en la «Unión de Armas» proyectada por Olivares, a la que los catalanes no prestaron el apoyo exigido. Además, con el transcurso de los años Cataluña se fue desentendiendo progresivamente de los asuntos de la monarquía. En el año 1638 los franceses decidieron atacar Fuenterrabía, constituyendo su liberación una de las principales preocupaciones de Olivares. Para ello solicitó la ayuda de todos los reinos de la monarquía y, aunque empezaron a llegar tropas de todas las partes de la península, incluso de Aragón y Valencia, los catalanes fueron los únicos que se negaron a enviar ayuda, lo que provocó la lógica indignación del conde-duque. Por otra parte, ¿csáe el inicio de la contienda con Francia había quedado rigurosamente prohibido el comercio con este país. Obviamente, esta medida perjudicaba notoriomente a Cataluña, que siempre había desarrollado el comercio con Francia y que recibía de ésta gran cantidad de productos de primera necesidad. Esta circunstancia motivó el nacimiento dé. contrabando, que se realizaba tanto en los enclaves marítimos como a lo largo de toda la frontera. El primer ataque en la frontera catalana fue realizado por Francia, que entró con sus tropas en el Rosellón tomando la fortaleza de Salces, cuya recuperación sería sumamente costosa para España. Los catalanes participaron en la campaña con un contingente de 7.500 hombres, sufriendo un número considerable de bajas (95). No obstante, el principal problema que se planteó fue el alojamiento del ejército en tierras catalanas, sobre todo (94) Iglesia y Estado en la España del siglo XVIÏ, op. ck., pág. 213. (95) ELLIOTT cifra estas bajas en 7.000 soldados y cerca de 200 nobles y cavallers, lo que constituía la cuarta parte de la aristocracia del principado, El programa de Olivares y los movimientos de 1640, op. cit., pág. 467.
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teniendo en cuenta el descontento de la población con la corte de Madrid. Desde los primeros momentos comenzaron a producirse choques entre los soldados y la población campesina, lo que originó las más airadas protestas de las autoridades catalanas. Los acontecimientos fueron agravándose progresivamente hasta que se produjo un enfremamiento directo entre los campesinos y las tropas de la corona. Las sublevaciones fueron aumentando en todo el Principado, e incluso el propio virrey, el conde de Santa Coloma, había perecido a manos de los rebeldes. Esto ocurría el 7 de junio de 1640. La situación era ya crítica y la única solución posible desde Madrid era la militar. En consecuencia! se mandó un ejército al mando del marqués de los Vélez para poner término a la sublevación. Sin embargo, ya era demasiado tarde, puesto que los dirigentes catalanes habían solicitado formalmente la ayuda de Francia. Cataluña permanecería trece años bajo la tutela francesa; finalmente, en 1653, Felipe IV recobraría nuevamente la obediencia de los catalanes, reconociendo sus antiguos derechos y libertades. No ocurriría lo mismo con Portugal, ya que su situación era muy diferente, y consiguientemente su destino sería diverso. Cuando se produce la sublevación en Portugal, España estaba concentrada en sofocar la revuelta catalana; por ello, en cierto modo, esta sublevavión fue una sorpresa para Madrid, aunque] con anterioridad ya se habían producido algunos avisos a la corte de Madrid, como el motín de Evora. En cualquier caso, la sublevación portuguesa constituyó un grave revés para los planes de Olivares. El 1 de diciembre un grupo de conspiradores irrumpe en el palacio real de Lisboa, asesinando a Miguel de Vasconcellos y poniendo bajo custodia a la princesa Margarita. El duque de Braganza fue proclamado rey con el nombre de Joao IV, entrando victorioso en la capital portuguesa el 6 del mismo mes. La sublevación que se produce en Portugal es rápida y prácticamente incruenta; no se trataba, como en Cataluña, de una insurección general, sino de la toma del poder por un pequeño grupo de personas que apenas encuentra resistencia. El propio conde-duque no podía creer que la sublevación fuese un éxito; en una carta escrita al marqués de Virgilio Nalvezzi describía la revolución como 55
obra de «cinco hombres, de los cuales el principal, que es el duque, es tonto y borracho, y absolutamente sin ningún género de discurso. El marqués de Ferreira, que es el segundo, aseguro a vuestra señoría... que no sabe dónde cae Valladolid y, lo que es más apretado, es sujeto incapaz de saberlo. El conde de Vimioso, que fue el tercero, es un caballero de buena persona, de pocas palabras, gallina. Al cuarto yo no lo cono2co, pero estos caballeros me han dicho que es totalmente ignorante. Llámase don Antonio de Alameda. El quinto es el arzobispo de Lisboa, segundo don Oppas, también hijo de traidor, clérigo virtuoso hasta ahora, teólogo bronco, persona sin ingenio, tenaz y ambicioso» (96). Esta descripción, en la que queda patente la fina ironía del condeduque, demuestra, no obstante, que las circunstancias portuguesas eran bien distintas a las de Cataluña, por lo que se refiere a la gestación de la sublevación. Castilla debía decidir las acciones a emprender contra Cataluña y Portugal, pero lo que resultaba a todas luces imposible era el mantenimiento de un ejército en Cataluña y otro en Portugal. Por esta razón se optó por el camino de la conspiración contra Portugal y, en 1641, se planeó el derrocamiento del nuevo régimen; sin embargo, la conspiración no tuvo éxito y todos los conspiradores fueron detenidos y posteriormente ejecutados. Quizá el error más grave de Olivares fue restar importancia a las rebeliones de Cataluña y Portugal y seguir concentrando sus fuerzas en Flandes, en Alemania y en Italia. A pesar de todo —dice Domínguez Ortiz (97)—, «al comenzar 1640 aún representaba el imperio de los Habsburgos una potencia colosal. Su declive se debió al defecto que los más perspicaces habían observado en él: la falta de solidez interna. Bajo la presión exterior se rompieron algunos de sus eslabones y cedió todo el conjunto. Las rebeliones de Cataluña y Portugal fueron acontecimientos tan graves que« un gobierno más clarividente debió liquidar al precio que fuera los asuntos exteriores y aplicar todas sus energías a solucionar (96) Tomada de la obra de ELLIOTT: El programa de Olivares y los movimientos de 1640, op. cit., pág. 479. (97) El antiguo régimen: los Reyes Católicos y los Austrias, op. cit., pág. 387.
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aquellos movimientos secesionistas que metían la guerra dentro de Castilla». Todos los esfuerzos realizados para la recuperación de Portugal serían inútiles; en 1668 España reconocería oficialmente su independencia. El declive de la España imperial es patente: se produce una progresiva incapacidad financiera, se pierde prestigio en el exterior y, consiguientemente, España queda aislada diplomáticamente; todos los aliados de la monarquía de los Aus trias la abandonan a su propio destino; incluso la Iglesia —a la que tantos servicios había prestado España, manteniéndose siempre firme en la defensa de la fe católica y en la lucha sin cuartel contra los herejes— prescinde de España cuando las circunstancias políticas así lo aconsejan. Este es el gran drama español. Las circunstancias españolas son realmente trágicas y, por ello, los hombres que vivieron en esta época se encuentran profundamente marcados por las mismas. Tal ocurre con nuestro Saavedra Fajardo; además, él tendrá la ocasión de seguir muy de cerca los acontecimientos, porque, de algún modo, aunque sea indirectamente, participa en ellos. Su continuo contacto con el exterior le permitirá observar con asombrosa nitidez el fracaso español. Saavedra es un hombre de su tiempo, que percibe en sus entrañas la transición vital a un nuevo mundo. Por ello no se puede entender el pensamiento de Saavedra sin tener en cuenta el entorno que le rodea; don Diego es, sobre todo, un hombre moderno que, superando con singular maestría el pensamiento tradicional español, se abre a las nuevas corrientes de pensamiento para elaborar una doctrina acabada y sistemática. Ill)
EL AMBIENTE CULTURAL
El Siglo de Oro de la civilización española fue todo un proceso de florecimiento que se desarrolló sin grandes sobresaltos. La magnífica reelaboración de la doctrina de Santo Tomás llevada a cabo por la escolástica española del siglo xvi ejercerá una influencia notoria en las generaciones posteriores. Y si bien es verdad que durante el siglo xvn se produce el abandono del método escolástico, no lo es menos que los principios fundamentales de 57
la doctrina tomista permanecen en las nuevas producciones de carácter histórico y político. No obstante, a lo largo del siglo xvn se produce una notable decadencia cultural; después de la esplendorosa floración del espíritu español parece que éste se desvanece, el afán creativo disminuye y, en definitiva, salvo honrosas excepciones, se apaga el genio especulativo. El profesor Fernández Galiano describe certeramente este fenómeno (aunque se refiere al pueblo griego (creemos que, en lo esencial, sus palabras son de aplicación al caso español): «Cuando un pueblo, siguiendo una línea ascendente, llega a alcanzar su momento culminante, su siglo de Oro, el instante de auge esplendoroso en lo material, lo político y lo intelectual, llenando la historia toda y haciéndose con la hegemonía del mundo, experimenta después un rápido descenso, una caída casi vertical de su predominio político. —acompañada de una notoria decadencia también en lo cultural—» (98). Pues bien, este es el fenómeno que se produce en España a lo largo del siglo xvn; por ello se pierde el interés por la filosofía, y los problemas filosóficos no tendrán un tratamiento sistemático, sino que se plantean incidentalmente en obras de carácter histórico-político. Esta es una de las características más sobresalientes del siglo xvn español: el interés por los problemas políticos y económicos, que encuentran su formulación más acabada en los tratados sobre educación de príncipes, tan frecuentes en la época. Otro de los caracteres de esta época, por lo que a nuestro tema se refiere, es la especial importancia que tuvo la figura de Maquiavelo. Aunque en el siglo xvi gozaba ya el florentino de especial fama y su doctrina fue objeto de duras críticas, en el xvn se reduplicarán los esfuerzos. En este período la referencia a Maquiavelo es obligada, las más de las veces para refutar su doctrina, aunque, en ocasiones, también para defenderla. De uno u otro modo, las tesis sustentadas por Maquiavelo condicionan de modo decisivo el pensamiento español durante todo el siglo xvn. (98) Antonio FERNÁNDEZ-GALIANO: Derecho Natural Introducción filosófica al Derecho, Madrid, 1982, 3.a éd., revisada y ampliada, pág. 216. 58
a)
LA OPOSICIÓN A MAQUIAVELO
La figura de Maquiavelo ha tenido una profunda significación en el ámbito del pensamiento occidental. Ello es perfectamente comprensible si tenemos en cuenta que la doctrina del florentino supuso una ruptura de la tradición cristiano-medieval, que culmina en la separación de la ética y la política. La política es, en Maquiavelo, una técnica de adquisición, conservación y aumento del poder en el Estado que se constituye en una forma autónoma de la actividad humana. El profesor Torres del Moral resume con acierto h doctrina de Maquiavelo: «El planteamiento en Maquiavelo está hecho en términos bastante precisos: a) La moral es una normativa conforme a unos valores, en función de los cuales ordena o reprueba conductas, b) La política real (no la imaginada por quienes construyen teóricamente repúblicas perfectas) exige ciertos actos que la moral reprueba, c) Por lo tanto, políticamente, no son reprobables, d) Esto supone que la moral (no olvidemos que por moral se entiende siempre moral privada) y la actividad política son dimensiones radical y estructuralmente distintas, heterogéneas, incompatibles» (99). Una doctrina fundada en estos principios tenía que ser, no sólo rechazada, sino también combatida, por quienes veían en la religión eí único asidero de la actividad política. En consecuencia, la crítica a la doctrina de Maquiavelo se extendió a gran número de escritores. El propio Maquiavelo jamás pudo imaginar la fama que alcanzaría su obra; quizás la implacable aplicación de la razón de Estado (expresión ésta que, como es sabido, no fue acuñada por Maquiavelo) en las luchas de los Estados nacionales fue la que dio al odiado y combatido Maquiavelo la fama postuma y la consideración que no había conseguido durante su vida. La réplica a Maquiavelo no se produjo sólo en España; sin embargo, en nuestra nación tiene unos caracteres peculiares que la diferencian de la de otros países. Como afirma Fernández de k Mora, «los tratadistas políticos españoles conocieron un Ma(99) Antonio TORRES ed. Azagador, pág, 57.
DEL MORAL:
Etica y Poder, Madrid, 1974, 59
quiavelo perfectamente humano, leyeron sus obras y tuvieron clara conciencia de la repercusión de su doctrina y del incisivo poder de penetración que la caracterizaba. Nuestros tratadistas ni descubrieron ni inventaron a Maquiavelo. Pero se ocuparon de él más que de otro escritor alguno, hasta el punto de que Maquiavelo llegó a constituir uno de los temas del pensamiento político español. Y ello porque nuestros tratadistas vieron en el florentino una solución extrema al problema nuclear del saber político: su autonomía o su dependencia de la ética y de la religión» (100). La obra de Maquiavelo constituyó, en este sentido, una sorpresa inesperada. Nuestros teólogos y filósofos se habían esforzado en construir una doctrina política fundada en principios inmutables e inalterables que necesariamente hubo de chocar con las tesis maquiavélicas. El pensamiento del Siglo de Oro español representó el desarrollo pleno de la doctrina de Santo Tomás a través de la labor realizada por la escolástica española. Pero aunque la doctrina política que se originó en la polémica contra Maquiavelo utiliza un método completamente distinto del escolástico llega, en definitiva, al mismo resultado. Pero, (ipor qué se combatió con tanto ardor la doctrina de Maquiavelo? En primer lugar existe un argumento de carácter histórico, cual es la aparición de los Estados nacionales, que supuso el nacimiento de un modo de actuación política radicalmente distinto del que se desarrolló en la edad medía. Pero, sobre todo, la reacción contra Maquiavelo tuvo su origen en los efectos perniciosos que su doctrina podía producir en la concepción cristiana. Por eso la teoría de Maquiavelo —dice Meinecke (101)— «fue como una espada que se clavó en el cuerpo político de la humanidad occidental, haciéndola gritar y rebelarse. No podía ser de otra manera, ya que con ella no sólo se hería sangrientamente el sentimiento moral natural, sino que, además, se amenazaba mor(100) G. FERNÁNDEZ DE LA MORA: «Maquiavelo visto por los tratadistas políticos españoles de la Contrarreforma» Arbor, XIII, 1949, página 431. (101) Friedrich MEINECKE: La idea de la razón de Estado en la edad madjerna, Madrid, 1959, traducción de González Vicen, Instituto de Estudios Políticos, pág. 51.
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talmente ía conciencia de todas las iglesias y sectas, es decir, el vinculo más fuerte de unión de los hombres y los pueblos, la potencia espiritual más elevada en ellos». De cualquier modo, la figura de Maquiavelo tiene una importancia decisiva en el pensamiento español del siglo xvn y es, sin temor a exagerar, uno de los ejes fundamentales sobre el que van a girar las especulaciones de nuestros más ilustres pensadores. En general, los escritores españoles adoptan una actitud crítica respecto a Maquiavelo, siendo muy pocos los que, abiertamente, suscriben las tesis dol florentino. Entre estos últimos cabe destacar a Antonio Pérez, secretario de Felipe II, cuya obra más importante es la titulada Norte de Príncipes, Virreyes, Presidentes, Consejeros y Gobernadores. Y advertencias políticas sobre lo público y lo particular de una monarquía. Importantísimas a los tales. Fundadas en materia y razón de Estado y gobierno, publicada en 1594. Antonio Pérez es el verdadero representante àú maquiavelismo español. Junto a él aparece también el humanista valenciano Fadrique Furió Cerrol, que ha sido designado con el apelativo de Maquiavelo español. Es autor de un escrito titulado Consejo y Consejeros del Principe, en el que admite la existencia de una ética política concreta, al modo maquiavélico; el texto que reproducimos a continuación nos exime de mayores comentarios: «La institución del príncipe en cuanto príncipe es darle regla, preceptos o avisos tales con que sepa y pueda ser buen príncipe; estas palabras "buen" príncipe son de muy pocos entendidas, y así vemos sobre ello que muchos hombres dicen razones en apariencia buenas, pero en efecto vanas y fuera de propósito, porque ellos piensan que buen príncipe es un hombre que sea bueno y este mismo que sea príncipe; y así concluyen que el tal es buen príncipe; yo digo que la mejor pieza del arnés en el príncipe, la hace más señalada y aquella en que más ha de poner toda su esperanza es la bondad; pero no se habla entre hombres de grande espíritu y de singular gobierno de esa manera, sino como de un buen músico, el cual, aunque sea gran bellaco, por saber perfectamente su profesión de música es nombrado muy buen músico; conforme a esta regla decimos también 61
buen diamante, buen caballo, buen pintor, buen piloto, buen médico» (102). El representante más característico del antimaquiavelismo español es el jesuíta Pedro Ribadeneyra, cuya obra Tratado de la Religión y virtudes que debe tener el Príncipe Cristiano constituye una refutación total de la doctrina de Maquiavelo. Con independencia de Ribadeneyra, entre los antimaquiavelistas españoles hay que citar a Saavedra, Barrientos, Quevedo, Juan Márquez, Benito Arias Montano (103), etc. De cualquier forma, existe un numeroso grupo de autores que combaten la doctrina de Maquiavelo, pero que, en el fondo, asumen algunas de sus premisas. Meinecke afirma que «se desarrollaron dos métodos distintos en la lucha contra el maquiavelismo. Unos lo combatían clara y abiertamente como a un enemigo. Otros lo combatían también hacia afuera, pero, a la vez, se servían secretamente de él. Con ello quedan caracterizados a grandes rasgos los dos grandes tipos de antimaquavelismo» (104). Este segundo tipo de aparente antimaquiavelismo se sirvió, según algunos autores, de la personalidad de Tácito. Como no se podía utilizar el nombre de Maquiavelo, muchos lo sustituyeron por el del historiador clásico, pero, en definitiva, defendieron de un modo encubierto las tesis del florentino. En este sentido se manifiesta, por ejemplo, Alois Dempf al afirmar «que la maniobra de la ocultación del maquiavelismo consistió en proponer en lugar suyo a Tácito como el maestro de la política histórica» (105). Sin embargo, esta afirma(102) Tomado de la obra de Luis LEGAZ LÁCAMBRÁ: Breve reseña histórica de las doctrinas políticas en España, Madrid, 1941 (como apéndice de la Historia de las doctrinas políticas de Gaetano Mosca), pág. 319. (103) En opinión de LEGAZ este autor refuta claramente la doctrina de Maquiavelo; no obstante, ha sido considerado por algunos como seguidor del florentino en base a una obra titulada Aphorismos sacados de la historia de Vublio Cornelio Tácito, para conservación y aumento de las monarquías; pero parece que esta obra no es de Arias Montano. LEGAZ se la atribuye a Sebastián Setanti; vid. ibidem, pág. 321. (104) La idea de la ratón de Estado en la edad moderna, op. cit., página 52. (105) Alois DEMPF: La filosofía cristiana del Estado en España, Madrid, 1961. Biblioteca de pensamiento actual (Rialp); traducción de J. M, Rodríguez Paniagua; pág. 190.
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ción nos parece exagerada, por cuanto que no establece ninguna excepción y atribuye sin más la etiqueta de maquiavélico a todo pensamiento que, de una u otra forma, esté inspirado en las máximas políticas de Tácito. Esta afirmación cobra singular relevancia por lo que se refiere a los autores españoles, en los que ]a utilización de Tácito tiene características peculiares. Así lo ha señalado el profesor Tierno Galván en un magnífico estudio sobre el tacitismo español. Para él, el tacitismo español no representa un disfraz de Maquiavelo; muy al contrarío, se trata de una «actitud peculiar y quizás la más original, políticamente, de su época» (106). Además, hay que tener presente que, en muchas ocasiones, se utilizan citas de Tácito, pero no de un modo rigurosamente fiel. Tal ocurre, por ejemplo, con Saavedra Fajardo. La presencia de Tácito en la obra de Saavedra es notable, pero éste utiliza al historiador para sus propios fines y, en algunas ocasiones, traduce deliberadamente mal los pasajes de Tácito (107). André JouclaRuau, que ha estudiado la influencia de Tácito en Saavedra, afirma en este sentido «la liberté et originalité tout ensemble de Saavedra Fajardo dans sa lecture de Tacite», porque aquello que cuenta para Savedra Fajardo es, sin ninguna duda, «la vision globale du personnage et de Vépoque, le sens de la période, non tel détail ou telle date qui ne peut arrêter que le chroniqueur ou le minutieux érudit» (108). Por todo ello consideramos que las generalizaciones suelen ser imprecisas, singularmente en casos como el presente. Puesto que estamos tratando el tema de la oposición a Maquiavelo en nuestra doctrina política, nos parece oportuno estu(106) Enrique TIERNO GALVÁN; «El tacitismo en las doctrinas políticas del siglo de Oro español», Anales de la Universidad de Murcia, 4.° trimestre, 1947-48, pág. 916, (107) Así lo entiende André JOUCLA-RUAU en su obra Le tacitisme de Saavedra Fajardo, París, 1977. Vid. especialmente págs. 20 y ss. Este autor estaba preparando una Thèse d'Etat titulada La pensée de Saavedra Fajardo, pero murió antes de concluirla. En su obra critica a Fraga (y en general, a los que han dedicado algún estudio a Saavedra) la falta de atención dedicada al aspecto dé. tacitismo en Saavedra. (108) Ibídem, págs. 106 y 113.
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diar la postura que adopta Saavedra Fajardo aí respecto. Para ello debemos insistir en lo que ya se dijo al inicio del capítulo: don Diego además de escritor es diplomático, y esta circunstancia le permite, en cierto modo, el acceso a la actividad política. A lo largo de su peripecia diplomática observará cómo se desarrolla la política real, es decir, aquella a la que Maquiavelo se refiere y que constituye la preocupación medular de su obra. Como afirma Meinecke, «de una manera u otra en todas partes se gobierna •—y se gobernó— según la ra2Ón de Estado. Esta puede estar enturbiada o puede estar refrenada por barreras ideales y reales, pero el gobernante la lleva siempre en la sangre. Como principio e idea, sin embargo, la razón de Estado sólo es aprehendida en un determinado estadio del desenvolvimiento histórico, cuando el Estado se ha hecho suficientemente fuerte para vencer aquellas barreras y para imponer frente a todas las demás potencias vitales su propio e incondicionado derecho a la vida» (109). Sin embargo, aun reconociendo lo irrefutable de los hechos en la vida política, lo que importa, al menos en el terreno de la especulación —que es el que aquí nos ocupa—, no es la posibilidad de verificación de un hecho que se manifiesta regularmente en la conducta de quienes ostentan el poder, sino la formulación de criterios ideales, cuya validez perdura, independientemente de su realización práctica. Hemos dicho que Saavedra es un espectador aventajado; él experimenta en sus propias carnes las intrigas políticas, los engaños y la banalidad de las conductas. Por eso la actitud que adopta a lo largo de su obra nos parece encomiable. Se ha dicho que Maquiavelo aparece en nuestros pensadores políticos del xvii de una manera velada, encubierta; tal vez inconsciente, diríamos nosotros. Sin embargo, esto no ocurre con Saavedra. Azorín ha dedicado algunas de las páginas de su magnífica obra a Saavedra, y siempre ha llegado a la misma conclusión: en Saavedra la presencia de Maquiavelo es notoria (110). Así afir(109) La idea de la razón de Estado en la edad moderna, op. cit., página 27. El subrayado es nuestro. (110) AZORÍN: Saavedra Fajardo, en De Granada a Cas telar, Madrid, 1958, Austral, 3.a éd., págs. 53-84. Saavedra Fajardo y la vulpeja en El Político, Madrid, 1957, Austral 2.a ed. págs. 55-57. Saavedra Fajardo en A voleo, Madrid, 1959, Obras Completas, ed. Aguilar, vol. IX, págs. 1337-1340.
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nia que «Saavedra Fajardo está indignado por la doctrina cíe ía redomada vulpeja florentina. Ahora si leemos con cuidado su libro veremos cómo también aquí asoma, bajo la piel del mastín, un hopo y un hocico que acaso dejan muy atrás a los de la raposa italiana» (111), y> en otro lugar, refiriéndose también a Gradan, concluye: «Hay dos escritores españoles, entre los clásicos, que han sufrido profundamente la influencia de Maquiavelo. Son estos dos escritores Gracián y Saavedra Fajardo. Los dos rechazan violentamente al florentino, le llenan de anatemas, le ridiculizan, le ultrajan, pero los dos, Gracián y Saavedra Fajardo, acaban clandestinamente, pudorosamente— por caer en los brazos del irresistible secretario» (112), La opinión de Azorín nos parece exagerada. La presencia del maquiavelismo en la obra de Saavedra la deduce de pasajes concretos, en los cuales parece que Saavedra adopta las tesis maquiavélicas, pero esto no es suficiente, a nuestro juicio, para calificar la totalidad de un pensamiento. Por otra parte, lo único que puede demostrar el análisis minucioso de la obra de Saavedra es que tales pasajes tienen un carácter puramente episódico y no constituyen, en modo alguno, la línea medular de su pensamiento. Es cierto que encontramos en la obra de Saavedra pasajes dudosos; por ejemplo: «En los particulares es doblez disimular. En los príncipes razón de Estado» (113); «Decir siempre la verdad sería peligrosa sencillez, siendo el principal instrumento de reinar. Quien le entrega ligeramente a otro, le entrega su misma corona. Mentir no debe un príncipe. Pero se le permite callar o celar la verdad, y no ser ligero en el crédito ni en la confianza, sino maduro y tardo, para que dando lugar a la consideración, no pueda Saavedra Fajardo en Lecturas Españolas, Madrid, 1964, Austral, 9.a ed. La decadencia de España, Madrid, 1975, Obras Completas de Clásicos y Modernos, págs. 1041-1043. (111) AZORÍN: Saavedra Fajardo y la vulpeja op. cit., pág. 56. (112) AZORÍN: Saavedra Fajardo en De Granada a Castelar, op. cit., pág. 62. (113) Empresa VII; en lo sucesivo utilizaremos la edición de ALDEA VAQUERO, ya citada. En primer lugar, irá el número de la empresa y, a continuación, con numeración arábiga, la. página en donde puede encontrarse el pasaje citado.
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ser engañado: parte muy necesaria en el príncipe, sin la cual estaría sujeto a graneles peligros» (114). Pero junto a estos pasajes encontramos otros en los que la actitud de Saavedra no ofrece dudas; por ejemplo: «Si los vicios son convenientes en el príncipe para conocer a los malos bastará tener dellos el conocimiento, y no la práctica. Sea, pues, virtuoso» (115), o este otro: «El hombre justifica sus acciones y las mide con la equidad, no queriendo para otro lo que no quisiera para sí. De donde se infiere cuan impío y feroz es el intento de Maquiavelo, que forma a su príncipe con otros supuestos o naturaleza de león y de raposa, para lo que no pudiere alcanzar con la razón alcance con la fuerza y el engaño» (116). Se podrían presentar muchos más pasajes en los que Saavedra se muestra franca y abiertamente antimaquiavelista, pero nos parece innecesario, ya que en los capítulos siguientes analizaremos la posición de Saavedra respecto a los problemas capitales de la filosofía jurídico-política. Por eso nos parece que las acusaciones dirigidas contra Saavedra carecen de fundamento. Creemos que Azorín ha fijado su atención tan sólo en aspectos concretos de la obra de Savedra y, por consiguiente, su juicio adolece de parcialidad por incompleto. Pero, además, ha prescindido de una circunstancia que nos parece esencial, y de la que ya hicimos mención (117): nos referimos a la actividad diplomática de Saavedra. Su condición de hábil y experto negociador no puede ser pasada por alto. Obviamente, no tratamos de justificar la actitud de Saavedra en los pasajes transcritos, pero podemos atenuar el rigor de sus afirmaciones si las encuadramos en el marco específico en que se producen; sólo de este modo puede hallarse una explicación satisfactoria. Saavedra es consciente de los cauces por los que se desarrolla la práctica política, conoce también las pautas de conducta de los hombres que ejercen dicha actividad y, en múltiples ocasiones, describe con excepcional sutileza los medios empleados, pero ello no supone, en modo alguno, una aceptación (114) (115) (116) (117)
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Empresa XLIII, pág. 406. Empresa XVIII, pág. 210. Empresa XLIII, pág. 402. Vid. págs. 1 y ss.
Je los mismos. Si en algunos pasajes utiliza expresiones equívocas, ello es, probablemente, la lógica consecuencia del ejercicio de su profesión y del ambiente en que ésta se desenvuelve. Debemos insistir en este punto: las esporádicas alusiones a modos de conducta que podrían ser calificados de maquiavélicos no invalidan el conjunto de la obra y, por supuesto, no constituyen argumento suficiente para considerar toda la obra como maquiavélica. En esta doble condición que se da en Saavedra (la de escritor y diplomático) vemos una unión fructífera, que hace que su obra cobre singular valor. Porque Saavedra no describe simplemente la realidad, no se limita a constatarla, sino que, además, establece criterios con arreglo a los cuales tal realidad debe conformarse, con independencia de que los hechos no se acomoden a la idea propuesta. Esta doble vertiente de la descripción fàctica, por un lado, y de la formulación de esquemas ideales, por otro, está presente a lo largo de toda la obra de Saavedra. Un ejemplo que encontramos en la empresa 67 ilustrará la afirmación anterior; «La política destos tiempos presupone la malicia y el engaño en todo, y se arma contra él de otros mayores, sin respeto a la religión, a la justicia y fe pública. Ensena por lícito todo lo que es conveniente a la conservación y aumento. Y, ya comunes, estas artes batallan entre sí, se confunden y se castigan unas con otras, a costa del público sosiego, sin alcanzar sus fines. Huya el príncipe de tales maestros, y aprenda de la misma Naturaleza, en quien, sin malicia, engaño, ni ofensa, está la verdadera razón de Estado» (118). Volvamos ahora a la consideración del tema que nos ocupa de un modo genérico. Ya hemos dicho que la oposición a Maquiavelo es una constante en el pensamiento español del siglo xvii. Pero resta por analizar los modos a través de los cuales se manifiesta esta oposición, y, en este sentido, cabe distinguir dos etapas diferentes: en un primer momento, «la oposición a Maquiavelo —dice Tierno Galván (119)— tiene un carácter éticoreligioso. Es un temporalizador del Estado en cuanto le desposee (118) Empresa LXVII, págs. 653-654. (119) «El tacitismo en las doctrinas políticas del siglo de Oro español», op. cit., pág. 911. 67
de toda función supra terrenal, Es ía acusación repetida de impiedad que con tanta fuerza recogió el padre Pedro de Ribadeneyra. Impiedad que atenta incluso contra la misión histórica del cristianismo al culpar Maquiavelo a la religión cristiana de la decadencia del imperio romano». Efectivamente, la primera preocupación de nuestros tratadistas es refutar la doctrina de Maquiavelo desde un punto de vista estrictamente religioso, por cuanto que la Cristianidad no es ya un concepto jurídico-político, como ocurría en la edad media, sino que estamos en presencia de un puro concepto religioso. Como afirma Legaz, «fracasada la idea medieval del imperio, fracasó igualmente en 1648 el esfuerzo imperial del Estado español al servicio de la Cristiandad; fracasó, por tanto, la encarnación española de la idea del Estado (Estado-Iglesia, Estado de la Contrarreforma) y al fin se impuso, simplemente, la idea del Estado moderno racionalista y secular, en su versión absolutista primero y en la democrático-liberal más tarde» (120). Posteriormente los motivos religiosos pasan a un segundo plano y toman primacía los políticos, porque la casa de Austria se encuentra en una posición crítica. Ello explica también el cambio de temática en los pensadores del siglo xvn. De todos modos, estas dos formas de oposición a Maquiavelo no aparecen siempre cronológicamente diferenciadas e incluso hay autores que se enfrentan con los dos problemas al mismo tiempo. Durante todo él siglo xvi las doctrinas jurídicas, políticas y teológicas fueron elaboradas de una forma sistemática. El mérito principal de los teólogos y filósofos del siglo xvi es «el haberse esforzado porque prevaleciesen contra las doctrinas cesaristas, tan en boga, a la sazón, dos importantísimos principios: la limitación del poder legislativo por las normas inmutables del derecho divino y natural y la sujeción del monarca a las leyes del Estado» (121). Estos principios fundamentales tan sabiamente formulados por la escolástica española serán recogidos y asumidos por (120) Breve reseña histórica de las doctrinas políticas en 'España, op, cit., pág. 300. (121) Eduardo de HINOJOSA: Influencia que tuvieron en el derecho público de su patria y singularmente en el derecho penal los filósofos y teólogos españoles, Madrid, 1890, pág. 132.
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los escritores del siglo XVII, pero serán presentados de un modo diverso; generalmente, en el marco de obras de carácter históricopolítico. Tal es el caso de Saavedra Fajardo; su obra tiene, sin lugar a dudas, enorme interés, pero no es en sentido estricto una obra jurídica o teológica al estilo de las del siglo xvi, aunque en el fondo conserve las huellas de nuestra gran escuela teológicojurídica. Debemos insistir una vez más en la influencia bienhechora ejercida por la escolástica española sobre nuestros pensadores del siglo XVII. Estos se encontraron con un sistema completo y acabado que les permitió afrontar los nuevos problemas que el desenvolvimiento histórico había presentado, con rigor filosófico. Además, no se puede olvidar que la mayoría de nuestros escritores políticos del siglo XVII se habían formado en las universidades más prestigiosas de España, singularmente en Salamanca, donde todavía seguía enseñándose la doctrina tomista, aunque, también hay que decirlo, la calidad de la enseñanza había descendido notablemente. Resumiendo lo que hasta aquí hemos dicho, durante las primeras décadas del siglo XVII se produce la recepción de la doctrina escolástica por parte de nuestros escritores políticos, quienes tratan de construir una doctrina política en la que la refutación a ' la doctrina de Maquiavelo constituye uno de los presupuestos fundamentales. Por ello se podría concluir afirmando que «la visión española del florentino, además de ser una aportación capital para interpretar a Maquiavelo, es un testimonio único para juzgar de la perspicacia e información de los tratadistas políticos españoles, y constituye un punto de partida absolutamente insoslayable para comprender el sentido polémico y el alcance histórico del pensamiento político español en nuestros siglos mejores. Este doble valor, interpretativo y expresivo, de la visión española del italiano explica cabalmente el puesto que el tema de Maquiavelo ocupó dentro del saber político español» (122).
(122) FERNÁNDEZ DE LA MORA: «Maquiavelo visto por los tratadistas políticos españoles de la Contrarreforma», op. cit., pág. 449,
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b)
LOS TRATADOS DE EDUCACIÓN DE PRÍNCIPES
1)
Antecedentes
Ya hemos dicho que a lo largo del siglo xvn se produce una auténtica explosión en el campo de la literatura política. Los más ilustres escritores dedican, al menos, una de sus obras a la instrucción del príncipe. No es de este lugar el análisis minucioso de las causas que motivaron la aparición de este tipo de literatura (123), pero con carácter general se puede afirmar que existen, fundamentalmente, dos causas: A la primera de ellas ya hemos hecho referencia páginas atrás: la doctrina de Maquiavelo debe ser combatida y, en consecuencia, se propone un nuevo modelo de príncipe, formado en las virtudes cristianas. En segundo lugar, el profundo cambio de la situación histórica implica un nuevo modo de concebir las relaciones entre los Estados; ello significa que las pautas de conducta de los gobernantes se modifican y, consiguientemente, en el campo doctrinal hallamos nuevas formulaciones que tratan de explicar este fenómeno, en el marco general de la estructura del nuevo Estado; porque, como dice Recasens Siches, «en general, durante toda la. historia del pensamiento el problema respecto del Estado que ha preocupado mayormente es el ideal que deba inspirar su organización» (124). A pesar de que en el siglo xyn la preocupación por la educación del príncipe es enorme, conviene señalar que no es la primera vez que este tema es abordado en la historia del pensamiento. Así, en la edad media encontramos numerosos ejemplos de este tipo de literatura; una muestra significativa, en este sentido, es la obra de Santo Tomás, De regimine principum. Pero incluso en la antigüedad pueden descubrirse algunos precedentes. Así, en Confucio (551-479 a. de J.C.) la finalidad práctica más inmediata de su enseñanza es la formación del empera(123)
Sobre este punto puede verse la obra de María Angeles GALINO CARRILLO: LOS tratados sobre educación de príncipes (siglos XVI y XVII), Madrid, 1948, C.S.Ï.C. (124) Luís RECASENS S I C H E S : Tratado general de filosofía del derecho, Méjico, 1975, ed. Porrúa, 5.a éd., pág. 335.
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dor. Por eso dice Truyol que «la política de Confucîo viene a ser esencialmente un "espejo de príncipes" de gran estilo» (125). También en la cultura india podemos hallar algunos precedentes en el código de Manú, hijo de Brahma y padre de los hombres. En él se contienen una serie de reglas de conducta que afectan a los reyes y que tratan de regular su comportamiento, tanto en el orden individual como en sus relaciones con los subditos (126). En la cultura griega el tema de la educación de los gobernantes tiene especial importancia. Como afirma Jaeger, «desde un principio, el fin del movimiento educador que orientaron los sofistas no fue ya la educación del pueblo, sino la educación de los caudillos», y más adelante señala que «la posibilidad de que la cultura influyese en el Estado a través de la educación de los gobernantes aparece en escritores y pensadores de la más diversa orientación: en toda la filosofía de Platón y en sus intentos prácticos de influir al tirano Dionisio, en Isócrates, en Jenofonte, en Aristóteles con su amistad filosófica con el tirano Hermias de Atarneo, y, sobre todo, en sus relaciones pedagógicas con el futuro dominador del mundo, Alejandro» (127). . En efecto, en las obras de los autores griegos encontramos una constante preocupación por la educación de los gobernantes. Platón, en la República, después de formular teóricamente el ideal de polis, ofrece una cultura especial a los regentes; una vez finalizado el proyecto de educación de los guardianes, Platón dedica su atención a los gobernantes estableciendo de un modo minucioso todo lo que se les debe enseñar, aquello que deben hacer y aquello de lo que deben abstenerse; en una palabra, se educa al gobernante desde los primeros momentos de su infancia. Es interesante observar que en todas estas obras se suele hacer una distinción entre el príncipe o gobernante en cuanto tal y en su relación con los subditos. Así, por ejemplo, Isócrates en su obra A Nicocles (en la que describe un nuevo ideal de monarca) afir(125) Antonio TRUYOL Y SERRA: Historia de la filosofía del derecho y del Estado, Madrid, 1978; 6.a éd., vol. 1.°, pág. 65. (126) Ibidem, vid. págs. 79-90. (127) Werner JAEGER: Paideia: Los ideales de la cultura griega, Méjico, 1974, traducción de Wenceslao Roces y J. Xirau. Fondo de Cultura Económico, 3.a reimpresión (en un solo volumen); págs. 266 y 871.
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ma que «el monarca debe aunar en su carácter el amor por los hombres y el amor por el Estado» (128); en estas palabras se observa la separación de ambas esferas en la actividad del príncipe. Dentro de la cultura griega los ejemplos podrían multiplicarse, pero no podemos extendernos excesivamente en este punto. Ya para concluir, y todavía dentro del ámbito de la cultura griega, podemos citar la Ciropedia de Jenofonte como obra en la que se contiene esta preocupación educativa» Esta obra «presenta a los griegos —dice Jaeger (129)— el ideal de la verdadera virtud de un monarca, encarnado en la persona de un rey persa. Ciro es el prototipo del monarca que, tanto por las cualidades de su carácter como por su conducta certera, va conquistando y consolidando paso a paso su posición de poder. El solo hecho de que los griegos del siglo iv pudieran entusiasmarse con semejante figura demuestra cómo habían cambiado los tiempos, y una prueba más elocuente de ello es el hecho de que el autor de esta obra fuese un ateniense. Entramos en la era de la educación de los príncipes». Sin pretender agotar todos los precedentes, las indicaciones anteriores ponen de manifiesto que el tema de la educación de los gobernantes —que aparece como un brusco estallido en el siglo xvii— no es nuevo en la historia del pensamiento (130). (128) Tomado de la obra de JAEGER citada en la nota anterior, pág. 884. (129) Ibidem, pág. 959. (130) Sin pretender agotar todos los tratados de educación de príncipes, citamos a continuación algunos de los más conocidos: De rege et regís institutione, del padre MARIANA; Manual de señores y príncipes, de Francisco LUQUE; La Instructio principum, de Juan Jesús María; Libro consejo y consejero de príncipes, de Lorenzo RAMÍREZ DE PRADO; Tratado de república y política christiana para reyes y príncipes\ de Juan DE SANTA MARÍA; El príncipe evangélico, de Alfonso CARRILLO; El arte de enseñar hijos de príncipes y señores, de Diego DE GURREA; La Política de Dios, de QUEVEDO; El príncipe advertido, de Pedro MARTÍNEZ DE HERRERA; El maestro del príncipe, de Gerónimo FERNÁNDEZ DE OTERO; Los consejos políticos y morales, de Juan HENRÍQUEZ DE ZÚNIGA; La instrucción de príncipes en la juventud, de Alfonso Ramón; La monarquía perfecta, de Juan DEL CAMPO Y GALLARDO; El relox de príncipes o Marco Aurelio, de Antonio DE GUEVARA; La doctrina de príncipes enseñada por el santo Job, de Juan DE COVARRUBIAS OROZCO; El gobernador christiano,
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2) El género emblemático Dentro de la literatura política y moral del siglo xvn merece especial consideración el género emblemático. En realidad, esta forma de expresión plástica constituye un elemento más en la educación del príncipe, aunque en su origen los emblemas no van dirigidos exclusivamente al príncipe, sino que tratan de la educación en general. La primera obra de este género está representada por los Emblemas de Alciato, profesor en Bolonia, que alcanzaron singular fama, hasta el punto de que «llegan a ser uno de los libros más populares de Europa» (131). La corriente iniciada por Alciato se extenderá rápidamente por toda Europa, dando lugar a la aparición de numerosísimos libros en los que se utilizará el mismo procedimiento de emblemas. Como señala PfandÍ, «los emblemas y jeroglíficos aventajan a todas las demás formas simbólicas por su múltiple aplicación, popularidad y constante empleo. Las divisas de la época caballeresca se convierten en jeroglíficos barrocos, que encierran a la vez contenido ideológico y enseñanza, efecto visual y valor espectacular, sentido enigmático y oscuridad» (132). El adorno de los tratados de educación con emblemas se convierte en una auténtica moda y, en cierto modo, es una consecuencia del estilo barroco, dé. gusto pollo enigmático y lo misterioso. En última instancia, este estilo responde a las necesidades de una época, siendo imposible su comprensión fuera de la misma. Por eso «un género literario como el emblemático, nacido de una ilusión y adherido casi con inherencia a un estilo epocal, estaba destinado, no al fracaso temporáneo, pero sí al fenecimiento, es decir, al fracaso para la posteridad» (133). del padre J. MÁRQUEZ; El Speculum principum, de Pedro BELLUGA, etc. Todos estos tratados son del siglo xvn. (131) Vicente GARCÍA DE DIEGO: Prólogo a las Empresas Políticas, Madrid, 1959, Clásicos Castellanos, pág. XXI. (132) Ludwig PFANDL: Historia de la literatura nacional española en la edad de Oro, Barcelona, 1933, pág. 256. (133) Francisco MALDONADO DE GUEVARA: «Emblemática y política, La obra de Saavedra Fajardo», Revista de Estudios Políticos, num. 43, 1949, pág. 17.
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Saavedra Fajardo participa también de esta corriente; él no puede renunciar a un estilo que marca toda una época y, en consecuencia, recibe la influencia de este tipo de literatura. Las Empresas Políticas constituyen un ejemplo típico de la literatura emblemática del siglo xvn. Sin embargo, en este punto Saavedra no es original; se limita a aceptar las premisas del estilo barroco; por eso nos sorprende la afirmación de Corradi cuando dice que «la obra de Savedra Fajardo tiene, entre otros, el mérito de la originalidad» (134). Los méritos de Saavedra son indiscutibles, pero en modo alguno puede decirse que sea original en cuanto a la composición de su obra; es más, creemos que Saavedra nunca pretendió serlo, a pesar de lo que dice en las Empresas Políticas: «A nadie podrá parecer poco grave el asunto de las Empresas, pues fue Dios autor délias. La sierpe de metal, la zarza encendida, el vellocino de Gedeón, el león de Sansón, las vestiduras del sacerdote, los requiebros del esposo, ¿qué son sino empresas? He procurado que sea nueva k invención. Y no sé si lo habré conseguido, siendo muchos los ingenios que han pensado en este estudio, y fácil encontrarse los pensamientos, como me ha sucedido, inventando algunas empresas, que después hallé ser ajenas. Y las. dejé, no sin daño del intento, porque nuestros antecesores se valieron de los cuerpos y motes más nobles, y huyendo agora de ellos, es fuerza dar en otros no tales. También a algunos pensamientos y preceptos políticos que, si no en el tiempo, en la invención fueron hijos propios, les hallé después padres, y los señalé a la margen, respetando lo venerable de la antigüedad. Felices los ingenios pasados, que hurtaron a los futuros'la gloria de lo que habían de inventar» (135). A pesar de esta declaración de buenos propósitos, lo cierto es que Saavedra utiliza empresas que no eran suyas, aunque en algunas ocasiones íes otorgue un significado diverso. Algunos ejemplos bastarán para corroborar esta afirmación: el tema de la empresa 2 ad omnia del niño que, como la tabla sin pintar, está dispuesto a recibir cualquier formación, es idéntica al del emble(134) Peinando CORRADI: Juicio acerca de Saavedra Fajardo y de sus obras, op. cit., pág. 20. (135) Empresas Políticas, Prólogo al lector, pág. 63.
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ma 91 de Covarrubias (136). El tema del coral hermoso y fuerte (empresa 3) está ya moralizado en Covarrubias en el emblema 41. El tema de la cultura y las armas (empresa 4: non solum armis) es el mismo de Hadriano Junio (137) (emblema 13), de Schoonhovio (138) (emblema 71) y de Bruck (139) (emblema 8). Las sirenas de la empresa 78 son el emblema último del primer libro de Alciato y el 9» de Covarrubias, etc. Saavedra utiliza, pues, con gran frecuencia las obras de literatura moral y política de su tiempo, aunque no las cite (140). De cualquier modo, esta circunstancia no resta mérito alguno a la obra de Saavedra Fajardo. Sin embargo/la representación gráfica de las ideas tiene, en la obra del político murciano, como en la de otros autores, cierta importancia, porque en definitiva se trata de resaltar el valor ejemplar de los casos concretos a través de símbolos atrayentes. Como dice Mar avall, «el emblema lo que hace es aprovechar la fuerza del ejemplo, histórico o fingido, para convencer de una idea y añadirle, duplicando su valor, la enérgica acción convincente o captadora mejor, de la plasticidad de las representaciones gráficas» (141). En efecto, los grabados que anteceden a cada una de las empresas de Saavedra son algo más que meras ilustraciones. No se trata exclusivamente de un adorno para recreo de la vista, sino que todas tienen una significación precisa (136) Sebastián DE COVARRUBIAS OROZCO: Emblemas morales, Madrid, 1591. .,(137) Hadriano JUNIO: Emblemata ad D. Arnoldum Cobelium. Ejusden aenigmatum libellus ad Arnodum Kosenbergum, ex of.ficina Christophori Plantini, Amberes, 1565. (138) Florencio SCHOONHOVIO: Emblemata Elorentii Schoonorü. Ï.C. Gondani, partim moralia partim etiam civilia cum latiori corundem ejusdem auctoris interpretationef Amsterdam, 1648. (139) Jacobo BRUCK ARGENMUNT: Emblemata política quibus ae quae ad principatum spectanbreviter demonstrantur: singulorum vero explicatio fusius pr.oponitar opus novum. Postrant argentine apud Jacobum db Lleyden et Coloniae, apud Abrahamun Hogenber chaliographos, 1618. (140) Sobre las influencias de estas obras en Saavedra puede verse el magnífico estudio de Vicente GARCÍA DE DIEGO en Prólogo a las Empresas Políticas, ya citado; especialmente págs. XXV-XXXIII. De esta obra hemos tomado los ejemplos transcritos. (141) José Antonio MARAVALL: Teoría española del Estado en el siglo XVII, op. cit., pág. 58.
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que Saavedra pretende transmitir. Por eso sería un error prescindir de la importancia de la representación plástica en Saavedra, ya que ésta constituye uno de los factores que conforman el conjunto de su pensamiento. De cualquier forma, «la comprobación de influencias ciertas, o de puro préstamo de ideas y símbolos de obras anteriores, y aun la posible demostración de que Saavedra haya utilizado otros viejos materiales, no basta para anular el mérito eminente de esta obra singular» (142). En la obra de Saavedra tiene gran importancia el valor ejemplar del caso concreto, al que aludíamos anteriormente. Es constante su preocupación por ilustrar sus afirmaciones teóricas con ejemplos históricos. Así nos dice en el prólogo al lector: «Me he valido de exemplos antiguos y modernos; de aquéllos por la autoridad, y déstos porque persuaden más eficazmente. Y también porque, habiendo pasado poco tiempo, está menos alterado el estado de las cosas, y con menor peligro se pueden imitar o con mayor acierto formar por ellas un juicio político y advertido, siendo éste el más seguro aprovechamiento de la historia. Fuera de que no es tan estéril de virtudes y heroicos hechos nuestra edad, que no dé al siglo presente y a los futuros insignes ejemplos. Y sería una especie de envidia engrandecer las cosas antiguas y olvidarnos de las presentes» (143). De esta forma, lo que pretende es encontrar un asidero, un soporte fáctico a sus formulaciones teóricas. En esto tambi6n participa Saavedra de las corrientes de pensamiento de su época. Una vez más debemos insistir en lo que ya se dijo páginas atrás: Saavedra es un hombre de su tiempo que vive intensamente la realidad española del siglo xvn, tanto en el orden político, social y económico, como en el orden de las manifestaciones culturales. En este sentido, la adopción del estilo emblemático le viene impuesta a Saavedra por las propias circunstancias de la época. Sin embargo, su obra tiene un valor singular, puesto que destaca sobre las demás de su género. Y este mérito no le viene como consecuencia de los detalles externos; a saber, su barro-
(142) Vicente GARCÍA DE DIEGO: Prólogo a las Empresas Políticas, op. cit., pág. XXXIII. (143) Empresas Políticas, Prólogo al lector, pág. 65. 76
qulsmo, la expresividad plástica de sus empresas, sino què és producto de su contenido. Esto es lo esencial en las Empresas Políticas, lo que constituye el mérito indiscutible de Saavedra, aunque también la forma con que reviste sus ideas es excepcional. Pfandl elogia la obra de Saavedra conjugando ambos aspectos con estas palabras: «El punto más alto de una serie de obras que reúno bajo el título de Moral y teoría política por medio de emblemas está representado por las Cien Empresas Políticas de Diego Saavedra Fajardo, libro notable no sólo por sus ideas éticas, políticas y estatales, sino también por la forma con que las viste y que constituye una prueba característica del gusto contemporáneo en el arte de la expresión» (144). También Cánovas del Castillo elogiaba en el siglo pasado el armazón externo de la obra de Saavedra al afirmar que «Saavedra fue el último de los escritores castellanos de primer orden que consagró su pluma a la política. En él también hallaron la dicción y estilo castellanos, uno de sus más grandes cultivadores, porque afectado como es el de Saavedra en ocasiones, con su frase corta y acompasada, sus ribetes de culteranismo y todo, lengua ninguna ha ofrecido jamás a los pensamientos políticos, más clara, más grave, ni más elocuente forma» (145).
3)
Finalidad y significado
En general puede decirse que todos los tratados de educación de príncipes responden a una misma estructura interna. El orden en el tratamiento de los temas no varía sustancialmente de una obra a otra. Por ello todos estos tratados deben situarse en el momento histórico en que se producen, para poder comprender su significación y alcance. (144) Historia de la literatura nacional española en la edad de Oro, op. cit., pág. 592. (145) A. CÁNOVAS Ï>ËL CASTILLO: «De las ideas políticas de los españoles durante la casa de Austria», Revista dé España, num. 21, volumen VI, 1868, pág. 99. La primera parte de este estudio está en la misma revista, num. 16, volumen IV.
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En primer lugar puede destacarse una característica común a todos ellos: su carácter esencialmente formatívo. Con ello se pretende instruir al príncipe, formarle en el arte de reinar. Todos estos tratados «miran a un norte; plasmar la personalidad del gobernante en una estructura tal que se haga apto para desarrollar esa otra alta pedagogía que el jefe ha de realizar con su pueblo para llevar a cabo los verdaderos fines del Estado» (146), Junto a esta preocupación por la formación del príncipe aparece al mismo tiempo y de una manera casi obsesionante el estudio de la conducta humana en su más pura interioridad. Por ello se puede decir que «los dos temas descollantes en el tratadismo español son el de las normas para establecer una sociedad justa —cuya más alta representación la ostenta el monarca virtuoso— y el del análisis interno del ser humano con objeto de definir las reglas de la conducta: Política y educación, he aquí las dos coordenadas de la literatura moral española» (147). En Saavedra el problema de la conducta humana constituye una preocupación constante, hasta el punto de que llega a erigirse en uno de los hilos conductores de su pensamiento. Antes de proseguir nos parece necesario referirnos a un aspecto que, recibe poco tratamiento y que, en muchas ocasiones, es pasado por alto, pero que aparece indiscutiblemente en la mayoría de los tratados políticos. Nos estamos refiriendo a la actitud crítica; en cierto modo, a una actitud de oposición que, naturalmente, se manifiesta en la medida en que lo permite el absolutismo monárquico. En muchos de estos tratados encontramos una encarecida defensa de la libertad que aparece, qué duda cabe, como un freno a la actividad del monarca. La figura del monarca es respetada, pero se perfilan con asombrosa nitidez sus funciones y cometidos. Se establece aquello para lo que está legitimado y se condena todo tipo de abuso en el ejercicio del poder. Hoy resulta difícil comprender el alcance de tales afirmaciones, pero (146) María Angeles GALINO: LOS tratados sobre educación de príncipes (siglos XVI y XVII), op. cit., pág. 139. (147) Angel DEL Río: Moralistas castellanos, Barcelona, I960, Clásicos Éxito, pág. 13. El subrayado es nuestro.
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en su concreto momento histórico sirvieron de contención al poder regio. Lo que más sorprende es que en un período de absolutismo monárquico pudieran aparecer ciertas expresiones, cuyo contenido crítico y reprobatorio salta a la vista. Algunos pasajes de la obra de Saavedra bastarán para comprender las afirmaciones anteriores. En sus Empresas Políticas, dirigiéndose al futuro monarca, dice: «Y porque en las materias políticas se suele engañar el discurso, si la experiencia no las asegura, y ningunos exemples mueven más al sucesor que los de sus antepasados me valgo de las acciones de los de V.A.; y así no lisonjeo sus memorias encubriendo sus defectos, porque no alcanzaría el fin de que en ellos aprenda V.A. a gobernar. Por esta razón nadie me podrá acusar que les pierdo el respeto, porque ninguna libertad más importante a los reyes y a los reinos que la que sin malicia ni pasión refiere cómo fueron las acciones de los gobiernos pasados, para enmienda de los presentes» (148); y más adelante: «Con el mismo fin señalo las de los progenitores de V.A. (se refiere a las virtudes y vicios) para que unas le enciendan en gloriosa emulación, y otros le cubran el rostro de generosa vergüenza, imitando aquéllos y huyendo déstos» (149). Por último, en otro lugar, afirma: «Bastante es por sí misma pesada y odiosa la obediencia. No le añada el príncipe aspereza, porque suele ser ésta una lima con que la libertad natural rompe la cadena de la servidumbre» (150). En realidad, estos pasajes constituyen auténticas advertencias al príncipe, para prevenirle de lo que puede ocurrir si no actúa en consonancia con su específica misión. Pero, además, de un modo encubierto, se están criticando los errores del momento, porque no hay que olvidar que, en muchas ocasiones, los consejos que nuestros tratadistas políticos ofrecen al monarca se formulan como consecuencia de la concreta situación española: ello supone una toma de posición ante las medidas que se adoptan y, por consiguiente, un rechazo a la política practicada. (148) Empresas Políticas > dedicatoria al príncipe Baltasar Carlos, página 51. (149) Ibidem, pág. 52. (150) Empresa XXXIX, págs. 370-371,
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Hemos dicho que los dos temas fundamentales del tratadismó político español son la preocupación por la conducta humana y la educación del príncipe. Como dice Dowling, «la primacía de los valores morales es notoria en la filosofía política del siglo xvii» (151). Esta es una característica que se puede observar en todos los períodos en los que una nación domina extensos territorios; cuando se produce una expansión imperial parece que el hombre se encierra dentro de sí mismo para encontrar normas de conducta que le orienten en su compartamiento cotidiano. Nuestros tratadistas políticos dedican especial atención al tema del hombre y de su orientación moral y, en general, todos adoptan posiciones similares. ¿Y cuál es la posición que adoptan ante este problema? En general, «del fondo de la tradición católica —dice Maravall (152)— llega a nuestros escritores del siglo xvn un optimismo antropológico. La naturaleza del hombre está manchada, caída, pero conserva en sí la posibilidad de orientarse hacia el bien si es debidamente guiada y sabe hacer buen uso de su libertad». El hombre puede encontrar dentro de sí mismo criterios de conducta; su propia naturaleza le Índica los actos que debe realizar y aquellos que debe omitir. La opinión del profesor Maravall es acertada con carácter general; sin embargo, cabría hacer algunas matizaciones en relación con algunos pensadores. En la obra de Saavedra, por ejemplo, no nos parece que pueda hablarse de optimismo antropológico; más bien sostener la tesis contraria sería lo correcto. En este sentido la descripción de la naturaleza humana que hace Saavedra no ofrece lugar a dudas: «Es, pues, el hombre el más inconstante de los animales, y a sí y a ellos dañoso. Con la edad, la fortuna, el interés y la pasión se va mudando. No cambia más semblante el mar que su condición, Con especie de bien yerra, y con amor propio persevera. Hace reputación la venganza y la crueldad. Sabe disimular y tener ocultos largo tiempo sus afectos. (151) John C. DOWLING: El pensamiento político-filosófico de Saavevedra Fajardo. Posturas del siglo XVII ante la decadencia y la conservación de las monarquías, Murcia, 1957, Academia Alfonso X el Sabio, página 233. (152) Teoría española del Estado en .el siglo XVII,. op. cit., pág. 35.
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Con las palabras la risa y las lágrimas encubre lo que tiene en el corazón. Con la religión disfraza su designios, con el juramento los acredita y con la mentira los oculta. Obedece al temor y a la esperanza. Los favores le hacen ingrato, el mando soberbio, la fuerza vil y la ley rendido. Escribe en cera los beneficios, las injurias recibidas en mármol y las que hace en bronce. El amor le gobierna, no por caridad, sino por alguna especie de bien. La ira le manda. En la necesidad es humilde y obediente, y fuera della arrogante y despreciador. Lo que en sí alaba o afecta le falta. Se juzga fino en la amistad, y no la sabe guardar. Desprecia lo propio y ambiciona lo ajeno. Cuanto más alcanza, más desea. Con las gracias o acrecentamientos ajenos le consume la envidia. Más ofende con especie de amigo que de enemigo. Ama en los demás el rigor de la justicia, y en sí le aborrece. Esta descripción de la naturaleza del hombre es universal, porque no todos los vicios están en uno, sino repartidos. Pero aunque parezca al príncipe que alguno está libre dellos, no por eso deje de recatarse del, porque no es seguro el juicio que se hace de la condición y natural de los hombres. La malicia se pone la máscara de la virtud para engañar» (153). Con anterioridad a estas palabras formula otra opinión poco halagüeña para el hombre; «Ningún enemigo mayor del hombre que el hombre. No acomete el águila al águila, ni un áspid a otro áspid, y el hombre siempre maquina contra su propia especie. Las cuevas de las fieras están sin defensa, y no bastan tres elementos a guardar el sueño de las ciudades, estando levantada en muros y baluartes la tierra, el agua reducida a fosos, y el fuego incluido en bombardas y artillería. Para que unos duerman, es menester que velen otros» (154). Por ello consideramos que la opinión de Maravall no es del todo certera por lo que se refiere a Saavedra Fajardo. Maravall afirma que existe una cierta confianza en la naturaleza humana en nuestros escritores políticos, porque, a pesar de que aquélla se encuentra manchada conserva la posibilidad de orientarse hacia el bien; pero esta posibilidad la encuentra el hombre (según Ma(153) Empresa XLVI, págs. 423-424. (154) Ibidem, pág. 423.
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ravall) dentro de sí mismo, sin necesidad del concurso de la gracia divina. La opinión de Saavedra en este punto es justamente la contraria; a pesar de la angustiosa descripción que hace de la naturaleza humana, cree, no obstante, en la posibilidad de que el hombre sea virtuoso, pero matiza esta afirmación en el sentido de que la gracia divina es absolutamente imprescindible para que se produzca este fenómeno. Esta puntualización es sumamente importante y no puede ser pasada por alto, pues en cierto modo confirma lo que decíamos anteriormente: el acusado pesimismo antropológico que profesa Saavedra. La necesidad por él señalada de la necesidad de la concurrencia de la gracia divina no hace sino acentuar este pesimismo. Las palabras de Saavedra en esta cuestión tampoco ofrecen lugar a dudas: «Y si bien se hallan en el hombre, como sujeto suyo (se refiere al hombre en cuanto sujeto de la naturaleza y por ella condicionado), todas las semillas de las virtudes y las de los vicios, es con tal diferencia, que aquéllas ni pueden producirse ni nacer sin el rocío de la gracia sobrenatural, y éstos por sí mismos brotan y se extienden: efecto y castigo del primer error del hombre» (155). El escritor murciano recoge, de este modo, el precedente agustiniano. La misma postura que mantiene Saavedra fue ya defendida por San Agustín, especialmente, después de la dura polémica que sostuvo con Pelagio. La segunda preocupación de nuestros tratadistas políticos es el tema de la educación del príncipe. Esta preocupación surge como consecuencia de la concreta situación histórica. Los tratados políticos aparecen como una solución a las dificultades y tareas del momento; la nueva realidad histórica había presentado nuevos problemas que demandaban inmediata solución. Por eso las máximas políticas que se formulan en los tratados en el marco general de la educación del príncipe tienen características propias y peculiares. Porque la educación que se ofrece al príncipe es la educación cristiana, y este calificativo adquiere una significación especial. El hecho de que la educación esté basada en los principios de la filosofía cristiana implica un cuerpo unitario de doctrina. Todos los tratadistas políticos tienen las mismas inquietu(155) Ibidem.
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des porque las premisas de las que parten son similares. Así, por ejemplo, «para Saavedra —dice Tierno (156)—, igual que para la mayor parte de los escritores españoles del tiempo, el Estado debiera construirse sobre las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza». Por lo que respecta al tema de la educación, todos tratan de formar un príncipe auténticamente cristiano; y en Saavedra este intento está extraordinariamente expuesto. Por eso dice María Angeleles Galino que «la verdadera gloria de Saavedra hay que buscarla en su pedagoría política, en el vasto plan de orientación y elevación y aun de sanciones de que el príncipe se ha de valer para conducir a su pueblo a la realización armónica de todas sus posibilidades históricas, que es en lo que precisamente consiste la función de gobierno» (157). El mérito de Saavedra como ilustre pedagogo ha sido destacado por algún otro autor (158), aunque nosotros consideramos que ésta no es la característica fundamental del pensamiento de Saavedra. Y ello por una razón bien sencilla: Saavedra no es original en este tema, ya que casi todos los escritores políticos españoles dedican una obra a la educación del príncipe. Y las máximas que se ofrecen en todas estas obras son bastante similares. En cualquier caso, el mérito de ilustre pedagogo habría que reconocérselo a todos los escritores políticos del xvir y no a Saavedra, exclusivamente. Hay finalmente dos temas que aparecen con gran frecuencia en los tratados políticos del siglo xvn. Nos estamos refiriendo a la guerra y a la religión. En relación con la guerra, es lógico que ésta constituyera un problema fundamental, ya que la Europa del siglo xvn será escenario de numerosas contiendas en las que se (156) Enrique TIERNO GALVÁN: «Saavedra Fajardo, teórico y ciudadano del Estado Barroco», Revista española de derecho internacional, volumen I, pág. 472. (157) Don Diego Saavedra Fajardo, op. cit., pág. 382. (158) Miguel Granell y Forcadell, profesor de Paidología, enseñaba que Saavedra Fajardo fue un precursor de la Paidología. Tomado de una nota a pie de página del artículo de A; GARMENDÍA DE OTAOLA: «En el tercer centenario de las Empresas de don Diego Saavedra Fajardo (16401940), su contenido pedagógico», Razón y Fe, tomo 121, fase. 4, 1940, pág. 328.
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encuentran implicados todos los Estados que representaban la civilización occidental. Esta angustiosa situación provocó la lógica reacción de nuestros pensadores, que trataron de buscar los cauces políticos y jurídicos oportunos para mitigar el rigor de la guerra. En este punto los tratadistas políticos españoles recogen nuevamente la doctrina de la escolástica española. También la religión tiene una importancia decisiva en el pensamiento español del siglo xvn. No hay que olvidar que la mayoría de nuestros pensadores son hombres de la Contrarreforma que se identifican con los ideales de ésta y, consecuentemente, asignan a la religión una relevancia destacada, hasta el punto de que ésta aparece como el soporte y fundamento del propio Estado. Saavedra se sitúa claramente en esta línea de pensamiento: «Aunque (como hemos dicho) la justicia armada con las leyes, con el premio y castigo son las colunas que sustentan el edificio áe la república, serían colunas en el aire si no asentasen sobre la base de la religión, la cual es el vínculo de las leyes» (159); y en otro lugar hace depender la conservación de la monarquía de la religión: «El príncipe que sobre la piedra triangular de la Iglesia levantare su monarquía, la conservará firme y segura» (160). En el tema de la religión Saavedra mantiene una postura conservadora y tradicional, lo que, en cierto modo, resulta sorprendente, por cuanto que en el resto de su pensamiento aparecen evidentes rasgos de modernidad. Obviamente, todos nuestros tratadistas políticos defienden la monarquía como forma de gobierno, procurando asegurar su estabilidad y permanencia; pero, del mismo modo, todos, o al menos la mayoría de ellos, establecen como límite la norma imperecedera de lo justo, que está por encima de la voluntad del rey y a la que éste debe ajustarse para serlo. Creemos que ya han quedado perfilados, a grandes rasgos, los temas y los problemas que preocupan a la doctrina política española del siglo xvii, las coordenadas en las cuales se mueve el pensamiento español. Pero, antes de analizar el pensamiento de (159) Empresa XXIV, pág. 261. (160) Empresa XXV, pág. 267. 8:4
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Saavedra en los capítulos siguientes, queremos insistir una vez más en la decisiva importancia que tiene el marco histórico en el que se desenvuelve; prescindiendo de estas concretas circunstancias históricas no puede captarse en su integridad la doctrina de Saavedra. Hecha esta advertencia, pasamos al estudio de la filosofía jurídica y política de Saavedra.
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CAPITULO II ÍUSTICIA Y DERECHO NATURAL
I)
FILOSOFÍA JURÍDICA: INTRODUCCIÓN
Antes de iniciar el estudio de cada uno de los temas que conforman la filosofía jurídica de Saavedra, creemos necesario realizar unas breves indicaciones acerca de las corrientes doctrinales que tienen acogida en el pensamiento del diplomático murciano. Cuando comenzamos el capítulo primero dijimos que la vida de Saavedra había sido objeto de numerosos estudios. Pues bien, por lo que se refiere a su pensamiento la situación es totalmente diferente. En general, los pocos autores que han dedicado su tiempo a Saavedra lo han hecho de un modo parcial, es decir, han analizado aspectos específicos del pensamiento de Saavedra, pero se ha prescindido de un examen completo que permita captar en su integridad las líneas medulares de su pensamiento (1). (1) Entre ¿as obras dedicadas al estudio del pensamiento de Saavedra cabe destacar, en primer lugar, la del profesor Francisco MURILLO FERROL: Saavedra Fajardo y la política del Barroco, Madrid, 1957, Instituto de Estudios Políticos, que analiza fundamentalmente la doctrina política de Saavedra. Especial mención merecen las siguientes obras: Karl-Heinz MuLAGK: Phanomene des politischen Menschen im 17. Jahrhundert. Propadeutische Studien zum Werk Lohensteins unter besonderer Berücksichtigung Diego Saavedra Fajardos und Baltasar Graciáns, Berlín, 1973, Erich Schmidt Verlag (aunque solo inciden taimen te se refiere a Saavedra, ya que la obra está dedicada a Lohenstein, se contienen apreciaciones sumamente certeras sobre el pensamiento de Saavedra). André JOUCLA-RUAU: Le tacitis-
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Lo primero que hay que decir en torno a la filosofía de Saavedra Fajardo es que ésta no aparece ordenada, pero ello no quiere decir, en modo alguno, que se exprese de una forma arbitraria; por el contrario, responde a esquemas precisos. No obstante, es innegable que, en algunas ocasiones, se observan evidentes conme de Saavedra Fajardo, París, 1977. John C. DOWLING: El pensamiento político-filosófico de Saavedra Fajardo. Posturas del siglo XVIÎ ante la decadencia y la conservación de las monarquías, Murcia, 1957, Academia Alfonso X el Sabio. De menor interés son: Sabino ALONSO FUEYO: Saavedra Fajardo. El hombre y su filosofia, Valencia, 1949. Francisco AYALA: El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo, Buenos Aires, 1941, ed. Losada. Jesús PASTOR DÓMINE: Don Diego Saavedra y Fajardo, Murcia, 1956. Felipe CORTINES MURUBE: Ideas jurídicas de Saavedra Fajardo, Sevilla, 1907 (tesis doctoral). Enrique DE BENITO Y DE LA LLAVE: Juicio crítico de las Empresas Políticas de Saavedra Fajardo y examen de su doctrina jurídica, Zaragoza, 1904 (tesis doctoral). José SÁNCHEZ MORENO: Formación cultural de Saavedra Fajardo, Murcia, 1959, Academia Alfonso X el Sabio. Entre los artículos de revista hay que citar: Luis MARTÍNEZ AGULLÓ: «Saavedra Fajardo y Europa», Revista de Estudios Políticos, num. 161, 1968. Francisco MALDONADO DE GUEVARA: «Emblemática y Política. La obra de Saavedra Fajardo», Revista de Estudios Políticos, núm. 43, 1949. A. GARMENDÍA DE OTAOLA: «En el I I I centenario de las Empresas de don Diego Saavedra Fajardo (1640-1940). Su contenido pedagógico», Razón y Fe, tomo 121, fase. 4, 1940. Enrique TIERNO GALVÁN: «Saavedra Fajardo, teórico y ciudadano del Estado Barroco», Revista española de derecho internacional, vol. I, 1948. Fermín DE URMENETA: «Fenomenología del ímpetu (marginales a Saavedra Fajardo)», Revista de filosofía, núm. 45, 1953. Salvador CABEZA DE LEÓN: «Algunas ideas de Saavedra Fajardo referentes al derecho internacional», Discurso pronunciado en el ateneo León X I I I de Santiago, 1906. Mariano BAQUERO GOYANES: Visualidad y perspectivismo en las Empresas de Saavedra Fajardo, Murcia, 1970; «El tema del gran teatro del mundo en las Empresas Políticas de Saavedra Fajardo»^ Monteagudo, num. 12, 1955; «Diego Saavedra Fajardo. Elogio, de la palmera y menosprecio del ciprés», Monteagudo, núm. 15, 1956. María Angeles GALINO: «Don Diego Saavedra Fajardo», Revista española de pedagogía, núm. 12, 1945. Fernando C'ORRADI: «Juicio acerca de Saavedra Fajardo y de sus obras», Discurso a la Real Academia de la Historia el 25 de junio de 1876. José SÁNCHEZ MORENO: «Estimación del arte en la obra de Saavedra Fajardo», Monteagudo, núm. 7, 1954. Francisco Javier DIEZ DE REVENGA: «Juicios dieciochescos sobre Saavedra Fajardo», Monteagudo, núm. 56, 1976. Fermín DE URMENETA: «El quehacer político en Saavedra aFjardo», Revista del Instituto de Ciencias Sociales^ núm. 6, 1965. Juan Bautista GOMIS: «Hispanidad de Saavedra Fajardo (1584-1648)», Verdad y Vida,
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tradicciones. Con razón se ha dicho que «los principios de sana filosofía, que, indudablemente, informan las Empresas se hallan a veces oscurecidos por verdaderas contradicciones -—sobre los orígenes del poder y de la sociedad civil, por ejemplo— que dificultan la identificación del pensamiento filosófico del autor» (2). Ahora bien, nos hallamos en presencia de una dificultad que puede ser superada. En efecto, las contradicciones que aparecen en la obra de Saavedra son fruto de su eclecticismo. Creemos que esta palabra define certeramente 3a actitud de Saavedra. La doctrina del diplomático murciano es esencialmente ecléctica: recoge la tradición del pensamiento cristiano, pero, a la vez, trata de armonizar el dogma con las nuevas corrientes de pensamiento. Ante todo es necesario determinar con exactitud cuáles son las fuentes del pensamiento de Saavedra y, para ello, el mejor camino a seguir lo constituye su propia obra. Sánchez Moreno ha dicho con gran acierto que «puede afirmarse rotundamente que Saavedra pertenece en plenitud al Barroco, con todo lo que este concepto tiene de extenso.y limitado, paradójicamente. Los residuos del Renacimiento no hallaron en él franca acogida, y si registra alusiones a obras y autores de la antigüedad, lo hace como recurso imprescindible de una erudición exigida aún por los tiempos, y no como aprobación o adscripción a estilos caducados en núm. 7, 1954. M. F. DELGADO MARÍN-BALDO: Vaga idea de un murciano universal en siete empresas, Murcia, 1961. Jesús GALÍNDEZ SUÁREZ: Ideas políticas de Saavedra Fajardo, Madrid, 1933. Además José Antonio MARAVALL, en au obra Estudios de historia del pensamiento español (siglo XVII), dedica un capítulo a Saavedra, Pueden verse igualmente los artículos de Azorín ya citados en la nota 110 del capítulo I. También han aparecido algunos artículos en el periódico ABC de Madrid, de Azorín y Luis Calvo; 28 de agosto de 1948, 31 de agosto de 1948, 1,5 de diciembre de 1949, etc. Muchos de los artículos aquí citados carecen en absoluto de interés; no obstante, hemos creído necesario indicar su existencia. Esta referencia bibliográfica no tiene carácter exhaustivo, puesto que hay otra serie de artículos que analizan aspectos literarios de la obra de Saavedra. Para una mayor información puede consultarse la obra de Francisco Javier DÍEZ DE REVENGA: Saavedra Fajardo, Murcia, 1977, en la que se contiene una amplia bibliografía. (2) María Angeles GALINO: Don Diego Saavedra Fajardo, op, cit., pág. 378.
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sus años» (3). Lo que ocurre es que con harta frecuencia no se sabe con exactitud en qué consiste el Barroco. En este sentido ha dicho Murillo Ferrol que «el Barroco, aparte de que nadie sabe con precisión lo que es, implica un estilo artificioso propio de un gabinete de cifra. Género emblemático, culteranismo, conceptismo, son procedimientos cuidadosamente ideados para dificultar el entendimiento de las cosas sencillas» (4). La adscripción de Saavedra al Barroco supone la utilización de un estilo concreto en el lenguaje, pero, además, implica el culto a un género concreto: el género emblemático. Por esta razón «los grabados que van al frente de las Empresas son algo más que ilustraciones de las que cabe prescindir. Sin su presencia, desprovistos los textos de tales cabeceras, quedaría mermada su barroca expresividad» (5). Pero, además, el Barroco exigía la erudición como cualidad suprema; de ahí que ésta aparezca a raudales en la obra de Saavedra. Fundamentalmente, creemos que la filosofía de Saavedra está compuesta de cinco ingredientes diferentes: a) Aristóteles, Con relativa frecuencia se ha olvidado la influencia que ejerció el pensamiento del Estagirita sobre la obra de Saavedra. La influencia es particularmente importante en las Introducciones a la Política y Razón de Estado del Rey Católico Don Fernando, hasta el punto de que la primera parte de este escrito viene a ser un resumen de la Política de Aristóteles (6). Pero también en las Empresas la presencia de Aristóteles es notoria y, a lo largo de ellas, encontramos numerosas referencias a su doctrina. Ahora bien, la doctrina de Aristóteles es vigorosa(3) José SÁNCHEZ MORENO: Formación cultural de Saavedra aFjardo, Murcia, 1959, pág. 72, (4) Saavedra Fajardo y la política del Barroco, op. cit., pág. 8. (5) Mariano BAQUERO GOYANES: Visualidad y perspectivismo en las Empresas die Saavedra Fajardo, Murcia, 1970, pág. 9. (6) El propio Saavedra así lo afirma: «En la doctrina seguiré a Aristóteles como más luz y más fácil disposición, añadiendo o quitando lo que no se pudiere ajustar a los imperios y repúblicas de esta edad». Introducciones a la Política. Utilizamos para estas citas la edición de González Palència; pág. 1225.
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mente actualizada, en la medida en que el marco de la cludadestado —que es en el que Aristóteles se mueve— resulta insuficiente para explicar la compleja estructura política del nuevo Estado moderno. b) Tácito. El historiador clásico romano se presenta como el maestro de la historia. La influencia que ejerció Tácito en Saavedra —y en muchísimos autores de la época— es notoria; sin embargo, la utilización que hace Saavedra de las máximas políticas de Tácito es original. No se trata simplemente de una tra^ duccíón literal de las obras del historiador romano, puesto que —como ya quedó señalado— en ocasiones traduce deliberadamente mal (7). c) Estoicismo. Esta corriente penetra en Saavedra, sobre todo a través de Séneca. También él aparece frecuentemente citado en las Empresas, pero particularmente se observa la huella estoica en la doctrina del derecho natural, en especial por lo que se refiere al concepto de naturaleza. d) Cristianismo. Hemos dicho que Saavedra es un hombre que pertenece al Barroco, y al mismo tiempo es un hombre de la Contrarreforma. Pero no es tan sólo un espectador que pueda identificarse más o menos con los ideales que aquélla representaba, sino que su participación en el proyecto religioso fue muy activa. Esto significa que su pensamiento parte de unas premisas concretas y que se encuentra influenciado por unas coordenadas bien delimitadas. Saavedra no se aparta ni un solo momento de las directrices marcadas por la Iglesia católica; las decisiones que ésta adopta ejercen un peso específico en el desarrollo de su pensamiento. Aunque tenga un carácter puramente anecdótico, hay un pasaje en las Empresas que ilustra oportunamente la anterior afirmación: cuando ya en Europa comienza a abrirse paso la teoría heliocéntrica, Saavedra afirma: «Pero no se afirmó en esta planta el discurso; antes, inquieto y peligroso en sus indagaciones, imaginó después otra diversa, queriendo persuadir que el sol era centro de los demás orbes, los cuales se movían alrededor del, recibiendo su luz. Impía opinión contra la razón natural, que da (7) Puede consultarse la obra de André Saavedra Fajardo, ya citada.
JOUCLA-RUAU:
Le tacitisme de
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reposo a lo grave; contra las divinas Letras, que constituyen la estabilidad perpetua de la tierra; contra la dignidad del hombre, que se haya de mover a gozar de los rayos del sol, y no el sol a participárselos, habiendo nacido, como todas las demás cosas criadas, para asistille y serville» (8). Por otra parte, la actitud cristiana en Saavedra tiene consecuencias importantes en relación con su doctrina ética, y de ellas daremos cuenta en los capítulos siguientes. e) Escolástica española. Esta constituye la última fuente directa de la filosofía de Saavedra. Una y otra vez se ha señalado que Tácito desempeña un papel fundamental en la obra del murciano. Esto es indiscutible y nosotros no pretendemos, en modo alguno, negarlo. Y, sin embargo, no es menos cierto que se ha menospreciado la herencia que Saavedra recibió de la escolástica española. En principio hay una razón que justifica esta actitud: el hecho de que Saavedra no cite jamás a los autores de la escolástica española (salvo ocasionales referencias), mientras que las citas de Tácito son abundantísimas. Pero esto representa solamente un dato superficial, que cualquier investigador debe desechar, una vez que se ha realizado una lectura en profundidad de la obra de Saavedra. Por ello nosotros afirmamos que la influencia de la escolástica española es mucho mayor de lo que tradicionalmente se ha venido reconociendo. Además, conviene señalar que la deliberada omisión que hace Saavedra de muchos de sus coetáneos está justificada por razón de los acontecimientos históricos. Como es sabido, en la época en la que se desarrolla la vida de Saavedra eran muy frecuentes las disputas doctrinales entre las diversas órdenes religiosas, e incluso en el seno de una misma comunidad se producían encendidos enfremamientos sobre las más diversas cuestiones. Por ello citar a un Suárez o a un Mariana suponía adscribirse a una determinada corriente doctrinal y, consiguientemente, predisponer los ánimos del bando contrario. Esta omisión puede tener su origen en los propios condicionamientos del Barroco. Ya hemos dicho que la erudición era (8) Empresa LXXXVI, pág. 810t 94
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considerada como una cualidad esencial; por ello el citar autores de la época estaba, en cierto modo, mal visto. Lo que exigía la moda era las referencias a los autores clásicos, griegos y romanos. Ahora bien, la influencia que recibe Saavedra de la escolástica española no supone una aceptación total de todos sus postulados. Es indudable que, en muchos temas, se aprecia esta influencia, pero esto no impide a Saavedra la formulación de nuevas ideas. De todo lo que llevamos dicho se infiere que la doctrina de Saavedra es esencialmente ecléctica y no podía ser de otro modo, teniendo en cuenta que en su formación confluyen corrientes diversas. ¿Quiere ello decir que Saavedra es un puro recopilador que recoge en su obra corrientes diversas? o, por el contrario, ¿puede apreciarse en la misma una cierta labor personal? Nosotros creemos que Saavedra desarrolla una fructífera labor de armonización en su obra. Esta, a pesar de la existencia de algunas contradicciones, tiene una estructura homogénea; es una obra sistemática, en la cual, a través de la fusión de diversas corrientes de pensamiento, se produce una singular armonía. Lo que, de algún modo, resulta sorprendente es el hecho de que no se aprecie en Saavedra la impronta de Platón, cuando el platonismo está, en su época, a la orden del día entre los escritores españoles, por lo menos los laicos. Además, hay que tener presente que la influencia platónica se nota en muchos españoles de los siglos xvi y xvn, aunque no fueran propiamente filósofos. En este sentido señala Solana que «si bien no fueron muchos los filósofos platónicos españoles, la influencia del fundador de la Academia se advierte en muchísimos libros» (8 bis). Es cierto que Saavedra cita en algunas ocasiones a Platón, pero, en realidad, no asume su pensamiento. Por último, conviene hacer referencia a otros autores que hubieran podido influir en Saavedra. En este sentido, Azorín ha afirmado la notoria influencia de los Ensayos de Montaigne en la obra de Saavedra. Según Azorín, «la doctrina Saavedra-Montaigne puede condensarse en este vocablo: Circunstancialismo. (8 bis) Marcial SOLANA; Historia de la filosofía española, Madrid, 1941, vol. I, pág. 686.
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Pero el círcunstancíalismo depara a Saavedra, como deparaba a Montaigne, situaciones equívocas: situación equívoca en cuanto a la ciencia, situación equívoca en lo tocante al libre albedrío» (9). A nuestro juicio, la afirmación de Azorín es exagerada; es posible que Montaigne pudiera ejercer cierta influencia sobre el pensamiento de Saavedra, pero no hasta el punto de convertir a éste en un escéptko. Y Azorín afirma que «el verdadero espíritu del gran escritor (naturalmente se refiere a Saavedra) es su prudente escepticismo» (10). En la expresión que utiliza Azorín de prudente escepticismo habíamos creído encontrar una cierta atenuación del término escepticismo; sin embargo, tal atenuación no se produce, por cuanto que Azorín afirma expresamente que Saavedra es un escéptico: «Si hay algo de personal en la obra de Saavedra, hemos de buscarlo pacientemente, con gran cuidado. Y ese algo personal —espíritu del autor— que en las Empresas existe es la actitud crítica de Saavedra Fajardo ante ciertos grandes problemas, su deseo de conciliación cuando se trata de soluciones encontradas, su escepticismo, en una palabra» (11). Nos parece que Azorín no utiliza el término escepticismo en su sentido rigurosamente filosófico; de sus palabras parece desprenderse que se está refiriendo propiamente al eclecticismo que, como es sabido, es cosa bien distinta del escepticismo. Pero, aun cuando la intención de Azorín fuera la de calificar a Saavedra como un escéptico, nos vemos en la obligación de refutar su opinión. Saavedra no es, en modo alguno, un escéptko; simplemente adopta una actitud cautelosa. Recordamos en este momento aquellas agudas palabras de Herbart: «Todo buen principiante es un escéptico, pero todo escéptico es sólo un principiante» (12). Quizá lo primero pueda haberse producido en Saavedra; el pensador murciano expone en algunos temas sus dudas, pero la duda es, desde luego, legítima, si va seguida de una solución. Y (9) AZORÍN, artículo publicado en el ABC de Madrid el 8 de noviembre de 1949. (10) ídem, Saavedra Fajardo, en De Granada a Cas telar, ot>. cit., página 78. (11) Ibidem. (12) Tomado de la obra de ORTEGA Y GASSET: ¿Qué es filosofia?, ya citada, pág. 151.
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esto es îo que ocurre con Saavedra; él previene, advierte de las posibilidades de error del espíritu humano, pero ello no significa sin más una actitud escèptica. Además, las alusiones que hace Saavedra a los escépticos no implican una aceptación de su doctrina; más bien sucede lo contrario. En efecto, Saavedra considera que la posición de los escépticos es, en principio, aceptable, en la medida en que supone una actitud cautelosa y precavida, y en este sentido afirma: «A la vista se ofrece torcido y quebrado el remo debajo del agua, cuya refracción causa este efecto. Así nos engaña muchas veces la opinión de las cosas. Por esto la academia de los filósofos escépticos lo dudaba todo, sin resolverse a afirmar por cierta alguna cosa. ¡Cuerda modestia y advertida desconfianza del juicio humano!» (13). Y más adelante dice: «Concibe la concha del rocío del cielo, y en lo candido de sus entrañas crece y se descubre aquel puro parto de la perla. Nadie juzgaría su belleza por lo exterior tosco y mal pulido. Así se engañan los sentidos en el examen de las acciones exteriores, obrando por las primeras apariencias de las cosas, sin penetrar lo que está dentro de ellas. No pende la verdad de la opinión. Despréciela el príncipe cuando conoce que obra conforme a la razón» (14). Sin embargo, aun reconociendo las ventajas iniciales que tal actitud puede reportar, más adelante rechaza categóricamente la doctrina de los escépticos. Naturalmente, Saavedra se refiere al príncipe, pero creemos que su afirmación tiene un carácter general: «No deseo que el príncipe sea de la escuela de los escépticos, porque quien todo lo duda nada resuelve, y ninguna cosa más dañosa al gobierno que la indeterminación en resolver y ejecutar. Solamente le advierto que con recato político esté indiferente en las opiniones, y crea que puede ser engañado en el juicio que hiciere délias, o por amor o pasión propia, o por siniestra información, o por los halagos de la lisonja, o porque le es odiosa la verdad que le limita el poder y da leyes a su voluntad, o por la incertidumbre de nuestro modo de aprehender, o porque pocas cosas son como parecen, principalmente las políticas, ha(13) Empresa XLVI, pág. 421. (14) Empresa XXXII, pág. 319. 97 7
biéndose ya hecho la razón de Estado un arte de engañar y de no ser engañado, con que es fuerza que tengan diversas luces. Y así, más se deben considerar que ver, sin que el príncipe se mueva ligeramente por apariencias y relaciones» (15). Se trata, pues, de prevenir al príncipe, de advertirle de la posibilidad del engaño. M. Baquero ha subrayado la importancia que el tema del engaño tuvo en nuestra literatura: «A poco que fijemos nuestra atención en las más significativas obras de ese tiempo literario español, veremos que en ellas, de una u otra suerte, el motivo del engaño funciona como resorte decisivo o, por lo menos, importante» (16); y en relación con las palabras de Saavedra que acabamos de transcribir, afirma en otro lugar que «Saavedra Fajardo, en muchas partes de sus empresas, previene al príncipe contra las engañosas opiniones, con el emblema del palo, que, sumergido en el agua, parece torcido. Es el más plástico ejemplo de engaño a los ojos, el que mejor puede enseñarnos a desconfiar de la validez y seguridad de cuanto nos transmiten los sentidos» (17). En las acciones políticas, la posibilidad de engaño aumenta y de ello previene Saavedra al príncipe con estas palabras: «Confíe y crea el príncipe, pero no sin alguna duda de que puede ser engañado. Esta duda no le ha de retardar en la obra, sino advertir. Si no dudase sería descuidado. El dudar es cautela propia que le asegura. Es un contrapesar las cosas. Quien no duda no puede conocer la verdad {luego el conocimiento de la verdad es posible). Confíe como si creyese las cosas y desconfíe como si no las creyese. Mezcladas así la confianza y la difidencia, y gobernadas con la razón y prudencia, obrarán maravillosos efectos. Esté el príncipe muy advertido en los negocios que trata, en las confederaciones que asienta, en las paces que ajusta y en los demás tratados tocantes al gobierno. Y, cuando para su confirmación diere la mano sea mano con ojos, que primero mire bien (15) Empresa XLVI, pág. 422. (16) Mariano BAQUERO GOYANES: «Diego Saavedra Fajardo. Fallimur opinione», Monteaguâo, mini, 12, 1955, pág, 24. (17) Ibidem, pág. 26.
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lo que hace. No se movía en Plau to por las promesas del amante la tercera, diciendo que tenía siempre con ojos sus manos, que creían lo que veían. Y en otra parte llamó día con ojos a aquel en que se vendía y cobraba de contado. Ciegas son las resoluciones tomadas en confianza. Símbolo fue de Pitágoras que no se había de dar la mano a cualquiera. La facilidad en fiarse de todos sería muy peligrosa. Considere bien el príncipe cómo se empeña. Y tenga bien entendido que casi todos, amigos o enemigos, tratan de engañalle, unos grave y otros ligeramente. Unos para despojalle de sus estados y usurpalle su hacienda, y otros para ganalle el agrado, los favores y las mercedes. Pero no por esto ha de reducir a malicia y engaño este presupuesto, dándose por libre de conservar de su parte la palabra y las promesas, porque se turbaría la £e pública y se afearía su reputación. No ha de ser en él este recelo más que una prudente circunspección y un recato político» (18). Llegados a este punto estamos en condiciones de examinar la posición que mantiene Saavedra en relación con el conocimiento. Afirma don Diego que «para el conocimiento cierto de las cosas dos disposiciones son necesarias: de quien conoce y del sujeto que ha de ser conocido. Quien conoce es el entendimiento, el cual se vale de los sentidos externos e internos, instrumentos por los cuales se forman las fantasías. Los externos se alteran y mudan por diversas afecciones, cargando más o menos los humores. Los internos padecen también variaciones, o por la misma causa o por sus diversas organizaciones; de donde nacen tan desconformes opiniones y pareceres como hay en los hombres, comprendiendo cada uno diversamente las cosas, en las cuales también hallaremos la misma incertidumbre y variación; porque, puestas aquí o allí, cambian sus colores y formas, o por las mixtiones naturales y especies que se ofrecen entre los sentidos y las cosas sensibles. Y así délias no podemos afirmar que son, sino decir solamente que parecen, formando opinión y no sciencia» (19). (18) Empresa LI, pág. 503. (19) Empresa XLVI, págs. 421-422.
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Este jugoso pasaje nos invita a nacer algunas reflexiones. Lo primero que puede afirmarse es el total convencimiento de que el conocimiento es posible, A pesar de que Saavedra diga que de las cosas sensibles no podemos afirmar que son, sino que parecen, lo cierto es —como pone de relieve Murillo Ferrol (20)— que «para Saavedra las cosas son y que el conocimiento de la verdad (es) posible. El remo que pende de la barca vacía de la empresa XLVI (Fallimur opinione) es recto, aunque por la refracción nos puede parecer quebrado. No es admisible en este punto la afirmación platónica de que viviendo no podemos llegar al conocimiento cierto de unas cosas que son simples reflejos y sombras de las ideas «por lo cual es imposible reducillas a sciencia». En efecto, en el mismo pasaje, un poco más adelante, Saavedra rechaza la tesis platónica: «Mayor incertidumbre hallaba Platón en ellas (se refiere a las cosas) considerando que en ninguna estaba aquella naturaleza purísima y perfectísima que está en Dios; de las cuales viviendo no podemos tener conocimiento cierto, y solamente veíamos estas cosas presentes, que eran reflejos y sombra de aquéllas, y que así era imposible reducillas a sciencia» (21). Saavedra parte, pues, de una premisa fundamental: el hombre tiene capacidad suficiente para conocer las cosas. Obviamente las posibilidades de error son muy grandes; ello significa que la actitud del hombre en relación con el conocimiento ha de ser prudente en razón de los varios elementos que lo configuran: en primer lugar, el propio sujeto cognoscente; en segundo lugar, el objeto que ha de ser conocido, y, finalmente, la relación que hay entre sujeto y objeto, es decir, el modo a través del cual se realiza la aprehensión del objeto. Sin embargo, esto sólo significa que el hombre debe tener presente todos estos elementos para evitar el error, pero, vencidas las dificultades, el conocimiento adquirido es absolutamente válido. En consecuencia, debemos afirmar que Saavedra no es un escéptico (22). (20) Saavedra Fajardo y la política del Barroco, op. cit., pág. 54. (21) Empresa XLVI, pág. 422. (22) También BAQUERO GOYANES considera, como AZORÍN, que Saavedra es un escéptico: «Pese a la tremenda gravedad—teñida de melancolía
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Queda por examinar un tema de suma importancia: el origen del conocimiento. A primera vista parece que Saavedra mantiene una doctrina contradictoria en este punto, y así ha sido señalado por algunos autores. En la empresa segunda se aborda este problema: «Por esto nació desnudo el hombre, sin idioma particular, rasas las tablas del entendimiento, de la memoria y la fantasía, para que en ellas pintase la doctrina las imágenes de las artes y sciencias y escribiese la educación sus documentos, no sin gran misterio, previniendo así que la necesidad y el beneficio estrechasen los vínculos de gratitud y amor entre los hombres, valiéndose unos de otros; porque si bien están en el ánimo todas las semillas de las artes y de las sciencias, están ocultas y enterradas, y han menester el cuidado ajeno, que las cultive y riegue. Esto se debe hacer en la juventud, tierna y apta a recibir las formas, y tan fácil a percibir las sciencias, que más parece que las reconoce, acordándose de ellas, que las aprende: argumento de que infería Platón la inmortalidad del alma» (23). Se recoge en este pasaje tanto la doctrina de Aristóteles como la de Platón, y a la vez se hace referencia a una epístola de Séneca (24). ¿Quiere esto decir que Saavedra trata de conjugar el empirismo aristotélico con el innatismo platónico? Según la opinión del profesor Murillo Ferrol, «respecto al origen del conocimiento, Aristóteles y Platón, en igual medida y extrañamente yuxtapuestos, confluyen para formar el pensamiento de Saavedra» (25), y más adelante afirma que «el empirismo aristotélico que Saavedra ha recibido con su formación escolástica y escéptico pesimismo— que Saavedra Fajardo puso en esas ciento una consideraciones sobre el príncipe, en algunos momentos —provocados tal vez por su escepticismo— el autor parece comportarse más que como un meditador y consejero, como espectador que se da cuenta de lo ilusorio del espectáculo, de lo que de aparencial tramoya y evidente falsedad hay en él». «El tema del gran teatro del mundo en las Empresas Políticas de Saavedra Fajardo», Monteagudo, num. 1, 1953, pág, 5. (23) Empresa II, pág, 82. (24) Omnibus natura fundamenta dedit semenque virtutum, omnes ad tsta omnia nati sumus; cum irritator accésit tunc ilia animi bona velut sopita excitantur; Séneca, epístola 10. Tomado de la edición de las Empresas de Aldea Vaquero, pág. 82. (25) Saavedra Fajardo y la política del Barroco, op. cit., pág. 57.
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de Salamanca se une aquí el estoicismo y platonismo renacentista para postular la esencial necesidad de la educación en el acabamiento de esa inicial obra de la naturaleza que es el hombre» (26). Por su parte, Francisco Ayala se manifiesta en el mismo sentido, pero haciendo mayor hincapié en la influencia platónica —conviene destacar, no obstante, que no hace ninguna referencia a la epístola de Séneca—: «En el fondo de la concepción del hombre a que Saavedra Fajardo se atiene es fácil encontrar la idea del conocimiento innato. Pues aunque afirma que «el hombre nació desnudo, sin idioma particular, rasas las tablas del entendimiento, de la memoria y la fantasía», advierte a continuación que «la juventud es tierna y apta para recibir las formas, y tan fácil a percibir las sciencias, que más parece que las reconoce, acordándose de ellas, que las aprende: argumento de que infería Platón la inmortalidad del alma» (27). Hemos afirmado en repetidas ocasiones que la doctrina de Saavedra es esencialmente ecléctica y, sin embargo, en relación con el origen del conocimiento no creemos que Saavedra trate de armonizar doctrinas yuxtapuestas. Nos inclinamos a pensar que, en realidad, solamente se recoge el precedente aristotélico; el innatismo platónico no tiene cabida en el pensamiento de Saavedra. Obviamente se cita expresamente a Platón, pero ello no significa, sin más, la aceptación de su doctrina. Quizá la referencia a la doctrina platónica responde a las necesidades de la época; ya hemos dicho que la erudición y el conocimiento de los clásicos tiene especial importancia en todos los autores del Barroco. Saavedra, al abordar el tema del conocimiento, se siente obligado, en cierto modo, a demostrar al lector que conocía la doctrina de Platón y, por ello, lo cita aunque no suscribe su doctrina. Además, hay que tener en cuenta que en las Empresas no se vuelve a hacer ninguna referencia al innatismo platónico, mientras que el empirismo aristotélico aparece con suma frecuencia.
(26) Ibidem, pág. 58. (27) Francisco AYALA: El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo} B nos Aires, 1941, ed. Losada, pág. 28. 102
Pero, sobre todo, existe un argumento definitivo para mantener la tesis de que Saavedra rechaza el innatismo platónico. Nos estamos refiriendo al papel que se asigna al arte —señala certeramente Murillo Ferror que «el arte no debe ser entendido en el sentido exclusivamente estético que hoy se le da a esta palabra, sino en el derivado de la «technê» aristotélica; es decir, la industria del hombre» (28)— como complemento y acabamiento de las obras de la naturaleza. En este sentido afirma Saavedra: «Con el pincel y los colores muestra en todas las cosas su poder el arte. Con ellos, si no es naturaleza la pintura, es tan semejante a ella que en sus obras se engaña la vista, y ha menester valerse del tacto para reconocellos. No puede dar aima a los cuerpos, pero les da la gracia, los movimientos y aun los efectos del alma. No tiene bastante materia para abultallos, pero tiene industria para realzallos. Si pudieran caber celos en la naturaleza, los tuviera del arte; pero, benigna y cortés, se vale del en sus obras, y no pone la última mano en aquellas que él puede perficionar» (29). El hombre necesita en todo caso del aprendizaje. Creemos que Murillo Ferrol mantiene esta tesis a pesar de las palabras a las que anteriormente aludimos (30). Por todo lo que hemos dicho, creemos que Saavedra no sigue la doctrina platónica, y que la referencia a Platón tiene un carácter puramente episódico. Antes de concluir esta breve introducción nos vemos en la obligación de abordar dos problemas estrechamente relacionados que tienen una gran trascendencia, no ya sólo en la obra de Saavedra, sino, en general, en todos los autores españoles de los siglos xvi y xvii. Nos estamos refiriendo a la providencia divina y al libre albedrío. Ante todo conviene señalar que Saavedra mantiene una postura tradicional: trata de conjugar la providencia divina con el libre albedrío. Lo primero que hay que advertir es que Dios aparece como creador del mundo, lo cual tiene (28) Saavedra Fajardo y la política del Barroco, op. cit., pág. 57. (29) Empresa II, pág. 81. (30) En efecto, no hallamos un gran convencimiento en las palabras del profesor Murillo Ferrol. El capítulo 1.° de su libro Teoría del conocimiento y ciencia política (págs. 53-100) demuestra que el innatismo platónico en Saavedra no existe,
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una gran importancia. Cuando Dios crea el mundo no se desentiende de él, sino que, por el contrario, dispone los acontecimientos que en él se producen, aunque no lo haga de una forma directa (31). En definitiva, lo que se quiere decir es que Dios gobierna el mundo, y lo hace precisamente por haberlo creado. En este sentido se manifiesta Saavedra: «Muchas son las causas de los crecimientos y descrecimientos de las monarquías y repúblicas. El que las atribuye al caso (indirectamente se está refutando la doctrina de Maquiavelo sobre la fortuna), o al movimiento y fuerza de los astros, o a los números de Platón y años climatéricos, niega el cuidado de las cosas inferiores a la Providencia divina. No desprecia el gobierno destas orbes quien no despreció su fábrica, pues hacella y no cuidar della fuera acusar su misma acción. Si para iluminar el cuello de un pavón o para pintar las alas de una mariposa no fía Dios de otros sus pinceles, ¿cómo creemos que deja al caso los imperiores y monarquías, de las cuales pende la felicidad o infelicidad, la muerte o vida del hombre, por quien crió todas las cosas? Impiedad sería nuestra el creello, o soberbia para atribuir a nuestro consejo los sucesos. Por él reinan los reyes, por su mano se distribuyen los ceptros, y si bien en su conservación o pérdida deja correr las inclinaciones naturales, que o nacieron con nosotros o son influidas, y que con ellas se halla el libre albedrío sin obligar su libertad, con él mismo obra, disponiendo con nosotros las fábricas o ruinas de las monarquías. Y así ninguna se perdió en que no haya intervenido la imprudencia humana o sus ciegas pasiones» (32). Puede apreciarse aquí lo que señalábamos antes: el libre albedrío no es incompatible con la providencia divina. Obviamente, los hombres deben acomodarse a la voluntad divina. «No sea el hierro más obediente al imán que nosotros a la voluntad ¿i(31) El mecanismo sería el de las llamadas «segundas causas» por la escolástica. Puede consultarse la obra de Murillo Ferrol ya citada, páginas 107 y ss., en las que se analiza el problema de las causas segundas en Saavedra. (32) El texto pertenece a la famosa empresa LX «O subir o bajar» en la que Saavedra previene de la inconsistencia de los imperios; páginas 598-599.
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vina. Menos padece el que se deja llevar que el se opone. Loca presunción es intentar deshacer los decretos de Dios» (33); sin embargo, no todo debe dejarse en las manos de Dios: «No ha de ser esta resignación muerta, creyendo que todo está ya ordenado ab aeterno y que no puede revocallo nuestra solicitud y consejo, porque este mismo descaecimiento de ánimo sería quien dio motivo a aquel orden divino. Menester es que obremos como si todo dependiera de nuestra voluntad porque de nosotros mismos se vale Dios para nuestras adversidades o felicidades. Parte somos, y no pequeña, de las cosas. Aunque se dispusieron sin nosotros, se hicieron con nosotros. No podemos romper aquella tela de los sucesos, tejida en los telares de la eternidad. Pero pudimos concurrir a tejella. Quien dispuso las causas antevio los efectos, y las dejó correr sujetas a su obediencia. Al que quiso preservó del peligro. Al otro permitió que en él obrase libremente. Si en aquél hubo gracia o parte de mérito, en éste hubo justicia. Envuelta en la ruina de los casos cae nuestra voluntad. Y siendo arbitro aquel Alfaharero de toda esta masa de lo criado, pudo romper cuando quiso sus vasos, y labrar uno para ostentación y gloria y otro para vituperio. En la constitución ab aeterno de los imperios, de sus crecimientos, mudanzas o ruinas tuvo presentes el supremo Gobernador de las orbes nuestro valor, nuestra virtud o nuestro descuido, imprudencia o tiranía: Y con esta presciencia dispuso el orden eterno de las cosas en conformidad del movimiento y execucíón de nuestra elección, sin haberla violentado, porque como no violenta nuestra voluntad quien por discurso alcanza sus operaciones, así tampoco el que las antevio con su inmensa sabiduría. No obligó nuestra voluntad para la mudanza de los imperios. Antes los mudó porque ella libremente declinó de lo justo» (34). El hombre aparece, pues, como el dueño absoluto de sus acciones y Dios no interviene, en ningún momento, en las decisiones que cada individuo adopta. La libertad del hombre es reforzada vigorosamente en las palabras de Saavedra; con razón (33) Empresa LXXXVIII, pág. 826. (34) Ibidem, pág. 827.
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ha dicho Murillo Ferrol que, el problema de la libertad humana es, naturalmente, el que más preocupa a nuestro autor» (35). El hombre sólo se encuentra sometido a Dios, y ocupa el lugar más alto en la escala de los seres naturales. Su libertad es una consecuencia de su peculiar naturaleza racional. Es precisamente la razón lo que diferencia al hombre del resto de los animales, y es también en la razón en lo que más se parece a Dios; «Si en el ingenio somos semejantes a Dios, y en las fuerzas comunes a los animales, más glorioso es vencer con aquél que con éstas» (36). También en otro lugar se destaca el papel de la razón como característica esencial del hombre: «A casi todos estos animales armó de duras pieles para la defensa: el cocodrilo, de corazas; a las serpientes, de mallas; a los cangrejos, de gleba. En todos puso un aspecto sañudo y una voz horrible y espantosa. Sea, pues, para ellos lo irracional de la guerra, no para el hombre, en quien la razón tiene arbitrio sobre la ira» (37). La providencia divina no supone, pues, en modo alguno, una traba para el obrar humano. Sin embargo, hay que advertir que, en algunas ocasiones, Saavedra utiliza la providencia divina para salvaguardar los intereses españoles; se trata, en cierto modo, de una Instrumentalización de la figura de Dios al servicio de intereses terrenales. Así, por ejemplo, Saavedra afirma que «la divina providencia dividió las fuerzas de los reyes de España y Francia, interponiendo los muros altos de los Alpes, para que la vecindad y facilidad de los confines no encendiese la guerra, y fuese más favorable a la nación francesa si, siendo tan populosa, tuviese abiertas aquellas puertas. Y para mayor seguridad dio las llaves délias al duque de Saboya, príncipe italiano, que, interpuesto con sus estados, los tuviese cerrados o los abriese cuando fuese conveniente al beneficio público. Esta disposición de Dios conoció el Papa Clemente Octavo, y con gran prudencia procuró que el estado de Saluso cayese en manos del duque de Saboya» (38). Y, en otro lugar, (35) (36) (37) (38)
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Saavedra Fajardo y la política del Barroco, op. cit., pág. 111. Empresa XCVI, pág. 879, Empresa LXXIV, pág. 722. Empresa XCV, pág. 872.
afirma: «Desde entonces fue disponiendo la divina Providencia la seguridad y conservación de la sede apostólica y de la religión. Y para que no la oprimiese el poder del turco, o no la manchasen las herejías que se habían de levantar en Alemania, acrecentó en Italia la grandeza de la casa de Austria, y fabricó en Ñapóles, Sicilia y Milán la monarquía de España, con que Italia quedase por todas partes defendida de príncipes católicos. Y porque el poder de España se contuviese dentro de sus términos, y se contentase con los derechos de sucesión, de feudo y de armas, le señaló un competidor en el rey de Francia, cuyos celos le obligasen a procurar para su conservación el amor de sus vasallos, y la benevolencia y estimación de los potentados, conservando en aquéllos la justicia y entre éstos la paz, sin dar lugar a la guerra, que pone en duda los derechos y el arbitrio del poderoso» (39). No obstante, hay que decir que esta histrumentalización se produce en muv contadas ocasiones. Lo que resulta claro es que la providencia divina y el libre albedrío, antes que excluirse, se complementan. Nos hallamos en presencia de campos distintos: Dios, por una parte, con su inmensa sabiduría, y : el hombre, por otra. Este último, en su. particular esfera de actuación, no depende de Dios (al menos de un modo inmediato), aunque Dios conozca de antemano cuál será su comportamiento. Lo que en ningún caso podrá hacer el hombre es traspasar los límites de su propia naturaleza, y por ello, le resulta imposible conocer los planes de Dios; por eso dice Saavedrá :que «la presunción de saber lo. futuro es una especie de rebeldía contra Dios y una loca competencia con su eterna sabiduría, la cual permitió que la prudencia humana pudiese conjeturar, pero no adivinar, para tenella más sujeta, con la incertidumbre de los casos» (40). Pero el hombre en cuanto tal posee libertad y Dios nunca la conculca (41). Además, no hay que olvidar que el hombre ocupa un lugar destacado en relación con los demás seres: «A algunos pareció que la Naturaleza no (39) Ibidem, págs. 870-871. (40) Empresa XXIX, pág. 293. (41) Un tratamiento más amplio del providencialismo en Saavedta puede verse en la obra- de MURILLO.FERROL, ya citada, págs. 100-125.
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había sido madre sino madrastra del hombre, y que se había mostrado más liberal con los demás animales, a los cuales había dado más cierto instinto y conocimiento de los medios de su defensa y conservación. Pero éstos no consideraron sus excelencias, su arbitrio y su poder sobre las cosas, habiéndole dado un entendimiento veloz, que en un instante penetra la tierra y los cielos; una memoria, en quien, sin confundirse ni embarzarse, están las imágenes de las cosas, una razón que distingue, infiere y concluye; un juicio que reconoce, pondera y decide. Por esta excelencia de dotes tiene el imperio sobre todo lo criado, y dispone como quiere las cosas, valiéndose de las manos, formadas con tal sabiduría que son instrumentos hábiles para todas las artes» (42). Nuevamente se destacan las potencias específicas del hombre, A pesar del pesimismo antropológico que profesa Saavedra, la razón confiere al hombre una dignidad especial. Establecidas ya las premisas fundamentales de las que parte Saavedra, nos encontramos en condiciones de analizar los distintos puntos que conforman su filosofía jurídica. Debemos decir que es la primera vez que se aborda el examen de la filosofía jurídica de Saavedra; por ello esperamos que las páginas que siguen sirvan al menos para sacar a la luz algunas de las facetas del pensamiento de Saavedra que hasta el presente han permanecido ocultas.
II)
LA JUSTICIA: CONSIDERACIONES GENERALES
El tema de la justicia ha recibido un amplio tratamiento desde los inicios de la historia del pensamiento; podemos decir, sin temor a equivocarnos, que se ha erigido en una de las preocupaciones fundamentales del género humano. En este sentido, afirma López Calera que «la preocupación por la justicia ha sido constante en la historia de la humanidad. La justicia ha constituido y constituye la piedra angular de donde penden las más importantes condiciones vitales del desarrollo humano» (43). (42) Empresa LXXXIV, págs. 797-798. (43) Nicolás María LÓPEZ CALERA: «Reflexiones en torno a cuatro 108
Sin embargo, «con ser la de justicia una noción tan fundamental en la filosofía jurídica —dice Fernández Galiano (44)— no es posible dar de la misma un concepto unitario, pues aparte de haber tenido en ocasiones una significación cosmológica, la ídea en sentido ético tiene tres acepciones perfectamente caracterizadas». En efecto, la variedad de significaciones atribuidas al término justicia dificulta la formulación de su concepto; es más, para algunos resulta imposible definir la justicia. Al decir de Henkel, «la pregunta ¿qué es la justicia? no tiene respuesta, del mismo modo que no la tiene la pregunta de Pilatos ¿qué es la verdad? Ambos conceptos, como también el del bien y el de la belleza, escapan, como conceptos básicos y originarios, a toda posibilidad de definición» (45). En el mismo sentido se manifiesta Kelsen cuando afirma que «la justicia absoluta es un ideal irracional» (46). Independientemente de la posibilidad o imposibilidad de llegar a un concepto de justicia —tema que no es de este lugar—, lo cierto es que debe tenerse presente en todo momento que el término justicia es utilizado en muy diversos sentidos. Como dice Brunner, «quien desee averiguar la esencia de la justicia debe estudios sobre la justicia», Anales de la Cátedra Francisco Suárez, Universidad de Granada, num. 3, 1963, pág. 105. (44)' Antonio FERNÁNDEZ-GALIANO: Introducción a la filosofía del derecho, Madrid, 1963, ed. Revista de derecho privado, págs. 126-127. (45) Heinrich HENKEL: Introducción a la filosofía del derecho, Madrid, 1968, traducción de E. Gimbernat, pág. 498. No obstante, afirma este autor que «si bien es imposible definir a priori el concepto de la justicia nada se opone, sin embargo, a elaborar descriptivamente su contenido de significado con el método de la articulación y de la diferenciación», pág. 498. limar TAMMELO refiriéndose al término justicia, afirma: «was dieses Wort aher eigentilich bedeutet, ist trotz des grossen geistigen Aufwandes, der ihm in letzter Zeit gewidmet wurde, nach wie por unklar», es decir, «lo que esta palabra significa propiamente sigue siendo poco claro, a pesar del gran despliegue intelectual que se le ha consagrado en los últimos tiempos; Théorie der Gerechtigkeit, München, 1977, Verlag Karl Alber, pág. 15. (46) Hans KELSEN: Teoria pura del derecho, Buenos Aires, 1982; traducción de Moisés Nilve de la edición en francés de 1953, ed. universitaria de Buenos Aires, 18.a edición, pág. 62.
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ante todo darse cuenta con claridad de cuál es el. objeto al cual nos referimos cuando se habla de justicia. La palabra justicia tiene muy diversas significaciones» (47). Casi todos los autores que han estudiado el tema de la justicia coinciden en la necesidad de partir de esta pluralidad de significados para enfocar correctamente el problema (48). Corno ya ha quedado señalado, el término justicia se ha utilizado en tres sentidos diferentes (49). En primer lugar, la justicia aparece como una virtud universal en la que quedan comprendidas el resto de las virtudes, es decir, «se identifica la justicia con la noción genérica de rectitud moral: hombre justo es el cabal cumplidor de todos sus deberes» (50). Tal es el sentido que tiene, por ejemplo, en el sabio Theognis: «En la justicia se compendian todas las virtudes» (51). Esta concepción de la justicia como virtud universal la encontramos recogida en el pensamiento pagano, tanto en Platón como en Aristóteles,'y también en Cicerón, siendo ampliamente desarrollada en el pensamiento cristiano. En el Nuevo Testamento se hacen continuas referencias ' a la persona justa, entendiendo por tal la persona buena, piadosa, caritativa y humanitaria, esto es, la persona que reúne todas las virtudes. Incluso en el pensamiento moderno reaparece en LeibnÍ2 la concepción universalista de la justicia como totalidad de la perfección ética. Léibniz distingue entre íurisprudentia divina, humana et avilis, y, respectivamente, entre ms ti tia universalis (honeste vivere), distributiva (inspirada en el suurn (47) Emil BRUNNER: La justicia, Méjico, 1961, traducción de Luis Recasens Siches, Universidad Nacional Autónoma de Méjico, pág. 19. (48) Por ejemplo Castán afirma que «no es la justicia una idea simple y de contornos claros e inequívoca. Su misma elevación en el horizonte de los ideales y valores humanos hace que la veamos a través de sentidos y aspectos muy variados». La idea de la justicia, Madrid, 1968, ed. Reus, pág. 10. (49) Seguimos la exposición de FERNÁNDEZ-GALIANO: Introducción a la filosofía del derecho, op. cit., págs. 126 y ss, (.50) Ibidem, pág. 127. ..(51) Tomado de la obra de RECANSENS SICHES: Tratado general de filosofía del derecho, op. cit., pág. 479.
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caique tribuere) y conmutativa (regida por la norma neminem laedere}» (52). En segundo lugar, y en relación ya con la esfera de lo jurídico, la justicia ha sido concebida como una virtud particular; como una virtud personal que implica una disposición de ánimo en el sujeto; un hábito específico. El primer autor que formula una definición en tal sentido es Aristóteles (53); también Cicerón se sitúa en la misma línea con la definición de la justicia —que se haría tradicional en la edad media tras haber sido expresada y hecha propia por San Agustín— como «la disposición del espíritu que respetando la utilidad común atribuye a cada uno su valor». Con el mismo sentido formulará Ulpiano su clásica definición de la justicia: constants et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi (53 bis). Finalmente, la palabra justicia se utiliza para designar el criterio ideal del derecho, es decir, «la idea básica sobre la cual debe inspirarse el derecho» (54). Se trata, pues, de una realidad objetiva y, por consiguiente, transindi vidual. Tal es el sentido que se le otorga en la concepción platónica que subsume la justicia en la idea soberana del bien. Sin embargo, como señala Fernández-Galiano, no debe creerse «que hay tanta disparidad entre las dos concepciones éticas de la justicia —la subjetiva y la objetiva—; al contrarío, son perfectamente conciliables. Así, decir, por ejemplo, que un hombre determinado obra justamente no es sino afirmar que en su conducta está realizando el valor de la justicia, y tachar de injusto un acto no es más que la aseveración de estar afectada su acción del disvalor de la injusticia» (55). (52) (53)
Ibidem, pág. 480. Sobre su doctrina en este punto puede verse la obra d CGARCÏA MAYNEZ: Doctrina aristotélica de la justicia, Méjico, 1973, Universidad Nacional Autónoma de Méjico. . (53 bis) CICERÓN: De finibus bonomm et malorum, V ,23,67; De officis, 1,14,42. La definición de Ulpiano viene recogida en el Digesto, 1,1,10 y en la Instituía, 1,1. (54) RECASENS SICHES: Tratado general de filosofía del derecho, op. cit., pág. 479. (55) Introducción a la filosofía del derecho, op..cit., pág. 129.
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No obstante, a pesar de esta pluralidad de significados, conviene resaltar que los diferentes sentidos atribuidos al término justicia no aparecen cronológicamente diferenciados; por eso en un mismo autor puede aparecer la justicia utilizada en diversos sentidos. Se podría decir que los dos sentidos fundamentales del término justicia —como virtud universal y como idea referida exclusivamente al derecho— han seguido caminos paralelos. Como pone de relieve Del Vecchio, «puede observarse en el sucesivo desenvolvimiento del pensamiento filosófico el siguiente curioso fenómeno: de un lado se mantiene firme o con escasas variaciones el concepto platónico de la justicia como virtud universal y, de otro lado, y en sentido, por decirlo así, paralelo, se procede a la formación de otro concepto más restringido de la justicia, para el cual no faltaban ya los gérmenes en la filosofía presocrática, y que lleva a concebir la justicia como principio exclusivamente social» (56). Por otra parte, podemos observar que en todas las teorías que se han formulado acerca de la justicia aparecen elementos permanentes; es decir, se coincide, al menos, en lo que podríamos llamar los elementos lógicos o formales del concepto de justicia. Por esta vía «el análisis de todas las doctrinas sobre la justicia, desde los pitagóricos hasta el presente, pone de manifiesto que entre todas las teorías se da una medular coincidencia: el concebir la justicia como regla de armonía, de igualdad proporcional, de proporcionalidad entre lo que se da y lo que se recibe en las relaciones interhumanas, bien entre individuos, bien entre el individuo y la colectividad» (57). Esta coincidence) Giorgio DEL VECCHIO: La justicia, Madrid, 1925; traducción de L. Rodríguez Camuñas y C. 'Sancho, págs. 15-16. De cualquier modo, en opinión de RECASENS «la significación omnicomprensiva de la palabra justicia ha ido cayendo en desuso sucesivamente, casi desde la época de Aristóteles, y generalmente cuando se habla de la justicia se trata de significar la idea que debe inspirar el derecho». Tratado general de filosofía del derecho, op. cit., pág. 480, (57) RECASENS SICHES: Tratado general de filosofía del derecho, op. cit., pág. 481. En el mismo sentido se manifiesta Castán cuando afirma: «con pasmosa coincidencia en lo esencial, las escuelas jurídicas de todos los tiempos han dado su asenso a una noción abstracta de la justicia, centrado
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cía constituye un punto de partida de suma importancia; en palabras de Recasens, «la identidad sustancial en este modo de ver la justicia por todos los pensadores es un dato impresionante. En efecto, uno no puede evadirse de un sentimiento de asombro ante tal acuerdo, porque, por otra parte, conocemos que las discusiones y controversias teóricas sobre los problemas de justicia han sido y siguen siendo muy vivas y en gran número, y que las disputas prácticas sobre el mismo tema, especialmente en el campo político, se han producido siempre con abundancia y con vigorosa energía, que ha llevado a veces incluso a luchas sangrientas» (58). En consecuencia, puede observarse un total acuerdo en relación con los elementos formales de la justicia; de ahí que todos, absolutamente todos, afirmen que la justicia es un principio de armonía, de igualdad proporcional en las relaciones interhumanas. Esta unanimidad ha permanecido invariable durante veinticinco siglos; siempre se ha dicho que la justicia consiste en una cierta igualdad; como pone de relieve Perelman, «la noción de justicia sugiere a todos inevitablemente la idea de una cierta igualdad. Desde Platón y Aristóteles, pasando por Santo Tomás, hasta los juristas, moralistas y filósofos contemporáneos, todo el mundo está de acuerdo en este punto. La idea de justicia consiste en una cierta aplicación de la idea de igualdad» (59). en sus elementos lógicos o formales. Ciertamente son variadísimas las opiniones que se han sustentado acerca de cuál sea la esencia de la justicia y su elemento lógico fundamental; pero hay bastante acuerdo en hallar en la justicia un cierto fondo de igualdad y correlación de trato entre los hombres, de proporción armónica que han de guardar éstos en sus mutuas relaciones y como parte del compuesto social». La idea de justicia, op. cit., págs. 17-18. (58) Tratado general de filosofia del derecho, op. cit., pág. 481. (59) Chaim PERELMAN: De la justicia, Méjico, 1964, traducción de R. Guerra, Universidad Nacional Autónoma de Méjico, pág. 23. Conviene señalar que la idea de justicia ha sido captada, no sólo por los espíritus elevados, sino también por el pensamiento vulgar. En este sentido afirma CASTÁN que «a la cultura occidental va unida una arraigada tradición que ha venido asociando al derecho, y aun a la moral, una idea de justicia, de sentido universal, asequible a la conciencia de todos los hombres y pueblos y cuya importancia para la vida de la sociedad ha sido captada por él pensamiento vulgar e ilustrado de las épocas más diversas». La idea de justicia, 113 8
Sin embargo, el problema que se plantea es el de determinar en qué consiste dicha igualdad; por eso dice Recasens que «el problema capital que plantea la justicia no consiste en descubrir el perfil formal de su idea, sino en averiguar las medidas de estimación que ella supone o implica» (60). En definitiva, todos están de acuerdo en que la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, pero la disparidad de opiniones se produce a la hora de determinar qué es verdaderamente lo suyo. ReaÜ2adas ya estas consideraciones acerca de la justicia y de las diversas acepciones del término, pasamos a examinar la doctrina que mantiene Saavedra al respecto. Sin embargo, antes de entrar en materia nos parece oportuno hacer una advertencia, a saber, no se podrá encontrar en la obra de Saavedra una doctrina sistemática acerca de la justicia.
III)
LA JUSTICIA COMO VIRTUD UNIVERSAL Y COMO ATRIBUTO DIVINO
Ya hemos visto que la primera acepción de la justicia tiene una aparición temprana en la historia del pensamiento. La idea de la justicia como rectitud moral, como compendio de todas las virtudes se encuentra ya formulada en la antigüedad clásica, recibiendo un notable impulso en el pensamiento cristiano. Saavedra Fajardo va a recoger en este punto la tradición plasmada en las Sagradas Escrituras y, consiguientemente, habla en muchos pasajes de la justicia entendida como virtud universal. Así, por ejemplo, en la empresa 74 dice: «Tan odiosa es la guerra a Dios, que, con ser David tan justo, no quiso que le edificase el templo, porque había derramado mucha sangre» (61). David aparece aquí como un varón insigne, y el calificativo justo comprende todas las virtudes. En otros muchos pasajes puede observarse la utilización del término justicia en este sentido: by ¿crisis? ¿apogeo?, Discurso a la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación el 17 de diciembre de 1964, pág. 10. (60) Tratado general de filosofía del derecho, op. cit., pág. 488. (61) Empresa LXXIV, pág. 720.
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«Antes suele encender la virtud y dalla más a conocer cuando el príncipe es justo y constante, y no da ligero crédito a las calumnias» (62); «todos desean un príncipe justo» (63); no es obligación en el príncipe justo oponerse luego indiscretamente a los vicios cuando es varia y evidentemente peligrosa la diligencia» (64); porque apenas hay hombre tan justo que no haya merecido la muerte» (65). Los ejemplos podrían multiplicarse, pero nos parece innecesario (66). Sin embargo, sí conviene señalar que el calificativo justo aparece referido al príncipe la mayoría de las veces. Es precisamente el príncipe el que debe reunir todas las virtudes para que su gobierno sea acertado. Además, debe tratarse de virtudes auténticas y no fingidas. Nuevamente puede observarse aquí un ataque frontal a la doctrina de Maquiavelo; además, Saavedra cita expresamente al florentino: «No solamente quiso Maquiavelo que el príncipe fingiese a su tiempo virtudes, sino intentó fundar una política sobre la maldad, enseñando a llevalla a un extremo grado, diciendo que se perdían los hombres porque no sabían ser malos, como si se pudiera dar sciencia cierta para ello. Esta doctrina es la que más príncipes ha hecho tiranos y los ha precipitado» (67). Saavedra también habla en sus Empresas Políticas de la justicia divina. Esta aparece claramente diferenciada de la justicia terrena, y es, sobre todo, el primer atributo de Dios. Como dice Del Vecchio, «en el mundo oriental, y especialmente allí donde domina una concepción monoteísta y ética del universo, el predicado de la justicia se atribuye ante todo a la misma divinidad, para denotar la infalible proporción y armonía intrínseca de sus deseos. Por lo que se refiere a los hombres, según la misma (62) Empresa IX, pág. 140. (63) Empresa XVIII, pág. 209. (64) Ibidem, pág. 208. (65) Empresa XXII, pág. 248. (66) Otras referencias a la justicia en este sentido las hallamos en la empresa XIII: «A la virtud del príncipe justo», pág. 173; en la empresa XXXV: «Canta en los trabajos el justo, y llora el malo en sus vicios», pág. 343, etc. (67) Empresa XVIII, pág, 210.
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concepción, la práctica de la justícia se hace consistir, total e indistintamente, en el cumplimiento de los deseos de la divinidad» (68). Se trata, en definitiva, de un tipo específico de justicia, que difícilmente puede captar el entendimiento humano en su integridad. Esta concepción de la justicia aparece frecuentemente en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, aunque quizá con diferentes significados. En este sentido se manifiesta Fassó cuando dice que «en el Antiguo Testamento justicia vino a significar la plena, perfecta, observancia de la ley divina, mientras que en el Nuevo esta palabra tiene un sentido mucho menos jurídico, ya que viene a expresar la perfección religiosa de quien, mediante la gracia, don de Dios, ha sido redimido del pecado, de la condición pecaminosa del hombre» (69). Esta justicia de Dios trasciende toda representación mundada y es, sin duda alguna, superior a la justicia humana, y esencialmente diferente. Por eso dice Brunner que «la justicia que el evangelio anuncia y proclama no es la aplicable a los asuntos terrenos o mundanos, sino que es el modo esencial de la nueva eternidad» (70). El problema que se plantea en torno a la justicia divina es el de la posibilidad de llegar a una definición. Según Henkel, esto es realmente imposible, porque escapa a las posibilidades del entendimiento humano: «La cuestión de la justicia de Dios abarca un sector propio y plantea al empeño teológico tareas difíciles e irresolubles con los medios del entendimiento. Querer fundamentar (tal como sucedió hace siglos) sobre la idea de esta justicia que trasciende a la vida terrena la administración de justicia penal, concibiéndola como espada de la justicia de Dios, significa una funesta confusión de sectores: del reino «que no es de este mundo» con el campo de la administración de justicia» (71). No obstante, hay otros autores que consideran posible definir la justicia divina, como sucede, por ejemplo, con Goldschmidt (72). (68) DEL VECCHIO: La justicia, op. cit., pág. 4. (69) Guido FASSÓ: Historia de la filosofía del derecho, Madrid, 1878, vol. I, traducción de José F. Lorca Navarrete, ed. Pirámide, pág. 121. (70) Emil BRUNNER: La justicia, op. cit., pág. 141. (71) Introducción a la filosofia del derecho, op. cit., pág, 494. (72) Werner GOLDSCHMIDT afirma que «la justicia divina consiste en
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De cualquier modo, Saavedra no utiliza el término justicia divina en el sentido que venimos señalando. Las escasas referencias que se contienen en su obra a la justicia de Dios implican una intervención directa del creador en los asuntos humanos. En cierto modo, Dios corrige implacablemente todo aquello que se desvía de sus planes. Así, por ejemplo, en sus Empresas Políticas afirma: «A manos de la crueldad y de la cudicia murieron muchos millones de personas, no de vileza de ánimo, como los indios, en cuya extirpación se exercito la divina justicia por haber sido por tantos siglos rebeldes a su Criador» (73); y más adelante, refiriéndose a las confederaciones con herejes, dice: «Y cuando fuese buena la correspondencia de los infieles no permite la divina justicia que logremos nuestros desinios por medio de sus enemigos, y dispone el castigo por la misma mano infiel que firmó las capitulaciones» (74). Pero, aunque Saavedra hable de justicia divina, se está refiriendo propiamente a la providencia divina. Sin embargo, utiliza ambos términos como sí fueran conceptos distintos, cuando verdaderamente se trata de una misma realidad. La única explicación que podemos hallar para resolver esta aparente paradoja es puramente lingüística. En efecto, en una obra literaria la repetición excesiva del mismo vocablo no es aconsejable; quizá por ello, Saavedra sustituye el término providencia por el de justicia, pero, en definitiva, el significado es el mismo. Esta sustitución puede observarse claramente en la empresa 18. Aunque el pasaje es un poco extenso nos parece necesario reproducirlo íntegramente: «No permite la providencia ôÂvtna que se logren las artes de los tiranos. La virtud tiene fuerza para atraer a Dios a nuestros intentos, no la malicia. Si algún tirano duró en la usurpación, fuerza fue de alguna gran virtud o excelencia natural, que disimuló sus vicios y le granjeó la voluntad de los pueblos. Pero la malicia lo atribuye a las artes tiranas, y saca de tales ejemplos impías y erradas máximas de el reparto de todos los bienes y males entre todos y cada uno de los hombres y otros recipiendarios según las reglas del derecho natural. He aquí el concepto más amplío de la justicia». La ciencia de la justicia (Uikelogía), Madrid, 1958, pág. 53. (73) Empresa XII, pág. 167. (74) Empresa XCIII, pág. 857.
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Estado, con que se pierden los príncipes y caen los imperios. Fuera de que no todos los que tienen el cetro y la corona en las sienes reinan, porque la divina justicia, dejando a uno con el reino, se le quita, volviéndole de señor en esclavo de sus pasiones y de sus ministros, combatido de infelices sucesos y sediciones» (75). Aquí puede apreciarse claramente que la significación de ambos términos es la misma. Además, hay que tener presente que la expresión «divina providencia» aparece en múltiples ocasiones, mientras que las referencias a la divina justicia son escasas. Concretamente, este término aparece sólo cuatro veces a lo largo de las Empresas Políticas. Aparte de los pasajes ya citados, se hace referencia a la justicia divina en la empresa 95: «Pero como la divina justicia disponía la ruina de Mantua y de aquella casa por los vicios de sus príncipes y por los matrimonios burlados, reducía a este fin los accidentes» (76). Nuevamente se hace intervenir directamente a Dios en el gobierno del mundo. Solamente en la empresa 21 parece que Saavedra establece una distinción entre justicia y providencia divina. En la misma se dice: «¿Cómo siendo Dios justo asistirá a tales artes que acusan su cuidado en el gobierno de las cosas inferiores, fingen su poder y dan a entender lo que no obra?» (77). Sin embargo, resulta difícil precisar el alcance de esta afirmación sin que pueda determinarse a qué tipo de justicia se está refiriendo, aunque parece probable que el atribuir a Dios el predicado de la justicia significa la necesidad de que los hombres cumplan sus deseos.
(75) Empresa XVIII, pág. 212. (76) Empresa XCV, pág. 877. (77) Empresa XXVII, pág. 284.
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IV) a)
LA JUSTICIA COMO VIRTUD PARTICULAR CONCEPTO
Ya hemos dicho que la justicia en sentido subjetivo es un principio de operación, un «habitus» que implica una disposición de ánimo en el sujeto. Saavedra Fajardo formula una definición de justicia que recoge la tradición romana: «Esta justicia no se pudiera administrar bien por la sola ley natural, sin graves peligros de la república; porque siendo una constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que le toca, peligraría si fuese dependiente de la opinión y juicio del príncipe, y no escrita» (78). Se recoge en esta definición la genuïna tradición romana, aunque al mismo tiempo se observa en el conjunto de su doctrina la influencia de Aristóteles. No se trata, en consecuencia, de una definición original que introduzca algún elemento nuevo. Ya hemos dicho que en la obra de Saavedra no se encuentra una doctrina sistemática acerca de la justicia y, sin embargo, su preocupación por este tema es notoria, como lo demuestra el hecho de las numerosísimas ocasiones en que don Diego utiliza el término justicia. Esto no debe extrañarnos, sobre todo, si tenemos en cuenta que la justicia aparece como el fundamento de la actuación del monarca, y al mismo tiempo como el sostén de toda la estructura del Estado. En las Introducciones a la Política y Razón de Estado del Rey Católico Don Fernando se hace una descripción de la justicia en este sentido: «La justicia es el vínculo mayor con que se mantiene unida esta compañía de los hombres. Sin ella se deshace y cae el orden de la república. La potestad suprema de los reyes se levantó para armar en ella la justicia de donde emana la distribución de los premios, la decisión de las causas y el castigo de los delitos. Donde falta el ejercicio desta virtud, vano es y poco estable el oficio de rey» (79). El pasaje transcrito es altamente significativo; en el mismo se hace depender el oficio de rey de la virtud de la justicia. (78) Empresa XXI, pág. 228. (79) Introducciones a la Volítica, pág, 1248. 119
A lo largo de la obra de Saavedra, la justicia es siempre considerada como una virtud y, por consiguiente, pertenece al campo de la ética. Se trata de una de las cuatro virtudes cardinales, pero se presenta en un lugar destacado. El resto de las virtudes cardinales (prudencia, fortaleza y templanza) ocupan un lugar secundario, y prueba de ello es el escaso tratamiento que reciben, a excepción de la prudencia (80), Uno de los puntos más destacados en la concepción de la justicia en Saavedra es su profundo sentido histórico, puesto de relieve en la empresa 22, donde se afirma que «siendo una misma la virtud de la justicia, suele obrar diversos efectos en diversos tiempos» (81). A nuestro juicio, lo que se requiere remarcar en este pasaje es la posibilidad de que se asignen diferentes contenidos a la justicia. Obviamente se afirma la unidad de la justicia, pero las concretas circunstancias históricas podrán modificar los criterios de aplicación. Saavedra no cree que la virtud de la justicia pueda ejercitarse siempre del mismo modo, siendo necesario, en todo caso, una adecuación de la misma en función de la situación histórica. Pero esta adecuación es también necesaria en la medida en que los pueblos son distintos; por ello creemos que puede hablarse de una justicia relativa. En la empresa 81 se hace una descripción de los caracteres de los diversos pueblos, afirmándose que es imprescindible que el príncipe conozca sus costumbres para gobernar las provincias extranjeras. El análisis de Saavedra —con independencia de que en el mismo defiende los intereses españoles— demuestra un gran conocimiento de la idiosincrasia de los diferentes pueblos; a título de ejemplo reproducimos algunos de estos párrafos: «Los franceses son corteses, afables y belicosos. Con la misma celeridad que se encienden sus primeros ímpetus se apagan. Ni saben contenerse en su país, ni mantenerse en el ajeno: impacientes y ligeros. Los flamencos (son) industriosos, de ánimos candidos y sencillos, aptos para las artes de la paz y de la guerra, en las cuales da siempre grandes varones aquel país. Aman la libertad (80) Tendremos ocasión de referirnos a la prudencia más adelante, cuando examinemos el pensamiento político de Saavedra. (81) Empresa XXII, pág. 243.
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y la religión. No saben engañar, ni saben ser engañados. Sus naturales blandos son metales deshechos, que, helados, retienen siempre las impresiones de sus sospechas. Y, así, el ingenio y arte del conde Mauricio los pudo inducir al odio contra los españoles, y con apariencias de libertad los redujo a la opresión en que hoy viven las Provincias Unidas. Los griegos, vanos supersticiosos y de ninguna fe, olvidados de lo que antes fueron. Los asiáticos, esclavos de quien los domina y de sus vicios y supersticiones. Más levantó y sustenta agora aquel gran imperio nuestra ignavia que su valor, más nuestro castigo que sus méritos. Los moscovitas y tártaros, nacidos para servir, acometen en la guerra con celeridad y huyen con confusión..., etc.» (82). De cualquier modo, Saavedra no es categórico en sus afirmaciones, ya que más adelante dice que «estas observaciones generales no comprenden siempre a todos los individuos, pues en la nación más infiel e ingrata se hallan hombres gratos y fieles» (83). Volviendo al tema que nos ocupa, conviene señalar que la especificación de Saavedra en relación con la virtud de la justicia es sumamente importante. Representa en nuestro autor la necesidad de no perder de vista los hechos, tal y como éstos se producen. En definitiva, lo que se quiere decir es que la realidad no puede llegar a conocerse si se prescinde de los datos empíricos, de la experiencia (84). La justicia consiste, según Saavedra, en dar a cada uno lo que le toca. La formulación del concepto no plantea mayores problemas, pero lo que sí resulta problemático es determinar qué es lo que toca a cada uno, tanto por lo que se refiere a los premios como al castigo. Aquí es donde Saavedra se muestra cauteloso, advirtiendo que «siendo una misma la virtud de la justicia, suele obrar diversos efectos en diversos tiempos»; tal es el sentido que, a nuestro juicio, tiene tal afirmación; sentido que viene confirmado por el ejemplo que Saavedra utiliza con anterioridad (85). (82) Empresa LXXXI, págs. 773-774. (83) Ibidem. (84) En relación con el tema de la experiencia en la obra de Saavedra, puede verse la obra de MURILLO FERROL, ya citada, especialmente, páginas 76 y ss. (85) Saavedra compara las figuras de Fernando el Católico y Pedro el Cruel, empresa XXTI, págs. 242-243.
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b)
LA JUSTICIA COMO
IGUALDAD; CLASES DE JUSTICIA
Páginas atrás hemos señalado que la justicia ha sido concebida siempre como una regia de igualdad. En la justicia se realiza de algún modo el principio de igualdad; igualdad y justicia son nociones íntimamente relacionadas, hasta el punto de que ésta es una cierta aplicación de aquélla. Saavedra también considera que el fundamento de la justicia es la igualdad. Aunque sean términos distintos, la relación que existe entre ellos es tan estrecha que no puede concebirse la justicia sin que exista igualdad; ésta es un elemento constitutivo de la noción de justicia. En los consejos que da Saavedra al príncipe se hace referencia a la igualdad como fundamento de la justicia: «Y fácilmente se desconcertarían y harían peligrosas disonancias si el príncipe diese larga mano a los magistrados, favoreciese mucho a la plebe o despreciase la nobleza, si con unos guardase justicia y no con otros, si confundiese los oficios de las armas y letras; si no conociese bien que se mantiene la majestad con el respeto, el reino con el amor, el palacio con la entereza, la nobleza con la estimación, el pueblo con la abundancia, la justicia con la igualdad...» (86); y en otro lugar se dice que «el príncipe debe hacerse amar de todos con la afabilidad, con la igualdad de la justicia, con la clemencia y con la abundancia...» (87). La justicia, por tanto, presupone la idea de igualdad; como el propio Saavedra dice: la justicia se mantiene con la igualdad. Partiendo de esta noción elemental, Saavedra establece la distinción entre las diversas clases de justicia, recogiendo en lo esencial el precedente aristotélico. Como es sabido, Aristóteles en la Etica a Ntcómaco abordó el tema de la justicia estableciendo una clasificación que se haría clásica en cuanto a las formas en que se puede entender la justicia en cuanto igualdad. En primer lugar, la justicia distributiva que tiene por objeto el reparto de premios y honores entre los miembros de la comunidad en razón de sus respectivos méritos. Si concurren los mismos méritos el tratamiento será el mismo, pero si los méritos son desiguales el (86) Empresa LXI, pág. 614. (87) Empresa C, pág. 913. 122
tratamiento habrá de ser diferente. La justicia distributiva consiste en una relación proporcional que Aristóteles denomina proporción geométrica. En segundo lugar, la justícia correctiva o sinalagmática, que supone la aplicación del principio de igualdad de un modo absoluto, en la medida en que da a todos los sujetos por igual con independencia del mérito. Por ello lo único que aquí se valora es el beneficio o el daño de los distintos sujetos. Aristóteles representa este segundo tipo de justicia con la proporción aritmética. Saavedra también distingue dos tipos de justicia; en las Introducciones a la eolítica se refiere expresamente a los mismos: «La potestad suprema de los reyes se levantó para armar en ella la justicia, de donde emanase la distribución de los premios y el castigo de los delitos» (88). La justicia distributiva viene representada por la distribución de los premios, y la correctiva o sinalagmática por el castigo de los delitos. Saavedra, por tanto, no recoge la posterior subdivisión que hiciera Aristóteles de la justicia sinalagmática en conmutativa y judicial. Al hablar exclusivamente del castigo de los delitos se refiere propiamente a la justicia judicial, es decir, aquella en la que la intervención del juez es necesaria y que se impone incluso contra la voluntad de los sujetos. La justicia conmutativa, en la que el elemento principal es la voluntad de los interesados, no aparece mencionada. Esta omisión resulta un poco extraña, ya que la clasificación que hace Saavedra está tomada de la obra de Aristóteles y por ello resulta inexpicable que no se refiera a la justicia conmutativa. Esta clasificación de las diversas especies de justicia aparece también en las Empresas Políticas, aunque aquí no se utiliza el término justicia, sino que se habla de leyes. Pero, en definitiva, las leyes deben recoger los principios de la justicia, y en ellas deberá aparecer esta doble vertiente de premio y castigo. Estas son las palabras de Saavedra: «Ni la luz natural (cuando fuese libre de afectos y pasiones) sería bastante por sí misma a juzgar rectamente en tanta variedad de casos como se ofrece. Y así fue necesario que con el largo uso y experiencia de los sucesos se fuesen las repúblicas armando de leyes penales y distributivas. (88) Introducciones a la Política, pág. 1248.
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Aquellas para el castigo de los delitos y éstas para dar a cada uno lo que le perteneciese. Las penales se significan por la espada, símbolo de la justicia, como lo dio a entender Trajano cuando, dándosela desnuda al prefecto Pretorio le dijo: Toma esta espada y usa de ella en mi favor si gobernare justamente; y, si no, contra mí. Los dos cortes della son iguales al rico y al pobre. No con lomos para no ofender al uno, y con filos para herir al otro. Las leyes distributivas se significan por la regla o escuadra, que mide a todos indiferentemente sus acciones y derechos. A esta regla de justicia se ban de ajustar las cosas» (89). En relación con la justicia sinalagmática se señala la necesidad de que se aplique el principio de igualdad de un modo absoluto, con independencia del mérito. Gráficamente aparece la espada como símbolo de la justicia para significar que sus filos son iguales al pobre y al rico (naturalmente, Saavedra no es el primero que utiliza la espada como símbolo de la justicia). Con ello lo que se quiere afirmar es que la aplicación de este tipo de justicia (de leyes) sólo toma en consideración el beneficio o daño producido, y que sus reglas, por decirlo de algún modo, son neutras. La justicia distributiva tiene por objeto el reparto de honores en función de los méritos. Es a este tipo de justicia al que Saavedra dedica una mayor atención. A lo largo de las Empresas se observa una constante preocupación por la distribución de los premios. Así, «el príncipe debe atender con gran prudencia a la distribución justa de los premios, porque si son bien distribuidos, aunque toquen a pocos, dejan animado a muchos» (90). Saavedra reprocha a los legisladores la falta de atención dedicada a los premios, y la excesiva importancia que conceden al castigo, citando ejemplos de las Sagradas Escrituras: «Por eso Ezequiel mandó al rey Sedequías que se quitase la corona y las demás insignias reales, porque estaban como hurtadas en él, porque no distribuía con justicia los premios. En reconociendo el príncipe el mérito, reconoce el premio, porque son correlativos. Y si no le da es injusto. Esta importancia del premio y la pena no consideraron bien los legisladores y jurisconsultos, porque todo (89) Empresa XXI, pág. 229. (90) Empresa XL, pág. 380,
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su estudio pusieron en los castigos y apenas se acordaron de íos premios... Siendo, pues, tan importantes en el príncipe el premio y el castigo, que sin este equilibrio no podría dar paso seguro sobre la maroma del gobierno, menester es gran consideración para usar dellos» (91). Saavedra llega a considerar el premio y la pena como el soporte del propio Estado, porque «en faltando el premio y la pena, falta el orden de república; porque son el espíritu que la mantienen. Sin el uno y el otro no se pudiera conservar el principado; porque la esperanza del premio obliga al respeto, y el temor de la pena a la obediencia, a pesar de la libertad natural, opuesta a la servidumbre» (92). La distribución de los premios debe hacerse en función de los méritos y esto exige, en todo caso, que la distribución sea justa. Si la distribución fuese injusta las consecuencias podrían ser fatales, y de las mismas advierte con gran énfasis el escritor murciano: «en los premios dados inconsideradamente poco debe el agradecimiento. Presto se arrepiente el que da ligeramente, y la virtud no está segura de quien se precipita en los castigos. Si se excede en ellos excusa el pueblo el delito en odio a la severidad. Si un mismo premio se da a la virtud y al vicio, queda éste insolente y aquélla agravada. Si al uno (con igualdad de méritos) se da mayor premio que al otro, se muestra éste invidioso y desagradecido; porque envidia y gratitud por una misma cosa no se pueden hallar juntas» (93). Y con anterioridad afirma: «Y así debe cuidar mucho la estimación de tales premios, distribuyéndolos con gran atención a los méritos; porque en tanto se aprecian, en cuanto son marcas de la nobleza y del valor. Y si se dieren sin distinción serán despreciados» (94). De cualquier modo, como puede observarse, Saavedra no desarrolla una doctrina sistemática sobre la justicia. Las alusiones al tema de la justicia son esporádicas, pero en todas ellas es notoria la huella aristotélica. Para concluir debemos preguntarnos si la doctrina de Saavedra en relación con la justicia es ori(91) (92) (93) (94)
Empresa XXIII, pág. 254. Ibidem, pág. 253. Ibidem, pág. 255. Ibidem, pág. 252.
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ginal. Todo lo que llevamos dicho indica que la posición de Saavedra no es original, pero, además, creemos que don Diego tampoco lo pretendía. Se limita a recoger el pensamiento tradicional, pero representado en un nuevo estilo: las máximas políticas.
V)
LA EQUIDAD EN SAAVEDRA
Ya Aristóteles había señalado que teniendo la ley un carácter general resulta necesario «corregirla» cuando ésta se aplica a los casos particulares. La ley es siempre general y, por consiguiente, abstracta, y para obviar dicha abstracción Aristóteles ofreció como remedio aquella forma de justicia que él llamó epiéikeia (adaptación, conveniencia). Saavedra Fajardo conocía perfectamente la doctrina de Aristóteles y, sin embargo, en el tema de la equidad se aparta ostensiblemente del Estagirita. Don Diego hace referencia a la equidad solamente en dos ocasiones, pero ello basta para afirmar que su pensamiento en este punto es del todo original, aunque a nosotros nos parece poco acertado. Afirma don Diego en sus Empresas que «la prudencia política dividió la potestad de los príncipes. Y sin dejarla disminuida en sus personas, la trasladó sutilmente al papel y quedó escrita en él, y distinta a los ojos del pueblo la majestad para exercicio de la justicia, Con que prevenida en las leyes antes de los casos k equidad y el castigo, no se atribuyesen las sentencias al arbitrio o a la pasión y conveniencia del príncipe, y fuese odioso a los subditos» (95). Saavedra sabe perfectamente en qué consiste la equidad —más adelante se podrá observar que sus palabras no ofrecen lugar a dudas— y, sin embargo, a tenor del párrafo transcrito parece privarla de todo su valor. Efectivamente, se dice que en las leyes debe estar prevenida la equidad «antes de los casos», lo que supone una evidente contradicción, porque la razón de ser de la equidad se encuentra precisamente en la existencia de casos singulares que escapan a (95) Empresa XXI, pág. 230,
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la fórmula genérica expresada en la ley. Una de las características fundamentales de toda norma jurídica es su generalidad (96); por ello afirmar que en las leyes debe estar prevenida la equidad no tienen ningún sentido. Como señala Fernández-Galiano, «la nota de la generalidad apunta al hecho de que la norma jurídica posee una abstracción que la eleva por encima de los casos singulares que la vida presenta. La norma está dada, precisamente, para regular esos variadísimos supuestos, pero, precisamente, para que pueda servir a todos, debe prescindir de detalles y caracteres singulares» (97). Y más adelante, concluye: «La prueba de que la norma sigue siendo abstracta y general es que se necesita de una interpretación para su adaptación al caso singular» (98). Justamente, en este momento, entra en juego la equidad, es decir, cuando la norma se individualiza, pero en ningún caso antes. Si se analiza detalladamente lo que Saavedra dice en sus Empresas Políticas, puede parecer a primera vista que su finalidad es eminentemente práctica; es decir, se pretende que el príncipe quede sometido a las leyes y se trata de impedir que el monarca utilice la norma para sus propios fines, o sea, según su particular conveniencia. Todo esto es cierto, pero no lo es menos que el camino a través del cual se pretende la consecución de tal finalidad es, a todas luces, erróneo. La equidad no puede estar prevenida en las leyes antes de los casos singulares. Por consiguiente, podemos afirmar que Saavedra demuestra en este punto una visión poco aguda del fenómeno jurídico. Todo lo que hemos dicho queda todavía más patente en el otro pasaje en el que se habla de la equidad. Después de clasificar las leyes en distributivas y penales se dice que «las leyes distributivas se significan por la regla o escuadra, que mide a todos indiferentemente sus acciones y derechos. A esta regla de justicia se han de ajustar las cosas. No ella a las cosas, como lo (96) Sobre este punto puede verse el interesante análisis de FERNÁNDEZGAUANO en su Introducción a la filosofía del derecho ya citada, págs. 45 y siguientes. (97) Ibidem, pág, 45. (98) Ibidem, pág. 46.
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hacía la regla Lesvw, que pot ser de plomo se doblaba y acomodaba a las formas de las piedras» (99). Es obvio que Saavedra conocía la doctrina aristotélica, porque cita el ejemplo que el propio Aristóteles utilizó —y que se haría famoso— de la regla lesbia que siendo de plomo permitía la medición de las piedras, ya que podía adaptarse a todas las particulares variedades de la superficie a que se aplicaba. Sin embargo, Saavedra se aparta de la doctrina de Aristóteles o, más exactamente, rechaza expresamente la existencia de la equidad. Ahora estamos en condiciones de comprender mejor lo que Saavedra decía en el párrafo anterior. Si la equidad supone la posibilidad de adaptación de la ley a las circunstancias del caso concreto, su utilización podría implicar un apartamiento de la norma jurídica; ésta puede ser quebrantada por este camino; en consecuencia se priva de toda eficacia a la equidad, porque decir que ésta debe estar prevenida en las leyes antes de los casos supone su más absoluta negación. A pesar de la escasa visión que demuestra Saavedra en este punto, hay que reconocer, no obstante, sus buenos propósitos. Lo que él desea es que «las sentencias no se atribuyan al arbitrio o a la pasión y conveniencia del príncipe», y desde luego resulta encomiable tal afirmación, porque representa un principio de limitación en la actuación del monarca, pero no advierte que por esta vía priva de toda jugosidad al derecho reduciéndolo a un mero sistema matemático, en el que la misión del juez consiste en extraer conclusiones de una norma general; es decir, se concibe la norma jurídica (el derecho) como un mero silogismo (esto es, argumento compuesto de tres proposiciones, la última de las cuales se infiere de las otras). En las Introducciones a la Política también hace Saavedra una alusión al tema de la equidad: siguiendo la Política de Aristóteles y en relación con la ciudad afirma que «el fin último (de la ciudad) es la comodidad de la vida con equidad y justicia» (100). Resulta difícil precisar el alcance de esta afirmación (99) Empresa XXI, pág. 229. (100) Introducciones a la Política, pág. 1226.
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respecto de la equidad, pero nos parece que el término equidad no se utiliza aquí en sentido jurídico. Resumiendo lo que hasta aquí llevamos dicho, se puede afirmar que Saavedra en el tema de la justicia recoge, sobre todo, el precedente aristotélico. Solamente en relación con la equidad muestra una postura original, aunque, como ya ha quedado señalado, resulta poco acertada.
VI) DERECHO NATURAL a)
CONSIDERACIONES GENERALES
Las palabras que utilizábamos al iniciar el capítulo de la justicia son de aplicación por lo que respecta al derecho natural. En efecto, el derecho natural ha constituido —y aún hoy constituye— una de las preocupaciones fundamentales dol pensamiento filosófico. El problema del derecho que debe ser fue ya planteado en la antigüedad clásica, recibiendo a través de los siglos las más diversas formulaciones. Como señala Del Vecchio, «la idea del derecho natural es, en efecto, de esas que acompañan a la humanidad en su desenvolvimiento; y si, como no pocas veces ha ocurrido •—sobre todo en nuestro tiempo—, algunas escuelas pretenden negarla o ignorarla, aquella idea se reafirma vigorosamente en la vida» Í101). Durante 2.500 años se ha tratado de fundamentar el derecho positivo en un ordenamiento superior que se impone necesariamente a los hombres y que el legislador debe tener en cuenta a la hora de establecer preceptos concretos. «El derecho natural —dice Rodríguez Paniagua (102)— ha sido entendido de hecho, sobre todo, como la expresión del ideal del derecho: como una doctrina acerca de cómo debe ser el derecho, acerca del deber (101) Giorgio DEL VECCHIO: LOS principios generales del derecho, Barcelona, 1978, traducción de J. Ossorio Morales, ed. Bosch, 3.a edición, Pág. 71. (102) José María RODRIGUEZ PANIAGUA: Derecho y Etica, Madrid, 1977, ed. Tecnos, pág. 70. 129 9
ser del derecho». Sin embargo, conviene señalar, tal como hace Welzel, que el problema fundamental del derecho natural es el de determinar en qué consiste la naturaleza humana. Precisamente «los intentos de dar una respuesta a esta pregunta han escindido radicalmente, desde un principio, la doctrina del derecho natural. A través de todos los tiempos y de todas las épocas en las que se acostumbra a dividir la doctrina del derecho natural corre una antítesis de principio, la cual aunque oculta a veces, aparentemente por compromisos, se abre paso una y otra vez con igual radicalismo» (103). Esta antítesis se produce entre lo que Weízel llama un derecho natural «ideal» y un derecho natural «existencial». Los presupuestos de ambos tipos de derecho son radicalmente diferentes: «Para el derecho natural ideal la esencia del hombre se determina partiendo de la razón, del logos; el hombre es un ser racional y social, un animal «rationale et sociale». Para el derecho existencial, en cambio, el hombre no es primariamente un ser racional, sino que se encuentra determinado por actos volitivos e impulsos de naturaleza prerracional. Para la doctrina ideal del derecho natural éste es un orden ideal, eternamente válido y cognoscible por la razón; para la doctrina existencial del derecho natural, en cambio, éste se basa en decisiones condicionadas por la situación concreta dada o en la afirmación vital de la existencia» (104). Esta clasificación del derecho natural en ideal y existencial —que nos parece sumamente acertada—• será la que utilizaremos cuando analicemos la concepción de Saavedra. Por otra parte, hay que tener presente que la expresión derecho natural es ambigua y encierra una multiplicidad de significa(103) Hans WELZEL: Introducción a la filosofía del derecho, Madrid, 1979, traducción de Felipe González Vicen, ed. Aguilar, 3.a reimpresión, pág. 5. (104) Ibidem. Señala WELZEL que «para la comprensión de la doctrina del derecho natural es de importancia decisiva el hecho de que nos salen al paso dos sistemas de derecho natural esencialmente distintos... Harto a menudo se tienen en cuenta sólo los sistemas del derecho natural ideal, con lo cual, no solamente se obtiene una idea unilateral del derecho natural, sino que se desconoce, sobre todo, su motivo más profundo, que es llegar a una idea precisa del ser del hombre» (pág, 5).
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ciones. En primer lugar, el término derecho (105) tiene diversas acepciones, pero si además le añadimos el calificativo de natural la confusión aumenta. Como señala Fernández-Galiano, «el adjetivo natural tiene, gramaticalmente, el mismo valor que el genitivo «de la naturaleza», por lo que derecho natural significará, primariamente, derecho de la naturaleza» (106). Sin embargo, esta primera aproximación lingüística no resuelve el problema, en la medida en que el término naturaleza ha recibido significaciones distintas. Con razón decía Panikker en una magnífica obra que «el problema acerca de lo que es la naturaleza constituye una faceta del primer problema metafísico por excelencia» (107). Lo que se quiere decir es que el concepto del derecho natural viene determinado por la concepción de la naturaleza, y en función de la idea que se tenga de la misma se procederá a una u otra formulación del concepto del derecho natural. Llegados a este punto, cabe preguntarse si en realidad existe tanta disparidad entre las diferentes teorías del derecho natural. En otras palabras, la historia del derecho natural ¿representa una sucesión inconexa de actitudes en torno al fenómeno jurídico? o, por el contrario, ¿es el resultado de una fecunda evolución, que, lejos de caer en la contradicción permanente, pretende dar una respuesta unitaria al fenómeno jurídico a través de la superación de las discrepancias? Afirmar lo segundo nos parece lo más acertado; en este sentido se manifiesta Welzel cuando dice que «la historia de la teoría del derecho natural es, menos que ninguna otra, una sucesión discontinua de teorías contradictorias, sino que progresa en el encadenamiento de nuevos problemas sucesivos» (108). (105) Sobre el significado del término derecho puede verse el agudo análisis que hace el profesor FERNÁNDEZ-GALIANO a través de la etimología (tanto del ius como de derecho). Derecho natural. Introducción filosófica al derecho, op. cit., págs. 60 y ss. (106) Ibidem, pág. 71. (107) Raimundo PANIKKER : El concepto de naturaleza. Análisis histórico y metafísico de un concepto, Madrid, 1972, 2.a éd., pág. 3. (108) Introducción a la filosofia del derecho, op. cit., pág. 112. Refiriéndose al nacimiento del derecho natural moderno afirma más adelante que «la época del derecho natural teológico había cumplido su cometido, e
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La violenta reacción qué se produjo en el siglo xix contra eí derecho natural, sobre todo por obra del positivismo, no ha impedido que la doctrina iusnaturalista (109) haya recobrado en el presente siglo renovado entusiasmo, produciéndose lo que Rommen ha llamado el «eterno retorno del derecho natural». Por ello no hay inconveniente en admitir la posibilidad de negación del derecho natural (110), pero lo que sin duda alguna resulta evidente es que la idea del derecho natural permanece vigente en el ámbito de la cultura occidental. b)
CONCEPCIÓN DE SAAVEDRA
Nuestro autor tampoco trata en su obra el derecho natural como un problema específico, aunque, no obstante, no se limita exclusivamente a constatar su existencia, sino que ofrece interesantes observaciones a través de las cuales se puede analizar su concepto del derecho natural. Por razones puramente cronológicas, empezaremos por las alusiones contenidas en las Introducciones a la Política. Como es sabido, esta obra es anterior a las Empresas y, de algún modo, viene a ser un avance de las mismas. En las Introducciones a la Política la influencia de Aristóteles salta a la vista, y el propio Saavedra confiesa abiertamente seguir la doctrina del Estagirita: impulsada inmanentemente a una secularización, cada vez mayor, tenía que pasar a nuevas manos por razón de ia problemática alcanzada». (109) Utilizamos aquí el término iusnaturalísmo en un sentido amplio, es decir, se habla propiamente de lo que el. profesor FERNÁNDEZ-GALIANO ha llamado «objetivismo jurídico», designando con este término toda la doctrina que afirma que por encima del derecho positivo, dimanante de un legislador, hay algo que es superior a ese derecho, de tal suerte que las normas de éste no pueden ignorarlo ni conculcarlo, por lo que de cierta manera viene a ser fundamento de tal derecho positivo o, por lo menos, límite para el mismo. Derecho natural. Introducción filosófica al derecho, op, cit., pág. 78. (110) Una postura original, negadora del derecho natural, es la mantenida por el profesor ROBLES MORCHÓN en su obra Epistemología y derecho, Madrid, 1982; ed. Pirámide, págs. 199-213. Este artículo titulado «El fracaso epistemológico del derecho natural», apareció publicado, por primera vez, en la Revista de la facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, num. 54, 1978, págs, 73-88.
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«En la doctrina seguiré a Aristóteles como más luz y más fácil disposición, añadiendo o quitando lo que no se pudiere ajustar a los imperios y repúblicas desta ciudad, Y porque el fin de la scíencia civil o política es conocer y praticar juntamente, pondré en la segunda parte de este tratado, no un príncipe fingido o ideal, sino verdadero, en quien se hallen praticados los más prudentes documentos de la verdadera política: tal será el rey don Fernando el Católico» (111). La influencia aristotélica es, sobre todo, notoria por lo que se refiere al tema de la esclavitud, ya que ésta es —como decía Aristóteles— en realidad por naturaleza. Dice Saavedra que «a todos los hombres hizo libres la Naturaleza, y a muchos el derecho de gentes hizo esclavos o criados, no porque se mude el derecho natural, siempre fijo y siempre uniforme, ni porque se dispense con él, sino porque la luz del entendimiento por algunos accidentes y circunstancias retira los objetos de la regla común de la Naturaleza e introduce la esclavitud o servidumbre» (112). Lo que en cualquier caso puede apreciarse es que Saavedra distingue claramente entre el derecho natural y el derecho de gentes. Esta distinción entre ambos órdenes jurídicos se observa en la clasificación que hace de la esclavitud. En efecto, la esclavitud puede ser de dos clases: natural (ésta se produce en relación con aquellos hombres de entendimiento rústico y grosero) y civil o legal (que es la del cautivo de guerra), cuyo origen se encuentra en el derecho de gentes (113). Independientemente de la perplejidad que puedan causarnos las palabras de Saavedra en relación con la esclavitud, lo cierto es que en ellas se apuntan algunos de los caracteres fundamentales del derecho natural. Para el escritor murciano, el derecho natural es siempre fijo y uniforme, es decir, no es posible que por el simple transcurso del tiempo sus preceptos puedan variar. Lo que afirma Saavedra es la unidad del derecho natural, esto es, tal ordenamiento jurídico ha regulado los comportamientos hu(111) Introducciones a la Política, pág. 1225. (112) Ibidem, pág. 1229. (113) Ibidem.
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manos en todo tiempo y en todo lugar; en consecuencia, se afirma la universalidad (es decir, unidad en el espacio) y la inmutabilidad (unidad en el tiempo) del derecho natural. También creemos encontrar en las palabras de Saavedra una referencia a la doctrina suareciana de la inaplicación de la ley natural por mudanza en la materia. En efecto, Saavedra dice que el derecho natural no puede cambiar, y que nadie puede ser dispensado del mismo, pero, en ocasiones, «la luz del entendimiento por algunos accidentes y circunstancias retira los objetos de la regla común de la Naturaleza», es decir, el derecho natural no varía, pero sí las circunstancias y algunos «accidentes». Estas circunstancias son las que motivan que el derecho natural, aun permaneciendo inalterable, pueda dejar de aplicarse a un caso determinado si concurren especiales circunstancias. Saavedra no cita a Suárez, pero creemos que debió conocer su doctrina, especialmente durante su etapa universitaria en Salamanca. De todos modos, como puede verse en el párrafo transcrito, Saavedra no desarrolla suficientemente su pensamiento, circunstancia ésta que nos impide afirmar con total seguridad la huella suareciana en este punto. Ya en las Empresas 'Políticas y en relación con la inmutabilidad del derecho natural encontramos otros pasajes en los cuales vuelve a reafirmarse esta nota: «Solamente aquellos exemplos se pueden imitar con seguridad que resultaron de causas y razones intrínsecamente buenas al derecho natural y de las gentes, porque éstas en todos los tiempos son las mismas» (114). Nuevamente se alude a la imposibilidad de alteración de los preceptos del derecho natural, pero, además, se hace una observación que nos parece sumamente importante: se habla de aquellas causas y razones «intrínsecamente buenas al derecho natural». El término «intrínsecamente» debe ser suficientemente subrayado, ya que su utilización implica una consecuencia de gran importancia: el derecho natural, cuando ordena o prohibe la realización de una conducta, lo hace porque tal conducta es buena o mala en sí misma, lo que supone un rechazo del voluntarismo. (114) Empresa XXIX, pág. 295, 134
Otro de los puntos importantes en la doctrina del derecho natural de Saavedra es la afirmación categórica de que es absolutamente imprescindible el derecho positivo. En efecto, el derecho natural establece criterios de carácter general; sus preceptos tienen un carácter universal y por esta razón no pueden entrar a regular conductas concretas. Esta misión queda encomendada exclusivamente a las leyes positivas. Saavedra afirma que la justicia no se puede «administrar por la sola ley natural, sin graves peligros de la república..., porque peligraría si fuese dependiente de la opinión y juicio del príncipe, y no escrita», y a continuación añade: «ni la luz natral (cuando fuese libre de afectos y pasiones) sería bastante por sí misma a juzgar rectamente en tanta variedad de casos como se ofrecen» (115). Aquí se contienen dos afirmaciones importantes: en primer lugar se establece la insuficiencia de la ley natural con una finalidad eminentemente práctica: el control de la actuación del monarca. Es necesario que existan leyes positivas que impidan que el monarca goce de un poder excesivo; estas leyes delimitarán con precisión las funciones y cometidos del monarca, evitándose de esta forma los peligros de una manipulación de la ley natural. En segundo lugar se destaca la riqueza de las relaciones sociales; estas relaciones ofrecen una gran variedad de casos que la ley natural, por su carácter universal, no puede regular. En consecuencia, es necesario el derecho positivo, ya que «ni la luz natural sería bastante por sí misma a juzgar rectamente en tanta variedad de casos como se ofrecen». Pero, además, Saavedra hace una precisión importante por lo que se refiere a la luz natural (esta luz natural no es otra cosa que la razón natural). Se dice que la razón natural no puede juzgar rectamente en tanta variedad de casos, ni «aun cuando fuese libre de afectos y pasiones». Esto a sensu contrario significa que normalmente la razón natural no está libre de afectos y pasiones; de ahí que sean necesarias las leyes positivas. En última instancia, lo que aquí se está planteando es el problema del arbitrio judicial (aunque Saavedra se refiera sólo al rey, creemos que sus palabras son de aplicación a los jueces en general); es decir, ¿el juez debe juzgar con arreglo a (115) Empresa XXI, págs. 228-229. 135
su propio criterio teniendo en cuenta las particularidades del caso que se le presenta? o, por el contrario, ¿es mejor que se limite a ia aplicación de unas normas previamente establecidas? ¿Debe el juez juzgar con arreglo a las leyes positivas o de acuerdo con la razón natural? En principio parece que Saavedra se inclina por una posición excesivamente legalista; el juez debe limitarse a aplicar las leyes positivas, ya que guiarse por la razón natural entraña evidentes peligros. Un argumento decisivo en favor de esta tesis es el rechazo expreso que se produce en Saavedra respecto de la equidad, y al que páginas atrás hemos hecho referencia. Pero, además, de la lectura de la empresa 21, que está dedicada íntegramente al estudio de las leyes positivas, se desprende que Saavedra no es partidario de dejar un amplío margen a la actividad judicial. Solamente en una ocasión se otorga especial relevancia a la razón natural: cuando falten las leyes escritas, es decir, cuando se produce una laguna en el ordenamiento jurídico: «Menores daños nacerán de que cuando falten leyes escritas sea ley viva la razón natural, que buscar la justicia en la confusa noche de las opiniones de los doctores, que hacen por la una y otra parte, con que es arbitraria y se da lugar al soborno y a la pasión» (116). Sólo en este caso se admite expresamente la razón natural, pero parece que Saavedra lo hace, si no a disgusto, sí al menos como última solución o remedio. Se puede utilizar la razón natural cuando ya no queda otra alternativa; se presenta, pues, como una imperiosa necesidad, cuyo uso es, por consiguiente, excepcional. Ahora bien, la razón natural es un concepto más amplio que no sólo adquiere relevancia en relación con las leyes positivas, y prueba de ello es la frecuente utilización de esta expresión. Algunos ejemplos nos permitirán delimitar el concepto de razón natural con mayor precisión: hablando de los posibles remedios a la decadencia de la monarquía española dice: «No serán éstos de quintas esencias ni de arbitrios especulativos, que con admiración acredita la novedad y con daño reprueba la experiencia, sino aquellos que dicta la misma razón natural, y por comunes desprecia la (116) Ibidem, pág. 235.
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ignorancia» (117). En otro lugar afirma: «No se excusan estos errores con la ley de las Doce Tablas y con el derecho común que reparten entre los hermanos la herencia del padre, ni con la razón natural, que parece hacer comunes los bienes de quien dio común ser a los hijos; porque el rey es persona pública, y ha de obrar como tal, y no como padre» (118). Y, ya para concluir, un ejemplo sumamente ilustrativo: «Los embajadores son espías públicos. Y sin faltar a la ley divina ni al derecho de las gentes, pueden corromper con dádivas la fe de los ministros, aunque sea jurada, para descubrir lo que injustamente se maquina contra su príncipe; porque éstos no están obligados al secreto, y a aquéllos asiste la razón natural de la defensa propia» (119). Hemos elegido estos tres ejemplos porque en cada uno de ellos se asigna una significación diferente a la razón natural. En el primer caso estamos en presencia de lo que hoy llamaríamos sentido común. Al ofrecer las posibles soluciones a la decadencia española, Saavedra quiere seguir el camino más sencillo, y éste es el del sentido común. El segundo pasaje tiene evidentes connotaciones iusnaturalistas ; el término razón natural podría sustituirse por el de derecho natural, sin que este cambio produzca ninguna variación en el significado; tal es el sentido que, a nuestro juicio, tienen las palabras de Saavedra. Por último, en el tercer pasaje la razón natural parece incardinarse en el marco del derecho de gentes. La actuación de los embajadores, a pesar de la dudosa licitud de los medios empleados (120), se ve amparada por el derecho de gentes. Saavedra no habla del derecho natural en este párrafo, y creemos que lo hace deliberadamente para diferenciar órdenes normativos diversos. Por eso creemos que en este contexto el derecho de gentes es el único que puede tener alguna relevancia. Ya hemos dicho en otro lugar que Saavedra distingue nítidamente entre el derecho de gentes y el derecho natural, porque (117) Empresa LXIX, pág. 677. (118) Empresa LXX, pág. 690. (119) Empresa LXXÏX, pág. 757. (120) Este pasaje de los embajadores como espías públicos es uno de los que utilizaba AZORÍN para calificar el pensamiento de Saavedra como maquiavélico. Vid. capítulo I, págs. 50 y ss.
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siempre que se refiere a los mismos lo hace como si se tratara de dos ordenamientos diferentes, pero entre los que existe una cierta relación, como se desprende de aquellos pasajes en los que ambus órdenes normativos aparecen mencionados: «Pero no sea tan .soñolienta esta confianza, que duerma descuidado de los casos en que la ambición, el interés o el odio suelen perturbar la fidelidad, violados los mayores vínculos del derecho de la Naturaleza y de las gentes» (121), o también: «Lo cual nace de que las armas no se levantan por recompensa de ofensas o por satisfacción de daños, sino por ambición ciega de ensanchar los dominios, en que ni a la religión ni a la sangre ni a la amistad se perdona, confundidos los derechos de la Naturaleza y de las gentes» (122), etc. c)
FUNDAMENTO DEL DERECHO NATURAL
Nos enfrentamos ahora con uno de los temas más espinosos del pensamiento de Saavedra, ya que su postura no es, en modo alguno, lo suficientemente clara. Lo primero que puede decirse es que Saavedra no sigue en este punto la doctrina de la escolástica española, o, al menos, no lo hace de un modo explícito. Una de las afirmaciones capitales de la escuela española del derecho natural es la conexión existente entre ley natural y ley eterna; el derecho natural tiene un fundamento teológico en la medida en que se concibe la ley natural como una participación de la criatura racional en la ley eterna cuyo autor es Dios. Pues bien, no hemos encontrado en toda la obra de Saavedra ni una sola referencia a la ley eterna. En este punto puede apreciarse una curiosa coincidencia entre Saavedra y Gabriel Vázquez, autor éste que, como es sabido, no establece como fundamento del derecho natural la ley eterna, sino la naturaleza racional del hombre constituyendo un precedente de Grocio y del iusnaturalismo racionalista posterior. Creemos que esta omisión en Saavedra debe tener algún significado, puesto que él conocía perfectamente las definiciones clásicas tanto de la ley eterna como de la ley natu(121) Empresa LI, pág. 504. (122) Empresa XLIV, pág. 412. 138
ral formuladas por San Agustín y Santo Tomás (123); no-obstante, omite toda referencia a la ley eterna. En una obra dedicada al pensamiento de Saavedra, Alonso Fueyo dice que para don Diego el fundamento del derecho se encuentra en la ley eterna: «En cuanto al fundamento último del derecho, el político murciano lo fija en la ley eterna, de la que se derivan todas las leyes legítimas, naturales y positivas, y, por tanto, los derechos que ellas sostienen y las obligaciones que imponen» (124). Creemos que esta afirmación no es válida, sobre todo porque no tiene ninguna base. El autor de la obra prescinde de lo que el propio Saavedra escribió, y simplemente expone su particular opinión sin demostrar que Saavedra ponga el fundamento último del derecho en la ley eterna, porque no cita ningún pasaje (no podría citarlo, puesto que no existe) en el cual pueda vislumbrarse esta conexión ley natural-ley eterna. Quizás Alonso Fueyo ha confundido los términos ley eterna y ley divina. En efecto, Saavedra sí habla de la «ley divina», pero ésta no tiene nada que ver con la ley eterna. La ley divina a la que se refiere Saavedra es el Decálogo y, por tanto, se trata de un conjunto de preceptos que tienen un carácter exclusivamente moral. Tampoco identifica Saavedra el derecho natural con la ley divina como lo hiciera en la edad media Graciano con su clásica definición: derecho natural es »quod in lege et evangelio continetur», siguiendo la tradición iniciada por San Pablo y los Santos Padres, Por todo lo expuesto debemos concluir afirmando que el derecho natural en Saavedra no tiene ninguna conexión con Dios. Es indudable que Saavedra es un católico convencido, y por ello Dios está presente de una manera permanente en su pensamiento. Naturalmente el hombre se encuentra sometido a Dios, pero ello no impide que pueda encontrar normas de conducta que él se da a sí mismo. Creemos que en la obra de Saavedra se produce una clara separación entre el reino de Dios y el mundo terrenal, (123) Es curioso observar que en toda la obra de Saavedra, Santo Tomás no aparece citado ni una sola vez. (124) Sabino ALONSO FUEYO : Saavedra Fajardo. El hombre y su filotofía, Valencia, 1949, pág. 170.
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entre los fines terrenales y los espirituales. La existencia del hombre en la tierra se desarrolla en el marco de comunidades políticas; sus relaciones con los demás se encuentran reguladas por e] derecho (natural y positivo), pero se trata de un derecho exclusivamente humano, que no depende para nada de Dios. Hasta aquí hemos eliminado el posible fundamento teológico dd derecho natural. ¿Quiere esto decir que el derecho natural tiene su origen en la naturaleza humana? La respuesta ha de ser negativa; los preceptos del derecho natural no se derivan de la naturaleza humana c, al menos, no exclusivamente. La doctrina clásica del derecho natural obtenía los preceptos del mismo partiendo de las inclinaciones o tendencias (recuérdese en este sentido la doctrina tomista) manifestadas en la naturaleza humana; ésta constituía la fuente directa del derecho natural. Por esta razón, difícilmente podrá Saavedra deducir preceptos de las tendencias manifestadas en la naturaleza humana, cuando se concibe —como lo hace don Diego— al hombre como «el más inconstante de los animales, a sí y a ellos dañoso... Hace reputación la venganza y la crueldad. Sabe disimular y tener ocultos largo tiempo sus afectos. Con las palabras, la risa y las lágrimas encubre lo que tiene en el corazón. Con la religión disfraza sus desinios, con el juramento los acredita y con la mentira los oculta. Obedece al temor y a la esperanza. Los favores le hacen ingrato, el mando soberbio, la fuerza vil y la ley rendido» (125). En otro lugar dice que «todas las potencias tienen fuerzas limitadas. La ambición infinitas. Vicio común de la naturaleza humana, que cuanto más adquiere, más desea, siendo un apetito fogoso que exhala el corazón. Y más se ceba y crece en la materia a que se aplica. En los príncipes es mayor que en los demás, porque a la ambición de tener se arrima la gloria de mandar, y ambas ni se rinden a la razón ni al peligro ni se saben medir con el poder» (126). Y si el hombre como ser individual se comporta así, cuando se ve amparado por la multitud es todavía peor (127). (125) (126) (127) son poco
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Empresa XLVI, pág. 423. Empresa LXXXI, págs. 767-768. Las palabras de Saavedra en relación con el carácter dei pueblo esperanzadoras: «Su naturaleza es monstruosa en todo y desigual
De todos modos, también en el hombre, junto a los vicios, se hallan las virtudes. Lo que ocurre es que éstas «no pueden producirce ni nacer sin el rocío de la gracia sobrenatural, mientras que aquéllos brotan y se extienden por sí mismos: afecto y castigo del primer error del hombre» (128). Esta especificación tiene gran importancia, porque si es necesaria la gracia de Dios para que las virtudes puedan nacer, nos salimos ya de la esfera de lo humano. Por consiguiente, lo normal en la naturaleza humana es la proclividad al mal, porque ésta se halla corrompida como consencuencia del pecado original. Obviamente resulta imposible exa sí misma, inconstante y varia. Se gobierna por las apariencias, sin penetrar el fondo. Con el rumor se consulta. Es pobre de medios y de consejo sin saber lo falso de lo verdadero. Inclinado siempre a lo peor. Una misma hora le ve vestido de dos afectos contrarios. Más se deja llevar dellos que de la razón, más del ímpetu que de la prudencia, más de las sombras que de la verdad. Con el castigo se deja enfrenar. En las adulaciones es disforme, mezclando alabanzas verdaderas y falsas. No sabe contenerse en los medios. O ama o aborrece con extremo. O es sumamente agradecido o sumamente ingrato. O teme o se hace temer, y en temiendo, sin riesgo se desprecia. Loa peligros menores le perturban, si los ve presentes; y no le espantan los grandes si están lejos. O sirve con humildad o manda con soberbia. Ni sabe ser libre ni deja de serlo. En las amenazas es valiente y en las obras cobarde. Con ligeras causas se altera y con ligeros medios st compone. Sigue, no guía. Las mismas demostraciones hace por uno que por otro. Más fácilmente se de;a violentar que persuadir. En la fortuna próspera es arrogante y impío en la adversa, rendido y religioso. Tan fácil a la crueldad como a la misericordia. Con el mismo tutor que favorece a uno, le persigue después. Abusa de la demasiada clemencia, y se precipita con el demasiado rigor. Si una vez se atreve a los buenos no le detienen ni la razón ni la vergüenza. Fomenta los rumores, los finge, y, crédulo, acrecienta su fama. Desprecia la voz de pocos y sigue la de muchos. Los malos sucesos atribuye a la malicia del magistrado, y las calamidades a la malicia del príncipe. Ninguna cosa le tiene más obediente que la abundancia, en quien solamente pone su cuidado. El interés o el deshonor le conmueven fácilmente. Agravado, cae. Y aliviado cocea. Ama los ingenios fogosos y precipitados, y el gobierno ambicioso y turbulento. Nunca se satisface del presente, y siempre desea mudanzas en él. Imita las virtudes o vicios de los que mandan. Invidia los ricos y poderosos, y maquina contra ellos. Ama los juegos y divertimientos, y con ninguna cosa más que con ellos se gana su gracia. Es supersticioso en la religión, y antes obedece a sus sacerdotes que a sus príncipes. Estas son ks principales condiciones y calidades de la multitud». Empresa LXI, págs. 612-613. (128) Empresa XLVI, pág. 423.
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traer normas de conducta de esta naturaleza (129). En este punto puede apreciarse cierta similitud entre la concepción de Saavedra y el pensamiento protestante, aunque, naturalmente, el escritor murciano siempre se mantiene dentro de los límites de la ortodoxia católica. Lo que sí sería posible es la derivación de preceptos naturales de la naturaleza humana, cuando ésta se encuentra bañada por la gracia sobrenatural. Pero siguiendo este camino se corre un evidente peligro: sólo podría existir un derecho natural «cristiano» (como ya sucedió en numerosos autores de la Patrística), con lo cual el derecho natural perdería una de sus notas fundamentales, a saber, la universalidad. Establecida ya la imposibilidad de construir un derecho natural derivado de la naturaleza humana, debemos preguntarnos cuál es el sentido que la expresión derecho natural tiene en la obra de Saavedra. Como siempre, trataremos de extraer la doctrina del autor de sus propias afirmaciones. Como punto de partida consideramos absolutamente imprescindible descubrir cuál es la concepción de la «Naturaleza» que tiene Saavedra. Por esta vía podemos llegar a saber qué entiende por derecho natural. En general puede afirmarse que la naturaleza tiene un cierto carácter misterioso que impide que el hombre pueda llegar a conocer en su totalidad los mecanismos que la conforman; por eso en ocasiones sus obras escapan a la comprensión humana, aunque a través de la razón y el arte pueden corregirse las obras de la naturaleza: «Otras veces la Naturaleza se esfuerza por excederse a sí misma, y junta monstruosamente grandes virtudes y grandes vicios en un sujeto, no de otra suerte que cuando dos ramas se ponen dos injertos contrarios, que, siendo uno mismo el tronco, rinde diversos frutos, unos dulces y otros amargos. Esto se vio en Alcíbíades, de quien se puede dudar sí fue mayor en los vicios que en las virtudes. Así obra la Naturaleza desconocida a sí misma. Pero la razón y el arte corrigen y pulen sus obras» (130). (129) En este sentido Fraga ha afirmado que «Saavedra tiene un concepto de la naturaleza humana que no difiere mucho del de Hobbes». Introducción a las Empresas Políticas, Salamanca, 1972, ed. Anaya, pág. 31. (130) Empresa I, pág. 79.
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Pero esta posibilidad de corrección desaparece cuando no es el hombre el sujeto sobre el que la naturaleza obra: «Verdad es que suele ser milagrosa en sus obras la Naturaleza y que parece que, huyendo de la curiosidad del ingenio humano, obra algunas veces fuera del orden de la razón y de las causas. ¿Quién la podrá dar a lo que se ve en Malavar, donde está Calicut? Dividen aquella provincia unos montes muy levantados que se rematan en el cabo de Camarín, llamado antiguamente el promontorio CorL Y aunque la una y la otra parte está en la misma altura del polo comienza el invierno en esta parte cuando en la otra el verano» (31). En estas palabras puede apreciarse con bastante nitidez lo que afirmábamos antes: la dificultad del espíritu humano para llegar a desentrañar los misterios que encierra la naturaleza. En este mismo sentido se manifiesta Azorín cuando dice: «No podemos poner en duda la fe católica —en tantos pasajes expresada— de Saavedra Fajardo. Pero hay, sí, en su obra, independientemente de su ortodoxia, una preocupación del misterio de las fuerzas poderosas y enigmáticas del mundo, de la Naturaleza, que es lo que presta un ambiente de profunda modernidad a las páginas de las Empresas» (132). Hay otro pasaje en el cual se ofrece la «naturaleza» como criterio de conducta al príncipe: «Huya el príncipe de tales maestros (se refiere implícitamente a Maquiavelo) y aprenda de la misma Naturaleza, en quien sin malicia, engaño, ni ofensa está la verdadera razón de Estado. Aquélla solamente es cierta, fija y sólida que usa en el gobierno de las cosas vegetativas y vivientes, y principalmente la que por medio de la razón dicta a cada uno de los hombres en su oficio, y particularmente a los pastores para la conservación y aumento del ganado y de la cultura. De donde quizá los reyes que del cayado o del arado pasaron al ceptro supieron mejor gobernar sus pueblos» (133). En primer lugar se afirma la validez y fijeza de la naturaleza, y se recomienda al príncipe que del mismo modo que la naturaleza «gobierna las cosas vegetativas y vivientes», gobierne él (131) Empresa LXXXI, pág. 770. (132) Saavedra Fajardo, en De Granada a Castelar, op. cit., pág. 67. (133) Empresa LXVII, pág. 654,
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su Estado. Pero, además, en la naturaleza puede hallarse un principio racional; lo único que debe hacer el príncipe (los hombres) es trasladar esa racionalidad con que se producen los fenómenos naturales al mundo humano. Esto significa que la naturaleza tiene una estructura racional: por una parte los fenómenos (naturales) se producen de una manera necesaria, pero, además, dichos acontecimientos (naturales) responden a un orden preestablecido, es decir, en su realización nada hay caprichoso o que se deba al puro azar, sino que todos responden a un principio racional. Por consiguiente, el hombre podría extraer reglas de conducta de esta naturaleza. Nos parece que este es el sentido que tiene la expresión derecho natural en Saavedra. Además, hay que tener presente que la mayoría de las veces se habla de derecho de la Naturaleza, y no de derecho natural). Esta matización es importante, porque no se trata tan sólo de utilizar el genitivo «de la Naturaleza» como recurso estilístico, sino que tal empleo tiene una concreta significación: el derecho natural es aquel que tiene su origen en la naturaleza entendida en un sentido puramente físico, aunque en su estructura esté yacente un principio racional. Por otra parte, Dios es el autor de la naturaleza, y así, por esta vía, podría afirmarse que el derecho natural procede de Dios, aunque sólo sea remotamente. Realizadas estas consideraciones, nos encontramos ya en situación de poder saber a qué dirección iusnaturalista se adhiere Saavedra. Creemos que en este tema la influencia del estoicismo es notoria. Obviamente Saavedra no hace suya la totalidad de la doctrina estoica, y no podía ser de otra manera, puesto que en la concepción de Saavedra la divinidad no es inmanente al mundo. Dios es el que crea la naturaleza y por eso mismo la trasciende. El contacto de Saavedra con el estoicismo se produce, sobre todo, a través de la figura de Séneca, y prueba de ello son las abundantes citas que Saavedra recoge en su obra. La predilección que siente don Diego por Séneca puede deberse a que en éste la ética estoica tiene grandes similitudes —con carácter general— con la moral cristiana. Unos cuantos ejemplos bastarán para captar el sentido que tiene la naturaleza en Saavedra: «Esta empresa lo representa en el 144
árbol coronado, que significa el reino, de quien, si tiraren dos manos, aunque sean animadas de la misma sangre, le desgajarán y quedará rota y inútil la corona, porque la ambición humana suele tal vez desconocer los vínculos de la Naturaleza» (134). Refiriéndose al mismo tema afirma: «Habiendo, pues, de suceder uno en la Corona, fue muy conforme a la Naturaleza seguir su orden prefiriendo a los demás hermanos al que primero había favorecido con el ser y con la luz, y que ni la minoridad ni otros defectos naturales le quitasen el derecho ya adquirido, considerando mayores inconvenientes en que pasase a otro» (135). En estas palabras se puede apreciar lo que hasta ahora venimos diciendo: los hombres se encuentran sometidos a la naturaleza, y lo procedente es adecuarse a los mandatos que de ella emanan. Pero es que, además, esa naturaleza no impone exclusivamente obligaciones, sino que también otorga derechos; aquí, el simple hecho de la primogenitura concede una sede de derechos que tienen su origen en la naturaleza (entendida en un sentido exclusivamente físico). De todos modos, Saavedra hace más hincapié en las obligaciones que se derivan de la naturaleza que en los derechos que ésta otorga: «Esta obligación de que el sucesor sea bueno es obligación natural en los padres y deben poner en él toda su atención, porque en los hijos se perpetúan y eternizan. Y fuera contra la razón natural invidiar ía excelencia en su misma imagen, o dejalla sin pulir. Y aunque el criar un sujeto grande suele criar peligros domésticos, porque cuanto mayor es el espíritu más ambicioso es el imperio, y muchas veces, pervertidos los vínculos de la razón y la naturaleza, se cansan los hijos de esperar la Corona y de que se pase el tiempo de sus delicias o de sus glorias..., con todo esto no ha de faltar el padre a la buena educación de su hijo, segunda obligación de la Naturaleza, ni se ha de perturbar la confianza por algunos casos particulares» (136). Citaremos, por último, un ejemplo en el cual aparece Dios como autor de la naturaleza: «Ningún enemigo mayor de la Naturaleza que la guerra. Quien fue autor de lo criado, lo fue de (134) Empresa LXX, pág. 689. (135) Ibidem, pág. 691. (136) Empresa C, pág. 916. 145 10
la paz» (137); y en otro lugar se dice: «Es la guerra una violencia opuesta a la razón, a la naturaleza y al fin del hombre, a quien crió Dios a su semejanza, y sustituyó su poder sobre las cosas, no para que las destruyese con la guerra, sino para que las conservase. No le crió para la guerra, sino para la paz» (138). Antes habíamos dicho que Saavedra se dedica de un modo preferente al estudio de las obligaciones que derivan de la naturaleza; sin embargo, en ocasiones, también subraya vigorosamente los derechos que ésta otorga. En este sentido cobra singular relevancia el tema de la libertad. Esta aparece como un atributo específico del hombre, es decir, deriva directamente de la naturaleza humana porque «naturalmente se ama la libertad» (139); «la libertad en los hombres es natural» (140). Por eso sería «una especie de tiranía reducir los vasallos a una sumamente perfecta policía; porque no la sufre la condición humana» (141). Estos ejemplos bastan para apreciar la importancia que Savedra concede a la libertad. De todos modos, tendremos ocasión de examinar más detenidamente el tema de la libertad cuando analicemos la filosofía política de Saavedra. Cuando comenzamos el capítulo del derecho natural dijimos que utilizaríamos la clasificación que hace Welzel del derecho natural en ideal y existencial. Sólo nos queda, pues, encuadrar la doctrina del derecho natural de Saavedra en uno de estos dos tipos. Creemos que la concepción de Saavedra puede responder, en principio, a ambos esquemas. Las notas de universalidad e inmutabilidad que Saavedra indiscutiblemente atribuye al derecho natural parece que inclinan la balanza a favor de un derecho natural ideal, es decir, se concibe éste como «un orden eternamente válido y cognoscible por la razón». No obstante, creemos que hablar de un derecho natural existencial sería más correcto por varias razones. En primer lugar por la visión que tiene Saavedra de la naturaleza, en general, y de la naturaleza humana, en par(137) (138) (139) (140) (141)
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Empresa Empresa Empresa Empresa Empresa
XCIX, pág. 902. LXXIV, pág. 721. XXXVIII, pág. 366. LIV, pág. 527. LXXXV, pág. 807.
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ticular. Es obvio que Saavedra profesa un acusado pesimismo antropológico, pero en todo caso la esencia de la naturaleza humana no es algo que pueda determinarse apriorísticamente a través de la razón. Por el contrario, el hombre se encuentra en situaciones concretas; su experiencia vital adquiere singular relevancia. En consecuencia, fuera de ella no es posible extraer conclusiones válidas. Tales conclusiones elaboradas a partir de la razón no responderían a la realidad, o, al menos, sólo darían una visión parcial de la misma. Por eso, en principio, las soluciones intemporales (y( por ende, abstractas) no tienen cabida en la obra de Saavedra. Como puede observarse, la doctrina que mantiene Saavedra en relación con el derecho natural, además de incompleta, es esencialmente ecléctica. Por un lado, puede apreciarse la herencia escolástica, pero al mismo tiempo la huella estoica es notoria. De ahí que en este tema sea difícil la comprensión de su pensamiento (142).
(142) Sobre la doctrina jurídica de Saavedra se han escrito dos tesis doctorales, pero ambas son deficientes. La primera en el tiempo pertenece a Enrique DE BENITO Y DE LA LLAVE: Juicio crítico de las Empresas Políticas de Saavedra Fajardo y examen de su doctrina jurídica, Zaragoza, 1904. La segunda es de Felipe CORTINES MURUBE: Ideas jurídicas de Saavedra Fajardo, Sevilla, 1907. Este segundo autor recoge en su tesis casi literalmente muchas de las ideas contenidas en un discurso de Salvador Cabeza de León, pronunciado en el ateneo León XIII de Santiago en 1906 bajo el título de Algunas ideas de Saavedra Fajardo referentes al derecho internacional. Por ejemplo afirma que el concepto de nación en Saavedra coincide en esencia con el formulado siglos más tarde por Mancini. Además se contienen pasajes tan sugestivos como este: «La doctrina de nuestro escritor sobre los delitos de herejía es la misma de nuestros escritores y del pueblo, pues la intransigencia religiosa, el mantenimiento incólume del catolicismo, es principio que defienden no sólo personalidades aisladas, sino todos los españoles de aquella época, como arraigado en la conciencia nacional», pág. 66. La primera tesis consta de 115 páginas y la segunda de 87.
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CAPITULO III LA LEY POSITIVA
I)
INTRODUCCIÓN
Hasta ahora venimos señalando con insistencia que la doctrina de Saavedra no se encuentra formulada de un modo ordenado. Cuando abordamos el tema del derecho natural nos hemos visto en la necesidad de entresacar su pensamiento de algunos pasajes, ya que aquél no aparecía como un problema específico. Pues bien, por lo que se refiere al derecho positivo la tarea se presenta menos dificultosa. Saavedra dedica una empresa completa al derecho positivo, además de las múltiples referencias que se encuentran esparcidas por toda su obra. La preocupación de Saavedra por el fenómeno jurídico es grande. Ello no debe extrañarnos, sobre todo si tenemos en cuenta que una parte de su vida la dedicó al estudio de las leyes. En efecto, en Salamanca durante su etapa universitaria se produce eí primer contacto de don Diego con el mundo del derecho. Sus estudios de Leyes y Cánones los inició en el curso 1601-1602, «puesto que en el curso 1604-1605 figura ya en el libro de matrícula «Don Diego de Sahavedra, natural de Murcia», como estudiante de cuarto ano de Cánones. También consta en el libro de matrículas del año 1605-1606 como estudiante de quinto curso y el 20 de abril de 1606 «probó un curso en Decretales desde San Lucas hasta hoy, con Gaspar Antonio, natural de Avila, y Bernardino de Porras, natural de Murcia, y Cosme 151
Antolínez, y... probó haber leído diez lecciones de Cánones, conforme a estatutos» (1). Debemos suponer que la formación jurídica de Saavedra fue amplia, ya que las condiciones para el aprendizaje eran óptimas. Por la universidad de Salamanca habían pasado nuestros más ilustres teólogos y juristas; por ello recibir lecciones de tan egregias figuras constituyó un auténtico privilegio. Es evidente que las Empresas Políticas no están dedicadas al derecho; no se trata, pues, de una obra jurídica, pero los problemas que se derivan del derecho tienen una amplia acogida en el pensamiento de Saavedra. No se puede encontrar en la obra de don Diego un concepto del derecho; como dice Alonso Fueyo, «no existe una definición precisa del derecho en la obra de don Diego Saavedra Fajardo, pero sí una clara idea sobre él, una verdadera conciencia jurídica» (2). Saavedra no aborda expresamente el problema de las relaciones entre el derecho natural y el derecho positivo. Ambos ordenamientos coexisten y, desde luego, el derecho positivo deriva del natural. Sin embargo, no presta demasiada atención al derecho natural, prefiriendo dedicar sus esfuerzos al derecho positivo, al conjunto de normas que regulan la convivencia de una comunidad determinada. El derecho positivo puede ir en contra de lo establecido por el derecho natural, y Saavedra en algunas ocasiones, se refiere expresamente a esta posibilidad, pero se limita simplemente a constatar su existencia, es decir, no se establecen las consecuencias que se producirían en tal caso, al modo como lo hicieron los autores clásicos con la tradicional doctrina de la corruptio legis (3). Lo que sí afirma Saavedra de un modo claro es que el derecho positivo es, en todo caso, necesario porque «ni la luz (1) Quintín ALDEA VAQUERO: Introducción a...3 op. cit., pág. 11. Además de los cinco años de estudio, nos dice 'Saavedra en una carta autobiográfica de 7 de mayo de 1644, que estuvo dos años de pasante, con lo cual los años académicos de Saavedra en Salamanca fueron siete, O. C, pág. 1386. (2) Saavedra Fajardo. El hombre y su filosofía, op. cit., pág. 169. (3) Como es sabido, según Santo Tomás, si una ley se separa en algo de la ley natural, no sería ley, sino corrupción de ley.
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natural sería bastante por sí misma a juzgar rectamente en tanta variedad de casos como se ofrecen» (4). Por tanto, el derecho positivo es absolutamente imprescindible, ya que el derecho natural no podría regular la totalidad de los casos que las relaciones interhumanas presentan.
II)
MORAL Y DERECHO: CRITERIOS DE DISTINCIÓN
El tema de las relaciones existentes entre el derecho y la moral y de los criterios de diferenciación de ambos órdenes reguladores de la.conducta humana ha preocupado a los teóricos de todos los tiempos. Se ha llegado a decir que este problema es «el cabo Hornos de la ciencia jurídica», esto es, un escollo peligroso contra el cual han naufragado muchos sistemas» (5). Antes de analizar la doctrina que mantiene Saavedra al respecto, nos parece necesario dedicar algunas palabras al desarrollo histórico de ambos conceptos. Lo primero que hay que decir es que la diferenciación entre ambas esferas es relativamente reciente; en este sentido, el profesor Rodríguez Paniagua dice que «el logro de esta diferenciación ha sido una tarea extremadamente laboriosa para la humanidad y todavía hoy continúa siendo polémica» (6). En el pensamiento griego no se encuentra una distinción, entre la moral y el derecho; en cierto modo, éste aparece integrado en aquélla, porque «las normas emanadas del Estado (o sea, el derecho positivo) se entienden todavía, principalmente, como consejos para el recto vivir, para el logro de la felicidad, unidas a las normas morales» (7). El problema ético en el pensamiento griego tiene prioridad sobre cualquier otro; el propio Estado (polis) tiene un fin ético, de perfección individual. En Roma el derecho adquiere una singular importancia, se produce un auténtico desarrollo del mismo, pero no se efectúa (4) Empresa XXI, pág. 229. (5) Giorgio DEL VECCHIO: Filosofía del derecho, Barcelona, 1974, edi Bosch, 9.a éd., pág. 330. (6) Derecho y Etica, op. cit., pág. 32. (7) DEL VECCHIO: Filosofía del derecho, op. cit., pág. 331.
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la diferenciación entre el derecho y la moral. Señala Del Vecchio que «los romanos tuvieron un concepto o, por lo menos, una intuición fina y exacta de los límites del derecho. Pues en verdad procedieron siempre de un modo seguro en las aplicaciones prácticas; y a veces también entrevieron la distinción teórica» (8). Esta distinción teórica puede apreciarse, según Del Vecchio, en la célebre máxima de Paulo: Non omne quod licet hones turn est (no todo lo que es lícito jurídicamente es conforme a la moral); pero no es menos cierto que en otros fragmentos no aparece tal distinción; e incluso se llega a una completa confusión entre los preceptos jurídicos y los preceptos morales. Tal ocurre, por ejemplo, con uno de los tres principios del derecho recogidos en el Digesto. En efecto, el «honeste vívere», aunque aparezca en el Digesto como un precepto jurídico, es evidente —-y así ha sido señalado en repetidas ocasiones— que tiene un carácter exclusivamente moral. Según Fassò, «el honeste vivere prueba no sólo que tanto los romanos como los griegos no distinguieron el derecho de la moral, sino que ni siquiera llegaron a plantearse el problema de dicha distinción» (9). A pesar de lo dicho, todavía hoy" se discute si los romanos llegaron efectivamente a distinguir el derecho de la moral. Tampoco en la Patrística ni en la Escolástica se produce tal distinción (10). Bajo la influencia de estas doctrinas —dice Del Vecchio—- se produjo el fenómeno inverso del que aconteciera ya en Grecia, En ésta el derecho había sido en cierto modo absorbido por la moral y, por consiguiente, había asumido caracteres y formas morales. Ahora, en cambio, la moral asume forma jurídica, casi legalizada; el derecho es concebido como regla universal del obrar, hasta comprender dentro de sí a la moral. En d ámbito del derecho se formulan distinciones (por ejemplo entre derecho humano y derecho divino, entre derecho estricto y equitativo, entre derecho perfecto e imperfecto) que corresponden de algún modo a la distinción entre moral y derecho» (11). (8) Ibidem. (9) Historia de la filosofía del derecho, op, cit., pág. 103. (10) No obstante, tanto en San Agustín como en Santo Tomás puede apreciarse un esbozo de la distinción entre moral y derecho. (11) Filosofía del derecho, op. cit., págs. 331-332.
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Se ha dicho con acierto que «era más fácil que esta distinción (entre moral y derecho) se lograra dentro del cristianismo que, además de introducir la diarquía Iglesia-Estado, dejando al individuo en la necesidad de orientarse entre una y otro, le da una independencia y una dignidad, que lo eleva muy por encima de la vinculación al Estado que tenían como perspectiva los griegos y los romanos antes de la asimilación del cristianismo» (12). En efecto, la entrada en escena de una institución radicalmente nueva, como era la Iglesia, supuso un cambio importante. En palabras de George Sabine, «la aparición de la iglesia cristiana como institución autorizada para gobernar los asuntos espirituales de la humanidad con independencia del estado puede considerarse, sin exageración, como el cambio más revolucionario de la historia de la Europa occidental» (13). Esta nueva institución ofreció mayores perspectivas a los teóricos para establecer la distinción entre moral y derecho y, sin embargo, habrá que esperar hasta el siglo xvni para que se produzca tal distinción. Tomasio será el primero que afronte directamente el problema de la distinción entre moral y derecho. Hay que tener en cuenta que el ambiente era verdaderamente propicio; se trataba de sustraer a la acción del Estado ciertas parcelas de la libertad individual, especialmente se reclamaba la libertad de conciencia. Por este camino establece Tomasio la separación entre la moral y el derecho, y «a pesar de los defectos de esta teoría —dice Del Vecchio—, en ella concurren en germen todos los elementos para trazar una verdadera distinción entre el Derecho y la Moral» (14). Hecho este brevísimo excurso histórico, veamos ahora la postura de Saavedra en torno al tema. Tomasio lleva a cabo la distinción entre moral y derecho en el año 1705. Por ello puede afirmarse que en la época de Saavedra no existe todavía una clara conciencia del problema. Sin embargo, en la obra del mur(12) José María RODRÍGUEZ PANIAGUA: Derecho y Etica, op. cit., página 32. (13) George SABINE: Historia de la teoría política,a Madrid, 1974, Fondo de cultura económica; traducción de Vicente Herrero, 6. reimpresión, página 141. (14) Filosofía del derecho, op. cit., pág. 332. 155
ciano podemos encontrar algunos pasajes en los que se plantea el problema del derecho y la moral como órdenes normativos diversos. Obviamente, no se trata de una doctrina completa y acabada; no obstante, se mencionan algunos de los caracteres diferenciales qué más tarde serán formulados por Tomasio. El primer atisbo de distinción lo encontramos en la empresa que Saavedra dedica a las leyes positivas; en la misma se afirma: «¿Cómo puede estar quieta una república donde muchos para sustentarse levantan pleitos? ¿Qué restitución puede esperar el desposeído, si primero le han dé despojar tantos? Y cuando todos fueran justos, no sé apura mejor entre muchos la justícia, como no curan mejor muchos médicos una enfermedad. Ñi es conveniencia de la república que a costa del público sosiego y de las haciendas de los particulares se ponga una diligencia demasiada para el examen de los derechos. Basta la moral» (15). Aqüf no se establecen los caracteres diferenciales de la moral y el derecho, pero lo què sí parece claro es que ambos órdenes reguladores de la conducta humana no aparecen confundidos. Por una parte está el derecho con sus específicas reglas; por otra, la moral cuyos preceptos tiene un contenido diverso. En definitiva, lo que se está afirmando es que determinados comportamientos quedan al margen del derecho, y por ello se dice que en tales casos basta la moral. De cualquier modo, ésta no se presenta nunca Como un sustitutivo del derecho, simplemente se trata de un orden distinto. En la empresa XXIV es donde se contiene la distinción entre la moral y el derecho; se trata de un largo pasaje repleto de jugosas afirmaciones: «Aunque (como hemos dicho) la justicia armada con las leyes, con el premió y castigo son las colunas que sustentan el edificio de la república, serían colunas en el aire si no asentasen sobre la base de la religión, la cual es el vínculo de las leyes; porque la jurisdicción de la justicia solamente comprende los actos externos legítimamente probados, pero no se extiende a los ocultos y internos. Tiene autoridad sobre los cuerpos,, no sobre los ánimos. Y así poco temería la malicia el castigo, si exercítándose ocultamente en la injuria, en el adulterio y en la rapiña (15) Empresa XXI, pág. 236. 156
consiguiese sus intentos y dejase burladas las leyes, no teniendo otra invisible ley que le estuviese amenazando internamente. Tan necesario es en las repúblicas este temor que a muchos impíos pareció invención política la religión. ¿Quién sin él vivirá contento con su pobreza o con su suerte? ¿Qué fe habría en los contratos? ¿Qué integridad en la administración de los bienes? ¿Qué fidelidad en los cargos y qué seguridad en las vidas? Poco movería el premio si se pudiese adquirir con medios ocultos sin reparar en la injusticia. Poco se aficionarían los hombres a la hermosura de la virtud si, no esperando más inmarcesible corona que la de la palma, se hubiesen de obligar a las estrechas leyes de la continencia. Presto con los vicios se turbaría el orden de la república, faltando el fin principal de su felicidad que consiste en la virtud, y aquél fundamento o propugnáculo de la religión que sustenta y defiende al magistrado, si no creyesen los ciudadanos que había otro supremo tribunal sobre las imaginaciones y pensamientos que castiga con pena eterna y premia con bienes inmortales. Esta esperanza y este temor, innatos en el más impío y bárbaro pecho, componen las acciones de los hombres. Burlábase Cayo Caligula de los dioses, y cuando tronaba reconocía su temor otra mano más poderosa que le podía castigar. Nadie hay que la ignore, porque no hay corazón humano que no se sienta tocado de aquel divino imán. Y como la aguja de marear,, llevada de una natural simpatía, está en continuo movimiento hasta que se fije a la luz de aquella estrella inmóvil, sobre quien se vuelven las esferas, así nosotros vivimos inquietos mientras no llegamos a conocer y adorar aquel increado Norte en quien está el reposo y de quien nace el movimiento de las cosas» (16). La primera diferencia entre la moral y el derecho es el ámbito de aplicación de ambos órdenes. Mientras que el derecho «solamente comprende los actos externos legítimamente probados», la moral «se extiende a los ocultos y internos». Existe, por tanto, para Saavedra una esfera intangible para el derecho. Los actos de puro pensamiento no pueden ser objeto de regulación jurídica. De ahí que exista «otra, invisible ley que amenaza al (16) Empresa XXIV, págs, 261-262.
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hombre internamente». La moral regula los actos internos, mientras que el derecho sólo comprende los actos externos. Y para reforzar su afirmación dice Saavedra que el derecho («la jurisdicción de la justicia») «tiene autoridad sobre los cuerpos, no sobre los ánimos». Existe la posibilidad de que las leyes sean quebrantadas, pero en tal caso siempre permanecerá el castigo interno, aquel que impone la conciencia. . No obstante, la distinción que hace Saavedra entre actos internos y externos es defectuosa. Como ha puesto de relieve Del Vecchio, «no cabe aceptar la distinción entre actos internos y actos externos, o, por lo menos, se le debe atribuir un valor muy relativo y subordinado». «No es concebible un acto exclusivamente interno que no tenga una correlación con el mundo exterior. Por otra parte, no se puede concebir un acto exclusivamente externo, que no posea también un sentido psíquico: porque sí faltase este elemento nos encontraríamos frente a un puro fenómeno físico y, por tanto, ya no frente a un acto» (17). De todos modos, a pesar de que la tajante separación que hace Saavedra entre actos internos y externos no es correcta, puede encontrarse en ella un criterio válido de distinción entre la moral y el derecho. El derecho no sólo comprende los actos externos, sino que también tiene en cuenta las intenciones, regula el acto humano en su totalidad; pero no es menos cierto que otorga mayor relevancia al momento en que aquél se exterioriza. Por el contrarío, en el ámbito de la moral tiene mayor relevancia el motivo de la conducta. Sin embargo, la distinción que hace Saavedra no tiene una finalidad práctica, como ocurriría más tarde con Tomasio. En efecto, Tomasio pretendió que se reconociera la libertad de conciencia; y para ello era necesario que el derecho no afectara a las íntimas convicciones de los sujetos. Saavedra, por el contrario, no admite la libertad de conciencia; sólo existe una auténtica religión, y a ella se deben acomodar todos los subditos. La libertad de conciencia no tiene cabida en la obra de Saavedra. Por ello la suya es una distinción puramente teórica, que no responde a ninguna finalidad práctica. (17) Filosofía del derecho, op. cit., págs. 312-313.
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Por otra parte —aunque Saavedra no lo diga expresamente—, se deduce que el derecho puede imponerse mediante la fuerza; es decir, la coercibilidad sería una característica exclusiva del derecho. En el ámbito de la moral no hay posibilidad de constricción, porque los actos internos escapan a toda regulación jurídica, aunque la moral establezca sus propias sanciones e incluso —como el propio Saavedra añrma— sea la base del orden en la «república», porque «con los vicios se turbaría el orden de la misma». Además, hay que tener en cuenta que tales vicios no pueden ser corregidos a través de las leyes, porque «si la república no está bien constituida y muy dóciles corregidos los ánimos poco importan las leyes» (18). De ahí que Saavedra conceda una gran importancia a la moral. Todo lo que llevamos dicho demuestra que Saavedra intuyó el problema de la distinción entre la moral y el derecho. De sus palabras se deduce que el orden jurídico y el orden moral son distintos, y por ello hay que reconocerle el mérito de haber intentado establecer un criterio de diferenciación.
III)
FUNCIONES DEL DERECHO POSITIVO
a) INTELECTUALISMO Y VOLUNTARISMO
El tema del intelectualismo y voluntarismo tiene una gran trascendencia no sólo en relación con el mundo del derecho, sino que afecta de un modo general a toda la filosofía. En efecto, la posición que se adopte en torno a este problema condicionará de manera decisiva el conjunto del pensamiento. Con carácter general puede afirmarse que Saavedra se adscribe de un modo claro al intelectualismo; para él el entendimiento prevalece sobre la voluntad. En los consejos que da al príncipe siempre le exhorta a obrar conforme a la razón: «En lo que más ha menester el, príncipe este cuidado es en la moderación de los afectos, gobernándolos con tal prudencia que nada desee, espere, ame o abo(18) Empresa XXI, pág. 238.
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rrezca con demasiado ardor y violencia llevado de la voluntad y no de la razón» (19). Aquí se contraponen expresamente razón y voluntad, otorgando a la primera una total preeminencia. En relación con el tema de la ley, Saavedra recoge el precedente de la escolástica española. La práctica totalidad de los autores españoles —con la sola excepción de Fernando Vázquez de Menchaca— habían mantenido una posición intelectualista, y Saavedra se sitúa en esta línea de pensamiento. Todas las leyes (tanto las que tienen su origen en la naturaleza como las positivas) tienen un carácter racional. En ningún caso puede ser la ley producto exclusivo de la voluntad del legislador; toda ley responde a una estructura racional; su fundamento descansa en la razón y no en la voluntad. Así lo afirma Saavedra expresamente: «Sobre las piedras de las leyes, no de la voluntad, se funda la verdadera política. Llíneas son del gobierno, y caminos reales de la razón de Estado. Por ellas, como por rumbos ciertos, navega segura la nave de la república. Muros son del magistrado, ojos y alma de la ciudad y vínculos del pueblo, o un freno que le rige y le corrige. Aun la tiranía no se puede sustentar sin ellas. A la inconstancia de la voluntad, sujeta a los afectos y pasiones y ciega por sí misma, no se pudo encomendar el juicio de la justicia, y fue menester que se gobernase por unos decretos y decisiones firmes, hijas de la razón y prudencia, y iguales a cada uno de los ciudadanos, sin odio ni interés: tales son las leyes que para lo futuro dictó la experiencia de lo pasado» (20). Es, pues, absolutamente necesario que la conducta de los hombres se halle regulada por la racionalidad de las leyes y no por la voluntad, ya que esta está sujeta a los afectos y pasiones y por ello es inconstante. b)
LA LEY COMO LÍMITE DE LA POTESTAD DEL MONARCA
La obra de Saavedra Fajardo está dedicada íntegramente al monarca. En las Empresas se pretende formar un príncipe cristiano, ofreciendo para ello una educación completa que permita al (19) Empresa XLI, págs. 386-387. (20) Empresa XXI, págs. 230-231. 160
monarca en todo momento seguir reglas de conducta fijas (21). Para el cumplimiento de las funciones del rey, Saavedra otorga a éste una serie de prerrogativas, pero al mismo tiempo se establecen una serie de límites que no se pueden traspasar. La preocupación de Saavedra por limitar el poder del monarca es constante, y el medio a través del cual se produce tal limitación es la ley. En las Introducciones a la Política, Saavedra hace una distinción entre dos tipos de reyes: el rey absoluto y «el rey que gobierna según las leyes y fueros del reino con que limitó el pueblo su potestad» (22). El gobierno del rey absoluto —dice Saavedra— «sería el más perfecto y feliz si se pudiese hallar un rey tan justo, sabio y capa2 que por sí solo administrase justicia en los casos particulares». Sin embargo, no puede encontrarse una persona con tales cualidades, porque «sólo la idea puede componer en uno todas las calidades y perfecciones con que había de ser adornado un príncipe de quien se pudiese fiar esta potestad absoluta sobre las vidas y las haciendas. Y así los que han tenido en el mundo este dominio han declinado luego a tiranos» (23). Por ello el príncipe no puede tener un poder absoluto, ya que éste degenera en tiranía; en consecuencia debe estar sometido a las leyes del reino. Este segundo tipo de monarca es el auténtico y verdadero. Saavedra es partidario de la monarquía como forma de gobierno, pero deja bien claro que el poder del monarca no es absoluto (24); las palabras que reproducimos a continuación son bue(21) Alonso Fueyo ha afirmado, con razón, que «el príncipe de Saavedra es un hombre superior que debe estar dotado de virtudes y cualidades excepcionales». Acaso poco humano, poco real, a fuerza de ser tan ideal y tan perfecto; quizá algo excesivamente rígido si Jo juzgamos desde el plano de las realidades presentes»; Saavedra Fajardo, El hombre y su filosofía, op. cit., pág, 142. (22) Introducciones a la Política, pág. 1235. (23) Ibidem, pág. 1236. (24) Enrique DE BENITO Y DE LA LLAVE en su obra Juicio crítico de las Empresas Políticas y examen de su doctrina jurídica, ya citada, afirma —a nuestro juicio con un total desconocimiento del pensamiento de Saavedra— que «el príncipe en.Saavedra es la verdadera encarnación de todo el poder» y, en consecuencia, que Saavedra viene a ser un defensor de la monarquía absoluta; pág. 53.
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na prueba de ello; en relación con la monarquía afirma: «Luz natural, arbitro en la forma de gobierno concedida a uno solo: disposición humana le señaló sus términos, y dentro de ellos constituyó esta potestad; pero no tanto se despojó della, que si bien se la dio suprema en el gobierno y disposición de las cosas, no quedase con el cuerpo universal de la república otra mayor autoridad, aunque suspensa en su ejercicio, para oponerse al príncipe tirano o que declinase de la verdadera religión y reducille o deponelle, y también para interpretar los derechos dudosos de la sucesión y mantener los fueros y condiciones con que la libertad de muchos se redujo a la voluntad de uno, señalándole límites al poder, en que no se disminuye, antes se cautela la majestad real para que esté preservada de la tiranía y tenga conocidas sus riberas y madre, por donde seguramente corra el poder, con tal, empero, que esta autoridad no haya de ser por el juicio de uno ni de muchos, sino de toda la república universal congregada en Cortes» {25). La primera función que se asigna a la ley positiva es la de limitar el poder del monarca. Este debe actuar siempre de acuerdo con lo que establecen las leyes; en consecuencia, nunca puede quedar por encima de las leyes, ya que en este caso no estaría actuando como rey, sino como tirano. Así lo afirma Saavedra en múltiples ocasiones: «No conviene apartarse de la ley y que obre el poder lo que se pueda conseguir con ella. En queriendo el príncipe proceder de hecho, pierden su fuerza las leyes. La culpa se tiene por inocencia y la justicia por tiranía, quedando el príncipe menos poderoso, porque más puede obrar con la ley que sin ella. La ley le constituye y le conserva príncipe y le arma de fuerza. Si no se interpuseira la ley, no hubiese distinción entre el dominar y el obedecer» (26). E incluso se llega a decir que «la tiranía no es otra cosa sino un desconocimiento de la ley, atribuyéndose a sí los príncipes su autoridad» (27). El respeto a las leyes por parte del príncipe constituye el presupuesto fundamental para el ejercicio del poder. Ahora bien, (25) Introducciones a la Política, págs. 1236-1237. (26) Empresa XXI, pág. 230. (27) IMdem, pág. 231. 162
no se trata de una técnica de conservación del poder, es decir, esta sumisión del monarca no se establece con una finalidad práctica, sino que, en cierto modo, responde a una exigencia ética. Además, la eficacia de las leyes exige que éstas sean cumplidas por aquel que las promulgó y, en este sentido, dice Saavedra que «vanas serían las leyes si el príncipe que las promulga no las confirmare y defendiere con su ejemplo y vida» (28). Saavedra está, pues, convencido de que la sumisión del príncipe a la ley es absolutamente necesaria. Para reforzar todas sus afirmaciones cita un ejemplo concreto en el que se observa esta dependencia del príncipe respecto de las leyes: «Tan sujetos están los reyes de España a las leyes, que el fisco, en las causas del patrimonio real, corre la misma fortuna que cualquier vasallo y, en caso de duda, es condenado. Así lo mandó Filipe Segundo y, hallándose su nieto Filipe Cuarto, glorioso padre de Vuestra Alteza, presente al votar en el Consejo Real un pleito importante a la cámara, ni en los jueces faltó entereza y constancia para condenalle, ni en Su Majestad rectitud para oíllos sin indignación. Feliz reinado en quien la causa del príncipe es de peor condición» (29). A pesar de estas rotundas afirmaciones —y de otras muchas más que aparecen en las páginas de las Empresas—, hay un pasaje en el cual aparecen ideas muy distintas de las formuladas hasta aquí. En efecto, dice Saavedra que «no obliga al príncipe la fuerza de ser ley, sino la razón en que se funda, cuando es ésta natural y común a todos y no particular a los subditos para su buen gobierno; porque en tal caso a ellos solamente toca la observancia; aunque también el príncipe debe guardallas, si lo permitiere el caso, para que a los demás sean suaves. En esto parece que consiste el misterio del mandato de Dios a Ezequiel, que se comiese el volumen para que, viendo que había sido el primero en gustar las leyes y que le habían parecido dulces, le imitasen todos» (30). De estas palabras parece desprenderse que el príncipe sólo está sometido al derecho natural, porque en el caso de que la razón en que se funda la ley no sea «natural y (28) Ibidem, pág. 238. (29) Ibidem, pág. 239. (30) Ibidem, pág. 238.
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Común a todos», el príncipe no viene obligado a su cumplimiento. La ley que es particular a los subditos, esto es, la ley positiva, sólo debe ser observada por éstos y por el príncipe siempre y cuando «lo permitiere el caso», lo que quiere decir que el sometimiento del monarca a la ley es puramente circunstancial, y, en todo caso, se deja a su arbitrio la decisión de cumplir o no cumplir la ley, lo que significa, en último término, dejar una puerta abierta a la tiranía. Las palabras de Saavedra no ofrecen lugar a dudas, y naturalmente provocan en el lector cierta perplejidad. Hasta ahora se venía afirmando con insistencia que el monarca está sometido a las leyes; este sometimiento aparecía como condición indispensable para ejercer el «oficio» de rey e incluso marcaba la línea divisoria entre el príncipe verdadero (aquel que encarna la monarquía como forma de gobierno más perfecta) y el tirano (que es definido por Saavedra como aquel que quebranta las leyes de su reino y que, en consecuencia, no posee legitimidad para gobernar) (31). Y, sin embargo, en el pasaje transcrito se libera al príncipe de toda vinculación con el derecho positivo. En este momento nos encontramos ante un grave problema, cuya solución no es, en modo alguno, sencilla. Es evidente que existe una contradicción que, en cierto modo, resulta inexplicable. Sin embargo, creemos que debe afirmarse que Savedra propugna la sumisión del monarca a las leyes. Hemos llegado a esta conclusión por varias razones. En primer lugar, porque consideramos que el pasaje transcrito tiene un carácter puramente episódico, circunstancial. En segundo lugar, por el valor que asigna Saavedra a la ley como instrumento de control en el ejercicio del poder y, por último, porque la sujeción del monarca a la ley es absolutamente necesaria para el buen gobierno del Estado; el incumplimiento de (31) Saavedra afirma expresamente, en las Introducciones a la Política, que 'la tiranía es contraria y opuesta a la monarquía. A continuación, recogiendo la tradición escolástica, dice que. «la tiranía peca en dos causas: o en el título o en el ejercicio. En el título cuando sin derecho justo, o por fuerza o por arte llega uno ai reino. En el ejercicio cuando, después de llamado al reino o por elección o por sucesión, convierte en utilidad propia y no de los vasallos el gobierno, excediendo-de aquella potestad que le dio el pueblo»; pág. 1240. ~
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la ley por parte del monarca es la causa de su ruina, y así lo afirma expresamente Saavedra: «Casi todos los príncipes que se pierden es porque (como diremos en otra parte) se persuaden de que el reino es herencia y propiedad, de que pueden usar a su modo, y que su grandeza y lo absoluto de su poder no está sujeto a las leyes, sino libre para los apetitos de la voluntad, en que la lisonja suele ^alagallos, representándoles que sin esta libertad sería el principado una dura servidumbre, y más infeliz que el más bajo estado de sus vasallos. Con que, entregándose a todo género de delicias y regalos, entorpecen las fuerzas y el ingenio, y quedan inútiles para el gobierno» (32). Por otra parte, el príncipe como primera figura del Estado debe dar ejemplo porque «desprecia el pueblo las leyes viendo que no las observa el que es alma délias» (33). Debemos concluir afirmando que la potestad del monarca nunca puede quedar por encima de las leyes, constituyendo éstas un límite objetivo al poder regio. Además, «la justicia peligraría sí fuese dependiente de la opinión y juicio del príncipe» (34); «por una letra sola dejó el rey de llamarse ley. Tan uno es con ellas, que el rey es ley que habla, y la ley un rey mudo» (35). Como puede observarse, en este último párrafo se recoge —aunque formulado de modo diverso— el famoso pasaje de Cicerón: «Magistratum legem esse loquentem; legem autem mutum magistratum» (36). Pero Saavedra no se contenta con afirmar el sometimiento del rey a la ley, sino que va aún más lejos, hasta el punto de que el rey no debe entrometerse en todo aquello que se refiera a la aplicación de la ley; ésta es misión exclusiva de los jueces, y a ellos debe quedar encomendada. En realidad se está afirmando «la independencia del poder judicial». No se puede decir que Saavedra constituya un precedente de Montesquieu, pero parece indudable que la separación de los distintos poderes es absoluta(32) Empresa XX, pág. 221, (33) Empresa XIII, pág. 172. (34) Empresa XXI, pág. 228. (35) Ibidem, pág. 229. (36) CICERÓN: De república, III, 1. De modo análogo se expreso Luís VIVES en su Aedes legun: «Les esse muios indices. Índices autem, loquentes leges». 165
mente imprescindible para el correcto funcionamiento del aparato del Estado (37). El rey debe ante todo «resolver y ejecutar» (éste es el título de la empresa 64), pero no debe administrar justicia. Todas estas afirmaciones vienen corroboradas en las siguientes palabras de Saavedra, que reproducimos íntegramente por su especial interés: «Y porque éstas (se está refiriendo a las leyes) no pueden darse a entender por sí mismas, y son cuerpos que reciben el alma y el entendimiento de los jueces, por cuya boca hablan, y por cuya pluma se declaran y aplican a los casos, no pudiendo comprehendellas todos, adviertan bien los príncipes a qué sujetos las encomiendan, pues no les fían menos que su mismo ser y los instrumentos principales de reinar. Y hecha la elección como conviene, no les impidan el exercido y curso ordinario de la justicia. Déjenla correr por el magistrado; porque en queriendo arbitrar los príncipes sobre las leyes, más de aquello que les permite la clemencia, se deshará este artificio politico, y las que les habían de sustentar serán causa de su ruina, desto se quejó Roma y lo dio por causa de su servidumbre, habiendo Augusto arrogado a sí las leyes para tiranizar el imperio» (38). Esta no intromisión del monarca en la actividad judicial no responde exclusivamente a razones meramente técnicas. Es obvio que sólo los jueces pueden poseer los conocimientos necesarios para la aplicación de las leyes; esta función requiere una aptitud especial que, naturalmente, no posee el príncipe. Pero no es esta la razón por la cual Saavedra niega competencia al rey. El verdadero motivo tiene raíces mucho más profundas. Se trata de la propia estructura del Estado; como el propio Saavedra dice, se trata de mantener el «artificio político». Nos encontramos, en definitiva, ante un sistema de equilibrio entre poderes distintos, cada uno de los cuales actúa sobre una esfera concreta. Si se produce una extralimitación en cualquiera de estos campos de (37) En este mismo sentido se manifiesta José Antonio MARA VALL: «NO queremos decir que Saavedra sea el único ni tan siquiera que sea original en esto (se refiere a la separación de poderes), pero sí que recoge con claridad el tema, con todo su significado»; Estudios de historia del pensamiento español (siglo XVII), op. cit., pág. 183. (38) Empresa XXI, pág. 231.
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actuación, el equilibrio desaparece y, consiguientemente, se produce la inevitable caída. Sin embargo, en algunas ocasiones, Saavedra atribuye al rey las funciones de juez supremo. Pero, incluso en tales casos, lo que hace el monarca es defender la propia legalidad. En las Empresas se hace referencia a esta posibilidad: «¡Oh alma viva y ardiente de la ley! Hacerse juez y executor para satisfacer el agravio de un pobre y castigar la tiranía de un poderoso. El rey don Fernando el Católico, hallándose en Medina del Campo, pasó secretamente a Salamanca, y prendió a Rodrigo Maldonado, que en la fortaleza de Monleón hacía grandes tiranías. ¿Quién se atrevería a quebrantar las leyes si se temiese que le podría suceder tal caso? Con uno de éstos queda escarmentado y compuesto un reino; pero no siempre conviene a la autoridad real imitar estos exemplos. Cuando el reino está bien ordenado, y tienen su asiento los tribunales, y está vivo el temor a la ley, basta que asista el rey a que se observe la justicia por medio de sus ministros. Pero cuando está todo turbado, cuando se pierde el decoro y respeto al rey, cuando la obediencia no es firme, como en aquellos tiempos, conveniente es una demostración semejante, con que los subditos vivan recelosos de que puede aparecer seles la mano poderosa del rey» (39). Se trata, pues, de situaciones límite; lo normal es que el rey no intervenga en el curso ordinario de la justicia. Además, la intervención del monarca en determinados casos se realiza para restablecer el imperio de la ley y su presencia tiene, sobre todo, un valor esencialmente ejemplar. En consecuencia, estas palabras de Saavedra no suponen una contradicción respecto de lo que antes se había afirmado, sino que, al contrario, representan un reforzamíento de la independencia de los jueces en el ejercicio de sus funciones (40). (39) Empresa XXII, pág. 242. (40) En la empresa LVII se afirma igualmente que «el príncipe no ha de asistir a hacer justicia en los tribunales. Y aunque el hacer justicia es parte principal del oficio de rey, se satisface a ella con elegir buenos ministros de justicia y con mirar cómo obran», págs. 560-561.
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Por otra parte, Saavedra no sólo propugna el sometimiento del rey a las leyes del reino, sino también al derecho de gentes (por lo que se refiere al derecho natural, ya quedó claro que el monarca también se encuentra sometido a sus preceptos); en este sentido afirma que «el príncipe está sujeto al derecho de gentes» (41). La "ley no sólo supone un freno al poder del monarca, sino que también trata de evitar todos los excesos que puedan producirse por parte de los poderosos. Esta función de contención se consigue mediante la estricta aplicación de las leyes; éstas son para todos iguales. Parece que Saavedra al hablar de los poderosos está haciendo una velada referencia a la nobleza; «Los poderosos atropellan las leyes y no cuidan de lo justo como los inferiores» (42). La nobleza, aunque es necesaria, es también peligrosa, y Saavedra tiene plena conciencia de este hecho; por ello pide igual tratamiento para todos los subditos: «No consienta el príncipe que algunos se tenga por tan poderoso y libre de las leyes, que pueda atreverse a los que administran justicia. En atreviéndose a ella, la roerá poco a poco el desprecio, y dará en tierra. El fundamento principal de la monarquía de España, y el que la levantó y la mantiene, es la inviolable observación de la justicia, y el rigor con que obligaron siempre los reyes a que fuese respetada. Ningún desacato contra ella se perdona, aunque sea grande la dignidad y autoridad de quien le comete» (43); y en otro lugar afirma: «Cuando en los casos concurren unas mismas circunstancias, no disimulen los reyes con unos y castiguen a otros; porque ninguna cosa los hará más odiosos que esta diferencia. Los egipcios significaban la igualdad que se debía guardar en la justicia por las plumas del avestruz, iguales por el uno y otro corte» (44). El derecho (la ley positiva) tiene, pues, para Saavedra un valor singular, hasta el punto de que constituye la base y fun(41) (42) (43) (44)
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Empresa LXIX, pág. 685. Empresa XVII, pág. 199. Empresa XXII, pág. 244. Ibidem, pág. 245.
damento del Estado, porque «la justicia armada con las leyes son las columnas que sustentan el edificio de la república» (45). c)
LA LEY COMO EXPRESIÓN DE LA JUSTICIA Y GARANTÍA DE LIBERTAD EN LOS SUBDITOS
Se ha dicho con frecuencia que el derecho constituye un «punto de vista sobre la justicia» (46). De uno u otro modo, el derecho al establecer la regulación de las relaciones sociales tiende a la realización de unos valores. Entre los valores a cuya realización aspira el derecho, la justicia ocupa un lugar destacado, y así se ha señalado con insistencia. También para Saavedra la justicia debe estar incorporada al derecho positivo. En diversos lugares, la justicia aparece como el fundamento, no sólo de la acción de gobierno, sino también de todo el ordenamiento jurídico. Por ejemplo, en la empresa 4 (non solum armis): «Esto significa esta empresa en la pieza de artillería nivelada (para acertar mejor) con la escuadra, símbolo de las leyes y de la justicia (como diremos) porque con ésta se ha de ajustar la paz y la guerra, sin que la una ni la otra se aparten de lo justo, y ambas miren derechamente al blanco de la razón por medio de la prudencia y sabiduría» (47). Las leyes positivas son el instrumento a través del cual se realiza la justicia, por eso «la justicia armada con las leyes son las columnas que sustentan el edificio de la república» (48). Ahora bien, lo que Saavedra formula en sus Empresas es un simple ideal, es decir, se afirma la necesidad de que las leyes positivas sean justas, pero, obviamente, ello supone la posibilidad de que una ley pueda ser injusta. ¿Qué ocurriría en tal caso? ¿Perdería la ley su fuerza de obligar e incluso dejaría de ser ley en la medida en que no realiza la justicia? Saavedra no responde expresamente a estas preguntas, pero creemos que para él las (45) Empresa XXIV, pág. 261. (46) Por ejempo, Luis LEGAZ LACAMBRA: Filosofía del derecho, Barcelona, 1979, ed. Bosch, 5.a ed,, págs. 259 y ss., 28ó y ss,, 332 y ss., etc. (47) Empresa IV pág. 100. (48) Empresa XXIV, pág. 261.
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leyes pueden ser injustas y, sin embargo, conservar todo su valor. En este punto también se aparta Saavedra de la doctrina clásica. Tanto en San Agustín como en Santo Tomás, no hay ley que no sea justa: incluso en estos autores «la expresión ley justa es un pleonasmo, una inútil redundancia, pues si es ley ha de ser necesariamente justa; y la frase ley injusta encierra una esencial contradicción» (49). Saavedra, por el contrario, aun afirmando la necesidad de que las leyes deben ser justas, admite la posibilidad de la existencia de leyes injustas. Las consecuencias que se derivan de una ley injusta pueden ser muy graves, pero, en todo caso, aquélla no pierde su condición de ley. Hasta ahora hemos venido afirmando que Saavedra propugna el sometimiento del monarca a las leyes (50). Esta premisa fundamental de la que parte el escritor murciano implica una consecuencia de gran importancia: la ley no constituye solamente un límite a la potestad del monarca, sino que además aparece como la garantía más firme de libertad que tienen los subditos. Veamos el sentido que tiene esta afirmación. Para Saavedra existen dos tipos de leyes: las penales, cuya función es el castigo de los delitos, y las distributivas, «para dar a cada uno lo que le perteneciese» (51). La ley tiene una finalidad de protección y se establece en beneficio de todos los miembros de la comunidad; así dice Saavedra que «el imperio sobre las vidas se exercita sin peligro, porque se obra por medio de la ley, que castiga a pocos por beneficio de los demás» (52). Pero, ¿cuáles son los derechos que protegen las leyes positivas? En primer lugar la vida, a través de las leyes penales. En segundo lugar, la propiedad; ésta tiene para Saavedra una gran importancia, Como ha (49) Antonio FERNÁNDEZ-CALI ANO : Derecho Natural. Introducción filosófica al derecho, op. cit., pág. 135. (50) 'Saavedra insiste en la necesidad de que el príncipe conozca las leyes que le afectan de un modo directo: «De la jurisprudencia tome el príncipe aquella parte que pertenece al gobierno, leyendo las leyes y constituciones de sus Estados que tratan de él, las cuales halló la razón de Estado y aprobó el largo uso»; empresa IV, pág. 105. (51) Empresa XXI, pág. 229. (52) Empresa LXVII, pág. 657.
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señalado Maravall, «sólo hay un campo en el que pueda decirse que queda garantizada la libertad de la persona: el de la propiedad. Sólo sobre los bienes de fortuna —por mucho que la doctrina moral los llame externos— queda, pues, asegurada la protección legal, que en otros terrenos sólo se mantiene como mera recomendación, de hecho inoperante, como es sabido» (53). Sin embargo, las palabras de Maravall tienen un carácter sumamente restrictivo. Parece que a Saavedra sólo le preocupa la protección de la propiedad, y esto no es del todo exacto. Junto a la propiedad aparece la libertad como algo valioso que las leyes positivas deben igualmente proteger. Solamente en relación con la libertad de conciencia mantiene Saavedra una postura intransigente, llegando a afirmar que «la ruina de un Estado es la libertad de conciencia» (54), pero, a excepción de esta parcela, Saavedra proclama su amor a la libertad: «La murmuración es argumento de la libertad de la república, porque en la tiranizada no se permite. Feliz aquella en la que se puede sentir lo que se quiere y decir lo que se siente. Injusta pretensión fuera del que manda querer con candados los labios de los subditos, y que no se quejen y murmuren debajo del yugo de la servidumbre» (55). En definitiva, la ley tiene una triple función: garantizar la vida, la propiedad y la libertad de los subditos (con las reservas apuntadas respecto a la libertad de conciencia). En última instancia, lo que Saavedra pide es la protección de los tres valores típicos de la burguesía y, en este sentido, sus palabras constituyen una sorprendente anticipación a Locke. En efecto, el pensador inglés afirma la necesidad de que la vida, la propiedad y la libertad queden garantizadas a través de las leyes. Obviamente, Saavedra no se muestra tan explícito como Locke, pero no cabe duda de que su pensamiento en este punto no difiere mucho de la doctrina del filósofo inglés, aunque también es cierto que Saavedra se muestra más conservador por lo que se refiere al tema de la libertad. Pero por lo que respecta a (53) José Antonio MARAVALL: Estudios de historia del pensamiento español (siglo XVII), op. cit., págs. 183-184. (54) Empresa LX, pág. 600. (55) Empresa XIV, pág. 178.
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la propiedad, las ideas de Saavedra son, sin duda alguna, muy cercanas a las de Locke. Además, no hay que olvidar que también Saavedra habla en su obra de la existencia de un status naturalis anterior a la convivencia política, en el que los hombres son titulares de unos derechos (naturales). El paso de este estado de naturaleza a la convivencia política sólo puede legitimarse si los ciudadanos encuentran suficientemente protegidos sus derechos en la comunidad política (este tema será tratado más ampliamente en el capítulo V). Todo ello demuestra una vez más el espíritu moderno del escritor murciano. De cualquier modo, tendremos ocasión de examinar el tema de la libertad más detenidamente cuando abordemos la filosofía política de Saavedra. Por último, hay un pasaje en el cual se observa con gran claridad la función de garantía que cumple la ley positiva: hay para Saavedra dos tipos de reyes: «el rey absoluto y el rey que gobierna según las leyes y fueros del reino con que limitó el pueblo su potestad» (56). Por tanto, el pueblo limita la potestad del monarca, pero al mismo tiempo reconoce una esfera intangible en la cual el monarca no puede entrar sin quebrantar el «pacto» establecido con los subditos.
IV) LA COSTUMBRE COMO FUENTE DEL DERECHO En su obra Saavedra dedica especial atención al tema de las leyes positivas por la importancia que las mismas tienen como fundamento de la «república». Sin embargo, también dedica a la costumbre algunas palabras en las que demuestra un conocimiento profundo de esta fuente del derecho. Del Vecchio ha señalado certeramente que «la costumbre traduce en hechos las ideas que más o menos conscientemente tienen los asociados en torno a las necesidades de su vida en común; esto es, aquellas ideas que, aun no siendo propias de todos, son sostenidas con la mayor eficacia, y resultan, por ende, predominantes» (57). En (56) Introducciones a la Política, pág. 1235. (57) Filosofía del derecho, op. cit., pág. 369.
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efecto, la costumbre es la expresión de un sentimiento común que tiene su origen en la convicción de un determinado grupo humano. Veamos a continuación cuál es la concepción de Saavedra. El tratamiento de la costumbre es abordado en la misma empresa dedicada a las leyes positivas; ello nos indica ya que para el escritor murciano la costumbre es, ante todo, derecho. El hecho de que su origen y modo de manifestación sea diverso al de la ley positiva no priva en absoluto a la cosumbre de su carácter jurídico. En estos términos se expresa Saavedra: «Las costumbres son leyes no escritas en el papel, sino en el ánimo y memoria de todos, y tanto más amadas, cuanto no son mandato sino arbitrio, y una cierta especie de libertad y así, el mismo consentimiento común que las introdujo y prescribió las retiene con tenacidad, sin dejarse convencer el pueblo, cuando son malas, que conviene mudallas, porque en él es más poderosa la fe de que, pues las aprobaron sus antepasados, serán razonables y justas, que los argumentos, y aun que los mismos inconvenientes que halla en ellas. Por lo cual es también más sano consejo tolerallas que quitallas. El príncipe prudente gobierna sus Estados sin innovar las costumbres; pero si fuesen contra la virtud o la religión, corríjalas con gran tiento y poco a poco, haciendo capaz de la razón al pueblo. El rey don Fruela fue muy aborrecido porque quitó la costumbre introducida por Witiza de casarse los clérigos y aprobada con el ejemplo de los griegos» (58). La primera diferencia que establece Saavedra entre la ley y la costumbre es el carácter escrito de la primera, pero parece que se atribuye el mismo valor a ambas, ya que se afirma expresamente que «las costumbres son leyes». ¿Quiere esto decir que cabe la posibilidad de la existencia de una costumbre que sea contraria a la ley? Y en este caso, ¿qué norma jurídica prevalecerá?, ¿la escrita o la consuetudinaria? Saavedra no ofrece solución a este problema, pero creemos que en su sentir la ley prevalece sobre la costumbre con carácter general, y de modo especial, en el caso de que la costumbre fuese contraria a la (58) Empresa XXI, pág. 237
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«virtud» o a la «religión». Adviértase que esta referencia que hace Saavedra a la «virtud y a la religión tiene una proyección histórica considerable, y por ello hay que entenderla en el marco temporal en el que tiene lugar. No hay que olvidar que el siglo xvii presenta unos caracteres muy particulares por lo que se refiere a la mentalidad y hábitos sociales del pueblo español (59). Por otra parte, en el pasaje que hemos reproducido se enuncian los caracteres que tipifican a la costumbre «jurídica», En primer lugar, ésta aparece como una repetición constante de una determinada conducta: «el consentimiento común que las introdujo y prescribió las retiene con tenacidad». Obviamente, esta repetición constante exige una cierta duración, aunque naturalmente «el concepto de duración es eminentemente relativo, ya que el mayor o menor número de las repeticiones depende de la índole de la relación» (60). Pero para que se pueda hablar de la existencia de una costumbre no basta con que se produzca la repetición de una determinada conducta. En efecto, hay multitud de conductas que se repiten regularmente, sin que esta circunstancia les otorgue el carácter de costumbre en sentido jurídico (entre este tipo de conductas podrían citarse las denominadas reglas de cortesía). Para que la costumbre jurídica nazca es preciso que, además de la repetición constante, exista en un determinado grupo humano la convicción de que tal conducta es absolutamente obligatoria y, en consecuencia, exigible. La convicción jurídica (opinio iurts) es, pues, un elemento esencial de la costumbre (61). También en Saavedra la convicción jurídica (aunque naturalmente no utiliza esta expresión) es necesaria para que estemos en presencia de una auténtica costumbre. El escritor murciano utiliza el término «ánimo» para referirse a la convicción jurídica: «las costumbres están escritas en el ánimo y me(59) Vid. el capítulo I, en el que se analizan las costumbres del pueblo español en el siglo xvn. Especialmente el epígrafe: Situación histórica, problemas domésticos. (60) DEL VECCHIO: Filosofía del derecho, op. cit., pág. 367. (61) En opinión de Legaz, «en rigor, la opinio iurts seu necessitatis no parece un elemento imprescindible de la costumbre jurídica». Filosofía del derecho, op. cit., pág. 5G&.
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moria de todos». Es precisamente este «ánimo» ei que confiere a la costumbre su carácter jurídico. En las palabras que dedica Saavedra a la costumbre encontramos una observación sumamente interesante: «Las costumbres —dice don Diego— son tanto más amadas cuanto no son mandato sino arbitrio, y una cierta especie de libertad». Lo que se trata de subrayar aquí es el diferente origen de la costumbre y de la ley. La costumbre nace en el pueblo, y por esta razón es sentida en las conciencias de los individuos con gran intensidad; viene a significar una especie de libertad porque su creación es espontánea. Por este motivo el arraigo de la costumbre es incluso superior al de la ley, y así lo afirma Saavedra expresamente, y por ello recomienda al príncipe que cuando las costumbres sean malas, salvo en el caso de que atenten contra la virtud y la religión (e incluso en este caso es necesario que se corrijan-! con gran tiento y poco a poco) es mejor tolerarlas que quitarlas.
V)
POLÍTICA LEGISLATIVA
A continuación vamos a tratar de analizar una serie de cuestiones que se encuentran íntimamente relacionadas y que se refieren al proyecto total de Saavedra en relación con la legislación del Estado. En las páginas de las Empresas se ofrecen soluciones prácticas a los problemas que plantea la propia organización del Estado. Para ello, Saavedra tiene en cuenta el sistema legislativo español, y sus consideraciones suponen, en cierto modo, un rechazo del mismo. En primer lugar, Saavedra considera que lo ideal es que el número de leyes sea escaso. Un excesivo número de leyes no significa una mejor organización; por el contrario, engendra confusión. Sin embargo —como inmediatamente veremos—, esta reducción del número de leyes responde a una concepción política determinada. Dice Saavedra que «la multiplicidad de leyes es muy dañosa a las repúblicas, porque con ellas se íundaron todas, y por ellas se perdieron casi todas. En siendo muchas, causan confusión y se olvidan, o, no se pudiendo observar, se 115
desprecian. Argumento son de una república disoluta. Unas se contradicen a otras y dan lugar a las interpretaciones de la malicia y a la variedad de las opiniones. De donde nacen los pleitos y las disensiones. Ocúpase la mayor parte del pueblo en los tribunales. Falta gente para la cultura de los campos, para los oficios y para la guerra. Sustentan pocos buenos a muchos malos. Las plazas son golfos de piratas. Y los tribunales, bosques de forajidos. Los mismos que habían de ser guardas del derecho son dura cadena de la servidumbre del pueblo. No menos suelen ser trabajadas las repúblicas con las muchas leyes que con los vicios. Quien promulga muchas leyes, esparce muchos abrojos donde todos se lastimen, Y así, Caligula, que armaba lazos a la inocencia, hacía diversos edictos de letra muy menuda, porque se leyesen con dificultad. Y Claudio publicó en un día veinte, con que el pueblo andaba tan confuso y embarazado, que le costaba más el sabellas que el obedecellas. Por esto dijo Aristóteles que bastaban pocas leyes para los casos graves, dejando los demás al juicio natural. Ningún daño mayor de las repúblicas que el de la multiplicidad de las leyes» (62). En las palabras que cita de Aristóteles existe una evidente contradicción (63), puesto que anteriormente se había producido una minusvaloración del «juicio natural», exigiendo una rigurosa observancia de la ley, e incluso Saavedra había llegado a impedir a los jueces de un modo expreso que decidieran conforme a la razón natural, ya que ésta no está libre de afectos y pasiones. Creemos que existen dos razones por las cuales Saavedra afirma que el número de leyes (64) no sea excesivo: en primer lugar, por el peligro que supondría un cambio brusco en la legislación. Las innovaciones son necesarias, pero es preciso que se realicen paulatinamente, sin bruscos sobresaltos. En definitiva, Saavedra demuestra un exacerbado apego a la tradición (65). (62) Empresa XXI, pág. 232. (63) Vid. el capítulo II: la equidad en Saavedra. (64) Obviamente se emplea aquí el término ley en un sentido amplio que comprende todo tipo de disposiciones: leyes de cortes, pragmáticas reales, autos acordados, etc. (65) A pesar del amor que Saavedra profesa a la tradición, en algunas ocasiones se muestra partidario de las innovaciones; así, por ejemplo en
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Estas son sus palabras: «¿Para qué añadir ligeramente nuevas a las antiguas (se refiere a las leyes), si no hay exceso que no haya sucedido ni inconveniente que no se haya considerado antes, y a quien el largo uso y experiencia no haya constituido el remedio? Las que agora da en Castilla por nuevas el arbitrio se hallarán en las leyes del reino. La observancia délias será más bien recibida del pueblo, y con menos odio del príncipe, que la publicación de otras nuevas. En aquéllas sosiega el juicio, en éstas vacila. En aquéllas se descubre el cuidado, en éstas se aventura el crédito. Aquéllas se renuevan con seguridad, éstas se inventan con peligro. Hacer experiencias de remedios es a costa de la salud y de la vida. Muchas yerbas antes que se supiesen preparar fueron veneno. Mejor se gobierna la república que tiene leyes fijas, aunque sean imperfectas, que aquella que las muda frecuentemente {aquí se están destacando dos de los valores jurídicos fundamentales: la certeza y la seguridad jurídica). Para mostrar los antiguos que han. de ser perpetuas, las escribían en bronce, y Dios las esculpió en piedras escritas con su dedo eterno. Por estas consideraciones aconsejó Augusto al senado que constantemente guardase las leyes antiguas, porque aunque fuesen malas eran más útiles a la república que las nuevas. Bastantes leyes hay ya constituidas en todos los reinos. Lo que conviene es que la variedad de explicaciones no las haga más dudosas y oscuras, y críe pelitos» (66). Las leyes deben ser, por tanto, pocas y estables. Ello no quiere decir que no exista la posibilidad de innovación; por supuesto es posible, e incluso en muchos casos resulta conveniente, la reforma de determinadas leyes; pero este pasaje: «No siempre las novedades son peligrosas. A veces conviene íntrodbcillas. No se perficionaría el mundo si no innovase. Cuanto más entra en edad es más sabio. Las costumbres más antiguas en algún tiempo fueron nuevas. Lo que hoy se executa sin ejemplo, se contará después entre los ejemplos. Lo que seguimos por experiencia se empezó sin ella. También nosotros podemos dejar loables novedades que imiten nuestros descendientes. No todo lo que usaron los antiguos es lo mejor, como no ¿o será a la posteridad todo lo que usamos agora. Muchos abusos conservamos por ellos. Y muchos estilos y costumbres suyas, severas, rudas y pesadas se han templado con el tiempo y reducido a mejor forma». Empresa XXIX, página 297. (66) Empresa XXI, págs. 232-233. El subrayado es nuestro. 177 12
aquélla debe realizarse de tal modo que no provoque una profunda alteración en el sistema jurídico. Por otra parte, Saavedra no es partidario de una legislación nueva; todo lo más permite la reforma moderada de las leyes ya promulgadas, pero no la creación de nuevas disposiciones. Que Saavedra tiene un gran apego a la tradición se demuestra por el hecho de las continuas referencias que hace en su obra a las Partidas de Alfonso X el Sabio. Pero existe una segunda razón por la cual Saavedra exige que el número de leyes sea escaso: la necesidad de que las leyes se cumplan; esto es, que tengan realmente una vigencia efectiva. Las leyes tienen unas funciones determinadas —a las que anteriormente hemos hecho referencia—, pero tales funciones no podrán ser realizadas si en la práctica no se cumplen. Por eso dice Saavedra que las leyes deben ser escasas, para que no se produzcan contradicciones entre unas y otras. Sólo de este modo puede existir cierto orden en el sistema legislativo de una determinada comunidad. Pero es que, además, si las leyes no se cumplen se produce un debilitamiento de la autoridad, y así lo señala Saavedra: «No es menos dañosa la multiplicidad de las pregmáticas para corregir el gobierno, los abusos de los trajes y gastos superfluos, porque con desprecio se oyen y con mala satisfacción se observan. Una pluma las escribe y esa misma las borra. Respuesta son de Sibila en hojas de árboles esparcidas por el viento. Si las vence la inobediencia, queda más insolente y más seguro el lujo. La reputación de príncipe padece cuando los remedios que señala o no obran o no se aplican. Los edictos de madama Margarita de Austria, duquesa de Parma, desacreditaron en Flandes su gobierno porque no es executaban. Por lo cual se puede dudar si es de menos inconvenientes el abuso de los trajes que la prohibición no observada; o si es mejor disimular los vicios ya arraigados y adultos, que llegar a mostrar que son más poderosos que los príncipes. Si queda sin castigo la transgresión de las pregmáticas, se pierde el temor y la vergüenza. Si las leyes o pregmáticas de reformación las escribiese el príncipe en su misma persona podría ser que la lisonja o la inclinación natural de imitar el menor al mayor, el subdito al 178
señor, obrará más que el rigor, sin aventurar la autoridad. La parsimonia que no pudieron introducir las leyes suntuarias la introdujo con su ejemplo el emperador Vespasiano. Imitar al príncipe es servidumbre que hace suave la lisonja. Más fácil dijo Teodorico rey de los godos que era errar la naturaleza en sus obras que desdecir la república de las de su príncipe. En él, como en su espejo, compone el pueblo sus acciones» (67). En este pasaje se contienen afirmaciones muy interesantes que conviene analizar detalladamente: En primer lugar es absolutamente imprescindible que las leyes se cumplan. El pensamiento de Saavedra responde a una exigencia práctica: es inútil promulgar leyes si se sabe de antemano que van a ser ignoradas por los subditos. Además, esta inaplicación de las leyes implica una merma del poder regio; viene a suponer, en cierto modo, un ataque directo contra la autoridad y prestigio del monarca. En segundo lugar, se afirma la necesidad de que ciertas esferas de la vida de ios subditos queden al margen de la regulación de las leyes. El derecho puede ejercer en ciertos casos una presión agobiante sobre los subditos (68), además de que no es posible llevar a cabo una reforma de las costumbres del pueblo por medio de la ley, ya que ésta en el mejor de los casos permanecería inaplicada. Por último, de un modo indirecto, se está realizando una dura crítica contra la situación española, pero de manera particular se censura la actitud de Felipe IV. En efecto, el monarca debe ser el primero en dar ejemplo, por eso dice Saavedra que las leyes o pragmáticas de reformación no serían necesarias si el príncipe las escribiese en su misma persona. De algún modo, también se está criticando el propio programa de gobierno del conde-duque de Olivares. Como es sabido, el valido de Felipe IV intentó la reforma de múltiples aspectos de la situación española, (67) Ibidem, págs. 236-237. (68) En relación con este tema puede verse el interesante estudio del profesor FERNÁNDEZ-GALIANO: «El derecho como factor presionante», conferencia pronunciada en la apertura, del curso 1975-76 en el colegio universitario San Pablo (CEU), Madrid, 1975.
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pero sus esfuerzos fueron, en gênerai, vanos, precisamente porqué las costumbres no pueden reformarse a través de las leyes. Otra parcela en la cual Saavedra se muestra sumamente crítico es la que afecta al funcionamiento de los tribunales. Las palabras que dedica a este tema son altamene significativas: «Mejor le está al litigante una condenación despachada que una sentencia favorable después de haber litigado muchos años. Quien hoy planta un pleito, planta una palma, que cuando fruta, fruta para otros. En la república donde no fueren breves y pocos los pleitos no puede haber paz ni concordia» (69). En realidad Saavedra —haciendo gala de una fina ironía— se limita a constatar una realidad palpable: la escasa eficacia en el funcionamiento de los tribunales; incluso llega a hablar en ocasiones de la posibilidad de soborno (70). Por otra parte, las leyes vienen a ser para Saavedra una cierta expresión o manifestación de la soberanía. Aunque la soberanía reside en el monarca (no obstante, también el pueblo participa de algún modo en ella), el vehículo a través del cual se manifiesta es la ley. Por eso dice Saavedra que «gobernarse por ajenas leyes es una ofensa a la soberanía» (71). De cualquier forma, el escritor murciano utiliza en muy contadas ocasiones el término soberanía; por esta razón no se puede determinar con precisión qué es lo que entiende con este concepto.
(69) Empresa XXI, págs. 235-236. (70) Vid. por ejemplo la empresa XXI, pág. 235. (71) Ibidem, pág. 234.
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CAPITULO IV DOCTRINA ETICA
I)
INTRODUCCIÓN
La sociedad española del siglo xvii presenta unos caracteres precisos que han sido destacados por los numerosos historiadores que han dedicado sus esfuerzos aí tema. Lo primero que puede observarse es la profunda transformación que tiene lugar en todos los órdenes de la convivencia: economía, política, relaciones sociales, etc. Nos hallamos en presencia de una aguda crisis que necesariamente tuvo que afectar a los modos de comportamiento, tanto desde una perspectiva individual como colectiva. No obstante, conviene señalar que este fenómeno no se produce solamente en España; también en la práctica totalidad de Europa se inicia un proceso de cambio y de renovación en todos los aspectos. Como pone de relieve Maravall, «los modos de conducirse de los individuos entre sí y respecto al grupo o grupos en que se insertan, cuando han permanecido vigentes durante largos períodos, se traducen en sistemas normativos que definen una moral. Por eso una crisis social lleva consigo, en el fondo, una crisis moral, y en este sentido el siglo xvn conoció una profunda crisis moral, que en él resultó incluso más visible que en otras ocasiones por los particulares caracteres que ofrecieron los cambios acontecidos en la conducta social de los hombres del Barroco, Debemos ver en ello la razón de que el problema moral presente en esa centuria tan gran importancia» (1). (1) Estudios de historia del pensamiento español (siglo XVII), op. cit., peg. 163. 183
Efectivamente, el tema moral adquiere en el siglo xvn una singular importancia, y buena prueba de ello son los numerosísimos tratados de literatura moral que aparecen en esta época (2), aunque ya en el siglo xvi se había iniciado esta corriente. Naturalmente, esta preocupación por la conducta humana —que, como ya hemos dicho, constituye una de las líneas medulares ¿é. pensamiento de Saavedra y, en general, de la mayoría de los autores del siglo xvn— se produce como consecuencia de diversos factores. Entre ellos, consideramos que tiene una especial importancia el cambio de las estructuras políticas; es decir, la aparición del absolutismo monárquico. ¿Qué relación puede haber entre el Estado absoluto y la preocupación por los problemas éticos? El individuo, en el siglo xvn, se encuentra frente a un Estado todopoderoso; la compleja maquinaria que conforma su íntima esructura le presiona angustiosamente sin que pueda hacer nada por evitarlo. La participación del individuo en la vida del Estado es bastante escasa, por no decir nula. Se produce, en última instancia, una total separación entre Estado y ciudadano, ya que éste no puede influir en las decisiones de gobierno. Este fenómeno se produce en todos los países donde se implanta la monarquía absoluta, pero en España es, si cabe, más acusado por una razón meramente cuantitativa: las decisiones que se toman desde la corte de Madrid van dirigidas no sólo a los habitantes de la península, sino también a los de las Indias, Italia, Flandes; en fin, a una vasta comunidad de hombres. Las relaciones de este Estado universal con los subditos tenían que ser necesariamente escasas; por ello se produce un repliegue; el individuo se encierra en sí mismo tratando de buscar una orientación moral. No hay que olvidar que este fenómeno ha tenido lugar en otras épocas históricas en las que se produjo una gran expansión territorial por parte de un determinado pueblo (3). (2) Ya hemos hecho referencia en el capítulo I a este tipo de literatura. Para una mayor información puede consultarse el prólogo de Vicente García de Diego a las obras de Saavedra ya citado, en el que se hace un análisis exhaustivo de la literatura emblemática y moralista. (3) Recuérdese, por ejemplo, lo que ocurrió en la época de Alejandro Magno. Al ampliarse considerablemente el marco de la ciudad-estado, el
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Esta situación de cambio implica necesariamente la adopción de determinadas actitudes ante los problemas fundamentales de la convivencia. Se trata de afrontar una situación radicalmente nueva, y para ello urge la formulación de nuevos esquemas que se adecúen a la nueva realidad. Como dice Maravall, «en quienes se mantienen en la línea dogmática del cristianismo —que, en tales casos, durante el siglo xvii se asume de ordinario con carácter polémico— se levanta una interna contradicción entre los principios éticos derivados de su fe religiosa y las exigencias prácticas de una moral de la conducta, ajustada a las que se estiman como nuevas pautas de la convivencia. Lo normal es resolver la dificultad declarando someter las segundas a los primeros, esto es, las conveniencias prácticas a los principios. Claro que no menos normal es que no se atengan a este criterio las máximas inspiradoras del comportamiento social, en que luego se despliega el sistema ético que se pretende construir. Y no es que haya una insinceridad en esto, como un tanto banalmente se ha dicho muchas veces, sino que nos encontramos ante un conjunto de contradicciones en que se manifiestan las internas tensiones de una mentalidad en conflicto, como la sociedad misma que la produce» (4). Maravall cita a continuación un pasaje de las Empresas en el cual —según su opinión— se observan estas contradicciones. Por su especial interés consideramos necesario reproducirlo; el pasaje en cuestión es el siguiente: «Haz bien y guárdate es proverbio castellano, hijo de la experiencia. No sucede esto a los que viven para sí solos, sin que la misericordia y caridad los mueva al remedio de los males ajenos. Rácense sordos y ciegos a los gemidos y a los casos, huyendo las ocasiones de mezclarse en ellos. Con lo cual viven libres de cuidados y trabajos y, si no hacen grandes amigos, no pierden individuo sintió la necesidad de replegarse y dedicar su atención a los problemas morales de un modo preferente. Las escuelas que surgen después de la muerte de Aristóteles son buena prueba de ello. (4) Estudios de historia del pensamiento español (siglo XVII), op. cit., págs. 164-165.
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a los que tienen. No serán estimados por lo que obran, pero sí por lo que dejan de obrar, teniéndolos por prudentes los demás. Fuera de que naturalmente hacemos más estimación de quien no nos ha menester y, despreciándonos, vive consigo mismo. Y así parece que, conocido el trato ordinario de los hombres, nos habíamos de estar quedos a la vista de sus males, sin darnos entendidos, atendiendo solamente a nuestras conveniencias, y a no mezclallas con el peligro y calamidad ajena. Pero esta política sería opuesta a las obligaciones cristianas, a la caridad humana y a las virtudes más generosas y que más nos hacen parecidos a Dios. Con ella se disolvería la compañía civil, que consiste en que cada uno viva para si y para los demás» (5). De este pasaje deduce Maravall que, en definitiva, lo que Saavedra está recomendando tanto al príncipe como al individuo en general es «vivir para sí» con exclusión de los demás. No obstante, consideramos que esta afirmación es un poco exagerarada, porque resuelve la contradicción planteada de un modo unilateral. En cierto modo, el profesor Maravall duda de la sinceridad de Saavedra, sin que encontremos ninguna razón que pueda justificar tal duda. No es del todo cierto que Saavedra recomiende al príncipe que viva para sí y, desde luego, no se puede extraer tal conclusión de sus palabras. Por el contrarío, Saavedra rechaza expresamente la fórmula del «vivir para sí», ya que tal pauta de conducta es contraria a las obligaciones cristianas. El hecho de que los hombres vivan para sí no significa que este comportamiento sea correcto y, por supuesto, Saavedra no lo acepta. Debemos insistir una vez más en lo que ya se dijo en otras ocasiones: Saavedra conoce perfectamente la realidad de su tiempo en sus múltiples facetas. Por eso sabe cuáles son las coordenadas que definen los comportamientos del hombre de su época; de ahí que la descripción que ofrece de los mismos sea exacta, pero ello no significa sin más la aceptación de tales comportamientos (6). (5) Empresa XLVII, pág. 440. (6) Vid. el capítulo I: «La oposición a Maquiavelo» en el que se trata más ampliamente la actitud de Saavedra en relación con el comportamiento humano.
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Nos encontramos —como tantas veces ha ocurrido— ante dos problemas diferentes: de una parte, la realidad, la cual es descrita por Saavedra con gran acierto. Se trata de una realidad llena de matices, cambiante y poco estable que provoca en el escritor murciano cierta decepción. De otra parte, «el mundo ideal» en el cual se proponen criterios de conducta que nada tienen que ver con la realidad fàctica. En Saavedra encontramos a menudo esta doble vertiente de la descripción fàctica, por un lado, y de la formulación de esquemas ideales, por otro. Es cierto que, en ocasiones, se produce una profunda tensión entre idea y realidad, pero, en tales casos, no se puede afirmar sin más que prevalezca la segunda sobre la primera. Creemos que se trata de un proceso de armonización; Saavedra trata de conjugar sus formulaciones ideales con los hechos que presentan las situaciones concretas de la vida cotidiana. Por ello creemos que en Saavedra tiene la misma importancia la teoría y la praxis, la especulación y la acción. Karl-Heinz Mulagk, que ha dedicado algunas páginas de su obra a la figura de Saavedra, considera que en él prevalece la experiencia sobre la especulación, y llega incluso a afirmar que el escritor murciano siente una. verdadera animadversión {Abneigung) por todo aquello que signifique especulación (7). Obviamente, creemos que tal afirmación no es del todo correcta. Quizá pueda dudarse acerca de si en Saavedra prevalece la experiencia sobre la especulación, pero decir que existe una total animadversión hacia la especulación es totalmente incierto. Sí examinamos detenidamente el pasaje transcrito podrá observarse que en él, además de la descripción de la realidad (los hombres generalmente son egoístas y viven para sí solos), se ofrece un criterio ideal de conducta (se debe vivir también para (7) KART-HEINZ MULAGK: Phanomene des politischen Menschen im 17. Jahrhundert. Propadeutische Studien turn Werk Lohensteins unter besonderer Berücksichtigung Diego Saavedra Fajardos und Baltasar Graciáns, Berlin, 1973> Erich Schmidt Verlag. Estas son sus palabras: «Bin wesentliches Moment, das für das Werk dieses Autors bestimmend, gennant werden kann, 1st seine Abneigung gegen Théorie und Spekulation, gegen die er "experiencia" zu Velde führt, ohne die es keine rechte Klugheit geben konne»; pág. 107,
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los demás), cuya validez perdura con independencia de que tenga un correlato en el comportamiento real de los individuos. A nuestro juicio, Saavedra distingue dos tipos de comportamiento: en primer lugar, el «vivir para sí», que reafirma la intimidad del ser humano, la necesidad de que el hombre actúe desde una perspectiva meramente individual, que es absolutamente necesaria. Y, en segundo lugar, junto a esta íntima vivencia se proclama la necesidad de que el hombre en cuanto miembro de una comunidad se relacione con los demás. No hay, por tanto, incompatibilidad entre la «vida personal» y la vida en sociedad; por el contrario, ambos tipos de conducta se complementan en perfecta armonía; de ahí que la compañía civil consista en «vivir para sí y para los demás». En el pasaje que hemos reproducido la expresión «vivir para sí» se utiliza dos veces, pero con distinta significación: en el primer caso, cuando Saavedra emplea este término después de citar el proverbio castellano, se trata de una actitud egoísta; el «vivir para sí» implica la minusvaloración de la vida en sociedad. Por el contrario, cuando al final del pasaje se utiliza nuevamente la expresión, se hace —si se nos permite la expresión— en el buen sentido de la palabra. En el primer caso se rechaza de un modo categórico la vida en sociedad; esta forma de «vivir para si» en incompatible con las relaciones de convivencia, mientras que en el segundo caso el «vivir para si» implica, en cierto modo, el vivir con los demás. En definitiva, lo que Saavedra pretende es la armonización de ambos tipos de conducta. Sin embargo, a pesar de este intento de armonización, es cierto que en ocasiones Saavedra proclama la necesidad de adecuar el comportamiento en función de las circunstancias. Esto es lo que Maravall ha llamado una moral de adecuación; «estamos (en Saavedra y también en otros autores del Barroco) ante una moral que pide adecuar el comportamiento a la habitual maldad humana. Es más, dando por supuesto y necesario esto que podemos llamar el dato antropológico primero para un moralista barroco, hay que acomodarse a él y manejarlo de manera que se 188
transforme en un recurso para salir adelante en la propia empresa» (8). Es indudable que en Saavedra se produce una tension entre los principios éticos inspirados en la religión y las exigencias prácticas de la acción política.
II)
ETICA Y POLÍTICA
Desde los inicios de la historia del pensamiento se ha venido afirmando que la política debe estar subordinada a la ética (9). Esta viene a constituir un límite a la acción del poder y, de algún modo, puede realizar una función legitimadora del mismo. Obviamente el tema de las relaciones entre ética y política ha tenido siempre una transcendencia considerable, pero el problema cobra especial importancia a partir de la figura de Maquiavelo. Como pone de relieve Kahler, en realidad «la teoría de Maquiavelo no marca una época porque su análisis, conclusiones y recomendaciones proporcionasen experiencias sustancialmente nuevas, pues antes que él muchos gobernantes y políticos habían conformado su conducta siguiendo las pautas que él recomendó. Lo que hay de nuevo y lo que marca una época es la forma candida y descarnada en que percibe los hechos, la manera en que se enfrenta a ellos y los expresa sin miedo» (9 bis). El escritor florentino formula una concepción de la política radicalmente nueva que implica un cambio revolucionario en relación con la doctrina tradicional. Por ello, la reacción que se produjo contra la doctrina de Maquiavelo no se hizo esperar, hasta el punto de que —como dice Fernández de la Mora— «Maquiavelo llegó a constituir uno de los grandes temas del pensamiento político español» (10). (8) Estudios de historia del pensamiento español (siglo XVII), op. cit., pág, 172. El subrayado es nuestro. (9) Sobre este punto puede verse el interesante libro del profesor Antonio TORRES DEL MORAL: Etica y Poder, ya citado. {9 bis) Erich KAHLER: Historia universal del hombre, Méjico, 1946, Fondo de cultura económica, pág. 284. (10) Maquiavelo visto por los tratadistas políticos de la Contrarreforma op. cit., pág. 431.
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Saavedra también forma parte del grupo de escritores españoles que refutan las tesis maquiavélicas, aunque algunos han afirmado que la posición de Saavedra no es muy lejana a la de Maquiavelo; así, por ejemplo, García de Diego ha dicho que «el antimaquiavelismo (en Saavedra) se revela desde la primera página hasta el final. Pero, por otra parte, Saavedra heredaba ideas de prudencia de algunos tratadistas cristianos, que no eran diametralmente opuestas al practicismo maquiavélico» (11). Esto quiere decir que aunque formalmente se rechacen las tesis de Maquiavelo, en el fondo son aceptadas por razones prácticas; por razón de la política real que exige un comportamiento al margen de criterios éticos. En este sentido, dice Aranguren que «es verdad que el maquiavelismo constituyó un serio intento de subordinar la moral y la religión, al poder político. Sin emmargo, el maquiavelismo necesita, para ser eficaz, no aparecer como tal; de lo contrario dejaría de ser maquiavelismo para convertirse en cinismo» (12). Veamos cuál es la postura que Saavedra mantiene en sus Empresas. Con carácter general puede afirmarse que Saavedra refuta la doctrina de Maquiavelo, al menos formalmente: «El hombre justifica sus acciones y las mide con la equidad, no queriendo para otro lo que no quisiera para sí. De donde se infiere cuan impío y feroz es el intento de Maquiavelo, que forma a su príncipe con otro supuesto o naturaleza de león y de raposa, para que lo que no pudiere alcanzar con la razón, alcance con la fuerza y el engaño. En que tuvo por maestro a Lisandro, general de los lacedemonios, que aconsejaba al príncipe que donde no llegase la piel de león la supliese cosiendo la de raposa y valiéndose de sus artes y engaños. Antigua fue esta doctrina. Polibio la refiere de su edad y de las pasadas, y la reprehende. El rey Saúl la pudo enseñar a todos. Esta máxima con el tiempo ha crecido, pues no hay injusticia ni indignidad que no parezca honesta a los políticos, como sea en orden a dominar, juzgando que vive de merced el príncipe a quien sólo lo justo es lícito. Con que ni se repara en (11) Prólogo a las Empresas de Saavedra Fajardo, op. cit,, págs. 36-37. (12) José Luis ARANGUREN: Etica y Política, Madrid, 1968, ed. Guadarrama, 2.a éd., pág. 198.
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romper la palabra, ni en faltar a la fe y a la religión, como con-^ venga a la conservación y aumento del Estado. Sobre estos fundamentos falsos quiso edificar su fortuna el duque Valentín, pero antes de vella levantada, cayó tan deshecha sobre él, que ni aún fragmentos o ruinas quedaron della. ¿Qué puede durar lo que se funda sobre el engaño y la mentira? ¿Cómo puede subsistir lo violento? ¿Qué firmeza habrá en los contratos, si el príncipe, que ha de ser la seguridad dellos falta a la fe pública? ¿Quién se fiará del? ¿Cómo durará el imperio en quien o no cree que hay providencia divina, o fía más de sus artes que della? No por esto quiero al príncipe tan benigno, que nunca use de la fuerza, ni tan candido y sencillo, que ni sepa disimular ni cautelarse contra el engaño; porque viviría expuesto a la malicia, y todos se burlarían del. Antes en esta Empresa deseo que tenga valor. Pero no aquel bestial y irracional de las fieras, sino el que se acompaña con la justicia, significado en la piel del león, símbolo de la virtud, que por esto la dedicaron a Hércules» (13). Es evidente que el rechazo formal de la doctrina de Maquiavelo es un hecho palpable, pero de este pasaje pueden extraerse algunas conclusiones: En primer lugar, la hostilidad que manifiesta Saavedra hacia la doctrina del florentino. El rechazo a la doctrina de Maquiavelo responde a una profunda convicción del autor. La política no es una actividad que deba realizarse a través del engaño y de la mentira. Esto es contrario a la moral cristiana; por ello el príncipe debe prescindir de tales artes. En segundo lugar, a pesar de que la política real prescinde de cualquier tipo de normación ética —Saavedra llega a decir que no hay injusticia ni indignidad que no parezca honesta a los políticos—, no por ello se debe actuar de aquel modo. Parece que los políticos constituyen una casta especial y que todo les está permitido. Aquí Saavedra sólo trata de describir una realidad que él conoce sobradamente como consecuencia de su actividad diplomática. Pero se trata de una realidad que no le gusta. En consecuencia, propone una solución alternativa: la política (13) Empresa XLIII págs. 402-403.
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cristiana, esto es, la política debe estar fundada en las virtudes cristianas. Por otra parte, entre la ética y la política se produce una esencial unión. Ambos órdenes no pueden ni deben estar separados. En definitiva, no se concibe la política como una actividad independiente de la moral. No puede serlo, ya que la política, en cualquier caso, está subordinada a la ética. En todo caso, si la actividad política se desentiende de la ética, a la larga se produce la inevitable caída. La política que propugna Maquiavelo es efímera; quien la sigue encontrará su ruina. De cualquier modo, Saavedra no puede prescindir de la realidad; de ahí que se produzca una tensión entre principios teóricos y exigencias prácticas. ¿Cómo se debe operar para modificar tal realidad o, en su caso, para adecuarse a la misma? En la solución que ofrece Saavedra a este problema algunos han pretendido encontrar la huella de Maquiavelo. Veamos qué es lo que dice Saavedra: «Es menester gran advertencia, para que ni la fuerza pase a ser tiranía, ni la disimulación o astucia a engaño, porque son medios muy vecinos al vicio. Justo Lipsio, definiendo en las cosas políticas el engaño, dice que es un agudo consejo que declina de la virtud y de las leyes por bien del rey y del reino. Y, huyendo de los extremos de Maquiavelo, y pareciéndole que no podría gobernar el príncipe sin algún fraude o engaño, persuadió el leve, toleró el medio y condenó el grave. Peligrosos confines para el príncipe. ¿Quién se los podrá señalar ajustadamente? No han de ponerse tan vecinos los escollos a la navegación política. Harto obra en muchos la malicia del poder y la ambición de reinar. Si es vicioso el engaño, vicioso será en sus partes, por pequeñas que sean, e indigno del principe. No sufre mancha alguna lo precioso de la púrpura real. No hay átomo tan sutil que no se descubra y afee los rayos des tos soles de la tierra. ¿Cómo se puede permitir una acción que declina de la virtud y de las leyes en quien es alma délias? No puede haber engaño que no se componga de la malicia y de la mentira, y ambas son opuestas a la magnanimidad real. Y, aunque dijo Platón que la mentira 192
era sobrada en íos dioses, poique no necesitaba de alguno, pero no en los príncipes, que han menester a muchos, y que así se les podía conceder alguna vez. Lo que es ilícito nunca se debe permitir, ni basta sea el fin honesto para usar un medio por su naturaleza malo. Solamente pueden ser lícita la disimulación y astucia cuando ni engañan ni dejan manchado el crédito del príncipe. Y entonces no las juzgo por vicios, antes o por prudencia o por virtudes hijas della, convenientes y necesarias en el que gobierna. Esto sucede cuando la prudencia, advertida en su conservación, se vale de la astucia para ocultar las cosas según las circunstancias del tiempo, del lugar y de las personas, conservando una consonancia entre el corazón y la lengua, entre el entendimiento y las palabras. Aquella disimulación se debe huir que con fines engañosos miente con las cosas mismas: la que mira a que el otro entienda lo que no es, no la que solamente pretende que no entienda lo que es. Y así, bien se puede usar de palabras indiferentes y equívocas, y poner una cosa en lugar de otra con diversa significación, no para engañar, sino para cautelarse o prevenir el engaño, o para otros fines lícitos» (14). En primer lugar, se rechaza la tesis de Justo Lipsio en virtud de la cual admite el engaño leve y tolera el medio. El rechazo se produce como consecuencia de la dificultad que existe a la hora de señalar límites precisos; pero, incluso en el supuesto de que se pudieran establecer tales límites, la posición de Saavedra es tajante: en ningún caso cabe el engaño porque «no puede haber engaño que no se componga de la malicia y de la mentira». Por otra parte, el fin nunca justifica los medios; aquí estamos en presencia de una exigencia ética absoluta: «lo que es ilícito nunca se debe permitir, ni basta sea el fin honesto para usar de un medio por su naturaleza malo». No es posible, por tanto, establecer excepción alguna. Ni tan siquiera una situación límite justificaría la utilización de un medio que intrínsecamente es ilícito. Saavedra se expresa, pues, en términos muy claros, y no hay motivo alguno para dudar de su sinceridad. No hay, por tanto, contradicción entre principios teóricos y exigencias prácti(14) Ibidem, págs. 404-405.
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cas; éstas deben ceder ante aquéllos cuando se produce una discrepancia total entre ambos. ¿Por qué se ha afirmado entonces que Saavedra acepta en algunos puntos la doctrina de Maquiavelo? El motivo puede hallarse en ciertos consejos que se ofrecen al príncipe, en los cuales recomienda la disimulación y la astucia. Ahora bien, esto no es argumento suficiente. Saavedra conoce perfectamente los cauces a través de los cuales se desarrolla la actividad política; él es un diplomático en constante actividad, lo que le permite introducirse de lleno en el mundo de la política; por eso dice que «la política destos tiempos presupone la malicia y el engaño en todo, y se arma contra él de otras mayores, sin respeto a la religión, a la justicia y fe pública. Enseña por lícito todo lo que es conveniente a la conservación y aumento. Y, ya comunes estas artes batallan entre sí, se confunden y se castigan unas con otras, a costa del público sosiego, sin alcanzar sus fines» (15). A pesar de ello, se recomienda al príncipe que «huya de tales maestros y aprenda de la misma Naturaleza, en quien sin malicia engaño ni ofensa, está la verdadera razón de Estado» (16). Es decir, frente al engaño y al fraude no se propone como alternativa otro engaño sino que se utiliza la disimulación. Esta es distinta del engaño y debe utilizarse precisamente para prevenirlo. Saavedra distingue dos tipos de disimulación: en primer lugar, la que mira a que el otro entienda lo que no es y, en segundo lugar, la que solamente pretende que no entienda lo que es. Conviene advertir que no se trata de un simple juego de palabras; en efecto, hay diferencias notables entre ambos tipos de disimulación: la primera se prohibe mientras que la segunda se recomienda. En realidad este segundo tipo de disimulación representa la prudencia. Por otra parte, esta maniobra de ocultación encaja perfectamente en la mentalidad del barroco; no todo lo que se dice o se hace debe aparecer siempre con claridad. Estamos en presencia de un mecanismo de autodefensa. El príncipe debe partir de una premisa fundamental: la maldad del hombre. Este pesimismo (15) Empresa LXVII, pág. 653. (16) Ibidem.
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antropológico que profesa Saavedra provoca en todo momento una actitud cautelosa; de ahí que el príncipe deba pensar que todos tratan de engañarle. Pero, en cualquier caso, el monarca debe ser virtuoso; por esta razón la doctrina de Maquiavelo es falsa y nociva y así lo declara Saavedra: «No solamente quiso Maquiavelo que el príncipe fingiese a su tiempo las virtudes, sino intentó fundar una política sobre la maldad, enseñando a llevalla a un extremo grado, diciendo que se perdían los hombres porque no sabían ser malos, como si se pudiese dar sciencia cierta para ello. Esta doctrina es la que más príncipes ha hecho tiranos y los ha precipitado. No se pierden los hombres porque no saben ser malos, sino porque es imposible que sepan mantener largo tiempo un extremo de maldades, no habiendo malicia tan advertida que baste a cautelarse, sin quedar enredada en sus mismas artes» (17). Por todo lo expuesto debemos concluir afirmando que para Saavedra la actividad política no es, en modo alguno, independiente de la ética. El hecho de que la política real prescinda de la ética —fenómeno que Saavedra constata en múltiples pasajes— no significa que deba precederse de este modo. Por ello Saavedra propugna una ética política cuyo fundamento se encuentra en la religión. El posible conflicto entre las exigencias prácticas (actividad política) y los principios teóricos (ética cristiana) es resuelto por Saavedra otorgando preeminencia a los segundos sobre las primeras.
III)
MORAL CRISTIANA
En múltiples ocasiones hemos dicho que Saavedra es un católico convencido; por eso, la religión juega un papel decisivo en el pensamiento del escritor murciano. No se trata simplemente de instrumentalizar la religión al servicio de los intereses de la monarquía española, es decir, Saavedra no pretende utilizar —al menos con carácter general— la fe católica para sofocar posibles rebeliones o tumultos, (17) Empresa XVIII, págs. 210-211.
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Sus auténticas creencias responden a una íntima convicción. De ahí que en el tema ele la religión se muestre intransigente, dedicando a Felipe IV innumerables elogios por la política de defensa de la religión católica; «En esto deja a V. A. piadoso exemplo la majestad de Filipe Cuarto, padre de V. A. en cuyo principio del reinado se trató en su consejo de continuar la tregua con los holandeses, a que se inclinaban algunos consejeros por la razón ordinaria de Estado de no romper la guerra ni mudar las cosas en los principios del reinado. Pero se opuso a este parecer, diciendo que no quería afear su fama manteniendo una hora de paz con rebeldes a Dios y a su corona. Y rompió luego las treguas» (18). También es enaltecida la figura de Felipe II por el mismo motivo. En las palabras que reproducimos a continuación se observará aquella exigencia ética absoluta de la que hablábamos anteriormente: «Los reyes don Fernando y doña Isabel no consintieron en sus reinos otro ejercicio de religión. En que fue gloriosa la constancia de Filipe II y sus sucesores, los cuales no se rindieron a apaciguar las sediciones de los Países Bajos concediendo la libertad de conciencia, aunque con ella pudieron mantener enteros aquellos dominios, y excusar los innumerables tesoros que ha costado la guerra» (19). En efecto, en opinión de Saavedra, existen ciertos temas en los que no cabe una política de adecuación a las circunstancias, debiéndose mantener con firmeza los principios. Es evidente —al menos así lo cree Saavedra— que si se hubiese concedido la libertad de conciencia en los Países Bajos, España se habría ahorrado muchos gastos y, sobre todo, no habría sido necesaria la guerra. Pero en opinión del murciano ha sido preferible no ceder, a pesar de las innumerables ventajas que tal actitud habría reportado. Como puede observarse, Saavedra se mantiene fiel a la tradición; su pensamiento en relación con la libertad de conciencia no es, en modo alguno, innovador; pero, precisamente por ello, hay que partir de esta premisa si queremos comprender el sentido que tiene la «moral cristiana». (18) Empresa XXII, pág. 265. (19) Ibidem, pág. 264.
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¿Qué significa moral cristiana? ¿El calificativo de cristiana añade algo nuevo al concepto de moral? Nosotros creemos que la respuesta debe ser afirmativa. Al hablar de moral cristiana nos estamos refiriendo a un sistema ético concreto con exclusión de los demás. Por eso cuando Saavedra propone un código de conducta no hay que olvidar que tal sistema normativo está inspirado en la doctrina cristiana. El mensaje evangélico y también las Sagradas Escrituras están presentes de un modo constante en la obra de Saavedra; e incluso en algunas ocasiones se propone al propio Jesucristo como modelo de conducta. Obviamente existe una profunda contradicción entre la moral cristiana que Saavedra preconiza y los criterios de conducta que de hecho se encuentran vigentes en la sociedad de su tiempo, pero ello no impide que el escritor murciano afirme la necesidad de que se practiquen todas las virtudes cristianas. Naturalmente, el conseguirlo es harto difícil como consecuencia de la premisa que sirve de punto de partida a Saavedra: la maldad humana, la natural proclividad al mal, porque mientras «hubiere hombres habrá vicios» (20). «Y si bien se hallan en el hombre, como sujeto suyo, todas las semillas de las virtudes y los vicios, es con tal diferencia, que aquéllas ni pueden producirse ni nacer sin el rocío de la gracia sobrenatural, y éstos por sí mismos brotan y se extienden: efecto y castigo del primer error del hombre» (21). Por esta razón la educación desempeña un papel trascendental en la obra de Saavedra, puesto que el hombre se deja llevar normalmente de sus afectos y pasiones. Para corregir esta tendencia se utiliza la educación como instrumento principal. Además, hay que tener en cuenta que una conducta virtuosa es sumamente difícil. Saavedra representa gráficamente esta dificultad en sus Empresas Políticas a través de un rosal con espinas para significar el trabajo que cuesta el florecimiento de las virtudes: «Quien mira lo espinoso de un rosal difícilmente se podrá persuadir a que entre tantas espinas haya de nacer lo suave y hermoso de una rosa. Gran fe es menester para regalle y esperar a que se vista de verde, y brote aquella maravillosa pompa de hojas, que (20) Empresa LXXXV, pág. 807. (21) Empresa XLVI, pág. 423. 197
tan delicado olor respira» (22). Del mismo modo, «ásperos y espinosos son a nuestra depravada naturaleza los primeros ramos de la virtud» (23). En consecuencia, una conducta virtuosa requiere la constancia y el hábito, porque «no puede ser virtud lo que no es hábito constante» (24). Por otra parte, Saavedra exige que las virtudes sean verdaderas y no fingidas, porque si «aun en las virtudes verdaderas y conformes a nuestro natural y inclinación, con hábito ya adquirido, nos descuidamos ¿qué será en las fingidas» (25). Todos estos pasajes demuestran que Saavedra se mueve siempre dentro de los principios cristianos. Su profunda convicción religiosa le impide recomendar al príncipe la realización de comportamientos al margen de las virtudes cristianas. En definitiva, éstas deben presidir en todo momento la actuación del monarca.
IV)
MORAL EN EL PRINCIPE Y EN LOS SUBDITOS
Es evidente que las Empresas Políticas están dedicadas de un modo preferente a la figura del monarca. En ellas se ofrece un proyecto educativo completo a través del cual se pretende format un príncipe cristiano. Nos interesa analizar ahora los modos de conducta que se ofrecen al monarca. Hemos titulado este epígrafe «Moral en el príncipe y en los subditos» con la intención de demostrar que las pautas de conducta de uno y otro no son las mismas. Por ello, creemos que se puede hablar de una «ética especial» en relación con el príncipe. Naturalmente, hay criterios generales que son de aplicación tanto al príncipe como a los subditos, pero al mismo tiempo existen una serie de normas que afectan exclusivamente al monarca, e incluso en el ejercicio de las virtudes la condición de monarca implica una serie de consecuencias. No obstante, hay que advertir que no existe ninguna contradicción entre la conducta que debe (22) (23) (24) (25)
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Empresa XXXIV, pág. 335. Ibídem, pág. 336. Empresa XVIII, pág. 208. Ibidem, pág. 206.
seguir el príncipe y la de los subditos; es decir, no se produce un choque entre ambos tipos de comportamiento. Lo único que ocurre es que el príncipe, en virtud de su condición y de aquello que representa, debe actuar de manera distinta a como lo hacen los subditos, a)
LAS VIRTUDES EN EL PRÍNCIPE
El modelo de príncipe que ofrece Saavedra es demasiado ideal y, en consecuencia, difícilmente puede hallarse alguien que se adecúe de un modo total al modelo propuesto. Como pone de relieve Maldonado de Guevara «el escribir máximas de política es tarea especulativa más que práctica, en la cual se fusionan mutuamente el enseñar y el aprender, y tiene más que ver con el aprender y el enseñar que con el gobernar. Quiero decir que el arte de la empresa política es puramente teorético y nada prejuzga respecto a su corroboración en la práctica» (26). En sentido contrario se manifiesta Murillo Ferrol cuando dice que «no cabe duda de que las Empresas no son una especulación abstracta, sino que fueron pensadas y escritas teniendo muy de cerca en cada caso la situación concreta que las inspiraba. Tras el artificio barroco de sus símbolos y de su estilo, está toda la polícroma y enrevesada vida de la primera mitad del xvii, la guerra de los treinta años, la creciente hegemonía de Francia, el derrumbamiento progresivo de los Habsburgos, la nueva estructura social y las flamantes formas económicas del capitalismo comercial y financiero. Las Empresas son en mucho mayor grado de lo que pudiera creerse, un libro del tiempo» (27). En realidad nosotros creemos que ambas posturas son conciliables. Por una parte, en las Empresas se contienen criterios ideales que deben inspirar la conducta del príncipe; se trata de un príncipe perfecto al cual se le exigen cualidades excepcionales. Pero al mismo tiempo se refleja en toda la obra una constante apelación a la situación concreta, al tiempo histórico en que tal labor debe ser realizada. Saavedra, en definitiva, trata de (26} Emblemática y política, La obra de Saavedra ¥ajardo, op. cit., página 58. (27) Saavedra Fajardo .y la política del Barroco, op. cit., pág. 132,
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armonizar ambos aspectos; se pretende la fusión de la idea y la realidad o, al menos, un mayor acercamiento entre ambas. Al príncipe se le encomienda una misión sumamente difícil, siendo necesario para la realización de la misma unas virtudes y una aptitud fuera de lo común. Para que esta misión pueda cumplirse se requiere que el príncipe sea educado desde la infancia. El príncipe, a pesar de estar investido de una especial dignidad, no es un ser sobrehumano, es simplemente un hombre. Ello quiere decir que se ve afectado de los mismos vicios y pasiones que el resto de los subditos y por eso es necesaria la educación, a través de la cual pueden infundirse en su ánimo las semillas de las virtudes. No es conveniente dejarse llevar de las apariencias; incluso en el supuesto de que el príncipe parezca bueno es necesaria la educación: «Y no es bien descuidarse con su buen natural (obviamente se refiere al príncipe) dejando que obre por sí mismo, porque el mejor es imperfecto, como lo son casi todas las cosas que han de servir al hombre: pena del primer error humano, para que todo costase sudor» (28). La educación del príncipe es, pues, absolutamente necesaria: «Esta buena educación es más necesaria en los príncipes que en los demás porque son los instrumentos de la felicidad política y de la salud pública» (29). Si se prescinde de la educación es completamente imposible que el príncipe pueda actuar correctamente; por eso «con la buena educación es el hombre una criatura celestial, y sin ella el más feroz de todos los animales» (30). Por esta razón se pregunta Saavedra qué es lo que ocurriría con un príncipe mal educado y armado con el poder, ya que las consecuencias de tal situación serían, sin ninguna duda, desastrosas. La naturaleza humana es imperfecta y por eso es necesario que se la encauce hacia la virtud a través de la educación, porque «la educación, la razón y el libre albedrío son los que corrigen los defetcos naturales» (31). Pero esta educación debe comenzar en la infancia, porque «si aquella disposición de la edad se pierde, se adelantan los afectos y graban en la voluntad tan firmemente sus (2S) (29) (30) (31) 200
Empresa II, pág. 83, Ibidem. Ibidem. Empresa I, pág. 79.
inclinaciones, que no es bastante después a borrallas la educación» (32). Por otra parte, hay que tener en cuenta que en el príncipe la ausencia de educación o una educación deficiente es mucho más nociva que en los demás, además de que resulta más dificultosa, no porque se trate de una educación especial orientada al gobierno de un Estado sino porque su condición de príncipe le hace gozar de una situación privilegiada en la que el ejercicio de la virtud es penoso. Así lo declara Saavedra expresamente: «Nacen con nosotros los afectos y la razón llega después de muchos años, cuando ya los halla apoderados de la voluntad, que los reconoce por señores, llevada de una falsa apariencia de bien, hasta que la tazón, cobrando fuerzas con el tiempo y la experiencia, reconoce su imperio, y se opone a la tiranía de nuestras inclinaciones. En los príncipes tarda más este reconocimiento, porque con las delicias de los palacios son más robustos los afectos. Y, como las personas que les asisten, aspiran al valimiento, y casi siempre entra la gracia por la voluntad, y no por la razón, todos se aplican a lisonjear y poner acechanzas a aquélla y deslumhrar a ésta. Conozca, pues, el príncipe estas artes, ármese contra sus afectos y contra los que se valen délias para gobernalle» (33). De cualquier modo, resulta claro que las virtudes sólo pueden adquirirse mediante un ejercicio constante. Por eso es necesario un cuidado especial a la hora de elegir a la persona o personas que han de instruir al príncipe. En tales personas ha de encontrar el príncipe la virtud; solamente de este modo podrá ser virtuoso. Dice Saavedra que «una vez conocido bien el natural e inclinaciones del príncipe, procuren el maestro y. el ayo encaminallos a lo más heroico y generoso, sembrando en su ánimo tan ocultas semillas de virtud y de gloria, que, crecidas, se desconozca si fueron de la naturaleza o del arte» (34), y, «si se descubriese en el príncipe algunas inclinaciones opuestas a las calidades que debe tener quien nació para gobernar a otros, es conveniente ponelle al lado meninos de virtudes opuestas a sus vicios, que los corrijan, (32) Empresa II, pág. 81. (33) Empresa VII, pág. 117. (34) Empresa II, pág. 87-
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como suele una vara derecha corregir lo torcido de un arbolillo, atándola con él» (35), puesto que «sabida la mala naturaleza de un príncipe se puede evitar» (36), Mención aparte merece el tema del carácter que deben tener las virtudes en el príncipe. La práctica totalidad de la empresa 18 (A Deo) se dedica a las virtudes que debe tener el príncipe. En esta empresa se contiene, quizá, la crítica más dura a la doctrina de Maquiavelo (37); la refutación de sus tesis es absoluta. Creemos que tal actitud en Saavedra es sincera y que responde a sus íntimas convicciones, sin que en ningún caso pueda decirse que sus palabras tienen un valor meramente testimonial. Lo primero que exige Saavedra al príncipe es que las virtudes sean verdaderas y tío fingidas, ya que si las virtudes son fingidas será poco seguro su gobierno. Ahora bien, no es esta la razón por la cual se exige que las virtudes sean verdaderas; en realidad, se trata de una exigencia ética, Aun suponiendo que las virtudes fingidas proporcionasen mejores resultados, no debe el príncipe simular las virtudes. Refiriéndose expresamente a Maquiavelo, Saavedra afirma: «Y con este fin no le parece (a Maquiavelo) que las virtudes son necesarias en él, sino que basta el dar a entender que las tiene; porque, si fuesen verdaderas y siempre se gobernase por ellas, le serían perniciosas, y al contrario, fructuosas si se pensase que las tenía; estando de tal suerte dispuesto, que pueda y sepa mudallas y.obrar según fuere conveniente y lo pidiere el caso. Y esto juzga por más necesario en los príncipes nuevamente introducidos en el imperio, los cuales es menester que estén aparejados para usar de las velas según sople el viento de la fortuna y cuando la necesidad obligare a ello. Impío e imprudente consejo, que no quiere arrai(35) Ibidem, pág. 88. (36) Empresa XVIII, pág. 206. (37) Hay que advertir que Saavedra, como casi todos los autores políticos de su tiempo, no cita nunca el lugar en el que se encuentran los pasajes que toma de Maquiavelo. Así lo ha puesto de relieve KARL-HEINZ MULÁGK en su obra ya citada, Pbânomene des politischen Menschem im 17, Jahrhundert,..: «Mit fast alien politischen Autoren seiner Zeit teilt Saavedra Fajardo die Gewohnheit, nie eine Machiavettistette zu zitieren, obioobl er sonst Belege in recht ausjührlichen Marginal noten gibt»; pág. 115.
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gadas, sino postizas las virtudes, ¿Cómo puede obrar la sombra lo mismo que la verdad? ¿Qué arte será bastante a realzar tanto la naturaleza del cristal, que se igualen sus fondos y luces a los del diamante? ¿Quién al primer toque no conocerá su falsedad y se reirá del? La verdadera virtud echa raíces y flores, y luego se le caen a la fingida. Ninguna disimulación puede durar mucho. No hay recato que no baste a representar buena una naturaleza mala. Si aun en las virtudes verdaderas y conformes a nuestro natural y inclinación, con hábito ya adquirido, nos descuidamos, ¿qué será en las fingidas? Y penetradas del pueblo estas artes, y desengañado, ¿cómo podrá sufrir el mal olor de aquel descubierto sepulcro de vicios, más abominable entonces sin el adorno de ja virtud? ¿Cómo podrá dejar de retirar los ojos de aquella llaga interna, si, quitando el paño que 3a cubre, se le ofreciere a la vista? De donde resultaría el ser despreciado el príncipe de los suyos y sospechosos a los extraños. Unos y otros le aborrecerían, no pudiendo vivir seguros del» (38). No obstante, a pesar de la contundencia con la que se expresa Saavedra conviene advertir que, al menos en una ocasión, tiene que ceder ante las exigencias de la práctica política, adoptando una posición que, cuando menos, debe ser calificada de equívoca (39). Pero, en general, su postura es clara, rechazando en todo momento cuanto suponga cualquier tipo de engaño: «En los vicios propios obra la fragilidad. En las virtudes fingidas, el engaño, y nunca acaso, sino para injustos fines. Y así son más dañosas que los mismos vicios. Ninguna maldad mayor que vestirse de la virtud para exercitar mejor la malicia. Cometer los vicios es fragilitud para exercitar mejor la malicia. Los hombres se compadecen de los vicios y aborrecen la hipocresía, porque en aquéllos se engaña uno a sí mismo, v en ésta a los demás. Aun las acciones buenas se desprecian si nacen del arte, y no de la virtud. Y ¿para qué fingir virtudes si han de costar el mismo cuidado que las verdade(38) Empresa XVIII, págs. 205-206. (39) En la empresa XLVII afirma que «aun en las virtudes hay peligro: estén todas en el ánimo del príncipe, pero no siempre en exercício. La conveniencia pública le ha de dictar el uso délias, el cómo y el cuándo. Obradas sin prudencia o pasan a ser vicios, o no son menos dañosas que ellos», pág. 433.
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ras? Si éstas por la depravación de las costumbres apenas tienen fuerza, ¿cómo la tendrán las fingidas» (40). Por otra parte, cuando el príncipe es virtuoso se obtiene un doble resultado: de un lado se estimula a los buenos subditos a perseverar en la virtud y, de otro, a través del ejemplo del príncipe se consigue que los malos subditos dejen de serlo: «SÍ el príncipe por temor a los malos se conformase con sus vicios, no los ganaría, y perdería a los buenos, y en unos y otros crecería la malicia. No es la virtud peligrosa en el príncipe. El celo sí, y el rigor imprudente. No aborrecen los malos al príncipe porque es bueno, sino porque con destemplada severidad no los deja ser malos. Todos desean un príncipe justo. Aun los malos le han menester bueno, para que los mantenga en justicia y estén con ella seguros de otros como ellos» (41). Pero al príncipe no le basta con ser virtuoso. Evidentemente éste es un requisito indispensable para el ejercicio de su función, pero, además, debe conocer perfectamente el comportamiento de sus subditos, ya que sobre ellos ha de ejercer su poder. Aquí vuelve a aparecer la preocupación por el comportamiento humano. En definitiva, el príncipe debe ser consciente de la fragilidad humana y de la depravación de la naturaleza del hombre. Por eso los vicios son convenientes en el príncipe, aunque, obviamente, «bastará tener dellos el conocimiento y no la práctica» (42). 1)
Especial referencia a la prudencia
Uno de los ejes en torno a los que gira todo el pensamiento de Saavedra es, sin duda, la idea de cautela o prudencia, sin la práctica de la cual resultará imposible el gobierno del Estado. Y, en verdad» nuestro autor no es una excepción en ello, pues a lo largo de todo el siglo xvii los distintos escritores políticos —y no sólo los españoles— dedican su atención a la virtud de la prudencia como regla y medida de las virtudes. Esta preocupación por la prudencia ha sido puesta de manifiesto por numerosos au(40) Empresa XVIII, pág. 207. (41) Ibidem, pág. 209. (42) Ibidem, pág. 210.
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tores (43). Pero lo que aquí nos interesa es examinar la concepción de Saavedra. Que Saavedra otorga una especial atención a la prudencia lo demuestra el hecho de que le dedica una empresa completa cuyo mote es bien expresivo: Quae sint, quae fuerit, quae mox ventura trahantur (lo que es, lo que haya sido, lo que será). Efectivamente, afirma nuestro autor que «la virtud de la prudencia consta de muchas partes, las cuales se reducen a tres: memoria de lo pasado, inteligencia de lo presente y providencia de lo futuro» (44), y a continuación explica el significado del grabado que precede a la empresa 28: «Todos estos tiempos significa esta Empresa en la serpiente, símbolo de la prudencia, revuelta al ceptro sobre el reloj de arena,.que es el tiempo presente que corre, mirándose en los dos espejos del tiempo pasado y del futuro» (45). La prudencia ocupa un lugar especial; viene a ser como el fundamento del resto de las virtudes, hasta el punto, de que las demás virtudes no pueden ejercitarse correctamente si no están presididas por la prudencia: «Es la prudencia regla y medida de todas las virtudes; sin ella pasan a ser vicios. Por esto tiene su asiento en la mente, y las demás en la voluntad, porque desde allí preside a todas. Esta virtud es la que da a los gobiernos las tres formas de monarquía, aristocracia y democracia, y les constituye sus partes proporcionadas al natural de los subditos, atenta siempre a su conservación y al fin principal de la felicidad política. Ancora es la prudencia de los Estados, aguja de marear el príncipe. Si en él falta esta virtud, falta el alma del gobierno» (46). La diferencia específica que existe entre la prudencia y el resto de las virtudes es su emplazamiento. La prudencia tiene su asiento en la ra2Ón, en el entendimiento, mientras que el resto descansan en la voluntad. Precisamente, por este motivo, la prudencia debe ser regla de las demás virtudes, ya que —como indicábamos en otro {43) Por ejemplo MULAGK en su obra ya citada afirma con acierto: «Zu keiner Zeit hat die Klugheit und ihre spezifische Anwendung atif das politische Verbdten eine.solche Rolle gespielt tote im 17. Jahrbundert, dem klúg und politisch im Gutem wie in Bosen Sinne fast identisch zu sein schien», pág. 121. (44) Empresa XXVIII, pág. 286. (45) Ibidem. (46) Ibidem, pág. 285.
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lugar—, en cualquier caso Saavedra oíorga a la razón la preeminencia sobre cualquier otra potencia y, singularmente, sobre la voluntad. La prudencia es sinónimo de moderación; a través de ella los afectos —término éste que Saavedra utiliza con inusitada frecuencia— se corrigen, por lo que «en lo que más ha menester el príncipe es en la moderación de los afectos, gobernándolos con tal prudencia, que nada desee, ame o aborrezca con demasiado ardor y violencia, llevado de la voluntad, y no de la razón» (47). Saavedra afirmaba que la prudencia consta de tres partes; la primera de ellas es la memoria de lo pasado. Con esta expresión se está apelando a la historia; a través de ella no sólo se conoce el pasado, sino también el presente, e incluso puede servir para las acciones futuras. «La historia es una representación de las edades del mundo. Por ella la memoria vive los días de los pasados. Los errores de los que ya fueron advierten a los que son. Por lo cual es menester que busque el príncipe amigos fieles y verdaderos que le digan la verdad en lo pasado y en lo presente... Gran mastro de príncipes es el tiempo. Hospitales son los siglos pasados donde la política hace anatomía de los cadáveres de las repúblicas y monarquías que florecieron, para curar mejor las presentes. Cartas son de marear, en que con ajenas borrascas o prósperas navegaciones están reconocidas las riberas, fondeados los golfos, descubiertas las secas, advertidos los escollos y señalados los rumbos de reinar» (48). Un poco más adelante se refiere Saavedra a esta triple función de la historia; memoria de lo pasado, inteligencia de lo presente y providencia de lo futuro: «Con este estudio de la historia podrá V. A. entrar más seguro en el golfo del gobierno teniendo por piloto a la experiencia de lo pasado para la dirección de la presente, y disponiéndolo de tal suerte que fije V. A. los ojos en lo futuro, y lo antevea, para evitar los peligros, o para que sean menores, prevenidos» (49). Ahora bien, hay que tener presente que la historia no tiene, en ningún caso, un valor absoluto, síno meramente indicativo y (47) Empresa XLI, pág. 386. (48) Empresa XXVIII, pág. 287. (49) Ibidem, pág. 288,
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precisamente por esta razón no puede ser utilizada siempre. Las circunstancias varían y, en consecuencia, ante nuevas circunstancias no pueden utilizarse los mismos criterios que sirvieron para resolver una situación anterior. Saavedra, en definitiva, matiza el sentido de lo que anteriormente había afirmado: «De todo esto nace el peligro de gobernarse el príncipe por exemplos, siendo muy dificultoso, cuando no imposible, que en un caso concurran igualmente las mismas circunstancias y accidentes que en otro. Siempre voltean esas segundas causas de los cielos. Y siempre forman nuevos aspectos entre los astros, con que producen sus efectos y causan las mudanzas de las cosas, y como hechas una vez no vuelven después a ser las mismas, así también no vuelven sus impresiones a ser las mismas. Y en alterándose algo los accidentes, se alteran los sucesos, en los cuales más suele obrar el caso que la prudencia. Y así no son menos los príncipes que se han perdido por seguir los exemplos pasados que por no seguillos. Por tanto, la política especule lo que acomendó para quedar advertida, no para gobernarse por ello, exponiéndose a lo dudoso de los accidentes. Los casos de otros sean advertimiento, no precepto o ley» (50). En este pasaje Saavedra limita considerablemente el alcance de las anteriores afirmaciones. De la historia, a pesar de que tiene un valor ejemplar —siendo necesario que, en la medida de lo posible, el príncipe tenga un conocimiento exacto de la misma—, no pueden extraerse reglas para el comportamiento futuro. La incesante mutación de las circunstancias exige una constante adecuación de las pautas de conducta. Precisamente esta adecuación es la que confiere a la prudencia todo su valor y toda su utilidad. En definitiva, es necesaria la experiencia: «la experiencia es madre de la prudencia, con quien se afirma la sabiduría. Tiene ésta por objeto las cosas universales y perpetuas, aquélla las acciones singulares. La una se alcanza con la especulación y estudio. La otra, que es hábito de la razón, con el conocimiento de lo bueno o lo malo, y con el uso y exercicio. Ambas juntas harán perfecto a un gobernador, sin que baste la una sola. De donde se colige cuan peligroso es el gobierno de los muy especulativos en las sciencías (50) Empresa XXIX, págs, 294-295.
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y de los entregados a ía vida monástica, porque ordinariamente les falta el uso y práctica de las cosas. Y así sus acciones o se pierden por muy arrojadas o por muy humildes, principalmente cuando el temor o el celo demasiado los transporta. Su comunicación y sus escritos en que obra más el entendimiento especulativo que el práctico podrán ser provechosos al príncipe para despertar el ingenio y dar materia al discurso, consultándolos con el tiempo y la experiencia. La medicina propone los remedios a las enfermedades. Pero no los executa el médico sin considerar la calidad y accidentes de la enfermedad, la complexión y natural del doliente» (51). En estas palabras puede observarse lo que dijimos páginas atrás por lo que se refiere a la especulación y a la experiencia: ambas son necesarias «sin que baste la una sola». Hay que tener en cuenta que incluso de los errores nace la experiencia; por ello es imprescindible que el príncipe no tenga miedo a equivocarse: «No detengan al príncipe los temores de errar, porque ninguna prudencia puede acertar en todo. De los errores nace la experiencia. Y désta las máximas acertadas de reinar. Y cuando errare, consuélese con que tal vez es menos peligroso errar por sí mismo que acertar por otro. Esto lo calumnia y aquello lo compadece el pueblo. La obligación del príncipe sólo consiste en desear acertar y procurallo, dejándose advertir y aconsejar, sin soberbia ni presunción, porque ésta es madre de la ignorancia y de los errores» (52). La prudencia exige, pues, un detallado examen de todas las circunstancias. Sólo teniendo presente tales circunstancias se pueden conseguir los resultados deseados (53). En el destacado papel que juega la prudencia en la obra de Saavedra ve el profesor Maravall un argumento más de lo que él ha llamado moral de acomodación. La acomodación exige, en todo caso, la utilización de la (51) Empresa XXX, pág. 300. (52) Empresa XXIX, pág. 290. (53) En el mismo sentido se manifiesta MULAGK en su obra ya citada: «Die Exempta haben nur belehrenden oder beratendœn Wert} sie liejern keineswegs sichere Prázepíe oder gar Gesetze», pág. 130; y más adelante, dice: «die Klugheit muss die rechte Zeit und den rechten Ort jinden soiookl für das Wort als auch für die Tat, und sich die daraus entstehenden Vor~ teïle zunutze zu machen», pág. 131.
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prudencia, «de ahí el predominio en el sistema de pensamiento de Saavedra de las menos moral de todas las virtudes, a saber: la virtud intelectual por antonomasia, la prudencia» (54). La clasificación de las virtudes que hace Saavedra en sus Empresas es de suma importancia. Por un lado están las virtudes morales que, desde luego, debe tener el príncipe y, por otro, lo que Saavedra llama virtudes civiles, que son igualmente necesarias. En el príncipe aparecen dos facetas diferentes: la pública y la privada. Ambos aspectos dan lugar a dos tipos de moral, por eso dice Saavedra que «puede uno ser buen ciudadano, pero no buen gobernador; porque, aunque tenga muchas virtudes morales, no bastarán, si le faltaren las civiles y aquella aptitud natural conveniente para saber disponer y mandar» (55). Sin embargo, no se produce ningún tipo de contradicción entre ambos tipos de virtudes, ya que las esferas sobre las que se proyectan son distintas. Savedra destaca unas u otras en función del tema tratado. Por ejemplo, en la empresa 18 —en la que se recoge esta idea de una doble moral— concede mayor importancia a las virtudes civiles: «Es muy áspera y peligrosa en el gobierno la virtud austera sin estos conocimientos; de donde nace que en el príncipe son convenientes aquellas virtudes heroicas propias del imperio, no aquellas monásticas y encogidas que le hacen tímido, embarazado en las resoluciones, retirado del trato humano, y más atento a ciertas perfecciones propias que al gobierno universal. La mayor perfección de su virtud consiste en satisfacer a las obligaciones de príncipe que le impuso Dios» (56). Establecida esta distinción entre las virtudes morales y civiles debemos volver al tema de la prudencia. Esta es la reina de las virtudes constituyendo su ejercicio el principal instrumento para gobernar. En principio parece que la prudencia entraría a formar parte de las virtudes civiles, sin embargo esto no es del todo exacto, porque, si bien es verdad que la prudencia mira al recto gobierno del Estado, no es menos cierto que la misma debe (54) Estudios de historia del pensamiento español (siglo XVII), op. cit., pág. 181. (55) Empresa LII, pág. 516. (56) Empresa XVII, pág. 210.
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presidir el comportamiento del príncipe desde una perspectiva meramente individual a través de la moderación de los afectos y pasiones a la que anteriormente aludimos. En definitiva, consideramos que la prudencia tiene una proyección tanto individual como social, aunque, sin lugar a dudas, esta última prevalece sobre la primera (51). Murillo Ferrol ha señalado que en el tema de las virtudes «Saavedra puede incardinarse sin reservas en la corriente general. La pervivencia del aparato aretelógico tradicional; la situación preeminente de la prudencia; el intento, a la vista de la prudencia política de erigir una aretelogía mayestática, apta para afrontar las circunstancias del tiempo; son todos rasgos que hallamos claramente en el pensamiento del escritor murciano» (58). 2)
Otras virtudes
Aunque Saavedra afirma que el príncipe debe reunir todas las virtudes, lo cierto es que —excepción hecha de la prudencia— no dedica demasiada atención al resto de las virtudes. En cierto modo ello es comprensible, ya que la prudencia viene a ser la regla de todas las virtudes y, en consecuencia, éstas habrán de ejercitarse de acuerdo con lo que aquélla prescribe. Sin embargo, puede afirmarse que Saavedra ofrece un criterio general que es aplicable a todas las virtudes. La fórmula que utiliza, aunque no es original, es sumamente ilustrativa. La empresa 41 lleva por mote ne quid nimis (nada en demasía), en el cual quedan comprendidas todas las virtudes: «Celebrado fue de la antigüedad el mote de esta Empresa. Unos le atribuyen a Pitágoras, otros a Viantes, a Taleto y a Homero, pero con mayor tazón se refiere entre los oráculos deíficos, porque no parece voz humana, sino divina, digna de ser esculpida en las coronas, ceptros y anillos de los príncipes. A ella se reduce toda la sciencia de reinar, que huye de las extremidades, y consiste en el (57) A pesar de que hemos dicho que la prudencia es la virtud que preside a las demás, lo cierto es que Saavedra coloca en el mismo nivel a la justicia. (58) Saavedra Fajardo y la política del Barroco, op. cit., pág. 259,
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medio de las cosas, donde tienen su esfera las virtudes. Preguntaron a Sócrates que cuál virtud era más conveniente a un mancebo, y respondió: Ne quid nimis. Con que las comprendió todas» (59) y a continuación dice que «no es justicia la que excede, ni clemencia la que no se modera. Y así, las demás virtudes» (60). Parece que Saavedra no considera necesario referirse a las demás virtudes; para ellas ofrece un criterio general al cual debe quedar sometido el ejercicio de toda virtud. Hay aquí un eco indudable de la teoría aristotélica de la virtud, considerada como término medio o ponderación entre dos vicios opuestos; doctrina en la que el Estagirita tuvo también en cuenta el «nada en demasía» deifico. En ocasiones babla también Saavedra de ciertas virtudes entre las cuales puede producirse un choque. Así, por ejemplo, entre la fortaleza, la humanidad y la mansedumbre: «No son opuestas a la fortaleza, la humildad y la mansedumbre. Antes, tan conformes que sin ellas no se puede exercitar, ni puede haber fortaleza donde no hay mansedumbre y tolerancia y las demás virtudes; porque solamente aquel es verdaderamente fuerte que no se deja vencer de los afectos, y está libre de las enfermedades del ánimo. En que trabajó tanto la secta estoica, y después con más perfección la escuela cristiana» (61). De cualquier modo, Saavedra no hace un análisis de todas y cada una de las virtudes. Solamente hay un pasaje en el cual se clasifican las virtudes en razón de su proyección interna o externa, pero tal clasificación tampoco recoge la distinción tradicional entre virtudes cardinales y teologales: «Si hubiésemos de formar una política, sería menester hacer distinción entre las virtudes, para saber usar délias sin perjuicio nuestro, considerando que, aunque todas están en nosotros; no todas obran dentro de nosotros; porque unas se exercitan fuera y otras internamente. Estas son la fortaleza, la paciencia, la modestia, la humildad, la religión, y otras, entre las cuales son algunas de tal suerte para nosotros, que en ellas no tienen más parte los de afuera que la seguridad para el trato humano y la estimación por su excelencia, como sucede (59) Empresa XLI, págs. 385-386. (60) Ibidem. (61) Empresa XXVI, pág. 274.
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en la humildad, en la modestia y en la benignidad. Y así, cuando fuere mayor la perfección de estas virtudes, tanto más nos ganará los ánimos y el aplauso de los demás, como sepamos conservar el decoro. Otras destas virtudes, aunque obran dentro de nosotros en los casos propios, suele también depender su exercicio de las acciones ajenas, como la fortaleza y la magnanimidad. En éstas no hay peligro cuando las gobierna la prudencia, que da el tiempo y el modo a las virtudes; porque la entereza indiscreta suele ser dañosa a nuestras conveniencias, perdiéndonos con especie de reputación y gloria. Y entre tanto, se llevan los premios y el aplauso los que más atentos sirvieron al tiempo, a la necesidad y a la lisonja. En el uso de las virtudes que tienen su exercicio en el bien ajeno, como la generosidad y la misericordia, se suele peligrar o padecer, porque no corresponde a ellas el premio de los príncipes ni el agradecimiento y buena correspondencia de los amigos y parientes. Antes, creyendo por cierto que aquéllos estimarán nuestros servicios, y que éstos aventurarán por nosotros en el peligro y necesidad las haciendas y las vidas, fundamos esta falsa opinión en obligación propia, y para satisfacer a ella no reparamos en perdernos por ellos. Pero cuando nos vemos en alguna calamidad, se retiran y nos abandonan» (62). Lo primero que hay que señalar es que la prudencia vuelve a aparecer como la regla y medida de todas las virtudes. En cuanto a la clasificación que realiza Saavedra creemos que no tiene gran importancia, además de que se produce una evidente contradicción. Se señala que existen ciertas virtudes que tienen un carácter exclusivamente interno (63), en el sentido de que tanto su origen como sus consecuencias no trascienden el ámbito puramente individual, aun cuando su ejercicio trae consigo ciertos efectos externos que se representan en lo que Saavedra denomina estimación. Las virtudes que presentan tales características son fundamentalmente la fortaleza, la paciencia, la modestia, la humildad y la religión. Ahora bien, no se trata de una enumeración completa, ya que Saavedra utiliza la expresión «y otras», con lo cual la lista (62) Empresa XLVII, págs. 438439. (63) Vid. el capítulo III en el que hablamos de la distinción entre moral y derecho en la obra de Saavedra.
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permanece abierta. Por otro lado existen otras virtudes que igualmente tienen un carácter interno, pero cuyo ejercicio depende de las acciones de otros individuos. Aquí sí puede observarse en qué consiste la moral de acomodación; Saavedra está pidiendo al príncipe que haga depender su comportamiento de las acciones de los demás; se le está pidiendo que adecúe su conducta a las circunstancias; por ello, se pierde de vista aquella exigencia ética a la que aludíamos páginas atrás. El príncipe no cuenta con reglas de conducta que tengan un carácter absoluto; por eso dice Saavedra que «aun en las virtudes hay peligro: estén todas en el ánimo del príncipe, pero no siempre en exercicio. La conveniencia pública le ha de dictar el uso délias, el cómo y el cuándo. Obradas sin prudencia, o pasan a ser vicios, o no son menos dañosas que ellos. En el ciudadano miran a él solo. En el príncipe a él y a la república. Con la conveniencia común, no con la propia, han de hacer consonancia» (64). Las consecuencias de esta afirmación son ciertamente preocupantes. Según el tenor de las palabras que utiliza Saavedra las virtudes pueden llegar a convertirse en vicios, o cuando menos producir los mismos daños que ellos. Es posible que la intención de Saavedra no vaya tan lejos, pero lo que sí es indiscutible es que en ciertas ocasiones se hace una utilización instrumental de las virtudes, con lo cual la política puede aparecer como una simple actividad técnica que nada tiene que ver con la ética. De cualquier modo, como ha puesto de relieve Dowling, «la clave de la semejanza y la diferencia entre Saavedra Fajardo (y otros muchos escritores españoles) y Maquiavelo la encontramos en su concepto de la prudencia. Para Saavedra es una virtud política y además cristiana. Los dos miran los hechos de la vida; pero Saavedra lo mismo que sus coetáneos españoles, no puede por menos de tener en cuenta la base moral» (65); y más adelante afirma que «de todos los escritores de la centuria Saavedra parece ofrecernos la actitud más sana ante la realidad. Allegándose estrecha(64) Empresa XLVII, págs. 433. (65) El pensamiento político-filosófico de Saavedra Fajardo. Posturas del siglo XVII ante la decadencia y conservación de las monarquías, op. cit., pág. 171.
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mente a las virtudes consagradas por el tiempo para que un declinar de la moral no acarrease el de la monarquía, busca a cada paso los medios de reconciliar los principios y los hechos. La suya es siempre la vía de la moderación» (66), Hemos dicho que en la clasificación que hace Saavedra de las virtudes se producía una evidente contradicción. El motivo de tal contradicción salta a la vista, puesto que establece una tajante separación entre ambos tipos de virtudes; es decir, entre lo que se podría llamar virtudes internas y externas y, sin embargo, a la hora de enumerar las virtudes que se integran en cada una de las categorías expuestas se produce una repetición. La fortaleza pertenece tanto a las virtudes internas como a las externas. Por consiguiente, lo que se está haciendo es privar de todo valor a la clasificación que se había realizado anteriormente. De todos modos no debe sorprendernos el hecho de que se produzcan contradicciones en la obra de Saavedra. Dichas contradicciones son producto de las concretas circunstancias en las que la obra del diplomático murciano fue realizada. La época en la que se desarrolla la vida de Saavedra se caracteriza por las profundas tensiones que se producen en toda sociedad que se ve afectada por un cambio de todos los órdenes de la convivencia y, naturalmente, tales tensiones deben quedar reflejadas en toda producción intelectual. Aparte de que las Empresas no pretenden ser una obra doctrinal a la que puede y debe exigirse un rigor interno exento de contradicciones. Por último, conviene advertir que cuando se habla de virtudes en el príncipe tales virtudes deben ser «cristianas», queriéndose significar con ello la inevitable base religiosa que el comportamiento del príncipe debe tener. En este sentido ha dicho Ángel del Río que «el moralisme español, como casi todo el moralismo renacentista europeo, refleja la influencia preponderante de la doctrina estoica. Ahora bien, se toma del estoicismo sólo lo compatible con un concepto cristiano y católico del mundo, reforzado opr un sentido ascético, en el que una vez más vemos manifestarse la prolongación del espíritu medieval» (67). (66) Ibidem, pág. 285. (67) Ángel DEL RÍO; Moralistas castellanos, Barcelona,, 1960; Clásicos Éxito (vol. XXV), pág. 14. 214
b)
LAS VIRTUDES EN LOS SUBDITOS
Ya hemos dicho que Saavedra ofrece al príncipe una educación especial en razón del oficio que éste ha de ejercer. Por eso se hace especial hincapié en las denominadas virtudes políticas, y de un modo particular en la prudencia. Pero junto a estas virtudes políticas el príncipe debe tener otra serie de virtudes en las que su especial status no debe tener influencia alguna. Tales virtudes son comunes al príncipe y a todos sus subditos y constituyen las reglas de comportamiento que deben ser seguidas por todos los hombres. Hay un pasaje en las Empresas en el que Saavedra se dirige a todos los hombres con carácter general: «Todas las acciones de los hombres tienen por fin alguna especie de bien, y, porque nos engañamos en su conocimiento, erramos. La mayor grandeza ños parece pequeña en nuestro poder, y muy grande en el ajeno. ¡Qué gigantes se nos representan los intentos tiranos de otros! ¡Qué enanos los nuestros! Desconocemos en nosotros los vicios, y los notamos en los demás. Tenemos por virtud los vicios, queriendo que la ambición sea grandeza de ánimo; la crueldad, justicia; la prodigalidad, liberalidad; la temeridad, valor; sin que la prudencia llegue a discernir lo honesto de lo malo, y lo útil de lo dañoso. Así nos engañan las cosas, cuando las miramos por una parte de los antojos de nuestros afectos o pasiones; solamente los beneficios se han de mirar por ambas» (68). De alguna manera, en estas palabras aparece mitigado el pesimismo antropológico que Saavedra profesa y al que ya hemos hecho referencia en otras ocasiones. Parece que nuestro autor está convencido —aunque sólo hasta cierto punto— de que los hombres cometen el mal por ignorancia que en realidad los comportamientos ilícitos son fruto del error. De cualquier modo, tampoco es original en este tema, puesto que, como es sabido, esto de que el vicio está en el error es doctrina socrática. Sin embargo, lo «honesto y lo malo» se presentan como categorías perfectamente delimitadas. Entonces, ¿por qué se produce en el hombre esa tendencia al mal? La explicación que (68) Empresa VII, pág. 119. 215
ofrece Saavedra hunde sus raíces en las Sagradas Escrituras; la natural proclividad al mal es una consecuencia del pecado, de lo que Saavedra denomina el «primer error del hombre». No obstante, es posible el ejercicio de la virtud; lo que ocurre es que el camino de la misma es difícil y áspero. De todos modos Saavedra no ofrece preceptos concretos que sirvan de guía para la actuación del hombre. Se limita a aceptar la moral cristiana (virtudes cristianas) presidida por un principio puramente formal que él mismo enuncia en su obra: «el hombre no debe querer para otro lo que no quisiera para sí» (69). Por otra parte, conviene señalar —aunque ya hemos hecho una ligera referencia en otro lugar— que Saavedra destaca una y otra vez el carácter moral de una conducta en razón del ámbito en el que la conducta tiene lugar; es decir, la moral comprende todas aquellas conductas que de uno u otro modo se proyectan de manera preferente sobre la intimidad del sujeto. Saavedra describe perfectamente esta característica de la moral en una expresión que ya citamos en otro lugar: vivir para sí. Hay un pasaje especialmente relevante en el que se insiste en lo que acabamos de decir: «No ha menester la virtud las demostraciones externas. De sí misma es premio bastante, siendo mayor su perfección y su gloria cuando no es correspondida; porque hacer bien por la retribución, es especie de avaricia, y cuando no se alcanza, queda un dolor intolerable en el corazón. Obremos, pues, solamente por lo que debemos a nosotros mismos, y seremos parecidos a Dios, que hace siempre bien aun a los que no son agradecidos» (70). El ejercicio de la virtud implica, pues, autosatísfacción; el motivo que determina la acción virtuosa no depende de la estimación de los demás. Su origen y sus consecuencias permanecen en una esfera puramente individual. Llegados a este punto lo procedente es realizar una valoración crítica de la doctrina ética de Saavedra. Hemos dicho que pueden encontrarse algunas contradicciones en la obra del diplomá(69) Empresa XLIII: «el hombre justifica sus acciones y las mide con la equidad, no queriendo para otro lo que no quisiera para sí», pág. 402. (70) Empresa XLVII, pág. 440.
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tico murciano; contradicciones que, en cierto modo, aparecen como consecuencia de la situación histórica, es decir, se hace necesaria la armonización de los principios derivados de la ética cristiana con los nuevos hechos que presenta la realidad política y social del siglo xvii. En este sentido debemos señalar que aunque Saavedra trata de mantener intactos los principios de la moral cristiene no siempre puede conseguirlo. En ocasiones no tiene más remedio que ceder ante las exigencias prácticas, y por ello recomienda comportamientos que se apartan de las fórmulas ideales que el propio Saavedra establece. Ahora bien, aun cuando todo lo anterior es cierto, no lo es menos que nunca llega a producirse un choque frontal entre principios y exigencias prácticas. En el escritor murciano se observa una constante tensión que queda patente en numerosas ocasiones. Es la tensión propia de quien, sin querer abandonar los criterios ideales que deben inspirar la conducta de los hombres, debe evitar que se produzca la ruptura entre idea y realidad. Para ello el camino que sigue es el de adecuarse, en la medida de lo posible, a la realidad, pero al mismo tiempo —qué duda cabe— también tiene una pretensión de transformación de dicha realidad. Que tal meta se alcance no tiene demasiada importancia; lo verdaderamente importante es la sincera intención que mueve al político murciano. Por último, y en relación con la ética y la política, hay que afirmar que Saavedra se aparta ostensiblemente del pensamiento de Maquiavelo. En este punto no existe ninguna duda y la posición de Saavedra creemos que es suficientemente clara.
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CAPITULO V SOCIEDAD, ESTADO Y COMUNIDAD INTERNACIONAL
I)
FILOSOFIA POLÍTICA: INTRODUCCIÓN
La filosofía política del pensador murciano responde, en esencia, a los esquemas propios de su tiempo. Los problemas que se plantean en la misma vienen condicionados por varios factores, entre los cuales destaca, sin lugar a dudas, la firme oposición a Maquiavelo, de la que ya hablamos en otro lugar (1). Como ha puesto de relieve Alois Dempf, «los principios de la filosofía política cristiana, en modo alguno, se ciernen solamente en las nubes, no son un mero ideal, que tenga sólo validez supratemporal. Precisamente como solución a las tareas y dificultades del momento es como aparecieron las máximas de la política cristiana, y al contraponerse a las soluciones de la cuestión política, demasiado condicionadas por la época, se va reconociendo siempre de nuevo en su imperecedero valor el orden de vida cristiano» (2), y más adelante afirma que «desde el descubrimiento de América hasta la época del mercantilismo, la filosofía política española trató y procuró solucionar con una admirable unanimidad todas las cuestiones de la incipiente edad moderna» (3). Naturalmente, cada autor presenta sus propias peculiaridades, pero parece innegable que tanto los temas tratados como las soluciones ofrecidas por nuestros escritores políticos del siglo xvn forman un cuerpo de doctrina, bastante uniforme (4). (1) Vid. el capítulo I, la sección dedicada a la oposición a Maquiavelo. (2) Alois DEMPF: La filosofía cristiana del Estado en España, op. cit., pág. .233. (3) Ibidem, pág. 234. (4) Sobre la filosofía política española en el siglo xvn pueden verse,
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Lo primero que hay que preguntarse es ¿cuáles son los temas que adquieren relevancia en nuestros escritores políticos del siglo xvii? Fundamentalmente creemos que la filosofía política española trata de dar respuesta a cuatro importantes problemas: origen del poder, libertad en los subditos, relaciones Iglesia-Estado y, finalmente, la guerra y sus consecuencias. Tampoco hay que olvidar el decisivo papel que desempeña la «razón de Estado» en esta época. 1.° Origen del poder: Es evidente que la aparición de las monarquías absolutas en Europa supuso un cambio importante en relación con la organización que durante toda la Edad Media había estado vigente. El estado moderno siente la imperiosa necesidad de reforzar su poder y, por ello, la estructura que debía configurarlo tenía que asentarse sobre bases sólidas que permitiesen, en cualquier caso, ejercer un control absoluto sobre la entre otras, las siguientes obras: Alois DEMPL: La filosofía cristiana del Estado en España, Madrid, 1961. Luis LEGAZ LACAMBRA: Breve reseña histórica de las doctrinas políticas en España, Madrid, 1941 (corno apéndice de la Historia de las doctrinas políticas de Gaetano MOSCA). Jerónimo BECKER: La tradición política española. Apuntes para una biblioteca española de políticos y tratadistas de filosofía política, Madrid, 1896. A. CÁNO^ VAS DEL CASTILLO: «De las ideas políticas de los españoles durante la casa de Austria», Revista de España, núms. 16 y 21, 1868, E. BULLÓN Y FERNÁNDEZ: El concepto de la soberanía en la escuela jurídica española del siglo XVI, Madrid, 1936. Eduardo DE HIÑO JOSA: Influencia que tuvieron en el derecho público de su patria y singularmente en el derecho penal los filósofos y teólogos españoles, Madrid, 1890. María Angeles G ALIÑO CARRILLO: Los tratados sobre educación de príncipes (siglos XVI y XVII), Madrid, 1948, C.Si.C. Angel DEL R Í O : Moralistas castellanos, Barcelona, 1960. Enrique TIERNO GALVÁN: «El tacitísmo en las doctrinas políticas del Siglo de Oro español», Anales de la Universidad de Murcia, 4.° trimestre, 1947-48. Fernando DE LOS RÍOS: Religión y Estado en la España del siglo XVI, Nueva York, 1927. José Antonio MARA VALL: Teoría española del Estado en el siglo XVII, Madrid, 1944; Instituto de Estudios Políticos: Estudios de historia del pensamiento español (siglo XVII), Madrid, 1975. Con estas breves indicaciones bibliográficas no pretendemos agotar todas y cada una de las obras dedicadas a la filosofía política española. Como puede suponerse, los artículos publicados sobre los diversos escritores políticos españoles .son abundantísimos;.
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vida de los subditos. Las relaciones que se producen entre los que detentan el poder y los subditos deben canalizarse a través de instrumentos eficaces. En última instancia, establecida la necesidad de la existencia de un poder que se ejerce sobre una comunída determinada, se plantea el problema de la justificación de tal poder. La primera tarea consiste, pues, en explicar el fenómeno del poder por lo que se refiere a su origen; ¿de dónde viene?, ¿es absolutamente necesaria su existencia?, ¿cuál es su fundamento?, son preguntas que aparecen formuladas de un modo casi obsesionante en nuestra literatura política del xvn. Junto al problema del origen del poder se plantea igualmente el tema de los límites que éste debe tener; es decir, su ejercicio implica necesariamente ciertas limitaciones que aparecen como garantía de los subditos. La monarquía absoluta ejerce una presión agobiante sobre los subditos; el poder del monarca es omnipotente y frente a esa omnipotencia se siente la necesidad de establecer un sistema racional que impida el abuso por parte del príncipe. Obviamente, la aceptación por parte de nuestros escritores políticos de la monarquía como la mejor forma de gobierno no supone un reconocimiento ni una justificación de la monarquía absoluta. El sistema monárquico que ellos propugnan no coincide con el sistema de la monarquía de los Austrias. Desde este punto de vista se puede decir que una de las características más sobresalientes de los escritores políticos de aquel tiempo —y, por qué no decirlo, uno de sus méritos más notables— es la actitud crítica que mantienen respecto al sistema español. Por otra parte no bay que olvidar que el origen del poder y las diferentes formas de gobierno son problemas radicalmente distintos, y la doctrina política del xvn se encargó de realizar tal distinción. Como ha puesto de relieve Maravall, «la distinción de los problemas, origen del poder y constitución de la forma de gobierno, es neta y tajante en aquellos escritores. Son dos cuestiones colocadas en planos totalmente distintos. El primero, se refiere a la ontologia de la sociedad política; el segundo pertenece a la esfera del derecho humano. La comunidad crea el rey, pero, en todo caso, éste ejerce un poder —el de la República— 223
que viene de Dios» (5). Puede decirse, con carácter general, que para los escritores españoles del siglo xvn el poder procede de Dios, doctrina ésta que, como es sabido, no es, en modo alguno nueva y que recibió un amplio tratamiento en casi todos los representantes de la escolástica española. No parece exagerado afirmar que los escritores políticos españoles recogen en sus obras los puntos fundamentales de aquella corriente doctrinal. A esta conclusión puede llegarse por dos vías: en primer lugar, a través de la comprobación de la identidad que se produce en los temas tratados, fundamentalmente por lo que se refiere a la justificación, origen y límites del poder y, en segundo lugar, por la coincidencia existente en las soluciones ofrecidas. Con acierto se ha señalado que «la doctrina política originada en la polémica contra el maquiavelismo, no obstante su método histórico-polítko completamente distinto del escolástico, llega al mismo resultado. También ella establece el ideal de una doctrina de principios de la política cristiana estrictamente jurídica y objetivamente cognoscible y concuerda, por tanto, con la escolástica del último período» (6). El poder -—qué duda cabe— es uno de los temas más importantes en torno al cual giran todas las especulaciones de los autores del siglo xvn. El control del mismo adquiere una singular relevancia, pues se trata de fijar una serie de límites que no pueden ser traspasados por el monarca. Poco importan los instrumentos que cada autor propugna para que tal control sea efectivo; lo verdaderamente significativo es la afirmación de que el poder (el ejercicio del mismo) debe ser controlado. En este sentido, dice Maravall, refiriéndose a uno de los posibles mecanismos de control del poder, que «en el siglo xvn español, el Consejo es una pieza esencial de la construcción política que se intenta. Apoyado en una convicción de aristocracia intelectual, a él le incumbe conseguir que el rey, siendo libre y soberano, se mantenga, sin embargo, en la medida justa de su poder» (7). (5) Teoría española del Estado en el siglo XVII, op. cit., pág, 147. (6) Alois DEMPF: La filosofía cristiana del Estado en España, op. cit., pág. 233. (7) Teoría española del Estado en el siglo XVII, op. cit., pág. 275.
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2.° Libertad en los subditos; El problema de la libertad de ios subditos está íntimamente relacionado con el del poder, en la medida en que éste puede suponer un freno a tal libertad —e incluso puede implicar su más absoluta negación—, o, por el contrarío, convertirse en su garantía más firme. La tensión que se produce entre el poder político de una parte y la libertad de los subditos de otra, queda bien patente en la mayoría de los autores del siglo xvu. No hay que olvidar la tremenda carga religiosa que el tema de la libertad entraña. En efecto, el hombre, según la doctrina tradicional, es un ser creado a imagen y semejanza de Dios, dotado de libertad. Pero esta libertad no tiene solamente una proyección interior; implica, sobre todo, la concurrencia con los demás sujetos y con el Estado. La dignidad del hombre que predica la doctrina cristiana (8) le coloca en una peculiar situación respecto del Estado. Este en ningún caso puede convertirse en un instrumento de opresión sobre los subditos. Por esta razón es necesario que el poder político tenga presente las características esenciales de los sujetos sobre los que va a ejercer su imperio. En este sentido ha dicho Maravall que «para comprender bien cuál sea la naturaleza del poder hay que tener en cuenta cuál es la condición de los hombres sobre los cuales se ejerce, y para el pensamiento político español, es esencial el concepto de hombre como ser libre» (9). Además, esta preocupación por el tema de la libertad que se observa en nuestra literatura política tiene su origen en las concretas circunstancias históricas de la época. La profunda crisis que afecta a la sociedad española del siglo xvu se tradujo en muchas ocasiones en importantes insurrecciones populares que se produjeron tanto en los núcleos urbanos como en los núcleos campesinos. Estamos en presencia del nacimiento de una nueva (8) Como afirma FERNÁNDEZ-GALIANO, «el pensamiento cristiano aportó una interesante innovación al concepto del hombre, con todo el cúmulo de repercusiones que ello tiene en la esfera política y en la jurídica, y sus respectivas instituciones forzosamente hubieron de adaptarse a la nueva ideología». Derecho Natural, introducción filosófica al derecho, op. cit., pag. 234. (9) José Antonio MARAVALL: Teoria española del Estado en el siglo XVU, op. cit., pág. 321. 225 15
Conciencia «colectiva» en la cual la libertad es deseada fervientemente. Como dice Maravall, «un estado de conciencia difundido a través de amplias capas de población, claro y distinto en unos confuso, quizá más bien instintivo en otros, enfrenta a unos grupos contra otros, opone a ricos y pobres, a poderosos y débiles» (10). La razón de tales tensiones y enfremamientos es el particular sentimiento dé libertad que empieza a florecer. Saavedra —ya lo hemos dicho en otra ocasión— concede una especial importancia al tema de la libertad y a lo largo de su obra puede apreciarse una preocupación constante por los conflictos que aquélla puede provocar, pudiendo afirmarse que el escritor murciano es un decidido partidario de la libertad, a pesar de las innumerables tensiones que la misma puede ocasionar. 3.° Relaciones Iglesia-Estado: Lo primero que conviene advertir es que la literatura política española del siglo xvn defiende un modelo de Estado concreto y específico: el Estado de la Contrarreforma. Las luchas religiosas que habían comenzado en el siglo xvi adquieren especial virulencia durante la primera mitad del xvii. La monarquía española va a aparecer como la más firme defensora de la fe católica; ello significa que el Estado tiene, en cierto modo, una intervención más o menos directa en los asuntos religiosos. Pero, paralelamente, la Iglesia no es simplemente un poder espiritual, ya que también tiene un poder temporal considerable.. Ante esta realidad los escritores españoles tratan de realizar una labor de armonización. Se trataba de distinguir dos poderes completamente diferentes: el pontificio y el real. El poder espiritual le corresponde con exclusividad al Papa por ordenación divina; sin embargo, en el orden temporal el poder del monarca es supremo y no reconoce superior, siendo su potestad independiente de la del Romano Pontífice (11). Saavedra es también un hombre de la Contrarreforma, comprometido con sus ideales y, en consecuencia, afirma que la base (10) ídem, La oposición política bajo los Austrias, op. cit., pag. 221. (11) No hay que olvidar que la distinción entre los dos poderes fue uno de los temas que más preocupó a los autores de la escolástica española.
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y fundamento del Estado debe ser la religión católica, pero al mismo tiempo —al igual que la mayoría de sus coetáneos—• distingue claramente el poder temporal del espiritual. Ahora bien, esta neta distinción entre ambos poderes no significa que no deba existir una colaboración entre los mismos; es más, tal colaboración se considera absolutamente imprescindible. Pero, como dice Murillo Ferrol «en los libros ortodoxos de la época tiene singular relieve el argumento de que la religión cristiana es el mejor medio de que puede servirse un príncipe para conservar y gobernar su señorío. Es decir, la religión es, sin duda, algo más que un medio al servicio de la política (por ello se ataca directamente a Maquiaveló)\ pero cabe también considerar este aspecto instrumental de la religión. Se defiende la religión cristiana de los ataques de Maquíavelo y sus,secuaces, pero utilizando, paradójicamente, un camino maquiavélico: el de su supe^ rior eficacia como medio político» (12). La preocupación que existe en nuestros escritores políticos por precisar con exactitud los cometidos y funciones de la Iglesia de un lado y del Estado de otro se explica por la concreta situación histórica. Ante la creciente intervención de la Iglesia en los asuntos terrenales se hace necesaria la delimitación exacta de sus competencias. Nuestros escritores políticos trataron de realizar esta labor procurando siempre que ambas instituciones, Iglesia y Estado, desarrollaran su función sin intromisiones. Pero en la realización de tal labor no cabe duda de que se produjo una actitud recelosa hacia la Iglesia, ya que ésta no favoreció nunca a España, al menos durante el período en el que reinó Felipe IV. 4.° La guerra: Otro de los grandes temas tratados por nuestra literatura política de un modo especial es el de la guerra. El panorama que ofrecía Europa en la primera mitad del siglo xvir era ciertamente desolador. Quizá este hecho provoca la lógica reacción de rechazo en quienes de una manera más o menos directa, en uno u otro lado, se encuentran inmersos en las consecuencias de la guerra. Obviamente, esta preocupación por el tema de la guerra no es privativa de los escritores españoles puesto (12) Saavedra Fajardo y la política del 'Barroco, op. cit., pág. 203. El subrayado es nuestro.
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què, como es sabido, en casi toda Europa sé produce una reacción similar. Una buena muestra en este sentido viene representada por la obra del holandés Hugo Grocio. En todos los autores de este tiempo se puede hallar una actitud más o menos pacifista. La guerra siempre aparece como la última alternativa; a ella sólo cabe acudir cuando ya se han agotado todos los medios. Pero una vez que se ha producido la situación de guerra lo que se trata de conseguir es mitigar, en la medida de lo posible, los efectos desastrosos que tal situación implica. Para ello se establecen una serie de normas que con carácter general coinciden en todos los autores. En Saavedra se produce una condena expresa de la guerra; como dice Azorín, «pocas páginas se han escrito por nuestros clásicos tan hondas, tan realistas, tan enérgicas, como las que dedica Saavedra Fajardo en la empresa XII a pintar los horrores, los desastres, los inauditos desenfrenos cometidos en las guerras europeas acaecidas en su tiempo» (13). (13) AZORÍN: Saavedra Fajardo, en Lecturas españolas, op, cit,, pág. 35. El texto de la empresa XII es el siguiente: «¿Qué géneros de tormentos crueles inventaron los tiranos contra la inocencia, que no los hayamos visto en obra, no ya contra bárbaros inhumanos, sino contra naciones cultas, civilizadas y religiosas; y no contra enemigos, sino contra sí mismos, turbado el orden natural del parentesco, y desconocido el afecto a la patria? Las mismas armas auxiliares se volvían contra quien las sustentaba. Más sangrienta era la defensa que la oposición. No había diferencia entre la protección y el despojo, entre la amistad y la hostilidad. A ningún edificio ilustre, a ningún lugar sagrado perdonó la furia y la llama. Breve espacio de tiempo vio en cenizas las villas y las ciudades, y reducidos a desiertos las poblaciones. Insaciable fue la sed de sangre humana. Como en troncos se probaban en los pechos de los hombres las pistolas y las espadas, aun después del furor de Marte. La vista se alegraba de los disformes visajes de la muerte. Abiertos los pechos y vientres humanos, servían de pesebres, y tal vez en los de las mujeres preñadas comieron los caballos, envueltos entre la paja, los no bien formados míembrecillos de las criaturas. A costa de la vida se hacían pruebas del agua que cabía en un cuerpo humano, y del tiempo que podía un hombre sustentar la hambre. Las vírgenes consagradas a Dios fueron violadas, estupradas las doncellas y forzadas las casadas a la vista de sus padres y maridos. La mujeres se vendían y permutaban por vacas y caballos, como las demás presas y despojos, para deshonestos usos. Uncidos los rústicos, tiraban los carros, y para que descubriesen las riquezas escondidas, los colgaban de los pies y de otras partes obscenas, y
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5.° La razón de Estado: Aunque, como es sabido, Maquiavelo jamás utilizó en su obra esta expresión, lo cierto es que todo su pensamiento gira en torno a la razón de Estado (14). Ya nos ocupamos en otro lugar del vasto movimiento de reacción que se produjo contra Maquiavelo (15). Por ello, lo que aquí nos interesa es examinar cómo se introduce este concepto de la razón de Estado en el pensamiento cristiano. Parece que fue Rivadeneyra el primero en establecer una distinción precisa entre dos tipos diferentes de razón de Estado (16). Por una parte está la falsa razón de Estado, que fue la creada por Maquiavelo, A través de ella puede utilizarse cualquier medio para el gobierno del Estado con tal de que se consigan buenos resultados; asimismo, la religión es utilizada como un instrumento más al servicio del poder político. Por otra parte está la verdadera razón de Estado, en la cual se produce, en cierto modo, una cristianización del pensamiento de Maquiavelo y precisamente por ello sus consecuencias aparecen mitigadas. Veamos las palabras que emplea Rivadeneyra: «Esta razón de Estado no es una sola, sino dos: una falsa y aparente, otra sólida y verdadera, una engañosa y diabólica, otra cierta y divina; una que del Estado hace religión, otra que de la religión hace Estado; una enseñada de los políticos y fundada en los metían en hornos encendidos. A sus ojos depedazaban las criaturas, para que obrase el amor paternal en el dolor ajeno de aquéllos, partes de sus entrañas, lo que no podía el propio. En las selvas y bosques, donde tienen refugio las fieras, no le tenían los hombres, porque con perros venteros los buscan en ellos, y los sacaban por el rastro. Aun los huesos difuntos perdieron su último reposo, trastornadas las urnas y leventados los mármoles para buscar lo que en ellos estaba escondido. No hay arte mágica y diabólica que no se exercitase en el descubrimiento del oro y de la plata. A manos de la crueldad y de la cudicia murieron muchos millones de personas... No refiero estas cosas por acusar alguna nación, pues casi todas intervineiron en esta tragedia inhumana», págs. 185 y ss. (14) Sobre este tema puede verse el extraordinario libro de Friedrich MEINECKE: La idea de la razón de Estado en la edad moderna, ya citado, Madrid, 1959. (15) Vid. el capítulo I, la oposición a Maquiavelo. (16) Así lo señala MURILLO FERROL en su obra ya citada, págs. 192 y ss.
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vana prudencia y en humanos y ruines medios, otra enseñada de Dios, que estriba en el mismo Dios y en los medios que El, con su paternal providencia, descubre a los príncipes y les da fuerzas para usar bien dellos, como señor de todos los Estados. Pues lo que en este libro pretendemos tratar es la diferencia que hay entre estas dos razones de Estado, y amonestar a los príncipes cristianos y a los consejeros que tienen cabe sí, y a todos los otros que se precian de hombres de Estado, que se persuadan que Dios sólo funda los Estados y los da a quien es servido, y los establece, amplifica y defiende a su voluntad, y que la mejor manera de conservarlos es tenerle grato y propicio, guardando su santa ley, respetando su religión y tomando todos los medios que ella nos da o que no repugnan a lo que ella nos enseña, y que ésta es la verdadera, cierta y segura razón de Estado, y la de Maquiavelo y los políticos es falsa, incierta y engañosa. Porque es verdad cierta e infalible que el Estado no se puede apartar bien de Ja religión, ni conservarse, sino conservando la misma religión, como lo enseñan los mismos gentiles y mucho mejor nuestros santos padres, que fueron doctores y lumbreras de la iglesia católica, como en el discurso de nuestro libro se verá» (17). El libro de Rivadeneyra es de 1595; a partir de esta fecha la utilización del término razón de Estado en todos los tratados políticos es frecuente. En ocasiones, en lugar de utilizarse la expresión razón de Estado se habla del aumento y conservación de las monarquías (18) sin que la significación varíe. Por consiguiente, hay que tener presente que casi todos los autpres, cuando hablan de la razón de Estado, se están refiriendo propiamente à la buena razón de Estado; a la razón de Estado cristianizada. ^ ' Por lo que se refiere a Saavedra Fajardo, éste emplea eri numerosas ocasiones la expresión razón de Estado, pero en realidad (17) Pedro DE RIVADENEYRA: Tratado de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano para gobernar y conservar sus Estados, contra lo que Nicolás Maquiavelo y los políticos de este tiempo enseñan. Biblioteca de Autores Españoles, tomo LX, pág. 456. (18) En Saavedra por ejemplo esta utilización es frecuentísima; empresa XVII, pág. 205; empresa XIX, pág. 214; empresa XLIII,.pág. 402; empresa LIX, págs. 575, 577, 579; empresa LX, pág. 603; empresa LXVII, pág. 653; empresa LXIX, pág. 676; etcr
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-no aporta nada nuevo. Se limita a recoger un concepto que ya había entrado plenamente en el saber político de su época. Ciertamente, en ningún lugar de su obra realiza una definición de lo que entiende por razón de Estado, quizá porque lo considera totalmente innecesario, es decir, se utiliza la expresión razón de Estado presuponiendo que el lector ha de saber a qué realidad se está: refiriendo. Sin embargo, Saavedra sí distingue entre la falsa y la verdadera razón de Estado. Por ejemplo, en sus Empresas, después de .describir la política de su tiempo que enseña por lícito todo lo que es conveniente a la conservación y aumento, recomienda al príncipe que huya de tales, maestros —se refiere naturalmente a Marquiavelo—- y que «aprenda de la misma naturaleza, en quien, sin ..malicia, engaño, ni ofensa, está la verdadera razón de Estado» (19). En consecuencia, si se habla de una verdadera razón de Estado ello• quiere, decir que también hay.una falsa razón de Estado. En cualquier caso, Saavedra no aporta nada, nuevo a la noción de razón de Estado; por ello «de la idea general de la razón-^de Estado,.-r-dice Murillo Ferrol—, tal como estaba planteada y resuelta en su tiempo,.es de donde hay que partir para ..interpretar, en conjunto el pensamiento político de Saavedra» (20).
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EL HOMBRE COMO SER SOCIAL
;-Saavedra parte dé -la tesis tradicional iniciada por Aristóteles porlo que se. refiere a 4a sociabilidad natural del hombre.. Aristóteles afirmaba en su Política que «está claro que. la ciudad es •una de las cosas naturales y que el hombre es,, por naturaleza,- un : anknal cívico. Y el enemigo de la sociedad ciudadana es, por naturaleza, y no por. casualidad, o bien-un ser inferior- o más que •un hombre» (21). Esta premisa es la que sirve de punto de partida al escritor-murciano para explicar el fenómeno de la compañía ...
(19) (20) (21) Madrid,
Empresa LXVÏI, pág.654. Saavedra Fajardo y la política del Barroco, op. cit., pág. 199. Yolítica, I, cap. 2; utilizamos la edición, de. Editora Nacional, 1977, preparada por C. García Gual y A. Pérez. . ' - " • •
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civil. La tendencia a la sociabilidad aparece manifestada en la naturaleza del hombre y constituye una de las diferencias específicas del ser humano en relación con el resto de los animales. El capítulo primero del libro primero de las Introducciones a la Política lleva por título «la compañía civil o política es natural al hombre». En el mismo se dice que «puso Dios en los animales una oculta discreción del bien y del mal y un conocimiento cierto de los medios de su conservación, sin que para ésta sea menester que el uno advierta al otro, ni que trabaje éste para aquél; más libró su divina Providencia en la industria y cuidado del hombre, a cuyo discurso remitió la prevención de todo lo necesario para la vida y felicidad civil. Esta necesidad le obligó a la cultura de los campos y ejercicio de las artes; della nació la división de las cosas y separación de los dominios, y porque no podía uno sin la ayuda y asistencia del otro acaudalar por sí todas aquellas cosas que conducen al sustento y aparatos de la vida humana, se introdujo el trato y el comercio, por medio del cual, o con la permuta al principio, o después con el precio, se contrastasen y fuesen comunes las tareas y fatigas ajenas» (22). El hombre, pues, necesita de sus semejantes; la vida en sociedad es absolutamente imprescindible al ser humano; sin ella no podría realizarse como tal. Obviamente, la tendencia a la sociabilidad está inserta en la naturaleza, pero el instrumento a través del cual se canaliza tal tendencia es la razón, porque «la razón es privilegio particular del hombre entre los demás animales: por ella obra con consejo y elección. El apetito de dejar su semejante para conservarse en su especié por medio de la multiplicación de los individuos, le es natural y común con los frutos y plantas. Con este apetito de su conservación procura la compañía de la mujer, y con la razón elige la que juzga más conveniente» (23). La razón, la «luz natural», es la que empuja al hombre a convivir con los demás; por ello, la compañía civil es privativa del hombre. Pero también quiso Dios que el hombre compartiese su existencia con los demás; por esta razón «nació desnudo, sin armas con que herir ni piel dura con (22) Introducciones a la Política, pág. 1226. (23) ibidem, pág. 1227. 232
que defenderse. Tan necesitado de la asistencia, enseñanza y gobierno de otro, que, aun ya crecido y adulto, no puede vivir por sí mismo sin la industria ajena. Con esta necesidad le obligó (Dios) a la compañía y amistad civil, donde se hallasen juntos con el trabajo de todas las comodidades de la vida, y donde esta felicidad política los uniese con estrechos vínculos de amistad y buena correspondencia. Y porque soberbia una provincia con sus bienes internos, no despreciase la comunicación con las demás, los repartió en diversas: el trigo, en Sicilia; el vino, en Creta; la púrpura, en Tiro; la seda, en Calabria; los aromas, en Arabia; el oro y plata, en España y en las Indias Occidentales; en las Orientales, los diamantes, las perlas y las especias; procurando así que la codicia y necesidad de estas riquezas y regalos abriese el comercio, y ocmunicándose las naciones, fuese el mundo una casa familiar y común a todos. Y para que se entendiesen en esta comunicación y se descubriesen los afectos internos de amor y benevolencia, le dio la voz articulada, blanda y suave, con que explicase sus conceptos; la risa, que mostrase su agrado; las lágrimas, su misericordia; las manos su fe y liberalidad; y la rodilla su obediencia: todas señales de un animal civil, benigno y pacífico» (24). Sin embargo, a pesar de estas palabras, lo cierto es que Saavedra, en algunas ocasiones, nos presenta al hombre como un ser asocial; y si vive en compañía con los demás es simplemente por necesidad, hasta el punto de que esta unión entre los hombres tiene solamente un fin utilitario.
III)
LA SOCIEDAD
La convivencia social es natural al hombre, pero Saavedra distingue dos estados diferentes de la convivencia humana. Lo primero que hay que advertir es que no utiliza en ningún lugar de su obra la expresión status naturales. No obstante, creemos que hay argumentos suficientes para afirmar que el escritor murciano distingue claramente dos etapas diversas, por lo que a la situación del hombre se refiere. (24) Empresa LXXIV, pág. 721.
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•-;•. En la descripción que ofrece Saavedra de este primer estado del hombre éste no aparece aislado; por el contrario, se relaciona con los demás y su existencia es feliz. No existe tampoco ningún tipo de organización política y, por consiguiente, no es necesaria la. existencia de ninguna autoridad. Este status naturalis no; es, : por tanto,: un estado presocial, sino simplemente prepolítico. Adviértase que la posición de Saavedra es muy parecida a la que Locke formulará años más tarde. Es lógico que Saavedra mantenga esta postura, ya que afirma tajantemente la sociabilidad natural del hombre. Por ello, en este estado de naturaleza el hombre es un ser social que vive en comunidad con los demás. Benito âë là Llave, en su obra dedicada a Saavedra, considera que el texto de la empresa 21 parece arrancado al contrato social de Rousseau (25); sin embargo, nosotros no encontramos ningún punto de coincidencia como no sea el hecho de que el primer estado de la humanidad es descrito por ambos autores como ün estado de felicidad. Pero es obvio que existen notables1 diferencias, entre las cuales destaca el hecho de que para Rousseárr el hombre es un ser asocial mientras que para Saavedra el hombre ya tiene relaciones con sus semejantes en ese estado de naturaleza. '• • El texto déla empresa 21 es el siguiente: «En la primera edad ^ñi fue menester la peña, porque la ley no conocía la culpa, ni el premio, porque se amaba por sí mismo lo honesto y glorioso;, pero creció con la edad del mundo la malicia/e hizo recatada a la virtud, que antes, sencilla e inadvertida, vivía por los campos. Desestimóse la igualdad, perdióse la mode^tia^y la.vergüenza,..e, introducida la ambición y la fuerza, se introdujeron también las dominaciones; porque, obligada de la necesidad la prudencia, y despierta con la luz natural, redujo los hombres a la compañía civil, donde exercitasen las virtudes a que les inclina la razón, y donde se valiesen de la voz articulada que les dio la Naturaleza, para que unos a otros, explicando sus conceptos y manifestando (25) Enrique BENITO DE LA LLAVE: Juicio crítico de las Empresas Políticas de Saavedra Fapardo y examen de su doctrina jurídica, op, cit..» .pagina 58. '.'.••'.'••---: .**'
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sus sentimientos y necesidades, se enseñasen, aconsejasen y defendiesen». Según Saavédra existe, pues, un momento en el cual aquella coexistencia pacífica entre los hombres se ve perturbada como consecuencia de la malicia. Este estado de felicidad degenera en un status belli que hace necesario el nacimiento de la compañía civil: «Faltó luego la fe en los contratos, creció la codicia y el apetito de reinar: de aquélla nacieron los pleitos; désté las guerras; con que se hallaron los hombres obligados a desamparar los" campos donde vivían por familias y reducirse a un- cuerpo dé comunidad que atendiese a la defensa y conservación de sus partes, decidiese las causas, administrase justicia y comprendiese en sí todos los instrumentos ^necesarios para la felicidad civil o política: calidades que ni en una casa ni en un barrio ni en una aldea se pueden hallar juntas, sino solamente-en una ciudad, que es un adyuntamiento de muchas vecindades, cuyo último fm es la comodidad de la vida con equidad y justicia. Esta compañía es, entre: todas, la más noble y perfecta, porque della son parte las demás. Luz natural redujo los hombres a ella, donde ejercitasen las virtudes a que les inclina la razón, y donde se valiesen de ía voz articulada que les dio la Naturaleza para que unos a otros, explicando sus conceptos y manifestando sus sentimientos y necesidades, se enseñasen, aconsejasen y socorriesen. Yerra pues, impíamente quien acusa a la Naturaleza en los desvalimientos y necesidades del hombre, siendo éstas las que le reducen a la compañía civil, donde viva sujeto a l a razón y a k ley, y donde participé de todos los bienes que proceden de la industria y trabajo dé los demás; porqué sí déllós "lio necesitase, viviría soberbio por los campos, sin caridad ni religión, más indómito y dañoso que el más fiero dé todos los anímales» (26). En las palabras de Saavédra que venimos examinando pueden observarse algunas contradicciones. En primer lugar no se esta(26) Introducciones a la Política, págs. 1226-27. Obsérvese ía coincidencia existente entre estas palabras y algunas de las .'expresiones utilizadas en la empresa XXI. 235
blece con claridad cuál es la causa determinante de la corrupción del hombre. El hombre vive una existencia feliz y, sin embargo, en un determinado momento se corrompe. Aunque Saavedra hable de la malicia con carácter general, no llega a precisar cuál es el motivo concreto por el que tal corrupción se produce. En segundo lugar la compañía civil surge como una necesidad para poner fin al estado de guerra en el que se encuentra el hombre. En este sentido, aunque la razón indique al hombre la conveniencia de vivir en una comunidad política, lo cierto es que no parece que ésta sea natural al hombre, aunque Saavedra diga lo contrario. A la convivencia política no llega el hombre como consecuencia de una inclinación natural —por más que Saavedra se empeñe en afirmarlo— sino exclusivamente por necesidad; existe, sin duda alguna, un móvil utilitario. Tal y como Saavedra expone su doctrina, es evidente que, al menos en el plano de los puros ideales, el status naturalisées decir, aquel en que no existe ningún tipo de organización política, es más perfecto. Debemos preguntarnos ahora si el hombre, según la concepción de nuestro autor, vivió efectivamente en tal estado de naturaleza anterior a la convivencia política, es decir, si el status naturalis tuvo una existencia real. A pesar de que Saavedra no se muestra explícito en este punto, nosotros creemos que la respuesta debe ser afirmativa.
IV)
EL ESTADO
Ya hemos dicho que la compañía civil o política se origina por necesidad (27). Como puede observarse, la opinión de Saavedra no difiere mucho de la de Puffendorf. Los hombres necesitan para su conservación de una autoridad común que administre justicia y refrene sus afectos y pasiones. Sin esta autoridad la situación del hombre sería de una continua pendencia. Saavedra, en diversos lugares de su obra, establece los fines de la comunidad política. Hay que señalar la importancia que se concede a (27) «Las necesidades reducen al hombre a la compañía civil, donde viva sujeto a la razón y a la ley». Introducciones a la Política, pág. 1227.
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la propiedad. Hasta el punto de que Saavedra dice que «eî fin principal de la compañía política consiste en la conservación de los bienes de cada uno» (28). En otro lugar afirma que «la compañía civil se instituyó para la conservación de la religión, la honra, la vida y la hacienda, y se sujetó el pueblo al gobierno de uno, de pocos o de muchos» (29). Todas estas afirmaciones tienen un carácter general y son válidas para todas las comunidades políticas, cualquiera que sea su forma de gobierno. Saavedra reviste al Estado de un considerable poder como consecuencia de su pesimismo antropológico. Ahora bien, el Estado no sólo cumple una función represiva, sino que también tiene una función protecüva. En su seno queda salvaguardada la vida y la propiedad de los subditos y también, dentro de ciertos límites, queda garantizada la libertad. Ya indicábamos en otro lugar que la religión Juega un papel destacado en el conjunto del pensamiento del escritor murciano. Quizá por esta razón la religión aparece como uno de los fundamentos del Estado, y por eso afirmaba Saavedra que la compañía civil se instituyó para conservar la religión. Esta defensa a ultranza de la fe católica es, en cierto modo, comprensible si tenemos en cuenta que Saavedra se encuentra firmemente comprometido en la defensa de los intereses que el Estado de la Contrarrforma representaba. El Estado está siempre al servicio del individuo; precisamente con esta finalidad se instituyó. Sólo dentro del mismo puede realizarse el hombre. Pero también por esta razón el Estado, en cuanto que obra humana, es imperfecto y su existencia implica ciertos inconvenientes para el hombre, aun cuando las ventajas son siempre mayores. Así lo afirma Saavedra: «¡Qué quieto estaría el mundo si supiesen los subditos, que o ya sean gobernados del pueblo, o de muchos o de uno, siempre será gobierno con inconvenientes y con alguna especie de tiranía! Porque aunque la especulación inventase una república perfecta, como ha de ser de hombres, y no de ángeles, se podrá alabar, pero no praticar» (30). (28) Empresa Lili, pág, 5522. (28) Empresa LX, pág. 599. (30) Empresa LXXVIII, pág. 751. 237
Aquí" se critica a aquellos teóricos qué se apartan excesivamente de la realidad. Una vez más queda patente el acusado sentido práctico que profesa el escritor murciano: «Los hombres se juntaron en comunidades con fin de obrar, no de especular; más por la comodidad de los trabajos recíprocos que por la agudeza de las teóricas» (31). • Volvamos a la consideración de los fines que tiene el Estado según Saavedra. El Estado surge para reprimir las pasiones de los hombres y ofrecer a todos Una cierta seguridad. Lo primero qué debe quedar garantizado en el mareo de toda organización política; independientemente de su forma de gobierno, es la vida. Este .es él bien más preciado que posee el hombre y, en consecuencia, su protección debe ser efectiva. En segundo lugar, la propiedad; lo que Saavedra llama la hacienda. La propiedad surge como consecuencia del trabajo; a través de él el hombre hace suyas las cosas. Si el Estado no là protege adecuadamente se produciría su descomposición. En este sentido conviene señalar la importancia cjue concede Saavedra a los tributos en la medida en que éstos repercuten directamente en la propiedad de todos y cada uno de los subditos. Díce Saavedra que «el imperio sobre las vidas se exercita sin peligro, porque se obra por medio de la ley y que castiga a- pocos por beneficio de los demás; pero el imperio sobre las haciendas en las materias de contribución es peligroso, porque comprehende a tocios, y el pueblo suele sentir más las daños de la hacienda que los del cuerpo, principalmente cuando es; adquirida con el sudor y la sangre, y se ha de emplear en las delicias del príncipe» (32). Por esta razón se ha de extremar el cuidado en la imposición dé los tributos, siendo necesario pedir el consentimiento a las Cortes^ salvo en casos de urgencia (33). Pero lo que más nos interesa aquí es que la protección de los derechos de los subditos (vida, propiedad y libertad) se realiza a través de las leyes. Debemos insistir una vez más en la curiosa coincidencia que se produce (31) (32) (33) el tema
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Empresa LXVI, pág. 644. Empresa LXVII, pág. 657. . ., .;. ;:• ::