LA IMAGINACIÓN EN LA CIENCIA 1

LA IMAGINACIÓN EN LA CIENCIA1. GERALD HOLTON. Me siento muy honrado por haber sido elegido para hablarles sobre el tema de la imaginación en la cienc

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LA IMAGINACIÓN EN LA CIENCIA1. GERALD HOLTON.

Me siento muy honrado por haber sido elegido para hablarles sobre el tema de la imaginación en la ciencia en el marco de este prestigioso Festival dei Due Mondi; las artes y las ciencias también son Dos Mundos, pero mantienen una relación de primos hermanos porque, aunque sus herramientas y productos son diferentes, el ingenio y la pasión

que les caracteriza son similares.

También hay una larga historia de estimulación recíproca, ya desde la época de Pitágoras, quien sostenía que tanto la música como los fenómenos de la naturaleza están gobernados por la relación entre los números enteros. Y como voy a tratar de demostrar aquí, los historiadores del arte nos han proporcionado enfoques clave en lo que se refiere a determinados problemas de la historia de la ciencia.

No obstante, si deseamos analizar la imaginación de los científicos en pleno funcionamiento, tendrá que ser pillándoles por sorpresa. Por razones bastantes sólidas, los científicos modernos tratan de mantener sus conflictos personales al margen de los datos que publican y de sus libros de texto. Sobre ese punto, continua vigente el consejo que Louis Pasteur daba a sus alumnos y colegas: “Haced que vuestros resultados parezcan inevitables.”

Así pues, es en los registros privados y en los cuadernos de laboratorio donde los historiadores de la ciencia pueden encontrar cualquier cosa que los propios científicos deseen ocultar. Aun cuando la lógica, las matemáticas y la experimentación constituyen guías constantes, no son suficientes en absoluto – si

lo

fueran,

cualquier

ordenador

podría

ocuparse

de

las

mismas

investigaciones sin ayuda. Si miramos por el agujero de la cerradura de la puerta del laboratorio, veremos que el científico también necesita muchas otras herramientas. Voy a citar ejemplos de tres de estas herramientas en el quehacer de la ciencia, tres compañeras estrechamente unidas en el progreso

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Este artículo es una reproducción textual del documento de “imágenes y metáforas de la ciencia compilación de Lorena Preta, publicado por Alianza Editorial en 1992., lo estamos utilizando reconociendo plenamente su autoria y que se esta utilizando con fines exclusivamente educativos.

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de la ciencia moderna y que rara vez son debidamente reconocidas. Les voy a hablar de la imaginación visual, la imaginación metafórica y la imaginación temática. La mayor parte de mis ejemplos proceden de la física, pero se podrían cosechar casos similares de las demás ramas del árbol de la ciencia.

Empezaremos por la imaginación visual, aunque sólo sea porque los primeros pasos de la ciencia occidental transcurrieron a través de los ojos -a través de la observación de los enigmáticos movimientos de los planetas, constantes caminantes entre las estrellas fijas. Por eso no resulta sorprendente que a menudo se rodearan de grandes sospechas aquellas entidades que podían imaginarse pero permanecían ocultas a la visibilidad directa. Por ejemplo, el esquivo éter parecía una base necesaria para entender la propagación de la luz, constituida por ondas electromagnéticas transversales; pero, con el fin de reproducir los movimientos supuestos dentro de ese éter, hubo que inventar modelos mecánicos todavía más fantásticos --que dieron lugar a ejemplos de modelos en movimiento en el éter -hasta que Heinrich Hertz decidió "echar el alto", diciendo que las ecuaciones matemáticas que describen la luz son todas las que podemos imaginar cuando examinamos el movimiento de las ondas luminosas.

De modo similar, la antigua noción del átomo como entidad diminuta, indivisible y discontinua resultaba cada vez más insuficiente a medida que iba siendo necesario explicar nuevas propiedades de la materia eléctricas, químicas y de otros tipos. Al comienzo de este siglo, algunos científicos corno, por ejemplo, Ernst Mach, se lanzaron contra la idea misma del átomo, preguntando a todo el mundo con gran sarcasmo:" ¿Alguien ha visto alguno?"

De hecho, no habría sido imposible conseguir algún tipo de física y química sin postular la existencia de los átomos, pero habría sido mucho más complicado y la ciencia hubiera sido menos bonita. Afortunadamente, los ojos acudieron en nuestra ayuda. En 1912, el físico C. T. R. Wllson mostró estas fotografías (Figura 1) en una reunión científica, y aquello zanjo la cuestión para la mayoría de la gente. Había dirigido un haz de partículas alfa procedentes de una fuente radioactiva hacia una “ cámara de niebla”, una pequeña caja de cristal llena de

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aire húmedo a baja temperatura. A lo largo del recorrido de las partículas alfa, que por supuesto son invisibles, aparece una faja de niebla, una pequeña nube. Eso es lo que revela los recorridos de las partículas alfa, algo así como las estelas de vapor que dejan en el cielo los aviones en el paso.

figura 1

Aquello resultó bastante espectacular. Pero lo verdaderamente excitante estaba en las discontinuidades, en los cambios repentinos de la dirección de algunos recorridos (como el que se observa en el ángulo inferior izquierdo). La partícula alfa parecía chocar con algo, y desviarse en otra dirección. En un caso, el obstáculo con el que había chocado –a saber, el núcleo de una de las moléculas de gas- había recibido el impulso suficiente como para dejar su propio rastro diminuto de vapor mientras la partícula recorría una corta distancia en otra dirección. Estas imágenes son sencillas, silenciosas y apacibles; no hay evidencia de movimiento. En sí mismas, cada una de ellas representa tan sólo un parsimonioso jeroglífico. Pero para una mente debidamente preparada y conectada a un ojo alerta, presentaban un drama abrumador: la primera evidencia irrefutable de la existencia de discontinuidad atómica a un nivel bastante inferior al de la percepción directa. La dispersión de haces de partículas se convirtió en el camino para atómicos.

"ver" acontecimientos

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La generación siguiente de herramientas para vislumbrar acontecimientos subatómicos fue la cámara de burbujas. Las trayectorias se describían en un medio líquido, y se hacían visibles en forma de filas de diminutas burbujas. La figura 2 representa un ejemplo célebre. La fotografía tiene un aspecto algo rudimentario, pero en este caso hay que ignorar las rayas y los garabatos y concentrar la atención tan sólo en cinco líneas. Estas revelan que ha tenido lugar un ciclo vital en esta pequeñísima etapa, como se observa en la figura 3: un pión -partícula elemental cuya trayectoria está marcada con la letra π en la ilustración que interpreta las observaciones sin más - entra en el campo visual procedente de la parte inferior. Se encuentra con un confiado protón en la cámara y de su interacción surgen dos partículas llamadas "extrañas" ( K0 y Λ0) debido a que su periodo de supervivencia es inesperadamente largo tratándose de partículas creadas: ¡nada menos que 10-10 segundos! Estas partículas, al ser neutrales, no dejan ninguna huella, y finalmente también se descomponen. El resultado de la descomposición de cada una de las partículas "extrañas" es una partícula positiva y otra negativa, que producen en nuestro campo visual, como si dijésemos, una tercera generación, en la que cada cual posee de nuevo su propio período de vida característico.

figura 2

Notarán ustedes que el físico está utilizando aquí la retórica propia de un conocido tipo de drama o relato popular, representado en el tiempo y en el espacio, una historia de nacimiento, aventura y muerte. La fuerza de muchos conceptos científicos de gran utilidad descansa, al menos en parte, sobre el

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hecho de que son meras proyecciones antropomórficas del mundo de los asuntos humanos.

figura 3

Aquí tenemos otra fotografía de una cámara de burbujas, tomada en 1973. Para entonces la cámara de burbujas ya se había convertido en un monstruo de 12 metros cúbicos de propano líquido, apodado Gargamel en recuerdo de la madre de Gargantúa. Entre los miles y miles de fotografías tomadas en el CERN, donde pasaron por la cámara innumerables haces de invisibles partículas neutrínicas creadas por un acelerador, uno de los detectores se fijo en la configuración que muestra la figura 4, diferente de cualquier otro. Al analizarla se descubrió que se trataba de algo que solemos denominar “suceso dorado” , el reflejo de una rara pero reveladora, interacción.

Debemos aconsejar al ojo no especializado que ignore casi todo lo que aparece en la fotografía y se centre, esta vez, en el tenue garabato de la izquierda; es la firma típica de un electrón. La interpretación de este suceso contribuyó definitivamente a confirmar la teoría de la unificación de las fuerzas electromagnéticas y débiles, la llamada fuerza electrodébil. Por ese logro compartieron un premio Nóbel los Norteamericanos Sheldon Glashow y Steven Weinberg con un investigador de la Universidad de Trieste, llamado Abdus Salam. Dentro de un momento volveré sobre esta fotografía para decirles como la encajo la imaginación científica.

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figura 4

Pero, antes de esto, debemos retroceder hasta el nacimiento de la ciencia moderna en el siglo XVII, para entender mejor la fuerza inmensa de la imaginación icónica, es decir, de la capacidad para formar imágenes mentales satisfactorias a partir de imágenes óptimamente esquivas y para convertir vagas percepciones en sólidos conocimientos. Mi amigo el profesor Jerome Bruner ha trabajado mucho sobre el aspecto psicológico de este proceso, y cuando intervenga en este simposio la semana próxima quizá haga referencia a ello. Hoy, mi ejemplo de este proceso de conversión desde la imaginaría óptica hasta la mental se refiere a Galileo Galilei. Se trata de un caso estudiado por el historiador del arte Samuel Edgerton, cuyo exhaustivo análisis voy a esbozar aquí.

Ésta es la historia: en 1609, había dos hombres mirando hacia nuestra Luna a través de un nuevo invento, el telescopio. El primero era el matemático, cartógrafo y astrónomo Thomas Hariot que, desde Londres, operaba con un telescopio de 6 aumentos desde finales de julio de 1609. El otro era Galileo, entonces profesor de matemáticas en la Universidad de Padua; había aprendido por su cuenta a pulir lentes y se había fabricado un telescopio de 20 aumentos, con el que observaba la Luna desde finales de otoño del mismo año. Afortunadamente, tenemos datos de

lo que cada uno de estos dos

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hombres pensaban que veían. Resulta instructivo comparar sus anotaciones privadas, así corno conocer las razones de las grandes diferencias entre ellos.

figura 5

Ambos sabían que, al menos desde la época de Aristóteles, se consideraba a la Luna corno una esfera perfectamente lisa y uniforme, símbolo del universo incorruptible allende la Tierra. Además, en los cuadros posteriores a la Edad Media, la Luna aparece como un signo de la Inmaculada Concepción de la Virgen María; la figura 5 es un ejemplo (tomado de un cuadro de Murillo). Desde luego, había dos problemas. Uno era que algunas áreas de la Luna real evidentemente son más oscuras que otras, por lo que no podía ser totalmente uniforme. Thomas Hariot se refirió a "esa extraña abundancia de manchas". El segundo problema consistía en que si la Luna realmente era un espejo con forma de esfera perfecta, en algún momento nos reflejaría la imagen del sol tan sólo sobre una pequeña zona de su superficie, como un punto brillante sobre

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una gran bola oscura. Pero, como siempre, surgieron las teorías ad hoc necesarias para hacer frente a esos problemas. Por ejemplo, hubo quien dijo que la superficie de la Luna era translúcida y, como si fuera de alabastro, devolvía la luz de una manera difusa, dejando entrever los diferentes materiales interiores.

La primera observación de Hariot se ha conservado entre sus papeles (figura 6). Se trata de un tosco dibujo que muestra el limite de la iluminación, la línea divisoria entre las zonas oscuras y la parte iluminada de la Luna. Pero lo más importante es que evidentemente Hariot no sabe, y no comenta en absoluto, porque se trata de una línea quebrada en lugar de la línea curva que seria de esperar si la Luna fuera realmente una esfera perfecta. El ve, pero las teorías de la época sobre la perfección de la Luna le dificultan la tarea de entender lo que ve.

figura 6

Veamos ahora el caso de Galileo. A partir de finales de noviembre de 1609, examina con atención la fantasmagórica Luna a través de su telescopio y representa sus observaciones en forma de varios bellos dibujos a la sepia (Figura 7). Es evidente que Galileo también ve las líneas quebradas correspondientes al límite de la iluminación. Pero las interpreta enseguida como irregularidades de la superficie, como montañas y cráteres, y utiliza la técnica pictórica del claroscuro para manipular la luz y la oscuridad, recalcando las protuberancias y las depresiones.

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Lo que ve Galileo aparece magníficamente descrito en su libro Siderius Nuncius, publicado en 1610. La figura 8 muestra una de las ilustraciones de este libro: exagera el paisaje Lunar a propósito. Galileo escribe allí que la superficie de la Luna, en contra de la concepción filosófica de la época, “no es lisa, uniforme y exactamente esférica..., sino irregular, tosca y llena de cavidades y prominencias, similar a la faz de la Tierra, ataviada de cadenas montañosas y valles profundos”. Galileo ve que no hay una diferencia cualitativa entre la Tierra y la Luna. Incluso calcula a partir de las sombras proyectadas por los picos, que las montañas deben tener 6.000 metros de altura,

¡qué son mas altas que los Alpes de la Tierra! Su voz suena muy

tranquila: pero él sabe que la vieja concepción aristotélica del mundo se está desmoronando bajo los efectos de esa voz.

figura 7

Las noticias de los sensacionales hallazgos de Galileo se extendieron rápidamente por toda Europa y transformaron lo que la gente veía –he aquí un ejemplo de cómo el significado transmitido por datos objetivos depende de los supuestos de partida. El propio Thomas Hariot, después de leer el libro de Galileo, volvió a situarse ante su telescopio en julio de 1610, un año después de su primer intento, e hizo un dibujo de su nueva observación (Figura 9), donde aparecen montañas y cráteres ensombrecidos -más todavía que en el esbozo de Galileo. Una vez convertido a un nuevo modo de mirar, una vez abandonados sus viejos supuestos de partida, Hariot empezó a ver algo bastante diferente de la misma vieja Luna. Quiero recordar aquí ese magnífico

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pasaje de Ana Karenina en el que Ana, desesperadamente enamorada del conde Vronsky, explica a una amiga que no puede amar a un hombre como su esposo porque éste tiene unas orejas enormes. Su amiga replica, muy sabiamente, que lo que ha cambiado no son las orejas del marido de Ana, sino el corazón de ésta.

figura 8 y 9

Ahora debemos preguntarnos qué fue lo que, antes del cambio de actitud de Hariot, hizo que Galileo y él miraran el mismo objeto con ojos tan diferentes. Por supuesto, parte de la respuesta descansa sobre la mayor disposición de Galileo a considerar un universo copernicano, en el que todos los planetas y satélites pueden ser similares. Pero otra gran parte de la respuesta también descansa sobre sus respectivas formaciones en materia de visualización, sobre el modo en que habían aprendido a utilizar sus ojos como herramientas de la imaginación. En la Inglaterra de 1609 en la que vivía Hariot, la cumbre del logro artístico era la palabra, por ejemplo la de Shakespeare, que era más importante que cualquier cosa en el ámbito de las artes visuales. De hecho, desde el punto de vista visual, Inglaterra estaba bastante atrasada -casi podríamos decir que en la Edad Media- con respecto al entendimiento de realizaciones en perspectiva. Sin embargo, en la Italia de Galileo, la pintura del Renacimiento había captado a los intelectuales en estado de alerta. Bajo el reinado de Cosimo I de Florencia, Vasari había fundado la gran Academia de Diseño en

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1562, un centro de artes visuales y arquitectura a beneficio de todos, no solamente de los profesionales. No es casualidad que cuando Galileo solicitó su primer empleo a la edad de veinticinco años, fuera para cubrir el puesto de profesor de matemáticas en esa Academia, para enseñar geometría y perspectiva, y en 1613 llegó a ser elegido miembro de tan distinguida Academia.

Así pues, es muy probable que Galileo, como todos los alumnos de la Academia, hubiera estudiado el problema de las sombras que proyectan los cuerpos sobre superficies diferentes. Los textos típicos y más que sobados que se utilizaban en la Academia muestran cómo se traducen en luces y sombras las protuberancias y depresiones de unas esferas reticuladas (figura 10). El arte de la perspectiva y del claroscuro eran herramientas y habilidades que Galileo había aprendido en su juventud y, en 1609, cuando reaparecieron ante sus ojos los viejos problemas relacionados con la proyección de la sombra, tuvo ocasión de hacer buen uso de dichas herramientas en un contexto tan diferente como el del campo visual telescópico. Se podría decir que Galileo consiguió entrever, a través de este tubo óptico todavía bastante pobre, que los científicos de todo el mundo pronto empezarían a ver y a entender los fenómenos característicos del sistema solar.

figura 10

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Este caso representa un ejemplo de esta mezcla poderosa a la hora de hacer ciencia: la mezcla de datos rigurosos, de sólidos recursos matemáticos y pragmáticos y de presupuestos teóricos, todos ellos trabajando juntos en el teatro de la mente. Y en esta mezcla, ha menudo a resultado crucial la destreza en el uso de la imaginación visual. En una célebre carta dirigida a Jacques Hadamar, Einstein confesaba lo siguiente: “Las palabras o el lenguaje, ya sean en su forma escrita u oral, no parecen jugar papel alguno en mi mecanismo de pensamiento. Las entidades físicas que parecen actuar como elementos del pensamiento son signos concretos e imágenes más o menos claras que pueden producirse y combinarse deliberadamente”. Era como si, en su actividad intelectual, Einstein jugara con las piezas de un rompecabezas. Y en otra carta dirigida a Max Wetheimer, Einstein decía: “Muy rara vez pienso en palabras... suelo hacer una especie de repaso, un repaso visual”.

Seguramente por eso, durante sus años de juventud en Berna, Einstein había sido un excelente inspector de la Oficina de Patentes. Su trabajo consistía en estudiar las descripciones, y sobre todo las ilustraciones, enviadas por los inventores, y después reconstruir en su mente aquellas máquinas propuestas para ver si realmente podían funcionar. Era una tarea fácil para él. Y además, en el marco de su física, él podía visualizar sin esfuerzo ciertos procesos que para otros eran excesivamente complejos.

Permítanme ponerles un sencillo ejemplo relacionado con esto. Si ustedes han estudiado física y llegado hasta la introducción de la peculiar teoría de la relatividad, sin duda alguna su libro de texto les pedirá que supongan que un tren pasa a gran velocidad por delante del andén de una estación en un día de tormenta. También tendrán que imaginar que hay un observador en el andén y otro que viaja en la parte central del tren. Ahora caen del cielo dos centellas, cada una de las cuales inciden sobre el tren en marcha; una incide en la parte de delante y la otra en la de atrás. La pregunta importante es: ¿cómo verán esto los dos observadores, el que está parado en el andén y el que viaja en el tren a gran velocidad?.

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Ustedes recordarán que la respuesta era: si para el primer observador las dos centellas parecen estrellarse a la vez, al otro (el que viaja hacia uno de los objetos centelleantes y se aleja del otro), le parecerá que caen en momentos distintos. Esto demuestra que la simultaneidad no es absoluta para todo el mundo, sino que depende del estado de movimiento de cada cual.

“Es

relativa”.

De la visualización de esta escena en sus pensamientos, de la realización correcta de este "experimento mental", obtendrán ustedes gran cantidad de física, y este ejemplo tan gráfico desde el punto de vista visual se deriva directamente de los escritos del propio Einstein. (En su libro de 1917 sobre la relatividad aparece un diagrama que presenta su esbozo característicamente parsimonioso de la situación.) Todo esto era un juego de niños para él, aunque no resultaba tan fácil para los demás, que tardaron mucho tiempo en aprender a ver.

Actualmente quizá haya llegado a ser demasiado fácil. La imaginería de Einstein se ha abierto camino incluso en el mundo del teatro. Si han visto ustedes la ópera de Robert Wilson y Phillp Glass que lleva por título Einstein on the Beach y cuya representación dura cinco horas, habrán tenido ocasión de contemplar el retrato de ese tren; en la ópera se desliza muy lentamente por el escenario durante dos largos actos, y por encima de él se mueve también muy despacio algo parecido a esas centellas de que antes hablábamos. A Einstein le habría dejado atónito este espectáculo, porque en su ejemplo todo dependía de que el tren fuera a gran velocidad.

En cualquier caso, la imaginación visual de Einstein le proporcionó una ayuda soberbia en múltiples ocasiones. Hace algún tiempo encontré en los Archivos Einstein un manuscrito fechado en 1920 en el que el gran filósofo explicaba cómo llegó a inventar la teoría general de la relatividad. La clave estuvo en darse cuenta de que los efectos del movimiento acelerado y de la gravedad pueden considerarse equivalentes. Como el propio Einstein describe en el manuscrito: un día de 1907 “se me ocurrió la idea más afortunada de mi vida”, a saber, que “el campo gravitatorio tan sólo tiene una existencia relativa.

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Porque si nos fijamos en un observador que cae ligeramente desde el tejado de su casa, veremos que mientras cae no existe para él ningún campo gravitatorio”. Por ejemplo, cualquier objeto que él mismo lance durante su caída permanecerá cerca de él.

Este “experimento mental” científico visualizable y extraordinariamente simple es la base del principio de equivalencia de la relatividad general. Debo añadir a modo de inciso que me alegra enormemente el hecho de que Robert Wilson y Philip Glass no conocieran la existencia del manuscrito de Einstein, porque de lo contrario quizá hubieran colocado a alguien cayendo libremente desde el tejado al escenario del teatro.

Durante los primeros decenios de este siglo, la imaginación icónica continuó dando lugar a un triunfo científico tras otro. Por ejemplo, el átomo de Niels Bohr de 1913 adoptó la imaginería del sistema solar copernicano. Al principio, desde luego supuso un gran avance pero, a mediados del decenio de 1920 empezó a resultar evidente lo peligroso que era considerar los procesos atómicos en términos de una imaginería inicialmente inventada para acontecimientos a gran escala, tales como el movimiento de los planetas.

Era necesario un nuevo método para imaginar fenómenos como la “rotación” del electrón o para considerar la luz como onda y como partícula. Se habían convertido en un obstáculo las intuiciones de fácil visualización, en oposición a la abstracción conceptual. No hace falta saber mucho acerca del principio de incertidumbre de Heisenberg para darse cuenta de que aquellas órbitas tan precisamente trazadas de los modelos atómicos de Bohr en realidad no pueden existir en la naturaleza. Esto llevó a Heisenberg, a partir de 1925, a proponer una solución necesaria pero drástica, una solución que hasta hoy hace difícil que los legos en la materia se sientan cómodos dentro de la física moderna. Heisenberg eliminó por completo el uso de modelos representables del átomo. Una frase típica de Heisenberg era: “El programa de la mecánica cuántica tiene que liberarse antes que nada de esas descripciones intuitivas... La nueva teoría, por encima de todo, debe abandonar por completo la visualizabilidad”. O, como escribió Dirac en 1930: “La tradición clásica consideraba al mundo

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como una asociación de objetos observables... Sin embargo, desde hace relativamente poco tiempo cada vez es más evidente que la naturaleza funciona de acuerdo con un plan diferente. Sus leyes fundamentales no gobiernan el mundo tal como aparece en nuestra imagen mental de un modo directo, sino que controlan un sustrato del que no podemos formarnos una imagen mental sin introducir irrelevancias”.

En la mayoría de las demás ciencias, la vieja imaginación icónica continúa plenamente vigente. Pero los científicos cuánticos de hoy han logrado un nuevo tipo de “visualizabilidad”, aunque en gran medida a través de constructos matemáticos en lugar de físicos, a través de simetrías y de diagramas abstractos. La figura 11 nos ofrece al menos una pista del modo en que el nuevo método de pensamiento difiere del antiguo. En la parte superior se encuentra representado el viejo método visceral que se empleaba para contar lo que ocurre cuando dos electrones con

la misma carga se aproximan entre

sí. Es una especie de instantánea situación en el espacio; ambos electrones ejercen mutuamente fuerzas de repulsión que de algún modo atraviesan el hueco existente entre ellos. Pero ahora se considera mucho más significativo pensar que este fenómeno obedece a que las dos partículas intercambian un fotón, una entidad que mediatiza la interacción. La parte inferior de la figura 11 representa este nuevo método de pensamiento, por medio de un tipo de diagrama que debe su nombre a su inventor, Richard Feynman, y que aporta una representación en el espacio-tiempo de la dispersión de los dos electrones.

figura 11 Algo similar se aplica a la desintegración beta del neutrón, que fue explicada por primera vez por Enrico Fermí. La figura 12 está tomada de un libro editado

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recientemente por el profesor Paul Davies, The New Physics, quien sin duda hablará de la nueva física en su exposición programada para mañana. Según el viejo modo de representar la desintegración beta del neutrón (parte superior de la figura 12), la interacción entre el neutrón original y el protón, electrón y neutrino resultante, tiene lugar en un único punto espacio temporal A. En contraste, como señala el profesor Davies, y tal como se representa en la parte inferior de la figura 12: “De acuerdo con la contemplación de la desintegración beta, la interacción entro las cuatro partículas se “despliega” en el espaciotiempo por medio del bosón W que intercambian. A energías bajas, las dos descripciones dan las mismas predicciones, pero, cuando la energía es elevada, los resultados son bastante diferentes”.

figura 12

A medida que han ido desvaneciéndose los modelos mentales simples, han ocupado su lugar nuevos auxiliares diagramáticos al servicio de nuestros procesos de pensamiento -nuevos diagramas en los que cada elemento representa una expresión matemática necesaria para calcular fuerzas o probabilidades de dispersión. La figura 13 constituye otro ejemplo. Como mi colega Howard Georgi describe en un artículo: “La existencia de corrientes neutras supone una verificación importante de la teoría moderna de la fuerza electrodébil. Esto significa que pueden darse procesos débiles [es decir, raros,

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improbables] del tipo indicado, procesos en los que se intercambia un quanto virtual eléctricamente neutral [Z°] entre un neutrino [ representado por la línea curva de la izquierda] y un quark [ línea curva de la derecha], permaneciendo invariables sus identidades [es decir, sus cargas]”.

figura 13

Y, como antes les prometí, esto nos acerca de nuevo al “suceso dorado” de que hablábamos al principio. Porque lo que les acabo de leer es precisamente la descripción de lo que ocurre en la fotografía que presenta la figura 4. Nuestros "ojos desnudos" únicamente verían un garabato nada convincente, pero el ojo de la mente, gracias a la versión "diagrama Feynman" del mismo fenómeno, ve que un neutrino esparce un electrón sin modificar para nada las cargas; así pues, existe una "corriente neutra"; Así pues (simplificando demasiado quizá), si a alguien se le hubiera ocurrido todo esto antes que a Glasgow, Weinberg o Salaam, ese alguien a lo mejor habría tenido que hacer el equipaje y viajar a Suecia a recoger su premio Nóbel.

Examinemos ahora otra herramienta conceptual que algunos científicos utilizan con gran maestría en la génesis de sus ideas. Se trata de la metáfora y de su prima hermana, la analogía. Esto quizá les sorprenda a ustedes. Después de todo, algunos filósofos opinan que la imaginación metafórica no sirve para nada en el ámbito de la ciencia. El Diccionario del pensamiento moderno dice de la metáfora y de la analogía que "representan una forma de razonamiento particularmente propenso a la extracción de conclusiones falsas a partir de premisas verdaderas". Se considera a la metáfora como "la esencia de la poesía"; opera a través de la ilusión, y desde luego la labor de los científicos es precisamente todo lo

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contrario. Así pues, podría parecer que la metáfora y la analogía son dos cosas que los científicos deberían evitar con la máxima asiduidad.

Sin embargo, los científicos utilizan analogías continuamente; Thomas Young, un físico del siglo XIX, representa un excelente ejemplo del castigo que puede acarrear el hecho de hacerlo abiertamente. Este físico debe la mayor parte de su fama a su defensa de la idea de que la luz es fundamentalmente un fenómeno ondulatorio, en contra de los principios de la teoría cuasi corpuscular que gozaba de tan amplia aceptación en su época. En una de sus primeras publicaciones, Thomas Young escribe: "La luz es la propagación de un impulso comunicado al éter por cuerpos luminosos". Recuerda a sus lectores que “ya dijo Euler que los colores de la luz se debían a las diferentes frecuencias de las vibraciones del éter luminoso". Pero si hasta entonces se trataba tan sólo de una mera especulación, Young decía haberlo confirmado: la idea de que la luz consiste en la propagación de un impulso enviado al éter "está sólidamente confirmada..."; ¿mediante qué?, ¿Cómo? " A través de la analogía entre los colores de una chapa delgada y los sonidos de una serie de cañones de órgano" (dos fenómenos totalmente diferentes).

Incluso sin detenernos a estudiar los detalles de esta curiosa y, como el tiempo ha demostrado, fructífera analogía entre la luz y el sonido -de esta sorprendente extensión de la metáfora del movimiento ondulatorio de un campo a otro, aparentemente sin relación -percibimos el considerable desafío que supone esta transferencia de significado. De hecho, el valor que supone hacer esta conexión, y lanzar la prueba experimental de la naturaleza ondulatorio de la luz, no le pareció muy acertado ni siquiera a George Peacock, el editor de los Collected Papers de Thomas Young, amigo incondicional del mismo, y hombre de ciencia del Trinity College de Cambridge. Cuando Peacock publicó una recopilación de escritos de Young en 1855, es decir, veintiséis años después de que Young falleciera y mucho tiempo después de la consagración de la teoría ondulatoria, Peacock continuaba sintiéndose obligado a evitar que el lector cayera en algún terrible error sobre el tema que nos ocupa y, por ello, añadió un asterisco tras la frase crucial de Young y redacto una severa nota de

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pie de página que tal vez sea única en la literatura: "Esta analogía es caprichosa y absolutamente infundada. Nota del editor".

El caso de Thomas Young es un ejemplo de la función creativa, aunque arriesgada, de la metáfora o de la analogía durante la fase inicial de la imaginación científica. La utilización de la misma idea una y otra vez en contextos bastante diferentes era parte del credo científico de Enrico Fermi. Según él, cualquier fenómeno físico se podría entender en términos de una analogía con una de entre más o menos dos situaciones físicas primarias, primitivas. Por ejemplo, efectivamente dio un gran impulso a la moderna física de las partículas elementales con un trabajo que publicó en 1934 sobre la desintegración beta, en el que decía que cualquier teoría sobre la enigmática emisión de partículas ligeras, como los electrones, a partir de un núcleo, debería entenderse por analogía con la consolidada teoría de la emisión de los quanta luminosos (fotones) a partir de la desintegración del átomo. Así fue como eludió la trampa de tener que pensar que el electrón ya existía en el núcleo antes de su emisión; después de todo, a nadie le había parecido necesario pensar que el fotón ya estaba formado dentro del átomo antes de ser irradiado.

Y de nuevo, poco después de escribir un trabajo sobre el efecto ejercido por los electrones lentos al chocar con un átomo, Fermí únicamente era capaz de entender el efecto de los neutrones lentos sobre el núcleo. Esto ocurría en octubre de 1934, cuando él y su equipo, casi por mero accidente, descubrieron la radiactividad artificial milagrosamente realzada de la plata, que resultó haber sido provocada por la dispersión de neutrones, es decir, por su deceleración. Las páginas del cuaderno de laboratorio que registran este descubrimiento son bastante lacónicas y el trabajo resultante muy corto, pues no llega a dos páginas. Sin embargo, se podría decir que su utilización de la analogía coloca a Fermi sobre lo que resultó ser el primer paso necesario hacia el reactor nuclear, y de ahí a la llamada era nuclear.

Y por fin llego a la tercera de las herramientas Imaginativas que algunos científicos utilizan durante la fase inicial -se trata de lo que yo llamo

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imaginación temática. Es todavía más arriesgada que las que hemos analizado hasta ahora:

Me refiero a la práctica de dejar tranquilamente que los

presupuestos del científico actúen durante un tiempo como guía de su propia investigación

cuando

todavía no hay pruebas suficientes de dichos

presupuestos, y en ocasiones Incluso frente a la evidencia aparentemente contrapuesta. Esto viene a representar una suspensión deliberada de la incredulidad, que es precisamente lo contrario de lo que se suele considerar la actitud escéptica del científico.

De hecho, la expresión "suspensión deliberada de la incredulidad" procede de un análisis de la poesía efectuado por Samuel Taylor Coleridge en su Biographia Literaria. Según sus propias palabras, él se consideraba obligado a imbuir sus escritos poéticos de “una apariencia de verdad suficiente para originar esas sombras de la imaginación, esa suspensión deliberada y momentánea de la incredulidad que constituye la fe poética”.

Sin embargo, lo más seguro es que esto no tenga nada que ver con la ciencia. Según la opinión autorizada de un filósofo de la ciencia como Karl Popper, el criterio de demarcación de todas las actividades verdaderamente científicas es la suspensión de la creencia, no de la incredulidad. De acuerdo con Popper, debemos someter nuestros constructos racionales a un régirnen curativo a base de purgas hasta encontrar algún defecto funesto, incluso en la más atesorada de nuestras inspiraciones concretas. Debemos esforzarnos en falsearlas, es decir, en refutarlas y, por lo tanto, en repudiarlas.

Sin embargo, cuando nos detenemos a mirar por el aguiero de la cerradura de la puerta del laboratorio, observamos que muchos de nuestros científicos no prestan oídos a ese buen consejo. De hecho, en ocasiones dejan que su trabajo crezca al máximo y madure a partir de una idea improbable que ellos mismos se encargan de evitar que pueda ser destruida a manos de la férrea racionalidad. Desde luego, al final, tras la superación de esta fase inicial y privada, los resultados obtenidos con la técnica de la maduración y bajo la dirección de la teoría de la maduración, deben someterse a la verificación experimental. Con la naturaleza no se juega. El cementerio de la ciencia está

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lleno de víctimas de obstinadas creencias en ideas que no han demostrado ser dignas ni del nombre. Pero debemos tener en cuenta el hecho curioso de que hay espíritus geniales que pueden arriesgarse a perseverar durante largos períodos sin contar con apoyo confirmativo alguno, y sobrevivir hasta el momento de recoger sus premios. Después de analizar este tipo de anotaciones personales, ahora sabemos que Newton, John Dalton y Mendel, entre otros, se negaron a aceptar datos que fueran en contra de sus presupuestos, y resultaron estar en lo cierto.

No obstante, la adopción de temáticas ardientemente sostenidas, y la suspensión de la incredulidad en ellas, si bien resultan necesarias en algunos casos y a menudo tienen mucho éxito, en último extremo pueden conducir a terribles confusiones. Y para concluir mi exposición con un ejemplo de fracaso después de haber hablado de tantos éxitos científicos, permítanme volver a Galileo, y a un longevo misterio a cerca de uno de sus escasos, pero grandes, errores.

Como todos sabemos, el clímax de la revolución científica para las ciencias físicas del siglo XVII fueron los Principia de Isaac Newton, que combinaban los imaginativos avances de Galileo Galilei con los de Johannes Kepler. Newton decía que veía más allá que los demás porque se hallaba encaramado a hombros de gigantes. Kepler desde la corte del loco y magnífico emperador Rodolfo II de Praga y Galileo desde las brillantes Venecia y Florencia, eran dos personalidades bien diferentes; pero también tenían muchas cosas en común, sobre todo su apasionada devoción por la teoría copernicana del sistema planetario. Ambos desafiaron los peligros que entrañaban sus heréticas nociones, y Kepler, ocho anos mas joven que Galileo y extravagante admirador del mismo, trató por todos los medios de captar su atención y apoyo moral.

Habría sido francamente lógico que Galileo hubiera mostrado la misma actitud hacia Kepler, dado que las leyes de éste indicaban claramente la superioridad del modo copernicano de imaginar el sistema del mundo. Pero, en contra de toda expectativa razonable, Galileo guardó siempre las distancias con respecto a Kepler, trató de desautorizarle todo lo que pudo y nunca aceptó sus leves del

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movimiento planetario. Y ese ha sido uno de los grandes enigmas de la historia de la ciencia. ¿Por que Galileo evitó utilizar los hallazgos de Kepler como arma arrojadiza contra los enemigos que no dejaban de asediarle? ¿Qué fue lo que provocó este fallo de imaginación, uno de los poquísimos que presenta la espléndida opera omnia de Galileo? Nunca intentó explicar su extraño rechazo, e incluso este dato indica que debió haber una causa bien profunda. Como dijo en una ocasión el historiador de la ciencia Giorgio de Santillana, las ideas de Kepler "debieron poner en movimiento algún mecanismo de protección en la mente de Galileo". ¿Qué era lo que quería proteger?.

Finalmente un historiador del arte, el magistral Erwin Panofsky, encontró la explicación, una vez más de la manera más inesperada. Su brillante análisis partía del hecho que he mencionado antes de que Galileo, como tantos intelectuales italianos de su época, se consideraba a sí mismo, y con razón, no sólo científico, sino también admirador y crítico de las artes. Más aun, para Galileo constituía un criterio fundamental de sólido pensamiento científico utilizar exclusivamente elementos de pensamiento que resultaran aceptables desde el punto de vista estético. Y era precisamente desde este punto de vista estético desde donde Galileo consideraba inaceptables, e incluso repulsivas, las ideas de Kepler.

Permítanme extenderme un poco sobre la argumentación de Panofsky. Galileo, hijo de un conocido músico y teórico de la música, creció en un ambiente más humanista que científico. Todos sabemos, por ejemplo, que dedicó muchos meses de paciente labor a comparar la obra de los poetas Ariosto y Tasso, con el resultado de grandes alabanzas para el primero y ninguna compasión para el segundo. Al margen de la literatura, Galileo también se lanzó alegremente a controversias en el ámbito de las artes visuales. Por ejemplo, estuvo muy unido a Lodovico Cardi, alias Cigoli, el pintor florentino más importante entre los coetáneos de Galileo. De hecho, Cigoli incluso colaboró con su amigo en algunas observaciones astronómicas; llamaba a Galileo su “maestro" en el arte de la perspectiva y no dudo en proclamar su admiración hacia él cuando, en su última obra, los frescos de Santa Maria Maggiore, represento la ascensión de la virgen Maria sobre una Luna que era exactamente igual a la que Galileo había

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utilizado en una de sus ilustraciones de Siderius Nuncius, como ya vimos anteriormente. (Figura 14 y 15).

En Junio de 1612, Cigoli pidió a Galileo que le ayudara a luchar contra los que alegaban que la escultura era superior a la pintura. Por extraño que parezca, en la carta resultante de Galileo sobre la superioridad de la pintura podemos encontrar una clave de su rechazo frente a la astronomía kepleriana. Según Galileo, el problema de la escultura es que resulta demasiado parecida a las “cosas naturales”, a los objetos con los que comparte “la propiedad de la tridimensionalidad”.

figura 14

El pintor parece merecer mayor crédito por su obra precisamente porque solo dispone de dos dimensiones para crear la apariencia de tridimensionalidad. Porque, continúa diciendo Galileo, “cuanto más lejos de la cosa que se pretende imitar estén los medios para imitarla, más admirable será la imitación". Y para recalcar más esta idea, añade que solemos admirar a un músico cuando "nos hace sentir simpatía por un amante a base de representar sus sufrimientos y pasiones en forma de canción", pero no cuando el músico se

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limita a transmitir lamentos y sollozos; y aún admiraríamos todavía más al músico que no se sirviera de canción alguna, sino que únicamente utilizara instrumentos musicales para actuar sobre nuestras emociones.

figura 15 La idea de Galileo es que debemos adherirnos al "purismo crítico", debemos distinguir entre la representación y "su contenido". Se trata del mismo cuchillo afilado que empleo Galíleo para separar cantidad y calidad, ciencia y religión. Ponía objeciones a cualquier desdibujamiento de líneas fronterizas. Ésta es la razón por la que a Galileo no le gustaron absolutamente nada las alegorías fantásticas de Tasso (por ejemplo, en el poema Gerusalemme Líberata) y, sobre todo, por la que Galileo, como Cigoli, también se opuso a las distorsiones artísticas que a su juicio degradaban el medio de la pintura, como era el caso de las "ilustraciones trucadas". Galileo se mostró especialmente mordaz con el entonces muy admirado Giuseppe Arcimboldo, pintor de la corte de Rodolfo II (lo que ponía las cosas todavía peor), cuya especialidad era la personificación de conceptos o estaciones mediante disposiciones de utensilios o de frutos y flores (la figura 16 representa el verano). Este estilo, hoy día denominado manierismo, surgió como una tendencia "anticlásica" que, como Panofsky señala, representaba la oposición "a los ideales de racionalidad..., simplicidad y

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equilibrio", y en cambio se inclinaba a favor de "cierto gusto por lo irracional, lo fantástico, lo complejo y lo disonante".

Ahora bien, hay un elemento en particular que fue tan enfáticamente rechazado por el arte del alto Renacimiento (que Galileo adoraba) como favorecido por el manierismo (que Galileo aborrecía). Hablamos de la elipse. En pintura y escultura fue introducida como elemento significativo por Correggio y Gian Maria Falconetto, respectivamente; en arquitectura, Miguel Ángel jugueteó un poco con la idea en un diseño que hizo para la tumba del papa Julio II, pero tan sólo como elemento interior, totalmente invisible desde fuera. Tanto en el terreno de la música como en el de la pintura o la poesía, para Galileo era un deber sagrado luchar contra el manierismo, contra la complejidad innecesaria, contra la distorsión y el desequilibrio.

Y ahora ya podemos preguntarnos, como Panofsky, "si, como sabemos, la actitud científica de Galileo influyó sobre su juicio estético, ¿no podría ser que su actitud estética hubiera influido sobre sus teorías científicas?”. Mas concretamente, ¿no podría ser que “tanto en calidad de científico como de critico de arte estuviera acatando las mismas tendencias rectoras?”. Empezaremos viendo por que razón Galileo pensaba que Kepler estaba totalmente equivocado. Al nivel más obvio, los escritos de Kepler, entre los que citaremos Mysteriurn Cosmographicum y Harmonici Mundi, están tan plagados de ideas y materias distintas que resulta difícil ver qué hay de valioso bajo toda esa aparente fantasía. Las tres leyes del movimiento planetario de Kepler, sin las que Newton nunca hubiera conseguido nada, están enterradas bajo montañas de escombros de tal manera que incluso Newton tuvo dificultades para reconocer su deuda hacia ellas.

Pero aparte del carácter indigerible del estilo de Kepler a la hora de escribir, su estilo de pensar entronizaba de lleno al manierismo en el sistema solar a los ojos de Galileo. Según éste, según Aristóteles, y también según Copernico, todo movimiento celeste tenía que proceder en términos de la superposición de círculos, por ejemplo, en un epiciclo circular llevado a un deferente circular. El círculo y el movimiento uniforme a lo largo del círculo eran las marcas propias

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de la uniformidad, perfección y eternidad. Kepler en un principio también había pensado de esta manera, pero luego se dejó llevar por los datos, y en contra de sus mejores instintos, proclamó su primera ley: que los planetas se mueven describiendo elipses alrededor del Sol. Así pues, no se hallaban en lo que Galileo

consideraba

como

movimiento

“natural”,

sino

que

variaban

continuamente su velocidad mientras se movían.

figura 16

Para Galileo, que seguía completamente hechizado por la circularidad, la elipse era un círculo distorsionado -una forma indigna de los cuerpos celestes. Aceptar semejante aberración era dar la victoria a los Correggios y Arcimboldos de este mundo. Eso jamás. La primacía del círculo era para Galileo lo que yo he llamado uno de esos presupuestos temáticos irresistibles sin los que su imaginación científica no hubiera podido operar. Y no solamente en el cielo, sino también en la Tierra. Como señala el propio Galileo: “Todos los movimientos humanos o animales son circulares”. Correr, saltar, caminar, etc., son tan sólo movimientos secundarios que dependen de los primarios, de lo que tiene lugar en las articulaciones; “el salto o la carrera son producto del

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juego de la pierna con la rodilla y del muslo con la cadera, que son movimientos circulares”.

Al final, el encantamiento del círculo no logró socavar gravemente la cosmología de Galileo. Pero sí tuvo consecuencias nocivas para su física, porque le impidió darse cuenta de que el movimiento más natural es el rectilíneo y no el circular. En lugar de eso, Galileo mantenía, como puede comprobarse en el libro I del Dialogo, que la naturaleza permite el movimiento en línea recta sólo de vez en cuando y con la única finalidad de restablecer el orden. Una vez que el elemento en cuestión ocupa el lugar que le corresponde, "tiene que permanecer inmóvil o, si se mueve, hacerlo sólo de modo circular". Así pues, Galileo paso por alto la idea que constituye la mismísima base de la mecánica moderna y que ahora conocemos como la primera ley de Newton, es decir, que, en ausencia de fuerzas, todo cuerpo permanece en reposo o en movimiento rectilíneo uniforme. Es verdaderamente irónico que el honor del descubrimiento de este principio de inercia al final fuera a parar al ingles, a quien ningún esfuerzo de imaginación podría haberle hecho considerarse a si mismo admirador ni crítico de ninguna de las artes.

Hasta aquí hemos visto tres de las herramientas más importantes de la imaginación científica en acción. Tal vez ello nos ayude a desembarazarnos de esa noción tan común de la ciencia como proceso mecánico, casi irresistible, de inducción a partir de “hechos” Incontestables.

Los historiadores de la

ciencia y otros estudiosos de todas partes del mundo han tratado de reunir las piezas de esta realidad más compleja y caótica, pero más realista e interesante, para lo que no han dejado de adentrarse en cuestiones cada vez más difíciles de resolver a lo largo de los cuatro últimos siglos.

Pero deseo terminar con una nota de atención. Al final, desde luego no habremos “explicado” a Galileo ni a Fermi, corno tampoco a Mozart ni a Verdi. Nunca llegaremos a resolver del todo el enigma de cómo determinados científicos elegidos sientan las bases del estado venidero de la ciencia, de cómo es posible que nuestras mentes descubran el orden de las cosas. Sobre este punto, una vez más Albert Einstein tiene la última palabra: “Aquí estriba el

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sentido de la curiosidad, que crece de manera continua -precisamente a medida que aumenta el desarrollo del propio conocimiento”.

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