La Leyenda de Chimalma

La Leyenda de Chimalma Por: Ome Técpatl 1 En cualquier libro, monografía o consulta que hagas por Internet que hable de los Toltecas, querido lect

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La Leyenda de Chimalma

Por: Ome Técpatl

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En cualquier libro, monografía o consulta que hagas por Internet que hable de los Toltecas, querido lector, encontrarás con seguridad una referencia a Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl, sacerdote y rey de este pueblo que, por su trascendencia cultural, fue adorado y divinizado por los suyos y por la mayoría de los pueblos de la antigua Mesoamérica que le sucedieron, incluidos por supuesto los aztecas. Según cuenta la leyenda, Mixcóatl, afamado rey guerrero de Culhuacán, sedujo en sus correrías a una valerosa guerrera tlahuica llamada Chimalma, cuyo nombre significa “Mano-de-Escudo”, en parajes de lo que hoy es el Estado de Morelos. De esta unión nació Topiltzin en Michatlauhco, una poza cercana a lo que hoy es el pueblo de Amatlán, Mor. y lo hizo en medio de la tragedia: su madre murió de parto, mientras que su padre fue emboscado y asesinado por su propio primo, que usurpó el trono de los culhuas, quedando el niño bajo la tutela de sus abuelos maternos que vivían en el reino cuya capital era Xochicalco. He aquí la forma como se puede manifestar una leyenda en la realidad.

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1 01 El Culhua Un agudo lamento penetró el silencio mientras Tonatiú, despidiendo espléndidos chorros de deslumbrante fulgor, bajaba a su lecho vespertino atrás de las altas cumbres de la serranía de occidente arropado por tenues nubes que, cual fino tapiz de pluma, mudaban su color del amarillo brillante, pasando por el naranja, al rojo fuego, para terminar en un morado intenso. Reflejando como pulido espejo el majestuoso despliegue de color del diáfano cielo, el extenso lago se tendía cual soberbio manto de suave algodón, salpicado aquí y allá de isletas de rocas adornadas con plantas acuáticas y cúmulos de inquietas y ruidosas garzas, afanadas en pescar sus últimos bocadillos del día. Quejidos cada vez más frecuentes y angustiosos llenaron el ambiente. La noche caía despacio sobre Culhuacán, asentada en una pequeña elevación al pie del Citlaltépetl, en la zona oriental del valle de Anáhuac. La plaza principal de la ciudad se formaba de construcciones de fuerte pero tosca piedra, que contrastaban con el adobe, madera y palma de las modestas casas en los calpulli que le rodeaban. El tepancalli, que ocupaba todo el costado norte de la plaza, normalmente se veía animado por gran cantidad de personas a la hora del crepúsculo; pero no lo estaba en este nemontemi: la frenética actividad palaciega había sido substituida por una pesada indolencia de sus residentes, que rumiaban los temores propios de los días vacíos con los que el año llegaba a su fin, sin atreverse siquiera a encender antorchas, esperando que los dioses ignoraran su presencia y permitieran seguir el curso del tiempo. Un grito desgarrador conmovió los obscuros pasillos del palacio, sobresaltando a sus habitantes. La noche había cerrado por completo, y varias teas habían sido encendidas en los salones y corredores de palacio. La habitación principal era un extenso salón de pulidos pisos de granito y paredes decoradas con pieles de fieras nativas y tapices de exquisita plumería, donde un augusto personaje reposaba en un icpalli de madera fina con ribetes de oro, hábilmente tallados con el glifo de su nombre. Fumaba un acayetl de oloroso tabaco, frente a una terraza que dominaba una considerable extensión del lago y el crepúsculo. Se oyó el rumor de pies descalzos que acudían presurosos a una cámara vecina, mientras en el salón del trono, la aparente tranquilidad de Mixcóatl contrastaba con sus tormentosos pensamientos. Su campaña militar contra los aguerridos chichimecas corría riesgo de fracasar estrepitosamente, por el evidente desprecio de esos salvajes para con los designios de los dioses, a quienes no gustaría que tuviera que guerrear en esos días fatídicos; la forzada inmovilidad de sus tropas le exponía a un asalto sorpresivo de sus oponentes que convertiría su esperada victoria en aplastante derrota. Y por si fuera poco, se había visto obligado a abandonarlos, con evidente disgusto de sus capitanes, para regresar al lado de Ximalámatl, su favorita, ante el sobrio mensaje que le envió su calpixqui Ome Técpatl (dos pedernal). Se escuchó de pronto un chillido débil y entrecortado, incapaz de acallar las murmuraciones que le siguieron. Consultando la posición de las estrellas, Mixcóatl vio que ya había comenzado el día ce ácatl, uno caña. La flemática actitud del Tencuhtli comenzaba a descomponerse, cuando escuchó los leves golpes en el tecomalpilli, un tamborcillo de madera incrustado en el marco de la entrada, con los que su mayordomo pedía ser recibido. Apareció su mayordomo Ome Técpatl, 3

observando estrictamente la etiqueta establecida para estos casos, entró al salón moviéndose de lado con la espalda pegada a la pared hasta quedar enfrente del Tencuhtli, avanzando luego tres pasos para hacer el tlalcualiztli, el gesto de besar la tierra que era una muestra de respeto acostumbrada por los hombres del quinto sol, para inmediatamente proceder con su informe: -Tlatihuani, te traigo noticias. La cihuatencuhtli Ximalámatl ha dado a luz a un niño, que vive aunque parece de mala salud. Sin embargo ella no salió bien del parto. Según dice la tlacopatiani, la criatura venía atravesada, y viendo que no podía remediarlo, tuvo que decidirse a abrir el vientre de la madre para salvar al pequeño. Siento decírtelo, mi señor, pero parece que la reina morirá en poco tiempo. El rostro de Mixcóatl se había ido ensombreciendo mientras escuchaba a su calpixqui. Los malos augurios de estos días fatales se estaban cumpliendo, y los dioses reclamaban su tributo. Su pequeña y alegre Ximalámatl, con quien había compartido los mejores momentos de su vida, se hallaba a las puertas del Mictlán, el Reino de los Muertos, aunque le daba por fin un heredero, rompiendo el presagio de aquel tonalpouhque cuando ascendió al trono, de que moriría sin haber engendrado hijo varón, y que a la fecha significaba cinco niñas de tres concubinas distintas. Nieto del legendario Hueman Mixcoatzin, el caudillo político-militar que llevó a su harapiento pero belicoso pueblo de una existencia nómada miserable a conquistar y establecerse en los fértiles y hermosos valles del altiplano, Mixcóatl siguió extendiendo los dominios heredados de sus predecesores, obteniendo de los pueblos vencidos tributos que, por su cuantía y valor, estaban llevando a los culhua a convertirse en el imperio mas poderoso de estas tierras. Culhuacán, su capital, aunque grande en extensión era aún una ciudad bastante rústica, pero no tardaría en adquirir el esplendor que merecía la sede de tan vigoroso imperio. La reciente alianza que había pactado con los tlahuicas de Xochicalco, además de garantizar la seguridad de sus fronteras en el sur, le había proporcionado el talento necesario para construir un centro ceremonial que pudiera rivalizar con cualquiera, incluyendo a la mítica Tollán, la Ciudad de los Dioses. Pero sus sueños de grandeza se topaban con dos obstáculos. Primero, la llegada de esa numerosa y aguerrida turba de chichimecas, que penetrando por el lado norte del valle pretendían establecerse a orillas del lago, fundando un miserable caserío que pomposamente llamaban la ciudad de Atzcapotzalco, y que mas bien parecía un sucio hormiguero, como el nombre lo indica. Estos chichimecas habían conseguido resistir tercamente el asedio de sus huestes, pero la llegada de los guerreros que recién habían arrasado a los mazatzincas del valle de Tollocan venía a reforzar anímica y materialmente el cerco de Atzcapotzalco, para terminar con esa amenaza. Por otro lado, estaba la cuestión del heredero. Alto y fuerte desde joven, Mixcóatl había demostrado su valor e inteligencia para las artes de la guerra; esto le convirtió en el favorito del consejo de ancianos para suceder a su tío Tlicohuatzin como tencuhtli de los culhua, cuando éste sucumbió en una cobarde emboscada tendida por los otomíes en las cercanías de Cholollan. Matlacoatzin, su primo y heredero natural al trono, hombre irreverente y disoluto, nunca olvidó la afrenta, pero la mayor popularidad y destreza física de Mixcóatl habían mantenido sus rencores al nivel de pequeñas intrigas y rumores sin 4

importancia. Mas los años pasaban, y aunque ambos eran hombres de mediana edad, a Mixcóatl le preocupaba la falta de un heredero natural a quien adiestrar para que tomara su lugar a su muerte, y así continuar con su obra de conquista y engrandecimiento de su pueblo. Las meditaciones de Mixcóatl terminaron abruptamente cuando el acayetl, consumido en su totalidad, dejó caer su corazón de fuego en los dedos del monarca. Entonces se dio cuenta de que Ome Técpatl esperaba pacientemente sus órdenes. -Quiero verlos-, acotó secamente el monarca. Su calpixqui hizo una última reverencia, y salió de la estancia real sin dar la espalda al tencuhtli, adelantándose para preparar su visita. Mixcóatl se levantó de su silla arrojando al brasero los ardientes restos del acayetl, y se dirigió con paso firme a la cámara de su consorte, cruzando silenciosamente el austero pasillo de pulido y reluciente piso de madera hasta encontrarse con la pesada cortina de hermosa artesanía en pluma que ostentaba el pictograma de una pieza de ámatl, distintivo de su favorita. Apartando bruscamente la cortina, penetró resuelto en la antecámara de la cihuatencuhtli. Como era de esperarse, Ome Técpatl había hecho desalojar la espaciosa estancia de todos aquellos que no cumplían una función importante en esos momentos, por lo que Mixcóatl solamente encontró a la comadrona, mujer vieja y desdentada bañada en sangre y otros fluidos propios de su oficio, que temblaba como una hoja, y a una anodina muchachita de abultados senos que deformaban la caída de su tosco huipil, a quien reconoció como la sirvienta favorita de su consorte, y que cargaba un pequeño envoltorio; ambas mujeres esperaban al lado del voluminoso lecho de mantas de algodón, donde se perdía Ximalámatl. -Habla-, ordenó lacónicamente Mixcóatl a la comadrona. -Tlatihuani, te juro que he hecho lo mejor que he podido-, dijo la afligida mujer con voz vacilante y notorio espanto. -El niño venía en mala posición, y si no lo hubiera sacado, habría perdido a los dos. Mi señora la reina ha estado de acuerdo conmigo y accedió a salvarlo. Pero no puedo hacer más por ella... Mixcóatl levantó la mano silenciando a la mujer. La piedra del sacrificio era su destino, y ambos lo sabían; no importaba que su intención hubiera sido la mejor, ni que gracias a su destreza se salvara la criatura, aún inmolando a la madre por necesidad. Debía morir, porque a pesar de sus esfuerzos, o más bien gracias a ellos, se había obligado a seguir prodigando sus cuidados a Ximalámatl en el arduo camino al oscuro reino del Mictlán, formando parte de su séquito fúnebre. El tencuhtli volvió su mirada a la muchacha de los grandes senos. Esta de inmediato abrió el bulto mostrando su contenido: un par de pequeños ojos color castaño claro le miraban directamente al rostro con irreverencia, enmarcados en un delgado rostro de notoria palidez, coronado por una mata de pelo castaño perfectamente peinado hacia arriba y sujeto con un pequeño tlahuiztli de oro, recordando el estilo de los viejos guerreros culhuas. Un leve asentimiento de su señor bastó para que la joven descubriera al pequeño en su totalidad, mostrando su delgado cuerpecillo de apariencia frágil y delicada que se estremeció al sentir el cambio de temperatura, a pesar de que su rostro seguía mostrando una total ecuanimidad. Tenía la piel tan clara en el cuerpo como en el rostro, a excepción de una mancha obscura en la parte superior del vientre. El cordón umbilical había sido expertamente cortado y el 5

muñón firmemente atado con cabello. Pese a su débil semblante, todos sus miembros parecían completos y activos, y no se veía en él ningún rastro de sangre o alguna otra excreción. El bebé soportó la inspección sin una queja, llanto o movimiento que denotara incomodidad o disgusto, sereno e impasible como cabía de esperar en un miembro de la realeza, sin importar que hubiera llegado al mundo apenas unos cuantos minutos antes. Profundamente satisfecho y halagado por la vista del príncipe neonato, aunque sin modificar un ápice su austera expresión de máscara, Mixcóatl volvió a asentir para que se le cubriera, permitiendo tácitamente que su nana le siguiera atendiendo. Por su parte, Ximalámatl había asistido con interés al riguroso examen de su bebé, notando complacida que merecía la aprobación de Mixcóatl. A pesar de la debilidad que invadía inexorablemente su ser, se esforzó por sonreír a su amado cuando éste, con mal disimulado orgullo de padre primerizo, fijó en ella su enigmática mirada. Hija de Iztacóyotzin, el Señor Coyote Blanco, a la sazón tencuhtli de Xochicalco, Ximalámatl era una jovencita de tez clara y grandes ojos color miel, rostro afilado y bellas facciones que dejaban ver su herencia ben’zaa, la gente nube que ellos llamaban los tzapotécatl, complementado con un cuerpo delgado y grácil pero fuerte y atlético que halagaba a sus antepasados náhuatl, aunque pequeña de estatura para desagrado de ambas razas. Su pálida piel y su pequeña estatura le habían valido su nombre: pedacito de papel amate. Por insistencia de su padre, a pesar de ser mujer había tenido que estudiar pictogramas históricos en la tlamatizcalli, la casa de la sabiduría; aprender tejido y bordado en la tequipancalli, la casa de los oficios; urbanidad y buenas maneras en la yelizcalli, la casa del comportamiento, y mitología en el teomachcalli, la casa del estudio de los dioses. Como muestra de beneplácito por la alianza entre Xochicalco y Culhuacán, Iztacoyotzin la había ofrecido a Mixcóatl en matrimonio. A la cihuapilli no le agradó el arreglo, especialmente por el talante serio y grave de su consorte, que parecía una estatua de piedra con el entendimiento apenas necesario para derribar a un adversario en combate, además de que el monarca culhua andaría por arriba de los treinta años, mientras que ella apenas llegaba a los quince. Por su parte Mixcóatl, que veía a la princesita como una adolescente de rostro angelical pero carente de cualquier otro atractivo, la aceptó como a un presente más, llevándola con él a su tepancalli, y la relegó al olvido en las habitaciones de sus otras concubinas. Pasaron varios meses, y un día que Mixcóatl por casualidad salió a la terraza del salón del trono, vio a la lozana cihuatencuhtli, ataviada con un breve huipil y una corta falda, tomando el sol en los amplios y perfumados jardines del palacio. La belleza y sensualidad de la joven atrajeron poderosamente su atención, despertando en él un curioso sentimiento mezcla de ternura y pasión. Por medio de Ome Técpatl la mandó llamar a sus habitaciones, sintiendo una combinación de ansiedad y remordimiento que hacían intolerable la espera. Ximalámatl por su parte, sorprendida por el súbito llamado del rey, se presentó ante él llena de incertidumbre, pero fue recibida con ternura y amabilidad, lo que tranquilizó su espíritu e hizo más fácil su visita. 6

A partir de ese día, las vidas de ambos cambiaron. Mixcóatl se encontró con que su joven esposa, además de ser atrevida e ingeniosa para el sexo, por su educación y buen talante era una amena compañía, chispeante y alegre en su conversación. Y Ximalámatl descubrió con sorpresa que las estatuas también son capaces de tiernos sentimientos y delicadas atenciones, aprendiendo que se necesita algo más que saber matar adversarios para llegar a rey. La confirmación del embarazo de Ximalámatl fue para ambos el ápice de su felicidad conyugal. Pero también fue el inicio de una serie de acontecimientos que ensombrecieron su alegría. Primero la campaña contra los mazatzincas, y luego la llegada de los aguerridos atzcapotzalcas al valle, mantuvieron a Mixcóatl lejos de su amada por largos meses. Mientras tanto, Ximalámatl sufría los rigores de una gestación complicada por su corta edad y menuda constitución física, además de tener que sufrir el desprecio y los celos de las otras esposas y concubinas del monarca. Para colmo, todo apuntaba a que el alumbramiento tendría lugar a fin de año, con muchas posibilidades de caer en los días vacíos. Para el día Matlacyei Malinalli, trece-hierba, el nacimiento era inminente. Ome Técpatl tuvo que acudir en persona a casa de la comadrona, y traerla a punta de lanza al palacio para que atendiera a Ximalámatl. Presa de terror religioso la anciana mujer auscultó a la cihuatencuhtli, y con gran preocupación anunció al mayordomo que la criatura venía en mala posición, lo que iba a ser fatal para ambos. Evidentemente, los dioses se habían ofendido y condenado a muerte a la reina niña, todo por no haber tenido la elemental precaución de usar una máscara de hoja de maguey, como debe hacer toda mujer que llega en tiempo de parto a los nemontemtin. Ante esta noticia, Ome Técpatl decidió enviar un escueto mensaje a Mixcóatl, informándole de la cercanía del nacimiento y requiriendo su presencia, pero sin mencionar el diagnóstico de la comadrona. Así había comenzado el drama que ahora, ya bien entrada la noche, se acercaba rápidamente a su final. La alegría de Mixcóatl por el bebé se esfumó en cuanto volvió su vista al patético montón de mantas. Un gesto que pretendía ser una sonrisa asomó a las demacradas facciones de Ximalámatl. Un sudor frío y pegajoso le cubría la cara y el pelo, evidenciando el dolor que sufría en sus entrañas. El rey asintió en dirección a su calpixqui, y éste se apresuró a sacar a las mujeres de la habitación. Cuando estuvieron solos, Mixcóatl se arrodilló junto al lecho y buscó la mano de Ximalámatl, encontrándola floja y fría. -Amor mío...-, alcanzó a decir antes de que la pena le atragantara las palabras. -¿Qué te parece nuestro Topilli? – susurró ella con otro vestigio de sonrisa. -¿Topilli? – contestó él sin poder reprimir la risa. -¿Iguana? -No, tonto. ¿No ves que es como una cuija de las tierras calientes? Pequeñito, pálido y delgado. -Si, ya me lo imagino. Topiltzin, El Gran Señor Cuija, monarca absoluto del Gran Imperio de Culhuacán, dirigiéndose a sus súbditos con un lenguaje de chasquidos y besuqueos. Ambos rieron quedamente la broma, hasta que una nueva oleada de dolor tensó las facciones de Ximalámatl.

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-Sabes que me estoy muriendo–. Esta vez el susurro fue tan débil, que Mixcóatl tuvo que acercar su oído a los labios de su amada. No era una pregunta, sino una afirmación. -Cuídalo mucho. Nahui Quiáhuitl te ayudará. Adiós... mi amor. La reina cerró los ojos con un nuevo estremecimiento, y la vida le abandonó. Una lágrima surcó el rostro de Mixcóatl, que permaneció por varios minutos arrodillado junto al lecho, acariciando suavemente el rostro de su amada. Súbitamente, un tumulto de gritos y golpes se escuchó en el pasillo, por fuera de la cámara de la reina. Levantándose ágilmente, el rey se acercó al gran brasero que daba calor a la habitación, empuñando el removedor de cenizas de cobre en el momento en que Ome Técpatl irrumpía violentamente en la habitación al frente de una turba de guerreros. El disgusto reflejado en los ojos del fiel calpixqui no podía traducirse en palabras a causa de la flecha que le atravesaba la garganta; y su brazo, cercenado limpiamente con una maquiáhuitl, era incapaz de defender a su amado tlatihuani. Un nuevo golpe de la macana con filos de obsidiana aplastó su cráneo antes de que sus restos fueran violentamente arrojados a los pies del tencuhtli, derrumbando a su paso el brasero que comenzó a incendiar el lecho de la reina. La habitación fue mudo testigo de la feroz batalla que siguió. El removedor de cobre alcanzó a herir mortalmente a tres guerreros, incapacitando para la lucha a otros dos, mientras múltiples golpes de maquiáhuitl lastimaban, cercenaban, machacaban los miembros del rey, hasta que al fin un certero golpe lanzó su cuerpo mutilado hacia atrás, yendo a caer en la improvisada pira fúnebre de su mujer. Así fue que el fuego, que todo lo purifica, permitió que la sangre de Mixcóatl se mezclara con la de Ximalámatl, preservando así su amor para la eternidad. 1 02 La princesa y la esclava Nahui Quiáhuitl no pudo reprimir por más tiempo el llanto. Apenas hubo cruzado la cortina que cerraba la cámara de Ximalámatl con Ome Técpatl pisándole los talones, tuvo que recargarse en la pared para no caer. Muchacha de piel obscura, con facciones negroides y cuerpo curvilíneo de abultados senos al estilo de los ulmécatl, los habitantes de las orillas del gran mar, espigada y desenvuelta, apenas dos años mayor que Ximalámatl, Nahui fue puesta a su servicio por el rey Iztacoyotzin de Xochicalco, poco antes de sus esponsales con Mixcóatl, por lo que tuvo que acompañar a la princesa a su nuevo hogar en Culhuacán. Pero su pena por haber sido tan bruscamente separada de los suyos, y su ansiedad por encontrarse en un lugar desconocido, rápidamente se evaporaron gracias al encanto de la joven reina, que más que una esclava a su servicio trataba a Nahui como a una entrañable amiga, ganándose de inmediato no sólo su lealtad, sino también su corazón. En un paseo por el lago en el acalli real, Nahui se fijó por primera vez en Chicome Atl, un joven de ancho torso y poderosos brazos, aunque no muy agraciado de facciones ni dotado de mucha inteligencia, Chicome era el hijo mayor de Ome Técpatl, empleado por el calpixqui como remero del monarca para mantenerlo lejos del campo de batalla, aunque eso le causaba el desprecio de sus amigos y la 8

indiferencia de las mujeres. Ambos jóvenes intercambiaron miradas, y al final del paseo el mozo encontró el momento para invitar a la chica a encontrarse con él en los jardines; ella accedió encantada, a pesar de que iba contra las normas de educación de los culhuas, que prohibían que dos jóvenes como ellos se vieran a solas. Luego de algunas citas clandestinas, Chicome Atl contó a su padre de su amor por la doncella de la joven reina, rogándole que intercediera para poder casarse con ella. Al calpixqui no le agradó la idea, porque sabía que esa muchacha era una esclava, y él confiaba que su hijo podía desposarse con alguna cortesana de cierta alcurnia, gracias al prestigio del hombre de mas confianza del rey en los asuntos domésticos; pero ante la insistencia del joven, Ome Técpatl accedió a hablar con Ximalámatl del asunto, confiando que ella no consentiría esa relación. Grande fue su sorpresa al darse cuenta de que la cihuatencuhtli no sólo estaba al tanto de los encuentros furtivos de su sirvienta, sino que había alentado a su hijo para que hablara con él, prometiéndole dar a Nahui no sólo la libertad, sino una dote considerable para que pudieran casarse. Ome Técpatl tuvo que aceptar lo inevitable. La boda de Chicome y Nahui fue todo un acontecimiento, porque Mixcóatl consintió en que la ceremonia se celebrara en los magníficos jardines del tepancalli, obsequiando a los novios con magníficos presentes, en atención a su fiel mayordomo. Ximalámatl estaba encantada con la felicidad de su amiga y confidente, y participó en la fiesta como cualquier cortesana ante el asombro de los asistentes, que nunca esperaron ver a una consorte real bailando despreocupadamente en los jardines con las demás muchachas. Unos días después de que Ximalámatl se convirtiera en la favorita del rey, Nahui descubrió que esperaba un bebé, lo que le obligó a retirarse del servicio de la cihuatencuhtli. Pero no de su compañía, porque al poco tiempo ésta también resultó embarazada. Así, las dos jóvenes llevaron juntas tanto las penurias como las esperanzas propias de su estado, dándose ánimos mutuamente y compartiendo sus ilusiones. En una ocasión, ambas mujeres decidieron consultar al tonalpouhque. A Nahui le dijo que su criatura nacería en una fecha muy favorable, por lo que esperaba que llegaría a tener una vida sana, larga y placentera. Pero el agorero le dijo a Ximalámatl que su retoño vendría al mundo en un nemontemi, y que su llegada se acompañaría de una gran tragedia que marcaría a la criatura por el resto de su vida, aunque le veía destinado a grandes cosas que trascenderían en las gavillas de años por venir. Finalmente llegó el día para Nahui. Una fría mañana invernal, en la que toda la rivera del lago lucía una gruesa capa de escarcha, brillante a la luz del amanecer, trajo al mundo a una robusta y saludable niña, a quien correspondió el nombre calendárico de Chicueyi Tochtli, Ocho-Conejo, pero que pronto fue conocida como Quetzalli. Los días pasaron; el fin del año se acercaba, y con él los temidos “días vacíos”. El médico de la corte y la tlacopatiani estaban cada día más nerviosos, y cuando llegó la víspera del primer nemontemi el tícitl, rehuyendo claramente su responsabilidades, anunció que se iba en peregrinación a Mixquic, en la parte sur del valle, a visitar a unos parientes. Cuando Mixcóatl se enteró de su fuga, ordenó 9

que lo prendieran y fuera sacrificado a Tezcatlilpoca en la fiesta de fin de año que se celebraba en aquella ciudad, para pedir la protección del dios en los días aciagos. La tlacopatiani, por su parte, comprendió que tendría que arreglarse sola. Con gran previsión se había procurado una máscara de penca de maguey, que había tallado y decorado tan ricamente como su talento y sus posibilidades se lo permitían, para que la joven reina la usara durante los nemontemtin, distrayendo así la mirada de los dioses para evitar el alumbramiento en esos días; y si no se conseguía evitar, cuando menos trataría de alejar los malos augurios tanto de la madre como del hijo. Ximalámatl recibió el presente con cortesía y afabilidad, pero sin dar mucho crédito al presagio, dejando de lado la máscara. Toda precaución fue en vano, ya que en el amanecer del penúltimo nemontemi se presentó en su casa con inusual alboroto el calpixqui real en persona, acompañado de fuerte escolta, para llevarla al lado de la cihuatencuhtli, que ya había comenzado con su trabajo de parto. Cuando la comadrona llegó a las habitaciones de la reina, la encontró sorprendentemente tranquila y de buen humor, a pesar de que sus constantes dolores distorsionaban su rostro y crispaban sus miembros. Por un momento pensó que podría ser un parto fácil a pesar de los augurios, pero al auscultarla notó que el bebé venía atravesado. Sus intentos por enderezarlo no tuvieron éxito, y finalmente tuvo que enterar a Ximalámatl del problema: la criatura no podía nacer normalmente, y a menos de que se le sacara del vientre materno, moriría en poco tiempo; en cuanto a ella, sus posibilidades de sobrevivir eran escasas independientemente de la suerte del bebé. Eso facilitó la decisión: salvarían al pequeño. Nahui asistió a la tlacopatiani en la delicada operación, esforzándose por controlar las náuseas que le provocaban la sangre y los tejidos machacados, tratando al mismo tiempo de animar a su amiga, quien apretaba fuertemente los dientes para soportar el dolor mientras gruesas gotas de sudor surcaban su cara. Un grito desgarrador, seguido al poco tiempo de un débil chillido, anunciaron el alumbramiento. Era un bebé pequeño y delgado, y debajo de la capa de sangre y otros líquidos se podía ver que su piel era de un color inusualmente pálido. Su carita demacrada, sus ojos grandes y saltones, con enormes pupilas de color miel, su escaso cabello de color cobrizo y su silencio repentino le daban tal expresión de aplomo y seguridad, que la vieja comadrona pensó que, como en la leyenda de Ehécatl, el niño convertido en dios se levantaría en cualquier momento para acabar, a punta de lanza, con la miserable vida de todos los que le rodeaban. -Es... es...-, balbució espantada la comadrona. “Es un engendro”, pensó para sí mientras lo entregaba a Nahui, que recibió al pequeño y de inmediato se dedicó a atenderlo. Cortó el cordón umbilical y se lo dio al calpixqui para que lo enterrara en algún campo de batalla como dictaba la tradición, anudando luego el muñón con cabellos de su madre. -Es un hermoso niño, mi señora- completó Nahui alegremente, mientras lo sumergía en la tinaja de agua fría que por costumbre le estaba especialmente destinada. El niño lloró, aunque no con la fuerza que cabía esperar. -Tiene todos sus miembros completos y con movimiento- añadió. -Quiero verlo- susurró la reina. –Enséñamelo, Nahui. 10

-Dame un momento, mi señora- contestó la doncella, que había terminado de asearlo y se disponía a peinarlo usando el tlahuiztli de oro, la insignia real de su pueblo, que la cihuatencuhtli le había señalado pocos días antes. -“Aquí lo tienes, amor mío. Tu heredero.”- pensó Ximalámatl mientras una débil sonrisa cruzaba su rostro. -Mi querido Topilli, mi pequeño- dijo Ximalámatl con un hilo de voz, cuando Nahui lo puso a su lado. Le acarició la mejilla mientras el bebé la miraba con los ojos muy abiertos. Parecía darse cuenta del dolor de su madre, y con algún esfuerzo levantó su manita para rozar sus dedos, en un gesto que aunque casual, aparentaba consuelo. -Nahui, tendrás que hacerte cargo de él. Sé que lo amarás y cuidarás como yo lo haría- dijo devolviéndoselo con los ojos rasados de lágrimas, al tiempo que el tencuhtli entraba a la habitación. Profundamente conmovida por las palabras de Ximalámatl, Nahui sintió en la piel el terror de la vieja tlacopatiani, que vio su propia muerte en la mirada del rey al darle parte de lo ocurrido; y cuando los fieros ojos de éste se posaron en ella, le pareció que el mundo se le venía encima, aunque tuvo la entereza suficiente para descubrir al bebé sin temblar. El monarca asintió satisfecho cuando vio que su heredero estaba más que presentable y eso la tranquilizó un poco; pero no dejó de percatarse de la desazón de su señor al ver a la cihuatencuhtli. En ese momento el calpixqui las hizo salir de la habitación, alcanzando apenas a dirigir una última mirada de despedida a su señora, quien le correspondió con un débil guiño. Una vez afuera de la cámara, la tristeza comenzaba a abrumar a Nahui, pero el sentido práctico de su suegro no se lo permitiría. -Ve a tus habitaciones-, le dijo. -Prepárate para los funerales de tu ama, y atiende al niño, por si el tencuhtli decide hacer su tecuaquiliztli al amanecer. Haciendo acopio de fuerzas, la muchacha se encaminó a su cuarto, mientras el calpixqui se llevaba a la tlacopatiani en dirección contraria. Apenas dio vuelta al pasillo, escuchó un tumulto de gente que corría y gritaba al otro lado de las habitaciones de la reina. Conociendo la tranquila y silenciosa rutina en esta sección del palacio, el inusual escándalo espoleó su curiosidad, por lo que con mucho cuidado se asomó por la esquina del pasillo. Lo que vio le impactó profundamente: Ome Técpatl, visiblemente malherido, era llevado en andas a la cámara de Ximalámatl por una turba de encopetados guerreros culhua. En cuanto el grupo entró en los aposentos, estalló el rugido de una lucha desigual, en la que el noble Mixcoatzin era cobardemente asesinado por los esbirros del príncipe Matlacoatzin. Paralizada por el horror de la situación, Nahui no reaccionó hasta que los asesinos sobrevivientes salieron en tropel, envueltos en una espesa nube de humo negro. Entonces se levantó y corrió con todas sus fuerzas hasta llegar a sus habitaciones. Apenas había cruzado el umbral de la estancia cuando sintió que una mano le asía con fuerza del brazo, empujándola contra la pared del recinto; quiso gritar, pero no pudo articular sonido alguno, ya que una tela apretaba firmemente su boca. El terror y la ansiedad que sentía hicieron crisis en ella, y comenzó a tirar golpes desesperados, hasta que fue inmovilizada por su presunto atacante, que acercó su 11

rostro a escasos centímetros del suyo. Hasta ese momento pudo reconocer a Chicome Atl en la penumbra del cuarto, que le hacía frenéticas señales para que se calmara y silenciara al bebé, que había comenzado a llorar por las violentas sacudidas que sufría. Asintió débilmente, y la presión en su cuerpo y en su boca cedieron. Descubrió al pequeño príncipe y le sonrió acariciándole la mejilla. El bebé calló y fijó sus ojos atentos en ella, con ese enigmático aplomo que en su breve vida era su característica más notoria. -¿Que pasa?- le preguntó Chicome Atl en un susurro. -El tencuhtli... tu padre... esos guerreros- contestó Nahui con voz temblorosa. -¿Que dices? No te entiendo. -¡Los mataron! -¿Quién? ¿A quiénes? ¿De qué hablas? -Unos guerreros entraron al palacio. Hirieron a Ome Técpatl, y entraron a la cámara de mi señora. ¡Los mataron!- gritó histérica la muchacha. -¡Cálmate, Nahui! Así no vas a lograr nada. ¿Dices que mi padre.. le asesinaron? Y ¿A Mixcoatzin?- preguntó incrédulo Chicome. -Si... El joven quedó en silencio, meditando. Había visto una escolta de guerreros forzar la entrada poco antes, amenazando a la guarnición del tepancalli. Exigían ver de inmediato al rey para informarle de las nuevas en el frente, pero su actitud era excesivamente belicosa, lo que le hizo sospechar. Al ver que la tropa se dirigía a los aposentos reales sin respetar los protocolos establecidos, se convenció de que no era una situación normal, por lo que decidió ir directo a su cuarto a buscar su maquiáhuitl y su átlatl. Ruidos de batalla procedentes del exterior llamaron su atención, por lo que se asomó a la ventana del dormitorio; no había lucha en los jardines, pero vio grandes llamas y una espesa humareda que salían de las ventanas de los aposentos de la cihuatencuhtli, lo que le hizo temer por la seguridad de su mujer y de su padre. Se disponía a salir corriendo hacia aquella sección del palacio cuando escuchó pasos que se acercaban. Aprovechando la oscuridad se apostó junto a la entrada, dispuesto a lanzar un golpe con su macana, cuando reconoció a Nahui que irrumpía en la estancia, totalmente descompuesta. Ella había confirmado sus peores sospechas. Se trataba llanamente de un cuartelazo, y su padre ya había sido víctima de él; con seguridad, seguiría una matanza para acabar con todos los allegados al monarca asesinado, en especial sus mujeres e hijos... uno de los cuales, el único varón por cierto, acababa de entrar al cuarto en los brazos de Nahui. El peligro era inminente. -Nahui, tenemos que irnos-, dijo Chicome a su mujer, sacudiéndola con brusquedad para tratar de hacerla reaccionar. -Nos buscarán para matarnos. Y en especial a él. La muchacha miró al bebé con ojos vidriosos, pero no reaccionó. -Escúchame-, insistió él. –De seguro ya vienen. Dame al niño y ocúpate de Quetzalli. Agarra pronto lo más necesario y vámonos. -Está bien- contestó Nahui despertando de su letargo. Le entregó al bebé y corrió al dormitorio para hacer un itácatl con un par de mantas, un poco de polvo de atolli y algunos cacharros; tomó el saquito donde guardaban sus semillas de cacao y la 12

cajita con sus joyas, y terminó sacando a la niña de su cuna, echándosela a la espalda y sujetándola con su rebozo. –Estoy lista. Chicome, que vigilaba el pasillo, le hizo señas de que se callara. -Ya vienen- susurró acercándose a ella. –No podemos salir por ahí. Tendrá que ser por la ventana. Regresaron al dormitorio y se acercaron cautelosamente a la ventana. Los jardines seguían desiertos, pero las llamas, que ya abarcaban toda el ala contigua de palacio, los iluminaban como si fuera día de fiesta. -Vamos. Tendremos que arriesgarnos-, dijo él. -Espera, deja que te acomode a Topilli- contestó Nahui envolviendo al bebé en otro payotl. -¿A quién? ¿Topilli?-. Chicome no pudo ocultar una sonrisa. -Luego te cuento-. Nahui también sonreía mientras ataba al príncipe a la espalda de su marido. Después de asegurarse que no hubiera nadie a la vista en el jardín, ambos se deslizaron al exterior por la ventana, que distaba unos cinco codos del suelo. Escucharon voces provenientes de sus habitaciones, y Chicome tuvo que detener a su mujer para que se quedara pegada al muro y no saliera corriendo a través del jardín, lo que hubiera delatado su presencia. Un guerrero asomó por la ventana y recorrió el parque con la mirada en busca de fugitivos, sin percatarse de quienes estaban justo debajo de él; rápidamente regresó al interior, ya que el fuego comenzaba a invadir esa parte de la construcción. Chicome y Nahui corrieron pegados al muro en dirección contraria al incendio, y al doblar la esquina la oscuridad de la noche los envolvió, permitiéndoles cruzar el prado hacia el límite del palacio, rodeado por un murete de escasos dos codos de altura, que saltaron fácilmente. Una vez en el exterior, se dirigieron hacia el lago, a una larga carrera de distancia. Como era de esperar, el embarcadero real estaba fuertemente custodiado por guerreros, por lo que se acercaron a los pilotes del tianquiz. Ocultos tras los pilares del portal que daba acceso a esa parte de la ciudad, esperaron varios minutos hasta estar seguros de que no hubiera nadie a la vista. Después de todo, era poco antes del alba de un nemontemi; una persona sensata no se arriesgaría sin motivo a encontrarse con un chaneque. Y menos durante una asonada. -Iré yo primero-, dijo Chicome. –Si encuentro un acalli te aviso con un silbido. -Ten cuidado, puede haber guerreros que estén buscando al niño. -Tienes razón-, contestó desanudando el rebozo y entregando el bebé a su mujer. -Lleva tú a los niños. Si me detienen, diré que voy a pescar, y entonces deberás encontrarme en la caleta del peñón. -Está bien. Chicome tomo el itacate y su maquiáhuitl, salió del portal y se dirigió al amarradero con aire despreocupado, aunque por dentro sentía que las piernas le temblaban. Cuando iba a medio camino, notó un movimiento en las sombras que le hizo estremecerse, pero no había vuelta atrás, por lo que siguió andando sin pausa. Unos metros mas adelante, escuchó unos gruñidos y empuñó su espadón; sintió un roce en la pierna y estaba listo para soltar el golpe, cuando se percató que se trataba de un itzcuintli, que se había acercado a él mas curioso que amenazador. 13

Seguramente estaba buscando algo que comer, porque cuando Chicome se agachó a acariciarlo, más que nada para recuperar su tranquilidad, el perrito le lamió las manos y olisqueó el atado con aprensión. Conciente de la premura del momento, Chicome dejó al animalito y siguió su camino. Al llegar al primer pilote, se encontró con tres canoas amarradas; sin pérdida de tiempo se acercó a revisarlas, escogiendo la segunda, ya que su dueño había dejado escondido el remo en el interior. Saltó a bordo, se instaló en el banco y silbó imitando una garceta, que el itzcuintli contestó con un ladrido juguetón. El perro caracoleaba en el malecón tratando de llamar su atención, y el mozo no tuvo más remedio que invitarlo a subir para tranquilizarlo a bordo. Estaba desamarrando el acalli cuando escuchó que Nahui se acercaba. -Aquí -le dijo en voz baja. -Pronto, ayúdame a subir. Creo que alguien viene -contestó la muchacha. Chicome se enderezó y le dio el brazo para que abordara la barcaza. Nahui saltó a bordo y se acomodó en un banco, mientras su marido empuñaba el remo. Empujó la nave con destreza y con un par de vigorosas paladas la retiró del embarcadero, para enseguida enfilarse aguas adentro con un mínimo de ruido. Alcanzaron a percibir pasos en el muelle, pero no se escuchaban apresurados, y nadie dio la voz de alarma. Unos segundos después, Nahui lanzó un grito y exclamó: -¡Chicome, hay alguien a bordo! -Cálmate, Nahui. No hay nadie. -Algo acaba de rozar mi espalda -contestó ella levantándose con vehemencia; el acalli se balanceó peligrosamente. -¡Siéntate, mujer! -le espetó Chicome, agarrándola de un brazo y jalándola bruscamente hacia su banco. -¡Vas a volcarnos! La agitación despertó a los dos bebés, que empezaron a llorar al unísono. -¡Pero ahí hay alguien! -insistió Nahui, que ya trataba de levantarse otra vez. -¡Quieta! -ordenó Chicome y ella se desplomó de nuevo en su asiento. –Es un itzcuintli, no te hará daño. Cálmate y controla a los niños, que todavía nos pueden escuchar desde el embarcadero. El animalito, que había corrido a refugiarse bajo otro banco al ver la reacción de Nahui, volvió a asomarse en cuanto sintió que ella se tranquilizaba y se acercó con cautela, pero sin poder reprimir su curiosidad. ¡Un perro aquí! -murmuró Nahui, descubriendo al pequeño pipiltzin. Le puso el dedo en la boca y el bebé trató de chuparlo, por lo que se levantó el huipil y se lo acercó al seno, que aquél recibió de inmediato, en lo que era el primer alimento de su corta vida. Luego desanudó con dificultad el otro payotl liberando a Quetzalli, que al sentir el aire fresco en la cara dejó de llorar, y se la acercó al otro seno. -Ahora sí que estás ocupada-, observó Chicome, jadeando por el esfuerzo. -¡Qué gracioso!-, contestó ella enfadada. –Tengo frío... Chicome dejó de remar y buscó en el itácatl un ayate, que puso en los hombros de su mujer. Se enderezó y se quedo mirando atónito a lo lejos. -Gracias, mi señor-. Nahui se arrellanó en la manta y siguió dedicando su atención a los bebés. Tardó un rato en darse cuenta de que su marido no se movía, y al fin le preguntó: -¿Qué te pasa? -Mira hacia allá. 14

Desde donde se encontraban, a mitad del lago, se alcanzaba a ver el tepancalli consumiéndose por las llamas, que ya se habían extendido a toda la construcción, y a varios árboles cercanos. El gran teocalli y la explanada que le rodeaba, completamente iluminados por el fuego, parecían ser escenario de una encarnizada batalla, aunque en realidad eran el marco de las danzas de celebración de las tropas leales al traidor, que se alzaban con el dominio total de la ciudad sin encontrar resistencia. Los jóvenes fugitivos se miraron, y entonces comprendieron la magnitud de la tragedia que estaban viviendo. Con el ánimo deshecho, se abrazaron y lloraron su pérdida. 1 03 Amanecer en Chalco Aprovechando las primeras luces del amanecer, Chicome Atl acercó el acalli a la orilla arenosa, en el extremo sudoriental del extenso lago. Cruzando las aguas desde Culhuacán, el punto de destino más lógico hacia el sur era Mixquic, originalmente un pequeño pueblo ribereño fundado por pescadores y recolectores de escamoles, pero que a la sazón tenía uno de los más importantes templos dedicado al dios Ehécatl en toda la cuenca del lago, solamente detrás del templo mayor de Culhuacán, y que fue levantado pocos años antes para celebrar el ascenso al trono de Mixcóatl. Gracias al interés del monarca, esta población había crecido en importancia, llegando a ser por sus copiosos manantiales de agua dulce el asiento favorito para las casas de recreo de los nobles culhuas, dotadas con ingeniosos sistemas hidráulicos que les permitían contar con agua en abundancia para los temazcaltin y para cultivar hermosos jardines. Pero su bonanza también atrajo la envidia de los poblados vecinos. Uno de ellos era Xochimilco, considerado el vergel del valle por su inagotable producción de plantas de ornato y flores, que era posible gracias a la intrincada red de canales construidos por sus habitantes, combinados con las chinampas, isletas flotantes en las aguas del lago elaboradas con juncos y lirios entretejidos que, rellenas de tierra y abonadas con restos orgánicos, les permitían cultivar con eficiencia y alta productividad gran variedad de especies vegetales en cualquier época del año. También estaba Tlalpan, un incipiente poblado algo retirado de la cuenca lacustre, que debía su existencia a un reciente asentamiento de artesanos dedicados a la elaboración de la tosca pero colorida cerámica de barro cocido que estaba de moda en la mayoría de los hogares de la metrópolis. Conociendo esta situación, Chicome imaginó que era un riesgo innecesario llegar a Mixquic, blanco seguro de las intrigas de Matlacoatzin, en su afán por destruir cualquier cosa relacionada con su antiguo enemigo. Decidió que su mejor posibilidad era la más lejana, por lo que se dirigió a Chalco, una población situada en una importante encrucijada de caminos que controlaba el acceso al valle por su lado oriental, y que les permitiría seguir su viaje hacia el sur, en caso de que encontraran conveniente ir a la tierra de su mujer, o al oriente, hacia Cholollan o a las tierras calientes de los ulmécatl, junto al gran mar. Pero el trayecto hacia aquella población era largo y azaroso, en especial por la gran cantidad de bajíos y zonas pantanosas que había en esa parte del lago, complicado 15

por la oscuridad reinante, que solamente a ratos era tenuemente iluminada por una débil luna creciente en medio de un cielo nuboso. Afortunadamente para ellos, Chicome era un remero experimentado y conocía bien ese sector, por lo que pudo sortear los peligros con un mínimo de riesgo. Nahui por su parte había logrado dormir a los dos bebés después de amamantarlos, y los acomodó en el fondo del acalli, arrellanándose en su banco para tratar a su vez de descansar un poco; pero todavía estaba muy impresionada por los sucesos recientes, y no lograba conciliar el sueño. El pequeño itzcuintli, decidido a ganarse el cariño de sus compañeros de viaje, se acercó a la muchacha y se acurrucó junto a sus pies. Ella, al sentir el contacto de su piel, le hizo una caricia en el lomo, que el animalito correspondió lamiéndole la mano. El frío era mas intenso conforme se acercaba el amanecer, y una capa de niebla comenzó a levantarse en la superficie del lago. Chicome gruñó satisfecho, ya que la bruma señalaba los bajíos con claridad a su ojo experto, facilitándole el trayecto. Finalmente consiguió distinguir unas débiles luces en la oscuridad reinante: eran las antorchas del templo mayor de Chalco. Las luces se encontraban un poco al sur de su posición, que era exactamente lo que se había propuesto, ya que prefería desembarcar en despoblado que hacerlo en los atracaderos de la explanada del templo, donde seguramente levantarían sospechas innecesarias. Por otro lado, en el calpulli situado más al norte de Chalco vivía un hermano de su padre, a quien había pensado acudir en busca de refugio y alimento, porque en un nemontemi las posadas del camino raramente recibían huéspedes, desconfiando de cualquier viajero que acudiera a su puerta pensando que les traería malos augurios. Siguió remando hacia un pequeño promontorio que se dibujaba tenuemente frente a ellos, hasta que sintió el roce de la arena en el fondo del acalli. Entonces brincó por la borda y empujó la embarcación hacia tierra firme. Como lo esperaba, en esta zona el suelo era compacto y no pantanoso como en otros lugares, lo que facilitaría el desembarco. Una vez que aseguró el lanchón, regresó a bordo para ayudar a su mujer a bajar. Nahui roncaba suavemente con el itzcuintli acurrucado en su regazo, y se sobresaltó cuando sintió el contacto de la mano de Chicome en su rostro. -¿Llegamos?-, preguntó somnolienta. -Si. Debemos apurarnos, para entrar al pueblo antes de que salga el sol. Así no sospecharán de nosotros. -Pero, ¿Dónde estamos? No veo casas ni camino-, contestó levantándose. -Estamos como a una larga carrera de distancia. No podemos llegar directo al teocalli, a menos que quieras que nos sacrifiquen a Tezcatlilpoca. Cada uno de ellos agarró una manta y a un bebé, y se repartieron el resto del precario equipaje, bajando luego a tierra. La playa era de arena gruesa, característica que le daba nombre a toda la zona, y casi totalmente desprovista de vegetación. Se dirigieron al interior, ya que el promontorio rocoso se internaba en el lago impidiéndoles el paso. Poco más adelante, encontraron un sendero que iba en dirección al poblado, rodeando el peñón por el oriente. Caminaron pesadamente y en silencio, rumiando cada uno sus penas a pesar de que el itzcuintli trataba de animarlos con saltos, carreras y ocasionales ladridos. 16

Al llegar a la cima de una pequeña colina, apareció Chalco a sus pies. El altépetl estaba todavía a obscuras, y solamente unas cuantas antorchas indicaban el trazado de la calle principal. El lugar estaba totalmente desierto, y sus pasos levantaban ecos en los parapetos de la calzada. Chicome se enfiló decidido hacia una calle lateral. -Espera, Chicome. Creo que ahí hay una posada-, le dijo Nahui. -No nos van a recibir. Recuerda qué día es hoy. -¿Entonces qué vamos a hacer? -Iremos a casa del hermano de mi padre, que vive cerca de aquí. -Ah! Siguieron caminando durante varios minutos, mientras la luz del amanecer inundaba el ambiente; no obstante, la calle seguía totalmente desierta y silenciosa, a pesar de que ambos jóvenes estaban convencidos de que los aldeanos les miraban pasar con recelo desde el interior de sus casas. Hasta el itzcuintli husmeaba el aire con nerviosismo, y caminaba pegado a los pies de sus nuevos amigos. Finalmente, Chicome se detuvo frente a una casa de cantera, en medio de un pequeño prado bien cuidado y sembrado con abundantes flores, rodeado de un seto de arbustos espinosos. -¡Niltze, Pianincalicteotl (hola, dios-guarde-esta-casa)!-, saludó. Como nadie respondió, añadió: -Busco a Macuilli Ácatl. Escucharon claramente el rumor de pasos que se acercaban al portón de la casa. -¿Quién le busca?-, preguntó bruscamente una voz masculina. -Chicome Atl, hijo de Ome Técpatl. -¿De dónde viene? -Del tepancalli de Culhuacán-, contestó pacientemente. La puerta se abrió lentamente. En el umbral apareció un hombre cuyas facciones eran las del fallecido calpixqui. Su adusta expresión apenas cambió al reconocer a su sobrino. -¡Por los dioses!-, murmuró Nahui impresionada al verlo. – ¡Mi suegro! -Ximopanolti, muchacho. ¿Qué te trae por aquí?- preguntó Macuilli Ácatl ignorando el impertinente comentario de Nahui y franqueando de mala gana la entrada a Chicome, que como lo exigían las costumbres pasó al interior antes de agregar: -Tío Macuilli, pongo a tus pies a mi esposa, Nahui Quiáhuitl. -Ximopanolti, mujer-, exclamó el aludido dirigiéndose a la muchacha. -Icxitlantzinco, mi señor-, contestó ella con propiedad haciendo el tlalcualiztli, el gesto de besar la tierra acostumbrado en aquellas épocas. Satisfecho con las presentaciones, el tío permitió el paso a Nahui, que entró a la estancia no sin antes dejar sus zapatillas en la puerta. El recinto era mas bien pequeño pero acogedor, con varios cojines de vivos colores, un par de sillas bajas tejidas con tosca fibra y dos mesas bajas adornadas con jarrones de cerámica de Tlalpan, coronados de flores de la laguna que, si bien no eran del día, aún despedían un suave aroma; todo ello sobre una estera de fibra bordada con hilaza de algodón teñida, que representaba una escena lacustre. La habitación comunicaba al interior de la vivienda por una sola entrada, que estaba cerrada por una pesada cortina de material ordinario. 17

Sin recibir su manto, el anfitrión invitó con un gesto a su sobrino a sentarse en una icpalli, ocupando él la otra, mientras Nahui permaneció de pie en una esquina, ya que no se le ofreció asiento. Estos detalles significaban claramente que, a pesar de las cortesías de rigor, no eran bienvenidos en esa casa. -¿Cómo está mi hermano, el calpixtzin?-, preguntó Macuilli Ácatl con mal disimulada ironía. -Mi padre, el noble Ome Técpatl, ha muerto-, contestó Chicome, con un gesto de dolor en el rostro. -¿Muerto? ¿Cómo es posible?-. Macuilli, impactado por la noticia, hizo la seña contra la mala suerte. -Anoche hubo un atentado en Culhuacán. Asesinaron a Mixcoatzin, y también mataron a mi padre. Venimos huyendo del palacio en llamas, y llegamos aquí confiando que nos des cobijo. -Imposible. Tú sabes bien que si te recibo ahora voy a traer desgracias a mi familia. Además son fugitivos, y eso traería más problemas. -¿Es tu última palabra? Mira que ni siquiera has ofrecido asiento a mi mujer. -Lo siento-, dijo el tío levantándose. –Deben irse. Chicome permaneció sentado, mirando fijamente a su pariente mientras empuñaba su maquiáhuitl. Por un momento, pensó que podía obligarlo a que los recibiera, pero comprendió que sería inútil, ya que a la primera oportunidad serían agredidos o denunciados. Además, cargaba un bebé a la espalda, lo que dificultaba cualquier maniobra. Por su parte, al ver que su sobrino acariciaba la idea de usar su arma contra él, Macuilli se lamentaba haber sido tan brusco, por lo que añadió: -Pero si en alguna otra cosa puedo ayudarlos... -Es inútil. Nunca pensé que tenía por pariente a un cobarde-. Chicome se levantó y puso su espadón al cuello del otro. –Mira que si se te ocurre alguna idea contra nosotros, regresaré por ti, y usaré esto, de lado a lado. -¿Cómo te atreves a amenazarme, y en mi propia casa? -No lo veas como amenaza, tómalo mejor como un consejo; es bueno para tu saludreplicó, y dirigiéndose a Nahui añadió: -Vamos, mujer. La muchacha recogió su itácatl y se acercó a la puerta. Su expresión denotaba una mezcla de tristeza y decepción. -Gracias por nada, mi señor.- dijo empujando la puerta y saliendo al exterior. Su marido iba tras ella sin decir palabra. El itzcuintli salió a su encuentro en el prado, saltando de gusto; pero notando la pesadumbre de ambos optó por seguirlos sin jugar. Un sol resplandeciente asomaba sobre la sierra, aunque apenas conseguía tibiar un poco el ambiente. Se encaminaron en silencio hacia el centro de Chalco, pero poco mas adelante torcieron hacia oriente por una calle lateral, para no arriesgarse a cruzar por la calzada principal. Una vez fuera del pueblo, Nahui preguntó: -Y ahora, ¿Qué vamos a hacer? -Primero necesitamos buscar un lugar seguro para acampar. Vamos a descansar, atender a los niños y comer algo, y luego decidiremos a dónde ir. -¿Dónde vamos a encontrar un lugar seguro? Aquí sólo veo arenales, y algunos mezquites. 18

-Debemos ir rumbo a Amecamecan, en la falda del volcán. Ahí encontraremos caza y refugio. -¿No es muy lejos? -Como a medio día de marcha. -Pero los bebés no van a aguantar tanto sin comer. Es más, no creo que camine mucho el sol antes de que tengamos que pararnos. -Lo sé. Pero no se me ocurre nada mejor. Vamos hasta donde podamos, y que los dioses nos socorran. Habían llegado a la cima de una colina, y al asomar al otro lado encontraron un paisaje diferente. -¡Mira, Chicome! ¡Qué bonito está aquí!-, exclamó Nahui emocionada. -Si, mujer. Parece que los dioses nos escucharon. El perrito se acercó, alertado por el cambio en la expresión de los esposos. Miró el valle y saltó encantado, echando a correr hacia el pastizal. A partir de ese punto, la ladera descendía suavemente hasta el pie de la sierra que coronaban la grácil mujer dormida y su imponente compañero, con su elegante penacho de humo. Alternaban en ella campos sembrados de maíz y otras variedades comestibles con pequeños racimos de árboles, todo ello surcado por caminos que tejían una complicada red, desiertos a pesar de la hora porque la gente temía ofender a los dioses al salir a trabajar el campo en estas fechas. A cierta distancia, un cordón arbolado mostraba el recorrido de un río, que podía ofrecerles el refugio que tanto necesitaban. La tenue niebla matutina levantaba rápidamente su manto al calor de los primeros rayos del sol. – Vamos hacia allá, que debe haber agua. Ahí podremos hacer un campamento y atender a los niños. Creo que algo se le rompió a Quetzalli, porque huele peor que los espíritus descarnados de Mictlán. -Si, ya me di cuenta. ¿Por qué crees que no me acerco a ti? –dijo ella, en tono de chanza que a Chicome no le hizo mucha gracia. Con nuevos ánimos, Chicome y Nahui se encaminaron hacia el arroyo. El suave aroma de las bien cuidadas siembras y la brillante luz del amanecer se combinaban con el bullicio de parvadas de aves que levantaban el vuelo a su paso, como peces en un inmenso y transparente mar de aire. -¡Qué raro es ese niño! –dijo de pronto Chicome sin razón aparente. -¿Por qué? -Míralo. Ahí lo llevas cargado, y desde hace tiempo va despierto, mirándolo todo con grandes ojos; pero no llora ni se mueve. Parece un xólotl, un muñeco de trapo. Debería estar gritando de hambre, y sin embargo… -¿Está despierto? No puedo creerlo. Ya se me hacía raro que siguiera dormido, porque hace rato que le tocaba comer. Nahui se detuvo a desanudar su rebozo y abrazó al príncipe, haciéndole caricias en la mejilla, junto a la boca. El pequeño le miró a los ojos con intensidad, pero no intentó chupar el dedo de su nana, como ella esperaba. -Sí que es raro el pipiltzin. Muere de hambre, pero no pide; espera a ser atendido. -Tendrá que esperar a que lleguemos al río. No podemos detenernos aquí. -Pero está muy lejos. Nos vamos a tardar mucho, y el niño no va a aguantar. -Entonces que llore. 19

-No seas así. Solo me tardo unos minutos. -¿Y que me dices de tu hija? -Bueno, puedes aprovechar para cambiarla. -Ni lo sueñes. Ese es tu trabajo. -Oye, bien sabes que no puedo sola. Puedes usar tus manos para ayudarme, pero no creo que puedas darle pecho al bebé, por mas que quieras.- Una sonrisa socarrona asomó a su boca al decir esto, y se tornó en carcajada al ver la reacción de su marido. -Así que te toca atender a Quetzalli. -Yo no la voy a cambiar. Has de querer verme descompuesto. Además no va con mi papel de guerrero: mi trabajo es guiarlos y cuidarlos, no hacer de niñera. Eso te toca a ti. -Y ya hasta te enojaste, ¿verdad? Anda, vamos a esos árboles y ayúdame con ellos. Chicome siguió a su mujer de mala gana, profiriendo una letanía de quejas y amenazas que ni venían al caso. Llegaron al pie de un robusto abeto. Nahui se sentó en una roca, se levantó el huipil y ofreció un sabroso pezón al niño, que lo recibió de inmediato, chupándolo con avidez. -Eso es, chiquito. Come todo lo que quieras. Y tu, mi querido marido, deja de rezongar y comienza a limpiar a tu pequeña. -Ya te dije que no la voy a limpiar… 1 04 Michatonalco Tras la amarga experiencia que tuvieron en Chalco con el desaire del tío de Chicome, no les quedó otro remedio que seguir su camino. Afortunadamente, más allá de esa población la trabajada campiña resultaba mucho más amable para el viajero que la áspera ribera del lago, lo que les permitió seguir su jornada sin resentir demasiado el agotamiento de las últimas horas. Chicome había estado tercamente enfurruñado desde que tuvo que atender a Quetzalli, y más cuando se vio obligado a cargar con la ropa sucia, que no podían darse el lujo de tirar, pero que olía terriblemente a pesar de que Nahui la talló con tierra para disimular lo mas posible el hedor. Se quejaba de todo y buscaba cualquier pretexto para echarle pleito a su mujer. Pero ella caminaba en un prudente silencio, aunque por dentro se reía de los frecuentes accesos de ira de su cónyuge. El que no tuvo tanta suerte fue el itzcuintli, que en cuanto pasó cerca del ofendido marido recibió una patada que le envió rodando varios largos, en medio de una catarata de insultos. Pero el animalito estaba decidido a adoptarlos como amos, y a pesar del maltrato siguió a su lado, renqueando un poco pero confortado por las caricias de Nahui, que de inmediato lo defendió de las agresiones del furioso Chicome. Finalmente, habían llegado a la corriente que se divisaba al pie de los majestuosos volcanes que coronaban el valle; éste resultó ser un pequeño arroyo de agua de deshielo. Un poco mas adelante llegaron a un paraje donde unos grandes sauces crecían a la orilla del agua, y decidieron que acamparían en ese lugar, aunque fueran apenas las primeras horas de la tarde. Después de todo, habían pasado la 20

noche prácticamente en vela y necesitaban recuperar fuerzas para poder seguir su camino al día siguiente. Mientras Chicome se internaba en el monte acompañado del perrito para buscar algo que comer, Nahui se dedicó a levantar un sencillo campamento con ramas y follaje. A continuación encendió un pequeño fuego donde puso a calentar agua del arroyo, mientras lavaba cuidadosamente la ropa sucia y maloliente que traían desde Chalco, extendiéndola al tibio sol vespertino sobre unas rocas cercanas. En seguida, lavó cuidadosamente a los bebés con agua tibia, y los amamantó hasta dejarlos plácidamente dormidos en el interior de su improvisado refugio. En eso estaba cuando llegó Chicome con dos robustos conejos que había cazado con el lanza dardos, y de inmediato se puso a pelar a los animales con su cuchillo de obsidiana, troceándolos y atravesándolos en una vara acompañados con generosas rebanadas de chilli y manojos de hierbas de olor silvestres que recogió en el camino, para condimentarlos adecuadamente; así preparados, los puso a asar directamente en la fogata mientras el itzcuintli cobraba una justa recompensa por su ayuda en la cacería, y se daba un festín con los restos. El delicioso aroma de la carne fuertemente condimentada pronto invadió el aire, haciendo que ambos esposos se fueran sobre la comida como una hambrienta águila caería sobre su descuidada presa, y junto con el perrito la devoraron casi con desesperación, hasta saciar su voraz apetito. El cansancio y la abundante comida cobraron factura en ellos, ya que tan pronto como llenaron sus estómagos comenzaron a bostezar, por lo que decidieron ir a dormir sin más. En las profundidades de su sueño Nahui intuyó, más que sentir, un ligero movimiento a su lado. Se enderezó rápidamente y oteó a su alrededor, tratando de penetrar la oscuridad; pero necesitó de varios segundos para adaptarse a la escasa luz de luna que penetraba la enramada que les cubría. Un par de brillantes ojos le miraban desde el interior de un envoltorio a su lado. -Topilli, estás despierto-, le dijo al pequeño mientras lo cargaba. -Que raro eres, chiquito. Deberías aprender a llorar para avisar. Le acarició una mejilla y el bebé trató de chuparle el dedo, por lo que se levantó el huipil para amamantarlo. Mientras el pequeño príncipe comía, ella se asomó al despejado cielo nocturno. A pesar de que la geografía del lugar era desconocida para ella, y por lo tanto no tenía puntos de referencia para un cálculo preciso de la hora, la posición de las estrellas le decía que debían estar cerca de la salida del sol, con el que llegaría otro día lleno de incertidumbre. Por otro lado, los insomnes pensamientos de Chicome iban en el mismo sentido. Despierto desde hacía largo rato, reflexionaba acerca de su precaria situación. No tenían nada, ni sabían a dónde ir, ni qué hacer. Pero algo era seguro: Matlacoatzin no iba a dejar vivo a nadie que hubiera estado relacionado con Mixcóatl. Por ejemplo sus sirvientes más cercanos. Pero sobre todo sus descendientes. Y en primer lugar su heredero. -Nahui… La voz de Chicome sobresaltó a la muchacha, pero ella se repuso rápidamente. 21

-Buenos días, marido. -Buenos días. Ya va a amanecer. Y es el primer día del xiuhpohualli, el año solar. -Si, lo sé. Lo que no sé es qué vamos a hacer. -Yo estaba pensando lo mismo. -Y, ¿qué decidiste?-, preguntó ella sin poder contener su ansiedad. -Para empezar, es obvio que debemos buscar algún lugar donde estemos seguros-, explicó él. -Necesitamos comer y descansar. -¿Qué tal si regresamos al camino y buscamos una posada rumbo a Cuauhtlán?-, sugirió ella. -No creo que esa sea una buena idea. Podríamos encontrarnos con guerreros culhuas, y estaríamos sentenciados. -Pero en estos lugares tan solitarios podemos encontrarnos con ladrones. -Es cierto; pero prefiero enfrentarme a una banda de vulgares ladrones, por muy sanguinarios que sean, que a un piquete de guerreros con órdenes de ejecutarnos. Nahui quedó en silencio, rumiando las poco alentadoras palabras de su marido. Al fin concluyó: -Pues a mí no me gusta ninguna de las dos opciones. -A mi tampoco. Pero así están las cosas. -¿Entonces qué vamos a hacer? -Nuestra mejor posibilidad es ir a Xochicalco, para entregar al niño a la familia de Ximalámatl. Si todo sale bien, tal vez podamos quedarnos a vivir allá. -De acuerdo. Pero Xochicalco está muy lejos. Cuando menos a tres días de aquí, tomando en cuenta que los niños nos obligan a ir más despacio. Con lo que traemos no vamos a aguantar tanto, tendremos que buscar una posada. -Entiéndeme, mujer; buscar una posada por aquí es un suicidio. En estos momentos todas las poblaciones hasta Cuauhtlán, que es la frontera con los dominios de Xochicalco, deben estar alertadas del cuartelazo, y con instrucciones de buscar fugitivos para acabar con ellos. -¿Qué nos queda entonces? Chicome hizo una pausa para ordenar sus ideas, y luego explicó: -Tenemos que seguir lo mas rápido que podamos; pero lejos de los caminos, para evitar encuentros desagradables. Lo mejor es caminar cerca del arroyo, al menos mientras lleve la misma dirección que nosotros; así podremos tener agua disponible sin necesidad de cargarla. Pero tampoco nos conviene ir muy cerca de él, sino por el bosque, para tratar de pasar desapercibidos. Es más lento, pero más seguro. Cuando lleguemos a las tierras bajas de Cuauhtlán veremos si podemos acercarnos al camino y buscar una posada. -Veo que ya pensaste en casi todo-, dijo Nahui. -¿Casi? -Hay algo que no se te ocurrió: resulta que traemos a dos bebés-, dijo Nahui poniendo especial énfasis en la palabra “dos”. –Y, aunque mis senos, que como puedes ver, son de muy buen tamaño…-, hizo una pausa como para lucirlos, aunque inútil porque todavía estaba oscuro. -Deliciosos, diría yo-, exclamó Chicome con un dejo de tristeza. -…Y prohibidos para ti, mi querido marido-, dijo ella con una risita. –Decía que, aunque grandes, no van a ser suficientes para llenar a los “dos” bebés. Eso significa 22

que habrá que completar su dieta con atolli, y el que traemos no nos va a alcanzar. Así que, tarde o temprano, vamos a tener que conseguir más. -Humm… Bueno. Supongo que tendremos que acercarnos a algún pueblo. Pero sólo uno de nosotros podrá ir a comprar, mientras el otro espera oculto en las afueras con los niños. -¿Y qué hay de la comida para nosotros? No sabes cuánto extraño una tortilla calientita. -Nuestra comida no es problema, aunque tengamos que vivir sin tlaxcaltin. Siempre puedo cazar algo y, en el último caso, ahí tenemos al itzcuintli. -¡Ah, no!-, exclamó Nahui enfadada. –A Chichicapilli no me lo tocas. Al escuchar el nombre, el perrito se incorporó y se acercó a la muchacha moviendo la cola. Ella lo acarició murmurándole palabras de cariño. -¿Manchita?- , dijo Chicome sin poder reprimir una sonrisa. -¿Ya hasta nombre le pusiste? -¡Claro que sí! Se quedará a vivir con nosotros. -Y tiene más suerte que yo. A él lo acaricias y a mi ni caso me haces. -Pronto llegará tu hora, esposo mío. Dos lunas antes del nacimiento de Quetzalli, las relaciones íntimas de la pareja habían tenido que dejarse de lado, ya que como todo mundo sabía, la criatura podía sufrir graves daños si su madre tenía cualquier excitación sexual. Y después del parto, su leche se amargaría si tenía relaciones antes de otras tres lunas. Eso era mucho tiempo, sobre todo para un varón joven y ávido de sexo como Chicome. Aproximadamente una luna después del parto, Chicome insinuó a Nahui sobre sus necesidades y ella, sintiéndose culpable, accedió a ciertos avances, pero sin permitir el coito. En cambio, se dedicó a manipular su tepolli hasta provocarle una explosiva y abundante eyaculación, que no hizo mas que aumentar las urgencias sexuales de Chicome; pero el llanto de la bebé reclamando la atención de su madre le obligó a calmarse. Al día siguiente, Quetzalli había amanecido con algo de fiebre y diarrea, y Nahui le reclamó airadamente a Chicome que, gracias a sus exigencias de sexo, la escenita de la noche anterior debió haberle amargado la leche. Apenado, él tuvo que ceder y resignarse a pasar otra temporada sin gozar a su mujer, contentándose con soñar y jugar a solas. De eso hacía ya… ¿Cuánto tiempo? Más de una luna. Y por fin hoy, ella daba muestras de querer dejar atrás la cuarentena. La difusa luz del amanecer enmarcaba la silueta de Nahui, que limpiaba sus senos luego de amamantar al principito. Al percatarse de la mirada fija de Chicome, le sonrió seductoramente, pero cubriéndose con su huipil, le dijo: -Te prometo que será pronto. Enfadado por la nueva evasiva de su mujer, Chicome iba a reclamarle, pero Quetzalli había despertado y, para evitar que le volvieran a endilgar la tarea de limpiarla, mejor se levantó diciendo: -Voy a avivar el fuego, y a ver qué vamos a desayunar. -¡No huyas, cobarde! ¡Ayúdame con la niña!-, oyó que le decía su mujer, pero él apuró el paso en dirección al río: 23

-Creo que oí ruidos en el arroyo. A lo mejor es algo de caza… Cuando Nahui salió de la enramada, después de atender a Quetzalli y dejar a ambos niños dormidos, encontró a su marido muy afanado en el fogón. Un aroma dulzón llenaba el ambiente, y de inmediato sintió un retortijón de hambre. -Preparé un té de hierbas. ¿Te sirvo un tazón?-, preguntó solícito Chicome. -Si, gracias-, contestó ella. -¿Qué otra cosa vamos a desayunar? -¡Ah!, es una de mis especialidades: chichicanácatl con nopales asados. Está delicioso. -¿Carne manchada? ¿Qué es eso? -Pues la carne de un molesto animalito que me encontré por aquí. Nahui se quedó pensativa, hasta que de repente entendió a quién se refería él. -¿Mataste a Chichicapilli, infeliz?-. Una oleada de furia le subió al rostro, mientras dos gruesas lágrimas le rodaron por las mejillas. Estaba tan enojada, que se le fue encima con la intención de golpearlo, pero en eso llegó corriendo el itzcuintli, alertado por los gritos de su ama. El cambio en la expresión de la muchacha al ver a su mascota, pasando de la ira al asombro, y luego al desconcierto, resultó tan cómico que Chicome soltó una sonora carcajada. -¡Vamos, mujer!-, le dijo entre risas. -Hay que comer rápido, porque hoy nos espera una jornada muy larga. Terminaron de almorzar y levantaron el campamento, para continuar su marcha. Tal como había sugerido Chicome, se dirigieron al sur paralelos al arroyo, pero alejados de él. Durante la mañana, el camino fue bastante benigno, ya que solo había pequeñas ondulaciones en un terreno con un bosque ralo. Hacia mediodía, apareció ante ellos un puerto de montaña algo más alto, pero en vez de atacarlo, Chicome decidió que era mejor seguir paralelos al curso del arroyo, ya que éste debería reconocer su camino en una dirección que, aunque les llevaría a dar un rodeo, era la que les interesaba. Eran las primeras horas de la tarde cuando, al alcanzar la cima de una ligera elevación, se abrió ante ellos un hermoso panorama: el extenso valle de Cuauhnáhuac se abría a sus pies, con todo el esplendor de sus ríos, sus selvas, y por supuesto, los centros ceremoniales de Cuauhtlán y, allá en la lejanía, la impresionante fortaleza de Xochicalco. Sin embargo, el valle de Cuauhnáhuac estaba a mucha menor altura sobre el nivel del mar que la meseta de Anáhuac, lo que les obligaría a bajar la escarpada sierra que dividía a ambos. En ese punto, el arroyo caía en cascada a una hondonada muy difícil de cruzar para ellos, por lo que no tendrían mas remedio que separarse de su cauce y aventurarse por los ahora espesos bosques que tenían a sus pies. Una vez que se aprovisionaron de agua en el arroyo, iniciaron el descenso de la serranía, con la esperanza de llegar a un lugar menos abrupto, de preferencia cerca de algún pueblo, antes del anochecer. Pero la marcha era lenta y penosa, por lo que tuvieron que detenerse a acampar en despoblado, en una ladera que sólo estaba protegida de los fuertes vientos por un bosquecillo de pinos y abetos. El intenso frío no le permitió a Nahui atender adecuadamente a los bebés, que estuvieron inquietos y llorosos toda la noche, y no dejaron pegar el ojo a los jóvenes esposos. Por eso, apenas comenzó a despuntar el alba, levantaron su campamento y reiniciaron la marcha, sin pensar siquiera en comer algo. 24

-Ahora sí que vamos a tener que llegar a una posada-, dijo Nahui, a lo que Chicome sólo contestó con un gruñido. Caminaron toda la mañana, deteniéndose solo el tiempo necesario para atender a los niños y comer sin ganas la chichicanácatl que habían guardado el día anterior, mientras el clima pasaba del frío de las montañas al calor sofocante del valle. Ya para medio día, al dar la vuelta a un enorme peñasco, se encontraron con el arroyo que, después de un acelerado descenso, había dejado atrás el barranco que había obligado a los esposos a alejarse de él, y ahora corría por una suave pendiente hacia el fondo del valle. Contentos por haberlo reencontrado, como si hubiera sido un viejo amigo, decidieron hacer un alto para refrescarse en sus cristalinas, y ahora tibias aguas. A partir de ese momento, decidieron hacer a un lado sus precauciones, y reemprendieron la marcha vadeando la corriente, sin alejarse demasiado de ella, hasta que llegaron a un nuevo obstáculo que les obligó a dar otro rodeo. Poco después se encontraron en la cima de otra depresión, alcanzando a divisar entre la tupida vegetación un espejo de agua en el fondo, que parecía muy grande para haberse formado con la escasa corriente del río. -¿Ya viste, Nahui? Parece que llegamos a otro río. -Ajá- contestó ella sin mucho interés. -Bajemos a ver de qué se trata. Poco más adelante encontraron un sendero que iba en esa dirección. Pero el descenso se complicó al adentrarse en la enmarañada jungla, obligando a Chicome a usar su maquiáhuitl para abrirse paso. Tan pronto como pasaban, el espeso follaje se cerraba de nuevo, manteniéndolos encerrados en un manto de oscuridad, a pesar de la hora. -Chicome-, dijo Nahui con preocupación. -¿Tienes idea de hacia dónde vamos? -¡Claro, mujer!-, mintió él, jadeando por el esfuerzo. –Ya casi llegamos al agua, ¿la escuchas? -Yo sólo oigo ruidos como de alimañas, que nos han de estar asechando para atacarnos. -¿Alimañas que nos ataquen? ¿Cómo cuáles? -¿Qué te parece un océlotl? ¿O una cóatl? -Un jaguar o una víbora quedarían tan atrapados como nosotros en esta maraña. Preocúpate más bien por una araña o un alacrán. De esos si hay muchos por aquí. -¿Qué dices?-, siseó ella aterrorizada. -Pero no te preocupes, que no son gran cosa. La mayoría de ellos solamente te hacen una roncha gigante y muy dolorosa, que cuando mucho te paraliza el lugar hasta que la piel empieza a caerse en pedazos, podrida con la ponzoña del bicho. Claro que también hay otros que te matan en unos cuantos minutos, con dolores insoportables, mareos y vómito hasta que te secas… -¡Ya cállate!-, gritó ella con desesperación. Sentía como si legiones enteras de alimañas caminaran por su piel, devorando cada pedazo limpio de carne que encontraran a su paso, cuando vio la sonrisa burlona de su marido. -¡Ayo!-, gritó, señalándolo con un dedo tembloroso. -¡Traes una enorme tlazoltócatl en la espalda! Al oír esto, Chicome pegó un brinco descomunal, que le llevó a golpearse con fuerza en una gruesa rama que había arriba de su cabeza. Pero, lejos de acusar el golpe, 25

siguió retorciéndose para deshacerse de la tarántula… hasta que se fijó en Nahui, y se quedó muy quieto. -¿De qué te ríes? -De ti, mi querido marido. Caíste en tu propia broma. -¡Qué graciosa!-, gruñó Chicome dándole la espalda. Le pareció escuchar una risita ahogada cuando se llevó la mano a la cabeza, donde un enorme chichón señalaba con precisión el lugar donde se golpeó con la rama, y volteó furioso, dispuesto a desquitar con ella su coraje. Pero Nahui ya no lo miraba a él, sino hacia la muralla vegetal que había al frente. -¡Mira! Parece que se aclara allá adelante… Un nuevo golpe de la maquiáhuitl descubrió un enorme hueco en la jungla, dando paso a un haz de cegadora luz. El arroyo que tanto tiempo habían seguido, cantaba alegremente mientras bajaba dando saltitos por la hondonada frente a ellos, para terminar su carrera en una amplia y sombreada poza, formada en una curva del manso río de aguas tibias al que finalmente desembocaba. El lugar era un auténtico trozo del paraíso, rodeado de lujuriosa vegetación, con abundantes flores multicolores y plantas de grandes hojas, propias de climas mucho mas agradables que el frío y seco que imperaba en el valle, todo a la deliciosa sombra de árboles de frondosas copas, con frutos carnosos de vivo color, que llenaban el aire con su aroma dulzón; y una pequeña playa arenosa en el margen interior de la hoya, lista para ser disfrutada por las sensibles plantas de los pies desnudos. Después de las agotadoras jornadas que habían tenido, a Nahui le pareció como un premio que era preciso disfrutar al máximo. Con un grito casi salvaje, Chicome se desprendió del payotl en el que llevaba a Quetzalli, y corrió como un poseído hasta zambullirse en el agua, seguido de cerca por el itzcuintli. En cuanto salió a flote, empezó a aventar agua en dirección a su mujer, que también se había desprendido de su rebozo y se disponía a entrar a la poza. Una vez adentro del agua, ambos retozaron como niños, para terminar besándose con desesperación, unidos en un fuerte abrazo, hasta que un estridente grito infantil los devolvió bruscamente a la realidad. -Parece que me llaman-, dijo Nahui separándose suavemente del abrazo de su marido. -¿Otra vez? Pero qué niño tan molesto e inoportuno-, observó Chicome de mala gana. -No es el niño, mi amor. Es tu Plumita- contestó ella, que ya iba hacia la orilla. Nahui se dispuso a atender a los niños, mientras Chicome nadaba furiosamente de un extremo a otro de la poza, tratando de controlar su disgusto por la nueva evasiva de su mujer. Ya más calmado, salió del agua y se puso a recorrer el área, para familiarizarse con ella y buscar el mejor lugar para levantar su campamento. En un extremo de la suave ladera de hierba por donde habían llegado, justo donde la jungla daba paso a una escarpada pared de roca, encontró varias cuevas de diversos tamaños, y se dedicó a escoger y acondicionar una de ellas, barriendo el suelo con un atado de ramas y revisando las paredes y el techo de la cueva para limpiarlas de insectos y otras alimañas que pudieran molestarlos, a ellos o a los bebés. 26

Mientras tanto, Nahui había terminado con los niños y se puso a lavar la ropa sucia, y tenderla al sol en unos matorrales cercanos. Luego siguió con las mantas, pero sucedió que al tratar de sacar una de ellas del agua para ponerla a secar, saltó hacia atrás con un grito que alarmó a Chicome. -¿Qué te pasa, mujer?-, le reprochó éste con acritud cuando llegó corriendo a su lado. -¡Mira!-, gritó ella histérica. Con la cara contorsionada por el miedo señalaba temblorosamente la tela que flotaba en el agua. -¡Los demonios se apoderaron de la manta! -¿Qué dices...?-. Preocupado por la reacción de su mujer, Chicome se acercó a ella y siguió con la mirada la dirección de su dedo. Efectivamente, entre los pliegues de la cobija que flotaba en el agua, algo se retorcía violentamente. Al percatarse de lo que se trataba, lanzó una sonora risotada. -¡Felicidades, mujer!-, exclamó entre carcajadas. -¡Acabas de conseguir nuestra cena! -¿¿Qué??- dijo ella, sorprendida por la risa burlona de su marido; su expresión pasó del miedo al enojo en un instante. -¿Estás loco? -Claro que no. ¡Fíjate bien! Entrando al agua, Chicome agarró la manta y tiró de ella con cuidado hacia la orilla, sacándola finalmente. Sacó su cuchillo, y liberó uno de los palpitantes cuerpos de la tela, dándole un tajo con mano experta. Complacido, extendió el brazo hacia su mujer y le mostró lo que tenía en la mano: una cuéyatl de muy buen tamaño, que agonizaba lentamente gracias a la enorme abertura practicada en su abdomen. –Estamos de suerte, hoy nos vamos a dar un banquete. Y no es sólo una, sino tres. Muy complacida con la noticia, Nahui se dispuso a preparar fuego para guisar los animales. Esta variedad de ranas era uno de los platillos favoritos de la pareja, y aunque no disponían de los condimentos necesarios, seguramente quedarían muy sabrosas aderezadas con algunas hierbas silvestres, que Chicome se dio a la tarea de recolectar. -La cena huele deliciosa-, comentó Nahui tiempo después. -Es todo un manjar que nos regala Michatonalco. -¿”Suerte de pescadores”? -¡Claro! O, ¿ya se te olvidó cómo la conseguiste? -He aquí un nombre extraño para un lugar tan hermoso. -Ya casi esta lista la cena. ¿Tenemos algo para beber? -Si. Traje algo de polvo de maíz para preparar atolli. También me encontré aquí cerca unas hierbas para hacer un té, que podemos endulzar con miel de caña. -¿Trajiste chocólatl? -No; traigo almendras de cacao, pero no están molidas. Además, es todo lo que tenemos, y vamos a tener que comprar muchas cosas. -Está bien. Prepara atolli. Ambos comieron despacio, saboreando la tierna carne delicadamente condimentada. Al terminar, Chicome se quedó pensativo mirando el fuego. En las últimas horas habían sido muy descuidados, y cabía la posibilidad de que gente hostil los hubiera ubicado, por lo que tenían que tomar medidas para prevenir un ataque sorpresivo. 27

Volteó a ver a Nahui, dispuesto a exponerle sus dudas, pero se quedó mudo. Su mujer estaba sentada de cara al tibio sol con el torso desnudo, limpiando cuidadosamente sus enormes chichihualtin morenos con una suave tela de algodón, mientras sus obscuros pezones reaccionaban furiosamente al contacto. Sintiendo encima los ojos de Chicome, Nahui le miró y sonrió seductoramente. -¡Qué hermosa vista!- atinó a decir él. -¿Te gusta? -Pero claro. ¿Cómo no iba a gustarme? Y mas después de tanto tiempo… Con un último guiño, Nahui echó atrás la cabeza cerrando los ojos. El paño seguía masajeando los turgentes senos, pero su otra mano empezó a recorrer su abdomen, bajando poco a poco hasta el ombligo. Acariciándose lentamente la piel. Un poco mas abajo… Una violenta erección deformó el máxtlatl de Chicome, que empezó a jadear con fuerza. Nahui terminó por recostarse en la hierba, entreabriendo los ojos y lamiendo sus carnosos labios con la punta de su húmeda y rojiza lengua. Apartó su falda con un atrevido movimiento de la pierna para dejar al descubierto su húmeda tepilli y su rosado zacapilli. Sin poder reprimirse más, Chicome se arrancó el máxtlatl de un manotazo, y brincó a su lado como un ágil océlotl armado de poderosa maquiáhuitl.

1 05 El nahualli del rey Su profundo sueño fue poco a poco derivando en una deliciosa languidez, que Nahui se dedicó a saborear con calma rodeada por el apretado abrazo de Chicome, quien roncaba suavemente a su lado. La tenue claridad proveniente de la entrada de la cueva que habían elegido como dormitorio le hizo ver que estaban muy cerca del amanecer, pero todavía podía darse el lujo de permanecer acostada unos minutos más, antes de levantarse para empezar otra incierta jornada. La noche anterior habían decidido que permanecerían cuando menos todo ese día en “Michatonalco”, el paradisíaco lugar donde habían acampado que, según recordó con una sonrisa, su marido bautizó así por su afortunada pesca con las mantas. El amor reciente le había parecido magnífico, sobre todo después de haber esperado tanto tiempo, obligados por su maternidad. Con morbosa satisfacción, se dedicó a recordar las candentes escenas que protagonizó con su marido. Empezó con las impacientes caricias de Chicome, que pronto pasaron de las manos a la lengua, y que llegaron hasta sus más íntimos rincones, haciendo que ella se retorciera de placer hasta el momento en que, sin poder soportar más, le pidió entre jadeos que la penetrara, llenando su mundo de un creciente gozo que rápidamente la llevó a las más altas cumbres del éxtasis. Disfrutó de varios ahuiayoltin hasta que él, con un gemido gutural, tuvo una portentosa tepolatiliztli, que coronó un ahuilnemi memorable. Con un residuo de remordimiento, recordó que se había adelantado varios días, tal vez hasta media luna, al tiempo que el tícitl de palacio le había recomendado que debía abstenerse de tener relaciones carnales después del nacimiento de Quetzalli. Pero su naturaleza ardiente y sensual no había podido soportarlo más, 28

especialmente después de tantas angustias como las que habían sufrido los últimos días. Por su precipitación, seguramente se le amargaría la leche, y tendría que alimentar a su bebé con puro atolli, provocando así para ella una pésima salud, como le había recalcado el malencarado médico en su última visita. -“¡Bueno!-, pensó alegremente. –Cuando menos estaré aquí para atender a mi niña, mientras que él debe haber ido a su viaje florido en Mixquic”. Entonces se acordó del pequeño Topilli, y una oleada de aflicción le invadió al darse cuenta de que su egoísta precipitación le habría llevado a faltar seriamente a la promesa que hizo a su amada Ximalámatl, de velar por el pequeño aún a costa de su vida. Su angustia subió de tono al recordar las palabras que su propia madre, en su lecho de muerte, había dirigido a su padre, diciéndole que faltar a la palabra dada a un moribundo le acarrearía las peores desgracias posibles, y que su nahualli le perseguiría hasta que rectificara y cumpliera lo prometido. Lo malo era que, en este caso, su falta era irremediable, ya que no había forma de restaurar la calidad de su leche. Con un espasmo de angustia en la boca del estómago, se incorporó soltándose suavemente del abrazo de Chicome, quien con un murmullo incomprensible se dio la vuelta y continuó con su serenata de ronquidos. Al levantarse, Nahui sintió un escalofrío en la espalda que le hizo voltear aturdida y espantada, esperando encontrarse con el fantasma de la joven reina reprochándole su irresponsabilidad. Pero en vez de un espectro, se encontró con el conocido par de ojitos del príncipe nonato, que como ya era su costumbre le miraban con intensidad desde el interior de su envoltorio, esperando pacientemente que se acordara de él. -¡Ay, chiquito! Qué susto me has sacado, Topilli-, le dijo en voz baja mientras lo levantaba de su improvisada cuna de hojarasca. Ya en brazos, el bebé comenzó a hacer ruiditos con la boca, dando a entender sin lugar a dudas que era su hora de comer, y Nahui se lo acercó al pecho con temor, atenta a cualquier señal de rechazo por parte del príncipe que confirmaría su pecado. Pero el pequeño empezó a comer sin dar ninguna muestra de descontento, disfrutando de su alimento como siempre, y mirando a su nana a los ojos con expresión de satisfacción, permitiéndole seguir con sus meditaciones, mientras acariciaba distraídamente la mejilla del niño. A lo mejor las recomendaciones de los médicos no siempre eran acertadas; en el mejor de los casos, se cubrían astutamente las espaldas señalando tiempos mayores a los necesarios para sus prescripciones, lo que quedaba demostrado con la actitud totalmente normal de Topilli, a quien no parecían importar en absoluto su desnudez ni el penetrante olor del amor reciente que exhalaban su piel y su húmedo y pegajoso sexo. Al parecer, por esta ocasión había salvado el cuello; pero quizá un poco de prudencia no le vendría nada mal. Decidió que evitaría tener mas relaciones hasta estar segura de los efectos que pudieran mostrarse en sus niños, aunque Chicome gritara y se enojara. Estaba segura que así iba a suceder. Trataría de hacerlo entender, pero sabía que él no se conformaría fácilmente y tendría que pelear. Por cierto, y con perdón de los dioses, ella tampoco estaba muy dispuesta a seguir absteniéndose: el matrimonio había despertado el ardor natural de su sangre 29

costeña, y su necesidad de sexo era también apremiante. Ciertamente la maternidad le había adormecido los sentidos, pero eso había quedado definitivamente atrás, y ahora su naturaleza sensual pugnaba por regresar en todo su esplendor. Hasta el acto de mamar de Quetzalli, tan natural al principio, se había convertido en un tormento que le subía la temperatura y le hacía jadear… “Y ahora no sólo la niña, sino que también el príncipe… Qué niño tan precoz… Hay que ver la delicadeza con que me toca los senos… y mira cómo se me endurecen los pezones…“ El bebé había dejado de mamar al sentir el endurecimiento, y miraba fijamente a su nana a los ojos con una curiosa expresión de incomodidad, lo que la hizo avergonzarse aún más. -“¡Pero qué cosas se me ocurren!”-, pensó ella sacudiendo la cabeza, como queriendo alejar a sus demonios internos. En un desesperado intento por controlar sus emociones, Nahui volvió a acariciar suavemente la mejilla del niño, murmurándole palabras de cariño hasta que ambos se tranquilizaron y él volvió a su interrumpido alimento. Ya recuperada la calma, Nahui siguió mimando al pequeño alisando ahora sus cabellos, cuando sintió que había algo entre las mantas. Hurgando en ellas intrigada, Nahui se apresuró a sacar el misterioso objeto, que al principio confundió con una de las navajas del cuchillo de Chicome, pero que luego reconoció como el tlahuiztli real, que debió soltarse del escaso cabello del bebé. Por suerte había quedado atrapado entre los pliegues del rebozo, porque de otra forma se hubiera extraviado irremediablemente. Con el amuleto en la palma de la mano, se acomodó para poder admirarlo a la luz del amanecer. Se trataba de una pieza circular de poco menos de un dedo de diámetro, que representaba a una serpiente de fiero aspecto cuyo cuerpo lucía tantas plumas como escamas. Hecha del oro más puro, lo que se podía adivinar sin ser un experto joyero gracias a los magníficos destellos que emitía aún con tan poca iluminación, estaba exquisitamente tallada hasta en sus más finos detalles, con incrustaciones de esmeraldas por ojos, de rubíes en su bífida lengua, y de brillantes en sus feroces colmillos. Sus escamas eran pedacitos de nácar minuciosamente acomodados para semejar la piel de ese animal, alternadas con plumas reales de colibrí, tan pequeñas y delgadas como pestañas pero de hermosos colores iridiscentes, que cubrían a la bestia con un manto digno de un gran señor. Toda la figura estaba coronada por un magnífico penacho en miniatura, hecho de finas plumas de quetzal, formando una soberbia explosión de colores hábilmente contrastados. Era una pieza de una belleza que ella nunca había visto, a pesar de que tuvo en sus manos las espléndidas alhajas de Ximalámatl, que eran muchas y costosas. Toda la joyería que conocía era de tosco tallado, característico de toda esa región desde la costa de los ulmécatl donde ella nació, pasando por las tierras de Xochicalco donde creció, y hasta el extenso reino de Culhuacán, que fue su hogar hasta pocos días atrás. “Por lo tanto- concluyó-, este tlahuiztli debe venir de otro imperio, lejano y desconocido, que tiene entre su gente a tan magníficos artesanos.” Otra cosa que le impresionó profundamente fue el motivo de la joya: Quetzalcóatl, la misteriosa serpiente emplumada, de quien ella había oído hablar en las leyendas 30

asociadas a Ehécatl, uno de los dioses más queridos y respetados en todos los pueblos de lengua náhuatl desde la costa hasta el altiplano. Ehécatl, el gran dios de la vida, el creador y benefactor de esta humanidad, “la número no sé cuántos, como me contaba mi Cihuapilli Ximalámatl”- pensó Nahui. Según estaba asentado en los pictogramas del códice que le leía su señora, la leyenda decía que los dioses Ometencuhtli y Omecíhuatl tuvieron cuatro hijos, entre los cuales estaba Ehécatl. Este dios, después de la anterior destrucción del mundo, fue a Mictlán y robó unos “huesos preciosos” a los temibles dioses de la muerte, huesos que molió y aderezó con su sangre para luego darles forma humana y traerlos a la vida con su aliento mágico, dando así origen a la primera pareja de macehualtin, hijos del sol actual, el quinto si no le fallaba la memoria. Pero luego, viendo el noble Ehécatl que sus criaturas necesitaban alimento para subsistir, y poder así adorar y sacrificar a los dioses por su creación, decidió ayudarles a conseguirlo y bajó a la tierra para obtener unos granos de maíz y enseñarles a cultivarlo, molerlo y cocinarlo, convirtiéndolo en la base de su alimentación. Y justamente el dios se presentó ante Oxomuco y Zipactonal, que así se llamaban la primera pareja de macehuales, en forma de una serpiente emplumada, para recordarles que él, siendo dios, condescendió en convertirse en bestia para ayudarles, pero sin dejar de mostrar su divinidad. Ese era más o menos el mito de Ehécatl-Quetzalcóatl, el dios creador que bajó al mundo para ayudar a sus criaturas. Pero representar a Ehécatl con la figura de la serpiente emplumada no sólo no era común, sino que rayaba en lo sacrílego. Los sacerdotes raramente se referían a él en esta forma, y pocas veces permitían que se mostrara ante el pueblo la imagen de la noble bestia, a pesar de que Nahui había visto varias representaciones talladas en las fachadas de piedra de edificios públicos de Xochicalco, y sobre todo en los soberbios aros de su principal campo de tlachtli, que estaban hechos en granito con finas incrustaciones de jade, obsidiana y otras valiosas piedras, inspirados en este mítico personaje. Por todo esto, resultaba sorprendente que Ximalamatzin decidiera que su primogénito llevara esta joya, y más extraño aún el mero hecho de que tuviera en su poder esa sagrada representación del benévolo dios. Tal vez hasta podría ser peligroso, dadas las circunstancias, que el pequeño luciera la joya, especialmente cuando fuera presentado a su abuelo Iztacoyotzin, el muy noble tencuhtli de Xochicalco que era también un adorador y sacerdote de Ehécatl. Pero su ama le había insistido en que el niño debía lucir la joya, porque ella hablaría de su alcurnia y certificaría su noble origen, aún cuando éste no pudiera establecerse de ninguna otra forma. Por lo pronto, ella no era nadie para cuestionar los deseos de una reina, y muy al contrario, procuraría cumplir con ellos en la medida de sus posibilidades. Al fin y al cabo, el tencuhtli de Xochicalco se distinguía por ser hombre sabio y prudente, y de seguro comprendería los motivos de una pobre macehualli, por lo que terminó de asear al satisfecho bebé y lo peinó de nuevo al estilo de los guerreros culhua, que tanto agradó a su padre Mixcoatzin poco antes de morir, colocándole en la erguida coleta de pelo el tlahuiztli real. Al volverse para acostar al niño en su cuna, se encontró con la ceñuda mirada de Chicome. 31

-Buenos días, marido -le dijo, con una sonrisa. -Buenos días -contestó él secamente. –Te he estado observando, mujer. Consientes demasiado a ese niño. Lo amamantas hasta llenarlo, y luego tienes que alimentar a tu hija con atolli, cuando debería ser al revés. Lo aseas y lo mimas, y a tu hija casi la ignoras. -Oye, recuerda que me comprometí a hacerlo con el tencuhtli Mixcoatzin y la Cihuapilli. -Si, pero recuerda tú que ellos están muertos, y no van a reprochártelo. -Al contrario, Chicome. Estando muertos les es más fácil vigilarme, y si falto a mi palabra mandarán a su nahualli a castigarme. -¡Claro que no! ¿O ya se te olvidó que los muertos hacen su viaje sin retorno al Mictlán? -Ten cuidado con lo que dices, marido. No creo que a Mixcóatl y a Ximalámatl les hayan asignado un séquito para acompañarles en el viaje, por lo que sus almas han de estar penando en este mundo, a la espera de que se les honre debidamente para poder marcharse tranquilos al Mictlán. Y mientras tanto, ¿Qué mejor lugar para quedarse que al lado de su único heredero vivo, a quien así podrán cuidar? -Bueno. Tal vez tengas razón… El cambio en el tono de voz de Chicome fue notorio. En verdad era posible que los espíritus de la pareja real siguieran en este mundo, y muy cerca del príncipe, por lo que se cuidaría de decir cosas inapropiadas en presencia del niño. -…pero deberías arreglarlo de otro modo. ¿Te imaginas lo que nos pasaría si nos topamos con guerreros culhua y lo identifican como el pipiltzin? -No lo dices por miedo, ¿Verdad? Porque el tencuhtli confiaba tanto en tu valor como en mis servicios para poner a salvo al bebé, y debe estar orgulloso de ver tan formal a su heredero. -No es por miedo, sino por estrategia-. Su voz volvía a subir de tono. –Hasta ahora hemos podido pasar desapercibidos gracias a mi previsión, pero cada vez hay mayores posibilidades de que nos descubran, y entonces nos conviene pasar por dos chichimécatl extraviados. ¿Es que no entiendes los riesgos? -¿Unos chichimécatl viajando con dos niños que claramente no son hermanos? Fíjate en la piel del príncipe: es increíblemente blanca, mucho más que la tuya, y no digamos que la mía, que es casi negra. Si los culhua lo están buscando, te aseguro que esa es la señal que esperan encontrar. Además, puede ser que el impacto de su presencia real detenga el golpe de sus armas. -¿Cómo lo detuvo Mixcoatzin? –retrucó él. Pero la lógica en las palabras de su mujer era irrebatible, y eso lo sacaba de sus casillas. –Ese niño nos va a costar la vida. ¡Tenemos que deshacernos de él! Chicome le gritaba ya a la cara a Nahui, haciendo furiosos ademanes, mientras ella le miraba impasible. En ese momento se oyeron claramente unos amenazadores gruñidos, muy cerca de ellos. Chicome se volvió rápidamente, esperando encontrarse con una fiera y lamentando no tener consigo arma alguna. Pero los gruñidos procedían de Chichicapilli, que en postura francamente agresiva se disponía a defender a Nahui. Totalmente fuera de sí, Chicome se fue sobre el itzcuintli dispuesto a despacharlo de una patada, pero el animalito esquivó ágilmente el golpe y aprovechó para marcar 32

sus pequeños pero afilados colmillos en el tobillo de su atacante, que sorprendido fuera de balance terminó resbalando y cayó pesadamente al suelo, quedando inconsciente. El grito de Nahui paró en seco a su mascota, mientras ella corría al lado de su marido para atenderlo. La conmoción había despertado a Quetzalli y su fuerte llanto vino a sumarse al escándalo. “¡Vaya forma de pasar desapercibidos!” pensó Nahui, mojando un lienzo en la palangana de agua que había usado con el príncipe, y poniéndolo en la frente de Chicome, mientras hablaba a su hija con tono tranquilizador, para tratar de acallar sus gritos. Por fin Chicome empezaba a despertar, y entonces Nahui acudió corriendo con Quetzalli para levantarla y hacerla callar de una vez. Chichicapilli había ido a refugiarse al rincón más alejado y oscuro de la cueva, mirando con ojos suplicantes a su ama en busca de su perdón. -¡Maldito animal! –rugió Chicome tratando de incorporarse. Pero todavía estaba muy aturdido por el golpe, y nada más pudo enderezarse un poco. Nahui sabía que en cuanto se recuperara, trataría de desquitarse de Chichicapilli y seguir discutiendo con ella, por lo que se aventuró a decir: -¡Ya basta, hombre! Estás viendo que el nahualli de Mixcoatzin te castigó, pero insistes en seguir con tu teatro. Con tanto escándalo, vas a lograr que nos encuentren los culhuas. -¿Cuál nahualli? ¡Fue ese maldito perro! ¡Tu perro!-, gritó él. -Piensa un poco, marido mío. -El tono de Nahui era ahora conciliador. -Casualmente, Chichicapilli llegó a nosotros en el embarcadero de Culhuacán, justo después del asesinato del tencuhtli. Y desde entonces ha visto por nosotros: te ayudó a cazar para alimentarnos, nos ha guiado cuando perdemos el camino, nos alerta de la presencia de intrusos… -Y me agrede cobardemente, no lo olvides. -Es por culpa de tu bocota. ¿Cómo no iba a agredirte si hablas de deshacernos del pipiltzin? Estoy segura que el itzcuintli es el nahualli de Mixcoatzin. Otra vez la lógica de su mujer era abrumadora. En realidad el pequeño can les había sido fiel, a pesar de que en repetidas ocasiones Chicome había tratado de alejarlo. Volteó a verlo y el animal le enseñó los dientes, pero se obligó a sonreírle y la mascota correspondió alzando las orejas y moviendo la cola. “¡Vaya!”, pensó. “Hasta parece que me está perdonando” -Bueno, está bien. Te creo. –dijo Chicome haciendo el gesto contra los malos espíritus en dirección al itzcuintli, que consistía en poner las manos frente a su cara con las palmas hacia fuera, como cerrando unas puertas frente a sus ojos. Levantándose pesadamente, anunció: -Voy a hacer las devociones a Ehécatl. A pesar de la temprana hora, se sentía en el exterior un ambiente pesado y caluroso, propio de las selvas de las tierras bajas, que contrastaba con la relativa frescura de su refugio. La poza lucía tentadora frente a él, y no le permitió concentrarse en sus plegarias, que además se acortaron porque Nahui no pudo hacer bien su parte. Al terminar, y sin pensarlo mucho, se dirigió al agua para lavarse y refrescarse. 33

El contacto con el agua fresca terminó de recuperarlo del desmayo, a pesar de que ahora lucía en la parte posterior del cráneo un chichón del tamaño de una tuna, haciendo juego con el que se hizo con una rama el día anterior. Se dedicó a nadar vigorosamente de un lado a otro de la poza, más para tratar de recuperar la ecuanimidad que por la necesidad de ejercicio, mientras pensaba en el nahualli del difunto tencuhtli. La suposición de su mujer bien podía ser cierta, aunque si él hubiera sido el rey hubiera buscado un nahualli que impusiera más respeto, como un océlotl por ejemplo. Lo cierto era que ese maldito animalillo le había hecho quedar en ridículo ante su mujer, y por cuestión de elemental orgullo, él no podía tolerar eso. Por lo tanto, tendría que buscar la forma de alejarlo… Hacerlo caer en una trampa… Quizá aquí, en la poza, donde a veces se forman remolinos… O en una partida de caza, donde los accidentes suelen ocurrir… O… Súbitamente, detuvo su nado en medio de una brazada: el itzcuintli estaba nadando justo frente a él, y le miraba directamente a los ojos, aunque no tenía modo de ver sus intenciones. Quiso gritar, pero el agua invadió su boca evitando cualquier sonido. Paralizado por la sorpresa, Chicome comenzó a hundirse. 1 06 ¡Emboscados! La frescura del agua le permitía tolerar en su piel desnuda los violentos rayos de Tonatiú, a pesar de que todavía faltaba algún tiempo para que éste llegara a la cima de su diario peregrinaje por los cielos. Con un ligero remordimiento, Nahui se dio cuenta de que era más de media mañana y ella seguía metida en el agua, sin la menor intención de atender sus responsabilidades. Estaba esperándola una pequeña montaña de ropa y trastos que lavar, y además tenía que ocuparse de preparar la comida para ella y su marido, antes de que los bebés despertaran y tuviera que asearlos y alimentarlos. Pero la constante tensión de los últimos días no le había permitido encontrar algo de tranquilidad hasta ese momento, en que el prolongado baño conseguía al fin calmar sus temores y le dejaba tomar un merecido descanso. Había que aprovecharlo al máximo. El lugar era un auténtico edén. La poza, de unos treinta largos de diámetro, se formaba en un remanso del río de mediano tamaño e indolentes aguas tibias, que corría plácidamente por el extremo norte del valle, alimentándola por el lado oriental y desaguando hacia el suroeste, a una zona de rápidos poco profundos que se perdía en la tupida selva. En todo su costado norte, y dando vuelta hacia el poniente, la poza limitaba con una elevada pared de piedra caliza, coronada por una densa vegetación tropical de la que se desprendían una gran cantidad de plantas colgantes, haciéndole parecer un tazón de chocólatl verde con la espuma derramada. Este muro era el último remanente de la abrupta serranía que dividía las fértiles y calurosas tierras del valle de Cuauhnáhuac, con la fría y áspera rivera de las grandes lagunas en el valle de Anáhuac, donde se asentaba Culhuacán. En el extremo noroeste del talud se abría una hondonada, por la que bajaba desde las tierras altas el arroyo que habían venido siguiendo desde Chalco, y que 34

terminaba su extenso recorrido en una cascada de unos dos largos de altura que aportaba un saludable chorro de agua fresca a la poza. Un poco más a la izquierda estaba la ladera por donde ellos habían llegado, a través de la tupida selva de la tlazoltócatl, que le había costado un buen chichón en la cabeza a su marido por estarse burlando de ella. Al terminar ese terraplén, se encontraba la corriente que desaguaba la charca; y luego aparecía una pequeña playa de arena fina, que se extendía hasta el punto de entrada del río, en el otro extremo de la poza. En esta extensión arenosa el terreno era más bien plano, limitado por una espesa jungla tropical. El agua lamía apenas la arena en la playa mientras que enfrente, al pie del muro, el fondo debía tener varios largos de profundidad. Entre la ladera de la tarántula y la cascada, se abrían en el muro varias cuevas de distintos tamaños. La mayoría de ellas tenía amplia boca y escasa profundidad, lo que hacía pensar que no eran naturales, sino que habían sido excavadas por anteriores visitantes. Sin embargo, no encontraron en ellas ninguna señal de haber sido habitadas recientemente, lo que les animó a establecer ahí su campamento. Frente a las cuevas, la ladera seguía su suave declive hasta muy adentro de las aguas, permitiendo vadear la salida de la poza hasta la playa de enfrente sin mayor dificultad, lo que le daba a ese punto un atractivo especial. Además, a diferencia de la arenosa playa, esta superficie estaba casi totalmente cubierta por una delgada y suave capa de hierba, que invitaba a la indolencia y al sueño. La cueva que escogieron como habitación, además de ser bastante amplia, abría hacia el oriente permitiéndoles calcular la hora del amanecer. Esto era importante porque, como cualquier familia de macehualtin respetuosa de sus creencias, acostumbraban hacer sus devociones a Ehécatl en los momentos en que su símbolo sideral, el planeta Venus, aparecía en el cielo. En esos días, Venus aparecía como tlahuicitlalli, la estrella de la aurora, contrastando con los tiempos en que aparecía como su gemela tlapoyacitlalli, la estrella del atardecer. En esos solemnes momentos, todavía a obscuras o con la primera claridad del alba, el jefe de la familia salía al patio de su vivienda hasta el fogón, que por lo general ocupaba el centro del mismo. Una vez ahí se acuclillaba y, con la vista fija en la estrella errante, sacrificaba sobre las cenizas del día anterior algún animalillo como una lagartija, una mariposa, una araña o cualquier otro con una pequeña navaja de obsidiana, que había sido consagrada en el teocalli para tal efecto. Si no contaba con ningún animalillo que sacrificar, o si sus devociones o sus necesidades eran extraordinarias, entonces el macehualli se sacaba unas gotas de sangre de los dedos o la palma de la mano con el cuchillo sacramental, vertiéndolas en el interior del fogón. A continuación, y recitando las plegarias establecidas, cubría su ofrenda con ocote resinoso, y si sus economías se lo permitían, unos pocos granos de copalli. Luego lo encendía con una tea, colocando encima la plancha del hornillo. Entonces salía su mujer, acompañada de los demás habitantes de la casa, ejecutando una sencilla danza sacramental; al llegar al fogón, ella colocaba una pequeña tortilla del maíz mas blanco que pudiera obtener, misma que, una vez cocida, se apartaba del calor y se dejaba junto al brasero, por si el dios aparecía y tenía hambre. 35

Al anochecer, cuando apagaran el fuego del hogar para ir a dormir, esa tortilla se partiría en pedazos dando uno a cada miembro de la familia, que lo comería en cuclillas viendo hacia el poniente, justo al lugar donde en otra época del año aparecía el dios como la estrella vespertina. Ese día, al igual que los anteriores desde el desastre de Culhuacán, Nahui no había encontrado maíz ni bueno ni malo para hacer la tortilla de ofrenda, por lo que cuando su marido encendió el fuego, ella bailó hacia la fogata y dejó un grumoso amasijo de atolli mezclado con un poco de agua, esperando que el benévolo dios comprendiera su apurada situación y perdonara la sencillez de su ofrenda. En ese momento, Chicome se levantó con cara de horror por la precaria dádiva, y se dirigió sin una palabra al agua. Nadó como un poseído hasta que Nahui terminó de alimentar a Quetzalli, y siguió haciéndolo, vuelta tras vuelta, mientras ella preparaba atolli, y pelaba unos mangos que habían recogido la tarde anterior, para que les sirvieran de almuerzo. Una vez que tuvo todo listo, Nahui se acercó a la orilla, gritando para que Chicome la oyera y se acercara a desayunar. Pero él no daba muestras de escucharla, por lo que tomó en brazos a Quetzalli y entró al agua seguida de Chichicapilli, vadeando para encontrarse con él al final de esa vuelta. Chicome nadaba con fuerza, totalmente concentrado en su actividad, cuando de pronto se detuvo en seco casi junto a ella. Con ojos desorbitados miraba al itzcuintli, que nadaba justo frente a él. La escena recordó a Nahui el reciente episodio del nahualli, mientras él se hundía lentamente sin poder reaccionar, por lo que lo tomó del brazo y lo sacó del agua de un tirón. Hasta que salió a la superficie, jadeando y con cara de espanto, Chicome se pudo percatar que Nahui, con Quetzalli en brazos, sonreía junto a él dentro de la poza y con el agua a la altura de la cintura. -No te asustes, marido. Somos nosotras. El almuerzo transcurrió en un ambiente tenso y desagradable, porque Chicome permaneció malencarado y silencioso mientras comía, murmurando para sí letanías contra los muertos y los espantos. Una vez que terminó de desayunar, se levantó y se internó en la jungla sin decir palabra. Chichicapilli se dispuso a seguirlo, creyendo tal vez que era tiempo de ir a cazar; pero Nahui lo llamó a su lado, temiendo que su marido fuera a desquitar en él su coraje. Fue entonces que ella decidió meterse a nadar a la poza. Ahora, sus indolentes brazadas le habían llevado a las proximidades de la cascada. Ahí, una brisa fresca y la menor temperatura del agua parecieron despertarla de su ensueño, y regresarla a la realidad. Nadó con decisión hacia el paredón y puso pie en las rocas, a poca distancia del chorro, acercándose a él para recibir sus aguas como si estuviera en la ducha del tepancalli. El agua caía en su cabeza y resbalaba por su cuerpo desnudo, dejándole una agradable sensación de frescura. Al salir del chorro, alcanzó a oír en las alturas del muro, sobre su cabeza, el canto de un centzontli, que de inmediato fue contestado por otro al lado opuesto de la poza. “Bueno-, pensó con un suspiro -llegó la hora de empezar a trabajar.” 36

Desde la cima de la hondonada, Chicome había permanecido largo rato observando a su mujer en el agua, presa de emociones contradictorias. El nado lento y displicente de Nahui acentuaba la perfección de su cuerpo sinuoso y de sus largas y bien torneadas piernas. Aún desde la distancia en que se encontraba, podía apreciar con claridad la firmeza de sus opulentos senos, y notó la excitante erección de sus pezones cuando ella se acercó a las aguas mas frías de las proximidades de la cascada. No cabía duda: Nahui era un magnífico ejemplar de hembra. Estaba dotada además de un aura de sensualidad que siempre traía a flor de piel, y que a él lo volvía loco. Prueba de ello había sido el ahuilnemi del día anterior, donde había podido comprobar que las largas lunas de abstinencia no habían mermado un ápice el intenso erotismo de su esposa. Cuando ella fue a refrescarse bajo el chorro de agua, sin la menor idea de que él la observaba, vio que el agua le cubría como un tenue manto, exaltando aún más su voluptuosidad. Pero eran sus actitudes de los últimos días, incluso las de esa misma madrugada, las que a él le preocupaban sobremanera, cubriendo de indiferencia el ardor que le podría provocar la descuidada sensualidad de su mujer. Desde sus más tiernos años, aquellos que ocupaban el límite más lejano en su memoria, siempre había entendido, sin lugar a dudas, que las mujeres ocupaban una posición secundaria en comparación a los hombres. Todas las mujeres que conocía, incluidas su madre y sus hermanas, habían sido educadas, y se comportaban, como sumisas servidoras de su padre, sus hermanos y sus maridos, hasta de sus hijos varones. Todas las mujeres lo sabían; y todas lo aceptaban, porque la vida era así. El hombre manda y la mujer obedece. Punto. Lo malo era que Nahui veía las cosas de otra forma. Frente a otras personas, ella tenía el tino de comportarse como se esperaba, sumisa y educada, apartándose ante la presencia de un hombre y obedeciendo sin chistar cualquier indicación de su marido. Pero en la intimidad familiar su actitud daba un giro total, y ella se comportaba de forma burda e irreverente, pretendiendo sentirse igual, cuando no superior, a él. Ome Técpatl había notado esta tendencia, e insistió en advertirle que tuviera cuidado y usara mano firme con ella, porque de otro modo acabaría dominándolo. -Esa muchacha no es sólo una humilde tlacotli de la Cihuapilli-, le había dicho su padre. –La confianza que la joven reina le tiene la ha convertido en una mujer de mucho carácter, y no te va a ser fácil dominarla. En los últimos días, esa tendencia de su mujer se había vuelto intolerable. No sólo había estado cuestionando constantemente su autoridad y burlándose descaradamente de él, sino que ahora pretendía manejarlo con cosas tan absurdas como esa del perro nahualli. Había llegado la hora de poner un alto a esta situación. Por cierto, el asunto ése del nahualli, merecía mayor atención. Como era de todos conocido, el destino final de los muertos era el reino del Mictlán, situado en las lejanas y tenebrosas regiones del helado norte, donde el intenso frío cortaba la piel como pedernal. El camino para llegar al Mictlán era largo y penoso, y el difunto tenía que pasar por nueve páramos que ponían a prueba su temple y su valor. Sin embargo, recibía una 37

valiosa ayuda si sus deudos practicaban para él los ritos funerarios correspondientes, que incluían por ejemplo el sacrificio de un itzcuintli para el cruce del río Chinahuapan, el primer páramo, y la quema junto con el cadáver de viandas y un jarro de agua para el camino, de mantas para el frío, y de otros amuletos como la joya que se ponía dentro de la boca del muerto, para que Mictlantencuhtli le permitiera la entrada al Mictlán. Pero si por cualquier motivo el fallecido no recibía los honores correspondientes, entonces no podía emprender el viaje al país de los muertos, y su espíritu quedaba condenado a vagar lúgubremente en este mundo, esperando el momento en que se le rindieran sus honras fúnebres o hasta la conclusión de ese xiuhmopilli, la gavilla o atado de 52 años que marcaba un siglo para aquellos pueblos, cuando se hacía la fiesta de Anematimiquiztin, una ceremonia destinada a dotar a esas almas en pena de lo necesario para su viaje. También era sabido que algunos de esos espíritus adquirían la facultad de apoderarse del cuerpo de algún animal, para vigilar el cumplimiento de los asuntos que dejaron pendientes en este mundo, conociéndose a ese ser poseído como su nahualli. Por su parte, Mixcoatzin era un hombre que había logrado tener casi todo. Digno descendiente de un noble linaje militar, guerrero valiente y victorioso por si mismo, había sido elevado a tencuhtli de su patria, Culhuacán, por el consejo de ancianos de la tribu. Ya como gobernante, obtuvo nuevas e importantes victorias militares, que consolidaban a su nación como la más poderosa de toda la región, amenazando con extender sus dominios, por alianza o por conquista, a todos los pueblos comprendidos desde la antigua Tollán hasta las remotas tierras del Mayab al sur, desde la costa Ulmécatl hasta las fértiles tierras de Michihuacán, donde recientemente se habían asentado unas belicosas tribus que se llamaban a si mismas Purembes. No conforme con su prestigio militar, Mixcóatl también había dedicado parte de sus esfuerzos a dar esplendor al creciente imperio culhua, contando para ello con la ayuda de dos de sus más refinados aliados, Xochicalco y Cholollan, que se habían distinguido por promover el desarrollo de una nueva civilización, en la que el pueblo aprendiera a apreciar los avances de su cultura en ámbitos distintos a la milicia y la religión. Una prueba de ese esfuerzo era la población de Mixquic, que el tencuhtli fundó en la rivera del lago. Sus pirámides coronadas por templos, sus amplias plazas jardinadas y sus edificios públicos, eran un ejemplo del nuevo arte de las tribus chichimécatl, tanto en sus frescos que recordaban a los santuarios prohibidos de Tollán, como en sus relieves en piedra, al estilo de las famosas estelas de Xochicalco. Pero el tencuhtli carecía de un heredero, un hijo varón al que entrenar para que continuara su estirpe. Pese a tener varias esposas, como era costumbre en hombres de su posición, solamente había engendrado mujeres con ellas, y eso le preocupaba sobremanera, sobre todo porque ya no era tan joven. De ahí que el deseo de tener un hijo se había convertido para él en una obsesión. Desafortunadamente, justo el día en que Ximalamatzin, su favorita en turno, le dio el ansiado varón, el cobarde cuartelazo de Matlacoatzin segó su vida, poniendo 38

además al pipiltzin en una delicada posición, ya que seguramente sería blanco de los esbirros de su vengativo primo. En resumen, un hombre poderoso, obsesionado por tener un hijo varón, es cobardemente asesinado y obligado a permanecer en este mundo al negársele los ritos que le permitirían ir al Mictlán. Su espíritu seguramente trataría con todas sus fuerzas de hacerse de un nahualli que le permitiera velar por la seguridad del objeto de su obsesión. ¿Pero escoger por nahualli a un humilde itzcuintli? Cualquiera pensaría que un hombre así no se conformaría con otro animal que no fuera un feroz océlotl, o una altiva cuauhtli. Cuando menos un astuto cóyotl. Pero no un animalillo tan insignificante como el itzcuintli. La única explicación posible era la que había insinuado su mujer -¡Otra vez ella, caramba!-: que había escogido al itzcuintli para poder estar cerca del pipiltzin, Pero, ¿Cómo iba a defenderlo? ¿Esquivando patadas y mordiendo tobillos? ¿O asustando a nadadores descuidados para que se ahogaran? Era absurdo. El estridente canto de un centzontli, un poco arriba de donde él se encontraba, lo sacó de sus pensamientos. Otro centzontli le contestó a la distancia, por la entrada de la poza. “Estarán marcando sus territorios”, pensó Chicome. El movimiento de su mujer allá abajo llamó su atención. Había salido del chorro de agua y se dirigía al campamento. “¡Vaya! Por fin va a trabajar”, concluyó él. “Luego me sale con que no le alcanza el tiempo, y yo tengo que limpiar niños. ¡Habráse visto!” El centzontli de arriba volvió a gritar, pero ahora le respondió un tzocuitl, que al parecer se encontraba en la zona de la salida de la poza. Curiosamente, otro jilguero le contestó casi desde el mismo lugar donde se encontraba el primer centzontli. Al parecer, los territorios de las aves nada más tenían efectos para los de su misma especie, ya que sólo pretendían conseguir hembras para aparearse. Y es que en un lugar como ése, donde la naturaleza era tan pródiga, difícilmente tendrían problemas para obtener su alimento, por muy exótico que fuera; y no necesitaban entrar en competencia con los individuos de otras especies por la comida. Mientras allá abajo Nahui se afanaba en lavar ropa, Chicome se entretenía tratando de hacer un mapa mental de los territorios de las aves, tomando como base los lugares desde donde emanaban los diferentes trinos. Era curioso oír cómo se comunicaban. Aunque era indiscutiblemente el canto de su especie, las sutiles variaciones en el volumen, las repeticiones y las omisiones, y hasta los tonos en que se emitían, conformaban un lenguaje muy variado, que seguramente transmitía información específica entre los individuos. Ahora era un tecólotl el que ululaba. Y también desde la misma posición arriba de él. Otro tecólotl le contestó desde la jungla, muy cerca de la playa. Era un grito fuerte y autoritario, pero algo desafinado, como si el pájaro hubiera estado impaciente por contestar. El primer tecólotl respondió, pero esta vez se le notó inseguro, sin dar la entonación esperada. Un tercero se unió a la discusión desde la zona de la entrada a la poza, con un curioso tono que parecía interrogativo. 39

Había algo raro en el canto de los búhos, pero Chicome no atinaba a ubicarlo. En ese momento ellos habían acaparado los trinos, y ya no se escuchaba a las otras aves. “Es extraño”- pensó el ex remero real. “El tecólotl es un animal nocturno, pero ahora hay varios aquí, a pleno rayo de sol”. Otra vez se oyó al ave que estaba cerca de la playa. Chicome aguzó la vista, tratando de ubicar al animal, que por la fuerza de su canto debía ser mas bien grande. Le pareció notar que algo se movía adentro de la jungla, por lo que fijó su mirada en ese punto. Contestó el pájaro de la entrada de la poza, y esta vez Chicome vio claramente el movimiento de algo que parecían plumas entre la maleza. Pero definitivamente no eran las plumas de un tecólotl. ¡Eran rojas! ¡Un pantécatl! ¡Estaban rodeados de guerreros! Sin que ellos se hubieran dado cuenta, habían sido localizados por un grupo de soldados enemigos, que ahora se disponían a atacarlos. Presa de la angustia, volvió la vista hacia su mujer, que seguía lavando ropa en el agua de la poza, totalmente ajena a la amenaza inminente. ¡Tenía que avisarle! Hacerle saber del peligro, y luego ver la forma de escapar de esta apurada situación. Desesperado, gritó tratando de imitar el aullido de un cóyotl, que ellos habían convenido previamente usar como señal de alarma. A pesar de que su imitación resultó bastante mala, o quizá a causa de ello, Chicome pudo ver que de inmediato su mujer reaccionó al llamado, volteando hacia la zona desde donde le pareció escuchar la voz de alerta. Pero era evidente que no alcanzaba a verlo, por lo que Chicome tuvo que acercarse al borde del precipicio para llamar su atención. Al sentir en él la mirada de Nahui, Chicome agitó los brazos como para decirle que estaban rodeados de guerreros. Al principio, le pareció que su mujer no entendía el mensaje, pero ante su insistencia ella pareció comprender y volteó hacia donde él señalaba. Desesperado, Chicome volvió a llamar su atención con insistencia, y cuando ella volteó de nuevo hacia él pudo ver con claridad, pese a la distancia, que la alarma se dibujaba en el rostro de su mujer. Ella empezó a hacerle señas desesperadas. El mensaje que le transmitía Nahui era evidente, por lo que de su cuerpo se tensó involuntariamente. Todavía alcanzó a escuchar el crujido de la hojarasca a sus espaldas, antes de que el golpe lo sumiera en la oscuridad. 1 07 Las pequeñas batallas de cada día El canto del cenzontle había puesto fin a una larga pausa de relajamiento para Nahui. Salió del chorro de agua fresca de la cascada y entró al agua con un elegante clavado, para luego nadar sin prisa hasta la orilla. Estaba decidida a empezar su trabajo del día, y se dirigió a la cueva para recoger la ropa que tenía que lavar.

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Hasta que llegó al refugio se percató de su desnudez. Buscó su falda y su huipil con la intención de vestirse, pero decidió que si iba a lavar, no tenía caso mojar su ropa, por lo que sólo se puso su tzomáxtlatl, que hacía las veces de bragas. Se asomó a ver cómo estaban los bebés, y encontró que mientras Quetzalli dormía profundamente, el pipiltzin estaba despierto, siguiendo sus pasos en la cueva desde el interior de su envoltorio con su enigmática mirada color miel, que hacía juego con los reflejos áureos de su tlahuiztli. -Hola, Topilli. Estás despierto, chiquito. ¿Será que tienes hambre? Lo levantó en brazos y le acarició la mejilla con el dedo, junto a la boca. El pequeño la miró con intensidad, pero no hizo ningún intento de chupar su dedo. Tampoco estaba sucio, ni parecía tener ningún malestar. Simplemente había agotado por el momento su sueño. Decidió que lo llevaría con ella, para que junto con Chichicapilli le acompañara en su trabajo. Salió de la cueva con el itzcuintli a un lado, el bebé en un brazo y un grueso envoltorio de ropa en el otro. Se dirigió hacia el agua, pero se detuvo junto a un mezquite de mediano tamaño que crecía a unos pasos de la orilla. Dejó a niño y perro a la sombra del arbusto después de asegurarse que no hubiera por ahí alguna alimaña que dañara al príncipe y se dispuso a entrar al agua con su tambache. La mañana era brillante y Tonatiúh caía a plomo, haciendo que el calor se volviera sofocante. Pero el agua se mantenía relativamente fresca, y los cantos de los pájaros animaban el ambiente. Con un suspiro, Nahui comenzó a separar la ropa que iba a lavar. Tomó los rebozos para empezar. Los metió al agua y una vez mojados los talló en una roca cercana. Seguramente alguien había tenido, alguna vez, el mismo trabajo que ella en ese lugar, porque pudo notar que la roca tenía su cara superior toscamente aplanada, con algunas canaladuras que permitían que el agua escurriera de vuelta a la poza. Incluso pudo ver que uno de los canales tallados era en realidad una grieta, que siguió intrigada con el dedo. “¿Será posible?”, pensó mientras empujaba suavemente la parte de la roca que quedaba por encima de la grieta. Para su sorpresa ésta se levantó sin dificultad, mostrando una pequeña cavidad tallada en la piedra. En su interior había dos envoltorios. Tomó uno de ellos y lo miró con curiosidad. Estaba segura de lo que era, pero para salir de dudas lo metió al agua y luego lo talló contra el payotl que estaba lavando. Al entrar en contacto con el agua, y luego con la tela, produjo una abundante cantidad de espuma, confirmando su creencia. Se trataba ni más ni menos que de un amolli. -¡Que Ehécatl cuide siempre de ti! Las bendiciones que Nahui dedicó a quien tuvo tanta previsión le salieron de lo más hondo de su pecho. Y es que desde su salida de Culhuacán, cada vez que tuvo que lavar ropa extrañó aunque fuera una mínima cantidad de jabón. Como no lo había tenido, la ropa sólo se había remojado sin lograr que quedara verdaderamente limpia. Guardaba mucha suciedad, y sobre todo mal olor que ofendía su sensibilidad. Además, la ropa mal lavada podía poner en grave riesgo la salud de los bebés. Pudo ver que este amolli era de maguey, una de las plantas mágicas que, con la previsión que le caracterizaba, el noble Ehécatl había dotado a sus criaturas. 41

Y es que el maguey tiene muchos usos: de sus hojas anchas y carnosas se obtienen fibras que pueden usarse para hacer mecates o tejidos bastos, confeccionar máscaras, costales, redes de todos tipos, correas para sandalias y otros objetos útiles. Las hojas también tienen una piel, que podía servir en vez del ámatl para la escritura de glifos y pictogramas; y hasta sus afiladas espinas tenían múltiples aplicaciones: podían servir como agujas para costura, alfileres, punzones, clavos, o instrumentos de sacrificio y penitencia. Su tronco tiene un corazón leñoso que tallado y debidamente horadado produce el técuatl o aguamiel, un exudado de la savia de la planta que tiene un sabor dulce y cuenta con propiedades medicinales. Si el técuatl es sometido a un sencillo proceso de fermentación, da lugar al meoctli o pulque, una bebida de baja graduación alcohólica que es la favorita entre los pueblos de Mesoamérica desde tiempos inmemoriales. Por último, sus raíces secretan una pulpa conocida como amolli, que al contacto con el agua produce una espuma abundante con propiedades detergentes, por lo que era usada en estas tierras como jabón. Ciertamente, el amolli de maguey dejaba un ligero rastro urticante en la ropa lo que obligaba a enjuagarla abundantemente, pero este rastro era mucho menor que el que producían otras plantas amolientes, tales como los bulbos de nardo. Animada por el sorprendente y oportuno descubrimiento, Nahui acometió su labor con entusiasmo. Pronto se dio cuenta que la tapa de roca que cubría los amoltin servía perfectamente como jícara para el agua, permitiéndole enjuagar la ropa con rapidez. Definitivamente, quien había hecho esta labor en la roca merecía todas las bendiciones. De los rebozos pasó rápidamente a los pañales, y de ahí a la ropa de su marido y la suya propia. Al poco rato, el tambache había disminuido bastante y ya sólo le quedaban unas cuantas prendas por enjuagar, además de las que en ese momento estaban usando los niños y ellos. Pensó por un momento en lavar el ayatli de Topilli, pero decidió que era mejor idea poner a secar la ropa que ya había lavado, por lo que comenzó a guardar los restos de amolli en su lugar. De repente, un alarido llamó su atención. Mientras ella lavaba, había estado escuchando todo un coro de aves en la poza, si bien no les había prestado mucha atención. Pero éste grito era diferente. Parecía el aullido de un cóyotl, aunque este pobre animal debía tener un severo problema de garganta, porque su grito había resultado bastante desafinado. -¡Chicome! ¡Ése no es un cóyotl, es mi marido!-, exclamó incoherentemente en voz alta, al caer en cuenta de que se trataba de la señal que ambos habían convenido para comunicarse a distancia. Como si hubiera estado animada con un resorte, se levantó de inmediato, dirigiendo su mirada a lo alto del paredón de caliza, justo donde éste se confundía con la jungla de la tlazoltócatl. El aullido parecía haber salido de allí, pero no había rastros de su marido por ningún lado. “¿Donde está?”, pensó con aprehensión mientras recorría la zona con inquieta mirada. 42

Entonces lo vio. Se había asomado al borde del precipicio y le hacía señas con desesperación. Pero, ¿qué le quería decir? Ella no entendía nada. Con los movimientos de su brazo, Chicome parecía referirse a todo en rededor, y luego se detuvo a señalar un punto a espaldas de ella, cercano al lugar por donde el río entraba a la poza. Instintivamente, ella volteó hacia esa dirección, pero no encontró nada fuera de lo normal. Volvió de nuevo la vista hacia su marido, y se quedó como petrificada. Un chichimécatl, ataviado como guerrero, se acercaba sigilosamente a Chicome por la espalda blandiendo una enorme maquiáhuitl. Alarmada por esa inesperada presencia, ella trató frenéticamente de advertirle; pero cuando él comprendió era demasiado tarde: el extraño se le había abalanzado, descargando un fuerte golpe de la macana sobre su inerme figura. Su pecho se estremeció cuando vio caer a su marido, víctima del estacazo que le propinó su sigiloso atacante. El contundente golpe de la maquiáhuitl había resonado con inusitada fuerza en todo el perímetro de la poza, y a Nahui le pareció que un halo de sangre y otros tejidos había acompañado al brutal impacto. Aunque quedó momentáneamente paralizada por la impresión que le causó la artera agresión a Chicome, Nahui se obligó a reaccionar. Un gran peligro le amenazaba, y su marido había tratado de advertirle. Sin pensarlo dos veces, la muchacha se fue a toda prisa sobre el envoltorio donde estaba el pipiltzin, y lo agarró al vuelo para internarse en la relativa protección de la jungla, siguiendo el improvisado sendero que habían abierto cuando llegaron a la poza. Una vez adentro, hizo un brusco giro a su izquierda, y regresó unos cuantos largos entre la tupida maleza, para acercarse al borde y mirar: tres guerreros más, surgidos de quién sabe dónde, se aproximaban a toda carrera al punto donde ella había penetrado en la espesura, lanzando escalofriantes gritos de batalla que le pusieron los pelos de punta. Al ver a los fornidos soldados internarse en el follaje por el punto donde ella había entrado, se sintió perdida. Estaba convencida de que no les costaría mayor trabajo seguir su rastro, y ella se encontraría indefensa. Pero para su fortuna, ellos siguieron de largo por el sendero y se perdieron en la maleza junto con sus destemplados alaridos.

¡Quetzalli! ¡Su niña, su preciosa plumita, se había quedado en la cueva! Presa de la angustia, su primera reacción fue lanzarse hacia allá para recuperar a su hija. Pero su agudo sentido común le alertó, y decidió esperar unos momentos. Quería asegurarse que todos sus atacantes hubieran salido en su búsqueda. Ese breve momento de espera le salvó el cuello, porque otros dos personajes salieron de su escondite para mostrarse en la playa arenosa. Uno de ellos estaba extraordinariamente ataviado con un atuendo y un tocado que recordaban a un feroz océlotl; tenía un aire de autoridad y suficiencia que no compartían los soldados que la habían seguido. Con seguridad era el jefe, el oficial al mando. 43

El otro, un anciano bajo y delgado, era todo un enigma. Definitivamente no tenía ni físico ni atuendo de guerrero. Tampoco traía joyas ni finas vestiduras. Parecía un macehualli común y corriente, pero el militar se estaba dirigiendo a él con cierta deferencia. Nahui esperó para ver qué hacían. Tras vadear la poza para llegar a la rivera frente a las cuevas donde ella había estado lavando la ropa, el oficial se encaminó hacia la maleza, dispuesto a seguir a sus hombres. Pero el anciano le llamó, y al parecer le convenció de seguir otro camino. Nahui sintió que su pecho se oprimía cuando comprendió su estrategia. Sin pensarlo dos veces, ambos hombres se dirigieron directamente a la cueva que era su campamento, y desaparecieron en su interior. Se escuchó un estridente grito de su hija, que cesó bruscamente. Poco después, reaparecieron ambos personajes llevando con ellos a Quetzalli, que sollozaba débilmente, contrario a su costumbre. La furia le empezó a nublar la razón a Nahui, al percatarse de que habían golpeado a su niña. Le habían quitado a Quetzalli su ayatli, y la miraban con atención. El anciano negó con la cabeza y el militar la puso en el suelo sin ninguna delicadeza, con una mueca de desagrado; pero el viejo la levantó y la volvió a envolver en la manta, acunándola hasta que la niña se calmó. El oficial se dirigió hacia la selva, y haciendo bocina con sus manos imitó con gran perfección el ulular de un tecólotl. Estaba llamando a sus subordinados. Al poco rato, Nahui escuchó el rumor de pasos apresurados en el sendero de la jungla, y aparecieron dos de los soldados que de inmediato se presentaron a reportar ante su jefe. Unos minutos mas tarde, llegaron los otros dos guerreros llevando en andas a Chicome, inconsciente y sangrando profusamente de la parte posterior de la cabeza. Una vez que estuvieron todos reunidos, el anciano se dirigió a ellos para exponerles el curso de acción que seguirían en adelante, y todos asintieron respetuosamente excepto el oficial, que lo hizo con marcado desdén. No parecía difícil adivinar sus intenciones. Al parecer los habían estado vigilando cuando menos desde el amanecer, ya que sabían perfectamente dónde habían asentado su campamento. También sabían que llevaban con ellos no a uno, sino a dos bebés; y muy probablemente conocían, o cuando menos sospechaban, la identidad del pipiltzin, ya que la inspección que habían hecho a Quetzalli indicaba que buscaban a alguien en concreto. Nahui no veía muy claro por qué habían tardado tanto en atacarlos, pero estaba segura de que ahora usarían a su hija y a su maltrecho marido como anzuelo, para pescarlos a ella y a Topilli. En estas condiciones, los objetivos de Nahui eran obvios. En primer lugar, tenía que mantener oculto y alejado al príncipe, cuando menos hasta darse cuenta de las intenciones de sus enemigos. Luego, tendría que evaluar la posibilidad de rescatar a su hija y a su marido, en ese orden. Y si no era posible, tendría que esperar hasta ver qué hacían ellos. ¡Qué fácil!

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Para terminar con el cuadro, ella estaba semidesnuda y desarmada, tratando de refugiarse con un bebé y un perro en una maraña vegetal, llena de alimañas ponzoñosas. Un nuevo movimiento de los guerreros captó la atención de Nahui, interrumpiendo sus meditaciones. Dos de ellos se dirigían de nuevo al sendero, seguramente con instrucciones de seguirlo de nuevo, pero ahora con más cuidado, para tratar de averiguar por dónde se les había escabullido su víctima. La ansiedad de Nahui subió de tono cuando los vio penetrar en el sendero, pero luego decidió que tenía que hacer algo para defenderse. Volviéndose en silencio hacia la jungla, empezó a buscar un lugar para poder dejar relativamente seguro al bebé, pero no había ninguno. Lo mejor sería llevarlo con ella, pero no podía ser en brazos, porque seguramente los ocuparía para poder defenderse. Necesitaba algo para sujetar al niño a su espalda, pero no encontraba nada a mano. A menos que… Sin pensarlo mucho, se quitó su tzomáxtlatl, y razgándolo por las costuras consiguió darle el largo suficiente para atarse firmemente al bebé a la espalda. A continuación, dedicó su atención a buscar algo que le sirviera como arma. Probó con varias ramas, pero ninguna le parecía adecuada: muy corta, muy larga; muy ligera, muy pesada; muy gruesa, muy delgada; muy frondosa, muy… ¿buena? Por fin dio con una que podía servirle. Era un poco pesada, lo que no le permitiría mucha movilidad, pero su golpe podía ser contundente y eso era bueno si conseguía emboscar y sorprender a alguno de sus atacantes. Animada con su hallazgo se ocultó atrás de un árbol, buscando la manera de descargar su golpe sin que le estorbara la maleza. Los soldados estaban justo en el punto por donde ella había abandonado el sendero, aunque no podían estar seguros que así hubiera sucedido. Conferenciaron rápidamente y decidieron separarse: mientras uno de ellos seguía adelante, el otro entraría a investigar ese lugar. El guerrero entró lentamente a la selva, como si temiera una emboscada. Avanzó hacia donde se encontraba Nahui, que ya se preparaba para atacar, pero se desvió abruptamente a menos de dos largos de distancia de ella. Siguió caminando, pero ahora se alejaba. Nahui sabía que no debía seguirlo, porque el sonido de sus pisadas la delataría, y en una confrontación directa no tendría ninguna posibilidad. Parecía que había perdido su oportunidad. El soldado caminó en redondo, buscando signos de presencia humana reciente; y al parecer los encontró, porque se detuvo justo en el lugar en que ella había estado vigilando a quienes estaban en la poza. Nahui pensó que el individuo saldría a descubierto por allí, pero él se volvió y vino de regreso. Seguramente confiaba que una mujer no sería enemigo suficiente, y no tenía caso pedir la ayuda de los demás si él solo podía capturarla. El guerrero avanzó cautelosamente, con absoluta concentración. El ligero chasquido de una rama fue suficiente para que volteara con rapidez, listo para entrar 45

en acción. Pero era demasiado tarde. Una pesada rama le golpeó fuertemente en el rostro. “¡Esta va por mi marido!”, pensó Nahui al ver al guerrero desmayado, con el rostro convertido en una masa sanguinolenta. No sabía si se trataba del agresor de Chicome, pero esto le daba un buen tanto en el peligroso juego de tlachtli en el que se había metido. Además había un bono extra: el soldado iba armado hasta los dientes, con una excelente maquiáhuitl, átlatl y flechas, y un magnífico cuchillo al cinto. Sin pensarlo demasiado, Nahui se colgó al hombro, junto al pipiltzin, el arco y el saco con las flechas; se acomodó el cuchillo entre los senos y el atado de su desgarrado tzomáxtlatl, y pulsó la macana para sentir su peso. No era precisamente ligera, pero era más fácil de maniobrar que la rama con que puso fuera de combate al sicario que yacía a sus pies. Estaba sorprendida de si misma. Nunca se imaginó que alguna vez podría reaccionar así a una situación extrema. Y tenía que reconocer que no le había costado demasiado trabajo hacerlo, como si las mieles de Tezcatlilpoca le fueran familiares. Pero la sorpresa no podía durar. En poco tiempo, los demás extrañarían la ausencia de su compañero y entonces entrarían a su refugio a buscarlo, esta vez preparados para lo peor. Caminó de nuevo hacia el lugar donde podía espiar a los de la poza. El yaocélotl y el huehuepilli estaban hablando de nuevo y dos subalternos permanecían aparte, como esperando órdenes. Vio que Quetzalli seguía en brazos del anciano, quieta y sin llorar, y que Chicome estaba derrumbado como costal de maíz, sin dar mayores señales de vida. El oficial y el viejo estaban tentadoramente cerca de su puesto, y por un momento Nahui acarició la idea de dispararles una andanada de flechas con la esperanza de sembrar la confusión y rescatar a su hija. Pero ella apenas había tirado con arco en un par de ocasiones con su marido y nunca pudo hacer algún blanco, por lo que tuvo que reprimirse para seguir observando la escena sin intervenir… No fue un ruido, ni tampoco un movimiento que hubiera podido percibir. Simplemente sintió que alguien la asechaba. Al principio, pensó que el soldado que derribó podría haber recuperado el sentido, y ahora trataría de recuperar también sus armas y su dignidad; pero alcanzó a ver de reojo que el pobre tipo seguía tirado como fardo a su izquierda. Entonces comprendió: tenía que ser el otro guerrero, que después de haber seguido por el sendero sin encontrar nada había regresado e, intrigado por la ausencia de su compañero, había acudido a investigar, encontrándose con la muchacha que descuidadamente espiaba a los demás. Rápidamente, casi con desesperación, Nahui evaluó sus posibilidades. Su agresor debía estar muy cerca, pero no tanto como para golpearla con su espadón o ya lo hubiera hecho. Podía voltear y tratar de enfrentarlo, pero sabía que perdería. Por otro lado, si salía a descubierto a la poza, se enfrentaría no a uno sino a cuatro adversarios; pero ellos no la estarían esperando, lo que le daba una oportunidad. 46

Sin pensarlo mucho, se lanzó hacia adelante con un grito estridente. 1 08 Chimalma

La sorpresa surtió efecto: en cuanto Nahui salió de la maleza, se fue a toda carrera sobre los principales con la intención de arrebatar a Quetzalli de los brazos del anciano, quien junto con el encopetado yaotequihuac le miraban boquiabiertos. Este último alcanzó a reponerse y se interpuso en su camino, más para proteger al viejo que para evitar que ella se llevara a la niña, pero obligó a la muchacha a desviar su carrera hacia la derecha. Los soldados que hacían guardia reaccionaron y de inmediato empuñaron sus arcos y apuntaron sus flechas a la osada amazona fuertemente armada pero desnuda que tan súbitamente había aparecido, cuando se oyó la voz del anciano gritar: -¡Atención! Ambos guardias le miraron de reojo y dispararon sus flechas, pero Nahui ya se había internado en las aguas poco profundas del vado que la llevaría a la playa arenosa, y sus tiros resultaron demasiado altos. El yaotequihuac empuñó su lanza y se disponía a lanzarla cuando Chichicapilli llegó a clavarle una oportuna dentellada en un tobillo, para después salir corriendo en pos de su ama. La ornamentada jabalina voló por los aires, y fue a perderse entre la maleza, muy lejos del blanco al que estaba destinada. Nahui salió del agua con el itzcuintli pegado a sus talones, y siguió a todo correr por la playa hasta perderse en la selva, justo por el lugar donde había visto aparecer por primera vez al jefe ocelote. Tal como lo hizo la vez anterior, Nahui siguió algunos largos por ese improvisado sendero antes de torcer bruscamente a la derecha, por la primera oquedad que encontró en la pared vegetal que la rodeaba. Pero en esta ocasión el hueco al que entró no conducía a ningún lado, por lo que tuvo que abrirse paso a través de la maleza usando la maquiáhuitl, regresando hasta llegar cerca de la orilla de la selva. Una vez allí, se las ingenió para abrir un pequeño hueco en la jungla que le permitiera ver lo que sucedía en la poza. El oficial hacía exagerados aspavientos llevándose las manos al tobillo, mientras el viejo sonreía condescendiente. Los dos soldados que habían intentado flecharla se habían acercado al que la había asechado allá del otro lado, y que ahora cargaba con dificultad al último guerrero, el que ella había dejado fuera de combate. Quetzalli permanecía en brazos del anciano, y Chicome seguía en el suelo como costal. Por el momento, la situación era de empate. Pero ellos seguían con ventaja, al tener en su poder a su familia. Eso la obligaba a permanecer cerca, y a tomar riesgos que de otra forma no correría. Nuevamente los soldados se habían juntado alrededor de su oficial para recibir instrucciones. Estas fueron breves y precisas, ya que el jefe océlotl sólo pronunció unas cuantas frases que por supuesto Nahui no consiguió descifrar. El anciano también dijo algo, como remarcando algún punto especial de las nuevas órdenes, y 47

cuando hubo terminado los tres guerreros se dispusieron a poner en práctica su plan. Al parecer, éste consistía en otra búsqueda en la jungla, porque cruzaron el vado para penetrar en la maleza, por donde ella lo había hecho. Aprovechando el ruido que los soldados hacían, Nahui avanzó unos largos paralela al límite de la selva, pero ahora cuidando de cerrar el camino a sus espaldas, para así poder disfrazar sus huellas a los cazadores. Mas adelante encontró una robusta ceiba que le podría servir para ocultarse. Para tapar su rastro, caminó varios largos más antes de abrir un pequeño claro con tres boquetes, y después volvió cuidadosamente sobre sus pasos hasta la ceiba para trepar a ella, cuidando siempre ascender por el lado oculto a la poza, hasta que encontró un punto desde donde pudiera observar tanto los movimientos de sus perseguidores, como a quienes estuvieran en la poza. Los perseguidores habían llegado al lugar donde ella había cerrado el camino, y pudo notar su confusión cuando se dieron cuenta que la pista se perdía en ese lugar. No obstante, alguno de ellos debió percatarse del engaño, porque después de alertar a sus compañeros se encaminó decidido, abatiendo la maleza con su espadón hasta que el paso que había abierto Nahui reapareció con claridad. Los tres hombres avanzaron con rapidez, hasta encontrar el claro con los boquetes, y ahí se detuvieron indecisos. Nahui había esperado que cada quien siguiera inmediatamente un camino, con la esperanza de aislarlos y así tener oportunidad de sorprender a uno; pero dudaban en hacerlo, y eso le hizo pensar a la muchacha que los principales les habían advertido que no se separaran. Como si la hubieran escuchado, los tres juntos acometieron el primer boquete. Nahui comprendió que tardarían bastante en su inútil búsqueda, porque seguramente agotarían las tres posibilidades antes de rendirse. Además, actuando todos juntos no le daban oportunidad de pillar a alguno. Era el momento de pensar en otra táctica. Volvió su atención a los de la poza. El yaotequihuac oteaba la jungla, como queriendo adivinar la ubicación de sus hombres en base a los ruidos que llegaban a él; pero no lo hacía con mucho éxito, porque estaba volteado hacia el lado opuesto de donde estaban ellos. El huehuepilli, por su parte, había dejado a Quetzalli a la sombra del mismo arbusto donde ella había puesto antes a Topilli y se había acercado a Chicome, que todavía yacía inconsciente. Arrodillado junto a su marido, el viejo parecía estarlo auscultando, aunque a esa distancia no podía asegurarlo. Lo cierto es que el viejo estaba solo y descuidado, y era una lástima que ella no pudiera aprovechar esa situación. O quizá si podría… Desde su elevada posición, Nahui podía ver que el río emergía de la poza y hacía una cerrada curva a la izquierda, quedando fuera de la vista desde allí, y pasando después a un trecho no demasiado lejano del árbol donde estaba trepada. Animada por esa posibilidad, Nahui bajó a toda prisa de la ceiba, y una vez que se cercioró que los buscadores estuvieran a prudente distancia, comenzó a abrirse paso por la maraña vegetal en dirección contraria a la poza y hacia los rápidos del río, no sin antes cubrir ese rastro lo mejor que pudo. 48

Estaba tardando mucho tiempo en llegar al río, y hasta pensó que había errado el camino, pero por fin escuchó el rumor de la corriente. No obstante, tuvo la precaución de asomarse a ella antes de salir a descubierto, para que no la fueran a ubicar sus frustrados perseguidores. Pero ellos al parecer habían tomado un rumbo diferente, porque les oía bastante lejos a sus espaldas. La corriente en ese punto atravesaba una zona de rápidos poco profundos, pero el ancho del río, y la necesaria lentitud de su cruce, la dejarían expuesta por más tiempo del que ella hubiera deseado. Pero no había alternativa. Escogió para cruzar un punto donde un esbelto tronco había caído sobre la corriente, llegando su punta a poco más de la mitad del cauce. Aseguró sus armas lo mejor que pudo, entró al agua con decisión, y agarrándose del árbol caído consiguió avanzar con relativa rapidez. Cuando llegó a la punta, decidió que lo mejor era continuar agachada, para permanecer en lo posible fuera de la vista. En ese momento sintió un movimiento en su espalda que la sobresaltó. Era Topilli, que reaccionaba a la temperatura del agua al mojarse su ayatli. -Lo siento, chiquito.- dijo Nahui en voz alta. Ella hubiera querido ahorrar al pipiltzin la molestia, pero era imposible. Ahora fue un quejido desolado lo que llamó su atención. Provenía de Chichicapilli, que le había seguido hasta la punta del árbol, pero que no se atrevía a continuar porque se lo llevaba la corriente. Nahui no tuvo más remedio que regresar por él, y asegurándolo contra su pecho, continuó su camino. Un poco mas adelante, Nahui resbaló en una piedra que no estaba fija al fondo, y cayó a una hoya que se abría a sus pies, sumergiéndose en el agua los tres. Con mucho trabajo consiguió levantarse, escurriendo agua por todos lados. Las boqueadas de sus acompañantes, en su busca desesperada de aire, parecían reprocharle su torpeza. Por suerte, no había perdido pasajeros ni armas. Finalmente llegó a la otra orilla, y de inmediato se internó en la maleza. Avanzó unos pasos y encontró un claro en la selva, ocupado por una roca grande y plana donde estaría relativamente a salvo de las alimañas. La piedra estaba caliente por el sol, pero Nahui recogió un puñado de hojas secas que esparció en su superficie, para sentarse en ella. Entonces pudo dedicar un poco de tiempo para reparar los daños causados en el cruce del río. Al caer en la hoya se había golpeado con fuerza la rodilla contra una roca, y un feo raspón adornaba su piel, dejando escapar un hilo de sangre. Además, el roce del cuchillo en su pecho le había escoriado la piel, y el contacto con el agua le había aflorado la sensibilidad. Ni modo; no había forma de atender sus heridas en ese momento, así que sólo se las limpió lo mejor posible. Sabía que no debía estar ahí mucho tiempo, porque le esperaba un largo camino para rodear la corriente y llegar de nuevo a la poza por la ladera de la tlazoltócatl antes del anochecer. Pero para emprender la aventura, necesitaría asegurar niño y armas como lo había hecho antes, y eso no sería posible con las ropas mojadas, ya que Topilli estaría inquieto y podría ocasionar un desaguisado. Desanudó su desgarrado tzomáxtlatl, y liberó al príncipe. El bebé tenía los labios morados, y le temblaba la barbilla, pero no se quejó. Le quitó la ropa mojada y lo abrazó para que entrara en calor. 49

A la luz de Tonatiú, el contraste entre su piel, saludablemente oscura, y la extrema palidez del niño, le sorprendieron. Hasta ese momento, no había reparado en que su color bien podía ser más claro aún que el de su madre, que hasta en el nombre llevaba la blancura de su tez. Francamente, el color claro era un tanto chocante para los habitantes de estas tierras, por no decir que era repelente, casi una aberración que le hubiera merecido una muerte piadosa al nacer, de no haber sido por su noble origen y las tormentosas circunstancias que rodearon su alumbramiento. Aún ella, familiarizada con ese tono de piel en personas cercanas, no pudo dejar de impresionarse con el contraste que veía en ese momento. Pero el pequeño no tenía culpa de tamaña deformidad, y ella sí tenía un compromiso bien claro para con él, así que se esforzó en apartar de su mente esos pensamientos, y mejor aprovechó el tiempo para amamantarlo y acicalarlo, acomodándole de nuevo el tlahuiztli en su escaso cabello castaño. “¡Es extraño!”, pensó. “Este amuleto pudo haberse perdido varias veces, pero parece saber que tiene que estar con el pipiltzin”. Exprimió la ropa del niño lo más posible, y luego la extendió en la roca para que se secara. Lo caliente de la piedra y la fuerza del sol harían el trabajo con rapidez. Había cuatro piezas de ropa del bebé: un rebozo para envolverlo, una pequeña camisa, su pañal y su ayatli. En las condiciones actuales era un exceso de ropa, sobre todo porque ella no tenía nada más que su tzomáxtlatl, que había tenido que desgarrar para asegurar al niño a su espalda. Usaría el rebozo. Lo anudó alrededor de su cintura, y se lo acomodó para que le sirviera como braga. Luego vistió a Topilli con su camisa y su pañal, y lo envolvió lo mejor que pudo con su capa. La ropa no estaba totalmente seca, pero el niño se dejó vestir sin inquietarse. Por último, se lo aseguró de nuevo a la espalda con los jirones de su tzomáxtlatl; se acomodó nuevamente el arco y el saco de flechas en el hombro izquierdo, y el cuchillo entre los senos tratando de evitar la piel escoriada, y empuñó el espadón. Estaba lista para partir. Acometió la jungla con decisión, guiándose por el rumor del río a su derecha. Parecía dotada de una fuerza sobrehumana, abriéndose paso por el muro vegetal, y sólo se permitió breves y espaciados descansos. Pero el camino era demasiado largo. En un momento dado, se acercó a la orilla para medir su avance, y al asomarse a la corriente no pudo evitar el desaliento: la poza todavía no estaba a la vista desde ese lugar. Calculó la hora por la posición del sol, y se percató que era media tarde. Hacía tiempo suficiente que había dejado a sus perseguidores tras la pista falsa. Para ese momento ya habrían claudicado en su búsqueda, presentándose con las manos vacías al yaocélotl. ¿Cuál sería ahora su estrategia? ¿Abandonarían la búsqueda y regresarían a su lugar de origen? ¿O estarían tratando de atraerla con un sebo irresistible para agarrarla? Algo era seguro. Si volvían a poner las manos sobre su preciosa Quetzalli, o sobre el maltrecho Chicome, ella no descansaría hasta hacerles pagar por su osadía. Tenía que llegar a la poza. Antes del anochecer. 50

El momentáneo desaliento se convirtió de nuevo en férrea resolución. Si la jungla era un enemigo, había que tratarla como tal. Los golpes de maquiáhuitl arremetieron nuevamente contra la selva. El sudor le escurría copiosamente por el rostro, provocándole un molesto escozor en los ojos. Sus brazos hacían un terrible esfuerzo para seguir blandiendo la macana, y el pipiltzin a su espalda pesaba como una roca. Pero su avance había sido asombroso. Al asomarse de nuevo hacia el agua, se encontró con que había llegado ya a la selva de la tlazoltócatl. La ribera de la poza, con su cubierta de suave hierba, se extendía frente a ella tranquila, inmaculada, desierta. ¡Desierta! ¡No estaban! ¡Los soldados y el viejo se habían ido! Tampoco había rastros de su hija, ni de su marido. “¡Tonta de mí!”, pensó Nahui con desesperación. “Me he tardado tanto en llegar aquí, que ellos debieron creer que me había ido”. Por un momento, estuvo tentada de salir a revisar la zona. Pero algo en su interior le decía que todo era una trampa. Volvió a mirar, ahora con detenimiento. Todo estaba demasiado compuesto, demasiado arreglado. Demasiado artificial. No estaba la ropa que ella había lavado, antes de empezar con las carreras y las angustias. También había desaparecido todo rastro del fogón que habían usado desde la tarde del día anterior. Parecía como si nadie hubiera acudido al lugar en varios días. Recordó el momento cuando llegaron allí: todo el panorama tan prístino, tan virginal. La frescura del agua, los vivos colores de la naturaleza, multitud de pájaros revoloteando y cantando. Casi como ahora lo veía, pero… Pájaros. Cantos. Eso era justamente lo que ahora faltaba, lo que le daba esa cualidad de “artificial” al ambiente. El silencio era absoluto, impenetrable. Como si algo o alguien asustara a las aves. Sí. Definitivamente era una trampa. Con seguridad, los guerreros estaban apostados en diferentes lugares alrededor de la poza, listos para saltar en el momento en que ella apareciera. Eso significaba que su familia también tenía que estar cerca, y las posibilidades de su estrategia seguían vigentes. Recorrió con la vista todo el perímetro, tratando de ubicar el emplazamiento de los soldados; pero no había señales de ellos. Ahí debían estar, vigilando la poza como ella, pero no podía encontrarlos. Sólo le quedaba un camino: salir a descubierto, para hacer saltar la trampa. Otra vez un riesgo calculado; pero ahora la apuesta era mas alta, porque en esta ocasión la estaban esperando y ella no conocía la posición de sus contrincantes. Confiando en que no hubiera algún soldado cerca, regresó por donde venía, y a cierta distancia abrió un pequeño claro, seguido de un par de falsas salidas, y una tercera donde dejó la maquiáhuitl, y que luego cubrió con un enorme helecho que crecía en el lugar. Al terminar volvió a la orilla de la jungla, afirmó las ataduras del pipiltzin a su espalda y, tras hacer el tlalcualiztli con el que invocó la protección de los dioses, empuñó arco y flecha, apartó las últimas plantas y salió de la maleza. 51

En cuanto pisó la hierba de la ribera de la poza, Nahui corrió en dirección a las cuevas. A los pocos pasos, escuchó claramente el canto de un jilguero, que se oía del lado de la playa arenosa, más o menos desde el punto por donde ella se había escapado la vez anterior. El supuesto canto del ave, obviamente distorsionado por la sorpresa y la precipitación de su emisor, confirmó a Nahui sus sospechas de una trampa. Cabía esperar que en cualquier momento un atacante le saliera al paso. Cuando lo pensó por primera vez, le pareció descabellado ir hacia las cuevas, porque desde ese lugar le sería más difícil escapar. Pero también parecía lógico esperar que el huehuepilli y Quetzalli estuvieran escondidos ahí; y si ella lograba rescatar a su hija, y tomar al viejo como rehén, se apuntaría un sonoro triunfo, que inclinaría esta pequeña guerra a su favor. En ese momento, el yaocélotl y uno de sus esbirros salieron a descubierto en el lugar desde donde se había escuchado al jilguero, y empuñando sus arcos le dispararon una andanada de flechas, pero sus tiros resultaron demasiado altos. Nahui llegó a la cueva que había sido su campamento, y espió al interior. Alcanzó a ver un movimiento brusco, y se apartó de un salto, justo en el momento en que un golpe de maquiáhuitl zumbaba a un palmo de sus narices. Sin pensarlo, empuñó el arco y disparó una alocada flecha al interior. Un agudo lamento acompañó al crujido de la flecha, al hacer blanco en un cuerpo. Sobresaltada, Nahui se volvió y emprendió el regreso. Una nueva rociada de flechas silbó a su alrededor, pero sin que ninguna la tocara. Otro guerrero venía a toda prisa por el vado con intención de cortar su carrera; pero aún estaba demasiado lejos, y ella calculó que llegaría a la entrada de la jungla, antes que el otro terminara de salir del agua. El soldado, comprendiendo que no llegaría a tiempo para cortar la retirada de la amazona, empuñó su arco y disparó. Nahui vio venir la flecha, pero era demasiado tarde para esquivarla, y sólo alcanzó a levantar el brazo izquierdo para cubrirse. Un agudo dolor hizo estallar en llamas su antebrazo, pero ella no detuvo su carrera, ni dejó caer el arco; entró a toda prisa a la jungla, y continuó hasta llegar al lugar donde había dejado la maquiáhuitl, apostándose tras el helecho. El soldado había entrado a la selva a pocos pasos detrás de ella, y siguió por el sendero que Nahui había preparado, hasta encontrar las dos salidas falsas. Se detuvo confundido y, tras una breve vacilación, se volvió bruscamente con el arco listo para disparar, cuando una enorme planta se le vino encima, desarmándolo limpiamente. Todavía alcanzó a ver el rostro de Nahui, contorsionado por el dolor y el esfuerzo, antes de que la macana le golpeara el costado, y lo enviara dando tumbos contra la maleza. Ni siquiera pudo incorporarse antes de que un segundo golpe lo dejara inconciente.

1 09 Totepeuh y Cuauhpatlatzin Su mente se negaba a aceptar los mensajes de alarma que le enviaban sus sentidos. Con ojos desorbitados, Nahui contempló largamente la flecha, que estaba 52

profundamente incrustada en la cara interna de su antebrazo, con la punta apenas por debajo de la piel en su cara externa. Oleadas de intenso dolor le subían por el brazo hasta el hombro, y de ahí se irradiaban al cuello y la espalda, como si los tuviera envueltos en fuego. El penetrante olor de su propia sangre la mareaba, y hasta temió perder la conciencia. Tenía que hacer algo pronto. Con su mano derecha cogió la flecha, cerró con fuerza los ojos y, apretando las quijadas, dio un fuerte jalón para sacársela del brazo. No pudo reprimir un grito de dolor. Cuando juntó el valor necesario para abrir los ojos, se encontró con un enorme chorro de sangre que brotaba de un agujero grande como pozo en su antebrazo. Alarmada, se levantó de un brinco haciendo resollar al príncipe en su espalda. Con torpeza por la apuración, empezó a desanudar el rebozo de su cintura, acabando por arrancárselo. Ayudándose con los dientes, cortó un jirón de la tela, y se lo envolvió en la herida lo más fuerte que pudo. La sangre y el dolor cedieron, y ella consiguió al fin tranquilizarse un poco. Las palpitaciones que sentía subir por el brazo hasta el hombro, contrastaban con un curioso hormigueo que le bajaba y corría por el borde de la mano, y el dedo meñique. Intentó mover el dedo, y descubrió que no le respondía; sólo sentía ese espantoso cosquilleo, que aumentaba con sus esfuerzos y disminuía si dejaba quieto el dedo. Agarró el arco y lo tensó. Mientras aumentaba la fuerza, el arco comenzaba a temblar en su mano; pero podía sostenerlo con relativa firmeza, la necesaria en todo caso para disparar, aunque la flecha no llegara muy lejos. Entonces volvió su atención al guerrero que yacía junto a ella. Estaba hecho ovillo y tenía un fuerte golpe en un costado de la cabeza, aunque no sangraba casi nada. Se acercó y lo movió, pero él no reaccionó. Tenía para un buen rato inconsciente. Pensó en atarlo para evitar un posible desaguisado, pero prefirió usar el resto de tela otra vez como calzón, así que se lo anudó torpemente a la cintura. En los últimos minutos la luz había comenzado a disminuir, anunciando el ocaso. Nahui decidió acercarse a la orilla de la selva para ver lo que estaban haciendo sus enemigos, los que quedaban, antes de que la oscuridad se lo impidiera. Cuando se asomó de nuevo a la poza, quedó sorprendida al ver que ellos se habían concentrado en este lado, alrededor de un enorme montón de leña que habían apilado justo donde ella tenía su fogón. El yaocélotl estaba rociando la pila de leña con un líquido oscuro y viscoso, vertiéndolo de un pequeño recipiente que traía colgado al cuello con una correa de cuero. Una vez que terminó, cogió de manos del guerrero a su lado una tea encendida que aplicó a la pila, en el lugar donde vertiera el líquido misterioso. Ante el asombro de Nahui, al contacto con la tea la pila de leña estalló en llamas, convirtiéndose de inmediato en una enorme hoguera. Asustada, la muchacha recorrió con la mirada los rostros de los demás asistentes, esperando encontrar reflejado en ellos el mismo terror religioso que debía animar el suyo; pero nadie pareció reaccionar ante el increíble prodigio que había presenciado. Aún presa de un temor reverencial, Nahui se obligó a seguir con el examen de sus enemigos. El huehuepilli se estaba acercando a los otros dos con rostro 53

inescrutable, y llevaba en brazos a Quetzalli, que no hacía movimiento alguno a pesar de que estaba totalmente despierta. Un poco mas allá pudo ver a otro guerrero sentado en la roca del amolli, que con un exagerado gesto de dolor en el rostro se afanaba en detener el chorro de sangre que le brotaba de la parte superior de la pierna, cada vez que intentaba retirar la flecha que tenía profundamente clavada en ese lugar. Una sonrisa asomó a los labios de Nahui, y sintió que la herida de su brazo mejoraba como por encanto. Recorrió con la mirada el resto de la ribera, pero no encontró rastros de Chicome, ni del primer soldado herido. -¡Chimalma! El grito sobresaltó a Nahui, haciendo que volviera de inmediato su atención a las figuras junto a la hoguera. -¡Chimalma! ¡Sé que me estás escuchando! El que gritaba era el jefe ocelote. El anciano había entregado a Quetzalli al soldado, y éste la presentaba a su oficial. ¿Qué había dicho el yaotequihuac? ¿Chimalma? ¿Mano-de-escudo? -Como puedes ver, tenemos a tu hija. No queremos lastimarla, pero lo haremos si no cooperas con nosotros. ¡Tienes que entregarte!-, continuó el oficial. Nahui no contestó. Tenía que esperar para ver cuáles eran sus intenciones. Tras una larga y tensa pausa, el yaotequihuac se volvió hacia Quetzalli y comenzó a quitarle la ropa. La niña hizo un débil intento por rechazarlo, pero cuando el sujeto amenazó con pegarle ella se dejó hacer resignada. Nahui sintió que la sangre le golpeaba las sienes, a punto de perder el control. -¿Acaso preferirías que la sacrificáramos a Tezcatlilpoca? El yaotequihuac tomó el recipiente que aún colgaba de su cuello, y lo levantó diciendo: -¿Sabes lo que es esto?- Hizo una pausa dramática y prosiguió: -¡Es nada menos que el fuego de los dioses, teotlenextli! Hasta ese momento, el océlotl había estado dirigiéndose a la jungla, a ningún lugar en especial. Pero ahora se volvió y señaló directamente al lugar donde estaba ella escondida, gritando amenazador: -¡Tú viste cómo encendí la hoguera con él!-. Con un rápido movimiento empezó a derramar el espeso líquido en el pecho de Quetzalli, que hizo un gesto de repugnancia al sentirlo en su piel. -¡Y ahora voy a encender el pecho de esta criatura, a menos que salgas ahora mismo, desarmada y con el niño que llevas contigo! Transcurrieron lentamente varios segundos, mientras el eco de los gritos se apagaba en el alto paredón de caliza. El niño. Por fin todo quedaba aclarado. Ellos estaban buscando al pipiltzin. Sin dejar de mirar en su dirección, el yaotequihuac hizo una seña al soldado, quien depositó a Quetzalli en el suelo, alejándose unos pasos hacia atrás. A una segunda señal, el soldado tomó de la hoguera una rama ardiendo y se la entregó a su oficial. -¡Te estoy esperando!-, rugió impaciente el ocelote, mientras acercaba la rama al pecho de Quetzalli.

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La mente de Nahui empezó a girar fuera de control. “Lo siento tanto, mi querida Ximalámatl. ¡Pero no puedo permitir esto!”, pensó mientras dos gruesas lágrimas corrían por sus mejillas. Apartó las últimas plantas y salió de la maleza. De pie frente a sus enemigos, con toda la dignidad que pudo reunir, Nahui dejó caer a su lado la maquiáhuitl y el arco. Luego, con deliberada lentitud, se sacó del hombro el saco de flechas, y desanudó los restos de su tzomáxtlatl, para liberar de su espalda al pipiltzin. Con infinita tristeza, lo abrazó y le acarició la mejilla, mientras el bebé la miraba a los ojos, con una extraña mezcla de ternura y resignación. -Ven acá, muchacha-. El que habló ahora fue el huehuepilli, que la miraba con ojos amables pese a su rostro adusto. -Déjame ver al niño. Los soldados se habían quedado inmóviles, fascinados con el porte y la serena dignidad de quien se había convertido, para ellos, en una rival de mucho respeto. El oficial retiró la rama del pecho de Quetzalli, pero la mantuvo cerca de ella, como advirtiendo a Nahui que no intentara ninguna treta. Ese movimiento de su jefe pareció despertar al soldado sano, que de inmediato se dirigió a la jungla, seguramente para rescatar a su compañero. Ella caminó con lentitud hacia el anciano, y con un hondo suspiro le entregó a Topilli. Una vez que el viejo tuvo al príncipe en sus manos, procedió a descubrirlo para revisarlo. En cuanto asomó un brazo del niño fuera del ayatli, el soldado herido ahogó una exclamación. El viejo terminó de quitarle su manta al bebé, y lo mostró al yaotequihuac, quien lo miraba asombrado. -¿Qué opinas ahora, Cuauhpatlatzin? -Debe ser sólo una coincidencia. No es posible que todo sea verdad. -Mira bien, y convéncete. Es un varón, de piel clara, encontrado justamente en este lugar, y nada menos que en manos de una guerrera. No es sólo una, son demasiadas coincidencias. ¿Qué mas pruebas quieres? -Pero aquello es un cuento. -Entonces aprenderemos a creer más en los cuentos. -Y, ¿Qué me dices del tipo, y de la niña? Ellos no aparecen por ningún lado. -Cierto. Pero tampoco son importantes para el caso. Es una omisión comprensible. Nahui seguía con interés el extraño diálogo de los dos personajes. No tenía idea de qué hablaban, pero no parecían ser esbirros de Matlacoatzin, porque si lo fueran el pipiltzin ya hubiera sido asesinado. El anciano siguió con su detenido examen del príncipe, mientras el oficial parecía haber encontrado algo más interesante en el pecho de Nahui. Con un estremecimiento, ella recordó su desnudez. Evitando la lujuriosa mirada del ocelote, se hizo en el pecho un par de amarres con el desgarrado tzomáxtlatl, cubriéndose los senos lo mejor posible. Al terminar, clavó una mirada fría como la obsidiana de su cuchillo en los ojos del oficial, que a su vez le dedicó una obscena sonrisa. -¿Qué es esto? La voz del anciano resolvió momentáneamente la silenciosa disputa entre Nahui y el yaotequihuac. La muchacha se estremeció al ver lo que el anciano había encontrado. -¡Tlateochihuani Ehécatl! ¡El tlahuiztli real!-, murmuró el viejo. 55

-¿Qué..?-, alcanzó a decir el yaotequihuac. Ante la sorpresa de todos, el huehuepilli estaba haciendo una profunda reverencia al pipiltzin, que le miraba con su acostumbrada solemnidad. -Ehécatl Quetzalcóhuatl-, murmuró el anciano, en dirección al bebé. Enseguida, con mucha delicadeza, lo entregó a Nahui, que le miraba boquiabierta. -Cihuatlacáhuatl, te suplico me digas ¿Quién es este niño? ¿De dónde has obtenido esta sagrada joya? -¿Pero qué te pasa, Totepeuh? ¿Por qué le hablas así a esta miserable? El anciano miró al yaotequihuac con tristeza. Luego, dirigiéndose a Nahui, continuó: -Discúlpalo, no sabe lo que dice. Contéstame, ¿Quién es este niño que defiendes con tanto ardor? Nahui vaciló. La actitud y las palabras del huehuepilli la habían tomado totalmente por sorpresa, y de repente no supo cómo debía reaccionar. Siendo mujer, era increíble que un personaje como él le tuviera, no se diga el mínimo respeto, ni siquiera algo de consideración. Pero a pesar de todo, su lugar seguía siendo inferior comparada con un hombre, por lo que decidió actuar con cautela. -El niño… -, balbució insegura, inclinando sumisa la cabeza. -Digo, el pipiltzin, es… Es hijo de mi tlatihuani Mixcóatl, tencuhtli de Culhuacán-. Había dudado en revelar la identidad del niño, pero ahora estaba segura de que sus enemigos no eran insurrectos culhuas, y tanto la actitud como las palabras del anciano, le daban esperanzas de que serían protegidos por ellos, fueran quienes fuesen. -¿Un príncipe culhua?-, dijo el yaotequihuac con un dejo de desprecio en la voz. -¿O un bastardo? -¡Claro que no!-, le contestó Nahui con vehemencia. Enseguida, arrepentida por su arrebato, continuó de nuevo sumisa: -Su madre es la princesa tlahuica Ximalamatzin, desposada con Mixcóatl por su padre Iztacóyotl, tencuhtli de Xochicalco. -¿Quién has dicho? ¿Ximalamatzin?-, preguntó el ocelote, asombrado por la revelación. -Hablando de coincidencias. Matlactli Xóchitl Ximalámatl, la hija favorita del tencuhtli-, apunto el viejo. -He aquí la forma como se manifiesta una leyenda en la realidad. -Y, ¿Por qué está el niño en tu poder, si es quien tú dices?-, preguntó el soldado, endureciendo de nuevo su expresión. -¿Acaso lo robaste? -Pero, ¿Es que no saben lo que ha pasado en Culhuacán?-. Ahora la sorprendida era Nahui. –Mixcoatzin fue asesinado por guerreros de su primo, y su palacio incendiado. Mi familia y yo huimos de Culhuacán con el pipiltzin, para tratar de salvarlo. -¿Y qué fue de la princesa?-, preguntó el anciano con rostro ceñudo. -Mi querida cihuatencuhtli falleció de parto poco antes del atentado al monarca. Ella fue quien me pidió cuidar del niño. Las revelaciones de Nahui causaron hondo impacto en ambos personajes, a juzgar por la expresión de sus rostros. Sin decir palabra, el viejo se apartó de ellos y se fue caminando lentamente hacia el agua de la poza, absorto en sus meditaciones. El ocelote, por su parte, arrojó a la hoguera la rama con la que amenazaba quemar a Quetzalli. En ese momento, la muchacha aprovechó para acercarse a su hija, buscó 56

con la mirada el consentimiento del oficial, se sentó junto a ella y la abrazó, dejando en sus piernas al bebé. Quetzalli, al sentirse en brazos de su madre, comenzó a sollozar, pero Nahui la hizo callar y, tapándose con el ayatli del pipiltzin, comenzó a amamantarla. Escuchó un ruido a sus espaldas y se volvió: era el soldado que regresaba de la jungla, cargando a su compañero inconciente. Con un bufido, lo depositó sin mucha delicadeza junto al fuego. La noche había caído, pero la enorme hoguera alumbraba buena parte de la poza. Eso le permitió a Nahui ver que el yaotequihuac se había acercado al huehuepilli, y ambos estaban hablando, aunque por supuesto ella no alcanzaba a escuchar su conversación. Entonces dirigió su atención al soldado que estaba junto a ella, y trataba discretamente de buscar un mejor ángulo para echar una mirada a sus senos. Al verse sorprendido, el soldado enrojeció y empezó a retirarse, pero ella le dijo: -Oye, teyaotlani. ¿De dónde vienen ustedes? El aludido hizo una mueca de disgusto. Evidentemente no estaba acostumbrado a que una mujer le dirigiera la palabra sin que él le hubiera preguntado algo; y menos en ese tono. Pero Nahui le dedicó una luminosa sonrisa, y añadió: -No irás a sentirte ofendido porque te pregunto algo, ¿verdad? -Debería golpearte, no hablarte-, dijo él malhumorado. -¿Te atreverías a golpear a una pobre e indefensa mujer? -A una mujer indefensa quizá no. Pero a ti sí. Mira cómo dejaste a éste. -¡Pero tenía que hacer algo! ¿Qué me hubiera pasado si él me encontraba primero? Además, ustedes empezaron. Acuérdate lo que le hicieron a mi marido-. Nahui había llegado al tema que le interesaba. Aprovechó para preguntar con fingida inocencia: -Por cierto, ¿dónde lo tienen? Al oír la pregunta, el soldado miró instintivamente hacia las cuevas. Pero recuperándose de inmediato, contestó: -Eso pregúntaselo al jefe. Yo no pienso decírtelo. Nahui inclinó la cabeza, y dijo suavemente: -¿Crees que me deje ir a verlo? Tal vez tú podrías llevarme, y… Nahui separó un poco el ayatli, descubriendo a Quetzalli, que comía con apetito. Con el rabillo del ojo, alcanzó a ver que él se tensaba de inmediato. -…asegurarte de que no me vaya a escapar. -Tal vez… La voz del soldado se había suavizado bastante. Nahui volvió a cubrirse. -¿Por qué no le preguntas? -¿Estás loca? Si lo interrumpo ahora, me mata. -Pero si yo le digo, seguro se ofende. -Entonces pregúntale al teotlamapixqui. Parece que a él sí le caíste bien. Nahui se quedó pensativa. Así que el anciano era un sacerdote. Pero debía tratarse de uno muy especial, ya que la imagen que ella tenía de los sacerdotes era totalmente distinta: individuos sucios y malolientes, muy a menudo cubiertos por costras de sangre seca, proveniente tanto de sus penitencias como de los sacrificios a los dioses. Además eran tipos arbitrarios y arrogantes, presumiendo que sólo ellos tenían la razón, y que cualquier otro mortal no sólo estaba equivocado, sino que además era indigno de cuestionarlos. 57

Sin embargo, este personaje parecía más bien un miembro de la realeza que un sacerdote ordinario. Era de baja estatura, sumamente delgado, de piel cobriza y facciones enjutas. A pesar de su porte y su aire de innegable autoridad, vestía con sencillez, usando un máxtlatl de algodón, decorado con un glifo que seguramente era su nombre calendárico (matlacyei cipactli, trece lagarto), entretejido con hilos de colores secos. En ese momento no llevaba manto, y calzaba unas sandalias del mejor cuero y excelente manufactura, pero con mucho uso. Lucía una barba rala y canosa, y su largo cabello, igualmente canoso pero escrupulosamente limpio, estaba peinado hacia atrás y sujeto con una banda de cuero. No usaba peineta, orejeras ni nariguera, pese a tener perforado el tabique nasal y los lóbulos de las orejas. Llevaba al cuello un sencillo collar de camarones de oro, del que colgaba un pequeño pendiente del mismo metal con el glifo de Ehécatl y un saquito de cuero, que probablemente contenía algunos granos de copalli. Nahui recordó que había escuchado al yaotequihuac llamarlo Totepeuh, nombre que le pareció conocido pero que por el momento no conseguía ubicar. Por su parte, el yaotequihuac Cuauhpatlatzin parecía dispuesto a ostentar su rango y su fiereza en todo momento. Pese a estar en campaña, lucía su atuendo de gala de guerrero océlotl, que incluía un máxtlatl de piel de tigre que le llegaba casi a las rodillas. En la cabeza llevaba un tocado de la misma piel, adornado con una banda de oro, y un pantécatl de largas y valiosas plumas rojas de cóchotl, una ruidosa ave de las calurosas y lejanas junglas del sur. Adornaban sus orejas unos pendientes de oro, grandes y pesados, con incrustaciones de piezas de jade, talladas con forma de fieros rostros felinos. De la nariz le colgaba una nariguera de oro que semejaba las fauces y los colmillos del océlotl, con bigotes de plumas rojas que también eran de guacamaya. Además lucía un largo manto de piel de ocelote, que debía ser bastante caluroso en estas latitudes, y que llevaba anudado a la derecha con un ostentoso broche de oro. Por último, calzaba unas sandalias, también de la misma piel, que incluían las garras del animal, hábilmente disecadas, encima de sus propios dedos. No llevaba su arsenal de enjoyadas armas, su enorme escudo de madera y piel, ni el estandarte de oro y pluma propios de su rango, pero con seguridad no estaban lejos. Por si fuera poco, traía pintado cada centímetro de piel expuesta con complicados diseños en negro y amarillo, que para esta hora ya estaban deslavados en muchos lugares, principalmente por chorros de sudor. En resumen, se podría decir de él que era una hecatombe de tigres, revolcado en un charco de pintura bicolor, y adornado con un gran montón de excremento de los dioses, que tal significa teocuitlatl, el nombre náhuatl del oro. Sin que Nahui se hubiera dado cuenta, el yaotequihuac había regresado junto a la hoguera, y con un imperioso ademán llamó al soldado. Con voz perentoria le ordenó: -En este momento te vas a la guarnición de Cuauhtlán, y te presentas ante Huaquestli. Le dices que deberá ponerse al frente de una compañía armada, y marchará en pie de guerra para encontrarnos en el camino a Xochiatlauhtli. Desde ahí, nos escoltará a Totoltepec. Mientras tanto, tú regresarás aquí con algunos 58

hombres para recoger a los heridos, y también los llevarás a la ciudadela. ¿Entendiste? -Sí, mi señor-, contestó el aludido. -Incluyendo al forastero- terció el viejo, que se había acercado sigilosamente. -Responderás de ellos con tu sangre-, recalcó el yaotequihuac. El guerrero se estremeció notoriamente. Su oficial le estaba responsabilizando de la seguridad de los heridos con su propia vida, y eso era un mal negocio. Como era bien sabido desde tiempos inmemoriales, todo aquél que moría en combate, o a causa de heridas de guerra, dejaba este mundo colmado de honores, y aseguraba su llegada a Tonatiuhichan, uno de los trece cielos, y el paraíso particular de los guerreros. Ahí llevaría una vida de delicias, sin sentir nunca dolor, nostalgia o enfado. Viviría rodeado de bellos jardines, llenos de hermosas y olorosas flores, de dulces y perfumados frutos, y de bellísimas aves de todos colores y melodiosos cantos. Saludaría al sol en las mañanas, con gritos guerreros y golpes de sus armas. Luego, le acompañaría en su viaje por los cielos; y finalmente le despediría en el ocaso, con alabanzas y cantos bélicos, ya que habría sido elegido para formar parte de su séquito. Con tan halagadoras expectativas en puerta, todo guerrero que sufría heridas de alguna gravedad en combate, siempre prefería la muerte a la posibilidad de quedar tullido, ya que así perdía no sólo la posibilidad de acceder al Tonatiuhichan, sino que también el respeto de sus compañeros de armas, de su familia, y en general de toda la población. Por este motivo, era muy frecuente encontrar que un guerrero que sufriera en combate heridas incapacitantes, pero no mortales, fuera piadosamente ejecutado por algún compañero de armas, quien entendía esto como una noble acción para con su colega. Esta actitud de solidaridad para con el compañero herido, era precisamente lo que inquietaba al soldado. Porque tendría que cuidar no sólo a los heridos, sino también a los que serían sus compañeros de escolta, para que su exceso de piedad no le ocasionara a él la pérdida de algo más que el honor, como puede ser la cabeza en una ejecución sumaria, o el corazón en la piedra de sacrificios. -¿Aún estás aquí?-. La severa voz del oficial interrumpió sus meditaciones. -Ya me voy, mi señor-, respondió él, haciendo el tlalcualiztli. El guerrero se retiró, cruzó el vado y la playa arenosa, y se internó en la jungla. Mientras tanto, el yaotequihuac se había acercado al soldado de la flecha en el muslo, quien aún seguía gimiendo su dolor, sin decidirse a sacar la punta de su pierna. -¡Levántate!-, le ordenó. -Pero mi señor, estoy herido… -¡De pie he dicho! No eres más que un cobarde. Arranca de una vez esa flecha, y alístate. Te quedarás a cuidar de los heridos. Con grandes muestras de dolor, el soldado comenzó a levantarse. Con un rápido movimiento, el ocelote agarró la cola de la flecha, y tiro con fuerza de ella, sacándola de la pierna de su subordinado. El soldado ahogó un grito, y contempló estupefacto la punta que le mostraba su oficial. De la herida le manaba un hilillo de sangre. 59

-¡Amárrate esa herida! Parece mentira que esta mujer sea más valiente que tú. Nahui seguía atentamente los movimientos del oficial, que ahora se había acercado al anciano, hablando con él en voz baja. Había terminado con Quetzalli, y ahora volvía a cubrirse el pecho con los jirones de tela que tenía. Pero necesitaba que le permitieran coger su ropa para poder iniciar la marcha con ellos, porque era seguro que no la iban a dejar ahí, para esperar al otro soldado. -¡Chimalma!-, le dijo el ocelote. –Prepárate, porque tú vendrás con nosotros. -Mi señor…-, comenzó a decir ella, pero de inmediato se detuvo, al ver la expresión del oficial. -¿Qué es lo que quieres?-, rugió enfadado. -Necesito mi ropa, para poder ir con ustedes a la ciudad. Y quisiera ver a mi marido, antes de partir, si me lo quieres permitir-, dijo ella. -Está bien, muchacha- terció el anciano con una sonrisa en los labios, antes de que estallara la ira del yaotequihuac. –Ven conmigo. El viejo se encaminó a las cuevas, y Nahui lo siguió de prisa, sin esperar a ver la reacción del ocelote. Al entrar a la cueva que les había servido como dormitorio, Nahui pudo ver a Chicome, que yacía boca arriba en una improvisada esterilla. Se acercó a él, dejando de lado a los niños, y tocó su frente, que estaba muy caliente. -Chicome… ¿Me oyes?-, le dijo en voz baja, cerca del oído. Pero al ver sus ojos, aún a la escasa luz de la única tea que estaba encendida, pudo percatarse que su marido seguía inconciente. Dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas, cuando sintió la huesuda mano del anciano en su hombro. -Huehuepilli, hace un rato pude ver que lo estabas auscultando-, se atrevió a decirle. -¿Cómo lo encontraste? ¿Crees que podrá recuperarse? -No lo sé. Recibió un fuerte golpe. Pero es un hombre joven y fuerte. Confiemos en los dioses que vuelva pronto en sí. -Pero, ¿Aguantará el viaje hasta Xochicalco? -Tampoco lo sé. Pero sería peor que lo abandonaran aquí. Además, el tencuhtli podría querer verlo, como seguramente querrá ver al pipiltzin. Anda, vístete de prisa, que tenemos que irnos. 1 10 La marcha a la ciudad Era poco más de media noche, cuando el yaotequihuac dio la orden de partir. A Nahui le pareció que bien podían haber esperado hasta el amanecer, ya que sin luz les tomaría mucho tiempo cruzar la espesa jungla a golpe de machete. Pero tuvo que emprender la marcha sin atreverse a cuestionar al oficial. Iban solamente ellos dos, los bebés, el anciano y el itzcuintli, ya que eran los únicos que estaban en condiciones. La caminata nocturna resultó rápida, porque se internaron por un sendero bien despejado que Nahui no conocía, aún cuando tuvieron que dar un amplio rodeo para no tener que cruzar el río. Poco antes del alba, llegaron a un camino que se internaba en una cañada de poca altura. Nahui supuso que se trataba de Xochiatlauhtli, la barranca florida. Oteando hacia el oriente, el yaocélotl señaló al huehuepilli una brillante hoguera, que ardía a lo lejos con un fuego azulado, y comentó: 60

-Ya viene nuestra escolta. Debemos apurar el paso, para encontrarlos en el cruce con la ruta principal. -¿Está muy lejos?-, preguntó el anciano. -A menos de media larga carrera. Pero no vamos a seguir por el camino, porque podríamos caer en una emboscada. Tendremos que bajar por la barranca. -¿Crees que ella pueda hacerlo? Lleva a los dos niños. -Más le vale que pueda. Y sin esperar respuesta, reemprendió la marcha. El anciano se dirigió entonces a Nahui, que miraba al ocelote con ojos de fuego: -¿Seguimos adelante, muchacha? -Si, mi señor. Si él puede, yo también; aunque traiga a los niños-, contestó enojada. -Vamos entonces-, dijo él con una sonrisa. La bajada no resultó nada fácil. Nahui llevaba al pipiltzin firmemente sujeto a la espalda, y a Quetzalli en el pecho. Pero la ladera caía casi a pico, y tenía amplias superficies donde el terreno no era rocoso, sino tierra suelta. Dos veces resbaló Nahui al perder apoyo en los pies: la primera un par de largos sin mayores consecuencias, pero la segunda vez cayó más de diez largos antes de detenerse, hundiendo profundamente los brazos y las piernas en el terraplén. Quetzalli se llevó un baño de tierra, y ella una severa contusión en el lugar donde la flecha le había herido el brazo, además de múltiples arañazos en todo el cuerpo. Cuando el viejo consiguió llegar a su lado, la encontró tratando de calmar el llanto de la niña, mientras limpiaba de arena su herida, que sangraba profusamente. No emitía ningún sonido, pero gruesas lágrimas hacían surcos en la arena de sus mejillas, remarcando el rictus de dolor que tenía en la cara. Conmovido por la dignidad de la muchacha, Totepeuh se arrodilló a su lado, y le ayudó en silencio a vendar nuevamente su herida. Al terminar, le preguntó suavemente: -Chimalma, ¿Estás mejor? -Si, mi señor. Te agradezco mucho tu ayuda. -¿Cómo está el pipiltzin? ¡Topilli! No había pensado en él, hasta que el huehuepilli lo mencionó. Asustada, empezó a buscar los amarres de su rebozo para desatarlo, pero el anciano caballero ya se había asomado a su espalda, apartando la tela que cubría la cara del niño. -¡Ayo!-, exclamó. –Al parecer está bien. ¡Pero qué mirada tan seria tiene! -Si-, contestó Nahui con un asomo de sonrisa. –Así es él. Siempre tan compuesto, tan serio. Nunca llora ni se enoja, aunque esté sucio o hambriento. Espera con paciencia hasta que puedo atenderlo… -Y ahora deberá esperar un poco más. Cuauhpatlatzin ya se adelantó mucho, y tenemos que seguir. Tan pronto como alcanzaron el camino principal, vieron que el yaotequihuac estaba hablando con un guerrero, mientras que el resto de la tropa esperaba órdenes un poco más allá. Al verlos acercarse, el ocelote exclamó: -¡Cómo has tardado, Totepeuh! -Recuerda que mis huesos son viejos, mi señor. 61

El anciano no hizo ninguna mención del percance de Nahui, y ella le agradeció mentalmente la omisión. El oficial replicó: -Tenemos que apurarnos. Acabo de enviar un mensajero a palacio, y el tencuhtli nos estará esperando antes del anochecer. Desde entonces, su marcha había sido a paso militar. Por momentos, Nahui y Totepeuh se sentían incapaces de seguir el avance de los guerreros, pero no lograron que aminoraran su velocidad, y apenas pudieron disfrutar de los breves momentos de descanso que ordenaba el oficial llamado Huaquestli. Hacia medio día, llegaron a Temizco, lugar donde estaba la mayor guarnición que habían encontrado, y ahí hicieron una parada más larga, aprovechando para tomar una comida ligera. Nahui recibió de manos de un ceñudo guerrero, un tazón que contenía un cocido a base de granos de maíz y pequeños trozos de guajolote, desabrido y de aspecto repugnante, pero que el itzcuintli y ella devoraron como si fuera el mas sabroso guisado que hubieran comido nunca. Recordó que desde la mañana del día anterior no probaba alimento, a excepción de algunas bayas que por el camino le regaló uno de los soldados, conmovido por la expresión de perrito apaleado con que ella lo miraba comerlas. En cuanto terminó con su caldo, Nahui se dedicó a atender a los bebés, ya que durante el camino apenas si pudo acercárselos brevemente al seno para que comieran algo, y ambos estaban sucios y mojados, y por lo tanto inquietos. Cuando terminó de atenderlos y se disponía a descansar un poco, dieron la orden de continuar la marcha, y tuvo que unirse al grupo. La agotada comitiva llegó a la guarnición que custodiaba la entrada principal de la ciudad-fortaleza poco antes del ocaso. El anciano Totepeuh puso a Nahui, con sus bebés y su mascota, bajo la tutela de uno de los mozos de palacio, quien los llevó cuesta arriba por una calle de piedra muy transitada, aunque algo estrecha. Cruzaron primero un extenso calpulli, y luego unos templos y otros edificios públicos. Pese a los largos años que Nahui vivió en Xochicalco, le resultó desconocida esta calle, que rodeaba las faldas del cerro para acceder a la cumbre por la parte posterior, y que resultaba bastante fácil de subir, porque su pendiente era muy suave. No obstante, hubiera preferido seguir con los demás por la amplia y arbolada calzada que, tras varios tramos de empinadas escalinatas, desembocaba directamente en la gran plaza de la plataforma superior, donde se encontraban los edificios principales de la ciudad: la recia pirámide, en cuya cumbre se erigía el templo dedicado a Tezcatlilpoca; luego se encontraba el teocalli de Ehécatl, cuya fachada estaba hermosamente tallada con imágenes de la misteriosa serpiente emplumada; y finalmente el magnífico tepancalli, con sus extraordinarias estelas, que representaban en bajorrelieves las hazañas militares del reino tlahuica. Conforme ascendían a la cumbre, Nahui pudo gozar nuevamente de la hermosa panorámica, ya casi olvidada, del extenso y fértil valle de Cuauhnáhuac. Ella sabía bien que desde esta altura era posible ver casi todos los reductos militares, que permitían mantener viables y seguras las importantes rutas de comercio que cruzaban la región. La disposición de los diferentes retenes en las elevaciones naturales del terreno, facilitaba la comunicación entre ellos mediante el empleo de hogueras que, al agregarles determinadas substancias, emitían humo o fuego de 62

distintos colores, según fuera día o noche. Esta comunicación fue evidente durante el camino desde Michatonalco, porque a medida que iban pasando por las diferentes guarniciones, aparecían en el cielo espesas bocanadas de humo de un color azul verdoso, que a sus espaldas se contestaban con otras bocanadas de color púrpura, mientras que las de enfrente eran blancas. Ahora mismo, desde la ladera del cerro, alcanzaba a ver algunos lugares de donde surgían nubes de humo blanco, como reportándose sin novedad a la ciudad. La calle terminaba abruptamente en un imponente muro de piedra, con una escalinata que Nahui y el mozo subieron sin detenerse. Al final de la escalera, la enorme plataforma superior del cerro se abrió ante ellos con todo el esplendor del sol poniente. Habían llegado a los extensos patios de laja que daban a la fachada trasera del tepancalli. La actividad que ahí se desarrollaba era intensa: sirvientes, artesanos, guerreros, y toda clase de gente de pueblo iban de un lado a otro, afanados en el cumplimiento de sus respectivas obligaciones. A la derecha de la escalinata, se encontraba un edificio de piedra de forma cuadrangular, sin ventanas ni ornamentos. En él se alojaban los graneros y la despensa de palacio, además de las barracas de los miembros de la guardia real, y unos calabozos destinados a los criminales que esperaban juicio en la corte. En el costado izquierdo, había una serie de pequeñas construcciones, casi todas ellas de adobe con techos de paja, donde se asentaban el tepochcalli y los talleres de los canteros; y más allá, se encontraba el magnífico zoológico real, que se preciaba de tener la más completa variedad de bestias, animales y humanas, de toda la región. Nahui siguió al joven pixqui hacia el palacio. Pero en vez de entrar por su parte posterior, el muchacho la guió hacia la entrada del ala izquierda, a la sección donde habitaban las mujeres de la corte. Una vez adentro, se dirigieron a la sala que hacía las veces de recepción. El mozo le indicó a Nahui que se sentara en uno de los abultados cojines que había contra la pared, y esperara a ser atendida. Enseguida, se marchó llevándose con él al itzcuintli, sin darle tiempo a Nahui de protestar. Nahui comenzaba a desatar los rebozos que sujetaban a los bebés, cuando un movimiento a su lado captó su atención. La pesada cortina de algodón a su lado había sido apartada por un robusto brazo femenino, y apareció en la entrada de la cámara una matrona de rostro severo, que con marcado desdén le dijo: -¡Sígueme! Nahui fue tras ella en silencio por varios corredores de paredes desnudas, apenas iluminados con algunas teas mortecinas colocadas en sencillos soportes. Finalmente se detuvieron frente a otra cortina, que la mujer apartó para descubrir una austera habitación. La hizo pasar mientras explicaba: -Aquí dormirás hoy. Aséate y prepárate por si alguien viene por ti-, y sin decir más la dejó sola. Nahui recorrió el cuarto con la mirada. Era pequeño, con paredes encaladas y piso de piedra pulida. Tenía enfrente otra entrada, que daba a un patio interior junto con otras entradas similares, todas con su cortinilla corrida. A un lado de la entrada principal, había una tea apagada en su soporte, que Nahui fue a encender al corredor. 63

A la luz de la tea, Nahui vio que en un costado había un estrecho camastro de paja, con varias mantas de algodón encima, y un pequeño baúl de madera en rústico al pie, en el que encontró un huipil y una falda, sencillos pero limpios. Del otro lado, había una icpalli y una mesa, que tenía encima un ánfora, un tazón y un envoltorio que debía ser amolli; mas allá estaban una tinaja, un cántaro, y una bacinilla de barro, cubierta por un trozo de tela basta. Una vez terminada su inspección, Nahui desató lentamente a los bebés, dejándolos con cuidado encima del lecho, para no despertarlos. Después agarró el cántaro, y salió al patio para llenarlo en la fuente que había allí. De regreso en la habitación, cerró la cortinilla y comenzó a desnudarse para darse un buen baño, pero se detuvo al escuchar un apagado lamento proveniente del corredor. Se acercó a la entrada, y empezó a correr lentamente la cortina para asomarse al pasillo. En cuanto se abrió un hueco, una pequeña sombra entró corriendo al cuarto, haciéndole pegar un brinco. Asustada, soltó la cortina y se volvió, para encontrarse con Chichicapilli, que le hacía sus mejores gracias. -¡Ayo!-, exclamó encantada. -¡Qué susto me has dado, amiguito! Se agachó y comenzó a acariciarlo, mientras el animalito le lamía las manos. -¿Cómo le hiciste para encontrarme? Después de darse un prolongado baño, vendar su herida y lavar su ropa, Nahui se asomó nuevamente al patio y, como lo esperaba, encontró que habían puesto una mesa con fruta, tortillas calientitas y un jarrón con atolli. Agradecida, se sirvió algunas viandas en un platón y los llevó a su cuarto, para después empezar a atender a sus bebés. El pipiltzin ya estaba despierto, y Nahui lo bañó, lavó su ropa y le dio de comer, acostándolo finalmente envuelto en una manta. Después siguió con Quetzalli, a quien tuvo que despertar, y que no dejó de llorar mientras la bañaba. Apenada con las ocupantes de los cuartos vecinos, Nahui apuró el baño y se la pegó al pecho en cuanto pudo, para que dejara de llorar. La niña comió con avidez y, una vez agotada la leche materna, se siguió con una buena ración de atolli hasta que, ahíta, se quedó profundamente dormida. Nahui volvió a salir al patio a devolver su platón, conciente de que tenía que dejarlo para que las responsables de los suministros supieran que había comido y, llegado el momento, retirar los sobrantes. Después de todo, ella durante mucho tiempo tuvo, entre otras obligaciones en palacio, la de atender los patios de servicio. De regreso en el cuarto, se tumbó en el camastro para tratar de descansar. Se puso a meditar en su situación, y sobre todo en Chicome. El océlotl y el huehuepilli habían sido muy claros en sus órdenes al soldado aquél en la poza: debía encargarse de que se trasladara a los heridos a la ciudad. Esa orden se cumpliría al pie de la letra. Pero no se engañaba; su marido había recibido un golpe muy fuerte, y en el traslado podían agravarse sus lesiones, porque no esperaba que quienes lo trasladaran le fueran a tener muchas consideraciones en el camino. Además, no sabía adonde lo llevarían, ni tampoco si lo harían en calidad de huésped o de prisionero. Decidió que, en cuanto fuera posible, buscaría al tícitl de palacio, esperando que fuera el mismo que ella conoció, y con su ayuda trataría de encontrar a Chicome. Según recordaba, ese médico era un hombre bondadoso, que no tenía los prejuicios 64

normales para con las mujeres. Eso quería decir que probablemente escucharía a Nahui sin sentirse ofendido e ignorarla, como lo haría cualquier hijo de vecino. Por otro lado, al médico le apasionaba su profesión, y procuraba la mejor atención a sus pacientes, así se tratara de un miembro de la familia real o de un humilde esclavo. A lo mejor conseguía interesarlo en el caso de Chicome, para que lo aceptara como su paciente. -¡Ay, marido! No me dejes-, suspiró. Vinieron a su mente esos hermosos momentos en la poza, cuando por fin dejó atrás las interminables lunas de abstinencia, obligada por su maternidad. Se dio tiempo para gozar nuevamente de las desenfrenadas caricias de Chicome, la urgencia de ambos y el delicioso éxtasis de su íntima unión. Es más, hasta le parecía oír con claridad los golpecitos que aquel pajarillo del simpático copetillo de plumas rojas daba con su agudo pico, al tronco del árbol en que se había detenido, buscando algún animalillo para alimentarse… ¿Golpecitos? ¿En madera? Nahui se incorporó bruscamente, y aguzó el oído. Se había quedado profundamente dormida, pero en medio de su sueño alcanzó a escuchar el llamado que alguien hacía en el tecomalpilli de su habitación. Este era una pieza hueca de madera incrustada en el muro junto a la entrada, que al golpearse con un palito o con los nudillos resonaba como un pequeño tambor, anunciando a un visitante. Unos segundos después, el llamado se repitió, y Nahui se levantó a toda prisa, apartando la cortina de la entrada. Ahí en el pasillo se encontraba una risueña muchachita que, después de hacer graciosamente el tlacualiztli, le dijo: -Mi señora, la cihuatencuhtli Ahuiatetzin te ruega que acudas a saludarla a su cámara, y te pide que lleves contigo al pipiltzin. La niña precedió a Nahui por un nuevo laberinto de corredores, hasta que llegaron a una sección mejor iluminada, con pisos de madera pulida, y muros decorados con alegres pinturas multicolores y jarrones con flores. Finalmente, se detuvieron frente a una cortina finamente decorada con diseños de grecas. La joven llamó en el tecomalpilli, y sin esperar respuesta, apartó la cortina para permitir el paso a Nahui, pidiéndole que esperara un momento. La estancia era espaciosa, perfumada y bien iluminada, y tenía varios almohadones multicolores contra la pared, semejantes a los de la sala de recepción, pero con mesas bajas, por lo que Nahui pensó que se trataba de una especie de salón comedor. Todo estaba en silencio, y Nahui aprovechó para revisar nuevamente a Topilli. Desde que lo bañó, previendo justamente que la llamaran para presentarlo, se esmeró en el arreglo del bebé, especialmente en su peinado al modo de los guerreros culhuas, adornado con el tlahuiztli real. Pero ahora, al verlo, comprendió dos cosas con claridad: primero, que el estilo culhua resultaba totalmente inapropiado en el tepancalli de Xochicalco, y segundo, que no podía ya remediarlo. -Ximopanolti. El saludo, aunque pronunciado con amabilidad por una educada voz femenina, sobresaltó notoriamente a Nahui, que volteó con el corazón en un puño. Una digna señora, ricamente ataviada y ya entrada en años, estaba frente a ella dirigiéndole 65

una afectuosa sonrisa de bienvenida. Nahui se arrodilló de inmediato haciendo el tlacualiztli, y saludó con cortesía, quedando postrada: -Icxitlantzinco, cihuatencuhtli. -Levántate, Chimalma. Ven a sentarte a mi lado-, dijo la reina, dirigiéndose a los almohadones. -Qué bueno que vinieras a verme tan pronto. -Me honra acompañarte, mi señora. Como lo indicaba la etiqueta, Nahui esperó hasta que la dama se sentó, y le señaló el lugar que debía ocupar, para sentarse a su vez. En cuanto ambas estuvieron acomodadas, la niña que había traído a Nahui entró de nuevo a la estancia, llevando sendos tazones de aromático chocólatl, que dejó sin decir palabra frente a las dos mujeres, retirándose de la cámara. -Chimalma-, repitió la reina. –Tienes un nombre muy curioso. -En realidad ese no es mi nombre, mi señora-, contestó Nahui. –El yaotequihuac Cuauhpatlatzin fue quien comenzó a llamarme así, y parece que le ha gustado a todos. -¿Y por qué te llamó así? -No lo sé, mi señora. Pero tal vez sea porque una de las flechas que sus soldados me dispararon el día de ayer, me pegó justamente aquí-, dijo enseñándole el brazo vendado. -¿Te flecharon los soldados? -Si. Bueno, nosotros… o sea, mi marido y yo, veníamos desde Culhuacán, y estábamos acampando en Michatonalco, con la intención de seguir camino justo hacia aquí. Pero ahí nos encontraron los guerreros, y nos atacaron. Tuvimos que defendernos. -Algo he escuchado de eso-, dijo la dama con admiración. –Parece que tú sola pusiste en aprietos a la guardia de élite del Cihuacóatl. ¿En dónde dijiste que estaban? -Michatonalco, mi señora. Así le llamamos mi marido y yo, pero no sé cómo le llaman ustedes a ese lugar. -¿“Suerte de pescadores”? -Así es. Resulta que, cuando llegamos, atrapé sin querer varias ranas con una manta que estaba lavando, y por eso a mi marido se le ocurrió el nombre. La reina sonrió y dijo: -Se trata de Acalopan, el estanque donde se consagra al tencuhtli de Totoltepec, y donde reposan los restos de los monarcas muertos. Es un lugar sagrado para nosotros, y su profanación se castiga con la muerte. -¿De veras?-. A pesar del saludable color oscuro de su piel, Nahui palideció al oír a la consorte real. –Nosotros no lo sabíamos, mi señora. ¿Acaso estamos condenados? -No lo sé. No es mi decisión. Pero en vista de lo que pasó, es posible que el tencuhtli los perdone. -¿Lo que pasó? ¿Te refieres al pipiltzin? -Si. Al niño y a las circunstancias en que fue encontrado. Justamente te he llamado para conocer tu versión de lo que pasó. Espero que me lo puedas contar sin hacer más preguntas… Nahui se quedó helada al entender la insinuación de la reina. Se consideraba una falta de respeto que alguien como ella cuestionara a un miembro de la realeza, y ella 66

lo había hecho no una, sino dos veces en los últimos minutos. La dama continuó con rostro severo: -…porque, según veo, tú no eres una salvaje semidesnuda como me hicieron creer, sino alguien que ha vivido en la corte. Visiblemente apenada, Nahui se postró a los pies de la cihuatencuhtli, y dijo: -Te presento mis disculpas, mi señora. Te he faltado y sé que no merezco tu atención. -Está bien, Chimalma-, dijo la dama sonriendo nuevamente. –Levántate y vuelve a tu asiento. Vamos a pensar que no ha habido ninguna falta. ¿Qué te parece si comienzas diciéndome tu nombre verdadero, y de dónde vienes? -Sí, mi señora. Eres muy amable conmigo. Yo me llamo Nahui Quiáhuitl, y crecí aquí en Totoltepec, sirviendo en palacio. Un día, por orden de mi tlatihuani Iztacoyotzin, o quizá tuya, mi señora, me pusieron al servicio de mi querida cihuapilli Ximalamatzin, tu hija, que al poco tiempo fue desposada con Mixcoatzin, tencuhtli de Culhuacán… Y así, Nahui contó a la reina sobre la estancia de ambas en el tepancalli culhua, sobre cómo Ximalámatl se convirtió en la favorita del rey, la ilusión de su embarazo, y finalmente el parto, que desgraciadamente le costó la vida, no sin antes poner al niño a su cuidado. Le habló también del cobarde atentado a Mixcoatzin, de su precipitada huída del palacio en llamas, y de las vicisitudes de su trayecto hasta la poza de Michatonalco. Luego, le contó acerca de su encuentro con los esbirros del yaocélotl, y de las enigmáticas palabras del anciano Totepeuh, así como de su reacción al ver el tlahuiztli en el cabello del pipiltzin. Terminó con el relato de la marcha a la cuidad y su llegada a palacio. La cihuatencuhtli escuchó el relato sin interrumpir a Nahui, pero ella pudo ver cómo se rasaban de lágrimas sus ojos al contarle los últimos minutos de su hija, su expresión de curiosidad al hablarle de Topilli, y la sonrisa con que recibió el relato de su batalla con los guerreros. -Enséñame al pipiltzin-, ordenó la cihuatencuhtli. Sin decir palabra, Nahui lo descubrió, mostrándolo. El bebé parpadeó un par de veces al recibir la luz de la habitación, pero de inmediato adoptó su actitud característica, mirando con seriedad a su alrededor. Nahui había lavado su ropa poco antes, por lo que el niño estaba desnudo; pero su peinado, coronado con la joya real, seguía incólume. -Perdóname por presentártelo desnudo. Tuve que lavar su ropa y no tenía nada que ponerle. -Está bien, Nahui Quiáhuitl. Dámelo y yo me encargaré de eso. Nahui vaciló, pero finalmente le entregó el niño a la reina. -¿Cómo se llama? -Le corresponde el nombre de Ce Ácatl, mi señora. Pero mi cihuapilli Ximalámatl se refirió a él como Topilli. -¿Topilli?-, preguntó la reina con curiosidad. -¿Cuija? -Sí, mi señora. Incluso les oí bromear sobre el nombre a mis señores, poco antes del atentado. -Bueno. Lo tomaré en consideración. La dama vio que Nahui seguía dudando, por lo que añadió: 67

-No te preocupes. Te comprometiste a cuidarlo, y lo has hecho muy bien. Pero por ahora, va a quedar a mi cargo, así que te libero de tu obligación. -Si, mi señora-, dijo Nahui sin poder ocultar la tristeza de su voz. -Mi joven sirvienta, Ome Xóchitl, te acompañará de regreso a tu habitación. Si necesitas algo, pídeselo a ella. 1 11 El crimen de Chimalma En el estrado de madera que ocupaba el fondo de la sala, justo frente a un gigantesco tapiz de plumería que daba cuenta de los hechos más sobresalientes en la historia de la ciudad-fortaleza, sentado en una lujosa icpalli de fina madera tropical con bordes de oro e incrustaciones de jade y otras piedras preciosas, se encontraba el noble Iztacoyotzin, tencuhtli de Xochicalco. Pese a ser un hombre de edad algo más que madura, el monarca irradiaba todavía mucha fuerza, que intimidaba tanto a sus enemigos como a sus mismos súbditos. Fornido y de estatura superior al promedio, su piel tenía un tono sorprendentemente claro; su largo cabello y su abundante barba eran castaños, aunque ya con numerosas hebras plateadas, y sus ojos, de un azul profundo, recordaban a los coyotes salvajes de la sierra occidental. Con toda seguridad, el tonalpouhque debió considerar estas cualidades físicas al asignarle su nombre. Descendía de un antiguo linaje de hombres de piel clara que, según estaba asentado en los sagrados muros de Lakam’ha, hacía innumerables gavillas de años habían llegado a las costas del gran océano oriental; pero no en las tierras de los ulmécatl, sino mas allá de los dominios del Mayab, en la lejana fortaleza de Zama, donde un apacible mar color turquesa lamía las blanquísimas arenas de extensas playas, que alternaban con hermosos arrecifes coralinos. El monarca estaba sobriamente ataviado con braguero y manto de color azul cielo, sin ribetes ni adornos. Calzaba unas sencillas sandalias de cuero crudo atadas hasta la parte superior de la pantorrilla, no muy elegantes pero sumamente cómodas. No llevaba nariguera, ni tenía una gota de pintura en la piel, a excepción de un discreto sombreado alrededor de los ojos que hacía su mirada todavía más intensa y penetrante. Su arreglo personal evidenciaba su sentido práctico, aunque no conseguía ocultar su saber ni su brillante inteligencia. La única concesión que hacía la vestimenta del rey a su encumbrada posición, era el impresionante pantécatl que lucía en la cabeza. Tenía largas plumas de variados colores y matices, que estaban hábilmente entretejidas para formar la imagen de un arco iris en un cielo intensamente azul. Esta admirable expresión de arte plumario estaba montada en un soporte de oro puro, adornado con vistas de piel de cuetzpallin de un elegante color verde. A los lados del soporte, colgaban unos pesados pendientes del mismo metal, exquisitamente tallados con elaborada filigrana, que hacían las veces de orejeras. A la derecha del tencuhtli se encontraba el otro único ocupante del estrado real: el yaocélotl Cuauhpatlatzin. A pesar de la dura jornada que había tenido el día anterior desde Michatonalco, el altivo guerrero estaba de pie junto al monarca, erguido e inmóvil como una estatua. Llevaba el atuendo completo de su rango, a excepción de sus armas que no se permitían en presencia del rey. No se veía en él rastro alguno de polvo, y la pintura que ocupaba cada centímetro de su piel estaba perfectamente 68

delineada, como si al llegar a la ciudadela le hubiera estado esperando toda una batería de sirvientes, preparados con una vestimenta nueva y sus pomos de pintura. El sólo hecho de que el arrogante yaotequihuac estuviera en ese lugar, demostraba a las claras que era un encumbrado dignatario de Xochicalco-Totoltepec, nada menos que el cihuacóatl o mujer serpiente, título con el que se conocía al segundo en el mando, detrás del propio tencuhtli. Mas allá del guerrero, entre la plataforma y una magnífica estela en piedra que presentaba al dios Tezcatlilpoca presidiendo alguna célebre batalla de la antigüedad, empotrada en la esquina de la sala, estaba un tlacuilo sentado en su estera, con sus rollos de ámatl, sus cañas y sus colores listos, atento a todo lo que sucedía en la sala pero con la vista clavada en sus papeles, tal como correspondía a su profesión. Después del tlacuilo, de pie y pegados a la pared, estaban cuatro individuos que, por su aspecto, no podían ser otra cosa que sacerdotes o brujos; y a su lado se encontraban otros dos ancianos que llevaban unos mantos que alguna vez fueron blancos, pero que ahora estaban extremadamente sucios, sentados en el suelo y con un enorme códice abierto frente a ellos. Del otro lado, en el muro opuesto, había una plataforma baja ocupada en ese momento por seis dignos personajes regiamente vestidos, los más portando enjoyadas narigueras y orejeras y lujosos penachos, sentados en cómodos almohadones. Todos eran de edad avanzada, y conformaban el huehuetlatoque, el consejo de ancianos del reino. Los demás ocupantes de la sala, estratégicamente distribuidos, eran miembros de la guardia personal del tencuhtli, los únicos autorizados para portar armas en su presencia. Unos momentos antes, Nahui y el calpixqui mayor de palacio se habían apersonado en la entrada del salón del trono, frente a la espesa cortina de blanquísimo algodón en la que estaba tejido con valioso hilo de púrpura el glifo con el nombre del rey, y ella había sido introducida a su augusta presencia en la forma acostumbrada, caminando de lado pegada a la pared hasta el centro de la estancia, avanzando después hacia el trono, para finalmente besar la tierra y permanecer postrada mirando al suelo, hasta que se le indicara. Todavía inclinada frente al monarca, Nahui escuchó una fuerte voz a su izquierda, que decía con tono amenazador: -¡Se te acusa de haber plagiado a un miembro de la familia real! -¡Habla! La voz del calpixqui mayor resonó en las paredes de la espaciosa cámara, que estaba sorprendentemente silenciosa a pesar de la cantidad de gente que había en ella. Nahui levantó la mirada y se dirigió al tencuhtli, como debía ser: -Tlatihuani, eso no es cierto. Tras un levísimo gesto de asentimiento del rey, Nahui continuó: -El pipiltzin me fue confiado por su madre, la cihuatencuhtli Ximalámatl, en su lecho de muerte. Ella misma me dijo que el tlahuiztli sería una prueba ante ti, venerado señor. La mirada del rey se volvió al tlateomani, que era uno de los personajes sentados frente al libro abierto. Después de consultar el códice que tenía enfrente, replicó: -¡También se te acusa de haber robado la joya! 69

-Tlatihuani, yo estuve al servicio de mi señora Ximalámatl por varios años. Sé que fui su sirvienta de mayor confianza, y ciertamente la única que siempre estuvo a su lado. Yo la atendí, me ocupé de sus vestidos y sus alhajas, la bañé y alimenté. Y sin embargo, nunca vi, ni ella me mostró, ni siquiera mencionó, nada acerca de esa joya, hasta el momento en que me la entregó para que la usara el pequeño príncipe. Todavía puedo escucharla diciéndome: “Nahui, encárgate de que Topilli lleve siempre esta joya, porque ella hablará de su estirpe k’iin’aal”. Ella debió notar mi sorpresa, porque añadió: “Mi padre comprenderá”. Nahui calló. El tlateomani esperaba que se le diera la palabra para continuar, pero el monarca se había quedado sumido en una profunda meditación. Hasta el yaocélotl, inmóvil como estatua, mostró su sorpresa por las palabras de Nahui enarcando levemente una ceja. Finalmente, el rey se volvió a su calpixqui con otro breve asentimiento, y éste anunció: -El tencuhtli deliberará acerca de tus respuestas a estas acusaciones, así que pasaremos a las siguientes. Esto era en realidad una orden para el acusador, que dijo: -¡Profanaste el santuario de Acalopan! Un escalofrío de miedo recorrió la espalda de Nahui. Pero tenía que enfrentar la acusación. Tratando de controlar el temblor de su voz, contestó: -Es cierto, tlatihuani. Reconozco que mi marido y yo acampamos en el estanque, en nuestro camino hacia acá. Pero nosotros llegamos ahí por accidente, bajando la sierra que viene del Anáhuac. Nunca encontramos una inscripción, o cualquier otra señal que nos advirtiera. Apenas anoche supe, por boca de mi cihuatencuhtli Ahuiatetzin, que era un lugar sagrado. Te pido que te apiades de nosotros, mi señor. Tras una nueva seña del rey, el calpixqui continuó: -Nuestro señor te ha escuchado. -¡Atacaste a la guardia real, lesionando a varios guerreros!-, terció el vocero. -También eso es cierto, tlatihuani. Pero ellos fueron quienes comenzaron, agrediendo a mi marido sin ninguna advertencia. Yo solamente me defendí. -¡Ellos ejecutaban la sentencia por la profanación del recinto!-, dijo el tlateomani. -De nuevo pido tu comprensión, tlatihuani. Nosotros veníamos huyendo de la revuelta en Culhuacán, y el pipiltzin estaba en peligro, porque tus guerreros quizá no lo hubieran respetado. No sabíamos quienes eran, ni porqué nos agredían. No hubiera cumplido con los míos, ni con mi señora Ximalámatl, si no me defendía. Se hizo de nuevo el silencio, si cabe todavía mas profundo que antes. La vehemencia con que Nahui había hablado ofendía abiertamente la sensibilidad de muchos de los presentes. Nahui sintió las miradas posadas en ella, pero se armó con toda la dignidad que encontró en su interior. Finalmente, el tencuhtli hizo una señal con la mano y el calpixqui anunció: -Tu comparecencia ha terminado. Acompáñame. Nahui repitió en silencio el tlacualiztli frente al monarca, se levantó y caminó hacia atrás hasta el muro, siguiendo luego de lado hasta la entrada para finalmente salir de la sala del trono. El calpixqui la guió de vuelta a su habitación, y antes de retirarse le dijo: -No salgas de aquí hasta que se te indique. -Mi señor, disculpa mi atrevimiento. ¿Podrías decirme que ha sido de mi marido? 70

El mayordomo la miró con dureza, antes de contestar: -Lo sabrás a su tiempo. Aunque Nahui pudo seguir disfrutando de las comodidades que se le ofrecían, su confinamiento en los reducidos límites de la habitación la sofocaba. El tiempo pasaba con lentitud, y ni las extraordinarias atenciones que dispensó a Quetzalli, ni las gracias con que Chichicapilli trataba de alegrarla, fueron suficientes para mejorar su estado de ánimo. La tarde había caído y el ocaso no estaba lejos. Nadie se había acercado a su cuarto y seguía en ascuas sobre el resultado de su comparecencia ante el tencuhtli. Ese prolongado retraso podía ser una buena señal, ya que para dictar una sentencia condenatoria no parecía necesario que el monarca tomara tanto tiempo. Aunque, por otro lado, estaba conciente de que el rey tenía una gran cantidad de asuntos que atender, y el de ella, quizá por ser de menor importancia, no habría merecido nuevamente su atención hasta ese momento. Nahui se asomó al patio de servicio y vio que ya estaban dispuestas las viandas para la merienda. Más por distraerse que por hambre, salió y escogió un poco de fruta, una pequeña ración de un guisado de nopaltin con chile acompañado de tortillas calientes, y un tazón de chocólatl. De regreso en el cuarto, empezó a comer desganadamente sin dejar de pensar en su situación, y sin percatarse de la mirada de hambre del pequeño itzcuintli. Ya había perdido la esperanza de tener noticias ese día cuando escuchó el llamado del tecomalpilli. Era tal su aprensión que de un salto estaba junto a la cortina, apartándola con cierta violencia. En el umbral estaba Ome Xóchitl, la criadita de la reina, que con una sonrisa le dijo: -Mi señora te espera en sus habitaciones. La cortina interior de la estancia se abrió para dar paso a la Cihuatencuhtli, que saludó con amabilidad: -Ximopanolti, Chimalma. -A tus pies, mi señora-, contestó Nahui haciendo el consabido tlalcualiztli. -Siéntate conmigo. Tomemos un tazón de chocólatl. Una vez acomodadas en los almohadones, la reina continuó: -Supe que en la mañana acudiste donde el rey. -Sí, mi señora. -También escuché que te defendiste con vehemencia. Es más, hubo quien dijo que con demasiado atrevimiento. -Traté de decir las cosas como fueron, mi señora. Porque el tipo del libro parecía querer que me llevaran de inmediato a la piedra de sacrificios. O aún peor, que me aplicaran el xochipalmécatl. El xochipalmécatl, o listón florido, era considerado como la forma de ejecución más cruel y deshonrosa, usada sólo en criminales de la peor calaña. Se liaba todo el cuerpo del condenado con una cuerda de henequén mojada, que al secarse se contraía apretando las carnes y provocando la muerte por asfixia, después de una larga y dolorosa agonía. Por último, se negaba al ejecutado cualquier tipo de rito fúnebre, dejando que sus restos fueran escarnecidos y devorados por animales 71

salvajes, lo que según las creencias de los tlahuicas le aseguraba dolores y sufrimientos para toda la eternidad. -El tipo del libro, como tú lo llamas, es nada menos que uno de los tlateomatin de la corte, que son de los personajes más poderosos del reino, apenas por debajo de los miembros del huehuetlatoque. -Pues con tu perdón, mi señora, a mi me pareció un hombrecillo de lo más tortuoso, además de sucio. No le iría nada mal darse un buen baño; y de su ropa, ni hablar. -Ten cuidado con esa boca tuya, que te puede perder-, le amonestó la reina con severidad. Pero agregó con una sonrisa: -Aunque tengas toda la razón. Y continuó: -El tlateomani solamente repitió los cargos. Quien en realidad te acusaba era el Cihuacóatl, que según sé no está todavía muy convencido de tu papel en todo este asunto. Pero el tencuhtli ha tomado una decisión, y tendrá que acatarla. Nahui guardó silencio. Ardía en deseos de conocer el veredicto, pero no iba a cometer nuevamente la imprudencia de cuestionar a la reina, como lo hizo inconcientemente en la entrevista anterior. -Tuviste un importante aliado en el anciano Totepeuh, que te defendió con inteligencia y estilo-, continuó la reina sin poder ocultar un ligero tono de admiración en su voz. -Me pregunto cómo hiciste para impresionarlo. -Mi señor Totepeuh ha sido muy amable conmigo. Si no hubiera sido por él, quizá no hubiéramos salido con vida. Por cierto, varias veces habló sobre una leyenda, o un cuento, que tenía que ver con nuestra presencia en Acalopan. No he dejado de preguntarme de qué se trata. -Pues tendrás que preguntárselo a él, porque yo no sé nada. -No creo que tenga la oportunidad... -Sí la tendrás, porque el teotlamapixqui quiere hablarte mañana por la mañana, y el tencuhtli ha accedido. -Espero que sean buenas noticias-, contestó Nahui con cautela. -Deben de serlo, como las que yo tengo para ti. La cihuatencuhtli calló, como esperando algún comentario de Nahui. Pero ella, aunque sentía que la incertidumbre le roía las entrañas, prefirió esperar en silencio a que la reina continuara, conciente de que cualquier equivocación suya en cuestiones de etiqueta podía dar al traste con todo. -El tencuhtli piensa que hiciste un buen servicio a tu señora Ximalámatl, cuidando y defendiendo al pipiltzin-, dijo la reina, escogiendo cuidadosamente las palabras. -Está convencido de que obraste honradamente, a pesar de que tus modales han dejado qué desear; sobre todo los que tuviste en presencia de la corte. Sin embargo, cree que podrás refinarlos de ahora en adelante. Es por eso que ha decidido que te seguirás haciendo cargo del bebé, hasta que llegue el día de su Tocailhuitl, que es el día en que se le consagrará al servicio de los dioses, tal como lo desea el rey. Desde mañana se te asignarán habitaciones familiares en palacio, y podrás vivir en ellas con tu marido y tu hija, además del niño. Tratarás directamente conmigo en asuntos domésticos, lo que significa que se te ha concedido estatus de cihuapixqui, y no de vulgar esclava. Después de una breve pausa, la dama continuó: -Creo que el tencuhtli te ha hecho justicia, y me alegro por ti. Estoy segura que sabrás responder a la confianza que se te da. 72

Con lágrimas en los ojos, Nahui cayó postrada a los pies de la reina, y dijo: -¡Claro que lo haré! Tlatihuani ha sido como mi padre, y estoy obligada con él. Pero de igual modo veo tu mano, y me doy cuenta que tú has sido como mi madre. También estoy obligada contigo, mi señora. Responderé a ambos con mi sangre. -Así sea, Nahui Quiáhuitl Chimalma.

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GLOSARIO DE TERMINOS EN NAHUATL "Codo": -medida de longitud equivalente a unos 30 cm

Cóatl: -vívora, serpiente

"Dedo": -medida de longitud equivalente a unos 7 cm

Copalli: -copal, resina olorosa de pino usada como incienso

"Larga carrera": -medida de longitud equivalente a unos 1,700 m

Cuauhpatlatzin: -señor águila voladora

"Largo": -medida de longitud equivalente a unos 160 cm

Cuetzpallin: -iguana cuya piel era muy estimada en prendas de vestir

"Uña": -medida de longitud aproximada de 1 cm

Cuéyatl: -rana

"Viaje florido": -acto ritual de sacrificio humano

Culhua: -habitante de culhuacán

Acalli: -barca, lanchón de fondo plano

Culhuacán: -cerro encorvado, pueblo

Acayetl: -caña de tabaco que se usa en forma de pipa

Ehécatl: -viento, dios del viento y creador del quinto sol

Ahuiatetzin: -vientre perfumado

Huaquestli: -sangre seca

Ahuiayotl: -orgasmo

Huehuepilli: -anciano noble

Ahuilnemi: -coito

Huehuetlatoque: -consejo de ancianos del reino

Altépetl: -pueblo, población o ciudad

Huipil: -blusón, prenda femenina de vestir

Amecamecan: -lugar señalado en papeles o mapas, pueblo

Icpalli: -especie de silla baja

Amolli: -raíz amoliente con propiedades detergentes, jabón

Icxitlantzinco: -"a tus pies", expresión de cortesía

Anáhuac: -lugar junto al agua

Itácatl: -itacate, bulto, envoltorio

Anematimiquitzin: -ritual para liberar a los que murieron sin funerales

Itzcuintli: -perro de pelo escaso originario de méxico

Átlatl: -lanzadardos, arma prehispánica

Iztacóyotl: -coyote blanco

Atolli: -Atole, bebida hecha a base de maíz en polvo y agua

Lakam'ha: -grandes aguas, nombre maya antiguo de palenque

Azcapotzalco: -lugar de hormigueros, pueblo

Macehualli: -los merecidos de los dioses, hombre común

Ben'zaa: -gente nube, raza zapoteca

Macuilli Ácatl: -cinco caña, día o nombre calendárico

Calpixqui: -mayordomo

Maquiháhuitl: -espadón o macana de madera con bordes de obsidiana

Calpulli: -barrio en las ciudades prehispánicas

Matlacóatl: -diez serpiente, día o nombre calendárico

Ce Ácatl: -uno caña, día o nombre calendárico

Matlactli Xóchitl: -diez flor, día o nombre calendárico

Centzontli: -cenzontle, pájaro cantor

Matlacyei Cipactli: -trece lagarto, día o nombre calendárico

Chalco: -lugar arenoso, pueblo

Matlacyei Malinalli: -trece hierba, día o nombre calendárico

Chichicanácatl: -carne manchada

Máxtlatl: -braguero, taparrabos, prenda de vestir masculina

Chichicapilli: -manchado, manchita

Mayab: -tierra del pueblo maya, abarca de chiapas a honduras

Chichihualli: -seno, glándula mamaria

Mazatzinca: -perteneciente a una de las siete tribus nahuas

Chichimecas: -gente perro, tribu nómada semisalvaje

Meoctli: -pulque, bebida alcohólica de maguey de baja graduación

Chicome Atl: -cinco agua, día o nombre calendárico

Michatonalco: -lugar de la suerte de los pescadores

Chicueyi Tochtli: -trece conejo, día o nombre calendárico

Michihuacan: -michoacán, tierra de pescadores

Chilli: -chile

Mictlán: -lugar de los muertos, inframundo

Chocólatl: -chocolate, producto del cacao

Mictlantencuhtli: -señor del mictlán, dios de la muerte

Cholollan: -cholula, actual estado de puebla

Mixcóatl: -nube serpiente, nubosidad o nebulosa

Cihuacóatl: -mujer serpiente, el segundo del mando en un reino

Mixquic: -lugar brumoso, pueblo

Cihuapilli: -princesa, mujer noble

Nahualli: -nagual, brujo, espíritu que se posesiona de un animal

Cihuatencuhtli: -reina, consorte del gobernante

Náhuatl: -gente que habla con claridad, tronco tribal prehispánico

Cihuatlacáhuatl: -mujer guerrera

Nahui Quiháhuitl: -cuatro lluvia, día o nombre calendárico

Cipactonal: -primera mujer de la creación

Nemontemi: -días vacíos

Citlaltépetl: -cerro de la estrella

Niltze: -hola, saludo

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Océlotl: -ocelote, jaguar, felino nativo de mesoamérica

Tlahuicitlalli: -estrella de la aurora, aplicado al planeta venus

Ome Técpatl: -dos pedernal, día o nombre calendárico

Tlahuistli: -broche o prendedor

Ome Xóchitl: -dos flor, día o nombre calendárico

Tlalcualiztli: -gesto o acción de besar la tierra

Omecíhuatl: -señora dos o dual, parte femenina de la dualidad creadora

Tlalpan: -lugar en tierra firme, pueblo

Ometencuhtli: -señor dos o dual parte masculina de la dualidad creadora

Tlamatizcalli: -casa de la sabiduría, escuela de conocimientos

Oxomuco: -primer hombre de la creación

Tlapoyacitlalli: -estrella del atardecer, aplicado al planeta venus

Pantécatl: -penacho, adorno a base de pluma usado en la cabeza

Tlateocihuani Ehécatl: -expresión equivalente a "bendito dios"

Páyotl: -rebozo

Tlateomani: -orador o vocero en la corte

Pianincalictéotl: -"los dioses cuiden de esta casa", expresión

Tlatihuani: -expresión equivalente a "su alteza" o "su majestad"

Pipiltzin: -pequeño príncipe

Tlaxcalli: -tortilla de maíz

Pixqui: -mozo, sirviente

Tlazoltócatl: -tarántula

Purembe: -tribus nativas de michoacán

Tocailhuitl: -día del nombre, fiesta de entrada a la mayoría de edad

Quetzalcóatl: -serpiente emplumada, icono de la mitología náhuatl

Tollán: -ciudad o metrópoli, nombre dado a tula y a teotihuacán

Quetzalli: -plumita

Tollocan: -toluca, tierra del dios tolloc

Tecólotl: -tecolote, búho, ave rapaz nocturna

Tonalpouhque: -agorero, astrólogo

Tecomalpilli: -tamborcillo llamador en la entrada de una habitación

Tonatiú: -sol

Tecuaquiliztli: -bautizo, consagración a los dioses

Tonatiuhichan: -cielo o paraíso del sol

Técuatl: -aguamiel, producto extraído del maguey

Topilli: -cuija, iguana o lagartija

Temazcalli: -baño de vapor

Topiltzin: -"señor iguana", también "nuestro señor"

Tencuhtli: -cacique, rey, gobernante

Totoltepec: -cerro de las aves

Teocalli: -templo, casa de dios

Tzapotécatl: -zapoteca, pueblo oriundo de oaxaca y tehuantepec

Teocuítlatl: -oro, excremento de los dioses

-Tzin: -sufijo que indica señorío, nobleza

Teomachcalli: -casa de estudio de los dioses

Tzocuitl: -jilguero, pájaro cantor

Teotlamapixqui: -gran sacerdote

Tzomáxtlatl: -braga, prenda íntima femenina

Tepancalli: -palacio, mansión

Ulmécatl: -olmeca, tribu de las costas del golfo de méxico

Tepilli: -vagina

Ximalámatl: -pedacito de papel amate

Tepolatiliztli: -eyaculación

Ximopanolti: -"bienvenido", expresión de cortesía

Tepolli: -pene

Xiuhpohualli: -calendario solar de 365 días

Tequipancalli: -casa de los oficios, escuela de artes y oficios

Xochiatlauhtli: -barranca de las flores

Teyaotlani: -soldado, guerrero

Xochicalco: -lugar de la casa de las flores, en el estado de morelos

Tezcatlilpoca: -espejo de humo ardiente, dios de la guerra

Xochimilco: -lugar donde se cultivan flores, pueblo

Tianquiz: -tianguis, mercado

Xochipalmécatl: -listón florido, método de ejecución de reos

Tícitl: -médico, curandero

Xólotl: -muñeco de trapo

-Tin o -Ltin: -sufijo que indica plural

Yaocélotl: -caballero jaguar, orden militar

Tlachtli: -pelota, nombre de un juego popular en mesoamérica

Yaotequíhuac: -capitán de guerra, grado militar

Tlacopatiani: -partera, comadrona

Yelizcalli: -casa del comportamiento, escuela de modales

Tlacotli: -esclavo, persona sujeta a la voluntad de otro

Zacapilli: -clítoris

Tlacuilo: -dibujante de glifos y pictogramas, escritor, relator

Zama: -nombre antiguo de la actual tulum

Tlahuica: -perteneciente a una de las siete tribus nahuas

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Contenido

1 01

El Culhua

3

1 02

La princesa y la esclava

8

1 03

Amanecer en Chalco

15

1 04

Michatonalco

20

1 05

El nahualli del rey

28

1 06

¡Emboscados!

34

1 07

Las pequeñas batallas de cada día

40

1 08

Chimalma

47

1 09

Totepeuh y Cuauhpatlatzin

52

1 10

La marcha a la ciudad

60

1 11

El crimen de Chimalma

68

Glosario de términos en náhuatl

74

Contenido

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