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EL BESO DEL VAMPIRO – LYNN RAVEN
‘ANGELES DE CHARLIE’
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EL BESO DEL VAMPIRO – LYNN RAVEN
‘ANGELES DE CHARLIE’
SINOPSIS
L
a llegada de Julian DuCraine ha revolucionado la vida de la pequeña localidad de Ashland Falls.
Casi todas las chicas del instituto suspiran por dar un paseo con ese chico sobre su fabulosa moto; incluso Dawn, aunque ella es demasiado orgullosa para aceptarlo... El apuesto Julian, con su tez pálida y sus gafas oscuras, parece divertirse manteniéndola alejada. Pero no será por mucho tiempo, porque el destino de ambos, sin que puedan evitarlo, se cruzó hace años...
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Si alguien deja por la noche una claraboya abierta en la azotea, está invitando a la lluvia... o a algún desconocido, sobre todo si el sistema de seguridad está tan obsoleto como el del Instituto Montgomery High y sólo hay un guardia haciendo la ronda. La sombra se deslizó por la abertura y se dejó caer suavemente sobre el suelo de linóleo. El edificio era de una sola planta, y no hubiera sido difícil entrar por una ventana, pero si habían sido tan amables de dejarle una puerta trasera abierta, ¿por qué no aprovecharlo? Cruzó el oscuro pasillo sin vacilar dejando atrás taquillas de metal, vitrinas con trofeos y el tablón cubierto de notas y anuncios colgado al lado de la secretaría, su destino. Giró el pomo y sonrió al ver que no se abría; por lo visto, aún había alguien con sentido de la responsabilidad en el instituto. No tardó más de un minuto en abrirla. Era la típica secretaría de instituto: un mostrador separaba el escritorio, con el ordenador, la impresora, el teléfono y todo aquello que necesita una secretaria, de la otra mitad de la oficina, donde había dos sillas de plástico. Detrás del sillón había un armario de metal con carpetas y archivadores de entrada y salida de correo, además de libros escolares y una bonita planta. Una puerta con el nombre A. J. Arron sobre el cristal opaco llevaba al despacho del director. Pero al intruso no le interesaba lo que pudiera encontrar ahí. A oscuras se acercó al armario, abrió el primer cajón y buscó entre los expedientes el del curso que le interesaba. Se fijó en cada una de las caras, descartando inmediatamente a la mayoría, aunque por suerte no iba a ser como buscar una aguja en un pajar. Dejó un gran sobre marrón dentro del archivador de correo entrante de la secretaria y salió.
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1 COMO EL PERRO Y EL GATO
Hasta ayer pensaba que no había nada peor que un examen de matemáticas. Hoy he descubierto que sí: un examen de matemáticas después de una noche de pesadillas, que ni siquiera recuerdas, y de despertar con un tremendo dolor de cabeza y de encías. Tenía la sensación de no haber descansado y encima no había oído el despertador. Llevaba un retraso considerable. En el baño batí todos mis récords, y eso que me sequé el pelo con secador. Miré con pena mis camisetas de manga corta y mis blusas de verano y me decidí por una camiseta con una cabeza de león que combinaba bien con mis tejanos. Aunque brillaba el sol, iba a ser un día de otoño fresco, así que cogí la chaqueta. Sin tiempo que perder me cepillé el pelo, rubio oscuro y largo hasta los hombros, y bajé la escalera a toda velocidad. En la cocina embestí a Ellen, la señora que nos ayuda, y casi la tiro al suelo. Me bebí el té de un trago, apenas eché un vistazo a las magdalenas de chocolate —por las que antes hubiera matado— y salí pitando con él “Pero Dawn...” de fondo. Esprinté hasta el garaje y llegué con tanto impulso de la escalera que me faltó poco para chocar contra mi Audi azul plateado. —Buenos días, Dawn —me dijo Simon sonriendo desde el asiento del conductor—, ¿te has dormido? ¿Quieres que te lleve en el Rolls? Simon era el último eslabón de una cadena de pesados que mi tío había puesto a mi servicio. Este gigante musculoso con peinado militar era el mayordomo, el chófer y mi guardaespaldas. Por suerte tenía mejor humor que los anteriores y no se tomaba mal que no le dejara seguirme día y noche o que no quisiera que me llevara al instituto con el monstruoso Rolls Royce negro y cromado, que aparcaba siempre detrás de mi Audi. Dos meses antes había tenido una fuerte discusión con mi tío sobre el tema. Él se había hecho cargo de mí desde que habían asesinado a mis padres durante un atraco. Mi madre, su hermanastra más joven, siempre había sido su preferida. La quería tanto que incluso le perdonó que se hubiera escapado con un “extranjero cualquiera”, como solía llamar a mi padre. Tras su muerte me adoptó y, temeroso de que me pasara algo, me rodeó de niñeras y guardaespaldas hasta que ya no aguanté más. Era mejor no llevarle la contraria a Samuel Gabbron, a no ser que tuvieras tendencias suicidas, pero aquel día, hace más de un año, mi ira había estallado. Al fin y al cabo, no eran sus compañeros de escuela los que lo miraban de reojo, y no era él quien aguantaba las eternas bromitas y quien carecía de amigos. Nunca estaba en casa, viajaba constantemente para ocuparse
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de sus negocios. Se lo eché todo en cara por teléfono, le grité que me trataba como a una prisionera y que le odiaba y que aprovecharía la primera oportunidad para escaparme de casa. Colgué y no volví a contestar al teléfono. Esa misma noche apareció junto a mi cama. Hablamos durante mucho rato. En realidad entendía su miedo de que me pasara lo mismo que a mi madre, pero conseguí convencerlo. ¿O acaso no llamaba más la atención ir por ahí rodeada de gorilas que me seguían con descarado disimulo? No llevaba su apellido, sino el de mi madre; ¿quién me iba a relacionar entonces con el empresario multimillonario? Tenía diecisiete años, quería tener amigos y quizá un novio. ¡Quería vivir! Poco antes de que amaneciera se montó en el helicóptero que le esperaba en la parte de atrás de la casa. Por la mañana había un Audi esperándome frente a la puerta para que pudiera ir sola al instituto. Todos mis guardaespaldas se fueron esa misma noche, excepto Simon. Por fin empecé a llevar una vida normal. Desde esa noche sólo había visto a mi tío dos o tres veces. El mes pasado se quedó dos semanas enteras en casa, cosa rara, pero ni aun así coincidimos. Se pasaba el día en su despacho, y había días en que no salía ni para comer. —Gracias, pero prefiero ir sola. Simon me abrió la puerta del coche. Lancé mi cartera al asiento del copiloto —la mitad de mis libros se desparramó por el suelo del vehículo, ¡lo que faltaba!— y salí a toda prisa. Por lo visto, seguía bajo el influjo de la ley de Murphy: en cuanto me acercaba a un semáforo, éste se ponía en rojo, y donde había un paso de cebra cruzaba una horda de preescolares de dos en dos y de la mano. Para colmo de males, al cambiar de carril no vi a un motorista y me llevé un buen susto. Por suerte no me hizo ni caso y siguió a toda velocidad. Tenía la adrenalina por las nubes. Encontré un sitio libre en la otra punta del aparcamiento —cómo no—, metí los libros en la cartera y eché a correr hasta el aula de matemáticas. Me dejé caer sin aliento en mi silla un instante antes de que llegara la señora Jekens. Elisabeth Ellers me sonrió dándome ánimos. Se sentaba conmigo en clase y era una de las pocas a las que consideraba amiga mía. Conocía mis problemas con las matemáticas mejor que nadie. Antes de que pudiéramos cruzar una palabra, la señora Jekens me mandó a otra mesa, ordenó silencio y repartió los exámenes. Durante la siguiente hora me rompí la cabeza con los ejercicios hasta que por fin sonó la campana; entonces respiré tranquila, mi sufrimiento había acabado. Guardé la calculadora y el estuche y salí del aula. Fui a sentarme a uno de los bancos del pasillo, encogí las piernas y las abracé. —No puede haberte ido tan mal, lo acabaste —me dijo Elisabeth—. Lo que estudiamos
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ayer ha debido de servir para algo. Se sentó a mi lado y se estiró la falda. Como siempre, iba de negro, pintalabios y perfilador de ojos incluidos. No me animó en lo más mínimo, cerré los ojos y me quedé en silencio. Si no sacaba por lo menos un bien, tendría que pasarme el verano estudiando. No quería ni pensarlo. Beth se inclinó para ver qué sucedía en las taquillas y no pude evitar sonreír. —Vaya, vaya, Cynthia lo ha conseguido. ¿Cuánto tiempo crees que tardará en devorarlo? —dijo alargando el cuello—. ¿No deberíamos hacer algo para liberarlo de sus garras? Quién hubiera dicho que la niña mona con cara de muñeca de porcelana y ojos grandes, oscuros e inocentes iba a hablar así de una compañera, pero cuando se trataba de Cynthia Brewer, Beth se transformaba en un auténtico monstruo. Lo más gracioso era que ella y la belleza pelirroja eran primas lejanas, pero mientras que Elisabeth se mantenía alejada de los chicos, Cynthia cambiaba de novio como de pantalones. Su última víctima se llamaba Julien DuCraine y era nuevo en el Montgomery. Era alto, delgado y peligrosamente atractivo. Su pelo oscuro, casi negro, y largo por detrás contrastaba con su cara pálida. Siempre llevaba unas gafas oscuras, que no se quitaba ni en clase, y que no podían disimular unos rasgos de una perfección que sólo se esperan en la gran pantalla. Julien DuCraine poseía una belleza clásica, pero inquietante a la vez, y parecía dos o tres años mayor que los demás. Según se rumoreaba lo habían echado de varias escuelas y había repetido otras tantas. Había quien decía que incluso había estado internado en un reformatorio. Ni Beth ni yo teníamos clase con él, pero Neal, que formaba parte de nuestro grupo de amigos y coincidía con él en clase de física, historia y deporte, nos explicó que era arrogante, arisco y solitario. La mayoría lo trataba con cautela y respeto, sobre todo después de que en la primera clase de deporte le rompiera la muñeca a Mike Jamis jugando a voleibol. Según Mike sólo fue un accidente, él intentaba recibir el saque de DuCraine, pero de lo fuerte que iba le rompió la muñeca. Cada vez que sacaba Julien, el equipo contrario se ponía a cubierto. Según se decía, también era muy buen espadachín, tanto que no lo batía ni el entrenador. Sin embargo, había rechazado todas las propuestas para entrar en el equipo de esgrima, lo que alegraba a Neal, que había sido el mejor hasta la llegada de DuCraine. Yo no había hablado nunca con él. Tan sólo me lo había cruzado un par de veces por el pasillo. Y tampoco lo había visto en la cafetería a la hora de comer. Parecía no querer tener más relaciones de las necesarias con ninguno de nosotros. Aunque su manera de ser lo mantenía alejado de la gran mayoría, su táctica no acababa de funcionar con Cynthia Brewer. En cuanto lo vio, Cyn lo añadió a su lista de
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propósitos; de hecho, lo puso en el primer lugar. Aquel mismo día había empezado la caza, y en ese momento lo tenía acorralado. Los brazos de Cynthia, alrededor de unos libros, apenas distaban unos centímetros de Julien, acorralado contra la taquilla. Ellen se acarició el cabello rojizo y su risa resonó por todo el pasillo. Al contrario que Beth, yo nunca hubiera pensado en salvarlo de Cynthia; eran el uno para el otro. En las tres semanas que llevaba en el instituto, ya les había roto el corazón a dos de nuestro curso, al dejarlas en la estacada al cabo de un par de días de estar con ellas. Dos chicos nos taparon la vista. — ¿Qué tal os ha ido? —dijo Neal sonriendo y recolocándose la mochila que le colgaba de un hombro. Mike jugaba con el pañuelo que sostenía su brazo enyesado. Aunque era unos diez centímetros más bajo, su espalda era más ancha. Nos saludó asintiendo con la cabeza, mientras saludaba a su vez a otro chico de su equipo de voleibol que pasaba por allí. — ¿Cómo quieres que haya ido? Pues mal. Estiré los brazos por encima de las rodillas y bajé la mirada, incómoda. Neal, el genio de los ordenadores y las matemáticas chasqueó con la lengua. Todo lo que tuviera que ver con números y lógica era para él un juego de niños, mientras que yo no le conseguía ver ningún sentido al cálculo o al punto en que se encontrara una curva en un sistema de coordinadas, y eso a Neal no le entraba en la cabeza. —Pensaba que habías estudiado con Beth —dijo con clara desaprobación. El año anterior habíamos comprendido que su paciencia no alcanzaba para ayudarme. Siempre acabábamos enfadados. Sus clases de repaso, aunque desinteresadas, habían sido un completo desastre. —Y así fue —dijo Beth antes de que yo pudiera salir en mi defensa—. Es una exagerada, esta vez acabó todos los ejercicios. Neal, hazme un favor, sal de en medio, ¿quieres? Algo desconcertado, Neal dio un paso a la izquierda y miró de refilón en la misma dirección que Beth. No pudo disimular su sorpresa y prestó atención a la escena. Mike, a su lado, pareció quedarse sin aliento. Yo también seguí atenta a lo que sucedía en el
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pasillo, y por un momento creí tener alucinaciones. Si antes DuCraine estaba contra las taquillas, ahora era Cynthia la que estaba acorralada por las largas piernas de él. Seguía abrazada a sus libros, pero ahora como si le fuera la vida en ello. DuCraine apoyaba el codo contra una de las puertas de metal y estaba tan cerca de ella que apenas los separaban un par de centímetros. Su otra mano jugueteaba recorriendo los libros de ella, el cuello y el escote de la blusa. No se veía bien lo que le hacía. Él pronunció algo, y Cynthia lo miró como hechizada, tragó saliva abrumada, cerró los ojos y apoyó la cabeza en la taquilla. DuCraine hizo un amago de besarla, pero se apartó de ella con una sonrisa odiosa en el último momento mientras Cynthia lo miraba confundida. Él le dedicó entonces una reverencia burlona y se alejó por el pasillo en nuestra dirección. Ni siquiera nos miró. La expresión de burla había desaparecido, y me pareció reconocer una mezcla de amargura y frustración en su rostro, además de rabia. Bastaba verlo caminar para advertir su ira. A Cynthia se le cayeron los libros y se le desparramaron por el suelo. Sobrecogida, miraba hacia DuCraine. Luego echó un vistazo a su alrededor, recogió los libros con torpeza y se fue en la otra dirección. Nunca había visto a un chico tratar así a Cyn desde que llegué al instituto. — ¡Madre mía! —Exclamó Mike—. Parecía que la iba a... aquí mismo —murmuró sonrojándose. Beth asintió y dijo aturdida: — ¿Que parecía que qué? La hermanastra de Mike, Susan, se nos acercó. A pesar de que tenían padres distintos, se parecían mucho. Los dos tenían los ojos de color marrón claro y el pelo liso y oscuro. Susan normalmente se recogía el pelo en una cola, lo que resaltaba sus facciones. Fue una de las mejores amigas de Cynthia hasta que ésta se encaprichó de Neal. Cuando vio cómo trataba a su amigo, para acabar dejándolo, ya no quiso tener nada que ver con ella. —DuCraine casi la... —balbuceó Mike—. Ya sabes. —No, no sé —respondió Beth, y lo miró interrogante—. ¿Qué pasa? —Bueno, parecía que la iba a... —dijo y carraspeó buscando el apoyo de su amigo. —La tenía contra las taquillas —añadió Neal—, y parecía tener la intención de darle algo más que un beso; aquí, delante de todo el mundo. —Oh —dijo Susan abriendo mucho los ojos—. Vaya vaya. Miró el pasillo, pero al no ver ni a Cynthia ni a DuCraine volvió a mirarnos.
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— ¿Y qué ha pasado? —preguntó. —Nada —contestó Neal encogiéndose de hombros—. Se fue y la dejó ahí plantada. Los ojos de Susan se abrieron más aún, y su boca, ya entreabierta, dibujó una sonrisa. — ¿Y lo ha visto todo el mundo? Pobre Cynthia. Este tipo me cae bien —dijo sin ocultar su satisfacción. Carraspeó claramente—. A lo que venía. Gente, tenemos un pequeño problema —dijo mirando a su hermanastro—; mi madre me acaba demandar un SMS diciendo que tiene dolor de cabeza y que si podemos ir a otro sitio a ver las películas. Mike maldijo entre dientes, y Susan nos miró esperando una respuesta. Hacía más de una semana que lo habíamos planeado todo. Nadie quería desechar el plan. —A mi abuela no le importaría que fuéramos —dijo Beth—, hoy ha quedado con unas amigas, pero nuestra tele es pequeña. Desde que sus padres se separaron, vivía con su abuela, una viejecita muy simpática que quería a su nieta más que a nada en el mundo. Vivían en una pequeña casa de las afueras con un jardín un tanto asilvestrado. Para aportar algo a la escasa renta de su abuela, Beth trabajaba de camarera tres días a la semana en el Ruthvens, un club inaugurado hacía unos meses. —Podríamos ir a mi casa, mis padres no están —propuso Neal—, y el ampli de mi padre ya está reparado. — ¡Sí! —dijo Mike emocionado—. Tema solucionado. ¿Qué peli vemos? Intercambiamos miradas, Neal se encogió de hombros. — ¿Os apetece noche de terror? —preguntó Susan insegura—. Dentro de poco es Halloween. —Buena idea. Yo me encargo de los DVD —dijo Mike—. ¿Qué os parece Abierto hasta el amanecer? — ¿Pueden venir Ron y Tyler? —preguntó Neal. Ron era el hermano de Cynthia y un año mayor que ella. Él y Neal, que pasaban horas juntos montando y desmontando ordenadores, eran muy buenos amigos. Que su hermana fuera una arrogante no quitaba que él fuera más bien tímido y amable y tuviera una sonrisa de ensueño. Los intentos de Cynthia de emparejarlo con una de sus amigas habían sido un fracaso.
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Tyler, el segundo capitán del equipo de esgrima después de Neal, era de estatura media, delgado y tenía un humor ácido. Había sido víctima de Cynthia antes de que DuCraine entrara en el instituto. El timbre marcó el final de la pausa y el pasillo se vació de alumnos. Terminamos de planear nuestra noche de vídeo de prisa y corriendo. Naturalmente nadie tenía ningún problema con que vinieran Ron y Tyler, y quedamos a las siete en casa de Neal. Beth, Susan y yo haríamos magdalenas y ensaladas, y Mike, Neal y los otros dos se encargarían de los DVD, la bebida y las bolsas de patatas fritas. Tenía que apurarme si no quería llegar tarde a clase de física. El profesor Horn me miró con desaprobación a pesar de que él también estaba de camino al aula.
Después de la última clase, cuando volvía al coche bajo el sol de mediodía, me di cuenta de que por la mañana me había olvidado la chaqueta en el asiento del copiloto. Me empezaron a picar los brazos; si no andaba con cuidado, por la noche iba a parecer una langosta. “Un tipo leve de alergia al sol”, había sido el diagnóstico del médico. Si la cosa empeoraba podían llegar a salirme ampollas. El calor y la sensibilidad extrema no eran para tanto, pero los picores me exasperaban. Quizá debía agradecerle a mi tío que me hubiera traído a Ashland Falls y no a Florida o a otro lugar más caluroso. Mi ciudad podía estar alejada del “mundo civilizado”, pero —además de un pequeño centro comercial donde se compraba muy a gusto, un par de clubs donde ponían buena música y un cine no muy atrasado en comparación con los de las grandes ciudades— tenía justo lo que necesitaba: bosques interminables ideales para hacer largas caminatas. Nuestra casa se encontraba a las afueras, justo donde empezaba la arboleda. Más allá sólo estaba la mansión de Hale, cuyo terreno colindaba con el nuestro y tenía arces centenarios rodeando un lago que reflejaba las nubes y adónde iba a nadar a menudo en verano. La casa debía de tener más de cien años y hacía veinte que estaba abandonada. Lo sabía por la abuela de Elisabeth. Parecía no tener dueño, y si lo tenía no parecía importarle que acabara en ruinas. Me dolía en el alma, porque me encantaba la elegancia atemporal que emanaba, con sus altas ventanas en ambos pisos y la generosa veranda de columnas que rodeaba toda la vivienda. De vuelta a casa pasé por la verdulería a la que siempre iba Ellen y compré un par de ingredientes para la ensalada. En la entrada estaba el monstruoso Rolls Royce que mi tío siempre utiliza cuando está por aquí. Por el portón entreabierto divisé el morro del Mercedes que normalmente conducían Ellen y Simon. Él estaba lavando y puliendo el Rolls, como cada semana, y me saludó con la mano.
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—Déjalo ahí, cuando acabe con éste me pongo con el tuyo —me dijo. —Pero lo necesitaré esta tarde. —No te preocupes, pequeña, esta tarde lo tendrás más que listo. ¿Adónde vas? —Noche de cine en casa de Neal, quizá llegue tarde. El gigante rubio frunció el ceño. — ¿Quieres que te lleve? —Gracias, pero prefiero ir sola —dije con resolución. —Como quieras. Entré en el recibidor y cerré la puerta de la pequeña villa —no se podía llamar de otra manera— con la certeza de que Simon andaría cerca de la casa de Neal esa noche. Una cocina deslumbrante de acero y cromo totalmente equipada, y con una mesa grande con media docena de sillas, ocupaba la mitad del piso de abajo. Al lado estaba el comedor, que apenas utilizaba porque prefería comer con Simon y Ellen en la cocina. El suelo estaba cubierto por una alfombra oriental y albergaba un enorme piano negro de cola que no se tocaba porque nadie sabía. En la planta de abajo también estaba el baño de Ellen y de Simon. Él vivía en un apartamento encima del garaje. Una puerta de la sala llevaba al ala derecha de la casa, que ocupaban el salón y el despacho de mi tío, unidos a su dormitorio y su baño por una escalera de caracol. Por la escalera de la entrada se llegaba a la otra mitad del primer piso, mi reino, que contaba con un baño y dos habitaciones para invitados, que nunca se habían usado. Mi tío Samuel no quería extraños en casa, ni siquiera sus socios, que venían muy de vez en cuando, y no se quedaban más de un par de horas. Su sobreprotección llegaba hasta tal punto que me prohibió expresamente que trajera a ningún amigo a casa. A saber por qué. Llevé la compra a la cocina. Ellen estaba cocinando y me saludó con una sonrisa. Olía de maravilla, a pan recién hecho, y sobre la mesa me esperaba una taza de mi té preferido. Me lo traía mi tío Samuel, aunque no quería decirme de dónde. No le gustaba a nadie más, pero yo ya me había vuelto adicta a su sabor y a su aroma fuerte, una delicia difícil de describir. Era el único remedio para mi dolor de encías matutino, tan agudo que parecía que me fueran a arrancar los dientes de raíz, y que además se extendía por la mandíbula. Ellen me ayudó a cortar los pimientos y los pepinos para mi ensalada. Subí a mi cuarto y me puse con los deberes. El ejercicio de biología me tomó tanto tiempo que casi se me pasa la hora, pero un poco antes de las seis y media salí hacia la casa de Neal con mi ensalada bajo el brazo.
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Mike y Susan ya habían llegado, y había un montón de DVD delante del impresionante equipo de “cine en casa”, el orgullo del padre de Neal. Un mueble bajo de madera pulida de cerezo, cubierto previamente por un mantel beige, nos hacía de mesa. Estaba saliendo de la cocina con las magdalenas de Susan colocadas en pirámide cuando entró Ron, y casi se me caen cuando vi a Cynthia detrás de él. Ron no podía disimular su malestar, y Neal se quedó sin aliento. —Ron me dijo que no os importaría —dijo dejando atrás a su hermano y cogiendo una magdalena de mí bandeja al pasar. Neal y yo miramos a Ron, que bajó la vista. — ¿Que no nos importaría? ¿Estás loco? —dijo Neal en voz alta. —No pude evitarlo, de verdad, pero es que... —contestó Ron a la defensiva. Tragó saliva y miró hacia el salón, adonde había ido Cynthia y de donde venía ahora Susan alarmada. —Por favor —dijo Ron antes de que también ella se le echara encima—, no quería que viniera, pero me hizo chantaje. — ¿Chantaje? —Susan lo miró incisiva. Mike estaba apoyado en la escalera. —Sí —asintió él infeliz—, ¿te acuerdas del virus que creamos? Me amenazó con contárselo a mi madre... y al señor Arron. Susan y yo nos miramos, luego a Ron y a Neal. Hacía unas semanas, los ordenadores del instituto habían quedado inutilizables por un virus desconocido. No se perdieron datos, pero estuvieron tres días sin funcionar hasta que por fin los arreglaron. El director, el señor Arron, se enfadó muchísimo y amenazó con el peor castigo a los responsables, pero nunca se supo quiénes habían sido. Yo sabía que eran buenos con los ordenadores, pero ¿tanto? —Y cómo puede saber... —dijo Neal malhumorado—. Bueno, ¿y a qué viene? —No sé —contestó Ron meneando la cabeza—, me parece que tiene que ver con DuCraine, está loca por él. Me obligó a meterme en el sistema de la escuela para sacar su dirección —explicó, y sonrió inseguro encogiéndose de hombros—. Pero la buena de la señora Nienhaus todavía no había introducido sus datos, por lo menos no encontré nada. Le busqué hasta por Internet. Tendríais que haberla oído cuando sólo encontré un par de artículos sobre unos equilibristas del siglo diecinueve.
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— ¿No le dijiste que DuCraine no va a venir? —dijo Neal frunciendo el ceño. —Ya lo sabía —contestó Ron—, pero creo que va detrás de Tyler. Al principio no quería venir, pero cuando mi madre me preguntó quién iba a estar, y oyó su nombre, no me dejó en paz. — ¿Tyler? —Dijo Neal con cara de no entender nada—. Pero ¿no le gustaba DuCraine? —Claro, pero quiere ponerlo celoso con él, típico de Cynthia. Nos miramos. —Supongo que no soy el único —dijo Ron con una sonrisa— que piensa que DuCraine no va a caer en la trampa. Entramos juntos al salón, donde Cynthia estaba de lo más cómoda en el sofá. Como si hubiéramos hecho un pacto, todos fuimos amables con ella —al fin y al cabo se trataba de la cabeza de Neal y de Ron—, pero no le hicimos mucho caso. Neal recibió a Tyler, que llegó diez minutos más tarde, y le puso al corriente de todo. Sólo faltaba Beth. A las siete y cuarto empecé a preocuparme porque no era normal que se retrasara tanto. A la única que no le importaba era a Cyn. Un poco antes de las siete y media, Neal la llamó a casa sin suerte, y en su móvil salía el contestador. Estaba anocheciendo. Me acerqué a la ventana y observé los coches que pasaban por la calle. Susan propuso elegir la película para que cuando llegara Beth no tuviéramos que perder más tiempo. Decidimos por unanimidad ver Drácula de Francis Ford Coppola. Neal subió a su cuarto a buscar la llave del coche cuando iban a dar las ocho, pero al bajar la escalera un faro iluminó la entrada de su casa. Susan y yo, que estábamos ya con la puerta abierta listas para salir, nos quedamos de piedra, y los demás se acercaron a la puerta. Beth se bajó de una moto de carretera negra. El conductor le alcanzó una ensaladera, luego hizo un gesto con la cabeza, y ella le dio algo que llevaba en la oreja. Cuando se volvió hacia nosotros estaba un poco pálida y como ausente, pero nos sonrió como siempre. —Mi escarabajo no arrancaba —se disculpó. Señaló al tipo de negro que la había traído, que se quitó el casco. Nos quedamos boquiabiertos, aunque Beth no pareció darse cuenta. —Gracias a Julien no he tenido que venir caminando. Pasó justo cuando había perdido todas las esperanzas —dijo, y frunció el ceño como queriéndose acordar de algo, pero sacudió la cabeza como si no tuviera importancia—. Le he pedido que se quede.
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Todos lo miramos. Llevaba sus gafas oscuras y apoyaba los brazos en el casco negro brillante. Nos devolvía la mirada con cierta arrogancia, como si no fuéramos a hacer caso de Beth y lo fuéramos a despedir con un “gracias, hasta la vista”. Neal fue el primero en reaccionar. —Claro, que se quede si no le importa ver un par de pelis viejas de vampiros —ofreció tranquilo. Lo miré sorprendida, pero se me ocurrió que era la oportunidad que deseábamos para sacarnos de encima a Cynthia. Aunque no fuera justo para DuCraine, tenía la esperanza de que mi plan funcionaría. Nos dedicó una media sonrisa un tanto cínica y apagó el motor. — ¿Qué película es? —preguntó. Su voz, profunda y suave, encajaba perfectamente con su aspecto. Era la primera vez que la escuchaba y se me secó la garganta. “¡Sigue hablando!”, suplicó una parte de mí, que ya no estaba tan segura de querer entregárselo a Cynthia. —Drácula de Coppola —dijo Neal cruzando los brazos. —Buena película —contestó asintiendo—, sobre todo cuando al final dice “Dame paz”. —Lo dijo con la voz ronca, imitando la de Gary Oldman en esa escena, y rió entre dientes como si sólo él pudiera entender el chiste. —Oye, ¿es tuya la máquina? —Preguntó Tyler bajando la escalera de la entrada—. En el instituto me preguntaba de quién era la Fireblade, pensaba que era de algún profesor. Tardé un par de segundos en comprender que hablaba de la moto. DuCraine también se quedó pensativo durante un momento. —Sí, la Blade es mía —confirmó, y acarició el depósito. Miré su gesto de cariño un tanto sorprendida. Por lo visto, su familia tenía suficiente dinero como para comprarle semejante juguetito y no parecía importarles que su hijo fuera problemático. — ¿A cuánto corre? —dijo Mike abriéndose paso y acercándose a Tyler y a Ron. Neal finalmente también se acercó. —Según el fabricante alcanza los 287, pero no te sé decir lo que de verdad corre porque el marcador sólo llega hasta 299 —explicó, y los muchachos se quedaron boquiabiertos.
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DuCraine puso el caballete y se bajó de la moto. —Le has puesto piezas nuevas, ¿verdad? —continuó Tyler, que le hizo un examen visual a la moto. —Algo —asintió DuCraine, y estiró las piernas. Mike pasó la mano por el parabrisas cromado. —Es de carreras. Brutal. ¿Desde qué marcha puedes arrancar? —Desde segunda, aunque un par de veces también la he arrancado en tercera. De nuevo se quedaron boquiabiertos. La conversación continuó girando sobre aceleración, tubos de escape de competición, neumáticos, manetas Stahlflex y estribos rascados de tomar curvas. A saber qué tenía eso de interesante. Continuaron su charla como si se conocieran de toda la vida, incluso Neal participaba, y se olvidaron completamente de la película. Cuando empezaron a hablar de tuning y portátiles, y Ron se agachó para inspeccionar el cuadro de mandos, Beth y Susan entraron en casa meneando la cabeza. Por la mañana me había cruzado con un motorista de negro, ¿sería él? De repente callaron, y DuCraine levantó la cabeza. La mirada de Neal y de Tyler me desveló que no era ni Beth ni Susan la que se acercaba por mi espalda. —Hola, Julien —dijo Cynthia avanzando con el porte de una reina. DuCraine la miraba sin decir nada. La sonrisa sarcástica que se dibujó en sus labios me recordó a un gato que juega con un ratón. Parecía que Cynthia no se daba cuenta de eso. Tyler, Mike y Neal la dejaron pasar y ella apoyó la mano en el manillar. —Hola —contestó DuCraine con retraso, y le quitó la mano de la moto. Cyn se recuperó pronto del corte y empezó a acariciar el intermitente. — ¿Te quedas a ver un par de películas? —preguntó sonriendo. Su voz sonaba como el ronroneo de un gato. Se le acercó aún más. — ¿Quieres que me quede? —contestó él con el mismo tono. —Claro —respondió, acomodándose un mechón detrás de la oreja—, aunque nunca he ido en una moto como ésta.
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—Vaya, ¿de veras?... ¿Te apetece dar una vuelta? Cuando Cynthia se volvió y me miró con despecho entendí que la pregunta era para mí. — ¿Me lo dices a mí? —pregunté sonrojándome, avergonzada como una tonta. —No, a la rubia de ojos verdes que tienes detrás. —Me lo dijo tan serio que me volví. Era una tonta. Lo miré mosqueada. ¿Cuándo se había fijado en mis ojos? Él levantó una ceja y parecía que Cyn se me iba a lanzar a la yugular. —Por qué no —dije asintiendo, y me acerqué lo más relajada que pude. —Si tienes una chaqueta, póntela —me dijo—. No quiero que pases frío. Me giré y entré en la casa — ¡tonta! ¡Tonta! ¡Tonta!—, me puse la chaqueta y volví como si no tuviera prisa. Neal me miró incrédulo y DuCraine sonreía. Su dentadura era perfecta. Me pasó lo que Beth le había devuelto y tardé en entender que se trataba de unos auriculares. Me los coloqué, me ajusté el micrófono y subí a la moto. Quería agarrarme sólo a su cinturón, pero tomó mis manos y las puso en su cintura, apretándome contra él. Cynthia me lanzó una mirada asesina. Arrancó, giró con habilidad, salimos y aceleró. Asustada, me aferré a él. Corría como un loco, pero no quise confesar mi miedo, así que callé. El viento tiraba de mi pelo y me lloraban los ojos. En la calle principal aceleró más aún. Detrás de él, me hice lo más pequeña que pude, apoyé mi cabeza en su espalda, cerré los ojos con fuerza y me preparé para la muerte. — ¡Relájate! —oí por los auriculares. Me dio unos golpecitos en la mano. ¿Cómo soltaba el manillar a esa velocidad? ¡Maldito loco! Levanté la cabeza y miré por encima de su hombro. El viento me golpeó en la cara, por lo que me cubrí de nuevo. Empezaron a pasar árboles; ya habíamos salido de la ciudad. — ¿Adónde? —me preguntó. — ¿Cómo que “adónde”? —pregunté yo. — ¿Adónde vamos? Dudé unos segundos.
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— ¿Has subido al Peak? —dije al fin. — ¿Dónde está? Le expliqué cómo llegar y la moto rugió de nuevo. No disminuyó la velocidad hasta que se metió por el camino de tierra que llevaba hasta el mirador. Di gracias a Dios, aunque seguía yendo tan rápido que en las curvas se le iba la rueda. En un momento derrapó tanto que tuvo que apoyar el pie. Seguramente grité del susto, porque lo oí reírse. Era un maldito temerario. Llegamos, paró la moto, me bajé y tropecé después de dar un par de pasos con las rodillas flojeándome. Entendí por qué Beth había llegado pálida. —Estás como una cabra —le dije secamente en cuanto se quitó el casco. Con gesto divertido, simulando no entender, meneó la cabeza mientras apoyaba la moto en el caballete. —No te pongas así —dijo—, ¿acaso te ha pasado algo? No contesté y le devolví los auriculares. Miró a su alrededor. —No está mal el sitio —dijo asintiendo, y se acercó al borde del mirador, rodeado de tupido bosque por tres de sus cuatro lados. Había una vista maravillosa de Ashland Falls, que se extendía como un mar de luces desde la falda del Peak. Me acerqué a su lado y observé la ciudad. Por costumbre busqué el punto luminoso de mi casa, mientras respiraba el aire puro con olor de tierra y bosque. Me ayudó a tranquilizarme. Estuvimos un rato en silencio. — ¿Siempre conduces así? —pregunté, y me senté sobre una roca lisa a dos metros del precipicio. El viento soplaba entre las hojas de los árboles y levantaba las del suelo. Me miró, y me di cuenta de que se había quitado las gafas, aunque estaba tan oscuro que sólo veía su silueta. —No temas, tengo buenos reflejos —dijo sonriendo—. ¿Qué es esto? —Preguntó señalando el mirador—. ¿El nido de amor de los tortolitos sin casa? Agradecí la oscuridad que afortunadamente ocultó el rubor de mi rostro. —En verano quizá sí —admití—, pero me gusta venir; es muy tranquilo. Además, la
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vista es increíble. —Ajá, ¿y por qué me has traído? —dijo acercándose. En la oscuridad su cara se veía pálida como la de un fantasma. —Tú fuiste quien me invitó a dar una vuelta —le recordé—. Tú sabrás por qué lo has hecho. — ¿Y por qué crees que lo he hecho? La verdad es que ni me lo había planteado. Yo sólo quería... ¿qué quería? Como no respondía, sonrió. Era una sonrisa oscura e implacable. —Sólo para que no haya malentendidos te diré, Warden, que si te he pedido que vinieras era para darle un corte a Cynthia, nada más. Me saca de quicio. Su tono cruel, y que me llamara con tono despectivo por mi apellido —por cierto, ¿cómo lo sabía?—, me hizo enfadar. — ¿Así que me has utilizado? —Sin duda —dijo acercándose demasiado—. ¿Por qué otra razón te iba a invitar? Di un paso atrás. — ¿Me tienes miedo, Warden? — Sus dientes brillaron en la oscuridad. —Qué va. Sólo que no te quiero volver a ver; me das asco. — ¿No? —Dijo riendo de nuevo, y me puso la piel de gallina—. Admítelo, Warden, te has hecho ilusiones, como todas. Por eso no me has dicho que no cuando te he preguntado si querías venir —se burló con sorna—. Todas sois iguales, tan previsibles. Veis a un chico guapo y os convertís en hienas, no pensáis en otra cosa. — ¡Mira quién habla! —Contesté con furia—. ¿Quién estuvo con tres chicas en tres semanas? —Dos, fueron dos —me corrigió—, y en la Biblia está escrito: “A quien pida se le dará”. Su sonrisa me dio ganas de cruzarle la cara de un tortazo. Lo empujé de nuevo. — ¡Imbécil arrogante! —le increpé. Un viento frío sopló en mi cuello y me echó el pelo sobre la cara. DuCraine permanecía inmóvil, y una mezcla de sorpresa y miedo se reflejó en su cara antes de convertirse en
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rabia. Masculló algo bruscamente, como si maldijera. Parecía que le hubiera pegado de veras. Nos miramos en la oscuridad y se acarició el pelo negro, que brillaba a la luz de la luna. — ¿Sabes qué, Warden?, ¡tú verás cómo vuelves a casa! —dijo. Se dio la vuelta y se dirigió dando grandes pasos hacia la moto. Se puso el casco, se acomodó y subió el caballete. Cuando arrancó me di cuenta de que realmente me iba a dejar ahí. Quise pararle, pero ya era demasiado tarde. Al realizar el giro sus ruedas escupían piedras y tierra. La luz roja desapareció entre los árboles mientras yo corría detrás, desvalida, maldiciéndolo. Probablemente había parado unos metros más abajo y me estaba esperando donde no lo pudiera ver. Lo último que imaginaba era que me abandonara así; podría estar loco, pero no tanto. ¿Qué le había entrado de repente? Me ceñí la chaqueta y caminé en círculo para entrar en calor. Si no iba yo, subiría él a buscarme en cuanto se cansara de esperar. La hojarasca crujía con mis pasos y también entre los árboles. Se oyeron varios aullidos a no mucha distancia. Agudicé los cinco sentidos para que no me pillara desprevenida una broma de DuCraine, pero era evidente que no estaba allí, así que seguí dando vueltas para no enfriarme. ¿Por qué se había enfadado así, de repente? Cuando dijo que todas éramos iguales sonó a que estaba cansado de que cayeran a sus pies con sólo una mirada. Pero yo no había caído a sus pies, y si lo hubiera hecho, no se podía haber dado cuenta en la oscuridad. No dejaba de mirar el reloj, y DuCraine no aparecía. Ya estaba harta de la bromita, así que me metí las manos en los bolsillos y emprendí el camino de vuelta a casa. ¡Si pensaba que iba a esperarlo toda la noche estaba muy equivocado! Estaba muy oscuro. Tropecé varias veces con agujeros o piedras y casi me tuerzo el tobillo. A cada paso me ponía más nerviosa, y a medida que me iba acercando a la carretera esperaba oír la moto, pero sólo se oía el viento, las hojas secas y alguna lechuza de vez en cuando. Tampoco lo vi en la carretera. En cualquier momento escucharía el bramido de la moto y me miraría con su sonrisa cínica y burlona, eso pensaba, pero no ocurrió nada, ¡nada! El muy imbécil me había dejado tirada de veras. Saqué mi móvil, pero no sabía a quién decirle que me viniera a buscar, y me quedé pensativa. ¿Simon? Si mi tío se enteraba no me dejaría dar ni un paso más sin escolta. Marqué el número de Neal, pero me acordé de que Cynthia todavía estaría con ellos, y era la última que debía enterarse, se burlaría de mí y al día siguiente lo sabría todo el instituto.
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¡Ni loca! No, si podía evitarlo. Llamé a Simon, ya lo convencería de alguna manera para que no le dijera nada a mi tío. Me respondió de inmediato. Me pareció oír un ruido de motor. ¿Por qué no me sorprendió que ya estuviera en el coche? Le expliqué rápidamente lo que había pasado y dónde podía pasar a por mí. Colgué, y me imaginé su sonrisa. Metí las manos en los bolsillos y seguí caminando. Sonó mi móvil y vi el número de Neal en la pantalla; rechacé la llamada. No tenía ganas de responder a sus preguntas, ni aunque Cynthia no se enterara. Se me había olvidado lo tozudo que podía ser Neal; al final acabé por apagar el móvil. Al poco rato me iluminaron los focos del Mercedes. Simon venía de algún lugar cercano. Probablemente me había visto salir con DuCraine y nos había seguido hasta perdernos de vista. No hubiera sido nada raro, con lo rápido que había ido el loco de DuCraine. Me senté en el asiento del copiloto y me puse el cinturón. Sin mediar palabra, Simon subió la calefacción. Se limitó a asentir cuando le pedí que no le dijera nada a mi tío, aunque no dejó de mirarme con el rabillo del ojo durante toda la vuelta a casa. Me hice pequeña en el asiento e hice como que no me daba cuenta. ¿Por qué me sentía tan mal? ¡Hasta ese día no había tenido nada que ver con ese desgraciado! Miraba por la ventana, enfadada conmigo misma por haber accedido a su ridícula invitación. Dios me librara de volver a ver al idiota de DuCraine.
El joven rubio vestido de cuero negro se estremeció ante la mirada del cazador. —Me preguntaste lo mismo hace cuatro semanas, tío —se quejó el joven armándose de valor. —Entonces ¿por qué te cuesta tanto responder? —Dijo el cazador, también conocido como vourdranj, cruzándose de brazos y mirándolo, con dureza—. Quizá hayas visto algo desde entonces. —El otro no le aguantó la mirada y echó un vistazo a su alrededor como buscando una escapatoria. La semana no había comenzado con buen pie para el vourdranj, estaba frustrado y cansado después de buscar en vano durante semanas, sobre todo cuando tenía que lidiar con personajes como ese chaval. Le soltó un puñetazo sin previo aviso. —Pero ¿Qué haces? —El próximo te dolerá de verdad. Venga, habla. —Son los rumores de siempre: un creado poderoso con progenie propia al que no le importa lo que digan los príncipes. — ¿Qué edad?
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—Ni idea, bastante viejo, diría yo. — ¿Sabes dónde está su guarida? —El cazador mostró los dientes cuando el muchacho hizo un gesto de no saber—. Déjame adivinar: no tienes ni idea. —Ya te lo dije la última vez, vourdranj, como también te dije que casi nunca está en la ciudad. — ¿Cuándo estuvo aquí por última vez? —Justo después de que me hicieras estas mismas preguntas ridículas, tío. El cazador lo agarró del cuello y lo empotró contra el contáiner del callejón antes de que pudiera reaccionar. — ¿Cuándo exactamente? —dijo, y le brillaron los dientes en la oscuridad. El joven se ahogaba, y de nada le servía tirar de su mano gimiendo. — ¿Cuándo exactamente? —repitió el vourdranj reduciendo la presión. —Mierda, tío, ¿quieres matarme o qué? —jadeó el muchacho. — ¿Cuándo exactamente? —Dos días después de que habláramos, tío. Tuvo que ser el nueve o el diez. — ¿Cómo lo sabes? —El cazador redujo aún más la presión permitiendo que los pies del chico tocaran el suelo. Al ver que no respondía volvió a apretarle el cuello mostrándole los dientes. —Estuviste con ese creado y le dijiste que lo buscaba. —No, escucha, no es cierto... El vourdranj no alcanzó a escuchar la respuesta del joven, ciego como estaba de rabia y dolor. —Cría cuervos... —maldijo, y golpeó al muchacho contra el contáiner con tanta fuerza que oyó cómo se le rompieron varios huesos. —Tú lo traicionaste —le respondió el chico, que no tuvo tiempo de gritar cuando le rompió el pescuezo con un rápido movimiento. El cazador lo dejó caer y dio un paso atrás. La satisfacción por la venganza duró poco pues volvió a embargarlo la pena. Observó el cuerpo semiescondido de su víctima y salió del callejón. Iba contra las normas dejarlo ahí, pero ya había roto tantas, que poco importaba una más. Miró el cielo cerrado de la noche; estaba lloviznando. El fresco y la humedad lo
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tranquilizaron. Cegado por la rabia, había descuidado la misión del príncipe. Debía controlarse, o mancharía aún más el honor de su familia. Rió amargamente. Controlarse no suponía ningún problema, pero el honor de su familia... Dejó de sonreír. El miedo de que hubieran acabado con ella aumentaba día tras día. No quería ni pensarlo. “Quien pierde la esperanza, pierde el sentido de la vida”, pensó. No se rendiría. Unas frías gotas de lluvia arrastradas por una ráfaga de viento golpearon su cara. Se subió el cuello de la chaqueta y se puso de camino. Cada vez llovía con más fuerza. La noche iba a empeorar, y aquellos de quienes podía obtener información buscarían un lugar seco y caliente donde resguardarse, como todos. No le quedaba mucho tiempo. Frustrado y lleno de rabia salió de su cobijo y se apresuró bajo la lluvia hasta el coche, un Corvette Sting Ray aparcado a unas manzanas en una bocacalle. Lo metió en el garaje y entró en la vieja casa que había enfrente. Abrió la puerta sin hacer ruido y puso atención; no había nadie. Sin encender la luz cruzó la cocina hasta la despensa, haciendo crujir el suelo de madera a cada paso, y bajó la escalera del sótano, donde dormía. Como siempre, aseguró con una tranca la puerta, se apoyó en ella y miró en la oscuridad. Un ratón se abalanzó a su agujero. No había más que una silla, una vieja caja de madera, un colchón y unas pocas cosas que había traído en su gastado petate de marinero. Se dejó caer sobre las mantas y se quedó mirando el agrietado suelo de madera. Cuando por fin se tumbó, de cara a la pared, cerró los ojos y esperó el sueño sin sueños.
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2 VIOLINES EN LA NOCHE
Antes de que empezaran las clases ya se me acercaron Neal y Tyler. El día anterior se habían preocupado porque no había respondido las llamadas. Me di cuenta de que había sido un error rechazarlas. Si hubiera contestado, en ese momento no hubieran insistido tanto por saber qué me había pasado la noche anterior. Todos se dieron cuenta de que no estaba de muy buen humor, así que les expliqué la verdad, que DuCraine me había dejado tirada en el mirador del Peak. No debería haberlo hecho, porque en ese preciso instante empezó la guerra de Neal, Tyler, Ron y Mike contra DuCraine. Lo primero que hicieron fue pedirle explicaciones — ¡estúpidos!, ni que fueran caballeros con la misión de defender mi honor—, y él reaccionó con indiferencia y arrogancia. Apenas se dieron unos empujones en el pasillo, pero luego se batieron en el entrenamiento de esgrima. Neal conocía muchos trucos que rozaban lo permitido, y DuCraine le mostró muchos más. Su intención de ridiculizarlo delante de todos fue un fracaso, y el entrenador tuvo que separarlos antes de que fueran demasiado lejos. Beth y yo lo oímos todo desde clase de gimnasia. Ahora Neal también se sentía insultado, lo que no hacía más que empeorar la situación. Además, Cynthia quiso pensar que DuCraine me había dado plantón después de una única noche y así se lo dijo a todos los que la quisieron escuchar, y también a los que no. A DuCraine no le importaba nada. Durante las cuatro semanas siguientes salió con dos chicas de nuestro curso y con otra del curso superior, a la que encontraron llorando en los baños después de haber cortado con ella. Me asusté un poco de mí misma al ver que no tenía compasión, pero la verdad era que tendrían que haberlo pensado antes; DuCraine ya tenía cierta fama. Durante ese tiempo no podía evitar observarlo cuando me lo encontraba, aunque con disimulo. Me fascinaban sus movimientos, suaves y acechantes, y hubiera dado cualquier cosa por verle los ojos. Si oía su voz en el pasillo, me flaqueaban las piernas. Una vez, nos encontramos de cara y se me olvidó respirar, aunque no me di cuenta hasta que pasó de largo. Me dedicó una mirada asesina, por decirlo suavemente, y no me explicaba por qué se había enfadado conmigo. Lo que pasó en el Peak no podía ser el motivo. La última semana de septiembre volvió nuestro profesor de literatura inglesa, el señor Barrings. Había tenido un grave accidente de coche poco después de empezar el curso, había pasado un tiempo en el hospital y aún caminaba con muletas. No me había enterado de que había habido un cambio de aula y fui de las últimas en llegar. Como no tenía ganas de sentarme cerca de Cynthia Brewer, me fui a la penúltima fila. El señor Barrings ya estaba en su mesa cuando entró Julien murmurando una disculpa. Sólo quedaba libre el asiento a mi lado... y la última fila, totalmente vacía. Se me secó la boca, a él tampoco le pasó desapercibido, apretó las mandíbulas y se fue a la
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última fila. Cynthia chismeó con sus amigas y rieron. Sin despegar la mirada de la pizarra me puse roja de vergüenza. —Me parece que todavía no nos conocemos —dijo el señor li.irrings mirando la lista. —No, todavía no —contestó—; me llamo Julien DuCraine y me cambié al Montgomery hace apenas dos meses. —Bienvenido, entonces —añadió el profesor—, pero prefiero que se siente al lado de Dawn, Julien, así no me quedaré afónico. No se preocupe, no lo va a morder. Me di la vuelta, él me miró. No, yo no lo mordería, pero ¿él a mí? Después de un incómodo silencio se sentó a mi lado. La mirada que creí percibir, aunque a través de las gafas oscuras, me mandaba al infierno como si yo fuera la culpable del acercamiento forzoso. Con los brazos cruzados y sus largas piernas estiradas, DuCraine se puso cómodo. Fijó la vista en un punto detrás del profesor y se quedó inmóvil, como diciendo: «Sólo estoy aquí porque me obligan, dejadme en paz». Y no había otra cosa que hiciera yo con más placer que eso. Al principio del curso habíamos empezado a leer El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde. Probablemente él no lo supiera o no le interesara o había olvidado su libro en casa, la cuestión fue que cuando le tocó leer un pasaje, le acerqué un poco el libro. Lo hice con la precaución con que se le acerca un filete a un animal de presa enjaulado. Con fastidio se sentó derecho y se inclinó algo así como un centímetro hacia mí. Bajo la mesa vi cómo apretaba los puños. Leyó alto y claro. Su voz me daba escalofríos y me costaba estar quieta. Le pasaba las páginas y una vez casi se me olvida, aunque nadie lo notó porque todos lo escuchaban absortos. Me di cuenta de que tenía un ligero acento extranjero y de que a medida que leía se le acentuaba más. Cuando salió de su asombro, el señor Barrings le dijo que era suficiente, y DuCraine volvió a su posición de antes, distante y soberbio, aunque me pareció oír rechinar sus dientes. Al acabar la clase, el profesor nos pidió que nos quedáramos un momento. —Como ya saben, el mes que viene es la fiesta de Halloween —dijo entre rumores—. Gracias al padre de Cynthia la celebraremos en el antiguo teatro de Merillstreet. Hubo un rumor general, y el señor Barrings levantó la mano haciéndonos callar. —Ayer le eché un vistazo, está lleno de polvo y hay que sacar muchos trastos viejos antes de empezar a montar el decorado. Hoy, a las tres de la tarde, los del equipo de limpieza tienen que estar en la puerta. —Los que, como yo, pertenecían al equipo, emitieron un murmullo de fastidio. »Sí, ya lo sé —dijo el señor Barrings comprensivo—, pero alguna vez tenemos que empezar. Como Mike se ha roto la muñeca, necesitaremos un sustituto —dijo mirando a DuCraine y sonriendo. »¿Qué le parece, Julien? —sugirió—. Al fin y al cabo, dicen que fue el responsable del accidente.
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DuCraine iba a decir algo —apuesto que un « ¡no!» rotundo—, pero el profesor no le dio la oportunidad. —Muy bien, entonces todo solucionado —sentenció asintiendo y mirándolo—. Nos vemos allí a las tres. Oí un suave gruñido a mi lado, sus labios eran una fina línea, estaba segura de que no vendría, aunque lo amonestaran por ello. Me equivoqué. Vino, y Mike y Neal, que también formaban parte del equipo, no parecieron alegrarse. Merillstreet era una pequeña bocacalle de Riverdrive, la avenida principal de Ashland Falls. Los altos edificios de obra vista con escaleras de emergencia y repisas de gres te transportaban a otra época, como si estuvieras en un decorado de una película de Al Capone o dieras un salto a los felices años veinte del siglo pasado. Fue en esa época cuando se construyó el Bohemien, como se llamaba el viejo teatro de variedades. Por lo que me habían dicho, en los años cincuenta sufrió un incendio que lo destruyó por completo. El dueño lo reconstruyó, pero no a tiempo para hacerlo funcionar de nuevo, y volvió a cerrar, esta vez definitivamente. Desde entonces había cambiado de manos varias veces y ahora pertenecía al padre de Cynthia. Una escalinata llevaba a la entrada; DuCraine estaba apoyado en una columna, junto a su Blade negra. Saludó a Beth brevemente, a mí me miró con dureza y a Neal y a Mike ni siquiera los miró de reojo, aunque no pudo reprimir una media sonrisa arrogante. No sabría decir si el señor Barrings notó la tensión que existía entre los tres o si le habían puesto al corriente, pero después de abrir la puerta se colocó entre ellos. La antesala, vestida con cortinas de terciopelo oscuro, apestaba a polvo y carecía de luz. Fuimos entrando poco a poco y una chica rubia y delgada —una de las primeras víctimas de DuCraine— estornudó varias veces. El señor Barrings desapareció detrás de un pesado telón granate armado con una linterna, y una polilla revoloteó sin rumbo hasta desaparecer en la sombra de la curva de la escalera que llevaba al piso superior. De repente se encendió la araña polvorienta. Por lo visto, el señor Barrings había encontrado el diferenciador. En fila india pasamos por debajo del telón con cuidado de no tocarlo para que no cayera más polvo, o que no se viniera abajo por viejo. DuCraine y Beth iban los últimos. Admiramos el viejo esplendor del Bohemien: una sala semicircular con sillas y mesas redondas hasta el escenario, con palcos sostenidos por estatuas de musculosos personajes mitológicos con adornos dorados y filigrana. El techo lo coronaba una cúpula de cristal mate que había sobrevivido intacta, aunque permanecía semioculta por hojas y excrementos de pájaros. La luz del sol se colaba apenas por un par de huecos, y el polvo bailaba en las tiras de luz. En medio de la sala colgaba una imponente lámpara de araña, que tampoco acababa de iluminar como en los viejos tiempos. El escenario tenía un metro de alto, y el telón azul marino estaba recogido. Todo el esplendor de
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antaño estaba ahora cubierto por una gruesa capa de polvo. Tardaríamos una eternidad en adecentar mínimamente el Bohemien. Reprimí un suspiro. El señor Barrings propuso limpiar primero la zona de los espectadores y la antesala. Mientras unos apartábamos sillas y mesas, otros limpiaban el polvo de las lámparas. Todo lo que estuviera roto o no sirviera lo teníamos que llevar a la salida y luego limpiaríamos la sala a conciencia. Por la cara que ponía el señor Barrings, no contaba con acabar ese día ni al día siguiente, y eso si lográbamos acabar a tiempo. Nos dividió en grupos, separando a Neal y a Mike de DuCraine. Por lo visto no se dio cuenta de lo mal que me miraba a mí, porque me puso en su grupo con Beth, Lilly y Ramón, y nos ordenó que sacáramos todos los trastos del escenario, descolgáramos el telón y le quitáramos el polvo. DuCraine escuchó en silencio con una sonrisa entre compasiva y burlona y ocupó su puesto en la parte del escenario menos iluminada. Cogí uno de los sacos de basura que tan generosamente repartía el señor Barrings, y yo por un lado, y Lilly por el otro, fuimos recogiendo todo tipo de basura. Beth y Ramón intentaban descolgar el telón mientras DuCraine limpiaba en la parte de atrás y aparecía cargado de basura de vez en cuando para meterla en la bolsa de Lilly. Beth y Ramón salieron a sacudir el telón, Lilly fue a vaciar su bolsa, y yo me quedé sola. Oí un fuerte ruido en la parte de atrás y a DuCraine tosiendo. Parecía que se hubiera desplomado algo. Hubo otro estruendo y me acerqué a ver qué pasaba. Me encontré a DuCraine en un pequeño cuarto trastero envuelto en una nube de polvo. El suelo estaba cubierto por toda clase de objetos, o por los restos de los objetos que habían estado en lo que había sido una estantería. Lo vi agacharse y recoger algo, tosiendo todavía, y renegando en un idioma incomprensible. Me acerqué y le toqué el hombro. En sus manos tenía un viejo violín y le estaba quitando el polvo. — ¿Estás bien? —le pregunté. No sé qué me hizo pensar que su respuesta sería amable. No se había dado cuenta de que había entrado, y en cuanto me vio, gruñó y puso mala cara. Le vi un corte en la ceja. —Estás sangrando. Acerqué mi mano a su cara para verle mejor la herida, pero me cogió la muñeca y me la apretó con fuerza. —Déjame en paz, Warden. —Pero tú... ¡Au! —repliqué, y me empujó contra la pared. Se me acercó con peligrosa lentitud, con el violín todavía en las manos. — ¿Acaso no quedó claro en el mirador? —Me dijo con agresividad—. ¡No te quiero cerca! —No hace falta que me lo pidas, ¡imbécil! —respondí, y lo empujé sin siquiera hacerlo retroceder un centímetro.
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»Ojalá la próxima vez se te caigan las estanterías encima. Torció la boca y salió del cuarto, lo vi cruzar el escenario. Si pensaba que iba a recoger el caos que había organizado, estaba muy equivocado. Volví a por mí saco de basura y cuando iba a agacharme para recoger un trozo de madera oí un fuerte crujido. Miré hacia arriba y vi que se me venían encima un montón de tablones, pero me quedé paralizada, incapaz de reaccionar. Todo fue muy rápido, pero por un instante vi lo que sucedía a mí alrededor en un ángulo de 360°. Algunos miraron en mi dirección sorprendidos. DuCraine caminaba con sigilo por un lado del escenario. Oí una cuerda desbocada en una polea y una voz en mi interior que me decía « ¡Corre!», pero no supe obedecerla y me quedé mirando la oscura imagen que se me venía encima. En el último segundo tiraron de mí y caí al suelo. Un cuerpo encima de mí me cubría de las tablas y trozos de metal que caían a nuestro alrededor. Se oyó otro crujido y el dichoso silbido de una cuerda, y otra parte de la tramoya se abalanzó sobre nosotros. Esta vez sí grité, y lo hice con fuerza y apremio. Por suerte rodamos por el suelo, porque cayó un andamio justo donde habíamos estado. Volví a gritar, nos caímos del escenario. Debajo de mí estaba Julien DuCraine. Sus brazos me apretaban con tanta fuerza que apenas podía respirar. Veía reflejada mi cara de horror en el cristal oscuro de sus gafas, que estaban a punto de caérsele. Vi sus ojos: eran grises, de un gris que brillaba de una manera extraña, con un matiz que cambiaba constantemente, como si fueran de mercurio. Me miró y el tiempo se paró, sin más. Su mano recorrió mi espalda hasta el cuello y llevó mi cabeza al lado de la suya. — ¡¿Están bien?! ¡¿Están heridos?! El tiempo no se había atrevido a avanzar, asustado, pero cuando volvió a correr lo hizo con prisa, como queriendo recuperar el lapso perdido. El señor Barrings corrió tan rápido como le permitían las muletas. DuCraine me soltó, se colocó bien las gafas y me ayudó a levantarme. Todos se acercaron a ver qué había pasado y se creó un gran alboroto. Me fijé en el escenario, cubierto de maderas, cuerdas y piezas de metal, allí donde habíamos estado hacía unos segundos. — ¿Seguro que están bien? —preguntó de nuevo el señor Barrings. Apenas pude asentir y miré a DuCraine, que decía que sí con la cabeza mientras se levantaba con elegancia como si no hubiera pasado nada. El profesor suspiró aliviado. Yo, por mi parte, no podía dejar de repetirme que Julien DuCraine me había salvado la vida. Él pareció leerme los pensamientos, porque antes de que pudiera darle las gracias meneó la cabeza. —No te hagas ilusiones, Warden —dijo en voz baja para que no le oyera nadie más—, sólo fuiste mi buena acción del día, nada más. Olvídate de esto lo antes posible. Pasó de largo y desapareció entre los demás. El señor Barrings lo siguió con la mirada, sorprendido, hizo un gesto de incredulidad y se volvió hacia mí. — ¿Seguro que está bien, Dawn? —volvió a preguntar. —Sí —asentí de nuevo.
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Neal y Mike se pusieron uno a mi derecha y otro a mi izquierda, y Beth detrás, como para sostenerme en caso de que me desmayara. —Bueno —dijo el profesor mirando el desbarajuste—, hemos acabado por hoy. Antes de continuar, alguien tendrá que venir a verificar que el teatro es seguro. Nos vemos en clase. Todos recogieron sus chaquetas y mochilas entre murmullos y salieron a la calle. Al día siguiente todo el instituto sabría lo que había pasado, y me moría de vergüenza sólo de pensarlo. Quizá debería decir que me dolía la cabeza y no salir de casa durante los días siguientes. El señor Barrings me miró de arriba abajo, y después se dirigió a Mike, a Neal y a Beth. —Ustedes tres quédense con ella, ¿vale? —Dijo dándole un billete de diez dólares a Mike—. Vayan a tomar algo antes de volver a casa, y dejen que Julien los acompañe si quiere. Él también está algo conmocionado, como Dawn. Los tres asintieron. Neal y Mike me tomaron del brazo y salimos del edificio mientras Beth —muy a pesar de los chicos— iba a buscar a DuCraine. Volvió con mi chaqueta y mi mochila, pero sola, cosa que no me sorprendió. Me llevaron del brazo a un café a la vuelta de la esquina, aunque les aseguraba que me encontraba bien y podía caminar sola. Beth quiso un café con leche, los chicos se tomaron una Coca-Cola cada uno y a mí me pidieron un batido de chocolate. Apenas participé en la conversación, no podía dejar de pensar que un tipo que no me aguantaba me había salvado la vida, y lo peor no era eso, sino que DuCraine estaba al otro lado del escenario cuando se me vino la tramoya encima. ¿Cómo pudo llegar hasta mí en tan poco tiempo? Miraba mi reflejo en la cristalera del café e intentaba reproducir el momento imaginando la distancia que nos separaba. Por muchas vueltas que le diera no dejaba de parecerme imposible lo que había sucedido. — ¿Visteis dónde estaba cuando se soltaron las tablas? —dije interrumpiendo su conversación, y me miraron interrogantes. — ¿Quién? —contestó Mike jugando con una pajita. —Julien DuCraine. Se miraron absortos y a la vez con gesto pensativo. —No —dijo Neal frunciendo el ceño—, pero calculo que tenía que estar sobre el escenario. De repente lo vi a tu lado, se cayeron las cosas y un segundo más tarde caíais del escenario. —Los miré, Mike asintió y Beth se encogió de hombros—. También vi cómo saltó —continuó—, te agarró y rodasteis por el suelo. Pensé que se te había caído algo encima porque te oí gritar. ¿Por qué lo preguntas? Pues porque lo que había hecho DuCraine era imposible, pero si se lo decía pensarían que me había dado un golpe en la cabeza y querrían llevarme a un médico. O peor aún, al hospital. —Por nada —dije con una sonrisa, insegura—, fue tan rápido que no podía acordarme y pensé que vosotros me lo podríais explicar. No importa.
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Mike y Neal, comprensivos, asintieron, y Beth me acarició el brazo. Consiguieron que me sintiera peor, ya que al fin y al cabo les acababa de mentir. Di un trago a mi batido, que ya no estaba frío y no estaba tan bueno. No podía quitarme esa idea de la cabeza, sólo quería convencerme de que mis sentidos me habían engañado. Eché un vistazo a mi reloj, era un poco más tarde de las ocho. ¿Y si el señor Barrings todavía estuviera en el Bohemien? Quizá tuviera suerte, por lo menos tenía que intentarlo. Me miraron sorprendidos cuando me levanté. Neal, que pensaba que quería irme a casa, se ofreció a llevarme, pero lo rechacé. Tenía otros planes. La oscuridad y el silencio reinaban en el Bohemien. Tampoco había luz en las ventanas de los edificios de alrededor. El señor Barrings, como era de esperar, se había marchado, y la puerta estaba bien cerrada. Alumbré la fachada con la linterna que había ido a buscar al coche. ¿Y si volviera al día siguiente con las llaves? Las podría pedir. No me pareció buena idea. De pronto vi la moto negra de DuCraine al lado de la escalera de entrada. Todavía andaba por allí, pero ¿dónde? ¿En el Bohemien? Desde fuera no se veía ninguna luz. A lo mejor estaba por allí cerca, el Ruthvens estaba a sólo un par de calles, pero no hubiera dejado su moto allí sola, ¿no? Esa parte de la ciudad no tenía buena fama, la gente la evitaba, hasta los coches pasando por Riverdrive sonaban lejanos. La Fireblade estaba en la parte de la entrada más alejada de la calle, y para verla había que subir la escalera. Me distancié un poco y observé la fachada del Bohemien. Todo estaba oscuro y tranquilo, no había nadie. Lo mejor sería que me fuera y preguntarle al día siguiente a DuCraine cómo lo había hecho, o pedirle la llave al señor Barrings. Cambié de idea cuando casi había llegado a Riverdrive. No podía irme así con esa sensación, no podía quitármelo de la cabeza, tenía que saberlo en ese momento. Me di la vuelta decidida y volví a alumbrar la fachada. Debajo del tejado había dos ventanucos, pero estaban demasiado altos como para alcanzarlos sin ayuda. Más adelante, entre el teatro y el edificio de al lado, había un paso estrecho. Quizá hubiera ahí o en la parte de atrás una escalera de emergencia. Me aseguré de que nadie andará por allí. «Entran a robar al Bohemien. Sobrina del rico empresario Samuel Gabbron con las manos en la masa». Por un titular así mi tío me llevaría a un pueblo mil veces más aburrido que Ashland Falls y dejaría que me pudriera allí el resto de mis días. Me metí en el callejón y alumbré los viejos cubos de basura. Detrás de ellos se movió algo y tropecé con unos ojos brillantes. Un gato salió de su escondite y desapareció en la oscuridad. Suspiré y seguí caminando. Detrás del Bohemien había una escalera de emergencia, pero estaba tan oxidada que preferí escalar la pared antes que confiar en su resistencia. Justo debajo de la escalera había una pequeña ventana entreabierta. Mi corazón latía con fuerza y mis manos estaban frías y húmedas. Ignoré la débil voz en mi cabeza que me decía que lo dejara para el día siguiente y busqué algo en que subirme para llegar a la ventana. Evitando hacer ruido, coloqué un cubo de basura y me subí en él, abrí la ventana e iluminé el cuarto. Estaba lleno de cajas y de muebles cubiertos de sábanas polvorientas. Eché un último vistazo a la calle antes de colarme dentro. Un viejo sofá me dio la bienvenida al amortiguar mi entrada. Crucé la habitación abriéndome paso a través de muebles viejos y me disponía a salir cuando vi un rayo de luz y algo que se movía. Me quedé inmóvil y dejé de respirar hasta que me di cuenta de que había sido un
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espejo sin cubrir; me había asustado de mí misma. Salí del cuarto echándome en cara mi miedo casi infantil. Eché un vistazo al pasillo. ¿Estaba alucinando o alguien tocaba... el violín? No cabía duda. Aunque estaba lejos, la música me llegaba suave, dulce y apasionada. La intensidad fue in crescendo y desembocó en rabia, amargura y desesperación. Me dieron ganas de salir huyendo, pero la melodía suave y dulce volvió. De repente se hizo el silencio. Que yo supiera no había fantasmas en el Bohemien. Entonces ¿quién tocaba el violín a esas horas? ¿No sería Julien DuCraine? Sólo pensarlo me hizo gracia. Recordé que se había encontrado un violín, y además su moto estaba en la puerta. Volvió a sonar la música y la curiosidad se apoderó de mí. Tenía la linterna, que en caso de emergencia podía ser una arma. Poco a poco abrí una puerta y eché un vistazo, estaba a oscuras. Encendí la linterna sólo un momento para orientarme, para poder salir sin que me vieran en caso de que no fuera DuCraine; la luz podría delatarme. Debía de estar en la parte trasera del teatro, seguramente en los camerinos. El pasillo estrecho me llevaría hasta el escenario. Encendí y apagué la linterna y seguí avanzando a tientas. Estaba completamente a oscuras, incluso después de doblar una esquina y que me pareciera ver el escenario. En ese momento era demasiado arriesgado encender la linterna, no pasaría desapercibida desde la parte delantera. Cuanto más me acercaba, mejor distinguía las siluetas de las sillas y las mesas apiladas. La luz de la luna entraba tímidamente por la cúpula. La música volvió a silenciarse y me quedé quieta, escuchando el silencio. No se oía nada, ni un paso en el escenario, ni una respiración. Seguí avanzando, con cautela. Una mano me agarró del cuello y me empujó contra la pared. Se cayó un cuadro y se rompió en pedazos. Mis pies no tocaban el suelo. Intenté pegar a mi agresor con la linterna, pero me agarró de la muñeca y me estranguló con más fuerza. Mi grito se convirtió en un jadeo. Escuché un resoplido y mis pies volvieron a tocar el suelo. — ¿Tú? Mierda, Warden, ¿cómo puedes estar en todas partes? —gruñó una voz demasiado conocida en la oscuridad. Tosí y llevé la mano a mi cuello maltratado. — ¿Estás loco? Casi me matas —dije. — ¿Se puede saber qué haces aquí? —Eso te pregunto yo —contesté, y busqué la linterna por el suelo. No sólo no me ayudó a levantarme, sino que dio un paso atrás. — ¿Tú qué crees? Esconderme de ti, Warden. —Qué gracioso eres —le respondí con aspereza. —Lo que tú digas —dijo alejándose—, pero no quiero volver a verte. Desapareció en la oscuridad del escenario. Quise encender la linterna, pero se había estropeado, así que no me quedó más remedio que seguir sus pasos a tientas. Vi moverse una sombra. — ¿Qué haces aquí? —le pregunté. —A ti qué te importa, Warden. Esfúmate —dijo—. A estas horas las niñas buenas están viendo la tele en casa con sus papá, no colándose en edificios abandonados.
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Sus palabras me hirieron, nunca había visto a mis padres, o al menos no los recordaba, pero eso a él no se lo iba a explicar. —No me he colado —dije. —Ah ¿no? Entonces ¿entraste por la puerta principal? Márchate, ¿quieres? —Por lo visto entré por el mismo sitio que tú —dije mordaz. —Lo dudo mucho —dijo riendo—; lárgate y vete a jugar con tus amiguitos. —No sin que antes me respondas un par de preguntas. Empezó a tocar el violín, ignorándome. « ¡Estúpido! ¿Cuántos años te condenaban por matar a alguien con una linterna? Alegaría enajenación.» Tomé aire, lo mejor sería que mantuviera la calma. —Tocas bien —dije—. ¿Dónde aprendiste? No respondió, y di unos pasos acercándome. Mi pie chocó contra algo, que rodó con un sonido hueco, y se rompió en mil pedazos tras caer del escenario. — ¿Cómo puedes tocar a oscuras? — ¿Qué tengo que hacer para que me dejes en paz? —Dejó de tocar. — ¡Dime cómo lo hiciste! — ¿Qué? —Cuando todo se me vino encima —dije señalando los escombros—, te vi al otro lado del escenario, estabas muy lejos como para poder ayudarme, pero lo hiciste, ¡explícame cómo! El silencio que se hizo tenía algo de peligroso, no sabía si sólo me miraba o si se había movido. Se me puso la piel de gallina y hubiera salido corriendo. Tenía la boca seca. Cuando DuCraine habló por fin, me daba la espalda. —Pero por lo demás estás bien, ¿no? —preguntó enfadado—. Deberías oírte hablar, nunca me habían dicho nada más estúpido. Si no hubiera estado cerca, ahora serías historia, Warden. Dame las gracias y lárgate. — ¡No! —respondí—. Estabas al otro lado, estoy segura. De nuevo se hizo un silencio. —Muy bien, Warden, juguemos —me dijo—, quizá así me dejes en paz. Sí, estaba al otro lado, ¿y qué significa eso? Pues que estás muerta, pero tu alma no lo acepta y por eso tu espíritu vaga por el teatro y no me deja en paz. «¡Alegaré enajenación!» —Sé perfectamente lo que vi —insistí. — ¿Y cómo crees entonces que te salvé la vida? —Dijo— Porque te la salvé yo, Warden. ¿Por quién me tomas? ¿Supeman? ¿Copperfield? Has visto demasiado Expediente X y La dimensión desconocida. ¡Y ahora largo! Se puso a tocar con agresividad. De nuevo tuve el impulso de correr por mi vida, pero cerré los puños, no iba a dejar que me intimidara, y di un paso hacia él. —Si no me lo dices, es porque tienes algo que ocultar. No me hizo ni caso y siguió tocando. Me exasperaba.
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—Mírate —dije, acercándome—, sentado aquí en plena noche tocando el violín. Y aunque estábamos a oscuras saltaste sobre mí como un felino. Eres raro, pero no se lo diré a nadie. Al no recibir respuesta, agité la linterna con rabia. Se encendió alumbrando a DuCraine. El violín emitió unas notas desafinadas, y él levantó el brazo para protegerse los ojos. Continué enfocándolo. — ¡Para! —gritó. — ¿Qué tipo de friki eres? —Pregunté bajando la luz—. No puedes negar que haces cosas raras. Siempre con las gafas de sol... Me miró enfurecido, pero no dijo nada. Volvió a colocarse el violín y siguió tocando. ¡Desgraciado! —Tendré que preguntarles a tus ex novias —dije—, seguramente tengan algo que contarme y también les interese tu extraño comportamiento... como a todo el instituto. ¿Estaba yendo demasiado lejos? Eso había sonado a chantaje y, aunque adrede, estaba jugando con fuego. Sólo estábamos él y yo, y lo estaba provocando. Pero lejos de hacerme nada, siguió ignorándome. Sentí que me había vuelto loca, en un teatro abandonado en plena noche haciendo todo lo posible por sonsacarle unas palabras a un chico que me odiaba. En un intento de salvar lo que me quedaba de dignidad, decidí retirarme. —Como quieras —dije, y bajé del escenario. — ¡Espera, Warden! —me llamó. Dejó de tocar y se me acercó—. Escucha, ya corren demasiados rumores sobre mí por el dichoso instituto. Lo miré fijamente, por lo visto su mala fama sí le importaba. —Sólo quiero que me dejen en paz, te pido por favor que no extiendas más rumores. Sonaba a súplica, no podía creerlo. —Explícame cómo lo hiciste —insistí. —Estás empeñada en saberlo, ¿eh? —Sí. —Bueno —dijo—, estoy en forma. Torcí el gesto como si no me lo creyera. —Vale, es una media verdad —admitió—, pero es cierto que oí soltarse una cuerda y supe que se iba a caer algo. No me quedé paralizado como tus amigos y por eso tuve tiempo de llegar a ti. — ¿Y cómo supiste que iba a caerse algo? —pregunté desconfiada. —Porque mis padres eran artistas —contestó—, y esas cosas no se olvidan. — ¿Estuviste en el circo? —Algo así. — ¿Y por qué no sigues ahí? —Tuve un accidente y no volví a actuar. Prefiero no hablar de ello, Warden, así que no sigas —dijo mirándome—. ¿Has acabado con tu interrogatorio?
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—Todavía no. ¿Por qué llevas siempre gafas? —le pregunté, sabiendo que me pasaba de la raya, pero la curiosidad me pudo. —Es genético —contestó—, mis ojos no toleran la luz brillante, aunque por la noche veo mejor. ¿Has acabado? — ¡Sólo una más! —¡A ver! —dijo molesto. —Deja de llamarme Warden, me llamo Dawn. —Lo sé —titubeó—, Dawn. Escuchar mi nombre de su boca me dio un escalofrío. Nos miramos, y el tiempo volvió a detenerse como esa tarde... hasta que desvió la mirada. No quise encajar su retirada y le tendí la mano. —¿Hacemos las paces? Miró mi mano, a mí, y se mordió el labio. Disimulé lo mejor que pude mi enfado y mi decepción. ¿En qué momento pensé que me chocaría la mano? Sólo había respondido a mis preguntas porque no quería que corrieran más rumores sobre él, Sin embargo, antes de que la retirara me la tomó. —En paces —repitió, aunque me ofreció una mano huidiza en un apretón fugaz. Parecía que le diera asco tocarme o acercarse a mí. Se hizo un silencio. Había contestado a mis preguntas, no tenía más motivos para quedarme, pero eso era precisamente lo que quería; quedarme, seguir hablando con él de todo y de nada. —Ya he respondido a tus preguntas —dijo como si me hubiera leído los pensamientos—, puedes marcharte, tus padres te estarán esperando. Con la barbilla me indicó el pasillo por el que había llegado. Me estaba echando, no cabía duda. —Entonces hasta mañana —me despedí disimulando el fastidio. Salí por el pasillo alumbrándome con la linterna, observando los cuadros. Cuando salté por encima de unos cristales rotos perdí el equilibrio. Sin querer golpeé la linterna contra la pared para no caerme y se apagó. Por mucho que la agitara y maldijera, no volvió a funcionar. Sin previo aviso tenía a Julien DuCraine a mi lado. ¿Cómo era tan silencioso? Aunque sonara absurdo, tenía que haber algo extraño en él. —¿Por dónde has entrado? —dijo asiendo mi hombro. —Por ahí atrás —dije levantando el brazo—. ¿Por? —Yo te llevo —dijo tirando de mí—, no sea que te rompas la crisma. Tuve que fiarme de él, porque a la velocidad que me llevó no veía nada. No exageró cuando me dijo que veía bien en la oscuridad, sorteaba obstáculos que yo no hubiera visto. No sé cómo hubiera llegado a la salida de no ser por él. —¿Por ahí? —preguntó. Asentí, se subió al sofá y se agarró al marco de la ventana. —¿Adonde vas? —pregunté.
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—Te acompaño al coche —dijo mirándome. —¿Y eso? —¿Por qué no? —Pensaba que todavía no querías irte. —Tengo cosas que hacer —dijo encogiéndose de hombros—. Me da igual irme ahora o más tarde. Antes de que pudiera decir nada, ya estaba saliendo sin esfuerzo por la ventana. Me levantó desde el otro lado para ayudarme, y no me quedó más remedio que agarrarme a él en un abrazo. Cuando tuve los pies en el suelo, me soltó de forma inesperada, perdí el equilibrio y empujé un cubo de basura. La tapa de metal cayó provocando un gran estrépito. No se encendió ninguna luz; parecía que a nadie le importaba lo que pasara en la calle, o bien todos los edificios estaban abandonados. DuCraine me miró irritado, colocó la tapa en su sitio, se subió al cubo y ajustó la ventana, aunque no la cerró. Devolvimos el cubo de basura a su sitio y, de repente, DuCraine levantó la cabeza y miró al final del callejón como si pasara algo. Con un rápido movimiento me cubrió entre su pecho y la pared matándome del susto. Intenté apartarlo de mí, sin comprender nada, hasta que oí la voz de un hombre a unos dos metros do DuCraine; entonces me agarré fuerte a su camiseta. No podía entender qué decía, aunque Julien se volvió un poco y le respondió en el mismo idioma. A pesar de todo seguía protegiéndome, situado entre el hombre y yo. No quería que me viera, o por lo menos no la cara, así como tampoco quería que le viera la suya, por lo que mantenía la cabeza baja. De nuevo intercambiaron unas palabras y el otro soltó una carcajada que me puso la piel de gallina. De nuevo hubo silencio. NO se apartó de mí hasta que estuvo seguro de que el otro no volvería. —¿Quién era? —pregunté—. ¿Qué quería? —Preguntó si quería compartir —me aclaró mirando todavía hacia el final del callejón. —¿Compartir? —¡Compartir! —dijo, y me quedó claro a qué se refería por el tono que había empleado. Me cogió del brazo y nos pusimos caminar. —¿De qué conocías a ese tipo? —pregunté. —¿Quién te ha dicho que lo conozco? —Hablasteis el mismo idioma —dije. —Eso no quiere decir nada. Se asomó por la esquina, miró a ambos lados en la Merillstreet, y seguimos caminando, él agarrándome del brazo. —¿Dónde está tu coche? —preguntó. En la entrada del Bohemien se montó en la moto y me ordenó que subiera. Arrancó con un rugido y me senté detrás de él, Fuera quien fuera ese tipo, si DuCraine me llevaba en moto hasta mi coche, que no estaba tan lejos, tenía que ser peligroso. Se me revolvió el estómago.
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—Vete directamente a casa —dijo cuando llegamos al coche— y no vuelvas nunca sola por aquí, sobre todo después de anochecer. —¿Quién era ese tío? No hablarías así si no lo conocieras —dije, y mi malestar creció. —Lo he visto por el Ruthvens, va a menudo. Tiene mala fama, sobre todo en lo que a mujeres se refiere, porque no acepta una negativa. Espero que nunca se cruce en tu camino. Yo de ti no iría al Ruthvens, es peligroso. —¡Beth trabaja ahí! Cómo no voy a ir —respondí—. ¿También se lo dijiste a ella? —Beth sabe cuidarse solita —dijo irritado. —¡Ah! ¿Y yo no? —No, tú no. —¿Y qué piensas hacer si no te hago caso? —dije enojada, subiendo al coche. —Nada —contestó. —Mejor, porque pienso seguir yendo. Nos vemos en el instituto —dije cerrando la puerta de golpe, y pisé a fondo el acelerador. Aunque hubiera evitado que me hubieran hecho algo, ¿quién se creía para decirme adónde podía ir y adónde no? ¡Qué arrogante! Ellen y Simon me esperaban preocupados. Beth había llamado y había preguntado por mí, así que se habían enterado de lo que había pasado. Ninguno de los dos me saludó, Simon se quedó mirándome en silencio y Ellen no sabía si enfadarse o abrazarme. Escuché el sermón y me fui a la cama.
El cazador hacía semanas que buscaba noche tras noche sin ninguna novedad, y nada lo ponía más furioso. Del viejo creado sólo sabía que apenas se acercaba por la ciudad y que, si de veras venía alguna vez, nunca se manchaba las manos y mandaba hacer el trabajo sucio a otros. ¡Maldita sea! Alguna manera habría de sacarlo de su escondite. Hundió los puños en los bolsillos mientras caminaba por las calles vacías hacia el Corvette. Era buen momento para volver a lo que ahora era su domicilio, en un par de horas saldría el sol En el escaparate de la casa de empeños vio un medallón dorado del tamaño de un dólar de plata que tenía un caballero atravesando a un dragón con una lanza: era san Jorge, mártir y patrón de los soldados, los campesinos, los herreros, los caballeros y los artistas. Se metió la mano por el cuello de la camiseta y sintió la forma familiar de su medallón, idéntico al del escaparate, al cerrar el puño. Entró en la tienda. Detrás del mostrador había una joven. —¿En qué puedo ayudarle? —dijo. —El medallón de San Jorge del escaparate, me gustaría verlo —respondió él aparentando serenidad. Cuando lo tuvo en sus manos, el cazador lo reconoció. —Me lo llevo —dijo asintiendo e intentando controlar sus emociones—. ¿No sabría decirme de dónde lo sacaron?
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—Lo trajo Willie hace dos meses —respondió la dependienta. —¿Dónde vive este Willie? —Vive en la calle —dijo la muchacha—, recoge latas detrás de los grandes almacenes, seguro que lo ha visto alguna vez. ¿Es usted policía? —preguntó con repentina desconfianza. —No —contestó el vourdranj. —Menos mal —suspiró ella. Si alguien sospechaba que se vendía material robado en la tienda podía traerle problemas. —Estoy segura de que no lo robó, Willie es una buena persona —afirmó la joven todavía desconfiada—. ¿Por qué quiere saber de dónde sale? —Colecciono cualquier cosa que tenga que ver con San Jorge. Pensé que a lo mejor tenía más objetos que me pudiera vender —mintió el cazador, sonrió y salió de la tienda. Afuera aceleró su paso. Cuando abrió la puerta del Corvette le temblaba la mano. Dentro sacó su medallón y lo comparó con el que acababa de comprar. ¡Lo sabía! Atormentado, cerró los ojos, se agarró al volante y apoyó la cabeza. ¡No podía ser! ¡No quería aceptarlo! ¡Adrien nunca se hubiera separado de su amuleto!
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3 CONVERSACIÓN BAJO LA LLUVIA
Por la mañana el despertador me sacó de un sueño en el que Julien DuCraine, encarnado en una pantera negra con unas garras enormes, bella y peligrosa a la vez, me acechaba desde las sombras. Sus ojos brillantes de mercurio no me perdían de vista ni un instante. Sólo el despertador me salvó del embrujo de su mirada. En el baño vi las marcas que DuCraine me había dejado en el cuello. Las escondí con un jersey de cuello alto que, como estuvo lloviendo todo el día, no llamó la atención. DuCraine no vino a clase ni ese día ni el siguiente, así que nadie le pudo preguntar qué había pasado exactamente durante mi accidente en el Bohemien. Cuando me preguntaron, di la versión de Beth, Neal y Mike de que Julien estaba cerca de mí. No podía creer que estuviera mintiendo por él. Por suerte la semana ya estaba acabando. El viernes a última hora todo me daba lo mismo, nada podía empañar ya mi buen humor. Nos habían devuelto el examen de mates y lo había aprobado, ¡estaba salvada! El sábado prometía ser tranquilo, Beth iba a ayudar a su abuela en el jardín todo el día y luego iría al Ruthvens a trabajar. Susan se iba con su madre a Houlton de compras y, aunque me invitaron, preferí no ir. Neal y Ron iban a echarle un vistazo al ordenador de Mike, así que tenía el día para mí sola. Se despejó el cielo al mediodía y la tarde iba a ser calurosa para tratarse de finales de otoño. Cogí una manta, metí unas galletas de chocolate y un termo con mi té preferido en la mochila y me fui al lago. Me llevé el libro de historia para avanzar en mi exposición sobre los templarios y La dama de blanco de Wilkie Collins para cuando descansara. Me puse cómoda a la sombra de uno de los árboles milenarios, por mi alergia al sol. Cumplí mi propósito y dediqué dos horas a la exposición, pero cometí el error de empezar a leer el libro de Collins en una pausa para tomar té y galletas, porque ya no lo solté. Unas cien páginas más tarde tuve que parar y recoger mis cosas rápidamente, pues empezó a llover; el cielo estaba plomizo. Si volvía por donde había venido, me mojaría mucho, pero campo a través, por la mansión de Hale y luego por el bosque, los árboles me cubrirían de la lluvia, además de que así atajaba. Cada vez llovía más, y me puse a correr. Sin embargo, a la altura de la mansión de Hale ya estaba calada hasta los huesos. Empezó a diluviar. Lo mejor sería que me guareciera en la veranda que rodeaba toda la casa. Me sorprendió ver una luz que parpadeaba detrás de una de las ventanas. ¿No estaba abandonada? Volvió a verse la luz pasando de una ventana a otra antes de desaparecer. Quizá la casa tenía nuevos propietarios o alguien se refugiaba como yo de la lluvia. La vi de nuevo, parecía una vela. ¿Y si eran unos niños haciendo travesuras? Pronto sería Halloween. La idea no me hizo ninguna gracia; la casa era vieja, con suelos y techos de madera y, aunque estaba abandonada, tenía muebles. Una vela era suficiente para reducir la preciosa mansión a cenizas. Sólo para asegurarme entré a echar un vistazo; si le pasaba algo a la casa no me lo perdonaría. Reinaba en ella un silencio total, ¿no son los niños muy alborotadores? Salí y saqué el spray de autodefensa que llevo siempre en la mochila. Lentamente y sin hacer ruido di la vuelta a la casa. Dentro estaba
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todo a oscuras. Llegué a la ventana donde había visto la luz por última vez y miré por una ranura de la contraventana. Pude ver un sofá de piel y la sábana blanca que lo había protegido del polvo tirada en el suelo. A la derecha, delante de la chimenea llena de ceniza, alcancé a ver una caja de madera encima de la cual estaba la vela sobre un platito. Una corriente hacía temblar la llama. En el suelo había papeles y un par de libros, pero no había nadie. ¿Quién podía ser tan irresponsable como para dejar una vela sola? De vuelta a la parte delantera intenté convencerme de que no era asunto mío, pero esa casa me gustaba demasiado. Aunque nunca hubiera entrado, cerca de ella me sentía protegida, no iba a permitir que ningún irresponsable la quemara. Entré con el gas pimienta en la mano, la puerta apenas hizo ruido. Me adentré en la casa, todo estaba en silencio y el suelo crujía a mi paso. Al final del pasillo vi la tenue luz de la vela entre penumbras. Por la izquierda se entraba a la cocina y por la derecha a un salón. Los muebles estaban cubiertos con sábanas, aunque apenas había polvo en el suelo, o eso parecía. Vi un interruptor de la luz, pero no me pareció buena idea encenderla, así que seguí medio a oscuras hasta donde estaba la vela. En la sala, una escalera llevaba al piso superior, las paredes oscuras absorbían la poca luz que había. Sólo una pared estaba pintada de blanco y tenía una mancha rectangular más oscura, que delataba la antigua presencia de un cuadro. No se oía ni una mosca. Quizá debería haberme hecho notar, decir «Hola» o preguntar «¿Hay alguien ahí?», pero no me sentía del todo segura. Apagaría la vela y me iría. Quien fuera que estuviera ahí se preguntaría si había fantasmas, nada más, y lo cierto era que no quedaría fuera de lugar. En la sala, aparte del sofá de piel, había dos sillones y otro sofá más pequeño cubiertos por una sábana blanca. Estaban colocados alrededor de la chimenea, en la que había restos de un fuego reciente. La caja de madera estaba delante, y la llama de la vela temblaba por la corriente que se creaba con la chimenea. En el suelo, al lado de la caja, había un cojín de piel y libros desperdigados. Nerviosa, miré a mi alrededor. Los papeles que había visto desde la ventana eran en realidad un bloc. Me acerqué más hasta distinguir los títulos de los libros. Me agaché, incrédula: biología, historia, matemáticas —con una calculadora entre sus páginas—, física y un ejemplar gastadísimo de Dorian Gray plagado de notas, que salían de las páginas como dientes. - ¿Qué diablos...? ¿Otra vez tú? Di un salto del susto, me volví, y mi mirada se cruzó con los ojos de mercurio de Julien DuCraine. -¿Qué... qué estás haciendo aquí? -balbuceé. Me llevé la mano al cuello sin pensar, incitada por un mal recuerdo. - Deberes –gruñó-; ¿qué se te ha perdido por aquí? -Yo... esto -balbuceé dando un paso atrás-, ¿vives aquí? Guardé el spray de autodefensa disimuladamente. -¿A ti qué te parece? Claro que vivo aquí. - ¿Aquí? ¿Solo? -pregunté extrañada. ¿Tenía calefacción, luz, agua corriente? - Sí, aquí, solo –respondió-; ¿qué se te ha perdido? Parece que eres aficionada a entrar en casas ajenas. Su tono irónico me molestó y acabó con la poca mala conciencia que tenía. - Vi la luz y, como pensaba que estaba abandonada -dije-, entré a ver quién andaba por aquí. - Que tú... -dijo perplejo, y no continuó.
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Ver a Julien DuCraine boquiabierto era un acontecimiento que iba a recordar durante mucho tiempo. -¿Estás loca? - exclamó de repente . ¡Te podrías haber encontrado con un perturbado! Con uno como el de detrás del Bohemien. ¿Es que no piensas? Me quedé paralizada mirándolo, totalmente perpleja. Parecía que se preocupara por mí. ¡Él! ¡Por mí! - ¡No estás en tu sano juicio! -continuó furioso. Respiré hondo. - Me gusta esta casa -dije lo más tranquila que pude-, a ver si te entra en la cabeza. No quería verla arder porque un par de idiotas celebraran una misa negra, nada más. No me ha pasado nada, no seas fanfarrón. ¿Dónde estabas cuando entré? Podría haberse prendido fuego. -Te lo diré aunque no sea asunto tuyo; estaba en la azotea comprobando que no hubiera goteras -respondió, y me miró de arriba abajo-. Estás calada. - Está lloviendo, por si no te has dado cuenta - le informé con sarcasmo. -¿Y qué hacías fuera, lloviendo? - Estaba en el lago cuando empezó la tormenta -dije con falso pesar-, y no me dio tiempo de llegar a casa. - No me digas que pensabas cruzar el bosque... -dijo, y meneó la cabeza-. Está claro que eres una inconsciente. Deja que te traiga una toalla. Sonrojada, lo vi subir la escalera. ¿Qué le había dado a ése ahora? ¿Y cómo sabía dónde vivía? Volvió con una toalla, un jersey y un par de téjanos negros, me lo dio todo y se volvió de espaldas para dejar que me cambiara. -Cuando acabe de llover te llevo a casa -dijo-. Si te quedan ganas de subirte a la moto, claro. Me costó reaccionar, pero después de un momento asentí. Su atención me ponía la piel de gallina. -¿Hay electricidad? - pregunté mientras me secaba el pelo con la toalla. -Suele haber -dijo-, pero el jueves durante la tormenta entró agua en la caja de distribución y hubo un cortocircuito. No tendré hasta que venga un técnico, pero como ya sabes, la oscuridad no es un problema para mí. -¿Y agua caliente?- proseguí. - Si lo dices por darte una ducha, olvídalo. ¿Te falta mucho? Miré por encima del hombro; seguía de espaldas, mirando por la ventana, lo más alejado posible de mí. -Ya acabo -dije. Me quité la camiseta, me sequé rápidamente y me puse el jersey. Parece que quieres que me vaya - dije. -Y lo quiero, cuanto antes mejor- contestó sin dudarlo. Ese chico no podía ser caballero y agradable a la vez. Me mordí la lengua, me quité los téjanos y me puse los suyos; me iban largos. - Pero aún te voy a tener que aguantar un buen rato -dijo-, no parece que vaya a parar de llover. ¿Ya? Se dio la vuelta y me miró; me dio un escalofrío. Destapó el siIIón más cercano al hogar y me indicó que me sentara con un gesto forzado. -Siéntate -ordenó saliendo de la sala-, ahora vuelvo. ¿Quién se había creído que era? Ofendida por su autoritarismo busqué dónde colgar mi
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ropa mojada, pero acabé metiéndola en la mochila, rogando porque mis libros del instituto no se estropearan por la humedad. Descalza, me puse a mirar por la ventana: seguía lloviendo a cántaros. Un ruido seco me distrajo de mis pensamientos: Julien había traído leña y estaba encendiendo fuego. Nunca lo oía llegar. El fuego se reflejó en su cara, primero furioso, luego constante. DuCraine permaneció frente a él, agachado, con la cabeza baja y los ojos cerrados durante un rato. Cogió un par de troncos más, los echó al hogar y se sacudió las manos. Me miró, bajé la vista y me senté en el sillón con malestar. Él se acomodó en el sofá, lo más lejos posible de mí. Me incliné y acerqué las manos al fuego para no verlo. -¿Mejor?- preguntó tras un largo silencio. - Sí -asentí-, gracias. Gruñó y apartó algo que tenía a su lado; la madera pulida relució a la luz del hogar, era el violín del Bohemien. -¿Lo robaste? -dije sorprendida. -¿Crees que alguien lo va a echar de menos? -dijo molesto. -Si alguien se da cuenta -le advertí ingenua-, tendrás problemas. -Si eso es todo por lo que tengo que preocuparme... -dijo encogiéndose de hombros -. ¿Quién se va a dar cuenta? A no ser que te chives, claro - continuó despreocupado. -No diré nada -dije meneando la cabeza. Acarició la madera reluciente, debía de haberse pasado horas limpiándolo y puliéndolo. -¿Por eso fuiste al Bohemien? ¿Para llevártelo? -pregunté. - No sólo por eso, tenía el teatro para mí solo, y la acústica es buenísima. No podía resistir la tentación, tenía que ver cómo sonaba de verdad. -Te gusta tocar, ¿verdad? -Sí - contestó mirándome de reojo. -¿Dónde aprendiste a hacerlo tan bien? -dije. La conversación banal nunca había sido mi fuerte; él permaneció con los ojos cerrados. - Mi padre me enseñó -dijo levantando la cabeza y mirándome-. Mi madre decía que el diablo en persona le había regalado el talento estando él en la cuna, y que yo lo había heredado. Algo en su voz me provocó angustia. -¿Viven por aquí cerca tus padres? - pregunté. -Están muertos. -Lo siento. - Bajé la mirada. -No pasa nada - dijo -, hace mucho tiempo de eso. Se hizo un silencio; apreté mis piernas con los brazos e intenté no mirarlo, pero me era imposible. Estaba pensativo, apretaba los labios y le temblaba la boca. A la luz de la vela, sentí su mirada, breve, un par de veces. El fuego crepitaba en el hogar, afuera seguía lloviendo. -¿Por qué me odias? - pregunté. -Nunca dije que te odiara -respondió mirándome -, sólo quiero tenerte lejos. -¿Y cuál es la diferencia? -Una cosa tiene que ver con emociones y la otra con distancia física -puntualizó examinándome con sus ojos de mercurio-. Hay una gran diferencia. -Entonces dime por qué no quieres tenerme cerca - dije con el corazón palpitando con fuerza. Sentí algo parecido a la desesperación oprimiéndome el pecho. Se inclinó hacia adelante
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juntando las yemas de los dedos estirados y me miró con sus misteriosos ojos de largas pestañas oscuras. -Quizá porque es lo mejor para ti - dijo finalmente en voz baja, y apartó la mirada. Se me hizo un nudo en la garganta; me estaba rechazando sin rodeos. -¿Dices que es peligroso tenerte cerca? ¿Por qué, acaso tienes una enfermedad contagiosa? ¿Te persigue la mafia y estás en un programa de protección de testigos? dije, y reí amargamente y no con burla, que era como en realidad quería-. Sé decidir sólita lo que me conviene y lo que no, gracias. -No lo parece, si no, no me irías detrás. -¡No te voy detrás! -contesté. Levantó una ceja y se quedó callado. -¡Muy bien! -dije furiosa-. Lo mejor será que me vaya. No te preocupes, no te agobiaré más, ni te molestes en llevarme a casa. Le pediría a Simón que me viniera a buscar. Tenía ganas de llorar, pero ¿por qué? Rebusqué en la bolsa, pero no encontraba mi móvil. Se me cayó La dama de blanco de Collins al suelo. -¡Maldita sea! -exclamé, y me agaché a recogerlo. DuCraine también se había agachado y tenía el libro en las manos. Como en el Bohemien, también se paró el tiempo. Estábamos muy cerca el uno del otro, sólo veía sus ojos, sus misteriosos, oscuros, serios y preciosos ojos. Soltó el libro. Como una brisa de invierno su mano se posó en mi mejilla y la fue bajando hasta el cuello. Sentí su pulgar palpando mis latidos, bajó la mirada, algo en sus ojos había cambiado, se habían vuelto más oscuros. Tragó saliva y apretó las mandíbulas. Su respiración se aceleró y dio un paso atrás repentino que me asusté. Nos miramos, él retrocedió hasta la chimenea y se dio la vuelta confundido. Sólo se oía el crepitar del fuego. No entendía qué había pasado, el corazón me latía con fuerza. No sabía si echarme a reír, estaba confundida. -Ha parado de llover -dijo-, recoge tus cosas y espérame fuera, voy a por la Blade. Fue como un cubo de agua fría, parecía que huyera de mí, y me dejó en el borde de un abismo. Era verdad que había parado de llover, y ya estaba atardeciendo. Julien me esperaba montado en la moto. Me tendió una chaqueta y un casco. -Ponte esto o te resfriarás -dijo. -¿Y tú? - dije poniéndome la chaqueta. Poco me faltó para que me temblara la voz. Fuera lo que fuera lo que había ocurrido antes, ya era agua pasada. -Yo no me calé hasta los huesos -dijo encogiéndose de hombros-. ¿Quieres que lleve tu mochila? Sabiendo cómo conducía, preferí dársela a él. Me agarré fuerte, todavía estaba algo aturdida. ¿Cómo podía seguir como si nada? Era como si tuviera un interruptor o fuera otra persona, como el doctor Jekyll y mister Hyde. Quizá tuviera un desdoblamiento de personalidad. ¿Por eso decía que era peligroso que estuviera con él? ¡Qué tontería! Corrió como un loco a pesar del asfalto mojado. Me aferré a él y me consolé con que esta vez por lo menos llevaba casco. No frenó hasta que llegamos a mi casa. -Gracias por traerme -dije. -Una cosa... -dijo, y carraspeó-. Me gustaría que no le dijeras a nadie dónde vivo. Sonaba a súplica, las sorpresas parecían no tener final. -¿No quieres que te vaya a visitar Cynthia? -dije contenta-. ¿O tus ex?
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-Entre otras –contestó-. ¿Guardarás el secreto? En las primeras horas de la noche, sus ojos seguían siendo misteriosos y oscuros. Parecía estar más pálido que de costumbre y tenía ojeras. -Vale, no se lo diré a nadie -dije. No podía creerlo, julien DuCraine me sonrió, y no de manera arrogante o sarcástica, sino agradecida y cariñosa, y a la vez inusualmente cansada. -Gracias -dijo. -De nada -contesté un tanto cohibida-, hasta el lunes. -¿Lunes? -En clase de literatura inglesa. -Ah, claro –dijo-, ya veremos. Nos alumbraron los faros de un coche, y reconocí el Mustang rojo de Neal, que paró medio metro detrás de nosotros. DuCraine me dedicó una breve mirada, se puso el casco y aceleró. Seguí la luz roja hasta perderla de vista. Era una locura, pero me dio vértigo pensar en la clase del señor Barrings. -¿Ese no era DuCraine? -dijo Neal. -Hola, Neal -dije dándome la vuelta-. Sí, era Julien. Me miró de arriba abajo: téjanos negros y jersey claro desconocidos en mí y demasiado grandes. Tras sacar sus propias conclusiones, me miró con desaprobación. Se me subieron los colores y apreté la mochila contra mi pecho. -No es lo que piensas -dije. Me hizo otro repaso y apreté con más fuerza la mochila. Me alcanzó una bobina de CD. -Los tenía Mike -dijo-; como me venía de paso me pidió que te los devolviera. -Gracias -dije, y los cogí sin mirarlo. -¿Te apetece venir conmigo esta noche al cine? -preguntó un tanto brusco. Me lo quedé mirando, sorprendida, pero luego negué con la cabeza. -No te lo tomes a mal –dije-, pero hoy no me siento muy bien. Y no era totalmente falso. Neal apretó los labios. -Bueno, otra vez será -dijo con una sonrisa algo forzada-. Nos vemos el lunes. El coche arrancó y esperé a perderlo de vista antes de entrar en casa. Subí directamente a mi cuarto para no encontrarme con Ellen. No hacía falta que también me viera con la ropa de Julien. Seguramente me haría preguntas que no sabría cómo responder. No respiré tranquila hasta que no estuve en mi habitación. Me flaqueaban las piernas y tenía un nudo en el estómago. Me tiré en la cama, no podía dejar de darle vueltas a lo que había pasado esa tarde. Quizá una ducha caliente me despejaría un poco. En la bañera, en una nube de vapor, me quedé embobada mirando las baldosas. Seguía con un nudo en el estómago y también en la garganta. Salí del agua, me sequé, y una vez en la habitación puse un CD. En la cama me abracé a un cojín. A mis pies estaba la ropa de Julien y me quedé mirándola fijamente un buen rato. Cogí el jersey y acaricié la lana, una y otra vez. Ellen llamó a cenar. No recuerdo qué le respondí, pero no tenía hambre. En el caos de mi cabeza una cosa me quedaba clara: estaba enamorada de Julien DuCraine, el chico que no me quería cerca. Seguí en Babia hasta que me dormí. Desperté abrazada a mi almohada, y me vinieron unas imágenes borrosas de un sueño con Julien en que él me miraba con sus brillantes ojos mientras yo dormía. Me desperté con los pies fríos, apenas tapada por el albornoz. Otra vez me dolían las encías, y tenía un nudo en el estómago. Fui al baño, tenía unas ojeras de campeonato, me hice un té y regresé a la cama. Por suerte Ellen había salido, no tenía ganas de hablar con nadie.
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Vi la ropa de Julien sobre la cama y me hundí aún más en la miseria. Estaba enamorada de él, y no me quería ni ver. No sabía qué hacer, aunque tampoco hubiera sabido qué hacer si me hubiera correspondido. Era la primera vez que me enamoraba. Dando sorbos al té me quedé mirando el jersey y los téjanos; no podía seguir así, tenía que quitármelo de la cabeza, cuanto antes mejor. Aproveché que Ellen no estaba, cogí la ropa y la metí en la lavadora; no debían enterarse de que había llegado a casa con la ropa de un chico. Ya había sido suficiente la cara que había puesto Neal. Si se enteraba mi tío Samuel, se me iba a caer el pelo. Sonó la melodía de mi móvil, era Susan, me invitaba a su casa para que viera lo que se había comprado el día anterior. Aunque no tenía ganas, pensé que hablar de últimas tendencias me distraería de Julien DuCraine. En casa de Susan estaban poniendo la mesa, su madre había hecho pasta y me invitó a comer. Mike había salido con Neal y Tyler, ni su madre ni Susan sabían adonde. Por cortesía comí un par farfalle con salsa de espinacas, ajo y crema, pero me sentaron mal y salí corriendo al baño. La madre de Susan me miró con lástima cuando volví y rechacé su propuesta de llevarme a casa. Me dieron unas gotas para el dolor de estómago, me prepararon una bolsa de agua caliente y me taparon en el sofá de la habitación de Susan con una manta de lana. Para distraerme, Susan me contó con pelos y señales su peripecia en el centro comercial. Mientras, se iba probando la ropa e imitaba a una modelo sobre la pasarela. Escuchamos los CD nuevos, leímos revistas y hablamos sobre nuestro vestido para el baile de Halloween, que finalmente se iba a celebrar como siempre en el gimnasio de la escuela una vez se asumió que el Bohemien no era seguro. Fue una tarde corriente de chicas, pero aun así no conseguía centrarme. Susan me pilló varias veces mirando a las musarañas, y cada vez que me preguntaba qué me pasaba, le respondía que nada, pero me sonrojaba. Cuando la conversación desembocó en chicos y en quién quería que me acompañara al baile, pensé que lo mejor sería ir despidiéndose. Tuve que convencer a su madre de que no necesitaba que me llevara. De camino a casa pasé por la antigua mansión. Me había llevado las cosas de Julien a casa de Susan para acabar de una vez por todas con esa historia. Me pareció ver un par de veces una sombra entre los viejos arces, pero desapareció demasiado rápido como para ver de qué se trataba. Con cada paso, el corazón me latía más rápido, y seguía con el estómago revuelto. Llamé a la puerta, pero nadie contestó, volví a llamar y esperé. Nada. Intenté abrirla, pero estaba cerrada. Di la vuelta a la casa y miré por las ventanas, todo estaba como el día anterior. Inexplicablemente aliviada volví a mi coche y se me olvidó dejarle la ropa en la puerta. Ya se la devolvería en la escuela. Esa noche volví a soñar con Julien DuCraine. Estaba al pie de la cama y me miraba impasible. Willie, aunque inseguro, entró con él en el callejón. Al cazador le había costado mucho localizarlo, y más aún convencerlo de que le dijera dónde había encontrado el medallón de san Jorge. Lo tuvo que invitar a un café y ofrecerle un fajo de billetes. La historia que le contó no hizo más que confirmar sus temores, y lo llenó de rabia y desesperación. Le prometió más dinero si lo llevaba a donde lo había encontrado. Llegaron a un callejón oscuro y sin salida. Willie olía a alcohol y a sudor, y el callejón tampoco olía mucho mejor. A veces no era una ventaja tener los sentidos de un depredador. Había bolsas de basura a un lado y el esqueleto oxidado de un coche.
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-¿Fue aquí? -dijo el cazador. -Sí, señor, justo aquí -contestó Willie temeroso. -¿Y qué vio exactamente? -Cuatro o cinco tíos le estaban dando una buena paliza -dijo, y lo miró. -¿Dónde le pegaron exactamente? -Ahí, donde el coche viejo -dijo Willie-, lo empujaban contra él. No le dejaron un hueso sin romper, eso seguro. Ahí encontré el medallón, debajo del coche. -¿Se fijó si le rompieron el cuello? -dijo el joven. -¡Uf! Ni idea, estaba en esa esquina y sólo rezaba para que no me descubrieran. -¡Intente acordarse! -Puede ser, le colgaba la cabeza cuando se lo llevaron. -¿Adónde? Willie se encogió de hombros, meneando la cabeza. -Sólo vi cómo lo sacaban del callejón –dijo-, nada más. Aunque escuché un motor poco después de que salieran, muy potente. Era una pick-up. Otro tío dijo que lo hicieran desaparecer cuando acabaran con él. -¿Qué hombre? -preguntó el cazador, sorprendido. -Pues uno bien elegante, más aún que su amigo -respondió Willie-. Pero sólo lo vi de espaldas. Era como yo de alto, pelo oscuro... no hizo el trabajo sucio, sólo miraba. Eso fue todo lo que vi. El vourdranj asintió y esperó a perderlo de vista para acercarse al esqueleto de coche. La lluvia ya habría borrado todas las huellas dactilares. Tenía miedo de encontrar alguna que confirmara lo que le había contado Willie. ¡No! ¡No podía pensar lo peor sin una prueba que le demostrara que se trataba de Adrien! Pasó la mano por la chapa para ver qué abolladuras eran viejas y cuáles podían ser de aquella noche. Encontró un jirón de tela negra en un canto afilado. Lo acarició con los dedos y se le hizo un nudo en la garganta. Se arrodilló y miró debajo del vehículo. Si el medallón había caído ahí, quizá hubiera otra cosa que le indicara que estaba siguiendo la pista correcta, pero la luz de la farola no iluminaba esa parte. Esperó a que se le acostumbrara la vista y pudo distinguir latas de refresco, cristales rotos y todo tipo de inmundicia. Se acercó más y distinguió algo que parecía... Tanteó a ciegas, hundió más el brazo y sacó el objeto con cuidado. Era un móvil roto y rayado. Lo abrió, pero la pantalla no se encendió. Lo conectó. Su mano temblaba tecleando el PIN, esperando que no fuera el número correcto y todo quedara en una coincidencia. El PIN era válido. El cazador cerró los ojos y contó en voz baja hasta diez antes de volverlos a abrir. Había dos mensajes sin leer. El primero decía: «¿Dónde estás? ¡Llámame!». El otro era un poco más largo: «¡Te doy 24 horas! Si no, iré a buscarte. Pase lo que pase». El mismo los había escrito. Estranguló el grito que le subía por la garganta, cerró con cuidado el móvil y lo sostuvo con las dos manos. ¿Cuántas pruebas más necesitaba? El medallón, el móvil, lo que vio Willie... Respiró hondo. Aunque todo parecía indicarlo, se negó a creer que fuera demasiado tarde y que fuera el único que quedaba de su familia. No lloraría la muerte de su hermano hasta que no estuviera completamente seguro de que Adrien había fallecido. Tenía que encontrar al responsable y vengarse. Ya vería qué hacía con la misión del príncipe. Se guardó el móvil en el bolsillo de la chaqueta y se marchó.
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4 QUIEN JUEGA CON FUEGO…
A la mañana siguiente no pude devolverle la ropa a Du-Craine antes de clase porque no vino, ni a literatura inglesa ni a ninguna otra asignatura, y eso que su moto estaba aparcada fuera. Después de la pausa del mediodía lo esperé delante del aula de física. No apareció. Neal, que iba a la misma clase, me miró con frustración y enojo al verme esperando, aunque luego me dijo que si lo veía, le diría que lo andaba buscando. No me gustó el tono en que lo dijo. Neal nunca pudo ver a DuCraine, pero desde el día anterior parecía tenerle verdadera manía. Entré en clase de historia con una sensación desagradable en el estómago, y encima, el señor Taylor me dijo que la semana siguiente debía presentar mi trabajo sobre los templarios. No pude ponerle ninguna excusa. En clase de química me senté frustrada en mi sitio, al lado de Susan. La señora Squires llegó con una bandeja llena de probetas y aparatos de laboratorio. Nos saludó con una sonrisa y preparó el primer experimento. Se le torció el gesto cuando llamaron a la puerta. La señora Nienhays, la secretaria, asomó la cabeza y le pidió por favor que saliera. Le dijo algo en el pasillo y se fue. Meneando la cabeza ligeramente volvió a su mesa. -Como sabéis, la hija del señor Harlen no se encuentra muy bien –dijo, y asentimos con un leve murmullo. El señor Harlen daba matemáticas y física y era uno de los profesores más queridos. Claro que sabíamos qué pasaba, aunque decir que “no se encuentra muy bien” era casi un eufemismo. Su hija pequeña tenía leucemia y estaba en fase terminal. Además, estaba solo, su mujer había fallecido el año anterior en un accidente de tráfico. Desde hacía más de medio año, iba del instituto al hospital y del hospital al instituto. La señora Squires ordenó silencio. -Ha recibido una llamada urgente y ha tenido que salir. Como no hay sustitución y aquí hay muchos espacios libres, me han pedido que les hagamos un sitio, así que vamos a tener invitados. Por favor, dejad las dos filas de atrás libres, y apretaos un poco aquí delante. Vamos a dar clase de todos modos. Obedientes, recogimos nuestras cosas y nos sentamos en las primeras filas. Llamaron a la puerta y entraron todos con caras largas. De los últimos entró Julien DuCrain, y nuestras miradas se cruzaron. Apretó los labios y pasó de largo a las filas de atrás. Como no cabían todos, algunos se sentaron en los escalones, entre ellos Julien. La profesora no se había distraído ni un segundo y ya tenía todo listo para comenzar. Un tiesto con un agujero en la base colgaba de un trípode sobre una bandeja de porcelana llena de arena. Una mecha salía del tiesto, donde había mezclado productos químicos. Enchufó el mechero Bunsen al conducto de gas y se dirigió a nosotros. -Como ya les dije a mis alumnos, voy a dar clase de todos modos –dijo dirigiéndose a las filas de atrás-. Veo que muchos de vosotros sois de mi otra clase de química, así que la daremos juntos. ¿Alguien quiere salir voluntario? –prosiguió, pero no se movió ni una mosca-. ¿Nadie? Cometí el error de mirarla, pero en vez de invitarme a su mesa, fijó su atención en otra víctima.
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-Julien, haznos el favor –dijo. -Preferiría no ir –dijo sin moverse. Un chico de su clase de matemáticas, por lo visto también iba con él a química, y estaba sentado justo detrás de nosotras, suspiró y murmuró. -No se da por vencida. -¿A qué te refieres? –dijimos dándonos la vuelta. -En la clase de primera hora le pidió que se quitara las gafas y él no quiso. La ha tomado con él, pero no parece importarle. En cualquier momento le cae la gorda –susurró inclinándose hacia nosotras. Susan y yo nos miramos. La señora Squires era amable siempre que no le llevaras la contraria, pero si lo hacías, ya podías ir preparándote. -Julien, no me importa lo que tú prefieras –dijo, y parecía que esta vez no lo iba a dejar escapar-. Sólo tienes que abrir el gas, encender el mechero y prender la mecha – prosiguó, y le dedicó una sonrisa que me revolvió el estómago. Julien se levantó por fin y se acercó a la mesa. Miró desconfiado la instalación de los productos químicos. -¿Qué hay en el tiesto? -Enciende la mecha –contestó sonriendo con dureza-. Luego te daré la ecuación y tendrás que explicarnos qué procesos químicos se han dado. Tardó un momento en reaccionar y encendió el mechero. -Julien, ponte las gafas de protección –dijo. -Ya llevo las mías –contestó. -Haz el favor de ponerte esas gafas ahora mismo –prosiguió apoyándose en la mesa-, y no se hable más. Las reglas también se hicieron para ti, acátalas como todos. Julien se puso tenso. Luego nos dio la espalda y de un movimiento se quitó las gafas y se puso las de plástico. -Ponte detrás de la mesa para que tus compañeros puedan ver –le ordenó la señora Squires. DuCraine apenas dio un paso y encendió la mecha. Se prendió una luz blanca y brillante, que adquirió con rapidez más potencia e intensidad. Se oyó un grito y se rompieron cristales; Julien salió de la clase tambaleándose, dejando atrás los productos químicos desparramados en el suelo. Lo miré tan sorprendida como los demás hasta que entendí lo que había pasado. ¡Dios mío! No sabía qué iba a pasar y había mirado directamente a la luz. Sin dudarlo me levanté y salí corriendo detrás de él. La señora Squires me ordenó que volviera a mi sitio, pero no le hice caso. Encontré a Julien de cara a la pared y su jadeo resonaba en el pasillo vacío. Estaba de rodillas y se tapaba la cara con las manos. Al acercarme se puso tenso. -¡Déjame! –dijo enfurecido. -Soy Dawn –contesté sin dejarme intimidar, y me agaché a su lado. -¡Que te vayas! –insistió, y quiso empujarme, pero no veía nada. -Ven, te llevaré a la enfermería –dije viéndolo temblar, y así del brazo. -¡Suéltame! –exclamó, y se puso de nuevo contra la pared. Por fin creí entender qué le pasaba. Lo tomé de nuevo del brazo e intenté levantarlo. -Ven, conozco un lugar oscuro –insistí-. ¡Venga va! Estarás tranquilo, me aseguraré de que nadie te moleste. Por fin cedió, se levantó, y lo llevé al cuarto de limpieza. Sólo estaba una rendija de luz.
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Me costó acostumbrarme a la oscuridad. Era tan estrecho que apenas podíamos movernos. Aparte de su respiración acelerada estaba más calmado. Lo acomodé en un rincón entre una vieja mesa y la pared, y de nuevo lo tomé del brazo para sentarlo. Verlo avanzar indefenso, palpando con una mano, me dejó sin palabras. Sin resistencia se quedó apoyado en la pared, se le notaba una mejoría. Dudé un poco antes de apartarle las manos de los ojos y abrirle los párpados con delicadeza. Incluso la poca luz fue suficiente para ver que tenía los ojos tan inyectados en sangre que no se distinguían ni el iris ni la pupila. -Olvídate de la enfermería, ahora mismo te llevo a un médico –dije. -¡Ni se te ocurra! –dijo levantándose y golpeándose la cabeza contra el canto de la mesa. Alargó los brazos, buscándome, con los ojos cerrados fuertemente. -No seas… -dije, desvelando mi posición, lo que le permitió agarrarme del brazo con agresividad. -Nada de médicos, ¿vale? Largo de aquí –me ordenó, y me empujó. -¿Por qué no? Tienes los ojos muy mal. -Un médico no sabría ayudarme –me aclaró tras una dura pausa-. Si quieres echarme una mano, mantén alejadas a la Squires, a la enfermera y a todos los demás. Por el tono advertí lo mucho que le costaba pedirme un favor. -Bueno –contesté-, pero luego te llevo a casa Apretó los labios. -¿Y la Blade? -Se queda aquí. Salí del cuarto antes de que pudiera responderme. Susan estaba en el pasillo y me vio salir. -¡Con que ahí estabas! ¿Está ahí DuCraine? ¿Qué le ha pasado? La señora Squires está como loca –dijo sin pausa-. Os ha buscado por todas partes, pero no ha querido dejarnos solos más tiempo y le dije que yo os buscaría. Era normal que la profesora estuviera como loca. Aunque no conociera el problema de Julien, eso no era excusa para soslayar su responsabilidad. Si volvía a clase, seguramente querría llevar a Julien a la enfermería, aun en contra de su voluntad. -Voy a llevar a DuCraine a su casa, ¿puedes sacar sus cosas? –dije-. Mientras tanto voy a por el coche. Y si te pregunta la Squires, le dices que no sabes bien qué le pasa. ¡Ah! No olvides sus gafas. Miró la puerta del cuarto y salió a paso ligero. Tuve que dar la vuelta al instituto para llegar hasta el ala de los laboratorios. Susan estaba dentro del cuarto con Julien, que se tapaba los ojos con algo claro. Verlos tan juntos me revolvía el estómago. Dios mío, ¿acaso eran celos? -¿Qué tal? –pregunté. Susan se levantó, por lo visto demasiado rápido, porque se tambaleó un poco, y parpadeó un par de veces. -Bien, le he dado un pañuelo húmedo, le sentará bien. ¡Claro! Cómo no se me ocurrió antes. -Tengo el coche ahí delante, pero hay que caminar unos metros –dije mirando a Julien-. ¿Crees que podrás? -Aunque no vea bien, mis piernas están perfectamente –respondió levantándose-. No hace falta que… -Te llevo a casa –interrumpí-. Ya sé que no es necesario, pero lo haré igualmente.
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Tomé a Julien del brazo. Iba con una mano delante y me seguía de mala gana. Apenas salimos del cuarto, volvió a ponerse tenso. -¿Estás bien? –pregunté preocupada. Me respondió con un gruñido, bajamos la escalera a duras penas y por fin se subió al coche como un convaleciente. Susan dejó las cosas en el asiento trasero, arranqué y me despedí de ella rápidamente con la mano e hice como que no escuchaba su “¡Llámame!”. Julien no abrió la boca en todo el camino, apoyó la cabeza en el cristal y no se movió. Con una mano aguantaba el pañuelo de Susan, y con la otra se agarraba a la puerta. Por fin llegamos a su casa. -¿Dónde está la llave? –pregunté. Mis palabras lo sobresaltaron como si hubiera metido los dedos en un enchufe; luego resopló. -En el bolsillo izquierdo de la chaqueta –contestó. Me di la vuelta y me incliné para acceder al asiento trasero. Volví a oír a Julien resoplar con fuerza; estaba tenso, tan alejado de mí como le permitía el coche, e intentaba abrir la puerta. -¿Estás bien? –pregunté, y se quedó helado, apretó las mandíbulas y asintió tenso. -Tú date prisa. ¡Qué se pensaba que hacía! Preferí no contestarle y seguí buscando su chaqueta. Las llaves estaban donde me había dicho, salí del coche y di la vuelta para ayudarlo. Me asusté al verlo a la luz del sol, se veía lo pálido que estaba. Le agarré el codo e hice como que no me daba cuenta de que quería soltarse de mí al principio. -Gracias por traerme –dijo como despidiéndose, y entendió la mano pidiéndome las llaves. -Ni lo sueñes –dije-, no me voy de aquí hasta que no sepa que estás bien. -No hace falta… -Ya sé que no hace falta –interrumpí fríamente-, pensé que ya había quedado claro antes. O eso o te llevo a un médico. -Eso es chantaje –dijo con enojo, pero sin fuerzas. -Seguramente –respondí impasible-. ¿Dónde está tu cuarto? -No sabes lo que haces –me advirtió, y bajó ligeramente la cabeza. Caminaba a duras penas y me acerqué para ayudarlo. -Tienes razón, aparte de un curso de primeros auxilios no he… -No me refiero a eso –interrumpió impaciente. -Ah, claro, perdona –dije con su mismo tono-. Se me olvidaba que era mejor para mí no acercarme a ti. ¿Sabes qué? Mejor que te quites eso de la cabeza de una maldita vez – dije con agresividad, y respiré hondo para no acabar estrangulándolo-. Y ahora dime adónde te llevo. No se movió ni dijo nada durante unos segundos. -Al salón –dijo con resignación. Todo estaba como la última vez que lo vi. Lo ayudé a sentarse en el sofá, bajé las persianas y corrí las cortinas. -Gracias –masculló. Pero cuando me senté a su lado y me incliné para mirarle a los ojos se puso tenso de nuevo. -¿Dónde está el baño? –pregunté.
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-¿Para qué? –replicó alterado. -Para humedecer esto –contesté, y le quité el pañuelo de los ojos. Inmediatamente se cubrió con la mano. -Junto a la puerta de entrada está la cocina. Parecía que no quería que fuera al baño; probablemente lo tuviera tan desordenado como Neal, sólo que Julien no tenía unos padres que lo obligaran a recoger de vez en cuando. Aunque la cocina pareciera un poco anticuada, con los armarios de madera y los agarraderos de otra época, era acogedora. No estaba descuidada, pero se notaba que apenas la utilizaba. No pude evitar preguntarme si sabría cocinar o se alimentaría de comida precocinada. Humedecí de nuevo el pañuelo y volví a la sala. Julien se había estirado en el sofá, un brazo le tapaba la cara. De nuevo se puso tenso cuando me acerqué a él, aunque dejó que le retirara el brazo y le colocara el pañuelo. Me senté a su lado y él se apartó de mí todo lo que le permitió el apoyabrazos. -¿Puedo hacer algo más por ti? –dije después de unos minutos de incómodo silencio. -Si te digo que no, ¿te marcharás? –preguntó sin mucha esperanza de recibir una respuesta positiva. -No. Julien apoyó la cara contra el sofá y el silencio se apoderó de la sala. Sin embargo, no estaba tranquilo, apretaba los puños o las palmas de la mano contra la piel del sofá. Me daba la impresión de que le dolía mucho, aunque intentaba disimularlo delante de mí. Puse la mano en su brazo. -¿Quieres que…? –empecé. Julien me agarró de la muñeca con fuerza y se reincorporó con un rápido movimiento. Grité del susto. Él también parecía sorprendido, como si se hubiera tratado de una reacción inconsciente. Poco a poco soltó mi muñeca como si se estuviera obligando. De la misma manera que se había reincorporado se dejó caer y se volvió dándome la espalda. Sentí miedo por un momento. -Si no piensas irte, puedes hacerme un favor –dijo con la voz áspera y rota- y prepárame algo. Aunque me costara reconocerlo, sentirme útil y guardar un poco de distancia en ese momento con Julien DuCraine me parecía buena idea. -Claro, ¿qué quieres? –pregunté. -En el frigorífico hay una caja de metal; pon dos cucharadas de la pasta en agua hirviendo –contestó con muy mala cara-. ¡Y date prisa, por favor! –añadió afónico. Alarmada por su tono de voz, me apresuré en prepararle la bebida. Después de buscar un rato encontré una tetera, una cucharilla y una taza. No tenía ni una pieza del mismo juego en los armarios o en los cajones, y el bote de metal era lo único que había en la nevera. El contenido parecía miel azucarada, sólo que de un rojo muy oscuro, casi marrón. Puse las dos cucharadas en el agua hirviendo. Se deshizo de maravilla. El resultado era espeso como un batido y no olía nada mal. Se lo llevé, se incorporó y se lo bebió de un trago con manos temblorosas. No pareció importarle que estuviera ardiendo. Agarraba la taza con las dos manos, como si quisiera calentarse con ella. Con cada trago que daba se relajaba más. Acabó, dio un suspiro y se volvió a recostar todavía con la taza en las manos, aliviado. -Gracias –dijo. Parecía haberse tranquilizado de una extraña manera… No me gustó lo que me vino a la cabeza. Parecía un yonqui después de su dosis. Lo examiné. ¿Era una alucinación, o su
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cara empezaba a tomar color? -¿Qué era esa bebida? –dije sin estar segura de querer oír la respuesta. -Sopa instantánea –dijo tenso, y supe que no era cierto. No sabía qué decir o qué pensar. Quizá mi silencio le advirtió de que algo no iba bien. Alargó el brazo en mi dirección a ciegas, y aunque quise apartarme, me agarró de la muñeca, esta vez suavemente, pero no dejaba que me soltara. -¿Qué te pasa? –preguntó. -Nada –respondí. -¿Nada? No sabes mentir. -Igual que tú –contesté sin pensar. Me tapé la boca con la mano, pero ya estaba dicho. -Muy bien, entonces dime por qué crees que te he mentido y cuándo. -Ahora mismo –dije sabiendo que estaba en la boca del lobo. No tenía sentido poner excusas, en parte porque era verdad: ambos habíamos mentido. -¿No te crees que fuera sopa? –Dijo frunciendo el entrecejo-. ¿Por qué? ¿Nunca has visto un preparado que se disuelva en agua? Claro que los había visto, hasta Ellen los utilizaba para las salsas o las sopas. -¿Entonces? –insistió al no recibir respuesta. -Parecías un… -dije sin atreverme a acabar la frase. -¿Parecías un…? –perseveró. Me mordí los labios e intenté liberarme de su amarre, pero no me soltó. -¿Parecías un…? –repitió. -Un yonqui –murmuré, y bajé la cara. Julien se quedó en silencio unos segundos y luego empezó a reír. Primero fue una risa tímida, luego una carcajada descarada. Lo miré sonrojado. Le costó unos minutos recuperar la compostura. -Me han dicho muchas cosas en la vida –dijo meneando la cabeza-, y algunas eran ciertas, pero ¿esto? No soy un niño bueno, pero nunca tuve que ver con drogas, te lo juro. No sé por qué, pero le creí, por lo menos en lo que a las drogas se refería, por más que aún conservara mis dudas acerca de la sopa. Antes de que pudiera decir nada me dio la taza. -¿Me preparas otra, por favor? –me pidió. En la cocina olí la pasta intentando averiguar qué era. Sin duda olía bien, pero no lo había visto en mi vida. Después de dudarlo chupé la cucharilla. Era salado, tenía un ligero sabor a metal y a la vez un toque dulce. Si realmente era sopa instantánea, era la más exótica que había probado nunca. Me recordó un poco a mi té, sólo que este sabor era más intenso y me hizo recuperar mi dolor de encías y dientes, como si le hubiera dado un mordisco a un cubito de hielo. Julien seguía sentado en el sofá con los ojos cerrados; me quedé mirándolo sin que lo advirtiera. Lo había visto sólo un par de veces sin sus gafas oscuras y en ese momento tuve todo el tiempo del mundo para observarlo. Cuando las llevaba puestas se apreciaba su belleza, clásica y peligrosa a la vez, pero sin ellas no me pasó desapercibido lo guapo que era. No, más que guapo. Me quedé sin aliento. Quizá se debiera a la luz de la sala, pesada y cálida, o a que el pelo le caía sobre la frente, todavía sin color. Era un ángel oscuro y pálido. Nada de arpas y aureolas, no, era uno de esos ángeles que luchan contra demonios con espadas de fuego, un ángel cruel de la venganza.
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-¿Dawn? Me estremecí. -Dime –respondí. Como la última vez, sostuvo la taza con las dos manos, pero no tuvo tanta prisa y sopló antes de sorber. Me pregunté si se habría dado cuenta de que lo observaba. -¿Todo bien? –me preguntó. -Claro –repliqué en seguida. -¿Seguro? -Sí, claro –respondí sonrojada-. Voy al coche a por tus cosas. Parecía sorprendido, pero no dijo nada y siguió sorbiendo de la taza. Esperaba por lo menos que mis pasos en el pasillo no sonaran a huida. Respiré hondo, el intento de quitarme a Julien DuCraine de la cabeza había sido un fracaso total. Estaba enamorada punto. ¿Y él? ¡Ni en sueños! Pero ¿qué esperaba? ¿Qué cayera a mis pies y me jurara amor eterno? Esas eran chorradas romanticonas, ¡tenía que abrir los ojos! Él no me pidió que lo llevara a casa, más bien todo lo contrario. Tampoco me invitó a entrar en su casa, más bien no le dejé otra salida. Además, no se me había ocurrido nada mejor que llamarlo mentiroso y yonqui. Le di un golpe al capó del Audi con frustración. Le tendría que haber dicho a Susan que lo llevara ella. Tomé aire. Le llevaría sus cosas, también las que me había prestado el sábado, me aseguraría de que estaba bien y me iría. Seguía tumbado en el sofá, con el brazo tapándole los ojos. Me acerqué silenciosamente. No quería despertarlo si estaba dormido. Dejé sus cosas al lado de la chimenea y me acerqué a él. Apartó el brazo de la cara, había recuperado el tono de siempre. Abrió un poco los ojos, todavía estaban algo rojos, pero no tanto como al principio, se distinguían el iris y la pupila. Pestañeó. Parecía que podía enfocar la mirada, me miró en silencio y me sonrojé. Tragué saliva. Cuando iba a decirle que me iba, Julien se incorporó y, apoyándose en un codo, llevó una mano a mi nuca y me besó. Su boca era suave y firme a la vez, saboreé de nuevo lo salado y metálico con un toque dulzón. El tiempo dejó de correr hasta que poco a poco se apartó de mí. -Ya te encuentras mejor –me oí decir. ¿EL chico del que estoy enamorada me besa y no se me ocurre nada mejor que decir? Me sentí como una tonta. Me miró con los ojos rojos y advertí lástima en su gesto. Suavemente acarició mi hombro. -Dawn… yo… -balbuceó. Sabía lo que iba a decir y no quería oírlo. No quería oír “Lo siento, Dawn”, no ahora. -Tengo que irme –dije levantándome del sofá. -Dawn… -¡No! –exclamé, le di la espalda y me retiré a toda prisa. Me pareció oír sus pasos detrás de mí cuando salí y cerré de un portazo. Gritó mi nombre. Llorando, arranqué el Audi y me esfumé. Por el espejo retrovisor lo vi protegerse los ojos del sol con la mano y volver dentro de la casa tambaleándose. Conducía como si me persiguiera el mismísimo diablo. Como las noches pasadas, soñé con Julien, sólo que esta vez me miraba sentado en mi cama mientras yo dormía. Me apartó con cariño un mechón de pelo de la cara y entreabrí los ojos adormilada; estaba sola.
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La sed lo sacó de su escondite. Desde que se había puesto el sol, el cazador vagaba por la ciudad sin rumbo, harto del mundo y de sí mismo. En la otra acera vio a un hombre paseando a su perro. Estaba desprevenido, hubiera sido una presa fácil, pero lo dejó marchar. Se oía música, los bajos resonaban en el callejón. El volumen aumentó y volvió a su fuerza anterior, amortiguado por una puerta que se cerraba. Se le cruzaron un par de adolescentes que salían entre risas del local. Dudó un instante, miró hacia donde venía la música, se metió las manos en los bolsillos y se dirigió hacia allá. La discoteca gótica del final de la calle llamada Ruthvens. A medida que se acercaba, los bajos vibraban con más intensidad. En la puerta, un grupo de jóvenes de distintas edades se amontonaban esperando a que los dejaran entrar. Levantó la mano, como haciendo una señal, y el portero lo dejó entrar con una sonrisa. Una música ensordecedora le dio la bienvenida, cruzó un pasillo poco iluminado, abriéndose paso entre la multitud… La sala de baile estaba a rebosar. Los peldaños de la escalera de acero que ascendía a la galería servían de asiento para muchos. El lugar más iluminado era la barra, y estaba tan llena que quien quería pedir algo tenía que abrirse paso. Cada segundo que pasaba, la sed del cazador aumentaba. Los jóvenes lo dejaron pasar inconscientemente cuando bajó la escalera, de igual manera que se apartaban en la galería a medida que avanzaba. Los viejos instintos de supervivencia seguían vigentes sin que ellos lo advirtieran. Miró la pista de baile desde lo alto, sus ojos ya se habían acostumbrado a la luz parpadeante. Apretó las mandíbulas, su víctima estaba en algún lugar de la ciudad, quién sabía si estaría en ese momento bailando allí mismo. Aunque las últimas semanas había dejado de lado la misión del príncipe, la iba a retomar y haría lo posible para restituir el honor de su familia. Se arrepintió de haber ido a la discoteca, podía calmar su sed sin llamar la atención en cualquier otro lugar. Se dirigía a la salida cuando se topó con una chica que le sonrió. El vourdranj le devolvió la mirada y la cogió de la mano para llevarla a un rincón apartado y oscuro. A la chica apenas se le escapó un grito de sorpresa cuando sintió la pared a sus espaldas. El cazador le apartó un mechón de pelo que le tapaba el cuello. Sintió la presión de siempre en los colmillos. Sin prisas acarició el cuello de la muchacha con los labios buscando el lugar donde le palpitara más fuerte el pulso. Ellen emitió un leve suspiro y dejó caer la cabeza, primero hacia atrás, luego a un lado. Cuando él hundió los colmillos en su cuello se puso tensa un instante y luego se dejó caer en sus brazos. Le corrió la sangre, oscura y densa, por la garganta. Bebió lentamente, concentrado en el sabor salado y dulce, como de cobre, sin importar lo amargo de la droga. Podía estar tranquilo, nadie sospecharía lo que estaba pasando excepto los que eran como él. Dejó de beber cuando la sintió flaquear. La chica emitió un mudo quejido cuando el cazador, después de lamerle las dos pequeñas heridas que habían dejado sus colmillos, separó los labios de su cuello. Las heridas se cerraron de inmediato, dejando apenas un par de marcas, que al día siguiente ya habrían desaparecido. La chica se dejó caer con un suspiro en sus brazos y él la llevó a una mesa que había quedado libre sin que ella opusiera la más mínima resistencia. La sentó y se aseguró de que no resbalara. Quien la encontrara pensaría que había bebido demasiado o había tomado drogas. Cuando despertara no se acordaría de nada, de eso ya se había encargado. Una joven pálida lo miró, él inclinó la cabeza, interrogante, y ella se encogió de hombros.
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-Mi señor quiere hablar con usted, vourdranj, lo espera en su despacho –dijo, y señaló una pesada cortina al lado de la barra. El despacho tenía una luz tenue y cálida. De las paredes colgaban bonitos tapices y sobre el parquet había tupidas alfombras. El cazador avanzó hacia el escritorio de metal y vidrio y el amo del local que estaba trabajando en el ordenador se levantó para recibirlo. Su pálido rostro tenía facciones demasiado juveniles para su mirada calculadora y fría. -Esperaba que nos honraras con tu visita, vourdranj. Come stai? –lo recibió el hombre, y lo invitó a sentarse-. Quizá sepa algo que te interese: se rumorea que el creado que buscas va a volver a Ashland Falls en breve. -¿Cómo lo sabes? –dijo el cazador inclinándose hacia delante en el sillón. -Nunca revelo mis fuentes –respondió el hombre resoplando-, pero te garantizo que son de fiar. Vieron a dos de los suyos, lo que significa que va a venir. -¿Y tú nunca lo has visto? –dijo reclinándose. El hombre negó con la cabeza. -Siempre deja que otros hagan el trabajo sucio. -Y entonces ¿cómo sabes que es él? El hombre lo miró con detenimiento, se levantó de repente y dio la vuelta a la mesa. Meneó la cabeza incrédulo. -Per dio. ¡no me lo creo! Ahora entiendo… Sé quién eres –dijo sonriendo-. Has engañado a toda la ciudad, seguro que no me equivoco si afirmo que los príncipes aún no te dejan volver del exilio –prosiguió-. Si no, ¿por qué tanto misterio? ¿Qué ha pasado con tu hermano? -Ha desaparecido –respondió el vourdranj. -Supongo que el creado que andas buscando tiene que ver con lo sucedido, ¿cierto? – dijo el hombre. -Es bastante probable –contestó. -¿Eres consciente de que a los príncipes les gustaría saber que has vuelto? -¿Y quién se lo va a decir? ¿Tú? –dijo el cazador sin inmutarse. -Per dio, no, claro que no. Prefiero que quites de en medio al creado. Además, tengo una deuda con tu hermano. El vourdranj lo miró durante un rato, asintió y se levantó, preparándose para salir. -Ahora soy yo el que te debe algo.
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5 HONOR Y CONCIENCIA Lo primero que me dijo Beth a la mañana siguiente cuando encontramos en las taquillas fue que Julien quería hablar conmigo. Se me revolvió el estómago, podía imaginar qué iba decirme y, como el día anterior, no tenía ganas de hablar del asunto. Suficiente tenía con los cuchicheos y las miradas de los demás y con saber qué rumores corrían desde el día anterior, después de lo que había pasado en clase de química. Yendo a clase de geografía, Beth me explicó que la había liado Julien preguntándole si podía traerlo al instituto, porque la Blade todavía estaba en el aparcamiento. Inconsciente como era, le había dicho a Julien dónde tenía mis clases. Sólo lo evitaría si llegaba tarde a las clases y salía antes. Me haría invisible en las pausas, el baño de chicas sería el lugar más indicado. Después de la tercera hora me di cuenta de que para Julien Craine no era difícil esconderse de mí, pero sí al revés. Me pilló saliendo de biología, aunque había puesto una excusa y salía cinco minutos antes. Me cogió suavemente del brazo y me dijo que teníamos que hablar. Me llevó a la sala de ordenadores. -Volved en un cuarto de hora -les dijo a los chicos que tecleaban delante de la pantalla-. Es para hoy -insistió impaciente, cerró la puerta y me miró con los brazos cruzados. Tenemos que hablar -dijo finalmente-. Lo que pasó ayer... -No, no hace falta -dije meneando la cabeza-. Ya sé lo que quieres decirme. Me parece bien, olvidémoslo, no significó nada -continué, y quise irme. Se apoyó en la puerta y no me dejó abrirla. Me hubiera costado menos mover a un rinoceronte. -¡Déjame salir! –exclamé-. ¡Tengo clase! -Te dejaré salir cuando hayamos hablado. -No tenemos nada de qué hablar. ¡Déjame salir! -exclamé intentando abrir la puerta en vano. -Bueno, pues yo hablo y tú escuchas. -No hace falta. Ya te he dicho que está todo bien, y ahora déjame... Julien me levantó como si no pesara nada y me sentó en una mesa. Me quedé sin palabras. -¡Cavernícola! -exclamé al fin. Se acercó lo necesario como para no dejarme escapatoria posible. -Sentada me escucharás mejor -dijo tranquilo, y se sentó junto a mí quitándose las gafas. Volvía a tener los ojos claros como el mercurio. -Tenemos que dejar claras un par de cosas -dijo, y me giró la cara por el mentón para que lo mirara-. Dawn, el beso de ayer... -No tienes que darme explicaciones -murmuré. -No tengo por qué, pero quiero dártelas. -No tienes de qué disculparte. -Tampoco pensaba hacerlo -dijo con una breve sonrisa-. Escúchame un momento, por favor. Asentí simplemente, después de intentar tragar saliva. -El beso de ayer... -empezó, y parecía que buscaba la expresión correcta-. Hacía mucho
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tiempo que quería dártelo -prosiguió con timidez-, desde la primera vez que te vi. Me quedé de piedra, mi cerebro no arrancó hasta que no procesé lo que me acababa de decir. -¿Desde el mirador? -pregunté. -Desde antes –contestó-, pero pensaba que podía mantenerme alejado de ti. -¿Por qué? -Me gustas, Dawn -dijo bajando la mirada-, me gustas mucho, pero todo esto es temporal -continuó, e hizo un gesto refiriéndose a la escuela y a la ciudad-. No tardaré en marcharme y no quiero hacerte daño. Por eso... -tragó saliva-. Por eso es mejor que no nos veamos. No contesté. -¿Dawn? -dijo con tono de súplica. -¿Y el beso de ayer? -pregunté en voz baja. -No tendría que haber pasado. Yo... Lo siento. Sus palabras me dolieron. -¿Nunca has tenido curiosidad por saber lo que yo quiero? -dije con dureza, aunque en voz baja; entonces me puse en pie y él me dejó paso-. ¿Nunca pensaste que podría sentir lo mismo que tú? -Yo... -Sí, tú. Tú quieres, tú decides, pero no piensas -dije mandándolo callar. -Dawn... -¿Qué? Puedo decidir por mí misma si quiero estar contigo, aunque te vayas y me duela. Se creó un silencio. Cuanto más duraba, más desquiciada me sentía. Hasta pensé que Julien iba a reírse de mí. En vez de eso se aclaró la garganta. Tocó el timbre de fin de clases. -Me estás diciendo que... Se abrió la puerta, y uno de los de antes asomó la cabeza. -¡Fuera! -dijimos al unísono, y la cerró al instante. Miré los ojos de mercurio de Julien. -No sabes nada de mí -objetó sin saber qué más decir. -Cuéntame lo que tenga que saber -rebatí. Julien bajó la mirada, triste y piadosa. -No puedo -dijo mirándome de nuevo. -¿Tiene que ver con que me tenga que alejar de ti? -Sí -asintió. -¿Por qué? Buscó una respuesta, pero se dio por vencido. -Hay ciertas cosas que simplemente no puedo contarte. -¿Y si prometo no hacerte preguntas? -insistí con los puños cerrados. -No te das por vencida, ¿verdad? -dijo levantando las cejas. -No -murmuré, y le tomé la mano-. No. Me miró con una sonrisa torcida, desamparada y en cierta manera amarga. Me miró a los ojos buscando algo, murmuró algo incomprensible y respiró hondo. -Soy más débil de lo que pensaba y no hago honor a mi nombre como quisiera -dijo, y después de dudar un instante me apretó la mano. Aunque no entendí a qué se refería, no hice preguntas. -Siempre que pueda evitarlo, no te haré daño -prometió más alegre.
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-¿Significa eso que estamos juntos? -pregunté. -Sí, así es -dijo sonriendo satisfecho. Mi corazón palpitó con fuerza y mi estómago parecía estar lleno de mariposas. Con la cabeza inclinada me miró y me dio el segundo beso. No estaba relajado, como si en cualquier momento fuera a tomar distancia, como tantas otras veces. Alguien carraspeó intencionadamente desde la puerta. Era el señor Arron, enfadado por lo que él consideraba una falta de respeto a las buenas costumbres en la escuela, y detrás estaban sus alumnos de informática, buscando una buena perspectiva. Me sonrojé, y Julien resopló. El señor Arron subió las persianas con un gesto desdeñoso, como si las hubiéramos bajado nosotros para escondernos de los curiosos. Los rayos de sol deslumbraban y Julien se puso las gafas con un rápido gesto. -Me parece que ustedes también tienen clase -dijo con gravedad. -Sí, señor -contestó Julien cogiéndome de la mano y saliendo. -Señor DuCraine, señorita Warden, los espero después de esta hora en mi despacho. -Sí, señor -respondimos al unísono. ¡Madre mía! Ni que nos hubiera descubierto en medio de una orgía salvaje. Salimos ante la mirada de reproche del director sin soltarnos la mano. -Parece que vamos a tener problemas -dijo Julien cuando ya nos habíamos alejado. -Eso parece -afirmé, y sonreí. ¡Estaba saliendo con Julien DuCraine! Eso empequeñecía lodos los problemas del mundo, hasta el que pudiera tener con el tío Samuel si se enteraba. Si ni siquiera quería que llevara amigos a casa, no quiero imaginarme qué diría de un novio. Pero, de todos modos, siempre estaba de viaje. En esos instantes era la chica más feliz del mundo. Fuimos de la mano hasta la clase de historia, que todavía no había comenzado. En el pasillo el señor Taylor hablaba tranquilamente con el señor Barrings, y Susan charlaba con otros chicos. Nos miraron sorprendidos, me sonrojé, y Julien se despidió de mí con una caricia en el hombro y un «hasta luego». Susan me miró de arriba abajo, miró a los profesores, y me llevó a donde no pudieran oírnos. -No me digas que entre tú y DuCraine hay algo -quiso saber sin rodeos, y parecía bastante preocupada. Asentí. Susan me sacudió de los hombros y buscó mi mirada-. ¿Te has vuelto loca? ¿Quieres que te pase como a las otras? -preguntó indignada-. Te va a hacer daño. La miré irritada. Conocía la fama de Julien, pero esta vez era diferente. El señor Taylor nos interrumpió: -Me gustaría empezar, ¿tienen la amabilidad de entrar en clase? -dijo impaciente. Se lo agradecí; no me apetecía darle explicaciones a Susan. -Estás enamorada, ¿verdad? -dijo, enfadada. -Sí. Susan suspiró y suavizó su gesto. -Si te hace daño y quieres hablar con alguien -dijo acariciándome el brazo-, llámame cuando sea. ¡Prométemelo! -¡Hagan el favor, señorita Warden, señorita Jamis! -insistió el profesor queriendo cerrar la puerta. -Aunque no sea necesario, te lo prometo –asentí-. Gracias de todos modos, Susan. Contuvo una sonrisa, y entramos en clase. Durante toda la clase sentí las miradas de los demás, sobre todo las de las chicas. También Susan me miró de reojo en varias
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ocasiones. Parecía no estar segura de si insistir para que me olvidara de él. Quizá pensara que pondría en peligro nuestra amistad. Julien me esperaba a la salida de clase. Saludó con la cabeza a Susan, que salía conmigo y lo escrutó como diciéndole que andará con cuidado. A mí me sonrió y me flaquearon las piernas. No acababa de creer lo que estaba pasando, tenía miedo de que mi despertador me sacara del sueño. -Hola -dije luchando contra la bola en mi garganta. -Hola -contestó sonriendo más aún. Su voz era de terciopelo negro, el chico antipático que mataba con sus miradas había desaparecido. Ahora sabía que sólo había sido así para mantenerme a distancia. Me reí por dentro, el plan no le había ido muy bien. -¿Vamos? -preguntó señalando la secretaría. Reprimí un suspiro y me despedí de Susan. No íbamos cocidos de la mano -aunque sí lo suficientemente juntos como para que de vez en cuando nuestras manos se rozaran-, pero lodo el mundo se volvía al vernos pasar. No sabía que él y sus novias levantaran tanta expectación, éramos la comidilla de todos. ¿Así se sienten los animales en el zoo? Algunas chicas hasta me lanzaban cuchillos con la mirada. Madre mía, cómo podía aguantar Julien esa presión todo el tiempo. En la secretaría, la señora Nienhaus avisó al director, que nos miró con desaprobación. Nos invitó a sentarnos. Lo hice con actitud sumisa, dispuesta a rebajarme, deslumbrada por el sol que entraba por la ventana que había detrás del señor Arron. Julien se quedó de pie, con los brazos cruzados, apoyado en una cajonera, de manera que no le diera el sol en la cara. Entre sombras parecía amenazante. Al director no le gustó tener que levantar la mirada para hablarle, pero no quiso decirle nada. -Lo que presencié en la sala de ordenadores no se va a repetir, señor DuCraine -empezó sin rodeos, y mirando a Julien-. No voy a tolerar que manche la reputación de otra alumna del Montgomery, aléjese de ella. Miré a Julien sin poder creer lo que estaba escuchando. Él, con la cabeza inclinada, ni se movió ni dijo nada. -Me alejaré de Dawn -dijo al fin, y me quedé sin aire hasta que prosiguió-, siempre que ella me lo pida. -Hará lo que yo le diga, señor DuCraine -añadió el señor Arron rojo como un tomate. Temía que le diera un infarto en cualquier momento-. Y no crea que su desfachatez va a quedarse aquí. -Julien sonreía-. Espero que usted sea razonable -dijo dirigiéndose a míy escuche mi consejo, señorita Warden, no me gustaría tener que contárselo a su tío. -¡No hay derecho! -me oí exclamar decepcionada. Me sentí impotente. ¿Quién se creía que era para decirme quién podía ser mi novio y quién no? Ni que fuéramos la única pareja del instituto. ¿Sólo porque nos descubrió dándonos un beso y tenía que dar ejemplo? ¿Porque no aguantaba a Julien? No quería saber qué pasaría si mi tío se enteraba. El señor Arron hizo caso omiso de mi protesta. No le cabía duda de que, por lo menos yo, iba a atenerme a su mandato. -Vuelvan a sus clases -se despidió. Me levanté temblorosa y me dirigí a la puerta, pero Julien no se inmutó, apoyado en el armario, mirando al señor Arron. -¿Puedes esperarme fuera? -dijo tranquilo-. Ahora salgo. Temí que hiciera alguna tontería. Salí y tuve la tentación de volver, pero pensé que sólo
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empeoraría las cosas. Lo esperé en el pasillo. Había hecho y deshecho el nudo de la correa de mi mochila como unas nueve veces cuando apareció por la puerta. Lo miré insegura. -Arron no va a molestarnos más y no va a decirle nada a tu tío -dijo antes de que yo diera un grito de alegría. -¿Qué le has dicho? Julien dudó un instante, sonrió pérfidamente, y dijo: -Le dije que a los inspectores de educación no les haría ninguna gracia oír que un alumno había sufrido un accidente en clase de química por negligencia de una profesora, que además le tenía manía. -¿Le has hecho chantaje? -No sé, puede ser, ¿se llama así? Qué palabra tan fea, ¿no? -Su sonrisa se volvió malévola. No podía creer que Julien hubiera hecho eso-. Está demasiado preocupado por la fama del instituto como para no tomarme en serio. -Me cogió del brazo y murmuró-: ¿Por qué no querías que se enterara tu tío? El tono en que formuló la pregunta fue como una punzada. -No sé, por cómo pueda reaccionar. Julien me miró esperando que le explicara a qué me refería. -A mis padres los mataron durante un atraco en Nueva York -proseguí, jugando con la correa de mi mochila-. Desde entonces él se ocupa de mí. Quería mucho a mi madre, aunque era su hermanastra. Por eso no me llamo Gabbron como él, sino Warden, porque ella mantuvo su apellido aun después de casada. Mi tío está obsesionado con que me pase algo como a ellos. Hasta hace poco tenía guardaespaldas, que me acompañaban a todos los sitios, pero hace un año discutí con él, y ahora me deja salir sola. Aunque sigue sin querer que lleve invitados a casa... -Y crees que no le hará gracia que tengas un novio. -Seguro -asentí desalentada-. Lo siento. -No, qué importa lo que quiera tu tío. Lo importante es lo que quieras tú. Mientras esté bien para ti, estará bien para mí. -Sonrió, se colocó bien la mochila y se apoyó en la pared, conmigo entre los brazos-. Eso significa que tendré que entrar furtivamente por una ventana resguardado por la oscuridad de la noche como Romeo y Julieta, esperando no ser descubierto por tu malvado tío, que me haría encerrar en un calabozo -susurró y sonrió con picardía-, y rogando para que la alarma sea fácil de sabotear o que tú la desconectes por mí. Tuve que reprimir una carcajada. Me acarició y se acercó más. Su aliento me rozaba la piel, pero de repente se alejó. -¿Qué te pasa? -pregunté. -Nada -contestó nervioso, y se pasó la mano por la cabeza-. No era buena idea... Justo aquí. -Señaló con la barbilla la sala de profesores. Tenía razón, con que nos interrumpieran una vez al día ya era bastante, aunque no me hubiera importado correr el riesgo. -¿De qué tienes clase? -preguntó mirando el reloj. -Mates -dije poniendo cara de asco-, ¿y tú? -Química, aunque me ha salido alergia a los laboratorios. —Más que una alergia es un trauma —dije sonriendo—. Me alegro de que tus ojos se hayan curado tan rápido, ayer estaban rojísimos. Estaba muy preocupada, es casi un milagro que ya no se note.
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-Gracias por no haberle dicho a nadie... lo de mi problema –dijo-. Oye, ¿piensas ir a mates o te vienes conmigo? -¿Quieres confirmar lo de tu mala influencia? -Por qué no –contestó-. Entonces ¿vienes? -Me cogió de la mano y me miró-. ¿Qué te apetece hacer? ¿Sabes jugar al ajedrez? -Pues claro -dije con un gesto de autocomplacencia. Simón me había enseñado y jugábamos a menudo, había veces que hasta le ganaba. -¡Genial! –exclamó-. Ya no tendré que jugar solo en la pausa de la comida. Estaba tan contento que parecía mérito suyo que yo supiera jugar. Fuimos a la biblioteca con cuidado de que no nos viera ningún profesor. En la sala de lectura había tableros de ajedrez. Nos sentamos a una mesa en un rincón tranquilo con poca luz. Era de agradecer porque el baño de sol que me había dado en el despacho del señor Arron me había provocado picores. Julien jugaba mucho mejor que Simón, me quedó claro desde el principio. Me había ganado en diez minutos. Jugamos otra. Esta vez jugó más a la defensiva y me dio algunos consejos, pero volvió a ganar de todos modos. En la tercera partida cometió demasiados errores y gané yo. Cuando le insinué que se había dejado, rió y me explicó que su táctica preferida era dar confianza al adversario para luego agarrarlo por sorpresa. ¡Como si fuera una adversaria digna de él! Pero en la siguiente partida desarrollé mi propia táctica. Julien se había quitado las gafas, y lo miraba fijamente a los ojos. Se distraía y a veces se olvidaba de lo que iba a hacer, no sabía qué pieza mover y se quedaba mirándome como hipnotizado. La pena era que a mí me pasaba lo mismo, me quedaba atrapada en sus ojos de mercurio. Nunca pensé que se pudieran dar besos con la mirada. A pesar de todo también ganó esa partida. No hablábamos apenas, sólo comentábamos algún movimiento o hacíamos una broma, que a veces nos hacía partirnos de risa, pero en general reinaba un silencio agradable y sosegado. Estuvimos cogidos de la mano todo el tiempo. Nunca había estado tan a gusto con nadie. No oímos el timbre y continuamos jugando toda la pausa de la comida. Ninguno de los dos sintió hambre, así que hubiéramos seguido jugando de no ser por Beth, que nos estaba buscando. Neal estaba con ella y puso mala cara cuando vio nuestras manos cogidas. No las soltamos. -¡Hola! -dijo Beth con una sonrisa-. Os he buscado por todos lados. La señora Jekens ha preguntado por ti en clase de mates. Le dije que te sentías mal y que habías salido a tomar aire fresco. Tenlo en cuenta, no sea que te la encuentres. Asentí con agradecimiento y le pregunté: -¿Se ha enfadado? -No más que de costumbre. Si la ves, pon cara de enferma y listo. No sé si me ha creído, has faltado a toda la clase. ¿Vienes a geografía? -Me miró a mí y luego a Julien, que recogía las piezas de ajedrez. Por lo visto todos pensaban -incluida Beth- que iba a seguir los pasos de Julien en lo que a hacer campana se refería. El sonrió como si me hubiera leído el pensamiento, y las mariposas de mi estómago se volvieron locas. -¿A geografía? Claro -dije, y mirando a Julien-: ¿Qué tienes? -Biología. -En la otra punta del instituto. A pesar de las miradas provocadoras de Neal, Julien no se inmutó, y agradecí que no me abrazara para demostrar nada. La actitud de Neal me preocupaba. Salimos juntos de la
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biblioteca, Beth a la cabeza, luego yo y Julien, y por último Neal. Me volví un par de veces para observarlo: seguía mirando a Julien con rencor. Se despidió como la última vez, acariciándome el brazo. Neal parecía quererlo estrangular. ¡Tenía que hablar con él sin falta! Por suerte no iban en la misma dirección. Me despedí de los dos y me estaba yendo con Beth cuando Neal le gritó a Julien: -¿Vas a esgrima, DuCraine? -Sí -respondió tranquilamente. -Entonces nos vemos en la tarima -dijo con despecho. Lo estaba desafiando. Julien se quedó callado, me miró, y asintió: -Como quieras, Hallern, nos vemos en la tarima. -Se dio la vuelta y siguió su camino. También Neal nos miró a Beth y a mí, y se fue. Me quedé perpleja, tenía que hacer algo. ¡Se habían vuelto locos! Salí detrás de Julien antes de que Beth pudiera reaccionar. Lo alcancé a medio camino de su clase. -¡No quiero...! -exclamé sin aliento, y me miró sin decir nada-. ¡No quiero que os peleéis por mí como salvajes! ¡No estamos en la Edad Media! -No somos salvajes, es un deporte -contestó impasible. -¡Deporte! No quiero que os hagáis los machitos por mí. -¿Quieres que no suba a la tarima? -dijo seriamente. -¡Sí! -No puedo, me ha retado. -Pero eso no significa que tengas que aceptarlo. -Ya lo he hecho –objetó-, y no me retiraré como un cobarde. -Como si los duelos fueran lo más normal del mundo. -Por favor, Julien, no vayas. Se subió las gafas y me miró. -No, Dawn, aunque te cueste entenderlo: no puedo retirarme. -Por un momento pareció mucho mayor de veinte años-. En mi... familia, el honor es lo primero, porque a veces es lo único que te queda. -Se encogió de hombros-. Tu amigo Neal, como espadachín, no sabe lo que es el honor. Él me ha retado, él es quien puede retirarse, no yo. Me hubiera gustado preguntarle dónde había crecido con esa visión tan retrógrada del mundo, pero sabía que no me iba a responder. Había prometido no hacerle preguntas, así que me limité a agarrarle las solapas de la chaqueta. -Por favor, no quiero que os hagáis daño, no por mí. Su mirada era dura, como la de quien ha visto cosas que hubiera preferido no ver. Sus ojos parecían los de alguien mayor, cada segundo escondía una eternidad. Me cogió las manos, las tenía frías. -No voy a retirarme –dijo-, pero le insinuaré al entrenador lo que pasa. Seguramente no nos dejará subir a la tarima, no después de lo que pasó la última vez. Es lo único que puedo hacer por ti. Lo miré angustiada. No me quedaba más remedio que aceptarlo y asentí. Se quedó más tranquilo. -¿Nos vemos después de esgrima? -murmuró, y me acarició las manos. -¿Por qué no antes? -¿Acaso tenía miedo de que volviera a insistir? -Porque tendré que darme prisa si quiero llegar a clase antes que tu amigo para hablar con el entrenador. -Sí, claro -dije mordiéndome los labios. -¿Quedamos en los bancos bajo el arce? Si te apetece, podemos dar una vuelta con la
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Blade esta tarde, prometo no ir rápido. Me quedé con ganas de despedirme con un beso. Toda la clase de geografía me la pasé de los nervios sin parar de mirar la hora. Por suerte, Beth me había esperado y le dimos al profesor la misma excusa de antes: que me encontraba mal y me había acompañado afuera para que me diera el aire. Por lo visto era verdad que no tenía buena cara, porque el señor Sander, que era un buenazo, me preguntó si no prefería irme a casa. ¡Ni loca! No podía irme dejando esa situación ahí. El profesor se me acercó preocupado cuando acabó la clase, me preguntó cómo estaba y qué tenía después y, aunque le aseguraba que ya me encontraba mejor, insistía en que me fuera a casa. No me dejó en paz hasta que Beth le prometió que iba a cuidar de mí. Para tranquilizarme me compré una Coca-Cola y una barrita de chocolate, pero la dosis de azúcar no pareció hacer su efecto. Las animadoras estaban ensayando una coreografía, así que dimos clase cerca de los chicos, separados tan sólo por una pared de colchonetas apiladas. Montando con las chicas la barra de equilibrio, intentaba reconocer la voz de Julien o de Neal. El corazón me palpitaba con fuerza. No pude prestar atención a la señora Hayn cuando nos explicó el ejercicio. Beth fue la primera. Del otro lado se escuchaba el sonido de las espadas y los gritos del entrenador. Luego le tocó a Liza. ¿No era ésa la voz de Neal? ¿Había sido Julien el de la respuesta cortante? La señora Hayn pronunció mi nombre y señaló la barra. El entrenador indicó algo y se oyó el choque de espadas. Eché un vistazo a la sala contigua. -¡Dawn! ¡Concéntrese! -me avisó la profesora. Tomé impulso, salté en el trampolín y aterricé segura en la barra de equilibrio. -¡DuCraine! ¡Hallern! ¡Poneos las protecciones y a la tarima! -se oyó decir. Me puse nerviosa y cometí un error. -¡Dawn! -La señora Hayn parecía enfadada. Respiré hondo, sentí la mirada preocupada de Beth. El repiqueteo de espadas empezó de nuevo, más rápido y furioso. Di dos pasos adelante e hice una vertical. El entrenador gritó, como maldiciendo. Estiré los brazos guardando el equilibrio, hice la vertical, aterricé y de nuevo estiré los brazos. Se oía el ruido de las espadas y el entrenador volvió a gritar algo. Di un giro. Las espadas sonaron con más intensidad. Dos pasos adelante, rueda, me fui demasiado a la izquierda, resbalé y caí en la colchoneta con la mala suerte de que mi mano golpeó en los soportes. Esta vez fui yo la que gritó. Mis compañeras chillaron y se acercaron. El ruido de espadas cesó. El entrenador parecía enfadado. La señora Hayn le echó un vistazo a mi mano y ordenó que trajeran el botiquín. Me salía sangre. -¡Dawn! -De repente apareció Julien. Con el atuendo blanco de espadachín parecía un caballero que venía a salvarme. -No es nada -le aseguré, aunque me cayeran las lágrimas-. Sólo es un arañazo. La hemorragia había disminuido. Julien se quedó mirándola, inquieto. Respiraba de forma entrecortada y le costaba tragar saliva; se levantó sin dejar de mirarme la herida, se dio la vuelta, y salió a toda prisa hacia los vestidores. Nos quedamos todas sorprendidas. Al día siguiente a esta hora todo el instituto sabría que Julien DuCraine no podía ver la sangre. Me vendaron la mano y me mandaron a enfermería. Le conté lo sucedido a la enfermera, una mujer con cara redonda y amable, pero que no tenía reparo en dar órdenes como un sargento, que me curó e hizo un informe. Cuando acabó, la clase ya
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había terminado. Fui a toda prisa a donde había quedado con Julien. No estaba, y miré la hora. Era raro; aunque hubiera durado más el entreno y se hubiera tomado su tiempo duchándose, ya debería estar ahí. Quizá pensó que después del golpe me iría a casa. Estaba decepcionada. Pasando por la cafetería oí la voz de Neal: -¡Déjala en paz, DuCraine! -¿Si no qué, Hallern? ¿Te crees muy duro? Sal de mi vista. -El tono de Julien no era menos agresivo. Me acerqué a los arbustos para ver qué pasaba. Neal había cogido de la chaqueta a Julien y lo empujaba contra la pared. -No la mereces, DuCraine –irrumpió-. Hazte un favor y aléjate de ella. -¿Qué te molesta, Hallern? ¿Que cualquier chico se interese por Dawn o que sea yo precisamente? -Le apartó las manos cogiéndole las muñecas sin perder los estribos-. La conoces desde que entraste al Montgomery y nunca te has atrevido a decirle una palabra, cobarde. -Julien se lo quitó de encima de un empujón-. Lo que pase entre Dawn y yo no es asunto tuyo. Tragué saliva, nunca hubiera pensado que le gustaba a Neal, ni siquiera se había insinuado. Para mí nunca fue más que un amigo. Neal se abalanzó con ira sobre Julien, pero éste lo inmovilizó en un par de movimientos, torciéndole el brazo y empujándolo contra la pared. Neal gritó de dolor. -¡Parad ahora mismo! ¡Los dos! -exclamé saliendo de entre los arbustos. Julien soltó a Neal todavía un poco alterado, me miró la mano vendada y dio un paso atrás. -Dawn... -dijo Neal avergonzado. -¿Te has vuelto loco? –increpé-. Pareces idiota, pegándote por mí como si fuera un trofeo. ¿El que gane me dará un mazazo en la cabeza y me llevará a su cueva? No, si aún tendré que sentirme halagada. Neal se quedó con la boca abierta. De reojo vi a Julien bajando la cabeza para disimular su risa. -¡Y tú no eres mejor que él! -continué. Se puso serio al instante, y dio otro paso atrás cuando gesticulé con mi mano herida-. ¡Neanderthales! ¡Los dos! Se hizo un silencio incómodo. Neal fue el primero en romperlo: -Ya sabes lo que hizo con las otras chicas. ¿Crees que contigo va a ser diferente? Olvídate de él, déjalo antes de que sea demasiado tarde, no te conviene, Dawn -dijo convencido. -¿Y tú qué sabes quién me conviene y quién no? ¡Eso lo decido yo! ¡Así que no te metas! -repliqué más enfadada de lo que me hubiera gustado. -No sabes nada de él -continuó con tono amargo. -Lo que sepa o deje de saber no es cosa tuya. Estoy con él porque quiero, así que respétalo. -Estaba harta de que todos creyeran saber mejor que yo lo que me convenía. Neal se quedó mirándome, luego miró a Julien, y dijo: -Como quieras. -Y se fue sin más. Todavía enfadada me dirigí a Julien: -¿Y? ¿Tienes algo que decir? -Que tiene razón, no sabes nada de mí –respondió-. No te convengo. -Me miró la mano vendada-. Deberíamos dejarlo, no va a acabar bien. -¿Y lo que me dijiste en la sala de ordenadores? ¿Era puro cuento? -Una cosa no tiene que ver con la otra -dijo con dolor-, claro que te quiero, pero...
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-¡Entonces déjame decidir a mí lo que me conviene! A no ser que quieras dejarlo, claro. Julien me miró abrumado, cambió el gesto y asintió. -Sí, eso quiero. Todo ha sido un error. Neal se alegrará. Sus palabras sonaron tan arrogantes y secas como antes de ser novios. Fue como un puñetazo en la barriga. -No me lo dirás en serio -balbuceé. Me brotaron lágrimas, pero me aguanté. No podía llorar, no delante de él-. Genial, soy la que menos ha durado contigo, he batido el récord. No dijo nada. Reprimí un sollozo que me subía por la garganta. -Vete al infierno, Julien DuCraine -dije, y me fui. No hizo nada para evitarlo. En el fondo era lo que yo esperaba, así que no miré atrás. Me picaban los ojos y las ganas de llorar me atenazaban la garganta. No me volví para verlo hasta que llegué al Audi. Julien estaba parado a la luz del sol, mirándome, a medio camino entre la cafetería y el coche. Simón estaba echándole un vistazo al motor del Rolls cuando entré en el garaje derrapando. Cerré la puerta de un golpe, y se me quedó mirando sorprendido. -¿Qué tal te ha ido en el instituto? -preguntó. Por toda respuesta, le hice un gesto con la cabeza, gruñí y me metí en casa. Ignoré a Ellen, fui directa a mi cuarto y me tiré en la cama. Julien me había dejado. Lloré de impotencia, desesperación y rabia, no podía aguantar más. Ellen asomó la cabeza por la puerta después de llamar. Le di la espalda bruscamente y me limpié las lágrimas. -Si me necesitas para cualquier cosa, estaré en la cocina -dijo, y cerró la puerta. Perfecto, ahora la había ofendido también a ella, y todo por culpa de Julien. ¡Maldito idiota! Le di una patada a mi mochila. Todo eso de que me quería, pero que no era bueno para mí, ¿a qué venía? ¿Qué lo diferenciaba de cualquier otro chico del instituto? ¿Por qué era tan cruel? Me levanté rabiosa y me puse a dar vueltas por mi cuarto. ¡Tenía que salir! Me vestí para ir a correr, cogí mi MP3 y bajé la escalera rápidamente. Avisé a Ellen de que salía, subí el volumen de la música y tomé el camino del bosque, fuera de la ciudad. No quería ver a nadie, necesitaba calma. En seguida me di cuenta de que ya no estaba en buena forma, jadeaba y me entró flato. Además, me dolía la pierna por la caída en clase de gimnasia. Todo por culpa del imbécil de Julien. Molesta y disgustada, aflojé el ritmo. Dudé un instante, pero acabé tomando la cuesta al mirador. Allí podría relajarme, a ver si se me quitaba el dolor de barriga, que había ahogado las mariposas. El camino era más empinado de lo que recordaba, lleno de pedruscos y raíces, que sobresalían por la erosión de la lluvia de los últimos días. Llegué sin aliento y sudando, pero no en vano; me sentía mejor. Se oían golpes en la madera como si un pájaro carpintero anduviera picoteando cerca, sólo que a cámara lenta. Me di cuenta demasiado tarde de lo que realmente se trataba: era Julien sentado en una roca tirando piedras a un árbol. Las había lanzado con tanta fuerza y rabia que había roto la corteza. La Blade estaba a unos metros, en la otra entrada. Nos miramos sin decir nada. -¿Qué haces tú aquí? -pregunté al cabo de un instante. -No te preocupes, ya me iba. Lanzó una piedra con tanta furia que se quedó clavada en el árbol, se sacudió las manos y se levantó. Ni me miró al pasar por mi lado. -¿Por qué me has dejado dos horas después de decirme lo mucho que me amabas?
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Me miró la mano herida. -¿Cómo te has hecho eso? -¿Por qué cambias de tema? -Dawn, responde a mi pregunta. -Me he caído de la barra de equilibrios y me he cortado con el soporte -respondí. -¿Y por qué has resbalado? -Me he distraído porque he oído a vuestro entrenador llamándoos a ti y a Neal. Asintió como si lo que acababa de decir demostrara algo. -Ahí tienes el porqué, Dawn. Te has hecho daño por mi culpa. Con una vez es suficiente. -Eso es una tontería, y tú lo sabes -dije meneando la cabeza-. Así sólo me demuestras que te preocupas por mí. ¿Cuál es el verdadero motivo? -Ya te lo he dicho, no te conviene tenerme cerca —contestó yendo hacia la moto. Le corté el paso. -Ya te he dicho mil veces que no me importa. -Dawn, es peligroso. Soy peligroso. -Sonó casi como una súplica. Le puse la mano en el pecho. -¿Por qué? Dímelo, Julien. Se quedó callado, miró mi mano. Parecía que no respiraba. -No puedo -dijo dando un paso atrás. -Julien... -¡No! Te pondría en peligro, así que mejor olvídalo. -Sonaba más desesperado que molesto. -¿Estás metido en líos? -Piensa lo que te dé la gana -dijo yendo hacia la Blade. -¿Por eso lo dejaste con las otras chicas? -Las otras no me importaban. -Se volvió. -¿Yo te importo? -Sí -titubeó. -Entonces ¿por qué nos martirizamos? Me miró sin decir nada. Cada segundo era una eternidad. No pude aguantar más y le dije con el corazón en la mano: -Julien DuCraine, te quiero, y no me importa en qué andes metido, sólo quiero estar contigo. A ver si se te mete en esa cabezota. Hubiera pagado una fortuna por leerle el pensamiento en ese instante. Una ráfaga de viento revolvió las hojas y me dio un escalofrío. Frunció el ceño y me puso su chaqueta sobre los hombros. -Estás cavando tu propia tumba -dijo. Resoplé, y me apartó unos pelos que se me habían enredado en las pestañas. Miró fijamente mi cuello, pero apartó rápidamente la mirada. Me acarició la mejilla, murmuró algo inaudible y me miró pensativo. -Ya he roto tantas normas... –susurró-. Qué más da si rompo un par más por ti. -Me acarició los labios con el pulgar y mi corazón se desbocó-. Te quiero, Dawn Warden, pero sólo puedo estar contigo si me prometes dos cosas. Las mariposas resucitaron en mi estómago y me quedé sin aliento, apenas logré asentir. -Hay ciertas cosas que no puedo contarte –empezó-. Si no quiero hablar sobre algo, no preguntes, y si te digo que te alejes de mí, lo haces.
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-Te lo prometo -dije, pero cuando lo fui a abrazar, se apartó. -¡No! Hoy no te me acerques mucho, ¿vale? Intenté disimular mi decepción y me subí el cuello de la chaqueta. Pero se me debió de notar algo, porque me acarició y dijo: -Mañana, te lo prometo -me aseguró, y le respondí con una sonrisa-. ¿Te llevo a casa? -¿No dijiste que daríamos una vuelta en la Blade? Miró su reloj y meneó la cabeza. -Hoy ya no, he quedado con alguien. -Me miró la mano vendada-. Mañana después de clase, ¿vale? Asentí entregada. -Lo siento -dijo. Esbozó una mirada de perro que nunca antes le había visto y me arrancó una sonrisa. Me puse seria, de repente, cuando me sentí como él. -No puedes llevarme a casa -dije asustada. -¿Por qué no? -Si te ven Ellen o Simón, se lo dirían a mi tío -respondí. -¿Y quiénes son? -Hacen tareas en casa. Simón era antes mi guardaespaldas. Me costó cerrar la cremallera de la chaqueta de cuero. -¿Y si sólo te acerco? -preguntó mirándome por encima de las gafas. -Vale -dije, aunque fuera un poco arriesgado. La calle era larga y nos podían ver de lejos. Sonrió y se montó en la moto. El camino de tierra lo bajó lentamente, pero en cuanto pisó el asfalto aceleró. Chillé asustada y me aferré a su cintura, soltó una carcajada y disminuyó la velocidad, aunque en ningún momento condujo dentro del límite. Me dejó a cien metros de mi casa. Miré con disimulo a ambos lados de la calle. Nuestras manos se acariciaron antes de que se despidiera de mí, muy a mi pesar. -Anda, vete –dijo-. Si no, la próxima vez te dejo en la mismísima puerta. Hasta mañana. -Se puso la chaqueta. -Lo siento. Sonrió, me acarició el brazo y me cogió la mano. -No pasa nada, piensa en Romeo y Julieta. -Los dos mueren -dije con un gesto trágico. -No tenemos que imitarlos en todo. Al entrar en el jardín, oí arrancar la Blade. En el comedor me encontré a Ellen. -¿Estás bien, pequeña? -Me miró preocupada. -Genial -respondí sonriente. Me hubiera gustado contárselo todo, pero trabajaba para el tío Samuel y se lo contaría si sospechaba que Julien podía perjudicarme. No pensaba mantener mi relación en secreto para siempre, pero quería ser yo la que se lo contara cuando estuviera segura de que no se podrían entrometer. Se quedó asombrada por mi euforia. -¿Tienes hambre? Tengo bistec a las finas hierbas con queso de oveja y piñones. Te lo preparo cuando quieras. Qué haría sin ella, era adorable. Sabía que el queso de oveja era mi debilidad. Seguro que había cambiado su plan de cena sólo por mí. -Me doy una ducha rápida y ahora bajo -dije asintiendo, le di un abrazo y subí la escalera a toda velocidad.
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Quince minutos después estaba sentada a la mesa con mi albornoz y con una toalla enrollada en la cabeza. El bistec estaba poco hecho, y aunque normalmente lo prefiero pasado, me lo comí con mucho apetito. Ellen no pudo esconder su asombro. Además, apenas toqué el queso de oveja, en cuanto le di un bocado mi estómago se rebeló. Conseguí comerme la mitad. Ellen no se lo podía creer. Me preguntó qué había pasado con mi mano y se lo expliqué casi todo. Tuve que insistir en que no era grave y no tenía sentido llamar a mi tío por eso. La quise ayudar a lavar los platos pero no me dejó, así que subí a mi cuarto a hacer deberes. No lograba concentrarme, me venía a la cabeza la conversación con Julien en el mirador. ¿A qué se refería con que era peligroso? Era cierto que le había prometido no hacer preguntas, pero no podía quitármelo de la cabeza. Él mismo admitía esconderme algo, pero ¿qué? ¿Algo ilegal? Seguro, si no, no tendría tanto miedo de contármelo e involucrarme. Cuanto más lo pensaba, más segura estaba de que Julien se escondía de alguien. ¿Dónde mejor que en un pueblo como Ashland Falls? La pregunta era de quién se escondía, ¿de la policía o de criminales? Viéndome especular de esa manera me sentí ridícula. Dios mío, Neal tenía razón: no sabía nada sobre Julien. De todos modos, dudaba que fuera la policía quien lo buscara. Probablemente Julien trabajaba o había trabajado para la policía, seguramente para la secreta. Quizá había seguido la pista de unos criminales y había estado tan cerca que lo habían descubierto y tenía que esconderse. Por eso dijo que iba a irse pronto de Ashland Falls. Pero... ¿no era demasiado joven para ser policía secreta? Apenas era unos años mayor que yo. Sólo sabría la verdad cuando él me la quisiera contar, y no parecía que lo fuera a hacer pronto. No rompería la promesa de no hacer preguntas, aun cuando la curiosidad me quitara el sueño. Dándole vueltas a esto me quedé dormida. Como en las noches anteriores soñé con Julien. La puerta del pub se abrió y, detrás de una pareja, salió un hombre. En el último escalón se encendió un cigarrillo, y se dirigió al aparcamiento. El cazador dudó un instante, pero al fin salió de la sombra y lo siguió sigilosamente. Dos farolas iluminaban la explanada en la que apenas había coches. El hombre se paró ante uno de los coches. El cazador aceleró el paso y lo alcanzó cuando el hombre abría la puerta del vehículo. El hombre apenas gimió cuando le apartó el cuello de la camisa y le hundió los colmillos en la yugular. El cazador bebió tranquilo, pero siempre atento de que no viniera nadie. Oyó pasos de zapatos de tacón acercándose y chupó las dos heridas, que se cerraron de inmediato. Metió a su víctima en el coche, cerró la puerta y se volvió en el mismo momento en que la mujer lo vio. Perdone. El cazador se dirigió a ella, apartándose de la puerta suavemente. ¿Tiene móvil? Mi amigo no se encuentra bien, y he quedado sin batería. La mujer abrió el bolso. El se le acercó en cuanto ella bajó la mirada. La mujer gimió del susto y lo miró con los ojos desorbitados. El bolso cayó al suelo. El cazador le apartó el pelo y se le acercó al cuello. Sintió el vago dolor en la mandíbula cuando le salieron los colmillos pero desapareció en cuanto la sangre llenó su boca. Tenía un sabor más suave que la del hombre. Bebió tranquilo, hasta saciarse, y le chupó la herida. Dos presas en una noche iba contra las normas, pero no le importaba lo más mínimo.
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6 ROMEO Y JULIETA
Sonó el despertador. Era un día plomizo y las nubes parecían cargadas de lluvia. Deseé con todas mis fuerzas que se despejara antes de que acabaran las clases, no quería que la excursión con Blade fuera pasada por agua. Con la mano vendada tardé aún más en el baño que de costumbre y apenas tuve tiempo de acabarme la taza de té. Ellen me metía prisa y yo me limité a sonreírle, suplicante, mientras salía de casa corriendo. Estaba lloviznando cuando llegué al instituto. Por suerte encontré un aparcamiento relativamente cerca de la entrada y apenas me mojé. A cubierto, busqué la moto de Julien, pero todavía no había llegado. Si no se daba prisa, se iba a mojar; las nubes cada vez eran más densas. Oía cuchicheos y me seguían las miradas indiscretas por el pasillo. Por lo visto, todavía era noticia que Julien y yo saliéramos juntos. Intenté ignorarlo y ordené los libros en mi taquilla. Al cerrar la puerta, Cynthia y su sequito se me quedaron mirando. Ésta me escrutó con desprecio, se apoyó en las taquillas y me dijo: -Créeme, Dawn, te va a dejar en un abrir y cerrar de ojos, como a las otras. -Métete en tus asuntos, Cynthia. -Hemos hecho apuestas. Mónica ha dicho tres días, yo creo que dos son suficientes. ¿Quién crees que ganará? -Ninguna de las dos –dije cerrando el puño. -¿Seguro? -¿Segurísimo –dijo una voz, y me abrazó por detrás una chaqueta de motorista negra. -Julien…-dijo Cynthia dando un paso atrás. Se mostró tan sorprendida que pareció que hubiera surgido de la nada. Me di la vuelta, tenía el pelo mojado por la lluvia. Detrás de las gafas me pareció adivinar sus ojos, y la manera como sonreía hizo que me flaquearan las piernas. Estaba guapísimo. Estrechó el abrazo y sentí su pecho. Me dejé mimar y miré a Cynthia.
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-Ya lo has oído –dije. -Ya veremos. –Me lanzó una mirada asesina y se fue. -Rata envidiosa –dije. Julien rió suavemente. -Vaya, vaya, ¿qué palabras son esas, mademoiselle Dawn? -dijo burlándose. -¿Acaso no es verdad? -Pues sí –dijo sonriendo con un gesto tierno-. Por cierto, buenos días.- Su voz era de terciopelo negro y me quitaba la respiración. -Buenos días. Puse mis manos sobre sus hombros y carraspeé -¿Ya no tengo que guardar distancia? –pregunté. -Ya no. Tuve que hacer un esfuerzo para no besarle, no quería que los mirones tuvieran más motivos para chismear. Julián debía de pensar lo mismo, porque fue soltándome poco a poco. Cuando me volví me crucé con la mirada de Neal, que estaba la otro lado del pasillo mirándonos con cara de pocos amigos. Después de unas horas me di cuenta de que los otros chicos que también consideraba amigos míos miraban a Julien con casi tanto desprecio como Neal. Quizá no lo manifestaran abiertamente como él, pero ninguno demostró un mínimo de simpatía. Susan se mantenía al margen, aunque no del todo neutral; sin duda, compartía la opinión de los demás. Me sentía impotente, Julien se dio cuenta y eso me hizo sentir aún peor. La única que no tenía nada contra mi relación con Julien era Beth. Me dio un abrazo y me dijo que hacíamos una muy buena pareja. A pesar de la distancia de mis supuestos amigos, era feliz. Al lado de Julien disfrutaba de cada segundo. En clase contaba impaciente los minutos que faltaban para verlo, sabía que me estaría esperando a la salida. En las pausas me pasaba el brazo por encima de los hombros o pegaba mi espalda a su pecho. A pesar de que nunca iba, en la pausa de la comida me acompañó a la cafetería porque no quería dejarme sola con las “hienas”, como llamaba a Cynthia y
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sus amigas. El poco apetito que tenía se me fue cuando vi cómo nos miraba Neal. Estaba sentado con los demás en la mesa de siempre e interrumpió su conversación con Mike y Tyler cuando me acerqué con Julien. Me hubiera ido a otra mesa de no ser por Beth que, de lejos, nos hizo señas para que fuéramos. Neal se levantó de mal humor y se fue. Me puse colorada y miré a Julien de reojo. Ni se había inmutado, parecía darle igual lo que hiciera o dejara de hacer Neal. Beth también se sonrojó, y Susan no se atrevía a mirarme. Mike y Tyler carraspearon molestos. Nos sentamos en silencio. Julien me acarició la mano, y no supe si había hecho adrede o había sido casualidad hasta que vi su sonrisa dura y fina. Por una vez me dio igual lo que hicieran los demás. Julien estaba ahí, y eso era suficiente. A pesar de los heroicos intentos de Beth de combatir el silencio –ayudada por Susan, aunque creo que por mala conciencia-, no fuimos capaces de tener una conversación decente. Además, se me cerró el estómago y no pude acabar de comer. Julien levantó una ceja indicándomela salida, y asentí. Nos despedimos de todos y nos fuimos. Llevando las bandejas, me fijé en el plato de Julien. No sabía que pudiera destrozar un sándwich de esa manera y no probar ni un bocado. Las siguientes horas evité a Neal. Por suerte, ni Julien ni yo teníamos clase con él esa tarde. Yo lo hubiera aguantado, pero tenía miedo de que ellos volvieran a pelearse. Cuando ya nos íbamos a casa, Susan vino corriendo detrás de nosotros. Seguía chispeando y no parecía que fuera a parar. Oí gritar mi nombre y Julien y yo nos volvimos. -¿Puedo hablar un momento contigo, Dawn? A solas –dijo sin aliento evitando la mirada de Julien. La miré sorprendida y luego a Julien, que levantó una ceja y dijo: -Te espero en el coche. Adiós, Susan. Susan esperó a que se alejara para dirigirme la palabra. -El viernes es mi cumpleaños. He invitado a todos y quiero que vengas. Iremos al cine y luego comeremos algo.-Esperé en silencio-. Sólo que no quieren que traigas a Julien – dijo sin más rodeos y me quedé perpleja-. Pero tú no puedes faltar.
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-¿Quién no quiere que traiga a Julien? –pregunté. Tal y como se habían comportado antes mis supuestos amigos, ni siquiera se lo hubiera propuesto, pero me fastidiaba que me negaran esa posibilidad. -Dawn, compréndelo, Neal es uno de mis mejores amigos. -Y te dio a elegir, o él o Julien, ¿no? –especulé enojada-. O voy con Julien o no voy. -Dawn, por favor. -Olvídalo. Pásalo bien el viernes. Adiós, Susan. Me volví bruscamente y me dirigí al Audi, donde me esperaba Julien, apoyado en el capó. -¿Todo bien? –preguntó. -Sí –contesté disimulando mi enojo. -¿De verdad? –dijo cogiéndome del brazo y mirándome a los ojos. -Sí. –Me solté y evité su mirada. -¿Seguro? -¿Qué tal si por una vez eres tú el que no hace preguntas? –Dio un paso atrás levantando las manos. Me había pasado-. Perdona. Se encogió de hombros con una sonrisa. -No te preocupes. Si estuviera en tu lugar también estaría de los nervios.-Me cogió la mano-. ¿Qué puedo hacer para que te relajes? Me apoyé en su pecho. -Llévame lejos de aquí. Vámonos con la Blade a dar la vuelta que me prometiste. -Será mejor dejarlo para otro día, nos mojaríamos. –Me levantó con los brazos para tenerme a la misma altura-. Saldremos en cuanto haga buen tiempo o –me prometió con
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tono serio, pero alegre. Tuve que esperar dos días para que pudiera cumplir la promesa. Parecía que el tiempo, igual que mis amigos, conspiraba en contra nuestra. No paró de llover ni un instante. Pasaba todos mis ratos libres con Julien y ya no íbamos a la cafetería, sino a las mesas de ajedrez de la biblioteca. Aunque estaba prohibido comer allí, me tomaba un refresco y comía una barrita de chocolate. No tenía apetito, pero Julien insistía en que comiera algo. Después de clase hacía la visita de rigor en casa y me iba a la mansión. Nos sentábamos en la veranda, mirando el lago, y veíamos llover o admirábamos el sol cuando se asomaba entre las nubes y convertía el paisaje en un paraíso de niebla y luz. Cuando tenía frío, entrábamos en la sala y nos poníamos cómodos a la luz del hogar, que Julien siempre encendía. Hacíamos juntos los deberes y con desconsuelo comprobé que, como Neal, era un genio de las matemáticas, aunque con una gran diferencia. Mientras que para Neal los números eran pura lógica y hechos, y todo era demostrable y calculable, para Julien los números también eran armonía y música, y él era músico en cuerpo y alma. La primera vez que le pedí que tocara el violín se negó, pero conseguí convencerlo, y luego lo hacía ya sin tener que pedírselo. Nunca había visto a nadie dejarse llevar por la música de esa manera. Era magia: también yo me introducía en la música y el tiempo dejaba de correr. No conocía nada de lo que tocaba, y cuando pregunté de quién eran las piezas, resopló. Entonces supe que eran suyas. Luego me dijo que improvisaba, que se dejaba llevar. Después de eso sólo podía darle la razón a su madre, que decía que había heredado el sentido de la música de su padre, a quien le había enseñado a tocar el violín el mismísimo demonio. Por las noches seguí soñando con Julien, sólo que ahora no se quedaba en el pie de la cama mirándome, sino que se tumbaba y me abrazaba. Cuando despertaba estaba sola, y nada indicaba que fuera más que un sueño, por mucho que deseara que fuera real. La alarma lo hubiera delatado, era imposible entrar en casa. Desde que soñaba con Julien ya no tenía pesadillas. Dos días después, el cielo se despejó y todo recibió un baño de luz dorada. En la siguiente pausa, cuando vi a Julien, no hizo falta que nos dijéramos nada. Saldríamos directamente después de clase. Me prestó su móvil –el mío lo había olvidado, como otras tantas veces-, llamé a Ellen y le dije que pasaría la tarde con amigos, que íbamos a aprovechar el buen tiempo. La pillé tan desprevenida que apenas logró articular un “sí, claro”. No le di tiempo a decir nada más, le deseé una buena tarde y colgué.
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Las últimas horas no acababan nunca, pero ni Susan, que insistía en que fuera con ellos por la noche a celebrar su cumpleaños, consiguió amargarme el buen humor. Nos fuimos a casa de Julien. Como siempre aparqué el Audi a unos metros, en otra calle. Todavía tenía miedo de que alguien reconociera el coche y se lo dijera a Ellen, a Simon, o incluso a mi tío. Julien había salido antes con la moto y ya había preparado las cosas que podíamos necesitar. Esta vez, además de los auriculares me dio un casco. Me agarré fuerte a su cintura y salimos. Condujo por la carretera más lento de lo que solía ir, como me había prometido, adelantando sólo de vez en cuando algún camión. Aun así, a causa de la velocidad, el mundo parecía un lienzo de tonos rojos, naranja, dorados y cobre, el color de las hojas en otoño. En la lejanía se levantaba entre los bosques el pico gris y dominante del Mount Katahdin. Salimos de la carretera y entramos en el bosque por un camino que seguía paralelo al río Penobscot. Conducía muy despacio, teniendo cuidado con los baches. Paramos cuando divisamos un remanso del río que había formado una pequeña playa de guijarros, calentados por el sol. No tuvo que decirme nada, apenas me lo señaló, quede encantada con el lugar. Sacamos la manta y nos pusimos cómodos, rodeados por arbustos de media altura. Era un lugar retirado y tranquilo. Por sus ojos y mi alergia al sol, nos colocamos en una media sombra de árbol. Nos abrazamos, y me fundí en su pecho. Estuvimos así un rato, mirando los reflejos del sol en el río, hasta que se quitó la chaqueta, la puso de cojín, se tumbó y yo me apoyé en su pecho. Nuestras manos se encontraron por sí solas y comenzaron a jugar. Con la otra mano me acariciaba la nuca. Me hubiera gustado parar el tiempo. Julien miraba las nubes con media sonrisa y me apretó contra su pecho. Me apoyé en su brazo y cerré los ojos. La corriente del río y el viento agitando las hojas de los árboles resultaba de lo más relajante. Se oyeron risas y gritos y abrí los ojos; eran unos chicos en canoa. Debían ser de nuestra edad. Cuando nos vieron gritaron y nos saludaron, levanté la mano y les devolví el saludo. Julien si se inmutó. Siguieron río abajo y de repente me acordé de Susan, Beth y los demás. ¿Qué harían esa noche? Me enfadé e intenté no pensar en eso. Me incorporé y miré el río. Me rasqué la costra de la herida en la mano sin darme cuenta. Julien me dio un leve empujón. -No te lo toques o te volverá a sangrar –dijo sin abrir los ojos. El corte no había sido grave, pero con la venda parecía más de lo que era. Esa mañana ni siquiera había hecho falta que me pusiera una tirita, pero no quería que Julien se sintiera mal, sabía que no podía ver sangre, así que dejé de rascarme.
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Sentí su mano acariciándome la espalda. Disfrutaba del momento, pero no podía quitarme a Susan y a Neal de la cabeza. -¿Qué tienes, Dawn? –La voz de Julien me saco de mis pensamientos. -Nada –contesté mirando el río. -No sabes mentir –dijo reprimiendo una sonrisa, pero preocupado-. Dime, ¿qué te pasa? Llevas unos días con la cabeza en otra parte. ¿Acaso va a volver tu tío? Me mordí el labio, esperaba que no se diera cuenta. -No. -¿Entonces? –dijo-. ¿Quieres cortar y no sabes cómo decírmelo? -Claro que no –dije con brusquedad. Inclinó la cabeza y esperó. Lo conocía, y sabía que no pararía de hacer preguntas hasta que dijera qué me pasaba, así que le expliqué lo de la invitación de Susan y que no querían que él fuera. Todavía no había acabado cuando sacó su móvil y me lo ofreció. -Llámala, dile que vas. -¿Qué? ¡No! –exclamé meneando la cabeza-. Sin ti no voy. -Sí que vas. -¿Sin ti? Ni lo sueñes –dije tajante. Julien exageró un suspiro, se arrodilló a mi lado y me cogió las manos. -Sabes que un día me iré, Dawn.-Se me hizo un nudo en la garganta-. Y cuando eso pase no quiero dejarte sola, sino bien acompañada por tus amigos. Si Neal y Susan no quieren que vaya, muy bien, no me importa, pero sí me importa que vayas tú. Por eso la vas a llamar ahora mismo. Por favor. Si no hubiera sido por ese “por favor”, me hubiera negado. -¿No te importa?
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-No. Cogí el móvil y marqué el número. Salió el buzón de voz. Julien me hizo gestos para que le dejara un mensaje preguntándole cuándo y dónde habían quedado y que podía localizarme a ese número. Hice lo que me dijo y colgué. Me subí a la Blade y nos pusimos de camino de vuelta a casa. Aunque no condujo como un loco, tardamos menos que en el trayecto de ida. Me dejó en mi Audi cuando empezaba a atardecer. Susan aún no había devuelto la llamada. En caso de lo llamara, Julien le diría que me podía localizar en mi móvil. Me hizo prometerle que si Susan no me llamaba, quedaríamos él y yo. Me cogió la mano –en la calle no nos atrevíamos a más-, y me monté en el coche. Como siempre, Julien esperó a que arrancara y saliera. Por el retrovisor vi como se marchaba. Ellen se quedó sorprendida de que llegara tan pronto de la excursión con mis “amigos” y me preguntó preocupada si todo me había ido bien y si quería comer algo. Le dije que me iba a cambiar rápido y que volvía a salir. Eso la tranquilizó, me deseó que lo pasara bien y siguió viendo la tele. En mi cuarto busqué el móvil. Susan me había dejado un mensaje. Se alegraba de que hubiera decidido ir y me citaba a las ocho en Ruthvens. Eran las ocho y media. Intente hablar con ella con el mismo éxito que antes. Probablemente en el Ruthvens no tuviera cobertura. Se me pasó por la cabeza llamar a Julien y olvidarme de todo, pero decidí pasarme por la discoteca, y si no estaban, ya iría a casa de Julien. En el baño recordé su advertencia de que no fuera allí sola. Dudé un momento sobre si llamarlo y decírselo, pero ¿qué podía pasar? Iban a estar todos mis amigos, además, el local estaba siempre a reventar. Era cierto que no estaba en la mejor zona, pero nunca pasaba nada aparte de alguna pelea de borrachos, y además, los porteros eran muy eficaces. Encima de que no estaba invitado, no quería preocuparlo por nada. Me maquillé un poco con sombra de ojos, rimel, una fina línea de khol y gloss. Me costó más tiempo elegir qué me iba a poner. Por fin me decidí por unos tejanos, un top negro con una flor brillante y encima una blusa abotonada hasta la mitad. Me puse unas botas de tacón ancho, no quería romperme la crisma. Mi chaqueta tejana remataba el conjunto. Metí el monedero en el bolsillo interno de la chaqueta. Esta vez me aseguré de que cogía el móvil y de que estaba cargado. Me despedí de Ellen y me fui al Ruthvens. No había pensado que era viernes y tuve que aparcar a tres manzanas en un callejón. Ya era de noche, el cielo estaba cubierto de unas nubes densas que ni siquiera dejaban pasar la luz de la luna. Me subí el cuello de la chaqueta para combatir el frío y aceleré el paso. Pasaban coches, y los escasos viandantes con los que me crucé también parecían tener prisa.
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El Ruthvens estaba en un callejón que lindaba con un recinto industrial. Ya desde lejos oí el retumbar de los bajos de la música. Una ráfaga de viento frío hizo rodar una lata de refresco. Pasé al lado de un edificio abandonado rodeado por una verja llena de agujeros a pesar del cartel que decía “Prohibido el Paso”. Me agarré a la verja para evitar pisar un charco tan ancho como la calle, y al alzar la vista, me topé con un hombre. Di un grito del susto. Me dijo algo en una lengua que no conocía, pero sí recordé su voz. Era el del callejón detrás del Bohemien, el hombre sobre el cual Julien me había advertido. No se si me reconoció, pero si advirtió mi miedo, su sonrisa se volvió aún más arrogante y cruel. Se me acercó como si fuera su presa, seguro de que no me podía escapar. La valla me cortaba el paso. Me aferré a ella intentando luchar contra el pánico. -¿Qué tenemos aquí? –dijo, y su sonrisa se volvió vaga, pero sin perder un ápice de crueldad. Sus ojos relucían a la tenue luz de las farolas. Eran marrón oscuro con tintes rojos. El corazón se me salía por la boca. -¿Qué…qué quiere? Déjeme pasar, me están esperando –intente decir con serenidad. Siguió mis movimientos con una gracia que me recordó a Julien. -¿También está con ellos? –dijo agarrando la valla. -¿Quién? –sabía que era yo la del Bohemien-. No sé a quién se refiere. Casi me muero de asco cuando se me acercó y olió mi cuello con una profunda inspiración. -Inconfundible, hueles a él.-Rió tontamente-. Pero todavía no te ha hecho suya, qué poca cabeza. –No paraba de sonreír, parecía estar loco-. Eres un bocadito delicioso, pequeña. Tendría que haberte compartido conmigo, ahora se va a quedar sin nada. Me cogió del pelo y me lo estiró, torciéndome el cuello. Gemí de dolor e intenté pegarle, pero él sólo reía, me agarró el brazo y me lo torció. Tenía que gritar, pero apenas me salía un sollozo oprimido. Apretó la llave del brazo y entonces sí grité. Desesperada, busqué su cara con mi mano libre y le arañé. Gruñó y me dio un puñetazo en la sien. Caí en el barro, y lo vi retorcerse de dolor. Apenas a un metro de distancia había un agujero en la verja. Oía los gemidos a mis espaldas cuando me escabullí por la abertura y corrí tratando de salvar mi vida. No me atreví a mirar atrás, ni siquiera cuando oí su risa persiguiéndome. Más de una vez resbalé en el barro y poco faltó para caerme. Cruzaba los charcos que brillaban como aceite a la luz tenue de las farolas. Salpicaban. Tras sortear de un montón de chatarra me arriesgué a mirar por encima del hombro. Había desaparecido. Me agazapé en la sombra, detrás de una máquina. Sin aliento, observaba las extrañas formas de las sombras de la
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chatarra. No podía creer que lo hubiera despistado. Aparte de la música del Ruthvens no se oía ni una mosca. Me levanté poco a poco y miré en todas direcciones desde mi escondite. Estaba a un metro de mí, con su sonrisa repugnante; no había oído sus pasos. Volvía a emprender la huída, pero me agarró de la chaqueta, grité e intenté soltarme liberándome de las mangas. Se la quedó en las manos, y seguí corriendo. Oía su risa. El miedo me hacía avanzar a ciegas, adentrándome cada vez más en el paisaje de chatarra. Aunque no lo oyera o viera, sabía que no estaba lejos. A veces oía un ruido detrás de los esqueletos de hierro tras los que me ocultaba, u oía sus pasos cuando, agachada, cambiaba de escondite. Un par de veces me topé con él y casi caigo en sus manos, pero en el último momento conseguí escapar. Tenía un flato horrible. Apenas podía respirar y la sangre me bombeaba en los oídos. Estaba llena de barro y tenía la ropa rasgada, se me había enganchado varias veces en trozos de metal. Me ardían las palmas de las manos y sentía como goteaba la sangre. No me respondían las piernas. De vez en cuando oía su risa, y rezaba por que no escuchara mis jadeos. Sabía que no podía escapar de él por mucho que quisiera. Me estaba cazando y se lo estaba pasando en grande. Poco a poco me había ido dirigiendo hacia el interior derruido del edificio. En lo que había sido un almacén y ahora no eran más que montones de escombros se me apareció. Intenté escapar, aunque ya no me quedaban fuerzas. Tranquilo me bloqueó el paso. La luz de las farolas era sólo un resplandor lejano. -Ya hemos jugado suficiente –dijo con una amabilidad repugnante-. Es hora de que pasemos a cosas serias. -No por favor –supliqué retrocediendo. Su ropa apenas tenía un par de salpicaduras. Me cogió de la barbilla, tenía la mano fría, y me inclinó la cabeza, descubriéndome el cuello. Estaba como atontada, incapaz de pensar o siquiera temblar. Su sonrisa se convirtió de repente en un rechinar de dientes y me soltó. Caí al suelo casi inconsciente como un saco de huesos. Vi dos formas oscuras levantarse y enfrentarse. El hombre que me había perseguido decía algo en esa lengua extraña y mi salvador respondió con un gruñido. Se parecía a Julien, ¿cómo era posible? De un golpe, mi perseguidor cayó violentamente sobre la chatarra. Intenté distinguir algo más que sombras. Forcejearon, cayeron en un charco. Por fin reconocía al otro. ¡Era Julien! Grité cuando el hombre le golpeó la cabeza contra el suelo, pero él le metió los dedos en los ojos, se lo quitó de encima de una patada y el otro aterrizó de espaldas sobre un montón de chatarra. Antes de que se incorporara, Julien lo había inmovilizado poniéndole las rodillas sobre los brazos. Dijo algo en aquel idioma extraño y le tiró del pelo hacia la nuca, intentando quitárselo de encima, aterido de miedo. Julien se soltó sin dificultad y se le abalanzó sobre el cuello mostrando los dientes con tal agilidad que me recordó a una cobra en su ataque mortal. Se escuchó un alarido, que acabó en un desagradable ronquido gutural. Por fin, Julien se levantó y le torció el cuello, que crujió como la madera. De repente sólo se oía mi jadeo acelerado. El tiempo se detuvo; Julien se dio la vuelta lentamente y vino hacia mi. Me miró fijamente a
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través de las sombras y se limpió la boca con el revés de la mano. Le brillaban los ojos como obsidiana con tonos rojizos, rodeados de mercurio líquido. Cuando comprendí lo que acababa de presenciar casi me desmayo. Se puso tenso, había oído algo a lo lejos, pero yo no oía nada, y vino rápidamente. Tenía el resto de un líquido oscuro en la comisura de los labios. Me cogió de la barbilla y me inclinó la cara como una muñeca, descubriendo mi cuello. Resopló aliviado. Oí gritar mi nombre, Julien se volvió e inmediatamente después clavó su mirada en la mía. Algo extraño penetró en mi cabeza: una voz y una serie de imágenes. Me hacía daño. Apreté las manos contra la frente y cerré los ojos. -¡Dawn! –gritaron-. ¡Aquí! ¡Está aquí! –Se oían pasos apresurados por el barro. Me cogieron de los hombros y me zarandearon. -¡Dawn! ¡Despierta! ¡Dinos algo! –exclamaron-. ¡Por favor, Dawn! La voz se abrió paso y retumbó en la oscuridad de mi cabeza hasta que logré abrir los ojos. Era como si hubieran envuelto mi cerebro en algodón. Vi una silueta. -¿Julien? –dije aturdida. ¿Por qué tenía tanto frío? Intenté incorporarme y apoyé la espalda. - Soy Susan. Menos mal que hicimos caso a Beth y lo llamamos. Nos dijo que te había dejado en casa y que ibas a venir. Entonces empezamos a buscarte. Me tapó con mi chaqueta y encima me puso la suya de cuero. ¿Qué hacía yo ahí tirada en el barro? Detrás de Susan había otras sombras. Reconocí a Beth y Neal. -¿Está herida? –dijo él arrodillándose. Lo miré confusa: ¿herida? Mike, Ron y Tyler se acercaron con Anne, Jeremy, Lisa y un par más. -Lo dudo, pero está en estado de Shock. –Susan se volvió hacia mí-. ¿Qué te ha pasado? – preguntó preocupada. -Dos tipos…me…me persiguieron. Pero… pude escapar –balbuceé como si recitara un discurso preparado. Confusa, fruncí el ceño. Me zumbaba la cabeza y me llevé la mano a la sien. ¿Dos tipos? ¿Qué estaba diciendo? Sólo había sido uno. Me siguió hasta ahí y luego…luego… Escuché lo que decían Beth, Susan y Neal. De repente estaba segura de que ahí atrás había un muerto, pero no había más que barro.
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-No quiero imaginarme lo que te hubieran hecho –dijo Liza asustada. Todos a su alrededor asintieron. -Tenemos que llamar a la policía –dijo Neal ayudándome a levantar-. ¿Podrías describirlos, Dawn? -No, estaba oscuro y fue todo demasiado rápido –dije de nuevo con la sensación de recitar algo de memoria. Cuando me di cuenta de las implicaciones que tenía, exclamé-: ¡No! ¡A la policía no! Se enteraría mi tío y no me dejará dar un paso más sola. De todos modos no podría identificarlos. -¿Estás segura…? –No estaba de acuerdo. -Si no quiere, no tenemos por qué llamar a la policía –dijo Beth abrazándome sin importarle que estuviera llena de barro-. Ven, te llevo a casa. Sentí terror; si Ellen o Simon me veían en ese estado sería igual o peor que hablar con la policía. Pero no dije nada, seguramente podría entrar sin que me vieran. Mike y Neal nos iban a acompañar en su coche para traer a Beth de vuelta. Buscando la llave del coche se me cayó el móvil y Susan se agachó para recogerlo. -Siento haber fastidiado tu fiesta –murmuré. -No tienes que disculparte .dijo sonrojándose-. Si no te hubiera dicho que no trajeras a Julien, esto no habría pasado. De repente sentí que caía al vacío. “Dos tipos te siguieron. No recuerdas como eran, todo fue demasiado rápido y estaba oscuro. Corriste y te persiguieron hasta aquí donde te escondiste y se cansaron de buscar. Olvida todo lo demás, no ha pasado nada fuera de lo común” La voz de Julien susurrándome en el oído, un torbellino de imágenes en mi cabeza, sus ojos de mercurio y obsidiana con destellos rojos mirándome. -¿Dawn? ¿Estás bien? Pestañeé aturdida. Me entró frío de repente, y no era sólo por la ropa mojada. Beth me miraba preocupada. -¿Quieres que te lleve al médico?
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Negué con la cabeza. Todo a mí alrededor era irreal; Beth me dijo algo y tardé en reaccionar hasta darme cuenta de que quería saber donde estaba el coche. Parecía una zombi. Neal y Mike nos acompañaron hasta el Audi y luego fueron por su coche. Beth me miró preocupada y arrancó. Me hice una bola en el asiento y miré por la ventana a la oscuridad. Era como si hubieran envuelto mi cabeza en una manta húmeda y pesada y no me dejara pensar. Sólo seguían presentándose esas increíbles imágenes que me daban ganas de gritar. -¿Quieres que entre contigo? –pregunto Beth. -No, estoy bien –aseguré. La vivienda de Simon encima del garaje tenía las luces apagadas. Tampoco había nadie en la cocina o en la sala de estar. Salí del coche con un vago sentimiento de alivio. Beth dio la vuelta al coche y me dio las llaves. -¿Seguro que estás bien? -Sí, no te preocupes. -Llámame, ¿vale? –dijo sonriéndome parcamente-. Sea la hora que sea. No se marchó hasta que se lo prometí. Al marcar el código de la alarma y abrir la puerta me temblaban las manos. La casa estaba oscura y silenciosa. Subí la escalera sin hacer ruido y para no encender la luz, me abrí camino a tientas hasta mi habitación. Respiré hondo cuando cerré por fin la puerta, me quedé inmóvil un momento en la oscuridad. Encendí la luz y me tiré en la cama. Abstraje la vista, el temblor pasó de mis manos a mis brazos y a mi cuerpo. No podía pararlo. Sola, volvía el desasosiego… y las imágenes. Me quité la ropa sucia, me puse el albornoz y entré en el baño como una sonámbula. Ducharme, secarme, lavarme los dientes: lo hice todo mecánicamente. De vuelta en la cama abracé la almohada y me quedé mirando la pared, abstraída. No importaba que tuviera los ojos abiertos o cerrados, veía lo mismo: al hombre que me había atacado cogiéndome la barbilla, girándome la cabeza descubriendo mi cuello y acercándose mostrando los colmillos; a Julien mordiendo el cuello del hombre como una cobra con largos colmillos blancos y afilados, que todavía le asomaban al acercárseme y decirme que no había pasado nada fuera de lo normal; no podía dejar de mirarlos, incluso a pesar de que me pidió que olvidara lo que había visto; un líquido oscura en la comisura de sus labios que sólo podía ser sangre. Era como una película que pasaba una y otra vez. Suspiré. Algo le había salido mal, yo no había olvidado lo que había pasado –por lo menos no por más de unos minutos-, aún cuando mi razón se negara a creer lo que sin duda había visto: Julien mordiendo el cuello de un hombre, bebiendo su sangre y finalmente torciéndole el pescuezo. No podía ser. Me abracé con fuerza a la almohada. No tenía sentido, los vampiros
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no toleran la luz del sol, y Julien venía al instituto cada día y había estado con él en el río. ¡No tenía sentido! Sin embargo, había visto lo que había visto. Me cubrí la cara con las manos e intenté ordenar el caos de mi cabeza. Era imposible, era un rompecabezas al que le faltaban demasiadas piezas. Me froté la cara, sólo había una manera de resolverlo sin que me tacharan de loca. Encendí el ordenador, me conecté a Internet y busqué información sobre vampiros y vampirismo. Entré en las páginas sobre mitos y leyendas, pero no añadían nada nuevo a lo que ya sabía de las películas de terror. Los vampiros –masculinos o femeninos – se alimentaban exclusivamente de sangre humana y mataban para satisfacer su sed, aunque los mordidos se convertían luego en vampiros y, por lo tanto, en inmortales. Sobre eso había diferentes teorías. Si se exponían a la luz del sol podían sufrir quemaduras o acabar reducidos a cenizas. Por eso no salían de día de su ataúd o de su sepulcro. Se sumían en un estado de inactividad del que no podían salir, como si estuvieran muertos. De ahí que ése fuera el mejor momento para cazarlos. No había un método seguro para acabar con un vampiro, aunque el más corriente era clavarles una estaca en el corazón y quemar el cuerpo. Los vampiros eran pálidos y muy atractivos, por lo menos en la mayoría de los casos. En un par de páginas decían que estaban medio momificados y que su aspecto era más bien de ancianos, y que sólo se asemejaban a los humanos después de haber bebido sangre. Además, afirmaban que sus colmillos siempre estaban a la vista. Eran más fuertes y más rápidos que las personas y se movían con más sigilo. Se empezaron a repetir las descripciones y dejé de leer. Me ardían los ojos y estaba cansada. Julien era pálido y atractivo y, si tenía en cuenta la peligrosa elegancia de sus movimientos y lo que había pasado en el Bohemien, lo de “más rápidos” y “más sigilosos” le venía como anillo al dedo. Además, estaba lo que había presenciado esa noche. Sólo me confundía el hecho de que el otro hombre fuera también vampiro. No cabía duda de que lo era, había visto sus colmillos de cerca, pero en ninguna página decía que los vampiros también bebieran de los de su especie. Pero ¡lo había visto con mis propios ojos! No me equivocaba, como tampoco me equivocaba en que Julien había querido hacerme olvidar. En alguna página leí que los vampiros podían manipular a las personas y a los animales sin que se dieran cuenta. Me mordí el labio. Una parte de mí se resistía a creer que Julien fuera un vampiro esgrimiendo como prueba que lo había visto pasear a la luz del sol en pleno día. Intentando comprender lo incomprensible, me acordé de lo que dijo Ron el día que vimos la película en casa de Neal. Cynthia lo había mandado a buscar información sobre Julien, y en Internet sólo había encontrado a un par de acróbatas del siglo pasado con ese apellido. Lo busqué. Me quedé sin aliento cuando me mostró los resultados de la búsqueda. Hice clic sobre un artículo del New Cork Herald Tribune de 1901, que anunciaba la actuación de los famosos hermanos DuCraine. Su excepcional espectáculo de acrobacia, fuego y música tenía lugar sobre un cable a 30 metros de altitud, entre dos edificios, lo que para esa época ya era mucho. Había una foto en el pie que tardaba mucho en cargarse. Supongo que por eso Ron no dijo
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nada, porque no había tenido paciencia. Salían dos jóvenes sonriendo a la cámara. Pestañeé incrédula, uno era Julien y el otro también. ¡Gemelos! Leí el artículo sin dar crédito. El hermano, Adrien, hacía malabares con fuego en la cuerda floja mientras Julien, conocido también como el Violinista del diablo, tocaba con tanta maestría sobre el cable como sólo se escuchaba en los grandes escenarios. También eran famosos por los números temerarios que hacían juntos. Ninguno de los dos usaba ningún tipo de seguridad o pértiga. Recordé que en Bohemien, Julien me dijo que su familia era del mundo del espectáculo. Continué leyendo. “Tragedia en las alturas. El Violinista del diablo cae desde 30 metros de altura. Julien DuCraine herido de gravedad.” La versión oficial decía que se trataba de un accidente, pero se temía que hubiera sido provocado. Un cable tensor se había soltado, nadie se explicaba cómo, especialmente porque los mismos hermanos lo verificaban todo en persona. Estaba solo cuando ocurrió, lo pilló desprevenido y perdió el equilibrio. Los médicos luchaban por su vida, aunque tenían pocas esperanzas. Mi mano se aferraba al ratón. Intenté relajarme. Seguía otro artículo, posterior y breve, en que se comunicaba que Julien DuCraine había fallecido dos días después del accidente, que ni siquiera había salido del coma, y que Adrien DuCraine había cancelado todas las actuaciones. La pantalla absorbía toda mi atención y me sentía de nuevo aturdida. Ausente, imprimí el artículo y la foto. Necesitaba algo a lo que aferrarme. Con las hojas en la mano me metí en la cama y me hice una bola con la almohada. El reloj mostraba casi las tres de la mañana. Me di cuenta de que había apagado el ordenador y la luz por pura inercia y no me había dado ni cuenta. La luz de la luna dibujaba un rectángulo plateado en el suelo de mi cuarto; me quedé con los ojos abiertos y con las hojas en la mano. Julien DuCraine había muerto en Nueva Cork en 1901. ¿Qué había pasado después? ¿Cómo se convirtió en vampiro? Porque no cabía duda de que lo era. No había otra explicación para lo que había presenciado esa tarde. Además, no había cambiado nada en más de cien años, ¿o quizá sí? Él mismo me dijo que había tenido un accidente. ¿Qué había pasado en el hospital? Me pasé toda la noche sin pegar ojo, ensimismada mirando la pared, intentando ordenar los pensamientos y tranquilizarme, hasta que me sumí en un incómodo letargo.
El olor a gasolina le penetró la nariz mientras vaciaba la garrafa sobre el cadáver. Se arrepentía de haberse dejado llevar por la rabia. Apretó las mandíbulas, prendió la ropa empapada del cadáver. El fuego se extendió rápidamente y se alzaron las llamas.
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Volvió al coche y desde allí observó como se borraban las huellas de esa noche. Lo que había sucedido no podía repetirse si no quería a un vourdranj pisándole los talones.
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7 ALCANZADO POR EL PASADO
El sol brillaba mortecino en un cielo gris cuando me desperté de una pesadilla. Miré el despertador; a pesar de todo, había dormido unas cinco horas. Aun así, me sentía cansada, pero no podía quedarme en la cama. El dolor de mandíbula era más agudo que nunca, pero lo peor fue ver el rastro de barro en mi cuarto. Cambié la funda de la colcha y la escondí con la ropa sucia de la noche anterior dentro del armario para que Ellen no la encontrara y yo tuviera tiempo de lavarla. No podía dejar de pensar en lo que había pasado. En la cocina me hice un té, y mientras esperaba a que se enfriara, recopilé todo lo que había visto por la noche y lo que había descubierto sobre Julien. Me costaba ordenarlo, necesitaba salir de casa. Me tomé el té de un trago, subí a mi cuarto y me vestí. Cogí las hojas y me las guardé en el bolsillo no sé bien por qué. Le escribí una nota a Ellen diciéndole que había quedado con amigos y salí pitando. Desde el garaje, Simón gritó preguntándome adónde iba y qué demonios había hecho en el asiento del copiloto del Audi. Hice como que no lo escuchaba y salí antes de que pudiera decirme nada más. Como no me atrevía a subir al mirador por miedo a encontrarme a Julien -y él era el último a quien quería ver-, vagué por las calles. No me molestaban las frías ráfagas de viento que arremolinaban las hojas del camino, rojas y doradas. Me subí el cuello de la chaqueta y hundí las manos en los bolsillos protegiéndome la cara con los hombros. De vez en cuando pasaba un coche, pero con ese tiempo, la mayoría de habitantes de Ashland Falls preferían quedarse en casa. Mi móvil sonó, era Julien, lo volví a guardar. No sé cuántas veces volvió a sonar, pero fue un alivio cuando en algún momento dejó de insistir. No quería hablar con él, no antes de tener las cosas claras. Mi razón todavía se resistía a creer que era un vampiro. Al entrar en la Chestnut Street oí el rugido familiar de un motor. Caminé más rápido, pero Julien me alcanzó antes de que pudiera doblar la siguiente esquina. Se paró a mi lado. -¡Por fin te encuentro! –exclamó-. Hace más de una hora que te busco. Estaba preocupado. -¡Déjame en paz! -respondí, y seguí caminando. -Qué... -Se bajó de la moto y vino tras de mí-. ¡Dawn, espera! Aceleré mis pasos, pero me alcanzó. -¿Qué te pasa? -Te digo que me dejes en paz -dije con dureza, y quise cambiarme de acera. Sonó una bocina y los neumáticos derraparon en el asfalto. Vi la cara de susto del conductor de la furgoneta, pero Julien me agarró antes de que me atropellara. -¿Estás loca? -dijo el conductor bajando del vehículo-. ¿Es que no miras por dónde vas? -Parecía enojado y aliviado a la vez. -Déjame en paz -le dije otra vez a Julien soltándome. El conductor lo miró desconfiado. -¿Necesitas ayuda? -Dile a este desgraciado que me deje en paz -dije enfadada, y me alejé.
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Julien quiso seguirme, pero el hombre le cortó el paso. -Ya la has oído, amigo, déjala en paz o llamo a la policía. Julien se lo quedó mirando, el hombre era alto y fuerte. Me miró y dijo: -Dawn, ¿qué...? -Déjame tranquila, ¿vale? -insistí, y salí corriendo. -Pero ¡qué te he hecho! -exclamó. No miré atrás, seguí corriendo durante un buen rato. Como en la calle ya no me sentía segura me metí en el bosque. Sin un objetivo claro sorteé los árboles hasta que, rendida, me apoyé en uno caído. No podía quitarme de la cabeza sus últimas palabras. No me había hecho nada, más bien al contrario: me salvó en el Bohemien; ahora acababa de evitar que me atropellaran y la noche anterior me había salvado de aquel vampiro. Nunca me había hecho nada y lo podría haber hecho. El quiso mantenerse a distancia, y no se cortó ni un pelo a la hora de hacerlo. Sólo nos dio una oportunidad cuando vio que yo no me daba por aludida. Y porque era un vampiro, no quería que le hiciera preguntas, era evidente. Pero lo más loco de todo era que seguía enamorada de él. Quería estar a su lado, pero no sabía cómo. ¿Acaso tenía que aparentar que no me acordaba de nada? ¿Que no conocía su secreto? Mentirle de esa manera me parecía miserable. Era cierto que él tampoco me había contado toda la verdad, pero sí había admitido que había cosas que no podía explicarme. Por otro lado, tampoco podía decirle: “Por cierto, Julien, ya sé que eres un vampiro”. Me llevé las manos a la cara y sentí mis heridas. ¿Por qué no podía enamorarme de un chico normal? Como Neal, por ejemplo, no habría tenido problemas, pero no, tenía que enamorarme de Julien DuCraine. Cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que tenía que hablar con él. Tenía que darle una oportunidad de hablar sobre todo aquello. Sabía que no me haría nada, aunque lo confrontara con lo que sabía. Me levanté decidida y tomé el camino a Ashland Falls, exactamente hacia la mansión de Hale. Me había adentrado mucho en el bosque, y aunque al principio caminaba rápidamente, cuanto más me acercaba a la mansión, más lenta avanzaba. Cuando por fin salí del bosque y la vi levantarse ante mí, se me desbocó el corazón. Tuve que obligarme a cruzar el portón; me sudaban las manos, me las sequé en el pantalón y se resintieron las heridas. De camino había pensado mil variantes de cómo se lo diría y, ahora que estaba en la puerta, no me acordaba de ninguna. Respiré hondo y llamé. Nada. Conté lentamente hasta veinte y volví a llamar. Silencio. Hasta que no llamé por tercera vez no se oyeron pasos, y por fin Julien me abrió. Levantó una ceja al verme. -¿Significa esto que ya no tengo que dejarte en paz? -preguntó cínico. -Tengo que hablar contigo -dije encogiéndome de hombros y evitando su mirada-. ¿Puedo entrar? Me miró de arriba abajo y se hizo a un lado. Me dirigí a la sala y me senté en el sofá. Julien vino detrás, pero se quedó un instante en la puerta y luego se sentó en el sillón, delante de mí, en vez de a mi lado como hacía siempre. Sin saber por qué lo agradecí. Se hizo un largo silencio. Aunque evitaba sus ojos, sabía que me miraba fijamente. -Bueno, después del numerito de esta mañana, ¿qué quieres decirme? -preguntó con voz clara y sin esconder su enfado. Aunque hubiera preferido otro tono, lo comprendía. Insegura de cómo iba a comenzar me mordí los labios, estaba en blanco. Cogí las impresiones de mi bolsillo y se las di. Sorprendido, desdobló las hojas y se quedó de piedra. Su gesto fue un caleidoscopio de
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sentimientos: susto, dolor, enojo, pero cuando levantó la mirada su rostro era glacial. Se abanicó con las hojas. -¿A qué viene esto? -preguntó impasible. -Me acuerdo de lo que ocurrió la pasada noche -dije después de tragar saliva. -¿De qué hablas? -De que me salvaste de aquel hombre -dije intentando que no se notara el temblor en mi voz. -¿Y qué tiene que ver eso con lo de esta mañana y con esto? -preguntó levantando los folios. -Vi cómo le mordías, bebías su sangre y después le rompías el cuello. Tus colmillos eran... demasiado largos, no son humanos. Se levantó inquieto y se quedó de pie detrás del sillón, con sus manos apoyadas en el respaldo. -No sabes lo que dices -afirmó. -Basta de juegos, Julien, por favor. Tu truco de “olvida todo lo demás, no ha pasado nada fuera de lo común” no funcionó. Se quedó de piedra, parecía no respirar. -No sé a qué te refieres -dijo fríamente. -Me refiero a que te crecen los colmillos y a que bebes sangre. Me refiero a que moriste en 1901 -dije enojada. Apretó los labios y miró los folios en su mano. Por lo visto no sabía que ese artículo estaba en Internet. -¿Qué eres, Julien? Me miró. Cada segundo se hacía eterno. Se pasó la mano por el pelo con un gesto abrupto. -Te lo repetiré, no sé qué quieres de mí. Me cansé del juego. -Entonces te diré yo lo que eres, ¡un vampiro! Me pareció ver enojo en su gesto, luego su rostro se convirtió en una máscara fría y ausente, una máscara que me hizo apretarme más contra el respaldo del sofá. -No sabes lo que dices -dijo. Meneé la cabeza. -Sí lo sé. Vi cómo bebías la sangre de aquel tipo, vi cómo lo mataste, y me acuerdo de que de alguna manera querías hacerme olvidar lo que había pasado. La máscara de Julien se desmoronó y mostró enojo. -Te hubiera matado. -Era como tú -repliqué. -No, él era un vampiro. -Como tú -dije sonriendo-, vi tus colmillos y la sangre. Se llevó la mano a los labios inconscientemente y la bajó cuando se dio cuenta. -No soy ningún vampiro -me contradijo. -Entonces ¿qué eres? Dudó un instante, inspiró lentamente y volvió a pasarse la mano por el pelo nerviosamente. —Soy un lamia —dijo como si pronunciara las palabras en contra de su voluntad. Lo miré sin decir nada y esperé-. Dawn... -Apenas dijo mi nombre antes de enmudecer. Me quedé en silencio. Después de una eternidad meneó la cabeza-. No puedo decirte más -
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dijo frío y ausente. -¿Por qué? -Cuanto más sepas sobre mí más peligro corres -respondió con un gesto incómodo. Lo miré desconcertada y resoplé con amargura. -Ya sé que eres un vampiro, o un lamia, si es que hay alguna diferencia. Vi cómo matabas a una persona. ¿Hay algo más peligroso que estar a tu lado? -No tienes ni idea. -Pues explícamelo. Se me acercó con tal rapidez que no tuve tiempo ni de gritar. Me apreté aún más contra el respaldo del sofá. Me puso una mano en el cuello, suavemente, pero con inconfundible agresividad. Con la otra se apoyó en el sofá y se me acercó. -Según nuestras leyes superiores tendría que matarte. -Su belleza era ahora salvaje y mortal. Sus colmillos asomaron detrás de los labios, largos y afilados-. ¿Eso quieres? Intenté tragar saliva, pero el miedo me había cerrado la garganta. Me temblaban las manos y me agarré con fuerza a los cojines. El ardor en las palmas me ayudó a tragarme el nudo de la garganta y, lentamente, cuanto me permitió su mano en mi cuello, le giré la cara. Julien me miró fijamente, le dio un fuerte puñetazo al respaldo y me soltó. -Maldita sea, Dawn, desde que te conozco he infringido más leyes que en toda mi vida dijo pasándose de nuevo bruscamente la mano por el pelo-. He matado por ti, pero a ti no podría hacerte nada, ni aunque dependiera mi vida de eso. Piensa lo que quieras. -Lo sé -dije, y me miró fijamente a los ojos. Se acercó a la ventana y miró hacia fuera. Lo observé en silencio unos minutos. Me aclaré la garganta. -¿Qué pasará si los otros lamias se enteran de que no me has matado? -Enviarán a alguien para que nos mate a los dos -dijo sin mirarme. Me encogí de hombros. -Si mi vida ya está en peligro sólo por saber qué eres, ¿no te parece justo contármelo todo? -pregunté al cabo de un rato. Julien me miró de reojo, se apoyó en la ventana y me observó durante tanto rato que pensaba que ya no me iba a responder. -Tienes razón –dijo-. Si te cuelgan por matar la liebre, tienes derecho a comértela. Seguramente puse una cara extraña ante la comparación, porque sonrió. -¿Por dónde quieres que empiece? -¿Por explicarme la diferencia entre vampiros y lamias? -Ahora que por fin podía hacer preguntas, me sentía cohibida. Asintió. -La principal diferencia es que nosotros nacemos así, y a ellos los creamos nosotros. -¿De nacimiento? -pregunté desconcertada, y a Julien se le escapó una sonrisa. -Los lamias nacen como si fueran humanos, pero entre los veinte y los veinticinco años dejan de envejecer y sólo se alimentan de sangre. Tragué saliva. -¿Sangre humana? -Sangre humana -confirmó. -Y de animales... -Sólo por poco tiempo -dijo negando con la cabeza-. No calma la sed, más bien al contrario. Llega un momento en que la avidez es tal, que cuando volvemos a beber de
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una persona es difícil controlarse. La sed arde en las venas y sólo piensas en calmarla. Muy pocos tienen la fuerza de dejar de beber antes de que el corazón deje de palpitar y quede sangre para que la víctima sobreviva. -Entonces ¿no matáis a vuestras víctimas? -pregunté sorprendida. -Claro que no, nuestras leyes lo prohíben. Si encontraran continuamente cadáveres sin sangre, llamaría demasiado la atención. Un lamia bebe cada tres o cuatro días. Cuanto más lo retrase, más tendrá que beber. Los vampiros beben más a menudo, pero tampoco matan a sus víctimas. -¿Cada cuánto bebes? -Desde que estoy contigo, cada noche, y más de lo que necesito -dijo, y apretó los labios-. Es otra de las normas que rompo por ti. Tuve un vago sentimiento de culpa. -¿Has bebido de alguien a quien conozca? -Contadas veces -contestó sin mirarme. -¿De quién? -pregunté con una ligera idea. Nombró a las chicas con las que había estado, a Susan y a Beth. -¿Has bebido la sangre de Susan y de Beth? -pregunté incrédula. Se encogió de hombros. -Dawn, no significa nada que beba su sangre. -Claro que sí, bebiste de mis amigas. -Me di cuenta de que me ponía celosa y preferí cambiar de tema-. ¿Por qué los vampiros tienen que beber más a menudo? Frunció el ceño. -Porque son más débiles. Al contrario que nosotros, no pueden exponerse a la luz del sol porque les quema. Cuando el sol está alto, están más aletargados que nosotros. -Entonces ¿el sol también debilita a un lamia? -pregunté mirándolo asustada. -No tanto como a un vampiro, pero sí. Si nos exponemos mucho rato tenemos que beber más. Es una de nuestras debilidades, las otras ya las conoces. -¿Los ojos? Asintió. -¿Es cierto lo de las cruces, los ajos y el agua bendita? -Las cruces y el agua bendita son supersticiones baratas. Sé de lamias que participaron en las cruzadas y que bendijeron sus armas con agua bendita. Mi padre tenía una cruz dorada del siglo doce en su despacho. Lo de los ajos es en parte cierto, somos animales de presa, nuestros sentidos son más agudos que los de las personas. No toleramos el aroma que desprende el ajo crudo, la cebolla y este tipo de plantas, nada más. Parecía lógico. Lo observé en la ventana, esperando a que le hiciera mi siguiente pregunta. -Ayer por la tarde... me quisiste hacer olvidar lo que había visto. ¿Cómo lo hiciste? Su gesto se oscureció. -Y tendrías que haberlo olvidado. Nunca me había encontrado a alguien inmune. -¿Nunca? -dije sorprendida. -No, nunca -confirmó. -¿Entonces? Julien se encogió de hombros. -No lo sé. ¿Casualidad? ¿Demasiada adrenalina? -¿Manipulas la conciencia de las personas a menudo? -Cada vez que bebo. Así lo establece la ley, por lo menos en cuanto a humanos se
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refiere. Si no, llamaríamos demasiado la atención. Pero tiene que haber contacto ocular; en caso contrario, no funciona. -¿También se lo haces a los tuyos? -Con un lamia no funcionaría, ni con un vampiro poderoso. Con un creado joven no supondría gran problema -respondió con altivez. -¿Un «creado»? -pregunté frunciendo el ceño. -Un vampiro. Así los llamamos los lamias. -¿Cómo se crean? -No es sólo a través del mordisco, como si fuera una enfermedad, sino que es fundamentalmente una decisión consciente del lamia... o del vampiro. -¿Me estás diciendo que un vampiro puede crear a otros? Su gesto se volvió duro. -Sí, pero no les está permitido; se les castiga con la muerte. Preferí no seguir en esa dirección por la forma en que me respondió. -¿Y cómo se mata a un lamia o a un vampiro? Julien levantó una ceja. -Rompería por ti cualquier ley, Dawn, pero no ésta; por favor, no te lo tomes a mal. No parecía que fuera a ceder, así que asentí. -¿Cómo te convertiste en lamia? -pregunté mirando las hojas en el suelo-. ¿Y qué pasó entonces? -Exactamente lo que dice ahí. Se soltó un cable, perdí el equilibrio y me caí -dijo con aspereza. -¿Ya lo habías leído? -Claro -asintió. -¿Es cierto lo del sabotaje? -Nunca se demostró, pero había sospechas. Antes de la función lo comprobamos todo, siempre lo hacíamos. El cable no debería haberse soltado -dijo con una sonrisa triste-. Éramos famosos, Dawn, las ciudades nos pagaban mucho dinero por actuar, y la gente se peleaba por vernos. Había envidias, algunas compañías nos causaban problemas, quizá porque éramos extranjeros. Ellos también querían actuar en Nueva York, pero nos eligieron a nosotros. -Melancólico, miró por la ventana. -¿Ya eras un lamia? -pregunté. -No -respondió dándose la vuelta-, el accidente provocó el cambio. Menos la columna vertebral me rompí todos los huesos que me podía haber roto. Estaba muerto, pero mi cuerpo se negó a aceptarlo, aunque todavía era demasiado joven para el cambio. -¿Cómo fue? -Me incliné hacia adelante. Soltó una amarga carcajada. -Un infierno. Cuando llega el momento, el cuerpo te va cambiando poco a poco. Se pierde el apetito y uno se vuelve más sensible al sol. -Pensaba que a los lamias no les afectaba. -Al lamia adulto no le afecta apenas, pero poco antes y después del cambio sí somos bastante sensibles -me aclaró-. A mí me pasó todo de golpe. Mi cuerpo intentaba curarse, pero nadie debía enterarse de que había sobrevivido a una caída desde treinta metros de altura. Además, durante el cambio necesitaba beber. La habitación del hospital estaba rodeada por la prensa. -Se pasó la mano por el pelo-. Mi hermano se gastó una fortuna en sobornos para que la gente «olvidara» que había visto algo extraño. -¿Por qué no les hizo olvidar como tú quisiste hacer conmigo? –interrumpí-. Como
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también le hiciste al señor Arron para que no le dijera nada a mi tío, ¿no? No lo chantajeaste como me dijiste. Julien se encogió de hombros sin mala conciencia. -Era lo más fácil. -No tienes escrúpulos. -Si es por gente a la que quiero, no -dijo categórico. -¿Hay muchos de vosotros en la ciudad? -No, este sitio es muy pequeño -dijo, y apretó los labios-. Que yo sepa sólo hay un lamia y dos o tres vampiros, su progenie. Tenía la sensación de que me ocultaba algo. -¿Los conoces? -Apenas he tratado con el lamia un par de veces -dijo, y me miró de reojo-. Es el dueño del Ruthvens. Pensé en Beth y me levanté alarmada. Julien me leyó el pensamiento. -No te preocupes, sus empleadas están bajo su protección, y es tan viejo que nadie osaría enfrentarse a él. -Entonces ¿hay otros? -Hay un par más de paso. La mayoría de nosotros, sea por lo que sea, no aguanta mucho en un lugar. -¿Y a qué viniste tú, Julien? Se quedó un instante en silencio. -Vine buscando a alguien -murmuró, y fijó la mirada en el suelo. -¿A tu hermano? -pregunté, y él asintió-. ¿Qué le ha pasado? Me dio la espalda y se puso tenso. -Sólo sé que ha desaparecido sin dejar rastro -dijo cerrando los puños. -¿No tienes ningún indicio? -Me levanté y le puse la mano encima del brazo. -Uno, y todo parece indicar que lo mataron. -Dio un golpe contra la pared que me hizo estremecer-. Me niego a creerlo; somos gemelos: si estuviera muerto lo sentiría. Sigue vivo -dijo mirando al vacío-. Sigue vivo -repitió desesperado. Nos abrazamos y estuvimos así un rato. -¿Y ahora qué? Tardé un instante en comprender a qué se refería. Me encogí de hombros. -Pues nada –respondí-. No eres exactamente lo que me esperaba, pero qué le voy a hacer. Además, sabiendo lo que ya sé de ti, no corro más riesgo por seguir contigo. Lo miré a los ojos. Julien, nunca me has hecho ningún daño, sino todo lo contrario, me has protegido y hasta me has salvado la vida. Tú mismo me dices que infringes leyes por mí. ¿Por qué tendría que dejarlo contigo? -Soy un lamia. -Y yo humana, ¿qué más da? -Bebo sangre humana. -Pero a mí no me has tocado, ¿dónde está el problema? -Estás loca, Dawn Warden, ¿no te lo han dicho nunca? -Me han dicho cosas más bonitas –dije-. Por cierto, ¿cuándo bebiste de Beth y de Susan? -La pregunta lo pilló desprevenido. Apartó la mirada-. Va, si no significa nada, puedes contarme cómo fue. Me miró de reojo y dio un largo suspiro. -De Beth bebí la noche en que se estropeó su escarabajo y la llevé a casa de Neal, y de
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Susan el día de química, cuando fuiste a por tu coche. Si no lo hubiera hecho, no hubiera podido aguantar hasta llegar a casa contigo al lado. Cerré los ojos y tragué saliva. -¿Y cómo bebéis los lamias? -quise saber. Me miró sorprendido. -Ya lo sabes... -dijo, carraspeó y se peinó con la mano-, como en las películas. -Mordéis a vuestras víctimas. Tomó aire y, después de dudar, dijo: -Sí. -¿En el cuello? Resopló. -En el cuello o en el antebrazo a la altura de la muñeca. Los lamias no hablamos sobre eso. -Ah, perdona –dije-. Si bebiste de Beth y de Susan, ¿por qué no les quedaron marcas? pregunté sabiendo que me estaba pasando un poco. Volvió a dudar antes de responderme. -Las heridas desaparecen casi al instante cuando las lamemos. -Vaya, me imagino que la industria farmacéutica daría un dineral por un remedio como ése. El gesto de Juiien se tornó amargo. -Somos extraordinarios en muchos sentidos, por eso es tan importante que nadie sepa de nuestra existencia. Sus palabras me bajaron al mundo real. -No se lo diré a nadie, lo juro -aseguré. Me miró con sus ojos grises como el mercurio. -Si lo dudara no te lo habría contado, Dawn. Sonreía, pero de repente frunció el ceño. -¿Tu madre se llamaba Isabelle Christine Warden? -preguntó de repente. Pestañeé sorprendida por el cambio brusco de tema y asentí. -¿Por qué? -En el desván encontré un diario suyo. -Pero mis padres vivían en Nueva York -respondí extrañada. -Ya lo sé, por eso no tiene sentido, a no ser que hubiera otra con el mismo nombre -dijo encogiéndose de hombros-. Estaba en una de las cajas de los antiguos propietarios. Con la tormenta hubo goteras y tuve que apartarlo todo. Al moverlo, la caja volcó, y así lo encontré. ¿Quieres verlo? Asentí, me soltó la mano y subió la escalera. Lo seguí con la mirada un tanto confundida. ¿Cómo había llegado hasta ahí el diario de mi madre? Me dio un bloc de tapa dura, tan grande como un libro de bolsillo. Estaba forrado con papel de seda, que el paso del tiempo había vuelto amarillento y que estaba adornado con letras y dibujos japoneses, ya difuminados. Sentada en el sofá, acaricié la tapa. El corazón me palpitaba con fuerza. ¿Averiguaría más cosas aparte de lo poco que me había contado el tío Samuel? ¿Y sobre mi padre? Miré a Julien, estaba en el sillón y me observaba en silencio. Cuando por fin me decidí a abrir el libro, cayó la foto de una ecografía. Me temblaron las manos al recogerla. Había una flor seca entre la tapa y la primera hoja, en la que había dibujado un cinco en caligrafía antigua algo barroca. Debajo estaba el nombre de mi madre y dos cifras: 1989 y 1990. Uno era el año de su boda y el otro el de
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mi nacimiento y su muerte. ¿Era su último diario? Con un nudo en la garganta empecé a hojearlo. No escribía regularmente, entre cada entrada había a veces uno o dos días, otras, una semana entera. La tinta estaba corrida y apenas podía leerlo. Lo intenté en vano hasta que le pedí ayuda a Julien. Se sentó a mi lado y le echó un vistazo. -¿Por dónde quieres que empiece? -preguntó. Por lo visto entendía la letra; me incliné hacia él, miré las hojas amarillentas, y meneé la cabeza. -No sé, por donde quieras. Pasó unas páginas y empezó: “23 de marzo de 1990. Alex no se podía creer que estuviera embarazada. Dijo que era imposible. En ningún momento pensó que le había sido infiel y sólo de pensarlo me da la risa. Desde que nos casamos, sus hombres me tienen más vigilada que las joyas de la corona inglesa. Tiene miedo de que su familia sepa de mí antes de lo previsto y haga algo para separarnos. No era imposible, tengo la prueba aquí conmigo: una ecografía, la primera. Él estaba conmigo cuando me la hicieron. No se puede distinguir gran cosa, pero no cabe duda, estoy embarazada, y Alex es el padre. Cuando el médico señaló la pantalla y le dijo que era su hijo, se quedó de piedra. Luego me besó la mano y me dijo que era el mejor regalo que podía hacerle. Nunca había visto a Alex tan feliz como en ese momento, pero hay algo que le preocupa, lo sé. De camino a casa estuvo en silencio mirando por la ventanilla, aunque no me soltó la mano ni un instante. Cómo me gustaría saber el motivo. Le he preguntado, pero me dice que todo está bien”. “29 de marzo de 1990. Nos vamos. Me lo ha dicho Alex. Ha comprado una finca en Ashland Falls, en Maine.” Julien me miró como queriendo asegurarse de que esas líneas provenían de mi madre. Asentí, y continuó leyendo. “No conocía la ciudad, probablemente sea tan pequeña que nadie la conozca. No me gusta la idea, pero él insiste en que nos vayamos lejos. Ya lo ha preparado todo, sólo tengo que ultimar mi equipaje, y partiremos. Hubiéramos salido de viaje durante unos meses a cualquier parte del mundo si no fuera porque teme por mi salud y la del bebé. Sólo nos acompañarán sus hombres de más confianza. Me gustaría que me dijera qué le preocupa tanto”. “20 de abril de 1990. Hasta hoy no he recuperado mi diario. Estaba en la bolsa que Alex le había dado a David. Aunque mi marido tiene un avión privado, hemos cruzado medio continente en coche para no dejar rastro. Ni siquiera ha pagado con tarjeta de crédito, sólo efectivo. Me da la sensación de que se está volviendo paranoico. Anteayer llegamos a Ashland Falls. Estaba tan cansada que dormí casi veinticuatro horas. La casa es de ensueño, está en un claro de un pequeño bosque, un poco apartada de la calle y a las afueras de la ciudad. Detrás hay un pequeño lago rodeado de arces centenarios. El agua es tan clara que puedes ver el fondo. La casa está rodeada por una veranda a la que se puede salir desde cualquier cuarto de la planta baja. Se parece mucho a una casa de Nueva Orleans. Es amplia y luminosa y en la sala de estar hay un hogar. Alex va a montar la biblioteca y su estudio en el primer piso; dice que cuando todo esté arreglado traerá sus libros antiguos, que tanto aprecia. En la buhardilla quiere hacer un taller para mí, así podría volver a trabajar. Me entra un cosquilleo en las manos sólo de pensar en volver a tocar piedra y metal.
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También sé qué habitación será la del bebé y cómo la voy a decorar. David me mira y sonríe. Me parece que se me nota tanto la emoción que doy risa. Él dice que más que hacer gracia, estoy encantadora. Entra un coche, tienen que ser Alex y Sam. Espero que me hayan traído el helado de fresa y las olivas rellenas.” Julien paró de leer. -¿Helado y olivas? -murmuró con gesto de asco, y continuó leyendo. Le escuchaba atentamente. ¿De qué tenía tanto miedo mi padre? Por lo que entendía, mi padre parecía haber rechazado una vida entera para estar con mi madre y la había traído aquí para esconderla y protegerla de vete a saber quién o qué. ¿Qué tenía que ver eso con su familia? ¿Quiénes eran esos hombres que los acompañaban? ¿Guardaespaldas? Tenía que tener mucho dinero si se compraba una casa y empezaba de nuevo en un lugar desconocido. ¿Tenía él o su familia relaciones con la mafia? Me concentré de nuevo en lo que estaba leyendo Julien, que acababa de pasar página. “7 de mayo de 1990. David ha desaparecido, desde ayer no sabemos dónde está. Han peinado el bosque y la ciudad. Alex está muy preocupado.” “9 de mayo de 1990. Qué desgracia. Hoy encontraron a David. Alex no quería ni que me acercara. Michail y Antoni se llevaron el cuerpo y lo van a enterrar. Escuché a Alex hablando con Sam, creen que lo ejecutaron, que era un mensaje de advertencia para Alex. Tengo miedo.” “11 de mayo de 1990. Alex y Sam estuvieron discutiendo por la noche. Sam llegó a insultar a Alex y hasta lo amenazó. Me cuesta creerlo, Alex tiene en muy buena consideración a Sam, tiene total confianza en él. Nunca antes los había visto así. Si pudiera hacer algo...” “13 de mayo de 1990. Me tiembla tanto la mano que a duras penas puedo escribir. Alex me ha dicho por fin lo que lo preocupa, y todavía no me lo puedo creer, es horrible. Sabía que nunca debería haberme enterado de lo que él es, sabía que casarnos también iba en contra de la ley, pero ahora, por esperar un bebé de Alex y que sea una niña... Dios mío, su padre y su tío son tres de los príncipes más poderosos y, sin embargo, tiene miedo. Me ha dicho que el único que quizá le comprenda, y probablemente nos ayude, sea su tío Vlad.” Julien se puso tenso y yo lo miré extrañada, pero siguió leyendo. “Si no nos ayuda, los demás príncipes nos matarán.” Se puso más tenso aún. “A mí, al hombre que amo y a nuestro bebé. Dios mío, no pueden matarnos así como así, él es Alexej Tepj.” Julien paró de leer, estaba atónito. Se me quedó mirando. -¿Tu padre era Alexej Tepjani Andrejew? -balbuceó como si no pudiera pronunciar el nombre. -Sí, pero... -respondí confundida, y el resto de la frase se me atascó en la garganta cuando se levantó de golpe. -¡Fuera! ¡Largo de aquí! -exclamó, y el diario de mi madre cayó al suelo. Quise llevármelo, pero Julien me cogió del brazo y me sacó a rastras; no entendía nada. Cuando llegamos al garaje recuperé mi voz. -¿Qué te pasa? -balbuceé sin entender nada y oponiendo resistencia. Me hizo seguir caminando de un tirón que casi me tira al suelo. -¡No quiero volverte a ver! -Se volvió lleno de rabia, mostrándome los dientes-. ¿Te queda claro? -Pero...
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-¡Nunca más! ¡Olvídate de lo nuestro! ¡Olvídate de mí! -exclamó, abrió la puerta del garaje y me montó en la Blade. De reojo, me pareció ver un coche deportivo negro, pero el motor de la Blade rugió tan fuerte y salimos a tal velocidad que no pude asegurar que lo había visto. Me agarré fuerte a él. La rueda trasera derrapó cuando salimos a la calle. El foco cortaba la oscuridad, grité, le tiré del jersey, lo intenté todo para llamar su atención, pero no me hacía ni caso. Estaba tenso y rígido. Tenía que ver con el diario de mi madre y el nombre de mi padre, pero ¿cuál era el motivo, exactamente? Llegamos antes de lo que pensaba. Paró de un frenazo, me cogió del brazo y me bajó de la moto tan bruscamente que casi me caigo. Aunque no era capaz de interpretar su mirada, me dio un escalofrío. —No quiero volverte a ver, olvídate de que nos conocemos. ¡Lo nuestro ha acabado! — exclamó. Se montó en la moto y entonces se fue. Desconcertada y dolida, además de enojada, lo seguí con la mirada hasta que desapareció. ¿Qué había pasado? ¿Por qué se había enfadado conmigo de esa manera? Cuando me volví para entrar en casa, el tío Samuel estaba en la puerta. No sabía que iba a venir. También él había seguido a Julien con la mirada y me miró de arriba abajo. -¿Qué hacías con ése? –preguntó-. ¿Se puede saber quién es? Evité su mirada escrutadora. -Era Julien, y podría considerarlo mi ex novio. Mi tío seguía en la puerta y me miraba con desconfianza. Me crucé de brazos y subí la escalera, no tenía ganas de interrogatorios, sólo quería estar en mi habitación. Me brotaron las lágrimas y no quería que nadie me viera. Di un portazo y cerré con llave. ¡No quería ver a nadie! ¡A nadie! Me tiré llorando en la cama. Julien me había vuelto a dejar, y ni siquiera sabía por qué. Me sentía miserable y lloré con la cara hundida en la almohada.
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Un sol radiante me saludó con sorna por la mañana. Me sentía miserable, y encima la mandíbula me dolía horrores. Tenía un sabor amargo en la boca y todavía llevaba puesta la ropa del día anterior. Era como si no hubiera pegado ojo en toda la noche. Julien me había dejado. Sólo de pensarlo se me hizo un nudo en la garganta. A duras penas salí de la cama y llegué hasta el baño; tenía los ojos hinchados y rojos de tanto llorar. ¿Por qué me había dejado? ¿Qué le había hecho? Todo estaba bien hasta que leyó el nombre de mi padre… ¡El diario de mi madre! No dejó que me lo llevara, me metí en la ducha e intenté ordenar mis pensamientos bajo un chorro de agua caliente. Cada vez estaba más indignada. No podía aceptar que Julien me echara de su vida de esa manera. “No quiero volverte a ver, olvídate de que nos conocemos. ¡Lo nuestro ha acabado!”, había dicho. ¡Idiota! Podía ser que lo nuestro hubiera acabado, pero ¿por qué? Tenía derecho a saber el motivo, ¿no? Julien tenía que decírmelo; además quería recuperar el diario de mi madre. Hablaría con él en la escuela, lo quisiera o no. Como la ducha no había borrado las huellas del llanto, me maquillé ligeramente. Me vestí y preparé las cosas para ir a clase. En la cocina me esperaba Ellen, que ya me había preparado una taza de té. -Tu tío quiere verte, te espera en su despacho –dijo triste. Fui a verlo con el estómago revuelto. Una lámpara iluminaba los libros viejos en las estanterías, que legaban hasta el techo. Las cortinas estaban corridas y no dejaban entrar el sol de la mañana. Estaba en el escritorio, y detrás de él había dos hombres que nunca había visto antes. ¿Desde cuándo se rodeaba mi tío de guardaespaldas? Me quedé de pie entre los dos sillones de piel, delante de su escritorio de caoba. No me dejó ni darle los buenos días. -Estoy muy decepcionado, jovencita. Yo intentando protegerle, y tú ahí rodeada de criminales –empezó. -Julien no es ningún… -¡No me discutas! –dijo interrumpiéndome. Di un paso atrás sorprendida por su respuesta y topé con alguien a mis espaldas. Me di la vuelta, asustada; era otro de los impasibles guardaespaldas de mi tío. Me puso la mano en el hombro y me giró para que estuviera de cara a Sam, que le hizo un gesto y me soltó. -He hecho un par de investigaciones sobre tu amiguito. Ha cometido más delitos de los que puedas imaginar. No volverás a verlo. No quise decir que, de todas formas, él tampoco quería verme, pero mi tío interpretó mi silencio a su manera. -Como por lo visto no te interesa cumplir nuestros acuerdos –prosiguió-, pagarás tu mal
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comportamiento: estás castigada sin salir de casa. -¡No es justo! –Exclamé enojada-. ¡No he hecho nada! -¿Salir a escondidas con ese criminal de Du Craine te parece poco? Ni siquiera Ellen o Simon sabían que salías con un chico. Tal y como lo dijo no me quedó claro si me prohibía salir con cualquier chico o sólo se refería a Julien. Le iba a decir que mis novios no eran asunto suyo, y que en realidad Julien se llamaba DuCraine, pero no me dejó. -Estás castigada y no quiero oír ni una palabra más –dijo, y señaló al hombre que estaba detrás de mí-. Paul te llevará y t recogerá del instituto. -¿Él? ¿Y Simon? –pregunté. -Está despedido, igual que Ellen –contestó con gesto frío-. Han demostrado ser incompetentes en lo que a tu educación y seguridad se refiere. -¡No puedes hacer eso! Hizo una señal, el guardaespaldas me cogió del brazo y me sacó del despacho. Ellen estaba en la sala, corrí y la abracé. Me dio unas palmaditas en la espalda, me dijo que tenía que ser valiente, que ya era mayor, y que me escribiría. Lo último que me dijo fue que me diera prisa o llegaría tarde a clase. También tenía los ojos llorosos. Paul iba detrás de mí, como cerrándome el paso. El Rolls nos esperaba en la entrada, subí de mala gana y Paul arrancó. Ellen me decía adiós con la mano desde la escalera. Me dio la sensación de que no era ella la que se iba, sino yo. ¡No era justo! En el instituto, todos me miraron cuando bajé del Rolls. Hice todo lo que pude para que no se notara que había llorado. Si iba a ser la comidilla de mis compañeros, por lo menos que no fuera por ese motivo. La mañana avanzaba pesada y lenta. A las preguntas de Susan y Beth de qué me pasaba respondí vagamente: que mi tío se había enterado de lo mío con Julien y me había castigado sin salir. No les dije nada sobre nuestra ruptura, decírselo hubiera sido aceptarla, y aún tenía que hablar con él. Por suerte no me hicieron más preguntas y entendieron que quisiera estar sola, aunque Beth no le pareciera buena idea. No encontraba a Julien y nadie lo había visto. La Blade tampoco estaba en el aparcamiento. ¿Hacía campaña para no verme? Seguramente. No sabía si reír o llorar. Saqué el móvil varias veces, pero hasta la última hora no me decidí a llamarlo. Salió directamente el buzón de voz, y colgué sin dejar mensaje. Al salir de clase, Paulo me esperaba en el Rolls y me abrió la puerta sin mediar palabra. A través de las ventanillas ahumadas vi a Beth en su Escarabajo mirando hacia nosotros. La sentí distante y me vi encerrada en mi jaula de oro como antes, sólo que ahora era peor, porque sabía lo que me perdía. En casa me esperaba un silencio sepulcral. Ellen y Simon ya no estaban y, aunque me hubiera gustado despedirme, no me había hecho ilusiones. Paul me dijo que mi tío estaba en una reunión de negocios y que volvería por la noche. En la cocina me esperaba una lasaña de espinacas, la había hecho Ellen como despedida. Era mi plato favorito y casi me pongo a llorar, pero en cuanto la olí se me quitó el apetito. Me
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preparé uno de mis tés y me fui al cuarto. Tiré mis cosas a un rincón, puse música y me senté en el banco debajo de la ventana, con la taza entre las manos, soplando de vez en cuando para enfriarlo. El primer sorbo me supo más fuerte que de costumbre, más salado y con más sabor a cobre, y me dolió la mandíbula con tanta intensidad que me llevé las manos a la boca. No entendía a qué se debía. Con miedo le di otro sorbo al té, y el dolor remitió. Desapareció del todo después de un par de tragos más. Estaba anocheciendo y me puse a hacer deberes, o ésa era mi intención. No podía dejar de mirar el móvil, y acabé marcando no sé cuántas veces el número de Julien, pero saltaba siempre el buzón de voz, así que colgaba, hasta que al final me atreví a dejarle un mensaje: “Tenemos que hablar, llámame”. Se hizo de noche, y esperando en vano la llamada de Julien, oía movimiento en el piso de abajo. Me llegaban voces, aunque ni las reconocía ni lograba entender qué decían. ¿Cuántos hombres había traído mi tío? ¿Eran todos guardaespaldas? Era extraño, no sabía que tuviera tantos enemigos como para tener que rodearse de un pequeño ejército. Me entró hambre y fui a la cocina. Un hombre custodiaba la escalera, me miró y asintió sin mediar palabra. Saludé temerosa. En la cocina encontré a mi tío con una copa de vino tinto; se volvió antes de que yo hiciera ningún ruido. Me miró fríamente, como alguien que mira en una tienda un objeto que no sabe si comprar o no. Se hizo un silencio incómodo. -Me iba a calentar la lasaña –dije cuando no aguanté más ni el silencio ni su mirada. -Claro, como quieras, mi niña. No estás presa, sólo castigada –me recordó, y me señaló el microondas-. Te estaba preparando un té, y te lo iba a subir y darte las buenas noches. -Gracias –dije, y forcé una sonrisa. De nuevo se hizo un silencio incómodo. La lasaña todavía estaba en el horno, pero como al mediodía, con sólo oler el queso y las espinacas se me quitó el apetito. Peor aún, se me revolvió el estómago, así que la guardé en el frigorífico. Mi tío me miró interrogante. -No me apetece –dije-, el té es suficiente. Cogí la taza y salí de la cocina. De reojo me pareció ver a mi tío esbozar una breve sonrisa fría y triunfante. El aroma del té despertó la sensación contraria a la d la lasaña. Ya en la escalera le di un sorbo. Sabía tan diferente como el anterior, quizá incluso más salado y con más sabor a cobre, más pesado y más… denso. Seguramente mi tío no había conseguido la misma mezcla. Como esa tarde, tras el primer trago me dolió la mandíbula superior, pero remitió después de un par de sorbos. En mi cuarto le eché un vistazo al móvil a ver si había llamado Julien, pero nada, u me preparé las cosas para el día siguiente. Estaba tan cansada que se me cerraban los ojos mientras me lavaba los dientes. Me puse el camisón y me metí en la cama. Dejé el móvil al lado de la almohada por si acaso. Me despertó una luz cegadora, que me deslumbraba a través de los párpados. Tardé varios minutos en darme cuenta de que no se trataba de los potentes focos de un estadio
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de fútbol, sino del sol de la mañana. No había oído el despertador. Si quería llegar a tiempo a clase, tendría que darme mucha prisa. Había dormido tan profundamente que ni siquiera había oído sonar mi móvil y tenía tres llamadas perdidas. Desgraciadamente, ninguna era de Julien. Beth me había llamado dos veces, y Susan una. Ambas me habían dejado mensajes, preocupadas. Los borré e intenté llamar a Julien, pero de nuevo salió el buzón de voz: “Ya sabes cómo funciona. Sé breve”. Se me hizo un nudo en la garganta. -Julien, llámame, por favor, tenemos que hablar. Quiero saber por lo menos por qué ya no quieres verme. Llámame, ¿vale? –dije, consciente de mi tono desesperado. Me quedé un rato mirando el móvil con la esperanza de que me devolviera la llamada, pero fue en vano. Quizá lo viera ese día en el instituto. Bajé poco después con mi bolsa bajo el brazo. Paul me estaba esperando y me acompañó al Rolls. Llegamos tarde, y no me importó, la verdad, no tenía ganas de que me vieran saliendo de un coche como ése. Me disculpé al entrar en la clase de matemáticas del señor Jekens, hice como que no escuchaba su ácido comentario y me senté en mi sitio, al lado de Beth, que me cogió la mano. La miré agradecida e intenté sonreír, pero no pude. Julien tampoco vino ese día. Intenté hablar con él, pero su móvil seguía apagado. En el pasillo me encontré a nuestro director, el señor Arron, que me dijo que por favor le dijera a mi novio –lo pronunció como si nuestra relación fuera un delito- que iba a tener serios problemas si seguía faltando sin excusa. Asentí y me fui a clase. La única manera de hablar con él era en persona. Estaba claro que el tío Samuel no me dejaría, ni siquiera cuando ya no estuviera castigada. Pensé en ir en ese momento; Beth o Susan me dejarían el coche, pero corría el riesgo de que algún profesor notificara mi falta y se enterara mi tío. Tampoco tenía ningún sentido pedírselo a Paul, así que no me quedaba más remedio que escaparme de casa. Ya había salido por mi ventana alguna vez, apenas había medio metro hasta el techo del jardín de invierno, al que se llegaba por el salón grande. Sólo debía tener cuidado al caminar por el metal entre las placas de plexiglás. Ojalá los hombres de mi tío no hicieran la ronda como antes. La mañana fue un desastre, en biología tuve que repetir el experimento y en el patio del mediodía me puse mala sólo de ver la comida que traían mis compañeros. Me tomé un refresco y me compré un postre porque Beth insistió, aunque tuvo que comerse la mitad. En clase de gimnasia insistieron en que me pusiera de portera, y no paré una. Me tomé mi tiempo en la ducha y cuando salí apenas quedaban coches en el aparcamiento. El Rolls no pasaba desapercibido, Paul me abrió la puerta y me informó de que mi tío había salido a una reunión de negocios y volvería pro la noche. No cruzamos ni una palabra más en todo el camino. Me iba a costar acostumbrarme a la ausencia de Ellen y de Simon. En la casa no había nadie más que Paul y yo, una suerte. Ni siquiera me tomé un té, no había tiempo que perder. Me puse ropa oscura, salí por la ventana, crucé el techo del jardín de invierno y me dejé caer al jardín agarrándome a la tubería del desagüe. Agachada, recorrí toda la
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pared de la casa hasta ka esquina más cercana al bosquecito que llevaba a la mansión de Hale. Hasta los primeros árboles había unos cincuenta metros. Era la parte más arriesgada porque no había donde cubrirse. Si Paul se asomaba a una ventana de ese lado, seguro que me veía, pero no me quedaba otra si quería hablar con Julien. Timé aire e inicié mi carrera. Segundos más tarde entraba en el bosquecito y miré atrás, jadeando: la casa estaba tranquila, ¡perfecto! Cuanto más me acercaba a la mansión, más insegura me sentía. ¿Qué le iba a decir a Julien? ¿Cómo reaccionaría? Tenía las manos húmedas y la boca seca cuando por fin llegué. El viejo caserón se veía oscuro y abandonado en los últimos rayos de sol del día. Las ventanas reflejaban la luz anaranjada, las primeras sombras caían violeta en los ángulos de la veranda. Tomé el camino más corto a la entrada principal, por detrás del garaje, estaba tensa y tuve un mal presentimiento cuando vi que la cadena de la puerta; la Blade no estaba, sólo había un coche, el que me pareció haber visto aquel otro día. Era un Corvette Sting Ray negro reluciente. ¿Cómo se podía permitir un coche como éste y la Blade? ¿Por qué nunca me había dicho nada del coche? Me di cuenta de que nunca me había llevado al garaje cuando sacaba la moto, ¿quizá para que no lo viera? Mi desasosiego aumentó cuando vi que la puerta principal tampoco estaba cerrada con llave. En el pasillo busqué el interruptor, un poco de luz no me vendría mal para los nervios, pero no se encendió. -¿Julien? –llamé, y esperé una respuesta, sin éxito. -¿Qué esperaba? Si no estaba la moto, él tampoco. En la sala vi el diario de mi madre en el suelo, tal y como lo habíamos dejado. Mi intranquilidad se transformó en miedo; todo estaba tal cual lo habíamos dejado el día que me sacó a rastras de la casa. Recordé que no había cerrado la puerta ni le había puesto candado al garaje. ¿Acaso no había vuelto? Me dijo que algún día se marcharía, pero ¿así, sin más? ¿Había tenido un accidente? Saqué mi móvil y llamé a la policía. Me dijeron que no había habido ningún accidente de moto en los últimos días, que tampoco habían detenido a nadie con esas características, y que si quería denunciar su desaparición tenía que ir a la comisaría en persona. Ni loca, mi tío se enteraría. Algo había pasado, y cuanto más pensaba, más me preocupaba. Recogí del suelo el diario de mi madre y me lo guardé en el bolsillo. Quizá hubiera en la casa alguna pista de lo ocurrido. Fui a la habitación de Julien. Nunca me había llevado, pero supuse que estaba en el primer piso. La escalera crujía, y la barandilla estaba cubierta de polvo. En el pasillo había puertas a ambos lados, y en el fondo de una escalera más pequeña y destartalada, que llevaba a la buhardilla. Todo estaba lleno de polvo y en el suelo se percibían las huellas de Julien, que seguían derechas a la escalerita y tan sólo se metían en uno de los cuartos. Las seguí y eché un vistazo: era un baño de baldosas blancas con bañera, nada especial. Salí de nuevo al pasillo y me volví a fijar en las huellas, que no entraban en ninguna otra habitación. ¿Cómo era posible? ¿Acaso no dormía ahí? En las paredes había marcas rectangulares donde había cuadros, la moqueta estaba descolorida y amarillenta en los bordes. Me
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asomé al par de puertas que estaban abiertas. Mis padres habían vivido ahí –por lo menos un tiempo- antes de irse a Nueva York y morir a manos de un atracador. Me quedé pensativa. Según el diario, podrían haberlo asesinado premeditadamente. ¿Y si no había sido un robo? Se me hizo un nudo en la garganta. Las habitaciones contenían muebles cubiertos con sábanas blancas. ¿Por qué mis padres lo habían dejado todo tal cual? Quizá en el diario hubiera una respuesta, pero no tenía tiempo en ese momento para leerlo; tenía que encontrar a Julien. Fui a la última puerta del pasillo, que estaba entornada. Después de dudar un instante la abrí. Era un despacho con un elegante escritorio de madera oscura y cristal y un sillón de piel. Las paredes estaban cubiertas hasta el techo de estanterías, pero no había ni un libro. Se estaba haciendo de noche, tenía que darme prisa si quería llegar antes que mi tío. Ya salía cuando vi dos grandes manchas sobre el parquet, que ni el polvo tapaba. ¿Podía ser…? Imposible. Mi corazón palpitó con fuerza, me agaché y aparté el polvo con la mano. No cabía duda, eran antiguas manchas de sangre, secas y adheridas a la madera. Ahí había muerto alguien. Dos manchas, dos personas, tanta sangre. Pero ¿quién? No quería ni pensarlo. Además, mi tío siempre me dijo que mis padres habían muerto en Nueva York. Saqué el diario y pasé las páginas hasta donde había leído Julien. Supuse que si se habían mudado, mi madre habría escrito algo. La letra se me hacía incomprensible, había varias entradas después del 10 de mayo y la última era dos días después de que yo naciera. Aunque no lo entendía bien, nada indicaba una mudanza o algo sobre Nueva York, de eso estaba segura. Deduje que habían muerto allí, seguramente en aquella habitación. Pasé la mano por las manchas de sangre. Cerré temblorosa el diario y lo guardé. El tío Samuel me había mentido, ¿por qué? ¿Y por qué me había traído a Ashland Falls? ¿Para decirme la verdad? Hacía más de un año que vivía aquí, no tenía sentido. Tenía que preguntárselo en persona. Respiré hondo y pensé que eso no iba a revivir a mis padres, y que antes tenía que encontrar a Julien. Además, él sabía algo sobre mi padre… Nada parecía indicar que Julien viviera en esa parte de la casa, aunque tampoco en la planta baja. Me vino a la cabeza que Julien era una lamia, un vampiro de nacimiento; seguramente dormiría en el sótano. Bajé la escalera y busqué la entrada, que encontré fácilmente. Encendí la linterna que llevaba de llavero y descendí a la oscura profundidad. Aparte de unas cajas no había más que polvo, arañas y algún ratón. Oí un ruido y alumbré a un ejemplar bastante bien alimentado que huía por un agujero de la pared. Desconfiada, me acerqué al muro y lo examiné: era tierra roja, mientras que el resto eran grises. Intenté hacerme una imagen de la casa. Sin duda ese espacio era más pequeño que la planta entera. Si no me equivocaba, la cocina estaba justo encima de la otra mitad. Subí la escalera a toda velocidad y entré en la despensa de la cocina. Las paredes estaban cubiertas de estanterías con un dedo de polvo, las tablas crujían a cada paso. Inspeccioné el suelo buscando una trampilla, pero no la había. Sin embargo, sí encontré una rendija debajo de la última estantería. Metí los dedos, tiré y se abrió una compuerta con suavidad. Bajé la escalera, abrí la otra puerta y entré en una pequeña
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habitación con las paredes encaladas, una silla y un colchón sobre el que había arrebujadas unas mantas. Al lado había un petate viejo, como los que usaban los marineros, y una caja. El suelo era viejo y estaba agrietado. Dios mío, Julien dormía en un agujero, en una celda de monje. ¿Por qué no se quedó en una de las habitaciones de arriba? ¿Se había instalado ahí sólo porque quería oscuridad absoluta o había otro motivo? Parecía querer esconderse. Quizá por eso no había llamado a nadie para que arreglaran la caja eléctrica: una casa sin luz no llamaba la atención. ¿De quién se escondía? Miré tensa a mi alrededor, allí encontraría las respuestas. Me sentí como una intrusa revolviendo cosas ajenas. El petate estaba lleno de ropa, del tipo que Julien solía ponerse. Eso era prueba suficiente de que le había pasado algo; si se hubiera marchado por su propio pie, se hubiera llevado sus cosas. Metí el brazo en el petate para rebuscar y sentí que lo traicionaba. Él confiaba en mí, y yo andaba curioseando en sus cosas. Sólo con valor conseguí reprimir mi mala conciencia; al fin y al cabo, le había pasado algo y tenía que averiguar qué había sucedido. Saqué un fajo de billetes, lo conté y me quedé atónita: con ese dinero se podía vivir cómodamente durante un buen tiempo. ¿De dónde lo había sacado? Seguí buscando y en el fondo encontré una carpeta de piel con artículos de periódicos –entre ellos los que había visto en internet- y fotos. Algunas eran viejas con el típico borde dentado y amarillento, y otras más recientes. En una aparecía un hombre atractivo con el pelo negro junto a una mujer bellísima, ambos sentados en un banco. A sus pies, de cuclillas, había dos niños gemelos de diez u once años y entre ellos una niña pequeña con falda y enaguas, no mayor de cinco años, y que daba la sensación de que no fuera a soltarse nunca de los chicos. Me sorprendí de lo bien que podía diferenciar los detalles con la tenue luz de la linterna. La foto tenía los bordes rotos y tenía poca intensidad. A pesar de todo, el parecido entre el padre y los niños no pasaba desapercibido. Detrás había una fecha y el lugar donde la habían realizado. -1889 MarseilleSebastien et Claire Du Crainer Adrien, Julien et Cathérine. Tragué saliva, Julien no se llamaba DuCraine, sino Du Cranier, y tenía 125 años. Me temblaban las manos viendo las otras fotos. Había una en blanco y negro de sus padres y otra más reciente a color en la que salía un hombre joven, no mayor de 25 años, y Julien. Ambos se parecían mucho a pesar de que se notaba cierta diferencia de edad: tenía que ser Adrien. Luego vi una foto de una chica joven, que debía de ser su hermana. Había más fotos: Londres, París, Ginebra y hasta Moscú; 1887, 1898 y 1900. Salía Julien y su hermano en sus espectaculares actuaciones. La última foto era de 1901, cuando tuvo lugar el accidente. Las guardé con cuidado y saqué –cuál fue mi sorpresa- siete pasaportes: uno alemán, dos franceces, uno inglés, uno estadounidense, uno suizo y otro canadiense. Les eché un vistazo, la foto siempre era la misma, pero en uno de los pasaportes franceses su
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apellido era Du Cranier, mientras que en el estadounidense era DuCraine. En los demás, los apellidos tenían pequeñas diferencias, aunque se pronunciaban de manera similar, y los datos de nacimiento nunca coincidían. Cada pasaporte tenía su carnet de conducir correspondiente. Me quedé perpleja mirando los documentos. Entendía que siendo inmortal tenía que actualizar sus papeles, pero ¿siete identidades? Cerré los ojos, ¿qué más me había ocultado Julien, además de que era un lamia? El dinero, los papeles falsos… Entonces ¿era verdad que estaba metido en negocios turbios? ¿Tenía razón el tío Samuel? ¡El tío Samuel! ¡Maldita fuera! Miré el reloj, eran más de las ocho, seguro que ya había llegado a casa. Puse todo en su lugar y me dispuse a salir cuando me fijé en la caja. ¿Y si ahí había algún indicio de lo que había pasado? La abrí y alumbre el interior; también había ropa, sólo que más elegante, y parecía que se había puesto alguna prenda hacía poco. ¿A qué jugaba? Sin desordenar nada rebusqué entre la ropa. De nuevo encontré una cantidad impresionante de dinero en efectivo y una carpeta en la que, como en la anterior, había fotos. En una salía Julien en un taller mecánico agachado con una camiseta sucia de gasa al lado de la Blade. Me hizo sonreír, tenía la cara de un niño con su juguete favorito. Había otra con una chica con cara de ángel sonriendo. En un borde ponía: “Para A. Te quiere L.” “A”, ¿era Adrien? Encontré también pasaportes, de nuevo siete, sólo que esta vez el nombre era Adrien, y en la foto parecía mayor que Julien. Por lo demás, los apellidos y fechas de nacimiento coincidían con las de su hermano. En vez de encontrar respuestas se abrían más interrogantes. Devolviéndolo todo a su sitio, mi mano tropezó con algo duro. Lo saqué y del susto casi se me cae de las manos; era una pistola. Dios mío, se me encogió el estómago: papeles falsos, grandes cantidades de dinero en efectivo, un arma… Los lamias tenían que financiarse de alguna manera… Me negaba a pensar lo que a simple vista era evidente. No podía ser. Dejé el arma en su sitio y cerré la caja. Dudaba que Julien tuviera algo que ver con la pistola; seguro que era de Adrien. Probablemente, a Julien se lo habrían llevado los otros lamias al enterarse de lo suyo conmigo. Tuve miedo; una cosa era que se escondiera de mí y otra que se lo llevaran por la fuerza, podría estar en una situación difícil. Necesitaba ayuda y al único a quien podía pedírsela era a mi tío. Aunque me hubiera prohibido verle, no dejaría de ayudarme si le decía que era una emergencia. Asumiría los problemas que pudiera ocasionarme después, ahora sólo quería que Julien estuviera bien. Salí a toda prisa. Hacía rato que ya era de noche, una media luna pálida colgaba del cielo y las sombras se enredaban entre los árboles. Corrí a mi casa lo más rápido que pude. Varias veces me tropecé con ramas o con piedras, pero no frené mi ritmo y, cuando llegué a los últimos árboles, tenía un flato horrible. Había luz en casi todas las ventanas de la casa. Todo se complicaba sí mi tío tenía visita, no le haría ninguna gracia que interrumpiera una reunión con sus socios, y si encima le confesaba que le había desobedecido y había salido a escondidas de casa, se enfadaría de veras. Lo mejor sería
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que no le dijera todavía nada sobre Julien. Si quería que me ayudara, no tenía que enfadarle. Crucé la explanada sin árboles lo más rápido que pude y, agachada, me dirigí al garaje. La luz roja parpadeante de la alarma me indicó el camino a seguir. Estaba en la puerta cuando oí pasos. ¡Maldita fuera! Estaban patrullando alrededor de la casa. Introduje rápidamente el número y, cuando estaban a punto de dar la vuelta a la esquina, la lucecita se volvió verde y pude entrar. Cerré la puerta sin hacer ruido, entraba una tenue luz de luna por una claraboya y distinguí una furgoneta bastante grande que nunca había visto. Se acercaron a la puerta y se sorprendieron al ver la alarma desconectada. Me escondí detrás del vehículo y dejé de respirar cuando abrieron la puerta y encendieron la luz. Hubo silencio, y al cabo de un momento apagaron la luz y cerraron de nuevo la puerta. Cuando oí los pasos alejarse encendí mi linterna. Era una furgoneta gigante con focos en el techo y parachoques de refuerzo. ¿Desde cuándo tenía mi tío una así? ¿Era de sus hombres? Eché un vistazo en la carga y me quedé atónita al ver... la Fireblade de Julien. Estaba hecha chatarra, el carenado de carbono hecho trizas, los intermitentes, las manecillas de freno y las estriberas dobladas y raspadas, las que quedaban. La rueda trasera estaba suelta y el neumático reventado. Me quedé de piedra: ¡mi tío tenía que ver con la desaparición de Julien! Ahora sí que no entendía nada, ni podía explicármelo: no podía creer que hubiera enviado a su gente para asegurarse de que no nos volvíamos a ver. Tal y como estaba la Blade, Julien no podía estar bien... también había manchas de sangre. No podía dejar de hacerme preguntas sobre cómo se encontraría y por qué mi tío había hecho eso. ¿Por qué el policía me había dicho que no había habido ningún accidente de moto? Quizá mi tío, para no manchar su buena reputación, no lo había denunciado y Julien estaba en mi casa, o quizá... De repente me acordé de que el tío Samuel no había llamado a Julien por su apellido. Me dijo que salía a escondidas con el criminal de Du Cranier, y yo nunca le había dicho ni siquiera su nombre. ¿Cómo sabía su verdadero apellido? ¿Qué estaba pasando? Se me cayó la linterna y miré abstraída en la oscuridad, intentando comprender, aunque cada vez estaba más confundida. Me faltaba una pieza del rompecabezas, y era imposible colocarla sin antes ver la imagen completa, un juego de locos. De todos modos, lo que estaba claro era que Julien se encontraba en apuros, y que mi tío estaba involucrado. Ya no podía acudir a pedirle ayuda. Respiré hondo; buscaría a Julien por la casa y si se encontraba en la casa lo ayudaría a escapar. Cerré los puños, tenía que darme prisa. Pegué la oreja a la puerta por si hubiera alguien al otro lado. Abrí la puerta y eché un vistazo, habían apagado las luces y sólo la sala de estar permanecía iluminada: en el resto de la casa no debía de haber nadie. Me preguntaba dónde podía haber escondido mi tío a Julien. Seguramente lo habría escondido en el sótano, que se encontraba dividido en dos: en una mitad Simon había guardado los neumáticos de invierno y en la otra mi tío había construido una cava de vinos a la que sólo se accedía por su habitación, y que yo nunca había visto. El resto de la casa era demasiado abierto y accesible. Seguro que lo habría ocultado en el cuarto de la calefacción, un cuartucho junto a la cava de mi tío, sin ventanas y con sólo un respiradero. Además, tenía una puerta maciza; sin duda,
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era el mejor lugar para esconder a alguien. Se accedía a él por la puerta del sótano, que estaba debajo de la escalera de la sala, bien iluminada. Me asomé con cuidado desde la cocina; no había nadie a la vista, y apenas se oían unas voces en el despacho de mi tío. Corrí, abrí la puerta, la cerré detrás de mí y bajé la escalera poco a poco sin hacer ruido alumbrándome con la linterna. Estaba lleno de cosas, hasta mi vieja bici estaba ahí. En comparación con el sótano de la vieja mansión era un completo caos. Crucé la estancia hasta el cuarto de la calefacción y pegué el oído en la puerta, pero era demasiado gruesa como para oír nada. La abrí, estaba oscuro, pero no se oía nada salvo el quemador del gas. Encendí la luz. Estaba vacío. Pero si mi tío hubiera llevado a Julien a otro sitio que no fuera mi casa, ¿por qué estaba aquí la Blade? No, seguro que lo había metido en la cava. Tenía que pasar por el despacho y las habitaciones de mi tío. Levanté la vista al techo; precisamente en ese instante tenía visita. No me quedaba otra opción que esperar hasta que estuviera solo, momento en que podría distraerlo con alguna excusa y colarme. Seguramente al día siguiente no estaría en casa. Estaba convencida que Julien se encontraba aquí, y esperaba que sus heridas no fueran graves. Me daba rabia pensar que sólo una pared nos separara, que él me necesitara con urgencia y no poder llegar a su lado. Tenía que llevarlo a un lugar seguro, y luego ya vería si llamábamos a un médico. Apagué la luz y subí la escalera. Justo cuando iba a abrir la puerta oí pasos. Me quedé inmóvil, respirando suavemente, y abrí la puerta una rendija. Eran mi tío y uno de sus socios saliendo del despacho. Un guardaespaldas, que los seguía a cierta distancia, los adelantó y salió antes de la casa, supuse que para verificar que no había peligro. Ambos lo ignoraron, hablando como si nada. El socio de mi tío parecía preocupado. —¿No te parece arriesgado? Si la chica no estuviera preparada... —Ya te lo he dicho, sí lo está —dijo mi tío bruscamente—. Confía en mí, me he ocupado personalmente. No podemos esperar más, no sabemos qué ha contado el vourdranj a los príncipes. —Hubiera sido mejor comprar su lealtad. —¿La lealtad de un vourdranj de los Du Cranier? No digas tonterías. Lo que me fastidia es no haber sabido que estaba en la ciudad... Sí, ya lo sé, es un error imperdonable... No, no contaba con que volviera del exilio después de que acabáramos con el otro... ¿El «otro»? ¿Se referiría a Adrien? ¿Lo habían matado? Me incliné más hacia adelante y puse toda mi atención en lo que decían. En la sala, mi tío hizo un gesto despectivo. —No espero casi veinte años a que la Princessa Strigoja haga el cambio para jugármelo todo en el último momento por miedo e indecisión... De esta noche no pasa, vuelve con los demás en un par de horas. Cuando lleguéis ya estará todo listo. ¿«Cambio»? Julien dijo algo sobre eso. No entendía a qué se referían. El hombre asintió y murmuró algo incomprensible mientras salían al jardín. El corazón me latía como loco. Aunque no había comprendido lo que habían dicho, sabía que tenía que sacar a Julien de la casa. Me aseguré de que no había nadie y atravesé la sala a toda velocidad hasta el despacho de mi tío. Desde allí entré en el salón contiguo, iluminado por una luz tenue y
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agradable, bajé la escalera de caracol y me adentré en la oscuridad, alumbrada apenas por mi pequeña linterna. No se oía nada, dudaba mucho que hubiera algún hombre de mi tío ahí abajo, a oscuras. Las paredes estaban cubiertas de cuadros y de libros en cuyos lomos de piel brillaban adornos dorados. Mis ojos se acostumbraron rápidamente a la oscuridad. Del lado de la escalera asomaban de la pared unos pocos cuellos de botella polvorientos. ¿Eso era lo que entendía mi tío por una cava? Parecía más bien una biblioteca o una galería, o la sala de estar de un amante de los libros y del arte. Delante de la escalera había un pesado escritorio de caoba; detrás de él, ocupando toda la pared, un cuadro de una batalla marítima. Había un sofá de piel y sillones alrededor de una mesita y, apartado, un diván. El suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra oriental. Me adentré en la oscura sala, no quería encender ninguna luz que me pudiera delatar. ¿Para qué quería mi tío un lugar como ése si en su parte de la casa tenía total intimidad? Ni siquiera Ellen había tenido permiso para entrar. Además, ¿por qué tenía que decir que era una cava? Alumbré los libros y los cuadros con la linterna para examinarlos mejor, vi un sable y una escopeta antiguos colgando encima del hogar, que presidía la sala, y enfrente... a Julien. Me arrodillé junto a él dejando caer mi linterna, que alumbró su ropa desgarrada. Su lado izquierdo estaba lleno de heridas superficiales, la cabeza le caía en el pecho y no me atrevía a tocarlo. —Julien —susurré. Me contestó un áspero gemido, apenas podía moverse. Me di cuenta de que tenía puestas unas esposas y que una pesada cadena lo sujetaba al hogar. Intentó acercarse hacia mí, semiinconsciente, pero se rindió exhausto. Apenas podía girar la cara, llena de heridas, para mirarme. —Julien —repetí al borde del llanto. —¿Dawn? —murmuró, y pestañeó un par de veces. Sentí que se relajaba, pero de repente se puso tenso. —¡No te me acerques! —exclamó apartándose de mí. Lo miré desconcertada. ¿Acaso pensaba que yo era responsable de lo que le había hecho mi tío? Puse mi mano en su hombro, y él quiso apartarse más aún. —No te me acerques, por favor... —suplicó, y metió la cabeza entre los hombros. —Tienes que salir de aquí, deja que te... Julien me cogió el brazo con sus dos manos, esposado como estaba, con tanta fuerza que me hacía daño. Gruñía y, poco a poco, giró su cara. Además de ensangrentada, no estaba pálida como siempre, sino grisácea. Tenía ojeras, y sus ojos eran negros con una llama rojiza. Vi sus colmillos, afilados y tan largos como nunca antes los había visto. Mi corazón dejó de latir un instante y luego se negó a seguir con su ritmo normal. No me ayudaba que Julien me mostrara los dientes y temblara como un animal husmeando ansioso a su presa. —¿Es que no me entiendes? La última noche que te vi fue la última vez que bebí, no sé si podré controlarme.
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Su tono era de súplica, pero no me soltaba, como si estuviera poseído. Miraba fijamente mi antebrazo, que apenas estaba a unos veinte centímetros de su boca. Yo estaba temblando y él se relamió, su respiración era irregular y entrecortada. Sus colmillos relucieron con el reflejo de la linterna y tragué saliva. —¡Por Dios, Dawn! —exclamó, y me soltó sin más. Perdí el equilibrio y caí de espaldas. Con gesto de sufrimiento dejó caer sus brazos, me observó como un animal acorralado y gruñó. Me incorporé y me acerqué de nuevo. —Dawn, por favor —suplicó—, no vengas. Decidida, negué con la cabeza. —Tengo que sacarte de aquí, ¿crees que puedes caminar? —Miró la cadena y luego a mí. Parecía dudarlo, y yo no estaba tampoco muy confiada—. Te sacaré de aquí como sea —dije, y le ofrecí mi brazo—. Bebe lo que necesites. Me miró atónito. —¡No! ¿Es que no me entiendes? Tengo demasiada sed, no sé si me controlaría, podría matarte. —Te pudiste controlar hace un instante, confío en ti —dije, y le acerqué más el brazo. No podía creérmelo, en cualquier momento podía llegar mi tío, y nosotros discutiendo. Julien resopló y apartó mi brazo bruscamente. —No es lo mismo, una vez haya probado tu sangre existe la posibilidad de que no pueda parar. No confío en mí, ¡no ahora! —exclamó, y agitó los puños en mi cara. El ruido de la cadena arrastrándose, entre la parrilla del hogar y las esposas me recordó a qué había ido. Me fijé en cómo estaba atado. En la cadena había un pesado candado que hacía imposible la misión de liberarlo. Si no encontraba una solución pronto, mi tío o alguno de sus hombres me acabarían descubriendo. Necesitaba por lo menos una sierra. Miré a Julien y señalé el candado y las esposas. —¿Viste dónde ponía mi tío las llaves? Se encogió de hombros. —Ni idea, no estaba consciente. Miré a mi alrededor para ver si había algo con que poder romper el candado. El atizador para el fuego quizá funcionara. Al levantarme, Julien me agarró de nuevo el brazo, pero no tan fuerte como antes. Sus ojos habían perdido el reflejo rojo y eran menos amenazantes. —¿Qué vas a hacer? —preguntó con voz ronca. —¿A ti qué te parece? —dije reprimiendo el miedo; no tenía tiempo para preguntas tontas—. Voy a sacarte de aquí. —Quise soltarme de él, pero no pude. —Dawn, tienes que huir, ¡ahora mismo! —No me iré sin ti —dije. —No discutas conmigo, yo soy lo de menos. —De un tirón acercó mi cara a la suya y en tono serio continuó—: Tienes que salir de aquí, lárgate de Ashland Falls esta misma noche sin que nadie se entere, ¿me oyes? Coge el primer vuelo a París y ve a la Place Denfert-Rochereau. Allí hay una entrada a las catacumbas de la ciudad; pregunta por
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Jean-Claude Salind, trabaja allí de guía turístico. Dile el nombre de tu padre y que tienes un mensaje para el Príncipe; él te llevará con alguien que te ayude, y a éste muéstrale el diario de tu madre, pero sólo a él. —Pero ¿por qué...? Soltó mi brazo y me puso las manos en las mejillas. —Ahora no puedo explicártelo, haz lo que te digo. Confía en mí, te lo suplico —dijo en voz baja—. Bajo la despensa de mi cocina hay un sótano. En una esquina hay un petate, coge el dinero y... —Ya lo se... —interrumpí— también vi la pistola; pero no pienso irme, no sin que me cuentes qué está pasando aquí y sin haberte liberado. ¿Quién eres, Julien? —Dudé un instante—. ¿Por qué te tiene aquí preso mi tío? —Porque quiero protegerte, mi niña. Tu amiguito fue enviado para matarte —dijo con tono amable la voz de mi tío bajando la escalera. Se encendieron las luces y la atmósfera cambió radicalmente. Julien le mostró los dientes a Sam y bufó con los ojos entreabiertos, deslumhrado por el súbito cambio en la iluminación. —No te creo —repliqué sin fuerza. Miré a Julien esperando que negara la acusación, pero evitó mi mirada y fijó la suya en mi tío con odio y rabia. —¿No me crees? Entonces ¿por qué no lo niega? —Nos miró de lado con una extraña sonrisa que me dio miedo. Julien siguió en silencio—. Ya lo ves, cariño, te digo la verdad, tu amiguito es un vourdranj, algo así como un cazador, un asesino: matan por encargo y, a veces —puso una sonrisa torcida—, también por dinero. —Dime que no es verdad —le dije a Julien pensando en los billetes y en la pistola que había visto en su casa. —Yo no... —empezó, pero enmudeció, y seguía sin mirarme a la cara. Me quedé sin palabras. —Ah, ¿no? Cuéntanos entonces —dijo mi tío meneando la cabeza compadeciéndolo, pero sin dejar de sonreír—... Ya lo haré yo, te contaré cómo fue: tu amigo vino para completar la misión que empezó su hermano. —¿Qué sabes de Adrien? ¿Dónde está? —Se puso de rodillas y le dio un tirón a la cadena—. Hayas hecho lo que hayas hecho, te lo haré pagar. —No estás en posición de amenazar, vourdranj. En lo que a tu hermano se refiere... Ya no va a entrometerse más, igual que tú después de esta noche. Julien profirió un grito, furioso, y dio otro tirón a las cadenas. —¿Estás diciendo que mataste a su hermano? —pregunté estupefacta. Era una pesadilla, iba a despertar, tenía que despertar. El tío Samuel se me acercó, y yo retrocedí. —No tuve otro remedio, Dawn —dijo—, quería matarte, fue por tu bien. Sus palabras me horrorizaron tanto como los gemidos de Julien, que se hallaban entre el dolor y el odio más profundo. Mi tío me tendió la mano.
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—No te imaginas la decepción que tuve cuando me enteré de que precisamente él era tu novio, o que aparentaba serlo —prosiguió. Sentí un estremecimiento en aumento y me abracé para calmarme. A Julien no le habían faltado ocasiones para asesinarme, pero no lo había hecho, sino que me había salvado la vida varias veces. —No es verdad —respondí desamparada. —Sí, mi niña, él tenía que cumplir con la misión de su hermano para reponer el honor de la familia, créeme —dijo, y prosiguió con tono despreciativo—: Para un lamia nada es más importante que el honor de la familia. —Rió cuando Julien bufó y le mostró los dientes. Incrédula, miré a mi tío. —¿Tú... tú sabes lo que es? Julien respondió por él: —Claro que lo sabe. —Se inclinó hacia adelante mirando a mi tío—. ¿Quién, dime, quién cometió el grave error de convertir a escoria como tú en un vampiro? —dijo con asco. Mi tío sonreía, y a mí se me paró el corazón cuando le vi los colmillos, que mostraba sin pudor. Dios mío, lo conocía desde que tenía uso de razón, ¿cómo no me había dado cuenta? Pero, claro, ¿lo había visto alguna vez antes de que anocheciera? No. ¿Lo había visto comer alguna vez? La respuesta era otra vez «no». Sentí un escalofrío y hundí las uñas en mis brazos. Seguía sonriendo mientras se dirigía al escritorio y se servía la última copa de una botella con un líquido rojo. Me dio un vuelco el estómago y tuve que llevarme la mano a la boca, intentando relajarme. Le dio un trago y miró a Julien. —Era un bastardo tan arrogante como tú, un estúpido insensato incapaz de reconocer cuál era su lugar. Se entrometió y lo maté —dijo tan tranquilo que me dio miedo. Julien respiró hondo y pronunció algo en otra lengua, con frialdad y dureza. Se miraron fijamente un instante. Parecía que el suelo temblara bajo mis pies y me hiciera perder el equilibrio al borde de un precipicio. —¿Y cuándo pensabas decirle la verdad? —preguntó Julien señalándome con la barbilla. Se me puso la piel de gallina. —Tarde o temprano hubiera descubierto que yo... —respondió Sam. —¡No hablo de ti, creado! —lo interrumpió Julien y me miró—. ¿Cuándo le ibas a decir que es mitad lamia? —¿Qué? —El vacío del precipicio era amenazante—. ¡Tío Samuel! Por favor... — imploré sin saber exactamente qué pedía, pero antes de que me respondiera, Julien dijo: —¿Tío... Samuel? —Se quedó mirando a mi tío. Pareció comprenderlo todo y no podía evitar la decepción, que luego se convirtió en rechazo y rabia—. ¡Maldito desgraciado! ¡Ahora entiendo! —exclamó dando un tirón a la cadena—. ¡Fuiste tú! Tú mataste a Alexej Tepjani y a su esposa. —¡Cierra la boca, vourdranj —dijo golpeando la copa contra el escritorio. Julien me miró.
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—¿Te acuerdas de lo que decía tu madre en el diario? ¿Del Sam que trabajaba para tu padre? ¡Es él! —¡Cállate! —exclamó mi tío acercándose a grandes pasos a Julien para hacerlo callar. —No es tu tío. Él mató a tus padres. Tuve que apoyarme en la pared de libros para no caerme. Tío Samuel le dio un puñetazo a Julien, que rebotó en el hogar y cayó al suelo. —Te dije que cerraras la boca, vourdranj—gruñó, y se inclinó hacia él. —O si no qué, ¿me matarás? —Julien se levantó—. Me pregunto por qué no lo has hecho ya. Me necesitas para algo, si no ya me hubieras liquidado, así que ahórrate las amenazas. —Con desprecio se limpió sangre del labio con el revés de la mano—. ¿Por qué mataste a Alexej y a su esposa, Samuel? ¿Porque él no quería usar a su hija para ser el príncipe más poderoso? Mi supuesto tío le apretó el cuello a Julien contra la pared del hogar, sin que pudiera hacer nada para defenderse, y le asomaban los colmillos mientras reía. —Alex era un desgraciado que no hubiera sabido aprovechar una oportunidad ni aunque se la hubieran servido en bandeja. Julien le mostró los dientes. --YA sabes lo que hace el Consejo con los que matan a quienes los crea. El hombre que conocía como tío Samuel apretó más el cuello de Julien. --Era un pusilánime que se enamoraba de mortales y no aprovechaba lo que el destino le ofrecía: un fruto del amor, su hija, medio lamia medio humana. --No me extraña que pienses que era un desgraciado –dijo Julien a golpes de voz-, no sabes qué son ni el honor ni el amor. Sam le golpeó la cabeza contra el hogar, y me pareció oír crujir sus huesos. Julien gimió y sus brazos cayeron inertes. Quise acercarme, pero no me atreví. Mi supuesto tío se inclinó sobre Julien. --Tienes razón, vourdranj, te necesito, pero no tengo por que aguantar tu parloteo, y nadie ha muerto porque le cosieran los labios. Una palabra más y aviso a mis hombros para que traigan hilo y aguja, es una buena idea, ¿te gustaría? Quizá Julien estuviera demasiado aturdido como para decir nada, la cuestión fue que no abrió la boca. Quizá supiera, como lo sabía yo, que cumpliría su amenaza. Samuel resopló con desprecio, lo soltó y dijo algo en esa lengua extraña. Se volvió y, bajo su mirada, me sentí como un ratón ante una serpiente. --Vamos arriba, Dawn, te lo contaré todo –dijo, y extendió el brazo. Negué con la cabeza-. Ven, cariño, está encadenado, pero no me gustaría dejarte sola con él; es un monstruo. --Igual que tú –se me escapó. Me tapé la boca con la mano y di un paso atrás; mi espalda chocó contra la librería. No pareció gustarle mi respuesta, pero se serenó y suspiró preocupado. --No creas nada de lo que te diga, cariño. Es cierto que no he sido un angelito, pero lo
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hice sólo para protegerte –dijo con cierta desesperación. Me hubiera gustado creerle, pero lo que había dicho Julien tenía demasiado sentido, y al contrario que mi falso tío, él nunca me había mentido. Hubo cosas que no quiso contarme, era cierto, pero lo había admitido, mientras que Samuel me había engañado descaradamente. --¿Por qué me dijiste que mis padres habían muerto en un atraco en Nueva York? --Porque es la verdad, no te creas… Negué con la cabeza y no continuó. --He leído el diario de mi madre. Mis padres vivieron aquí, en la mansión de Hale, y yo también nací aquí. Entrecerró los ojos. -¿Quién te lo dio? ¿Él? –dijo señalando a Julien-. Lo falsificó. -¡Mentira! ¿Por qué iba a hacerlo? –exclamó, y se incorporó con rabia. Samuel le dio una patada en las costillas, y cayó de costado con un gemido. -Vi la sangre en el despacho –dije. -¿Y a qué fuiste allí? –respondió peligrosamente. Hasta ese momento había esperado que todo fuera un malentendido. Julien podía haberse equivocado, yo podía no haber leído algo del diario, pero la reacción de Samuel me dejó claro que no era el caso. Me sentí muy sola, y el dolor y el miedo se transformaron en impotencia y rabia. --¡A buscar la verdad! –contesté-. Como soy medio lamia, ¿me volveré como vosotros y tendré que beber sangre? ¿Es por eso que tengo alergia al sol y me duelen las encías cada mañana? ¿Significa eso que voy a ser como vosotros? ¿Y qué lleva el té que me das y me quita el dolor? Samuel me miró sin esconder su rabia, y Julien, tras mi última pregunta, se levantó alarmado. --¿Té? –dijo con voz ronca y sin aire-. ¿Con un sabor salado y como de metal? –Asentí, y se abalanzó contra mi tío todo lo que le permitió la cadena y cayó de rodillas-. ¡Desgraciado –exclamó ronco lleno de rabia-, es demasiado joven! ¡Sabes muy bien lo que puede pasar si fuerzas un cambio! ¿«Cambio»? Mi tío le había dicho a su socio que tenia que tener lugar el cambio y que había esperado casi veinte años, que la Princesa Strigoja ya estaba preparada. Me quedé de piedra. -Este «cambio» es el momento de la transformación en lamia, ¿no? –Los dos me miraron, Samuel triunfante y Julien deshecho-. ¿Eso es lo que tiene que pasar en dos horas? ¿Me vas a convertir en una lamia? ¿Esta noche? Julien me miró como si de verdad entendiera lo que de verdad estaba pasando. -¡Desgraciado sin escrúpulos! ¡Maldito seas! Samuel rió fríamente y meneó la cabeza como regañándolo con burla. --¿De qué te quejas? Tú eres el responsable de que se haya acelerado. Si tú y tu hermanito no hubieran aparecido, habría dado más tiempo. Quién sabe qué les habéis
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contado a los príncipes. Julien apretó las mandíbulas. -Los príncipes no saben nada, ni siquiera que estoy aquí. No hay ningún motivo por el que acelerar el cambio. –Daba la sensación de que suplicaba por mi vida. No entendía a qué se refería, pero Julien sí. Me miró, se volvió hacia Samuel y asintió. -Dale más tiempo y no te daré problemas. –Le estaba proponiendo un trato. Samuel sonrió y pareció pensarlo un instante. -Buena propuesta, vourdranj, pero la respuesta es no. Julien aprovechó que lo tenía a tiro y se abalanzó sobre él. No le mordió el cuello por un pelo. Se miraron un instante a un metro de distancia; Julien sonreía arrogante y peligrosamente. No cabía duda de que lo hubiera matado de haberlo alcanzado. Hasta ese momento se había cuidado de no mostrar esa parte oscura suya, quizá por temor a que yo lo rechazara. Era cierto que me alarmaba, pero también era cierto que no me daba miedo: mis sentimientos por él no habían cambiado. Sin embargo, sólo sentía odio y desprecio por mi tío Samuel. --Te arrepentirás de esto, vourdranj –dijo éste sereno, y se sacudió el traje. Sonrió y me tendió la mano-. Vamos arriba, Dawn. –Esta vez sus palabras eran imperativas. --No –dije negando con la cabeza y dando un paso atrás. --Como quieras –agregó, y su sonrisa se volvió sarcástica-. La historia se repite, tu madre era tan tonta como tú, tampoco quería dejar a tu padre y me atacó con un abrecartas, aunque el pobre ya estaba muerto. –Se encogió de hombros y se dirigió a la escalera-. Te sugiero que te pongas cómoda hasta que vuelva, y no te hagas ilusiones, no hay posibilidad de que escapes de aquí, con o sin tu amiguito. –Siguió subiendo hasta desaparecer en la oscuridad. Me temblaron las piernas. Me senté a los pies de Julien y, con un gesto entre súplica y rechazo, me dijo: --No te acerques, mi sed sigue siendo la misma. –Los colmillos todavía le sobresalían. La desesperación me oprimía la garganta. -Mis padres murieron por mi culpa, ¿verdad? Porque soy medio lamia medio humana. Todo es culpa mía, también que él te quiera matar. ¿Por qué? ¿Qué tengo de especial? – susurré infeliz. -Nada es culpa tuya –respondió, y me miró con sus ojos negros. -Entonces ¿a que viene todo esto? –Me repugnaba mi tono de sollozo. La rabia, que el miedo había reprimido mientras mi falso tío estuvo presente, me inundó como una ola gigante. Julien alcanzó a tocarme la mano con sus yemas. -Porque alguien como tú se da una vez cada mil años. –Lo miré interrogante-. Aparte de que nuestras leyes prohíban la unión entre humanos y lamias, no podemos procrear, no somos de la misma especie. Por eso tu padre no podía creer que tu madre estuviera embarazada. --¿Soy un monstruo? --Más bien un milagro. Y si hubieras sido un chico nadie hubiera levantado la mano
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contra tu padre. Somos muy pocos lamias, cada nacimiento es considerado un regalo, por encima las leyes. Pero eres una chica –dijo mirando la escalera y volviéndome a mirar a los ojos-. Hay leyendas sobre un lamia y una humana que tuvieron una hija. Todo fue bien hasta que sufrió el cambio y se convirtió en una Princesa Strigoja, algo que podría traducir como Reina de los seres de la noche. Todos los lamias, tan sólo con acercársele, caían bajo su hechizo. No se sabe por qué, pero nadie podía resistirse, y caían rendidos a sus pies. Sólo los lamias más mayores y los vampiros creados por ellos podían resistirse a su poder, aunque con mucho esfuerzo. »Hasta ese momento, los lamias y los vampiros vivían anónimos entre las personas, pero la Princessa eliminó las antiguas leyes que protegían a los humanos de nosotros y las que nos mantenían anónimos a nosotros entre ellos. Fueron tiempos muy duros. Durante su reinado los lamias pelearon contra los vampiros mientras los humanos los cazadores a ambos. Quedaban muy pocos cuando por fin la eliminaron. Por miedo a que volviera a pasar algo parecido y nuestra especie desapareciera definitivamente, se dicto una ley: las uniones entre lamias y humanos quedaban prohibidas para que no hubiera posibilidad alguna de procrear. Si se viola esta ley, el castigo es la muerte para el hombre, la mujer y el recién nacido. --Entonces Samuel, con el asesinato de mis padres, no hizo más que cumplir la ley. -No, tu padre pertenecía a una de las familias más poderosas. Su padre y dos de sus tíos príncipes son de los más reconocidos. Era probable que se suspendiera la ley hasta que se demostrara que no suponías ningún riesgo. Lo que Samuel quiere es el poder de una Princesa Strigoja. Existen muchas leyendas sobre el poder que alberga su sangre, y si consigue unirse a ti durante el cambio, podrá controlarte, y a través de ti a todos los lamias y vampiros. Si hubiera querido hacer cumplir la ley te hubiera matado a ti también. Lo que pasó fue que tus padres eran un obstáculo para él. Además, es sólo un vampiro, nunca debería haber levantado la mano contra tu padre, eso se castiga con la muerte. Sólo los príncipes pueden dictar penas capitales, y por lo menos tres de ellos tienen que votar a favor para que se lleve a cabo; en ese caso, sólo un vourdranj puede ejecutarla. --Un vourdranj. Entonces es verdad, te mandaron para matarme. Julien cerró los ojos atormentado. --Sólo en parte –murmuró tras un instante-. Le encomendaron la misión a mi hermano, pero cuando desapareció, vine a averiguar qué le había pasado. Todo indicaba que lo habían asesinado. Tenía que saber quién había sido y acabar lo que él había comenzado: encontrar y matar a la Princessa Strigoja. Sólo sabía el nombre de la ciudad y el del instituto, y por ahí empecé. Así fue como te conocí, pero no supe quién eras realmente hasta que leímos en el diario el nombre de tu padre. Y cuando lo supe… ya no podía hacerlo, y traicioné así, de nuevo, el honor de mi familia –dijo sonriendo amargamente-. Pero no me arrepiento. Me miró a los ojos, parecía que esperara su sentencia. No importaba cuál fuera o que eso nos separara: él la acataría. Lentamente acerqué mis manos para que pudiera
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tocarlas. Sonrió y por un instante recobró su color de ojos de siempre, pero no duró mucho. --Tenemos que sacarte de aquí –dijo. Me sorprendió el cambio de tema repentino. --¿Tenemos? –pregunté mirando las esposas, que él también miró. --¿Crees que lo conseguirías sin mí? –preguntó serio. Si le decía que sí, insistiría en que me fuera sola. -¡No! ¡Nunca! Aparte de que me sería imposible cruzar la puerta con el vigilante, no pensaba dejar ahí a Julien a su suerte. --¿Qué hacemos? –dije sacudiéndome las manos en el pantalón. Miró la escalera y luego el escritorio. --Echa un vistazo ahí a ver si encuentras alambre o alguna grapa. Corrí hacia el escritorio de caoba y lo registré. Sólo había una carpeta de piel, una pluma y una lámpara. Abrí los cajones, encontré sobres, papel, un abrecartas, jeringas y un botecito de calmantes, pero ¿para qué lo quería mi tío? El tercer cajón estaba cerrado con llave, así que lo forcé con el abrecartas. Tras unos intentos, le cerradura cedió. Dentro había documentos antiguos, a juzgar por su color amarillento. Estaban ordenados con clips, cogí uno y se lo di a Julien, que lo dobló como si supiera lo que hacía. --¿Por qué no intentaste escapar antes? –pregunté. --Porque no tenía un clip –contestó con una sonrisa amarga-, y porque me drogaron cuando vieron que los métodos de sus gorilas no funcionaban conmigo. No sé cuánto tiempo llevo aquí. Antes de que llegaras estuve la mayor parte del tiempo en otra dimensión. Por la sed que tengo calculo que dos o tres noches. Con poco margen de movimiento, Julien metió incómodamente el clip en la cerradura de las esposas. -Hoy es la tercera noche –dije fijándome en lo que hacía. -¿Y se puede saber cómo me encontraste? –preguntó concentrado en las esposas; soltó un taco cuando se le cayó el clip. -Quería hablar contigo porque… porque pensaba que lo habías dejado conmigo. –Julien se encogió de hombros e intentó meter de nuevo el clip en la cerradura-. Pero hacía dos días que no venías a la escuela, y tu móvil estaba apagado, así que fui a tu casa. Me preocupé cuando vi que no estabas. Julien parecía hacer avances porque ahora movía el clip de otra manera. No dijo nada cuando le confesé que había bajado al sótano y había rebuscado en sus cosas, aunque sólo para encontrar algún indicio de por qué había desaparecido. --Supuse que los príncipes se habían enterado de lo nuestro y te habían llevado con ellos. Hasta pensé en pedirle ayuda a mi tío. Le divirtió el comentario, pero sólo otro taco cuando algo en la cerradura no le salió como esperaba. Apretó los labios y siguió moviendo el clip. Respiré hondo.
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--Cuando volví a mi casa –proseguí-, vi la Blade en el garaje. --Estará destrozada, imagino. --Me temo que sí –asentí. --No me extraña, con las vueltas de campana que dimos. --¿Vueltas de campana? –Esperaba haber entendido mal. Julien asintió, introdujo más el clip y lo torció. --La noche en que te dejé en casa me siguieron. Pensaba que era el mismo tipo que había eliminado a mi hermano, a quien me debía de estar acercando demasiado. De alguna manera era cierto. –Maldijo cuando se le volvió a caer el clip al suelo y, cuando siguió hablando, lo hizo a trompicones, tenso-. Me dispararon, así que aceleré. Debí de haber trucado el motor porque no podía quitármelos de encima, y cuando se cansaron de seguirme, me dispararon en la rueda trasera. –Me miró sin levantar la cabeza-. Créeme, no es divertido salir volando y golpearte contra todo lo que se te cruza en tu camino. Apoyé mi mano en su hombro, pero meneó la cabeza. --Te olvidas de que no soy humano, hace falta más que un accidente de moto y unos golpes para acabar conmigo, no siquiera me mató la caída desde la cuerda floja. Mi cuerpo se cura solo rápidamente. Como había bebido bastante la noche anterior no fue tan grave, y si hubiera bebido otra vez, apenas se me notarían las heridas. Me estremecí. Si según él había mejorado, no quería imaginar cómo había estado el día del accidente. --¿Y luego te trajeron aquí? --Recuerdo que perdí el control, que comí asfalto, y que la Blade se me vino encima, nada más. Cuando recuperé la conciencia estaba atado a esta silla y Samuel me preguntó qué les había contado a los príncipes. –Sonrió fríamente-. Estoy seguro de que pensaba que yo era Adrien. Si realmente tu tío le hizo algo a mi hermano, en aquel momento creyó que Adrien había logrado sobrevivir. Claro, eran gemelos. --Entonces ¿crees que tu hermano puede seguir vivo? –pregunté. -Exacto –confirmó en voz baja. Su esperanza me provocó un nudo en la garganta. --Hace dos días… -empezó, pero no supo cómo continuar-. Perdona, no quería hacerte daño. Cuando me enteré de que eras la que buscaba no sabía qué hacer. Me refiero a que… yo… tú. ¡Maldita sea! ¿Te parece si dejamos esto para otro momento? Lo único que importa ahora es que lo siento y quiero seguir contigo, ¿vale? --Vale –contesté. En silencio observaba cómo luchaba con las esposas, se oyó un clic y se abrió la izquierda. Suspiró aliviado y sacudió la mano. En menos de un minuto se quitó la otra y se frotó las muñecas. Le di la mano para ayudarlo a levantarse; me la cogió tan rápido que me asusté. Tenía las mangas subidas por encima de los codos y ambos nos quedamos mirando mis venas. El brillo de sus ojos había vuelto, y con cada respiración mía se volvía más intenso. Me quedé inmóvil, él entreabrió la boca u se acercó, sentí su
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aliento en mi brazo y me pregunté si dolería el mordisco. --¡No! –exclamé. --¡No! –repitió Julien soltando mi brazo como si le quemara en las manos-. Salgamos de aquí, la próxima vez no podré controlarme. Cogió el atizador y subimos la escalera. Me hizo una señal de que esperara y abrió la puerta. Oí un golpe y dejé de respirar hasta que Julien apareció y me indicó que ya podía salir, pero que lo siguieron sin hacer ruido. El guardaespaldas de mi tío estaba inconsciente en el suelo con la cabeza exageradamente torcida. Miré a Julien, tenía sangre en la comisura de los labios. Señaló la puerta que llevaba al despachó de mi tío, estaba entreabierta y se oían voces lejanas. Mi tío decía algo y los demás parecían estar de acuerdo. Miré a Julien desesperada, era la única salida. Me comprendió y señaló las ventanas cubiertas por las pesadas cortinas. Cruzó el salón con su habitual elegancia, pero aunque acababa de beber, todavía mantenía cierta distancia conmigo, como si no se fiara del todo de sus impulsos. Le cogí el brazo cuando fue a abrir la ventana. --La alarma –susurré. Bajó el brazo con un suplido. Escuchó un momento las voces en el despacho y luego miró por la ventana. Se oyeron las sillas moverse, se abrió la puerta y se encendió la luz del salón. Los guardaespaldas gritaron sorprendidos al vernos, Julien les lanzó el atizador, abrió la ventana y la alarma sonó ensordecedora. Me cogió de la cintura y salimos mientras Samuel daba órdenes. Corrimos por el jardín cogidos de la mano. Corrí sin saber adónde –detrás de nosotros se oían voces-, dimos la vuelta a una esquina, me tropecé y me caí sobre Julien, que me levantó de un tirón para seguir corriendo. Salimos a la calle, al mundo exterior, donde habría gente y no nos podrían hacer nada en contra de nuestra voluntad. Sentí un tirón hacia atrás, y me levantaron en voladas. Julien se dio la vuelta mostrando los dientes mientras yo pataleaba, intentando soltarme y gritaba con la esperanza de que alguien me oyera. --¡Hacedla callar! –ordenó Samuel. Ahogaron mis gritos, no podía respirar. Hice todo lo que pude para liberarme. Pero fue en vano. La piel bajo mis dedos era fría como mármol recubierto de cera. Oí golpes y gemidos de dolor. Me pareció reconocer la voz de Julien. Necesitaba aire, pataleé, pero la mano apretó aún con más fuerza, y mi vista se nubló. Se me llevaban a pesar de mi inútil resistencia. Vi caras, luz, libros, una escalera: descendíamos. Me soltaron sobre una alfombra, respiré hondo, desesperada, y reconocí el sótano. Un guardaespaldas me observaba impasible. Sólo pensaba en lo que le podía haber pasado a Julien y en salir de allí. Le di una patada en la espinilla al gorila, que gruñó sorprendido, y salí corriendo hacia la escalera. Sentí un fuerte golpe y caí de rodillas, antes del primer escalón. Hubo una explosión de dolor y oscuridad en mi cabeza, que me llevó a la nada.
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9 SANGRE
Frente a mí aparecieron unas caras: dos socios de Samuel. Detrás de mí oí a Julien, furioso, a quien inmovilizaban varios hombres. —Julien. –Apenas pude pronunciar su nombre. —Tu valiente y fiel vourdranj -- dijo Samuel, y sus colmillos brillaron en una sonrisa burlona—. Podría haberse escapado pero no quiso separarse de ti. Si te portas bien, quizá deje que te lo quedes... ¿Qué te parece? Un juguete para ti solita. Lo miré a duras penas, me hablaba como a una niña pequeña. Hizo una señal a sus hombres y éstos me agarraron las piernas y los brazos. Samuel se acercó con una jeringa en sus manos. —¡No! – gritó Julien. Me buscó la vena en el brazo y me inyectó un líquido marrón amarillento que me hizo arder el brazo. Grité, hubo una explosión de colores, un resplandor y mucho dolor. Me soltaron y me encorvé, me hice una bola, gemí, lloré, grité, ardía de dentro a fuera y mis encías se volvieron de lava. Oí la voz de Julien distorsionada y distante: estaba enojado; a Samuel gruñir, y un golpe seco. Todo era tinieblas y dolor. Cuando volví en mí estaba tumbada sobre algo blando. Tenía frío y calor a la vez, me temblaba el cuerpo, pero no podía moverme. Una luz me deslumbró. ¡Tenía sed! ¡Me moría de sed! Distinguí unas siluetas, y me pusieron algo en la boca. —Bebe, mi niña. –murmuraron en mi oído. — ¡No! –oí gritar. Al grito le siguió un golpe y un gemido. Levanté la cabeza para ver de donde venían los ruidos; estaba rodeada de antorchas, pero lo veía todo borroso. Alguien me bajó la cabeza y otra vez me pusieron la copa en los labios, esta vez con mayor insistencia. —Bebe. Sorbí un líquido entre salado, amargo y rancio, y mis encías estallaron de dolor... y de ansia. Cogí la copa y bebí con avidez. Alguien rió divertido. De repente me entró un calambre en el estómago, grité y escupí lo que tenía en la boca. Oí murmullos de sorpresa e indignación. En mi estómago había un monstruo con garras que me destrozaba por dentro. Gimiendo, rodeé mis piernas con los brazos. Otra vez me cogieron del mentón y me pusieron la copa en los labios. Reconocí a Samuel, me negué y lo empujé. Algo en mi interior aullaba de miedo, pero estaba tan aletargada que no entendía el porqué. Un líquido inundó de nuevo mi garganta tan de repente que me atraganté y tosí. Sentí de nuevo las garras arañando mi estómago, no podía respirar de tanto dolor y me retorcí en el diván. Samuel me hizo beber de nuevo a la fuerza. — ¡Bebe! –ordenó. Volvía a atragantarme y me quedé sin aire. Intenté quitármelo de encima, le di un golpe y la copa se derramó sobre mí. Samuel gruñó y me soltó.
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EL BESO DEL VAMPIRO – LYNN RAVEN
‘ANGELES DE CHARLIE’
Otra vez oí los murmullos de preocupación hasta que Samuel ordenó silencio. — ¡Traedlo aquí! –ordenó bruscamente. Dos hombres trajeron por la fuerza a otro, rabiosos y desesperado. ¡Era Julien! Además de sus raspaduras, tenía sangre en la cara y un ojo marcado. Su mirada estaba llena de sufrimiento. Le retorcieron un brazo colocándoselo detrás de la espalda, y le extendieron el otro. Samuel sacó un cuchillo y, con una sonrisa, la cortó la vena de arriba abajo. Julien hizo un gesto de dolor, y yo miré fascinada cómo le brotaba la sangre, le corría por la piel y goteaba en el suelo. Sentí presión en los colmillos y se alargaron. Julien intentó liberarse cuando los vampiros me acercaron su brazo. Su sangre brillaba en la luz como un oscuro rubí. Me agaché y cogí su brazo con las dos manos. — ¡Dawn! ¡No!—exclamó cuando le hinqué los dientes. La sangre regó mi boca y tragué. Era dulce y salada, como miel y cobre, me recordó al líquido que me había dado Samuel, sólo que su aroma era más intenso y puro. Absorbía la sangre caliente y sentía el ritmo de las pulsaciones. La bestia de mi estómago había dejado de rasgarme y empezaba a ronronear. Bebía como en sueños, sin poder parar, hasta que el ritmo de los latidos perdió la regularidad y apenas tenía fuerza. Volví en mí y me decepcioné de lo que había hecho. Abrí los ojos, tenía cogido el brazo de Julien con las dos manos y aún corría sangre. Mis colmillos le habían dejado dos agujeros. Me miró con una mezcla de desencanto y fascinación. Movió los dedos en mi mano y me llamó de nuevo la atención el chorro rojo, que brotaba de su brazo y goteaba en mi pierna. De nuevo me dolieron las encías y, espantada, me sentí atraída. Empecé a temblar, no quería morderle y hundí mis dedos en su brazo. Gimió de dolor. Lo miré asustada, tenía los ojos entreabiertos, mirándome también, y se pasó la lengua por el labio. Dudé un instante antes de chuparle las heridas, pero debía hacerlo. Saboreé el cobre y la miel y, otra vez, sentí el ansia, pero logré reprimirla. Las lamí lentamente, dejó de brotar sangre y se cerraron. Me cogieron del pelo, me apartaron de él con brusquedad y le volvieron a rajar el brazo. Esta vez sí gritó. El cuchillo cayó a mi lado; Samuel me cogió de la nuca y me puso el brazo de Julien delante. — ¡Bebe más! —ordenó. — ¡No! —Desesperada intenté apartar la cara, la sangre de Julien chorreaba por mi mentón. Samuel me soltó. Como yo, los dos vampiros que sostenían a Julien no podían apartar la mirada de la sangre que brotaba. Samuel me cogió de los hombros. — ¡Bebe! —exclamó. Pero me negué. De repente, me hundió sus colmillos en el cuello como dos dagas ardiendo. Mi grito fue cada vez más estridente, y me saltaron las lágrimas. Algo cayó al suelo con estrépito y todo se llenó de humo. Sus labios ardían en mi piel, intenté quitármelo de encima y grité, grité, grité. Todo se volvió oscuro de repente, y dejé de sentir su boca en mi cuello. Sentía la sangre manar, me cogieron y me tiraron del diván al suelo. De nuevo se oyó estruendo y un alarido. Vi prenderse una antorcha, llamas bailando. —Todo está bien, aguanta —me dijo la voz de Julien en la negrura; me levantó y avanzamos por la oscuridad.
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Quise responderle, pero me pesaba demasiado la cabeza, y la apoyé en su hombro. La sangre me brotaba cálida y empapaba mi camiseta. Sentí el aire fresco, dejábamos atrás el infierno, sentía sus llamas. De repente, Julien perdió el equilibrio, nos caímos y debí de desmayarme. — ¡No! ¡Dawn! ¡Por favor, no me hagas esto! —gritó Julien desesperado. Me pregunté qué le pasaba para estar tan asustado. Me abrazaba, decía mi nombre y me mecía. Sentí una brisa en mi cara y olí el humo en la ropa de Julien. Me dolía el cuello y tenía un sabor ácido en la garganta como si hubiera vomitado. — ¡Aguanta! Por favor, Dawn —suplicó. Tenía frío. Julien me apretaba el cuello, que todavía me sangraba. Hubo una explosión fortísima y su furia me aplastó contra el suelo. Julien me cubrió con su cuerpo y, como granizo, empezaron a caer cosas a nuestro alrededor. Se oía el crepitar del fuego, me abrazó y sentí su pecho. — Por favor, Dawn, no te mueras —rogó desolado. Fruncí el seño, no pensaba morirme, tenía que hacérselo saber. Me pesaban los párpados, pero los abrí. Vi el cielo violeta, azul y dorado, era precioso, estaba amaneciendo. A mi lado, Julien repetía mi nombre. Estaba tan cansada que sólo quería dormir y seguir flotando. A duras penas giré mi cara hacia él y levanté la mano. ¡Qué cansada me sentía! Definitivamente, necesitaba dormir. Julien me apretó contra su pecho con emoción. — ¡Dawn! ¡Por Dios, Dawn! —exclamó y dejé caer mi brazo. Vi que lloraba, ¿pero por qué? No había motivo. Se lo quería decir, pero sacudía la cabeza implorando. — ¡Shhhhh! No digas nada, todo va a salir bien, aguanta un poco. Movía la mano en mi cuello, me dolía. Estábamos en la salida de mi casa, que ardía detrás de nosotros. Lo veía todo borroso e intenté concentrarme en la figura de Julien. Tenía el pelo y la ropa chamuscados, y sus ojos reflejaban sed, dolor y desesperación. Sus colmillos asomaban largos y afilados, estaba temblando. — Todo está bien —aseguraba, aunque estaba asustado—. Ya no puede hacerte daño, quédate conmigo. ¿A quién se refería? Luego se lo preguntaría, ahora quería dormir, estaba muy cansada y no me costaba nada cerrar los ojos. — ¡Dawn! ¡No! —gritó Julien con pánico, y me zarandeó. Los volví a abrir. Había algo caliente en mi cuello, miré a Julien, tenía las manos llenas de sangre, todo él estaba lleno de sangre. Por fin comprendí que era mía y que manaba de la herida en mi cuello. Abracé a Julien. ¡Me estaba desangrando! ¡Me iba a morir! — Por favor, haz que pare —supliqué, y le abracé con fuerza. Puso un gesto de dolor e impotencia, suspiró y negó con la cabeza. — Por favor, no quiero morir —dije débilmente. Gimió como un animal en una trampa. Estiré mi brazo hacia su cuello, pero no pasé del hombro, lo agarré y quise acercarlo hacia mí. No sabía de donde sacaba la fuerza, quizá fuera el mismo brazo, que cada vez pesaba más. — No quiero morir —susurré forzando su cabeza contra mi cuello, pero intentó apartarse—. Por favor —insistí. Oí un sollozo que sonó como un “te quiero”. Sus labios se posaron fríos en mi cuello, sentí sus dientes, y todo se volvió oscuro. Estaba flotando, todo estaba a oscuras y sólo de vez en cuando veía una luz tenue hasta que ganó intensidad, además de un pitido
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enervante. No podía mover la mano y tenía algo en el cuello. Quise moverme, me pesaban los brazos y las piernas, estaba muy cansada. Pestañeé; todo a mi alrededor era blanco: paredes, techo, cortinas, puerta. Estaba en un hospital. Me dolió el cuello al girar la cabeza. En ese momento apareció Julien. — Gracias a Dios, por fin despiertas. —Parecía aliviado. Quise levantar la mano, pero no pude. — ¡Shhh! Poco a poco, descansa, ya acabó todo. — Me acarició la mejilla y me cogió la mano. En el revés tenía clavada una aguja, conectada a un sistema de goteo. Lo miré, aunque me costaba mantener los ojos abiertos. Sus ojos ya no estaban sedientos de sangre, aunque estaba más pálido de lo normal. — Lo hiciste —dije con dolor como si hubiera tragado papel de lija. Se me quedó mirando en silencio hasta que asintió. — Sí, ni yo mismo sé cómo controlé mi sed. Agotada, pero sonriendo, dejé que la almohada cargara el peso de mi cabeza. Un vago recuerdo me borró la sonrisa de los labios. — Samuel… —dije. —Está muerto —interrumpió—, ya no pude hacerte nada—prosiguió satisfecho. — ¿Muerto? —murmuré—. ¿Qué pasó? Se reclinó en la silla sin soltarme la mano. Llevaba ropa limpia que parecía de otra persona. — Si te soy sincero, no lo sé muy bien. El sótano empezó a arder cuando te sacaba de allí. Samuel había puesto unas antorchas de aceite, quizá para impresionar a sus seguidores. La cuestión es que cuando su progenie me sostuvo al querer apartarlo de ti, se cayó una y prendió la alfombra, y, luego, los libros. También alcanzó el garrafón lleno de aceite que había al lado del hogar, las llamas lo engullían todo. Te subí, pero no tenía fuerzas para salir del recinto de la casa. Entonces saltó por los aires. Ni Samuel ni sus creados ni ninguno de sus amigos habían salido. Después ya sabes que pasó. — ¿Cómo puede ser que no saliera ninguno? —pregunté. Julien se quedó en silencio mirando el goteo, apretando las mandíbulas. — ¿Julien? —dije levantando ligeramente la cabeza. — Hay ciertas cosas que es mejor que no sepas —contestó con decisión. Hubiera hecho lo que hubiera hecho, seguíamos vivos gracias a él. Le apreté la mano con complicidad. Sentí como se relajaba. — Los bomberos dijeron que fue una explosión de gas. Por lo visto, el fuego llegó a la calefacción. Hubiera preferido que no hubieran venido, igual que la policía, pero el fuego no pasaba desapercibido. — ¿Qué le dijiste a la policía? — Al principio nada, simulé estar en shock. Además, tenía miedo que no aguantaras, aunque te conseguí cerrar un poco la herida del cuello. —Me acarició la mano—. Pensarían que estaba loco. Recordando qué pinta teníamos, era un milagro que Julien estuviera a mi lado y no en la cárcel a espera de juicio. — ¿Y qué les dijiste después? Bajó la vista y carraspeó. — La policía piensa que Samuel pertenecía a una secta satánica y que te iban a sacrificar. Yo, tu novio, estaba en el momento equivocado en el lugar equivocado, o no,
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porque si no, no te hubiera podido salvar. El fuego se extendió rápidamente y la calefacción explotó. — ¿Y cómo es que nosotros salimos y los demás no? —Pregunté exhausta, y de repente tuve miedo—. Julien, ¿y si la policía investiga y se entera de que mientes? —El pitido detrás de mí se aceleró. — No lo hará. Relájate, Dawn, tampoco vendrán a hacerte preguntas, el caso está cerrado. No entendía cómo lo había hecho, ¿acaso llevaba en coma una semana? — Para la policía somos las víctimas. ¿Acaso piensas que no me interrogaron? Les dije que te fui a buscar para hacer las paces, pero que nadie me abría la puerta, aunque había luz en la casa. Por eso entré por una ventana de la parte de atrás y saltó la alarma. Dos guardaespaldas de tu tío me pillaron y, después de darme un par de golpes, me bajaron al sótano. Tú estabas inconsciente en el diván y los demás llevaban a cabo el ritual. Forcejeé con los gorilas y entonces se prendió el fuego. No sé cómo sucedió, estaba conmocionado. Te saqué en brazos y salí lo más rápido que pude. Por qué los otros no salieron ni me interesa ni tengo por qué saberlo. Estábamos en la salida cuando la casa voló por los aires. Lo mejor de todo es que tú no tienes que confirmar nada porque no despertaste hasta que te trajeron al hospital. —Me acarició la mejilla—. Créeme, no hay de qué preocuparse. — ¿Y si me interrogan? —murmuré. —Entonces les dices que te fuiste a la cama porque te sentías más cansada de lo normal y que cuando despertaste estabas en el hospital, que no te acuerdas de nada. Pensarán que tu tío te sedó. Cerré los ojos, parecía sencillo, y estaba demasiado cansada como para preocuparme. Me acarició el pelo. — Duerme, Dawn, no le des más vueltas, todo saldrá bien. — ¿Lo consiguió? —pregunté casi dormida. — ¿El qué? —dijo retirándome el pelo de la cara. — Convertirme en lamia. —Sólo se oía el pitido. — ¿Julien? — No —dijo con alivio y no lo comprendí—. Insistí en que te hicieran un lavado de estómago; además, habías perdido tanta sangre que te hicieron una transfusión. Después de todo eso apenas te quedaba suero del que te había inyectado ese desalmado para acelerar tu cambio, ni sangre mía como para que pudieras acabarlo. Es mejor así, créeme. — ¿Por qué? —Me resistí cuando Samuel me obligó, pero ahora me decepcionaba. — ¿Querrías estar atrapada en el cuerpo de una chica de diecisiete años para siempre? —preguntó. — Tú no eres mucho mayor —respondí luchando contra el sueño. — Mi cambio fue motivado por un accidente, mi cuerpo decidió que estaba preparado. — Quizá yo también lo estaba. — No lo estabas, créeme —dijo en voz baja. — ¿Por qué es tan peligroso el cambio prematuro? — Uno de cada tres muere, y de los que sobreviven, cuatro de cada cinco se vuelven locos. Por miedo a que Adrien o yo les hubiéramos dicho algo a los príncipes, tu tío quiso acelerar el proceso. Probablemente prefiriera incluso una Princesa Strigoja tarada para poder controlar más fácilmente.
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— Pero haré el cambio igualmente ¿no? —pregunté. Julien bajó la vista—. ¿No? — No lo sé, es la primera vez que pasa algo así. La puerta se entreabrió y una enfermera se asomó, vio que estaba despierta y me sonrió. Antiguos y poderosos. Sólo un idiota se metería con ellos —dijo, y cogió mi mano con cuidado. Ojalá me quitaran ese ridículo suero pronto. — ¿Y cómo nos afecta eso a nosotros? —Cerré los ojos. — Dudo que nadie nos haga nada. — ¿A qué se refería cuando dijo que le pediste ayuda? — Él fue quien lo arregló todo con la policía —confesó. Sí, me podía imaginar perfectamente a mi joven tío abuelo diciéndole a la policía que cerrara el caso de su nieta. Me hizo gracia, pero luego me vino a la cabeza algo que había dicho. — ¿Por qué dijo que habías vuelto del exilio sin permiso? Julien suspiró. — Deberías descansar, Dawn. Abrí un ojo, Julien estaba con un codo apoyado en el colchón, cerca de mí. — ¿Por qué lo dijo? —insistí. — Porque oficialmente no puedo estar aquí. — ¿Y qué pasa si alguien se entera? —pregunté, y me acerqué a él. — Supongo que me juzgarían. — Oh —murmuré con sueño, y cerré los ojos—. ¿Crees que hablar con mis tíos y mi abuelo para que te defendieran sería de ayuda? —Seguramente, pero mientras esté bajo las órdenes de Vlad, nadie levantará un dedo contra mí. —Bien. —Satisfecha le cogí la mano. Ya sabía qué hacer para que no me doliera la aguja del suero. Finalmente me quedé dormida.
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10 PRINCESSA STRIGOJA
Todavía con las piernas temblorosas y apoyándome en el hombro de Julien llegue a la mansión de Hale. Me quedé sin palabras; mi tío abuelo la había mandado arreglar mientras yo estaba en el hospital. Le tenía que haber costado una fortuna llevar a cabo una reforma así en tan poco tiempo. La casa brillaba con su antiguo esplendor, y pude entender bien por qué a mi madre le había gustado tanto. Como mi antigua casa era un montón de escombros, iba a vivir allí con Julien. Había pasado siete días en el hospital, dos de ellos inconsciente, y Julien no se había apartado de mi lado. Sospeché que se alimentaba del banco de sangre del edificio. Cuando se lo dije frunció el ceño y me dijo que no le gustaba la comida de bote. Después de los intentos de las enfermeras y los médicos de que se fuera a casa a descansar se quedaran en nada, trajeron a la habitación un sillón más confortable. No sabían que a Julien eso era lo menos le importaba. Después de dos días pudieron venirme a visitar mis amigos. Susan fue la primera; traía un globo de color chillón atado a un hilo, un ramo de flores y una caja de galletas de su abuela. No dejé ni las migas, me había vuelto el apetito. Según Julien, aquello tenía que ver con que ya no tomara la droga que debía acelerar mi cambio: mi té preferido. Los siguientes fueron Beth, Mike y Ron. Me alegré de que involucraran a Julien en la conversación. Era como si quisieran demostrarle que, si lo deseaba, era bienvenido a nuestro grupo de amigos. Cuando Neal vino por fin a visitarme me asusté de cómo reaccionaría Julien. Todavía parecían dos perros detrás del mismo hueso, pero Neal era demasiado inteligente como para no aceptar que ese hueso era de otro. Cuando tenía visita, Julien se apartaba al sillón en un rincón del cuarto, pero nunca se iba. Era raro pensar que estaba ahí velando por mi seguridad: el vourdranj, el cazador. De todos modos me gustaba la sensación. --¿Seguro que no estás cansada? –me preguntó Julien por enésima vez llevándome con el Corvette, del que ahora sabía que era propiedad de su hermano. Me había venido a buscar al hospital. --Estoy perfectamente –le aseguré también por enésima vez intentando no perder el tacto. No sabía cómo decirte que no se tomara su trabajo tan en serio, porque ya era oficial, era mi protector, el vourdranj de la Princessa Strigoja. Me sentí como en una película de mafiosos cuando los grandes del inframundo vinieron a jurarme fidelidad. Mi tío entró con una docena de príncipes lamias de uno en uno. Me aseguraron que me reconocían como Princessa Strigoja y que me respetarían siempre y cuando no hiciera locuras y me dejara llevar por ambiciones de poder. De todos modos, mientras no hiciera el cambio no hacía falta preocuparse.
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Cerré los ojos; nunca haría el cambio, nunca sería como Julien. Pensar eso era una tortura. Claro que Julien podía convertirme en un vampiro, pero, primero, no sería lo mismo y no podría pasear más al sol y, segundo, él no quería. Lo habíamos discutido ese mismo día cuando mi tío dijo que quizá nunca hiciera el cambio. Acabamos peleándonos tanto que la enfermera echó a Julien de mi cuarto y no lo dejó entrar hasta tres horas después. Entró y me abrazó. Había desarrollado un olfato infalible para saber cuándo necesitaba mimos. --Entremos, hace frío, y aún tengo que enseñarte tu cuarto. No podía esperar más para ver mi nuevo reino. Casi me caigo subiendo la escalera, así que me levantó en brazos como unos recién casados y subimos directamente al primer piso. La habitación daba a la parte trasera, al lago. Se salía al balcón por una puerta de cristal que dejaba pasar la luz del sol. Con cuidado me dejó en la cama y esperó nervioso a que le dijera qué me parecía. No tenía palabras, había acertado hasta en los más mínimos detalles –vale, el columpio de ratán era un poco anticuado, pero iba a estar de maravilla leyendo en él-. La habitación era moderna, pero también cómoda. Me sentí a gusto nada más entrar. --¿Y? –preguntó Julien cuando no pudo esperar más. --¡Es precioso! ¡Gracias! –exclamé mirándolo, radiante. Se pasó la mano por el pelo y sonrió. --Me he instalado en un cuarto un poco más allá; compartiremos baño, espero que no te moleste. --Claro que no –dije meneando la cabeza, pero luego me entró una duda-. ¿Cómo va a seguir lo nuestro, Julien? –Desde la pelea en el hospital no habíamos vuelto a hablar del tema. Se sentó a mi lado. -Haremos exactamente lo que nos dijo el príncipe Vlad, como si nada hubiera pasado, acabarás la escuela y luego ya veremos. -No me refería a eso. --Ya –dijo, y me miró a los ojos-, pero sigo pensando lo mismo: aunque no hicieras el cambio a lamia, no pienso convertirte en vampiro. O haces el cambio o te quedas humana. Tomé aire. --¿Y cuándo sabremos si cambiaré o no? --Dentro de cinco o seis años. Adrien hizo el cambio a los veinticinco, así que no te preocupes por eso –contestó con aparente tranquilidad, aunque me pareció percibir un quiebro en su voz. Todavía no sabía nada de su hermano. Y lo que era peor: para poder quedarse conmigo tenía que hacerse pasar por él, porque Julien Du Cranier estaba oficialmente en el exilio, y si los príncipes se enteraban de que ya no estaba en Dubai, lo pondrían en busca y captura. Antes de que se complicara la situación con las identidades tenía que
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encontrarlo, y no iba a descansar hasta entonces, como yo tampoco iba a descansar hasta que encontrara la manera de convertirme en lamia. Me apoyé en su hombro y cerró los ojos al rodearme con su brazo. Por el momento estaba contenta, pero sólo por el momento.
FIN
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AGRADECIMIENTOS TRANSCRITO POR EL FORO “FALLEN ANGELS” Por “Los Ángeles de Charlie”
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