La lucha contra la pobreza en el origen del Trabajo Social

Tema 1 La lucha contra la pobreza en el origen del Trabajo Social Sagrario Anaut-Bravo 1.  Discursos de lucha contra la pobreza 1.1.  Voces con impac

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Fondo Monetario Internacional VOLUMEN 31 NÚMERO 2 4 de febrero de 2002 www.imf.org/imfsurvey En este número Conferencia sobre la pobreza Los países

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INNOVACIONES EN LA LUCHA CONTRA LA POBREZA RURAL EN AMÉRICA LATINA Javier Escobal Carmen Ponce Enero, 2000 Documento preparado para la CEPAL, para

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Tema 1 La lucha contra la pobreza en el origen del Trabajo Social Sagrario Anaut-Bravo

1.  Discursos de lucha contra la pobreza 1.1.  Voces con impacto: de Malthus a Simmel 1.2.  De la pobreza a la exclusión social 1.3.  De la teoría a la investigación sociológica aplicada: la Fundación FOESSA 2.  Cuando los debates en torno a la pobreza se hacen realidad 3.  Agentes protagonistas de la intervención social Objetivos Comprender que en el origen del Trabajo Social se encuentran realidades sociales complejas que suscitaron debates y conformaron discursos políticos. En concreto, la pobreza será el motor del desarrollo de profesionales como los asistentes sociales y el objetivo prioritario del Trabajo Social hasta hoy. Analizar el carácter dinámico, la complejidad y la multiplicación de formas que ha ido adquiriendo la pobreza en la historia. Resumir el papel desempeñado por los diferentes actores y agentes de la intervención social. Facilitar la reflexión sobre una profesión ligada a las relaciones humanas. Glosario de conceptos Pobreza, exclusión social, control social, asistencia social, agentes de intervención social, política social, Trabajo Social.

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Introducción La pregunta sobre qué es el Trabajo Social no solo nos remite a las respuestas que se han dado en los últimos sesenta años, cuando se ha constituido en profesión y disciplina, sino también a la historia. Una historia de hechos, procesos, personalidades, ideas, valores, etc., que nos ayudan a entender tanto el pasado como el presente. Aporta explicaciones a un presente no siempre descifrable en claves actuales. Como J. Aróstegui afirma, la historia “no es meramente el tiempo pasado de las cosas humanas, sino que es el cambio de las cosas humanas”1. El Trabajo Social “al igual que todo fenómeno o acontecimiento histórico, está incrustado en un sistema y contexto socio-histórico que le da significado y le condiciona, asignándole una herencia de la que le es difícil sustraerse”2. No se trata de hacer un planteamiento lineal sobre los orígenes y desarrollo del Trabajo Social, sino de rastrear en el pasado algunos hitos, problemáticas, situaciones y colectividades susceptibles de ayuda o atención, tipos de intervención desde iniciativas diversas, mecanismos de respuesta social e institucional, etc., que hablan de cambios y continuidades. Unas claves explicativas que han dejado su legado empírico como teórico en instituciones, estrategias y prácticas de actuación, y en el plano de legitimación y justificación de un modo de hacer y pensar que apuntan hacia la constitución del Trabajo Social como profesión y como disciplina. Existen estudios generales, regionales y locales sobre la historia de la Asistencia Social o del Trabajo Social. Quizá no tan sistemáticos ni tan completos como nos gustaría pero, a nuestro juicio, resultan de gran interés. Por citar solo algunos ejemplos, destacaremos los de J. Álvarez Junco (1990) y C. López Alonso (1988) sobre la acción social; los de F. Santolaria (1997, 2003), B. Gemerek (1989), P. Carasa (1987), D. Casado (1990), L. Montiel (1997) o S. Anaut sobre pobreza, marginación, caridad y asistencia3. Son más numerosas las monografías sobre instituciones que dan asilo como inclusas, misericordias, cárceles u hospitales. Sus aportaciones sobre su funcionamiento, organización, asistentes y asistidos han permitido reconstruir la evolución de una acción individual o social sobre determinados colectivos o   Aróstegui, J. (2001): La investigación histórica: teoría y método, Crítica, Madrid.   Zamanillo, T. (1990): “Lo viejo se renueva. Un perfil del trabajador social actual”, en Documentación Social, nº 79. 3   Santolaria, F. (1997): Marginación y educación. Historia de la educación social en la España moderna y contemporánea, Edit. Ariel Educación, Barcelona; (2003): El gran debate de los pobres en el siglo XVI. Domingo de Soto y Juan de Robles, 1545, Ariel Historia, Madrid. Carasa, P. (1987), Pauperismo y revolución burguesa (Burgos, 1750-1900), Biblioteca de Castilla y León, Valladolid; Anaut Bravo, S. (2001), Luces y sombras de una ciudad. Los límites del Reformismo social y del higienismo en Pamplona, Ayuntamiento Pamplona-UPNA, Pamplona. 1 2

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grupos sociales. Asimismo, se cuenta con publicaciones sobre diferentes servicios y programas sociales en etapas previas a la configuración del Estado de Bienestar, sin olvidar las referidas al propio Estado de Bienestar, aunque su orientación sea más sociológica o político-económica que histórica4. La producción bibliográfica sobre todos estos y otros temas comenzó a proliferar a partir de la segunda mitad de la década de los ochenta del siglo XX, cuando ya se contaba con un diseño más o menos claro del Estado de Bienestar en España y cuando la historia social encuentra espacio en el mundo académico español. Una historia social que incorpora la historia de la pobreza, de las instituciones hospitalarias, punitivas y benéficas, de la legislación social, laboral y socio-sanitaria, y la progresiva presencia e intervención de las autoridades político-administrativas en las vidas privadas, a unas líneas de investigación centradas en la organización social y el movimiento obrero. Como resultado de esta trayectoria historiográfica, podemos afirmar que resulta difícil concretar el momento en el que se hace realidad la profesión de asistente social/trabajador social en España. Lo cierto es que se ha ido delimitando de forma gradual, casi sin hacer ruido, sin dejarse notar. Ha seguido el ritmo de unas actividades que, en principio, tuvieron un impulso cristiano y humanitario hacia unas actividades más especializadas y profesionales. Ese paso requirió el surgimiento de grupos ocupacionales comprometidos en un trabajo y dedicados a unas problemáticas que se fueron concretando de forma paulatina. Este recorrido exigió, de igual forma, que los asistentes sociales demostraran que su labor no podía ser ejercida por cualquier persona de buena voluntad, como los reformadores sociales y visitadores voluntarios. Los esfuerzos realizados hasta el presente no han evitado que todavía sea un rasgo del Trabajo Social su indefinición o ambigüedad múltiple, posicional y funcional, como lo define Álvarez-Uría. Esta debilidad parece quedar mediatizada cuando se entiende que la trayectoria de la profesión ha girado en torno a la intervención como respuesta a las necesidades sociales, intentando servir a cada persona y a la sociedad y promocionando el cambio o la mejora humana a través de diversos mecanismos, entre los que se encuentran la cooperación y la ayuda mutua. De todo ello se desprende que el Trabajo Social nació en tierra de nadie, en el denominado espacio social. Ese espacio que no es ni política ni economía. Su intervención se dirigió a reparar las fracturas sociales sin alterar sus factores causales ni los modelos político-económicos imperantes. Es compren4   Como referencias: Rodríguez Ocaña, E., et al. (1985): “Los consultorios de lactantes y gotas de leche en España”, en Revista Jano, vol. 29, nº 663; Muñoz de Bustillo, R. (1989), Crisis y futuro del Estado de Bienestar, Alianza, Madrid; Carasa Soto, P. (1997), “La revolución nacional-asistencial durante el primer franquismo (1936-1940)”, en Historia Contemporánea, nº 16; Rodríguez Cabrero, G. (2004), El Estado de Bienestar en España: debates, desarrollo y retos, Edit. Fundamentos, Madrid.

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sible entonces que en el origen de toda intervención social esté la pobreza y el carácter paliativo, temporal, exiguo e intermitente de toda acción social sin límites bien definidos, como se constatará a lo largo de este libro. 1. Discursos de lucha contra la pobreza En el origen y desarrollo de lo que hoy definimos como Trabajo Social se encuentra, como se ha indicado, la preocupación por la pobreza. Una pobreza cuyas formas e imágenes irán variando a lo largo de la historia, siguiendo el devenir político, económico, social y cultural del marco geopolítico en el que se desarrolla. Es así como aparecen diferencias y similitudes entre localidades, regiones y países a la hora de dar respuestas a las necesidades sociales que se van detectando y en el momento de formular explicaciones, tanto referidas a las situaciones de necesidad como a las propuestas de intervención. El interés por la pobreza, por sus causas, manifestaciones, efectos y dimensiones, se presenta como un continuum en la documentación política, religiosa, económica, médica, urbanística y académica. A medida que nos acercamos al siglo XX, la producción literaria al respecto ha ido en aumento al suscitar análisis desde nuevos enfoques. Trabajos de relevancia política como los de los médicos P.F. Monlau, A. Pulido, M. Tolosa Latour y F. Rubio Gali, o los de C. Arenal en el siglo XIX, responden a una larga tradición de humanistas, arbitristas y tratadistas de gran talla. En el siglo XVI han de mencionarse las figuras de J. L. Vives, D. de Soto, J. de Medina, M. de Giginta o C. Pérez de Herrera, representantes del humanismo y de la doctrina católica. En la siguiente centuria, sobresalieron los discursos de los arbitristas que, con su análisis parcial de la realidad, expusieron soluciones a corto, medio y largo plazo a las autoridades. Han de nombrase, al menos, a González de Cellorigo, Martínez de Mata, Álvarez Osorio, Sancho de Moncada y Fernández Navarrete. Su posicionamiento se desvinculará del discurso teológico y de la caridad cristiana, muy presente en el siglo anterior, para centrarse más en el análisis económico y financiero. En el siglo XVIII seguimos encontrando figuras señeras como Campomanes, Floridablanca o Jovellanos, quienes accedieron a altos cargos de la administración regia. Pero otro paso no menos importante fue el desarrollo de las Sociedades Económicas de Amigos del País. En ellas se agruparon arbitristas e ilustrados con la intención de hacer propuestas conjuntas a los gobernantes y de movilizar las conciencias en torno a la pobreza. En líneas generales, en los discursos de teólogos, tratadistas, políticos, responsables económicos y arbitristas/ilustrados se recogió una profunda preocupación por la pobreza como fenómeno multidimensional, pero muy

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ligado a una concepción de un estado individual o familiar. A lo largo del siglo XIX se mantendrá este posicionamiento, si bien se entiende que se llega a ella por falta de trabajo. Los cambios profundos que se fueron viviendo a golpe de guerras, pronunciamientos militares, temporalidad de los gobiernos, competencia económica internacional y debilidad financiera, abrieron debates en torno a cuestiones como: —  La responsabilidad de las administraciones públicas en materia laboral, de asistencia social y de higiene pública. —  La definición de pobreza, miseria y pauperismo, y su relación con desviaciones sociomorales como la prostitución, delincuencia, locura, abandono y violencia. —  Las enfermedades evitables, las enfermedades sociales y las desigualdades ante la muerte. En los siglos XIX y XX higienistas, reformistas, médicos, tratadistas, filósofos y primeros economistas y sociólogos analizarán, con preocupación, la complejidad, el carácter dinámico y la multiplicación de formas que va a ir adquiriendo la pobreza. Los esfuerzos se dirigirán a controlar, paliar, hacer retroceder e incluso erradicar esa pobreza. Para ello, se fueron poniendo en marcha políticas intervencionistas y reformistas en lo social, centradas en las situaciones más urgentes y en mejorar la vida de las clases más vulnerables, a la vez que “peligrosas”. Estas políticas, no siempre coordinadas, contarán con el respaldo de los grupos de poder económico, social y religioso, por cuanto entendían que velaban por el bien común y se encaminaban a lograr la paz social rota por el proceso industrializador. Estos pasos paulatinos nos adentrarán en la necesidad de profesionalizar la atención e intervención social directa como medio o recurso de control social. El Trabajo Social profesional, por tanto, no ha de ser un fenómeno aislado y abstracto, sino que está relacionado con las situaciones sociopolíticas en las que se implanta, con las inquietudes e interés de quienes lo potencian y lo lleva a cabo, así como con la delimitación de objetivos encaminados a dar respuesta a las necesidades sociales que surgen en cada momento histórico. 1.1. Voces con impacto: de Malthus a Simmel Hace ya unas décadas D. Casado afirmaba como “en las sociedades antiguas, la pobreza se revelaba como una situación de penuria extrema”, de modo que había que ofrecer ayuda para alcanzar la mera supervivencia; en las “sociedades modernas, en cambio, la pobreza es la sombra de la riqueza,

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y en la actualidad viene a ser algo así como el negativo del desarrollo”5. La ayuda frente a la pobreza comienza a conformarse fuera de los cauces de apoyo informal en un contexto en el que no se cuestiona la existencia de ricos y pobres. La riqueza y la pobreza se consideraban estados connaturales a la sociedad. La doctrina cristiana dará protagonismo a quienes se encuentren en situación de pobreza, de tal manera que con la caridad se adquiere el derecho y el deber de socorrer, de amparar o ayudar al más débil. Pero este ordenamiento ricos-pobres no cuestionaba el orden socioeconómico establecido en tanto se fueran creando diferentes cauces de ayuda en forma de instituciones y de ayudas en dinero o especie. Había propiciado una interdependencia que daba la impresión de alcanzar los resultados esperados, aunque también la aparición de voces críticas como las de R. Malthus, A. Smith o D. Ricardo en el siglo XVIII, y como J. Bentham, A. de Tocqueville, H. Spencer o K. Marx en el siglo XIX. Pensadores como los enumerados comparten la idea de que la ayuda a la población pobre era inútil, por cuanto la pobreza resultaba inevitable e incluso conveniente. Según R. Malthus, las leyes de la naturaleza exigían no ayudar a quienes no tenían posibilidad de salir de su pobreza, por la escasez de los recursos disponibles. Se comenzaba a diseñar una nueva relación entre clases sociales que se asentará sobre la competencia, un referente ideológico básico en el nuevo orden industrial liberal. En este sentido, A. Smith o D. Ricardo, entre otros, formularon argumentos bastante sólidos como la conocida “ley de bronce del salario”, según la cual los salarios tienden, de forma natural, hacia un nivel mínimo capaz de cubrir solo las necesidades más básicas de subsistencia. Cualquier incremento en los salarios sobre este nivel animaría el crecimiento de la población, aumentando así la competencia por obtener un empleo y llevando a la reducción de nuevo de los salarios a ese mínimo. Las leyes naturales, como se desprende del pensamiento de estos ilustrados, serán las encargadas de poner en marcha mecanismos reguladores que conduzcan al equilibrio, la estabilidad y el progreso, entre los que se apuntaban la pobreza, el hambre, la enfermedad y la muerte. Casi un siglo más tarde, encontramos el discurso de H. Spencer. Para él la pobreza se produce por una menor capacidad inherente de cada individuo y una limitada adaptación por parte de ciertos sujetos. Es decir, la responsabilidad de la pobreza es del individuo y las posibilidades de supervivencia se concentran en los mejores, no en la totalidad de la sociedad. De esta forma, la pobreza carece de justificación moral y religiosa, liberando de toda responsabilidad de ayuda o socorro a los poderosos y a los responsables políticos, así como de intervenir para paliar los desajustes que habían conducido a las situaciones de pobreza.   Casado, D. (1970): Introducción a la sociología de la pobreza, FOESSA, Madrid.

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La filosofía de los derechos naturales convivirá durante décadas con el liberalismo del siglo XIX, si bien se irán distanciando sus postulados. Una de las figuras centrales en ese proceso de transición fue J. Bentham. Estaba convencido de que el derecho debe tender a una distribución comparativamente equitativa de la propiedad o, al menos, no debe crear desigualdades arbitrarias. Es así como la legislación, no la costumbre, tenía que tratar de lograr un equilibrio funcional entre la seguridad y la igualdad, y el legislador debía “fabricar el tejido de la felicidad a través de la razón y el derecho”. Alcanzar el principio de “la mayor felicidad del mayor número” implicaba la búsqueda de orden y eficacia desde la razón, no desde sentimientos humanitarios, así como aceptar como premisas que “un hombre vale lo mismo que cualquier otro hombre” y cada persona “debe contar por uno y nadie por más que uno”. La apuesta por la individualidad del pensamiento liberal trasladaba la culpabilidad de la situación vivida a cada individuo. J. Stuart Mill introducirá la idea de que la conciencia de la sociedad y el sentido de la conducta individual están, en cierto sentido, socializadas6. El mismo se cuestiona si no hay medios para combatir la pobreza y los bajos salarios, y si solo se puede demostrar desde la economía política que no se puede hacer nada. K. Marx propondrá como alternativa construir una nueva sociedad sin pobres, sin clases, tras la supresión de las estructuras liberal-capitalistas que estaban conduciendo la sociedad hacia su progresiva pauperización. Como sus coetáneos, K. Marx consideraba inevitable la pobreza dentro del orden social establecido, pero rechazaba que fuera el orden natural de la sociedad. Un orden que se alimentaba a través de las diferentes formas de ayuda concedidas a los pobres y de un sistema de producción que permite a una clase social monopolizar los medios de producción y establecer una división del trabajo desigual. Por eso, Marx plantea la revolución social que destierre definitivamente las raíces de la explotación y la desigualdad social, al socializar la producción e identificar al hombre con el ciudadano. El pauperismo ocupará un lugar central en la obra de K. Marx. Una de sus aportaciones se centra en la reflexión sobre las causas de la pobreza, diferenciando entre el pobre tradicional o sin trabajo, y el pobre industrial o pobre emergente de la revolución industrial que, teniendo trabajo, vive en una situación de pobreza por la “sobrepoblación obrera”, la cual facilita contar con un “ejército de reserva a disposición del capital”, proveedor de unos salarios de mera supervivencia. Diferencia, además, entre trabajadores industriales ocupados y desocupados. Estos últimos formarían el ejército de reserva compuesto por los excedentes del sector agrario, trabajadores irregulares o a domicilio, y por aquellos trabajadores que expulsa temporalmente el sistema   Sabine, G. (1994): Historia de la teoría política, F.C.E., México.

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productivo industrial. Para Marx esta población es una necesidad económica y una realidad social que “está al margen, pero en ningún caso fuera del modo de producción capitalista; pertenece al capital”. Es decir, esta sobrepoblación obrera es un “discontinuo del sistema productivo cuya subsistencia no está garantizada por una relación de intercambio salarial sino por distintos recursos, como los subsidios aportados por la colectividad”7. Por debajo de estas capas en situación de pobreza, estima que se encuentran prostitutas, criminales y vagabundos, junto a viudas, huérfanos, personas con discapacidad, fracasadas o inadaptadas, de manera que este pauperismo es, para Marx, “el hospicio de inválidos del ejército obrero activo y el peso muerto del ejército industrial de reserva”. Así es como una parte importante de la población pasaba a una situación vulnerable y desvalorizada como consecuencia de un exceso de mano de obra desempleada que instaura la rivalidad entre asalariados. Si bien el pensamiento de Marx reconoce que las causas de la pauperización progresiva de la sociedad están en la acumulación capitalista basada en la desigualdad de la propiedad y de la explotación ilimitada de la clase obrera por los propietarios de los medios de producción, deja sin resolver sus efectos a largo plazo. Entre ellos destacaremos la dependencia creciente de los poderes públicos por parte de la población pobre, aceptando aquellos la obligación de ayudarlos en nombre de la democracia y la ciudadanía. Con un menor alcance en la historia de la segunda mitad del siglo XIX y el siglo XX que el pensamiento elaborado por K. Marx y F. Engels, pero no por ello menos importante en el tema que nos ocupa, destacamos el trabajo titulado Memoria sobre el pauperismo de A. de Tocqueville (1835). Puede considerarse un primer intento de formulación de la cuestión social que plantea la pobreza. No le interesó tanto cuestionar los malos hábitos y costumbres de la población indigente (suciedad, hacinamiento, alcoholismo, violencia, incultura y analfabetismo, entre otros) para explicar la necesidad de intervenir concediendo ayudas ligadas al ejercicio de la beneficencia y la moralidad, como indagar en las causas generales del fenómeno de la pobreza. Recurrió entonces a profundizar en la noción de la necesidad, concluyendo que las necesidades variarán en función del momento histórico y de cada sociedad. Percibe que en las primeras décadas del siglo XIX se desarrollan de forma simultánea la riqueza y la pobreza. La distancia entre ambas hablará del nivel de desarrollo de esa sociedad. En otras palabras, la miseria quedaba vinculada inevitablemente al proceso de civilización que condena a una parte de sus miembros a una situación de inferioridad y dependencia y que corre el riesgo de cuestionar la idea de democracia. Subestima, por tanto, la lógica econó  Paugam, S. (2007): Las formas elementales de la pobreza, Alianza Editorial, Madrid.

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mica de la reproducción de las desigualdades, para aportar como idea central que la pobreza no existe como tal, sino respecto a un estado de una sociedad considerada como un todo. Estas ideas le llevan a identificar a los pobres con aquellas personas que reciben asistencia, apoyo de sus semejantes, e incluso, viven a sus expensas, porque no tienen trabajo, ni ingresos ni pueden recibir ayuda de su entorno. Esta nueva forma de pobreza identificada por Tocqueville se identifica con el estatus social de asistido. Encontramos más desarrolladas algunas de estas ideas en la obra de G. Simmel, casi un siglo más tarde. Para Simmel, lo más terrible de la pobreza es ser pobre y nada más que pobre. A partir del momento en que la colectividad se hace cargo del pobre, éste solo podrá alcanzar el estatus social de asistido, puesto que la asistencia llega a alterar la identidad de la persona asistida y le confiere un estigma que marcará todas sus relaciones con el resto de miembros de la sociedad. Los pobres solo pueden acceder a un estatus social que los desvaloriza, descalifica, en la medida que la sociedad combate la pobreza por definirla como intolerable. Como él mismo afirma, el grupo de pobres no permanece unido por la interacción entre sus miembros, sino por la actitud colectiva que la sociedad adopta frente a él. Este análisis posibilita hablar de pobreza institucional u oficial como una dimensión de la pobreza que es medible y reconocible. Sin embargo, existe otra pobreza no declarada, temerosa de su deshonor o reacia a entrar en unos cauces que limitan. La pobreza queda identificada como una construcción social. En su opinión, la asistencia tiene una función de regulación del sistema social en su conjunto, ya que los pobres siguen siendo miembros de pleno derecho de la sociedad en la que se encuentran. Es decir, los pobres están dentro de la sociedad, no fuera, y ligados a los objetivos de esa sociedad por su propia situación de dependencia respecto de la colectividad. A pesar de su crítica a la beneficencia y la filantropía privada y pública, Simmel entiende que son un medio para conseguir la cohesión social y garantizar el vínculo social y la autoprotección de la misma sociedad. El Estado asume la obligación de auxiliar a los pobres, pero ello no se traduce en un derecho para los pobres. Están en disposición de recibir asistencia, no de reivindicarla. Para compensar los fallos en la protección social de la solidaridad familiar, el Estado se hace social. La pobreza pasa a ser, de esta forma, un asunto familiar y una cuestión de Estado. Se traspasa la atención de la pobreza desde el ámbito privado (familia y asistencia privada) al Estado que establece leyes sociales y determinados modos de intervención social. La interdependencia que se mantiene entonces entre los pobres y el resto de la sociedad se vuelve más compleja.

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Las reflexiones sobre la pobreza que se han recogido hasta aquí son una muestra representativa del interés suscitado por ésta entre quienes miraron de otra forma la realidad social que les rodeaba. Descubrir, analizar y comprender la complejidad de la misma podía colaborar en la puesta en marcha de medidas encaminadas a su modificación e incluso erradicación. Tanto A. de Tocqueville como G. Simmel apuntan al ejercicio de la asistencia pública y privada hacia las personas pobres. Una atención que responderá a aquella finalidad determinada por quienes la provean y que va a requerir del concurso de una serie de personas implicadas que, en determinado momento, habrán de convertirse en profesionales. Será en ese momento también cuando se vaya atisbando, lo que décadas más tarde, supondrá la comprensión de la pobreza como un proceso y no como un estado. 1.2. De la pobreza a la exclusión social A lo largo del siglo XX han sido numerosos los estudios que han tratado el tema de la pobreza y sus implicaciones. Desde la economía y la estadística se ha medido su dimensión y su impacto en ámbitos como el laboral o el gasto social público. Desde la historia como desde la sociología el interés se ha centrado en la dimensión social de la pobreza, sus representaciones sociales, sus tipologías, así como sus relaciones con los modelos de asistencia y represión, con las instituciones del Estado y los organismos privados que prestan ayuda. Mientras la historiografía ha hecho especial hincapié en las transformaciones de las relaciones sociales con la pobreza a lo largo del tiempo, la sociología ha tendido a centrarse más en demostrar los cambios de las funciones explícitas atribuidas al sistema asistencial dirigido a la población pobre durante el siglo XX, atendiendo a la coyuntura económica y nivel de desarrollo de la sociedad industrial y postindustrial. Este amplio bagaje permite entender que la pobreza se va a ir definiendo, cada vez de forma más nítida, por su ambivalencia y dinamismo. A ello se suma la percepción de la heterogeneidad de la población pobre y el carácter evolutivo de la pobreza. Las variaciones sociohistóricas han afectado a la representación social de la pobreza y a la elaboración de las categorías que se consideran como pobres, por cuanto las formas de intervención social responden a la importancia que las sociedades dan a la cuestión social de la pobreza, a la percepción social de la misma y a la forma en que se la quiere tratar. Pero también han incidido en la vivencia personal o colectiva de la pobreza, los comportamientos adoptados frente a quienes les definen como pobres y sus formas de adaptación a las diferentes situaciones a las que se enfrentan.

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De especial relevancia en esta materia son los trabajos del francés S. Paugam8 que, tomando la propuesta de G. Simmel, concluye que se pueden establecer tres formas elementales de pobreza atendiendo a una configuración social concreta: integrada, marginal y descalificadora. La pobreza integrada nos sitúa ante un problema generalizado en una sociedad (no muy industrializada), por lo que resulta más reproducible de generación en generación y se muestra más persistente. Pero esta pobreza no implica exclusión social por la importante presencia de la solidaridad familiar, así como por la inserción en la economía sumergida/informal y en las redes de asistencia social. La pobreza marginal está diferenciada del resto de grupos sociales y es bastante minoritaria. Suelen considerarse personas inadaptadas a las nuevas realidades socioeconómicas, por lo que están estigmatizadas. A pesar de su carácter residual, recibe mucha atención de las instituciones asistenciales, interesadas en que lo sigan siendo. Su persistencia dentro de contextos de progreso y bienestar social habla de su negación institucional como realidad social y de su valoración como situación individual que requiere un tipo de asistencia individual y psicologizante. De esta forma, conviven la asistencia de casos concretos con una protección social de carácter universal dirigida al resto de la sociedad, garantizando así la invisibilidad de la pobreza. En cuanto a la pobreza descalificadora se refiere a un proceso que puede afectar a capas de la población integradas en el mercado de trabajo hasta un determinado momento. Su salida de la actividad laboral lleva a estas personas a la precariedad en ingresos, condiciones de la vivienda, salud y participación social. Pero la precariedad no es exclusiva de estas personas, sino que afecta al conjunto de la sociedad por la inseguridad y la angustia que se generalizan. Así, la pobreza se corresponde con una acumulación de desventajas, a las que se ha ido dando respuestas desde los servicios de acción social con soluciones de inserción y acompañamiento social, cada vez más generalizadas entre quienes están en situación de pobreza descalificadora y quienes son susceptibles de estarlo. Otra de las principales aportaciones de S. Paugam se centra en analizar la experiencia de la pobreza. Una experiencia que se presenta en relación al nivel de desarrollo económico, a la importancia que adquieren los vínculos sociales y, en tercer lugar, a los modos de intervención social y el desarrollo de los sistemas de protección social. Sobre este último punto delimita tres tipos de relación de asistencia en correspondencia con tres fases diferentes del proceso de descalificación social, concepto que hace 8   Paugam, S. (2007): Las formas elementales de la pobreza, Alianza Editorial, Madrid; (1999): Europe face à la pauvreté: les expériences nationales de revenu minimum, Ministère de l’Emploi et de la Solidarité, París; (1997): La disqualification sociale. Essai sur la nouvelle pauvreté, PUF, París.

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referencia a la pobreza como proceso y no como estado. Como él afirma, “la descalificación social pone el acento en el carácter multidimensional, dinámico y evolutivo de la pobreza”9. Los tres tipos de relación son: fragilidad, dependencia y ruptura. La fragilidad corresponde a la primera fase en la que la persona, tras un fracaso profesional o ante la dificultad para acceder a un puesto de trabajo, adquiere conciencia de la distancia que la separa de la mayoría de la población. Mientras puede, va a mantener distancias con el sistema de atención social, por cuanto el contacto con profesionales como las trabajadoras sociales supondría la renuncia a un estatus alcanzado y una pérdida progresiva de dignidad. La fragilidad puede llevar a la dependencia de los Servicios Sociales que pasan a hacerse cargo, de forma habitual, de las dificultades de estas personas. Estas personas han aceptado la idea de depender y mantener relaciones regulares con tales servicios para obtener una garantía de ingresos y diversas ayudas para mantener unos mínimos. Desde ese momento comienzan a justificar y racionalizar la asistencia de la que se benefician por cuanto ven imposible su incorporación al mercado de trabajo. Puede suceder que las ayudas cesen y se debiliten más las redes de apoyo informales. Se pasaría de la dependencia a la ruptura de relaciones con los Servicios Sociales y otros modos de intervención social. Es entonces cuando se detecta una acumulación de fracasos que conducen a la marginación. Al no tener esperanzas reales de salir de su situación, sienten que han perdido el sentido de su vida y optan por vías que ahondan más su fracaso (alcohol y drogas, sobre todo). Centrando el análisis en el caso de España, sobre todo desde los años ochenta, es posible encontrar estudios sobre la pobreza que han permitido cuantificar la evolución de su incidencia y de su intensidad, así como conocer su composición y características. Se ha detectado, de igual forma, un progresivo interés por realizar análisis dinámicos de este fenómeno con los que se ha constatado una importante movilidad tanto hacia dentro como hacia fuera de la pobreza. Será en esa década cuando la Comisión Europea (1989) comience a emplear el término exclusión en sustitución del de pobreza, con el fin de superar la orientación economicista de la pobreza. Este cambio conceptual va a suponer también un cambio de perspectiva en la línea de lo apuntado en páginas anteriores: se ha de dar el salto definitivo de una concepción estática de la pobreza a una dinámica, de proceso. Para responder mejor al carácter multidimensional, dinámico y heterogéneo de la pobreza, el concepto de exclusión social permitía un mayor consenso teórico. No se ha logrado establecer una definición compartida, aunque   Paugam, S. (2007): Las formas elementales de la pobreza, Alianza Editorial, Madrid.

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se comparten como aspectos claves de la exclusión social: tiene un origen estructural, un carácter multidimensional y una naturaleza procesual10. El tránsito del concepto de pobreza al de exclusión social no significa que se haya descartado el concepto de pobreza. Como hemos expuesto al tratar las aportaciones de S. Paugam, conviven ambos conceptos en los discursos que tratan de entender el fenómeno de la pobreza. Cuando se habla de pobreza, se ha generalizado la referencia a la carencia de recursos para satisfacer necesidades consideradas básicas, que influyen en la calidad de vida de las personas. Sus connotaciones son, sobre todo, económicas al aludir a los medios con los que cuenta una persona para alcanzar unos estándares mínimos y participar con normalidad en la sociedad. Pero también conlleva una categorización social. La línea de la pobreza se ubica de forma diferente según la persona o institución En cambio, la exclusión social no solo se define en términos puramente económicos, sino desde un tipo más amplio de participación en la sociedad. Es decir, hace referencia a un proceso de pérdida de integración o participación del individuo en la sociedad en uno o varios ámbitos (económico, político, social-relacional), siempre en términos relativos a su situación con respecto al conjunto de la población. Para valorar en su justa medida lo que aporta este cambio conceptual en el desarrollo del Trabajo Social más contemporáneo, habrá que matizar los tres aspectos claves que introduce. En cuanto a la exclusión como fenómeno estructural, se entiende que las transformaciones producidas desde los años setenta en el mercado laboral, en las formas de convivencia y la institución familiar, así como en la acción del Estado de bienestar, han sido las causas de la exclusión de individuos, hogares, comunidades, grupos sociales, etc. Frente a las propuestas que culpan a cada individuo de su propia situación de exclusión, se pone énfasis en los factores estructurales. Ello no invalida la presencia de ciertos factores individuales relacionados con la subjetividad. Así las reacciones de los individuos se manifiestan heterogéneas, de manera que habrá que distinguir entre los factores de riesgo/protección y las reacciones de los individuos al tratar la exclusión social. Por su parte, el carácter multidimensional incluye dificultades y barreras en aspectos como la participación económica (empleo, ingresos, bienes y servicios), social, política y en los sistemas de protección social (vivienda, salud y educación). Este carácter está íntimamente relacionado con la complejidad y la naturaleza dinámica del fenómeno de la exclusión social. La concepción procesual de la exclusión permite diferenciar distintas situaciones e intensi10   Laparra, M., Pérez, B. (2008): Exclusión social en España. Un espacio diverso y disperso en intensa transformación, Col. Estudios, Fundación FOESSA, Madrid.

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dades, como son el espacio de integración, la situación de vulnerabilidad y la situación de fragilidad/exclusión social. Desde esta perspectiva la exclusión social facilita definir la situación de pobreza permanente de una minoría de hogares que, además, acumulan otras problemáticas graves en materia educativa, laboral, relacional o de salud y cuenta con escasas posibilidades de salir de esta situación sin ayudas. Pero estos apoyos o ayudas han de valorar la heterogeneidad de los espacios sociales de la exclusión: diversidad de problemáticas, distinta intensidad por la gravedad de los problemas y la especificidad étnica o de nacionalidad. Solo así se podrá estar en disposición de diseñar programas sociales diversificados y flexibles capaces de luchar contra la exclusión. Al entender la exclusión social como un proceso de alejamiento progresivo de una situación de integración social en el marco del Estado de bienestar, se pueden distinguir diversos estadios en función de la intensidad: desde la precariedad o vulnerabilidad, hasta las situaciones de exclusión más graves. Cada uno de tales estadios responderá a diversos procesos de acumulación de barreras o riegos en distintos ámbitos (laboral, formativo, sociosanitario, económico, relacional y habitacional), y de limitación de oportunidades de acceso a los mecanismos de protección. Es por ello que no todas las situaciones de exclusión comportan situaciones de pobreza y viceversa. De especial interés resulta también la propuesta que hace J. Subirats11. Entiende la exclusión social desde una perspectiva integral lo que se traduce en que es una situación resultante de un proceso de acumulación, superposición y/o combinación de diversos factores de desventaja o vulnerabilidad social. Puede afectar tanto a individuos como a grupos que experimentan una situación de imposibilidad o dificultad intensa de acceder a mecanismos de desarrollo personal, de inserción socio-comunitaria y a los sistemas preestablecidos de protección social. Es decir, el desarrollo humano pleno no será posible por las condiciones de vida, materiales y psíquicas. En el marco de las políticas sociales europeas se concreta en crecientes procesos de vulnerabilidad, de desconexión social, de pérdida de lazos sociales y familiares que, junto con una combinación variable de causas de desigualdad y marginación, acaban generando situaciones de exclusión social. Serán estas situaciones objeto de atención prioritario del Trabajo Social, como lo había sido la pobreza en épocas anteriores.

11   Subirats, J. (2004): Pobreza y exclusión social. Un análisis de la realidad española y europea, La Caixa, Barcelona.

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1.3. De la teoría a la investigación sociológica aplicada: la Fundación FOESSA12 Los debates, discursos y actuaciones expuestos no siempre se sustentaron en análisis previos. Será Cáritas quien asuma la responsabilidad de completar su acción social con la investigación empírica, contando desde ese primer momento con una importante implicación de las asistentes sociales, más tarde, trabajadoras sociales. Recordemos que su andadura comienza en 1941 dentro de la Acción Católica del régimen franquista. De esta forma, se convertía en la organización oficial de las actividades externas de la caridad en la Iglesia y en el órgano de la beneficencia pública y la asistencia social. Su estrecha colaboración con el Estado no le impidió desplegar actividades con cierta independencia, sobre todo, desde 1950, cuando se perfila como “la conciencia crítica de la Iglesia”. En 1951 comienza a llegar la Ayuda Social Americana (ASA) que debía gestionarse desde una institución sin ánimo de lucro, de una religión y con carácter benéfico. Esta fue Cáritas. Desde ese momento se vio en la obligación de ser rigurosa, organizada, con cierto método de trabajo y abierta a la colaboración con otras entidades. También se pudo percibir que la limosna no resolvía el problema de la pobreza, que ni la Iglesia con todas las instituciones y asociaciones, ni Acción Católica estaban en disposición de atender y promocionar a las personas en situación de pobreza y que, por último, era preciso desarrollar un Estado-Providencia ante el desinterés de la sociedad por las problemáticas vividas por amplias capas sociales. Es así como en 1957 surge la Sección Social de Cáritas. Tenía como objetivos orientar, investigar y planificar la acción social. Para esta tarea se crea el Centro de Estudios de Sociología Aplicada (CESA) que capacitará al personal profesional (asistentes sociales y voluntariado), fomentará obras y Servicios Sociales e iniciará estudios sobre la sociedad española para poder planificar actuaciones dirigidas a los sectores más desfavorecidos y vulnerables. Todo ello se concretará en el llamado Plan de Beneficencia o Plan CCB (Comunicación Cristiana de Bienes). Con él se pretendía paliar las consecuencias de los cambios estructurales de la sociedad a través de una labor profesional y programada de promoción y asistencia benéfica, por cuanto se iba a remolque de los problemas sociales que se estaban detectando. Al desaparecer el ASA, activarse el Plan de Estabilización e iniciarse los fuertes flujos migratorios (éxodo rural y emigración internacional), se hacía necesario contar con información precisa sobre el alcance de la pobreza en 12   Un estudio en profundidad sobre la materia es: Gutiérrez Resa, A. (1993): Cáritas española en la sociedad del bienestar, 1942-1990, Ediciones Hacer, Barcelona.

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España y con nuevas fuentes de financiación. En 1965 comienza su andadura la Fundación FOESSA (Fomento de Estudios Sociales y Sociología Aplicada) como institución benéfico-docente de carácter privado con el impulso de Cáritas Española, pero siendo la vertiente secular del Plan CCB. Desde la sección social de Cáritas se habían puesto en marcha, por tanto, los mecanismos de intervención social y de desarrollo teórico para impulsar una acción que van a liderar, entre otros, los profesionales de la asistencia social. Tan solo quedaba por activar la tarea de divulgación. Para ello se creó la revista Documentación Social que ha llegado a nuestros días. Su finalidad será realizar estudios de planificación y orientación de la acción social. Con las nuevas políticas de desarrollo socieconómico, se detectó la necesidad de conocer en profundidad la situación social real de España en aquellos momentos, no como una fotografía estática sino dinámica en el tiempo, para evaluar la implementación de las diferentes políticas encaminadas a la modernización del país. El resultado fue la publicación por FOESSA de diversos estudios sociológicos y cinco informes sobre la situación y el cambio social experimentado (1967, 1970, 1975, 1980-83 y 1994). Estos trabajos convertirán a la Fundación FOESSA en referente de la sociología aplicada y la pobreza-exclusión social en España. A partir de 2005 la Fundación FOESSA centrará sus publicaciones e informes en tres ejes: estructura social, desigualdad y pobreza-exclusión, relaciones sociales y cooperación internacional. Esta reorientación ha querido desvelar los desequilibrios latentes y existentes en las estructuras socio-económicas para poder avanzar hacia una sociedad más comunitaria y accesible. La Encuesta FOESSA 2007 abordó a nivel estatal, por primera vez, un análisis multidimensional de la exclusión social. A partir de una amplia batería de indicadores, se elaboró un diagnóstico de situación de los sectores afectados por los distintos procesos de exclusión social. Con el impacto de la nueva crisis económica, han aflorado las principales debilidades del modelo socioeconómico en España, cuyos efectos sobre los sectores más desfavorecidos de la sociedad están siendo objeto de atención por parte de entidades como la Fundación FOESSA. 2. Cuando los debates en torno a la pobreza se hacen realidad Este apartado no pretende ser exhaustivo, por cuanto en los siguientes capítulos se podrá constatar que los discursos en torno a la pobreza van a responder no solo a presupuestos ideológicos y teóricos, sino también a unas realidades sociales que reclaman atención a través de fórmulas y modelos en

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permanente adaptación y debate. La interacción entre asistentes y asistidos, entre asistencia y pobreza, reflexión teórica y praxis, se producirá en el marco de los diferentes análisis sobre el fenómeno de la pobreza, en el que no faltaron referencias a quienes ejecutaban o intermediaban. La pobreza ha sido y es parte integrante de la realidad social. Como tal ha sido objeto de reflexión e intervención. En cada etapa histórica la mirada se ha dirigido con especial interés hacia aquellas manifestaciones consideradas más preocupantes por motivos políticos, morales, económicos o sanitarios. Estados de pobreza, permanentes o temporales, que han afectado de forma desigual por regiones o localidades, por variables como el sexo, la edad, el estado civil, la etnia, el nivel cultural o de ingresos, así como por condiciones ligadas a las trayectorias vitales. La acción social, en un sentido amplio del término, se ha orientado a mitigar, más que a suprimir, aquellas manifestaciones más visibles, porque son éstas las que hacen aflorar problemáticas y tensiones que pueden llegar a cuestionar el modelo de sociedad y gobierno. Sobre este particular, un momento especialmente sensible de la historia fue el período que media entre el último tercio del siglo XVIII y el primer tercio del siglo XX. Concepción Arenal sintetiza lo más novedoso de la creciente sensibilidad social hacia la pobreza cuando afirma que “lo que hay de nuevo en el asunto es que se estudia; que pensadores y filántropos, academias, tribunas, libros, periódicos, revistas, asociaciones o individuos, por cientos, por miles, meditan y buscan y proponen medios de combatir la miseria; lo que hay de nuevo es que no se resignan con ella los que sufren; que la sienten aún los que no la padecen; que muchos, muchísimos, en situación de aprovecharse de las ventajas del que oprime, se ponen de parte de los oprimidos; lo que hay de nuevo es que acuden las inteligencias y los corazones a los grandes dolores sociales”13. Sin negar que los diferentes grupos de poder y presión se habían ido preocupando por la dignidad, la razón y el bienestar de la población, este interés no era reflejo de la sustitución de las prácticas nobiliarias y estamentales por las burguesas y de clase. Los cambios político-económicos fueron por delante de una sociedad que seguía arraigada en el pasado, en los valores preindustriales y tradicionales. Es cierto que desde mediados del siglo XIX el progreso científico, tecnológico y material estrechará lazos cada vez más fuertes con el ideario liberal de libertad política, tolerancia religiosa y orden y paz, de tal manera que liberalismo y progreso terminarán por confundirse. Pero su simbiosis no logró consenso más allá de ciertos círculos burgueses y de intelectuales. La realidad habla de un liberalismo débil, dividido inter13

  Arenal, C. (1897): El pauperismo, Victoriano Suárez, Madrid.

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namente y sometido a constantes envites. En unas ocasiones, las presiones procedían de los antiguos estamentos privilegiados, muy ligados a la producción agrícola; en otras del incipiente movimiento obrero y de una Iglesia que navegaba en diferentes aguas según el momento. Como en el resto de Europa, las ideas y valores imperantes a comienzos del siglo XX seguían teniendo una clara orientación conservadora, antidemocrática y jerárquica. La asociación entre liberalismo e igualdad tardará varias décadas en comenzar a aflorar. La crisis colonial de 1898 introdujo en España una revisión crítica o replanteamiento de todo cuanto era parte de la realidad sociopolítica del momento14. En esa revisión, muestra una profunda crisis de confianza, encontramos un regeneracionismo que propondrá una serie de remedios pragmáticos a los denominados “males de la patria”; el institucionalismo (krausismo y positivismo) y su interés por la reforma a través de la educación y la pedagogía; el movimiento obrero reivindicativo ligado al socialismo y anarquismo; y una intelectualidad heterogénea (Generación del 98) opuesta a todo cuanto condujo a la crisis15. Los discursos y debates en torno a las diversas formas que va adquiriendo la pobreza en ese largo período podrán materializarse a medida que se detecten y diagnostiquen los problemas más acuciantes en cada momento. Se coincide, en general, en enunciar como tales el mantenimiento de los ciclos estacionales de pobreza, asociados a los económicos, y el incremento cuantitativo de la misma, con el consiguiente aumento de la mendicidad y el desorden social; la incultura generalizada en la población obrera; la escasez y carestía de la vivienda; la falta de higiene y de infraestructuras urbanas; la elevada mortalidad general y, en concreto, la infanto-juvenil por enfermedades evitables y altamente contagiosas; y el importante atraso en materia de asistencia social pública y en el modelo de beneficencia. Al interés por explicar la nueva realidad social e identificar los principales problemas sociales, se unió la elaboración de propuestas de resolución, adoptando nuevos planteamientos científicos y herramientas estadísticas. Se entendía que la mejora de las condiciones de vida de sectores amplios de la población pasaba por la instrucción, la salud pública y los servicios asistenciales. Soluciones que reabrían interrogantes que volvían la mirada al pasado: ¿qué recursos y en qué cantidad ha de destinarse para la aplicación de las propuestas de lucha contra la pobreza? ¿quiénes han de ser

14   Tuñón de Lara, M. (1986): España: la quiebra de 1898 (Costa y Unamuno, en la crisis de fin de siglo), Edit. Sarpe, Madrid. 15   “¿Está todo moribundo? No, el porvenir de la sociedad española espera dentro de nuestra sociedad histórica, en la intrahistoria, en el pueblo desconocido, y no surgirá potente hasta que le despierten vientos y ventarrones del ambiente europeo” (M. de Unamuno, citado en M. Tuñón de Lara (1986).

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beneficiarios, por qué y para qué? ¿quiénes han de ser los proveedores de tales recursos, por qué y para qué? La divulgación de los conocimientos aportados, en concreto, desde la educación social y la medicina social encontrará en la prensa, en las aulas de las escuelas infantiles, en conferencias para mujeres adultas y en las Escuelas normales de maestras/os, unos cauces idóneos para lograr la divulgación de los conocimientos científicos y la mejora de las condiciones de vida, sobre todo allí donde no alcanzaba la intervención de las administraciones públicas o de la iglesia. Resultará cada vez más visible la referencia a los grupos más afectados por la pobreza, la ignorancia, la exclusión, la enfermedad y la muerte en los discursos de médicos, políticos, filántropos, miembros de la iglesia, maestros/ as. Estos grupos, heterogéneos en sí mismos, eran el de las mujeres, los niños/as, las personas mayores y las enfermas. Cada uno presentaba diferentes formas de marginalidad que requerían un tratamiento diferenciado y desde un nuevo modelo de atención que se definirá como bio-pedagógico. En él, las administraciones públicas asumían una labor de coordinación, orientación y reglamentación destinada a una efectiva “profilaxis social”16. Desde ahí se preveía atajar la pobreza, el desempleo, la violencia, la ignorancia, los abusos en la familia, el trabajo o los alquileres, y los desequilibrios socioeconómicos. En ese esfuerzo contra la vulnerabilidad individual y social van perdiendo relevancia los factores de riesgo endógenos (herencia y condiciones fisiológicas de cada individuo) en favor de los exógenos, lo cual no supone inhibir al individuo de responsabilidad sobre la mejora de su estado de salud, del que dependerá para realizar un trabajo y mantener a su familia al margen de la pobreza. La formación profesional y moral resultaban ser, por tanto, piezas claves en la lucha contra la pobreza. La responsabilidad de prevenir el empobrecimiento pasa a ser tanto individual como social. El desarrollo de formas organizadas de ayuda desde la iniciativa privada como desde la pública cuenta con una larga trayectoria de carácter paliativo de la pobreza. Como afirma S. Sarasa, la asistencia va a ser una acción que va dirigida más a mitigar las consecuencias de las situaciones más graves de desigualdad que a buscar o lograr la igualdad y la cohesión social. G. Sim  “La Instrucción, la Higiene (que se deriva de la Instrucción) y la Beneficencia, son las primeras obligaciones que debe cumplir toda organización social” “Si el caudal de salud y de entendimiento que uno tiene es pequeño o disminuye o se pierde por enfermedad, hasta el punto de que el individuo no puede dar satisfacción a sus necesidades, los demás están obligados a satisfacérselas; tal es el objeto de la beneficencia: el niño abandonado, el enfermo, la obrera embarazada, el viejo pobre, no deben ser socorridos por caridad, sino atendidos por ser ineludible. Nada de tómbolas, ni bailes, ni limosnas, sino tributos y leyes” (Juaristi, V. (1922): Por la salud, Pamplona). 16

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mel, por su parte, considera que “si la asistencia se apoyara en el interés hacia el pobre individual, no habría límite alguno para los impuestos destinados al traspaso de bienes a favor de los pobres”, logrando así “la equiparación de todos”, pero al buscar el interés de la totalidad no hay motivos “para socorrer al sujeto más de lo que exige el mantenimiento del estatus”17. Las actuaciones desplegadas aparecerán en relación al doble sentimiento que genera la pobreza: compasión y miedo18. Las situaciones de pobreza se confundirán, en muchas ocasiones, con comportamientos considerados desviados de la normalidad social. En esos casos, ambos sentimientos afloraban con más fuerza reclamando una intervención más intensa. Desde finales del siglo XIX es posible encontrar la analogía entre el loco, el obrero y el criminal, basada en su peligrosidad social, por lo que se reclamó un mayor control social con medios más contundentes y, a la vez, más científicos (médicos, en particular). Las diferentes formas de organización asistencial personalizada ofrecían tanto ayuda como adoctrinamiento. En las primeras fue un adoctrinamiento moral cristiano en el que la figura del religioso adquiría protagonismo como predicador. Pronto se le incorporan contenidos socio-políticos en los que el pobre pasa a ser un súbdito, pero de rango inferior. Se rechazaba, asimismo, la supervivencia por medio de la atención caritativa, lo cual activaba sistemas diversos de detección, control y represión de los que se consideraban “parásitos” de una sociedad productiva, trabajadora y útil. Desde el siglo XVI y hasta la contemporaneidad, la persecución de la mendicidad, el vagabundeo y la ociosidad ha sido una constante por ser formas de vida no ejemplarizantes. Era preciso inculcar la moral del trabajo en todas las capas de la sociedad y proteger a la familia como reproductora y proveedora. La mujer irá a adquirir cada vez más protagonismo como proveedora de cuidados y promotora de moral en el espacio doméstico, y como responsable del sostenimiento de la familia al ser el referente del orden social, la estabilidad y la laboriosidad. Para quienes se quedaban fuera de tal orden se abrieron hospitales, correccionales, inclusas, misericordias, manicomios, cárceles, asilos y otros establecimientos a los que se podía acudir para recibir, sobre todo, cobijo, protección y formación. No tardaron en aparecer otros instrumentos dirigidos a los espacios privados, como la visita o ayuda domiciliaria. La selección de beneficiarios de tales servicios, ante la escasez de recursos para cubrir las 17   Simmel, G. (1977): “Sociología: estudio sobre las formas de socialización”, en Revista de Occidente. 18   El doctor V. Juaristi escribió: “Poderosos: Educad, dignificad, considerad al hombre humilde como hermano vuestro si no queréis veros envueltos en una tempestad de odio y de miserias. Así, el vicio en vez de ser una temible plaga, será una enfermedad limitada” (1922: Por la salud, Pamplona).

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necesidades existentes, discriminaba entre quienes eran pobres por razones “objetivas” y quienes podían calificarse de falsos pobres. La aplicación de criterios de selección, cada vez más restrictivos, se entendía como un medio adecuado de racionalización de los recursos disponibles, de cumplimiento con la caridad cristiana y de protección de quienes se merecían dicha ayuda. De esta forma la asistencia ha estado organizada para mantener la disciplina y la moral. Ha evitado revueltas y ha facilitado la subordinación a un orden social, político y económico preestablecido. En otras palabras, el control social ejercido por las diferentes formas de ayuda institucionalizadas ha contribuido a la legitimación de un orden y unas estructuras de poder. Pero para alcanzar los objetivos marcados ha sido preciso contar con unos grupos de personas dispuestas a entablar relaciones personales con quienes se hallaban en situación de pobreza, para asistirlos, establecer sus verdaderas necesidades y asegurarse que las ayudas recibidas estaban teniendo efecto sobre sus hábitos, sus formas de pensar y sus intenciones. Esta figura mediadora entre el donante o benefactor (persona concreta, entidad pública o institución privada) y el asistido o beneficiario ha respondido a diversos perfiles, desde miembros del clero y personas altruistas, ligadas o no a la iglesia, a visitadores con formación sanitaria y asistentes sociales, hoy trabajadores sociales. Moralizar y disciplinar, utilizando la opción de una ayuda selectiva y discriminatoria, son dos rasgos que se incorporaron al Trabajo Social desde su origen y que, todavía hoy, le acompañan. Esta constatación supone entender que en el curso de la historia moderna y contemporánea han variado los métodos e instrumentos adoptados para asistir a los pobres, pero no lo ha hecho su finalidad última: educar, moralizar y disciplinar a quienes se encuentran en situación de pobreza o exclusión social. La población pobre o en riesgo de estarlo no ha sido pasiva. La violencia, la transgresión de las normas o el apoyo a revueltas, ideologías o utopías salvadoras han sido algunas de sus reacciones ante las actuaciones de los grupos de poder. Incluso en instituciones asilares, como los manicomios, quienes se encuentran en ellas han intentado mantener una cierta distancia entre lo que quieren hacer y ser, y lo que “otros” quieren que hagan y sean. Son muchos los ejemplos en la historia en los que se perciben respuestas activas frente a las diversas formas de asistencia, caridad y solidaridad por parte de sus beneficiarios como por parte de quienes se quedaron excluidos. Como efecto de las acciones de este signo, filántropos, médicos, damas de la caridad, asociaciones benéficas, empresarios paternalistas, sectores socialistas, entre otros, impulsarán diversos cambios dirigidos a sustituir una modalidad de actuación defensiva, de control de riesgos ante el peligro social que emanaba de las manifestaciones de la pobreza, por otra más ofensiva que

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punitiva y de intencionalidad previsora y preventiva19. Este camino se abría durante el siglo XIX, pero todavía hoy el proceso no se ha concluido. No se ha logrado consolidar este giro en materia de control de una parte de la sociedad a través de medidas y políticas sociales. Es cierto que se ha ido moldeando una nueva sociabilidad por medio de la administración de los cuerpos a través del modelo médico, la moralización de las conciencias a través del modelo pedagógico y la gestión de la vida desde las políticas sociales. Pero han ido apareciendo otros modelos de sociabilidad a medida que aumentaba el conocimiento de las realidades sociales. El acceso a la realidad social en su complejidad y carácter multidimensional exigía un estudio desde la proximidad, “desde dentro”, para lo cual ciertas profesiones se hallaban en un lugar privilegiado, al mismo tiempo que desde la distancia o “desde fuera” para poder objetivar y tomar decisiones. 3. Agentes protagonistas de la intervención social Las dificultades para acotar los contornos que definen la pobreza en las diversas etapas históricas se traslada a los agentes que protagonizan toda intervención en materia socioasistencial. En primera instancia podrían quedar acotados a la Iglesia y al Estado con todas sus ramificaciones (instituciones, personalidades, establecimientos, etc.). Esta afirmación resulta reduccionista, aunque muy útil desde el punto de vista analítico. Más ajustado a la realidad sería afirmar que el principal agente de toda intervención social es la familia, en cualquiera de sus modalidades. No solo ha experimentado cambios en su estructura, composición y finalidad, sino también en lo que aporta a sus miembros y a la sociedad y en lo que se espera de ella hacia sus miembros como hacia la comunidad. La familia no solo nos sitúa ante la privacidad de la atención sino también ante la construcción de interacciones sociales que apuntan al altruismo. Un altruismo que se presentará cada vez más y mejor organizado según nos acercamos al presente. En este sentido no siempre ha sido sencillo establecer agentes concretos que actúan sobre las diversas formas de pobrezas. El protagonismo ha recaído en actores múltiples que han compartido la función de suministrar ayuda al “otro” individual o colectivo. Tales actores se agrupan, básicamente, en tres: asistido, donante y mediador.

19   El doctor P. F. Monlau afirmará, en 1846, que remediar el pauperismo es “remediar las muertes de hambre, los suicidios, la emigración, la mendicidad, la prostitución, la degradación, el delito y el crimen; remediar el pauperismo equivale a proponer el mejor sistema de gobierno”.

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La persona asistida es aquella nombrada como vagabunda, pordiosera, pobre, maleante, mendiga, loca, enferma, transeúnte, marginada, delincuente o prostituta. Queda reconocida desde el momento en que se la nombra, pero quedan situaciones que carecen de un nombre, de una concreción, que facilita la detección y posterior satisfacción de necesidades. En todos los casos, se espera que la persona o grupo asistido sea sumiso y muestre subordinación hacia los otros dos actores, en particular hacia quien ejerce de mediador. La figura mediadora ha de dar cuenta de sus actuaciones a quienes ejercen de donantes como a las personas asistidas que esperan ver cubiertas sus necesidades. Asimismo requiere que tenga en consideración los intereses y objetivos de ambos actores. Religiosos, voluntariado y profesionales han ejercido esta función de ayuda social. A partir del siglo XX, la profesionalización se irá convirtiendo en la seña de identidad de esta tarea de intermediación que tiende a inculcar modelos de conducta, de carácter, y a inculcar valores que intentan recomponer a los sujetos asistidos dentro de los parámetros generalmente aceptados. El tercer actor, el donante, establece la cuantía y modalidad de las acciones de ayuda, los sujetos perceptores de las mismas y la finalidad y objetivos que justifican su decisión. Al igual que los actores anteriores, busca obtener algún tipo de compensación, provecho, personal o social. Puede esperar desde el perdón de sus faltas, el reconocimiento personal o social, mayor control sobre los beneficiarios de su donación hasta orden y paz social. La interacción y la interdependencia de los tres actores colaborará en la configuración de unos sistemas de protección social que pasarán por diferentes etapas hasta quedar bastante definidos con el Estado de Bienestar. No significa esto que el proceso haya sido lineal. Tampoco que las interacciones hayan sido constantes e idénticas. Sin embargo, es posible detectar ciertas continuidades que se materializan en algunas situaciones recurrentes a lo largo de la historia. Así, los actores donantes han tendido a presionar a los mediadores para que solo sirvan a sus intereses, por medio de su disciplinamiento y recompensa, en tanto que éstos se han mostrado más sensibles a las situaciones carenciales y problemáticas de los actores asistidos, generando tensiones resueltas unas veces con legislación, otras con políticas concretas de intervención social, otras con un adoctrinamiento excluyente. Es decir, la interacción entre donantes, asistidos y mediadores ha de ser, necesariamente, dinámica e inestable por estar sujeta a contextos políticos y socioeconómicos que trascienden su propia interdependencia. Los actores de la intervención social conducen nuestra mirada a los tres sectores que han canalizado las diversas actuaciones sociales: las administraciones públicas, la iglesia y otras iniciativas privadas. A estos sectores se ha sumado en las últimas décadas la iniciativa social o Tercer Sector, reagrupán-

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dose así la iniciativa privada dentro del segundo sector (iniciativa mercantil, iglesia y otras iniciativas particulares). Sus relaciones han estado mediatizadas por la concepción, la actitud y los objetivos establecidos con respecto a las problemáticas sociales que van aflorando en el transcurso del tiempo. Problemáticas que hablan de pobreza y, más tarde, de marginación y exclusión social. Mirando al pasado, el siglo XVIII marca un punto de inflexión en la definición de los diferentes sectores que intervienen en las problemáticas sociales. Durante esa centuria se siguió un proceso de transferencia desde la idea de la pobreza y el pobre a la idea de desigualdad y pauperismo; desde la concepción individualista del fracaso, de la derrota moral y personal, bajo la frágil protección de unos “señores distantes”, hacia la actuación colectiva y social. En este recorrido lento y costoso hacia el siglo XX, los principales agentes que se fueron perfilando en el tratamiento de diversas situaciones carenciales pueden quedar reducidos a tres en España: Estado, ayuntamientos e Iglesia. Su creciente protagonismo convivió con formas de solidaridad familiar, comunitaria o de grupo no organizadas, pero de importante impacto para el desarrollo tanto individual como social. Las relaciones entre estos tres agentes vertebradores de lo que se irá conformando como un sistema asistencial, han sido muy diversas. En unos períodos pueden calificarse de desequilibradas, tensas e, incluso, turbulentas. En otros la armonía ha sido resultado de la confluencia de intereses. Tanto unos como otros reproducirán los idearios, las preferencias, las dinámicas sociales, culturales y político-económicas predominantes en su época. Resultarán visibles, aunque en muchas ocasiones con poca claridad, unas corrientes defensoras del reconocimiento de los derechos individuales por el Estado y que, más tarde, propiciarán que el interés común, los derechos sociales, sean competencia última del Estado. Este recorrido nos lleva hasta la actualidad, como se comprobará en los siguientes capítulos. La solución de los problemas sociales, las diversas desventuras, los desajustes sociales o las enfermedades se ha encontrado, al menos hasta comienzos del siglo XX, con una iniciativa particular tan influyente que retrasó el desarrollo de propuestas secularizadoras y emanadas de las administraciones públicas. De manera sintética este largo proceso se expresa y concreta desde la ayuda mutua, enraizada en la sociedad y nacida de las exigencias de la cooperación por vencer necesidades de una vida precaria, se pasa a una serie de servicios asistenciales de caridad, beneficencia, filantropía y bienestar institucional. Ello significó el deslizamiento de la ayuda de carácter paliativo asistencial, al complejo sistema tecnificado del Estado, suministrador de bienes y servicios con el objeto de proporcionar determinadas condiciones, niveles y calidad de vida.

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La caridad particular representa la principal manifestación de la actuación social feudal. En la sociedad estamental de la Edad Media, la caridad reforzaba el prestigio y la autoridad de la nobleza, el clero y la corona, así como era el camino para la salvación de su alma. Por su parte, la persona perceptora de la limosna tan solo percibía dicha donación con resignación, ya que no había interés por actuar sobre las razones de su pobreza. La caridad estamental se mantendrá como particular y privada en tanto no se cree una red o sistema mínimamente ordenado de intervención social. Ni la monarquía feudal ni el Estado moderno llevaron a cabo una redistribución social de los impuestos recaudados a sus súbditos, tan solo ciertas distribuciones de recursos en momentos de crisis de subsistencia. Esta opción explica la contradicción en la que se encontró este incipiente sistema caritativo-asistencial. Se detectaba que, al mismo tiempo que se reducía la riqueza del país por las guerras, el hambre y la escasez de mano de obra, aumentaba la pobreza de forma significativa, ya que se obtenía la riqueza o los impuestos de aquello que generaba pobreza, es decir, de los pecheros (estamento no privilegiado) y del sistema de agricultura de subsistencia. En palabras de P. Carasa, si los recursos asistenciales y de la pobreza hubieran sido diversos, quedaba la posibilidad de complementarse, pero al ser idénticas las causas de la riqueza y pobreza solo se potenciaban disminuyendo recursos y aumentando necesidades. Las limitaciones del Estado en materia asistencial quedaron patentes en el siglo XVIII, cuando afloran propuestas de abrir espacios más allá de lo privado, hacia unos poderes locales y estatales que superen la realidad de un entramado asistencial dependiente de la Iglesia, de una élite administrativa (nobles en su mayoría) y de una monarquía personalista. El rey, como “padre de pobres”, tomará decisiones que refuerzan su figura como asistente o donante privilegiado, movido por el paternalismo y la filantropía más que por una nueva concepción del Estado separado de la Iglesia. No resulta extraño este proceder, por cuanto se necesitará de la organización y del personal de ésta para iniciar cualquier actuación de reforma. Se produjeron, no obstante, algunos avances en la diversificación y, a la vez, concreción de los agentes centrales de la intervención social. Uno de ellos fue la introducción de principios y valores como el trabajo, la producción, la vecindad y la utilidad. Consecuentemente se pusieron en relación la asistencia con la represión de la ociosidad, con la reclusión de la mendicidad y con el desarrollo de centros de formación artesanal, algunos en instituciones tradicionales como las casas de misericordia. Un segundo avance se centró en la lucha contra la dispersión de la asistencia en hospitales, cofradías, obras pías o gremios, entre otros, y que llevó a que corregidores (administraciones locales) y párrocos “ilustrados” asumieran la gestión de los recursos

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asistenciales por medio, sobre todo, de las Juntas de Caridad. Es así como se inicia, lentamente, la transferencia del encargo asistencial de la Iglesia a los ayuntamientos. En el siglo XIX la Iglesia seguirá controlando el espacio religioso y el benéfico-asistencial. Mantuvo sus reticencias a la hora de incorporar y asimilar innovaciones asistenciales. El poder de la Corona, por su parte, encontró cauces para incrementar su control social por medio de la intervención pública desplegada por los alcaldes y diputaciones de barrio. Ni las desamortizaciones de sus bienes en la primera mitad del siglo XIX, ni las juntas de beneficencia provinciales y nacionales de la Ley de Beneficencia de 1822 lograron que la Iglesia perdiera su liderazgo. No resulta extraño, puesto que las élites locales presentes en los ayuntamientos actuaron como grupos sociales interesados en mantener la cultura de la pobreza, con una mendicidad regulada y no visible en las calles, y con unas relaciones asistente-asistido menos personales y más institucionales. La crisis profunda en la que entraron instituciones centrales como los hospitales, hospicios o misericordias como consecuencia de las guerras civiles y de Ultramar, las epidemias, las crisis de subsistencia y la inestabilidad política, facilitó la política municipal de los socorros a domicilio (comisario de pobres). Tales socorros habían sido demandados por las incipientes clases medias, muy críticas ante la ineficacia de los establecimientos benefico-sanitarios. La Ley de Beneficencia de 1849 intentó impulsar las diputaciones provinciales con la finalidad de ir conformando un sistema asistencial menos privado, mejor organizado y menos religioso. En la práctica, la beneficencia municipal seguirá siendo coprotagonista de segundo orden en materia asistencial. No obstante, cada vez fueron más tensas las relaciones entre beneficencia municipal, preocupada por configurar ciudades burguesas (orden, propiedad, trabajo y familia), e Iglesia, castigada mucho más en su patrimonio económico que en el moral y social. De cualquier forma, las autoridades civiles no fueron capaces de contrarrestar las diferentes iniciativas educativas, asistenciales y caritativas de las nuevas órdenes religiosas que fueron viendo la luz en la segunda mitad de la centuria. A ello también contribuyó la firma del Concordato con el Vaticano de 1851, que colaboró en el posterior apoyo de la Iglesia al liberalismo conservador. No hemos de olvidar que el liberalismo, progresista o conservador, miraba con recelo los riesgos sociales asociados a los cambios en el sistema productivo y cuya principal manifestación era el pauperismo de capas de población cada vez más amplias de las ciudades. Ese temor exigía medidas apaciguadoras, estabilizadoras de la situación que fueran próximas y fácilmente reconocibles. La intervención municipal se irá desplegando por medio de socorros en dinero y en especie, de servicios puntuales para las madres y

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sus hijos, o de puestos de trabajo temporales. Los recursos movilizados eran un “don gracioso”, no un derecho de cada ciudadano, por lo que se pusieron al servicio de la captación de fidelidades y voluntades. La estructura de poder desplegada durante la Restauración, reinando Alfonso XII y Alfonso XIII, necesitaba de la Iglesia. Igualmente, ésta necesitaba del Estado para alcanzar la recatolización de una España que parecía haber perdido hacía tiempo el centralismo alcanzado en Trento. Se sirvió para ello del despliegue de sus funciones pastorales, educativas y asistenciales. El catolicismo social llegó con retraso a España por las reticencias que levantaba entre diversos sectores liberales y entre los ultraconservadores, pero en la década de los ochenta encontrará respaldo con la publicación de la encíclica De Rerum Novarum y el despertar de una sociedad civil que se organizará en asociaciones confesionales antiliberales. En sus trazos gruesos se va a reproducir esa estrecha relación entre Estado e Iglesia durante el gobierno de Franco. A pesar de los esfuerzos por lograr una mayor racionalidad en los medios empleados por las incipientes políticas sociales liberales, siguieron predominando las acciones no sistematizadas y destinadas a atender las situaciones de necesidad y desamparo. Predominio que se explica, entre otras razones, por el limitado despegue urbano e industrial de España, así como por las importantes dificultades económicas y financieras que se atravesaron en diversos períodos del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX. Con el nuevo siglo se abre una etapa con continuidades y con cambios profundos que apuntan hacia la necesidad de profesionalizar las actuaciones sociales sobre amplias capas de la sociedad muy vulnerables a la pobreza. Durante las primeras décadas del siglo XX se gesta el inicio de la enseñanza formal del Trabajo Social y la formación teórico-práctica de quienes aspiran a ser sus profesionales. La educación y la formación de los trabajadores sociales ha sido, desde entonces, uno de los aspectos que más ha preocupado de la profesión. Las Escuelas han recogido esta inquietud y han optado por ir elevando su nivel científico y profesional. Como resultado, se ha conseguido diseñar un perfil profesional genérico y, a la vez, específico. Es decir, la actualización de las líneas maestras de profesionales y futuros profesionales del Trabajo Social ha sido una constante a lo largo del siglo XX. En España, la iniciativa de la asistencia social y de su profesionalización la han llevado, con retraso respecto a otros países europeos y norteamericanos, el catolicismo social y ciertos profesionales como los médicos. En suma, el origen del Trabajo Social se halla en los orígenes de unas políticas sociales contemporáneas que han intentado lograr la estabilidad política y, con ella, la económica, el aumento de la fuerza de trabajo y una socialización que reproduzca los valores y los rasgos distintivos de la burguesía.

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Resumen Para entender el origen y desarrollo de lo que hoy definimos como Trabajo Social conviene acercarse a su devenir histórico. Pero en ese largo proceso es posible encontrar una serie de continuidades que han ido dando forma, contenido y significado a una profesión, primero, y a una disciplina después. La lucha contra la pobreza es uno de estos continuum. Tales esfuerzos han reformulado a la propia pobreza hasta superar su significado de estado en favor del de proceso. Las formas e imágenes que irá adoptando la vinculan a las desigualdades, desviaciones sociomorales, enfermedad, muerte, marginación y exclusión. La complejidad, el carácter dinámico y la multiplicación de formas que va a ir adquiriendo la pobreza explicarán una creciente intervención social directa y el proceso de profesionalización de la atención social. Las inquietudes y temores que fue suscitando la pobreza en cada momento histórico, por sus características y dimensiones, han servido de acicate para implicar a las autoridades públicas estatales, regionales y locales, a las iniciativas privadas civiles y eclesiásticas como a personas concretas en la tarea de darle respuestas. Respuestas paliativas y asistencialistas en la mayor parte de las ocasiones, pero también de amplio alcance social y político. Ambas modalidades de actuación conformaron el embrión de las primeras políticas sociales aplicadas desde el Estado social del cambio del siglo XIX al XX, al igual que el origen del Trabajo Social. La interrelación entre políticas sociales contemporáneas y Trabajo Social será constante desde entonces, por cuanto han coincidido en el objeto de intervención (personas vulnerables o en situación de pobreza, exclusión) y en la finalidad de lograr estabilidad política, social y económica. Texto/Referencia a consultar por el alumno Actividad Leer y sintetizar los capítulos 3 y 4 de Sarasa, S. (1993): El servicio de lo social, Inserso-MTAS, Madrid, pp. 73-129. Bibliografía básica Sarasa, S. (1993), El servicio de lo social, Inserso-MTAS, Madrid. Paugam, S. (2007): Las formas elementales de la pobreza, Alianza Editorial, Madrid.

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Bibliografía recomendada Álvarez Junco, J. (coord.), (1990): Historia de la acción social pública en España. Beneficencia y previsión, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid. Carasa Soto, P. (2007): “Lo privado y lo público en el sistema asitencial: el triángulo Iglesia-ayuntamiento-Estado en la beneficencia española” en Historia Contemporánea, UPV. Casado, D. (1990): Sobre la pobreza en España, Barcelona. Gemerek, B. (1989): La piedad y la horca. Historia de la miseria y la caridad en Europa. Alianza Universal, Madrid. López Alonso, C. (coord.) (1988): Cuatro siglos de Acción Social. De la Beneficencia al Bienestar Social, Edit. Siglo XXI, Madrid. Montiel, L., y Porras, I. (1997): De la responsabilidad individual a la culpabilización de la víctima, Doce Calles, Aranjuez.

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