LA MEXICANIDAD EN EL ESTILO DE SOR JUANA. ANITA ARROYO Universidad de La Habana, Cuba

Revista Iberoamericana, Vol. LXVIII, Núm. 200, Julio-Septiembre 2002, 597-601 LA MEXICANIDAD EN EL ESTILO DE SOR JUANA POR ANITA ARROYO Universidad

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Revista Iberoamericana,

Vol. LXVIII, Núm. 200, Julio-Septiembre 2002, 597-601

LA MEXICANIDAD EN EL ESTILO DE SOR JUANA POR

ANITA ARROYO Universidad de La Habana, Cuba

Al proponernos el estudio de su estilo literario, tan estrechamente vinculado con el estilo de su vida, tenemos que distinguir entre la forma y el fondo porque, atendiendo a lo uno o a lo otro, es preciso hacer distinciones. La forma es clásica, preferentemente clásica, en casi toda la poética de Sor Juana. Sus versos son de corte clásico, con la única excepción de importancia del “Primero Sueño”. La gran lírica del amor es clásica en sus mayores aciertos formales. Hasta como dramaturga, su comedia “Los empeños de una casa” es típicamente un remedo del teatro clásico español. Los mejores versos de su auto sacramental “El divino Narciso”, que son de una pureza y perfección clásicas, parecen escritos por los grandes místicos españoles del siglo XVI. No en vano ha descubierto en ellos Ermilo Abreu Gómez una “estructura dibujística antes que pictórica”. Si predomina en el estilo de la escritora lo lineal, su estilo será clásico, de acuerdo con los famosos pares polares aplicados a los estilos clásico y barroco, por Wölflin. Para este autor, en el arte clásico predomina la línea, el dibujo, y en el barroco, en cambio, lo fundamental es la impresión, la mancha, el color. En lo literario corresponderían al estilo clásico la sencillez y la diafanidad, el concepto nítido, la clara armazón del pensamiento que guiaría la estructura cristalina de la forma; y, en el segundo caso, el predominio de la forma pintoresca, la visión efectista, la gran riqueza ornamental, las metáforas materialistas, concebidas para impresionar más por la vía de los sentidos, que por medio de la inteligencia, la abundancia verbal, serían los distintivos barrocos. Si nos atenemos a estos caracteres, el estilo, el esqueleto u osamenta del arte de la máxima escritora mexicana es clásico y su barroquismo resulta discutible visto únicamente desde este punto de vista. En efecto, en toda la obra de la artista se distinguen, dibujísticamente trazados, los planos y estructuras, y es el pensamiento, el predominio de la línea conceptual y del plano racional (pudiéramos llamarlos aplicándoles los términos línea y plano de la consideración filosófico-formal de los estilos artísticos) el que guía la mano de la escritora. Su estilo se le origina en la cabeza. Antes de escribir y hasta escribiendo, ella piensa. Y este pensamiento le dibuja el estilo. Por eso su primera gran característica es el equilibrio, la mesura. No hay excesos nunca en su verso ni en su prosa. La forma es sencilla, clara. La claridad, don del cielo que tanto le alababa el Obispo de Puebla, es el rasgo más saliente de la escritora.

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Los mejores versos de la poetisa, aun muchos de los de la versificadora cortesana, son modelos de perfección clásica, acrisolados de dicción e impecables de forma. Y aun en la parte más barroca de su producción, la numerosa serie de composiciones cortesanas y en su “Primero Sueño”, el más barroco de sus poemas, pese a la mayor riqueza de metáforas y juegos formales, hay una bien definida estructura. Los elementos decorativos, de lujo verbal, trepan por las columnas del poético retablo y, como en las fachadas y en los retablos barrocos mexicanos, no se pierde nunca la unidad estructural y espacial, siempre perfectamente organizadas y visibles bajo el aparente caos de la fronda excesiva que se desborda por todas partes con avidez devoradora. Con excepción de los mitológicos versos del “Neptuno Alegórico” y algunos otros en que rinde tributo o se pliega, por influjo invencible del medio, al mal gusto de la moda de su tiempo, la poetisa es siempre clásicamente clara. Su barroquismo formal es más bien, pues, la excepción: una concesión al arte de su siglo. El barroquismo de la escritora, en sus últimos extremos de culteranismo y conceptismo, abuso de formas verbales o conceptuales, es lo más externo: es como el hábito de la monja o el traje de la cortesana. Pero si nos adentramos en el alma de la mujer y en el verdadero espíritu de la artista, otra cosa muy distinta es lo que ocurre, y asistimos a un proceso bien diferente. Aquí es donde se abre el cisma estilístico. Al contemplar, no la forma, como hasta ahora hemos hecho, encontrando que es preferentemente clásica, sino el contenido, llegaremos al fondo espiritual, al verdadero mensaje de la artista. Y éste fue un mensaje, tácito o explícito, profundamente agónico y, como tal, barroco. A esta nueva luz del estilo como expresión, forma y contenido literarios alcanzan en la escritora una unidad superior, reflejo de lo que quiso ser, más que de lo que fue Sor Juana. La artista y la mujer se expresan bajo el mismo signo. Este es un signo de angustia, un plus ultra espiritual, un deseo disparado hacia la captación, por vía sensorial, de las últimas verdades en todo. Un discurrir, no sólo de la mente, sino del corazón, apasionado de saber y de poder. Juana de Asbaje fue profundamente barroca en el afán que tuvo, sin lograrlo, de resumir la unidad absoluta de todo. Sus propios sentimientos revelan esta actitud suya integradora, frente al fenómeno de la vida y su concepción del mundo. Así, su alma es una lucha de contrarios que aspiran a fundirse. Sus pasiones se intelectualizan y sus ideas se tiñen de pasión. Hay en su espíritu una interpenetración de elementos muy barroca, un doble juego, un inestable modo de expresarse y producirse. Esta característica psicológica fundamental de la mujer, se da en su obra en la doble aspiración a saber, con afán científico, y a escalar por el conocimiento mismo, el estado de beatitud mística. Razón y Fe quiere ella; pero como Descartes y Pascal, las quiere fundidas y resumidas, explicadas por el mismo procedimiento intelectual. Ante esta ambición desmedida —que fue el máximo ideal del siglo— tiende ella su sueño. Piensa sesudamente; pero, como el padre de la filosofía moderna, tiene su noche intelectual e intuitiva: quiere que todo el saber le sea “revelado” en una visión maravillosa: su “Primero Sueño”. Es el estilo como expresión vital, como resultado de la voluntad anímica, de la fuerza creadora e impulsora de su espíritu, el que nos interesa ahora. Como tal, logró expresar la artista su mensaje humano, su íntima concepción del mundo y de la vida. Creemos que

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efectivamente lo logró, aunque queda sin resolver el gran drama de su espíritu. Y es que en su alma no llegaron a fundirse sus contradictorios sentimientos. Como sus ideales, quedaron siempre al margen de su vida. La intelectual tuvo que morir, ante las exigencias de la monja. La obra de Sor Juana no puede reflejar lo que no conoció su atribulado espíritu: la serenidad, la seguridad, la armonía. Por eso logró, sí, reflejar su angustia; pero no logró, porque íntimamente jamás pudo resolverse su tragedia, expresarse a plenitud, como lo hubiera podido hacer su genio, nacido en otra época y otras circunstancias más favorables. Pero no podemos ser tan exigentes con una mujer de la que una conterránea suya ha podido decir: “Su vida es toda ficción y formalismo, eflorescencia culta y erudita que decora, ocultándolo, todo lo que pudo ser genuino y sincero en ella”. No podemos pedirle originalidad a una escritora que tiene que escudar su genio, ocultarse a sí misma, tras los diques frenadores del talento, de la retórica, la erudición, el concepto y la metáfora disimuladores. El grito de rebeldía de Juana, lanzado fuera del alma sólo en su “Carta” al Obispo, se le paraliza a la monja en la garganta porque no puede echar a volar su verdad, como no puede decirla entonces ningún mexicano. Este tiene que esconder el alma y ocultar bajo una máscara, como señala Paz, su honda y secreta lucha entre las formas y fórmulas en que se pretende encerrar su verdadero ser y las explosiones con que éste a veces se venga. “Ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa”, el mexicano se escuda tras un insondable hermetismo que le sirve de autodefensa. “Entre la realidad y su persona establece una muralla, no por invisible menos franqueable, de impasividad y lejanía”. Tal vez esto haya contribuido a la atmósfera de cosa inasible, de misterio, que rodea la vida de Sor Juana. Como buena mexicana, era muy discreta y recelosa, y vivía amurallada, más que por las altas tapias del convento, por las invisibles paredes de su pudor y recato espirituales. Juana de Asbaje tuvo que construirse su propia máscara y usarla con ese resignado estoicismo de su pueblo. Disfrazada de monja vivió veinte y siete años la intelectual. Según Salinas, también se puso máscara de escritora, traje cortesano de poetisa. Porque para este escritor español, la verdadera Juana de Asbaje, la que hay que descubrir bajo la máscara, es la estudiosa, la enamorada del saber desinteresado y puro, la intelectual, en una palabra. Para Salinas no es Juana una naturaleza esencialmente poética. Es que ante esa máscara que cubre la verdadera personalidad de la mujer, caben las más diversas interpretaciones y Sor Juana, como dice aquél, nos interesa más por lo que quiso ser que por lo que hizo. Claro que esto es injusto y exagerado. Sor Juana nos interesa por todo; pero indudablemente su drama estriba “en las peripecias entre su ser y su querer, entre las voluntades de su íntima naturaleza y las negaciones que el mundo en que existía le fue poniendo por delante”. La sorda y subterránea lucha entablada entre Sor Juana y su siglo; entre la mujer excepcional, impulsada a la creación, a la expresión original de su personalidad, y su sociedad, estancada, cerrada a toda manifestación propia y personal, acaba por ganarla la época colonial anquilosada e infecunda en que tuvo su agonía intelectual la monja. El máximo reproche de la mujer fue su retirada. No pudiendo expresarse en una escena donde sólo la religión podía actuar como protagonista, la intelectual guarda silencio para

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siempre; un elocuente silencio que todavía nos habla y nos conmueve, y entierra en vida su inteligencia, realizando el máximo sacrificio que le es dado a un ser humano realizar: la renuncia de sí mismo. En su conversión a un misticismo desesperado de última hora, hubo tanto de fe como de renunciamiento personal. Quizás fue esa la única salida que encontró aquella soberana inteligencia, para reconciliarse consigo misma. Entre la salvación por el saber, que le era negada, y la salvación por la fe, tuvo que optar por la segunda y entregarse a Dios. No quiso ella, además, y esto parece evidente, perder su alma por exceso de inteligencia. ¿Qué era lo que ella más apreciaba en este mundo? La inteligencia. Pues había que entregársela a Dios. Ya que no debía utilizarla para las cosas del mundo (ese mundo físico que siempre la cautivó e inquietó), se la entregaría totalmente a su Señor. Y prueba de que el saber divino no era su vocación, sino el humano, como ella bien claramente precisó, fue su silencio final, verdadero calderón musical, tan revelador de su estilo como su anterior palabra, barrocamente encendida de pasión. Había triunfado la Razón, pero muerto la mujer. Ese profundo conflicto, muy barroco también, planteado entre la escritora y su época, impidió a Sor Juana expresarse más cabal y espontáneamente. Por eso su estilo vital y su estilo literario tienen que ser estilos de sordina, de sutiles disimulos, de juegos conceptuales; esmeros de la astucia para no herir susceptibilidades; alardes de la inteligencia para decir y no decir al mismo tiempo; para revelar cosas y a la vez dejarlas discretamente encubiertas; para amonestar sin soliviantar; para aconsejar sin razonar la vanidad del soberano; para profetizar sin asustar; para expresarse, en una palabra, sin atrevimiento. En este difícil juego, muy mexicano por cierto, de la sinceridad frente a la discreción, de la espontaneidad frente a la mesura, se revela no sólo la forma necesaria de reaccionar frente a una época absolutista e intolerante, sino también la típica, compleja y sutil sensibilidad del mexicano, mezcla de disimulo y de cortesía; de modestia profunda y de orgullo racial; de seriedad un poco impresionante y de íntima sencillez. Ya hemos visto cómo se dan en la mujer y se reflejan en la escritora muchos de los caracteres de ese “laberinto de la soledad” que es para Octavio Paz la mundividencia del mexicano. Se entiende mejor a Sor Juana, cuando se ha viajado y se puede uno proyectar sentimentalmente sobre ese mundo, a través de su complicado laberinto, cuyo hilo de Ariadna hay que ir a buscarlo muy lejos, tal vez detrás de la expresión enigmática de las caritas sonrientes de la escultura totonaca. El poeta Paz es un buen guía, a través de su muy sugerente y substancioso libro, para descubrir, detrás de su máscara de impenetrabilidad ancestral, el carácter de esa raza milenaria. A la luz de esta comprensión de la mundividencia del mexicano, no parece exagerado encontrar en el estilo de la monja caracteres que la emparentan con su también célebre compatriota Juan Ruiz de Alarcón. No en vano Pedro Henríquez Ureña rescató para las letras mexicanas muchos valores del insigne dramaturgo del teatro clásico español. “El caso de Ruiz de Alarcón, que opone a la vitalidad desbordada española, la dignidad, la cortesía, un estoicismo melancólico y otras sutiles y discretas virtudes”, no es entonces un caso aislado. Si Alarcón era, dice el autor aludido, “fuego por debajo y nieve por arriba, como los volcanes de su tierra”, la misma “fría tenacidad” caracteriza la firme obstinación

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de la voluntad inquebrantable de Juana. Su hermana en gloria de la literatura hispanoamericana también revela, a poco que reparemos en su estilo, esas virtudes esencialmente mexicanas. Los dos grandes Juanes de México, como los llamó Alfonso Reyes “—¡qué dos Juanes de México!—”, no aparecen, así, como dos grandes montes aislados en la literatura de ese país, sino como la pareja de volcanes que dan fisonomía propia a su capital y forman parte de una misma cordillera mexicana. Volumen XVII

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