La nueva transición en el Perú

Seminario sobre Transición y Consolidación Democráticas 2001 - 2002 La nueva transición en el Perú 19 de febrero de 2002 FRIDE Madrid, 2002 © Fund

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Seminario sobre Transición y Consolidación Democráticas 2001 - 2002

La nueva transición en el Perú 19 de febrero de 2002

FRIDE Madrid, 2002

© Fundación para las Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior (FRIDE). Los artículos no pueden ser reproducidos completos por ningún medio, salvo la impresión directa o proyección del artículo y la portada, donde se vea claramente su procedencia. Pueden ser reproducidos parcialmente citando su procedencia. FRIDE no suscribe necesariamente las opiniones de los autores.

Índice Ficha de la sesión

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Perú: crisis de los partidos y transición a la democracia, Ludolfo Paramio

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La nueva transición en el Perú, Valentín Paniagua Corazao

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Comentarios de Rafael Roncagliolo Orbegoso

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Comentarios de Rafael López Pintor

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Seminario sobre Transición y Consolidación Democráticas 2001 - 2002

Mesa redonda

La nueva transición en el Perú 19 de febrero de 2002

PONENTE PRINCIPAL: Valentín Paniagua Corazao Presidente del Perú (2000-2001). PARTICIPANTES: Rafael López Pintor Catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid. Senior Research Advisor del International Institute for Democracy and Electoral Assistance. Rafael Roncagliolo Orbegoso Secretario General de la Asociación Civil Transparencia. Representante del Perú en el Instituto para América Latina. MODERADOR Y COORDINADOR DEL SEMINARIO: Ludolfo Paramio Director de la Unidad de Políticas Comparadas del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (España).

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Perú: crisis de los partidos y transición a la democracia Ludolfo Paramio

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l domingo 3 de junio de 2001 Alejandro Toledo, candidato de Perú Posible, ganó la segunda vuelta de las elecciones presidenciales con algo más del 52% del voto, lo que le daba una ventaja de casi cinco puntos sobre Alan García, del Partido Aprista Peruano. Desde las elecciones de 1990 había ocupado la presidencia durante diez años Alberto Fujimori, que en 1992 se había creado un régimen a su medida mediante un autogolpe, y cuyo segundo y fraudulento intento de reelección, en 2000, había terminado con una huida rocambolesca a Japón y con la formación de un Gobierno de transición presidido, desde noviembre de aquel año y hasta las elecciones celebradas en abril y junio de 2001, por Valentín Paniagua, un respetado político del partido Acción Popular. En poco más de dos décadas, Perú ha vivido una transición a la democracia desde un régimen militar, la formación de un nuevo régimen autoritario a partir del triunfo electoral en 1990 de la candidatura de Fujimori, y una nueva transición a la democracia tras el derrumbamiento de ese régimen. Un colapso provocado no sólo por la presión de una vasta movilización popular impulsada por el candidato que se enfrentó a Fujimori en las elecciones de 2000, Alejandro Toledo, sino sobre todo por la revelación de pruebas abrumadoras —las grabaciones en vídeo realizadas por él mismo—, de cómo el asesor y hombre fuerte del régimen de Fujimori, Vladimiro Montesinos, había creado un sistema de corrupción generalizada, mediante el cohecho y el chantaje, para asentar su poder. El fujimorismo ofrece un ejemplo singular de cómo el paso desde la democracia a la autocracia puede realizarse triturando el sistema de partidos y creando una oposición parlamentaria fragmentada, con una proliferación de las candidaturas personalizadas que reducen el peso de Ludolfo Paramio es Director de la Unidad de Políticas Comparadas del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (España). Coordinador General del Seminario sobre Transición y Consolidación Democráticas 2001-2002, es miembro del Comité Asesor de FRIDE.

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Seminario sobre Transición y Consolidación Democráticas, 2001-2002

los candidatos de las organizaciones partidarias. Este fenómeno tiene raíces en los negativos balances ofrecidos ante la opinión pública por los dos Gobiernos de la democracia —el de Fernando Belaúnde Terry (1980-1985) y el de Alan García (1985-1990)—, frente a la crisis de la deuda y a la ofensiva terrorista de la organización maoísta Sendero Luminoso, pero es profundizado deliberadamente con los cambios introducidos después de 1992 por Fujimori en la legislación electoral. Entre 1985 y 1995, la suma del voto obtenido por los partidos establecidos —Acción Popular, Partido Popular Cristiano, APRA e Izquierda Unida— pasa del 97% al 6%. En 1990, sin embargo, las candidaturas independientes —incluyendo la de Fujimori, Cambio 90— no llegaron a sumar el 30% en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, y en las elecciones locales del año anterior los partidos también habían reunido más del 70% del voto, pese al espectacular éxito del independiente Ricardo Belmont en Lima. Considerando el mal recuerdo dejado por el Gobierno de Belaúnde, y el desastroso balance del Gobierno aprista de Alan García —en 1989 la inflación alcanzaría el 2.775%, en 1990 el 7.650%, y a lo largo de su presidencia el ingreso per capita cayó un 18%, según datos de la FHSDO —, que había contado con una popularidad del 96% al comienzo de su mandato, no resulta muy sorprendente un cierto auge del voto de protesta a candidaturas independientes. Se podría pensar que un sistema de partidos entra en crisis cuando se agota su oferta sin que ningún partido o coalición de éstos sea capaz de dar respuesta desde el Gobierno a los problemas sociales. Tanto la derecha como elAPRAhabían frustrado sucesivamente las expectativas de los electores desde 1980, y por tanto en 1990 debería haber llegado la oportunidad de Izquierda Unida. Las diferencias internas de esta heterogénea coalición, sin embargo, le restaron credibilidad ante los electores, y la división de la izquierda en dos candidaturas —la de Henry Pease y la de Alfonso Barrantes, ex alcalde de Lima, que había contado con una muy alta popularidad en los dos años anteriores— le impidió aparecer como una alternativa verosímil: en la primera vuelta el voto a las candidaturas de izquierda sumó sólo un 13%, y es evidente que la candidatura de Fujimori ganó gran parte del voto perdido por la izquierda respecto a las elecciones de 1985, un 12%. También se puede argumentar que el fuerte crecimiento del sector informal —que casi representaba la mitad de la población activa a finales de los ochenta— había reducido la capacidad de los partidos tradicionales para representar o encuadrar a los trabajadores de este sector, dada su extrema fragmentación. Si a ello se suma la frustración por la grave crisis económica tras las expectativas creadas en los comienzos del Gobierno deAlan García, estarían dadas las condiciones para el voto a nuevos candidatos independientes o antisistema. Pero esta tesis corre el riesgo de convertirse en una versión periférica de las teorías más generales sobre la aparición de un nuevo tipo de elector que decide su voto sin ataduras previas de identidad o interés, y traslada demasiado rápidamente a la política lo que en principio aparece como un problema de las asociaciones intermedias. Al crecer el sector informal disminuirá el 8

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peso de los sindicatos tradicionales, y su papel de mediación entre los trabajadores y la política electoral, pero eso no significa que los trabajadores del sector informal queden desconectados de la política, sino que, precisamente por su carencia de vínculos orgánicos con las organizaciones partidarias, se encuentran en una situación de disponibilidad para el establecimiento de redes políticas clientelares. Puede ser más razonable, por tanto, pensar que el crecimiento del sector informal creó las condiciones para que Fujimori —y otros políticos durante su régimen— tuvieran éxito en crearse apoyos electorales duraderos mediante el establecimiento de sus propias redes clientelares, pero no explica suficientemente la rápida caída en la credibilidad de los partidos tradicionales. Para dar cuenta de este fenómeno hay que comenzar por tener en cuenta las raíces del ascenso de Fujimori en 1990: ¿por qué su candidatura independiente llegó casi al 30% en la primera vuelta? La respuesta es bastante trivial, y sin embargo a menudo no se comprende su alcance: la candidatura de Fujimori se había convertido en el lugar de convergencia de los electores que deseaban frenar a Mario Vargas Llosa, otro candidato inicialmente independiente, pero cuyo discurso fuertemente neoliberal había dado origen a una polarización ideológica desconocida con anterioridad, subordinando a los partidos tradicionales de la derecha a su propio proyecto y concitando un fuerte temor en los votantes de izquierda o de origen popular. No era ésa, por supuesto, la intención del novelista, que pretendía precisamente ofrecer a los sectores populares una solución tras los fracasos del intervencionismo y del populismo aprista —independientemente de que su solución fuera o no la mejor—, pero el hecho es que su campaña no sólo movilizó a su propio electorado, más de un 32%, sino que también movilizó a una coalición electoral para frenarle que encontró en Fujimori la única posibilidad útil de voto. No era evidente de antemano que debiera ser así, por descontado. Pero perdida la fe en el APRA por la gestión de García, y en los candidatos de izquierda por su división, buen número de electores que temían el proyecto neoliberal de Vargas Llosa, o rechazaban su imagen europea, encontraron en el difuso mensaje de Fujimori, y en su campaña de tono popular y populista, la oportunidad de cortar el paso al candidato de la derecha. Luego, en la segunda vuelta, tanto el APRA como la izquierda recomendarían, de forma más o menos explícita, el voto al chinito, a la vez que trataban de situar en su equipo a gentes próximas a sus planteamientos. Cuando Fujimori emprendiera su propio giro neoliberal, con una dureza, un autoritarismo y una deshonestidad inimaginables en Vargas Llosa, ya sería demasiado tarde para frenarle, y Fujimori se plantearía acabar con las organizaciones partidarias como obstáculos para su poder personal. Que un candidato populista en el tono de su discurso y de su campaña se convierta en abanderado de las reformas pro mercado no es una singularidad de Perú. Como es bien sabido, otro tanto sucedió en Argentina con Carlos Menem, quien en 1989 no tuvo mayor dificultad 9

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para derrotar al candidato de la UCR, Eduardo Angeloz, precisamente porque éste basó su campaña en un programa de reformas neoliberales. Pero Menem era el candidato de uno de los dos grandes partidos, y el otro no sólo presentaba un balance económico desastroso de su Gobierno, sino un programa impopular. La singularidad del caso peruano, en este sentido, viene de que el ascenso de Fujimori no es resultado sólo de la pérdida de credibilidad del APRA y de la izquierda, sino también de la fuerte polarización ideológica introducida por la campaña de Vargas Llosa. Si la derecha hubiera presentado candidatos más orgánicos, más vinculados a AP o al PPC, es casi seguro que ninguno de ellos habría alcanzado una votación tan alta como la de Vargas Llosa, pero también es posible que la segunda vuelta se hubiera planteado entre el candidato más votado de la derecha y el candidato del APRA (Luis Alva Castro), que de hecho obtuvo un 22,6% del voto, y que Fujimori, al no poderse beneficiar de la pulsión por cerrar el paso al candidato de una derecha nítidamente neoliberal como la encarnada por Vargas Llosa, no hubiera pasado a la segunda vuelta. El sentido de este razonamiento puramente especulativo es subrayar que la crisis de los partidos en Perú no había alcanzado en 1990 las dimensiones posteriores, ni tampoco era entonces consecuencia imparable del cambio social —el crecimiento de la economía informal— ni del agotamiento del sistema de partidos ante la crisis económica y el auge del terrorismo en los años ochenta. Hay dos factores adicionales, la crisis y división de la izquierda y la movilización y polarización ideológica suscitadas por la campaña de Vargas Llosa, que explican la aparición y el triunfo de Fujimori. No es necesaria una hipótesis o teoría más general para comprender lo que se explica por el contexto y la interacción estratégica de los actores políticos. El régimen de Fujimori es un excelente ejemplo de lo que O’Donnell llamó democracias delegativas, en las que los ciudadanos renuncian a controlar al mandatario y se limitan a plebiscitarlo electoralmente con su elección y reelección, mientras él desmantela todos los mecanismos de control horizontal al Gobierno, tanto manipulando a los tribunales como marginando o sometiendo al Parlamento, y en último término tratando de dividir o pulverizar a la oposición. El caso de Fujimori, aun así, va bastante más allá que el de Menem —probable punto de arranque de la reflexión de O’Donnell—, no sólo por la amplitud de la red de corrupción en la que se apoyó, sino por el apoyo social recibido en su enfrentamiento con los partidos y el éxito alcanzado en su pulverización. El primer punto que merece una reflexión es la disposición social a delegar en un gobernante al que se renuncia a controlar más allá de los momentos electorales. Algunos autores han reflexionado sobre este fenómeno interpretándolo en términos de una concepción de la representación y la identidad política cuya genealogía se remontaría a Carl Schmitt: el líder es reconocido como tal precisamente porque se le atribuye capacidad para definir los intereses de sus seguidores y por tanto su identidad colectiva, y en esa medida les 10

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representa. Puede que ésta sea una dimensión primitiva —por decirlo así— de la representación política, y que de alguna forma esté presente también en los mecanismos de la representación democrática liberal cuando éstos incluyen una fuerte componente de liderazgo, pero no se puede sostener seriamente que sea la dimensión dominante cuando los ciudadanos se limitan a elegir al representante que consideran más adecuado a sus propios intereses definidos de forma exógena, con anterioridad al proceso electoral. Sin embargo, no resulta descabellado pensar que ante situaciones de fuerte desorden social, en las que no parece posible elegir racionalmente entre las propuestas de los candidatos a la vista de la experiencia de los Gobiernos recientes, el comportamiento de los electores pueda centrarse precisamente en la búsqueda de liderazgo, y que esa búsqueda desemboque en la delegación social en un gobernante no tanto elegido como plebiscitado. Tanto en Argentina como en Perú, a finales de la década de los ochenta, la hiperinflación creó sin duda un gran desorden social, ante el que los ciudadanos no eligieron probablemente de forma racional, a la vista de los programas y promesas de los candidatos, sino depositando su fe en quienes, de entre tales candidatos, les parecieron más próximos: Menem y Fujimori. Hecho este acto de fe inicial, a ambos se les permitió realizar el programa de reformas que había llevado a la derrota electoral a sus adversarios, y, a juzgar por el comportamiento electoral posterior, se les premió por haber restablecido el orden, por mostrar capacidad de control sobre la economía y la política. Al haber sido elegidos en tiempos excepcionales, se considera fuera de lugar la pretensión de controlarles, se disculpan sus singulares formas de gobernar, su autoritarismo o su despreocupación por los límites que las instituciones o la legislación fijarían a su capacidad de actuación. La desenvoltura con la que ambos crearon Cortes Supremas a la medida de sus intereses no suscitó una preocupación mayoritaria en la sociedad. Fue sólo cuando la economía se estancó, y ambos gobernantes perdieron su halo de guías infalibles, cuando las críticas a su modo de gobernar comenzaron a calar. En el caso de Fujimori, no sólo la recuperación de la economía le ganó el apoyo popular. El hecho más decisivo puede haber sido la detención de Abimael Guzmán, líder de Sendero Luminoso, junto con buena parte del núcleo dirigente de la organización, en septiembre de 1992, seis meses después del autogolpe y la disolución del Congreso. En ese período su popularidad salta del 53 al 81%. Cuando se produce su reelección, en 1995, la inflación ha caído según datos de la FHSDO al 11,1 % —frente al 823,7% de promedio de los años de Alan García—, mientras que el crecimiento es del 8,6%, frente a una caída de –5,4% en 1990. Aunque admitamos que ante una situación desesperada, como la de 1990, los ciudadanos buscan antes un salvador que un buen gobernante, llama la atención cómo se le permitieron a Fujimori los pasos sucesivos para la creación de un régimen autocrático, especialmente si tenemos en cuenta que la oposición aún había logrado movilizar el voto con cierto éxito en el referéndum de 1993 sobre la nueva Constitución. Y, simétricamente, también sorprende la decisión de Fujimori de huir a Japón en 2000, al hacerse evidente el sistema mafioso de poder 11

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que su asesor Montesinos había creado manipulando a las fuerzas armadas, al poder judicial, a los medios de comunicación y los políticos de todo signo. Para responder a esta segunda perplejidad se dispone de dos elementos racionales, y queda en el aire una incógnita sobre el talante del propio protagonista de la historia. Las posibles causas de la decisión de Fujimori de dimitir y ponerse a salvo incluyen dos percepciones de la realidad muy atinadas: que ante el nuevo y devastador escándalo creado por la difusión de los vladivídeos no podría resistir la presión internacional, y que su propia base de apoyo social y su credibilidad eran ya crecientemente frágiles tras la fuerte movilización desatada por Alejandro Toledo contra la convocatoria de la segunda vuelta de la elección, y en medio de una crisis profunda de la economía. La opinión pública internacional, y Washington en particular, no sólo habían mostrado ya reticencias respecto a la idea de una segunda reelección de Fujimori —sobre la discutible base de la Ley de Interpretación Auténtica de la Constitución, aprobada en agosto de 1996 por un Congreso en el que Fujimori contaba con mayoría absoluta—, sino que se habían manifestado en contra de la validez de la elección de 2000 a la vista de las irregularidades de la primera vuelta. Y la opinión pública nacional ya se había mostrado sensible a los argumentos de Toledo y a las críticas contra el régimen, lo que había llevado a éste a aplicar sus más sucios recursos para desacreditar al movimiento opositor, provocando sangrientos incidentes de los que culparlo. Indudablemente el estancamiento económico había erosionado la credibilidad del liderazgo de Fujimori, frustrando las expectativas de un crecimiento estable creadas por los años de su primer Gobierno. Aun siendo estas dos razones más que suficientes para explicar la huida de Fujimori, no dan cuenta de la comedia de equivocaciones que la precedió, y que pudo responder a un intento de deslindarse de las actuaciones de Montesinos para dejar abierta la puerta a un posible retorno a la política peruana. No sería Fujimori el primer gobernante de América Latina que, tras salir del poder en una situación de grave descrédito, conserva la ilusión de un retorno triunfal tras el fracaso de sus sucesores. Y, a juzgar por el espectacular ascenso de Alan García durante las elecciones de 2001, y después en medio de las tribulaciones del Gobierno de Toledo, no parece que se trate, necesariamente, de puras ilusiones. Pero, ¿por qué parecieron los peruanos tan dispuestos a ignorar los aspectos más oscuros del régimen en sus años de éxito? Una primera explicación puede buscarse en la cultura política, en la ausencia de valores republicanos, en una visión puramente instrumental de la democracia según la cual el gobernante puede hacer lo que quiera con tal de que cumpla las aspiraciones sociales. Una segunda respuesta podría venir del negativo contraste entre la experiencia de la democracia en los años ochenta y los años del régimen militar previo (1968-80), así como de la minusvaloración de la democracia liberal durante ese tiempo, y especialmente durante el período populista del general Juan Velasco Alvarado (1968-75). Indudablemente la existencia de controles sociales horizontales sobre el ejecutivo exige 12

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no sólo la existencia de instituciones democráticas de control, sino también de ciudadanos con conciencia de sus derechos y voluntad de exigir responsabilidades a los gobernantes. Es muy posible, en este sentido, que Perú no partiera de la mejor situación imaginable cuando, a comienzos de los años noventa, Fujimori ofreció a los peruanos seguridad y efectividad a cambio de reforzar su propio poder y neutralizar los mecanismos diseñados para su control. Pero la astucia de Fujimori fue recurrir a la más vieja de las demagogias: denunciar a los políticos en su conjunto como una oligarquía de parásitos, y presentarse como un candidato distinto, independiente, y capaz por ello de responder a las demandas de los ciudadanos. Y quienes no tomaron en serio su discurso antipolítico —pensando que la candidatura de Fujimori les ofrecía por el contrario una oportunidad para desarrollar sus propios intereses políticos—, lo pagarían después muy caro. El contexto, como ya se ha señalado, le era favorable: los Gobiernos de Belaúnde y García habían restado credibilidad a Acción Popular y al Partido Aprista, y la frustración creada por este último —que llevaba aparejadas fuertes acusaciones de corrupción que afectaban al propio presidente—, suponía también el descrédito del discurso ideológico con el que el APRA había llegado al Gobierno. Si a esto sumamos la división y el desfondamiento de la izquierda, resultaba evidente que la ideología y las identidades políticas tradicionales no constituían la mejor opción para competir en la política peruana a finales de los años ochenta. El triunfo en 1989 de Ricardo Belmont, en las elecciones para la alcaldía de Lima —en las que obtuvo el 44%—, ya había mostrado que el discurso de la efectividad y la independencia partidaria era más rentable. Fujimori combinó el discurso de la efectividad con la crítica a los políticos como culpables de los males de Perú, y afrontó el choque con el Congreso, en marzo de 1992, como un ataque contra la vieja clase política. Como han señalado Levitsky y Cameron, su mayor éxito fue lograr que la opinión pública no sólo descalificara a los partidos en su conjunto como responsables de los desastres de la década anterior, sino que identificara oposición y política partidaria, devaluando así toda crítica que los representantes opositores pudieran formular a los excesos autoritarios y represivos del régimen, a su creciente arbitrariedad a la hora de crearse complicidades y neutralizar enemigos. Fue la coincidencia en un plazo de meses de la puesta bajo control de la economía y de una fuerte derrota del terrorismo lo que dio verosimilitud al discurso de Fujimori de enfrentar su efectividad contra la ineficacia de la oposición, de la política, del partidismo. Desde ese momento, incluso los líderes emergentes que no deseaban dejarse absorber por el régimen de Fujimori se sintieron obligados sin embargo a competir siguiendo esas mismas reglas, a afirmar su propia eficacia (apartidista) como principal valor para los electores. E incluso si se oponían a las actuaciones más flagrantemente antidemocráticas del régimen —como la manipulación de la Corte Suprema o la introducción de legislación ad hoc para impedir la convocatoria de un referéndum contra la reelección de Fujimori—, no permitieron que estas cuestiones 13

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desempeñaran un papel central en su estrategia política. Las reformas de la Constitución de 1993 incluyeron la introducción del distrito único, con lo que la carencia de una organización partidaria estable y bien arraigada dejaba de ser un obstáculo para el régimen, que pudo basar en 1995 su estrategia electoral en la imagen de efectividad de Fujimori y en un populismo directo de reparto clientelar de los recursos públicos entre sus seguidores y potenciales votantes. Frente a esta situación, y convencidos los políticos democráticos de la extrema debilidad de las posibles candidaturas partidarias, la (vituperada) oposición se agruparía tras la candidatura del ex secretario general de la Organización de Naciones Unidad, Javier Pérez de Cuéllar, que sólo obtendría un 21,8% del voto para su Unión por el Perú, frente al 62,4% de Nueva Mayoría, tras la candidatura de Fujimori. Con la división del grupo parlamentario de Unión por el Perú el personalismo siguió siendo la norma en la política peruana, y, sin la crisis económica, las elecciones de 2000 podrían haber representado de nuevo una abrumadora victoria de Fujimori, con la novedad de que en esta ocasión la coalición de oposición se llamaba Perú Posible y estaba encabezada por Alejandro Toledo. No fueron las prácticas antidemocráticas del régimen ni los escándalos provocados por su autoritarismo, o por las noticias sobre arbitrariedades y torturas del SIN de Montesinos, lo que explica la capacidad movilizadora de Toledo, sino la frustración de las expectativas de económicas, y en particular la recesión de 1998: –0,5% de caída del PIB, frente al 6,8 de crecimiento del año anterior, según datos de la FHSDO . En este contexto tiene pleno sentido el lamento del presidente Paniagua sobre la forma en que las consideraciones sobre el interés general, propias del ideal republicano, se han visto postergadas a menudo ante los intereses particulares, hasta llevar al naufragio de la democracia. La cuestión es saber si la situación es distinta o puede llegar a serlo tras su Gobierno de transición y la elección del presidente Toledo en 2001. Y en este aspecto hay razones tanto para el pesimismo como para el optimismo. Las primeras se resumen en la acumulación de particularismos que se han puesto de relieve en los primeros meses del nuevo Gobierno, y en la dificultad que para superarlos enfrenta éste, aunque sólo sea por su carencia previa de una estructura política partidaria capaz de agregar las preferencias individuales y particulares en un programa que responda al interés general: Perú Posible es al fin y al cabo una variante del personalismo característico de la política peruana reciente. Pero también hay razones para el optimismo. Las elecciones de 2001 no sólo registraron un radical redimensionamiento de la herencia del fujimorismo, que en sus diversas formas no llegó a reunir un 10% del voto en la primera vuelta, sino también una clara demostración de la importancia del arraigo de una estructura partidaria, sin la que sería inexplicable que Alan García lograra el 26%, lo que le permitió pasar a la segunda vuelta a expensas de la candidatura de Lourdes Flores (Unidad Nacional), que había sido considerada la única rival real de Toledo. El espectacular ascenso de García no puede atribuirse sólo a su propia habilidad política —bastante indiscutible— sino que revela la importancia de contar con estructuras políticas 14

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estables para competir electoralmente en condiciones de libertad. El clima de malestar económico y social que se ha extendido por buena parte de América Latina puede favorecer los populismos personalistas, pero en condiciones institucionales democráticas los partidos no sólo son el mejor mecanismo para controlar a los gobernantes y formular proyectos políticos al servicio del interés general, sino también maquinarias muy eficaces para la competencia electoral.Tras la desoladora experiencia de Perú con el personalismo autoritario de Fujimori, cabría la posibilidad de que la renacida democracia peruana asistiera a un proceso de reinstitucionalización de los partidos como las mejores vías para la participación democrática. Y la AP del ya desaparecido Fernando Belaúnde, y de Valentín Paniagua, podría ser, después del Partido Aprista Peruano, una excelente candidata a esa tarea.

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La nueva transición en el Perú Valentín Paniagua Corazao

Sumario I. La crisis global del Perú y el sueño republicano. II. Las causas remotas y próximas de la crisis: a) Las causas remotas: a.1) El militarismo y sus diferentes fases. b) Las causas próximas. III. La crisis de los Partidos políticos. IV. El terrorismo y la crisis económica.V. El gobierno de Fujimori: éxitos, autoritarismo y corrupción. VI. La reorganización de la oposición. VII. Perspectivas actuales de gobernabilidad: frustración de las de las expectativas sociales yestabilidaddelsistemadepartidos.

A

gradezco a FRIDE el honor y la oportunidad de disertar ante un auditorio tan calificado y distinguido como éste, sobre un tema que importa tanto a quienes creemos en los valores democráticos y, naturalmente, muchísimo más a los peruanos. Es particularmente honroso que en esta reunión se hayan dado cita estudiosos como los profesores Dr. Ludolfo Paramio, Rafael López Pintor y Rafael Roncangliolo de Orbegoso que me han hecho la distinción de integrar el panel de comentaristas del tema que abordaré y que no es otro que el Perú.

I. La crisis global del Perú y el sueño republicano El Perú ha sido, es y seguirá siendo una gran nación. Más allá de cualesquiera vicisitudes que hoy puedan afectarlo, está el Perú milenario, de culturas que asombran al mundo y también Valentín Paniagua Corazao fue Presidente del Perú de 2000 a 2001.

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ese Perú germinal --como diría Ortega y Gasset– que nació con la independencia, limpio y claro en sus propósitos y vigoroso y robusto, como la fe que animó a los padres fundadores y que inspira todavía a quienes han emprendido la tarea de reconstrucción luego de la sombría experiencia del fujimorismo. Al nacer el milenio, vivía el Perú, sin duda alguna, una crisis global que exigía e impone aún un esfuerzo de refundación republicana. La corrupción y la quiebra de las instituciones democráticas y constitucionales que acabamos de remontar cierra una etapa y abre otra en la historia del Perú. Pone fin, sin duda alguna, a la “república autocrática” que presidió nuestro destino en los últimos ochenta años, con breves interregnos democráticos, y abre el camino definitivo a la “república democrática” con la que soñaron los padres fundadores y soñamos aun quienes creemos en la posibilidad de una sociedad justa capaz de crear el bienestar de los peruanos en paz y con libertad. Para entender cabalmente los problemas derivados de esa crisis global –que no es sólo fruto de la corrupción tan profusamente difundida por la prensa internacional en sus aspectos más vergonzosos-- tal vez sea necesario echar un vistazo general sobre la evolución histórica y política del Perú republicano. Esa visión resulta necesaria ya que, tal como acaba de señalarse, en noviembre del 2000 lo que colapsó –esperemos que definitivamente-- fue el intento, tercamente repetido, de desvirtuar lo que podría denominarse el proyecto o sueño republicano que, desde luego, subsiste. Nació la república como fruto de la decisión de un pueblo resuelto a construir una sociedad justa, de hombres libres e iguales bajo un régimen representativo de gobierno y dentro de un Estado de derecho. Una y otro se fundaban, en primerísimo término, en la preeminencia del interés general, o de todos, sobre los intereses particulares, o de grupos privilegiados, que habían enfeudado la sociedad y el Estado peruanos a su arbitrio o al del poder colonial. República significaba luego, dentro de esa misma concepción, fundamentalmente un pactum juris. Esto es, la voluntad de vivir bajo el imperio no del arbitrio de las personas sino de un orden de derecho expresado, naturalmente, en una Constitución concebida, como el programa de un quehacer histórico y, desde luego, como un orden regulador del poder de un Estado puesto al servicio de la libertad. Esa aspiración se expresa, tal vez, mejor que en ninguna otra norma, en el articulo 4 de la Constitución de 1823 que, siguiendo la inspiración de la Constitución de Cádiz, declaraba que “si la nación no conserva o protege los derechos legítimos de todos los individuos que la componen, ataca el pacto social, así como se extrae de la salvaguardia de este pacto cualquiera que viole alguna de las leyes fundamentales” El sueño de los padres fundadores se mantuvo incólume, casi hasta fines del siglo XIX, época en que se produce una suerte de debilitamiento y hasta caducidad del ideal republicano. Los intereses de carácter particular que jamás habían legitimado el ejercicio del poder se sobreponen abiertamente y avasallan a los intereses generales. La república, a las alturas de 1890, pierde fisonomía para convertirse en un gobierno de intereses particulares que enfeudan los de 20

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carácter general y que egoístamente sacrifican el destino nacional, a los requerimientos y ansias de poder de algunos grupos reducidos. El ideal del constitucionalismo, que había sido cuidado celosamente, tanto por los liberales --que confiaban en la posibilidad de la transformación de la sociedad peruana por la vía de la libertad-- como por los autoritarios --que creyendo en el orden, confiaban en que una autoridad férrea sería capaz de transformar la realidad y darle al Perú la libertad y el bienestar a que aspiraba-- comienza a ser cuestionado, desde abajo, por marxistas y anarquistas, y, desde arriba, por tendencias autocráticas, militaristas y elitistas que imaginan y conciben el Perú sometido a su arbitrio, capricho e intereses. Esa mentalidad, tan extraña a la república inicial, se reforzó luego con tendencias fascistas que negaban el constitucionalismo, ya no sólo en el hecho sino en el derecho. Primero, fue sólo el recorte de derechos a algunos ciudadanos so pretexto de la defensa de los valores democráticos y de la libertad. Vino después el desconocimiento del constitucionalismo mismo, como expresión de la voluntad soberana del pueblo y como norma suprema y fundamental de la vida social. Y así, en marzo de 1932, el Congreso Constituyente no dudó en someter a formal interdicción a todos los ciudadanos que militaban en partidos de organización internacional a los que la Constitución de 1933 excluyó o privó, definitiva y absolutamente, del derecho a participar en la vida política del país. La Ley de Emergencia Nacional y, posteriormente, diversas Leyes de Seguridad Interior hicieron así del destierro, la prisión o la persecución el destino natural de las personas o grupos políticos que disentían del capricho o del arbitrio de quienes detentaban el poder. En octubre de 1968, un militarismo cesarista de corte tecno-burocrático y de inspiración socializante –que se prolongó durante 12 años– culminó el proceso. De un plumazo, subordinó la Constitución a su propio Estatuto o, más exactamente, la soberanía del pueblo del Perú, expresada en la Constitución, al arbitrio de la Junta Revolucionaria, integrada por los tres Comandantes Generales de las FuerzasArmadas y el Jefe del movimiento sedicioso. Declaraba el numeral 5 del Estatuto del régimen castrense que, en caso de incompatibilidad entre la Constitución y el Estatuto del gobierno de facto, prevalecía éste sobre aquélla que, naturalmente, no se modificó ni se dejó sin efecto. Así resultaba que, a ojos no solamente del pueblo, sino de los gobernantes, la Constitución –y con ella la libertad de los peruanos y el poder del Estado-- quedaban subordinados a la voluntad omnímoda de los autócratas que se habían adueñado, por la fuerza, de los destinos del Perú. Lo que había sido un hecho, entendible, en militarismos torpes y cerriles, como un simple exceso de arbitrariedad se había convertido en norma. Eso mismo aconteció con el golpe militar del 5 de abril del año 1992. El régimen sedicioso que utilizó a Fujimori, como mascarón de proa, reprodujo esa disposición en su Estatuto (D. Ley 25418) que, naturalmente, prevalecería sobre la Constitución. Esa norma --que no preocupó ni a la Organización de Estados Americanos (OEA) ni a su Asamblea General, celebrada en las Bahamas en 1993-rigió los destinos del Perú, desde 1992 hasta el 28 de julio de 1995. Un régimen, así nacido, no podía crear, obviamente, un genuino Estado de derecho ni respetarlo como que, en efecto, 21

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no lo hizo aun después de haber dictado la Constitución de 1993 que fue el pasaporte, exigido por OEA para su perpetuación en el poder. De este modo, la corrupción y la negación del constitucionalismo constituyen lo que, sin duda, es el telón de fondo que permite entender cabalmente la magnitud de la crisis global que sufrió el Perú en el año 2000. El hecho producido el 5 de abril era tanto más grave, cuanto que la Constitución de 1979, en clara reacción frente a tal estado de cosas, no sólo derogó la capitis diminutio ya señalada sino que estableció una norma pétrea, en su Disposición Final, por cuya virtud, la Constitución, en ningún caso, dejaría de tener vigencia cualquiera fuera el procedimiento o acto distinto a los previstos en ella misma para su modificación. Desafiando esa norma y, desde luego, la voluntad nacional contenida en esa norma, el 5 de abril, las Fuerzas Armadas, en franca complicidad con Fujimori, no dudaron en atropellar el orden constitucional en un acto temerario que no puede ni debe quedar impune, ni política ni penalmente, e incorporaron en el mal llamado Estatuto del régimen sedicioso la norma comentada que reflejaba, por si sola, el menosprecio del régimen por el orden constitucional. La historia impone a la presente generación no sólo la obligación de restablecer –con o sin modificaciones-- la Carta de 1979 y de sancionar, sin vacilaciones, la conducta de quienes secundaron a Fujimori en la destrucción del orden constitucional. La crisis que vivía el Perú, en noviembre del 2000 era, por cierto, una crisis constitucional y del Estado de derecho. Apenas sancionada la Constitución de 1993, expedida por imposición de OEA y destinada a legitimar la inconstitucional reelección inmediata de Fujimori, se inició un proceso de “desconstitucionalización”. Esto es, de desmontaje sistemático de las instituciones constitucionales. Diversas leyes y actos acabaron con la autonomía del Poder Judicial, del Ministerio Público, del Tribunal Constitucional, del Consejo Nacional de la Magistratura o impidieron la elección de los Gobiernos Regionales, y, finalmente, hasta legitimaron la reelección, por tercera vez consecutiva, de Fujimori vedada por el artículo 112 de la Constitución. Ese hecho demuestra, de modo palmario, que la quiebra del orden constitucional no obedecía a las insuficiencias e imperfecciones de un orden jurídico sino al repudio de cualquier orden jurídico, incluyendo, por cierto, hasta el arbitrado por la propia autocracia. Pero, no sólo había ilegitimidad constitucional en los órganos del poder. Carecía también de toda legitimidad política. Había nacido no sólo de una Constitución espuria sino de un proceso electoral fraudulento en que se negó la libertad y la verdad electorales a todos los opositores de Fujimori, en un régimen autocrático que aherrojaba y asfixiaba toda posibilidad de participación genuinamente libre de las fuerzas políticas en el Perú. En segundo lugar, se había debilitado hasta casi desaparecer el sentimiento constitucional, a punto que la Constitución resultaba prescindible para los gobernantes (lo que era perfectamente explicable por su origen autocrático), sino para vastos sectores de la opinión pública del país, para los que la Constitución ya no era, en la práctica, un valor fundamental. Era el efecto de la prédica de un pragmatismo grosero, que menospreciaba los valores y principios jurídicos en obsequio de objetivos prácticos, lo que llevó a un sistemático desconocimiento de los derechos 22

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humanos, particularmente en la lucha contra el terrorismo. En tercer lugar, se había producido una profunda concentración y centralización del poder, que se manifestaba en la subordinación absoluta de los poderes del Estado, Judicial, Legislativo y de las instituciones constitucionales autónomas que configuran el cuadro de instituciones del Estado de derecho del Perú, a la voluntad de Fujimori , en un régimen de “absolutismo presidencial” que fulminó la autonomía funcional de los demás poderes y acabó con su independencia política. La autocracia no dudó en emplear los recursos presupuestales y el poder para someter a las municipalidades y, por cierto, el soborno, abierto o encubierto, para someter a su arbitrio a algunos medios de comunicación que utilizaba, desaprensivamente en campañas psicosociales, particularmente, contra los partidos políticos y algunos propietarios o conductores de medios de comunicación. El Estado peruano tuvo siempre una permanente presencia y una activa participación en la comunidad jurídica internacional. Apartándose de esa tradición, la autocracia, denunciada y condenada por sus excesos y atropellos a la Constitución y a los derechos humanos, no dudó en desconocer, desembozadamente, la autoridad y la competencia, tanto de la Comisión, como de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, así como sus recomendaciones y fallos. El Estado, deslegitimado jurídicamente, tanto en lo interno como en lo externo, y, puesto en entredicho políticamente con la Comunidad internacional, reñía abiertamente también con el pueblo del Perú que sentía ya no sólo hastío por los gobernantes, sino franca repugnancia y abierto desprecio por quienes ejercitaban el poder. Había pues una crisis total del Estado de derecho además de una indisimulable crisis democrática y social. La crisis moral, evidenciada en la conducta desaprensiva y desvergonzada de los más altos funcionarios del Estado, se manifestó también, como se ha señalado, en el sometimiento, mediante la corrupción, de algunos de los más importantes empresarios de diversos medios de comunicación social, particularmente radiotelevisivos. La virtual eliminación de todos los mecanismos de fiscalización y control del poder, se produjo además, en medio de una sociedad en la que imperaba la intolerancia. Se habían desconocido las practicas deliberativas, se había desestimado todo intento de concertación y consenso que eran objetivos y conceptos absolutamente incompatibles con el manejo autocrático del poder. La confrontación y la intemperancia era la dinámica natural de la relación del Gobierno con la sociedad y, de modo especial, con sus críticos, y adversarios, en un intento permanente de intimidación. La crisis moral y el deterioro de los valores éticos llegaron a tales extremos que, al institucionalizarse formalmente, configuraron lo que algunos sostienen, con verdad, que fue una genuina cleptocracia que hizo de las arcas y recursos fiscales un botín del que disfrutaron impunemente los gobernantes, sus áulicos y socios, civiles y militares. La crisis fue resultado, por cierto, de una suerte de imperio del más crudo pragmatismo y del debilitamiento de los sentimientos de solidaridad social, que afectó el desarrollo de toda nuestra sociedad. Finalmente, todo ese proceso tenía que conducir, de modo inevitable, a 23

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una crisis de identidad nacional, por razón del menoscabo y desconocimiento de los valores ancestrales de la cultura nacional, que tienen raíces profundamente vinculadas a sentimientos éticos y de solidaridad. El hecho se produjo no sólo en momentos en que se intensificó el empobrecimiento de los sectores populares sino en que el Perú necesitaba afirmar precisamente su sentimiento nacional, frente al proceso universal de globalización que despersonaliza tanto, particularmente, a las naciones del mundo subdesarrollado.

II. Las causas remotas y próximas de la crisis a) Las causas remotas La crisis tiene, por cierto, causas remotas y causas próximas. Entre las primeras deben señalarse la ineficiencia tradicional en la República en la creación de un aparato institucional, publico y privado, capaz de articular, de modo eficiente, el territorio, la economía y, por cierto, la sociedad y la cultura peruanas. Ese hecho se ha traducido en inestabilidad institucional, escaso desarrollo, muy lenta o escasa modernización y racionalización del aparato del Estado y de las instituciones políticas, sociales y culturales que no han logrado legitimarse sólida y definitivamente en la sociedad peruana. En segundo lugar, es evidente que el Perú no logró su integración económica, social y cultural, ni una apropiada inserción en la división internacional del trabajo y, menos aun, eficiencia o racionalidad en los sistemas productivos, además de una notoria falta de equidad en la distribución de la riqueza, como lo evidencia la pobreza generalizada que, en el caso del Perú, afecta al 54% de la población (poco más de 14 millones de habitantes de los que 6 millones viven en extrema pobreza). Ha sido característica de la última autocracia, pero no sólo de ella, el predominio en la sociedad peruana de formas confrontacionales y despóticas que, por cierto, han contribuido al debilitamiento persistente del espíritu democrático. Ello naturalmente influyó de modo definitivo, en nuestra vida social y política. En la práctica, ese rasgo es simplemente el efecto de la estructura de poder predominante tradicionalmente en el Perú. Autocracia y militarismo, en lo político; dominación y exclusión, en lo social. Ambos fenómenos –que no son privativos de las autocracias y los militarismos-- aparecen íntimamente ligados aunque de diferente modo en las diversas etapas en que se produjeron. La persistencia histórica de las autocracias y los militarismos, sin embargo, hacen que aparezcan más íntimamente conectados. Es obvio. Baste señalar que, en los 180 años de vida independiente, el Perú ha vivido escasamente 49 o 50 años de vida genuinamente democrática y algo más de 130 años de regímenes autocráticos de naturaleza militar exclusivamente, en su gran mayoría, o regímenes autocráticos civiles, naturalmente, bajo vigilancia militar como los de Leguía, en su segundaAdministración, Prado, 24

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en su primer Gobierno y, desde luego, Fujimori. Estos militarismos y regímenes autocráticos tuvieron diferentes características a lo largo del tiempo.

a.1) El militarismo y sus diferentes fases Tuvimos inicialmente (o muy luego de la emancipación) un militarismo mesiánico, que pretendía asumir en sus manos la tarea de la redención nacional. Lo sucedió un militarismo pragmático, que pretendió utilizar, y creo que con acierto, (a través del Mariscal Castilla, que ciertamente fue uno de los grandes gobernantes del Perú) las instituciones constitucionales con alta dosis de autoritarismo. Luego tuvimos, un militarismo autocrático, nacido como consecuencia de la gran hecatombe política que sucedió a la guerra del Pacífico que intentó, por primera vez, someter la nación al arbitrio militar. Una insurrección civil, que encabezó don Nicolás de Piérola, en 1895, puso fin al militarismo postbélico y abrió el camino a un militarismo burocrático, en que las Fuerzas Armadas se retiran a sus cuarteles. Nace entonces la República Aristocrática, entre 1895 y 1919, en que las Fuerzas Armadas no intervienen en la vida política nacional. En 1914, surge un militarismo plutocrático que convierte a las Fuerzas Armadas en guardianas de la buena digestión de la oligarquía nacional, frenan todo proceso de transformación o modificación estructural en el país e impiden así el desarrollo pacífico de los procesos de cambio económico y social. En 1962, bajo la influencia de la Doctrina de la Seguridad Nacional, nace un militarismo tecnocrático de breve duración, que reclama su presencia en el país en nombre de la institución militar, como veedora de la estabilidad y de la seguridad de las instituciones, como parte del proceso de seguridad continental. Es un militarismo institucionalista que reacciona frente al fraude electoral de 1962 y que retorna a sus cuarteles luego de presidir un proceso electoral que nadie objetó. Juan Velasco Alvarado en 1968, encabeza un cuartelazo cuyo propósito real era impedir que Víctor Raúl Haya de la Torre alcanzara la Presidencia de la República en las elecciones de 1969. El movimiento apareció además estrechamente vinculado a la tecnocracia pública y privada y a sectores marxistas y socialistas de diversas tendencias. Nace así, en el Perú, un militarismo tecnoburocrático, por el que la Fuerza Armada asume, en sus propias manos, la dirección de un proceso estatizante y socializador, con un proyecto político que pretende, y de hecho descarta, la participación de las fuerzas políticas organizadas. Finalmente, --como lo mencionaré más adelante--, el año 1989, se elaboró y aprobó el llamado Plan Verde de la Fuerza Armada, que dió nacimiento a un “militarismo corporativo”, que es el que sirvió de inspiración y de soporte al Gobierno de Alberto Fujimori a partir del 28 de julio de 1990, dos años antes de que se produzca el golpe que lo hace conocido universalmente. Durante ese lapso, Fujimori y las cúpulas militares, controladas por el General Hermoza Ríos y Vladimiro Montesinos se dedicaron a una labor de demolición de la institucionalidad democrática, tarea que culminaron con el nefasto y condenable cuartelazo del 25

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5 de abril de 1992.

b) Las causas próximas Además de las causas remotas hay otras que, más bien, son causas próximas. El 3 de octubre de 1968, fue depuesto el Gobierno constitucional que presidía el presidente Belaunde. El golpe se produjo pocos días después de haberse convocado a elecciones generales y cuando faltaban al Gobierno escasamente 9 meses de gestión. La dictadura militar –que se mantuvo en el poder 12 años continuados-- puso en marcha un proyecto político socializante que no sólo destruyó el sistema democrático y desestabilizó socialmente al Perú sino que lo endeudó de modo irresponsable y quebró las bases de su economía dejando en herencia una altísima inflación y una sociedad absolutamente convulsionada. En 1980, fue necesario marchar a una nueva transición democrática. Era la quinta transición hacia la democracia. La primera se produjo en 1931-32, después de la caída de la dictadura de Leguía, que se prolongó entre 1919 y 1930. Se inició en 1931 y duró apenas unos meses. Terminó dando nacimiento a 15 años de dictadura bajo los regímenes de Benavides (1933-39) y de Prado (1939-1945). En 1945, después de la segunda guerra mundial, hubo un nuevo intento de transición a la democracia que duró apenas tres años. En 1948 se había instaurado ya una nueva dictadura que se prolongaría por ocho años, hasta 1956. En este año se inicia un proceso de democratización, que duró doce años y que concluyó en el cuartelazo del 3 de octubre de 1968, al que me he referido. Previamente, sin embargo, se había depuesto al Presidente Prado, diez días antes de finalizar su mando (18 de julio de 1962). Un año después, juraba como Presidente constitucional, Fernando Belaunde Terry, cuyo mandato significó una nueva transición que intentó llevar a cabo profundas reformas estructurales en una suerte de “revolución en libertad” que, una vez más, impidieron las fuerzas extremistas tanto de izquierda como de la derecha, aliadas estas últimas alAPRAque se convirtió en la más eficaz fuerza de defensa del statu quo. El año 1980 se inicia un quinto esfuerzo de transición hacia la democracia. Aparecen entonces algunos factores que habrían de influir en el proceso político de la década hasta 1990. Eran objetivos de la transición democrática del 80, la restauración del régimen constitucional, en todos sus aspectos, la redemocratización de la sociedad peruana, la estabilización social, la reforma del Estado y la reactivación y la liberalización de la economía. Se había producido una intensísima estatización. Era necesario liberalizar la economía y la organización estatal, democratizar la sociedad peruana y crear nuevamente cauces constitucionales para el libre desenvolvimiento de los partidos y de las fuerzas políticas. La transición se inició con la dación de la Constitución de 1979, que logró prácticamente el consenso de todas las fuerzas políticas, aunque no con semejante entusiasmo. Las izquierdas marxistas, a horcajadas entre la revolución y la democracia, –que aprovechaban de sus ventajas para “acumular fuerzas” y a la que combatían abiertamente por sus deficiencias, promoviendo la protesta y las demandas 26

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sociales-- no contribuyó, hasta la caída del muro de Berlín, a la consolidación del régimen. Hubo, pues, un lamentable “consenso insuficiente”, que restó vigor al proceso iniciado en 1980 y que le impidió enfrentar con éxito algunas dificultades graves, que afectaron, primero, la gobernabilidad del sistema y, posteriormente incluso su legitimidad. La primera, fue el surgimiento del terrorismo el 18 de mayo de 1980, es decir, el mismo día en que se producían las elecciones. Hago esta anotación para enfatizar que el terrorismo no se incubó ni nació a la sombra del régimen democrático instaurado en 1980. Fue una pesada herencia dejada por el régimen militar. Son conocidos perfectamente los efectos erosionantes del terrorismo sobre la vida democrática y social de los países. Los españoles conocen perfectamente las consecuencias perniciosas y perturbadoras del terrorismo y las dificultades que crea para la construcción democrática. En segundo lugar, había que encarar la crisis de la deuda externa, en 1982, en la más adversa coyuntura externa: baja cotización de los minerales, inicio de políticas proteccionistas por los países desarrollados, intransigencia del FMI y poca receptividad de la banca financiera internacional que habían abierto sus arcas a las dictaduras en la década del 70 y, a partir del 80 se consagraron, con semejante entusiasmo y decisión a estrangular la economía de los países deudores y a cobrar una deuda que ya entonces se consideraba impagable. La democracia, es decir, el Gobierno democrático de Fernando Belaunde, dejó en 1968 una deuda externa de 769 millones de dólares. Ese mismo mandatario recibió, en 1980, un estado endeudado en 7.000 millones de dólares. Naturalmente, con todo lo que ello significaba para el desarrollo del país. Había, además, una carga muy severa y grave: la estatización y socialización de la economía, que no sólo había afectado la estructura empresarial del Estado, sino fundamentalmente la estructura productiva del país y de la sociedad peruana en general. Para tener una idea de cuán grave era la situación en 1980, habrá que recordar que todos los medios de comunicación social, incluyendo los periódicos de circulación nacional, estaban en manos del Estado. Toda la actividad minera, toda la actividad pesquera, todo el comercio exterior e incluso la actividad agropecuaria, que había sido objeto de la reforma agraria, se hallaba sujeta al férreo control de las instituciones de un Estado copado, en su administración, por la burocracia militar que asumió no solo los Ministerios sino las más importantes funciones administrativas del Estado imponiendo así una abierta tutela militar sobre la burocracia civil. La democracia tenía, por tanto, que hacer un esfuerzo enorme de reconversión, liberalización y privatización económica en proporciones verdaderamente inimaginables. A todo ello, se añadió por cierto, el fenómeno de la inflación universal. Para entender cabalmente su incidencia y sobre todo, para desvirtuar la muy ligera comparación que suele hacerse entre los Gobiernos de la década del 80 y del 90, conviene recordar algunos hechos. En la década del 80 no hubo ningún país Latinoamericano que no tuviera una altísima inflación. A la inversa: en la década del 90, no hubo país Latinoamericano que tuviera una inflación desmesurada. Si, en la década del 90, no se produjo inflación o se redujo la que existía, no se debe tanto a las virtudes, 27

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el talento en el manejo o conducción de la economía, sino a ciertos fenómenos externos que en esta década favorecieron a nuestros países, así como los perjudicaron en la década del 80. Uno de esos factores fue la eliminación de la inflación en los países desarrollados. Sin embargo, aquí también hay que hacer alguna matización. Es cierto que, en la década del 80, hubo inflación. El Gobierno del presidente Belaunde, --a cuyo partido pertenezco-- dejó, en 1985, una inflación de 120% anual. Había recibido un país con una inflación del 70% anual del Gobierno militar, tuvo que enfrentar además, las consecuencias del fenómeno del Niño del año 1983, que afectaron muy severamente la economía del país. Se produjo, en ese año, un decrecimiento del Producto Bruto Interno (PBI) del 13%, decrecimiento del que el país no pudo recuperarse en los dos años siguientes. El año 1982, se había producido la crisis de la deuda externa de Méjico y, en 1981, se había producido el derrumbe de los precios de los productos de exportación, en especial, de los minerales. No obstante haber mejorado el entorno internacional, es un hecho inocultable que la política llevada a cabo entre el 85 y el 90 por Alan García condujo al país a una situación catastrófica de inflación que llegó, en 1990, a 7.000% anual, tasa sin precedentes en la historia peruana y, desde luego, latinoamericana. A ello se añadieron graves acusaciones de corrupción contra altos funcionarios del Estado incluyendo al propio ex Presidente García Pérez que fue acusado por el Congreso. Las acusaciones, finalmente, fueron desestimadas por la Corte Suprema lo que provocó un enorme malestar en los sectores adversos al APRA y menoscabó severamente la credibilidad del Poder Judicial. Estas fueron por cierto, causas próximas que, a las alturas de 1990, daban el cuadro de una sociedad en crisis y, que exigían un cambio. Paralelamente, el militarismo ya tenía en plena ejecución el denominado “Plan Verde”. Tal el nombre con el que se designó un plan elaborado por las Fuerzas Armadas a las alturas de 1989, por cuya virtud, la Fuerza Armada pretendía instaurar en el Perú “una democracia dirigida”, que era una ficción democrática bajo vigilancia militar. El propósito del Plan, era convertir el Perú en un país del primer mundo. Rectificando el fracaso socializante de las Fuerzas Armadas, entre el 68 y el 80, se pretendía utilizar, esta vez, el modelo que, aparentemente, había tenido éxito en las autocracias del sur del continente Latinoamericano, y, bajo ese modelo, de inspiración neoliberal, convertir al Perú en un país desarrollado. Era su propósito deliberado, asimismo, enfrentar resueltamente el fenómeno del terrorismo, que, en efecto, no había podido liquidarse o resolverse exitosamente en los años ya mencionados. Así surge en el Perú (y este es un dato de la realidad que debe tenerse en cuenta) una suerte de proyecto corporativo, que asocia muy clara y netamente a las cúpulas de las Fuerzas Armadas, a los grandes empresarios y a algunos de los propietarios de medios de comunicación, particularmente, radio televisivos que aparecerán vinculados, estrechamente al Gobierno, a lo largo de los 10 años del régimen de Fujimori. Hay evidencia que Fujimori aceptó explícitamente dicho Plan antes de asumir el mando. Participó, pues, activamente en la conspiración contra el régimen democrático. Lo demuestran todos sus actos desde el día 28

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mismo en que accedió a la Presidencia. Este proyecto autocrático es el que conduce al país a la crisis que todos conocemos. Es, dentro de este contexto que podemos examinar los temas que se nos han propuesto.

III. La crisis de los partidos políticos El primer tema es -¿cuando no?- el de la crisis de los partidos a las alturas del año 1990. En este aspecto es bien importante que distingamos entre el mito y la realidad histórica. Se ha sostenido por muchos, y algunos muy distinguidos politólogos, constitucionalistas e historiadores, que el año 1990, un outsider de la política peruana, el Sr. Fujimori, derrotó a todos los partidos políticos, revelando así una profunda crisis de éstos. Es cierto que había una crisis de los partidos, pero no es menos verdad que el Sr. Fujimori fue hechura de los partidos políticos y no precisamente del anti-partido y que, por ende, no derrotó sino que, más bien, aprovechó de partidos que intentaron utilizarlo. Resulta sorprendente comprobar que la tesis del anti-partido, que fue enarbolada por Mario Vargas Llosa, resultó precisamente derrotada en ese proceso electoral. Me explico. En realidad, Fujimori fue el candidato del populismo, encarnado en la campaña electoral de 1990 por el APRA y las fuerzas marxistas. Se opuso, coincidiendo con el APRA y con la izquierda, a la política de shock, de disciplina fiscal y de liberalización de la economía peruana que había enarbolado Mario Vargas Llosa. Derrotado, en la primera vuelta electoral por Mario Vargas Llosa que alcanzó el 32.6% de los votos válidos, resulta elegido precisamente, en la segunda vuelta electoral con el aporte abierto y formal del 22.5% de la votación obtenida por el candidato del APRA (Luis Alva Castro) y el 13% de la votación obtenida por los partidos de izquierda con lo que alcanza el 62.4% en la segunda vuelta electoral. Si se suman los porcentajes obtenidos por Fujimori en la primera vuelta y la contribución del APRAy de la izquierda, se llega a esta realidad simple y concreta: Fujimori no fue el resultado de la crisis de los partidos, sino del éxito de los partidos aprista y de la izquierda marxista unidos, que derrotaron a Mario Vargas Llosa. Es claro que algunos grupos independientes y también grandes sectores partidarizados que podían haberlo apoyado y respaldado decididamente desertaron del Frente Democrático (FREDEMO) que él encabezaba, justamente por su campaña contra los partidos. Era su propósito estigmatizar la política populista y demagógica, seguida por el presidente García entre el año 1985 y 1990. Una no muy clara distinción entre la política de ese partido y la de los otros partidos, le enajenó la simpatía y el respaldo de los que formábamos parte del Frente Democrático que respaldó su candidatura. No menos grave y erosionante para su candidatura, fue la propuesta del shock y de la transición liberal del Perú y el respaldo que Alan García y el partido aprista prestaron a Fujimori en su empeño de impedir la muy previsible victoria de Vargas Llosa.

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La deslegitimación de los partidos se produce, pues, desde el poder y no antes de las elecciones del 90. Este es un hecho importante a tener en cuenta. Fujimori, que llega al poder sin respaldo parlamentario, inicia, desde el primer día de asunción del mando, una política de confrontación con las instituciones democráticas y de modo especial con los partidos y con el Congreso. Era evidente que no buscaba, la concertación sino el enfrentamiento con las fuerzas políticas. Las intenciones golpistas eran clarísimas, desde el primer día de su mandato. Tanto, que Oiga -revista política muy conocida en el Perú- las denunció abiertamente y en la práctica, desde el inicio mismo del gobierno de Fujimori, semana tras semana. Los partidos políticos, por su parte, en un alarde de responsabilidad histórica se esmeraron en facilitar la tarea del nuevo Gobierno. No obstante que Fujimori era absoluta minoría en ambas Cámaras del Congreso, los partidos, de supuesta oposición, eligieron sus Directivas entre los partidarios de Cambio 90 –que así se llamaba, entonces, la agrupación que respaldó a Fujimori--. Más aún. Prestaron pleno respaldo a la política del naciente Gobierno. Unas, porque le habían apoyado en la segunda vuelta electoral y, las otras, porque apostaban, responsablemente, a que la democrática tuviera éxito. Por ello mismo, confiaron las Presidencias de la Cámara de Diputados, como del Senado a miembros de la minoría fujimorista. Más todavía. Mediante sucesivas delegaciones legislativas efectuadas entre el 90 y el 92, permitieron que se dictaran todas y cada una de las normas legales con las que se han llevado a cabo la liberalización, desregulación y apertura comercial de las que el fujimorismo se ha ufanado hasta ahora. Es histórico que algunas de esas normas delegadas y dictadas por Fujimori, excedían las autorizaciones del Congreso –conforme se puede comprobar hoy mismo--, y que éste, en legítimo ejercicio de la atribución que le correspondía, declaró o anuló algunas de ellas. Ninguna afectaba, en verdad, de modo sustantivo, la política del Gobierno según pretendió posteriormente Fujimori en su intento de justificar el golpe ante la comunidad internacional. Así pues, la crisis de los partidos se inicia luego de la quiebra del orden constitucional y naturalmente es resultado de la campaña desatada por Fujimori. A ese hecho se añadió luego el uso sistemático de los medios de comunicación, ya para excluirlos por completo o para desprestigiarlos abiertamente. Consta en los vídeos exhibidos internacionalmente, que muy tempranamente, entre los años 93 y 94, Montesinos ya había sometido, a su arbitrio, mediante sobornos, a los propietarios de algunos de los medios de comunicación, situación que se mantuvo hasta vísperas de las elecciones del año 2001. A todo ello se añadió, el fraude electoral. Primero, y sin ninguna duda, en el referéndum del año 1993, probablemente en las elecciones de 1995 (nunca ha sido posible hacer una investigación seria al respecto, y ello afectó, desde luego la representatividad de los partidos políticos) y finalmente, conforme fue denunciado y comprobado por la comunidad y los observadores internacionales, en el proceso electoral del 2000, en que se hizo una desvergonzada exhibición del uso sistemático de los recursos del Estado contra los partidos políticos y a favor de Fujimori. Termino, pues, repitiendo que, en la crisis de los partidos del año 90, es necesario distinguir 30

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los mitos de las verdaderas realidades históricas, y que la crisis de los partidos es simplemente consecuencia del enfrentamiento del Estado con todo su poder frente a las organizaciones de carácter político. Su debilitamiento, obviamente, tenía que producirse como consecuencia de la diferencia de medios disponibles. Nada de ello ignora, por cierto, las deficiencias y los vicios tradicionales de la política partidaria que Fujimori aprovechó después del golpe del 5 de abril de 1992 en programas explícitos de campaña antipartidaria, como es fácil comprobarlo con una serie denominada “Los caminos del poder”, que registraba las anécdotas más repudiables o los resultados catastróficos, particularmente de la gestión de Alan García.

IV. El terrorismo y la crisis económica El segundo tema hace referencia con el terrorismo y la crisis económica. La violencia (política, social, estructural) no ha sido ajena ni a la vida ni a la historia del Perú. Un militarismo cerril y violento acompañó el nacimiento de la república y, en cierto modo, le imprimió carácter a la vida independiente. La política y, desde luego, el periodismo han sido siempre en el Perú menesteres ásperos y confrontacionales y, con mas frecuencia de la razonable, también violentos. La violencia social y política, sin embargo, se acentuó de modo intenso a partir de la segunda década del siglo XX, proceso que aun no concluye del todo. La violencia no sólo enfrentó a los grupos tradicionales de la política peruana, sino también a las fuerzas nacidas del proceso de modernización ideológica. Ejemplos patéticos de lo primero fueron, de un lado, los sucesos que acompañaron la elección y destitución de Billinghurst, en 1912 y en 1914, y los enfrentamientos entre sectores populares emergentes y el ejercito que reapareció en la política peruana respaldando a los más caracterizados grupos de la naciente burguesía nacional, que lideraban los hermanos Prado y Pardo. Otro ejemplo patético de ello es la sañuda persecución desatada por Leguía, entre 1919 y 1930, contra el Partido Civil y la política tradicional y, con ese pretexto, contra todos sus adversarios, en un régimen dictatorial que dio al traste con el sistema de partidos que había permitido la Republica aristocrática entre 1895 y 1918. No eran menos violentos los enfrentamientos entre las nuevas fuerzas políticas, es decir, entre anarquistas, marxistas, socialistas y, posteriormente, entre estos mismos y los apristas y los miembros de la Unión Revolucionaria (UR) de tendencia fascista, así como los enconos que confrontaron, sangrientamente también, al ejército contra esas mismas fuerzas, a la caída de Leguía (1930) y bajo los regímenes de Sánchez Cerro, Benavides, Prado y Odría (1930-1955). En la década del 60, el sur del país se vio agitado por movimientos sindicalistas que, bajo inspiración cubana, pretendían una revolución similar a la castrista. Esos movimientos encarnaron en algunas aventuras guerrilleras que fueron prontamente aplastadas por el Ejército entre 1960 y 1965. La dictadura militar (1968-1980), que cohonestó muchas de 31

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las demandas sociales o socializantes de las izquierdas marxistas, permitió, en la práctica, la organización desembozada de esas fuerzas. Gracias a esa tolerancia, se apoderaron, primero, de las organizaciones universitarias, provocando una enorme crisis en las Universidades del Perú y, luego, de los movimientos sindicales, particularmente, agrarios. Fue a la sombra de esos movimientos que surgieron diversos movimientos violentistas y terroristas. Entre estos últimos, precisamente, Sendero Luminoso que hizo su aparición formal, el 18 de mayo de 1980, es decir, el día de las elecciones generales, atacando un poblado muy alejado y aislado del Departamento de Ayacucho (Chuschi). Es evidente que el nacimiento del terrorismo, precisamente cuando se iniciaba la transición, era un mal presagio. Particularmente, claro está, por el clima económico y social en que ese proceso debía llevarse a cabo. La crisis económica y social, desatada como consecuencia de la absurda estatización y socializacion de la economía llevada a cabo desde 1968 por la dictadura militar, se agudizó, a partir de 1973, por obra de un creciente proceso de inflación, encarecimiento del costo de vida y agitación social que el régimen militar sólo enfrentó reprimiendo a sus críticos. La crisis generó una sensación de inseguridad e incertidumbre económica y social. Estaban dados todos los ingredientes necesarios para fomentar “el miedo a la libertad” de que hablaba Erich Fromm y que favorece tanto el nacimiento como el desarrollo de experiencias autocráticas. La sociedad peruana reclamaba orden, seguridad, confianza, estabilidad económica y social. El terrorismo no solo engendró miedo, también deslegitimó al Estado mismo frente a la sociedad y erosionó, rápidamente, a la democracia que parecía no hallar los remedios necesarios para ponerle fin dando la sensación de una ineficacia que, desde luego, no era tal, según lo demostró la experiencia posterior a 1985. La sensación de inseguridad se tradujo en un persistente reclamo de energía y violencia frente a las izquierdas y el movimiento social. Es un hecho, sin embargo, que la política seguida (creación de organismos de inteligencia, seguimiento y penetración del movimiento terrorista) era la única que, permitiría eliminar, de raíz, la terrible amenaza a la que se combatió, por cierto, en el plano militar y político con altísimo costo social. El terrorismo representó, sin duda, la mayor agresión cometida jamás en el Perú contra los derechos humanos que, desde luego, fueron agredidos también –aunque en proporción mucho menor-- por evidentes excesos en que incurrieron algunos agentes del Estado, particularmente militares y policiales. A pesar de todos esos esfuerzos, la violencia fue erradicada sólo en 1996. Fujimori se benefició, pues, de un paciente esfuerzo de inteligencia que llevó finalmente a la captura de Abimael Guzmán. He aquí algunas evidencias. La lucha contra el terrorismo entre 1980-85 tuvo relativo éxito. Se logró la detención de los más importantes cabecillas y de algunos centenares de militantes de Sendero Luminoso que, en su gran mayoría, se hallaban presos en los penales de “El Frontón” (Callao) y “Lurigancho” (Lima). A raíz de un motín provocado en dichos penales se produjo una masacre que incluyó el asesinato de algunos reclusos que se habían rendido. Los hechos han motivado, por cierto, 32

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el cuestionamiento de la política del ex Presidente García Pérez hasta el día de hoy. Lo cierto es, en todo caso, que no hubo lenidad ni tolerancia con el terrorismo, tal como falsamente se adujo por Fujimori en su afán de desprestigiar a los regímenes democráticos ante la comunidad internacional.

V. El Gobierno de Fujimori: éxitos, autoritarismo y corrupción Es un hecho, sin embargo, que la captura de Guzmán fue el principio del fin de Sendero Luminoso. Precisamente, por ello, Fujimori y Montesinos intentaron, por todos los medios, vincularse a ese hecho que, como es histórico, fue resultado del trabajo paciente y silencioso de la Policía del Perú y no del Servicio de Inteligencia Nacional que dirigía Montesinos. Conviene recordar la anécdota puesto que es ilustrativa. La captura de Guzmán suscitó un gravísimo incidente entre el Servicio de Inteligencia y la Policía Nacional, dirigida a la sazón por quien luego sería el Ministro del Interior del Gobierno que yo presidí, el General Ketín Vidal. Se llegó incluso al punto de pretender que Guzmán fuera entregado a efectivos del Ejercito o del Servicio de Inteligencia para, obviamente, hacer aprovechamiento publicitario del hecho lo que, desde luego, se hizo. Se exhibió públicamente, en efecto, a Guzmán, encerrado en una jaula y con traje de presidiario y Fujimori usó de ese hecho como evidencia de un éxito que, naturalmente, tardó aun mucho en lograrse. Esa captura, sin embargo, era el fruto de una larga y paciente labor policial que había comenzado una década antes con la creación de la Dirección Nacional contra el Terrorismo, el año de 1980. Fujimori, pues, no fue el autor sino el beneficiario gratuito de una política que, finalmente, puso fin al terrorismo. Más aún. El intento de Montesinos de justificar la corrupción en la lucha contra el terrorismo, hizo que se desatendieran las necesidades de la investigación policial y se retrasara un resultado que, con mayores medios y respaldo político, podría haberse alcanzado antes y no al cabo de seis largos años –lapso mayor, por cierto, al mandato constitucional de un Presidente legítimamente elegido--. Es preciso recordar que la intervención del siniestro Servicio de Inteligencia Nacional, no sirvió ni se destinó a dar eficiencia a la lucha antiterrorista, sino a crear y administrar una cleptocracia que corrompió a las cúpulas castrenses, a miembros del Poder Judicial, a algunos miembros de organizaciones políticas y a diversos representantes de empresas, particularmente, vinculadas o propietarias de medios de comunicación escritos y radiotelevisivos y a un puñado de actores y periodistas vinculados a Montesinos y Fujimori, que fueron naturalmente los más importantes beneficiarios de la corrupción promovida desde el poder. Un segundo logro que suele atribuirse a Fujimori es haber liquidado la inflación en el Perú. Es cierto que la inflación concluyó en la América Latina y, desde luego, en el Perú en la década del 90. Otro y muy distinto hecho es que ese suceso sea un logro específico y 33

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singular de Fujimori, como tan interesada y torpemente, se sostuvo por algunos sectores. Es muy simple comprobarlo. Todos los países latinoamericanos, sin excepción alguna, tuvieron altísimos niveles de inflación en la década del 80. Ninguno de esos países tenía inflación en la década del 90 o su nivel de inflación era muy reducido. ¿Cuál era el milagro? Sencillamente la inflación internacional, en la década del 90 cayó también de modo espectacular. No había ninguna razón para que el Perú no siguiera la misma suerte que el resto del continente. Por el contrario, algunos economistas han criticado severamente el hecho de que Fujimori y su Gobierno se tomaran seis (6) años para alcanzar una reducción de la inflación que a Bolivia le tomó escasamente dos años y a otros países menos tiempo aun, no obstante haber aplicado una política de shock. Conviene recordar, de otro lado, que el crecimiento económico del Perú entre 1994-97 a una tasa superior al 7% –que el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco Mundial ensalzaron– fue el resultado del juego del “capitalismo de casino” que, luego de especular ventajosamente en el Perú, se retiró, en 1997, con lo que la economía peruana se desplomó y comenzó a decrecer entre 1997 y hasta fines del año 2000. En todo caso, es indudable que la gestión económica de Fujimori, durante la década del 90 fue desastrosa para el país. Hay, ahora, más pobres que en 1990. Mas del 54% de la población vive en extrema pobreza y un 30% de ella en extrema pobreza. La inversión pública y privada en la década fue menor, en términos absolutos y relativos, que en la década del 80. La liberalización comercial y la apertura de fronteras significó la virtual desaparición de la industria nacional y el desplome de las actividades agrícolas y pesqueras. La privatización llevada a cabo, sin transparencia ni honestidad, ha hecho que, hasta el día de hoy, el país no sepa con exactitud el destino de 9.200 millones de dólares que, en teoría, se habrían obtenido por ella. Las empresas privatizadas han incumplido, impunemente, sus compromisos de inversión y muchas de ellas han sido beneficiadas con exoneraciones tributarias abiertas o encubiertas en un proceso que está aún por deslindarse administrativa o jurisdiccionalmente. Hoy, hay más pobres que hace una década. El ingreso per cápita es inferior, incluso, en números absolutos, al ingreso per cápita del año 1980. El Perú, pues, no ha crecido ni progresado en estos últimos diez años. El Estado no ha construido una sola vía de comunicación de importancia, en un país desarticulado e invertebrado, ni se ha invertido –por el Estado o por el sector privado-- en una sola central hidroeléctrica de alguna importancia y hasta las construcciones escolares --de las que se ufanaba Fujimori-- en conjunto, representan, en una década, menos de lo que se hizo en el quinquenio 80-85. Por todo ello, hay ahora 1.500.000 peruanos que, en esta década, han emigrado buscando una oportunidad de sobrevivencia que el Perú no les ofrecía y que hallaron en países generosos como España. Es cierto, que el régimen de Fujimori aplicó las recetas del FMI, el BID y el Banco Mundial mereciendo no sólo su aprobación sino un tratamiento sorprendentemente generoso. Los resultados, de esas recetas, lamentablemente, no son auspiciosos ni en el Perú ni en la América Latina, según 34

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es fácil comprobarlo. La economía peruana, por cierto, no es más moderna, eficiente o mas competitiva que antes. Tampoco ha logrado insertarse exitosamente en el mercado globalizado ni en los procesos de integración en marcha en la subregión y en la región latinoamericana. La tragedia del Perú, sin embargo, no reside en el fracaso de un modelo económico que, por lo demás, fracasa clamorosamente en toda la América Latina. Es el costo social y político que ha sido obligado a pagar. A cambio de mayor empobrecimiento y retraso económico, el Perú –tomado en rehenes por una autocracia– ha presenciado la destrucción sistemática y la burla del régimen constitucional, el socavamiento no sólo de sus instituciones sino de los valores democráticos y, sobre todo, de los valores éticos, el atropello de la dignidad de sus instituciones y la creación de un clima de conflicto permanente que ha dividido, enconada y estérilmente, a los peruanos. Ese “pasivo moral” pesa demasiado en la vida y posibilidades de una nación cuyos sectores populares y empresariales no sólo perdieron autoestima frente a la política populista y prebendaría del régimen sino que no fueron capaces de cultivar la confianza, el optimismo, el espíritu de empresa y la fe que eran indispensables para emprender un cambio radical como el que exigía la globalización que vivimos. Las investigaciones que recién se inician, tanto en el Congreso como en el Poder Judicial, están poniendo al desnudo la magnitud de una corrupción que, desde luego, es mucho mayor que la imaginada aun por los más enconados adversarios de Fujimori, Montesinos y las cúpulas castrenses que los respaldaron en su aventura antidemocrática.

VI. La reorganización de la oposición Fujimori, como se ha dicho, creó en el Perú un clima de tensión y de confrontación permanente entre las fuerzas democráticas y el Gobierno. En una primera etapa, la oposición no logró concertar sus esfuerzos. La desconfianza recíproca impidió articular sus acciones para enfrentar exitosamente al Gobierno. En 1997, Gustavo Mohme Llona, propietario del diario La República, inició una larga y paciente tarea de concertación y de búsqueda de unidad entre las fuerzas democráticas. Gracias a ese histórico e inolvidable empeño, al que es preciso rendir tributo de homenaje, todos los sectores políticos suscribimos, en el año 1999, un documento llamado “Pacto de Gobernabilidad”, que era un compromiso de unir nuestros esfuerzos para recuperar la democracia y el Estado de derecho. Todas las fuerzas políticas que suscribieron aquel documento honraron, lealmente, su compromiso en las jornadas que luego libramos. Hubo algunos otros factores que, por supuesto, contribuyeron a facilitar la concertación. Uno de ellos fue la inicua destitución de los magistrados del Tribunal Constitucional, lo que creó un clima de indignación pública e hizo mucho más fácil y posible la unión de todas las fuerzas y suscitó nuevos respaldos, particularmente en las universidades y entre la juventud. Los incidentes suscitados a propósito de las elecciones del año 2000, hicieron que, en la 35

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cumbre presidencial de Québec, se obligara a la OEA --que había tenido una decepcionante actuación en 1992 y en 1995-- a propiciar una “Mesa de Diálogo” entre el Gobierno y la oposición. A pesar que ello implicaba cohonestar el fraude producido, las fuerzas democráticas sabíamos que ése era un escenario de denuncia y presión para ventilar, en condiciones de igualdad, un conflicto que, por cierto, tenía que concluir, más tarde o más temprano, con la caída de Fujimori. La Mesa de Diálogo permitió que las fuerzas democráticas lográramos concertar los acuerdos necesarios para lograr la mayoría en el Congreso y, finalmente, mi elección como Presidente de esa institución. La reorganización de la oposición contó no sólo con el esfuerzo de los partidos sino de muchas ONG, instituciones universitarias, organizaciones de carácter regional, y el pueblo en general. Había sin duda un claro sentimiento nacional que acompañaba a los partidos políticos en sus empeños democratizadores. El hecho concreto es que animaba a todos un mismo sentimiento. Queríamos la recuperación democrática, la afirmación del Estado de derecho y la sanción de la corrupción y de la arbitrariedad que tanto han lastimado al pueblo del Perú.

VII. Perspectivas actuales de gobernabilidad: frustración de las de las expectativas sociales y estabilidad del sistema de partidos ¿Qué posibilidades se abren al futuro? Deseo ser muy claro en este aspecto. El Perú no está viviendo una transición más hacia la democracia. Vive, en verdad, un momento auroral, fundacional. No por el hecho de que comienza un nuevo milenio, sino porque es un momento en el que puede hacerse una suerte de alto en el camino histórico de la nación para volver los ojos al pasado, examinar con ojo crítico el desenvolvimiento de nuestra vida institucional, otear el horizonte y diseñar, sobre la base de un gran consenso nacional, un proyecto sugestivo de vida en común, es decir, el programa de un quehacer histórico que recorte los perfiles de un Perú distinto, libre, con bienestar, con dignidad, con paz, con justicia para todos. Eso no es solamente posible, sino absolutamente indispensable al cabo de 180 años de vida independiente y de inestabilidad institucional. No puede decirse ya que el Perú sea una nación joven. Es una vieja nación que debe empezar a caminar como corresponde a los países civilizados: dentro de un Estado de Derecho sólido y firme, con arreglo a un constitucionalismo escrupulosamente respetado y sostenido por un pueblo con altos niveles de cultura democrática. Para lograrlo, es absolutamente indispensable, sin embargo, una refundación republicana. Hay que recuperar para el pueblo del Perú, el mito del constitucionalismo que ha sido destruido a lo largo de este tiempo por las autocracias y por las fuerzas antidemocráticas que no creían en el sistema democrático ni constitucional. Como ha dicho Sartori, después de la caída del Muro de Berlín, la democracia campea universalmente. Solo tiene un enemigo, la espada, la fuerza. Paralelamente ha quedado 36

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liquidado, para siempre, el dirigismo económico y ha dejado abierto el camino para una economía libre, pero naturalmente con claro acento social y con una racional participación del Estado en su desenvolvimiento. Es indispensable pues, la recuperación del mito constitucional y la afirmación de eso que los tratadistas llaman “sentimiento constitucional”. Esto es, la adhesión a los principios de la Constitución, más allá de los avatares y de las diferencias que separan a los diferentes grupos políticos, como clima para el desenvolvimiento de las prácticas deliberativas en una sociedad tolerante y capaz de discutir y resolver, pacífica y armoniosamente, sus diferencias. Esto implica, por supuesto, la necesidad de un consenso para enfrentar la crisis y la transición y, desde luego, una nueva Constitución que nazca del consenso. Una Constitución que, frente a una tradición de confrontación y de exclusión en la vida política, haga posible la cohesión y la integración social. Lograr ese consenso es uno de los retos que nos plantea el proceso inmediato. Sin él, será imposible que conduzcamos exitosamente este nuevo tránsito o proceso de transición hacia la democracia. Esto significa, por cierto, la reinstitucionalización constitucional del Perú, es decir, la creación de un Estado de Derecho, que funcione fluida y dinámicamente, de conformidad con la ley y en consonancia y correspondencia con las aspiraciones populares. Es, por cierto indispensable redemocratizar la sociedad peruana tanto como asegurar el desarrollo económico con eficiencia y competitividad, pero también con equidad. La economía peruana tiene que desarrollar en condiciones tales que pueda insertarse, exitosamente, dentro del proceso de globalización que vive el mundo de hoy. Hay que acabar, como diría también el historiador, con el Estado empírico y también con el abismo social. Crear, en otras palabras, ciudadanías reales, que hagan de cada peruano no solamente un elector sino una persona humana llena de dignidad, con oportunidad y con capacidad de realizarse integralmente en su destino, esencialmente humano. En este proceso que se abre hacia el futuro, el Perú que es una vieja nación, que tiene una tradición histórica milenaria, que tiene una cultura riquísima con un enorme mensaje para el presente y para el futuro, tiene la obligación de preservar los legados de su cultura ancestral. De modo particular, aquellos que exaltan la solidaridad y los que enaltecen, específicamente, la veracidad, la laboriosidad y la honestidad que deben inspirar el resurgimiento de ese Perú que ahora emerge de la crisis más robusto y esperanzado que nunca. Y finalmente, para una nación que tiene esos legados, que ha sorteado tantas dificultades a lo largo de su historia, tiene que estarle reservado un destino especial en el concierto de las naciones latinoamericanas y tiene genuino derecho a afirmar su identidad nacional sin agravios, sin desconocimiento, por cierto, del derecho que corresponde a otros países del continente. Éste es el sueño que anima esta etapa que vivimos hoy en el Perú. Termino rindiendo homenaje al gran protagonista de la proeza que ha significado la recuperación democrática en el Perú, que es el pueblo mismo del Perú, que tuvo fe, que, a pesar de todas las dificilísimas circunstancias que confrontamos, no ha desfallecido en su esperanza

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de que, por el camino de la libertad, se puede lograr la sociedad justa a que aspira. Ojalá la comunidad internacional y los amigos que ahora nos acompañen y nos han acompañado con su preocupada devoción por la democracia y la libertad en el Perú, participen de nuestro empeño, en lo que a ellos concierne, en esta nueva etapa de nuestra historia que esperamos sea la definitiva para la afirmación de la libertad y el bienestar de todos los peruanos. Muchas gracias.

Comentarios de Rafael Roncagliolo Orbegoso

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urante mi intervención, quisiera limitarme a hacer sólo tres comentarios: el primero tiene que ver con la crisis de los partidos políticos; el segundo, con el carácter del régimen de Fujimori; y el tercero, con este concepto tan importante de la refundación republicana. En lo que se refiere a la crisis de los partidos políticos, se han explicado claramente las razones por las que desde fuera se debilitó a los partidos políticos. Sin embargo, pienso que la debilidad del sistema de partidos políticos peruanos es uno de los datos más fuertes para entender lo que ha ocurrido y, sobre todo, para percibir las dificultades que el país tiene en este momento para consolidar una democracia sólida. Quisiera poner algunos ejemplos a manera de indicadores: el primero es la presencia de los outsiders en política, algo que en el Perú se remonta bastante tiempo atrás. Ya en 1987, la alcaldía de Lima es ganada por el Señor Ricardo Belmont, una persona sin ninguna trayectoria de partido. Más importante aún, en las elecciones de 1990, los dos candidatos que pasan a la segunda vuelta (Alberto Fujimori y Mario Vargas Llosa) hacen ostentación de no tener trayectoria política. Esta situación se repite en 1995, cuando Alberto Fujimori y Javier Pérez de Cuéllar se ufanan de no tener una historia partidaria detrás suyo. Ocurre que la cultura política es alimentada por la idea de que los partidos son un inconveniente para gobernar, cuando los partidos debieran ser la garantía de gobierno. Un segundo dato es que, en el año 1956, emergió la última oleada de partidos en el sentido clásico de esta expresión, que fueron el Partido de Acción Popular, del cual es presidente actualmente el Dr. Paniagua, el Partido Demócrata Cristiano y el Movimiento Social Progresista. De entonces para acá han aparecido numerosas organizaciones políticas que se autodenominan partidos, pero que son movimientos caudillistas en torno a una persona, lo cual incluye al Partido Perú Posible en el Gobierno, al Movimiento Somos Perú del alcalde Andrade, al Movimiento de Solidaridad Nacional del candidato Luis Castañeda, etc., etc. De manera que el período de afianzamiento de las fuerzas políticas, que corrió de 1930 a 1956, fue seguido por la aparición de otro tipo de organizaciones políticas, que se llaman partidos pero Rafael Roncagliolo Orbegoso es Secretario General de la Asociación Civil Transparencia. Es Representante del Perú en en el Instituto para América Latina.

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que tienen muy poco de lo que se conoce universalmente como un partido político. Un tercer indicador que quisiera ofrecer consiste en que más de la mitad de los parlamentarios peruanos tienen un promedio superior a dos militancias partidarias. El extremo de este nomadismo es lo que conocemos como transfuguismo, que se ha dado en el caso de los parlamentarios que Fujimori y Montesinos compraban. Pero no estoy hablando sólo ni principalmente de los “tránsfugas”, sino de una situación en la cual las organizaciones políticas son tan magras y tan frágiles que los elencos políticos tienen que transcurrir a través de distintas organizaciones políticas para desarrollar sus carreras políticas. Quisiera agregar un dato más: el Latinobarómetro del año pasado dice que el 90% de los latinoamericanos creen que los partidos políticos son indispensables para la democracia, pero el 81% de esos latinoamericanos no confía en los partidos políticos realmente existentes. Entonces, además de las muy válidas explicaciones del Dr. Paniagua sobre la marginación de los partidos políticos peruanos, creo que hay una realidad muy fuerte, anterior y subyacente a la hostilidad gubernamental contra los partidos, que es la debilidad del sistema político y que tiene causas universales. No me refiero sólo a la tan mentada crisis de las ideologías; me refiero, además y sobre todo, a la perdida de poder del Estado, que hace que la competencia por el Estado sea una competencia cada vez más lejana de la vida cotidiana de la personas. Y me refiero también a los cambios en la cultura política, que amenazan a partidos gestados sobre la cultura de masas y sobre la relaciones cara a cara. Cuando se diluye esta cultura de masas y cuando se diluyen las relaciones cara a cara, cuando los transportes son reemplazados por las comunicaciones, entonces los escenarios y los mecanismos principales de la vida partidaria, la célula, el local partidario, el meeting, también se diluyen. Esto ocurre en todas partes, pero es asumido por las élites políticas de distinta manera. Para hablar sólo de América Latina, en Chile, los partidos políticos se llaman igual que antes de Pinochet, pero obviamente no son los mismos. Allí ha habido un proceso de aggiornamiento del sistema político y de los partidos que lo conforman. Igualmente, el peronismo de Menem ya no era peronismo. El último PRI ya no era el PRI. En cada uno de estos países se produjo una adaptación diferente a los nuevos tiempos. Pero en dos países deAmérica Latina, me parece que hubo una particular incapacidad de los partidos para adaptarse a los nuevos tiempos: en Venezuela y en el Perú. Y ésa fue la base sobre la cual Chávez y Fujimori asumieron la bandera de la destrucción de los partidos. Ese era el primer comentario que yo quería hacer, para señalar un matiz con respecto a la exposición del Dr. Paniagua. Mi segundo comentario, tiene que ver con la caracterización del Gobierno de Fujimori. Yo creo que el Gobierno de Fujimori, más que una excepción ha sido una exageración. Las cosas que allí ocurrieron, en términos de corrupción, en términos de represión, son cosas que, en menor escala, ocurren en todos los países deAmérica Latina y han ocurrido en todas las historias nacionales. Lo que pasa es que Fujimori y Montesinos llevaron todo al extremo, hasta el punto 40

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de que creo que es exacto y acertado calificar este régimen como una cleptocracia, puesto que lo que nosotros teníamos al frente del Gobierno era un grupo de personas asociadas para robar. Esta cleptocracia funcionaba a través del control de instituciones básicas, principalmente tres: las Fuerzas Armadas, el Poder Judicial y la televisión. Lo que me parece que distingue a esta autocracia de autocracias anteriores de nuestra historia latinoamericana es el peso que tiene el control de la televisión como reemplazo de la coacción física. Se trata de la primera videocracia o autocracia videográfica. No sé bien cómo llamarla. Seguramente habría que recurrir a Giovanni Sartori o a Ignacio Ramonet para precisar mejor los términos. Pero es evidente que hemos estado frente a una autocracia fundada principalmente sobre el control de los medios en nombre de la libertad de expresión. Y eso a mí me parece que debiera llevar a una reflexión mayor, porque este tipo de Gobiernos pueden repetirse en América Latina, aunque quizás sin darnos el gusto cruel de documentar en vídeos todo lo que se haga. Se trata de un peligro real, porque tiene que ver con la calidad de la democracia. Y esto me lleva a mi último comentario. A mí me parece fundamental lo que ha dicho el Dr. Paniagua sobre el momento de refundación que nosotros vivimos. Y quisiera situar esta idea de la refundación en dos contextos: uno histórico, y el otro, conceptual. En el repaso que él hace y en el cuadro que él nos ha repartido aparece este periodo de la historia peruana que va de 1895 a 1919, que el historiador Jorge Basadre denominó la “República Aristocrática” porque era una forma republicana restringida. Sin embargo fue nuestra gran experiencia democrática, porque tuvimos a lo largo de estos 24 años, junto con elecciones y división de poderes, un crecimiento económico extraordinario; un genuino desarrollo de los sindicatos y de los movimientos sociales y de sus grandes reivindicaciones, como la lucha por la jornada de ocho horas que se estableció en 1918; el desarrollo de una prensa plural, etc. La “República Aristocrática” es seguida de la dictadura Leguía, que cubre de 1919 a 1930, y que se desmorona con la crisis de 1929, al igual que muchos otros regímenes latinoamericanos de ese entonces. De entonces para acá, los peruanos hemos vivido la promesa de fundar una república , ya no aristocrática sino democrática. Y el primer cuadro del Dr. Paniagua, en el que aparecen los espacios de gobierno democrático a partir de 1930, registra los momentos en que esperamos fundar la república democrática: en 1930, a la caída de Leguía; en 1945, con la elección de Bustamante y Rivero; en 1956, a la caída de Odría; en 1963, con la primera elección de Fernando Belaúnde; y en 1980, al término del gobierno mlitar de Velasco Alvarado y Morales Bermúdez. Pero en todos esos momentos se imponen la confrontación y la exclusión sobre la concertación. Una exclusión que tiene como marca de nacimiento, como lo ha señalado el Presidente Paniagua, el preámbulo mismo de la Constitución del 33. Otro escritor peruano que vivió en España, Hugo Neira, ha denominado a estos años que van del 30 para adelante como “La República Oportunista“. La llama república oportunista porque durante 41

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estas décadas se toman reivindicaciones populares, pero se practica la exclusión. Yo creo que los peruanos vivimos una oportunidad excepcional: ninguna otra transición en América Latina se ha hecho en las condiciones de la peruana, en que las fuerzas autocráticas, lo único que tenían que negociar al final en la mesa era sus pretensiones de impunidad y de libertad física personal. No tenían fuerza para demandar nada más. No había que transar con ellos para ningún proyecto de futuro. El proyecto de futuro quedó en manos sólo de las fuerzas democráticas, y eso me parece que configura un desafío y una responsabilidad enormes. He recordado en estos días una frase que escuché en España, hace muchos años, al comienzo de la transición española, que decía: “contra Franco estábamos mejor”. Creo que toda la concertación que nosotros desplegamos en Perú (la sociedad civil, los partidos políticos, todos) en la lucha contra la autocracia, tuvo su estreno ejemplar durante el Gobierno de transición, que fue un gobierno de enorme concertación. Pero fue sólo el comienzo. Hoy, el desafío sigue siendo refundar la República o, mejor aún, fundar la República Democrática, democratizar la democracia, hacer una democracia más democrática.

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Comentarios de Rafael López Pintor

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i visión de la transición peruana es la de un agente externo que tuvo la fortuna de seguir el proceso de aquel país desde finales de 1999 hasta las últimas elecciones en el año 2000, primero como consultor de seguimiento del trabajo de la Organización Civil Transparencia, desde septiembre de 1999 hasta finales de 2000, y después como miembro de las misiones de observación electoral de la Unión Europea. De entre los factores más relevantes del proceso peruano, destacaría algo que me llamó mucho la atención cuando tuve la ocasión de vivirlo más de cerca. En el Perú, la trayectoria histórica no es de una alternancia de Gobiernos civiles y militares. Es más que eso, porque en realidad se trata de Gobiernos militares de distinto cariz y, de vez en cuando, un Gobierno civil. Lo que más me llamó la atención en este periodo, aunque desde luego no era nada nuevo, es que encontramos un sistema institucional constitucional muy debilitado por el régimen de Alberto Fujimori y desgastado por una crisis de los partidos, que no es exclusivamente latinoamericana ni peruana, pero que tiene allí algunos rasgos propios y, paralelamente, una sociedad civil muy vibrante, organizaciones muy sólidas, muy activas, una intelectualidad también con mucha vida, unos medios de comunicación muy ricos a pesar de la tortura a la que estuvieron sometidos los canales de televisión y las emisoras de radio por parte del Gobierno de Fujimori. Los años 1999 y 2000 en el Perú, me recordaban el final del franquismo en muchos sentidos. Fenómenos como el protagonismo, sin haberlo buscado, de la Organización Civil Transparencia no son posibles en un sistema donde la represión sea altísima. Es decir, eran los grados de libertad que había en el Perú los que permitían que el coste de una represión a toda costa fuera tan alto que el gobierno no pudiera practicarla. Eso favoreció, por ejemplo, el fenómeno de Alejandro Toledo. Precisamente por aparecer en un principio ante el régimen de Fujimori como inofensivo, Alejandro Toledo no fue duramente atacado hasta cuando ya era demasiado tarde. El régimen fue masacrando a la oposición y cuando menos lo esperaba se encontró con el ascenso imparable de la figura de Alejandro Toledo, que había sido un Rafael López Pintor es Catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid. Es Senior Research Advisor del International Institute for Democracy and Electoral Assistance.

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candidato menor en elecciones anteriores. Es esto lo que hace posible que una organización civil como Transparencia se convirtiera, como digo sin buscarlo, en la autoridad electoral de referencia. Ahí uno encuentra esa mezcla, usando los conceptos de Maquiavelo, de la fortuna, la necesidad y la virtud. Una afortunada mezcla la del Perú, porque -como no soy peruano puedo decirlo- en 1999 y en 2000 la comunidad internacional estaba resignada a que Fujimori continuase. Lo que constituyó una sorpresa fue que el régimen de Fujimori terminase como terminó antes de las elecciones de 2001. El régimen se quemó no pudiendo salir de las elecciones de 2000. Salió formalmente, pero no políticamente. La comunidad internacional estaba resignada hasta tal punto, que la actividad de Transparencia y otras organizaciones de defensa de los derechos humanos se llevó a cabo con enorme dificultad en cuanto a los apoyos con los que podía contar, por no hablar de los partidos políticos. Así pues se había producido un desvanecimiento de los partidos, un fenómeno típico de los años noventa. No hay que olvidar que el referéndum de 1993, aún con la manipulación de que fue objeto, fue ganado por Fujimori solamente con un 52% de los votos. Es ridículo que un Gobierno de fuerza gane un referéndum de reforma constitucional con el 52% de los votos, cuando yo diría que menos del 80% es casi indecente en dicho contexto autoritario. Si uno mira a los partidos políticos, el porcentaje de votos de los partidos tradicionales peruanos, el desplome del electorado por los partidos tradicionales, es un fenómeno de mediados de la década de los noventa. No viene de antes. No vamos a mencionar aquí las características que la crisis de los partidos tiene entre nosotros, en Europa Occidental y en América del Norte, pero muchos son los rasgos compartidos por los partidos en el Perú y en otros países latinoamericanos: la volatilidad del voto, los problemas de afiliación, los problemas de financiación, el reclutamiento, la formación de cuadros, etc. En este contexto hay que buscar cuáles son los problemas específicos de los periodos de transición o de cambio de régimen. Mirando al Perú desde fuera y habiendo vivido en los últimos quince años tantas transiciones, incluida la de España y las otras del sur de Europa, me refiero a transiciones en las democracias emergentes o en sistemas políticos que se han redemocratizado después de la guerra fría, dudo mucho que sea útil seguir pensando los cambios según el modelo de transición, como cadena de acontecimientos que se suceden: un proceso que se inicia en un régimen autoritario, con una reforma más o menos consensuada y que después camina hacia su consolidación. Considero, como otros analistas, que este modelo era muy útil hasta hace poco, pero quizás sea bueno el ejercicio de poner en cuestión el paradigma de la transición, que podría no servir para entender la situación de determinados países, entre ellos el Perú. Se trata de países que tienen un cierto nivel de democracia, una constitución, partidos políticos, etc. De los más de cien países donde se han producido cambios en estos años no hay más de veinticinco, sin incluir las democracias que ya existían en la década de los setenta, 44

La nueva transición en el Perú

que tengan no sólo estabilidad, sino una dinámica democrática, un sistema que esté dando rendimientos y que esté favoreciendo cambios económicos y sociales significativos. Por eso se les ha llamado muchas veces democracias electorales, porque solamente hay elecciones y muy poco de lo demás que se espera que produzca una democracia. Dos síndromes han sido identificados en el contexto de las democracias emergentes o en los procesos de redemocratización. Lo que alguien ha llamado el síndrome de pluralismo ineficaz, aplicado a la mayor parte de estos cien países y desde luego en el caso de América Latina. El pluralismo ineficaz es una situación donde hay alternancia pero no hay rendimiento del sistema. No mejora el estado de las libertades, no mejora el crecimiento económico, ni la situación de justicia social, ni las desigualdades. La gente se va haciendo más desafecta al régimen democrático y entonces la propia la alternancia democrática pierde su virtualidad. Podrían mencionarse los casos de Colombia, Argentina o Ecuador como ejemplos de pluralismo ineficaz. Es decir, países donde realmente hay alternancia, pero con muy pocos rendimientos. Tal es la situación en América Central, con la exclusión de El Salvador. Saliéndonos de América Latina, nueve de cada diez países del África Subsahariana, donde ha habido una democratización masiva en los años noventa, caerían bajo este síndrome. El otro síndrome sería el del poder dominante, que se da allí donde hay elecciones, pero donde al final es el mismo partido, grupo o, en todo caso, coalición social la que domina el sistema y la oposición, en la práctica, no tiene posibilidades de ocupar el poder y, por lo tanto, de ofrecer una alternativa viable y creíble. Esa es la situación hoy en día en casi todos los países de la ex-Unión Soviética, los países de Asia Central y gran parte de los países de Asia del Sur. Creo que en el caso del Perú, el reto del país, en este momento, es no entrar en un estado de pluralismo ineficaz. El de poder dominante lo veo más lejano, ya que acaban de salir de tal síndrome, mientras que en el otro, el de pluralismo ineficaz, es muy fácil situarse si la economía no acaba por descarrilar. El Perú tuvo mucha suerte en que la crisis final de Fujimori fuese tan rápida y que, pese a las dificultades económicas que tiene el país, realmente no se descompusiera del todo. Creo que ahí tuvo mucho que ver la fortuna. ¿Cuáles serían las claves estratégicas para no entrar en el síndrome de pluralismo ineficaz? Primero que nada, está el pacto social, especialmente cultivado por el Gobierno de transición. Cuanto se trabaje para que no se detenga esa dinámica y se mantenga viva la llama de la búsqueda de la negociación y del consenso es poco. Ejemplos de ello fueron, entre otros casos latinoamericanos raramente mencionados, la Colombia de Belisario Betancourt o la del Pacto de Benidorm. Momentos en que lo que lo que se hizo no era otra cosa que lo que los holandeses y los suizos llevan practicando desde hace ochenta años: una política de pacto y concertación permanente. Un segundo elemento estratégico es el control de la economía. Hoy en día izquierda, derecha y centro están de acuerdo en que hay elementos del sistema económico a los que es imprescindible mantener en buen estado, cualquiera que sea la política social que se quiera 45

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hacer. En lo que se refiere al apoyo internacional –como no soy peruano lo puedo decir y más siendo España el primer inversor extranjero en el Perú-, considero que el modelo de ayuda internacional y de cooperación para el desarrollo también está en crisis al final de esta década de democratizaciones. No sólo la ayuda humanitaria y los programas de desarrollo a fondo perdido. Está en crisis el modelo, porque es un modelo de desconexión entre sectores. Por una parte, están las inversiones, tanto las de cartera como las productivas y los créditos. Por otra parte, están los programas de ayuda tanto bilateral como de las organizaciones internacionales, a su vez desconectados de los programas de asistencia a los proyectos más específicamente políticos, relativos a la democratización y al Estado de derecho. Es en este contexto donde pienso que la cuestión de la crisis de los partidos se ha convertido en un mito tan destructivo, que hoy no hay nadie que no hable de ella y que, a la menor ocasión, salga a relucir en cualquier país: “como los partidos están en crisis no es posible mejorar la situación del sistema político”. Debo decir que los partidos siempre han estado en crisis, porque por definición son organizaciones que están en el rompeolas de la vida social. Entonces, sucede que el discurso anti-partidos ha ayudado a que en el modelo de la ayuda internacional haya una sobredosis de ayuda a las organizaciones no partidarias, a las organizaciones de la sociedad civil. Casi todas las ONG de un país central buscan en un país periférico una contraparte. Una vez creado el partenaire éste necesita encontrar más ayuda para seguir viviendo. Así, la llamada sociedad civil se va distanciando de los partidos políticos. Pienso que hay que volver a lo que los alemanes hacían en los años cincuenta y sesenta con sus fundaciones de ayuda a los partidos políticos. Hay que rehabilitar conceptualmente a los partidos políticos y ayudarlos. Pero aparte de eso, como centro de la ayuda política internacional, hay que tender puentes entre la política de inversión, la política de ayuda al desarrollo y las ayudas a los procesos políticos. No voy a hablar de Argentina, la última gran crisis, que tanto afecta a España debido a la fuerte inversión que tiene allí. Dudo mucho que haya habido muchos puentes entre estas dos dimensiones a las que me estoy refiriendo. Dudo mucho, también, que los inversores, sean del carácter que sean, estén en la inocencia absoluta de lo que sucede en un Estado que lleva el derrotero de la política argentina en los últimos cuarenta años, por hablar sólo del momento actual. El caso del Perú constituye un buen escenario para practicar el nuevo enfoque, porque hay ilusión y una sociedad civil vibrante. Para aquellos terceros países que tienen más intereses y vínculos culturales con el Perú, merecería la pena intentar renovar también la óptica desde la cual se produce la inversión internacional y la ayuda política a los programas de desarrollo político.

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