La profanización del mito de Venus Anadiomena en Rojas y Calderón

La profanización del mito de Venus Anadiomena en Rojas y Calderón Ana Suárez Miramón Dos elementos muy diferentes se unen en el teatro de Rojas y Cal

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La profanización del mito de Venus Anadiomena en Rojas y Calderón

Ana Suárez Miramón Dos elementos muy diferentes se unen en el teatro de Rojas y Calderón, sobre todo, para formar un motivo plástico y sugerente de gran efectividad dramática como es el de la mujer que se baña. Uno es el costumbrista y el otro el mitológico, procedente de la imagen de Venus Anadiomena. En cuanto al costumbrismo, pocos son los escritores del xvn que no criticaron la moda de bañarse en el Manzanares con poca ropa y poca agua, especialmente en la fiesta de Santiago (25 de julio). Cronistas, dramaturgos, costumbristas y satíricos hablan de hombres y mujeres desnudos, de «mozas en cueros vivos» y de las riberas del río madrileño como todo un espectáculo para los cinco sentidos1. Los dos dramaturgos, que vivieron y crearon en Madrid, del que conocían muy bien sus rincones, paseos y alamedas de la Florida, no desaprovecharon esta costumbre popular para fundirla con el mito del nacimiento de Venus, pues no de otra manera que como una diosa se presenta a los ojos del hombre la mujer que se baña. Como en otros temas y. motivos, lo culto y lo popular se hermanan perfectamente en estos autores, y, lo mismo que la mujer se eleva a diosa, ésta se humaniza en cualquier mujer. La analogía y correspondencia entre la esfera celeste y la terrestre, que ya contaba con una larga tradición culta, se ve reforzada en este motivo por sus implicaciones pictóricas y por la moda de los nobles y del propio rey de reunir pinturas mitológicas. El motivo del nacimiento de Venus, que desde la Antigüedad se había representado con formas perfectas y casi desnuda, como la descubierta en Cirene, o las que fueron destruidas en el siglo xiv por los tabúes cristianos ante los desnudos femeninos, cobra actualidad en Italia a fines del xv, con la escultura de Lorenzo di Credi y la pintura de Botticelli. La Venus Anadiomena («la que surge del mar»), reaparece en el arte después de mil años de ausencia. Fue el pintor florentino quien primero realizó una reproducción casi a tamaño natural de una mujer desnuda. En el Nacimiento de Venus Botticelli rescató a la más bella hija del i

Puede verse un panorama general en Deleito y Piñuela, J., Sólo Madrid es Corte, Madrid, Espasa-Calpe, 1968, pp. 236-241.

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Cielo y del Agua, que, de acuerdo con el canon clásico, respondía al ideal de armonía y belleza. No hay duda de que el Nacimiento de Venus, coincidente con un poema de Poliziano, poeta con quien colaboró el pintor, así como los jardines de Venus que ambientan la Primavera, responden al sentido humanístico de destacar la belleza y perfección de la mujer en un sentido material y espiritual (o pagano y cristiano). Apoya esta versión la obra de Ficino, asesor ideológico de Botticelli, defensor de la unión de lo profano y lo cristiano y para quien la Venus celestial, en contraposición a la terrenal, abría a los mortales las puertas del cielo. La blancura y luminosidad de la Venus nacida de la espuma y emergiendo del mar bien podía actuar de fanal iluminador para el hombre. Años más tarde (1538), Tiziano2 convierte a esa diosa en mujer, y la coloca, con los mismos atributos, en una estancia doméstica, ya tumbada en una cama o recreándose con la música. A estas Venus les suceden otras, como la Venus de la fuente, de Poussin, que muestra a la diosa apoyada en una fuente, y otras muchas, algunas de las cuales eran familiares en las estancias de los Austrias. Estas variantes de Venus, en la casa o en el jardín, van a ser utilizadas por la literatura, primero por la lírica y después por el teatro, con una clara intencionalidad dramáticonarrativa, objeto de este trabajo. Hay que recordar también cómo la pintura de desnudos, de tema mitológico, denominada poesía por Tiziano, reservada a los ambientes aristocráticos o reales y ubicada en estancias cercanas al jardín3, había cobrado un gran interés entre los nobles a pesar de las condenas de los eclesiásticos. Parece que llegó a ser frecuente poseer un cuadro, estampa o dibujo de la Venus. El testimonio de Pacheco, muy severo con la pintura de desnudos, es muy elocuente respecto a la afición y al temor que se conjugaba en esta figura. Dejó escrito en su testamento que a su muerte entregasen al inquisidor del Santo Oficio una lámina grande de Venus que poseía4, y de la que en vida no había querido desprenderse. Pero, ade-

La Venus de Tiziano fue una de las obras más queridas para Felipe III, hasta el punto que, cuando se incendió el palacio del Pardo, afirmó que si aquella Venus no se había quemado, lo demás importaba poco. Véase Gallego, Julián (Visión y símbolos de la pintura española, Madrid, Aguilar, 1972, p. 51), y las citas que recoge de J. Sánchez Cantón. Véase la ubicación correspondiente al palacio de Oñate, según un inventario del siglo xvín que recoge Portús Pérez, Javier, en «Ut pictura poesis en la España del Barroco. Una aproximación desde su iconografía», en Calderón de la Barca y la España del Barroco, Madrid, Sociedad Estatal España Nuevo Milenio, 2000, pp. 177-194. Tomo la cita de Martín González a través de Díez-Borque, José María, «Calderón y el «imaginario» visual. Teatro y pintura», en Calderón de la Barca y la España del Barroco, op. cit. (nota 3), pp. 195-219, p. 201. En realidad hubo partidarios y de-

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más, y por los mismos años que escriben Calderón y Rojas —en torno a 1636—, ingresaron en la pinacoteca real una serie de pinturas de esta Venus Anadiomena (de Cornelis de Vos, Francesco Albani, Annibale Carracci, Tiziano, Velázquez y tantas otras, que ocupaban los reservados de Felipe IV). La interesantísima relación de cuadros de desnudos que desde Felipe II habían ido engrosando las pinacotecas españolas, así como las condenas de los moralistas, que veían un peligro tanto para el pueblo —por su «eficacia sensual»— como para los nobles5 demuestran el gran interés social por los desnudos profanos. No hay que insistir en la relación entre pintura y literatura en el teatro de Lope de Vega6 y en cómo estructura la trama argumental a partir de un cuadro (por ejemplo, en La quinta de Florencia). La profusión de desnudos que contenía el Alcázar (en el cuarto bajo de verano y en el retirado para la siesta del monarca), y la importancia artística que se daba a esta pintura-poesía, junto a la creciente afición de los españoles por la reproducción de cuadros, explica su rápida introducción en el teatro, convirtiéndose el cuadro en un recurso paralelo al del teatro en el teatro. Además, revisando los temas pictóricos y la reconstrucción de la Sala Reservada7, no puede sorprender el interés de Calderón por Venus, tan reiterado en su obra (como personaje, alusión o comparación), hasta el punto que creemos merece un estudio detenido por sus variadas implicaciones, ni tampoco el interés por parte de Rojas, fiel discípulo del anterior, cuyo gran mérito consistió en popularizar temas reservados a una minoría. Coincide también por esos años el encargo de Felipe IV a Rubens de una gran colección de 'fábulas' para decorar las estancias de la Torre de la Parada8, y la llegada de muchos artistas para adornar los distintos palacios del rey (el Veronés, Tintoretto, Palmesano y el caballero Massimo, Mitelli, Colonna), algunos por iniciativa de Velázquez. Es el momento en que arrecian también las críticas de los moralistas.

tractores del desnudo, y no sólo por cuestiones morales, sino por una diferente concepción del arte (Véase Gallego, J., op. cit. (nota 2), pp. 71-73). Pueden encontrarse varios ejemplos de la actitud de los moralistas ante el tema en el Catálogo La Sala Reservada, (cit. en nota 7), pp. 26-37, y en la bibliografía señalada por Pierre Civil («Erotismo y pintura mitológica en la España del Siglo de Oro», Edad de Oro, IX, Madrid, UAM, (1990), pp. 39-49). Ya ha sido destacada la relación entre Rubens y Lope de Vega en diversos trabajos. Remitimos al libro general de Voster, Simón A., Rubens y España. Estudio artísticoliterario sobre la estética del Barroco, Madrid, Cátedra, 1990. Pueden verse los trabajos de Portús Pérez, Javier, La Sala Reservada del Museo del Prado y el coleccionismo de pintura de desnudo en la corte española. 1554-1838, (Madrid, Museo del Prado, 1998), y el catálogo recientemente publicado para la exposición correspondiente, La Sala Reservada y el desnudo en el Museo del Prado (Madrid, Turner, 2002). Véase Gallego, Julián, op. cit. (nota 2), p. 51.

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En cuanto a la tradición literaria, tras la influencia de los humanistas, especialmente de Poliziano (colaborador de Boticelli y discípulo de Marsilio Ficino), hasta el barroco, se articula toda una tradición poética desde el primer ejemplo del Cancionero de romances de Amberes hasta la poesía de Garcilaso, y sobre todo la de Góngora, para quien la imagen de Venus moldea todas las divinidades acuáticas y reaparece con toda su fuerza en la Fábula de Polifemo y Galatea, y allí, la blanca ninfa en pleno calor del verano se convierte en «bello imán» de Acis, de toda la Naturaleza y del propio cíclope. La fuente y el río quedan definitivamente unidos como reflejo del amor, y la ninfa, síntesis de mito, pintura y literatura anterior, pasa a ser centro sensual que utiliza la literatura posterior para ahondar en el erotismo o para trascender esa visión material y convertirla en centro ideal. Calderón y Rojas utilizan esta imagen plástica para comunicar todo el valor de la mujer en su sensualidad y trascendencia. Se trata ya de una imagen poetizada por la tradición literaria y actualizada en los modelos pictóricos, ya de raigambre costumbrista, que sin duda pudo conocer directamente Calderón en las residencias reales. Lo interesante en estos dos autores es su coincidencia en utilizar el motivo de Venus Anadiomena, no como una imagen aislada sino como una forma de conseguir el climax dramático en una comedia. Aprovechando una costumbre popular, también censurada por los vigilantes de la moral, como era el baño en los ríos, los dos dramaturgos incorporan las cualidades pictóricas del mito para integrarlas en la realidad. Como en otros temas, se profana la deidad y la Venus se transforma en mujer mortal, sin perder por ello sus cualidades misteriosas. La diosa-mujer, bañista de un río cercano al espectador, normalmente el Manzanares (o el Pisuerga), o bien ubicada en una fuente de tantas como existían en la capital, aparece transmutada en una realidad del imaginario femenino de la época pero conservando los rasgos de la primitiva Venus botticelliana, rasgos que coinciden, por otra parte, con las cualidades que el neoplatonismo y el amor cortés había asignado a la mujer. En esta dualidad, manifestada también en estilo pictórico, se concentran todos los resortes dramáticos de la obra. Hay que destacar, así, cómo nuestros dramaturgos sintieron el símbolo de la Naturaleza viviente y eterna y esa misma fascinación por Venus al incluir este motivo en el código de la comedia, insertando a la propia diosa, ya democratizada, aunque sin perder el misterio de su seducción, en una realidad cotidiana e incluso popularizada. La belleza y la luz que rodean esa visión permiten articular la intriga, mantener la atracción por lo femenino y derrochar un discurso eminentemente pictórico. Es evidente que el teatro recogió este motivo y, como otros re-

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feridos a la mujer, como el de «la dama dormida»9, asumieron una funcionalidad dramática no exenta de erotismo (como han demostrado los trabajos10 de Porqueras sobre Calderón, de Pilar Palomo (1978) sobre Tirso y de María Grazia Profeti (1982) sobre Pérez de Montalbán). Éste de la profanación de Venus resulta de gran importancia dramática en algunas obras de Calderón y de Rojas, e incluso de alguno de sus seguidores, como Rósete Niño. En el caso de Rojas es un motivo más para expresar el sensualismo, característico de su teatro, como muy bien observó Ortigoza (1954), y muy superior al de sus contemporáneos Lope, Alarcón y Tirso11. En la misma línea se manifestaron Leavitt (1966), Duncan Moir (1970), Testas (1975) y MacCurdy (1979). Toda la crítica ha coincidido en destacar su preferencia por las alusiones sexuales tanto en el lenguaje como en las creaciones escénicas12. En Calderón, autor para el que la crítica no ha valorado suficientemente esta misma capacidad de sugerir sensualmente, el motivo de Venus representa un juego de sobreilusión, del mismo modo que lo hace el sueño, el teatro dentro del teatro o los elementos de magia. En esa ilusión la mujer es la propia Venus, en muchos casos, y en otros resulta evidente su parecido puesto que reúne todos y cada uno de los atributos de la diosa del amor. El apunte erótico y la capacidad de sugestión visual expresada mediante la técnica del flash-back y del monólogo narrativo, que actúa como eje temático para el desarrollo de la intriga, permite presentar en escena, aunque con palabras, a la mujer que, entre ser divino y sensual, atrae al hombre, espectador silencioso de su baño.

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Véase el trabajo de Porqueras-Mayo, Alberto «La imagen de la bella dormida en el teatro de Calderón», en Hacia Calderón. Sexto Coloquio Anglogermano. Archivum Calderonianum, ed. Hans Flasche, Wiesbaden, Franz Heiner, 1983, vol. 2, pp. 48-64. 10 Palomo, Pilar, «El estímulo erótico de la dama dormida (Un tema recurrente en la obra de Tirso de Molina)», en El erotismo y la literatura clásica española. Edad de Oro, IX. Madrid, Universidad Autónoma, 1990, pp. 221-230; Profeti, María Gracia, «La bella dormida: repertorio e códice», Quaderni di lingue e letterature straniere, 7 (1982), pp. 197-201. 11 En palabras de este crítico: «este sensualismo, transformado en una concupiscencia más realista, feroz y confesada, que sin remedio arrastra a sus personajes de aliento trágico, le distingue de todos los demás autores, que atenúan esta fuerza pasando por ella como sobre ascuas: Lope y Calderón, que a menudo mueven a sus personajes a la lascivia, no se detienen ni vuelven sobre el tema, como lo hace Rojas». 12 El profesor Leavitt ha demostrado con gran número de ejemplos la superioridad de Rojas sobre otros autores dramáticos de su época en presentar actrices semidesnudas. Por su parte Duncan Moir, refiriéndose a la capacidad de Bances para sugerir una situación de desnudo femenino, se escandaliza de la diferencia entre la sutileza y el delicado sentido del decoro de este autor frente a «las exuberantes y detalladas descripciones que da Rojas» (Theatro de los theatros... London, Tamesis, 1970, LXXXVIII).

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El halo de luz que la envuelve, su perfección, misterio, naturalidad y vitalidad, actúan de guía tanto para los personajes como para los espectadores. La acción no representada se convierte así en la escena de mayor contenido lírico y teatral, pues la pintura llega a cobrar realidad por la palabra mientras que la acción anterior permanece detenida. Se pueden señalar múltiples ejemplos en Calderón, en donde utiliza este motivo como resorte dramático pero, ante la densidad de textos y la brevedad de espacio del que disponemos para analizar las diversas circunstancias, sólo vamos a centrarnos en el tratamiento coincidente en los dos autores, aunque adelantamos que en Calderón hay todo un proceso de transformación gradual muy interesante entre la diosa y la mujer. Los dos autores coinciden en situar en el Manzanares madrileño a las nuevas Venus humanizadas, o en los jardines del Prado, que pasan a ser nuevos jardines de Venus. En Fuego de Dios en el querer bien, por ejemplo, es la Florida; en Antes que todo es mi dama, es el famoso jardín del Prado. Incluso como recurso ya tópico, en Los tres mayores prodigios, un personaje advierte a las damas que no se preocupen porque no ha llegado a verlas desnudas saliendo del baño. Asimismo, las alusiones a Venus, directamente o por sus atributos (concha, rosas, mirtos), o a su propio nacimiento de la espuma, se multiplican en sus versos. Puede afirmarse que hay una total gradación en la interpretación del motivo, desde la mitología a la sátira. En Rojas, sin embargo, no hay tanta variedad pero sí intensidad, y se decanta más por la fusión entre el costumbrismo y la idealización, también muy frecuente en Calderón. Los dos dramaturgos introducen un elemento costumbrista, como suele ser el coche (o unas cortinas, o incluso una prenda que sirva de cortina), con el que rompen toda la magia de la narración. Rojas utiliza el recurso al principio de la segunda jornada en todos los casos, y la presentación corre a cargo de un hombre que lo cuenta siempre a otro hombre. Así sucede en Entre bobos anda el juego, No hay padre siendo rey y Lo que quería ver el marqués de Villena. En los tres casos se repite el mismo esquema y los hombres relatan la misma visión, que queda actualizada en la escena gracias a la reproducción directa del diálogo mantenido en el pasado. Calderón utiliza más las cortinas (Agradecer y no amar) aunque también el coche. El escenario siempre es el mismo: un río, al que el protagonista llega cansado y sediento después de un gran esfuerzo, y una mujer que, desnuda, está bañándose en sus aguas. Hay que destacar el enorme poder de sugestión que tiene el agua para los dos autores. Para Rojas, los ríos, pero también los arroyos, las fuentes y los estanques conforman el ambiente preferido para situar las escenas amorosas. Es, sobre todo, el Manzanares —aunque también hay otros ríos anónimos—, el lugar más

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citado en estas ocasiones como idóneo para descubrir el amor. En cuanto a Calderón, el agua pasa de ser una sugestión en su obra para convertirse en un elemento estructural y simbólico. En una de sus últimas obras, Fineza contra fineza, Calderón reproduce en Diana todo el encanto de Venus, y, con la misma escenografía del agua y las ramas como telón del segundo escenario narrado, se refiere a la costumbre de utilizar «retóricas pinturas» en las que «peligra lo decente», pues ya se sabe que «donde hay baños y beldades» hay desnudos (I, 2103). Antes de presentar el paisaje, convertido siempre en verdadero locus amoenus, se precisa la época del año en que transcurre la acción (siempre en julio cuando hay río, o primavera cuando es un jardín): «Era del claro julio ardiente día» {Entre bobos); «Era el julio, ardía el sol, el mundo ardía» {Lo que quería ver); «Era del día la estación ardiente» (No hay padre), coincidente con las fiestas de Santiago. En estas escenas desaparecen todos los personajes y sólo quedan los protagonistas: la mujer que, desnuda, disfruta libremente del agua, ajena a todo lo que no sea el disfrute, y el hombre que, guiado por una huella en la arena, una visión desde lejos, una prenda femenina que lleva el agua (cendal) o una voz, descubre su presencia. En todos los casos el encuentro es fortuito e inesperado. Bermúdez, por ejemplo (En lo que quería ver) cuando se precipita al agua en un paraje solitario y empieza «sin aliño» a desnudarse, escucha una voz, «una voz que hermoseaba el viento», a la que decide seguir después de algunas vacilaciones, hasta descubrir a quien pertenece. Gracias a la técnica dilatoria que utiliza en la descripción, Rojas consigue una gran intensidad dramática que comunica al personaje y a los espectadores. Más de setenta versos componen la minuciosa descripción del cuadro, cuyo dinamismo y luminosidad intensifican el ya perfecto espacio natural, para concluir con una nueva tensión que deja sin resolver el misterio de la mujer. La visión desaparece bruscamente de un modo inesperado gracias al contraste introducido por el objeto real del coche (que suplanta a la mítica nube que transportó a Aretusa), y cuyo abuso por parte de las mujeres fue tan criticado en ese siglo13. Con esta intromisión costumbrista se da un nuevo giro a la realidad de la acción: El esquema utilizado por Calderón es muy semejante en Agradecer y no amar. La técnica dilatoria es la misma, hasta el punto de que el amigo que escucha la historia le pide en varias ocasiones que no se de13 Además de las informaciones de Deleito y Piñuela (1954), los entremeses de Quiñones de Benavente y los Avisos de Barrionuevo nos ofrecen un perfecto muestrario del interés de las mujeres por los coches, también criticados, por otra parte, por los moralistas.

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tenga y acabe de una ve/ el relato. Por él sabemos que el protagonista, en un día caluroso, y mientras se recreaba en sus penas amorosas al lado del río, observa que la corriente se llevaba un cendal. Al buscar a su posible dueño, y guiado por unas voces, se encuentra con un locus amoenus en donde una «tropa de ninfas» está bañándose, y en medio de ellas lo hace «el mismo Amor», en cotilla y enaguas. Su descripción, «suelto el cabello, de ondeadas hebras de madejas de oro desplegadas por la nieve de su cuerpo», propia de los modelos pictóricos de Venus, se dilata entre largas comparaciones con la naturaleza hasta llegar al pie, en donde se detiene de nuevo y con el que bruscamente se rompe la visión. La cortina, en este caso, es una prenda que sustituye a la mítica nube que está en la mente del autor («¿Cuándo el sol eclipsó nube volante?»). El hombre, espectador cual nuevo Acteón14, se recata entre las ramas y contempla la procesión de mujeres, que a modo de segunda parte relata a su amigo. El cuadro que introduce, de casi doscientos versos, es una llamada a los sentidos. Verbos como «suspender», «escuchar» y alusiones a la vista y el oído contrastan con los anticipadores términos becquerianos «recato», «recatar» o «cendal». En Entre bobos anda el juego, el escenario idílico se traslada al conocido Manzanares, y, desde el mesón de Illescas, Pedro recuerda cómo se enamoró también en un día de julio, cuando buscaba solamente darse un baño. De nuevo la voz —voces en este caso— sirve de guía a este personaje, que trata de ocultarse entre las ramas, siempre confidentes del espectador hasta encontrar «a una deidad» con «Todo el cuerpo en el agua hermoso y bello». La insistencia en el término gozar y el detallismo en la descripción de cuanto se le permite ver o adivinar, primero a través del movimiento del agua, en especial su pie (con toda la tradición mitico-erótica que aportaba al desnudo femenino15), y después al ser vestida por sus criadas, convierten esta escena de más de cien versos en un modelo de sensualidad descriptiva. Vuelve a interrumpirse la agradable estampa por la irrupción violenta, en este caso de un toro (otro dato costumbrista de la realidad madrileña, que así festejaba las fiestas de Santa Ana) que desbarata la armonía de sus gracias porque de nuevo ella «entra dentro del coche» perdiéndose su imagen en la noche. En Fuego de Dios en el querer bien, es también el Manzanares, en la misma fecha, el que ofrece un mismo imán de voces que llevan al personaje calderoniano a descubrir a una mujer en el agua, «una deidad» cuya «hermosura divina» impide al protagonista poder pintar al14 Recordamos que en la Sala Reservada ya citada había varios cuadros con el tema de Acteón (símbolo de la naturaleza canicular) y las ninfas. 15 Tema ya estudiado por Kossof (1971) en referencia a Cervantes y Lope.

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gún rasgo. Las cortinas del coche en este caso rompen la magia de la escena. En No hay padre siendo rey Rojas repite el mismo esquema. Además del monólogo narrativo que abre la segunda jornada, Rojas insiste en esta técnica para abrir la tensión dramática de la jornada primera en Casarse por vengarse. Otro hombre, el Condestable, cuenta a su criado el suceso que desencadenó su tristeza. De nuevo el locus amoenus, en este caso compuesto por prado y arroyo, sirve de escenario para el encuentro con una dama desnuda. El procedimiento es el mismo: en un día caluroso un joven se acerca a beber a un arroyo, y, cuando se dispone a hacerlo, tropieza su vista con una prenda femenina. Ahora el imán es un guante y por encontrar a su dueño descubre «Una mujer en traje de sirena». (También es un guante el motivo que aparece en Don Diego de noche y que se le cae a la mujer mientras corta las rosas). Como en los demás casos, el hombre se mantiene oculto entre las ramas (expresado con el becqueriano recatarse), y desde allí contempla cómo ella para lavarse la cara se va despojando, lentamente, de sus adornos y vestidos. La intensidad del relato va creciendo a medida que es más minuciosa la pintura de los detalles: «se quitó de los brazos dos manillas, / unos anillos luego, / y tocando en el agua tocó fuego». La pasión que se establece entre la joven y el mudo sentimiento del arroyo, resaltada con los términos del lenguaje amoroso {gozar, enojos, atrevimiento, derretir), en donde no está ausente el vocabulario de la lucha («metió paz en la guerra de sus ojos»), concluye con una acelerada acumulación de tiempos en presente, en contraste con la morosidad de los pasados anteriores, que marcan la desaparición de la mujer y la desesperación de él. Esta rapidez de las acciones puntuales y presentes permite volver a la representación, no sin haber mantenido antes suspensos los ánimos de los espectadores, como le ocurre a su criado («la relación suspende y maravilla») gracias a esos cambios de ritmo. También en No hay amigo para amigo se introduce al principio de la obra el extenso monólogo narrativo (de unos doscientos versos) que da paso, con las mismas circunstancias bucólicas, a la descripción de la pasión amorosa que tiene lugar más tarde. Tras otra extensa disertación sobre la rosa viva y tronchada, símbolo anticipador del acto amoroso, el autor recurre al estilo adversativo, de oposiciones constantes («amante, pero remiso; / con amor, pero con miedo; / sin vista, pero con tino») para describir la lucha psicológica que mantiene hasta conseguir ser aceptado. Al final triunfa el amor, y la fuente, símbolo de Venus, queda como testigo de las relaciones. En Casa con dos puertas, mala es de guardar, Calderón sitúa en un estanque de los jardines de Aranjuez otra de estas escenas. Ahora es «una mujer recostada» en una 'margen de murta' (otro de los atributos de

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Venus), la que despierta el interés del espectador, que, oculto, también observa cómo el paisaje va transformándose al paso de esta mujer en un paisaje de rosas y pintura. La tropa de ninfas se ha transmutado en tropa de mujeres de Ocaña, todas conocidas para el personaje excepto la principal que le seduce. También en Mejor está que estaba es un jardín el lugar de la escena, pero en este caso una ventana abierta sirve de nube, no para cerrar, sino para contemplar una visión parecida, la del baño de Flora, que, ayudada por sus doncellas, se va despojando lentamente de cotillas y enaguas en un organizado esquema descendente, hasta llegar de nuevo al pie. Pero al espectador sólo le es dado contemplar, «entre lejos y sombras», «rasgos de nácar, / de un cendal azul turquí», porque enseguida otra cortina doble, primero «un rico faldellín» y luego las sábanas de la cama, rompen la ilusión. Tanto en el teatro de Calderón como en el de Rojas abundan las acotaciones (kinésicas y gestuales) en donde se apunta la presencia de la mujer a medio vestir, o semidesnuda, y tras sus gestos y actitudes deja ver el sensualismo como un puro juego bajo el que reflexiona sobre su propia libertad y madurez, al tiempo que nos transmite todo un mundo costumbrista16 y vivo en el que la mujer, además de ser la posible reencarnación de un mito, es, sobre todo, un ser complejo y humano.

16 Todo el teatro de Rojas resulta un extraordinario mosaico del costumbrismo de la época, sobre todo en lo que se refiere al mundo de la mujer. Academias literarias llevadas por mujeres, prendas femeninas del vestir y las diversiones y entretenimientos de la época están minuciosamente registrados en sus obras.

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