La Ruta del Azul El Camino del Arco Iris 1

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La Ruta del Azul

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Capitulo XII de la Argentina Engüalichada Capítulo II de El Camino del Arco Iris LA RUTA DEL AZUL - de Puerto San Julián al Glaciar Perito Moreno Diez meses luego de haber completado la Ruta del Verde, estábamos ansiosos por comenzar a transitar en la Ruta del Azul. La cinta de seda de color verde, seguía firme en nuestras muñecas, recordándonos las interesantes peripecias vividas. Esta vez, además de Guillermo, Jorge y yo, se habían sumado Marisa y Elida para recorrer juntos el camino que se abría – nuevamente - ante nosotros. Todos nos hallábamos en muy buen estado físico de entrenamiento, con capacidad de recorrer entre ochenta a ciento veinte kilómetros por día. Pero sobre todo, empezábamos a entender la magia oculta del peregrinar. Recorrer los caminos del país montados en una bicicleta, nos ayudó a valorar la vida desde una nueva perspectiva, con más serenidad. Sin duda que después de ese primer viaje, ya nada fue igual para nosotros. Hasta él tener que convivir con equipajes, nos enseñó a apreciar lo mucho que tenemos, sobre todo cuando lo comparábamos con aquello que era realmente imprescindible para nuestras vidas. Muchas veces meditábamos sobre cuales cosas eran las que perduraban en nuestras memorias, y ese ejercicio traía a nuestras mentes muchos y hermosos recuerdos. Y precisamente esos recuerdos, se vinculaban a cosas que paradójicamente no nos habían costado dinero, como fueron los amaneceres en la ruta, las lloviznas aliviadoras del intenso calor o el espectáculo mágico de los pájaros, cantando libres en la selva.

Domingo en la mañana. Amanecí contento en un hotel del Puerto de San Julián y luego de un apetitoso y nutritivo desayuno - sobre la base de mermelada dietética de diferentes cítricos y manzanas -, marché con mi bicicleta totalmente renovada, hacia el lugar de la partida, fijado en el escrito dejado por Don Triángulo. El sitio del encuentro era sobre los acantilados que dan sobre una lobería, al Norte del Puerto San Julián. A las ocho y media de la mañana, el sol brillaba rutilante sobre el amplio horizonte y el clima, estaba algo fresco y ventoso. La costa de Santa Cruz en esa idílica bahía, mostraba sus aguas calmas y profundas, de un color azul intenso, interrumpida solo a veces por un tímido y vacilante oleaje.

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El mar se extendía hacia el infinito, mucho más allá del horizonte. Las gaviotas revoloteaban animosas, planeando contra el viento y cayendo sobre el mar, como si fuesen bulliciosos niños jugando en una plaza, durante el recreo de una plácida y tranquila mañana de otoño. El cielo azul de la alborada se mezclaba con alargadas y espigadas nubes, dispuestas en miles de formas caprichosas y pintadas con apasionados colores rojizos, como si con ellos el firmamento quisiese demostrar, que una sangre caliente lo circula y vivifica. Surcando con sus vuelos la bahía, me hacían una muy grata compañía los Albatros, con sus picos superiores en forma de gancho, con sobre elevados orificios nasales, patas palmeadas y alas largas y estrechas, ideales para sus interminables planeos en el aire. En la costa y cerca de los lobos, se encontraban los Petreles, unas aves marinas enormes y pesadas, que se alimentaban de la carroña de los mamíferos marinos. Las infaltables Gaviotas, unas elegantes aves de picos muy ganchudos, exhibían grises pálidos y negros azabaches en sus dorsos y en sus alas, y blancos grisáceos por delante, mientras planeaban distinguidas con sus poderosas alas extendidas o volaban enérgicas y muy activamente, alimentándose de peces y de carroña. Cada tanto, remontaban hacia el cielo y dejaban caer moluscos desde mucha altura, para romperlos sobre los cantos rodados e ingerir su contenido. Una bandada de pequeños loros barranqueros pasó cerca de mí, dirigiéndose veloces hacia el sur. Un blanco velero solitario surcaba serenamente la bahía, con su triángulo de velas hinchadas y turgentes por el viento matinal, mientras que sus dos ocupantes luchaban inclinados en la borda, con los cuerpos tirados hacia fuera, buscando balancear y continuar su marcha. Los acantilados, cayendo con sus paredes verticales por un lado y más suavemente en otras más allá, eran atravesados por miles y miles de vetas de colores marrones y grisáceas, como si en ellas la tierra quisiese alardear a cielo abierto y exhibir las bellezas que ocultaba en su interior. Las interminables playas de cantos rodados separaban - ¿o acaso unían? – a los acantilados con el mar. En una lengüeta de playa que formaba un semicírculo, permanentemente húmeda y como ganada al mar, reposaban como verdaderos reyes, una colonia numerosa de lobos marinos, batiendo sus aletas y moviendo sus orejas. Eran enormes machos adultos, con sus largos cuellos cubiertos de pelaje espeso y grueso, que levantaban sus cortos hocicos de largos bigotes y caminaban con el cuerpo levantado sobre sus miembros, con movimientos

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torpes y rápidos, mientras que las hembras, delgadas y elegantes - integrando diferentes harenes -, parecían retar con sus desesperados gritos a los pequeños cachorros de pelo corto y lustroso, casi negro, como si los alertaran de algún ataque de las orcas. La lobería entera parecía no tener descanso, en su perpetuo agitarse de un lado para el otro. Al rato, se sumaron Guillermo, Marisa y Elida, quienes también sucumbieron ante la magnificencia del paisaje costero. Al rato, un ruido de algo que caía secamente, explotó justo detrás nuestro e hizo que nos girásemos. Tendido bajo su bicicleta y frotándose el hombro izquierdo, apareció Jorge con su cara de dormido: - No vi la piedra, porque miraba los pájaros. Discúlpenme que llego tarde ¿Me perdí de algo?… Comenzamos con los ejercicios de estiramiento, elongando isquiotibiales, cervicales, dorso lumbares y músculos de los muslos y pantorrillas. Cada ejercicio lo repetíamos entre tres a cuatro veces. - ¿No podríamos haber arrancado directamente desde la ciudad? – preguntó Jorge. - Si, creo que podríamos haberlo hecho así, pero este lugar tiene un significado histórico muy grande. ¿Ven aquel pequeño islote? – dije mientras señalaba con el dedo – se lo llama isla Justicia, pues en ella murió el primer decapitado europeo en lo que hoy es Argentina. Era un integrante de la expedición de Magallanes, que se sublevó al no saber adonde los estaban llevando y temiendo caer, en “el fin del mundo”. Además, aquí se conocieron los patagones con los europeos y estos últimos los denominaron así, porque aquellos se envolvían los pies con pieles y en la nieve, dejaban unas pisadas enormes. Y también, aquí se refugió del invierno, el temible corsario inglés Sir Francis Drake, con su flota. La primer misa oficiada en lo que hoy es Argentina, también se realizó en este lugar. Así que creo que es un sitio muy significativo en el pasado de nuestro país y que muy pocos, lo conocen... - ¿Comenzamos con la primera reflexión?- preguntó Marisa y ante nuestros gestos de afirmación, dio comienzo a la lectura.

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El Patito Feo Los patos tienen la costumbre de poner sus huevos y abandonarlos, empollándolos de tanto en tanto. Una calurosa mañana de verano, los huevos que había empollado una mamá Pata, empezaron a romperse. Los patitos fueron naciendo y llenando de felicidad a los papás y a sus amigos. Un huevo él más grande - permanecía intacto, por lo que concentraron su atención en él, esperando se rompiera. Al cabo de algunas horas, el huevo comenzó a hacerlo, y así pudo verse primero el pico, luego el cuerpo, y después las patas de un sonriente pato. Era él más grande, y para sorpresa de todos, demasiado diferente a los demás. Tenía el cuello desproporcionadamente largo, las patas excesivamente estiradas, la cola y hasta el pico, demasiado grandes. Y cómo era diferente, empezaron a llamarle “ Patito Feo”. La madre Pata, avergonzada por haber parido un pato tan feo, lo apartaba con el ala mientras le daba atención a los demás. El Patito Feo se dio cuenta que no lo querían. Y a medida que crecía, cada vez era más feo, y debía soportar burlas. Una mañana muy temprano, decidió irse de la granja. Triste y solo, siguió un camino por el bosque hasta llegar a otra granja. Allí, una granjera lo recogió, le dio de comer y de beber, y creyó haber encontrado a alguien que lo amaba. Pero, al cabo de unos días, se dio cuenta de que ella era mala y sólo quería engordarlo, para comérselo. El Patito, escapó corriendo. El invierno había llegado. Y con él, el frío, el hambre, y hasta la persecución de los cazadores. La pasó muy mal, aunque sobrevivió y llegó a la primavera. Los días pasaron a ser más calurosos y llenos de colores. Y el Patito empezó a animarse otra vez. Un día, al pasar por un estanque, vio a las aves más hermosas que jamás había visto. Elegantes y delicadas, se movían como verdaderas bailarinas, por el agua. El Patito, acomplejado por la figura y la torpeza que tenía, se acercó a una de ellas y le preguntó si podía bañarse también en el estanque. -

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¡Por supuesto que sí! Tú eres uno de los nuestros. - le contestó uno de los cisnes ¿Que yo soy uno de ustedes? No, yo soy feo y torpe, al contrario de ustedes dijo el patito muy triste. Mirá tu reflejo en el agua del estanque y verás, que no te engañamos.

El patito se miró y quedó sin habla. ¡Se había transformado en un precioso cisne! Y en ese momento supremo, comprendió que jamás había sido feo. Él no era pato, sino cisne. Y así, el nuevo cisne unido a los de su propia especie, vivió feliz para siempre.

El objetivo básico de estas lecturas de Cuentos Tradicionales - muy difundidos en la Argentina -, era analizarlos desde diferentes ángulos, buceando en sus orígenes y en la influencia sobre nuestras mentes vírgenes, cuando aún éramos pequeños. Regresamos hasta la ciudad y pedaleamos, subiendo por la Avenida San Martín. Las farolas en los postes de alumbrado, parecían inclinarse a saludarnos, tristes como en toda despedida. Pronto empezamos a recorrer hacia el Oeste, pedaleando con mucho ímpetu los pocos kilómetros que aún nos separaban de la Ruta Nacional Numero 3, dificultosos por una leve pendiente en ascenso. El paisaje de subidas y bajadas en las extensas lomadas patagónicas,

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exhibía un suelo seco y alfombrado en piedras, albergando una vegetación de arbustos muy bajos, espinosos, de hojas pequeñas y espaciadas. Cada tanto, veíamos crecer los molles, unos arbustos que llegaban a ser más altos incluso que un hombre, de frutos de color azul o rojizos y que parecían orgullosos, de soportar estoicamente las nieves, el frío y las sequías. Cuando cruzamos el “Cañadón de la Compañía”, un viento del Oeste nos hacia muy dificultoso el avanzar pedaleando, pero no fue un obstáculo importante para que comenzáramos a platicar animadamente entre nosotros: - No aguanto estos relatos, aunque sean cuentos – dijo Elida – pues me remueven demasiadas cosas, sobre todo aquellas que tuve que pasar para que los demás - desde mi familia hasta mi novio y mis compañeros de trabajo -, no me ahogasen y permitieran que fuera yo misma. Tuve que luchar, para no ser el simple modelo limitado que ellos imaginaban que debía ser. Yo viví la misma lucha que la que debió soportar el “patito feo”, para obtener su merecida independencia. - En realidad, creo que lo obligaron al patito a buscar la independencia – respondió Guillermo, ingiriendo un trago de su caramañola – y me pregunto si eso - para un ser humano -, acaso no termina siendo algo muy positivo. Me refiero y comparo con esos animales que deben lidiar para salir de sus cascarones y que en esas arduas luchas, adquieren la fuerza y experiencia para sobrevivir. O sea, hay que pasar por muchos altibajos para lograr ser uno mismo y la condición básica, es luchar y vencer. - Ustedes ven solamente la lucha del pato por ser libre – intervino Jorge, comiéndose un crocante chocolate – pero creo que están dejando de lado el profundo mensaje racista que encierra el cuento. Son racistas los patos que lo rechazan, solo por ser un poco distinto, ya que un cisne tiene un poco más largo el cuello que un pato, un poco más largas las patas y algo más grande el cuerpo que los patos, pero en definitiva son bastante parecidos y todavía mucho más, cuando aún son pequeños. Y es muy racista el autor del cuento, ya que la solución que propone no es la integración, sino la separación y la toma de conciencia de que él, es excesivamente superior en belleza a los patos. Es racismo puro, que mira lo externo y no lo que hay en el corazón de las personas. Solo racismo… - Si, yo coincido totalmente con el mensaje racista que encierra – intervino Patricia, la psicóloga que ahora integraba nuestro grupo, mientras manipulaba las palancas de cambios en su bicicleta todo terreno – pero el niño que escucha ese cuento, siente que el caos que lo invade al sentirse diferente a los demás, por lo menos en la fantasía y en el cuento, tiene alguna solución. Aunque muchas veces a un nivel inconsciente o preconsciente, el niño puede sentirse en empatía con alguien que nos muestra su Yo totalmente al desnudo, en un estado de absoluta vulnerabilidad y que sin embargo, debe enfrentarse solo a sus propias emociones por un lado y a un medio ambiente terriblemente hostil, por el otro. Creo que estos simples cuentos le hablan directo al yo del niño, ayudándole a manejar sus pulsiones en situaciones bien controladas y por otra parte le esbozan, como deberá llegarse a una solución, acorde con las exigencias del ello y el superyó. Llegamos a la ruta 3 y doblamos a la izquierda. El viento se transformó en un aliado nuestro, ya que pasó a empujarnos desde atrás, cumpliendo con el anhelado sueño de todo ciclista: “tener viento a favor”. Al rato, nos alcanzó y superó lentamente – como observándonos - un motociclista montado en una fabulosa y espectacular moto de color

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rojo, muy pesada, de anchas y rugosas ruedas que parecían adaptadas para superficies duras, hierbas y cuestas empinadas, alforjas negras para guardar cosas en sus dos portaequipajes laterales, asientos en cuero para el conductor y pasajero, bramando con su sonido de motor atronador y estrepitoso. Nos saludó con un gesto de su mano en la cabeza y aceleró, elevando la rueda delantera y circulando solamente apoyado en la trasera – como homenajeándonos -, para luego desaparecer, en pocos segundos, tras una lomada... - ¡Que contaminación acústica! ¡Debería estar prohibido semejante ruido, en un lugar como este! – dijo visiblemente fastidiada Elida. Todos coincidimos con ella en lo hermoso y virgen del paisaje patagónico, que invitaba a conservar esa naturaleza en su estado más puro, lo cual – lamentablemente - no era respetado por los habitantes de las grandes ciudades cuando la atravesaban, cargados con sus vicios ciudadanos. Sin embargo, más adelante observamos un rebaño incontable de ovejas, magistralmente arreadas por dos paisanos motorizados en sus respectivos cuatriciclos, haciéndonos tomar conciencia del profundo abismo entre la Patagonia actual y aquella Patagonia rebelde de cien años atrás, sobre todo en algunas cosas tecnológicas, aunque en los sueldos y justicia, esos mismos peones rurales que ayer se rebelaron con violencia, hoy siguen tan mal pagos como antes y explotados. -

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Creo que la única discriminación que debería existir, es entre la gente buena y la gente mala – dije, intentando reflotar el tema del análisis del cuento. Coincido con eso – respondió Guillermo – pero el racismo no se combate solamente con leyes y decretos, sino elevando la mente y el espíritu de las personas. Si queremos eliminar el racismo, hay que educar. No comparto para nada esa opinión – intervino Elida – podes ser muy culto e instruido, pero seguir siendo en el fondo, un fanático racista. Si el corazón está podrido, siempre encontrarás una excusa para poder odiar a los demás. El racismo se combate con amor y no, con ciencia. Si el cisne del cuento se encontrara con un pato, ahora que convive entre los suyos ¿Cómo reaccionaria? Yo, en su lugar, creo que también trataría de vengarme, pero algo internamente, me obligaría a no hacerlo. Y eso, es lo que me diferencia de un descarnado salvajismo. El racismo es injusto – intervino Jorge – porque te priva de la oportunidad de mostrarle fácilmente al otro, que sos bueno y tenés que demostrarle – en cambio -, que no sos malo. ¿Cómo terminarían entonces el final de ese cuento? ¿Se podría mejorar? – pregunté, como para terminar con el asunto. Lamentablemente, creo que no hay que tocarlo al final del cuento– dijo Patricia – el niño debe saber desde pequeño, que solamente entre los suyos estará a salvo. Debe identificarse con los que son iguales, lo cual no quita que deba respetar a los demás.

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En el cuento no se dice que el cisne fue y tomo represalias. Simplemente dice que comprobó que él, no era un ser defectuoso y hasta que quizás, era mucho más hermoso que aquellos que lo menospreciaban por su aspecto. Eso, terminó reforzando su yo y le dio fuerzas… Perdón, pero a mí el cuento me parece algo terriblemente espantoso – dijo con angustia Elida - Nuestras mentes se han edificado sobre estos basamentos racistas, donde hasta la solución surge de forma casual.

La discusión se tornó cada vez más agresiva. Los mismos argumentos se esgrimían reiterados hasta el hartazgo, pero cada vez eran un poco más agresivos, como intentando convencer al otro y solo logrando en cambio, el magro resultado de que el otro, sé autoconvenciera exactamente de lo opuesto. Propuse que detrás de la próxima lomada hiciéramos un descanso y meditáramos, lo cual fue aceptado por el grupo y por un rato cesó la discusión. Pero solo por un rato... - Ese cuento parece escrito por los nazis – afirmó Elida - Hablemos sobre el racismo que existe en Argentina. ¿Qué me dicen de la actitud de muchos argentinos hacia las culturas indígenas del país o de Sudamérica? No en vano hay muchos que buscan el reconocimiento y respeto de estos pueblos indígenas. - Yo creo que no se lo puede calificar tan a la ligera de racista a un simple cuento – contesté – a mí personalmente me resulta simpático y sin embargo, estoy en contra del racismo. - Tal vez sería mejor, entonces - contestó enardecida Elida - hablar de tu personalidad contradictoria, Carlos. Si sos simpatizante de ese cuento, no me cabe en la cabeza cómo podes estar en contra del racismo. El cuento del “patito feo”, es propio de un imbécil racista. - Y no solamente los nazis o los neonazis son racistas – intervino Jorge, identificado vehementemente con Elida - miremos como somos los argentinos y démonos cuenta, que la problemática racial acá es muy fuerte y que debemos cambiarla. - Yo nunca sostuve que los nazis y neonazis sean los únicos racistas – aclaró Elida - pero creo que no son válidas las opiniones de los nazis o neonazis sobre el racismo y en tu caso, Carlos, pareciera que sos un racista que simpatiza con los que defienden al nazismo. - Traten de ser más razonables con lo que dicen – contesté defendiéndome – les pido que no abandonen el sano juicio…¡no me agredan! - O se es racista o no se es, Carlos. No hay términos medios – contestó tajante Elida - al racismo lo tenemos todos y existe en Argentina de la peor manera, y nos guste o no, somos racistas con nuestros indígenas ¿Acaso no escuchamos miles de veces, que entre los Argentinos se ofenden, tratándose de indio o cosas parecidas? - ¿Y que se puede esperar de una población mestiza y discriminatoria hacia si misma como son la mayoría de los Argentinos? – intervino Guillermo – Antes, vivíamos mirando a Europa y ahora, a Estados Unidos, pero jamás nos miramos a nosotros mismos. - Es cierto – dijo Patricia – tenemos que preguntarnos él por que de ese racismo hacia nosotros mismos, y por que al indio, se lo trata de ignorante, ya que si bien son pobres económicamente, son ricos en cuanto a tradiciones, y sobre todo, no son tan pedantes como muchos habitantes de las grandes ciudades.

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Es muy buen tema hablar del racismo – dije tratando de poner compresas frías al asunto - Tomemos conciencia, porque solo así, podremos avanzar y mejorar como sociedad, y quizá algún día, ser mejores como humanos.

La espiritualidad estaba muy alicaída y luego de la discusión, quedamos todos algo resentidos. Nos quedamos callados y en silencio. Al rato – inexplicablemente -, todos comenzamos a sentirnos mucho mejor. El paisaje patagónico pareció sumarse al silencio y sin embargo, dentro de la enorme soledad en la que nos movíamos por esa larga ruta, muy escasamente transitada en ese día, sentíamos a Dios, más cerca que nunca. No había árboles, no había pájaros, no había nadie más que nosotros. Y Dios.

Cambiamos de conversación y como observé algunas confusiones en las chicas, respecto a como elegir el cambio adecuado en las bicicletas, tratando de no herir susceptibilidades, expuse algunas recomendaciones, a pedido de ellas. -

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En el campo y en la montaña, hay que utilizar el plato chico en las subidas, poniendo primera corona y encarando despacio, pero a un ritmo constante, haciendo el cambio antes de iniciar la subida y seleccionando la velocidad correcta para no tener que cambiar en plena subida, ya que sino, los materiales sufren mucho. Si el camino esta muy trabado o sopla viento en contra, hay que usar el mismo plato, pero combinado con la tercera o la cuarta corona. ¿Y en el barro o en la arena? – preguntó Elida. En esos casos, es conveniente las velocidades bajas, a ritmo lento pero constante, hasta superarlos – respondí. ¿Y cuando utilizas el plato mediano y las coronas del medio? – preguntó Patricia. En las subidas leves o cuando tengo mucho envión - contesté - pero es mi combinación preferida para arrancar y para desplazarme en caminos anchos y de tierra, en rutas con ripio o cuando tengo viento cruzado o como un paso previo antes de pasar a una mayor velocidad. Y antes de detenerme regreso siempre a este plato para facilitar el arranque. Yo al plato grande y las coronas chicas, las uso en las bajadas y cuando tengo viento a favor, sobre todo si el pavimento esta bueno – dijo Patricia Lo importante es evitar cruzar la cadena – dije - es decir, no hay que utilizar los cambios extremos, o sea, no hay que usar el plato chico con la corona más chica del piñón o el plato grande con la corona más grande, si es que queremos que nos duren la cadena y los “descarriladotes”. Los cambios hay que hacerlos pedaleando y nunca con la bicicleta detenida – agregó Guillermo. Y nunca hay que hacer mucha fuerza sobre los pedales mientras se hacen los cambios – remató Jorge.

Llegamos a la cúspide de la loma y en ella, el espectacular paisaje invitaba a detenerse y contemplarlo en silencio, con los ojos y la boca bien abiertos del asombro, ante ese sereno salvajismo árido, con su extensión sin limites que hasta parecía reírse de cualquier frontera, con sus colores apagados y desteñidos como si estuviesen agotados de luchar contra la

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soledad y el viento permanentes. El cielo, en cambio, estaba intensamente azul y ni siquiera una pequeña nube se atrevía u osaba a mancharlo, en su presencia. Y más allá el mar inmenso, el cual se divisaba lejano e inmutable, infinito y como abrazando vaya a saber que misterios ocultos en su seno y dando vida, mucha, como si fuese una enorme madre recostada en un alumbramiento permanente. Lo que contemplaban nuestros ojos es probable que, salvo por la pequeña cinta asfáltica de la ruta interminable, fuese exactamente lo mismo que contemplaron otros hombres y mujeres hace más de mil, dos mil o diez mil años antes en el tiempo. Alguien gritó – “¡a la carga!” y como si fuésemos niños en un cumpleaños, nos largamos en frenética carrera, pedaleando con fuerzas renovadas, descendiendo por una larga y empinada cuesta, ayudados por un intenso viento que soplaba desde el Noroeste y nos empujaba desde atrás, como si el también quisiese sumarse - jugueteando - a nuestro peregrinar del primer día, en la ruta del Azul. En una suerte de zona de descanso improvisada al costado de la ruta, recostado en el suelo y al lado de su moto, estaba el muchacho que nos había sobrepasado cuando salíamos de Puerto San Julián. - Buen día y muy feliz día, amigo – le dije, intentando ser amable Él estaba sentado sobre la hierba, meditando y como mirando sin ver, al infinito lejano de la Patagonia árida. Sin dignarse siquiera a mirarme, con un palillo en su boca me respondió: Feliz día le dije a la plata, que en mi bolsillo ese día tenía. Y feliz día, ella me respondió con estudiada indiferencia, muy fría. Pero salí con ella y me compró de todo, haciéndome un tipo realmente feliz. Lástima fue, cuando al final se marchó, pues ya nadie a mi se acercó y padeciendo su ausencia, mucho por ella sufrí. ¿Cómo no llamarla amiga, a la querida plata mía? -

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No hay mejor amigo que aquel que te enseña a ser mejor – le respondí Es mi poema para el día del amigo. No solamente me preocupa mi futuro, sino que me preocupa mi pasado. Por eso, estoy donde estoy…- Se llamaba Claudio, nos dijo presentándose e invitándonos a compartir su compañía y un mate. ¿Y como es eso? Acláranos un poco más… – dijo descendiendo de su bicicleta Elida, mostrándose interesada.

Claudio tenía veinte años y viajaba desde Rosario de Santa Fe, hacia Tierra del Fuego, a la ciudad de Ushuaia y si era necesario, luego cruzaría hacia Chile. Buscaba a su padre, de

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quien solo conocía su nombre y apellido y que cuando tenía la misma edad que él ahora, una sola vez lo tuvo en brazos y que después se fue, escapando hacia el sur… Quería saber por que escapó, de que huyó realmente, porque no estuvo cuando se angustiaba cuando chico, porque no remontó sus barriletes, porque no le enseñó a patear la pelota… Quería encontrarse con el mismo, conocer sus raíces, luchar contra la maldita sensación de ser alguien diferente, por tener un punto oscuro, vergonzoso y hasta misterioso en su pasado… Ignoraba como lo recibiría si acaso lo encontraba y de que hablarían, o lo que él padre le respondería a sus preguntas… Pero quería encontrarlo. Le contamos, que es lo que estábamos haciendo en nuestras bicicletas, por esas alejadas rutas áridas y cual, el objetivo final de nuestro largo viaje. Accedió a meditar con nosotros en la meditación del Azul y lloró… Lloró con ayes y lamentos que surgían desde las entrañas de su misma alma, acurrucado en posición fetal, mientras Elida intentaba en vano consolarlo… pero al final, más relajado, terminó diciendo: - Es increíble, nunca había podido llorar por lo que me pasó con mi padre… pero hoy pude y ahora, me siento muchísimo mejor… gracias – tras lo cual se despidió de nosotros y partió, perdiéndose en el horizonte patagónico. Enfilamos hacia el sur, siguiendo la ruta nacional Nro. 3 y luego de 129 kilómetros de camino asfaltado, llegamos al acceso de la ciudad de Comandante Luis Piedrabuena, ubicada en la desembocadura del Río Santa Cruz. Cuando llegamos a divisar el río Santa Cruz, en el lugar en que se derraman sus aguas caudalosas en el mar y en el paisaje, el cambio de lo árido a una vegetación exuberante, parecía una chispa de magia y de fecunda vida, que se hubiese caído en forma milagrosa, desde el mismo cielo azul hasta la tierra. Era el oasis anhelado en la extensa y semidesértica estepa; era la vida verde y vegetante, insertada de golpe en la meseta patagónica, derramada sobre las márgenes de un río que invitaba al reposo del viajero fatigado, en su peregrinar anhelante de vida y de esperanza. Sin decir nada, nos detuvimos y permanecimos estáticos, contemplando absortos a los añosos árboles, formados en una larga y ordenada hilera, como custodiando celosos, la ribera de la margen norte del fecundo río. Los álamos, sauces y hasta algunos pródigos jardines, interrumpían con su gracia y elegancia, la aburrida monotonía que veníamos soportando y resultaban un encantador descanso para nuestros fatigados ojos, cansados de pasearse por horas y más horas, por el áspero paisaje de la ruta. Nos resulto maravilloso el ingresar a la ciudad - al fin de ese primer día - a través de la extensa avenida Gregorio Ibáñez, arteria principal que la atraviesa a lo largo, como si fuese una verdadera columna vertebral, la cual nos condujo entre viejas casas de mampostería, espléndidos jardines y frondosas arboledas que todo lo recubren, hasta un acogedor hotel

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que nos recibió y en el cual, pudimos cómodamente relajarnos. Antes de que oscureciera y luego de comer algo, para reponer las energías, caminamos distendidos por los pequeños puentes de los canales y entre los juegos multicolores del Parque Infantil, en la calle Lavalle. Observamos algunas viviendas muy antiguas - desde la fundación del pueblo, nos dijeron - y terminamos paseando a escasos metros de la calle principal, por la orilla del río y bajo las encantadoras ramas – como sueltas cabelleras - de los sauces. Hacia el extremo de la urbe, se observaban los modernos cuarteles militares, que "hacían patria" como alguna vez también la hizo Luis Piedra Buena, un marino que allá por el siglo XIX, defendió la soberanía de nuestra tierra, de nuestras islas y de nuestros lejanos mares australes. Por la mañana y bien temprano, antes de partir, hicimos algunos ajustes y retoques en nuestras fieles bicicletas, para lo cual fuimos a una estación de servicio. Mientras inflábamos las gomas, se nos acercó el viejo playero para darnos una mano. Conversamos del estado del camino y del próximo destino nuestro, mientras aprovechábamos para expresarle nuestra admiración por la Patagonia indómita... - Ustedes los porteños siempre hablan maravillas de la Patagonia, pero si pudiesen venderla para pagar la deuda externa, seguro que lo harían, sin importarles un pito de nosotros... - nos contestó sin disimulo y con una sinceridad arrolladora. Finalmente arrancamos en un compacto pelotón y al pasar por el extenso y asombroso puente, tendido sobre el correntoso Río Santa Cruz, observamos a las islas e islotes que lo rodean, en un idílico e inolvidable paisaje. Alguien señaló a la isla de Pavón, donde el comandante Luís Piedrabuena alzó en 1862 - "hace muchos ayeres" según nos había dicho un lugareño - la primer bandera Argentina, en la austral y querida Patagonia. A lo lejos, se observaba el gran estuario, producto acuático de dos ríos hermanados, el Santa Cruz y el Chico, que se confundían abrazados con el inmenso mar y en donde habitaban bulliciosas colonias de pingüinos, alborotadores lobos marinos y miles de gráciles e inquietos pájaros marinos. El fuerte viento de la Patagonia, parecía empeñado en ayudarnos y seguía empujándonos muy fuerte, desde atrás. Y cada vez lo sentíamos más fuerte, a medida que pedaleando avanzábamos, con rumbo a Le Marchand. Cuando estábamos cerca de la localidad de Monte León, cuarenta kilómetros luego de partir, comprobamos que el viento aventaba muy fuerte desde el Noreste El viento soplaba constante y muy tenaz. Cada tanto, armándose aun más de mucha fuerza furibunda, se nos entrometía impiadoso por los agujeros de los cascos protectores y amenazaba con arrancarlos, tensando las correas hasta el punto de clavarlas en nuestras sorprendidas mandíbulas. Ululaba como una gutural sirena interminable, derrochando su fuerza enloquecida y haciéndola sentir, como un castigo perverso en nuestros mortificados oídos, mientras giraba arremolinándose en volteretas que percibíamos en detalle, cuando saltaban como veloces danzarinas entre el hélix y el antihélix de la oreja. Nuestros cuerpos eran las velas desplegadas de un oceánico velero, implacablemente

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azotados en el río inacabable de una larga cinta asfáltica. Nuestras piernas desnudas, desde los calcetines a los pantaloncillos, comenzaron a enfriarse y a sentir, que se les clavaban millares y millares de minúsculos - hasta microscópicos - granos de un polvillo fino. No podíamos hablarnos, pues los sonidos que intentaban en vano las gargantas, se escapaban, fugados con el descontrolado viento y los impenetrables tapones que producía el ruido ululante en los oídos, impedían que escuchásemos a cualquier otra cosa, que no fuera el mismo y monótono vendaval. A veces llegaba a parecernos, delirando, que hasta nos resultaba muy difícil - imposible - el escuchar a nuestros propios pensamientos. Tan solo con muy elementales señales de las manos y los dedos, lográbamos un rudimentario dialogo, cuidando de no mirar hacia atrás, pues el polvillo que conseguía filtrarse por alguna mínima brecha de nuestras apretadas anteojeras, lograba irritarnos hasta el ardor insoportable, a nuestros enrojecidos ojos. Nuestros labios permanecían apretados y compactos, mientras procurábamos que los orificios de nuestras congeladas narices, no se pusieran en la misma línea en que corría el viento, pues cuando por algún descuido lo hacíamos, el polvillo del aire nos martillaba impiadoso, en la garganta. Ráfagas y ventiscas inagotables. Los famosos vientos del paralelo 50, desviados por la cordillera montañosa de los Andes, ya no eran la referencia climática de una enciclopedia, ni el ítem curioso de algún documental televisivo, sino la desatada corriente de un ventarrón descomunal que se abatía realmente, en nuestros huesos “pedaleantes”. Era tanto el viento que soplaba, que más que un "viento en popa", parecía querer aplastarnos desde atrás. El regresar, era absolutamente imposible y el proseguir, una locura. El frío calaba hasta los huesos más profundos y no había nada, absolutamente nada, donde intentar minimamente guarecerse. El viento empujaba y empujaba, hasta hacernos desarrollar impensadas y fantásticas velocidades, hasta llegar a darnos miedo, pues tornaban terriblemente peligrosas las eventuales caídas que pudiésemos sufrir, por alguna traicionera ráfaga que nos diese de costado. Necesitábamos pedalear para combatir el frío, pero apenas intentábamos hacerlo, la caótica velocidad que lográbamos, nos inundaba de terror ante una eventual y próxima caída. Los sonidos interminables del viento recorrían sin interrupción, las escalas del Do hasta el Si y regresaban, incluso mucho más abajo que en el Do original, para volver a subir rápido, mucho mas allá del Si, hasta escaparse de cualquier escala musical... A veces parecía disminuir, pero mentía... tan solo era el engañoso preludio, de una endemoniada y mucho más arrasadora corriente desatada, que se negaba a perdonarnos, por invadir sin permiso sus dominios perpetuos. O quizás, era una prueba de los dioses... Miedo, ansiedad y angustia, parecían transportarse sobre los desquiciados vientos, que se desataban inclementes sobre nuestras golpeadas espaldas. Miedo y más miedo. Solo miedo. Nada más que miedo. Mucho miedo. Demasiado miedo para cinco frágiles criaturas. Manteniendo un precario y muy endeble equilibrio sobre ruedas... Ninguno quería ser el primero en flaquear, pues sabíamos que si uno aflojaba, aflojaríamos todos. Por fin, logré que me entendieran y nos formamos en una disposición en rompevientos, donde él último

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ciclista es el que primero frena al viento, luego el cuarto y así, hasta el primero. Cada cinco minutos y ante una seña mía, el quinto pasaba a ser primero. La formación en rompevientos, quizás de mucho no sirviese, pero el estar haciendo algo por nosotros mismos, renovó nuestra confianza y volvimos a sentir la fuerza y el valor, que un rato antes habíamos perdido. Pensé y pensé. Durante horas, los únicos vivientes que divisé, fueron dos gaviotas extraviadas. Recordé que en esos lugares, solo se sobrevive sino se bajan los brazos y la cosa, pintaba demasiado dura... El viento era tan fuerte que parecía querer sacarnos de nuestras bicicletas y hasta simulaba que los mismos manubrios, se nos escaparían de las manos. Seguía aumentando en su potencia y el cielo, que había amanecido radiante, estaba totalmente cubierto de nubes. A veces zigzagueábamos por el empuje del viento y mi preocupación principal, era que cayéramos en los cañadones vecinos a la ruta. Pegaba tan fuerte sobre las resecas paredes de tierra, en una especie de barranco, que levantaba interminables nubes de polvo fantasmales. Un kilómetro más adelante, el zumbido del viento era producido por una incontable multitud de gigantescos remolinos de energía eólica Y a pesar del aullido de la tormenta en mis oídos y de los gritos de mis propios pulmones en el tórax, seguía pedaleando. Con miedo, es cierto, pero seguía pedaleando... y hasta llegué a oír a Jorge, quien con un toque de humor alcanzó a decirme: - ¡Peor hubiese sido si nos agarraba volando en parapente...! Patricia sacó su pañuelo y cuando intentó sonarse la nariz, el viento se lo arrebató y voló, llegando seguramente en menos de una hora, al Polo Sur. El viento huracanado, era una terrible e inacabable letanía. Permanentemente los contaba a mis compañeros y solo me tranquilizaba, cuando comprobaba que seguíamos siendo cinco. La espera de que amaine, se hacía todavía más larga sin el líquido elemento y sin nada sólido, para echarnos en el hambriento estómago, pues si hubiésemos abierto las alforjas, seguramente volarían con todo por el aire. Estábamos prisioneros del viento, del frío y del silencio. Pero seguíamos pedaleando. La observaba especialmente a Elida, pues temía que en cualquier momento, ella estallase en un inconsolable llanto... Pero seguía firme, muy firme. El viaje fue muy largo, pero la velocidad que alcanzamos, fue realmente impresionante. Nos habían advertido que los vientos eran fundamentalmente del Oeste y del Sur y estábamos prevenidos para luchar contra ellos y no, para que nos persiguiesen desde atrás. Esto me recordó la letra de una canción de John Lennon “Vida es lo que te va pasando mientras haces otros planes”. Un cartel nos alertó que el paraje Le Marchand, se encontraba tan solo a un kilómetro de distancia. Cerca de nuestro destino, las nubes que oscurecían el cielo ya no nos resultaban tan amenazantes, pero ese último kilómetro nos resultó el más largo, pues el viento comenzó a amainar y arremolinarse por momentos, hasta soplarnos de frente. Pero comenzamos a escucharnos y eso, ya era un gran alivio.

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Los Tehuelches a veces convocan con sus cánticos a Máip, el viento helado y él, hace jugar a Shíe, la nieve, haciéndola volar y después, lo desafía a correr a Kókeske, el frío, en carreras muy veloces – dijo Jorge, recordando una leyenda y haciéndonos mirar el cielo, como si acaso pudiésemos ver revolotear a esos tres seres.

Cuando llegamos al paraje Le Marchand, doblamos a la izquierda en el acceso y lo primero, fue estacionar las bicicletas en la estación de servicio a buen recaudo. Como flechas nos dirigimos hacia la confitería cercana, buscando recuperarnos con la ingesta de algo caliente. Entre café, chocolates y leche caliente, las almas retornaron poco a poco a nuestros cuerpos y volvimos a pensar normalmente y a reír, a carcajadas.

Veníamos desde demasiado lejos y casi, sin interrupciones. Sin habernos detenido en ninguna estancia, en ningún puente, sin siquiera encontrar un lugar abrigado que nos permitiese un descanso, para intentar armar una carpa y resguardarnos del maldito viento. La experiencia había sido demasiado extrema, en la frontera de lo soportable. En el hotel, por fin tuvimos algo de suerte, pues un grupo de empleados de una empresa de la zona, recién acababa de desalojar dos habitaciones. Otra hubiese sido nuestra suerte, si hubiésemos llegado antes o después, nos explicaron los propietarios del lugar. En la comodidad del calor, dormimos plácidamente hasta la hora de la cena. Cuándo bajamos al comedor, los propietarios nos invitaron a cenar un apetitoso asado de cordero, adobado con aceite con ajo, perejil, ají molido, romero y sal, acompañado de unas doradas patatas y una muy condimentada ensalada, que tan solo de mirar, nos hacía agua la boca. ¡Qué energía! - Chimangueenló no más, al cordero – nos dijeron, mostrándolo arriba de una mesa. - ¿Y eso, que es Chiman...? – preguntó Elida extrañada. - Con las herramientas – que vienen a ser el cuchillo y el tenedor – saquen la parte que más le gusta y se la comen – nos respondieron riendo. Elida consiguió la receta y prometió prepararlo en Buenos Aires a su regreso. – Imposible le contestó la dueña del lugar -, pues estos, son corderos criados a campo y no a corral, y por eso tiene esa consistencia y ese sabor.

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Nos enteramos que entre las matas y chaparrales al costado de los caminos santacruceños, se esconde una abundante fauna, nada despreciable. Y hablamos del ovino patagónico y de su lana de tan alta calidad. Compartíamos la agradable cena con los dueños y con otros pasajeros, algunos de los cuales eran viejos conocidos de los primeros. Alguien mencionó el tema de la Patagonia Trágica y un amigo de los dueños, un tal Eusebio Martínez de casi sesenta y cinco años de edad, levantó las cejas al escuchar esa palabra y se quedó muy pensativo, como queriendo no hablar de algo que le resultaba triste y dañoso. - Él, conoce mucho de ese tema - dijo el dueño, señalándolo para animarlo a hablar. - El tema de los fusilamientos en la Patagonia y la huelga de empleados rurales y de personal de hoteles, para ustedes que son de Buenos Aires, es algo que ya pasó hace mucho tiempo, pero para nosotros, es una herida que todavía sangra y duele, porque la conocimos de la boca de nuestros padres, quienes la padecieron en todo su rigor – contestó Eusebio, encendiendo un cigarro. - ¿Y cual era el reclamo central?- preguntó Patricia, demostrándole interés. - Los peones pedían un poco de dignidad para sobrevivir – dijo Eusebio – Pedían por ejemplo habitaciones razonablemente grandes para dormir, pedían que no hubiese más de tres hombres por pieza, que se les pagara una vez por mes, que trabajaran solamente ocho horas por día, que tuvieran medio día del sábado libre para poder lavar su ropa, que se les proveyese de comida cuando estaban haciendo el transporte de mercadería para la venta, pedían que se les diese un paquete de velas. En realidad, vamos a decir la verdad, no pedían mucho. - ¿Y no se pudo negociar? – preguntó Guillermo, frunciendo el ceño. - En la primera huelga se logró pactar, pero después los patrones no cumplieron y la peonada enojada, hizo la segunda huelga. La verdad es que los patrones eran todos extranjeros y ninguno, era argentino. Había ingleses, franceses, españoles, italianos, algunos alemanes – decía con bronca Eusebio, mientras contaba con los dedos - La cosa empezó mal parida, desde la injusticia de pactar con peones y no cumplirles. - ¿Y como se metieron los milicos a reprimir? ¿Quién los mandó?– interrogó Elida, con una bronca reprimida. - Vino el Capitán Varela mandado por el Presidente Irigoyen, al cual le habían dado carta blanca para actuar, aunque después se echó atrás y acusaba a Varela, de que se le había ido la mano – contestó Eusebio con amargura y mirando para abajo - Varela mató que dio asco, a toda la peonada que pudo. Los que sobrevivieron, ni siquiera querían mirar para el lado donde estaban las tumbas de sus compañeros, a los cuales los milicos los tildaban de bandoleros. Hubo mucho odio y resentimiento en Santa Cruz durante muchos años. - ¿Y cuál fue el detonante, Eusebio? ¿Que pasó? – pregunté - Pasó que en la primera guerra los mercados de Europa no podían comprar lanas y eso, hizo venir todo abajo, como por supuesto, la ganancia de los patrones. Pero los peones no tenían la culpa, pues ellos trabajaban duro cuando se los conchababa. Empezaron a despedirlos, a no pagarles, a abusarse para no perder sus ganancias. Fíjense que cuando los despedían, no les daba ni un peso para el pasaje para que vuelvan a sus casas. Los peones querían que en el contrato figurase que les iban a dejar en su lugar de origen, si los despedían. - ¡Qué cerca que me siento ahora, de todo eso! – comentó en voz alta Elida.

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Por este hotel pasaron huelguistas y obreros en lucha y también, las tropas de Varela. Fue un abuso terrible, en el cual cientos y cientos de obreros y peones fueron fusilados, entre ellos un hermano y un primo de mi padre, hasta con el tiro de gracia en la cabeza, como si fuesen traidores a la patria – dijo Eusebio, mientras suspiraba profundamente. ¿Y no se los juzgó a los responsables? – preguntó Guillermo con las manos en la cintura. Mataron a tantos, que yo creo que nadie sabe realmente cuantos fueron y encima lo hicieron en muchos lugares de la provincia. Yo le calculo que había en el territorio, no más de cinco o seis mil habitantes y que ejecutaron a más de mil o mil quinientos. Un capitán de la marina, llegó en apoyo y sin embargo, les dijo a los milicos que lo que estaban haciendo, estaba muy mal, que debieron haberlos mandado a los tribunales. Tengo entendido que había un tal Soto, que era una especie de caudillo de los huelguistas - dije, para animarlo a hablar un poco más. Soto no era peón, era un muy buen artista, un tipo que en los biógrafos de aquellos tiempos, animaba de todo y hacia de todo. Un verdadero campeón, el mozo. El, no se rindió y supo de entrada, que si quería vivir, no se tenia que entregar a los milicos, por que lo fusilaban. Él fue un gran amigo de mi padre. ¡Pero yo le pregunto si a los políticos o a los milicos, al final se los juzgó? – preguntó Guillermo otra vez. A esos milicos se los vio como porquerías asesinas. Irigoyen con sus políticos, que primero dieron mano suelta y no le definieron bien a Varela que es lo que tenía que hacer, y después se lavaron las manos. Y a Varela le pagaron con lo mismo que les pagaron a los pobres peonadas patagónicas, ya que lo terminaron matando en Buenos Aires con una bomba y cinco tiros. Y les digo más, Irigoyen se salvó de un atentado por un pelo. Gratis, esa gente no se la llevó... – respondió Eusebio ¿Y quién fue? – preguntamos todos a coro A Varela lo mató un alemán anarquista, al cual también lo mató uno de la liga patriótica - una especie de banda de derecha, de aquellos años - Y después a ese, también lo mató otro, que sé hacia pasar por loco, mandado por un anarquista ruso. Yo sé que estaban bien armados los huelguistas patagónicos ¿por qué no se resistieron más? – pregunté. Porque la peonada de la década del veinte, se levantó con más voluntad que organización y eso, lo pagó muy caro.

Alguien comentó después, que la Argentina siempre estuvo traicionada a lo largo de su historia y que los objetivos de Mayo de 1810, todavía esperaban ser cumplidos. Y luego jugamos al “truco” en parejas – para olvidarnos de todo -, obteniendo el primer puesto, la pareja de Guillermo y Patricia. El primero que se fue a dormir – estaba muy cansado – fui yo. Me dirigí a la habitación y quise guardar mi reloj de pulsera, en el cajón de la mesa de luz. Cometí la torpeza de extraerlo demasiado afuera – cosa extraña en mi - y cayó al suelo, estrepitosamente. Tirado el cajón en el suelo y dado vuelta, me llamó la atención una inscripción que se veía en la parte de abajo. Aquella era una mesa de luz, de aspecto muy antiguo. Lo acerqué hasta el velador y pude leer, muy claramente: "Inés y Renato 1964", lo cual me sorprendió, pues era justo un año antes de que yo naciese. Sabía que mis padres – Inés y Renato se

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llamaban - habían hecho su viaje de Luna de Miel, el año anterior a que yo naciese - en un largo viaje por el Sur -. Ese apunte estaba escrito con un lápiz de mina gruesa, como en aquel entonces se usaba y era conocido como “lápiz de carpintero”, el preferido de mi padre. Daba vueltas en la cama y no podía dormirme, preguntándome que significaba ese hallazgo, tan extrañamente casual. ¿Acaso nací – microscópicamente - en ese dormitorio? Mis padres, ya no existían para preguntarles… Una lagrima tibia, rodó por mi mejilla y se hundió lentamente, en la almohada. Me dormí abrazado al cajón y pensando si el pasado, acaso me estaba queriendo decir algo.

Despertarnos para el tercer día en la ruta del azul, fue muy difícil, pero a las seis de la mañana en punto, todos apoyamos nuestra anatomía en el sillín de cada bicicleta y partimos. Sólo se sentía una brisa tibia y apacible, a pesar de la temprana hora. Además, nos habíamos colocado ropas para protegernos de temperaturas bajas. Por la Ruta 3, abandonamos el paraje Le Marchand rumbo hacia el sur, con el viento que nos daba desde atrás y de costado. El tiempo también nos protegía, pues el día se presentaba muchísimo mejor que el anterior. El sol se encontraba apenas asomado por arriba del horizonte y el cielo, estaba totalmente despejado. Nuestras sombras proyectadas sobre el pasto amarillo oro de la Patagonia, eran tremendamente largas y nos divertía mucho contemplarlas. Parecía que durante esa espléndida mañana, se le ocurrió al viento por un rato, olvidarse de nosotros. Era un día tan encantador, que nos hizo olvidar del trabajo tan pesado y agobiante del día anterior. Finalmente, podíamos gozar plenamente de la ruta en la inmensa Patagonia. Toda esa extensión, toda esa infinidad, toda esa larga cinta asfáltica, eran casi exclusivamente nuestras y nos permitían sentir la libertad, como si fuésemos pájaros recién liberados. Los kilómetros pasaban volando, delante de nosotros. La Patagonia se iluminó cada vez más con el sol de la mañana y aceleramos, sobre el camino fantásticamente plano, que se extendía por delante de nosotros, como una perfecta línea recta. Sobre las diez de la mañana, decidimos “hacer césped” y nos detuvimos para meditar y revisar a fondo las bicicletas, esas fieles e inseparables compañeras de fatigas y de momentos fascinantes. Uno de los momentos supremos y más maravillosos del día, lo constituía la hora de comer en grupo. En esas rutas tan largas, alimentarse bien era algo muy esencial para poder continuar pedaleando por la tarde e incluso, al otro día. El desayuno fuerte, nos proporcionaba la energía suficiente para los tramos matinales. Un descanso a las pocas horas para ingerir algo sólido y al mediodía, la comida - no demasiado copiosa y mejor liviana, seguida de una restauradora siesta – era la estrategia básica, para derrotar la fatiga acumulada. Los tramos de la tarde, separados por la merienda, tratábamos que siempre concluyera con una buena cena, para reponer fuerzas. Luego de la meditación del perdón y el bienestar, Patricia procedió a leernos el siguiente cuento, para que reflexionáramos sobre el mismo:

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Caperucita Roja En un bosque vivía una niña a la que su abuela le regaló una capa roja, de la cual nunca se separaba. Todos los días salía vestida con su caperuza. Desde entonces, la llamaban Caperucita Roja. Un día su mamá le dijo: - Caperucita, quiero que vayas a visitar a la abuela porque está enferma. Llévale esta cesta con frutas y pasteles. Hija, ten mucho cuidado. No cruces el bosque, ni hables con desconocidos. Pero Caperucita no hizo caso a su mamá. Y como creía que no había peligros, decidió cruzar el bosque para llegar más temprano. Fue entonces cuando el lobo la alcanzó y le dijo: - ¿Adónde vas tan linda y apurada? - Voy a visitar a mi abuela que está enferma, y le llevo frutas y pasteles. - ¿Y adonde vive tu abuela? - Vive del otro lado del bosque, pero ahora debo irme. El lobo corrió veloz hasta la casa de la abuela y llamó a la puerta. - ¿Quién es? Preguntó la anciana. Y el lobo, imitando la voz de la niña le dijo: - Soy yo, Caperucita.- La abuela abrió la puerta y el lobo entró, tragándosela de un solo bocado. Se puso el gorro de dormir de la abuela y se metió en la cama a esperar a Caperucita, la cual, después de recoger algunas flores, finalmente llegó a la casa. Llamó a la puerta y una voz, le dijo que entrara. Ella entró y se acercó a la cama, donde notó que la abuela estaba muy cambiada. Y preguntó: - Abuelita, Abuelita, ¡qué ojos tan grandes que tienes! - Y el lobo, imitando la voz de la abuela, contestó: - Son para verte mejor. - Abuelita, ¡qué orejas más grandes que tienes! - Son para oírte mejor. - Abuelita, ¡qué nariz más grande que tienes! - Son para olerte mejor. Y asustada, siguió preguntando: - Pero Abuelita, ¡qué dientes tan grandes que tienes! - ¡Son para comerte mejor! Y saltando sobre Caperucita, se la comió de un bocado. El lobo, con las tripas llenas se durmió. Caperucita y su Abuelita lanzaron gritos de auxilio desde adentro de la barriga del lobo que fueron oídos por un leñador que pasaba. Cuando entró, abrió la barriga del lobo, salvando la vida de Caperucita y de la abuela. Después, llenó piedras la barriga del lobo y la cosió. Cuando el lobo se despertó sentía mucha sed. Y se fue a un pozo a beber agua, pero al agacharse el peso de las piedras hizo que cayese dentro del pozo. Y así, vivieron felices y libres de preocupaciones. Y Caperucita prometió que jamás, volvería a desobedecer.

Reiniciamos muy animados el pedaleo por la ruta, con rumbo a Río Gallegos y decidí entonces comenzar con un comentario, para abrir él dialogo. - Es un cuento optimista y trágico al mismo tiempo. - ¿No sería mejor acaso, contarles a los niños unos cuentos más realistas, que lo proyecten a la problemática social?- dijo Guillermo. - Pero no, Guillermo – intervino Patricia - Serían muy aburridas y difíciles de entender por un niño y además, carecerían de contenido emocional. O sea, el chico jamás se engancharía con un cuento realista, pero si con estos, en los cuales se pueden

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identificar con la Caperucita, que al final termina viva y ganadora, por más que las cosas estuvieron en algún momento terriblemente mal para ella. Y eso le hace bien al niño, que por naturaleza se siente pequeño e insignificante, pero empieza a vislumbrar que al final crecerá y se volverá grande, independizándose de sus padres. Estos cuentos son un desastre – intervino Elida – Parecería que en ellos, las mujeres sólo pueden ser salvadas por un hombre. Son cuentos de antaño, con seres malvados, castigos y torturas muy crueles - como son esas piedras en la barriga del lobo -, o la muerte como una verdadera pena de muerte y totalmente aislada de la realidad, hasta hacer volar la fantasía morbosa. Tengan en cuenta que la función del cuento es enfrentar al niño con los conflictos básicos de la existencia – respondió Patricia muy segura – Fíjense que reparten premios y castigos, según la conducta social y eso es muy bueno para la formación del niño. Por eso las moralejas son lo más importante, es lo que más debe buscarse – dije. ¡No! – respondió Patricia – de ninguna manera, no hay que infiltrarlos con ideas pre cocinadas. El chico tiene que sacar sus conclusiones por el mismo; él tiene la capacidad para hacerlo, de sobra. Me parecen que están exagerando – intervino Jorge – creo que Walt Disney, lo único que buscaba, era divertir a los niños… Perdón – dijo Patricia, acomodándose las gafas protectoras – no fue Walt Disney el autor de los cuentos populares tradicionales, sino un tal Charles Perrault, un escritor francés de hace trescientos años… ¡Esta clarísimo! – gritó Elida indignada – en esos cuentos estaba el germen de la Revolución Francesa y su afán asesino por guillotinar a todo el mundo… igual que el leñador con el lobo. Ese cuento morboso, fomenta la pena de muerte por mano propia, encima precedido de torturas crueles y para colmo, sin un juicio justo. La pena de muerte debería ser erradicada en todos los países, desde el momento que una sentencia puede equivocarse y la muerte, no permite rectificar errores. Y fíjense que los reos con menos recursos, son aquellos que menos posibilidades tienen de contratar los servicios de abogados eficientes. Pero sirve de ejemplo para que otros delincuentes, lo piensen mejor antes de matar. Si me mataran un hijo, es legitimo que pida que se me haga justicia, del mismo nivel que el delito. ¿Por que tengo que respetar yo, la vida del que no respeto la vida de otro? Y no hablo de venganza... - respondió Guillermo. Esta demostrado que la pena de muerte no hace bajar las estadísticas de asesinatos intervino Jorge - y como dijo el Papa, la vida empieza a ser cada vez más respetada y eso, es un signo de esperanza para la humanidad. Hay que tener en cuenta a los familiares de la victima - dijo Patricia - que viven pendientes de que el asesino no salga de la cárcel - por algún error judicial, porque paga o porque tiene un abogado inteligente -y los mate en venganza. La pena capital tiene el beneficio extra, que los familiares de la victima no quedan "encarcelados" con el asesino. ¿Acaso es verdaderamente justo, que se mate al que ha matado? - preguntó Jorge fíjense que la cadena perpetua es mucho más eficaz, ya que el asesino se "amarga" toda su vida entre rejas y así, sufre muchísimo más... ¿Pero ustedes están borrachos o son una especie de verdugos, escapados de Yanquilandia por tener demasiado trabajo? ¿O solamente son carniceros salvajes que

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hablan así, por tener una naturaleza asesina? - respondió Elida, cada vez más indignada - y vos Jorge, sos un mar de contradicciones, hacete ver por un psiquíatra. Pero Elida - le contestó Guillermo - ¿A vos te parece justo que con mis impuestos tenga que mantener al asesino de mi hijo, por ejemplo? Además, seamos realistas, el delincuente en la mayoría de los casos va a seguir matando, porque son seres irrecuperables. La verdad es que hay que nacer subnormal para no darse cuenta de que, una y otra vez, a ustedes les esta saliendo la rabia reprimida, el fanatismo irracional y los falsos argumentos - respondió Elida, con la cara enrojecida - ¡La pena de muerte es un asesinato calculado fríamente y ustedes, son aspirantes a dictadores de poca monta! Si, claro, es fácil decir "vida para todo el mundo", pero la realidad no es así - dijo Guillermo - es uno u otros y no hay otra alternativa. Por favor, no digan burradas - dijo Elida, levantando la voz -Ustedes están a favor de la solución fácil, pues así, borrando a los que se desvían de la vida "socialmente correcta", el Gobierno se olvida del problema. Yo defiendo la pena de muerte en determinadas circunstancias. Si el crimen y el castigo no van juntos, no se cierra el ciclo - intervino Patricia - y no te olvides Elida, que la pena de muerte es democrática en Estados Unidos. Lo que si, estoy a favor de la pena de muerte por actos y no por ideas. No entiendo como pueden estar a favor de la pena de muerte. ¿Cómo pueden condenar por asesinato y castigar, con el mismo delito? Y no me digan que es menos delito, porque es el gobierno el que lo hace. Es estúpido y de subdesarrollados. Es volver atrás, es volver al "ojo por ojo" - respondió Elida. No nos das argumentos que avalen lo que decís, Elida - respondió Guillermo. ¿Necesitas argumentos? - contestó Elida, enardecida - ¿Porque no lees la historia y abrís el cerebro? ¿Porque no miras lo que pasa en el mundo? Da pena ver como esta lleno de prepotentes de turno y de fanáticos sueltos, terriblemente peligrosos, que cuando se les da la gana, nos vomitan su insensatez y su escarmiento criminal, por supuesto que alegando siempre su verdad, su ley y su dogma. Y si alguien les lleva la contra, sea por pensar o razonar, lo primero que quieren es imponerte la pena de muerte. La pena de muerte la imponer para metérle miedo a la masa inculta y amaestrada en necedades. Que haya tiranos en el mundo haciendo uso de la pena de muerte, no invalida que sea un método útil para sociedades que quieren defenderse - dije. Si hay que defender a la sociedad, hay que mejorar el sistema penitenciario y encontrar métodos de reinserción que funcionen. Hay personas que no están preparadas para vivir en sociedad, es cierto, y hay que tratarlas de manera adecuada, pero matarlos, no soluciona nada - contestó Elida.

La discusión, paradójicamente afianzó a Elida en su postura contra la pena de muerte y a los demás, a favor de la misma. Una apasionada polémica, siempre termina haciendo que el rival, se afiance aún más en lo que piensa y ya no dude tanto, como si en el combate apasionado de las ideas, nuestros argumentos ayudaran no para convencer de una cosa en un sentido, si no para lograr exactamente lo contrario. Muchas veces, en vez de pensar en los argumentos del otro y analizarlos, terminamos buscando cuales otros enfoques, son los que apoyan mejor a nuestro punto de vista. Y nos empecinamos, sin escuchar.

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La serenidad triste del extenso desierto patagónico, nos fue paulatinamente cautivando y serenando, hasta lograr diluir el sinsabor de la polémica. Hice el comentario que, la inclinación de los arbustos en la Patagonia, era una referencia muy útil para orientarse cuando uno estaba perdido, ya que la misma era siempre del Oeste hacia el Este. Nos cruzamos con varios camiones cisternas que lucían en múltiples colores, los logos de empresas extranjeras y comenté – con la intención de distender al grupo -, que alguna vez el petróleo fue totalmente argentino. Y seguimos conversando sobre ese ingrediente esencial del siglo veinte, que posibilitó a nuestro país ser autónomo e incluso, autoabastecerse. Ese petróleo, que sigue surgiendo desde el corazón mismo de la Patagonia, aunque ahora, no es tan nuestro como antes. En esas rutas alejadas y poco transitadas, había que tener mucho cuidado, pues pensando que circulábamos solos por el mundo, surgían de improviso, detrás de las lomadas, algunos vehículos que pasaban como verdaderos bólidos, a velocidades increíbles. El día, terminó siendo espléndido y en la ruta, observábamos como un verdadero obsequio caído del cielo, el corretear ante nuestro paso de los animales más característicos de esa zona, como una simpática mara, la liebre patagónica, que sentada como un perro y con sus orejas paradas, daba de mamar a sus crías, mientras no dejaba de vigilarnos atentamente. Más adelante, un cuis chico, de color gris claro, se distendía perezoso bajo los rayos del sol, mientras se protegía del viento y comía hierbas muy tranquilo, hasta que huyó asustado hacia su cueva, cuando intentamos acercarnos hasta él. - ¡Miren aquel perro colorado! ¡Que bicho más lindo!... pero, que cola tan grande ¿no? – exclamó alguien, al observar un zorro colorado, que no nos perdía de vista, ni por un instante. Las manadas de guanacos se nos acercaban hasta la misma ruta, victimas de su insaciable curiosidad, exhibiendo sus cuerpos cubiertos de un hermoso pelo largo, suave y de color beige por arriba y blanco, por abajo, elevando hacia el cielo sus largos cuellos, coronados de una pequeña y simpática cabeza, que de improviso corrían velozmente y luego, se detenían a comer el corión, un pasto abundante a los costados de la ruta. Seis ñandúes petisos, cruzaron la ruta velozmente con sus largas y desgarbadas patas, pasando por delante de nosotros, ostentando sus enormes plumas grises que colgaban aparatosamente de su parte posterior. Más adelante, dos canasteros, unos pequeños pájaros pardos muy activos, parecidos al hornero, trabajosamente y con rudimentarios palitos, se construían afanosamente su nido.

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Sobre un alambrado, logramos divisar a una pareja de Monjitas Castañas, unas pequeñas y encantadoras aves de color marrón, que se alejaron enseguida, ni bien intentamos acercarnos. Esa fauna tan activa, nos alegró como grupo y hasta tuve la sensación, que la enemistad había sido algo transitorio entre nosotros. Todos tenían las caras distendidas y risueñas. Todos, menos Elida, que permanecía ensimismada. Dejamos atrás el Río Coyle y también a varios riachos de mayor o menor caudal, que se dirigían raudos y cristalinos con destino al ancho mar. Muchísimos rebaños de ovejas, a ambos lados del camino, aparecían cada tanto y con mayor frecuencia, a medida que avanzábamos hacia el Sur, esparcidos en pequeños grupos o aglutinados en grandes manadas, formando una enorme alfombra lanuda, ruidosa y polvorienta.

Las ovejas - sin dejar de rumiar su comida propia en climas fríos, como son esos duros pastos resistentes, que crecen sin limites en la inmensidad de la llanura esteparia – no dejaban de observarnos curiosas, saludándonos con sus característicos sonidos, tanto los machos con sus cuernos robustos y curvados en espiral, como las hembras, con los suyos más cortos y menos curvados. Parecían cuidarse solas y raramente se veía algún pastor, contrariando aquello que uno imaginaba, especialmente al observarlas y comprobar que son uno de los animales más frágiles y tiernos que habitan esos campos, incapaces de sobrevivir sin el cuidado humano permanente. -

Que increíble ver a estas ovejas transformar los pastos duros y resecos en leche, de la cual se elaboraran quesos, o ver que los transformaran en lana y carne para el hombre – dije asombrado.

Aproximadamente a la altura de Güer Aike, doblamos a la izquierda y pusimos rumbo hacia el Este, con destino a la Ciudad de Río Gallegos, buscando divisar el tanque de agua. Pedaleamos con vientos a favor y luego de 25 kilómetros de ruta, cruzamos las vías del Ramal Ferroindustrial e ingresamos por el acceso Comandante Luís Piedrabuena a la Ciudad de Río Gallego y luego, pedaleando al azar por la zona industrial, doblamos a la derecha y nos topamos con la terminal de ómnibus, sobre la calle Charlotte Fairchild.

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Elida, obedeciendo vaya a saber a que impulso, se bajó de su bicicleta – la cual quedó al cuidado de Patricia – y a los pocos minutos, regresó con un pasaje, con destino a la ciudad de Buenos Aires. Partía en diez minutos. Sin darnos tiempo a nada, se dirigió hacia el autobús e hizo colocar en el compartimiento de carga, su bicicleta de color azul con todos sus bártulos. Elida, sin despedirse – salvo de Patricia -, se subió al colectivo. El vehículo arrancó y luego de haber hecho unos cincuenta metros, sorpresivamente, de golpe y bruscamente, frenó. ¿Qué habrá pasado? Bajó Elida y atrás de ella, también lo hizo uno de los conductores, el cual - protestando airadamente - abrió el portaequipajes y sacó la bicicleta, con los bolsos de ella. Una vez terminada la descarga, el chofer hizo un gesto de fastidio, elevando su mano por encima de la cabeza y cerró enojado la puerta del colectivo, el cual reinició su marcha y se perdió rápidamente, en la distancia. Elida, se llegó hasta nosotros – cuatro inmóviles estatuas -, caminando al lado de su bicicleta y nos dijo, mirando hacia abajo y con voz suave: - Yo, soy así… Sigo con ustedes... Me puse a pensar en que estamos a 2600 kilómetros de Buenos Aires y la verdad, es que me quedo, porque me cautiva el territorio fascinante de la Patagonia y creo, en el hechizo que ya me echó. Siento como que me abrazó y no me deja partir, como si fuera un amante celoso. No me importa ahora, que hayamos discutido… El primero en reaccionar fue Guillermo, quien montando de un salto en su bicicleta y con un gesto de resignación en el rostro, encogiendo los hombros y moviendo su cara hacia los lados, se limitó a decir: - ¡Mujeres!…¡¿Quién carajo las entiende?! Retomamos la calle Luís Piedra Buena, que luego se transformó al llegar a una rotonda, en Banciela – según los carteles señaladores -, y doblamos a la izquierda, enfilando por la Avda. Gral. José de San Martín. Algunos, entramos fugazmente a la Catedral de Nuestra Señora de Luján cuando la divisamos, agradeciendo todo lo que habíamos logrado en nuestra peregrinación. Nos enteramos que había alerta meteorológica, gracias a unos policías que nos avisaron en la calle, pero como el tiempo no se veía tan mal – por lo menos en lo inmediato -, aprovechamos las energías que aún nos quedaban, para pasearnos lentamente por la costanera Almirante Brown, paralela a la ría de Río Gallegos. Nos encontramos con el sugestivo monumento a los pilotos caídos en Malvinas, con sus dos triángulos alargados, simulando las alas de un veloz avión y sobre ella, la figura de un piloto, en posición de pie. Más tarde, pasamos por el frente de la Casa España, la cual nos

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llamó la atención por su estilo de raigambre europea, con la fachada de su planta alta y baja, pintadas en color amarillo y enmarcando sus pilastras, el portal de acceso, coronado orgullosamente por el escudo español. En un agradable hotel sobre la Avenida Julio Argentino Roca, en el mismo centro de la ciudad, alquilamos unas habitaciones con baño privado, televisión y video. En el depósito de equipajes, colocamos nuestras bicicletas y nos preparamos para soportar el temido alerta meteorológico. El viento sopló muy fuerte en Río Gallegos durante esa noche y a la siguiente mañana, fundamentalmente desde el Oeste. El poder del viento barría a la ciudad a cien kilómetros por hora y las ráfagas, llegaban hasta ciento cuarenta, según lo que informaba a cada rato, una radio local. El aire estaba repleto de polvo y debíamos permanecer adentro. No obstante, nos dijo un empleado del hotel, que eso era más bien suave para lo que ellos estaban acostumbrados. Me tendí sobre la cama y cuando desperté más tarde, me encontré con Jorge comiendo una ensalada grande y voluminosa, de frutas en almíbar, despatarrado delante del televisor. - ¡Holgazanear correctamente, hace muy bien! – me dijo muy serio y elevando el dedo índice, al ver mi cara de sorpresa. El día siguiente optamos por declararlo “feriado personal” y nos tomamos todo el día. Algunos de nosotros navegamos por Internet y todos, disfrutamos de un opíparo almuerzo en el "tenedor libre" de unos chinos, quienes al vernos entrar con aspecto tan atlético, perdieron sus ojos achinados y comentaban entre ellos, con caras de gran preocupación, seguramente imaginando la cantidad de alimento que habríamos de ingerirles. Teníamos que reunir fuerzas para recorrer el largo tirón, desértico y sin nada, que se extendía delante de nosotros y también, recuperarnos de un molesto resfriado. La nariz, a casi todos nos chorreaba el día entero. Además, el dolor de cabeza se había transformado en algo casi insoportable. Pasamos “una tarde podrida” delante de la televisión por cable, según la definición de Elida, viendo todo lo importado desde los Estados Unidos. - ¡Casi todos los canales son Americanos, con sucursales Sudacas! ¡No tolero esas traducciones con subtítulo en español o dobladas, pero siempre con las mismas voces...! – dijo ella, haciéndonos tener más ganas de volver a estar en plena ruta y pedaleando. Despertar a las seis de la mañana resulto muy difícil y poner al pelotón en movimiento, todavía más. Miramos por la ventana y el cielo, se veía totalmente despejado, mientras que una brisa suave, era el único vestigio que quedaba de los huracanados vientos que habían sacudido la región. Cansados de enfrentar a esos agentes atmosféricos tan desfavorables, aquel día respiramos aliviados. Luego del suculento desayuno – y contrariando lo planeado en cuanto a comidas frugales y frecuentes -, salimos a comprar más parches y cámaras de repuesto, buscando tener menos sorpresas en el largo camino a El Calafate.

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Marcando el termómetro ocho grados y el reloj las nueve en punto, salimos pedaleando hacia la Ruta Nro. 3 y desandamos los veinticinco kilómetros hasta Güer Aike, con el viento soplando de lado. Mire hacia atrás con nostalgia y divise por ultima vez, al lejano tanque de agua de Río Gallegos, el cual sirve como referencia a los vehículos que van hacia esa ciudad. Muchas veces nos sucede, que una vez alcanzadas las metas que nos propusimos, surgen sentimientos extraños y mezclados de satisfacción y desilusión, como si fuésemos eternos buscadores de ilusiones. Hacia las diez de la mañana, el viento progresivamente iba en aumento, soplando muy constante desde el sector Noroeste. El termómetro marcaba cinco grados, pero la sensación térmica era mucho más baja, ya que los vientos eran de regular a fuertes y nos castigaban directa u oblicuamente, en pleno rostro. Cruzamos el puente sobre el río Gallegos y en el divisamos varios islotes, repletos de gaviotas desovando entre ensordecedores ruidos de silbidos, graznidos y el aleteo intenso al reiniciar sus vuelos. Parecían contagiarnos de sus ganas de volar, como si espontáneamente le tributasen una ofrenda agradecida al astro Rey y al día diáfano. La buena combinación en multicapas de nuestras vestimentas, nos permitía mantener la temperatura, sin afectar los movimientos. Una ajustada camiseta térmica, una chaqueta antiviento y una campera polar, confeccionadas en telas que permitían evaporar el sudor y eran impermeables al agua, resultaban agradablemente cómodas. Teníamos nuestras manos cubiertas con guantes microporosos algunos y otros, de los confeccionados en una combinación de forro polar por dentro y membranas por fuera, permitiéndonos así manipular y sentir el manubrio, los cambios y todas aquellas otras cosas que hacían a la conducción del rodado. Los pies abrigados con calcetines de lana merina y botines de Goretex, resultaban muy térmicos e impermeables al agua, permitiéndonos eliminar fácilmente la transpiración. Las piernas, enfundadas en culotes con membranas paravientos y fibras de teflón, eran casi impermeables, aunque ligeramente incomodas. Un gorro especial que compramos – con una tela rara y fina – era muy cálido para abrigarnos la cabeza, sin necesidad de quitar las almohadillas internas de los cascos. El molesto sudor que se acumulaba en las gafas, lo habíamos erradicado gracias al consejo de un viejo ciclista, perforando los cristales en su parte superior, con unas pequeñas mechas. Muy pocos vehículos transitaban por la Ruta Provincial Nro 5. Desde las lunetas traseras de los autos, algunos niños nos miraban sorprendidos, mientras luchábamos con el viento en contra y la ruta interminable, casi constantemente en ascenso. A pesar de la selección cuidadosa de cambios entre platos y coronas, el esfuerzo empezó a sentirse en las rodillas y la velocidad del grupo, era menor a la que planificamos. La presencia de simpáticos guanacos y sorprendentes ñandúes, mezclados entre ovejas de diferentes formas y tamaños, nos recordaba a cada pedaleada que transitábamos por un

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lugar absolutamente irrepetible, como lo es la fría, solitaria y extensa meseta santacruceña, con sus monótonos paisajes. Comenzamos a sentir el agotamiento del mediodía y decidimos ponernos a buscar un lugar abrigado de los vientos. Debajo del puente del Brazo Sur del Río Coig, hicimos la parada de rigor en la hora del almuerzo. Compartiendo la comida y algunos deliciosos mates, logramos despejarnos y estirar los músculos, mientras contemplábamos los nidos de bandurrias, esas estilizadas aves acuáticas que con sus cantos melodiosos entretenían nuestro almuerzo. Hicimos una corta siesta y luego, debimos – muy a pesar nuestro – otra vez posicionarnos en la ruta, volviendo a pedalear, pedalear y pedalear. El viento nos exprimía como a limones, derramando por la ruta a nuestros mejores jugos de vital energía y recién, eran apenas las primeras horas de la tarde. El viento fuerte y las subidas, nos atormentaban en las piernas. Con preocupación, me di cuenta que habíamos hecho volar a casi todas las reservas que teníamos de comidas... y aun, quedaba un largo trecho por delante. Uno de los pedales de Jorge pasó a mejor vida y, aunque disponíamos de la llave apropiada para cambiarlo, gracias al repuesto que traía Patricia, estaba atascado tan fuerte, que demoramos una hora y cien insultos en aflojarlo. Finalmente, comenzaron las cuestas empinadas, amenazando con arrasar hasta con nuestras reservas de energía, pues el viento parecía empecinarse al vernos ascender, a pesar de sus miles de intentos por hacernos fracasar. Cada metro que avanzábamos, era una conquista laboriosa. Habíamos pasado Gobernador Mayer sin detenernos y nuestro destino en ese ventoso día, era el paraje Esperanza, donde nos aseguraron que en su única “Estación de Servicios de la YPF”, encontraríamos un lugar para comer y seguramente, nos indicarían adonde pernoctar. El paraje Esperanza tan ansiado, se encontraba entre los 138 a 150 kilómetros desde nuestra partida (los mapas, diferían entre si), pero por desgracia, me había apoyado accidentalmente en el tacómetro que registraba los kilómetros y lo llevé hasta cero, perdiendo el control de la distancia que habíamos recorrido. El de Guillermo, se había negado a funcionar desde la mañana. Ese día, aun no habíamos meditado ni reflexionado. Pero quizás fue la jornada que mayores experiencias nos dejo y una de ellas, fue la enseñanza de que jamás deberíamos idear planes definitivos y sin alternativas. Agotados, cansados y hasta no soportándonos entre nosotros, dábamos un espectáculo tan triste, que hasta el cielo comenzó a llorar. En realidad, a lloviznar.

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El tiempo se puso cada vez mas frío y nos castigaba con una llovizna helada e intermitente. El sol aparecía y se escondía a cada rato. Cuando más nos preguntábamos sobre cual fue la decisión neurótica en nuestras mentes, que nos había llevado hasta ese lugar, y cuando más extrañábamos una cama caliente bien tendida, más hermosos eran los arco iris que se nos aparecían, como respondiéndole de esa forma a nuestras alicaídas cabezas, del porque profundo, que nos había impulsado hasta ese lugar del mundo y no a otro. Hasta me imaginaba que los agotados pioneros, habían tenido ese tipo de respuesta en los siglos anteriores y que adentro de un cómodo automóvil, yo jamás la hubiese percibido. El sol comenzó a perderse detrás del horizonte inmenso, que se extendía al frente de nosotros. A lo lejos y a lo ancho, ningún puesto, ninguna estancia, ningún puente, ningún lugar abrigado y protegido del viento y de la lluvia, para poder armar las carpas. Y la mortecina luz del sol, que comenzaba a abandonarnos. La noche se acercaba y el frío austral metálico, se sentía hasta en la medula de nuestros fatigados huesos. Pedaleábamos y pedaleábamos... y nuestras mentes agotadas, comenzaron a desorientarse en el tiempo y el espacio, convirtiéndose el peregrinar cicloviajero de esas horas, en una experiencia muy severa, en la frontera misma de lo soportable. - Volvamos a Río Gallegos – dijo Elida, entrando en pánico y desesperación, mientras frenaba en seco y amagaba con girar en semicírculo y retornar por el camino -¡Quiero volver! ¡Quiero volver! - Yo también quiero volver – dijo Jorge, con la cara cruzada por las mascaras del miedo y la desesperación más negra, mientras Elida estallaba en un llanto lastimero. - ¡Basta ya! Volver ahora, es la decisión más estúpida que podrían tomar. Acabo de ver un brazo del río, así que es muy probable que por aquí cerca, haya un puente donde guarecernos, con buen reparo. Haremos formación en rompevientos y Elida y Patricia irán atrás, mientras que Jorge y Guillermo, Irán siempre delante de ellas y yo, encabezaré el grupo... Si alguien se detiene, lo arrastran o lo empujan ¡¿Esta claro!? – dije gritando e imponiéndome, ante la amenaza de disgregación que empezaba a cundir como la peste entre nosotros, simples cinco diminutas partículas de polvo, perdidas en la inmensidad de la infinita nada oscura... Todos se quedaron mudos ante mis gritos de ira y parecían avenirse a mi sermón, pero súbitamente Jorge estalló en una loca rebeldía e intento regresar, por lo cual le tiré la bicicleta mía en contra de él y lo choqué, agarrándolo de la solapa de su campera con mi mano izquierda, mientras mi puño derecho le apuntaba amenazante al centro de su desencajado rostro. - ¡Cualquiera de nosotros que afloje, nos mata a todos!¡Vamos a pelearla, Carajo!¡Nuestra meta ahora, es alcanzar el próximo reparo!¡Si lo alcanzamos, si somos capaces de hacerlo, ya nada nos detendrá hasta nuestro objetivo final!¡Por algo fuimos elegidos para hacer esta travesía!¡No nos defraudemos a nosotros mismos! – dije, procurando crear un sentido de pertenencia en el grupo y buscando motivarlos como fuese, para alcanzar la próxima meta. Nos pusimos nuevamente en movimiento, pero ahora con las luces de los faros encendidas. Yo, hacia punta en la formación y mis piernas se negaban a luchar contra los colosales

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pedales, pues empujarlos, era poco menos que un parto a cada metro. El aire, parecía negarse a entrar en mis pulmones y el corazón, me latía cada vez más fuerte y rápido. Pero seguía en la punta, aunque no sabía por cuanto tiempo más... Luego de una curva muy grande, el camino afortunadamente descendía y eso, alivio nuestras faenas por un rato. En una especie de quebrada que terminaba en un gran hoyo, encontramos el reparo tan buscado. Lo ocupamos aliviados, pero todos permanecimos estáticos y sin iniciativa por un rato, hasta que reaccioné: - Pongamos las bicicletas de manera que apunten sus luces hacia el medio, en el lugar donde levantaremos las carpas. Con esas ramas las trabaremos y con aquella piedra grande, clavaremos las estacas – dije, tratando de ser creativo e innovador, para motivarlos. Todos se pusieron a trabajar en silencio, armando cada uno su carpa tipo iglú, mientras la llovizna se hacía cada vez más densa. Cuando finalizamos, nos aflojamos y quedamos contemplando satisfechos, a nuestro improvisado campamento. - Sos una basura por como nos trataste, pero se que tenías razón y estoy totalmente de tu lado – dijo Patricia ante todos, mirándome a los ojos con una lealtad, que me lleno de orgullo y satisfacción. - ¡Ninguna lluvia de porquería, me va a detener! Después de todo, hicimos este viaje para aprender a lidiar contra estos obstáculos – dijo Elida, apretando sus puños y golpeando con un pie en el suelo, emanando energías positivas que nos contagiaron a todos. - ¡Te doy las gracias por lo que hiciste, Carlos! No sé que me pasó... Y si podes disculparme, discúlpame... – me dijo Jorge, mientras nos abrazábamos emocionados. - ¿Alguien quiere decir algo o cuestionar lo que sea? – dije, alentando a mantener abiertas las líneas de comunicación entre nosotros – La única herramienta que necesitamos, es el coraje que sale de adentro de nosotros... Compartimos los chocolates que aun nos quedaban y empapados, nos metimos en las carpas. No fue una noche demasiado buena, aunque el viento ya no era un gran problema en ese lugar. Lloviznaba y por momentos, hasta me pareció que granizaba. Dentro de la bolsa de dormir, que la sentía húmeda, en pocos minutos me dormí profundamente, después de semejante esfuerzo psíquico y físico, del cual hasta llegué a sospechar, que no se terminaría jamás. Desperté a las cuatro de las mañana y el termómetro, marcaba tres grados bajo cero. El frío era terrible y me encontré recostado sobre un borde de la carpa, pues yo había elegido el peor lugar para armarla, en un sitio ligeramente en declive. La carpa estaba muy dura, como si fuese un bloque de hielo, pero igual intenté seguir durmiendo. Nos despertó el sol a las ocho de la mañana y otra vez, el cielo estaba despejado. Prendimos fuego con unos arbustos que se llaman mata negra y que ardía fácilmente, a pesar de la lluvia del día anterior, dando un humo negro y denso, que se elevaba en gruesas columnas y a mucha altura. También nos servimos de las ramas caídas de un molle y con ellas, calentamos el agua de nuestras cantimploras de reserva, con la cual preparamos una rica sopa pre elaborada en sobres y luego, el infaltable mate bien caliente. Estos preparados

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cálidos, resultaron para nuestras tiritantes osamentas, verdaderos manjares que nos devolvieron por fin, el calor y las ganas de vivir. Luego, las dos mujeres del grupo se alejaron juntas y se colocaron detrás de unos arbustos, buscando satisfacer sus necesidades fisiológicas más básicas. Justo cuando me disponía a sorber de la bombilla del primer mate de la segunda ronda, un grito muy agudo me sobresaltó de mi modorra. Era Elida, quien regresaba corriendo y abrochándose apresurada el pantalón, mientras que detrás de ella, caminando y mirando para atrás, la seguía Patricia. Me acerqué rápidamente hacia ellas y como a diez metros, vi a un jinete sobre su caballo, parado y mirándonos tranquilo. El recién aparecido era de una estatura muy alta y corpulento, de una edad indescifrable para mi. Estaba enfundado en una pintoresca manta, muy abrigada, de esas que se llaman quillangos. Tenía el pelo negro, largo hasta el cuello y sujeto con una vincha de colores rojo y blanco, combinados en arabescos rectos. Su piel era de color gris cobriza, surcada por cientos de arrugas y enseguida nos habló: - Buen día... Yo vi el humo negro y me acerqué, para ver si alguien andaba necesitando de mi ayuda... así se acostumbra por estos lados. - No... si, Buen día... ¿Cómo le va?... Buen día... ¿No quiere un matecito?- dije, mientras con la mano derecha extendida se lo ofrecía en señal de paz. - ¡Es un indio!... ¡Es un indio!... ¡¿Y si nos ataca?! – gritaba Elida, escondida y agachada con sus pupilas dilatadas, detrás de Guillermo. - Jamás un Tehuelche, se alzó contra los blancos – dijo, mientras se apeaba y tomaba el mate que yo le había ofrecido – Al contrario, en los tiempos de mi abuelo, ustedes nos persiguieron muy feo y los patrones de los campos, para que no cazáramos en sus tierras, mandaba a gente para que nos matasen y hasta les pagaban por cada indio muerto... ¿Ustedes sabían que para que les paguen, tenían que llevar como prueba una oreja del indio muerto, o las pelotas? Nos sentamos todos alrededor del fuego y el indio, reacomodo las ramas de nuestra fogata y con eso solo, logro que el calor que ella despedía, fuera mucho más intenso. Platicamos durante un largo rato y el indio, resultó ser una especie de curandero entre los que aun sobrevivían, de los suyos. Cuando le pasé el mate a Patricia, lo rechazó alegando que tenía demasiados cólicos. - Pruebe con esto – dijo el indio, sacando unas pequeñas hojas - Son de Charcao y sirven para el dolor de panza – Patricia las aceptó y preparo con ellas una especie de té, que sin azúcar, no tenía un gusto dulce, sino algo amargo, pero para sorpresa de todos, rápidamente la alivio – ¡Ahora me siento es – pec – ta – cu – lar! – proclamaba muy contenta, mientras se masajeaba el abdomen. Yo estaba lastimado en el dorso de la mano derecha desde el día anterior, luego de luchar para destrabar el pedal de Jorge y el indio, me colocó sobre la herida un polvo de grano grueso – Es polvo de corteza de malaspina, ya a va ver como se le cura de rápido... Elida tenía tres verrugas en los dedos de su mano izquierda y el indio, se las señaló: - Tome mocita, póngase la flor del Botón de Oro, que antes de que vuelva a salir el sol, se le van a caer solitas...

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Partimos tarde en ese sexto día del peregrinaje, casi a las once de la mañana, pues aprovechamos los rayos solares para que se secasen todos nuestros trastos. Nos despedimos del indio y entonces Elida, le regaló una pequeña radio portátil, que él tomó entre sus manos como si recibiese a la joya más hermosa... El de arriba, nos regaló un día ideal para pedalear. Salimos de ese lugar muy contentos y tranquilos, con la intima certeza que ese día, sería muchísimo mejor que el anterior. El pelotón comenzó a viajar a muy buena velocidad, pues había un sol radiante y milagrosamente, casi nada de viento. Recorrimos treinta y cinco kilómetros y llegamos al paraje Esperanza, donde almorzamos con una voracidad incontenible y luego, nos duchamos y lubricamos a nuestras fieles bicicletas. A las dos y media de la tarde, reiniciamos nuestro cicloviaje y disfrutamos de la tarde preciosa que nos regalaba la generosa Patagonia. Pasamos siete puentes y nos encontramos con una bifurcación de ripio que llevaba a la zona de Comandante Luís Piedrabuena. Nosotros seguimos por la ruta 5 asfaltada y Patricia, que como psicóloga era asesora de empresas, comentó para todos: - La crisis que tuvimos anoche y su resolución, fue un ejemplo perfecto de cómo una empresa en crisis, debería buscar enfrentarla. Hubo liderazgo, sentido de pertenencia, creatividad, motivación y comunicación, o sea, todo lo que hace a un verdadero trabajo de equipo. Creo que cuando volvamos a nuestra vida cotidiana, deberíamos tenerla siempre presente... A sesenta y siete kilómetros de Esperanza, por la pavimentada Ruta 5, nos aguardaba nuestro próximo destino, la localidad del Cerrito. Si bien el trayecto transcurría mucho más en ascensos que en bajadas, estas últimas eran un verdadero deleite, pues nos permitían gozar aun más del paisaje, que se tornaba cada vez más atrayente. Solamente aquellos que han practicado ciclismo en la ruta, reconocen en carne propia las descortesías geográficas de los ascensos y las gentilezas gratuitas, de las fáciles bajadas. En una bajada sumamente pronunciada, mi velocímetro marcaba 60 Kilómetros por hora, aunque hacía varios minutos que no me impulsaba pedaleando. El camino serpenteante, se encontraba muy poceado, debido a un fenómeno habitual que sucede en esos climas: se filtra el agua de las lluvias por la capa asfáltica y se congela, dilatándose cuando alcanza a cuatro grados. Esa dilatación, termina erosionando como un cáncer al grueso pavimento y los camiones, con más carga que la permitida, completan con su tiro de gracia, la eficiente destrucción. Conseguí esquivar a un pozo muy profundo y me di vuelta, para avisarle a los que venían detrás de mí. Alcancé a observar con terror a Jorge, quien se había soltado del manubrio y contemplaba el paisaje distraído. El se dio cuenta de mi desesperada señal de advertencia y trató de tomar el manubrio, pero llegó tarde, demasiado tarde y su rueda delantera, se clavó profundo en el desubicado bache de la ruta… La rueda se detuvo en seco, pero Jorge y el resto de su bicicleta, no.

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Él uniforme andar del pelotón en la bajada, se transformó en un abrazo súbito, entremezclado, de cuerpos y de caños locamente fusionados, enredados, en una triste bola de moretones, gritos de lamentos y choque de metales raspándose en el duro piso. Solo nos salvamos Guillermo y yo, que abríamos y cerrábamos la formación en movimiento. Elida y Patricia, chocaron contra Jorge y bicicleta, e integraron entre todos, a la misma madre de todas las montoneras patagónicas. El más perjudicado fue Jorge, el cual quedó lesionado en una mano. Patricia con una contusión cervical leve y además, mucho dolor en un hombro, aparentaba sin embargo, haber salido – afortunadamente - sin fracturas. - Nunca es bueno verse involucrado en una caída, pero no me fue tan mal, porque caí sobre los demás - dijo Elida radiante y sorprendida, quien solo sufrió un raspón en la cadera y otro, en el hombro, lo cual hizo que todos estalláramos en una sonora carcajada. - La bici me hizo una pirueta extraña y no pude controlar el equilibrio – dijo Jorge, dando su versión particular de la debacle, no demasiado parecida a la que yo había observado, pues él todavía seguía impresionado por la barbaridad que había instalado, en el medio de la ruta – me parece que alguien se me cruzó y me golpeó el manubrio – explicaba acongojado. Guillermo se dio el susto del día y trataba de explicar - Yo iba detrás de Patricia, bien atento. No quería caerme, pero de pronto Jorge, se cayó y no se como, tuve unos reflejos increíbles y le pasé por encima. Creo que ahí fue cuando lo pisé, aunque no estoy seguro. Lo cierto es que no perdí el equilibrio. Jorge, mientras rodaba por el suelo, vio como algún elemento de otra bicicleta, entraba entre los radios de su rueda delantera - No sé si fue un pedal o un cambio, la verdad que no lo sé, pero hay tres rayos rotos. Los frenos están para algo ¿por qué no los usaron? Estoy muy cabreado por la caída, porque me llegó sin darme cuenta, pero bueno, es sólo chapa y pintura lo que nos pasó… Cambiamos los rayos rotos a la vera del camino, alineamos los manubrios y reajustamos todos los tornillos y tuercas que pudimos – y también a algunos más -, mientras distribuíamos analgésicos y curábamos erosiones, imitando al buen samaritano bíblico, aunque en otros tiempos, otras latitudes y sobre todo, otras circunstancias (nadie nos había asaltado y golpeado en el camino) Y luego, continuamos nuestro largo y para nada aburrido recorrido – que seguía subiendo en una pendiente suave -, habiéndonos propuesto no dar ni una pedaleada de más, hasta que empezasen otra vez las subidas duras de verdad. Pusimos el plato mediano y la corona más grande y subimos tranquilos, al ritmo de El Danubio azul. Más adelante, nos aguardaba hostil e indiferente, una subida bien difícil, en la ya poco amigable carretera. La subida no era demasiado prolongada, a lo sumo tres kilómetros, pero nos hizo dar mas pedaleadas con los brazos, que con las mismas piernas. Cuando llegamos a la localidad de El Cerrito, mientras las luces del sol disimuladamente se ocultaban en el

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siempre tan lejano horizonte, percibimos que nos dolían mucho más los brazos y los hombros, que las piernas. Un puestero del Cerrito, nos indicó el lugar en donde podíamos instalar cómodamente a nuestras carpas. Cenamos algo que compramos y a la luz y el calor de una fogata improvisada, aprovechamos para reflexionar y meditar en grupo. Y más que nada, para expresar aquello que sentíamos, en mayor o menor medida, cada uno de nosotros: esa inexplicable angustia y esos miedos, demasiados miedos... - Quizás sea el hecho que cerca de este lugar, están enterrados muchos de los fusilados durante la huelga del veintiuno… - dijo Jorge, con cara de gran preocupación. Hablamos y nos escuchamos, de yo a yo. La negra oscuridad que aterra con su incógnita de lo que oculta, la soledad palpable que hace sentir muy vacío a nuestro cuerpo y la paranoia de sentirse observado todo el tiempo en el que uno transita en el desierto, comprendimos que eran cosas que a todos nos pasaban y que él haber podido expresarlas, verbalizarlas, en esa especie de terapia grupal, al lado de las lenguas voluptuosas del fuego, a las cuales el viento amenazaba con arrancárselas, nos hermanó aun más. Cuando se consumieron los leños del fogón y quedamos a oscuras, el viento soplaba con fuerza regular a fuerte. Meditamos y nos fuimos a dormir, pero al rato desperté muy sobresaltado y sudoroso, pues me parecía escuchar voces de hombres y mujeres, que reían por momentos y en otros, lloraban lastimosamente. Intenté relajarme y dormir, pero otros ruidos, indescriptibles ruidos, propios de esa espeluznante inmensidad, para nosotros – mortales ciudadanos de selvas de cemento - acostumbrados a timbres, teléfonos, bocinazos, sirenas y aparatos musicales disparados a los más altos volúmenes en el medio de la noche, nos resultaban totalmente extraños, desconocidos, desquiciantes… Los sonidos del viento eran muy inconcebibles, incomprensibles y cambiantes. Hacia las dos de la madrugada, el espanto alcanzó el cenit y me sobrepasó, pues estaba convencido que un tren expreso o un camión Scannia, se nos venían encima. Desesperado, abrí la carpa y me encontré con los rostros de Guillermo y de Patricia en la puerta de sus carpas. Habían tenido casi la misma impresión que yo, pero observamos el desierto y solamente se divisaba la noche, la nada y el viento que silbaba. Soplaba y soplaba, pero ya no comprendíamos desde donde, ni tampoco, para donde se escapaba. Los ronquidos de Jorge y de Elida en cambio, nos resultaron excelsos sonidos familiares, que nos permitían reacomodar nuestros aturdidos pensamientos y nuestras embotadas sensaciones. Prendí la radio con los auriculares y sintonice a radio Provincia de Santa Cruz y entonces, dormité escuchando los mensajes rurales para los peones de las estancias. - “… María Cifuentes le manda a decir a Eulogio Paredes, que llega este Lunes a la Estancia El Cóndor… Manuela Albarracin manda el mensaje para su hermana del paraje la Horqueta, que se quede tranquila que se encuentran todos bien…” (algo me pareció escuchar de unos ciclistas, que se dirigían al Glaciar Perito Moreno y me hizo sentir, que por lo menos no estábamos solos) El locutor pasaba música patagónica y se lamentaba que la misma, no tuviese una difusión mayor en el resto de Argentina y sí, en cambio, en el territorio Chileno. Me dormí

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escuchando loncoméos, kaanis, chorrilleras, polcas y el retumbo cordillerano y creo que también, tratando de entender cuan paradójico es nuestro indescifrable país. Y la misma palabra – paradoja – es la que mordisqueaba mi cabeza cuando nos detuvimos al otro día, para conocer el monumento que recordaba a los fusilados por la huelga de la Patagonia en el Cerrito, mientras recapitulaba en mi memoria, toda la repetición de errores – como calcados – que se sucedieron a lo largo de la historia de nuestra bendita Argentina. Paradojas únicas de nuestro país, hasta en lo cotidiano, por lo cual incluso nos costó entender que la ruta Nacional Nº 40 y la ruta Provincial Nº 5, eran las mismas, superpuestas, en esa parte del camino. El viento – dueño infaltable y celosa presencia de la extensa Patagonia – difícil y arisco como siempre, alcanzaba velocidades de hasta ochenta kilómetros por hora y cuando nos soplaba en contra, se convertía en una pared impenetrable. Fundamentalmente teníamos al viento de frente y de costado, pero las intensas ráfagas, a veces nos desplazaban de un lado para el otro de la ruta. Las bajadas, solamente nos facilitaban el hacer un poco menos de fuerzas, pues el viento impedía deslizarse libres y dejar de pedalear. El camino de la precordillera era sinuoso, transcurriendo entre cientos y cientos de bajadas, curvas y curvones, como si fuesen toboganes inacabables de kilómetros y kilómetros. Algún auto o algún camión que divisábamos en la distancia – conté cinco en todo el día -, aparecía y desaparecía en las lomadas, por lo menos veinte veces, antes de cruzarnos. El lugar era conocido como la Cuesta de Miguez, la cual recién se terminó, cuando cruzamos el ingreso a la ruta Nro. 9, de ripio, que conectaba con la localidad de Comandante Luís Piedrabuena. Era un itinerario agotador, con el aire enrarecido por la altura y por endemoniados trayectos, en los que la ruta que sé hacia recta y larguísima. Tanto, que por momentos pensábamos que terminaría solamente en el cielo, entre las nubes. El pavimento era tedioso y aburrido para solamente pedalearlo y pedalearlo, o para escuchar cualquier música por los auriculares, o mirar el monótono paisaje y cambiar la pantalla gris y negra de la mini – computadora del tacómetro, pero no contábamos con más opciones distractivas. Solamente yo, llevaba un portamapas sobre el bolso del manubrio que miraba a cada rato, imaginándome por donde estábamos. Pero luego lo tapaba, pues se me atrofiaba la esperanza, al comprobar lo poco que habíamos avanzado y lo mucho que faltaba. Ya empezábamos a observar algunos bosques, también algunos ríos con mucha más vegetación y de fondo – por fin -, vislumbramos el lago Argentino y más allá, la cordillera con sus eternas cumbres nevadas, en sus macizos más australes. No pude contener una lagrima y ahora, me parecía mínimo el esfuerzo realizado y eso, me recordaba a aquellas madres, que ante la primera visión del nuevo hijo, ni se acuerdan de los insoportables dolores del parto. Las estancias más cercanas a la ruta – en cambio - no se divisaban fácilmente, pues estaban asentadas en cañadones con ríos que los surcaban, pobladas de árboles y pastos más

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civilizados que los que habíamos padecido en todo el viaje. Nos detuvimos y realizamos la meditación del embeleso del Azul. Era hora. Y zambullidos nuevamente en el asfalto, avanzamos esperando completar la ultima etapa de ese día. Una fila de cinco hombres, que sin ninguna duda eran lugareños y de diferentes edades, montados a caballo, estaban parados a la vera del camino y mirándonos con una agradable sonrisa. Se quitaron sus boinas y sombreros cuando nos acercamos y cordialmente nos saludaron: - Ustedes son los de la radio ¿no? – nos preguntaron amigablemente. - ¿Qué radio?- les contesté con sorpresa. - Los que vienen pedaleando desde Gallegos ¿no?. Los autos que los iban pasando en el camino, nos iban contando por donde andaban y también, las noticias de la radio a cada rato… - ¿? … Se pusieron detrás de nosotros, como si fuesen una verdadera escolta y un kilómetro más allá, alrededor de treinta personas - muy bien vestidas por ser un día de semana -, se agolpaban y nos aplaudían, saltando entre vítores y gritos de bienvenida. - Pero… ¿Con quienes nos confunden? – preguntó Guillermo, muy desconcertado No entendíamos bien que estaba pasando, hasta que de entre la gente amontonada, se nos adelantó un hombre de unos cincuenta años, corpulento, de grueso bigote negro y vestido con un oscuro bombachón de campo, una camisa blanca desgastada de mangas largas, un pañuelo negro anudado al cuello y un sombrero, también negro, que lo agitaba en su mano derecha, nos dio la bienvenida, invitándonos efusivamente a compartir con ellos, la alegría de nuestra llegada hasta esa zona. Nos suplicaron – Ismael y su señora Ana, dueños del lugar - para que pasáramos hasta el casco de su estancia, ubicada en la margen Sur del río Bote, cercana a la zona de El Calafate, entre deprimidos cañadones y dilatadas mesetas, desde las cuales se contemplaba como si fuese un rey majestuoso en la distancia, al imponente Lago Argentino, celosamente custodiado por los picos montañosos de los Andes. Nos explicaron que el lugar se encontraba bendecido por el microclima del productivo Valle del Río Bote, pletórico de aire puro y fresco, resguardado de los resecos vientos patagónicos. Lo primero que hicieron al llegar al casco de la finca, fue ocuparse de nuestras bicicletas y agasajarnos con torta frita y mate, que luego de tanta comida fría e insípida del camino, tenía el grato sabor de lo familiar y de lo autóctono. Escucharon muy atentos el relato del porque hacíamos el viaje de la Ruta del Azul y que significaban los siete caminos, del Gualicho Arco Iris. Ni los más viejos ni los más jóvenes, parpadeaban escuchando los pormenores de la historia de Don Triángulo y de la Argentina engualichada. Nuestra lucha contra el viento y las distancias, nuestro amoldar defectos y virtudes entre nosotros, él aprender a racionar el agua o a contener los miedos de la noche, tenía para ellos el valor catártico de verse reflejados en nosotros, pues eran ellos quienes vivían en un peregrinar continuo, entre privaciones climáticas y dificultades geográficas de todo tipo. Cada tanto, sorprendidos por algún detalle llamativo de la narración, lanzaban

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una exclamación, comentaban algo muy breve entre ellos y rápidamente, se concentraban nuevamente en nosotros. -

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Nos están tratando como a héroes y eso, bueno… nos sorprende… En realidad, teníamos pensado llegar hasta El Calafate y allí, hospedarnos – le dije a Ismael, el patrón del lugar, pues estaba preocupado porque caía la noche y aún, nos encontrábamos a cuarenta kilómetros del destino programado. Sabe lo que pasa – me respondió - Cuando se alargan las distancias entre las localidades, se acercan los contactos humanos. Para nosotros, es una alegría muy grande poder charlar con ustedes. Fíjense que la mayoría de nosotros, estamos vestidos de “domingueros”, porque la llegada de ustedes representa algo muy importante para estos lugares. Desde que la radio hablaba que unos locos en bicicleta se acercaban a nosotros, nadie hacia otra cosa que hablar de ustedes, por estos lugares…

Pusieron a nuestra disposición dos habitaciones impecables, con unas blancas sabanas que olían a limpieza y pulcritud. Cenamos un generoso y adobado asado de cordero patagónico, regado con un exquisito vino del Calafate. En la larga sobremesa, alguien se acercó con una guitarra y mientras escuchábamos la letra de la vieja canción de Puerto Montt, sentía que por fin entendía un poco más de cerca, a la problemática del Sur, pero un escalofrío solemne me recorrió cada vértebra de mi columna, pues me daba cuenta que los hermanitos chilenos, comprendían mucho más que nosotros, a la olvidada y relegada Patagonia Argentina... A una anciana de rasgos indígenas, cuarteado su rostro por el tiempo y por los vientos, le pidieron que contase – una vez más en su vida – la triste Leyenda del Glaciar, que ella había aprendido hacia tiempo, mucho tiempo, cuando aun era muy pequeña, de la boca de su abuela. Se acomodó bien erguida en su silla y con las manos, se aliso la falda de su vieja pero cuidada pollera. Luego, con una mano se acomodó el cabello de la parte posterior de su cabeza y comenzó el relato, muy seria: - Hace muchos inviernos, cuando recién los Tehuelches que bajaron del Norte, comenzaban a habitar por estas zonas, nació una niña tan hermosa, que hasta la Luna y las estrellas tiritaban de celosas y envidiosas. Una tarde tormentosa, con el cielo taponado de negros nubarrones, comenzó a iluminarse con las luces de cientos de relámpagos. La niña, muy curiosa – aunque su madre se lo había advertido -, sacó su cabecita del toldo de sus padres, para poder contemplar el iluminado panorama. - Me parece que eso no fue muy afortunado - Eso fue un tremendo error, pues el Dios del Trueno, al observar el bello rostro de la niña, quedó locamente enamorado. Bramando con una potencia increíble, levantó por el aire a la pequeña y se la llevó volando hasta las altas cumbres de la cordillera, escondiéndola sobre un glaciar. Al tiempo, fue a sacarla, pero no pudo encontrarla. La niña se había congelado y quedó fundida con el resto del glaciar. El dios del Trueno estaba desesperado y comenzó a bramar, como jamás antes lo había hecho. Tanto escándalo fue el que armó, que despertó al Dios de la Lluvia, el cual hizo llover sobre la tierra, como nunca antes.

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¡Uy! La pucha que debe de haber llovido Llovió y llovió, hasta lograr que los glaciares terminaran derretidos, aunque también se derritió el bloque de hielo en que se había transformado la niña, la cual corrió hacia el lago convertida en un torrente impetuoso y luego, a través de un serpenteante río, llego hasta un lugar donde decidió quedarse para nutrir generosamente a sus riberas. ¡Qué imaginación! Al comenzar la primavera, la niña transformada en cristalinas aguas, se trepó por las raíces y los tallos de una planta, hasta lograr que se asomara su bello rostro por las puntas de las ramas, creándose así los suaves pétalos amarillos, de la florcita del Calafate...

Nadie hablaba entre nosotros, pero reflexionábamos. Quizás fue un cuento de las madres Tehuelches, para que sus hijos aprendiesen que era muy peligroso y jamás había que salir de los toldos, en las noches o los días de tormenta. Quizás, fue un invento de la tribu para mostrarle a los más jóvenes, las imprevisibles consecuencias de una amor enloquecido. O quizás fue un intento de explicarse el mundo y sus incontrolables fenómenos naturales, siguiendo a la universal inquietud humana de querer entender o explicarlo todo, aunque sea a su manera. Fuese lo que fuese, esos relatos cautivaban y hacían que de alguna forma, los antiguos Tehuelches persistiesen espiritualmente entre nosotros, aunque como raza pura se hubiesen extinguido y solo sobrevivan, entre algunos mestizos que luchan por parecerse a los europeos, renegando de sus telúricas raíces.

A las cinco y treinta horas de la mañana del otro día, ya estaba amaneciendo sobre esa zona del Calafate. Tan grande era la generosidad de esa gente, que se desvivían por ayudarnos de todas las maneras posibles: desde subirnos a una chata y transportarnos, o tirarnos con una cuerda desde una moto o incluso, precedernos con un auto, para así protegernos de los vientos. Tampoco quisieron aceptar una colaboración en dinero y Elida, debió imponerse para poder regalarle a la dueña, su propia cadenita de oro. Cuando alcanzamos otra vez a la Ruta Nro 11, una pareja de cóndores, con sus alas desplegadas al máximo de su envergadura, volaban en un perfecto planeo señorial, a través del ancho y despejado cielo. El ultimo día, prometía ser espléndido. Dos horas después, ingresábamos a la villa turística de El Calafate por su Avenida del Libertador y vagamos, por sus varias cuadras de extensión, gozando del encanto de sus pequeñas

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casas, rusticas, pero muy acogedoras y entremezcladas con múltiples comercios. Era un relax verde entre los altos pinos y flexibles álamos, luego de la saturación eterna con los amarillos viejos, de la interminable estepa patagónica. Algunos turistas japoneses, nos sacaban cientos de fotos y otros, que parecían alemanes, italianos y mejicanos, nos miraban como si fuésemos insólitos seres extraterrestres, recién escapados de una mala película de Hollywood. Desayunamos y fieles a la costumbre de la zona, comimos engolosinados unas mermeladas de calafate, una especie de baya de color azul violáceo, que justicieramente le da su nombre a la pintoresca villa. Esa tradición asegura que el que come Calafate, siempre regresará a ese lugar, por más... Cuando partíamos, la camarera de la confitería se acercó hasta nosotros y espontáneamente, nos regalo una esplendorosa sonrisa de mujer y una bolsa, repleta con los riquísimos caramelos de Calafate. ¡¿Cómo no volver!? Hacia el mediodía, traspasamos la portada de ingreso al Parque Nacional Los Glaciares y avanzamos entusiasmados por la ruta, bordeando desde las alturas al Brazo Rico. La costa, se la veía apenas vacía y el agua del lago, llegaba hasta el nivel en que comenzaba el bosque que ascendía por las laderas. El lago estaba pletórico de agua, como si fuese a reventar, gracias a que el imponente glaciar bloqueaba su drenaje y eso, preanunciaba una inevitable y próxima ruptura. El sinuoso camino por el que nos movíamos, era emocionante y peligroso, pues nos distraían los cautivantes espectáculos de los hermosos ejemplares de lengas, cipreses y ñires, así como el de los arbustos de calafate, con sus flores amarillas, o el de las chauras y las siete camisas de hojas ovales. Junto a la misma ruta pedregosa, crecían los notros, con sus hermosas flores rojas, estrelladas en múltiples puntas. Cuando llevábamos cumplidos unos veintidós kilómetros desde el ingreso al Parque, llegamos a la Curva de los suspiros. Desde el mirador, el espectáculo era imponente, como un adelanto de lo que veríamos después en primer plano y comprendimos con nuestros suspiros, del porque del nombre de esa curva. Siete kilómetros más adelante, el camino finalizaba en un estacionamiento, lugar en el que dejamos aparcadas a nuestras exigidas cabalgaduras de caños, alforjas, ruedas y pedales. Por una senda peatonal, llegamos hasta el gran balcón protegido por barandas de madera, construido respetando la armonía perfecta del lugar, frente al idílico Glaciar Perito Moreno. La visión del área, nos hizo sentir en el centro mismo de un escenario helado, donde se entremezclaban afinadamente el paisaje de los hielos eternos y de los bosques milenarios, de las altas montañas nevadas y los zigzagueantes ríos de aguas puras, bajo la bóveda de un cielo que parecía hasta pequeño, por los gigantescos y colosales actores que englobaba. Un prodigio encantador que nos emocionaba el corazón y enternecía el alma del más duro, al sentirnos diminutos, frente a esos asombrosos muros de sólido hielo, extendidos en un impresionante frente de cinco kilómetros de largo y con una altura, que llegaba hasta los cincuenta e incluso, los setenta metros. Colosales glaciares en perpetuo movimiento,

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coloreados en todas las gamas, brillos y matices, desde el blanco níveo hasta el azul profundo y animados por miles de destellos, que reflejaban a los celosos rayos solares, que explotaban airados contra el frente de la pared de hielo, en un calidoscopio surrealista, multicolor, derritiéndose multiplicado entre sutiles y etéreos movimientos de la luz solar. Un paisaje glacial impresionante, enmarcado por el lujo de los altos cerros de la perpetua cordillera, que exponen sus laderas cubiertas de bosques y de estepas, pintadas en colores verdes, marrones y amarillos, coronadas por el blanco de las nieves perennes. Las fuertes sensaciones que nos embargaban, hacían que todos nos sintiésemos muy pequeños y así, parecían insuficientes nuestros ojos para abarcar tanta belleza y magnificencia, como un símbolo absoluto de la diferencia abismal, entre la naturaleza infinita y nuestra pequeñez humana. Las aguas del beatífico lago, eran de un inefable color turquesa y verde que nos deslumbraban, pues parecían una vaporosa leche glaciar. Eran el fruto del roce de la inmensa mole helada, desgastándose contra las rocas de los cerros y terminando convertido en una suerte de polvo diminuto, que quedaba suspendido en el agua, tiñéndola de luchas, como si fuese un desesperado presidiario, que intentase limar a los barrotes de la celda que lo encierra. El glaciar había avanzado mucho sobre el lago Argentino, cerrando el canal de los témpanos y trepando sin ninguna diplomacia, por las indolentes laderas de la gélida península, creando una ajustada compuerta que impedía el libre desagote de los brazos Rico y Sur, alcanzando – según nos habían informado – una diferencia de casi treinta y cinco metros entre un lado del lago y el otro. Eso ejercía una presión tan incalculablemente alta sobre la pared del sur, que el glaciar obturador había comenzado a resquebrajarse y se esperaba un espectáculo total, en pocas horas más. El corazón nos latía aceleradamente, fatigado de tanta hermosura, viendo caerse, desmoronarse como castillos de naipes, a las enormes montañas de hielo, desprendidas desde los capiteles de la inmensa catedral helada, precipitándose en una suave danza de caídas y clavados, terriblemente prodigiosa, volátil y categórica. Los bloques de hielos gigantescos, se hundían y volvían a emerger entre las aguas del color del cielo, levantando grandes olas, en un estrépito constante de sonidos gigantescos, enigmáticos, que se escuchaban a distancia. Luego, esos bloques continuaban flotando placidamente en las misteriosas aguas turquesas, como témpanos de formas fantasiosas, deambulando errantes por el lago, arrastrados suavemente por los vientos patagónicos, como barcas mitológicas tripuladas por fantasmas, sin rumbo y sin timón.

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Todos permanecíamos en el más absoluto de los silencios. Yo le agradecía a Dios, el haberme permitido gozar de tantas y tan espléndidas bellezas. Pensaba que mis compañeros, en su particular manera, también estarían intentando agradecer. Pero el problema del ateo en la bonanza, es que no tiene a nadie a quien agradecerle, todas esas infinitas maravillas que recibe desde la naturaleza generosa. Luego de enjuagarme una molesta y caprichosa lagrima, obstinada en recorrer acariciando mis secas y satisfechas mejillas, saque de mis bolsillos una larga cinta de seda, del color azul más puro. La cortamos en cinco idénticas medidas y cada uno en la muñeca izquierda, nos la atamos. Guillermo, Jorge y yo, al lado de la ya antigua cinta verde. Elida y Patricia, estrenando su bien merecida primer cinta azul, del Walicho arco iris. Un prolongado abrazo entre todos, sellaba el autentico valor de lo que entre todos, habíamos conquistado. Las palabras, no lograban salir de nuestros cansados y cuarteados labios, aunque la voz, ya no nos hacia falta para poder comunicarnos. Además, tampoco nos hubiésemos escuchado entre el estrépito ensordecedor de las decenas y decenas de bloques que continuaban cayendo. Parecía como si el glaciar inteligente, hubiese querido sumarse a nuestro festejo, aplaudiendo a su manera, por el logro que nosotros obtuvimos... En ese preciso instante, entre estallidos que parecían rajar al mundo, se formó un túnel de hielo por debajo de la parte del glaciar que obturaba, comunicando nuevamente ambas partes del lago, derramándose las aguas de un lado en el otro, mediante una impetuosa corriente de desenfrenadas aguas. Finalmente, la transitoria gruta también se derrumbó, ofreciendo un espectáculo de singular belleza. Al caer, los trozos de hielo producían sonidos retumbantes, que nos recordaban el bramido espeluznante de las aplastantes tormentas o de las descargas de la artillería pesada, en una épica batalla. Temí quedarme sin aliento. Tal vez se deba al tamaño escarpado de la zona, o a los sonidos sobrenaturales de los glaciares, o al zafiro azul profundo de los icebergs navegando... Más tarde, regresamos todos juntos hacia el estacionamiento, cansados de tantas emociones, pero tremendamente plenos y satisfechos. Planeábamos buscar un camping cercano para reponernos y al otro día, reencontrarnos con el resto de nuestras familias que venían a buscarnos en avión, a El Calafate. Partiríamos entonces, hacia diferentes destinos turísticos, completando las vacaciones antes de reintegrarnos al trabajo. Todavía en el sendero, Elida caminaba cansada y pensativa delante de nosotros, cuando de improviso la vimos correr hacia una camioneta todo terreno, de color verde oscuro y con patente chilena, que recién ingresaba al estacionamiento. Del lado del acompañante, descendió de un salto Julián – aquel joven de la moto Harley Davidson, que buscaba a su padre - y corrió también hacia ella, estrechándose ambos en un fuerte y prolongado abrazo. - ¡Lo encontraste!¡Yo estaba segura de que lo ibas a encontrar! – gritaba Elida, refiriéndose al padre de Julián. - ¡Hace tres días que vengo a buscarte a este lugar! – decía Julián, abrazando al padre, al mismo tiempo que a Elida – reencontrarme con vos, fue más difícil que ubicarlo a él – y se reía, como un niño feliz.

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Elida y Julián, tomados de la mano y con los ojos chispeantes de alegría, rápidamente se despidieron de nosotros. Querían hacer juntos, la travesía en gomón por el lago y luego, planeaban una caminata por encima del glaciar. Irradiaban una felicidad casi frenética. Los miramos irse, hasta que se perdieron... Fue entonces cuando Jorge – según creo, hasta me pareció algo celoso – habló: - Esos dos, me recuerdan a la Leyenda del Glaciar. Espero que a él, no se le ocurra dejarla congelada en el fondo del glaciar... - Mira, Jorge, a veces, de una locura de amor, nacen esas flores que terminan ennobleciendo a los sentimientos marchitos de gente muy vacía, que hasta se creía sana, o de la cruza entre una tosca campesina analfabeta y un escribano insensible, nace el genio inmortal de un Leonardo Da Vinci – concluyó Patricia, guiñándome un ojo.

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Embeleso del Azul Solo debe meditarse en este embeleso, cuando hallamos cumplido más de la mitad – jamás antes - del recorrido en la Ruta del Azul.

gua de mis ríos más profundos

Zumbas en mi oído en cada ola, lulas con el viento en las montañas uchando por mi vida, con tus vidas.

Repetir muchas veces en el día y si es posible, de memoria. Debemos hundirnos en la esencia de su mensaje, pues además del acróstico, en él se ocultan dos frases implícitas, que al descubrirlas, provocaran en nosotros un goce de paz indescriptible.

Si no descubrimos el significado intrínseco del mismo, es inútil que alguien intente explicárnoslo. Tampoco sirve recurrir al consejo de un adulto, por más intelectual que sea; a lo sumo, puede ayudarnos algún niño muy pequeño…

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PRIMERA MEDITACIÓN(todos los días, dos veces por día, alternando con la siguiente) Se practica primero el perdón, para así eliminar los sentimientos de culpa. Cuando recitemos mentalmente las oraciones, deberemos visualizar a aquellos seres que mencionamos. Los pensamientos de amor, se dirigirán hacia ellos. Y cuando practicamos el perdón, juntaremos las palmas de nuestras manos. Repetimos cada oración del perdón, por siete veces: Pido perdón a los que hice daño sin darme cuenta, de obra, palabra y pensamiento. Perdono a todos aquellos que me hicieron daño. Los perdono de verdad. Me perdono a mí mismo. Me comprendo y me perdono. Repetimos cada oración del buen deseo, por siete veces: ¡Qué yo me sienta bien, satisfecho y en paz! ¡Qué todo lo que este vivo en la zona se sienta bien, satisfecho y en paz! ¡Qué todo lo que este vivo en este país se sienta bien, satisfecho y en paz! ¡Qué todo lo que este vivo en este mundo se sienta bien, satisfecho y en paz! ¡Qué todo lo que este vivo en este universo se sienta bien, satisfecho y en paz! ............................... ¡Qué mis maestros se sientan bien, satisfechos y en paz! ¡Qué mis padres se sientan bien, satisfechos y en paz! ¡Qué mis parientes se sientan bien, satisfechos y en paz! ¡Qué mis amigos se sientan bien, satisfechos y en paz! ¡Qué las personas indiferentes se sientan bien, satisfechos y en paz! ¡Qué mis enemigos se sientan bien, satisfechos y en paz! ¡Qué todos los seres se sientan bien, satisfechos y en paz! ................................ ¡Qué aquellos que sufren, dejen de sufrir ya! ¡Qué aquellos que sienten miedos, destruyan a sus miedos ya! ¡Qué aquellos que se sienten deprimidos, encuentren el alivio ya! Limpieza de la mente Ponemos nuestra mente en blanco y prestamos atención a cada inspiración y a cada espiración. Sentimos el aire en la nariz. Nos concentramos en la naturaleza y en los movimientos del aire. Percibimos la inspiración y la espiración como dos cosas distintas, sin fuerza y muy tranquilos. Solamente atentos a la respiración. Si la mente se distrae y no permanece atenta, deberá repetirse mentalmente: "Distraído, distraído, distraído," como si sonara una alarma y regresar tranquilo, nuevamente a la respiración. Cerramos la meditación, dándole gracias mentalmente a nuestro valor supremo. Si sentimos que amamos a todo y que el todo, nos ama, habremos logrado lo máximo en la vida.

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SEGUNDA MEDITACIÓN DEL COLOR (Realizar todos los días de la peregrinación, dos veces por día)

El azul es un color que se encierra sobre si mismo y hasta nos hace parecer, que tímidamente se alejara. Expresa valores supremos como la Confianza, la Prudencia, la Concordia, el Cariño, la Camaradería, la Lealtad y el Amor. Nos transmite, cuando estamos espiritualmente elevados, propiedades de quietud, de apacibilidad, de placidez y de equilibrio. Pero si estamos deprimidos, ayuda a invadirnos de fastidio, de impedimentos, de extrema candidez y hasta de un profundo vacío existencial. Nos ayuda a expresar nuestros sentimientos más profundos, permitiéndonos evolucionar ante los cambios de la vida. Evita las barreras de comunicación entre la gente y ayuda a tolerar los pensamientos disidentes. En el cuerpo, proyecta su energía vital a los pulmones y garganta. Representa al espacio cósmico, al infinito, a las estrellas, pues expresa a los sistemas estelares del universo y a los efectos sobre la tierra. Simboliza a la astronomía y a la física; es el símbolo de la organización socio económica, política y cultural de una región; es figura de la ley de gravedad, de las dimensiones y de los fenómenos naturales. Encarna el Magnetismo Universal e Infinito; es el símbolo del Amor Celeste de la Verdad y simboliza la Sal de la Vida. El azul es relajante y aumenta el rendimiento e interés cuando se utiliza como color de fondo, suprimiendo el

apetito. Es el color de la mezclado con el entusiasmo quienes se identifican comportarse bien ante rodean.

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comprensión, y que lleva a con él, a quienes les

El azul del cielo y del mar, son infinitamente variables, como la personalidad de los poseídos por este color, muchas veces inconstantes, quienes deben adherirse a lo que emprendan, con mayor profundidad y con cariño.

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