LA SOCIEDAD CIVIL Y LA GOBERNABILIDAD DEMOCRÁTICA. La gobernabilidad democrática es el objetivo a alcanzar en un proceso de

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JOSÉ ANTONIO CRESPO LA SOCIEDAD CIVIL Y LA GOBERNABILIDAD DEMOCRÁTICA. INTRODUCCIÓN. La gobernabilidad democrática es el objetivo a alcanzar en un proceso de transición política que va del autoritarismo a la democracia. No es de ningún modo un propósito sencillo ni automático. De hecho, al revisar la historia política mundial pueden encontrarse enormes lapsos de ingobernabilidad y otros, predominantes, de gobernabilidad autoritaria, pero muy pocos, y generalmente recientes, de gobernabilidad democrática. Es parte de la evolución política mundial pero no necesariamente tiene que llegar a los distintos países que conforman el globo. Eso depende de cada país, de su historia, su desarrollo político, sus circunstancias socio-económicas, su cultura. Aunque poco a poco la democracia política se ha convertido en una referencia obligada de legitimidad, eso no significa que todo régimen político en realidad funcione como tal. De hecho, dicha apelación a la democracia ha sido utilizada por demagogos de todo signo para ocultar que la democracia no es vigente, o que sólo opera en la forma, y no en el fondo de la cotidianidad política del régimen en cuestión. La gobernabilidad democrática es resultado de un largo proceso de construcción y fortalecimiento de reglas, prácticas e instituciones que justo permitan una vida política más o menos apegada a los principios y metas de la democracia; la participación ciudadana en la elección de sus gobernantes, y la limitación legal de éstos, lo que debe traducirse en elecciones libres como vía de acceso al poder, y la posibilidad de llamar a cuentas a quienes desde ese poder

abusen de él. Lo contrario a ello es lo que caracteriza al autoritarismo (en todas sus expresiones y modalidades); la exclusión de los ciudadanos en la designación de los gobernantes, y el ejercicio impune del poder. En la construcción institucional cuya meta es la gobernabilidad democrática, pueden y deben participar distintos actores políticos y sociales, unos con más facultades y posibilidades para ello, pero ninguno sin derecho a ejercer su influencia. Entre ellos se encuentra uno cuyos límites y facultades son borrosos y cambiantes, no es un actor homogéneo ni orgánico, pero es el beneficiario formal de la democracia política; la sociedad civil. En este ensayo, intentaremos sintetizar cuál ha sido y en qué puede consistir la influencia de la sociedad civil en México, en el largo y difícil intento para instaurar una auténtica gobernabilidad democrática, apenas esbozada y en constante riesgo de ser desvirtuada.

I - GOBERNABILIDAD AUTORITARIA Y GOBERNABILIDAD DEMOCRÁTICA.

Antes de entrar de lleno al tema, conviene conceptuar el término de gobernabilidad democrática, pues de ello se desprende también el papel que juega o puede jugar la sociedad civil (organizada o no) en su obtención y fortalecimiento, o por el contrario, en su debilitamiento y destrucción, en caso de no conducirse adecuadamente en distintas circunstancias. Por gobernabilidad podríamos entender, a grandes rasgos, la capacidad de un gobierno (democrático o no) de hacerse obedecer por el grueso de la ciudadanía en general, y los actores políticos, sociales y económicos en particular. La

gobernabilidad se traduce en orden, estabilidad, paz social, capacidad de tomar y aplicar decisiones colectivas. La gobernabilidad puede darse en un contexto autoritario o democrático, pero mucho ayuda que cuente con legitimidad, sea cual sea la fuente (o fuentes) de que provenga ésta. La legitimidad, entendida como la aceptación de los gobernados del derecho de los gobernantes a gobernar, se traduce, diría Max Weber, en el acuerdo de los primeros para obedecer a los segundos (aunque dentro de ciertos límites). La legitimidad y la gobernabilidad no son sinónimos, pero la presencia de la primera facilita (aunque no garantice) la segunda. Un gobierno que goce de legitimidad más fácilmente se hará obedecer por el cuerpo de gobernados - o la gran mayoría de ellos - que si no la tiene, en cuyo caso tendrá que imponer sus decisiones a punta de fusil, lo que resulta no sólo más complicado, sino imposible de lograr por mucho tiempo. Lo registra muy bien la historia de las dictaduras militares o personalistas en Latinoamérica. La legitimidad, recordando nuevamente a Weber, puede provenir de distintas fuentes y estar constituida por ideas y principios muy diversos, desde los poderes sobrenaturales de brujos y hechiceros, la comunicación con la divinidad o la expresión de su voluntad (derecho divino a gobernar), pasando por la capacidad militar de defender a la comunidad política, el derecho de sangre, la eficacia en promover crecimiento económico y justicia social, o bien el surgimiento de un procedimiento previamente acordado por los actores políticos relevantes en una sociedad (la racionalidad legal). De lo que se infiere que un gobierno puede ser eficaz en instaurar y mantener un grado suficiente de

gobernabilidad bajo distintas expresiones, no siempre ni necesariamente democráticas (caudillistas, monárquicas, oligárquicas, militares o unipartidistas). Ello depende de que dichas formas de gobierno gocen, en cierto momento histórico y circunstancias, de un buen monto de legitimidad política. Lo contrario a la gobernabilidad, la ingobernabilidad, está asociada con la incapacidad de alguien para tomar decisiones colectivas, o de hacerse obedecer por la mayoría de la sociedad, así como con la inestabilidad política, el caos social e incluso la violencia generalizada. A menor gobernabilidad, todos esos males serán más frecuentes e intensos. Para comprender cabalmente la gobernabilidad democrática, es adecuado primero imaginar primero una gama cuyos polos son, la gobernabilidad autoritaria y la ingobernabilidad total. Los puntos intermedios de esa gama tienden al centro de la misma, un punto de equilibrio, donde puede ubicarse justamente la gobernabilidad democrática. Pero vayamos por partes. La gobernabilidad o ingobernabilidad son una función no sólo de la legitimidad o falta de ella, como se ha dicho, sino también de la concentración o dispersión del poder. Esto es, el poder concentrado en una sola persona,

grupo

o

partido

(una

autocracia),

puede

crear

una

fuerte

gobernabilidad, pero de tipo autoritario, en tanto que el poder totalmente disperso (una anarquía) imposibilita por definición establecer cualquier tipo de gobernabilidad (casi por definición). En otras palabras, para que el poder, entendido como capacidad de tomar decisiones que afecten a terceros, pueda ejercerse, necesita estar mal distribuido; un actor debe tener más poder que otro para ser obedecido (sea por

acuerdo o por fuerza). Si el poder se distribuye de manera idéntica, ninguno de esos dos actores podrá imponer su voluntad sobre el otro, lo que en principio suena bien, pero en una colectividad se traduce justo en la incapacidad de todos para mantener el orden e imponer alguna decisión de alcance colectivo. Lo que se traduce en parálisis política, confrontación social, desorden e incluso la ley de la selva (es lo que Thomas Hobbes llamaba “estado de naturaleza”, que implicaba lo contrario a la existencia de un Estado). Si en cambio, el poder está totalmente concentrado en una persona, grupo o partido, se podrá fácilmente imponer el orden social, tomar decisiones de orden colectivo (aunque no sean siempre afortunadas) y evitar la violencia de todos contra todos. Es lo que podemos llamar una “gobernabilidad autoritaria”. Las ventajas de este tipo de gobernabilidad suponen, sin embargo, una gran desventaja; que quien detente el poder, al concentrarlo completamente en sus manos, fácilmente puede tomar decisiones que le beneficien a él, aunque perjudiquen el interés colectivo. Es lo que llamamos “abuso de poder”. Además que, no habiendo contrapesos en dicha situación, dicho abuso quedará impune. Esto tiene límites, dice de nuevo Hobbes, pues si el autócrata abusa en demasía, el costo de su gobierno será mayor para la sociedad que el costo de la anarquía, por lo cual surgirá un levantamiento popular (una revolución) que derroque al autócrata, aún al costo de retornar a la violencia y el desorden social (típicos de los episodios revolucionarios) al menos por algún tiempo. Entre estos dos males (la anarquía y la autocracia), ¿hay alguna posibilidad menos gravosa socialmente? La democracia, que se halla en el

punto central de la gama de la distribución del poder, siendo flanqueada por sus polos, la anarquía y la autocracia. La democracia supone una cierta concentración de poder que permita establecer una gobernabilidad suficiente (toma de decisiones, preservación de la paz social), pero al mismo tiempo, mantiene cierta división del poder, de modo que quien lo detente, sea contrapesado por otros poderes alternos e independientes (es la división estatal de poderes entre Ejecutivo, Legislativo y Judicial, que a su vez se complementan por otros poderes informales pero reales como los medios de comunicación, grupos de interés y la propia ciudadanía ejerciendo su derecho al voto y otras formas de participación política). Bajo esta fórmula, se puede conciliar en alguna medida los beneficios relativos de la anarquía (libertad) y la autocracia (la gobernabilidad), pero sin sufrir sus respectivas desventajas (la ingobernabilidad en el primer caso, y el abuso impune de poder, en el segundo). Eso puede apreciarse en la Gráfica 1.

GRÁFICA 1

PODER DISPERSO

ANARQUÍA

LIBERTAD

PODER CONCENTRADO

DEMOCRACIA

GOBERNABILIDAD

INDIVIDUAL

DESPOTISMO

EFICACIA DECISORIA

RESPONSABILIDAD PÚBLICA IMPUNIDAD INGOBERNABILIDAD

GUBERNAMENTAL

Pero la gobernabilidad democrática no se establece de una vez y para siempre; requiere al menos de dos momentos diferenciados; su instauración (encontrar el punto de equilibrio entre anarquía y autocracia) y su fortalecimiento y preservación (ponerle diques a uno y otro lado para hacer más improbable su movimiento a cualquiera de los dos polos que la flanquean; la anarquía o la autocracia). Se puede eventualmente alcanzar el equilibrio democrático, aunque no es tampoco tarea fácil, pues hay una fuerte tendencia política que lleva de un polo a su extremo, en un movimiento pendular. Por lo mismo resulta más difícil, preservar el equilibrio democrático cuando se ha alcanzado. Esto es válido para los distintos niveles de gobierno; el nacional, el estatal y el municipal. La historia política de México - como la de Latinoamérica en general constituye un buen ejemplo de ese movimiento pendular que nos lleva de un polo a otro, y de la dificultad de mantener el equilibrio democrático, en las pocas veces que lo hemos logrado. El orden virreinal fue uno esencialmente

concentrado, vertical y autoritario, que fue roto con la guerra de independencia, que no nos llevó a la democracia (aunque esa era su intención) sino a un periodo de anarquía (la lucha armada de 1810 a 1821). Tras el primer imperio mexicano, se logró alcanzar cierto equilibrio democrático durante el primer gobierno republicano de Guadalupe Victoria, pero feneció a su término (1828) víctima de un golpe de Estado. Después viene un largo periodo anárquico, pleno de cuartelazos y pronunciamientos. Otro intento democrático se dio tras el triunfo de la revolución de Ayutla, con la Constitución de 1857, que muy pronto dio paso a un nuevo episodio de anarquía durante la guerra de Reforma y el II Imperio (1858-1867). Una vez derrocado el Imperio, sobreviene otro ensayo democrático, la República Restaurada, que poco a poco fue cediendo a la tendencia autoritaria, con un gobierno meta-constitucional de Benito Juárez (1868- 1872), y la posterior dictadura de Porfirio Díaz (1876-1910). El péndulo político se mantuvo por varias décadas en el polo autocrático, lo que brindó al país una larga gobernabilidad autoritaria, que al extralimitarse fue rota por la Revolución de 1910 que nos mandó al extremo; un nuevo episodio de anarquía. El breve equilibrio democrático que intentó el presidente Francisco Madero, fue roto por un nuevo golpe de Estado (1913) que a su vez provocó ostro estallido revolucionario, es decir, anárquico. Con dificultad, el régimen emanado de la revolución fue recuperando el orden social y la gobernabilidad pero, de nuevo, ésta fue de tipo autoritario (ahora en manos de un partido monopólico). Es decir, del polo anárquico de la revolución pasamos nuevamente al polo autocrático.

La gobernabilidad así conseguida fue larga, pero autoritaria, y sólo en la medida en que la legitimidad del régimen priísta empezó a menguar (tanto la de su origen revolucionario como la que consiguió a través de un aceptable crecimiento económico y promoción social), el péndulo político se fue aproximando al punto de equilibrio democrático, como única fórmula de relegitimarse en cierta medida y de evitar un nuevo estallido de inestabilidad (que nos llevaría una vez más al polo de la anarquía). Es así que durante los años de la transición democrática, iniciada entre 1977 y 1988, el régimen político fue adquiriendo rasgos democráticos, sobre todo en lo que hace al acceso al poder (a través de diversas reformas electorales). El punto culminante del proceso aproximativo a un nuevo equilibrio democrático, fue la alternancia del poder en el año 2000, la primera de la historia mexicana conseguida a través de un proceso pacífico y civilizado. Pero una vez más, la novel democracia mexicana se ha visto sujeta a las fuerzas centrífugas que nos conduce a uno de los extremos de la gama distributiva del poder, expresada en un gobierno dividido incapaz de inyectar dinamismo político y fluidez legislativa, así como de emprender los cambios políticos justo para evitar la pérdida del equilibrio democrático con gobernabilidad (la famosa como difícil consolidación democrática). Tras el descuido que tuvo el primer gobierno de alternancia en modificar o al menos preservar la frágil e incipiente institucionalidad democrática, nos hallamos hoy ante la tensión de las dos fuerzas centrífugas que podrían hacernos perder el equilibrio democrático; la anarquía (de romperse la estabilidad), o la autocracia

autoritaria (de endurecerse el gobierno frente a la disidencia que viene de la izquierda, quejosa de haber sido excluida del juego democrático una vez más).

II- GOBERNABILIDAD DEMOCRÁTICA Y SOCIEDAD CIVIL. A través del esquema planteado es posible comprender mejor el papel que ha jugado la sociedad civil y el que está llamado a jugar. Antes de abordar este planteamiento, conviene aclarar que es un error conceptuar a la sociedad civil (en contraposición de la sociedad política, que incluye al Estado) como si fuera un ente homogéneo, bien delimitado, con intereses comunes y precisos. Al contrario, es la suma desarticulada y de grupos sociales heterogéneos con intereses diversos y antagónicos, con convicciones políticas distintas, que a veces plantean su propia identidad en confrontación con los partidos políticos, el Estado y el gobierno (la sociedad política), y a veces se alinea detrás de ellos, confrontándose con otros segmentos de la propia sociedad civil. Eso ocurre cuando sus intereses particulares, no como sociedad civil homogénea, sino como grupos de presión diferenciados, se identifican con el programa de un partido político, en lugar de hacerlo en contraposición al conjunto de los partidos. Y ahí radica la paradoja de la sociedad civil; puede contribuir significativamente a lograr el equilibro democrático y fortalecerlo, o a debilitarlo empujando, bien hacia el polo anárquico, bien hacia el polo autoritario, en respaldo de dos partidos radicalizados. Ello depende de los incentivos institucionales y circunstanciales, que pueden conducir el activismo civil a favor o en contra de la gobernabilidad democrática.

Si tomamos la participación cívica como una variable (de muchas otras) que contribuye a alcanzar la gobernabilidad democrática, podemos establecer tres posibilidades básicas, que corresponden a cada uno de los puntos que hemos establecido dentro de la gama de la distribución del poder; si el poder está muy concentrado (una autocracia), la participación cívica – autónoma, no dirigida, se entiende - tenderá a ser baja (por los peligros que supone para los ciudadanos desafiar un poder formidable y autoritario). Pero también es posible invertir la relación causal; la ausencia de participación cívica (por las razones que sea) facilitará la concentración del poder en pocas manos, y un tipo de gobernabilidad autoritaria. Puede decirse que hay una relación circular entre ambas variables. En el extremo, una participación intensa de todos los miembros de una comunidad se traduce en una dispersión del poder tal, que nadie podrá tomar decisiones que sean acatadas por los demás (la ingobernabilidad). Es justo lo que sucede durante las revoluciones sociales, que políticamente pueden ser consideradas como una explosión de participación política que destruye al Estado e impide que surja otro nuevo, al menos mientras dicho nivel e intensidad de participación se no disminuya. El punto intermedio, la gobernabilidad democrática, surge cuando hay un nivel también intermedio de participación cívica; ni totalmente ausente ni muy intenso. La democracia exige un nivel de participación moderado, de regular intensidad. Lo suficiente como para impedir una excesiva concentración del poder, pero no tanta que impida la formación de un gobierno capaz de hacerse obedecer. El nivel intermedio de participación cívica es el adecuado para

preservar la gobernabilidad democrática. ¿De qué depende que el nivel e intensidad de la participación no se extinga ni se extralimite? De muchas otras variables, pero el arreglo institucional puede ser una de gran peso. Una democracia eficaz en atender las demandas colectivas y prevenir o castigar el abuso de poder, releva a la ciudadanía de participar más allá de un límite. Por otro lado, una participación intensa que provoque una situación anárquica difícilmente puede mantenerse por mucho tiempo, por lo cual esto generar su disminución (para dar paso a una democracia o, si esa reducción es drástica, a un autoritarismo). Y el autoritarismo desincentiva la participación por hacerla riesgosa al ciudadano promedio. Pero si se extralimita en el abuso de poder que le es característico, suscita una oleada de participación cívica (pese a los riesgos que implica en tales circunstancias), abriéndose el camino, bien a una democracia (si dicha participación es gradual y moderada), o a un nuevo episodio de inestabilidad. La dinámica entre el nivel de participación cívica y tipo de gobierno (autoritario o democrático) puede estabilizarse si las instituciones políticas son fuertes. Un autoritarismo altamente institucionalizado puede preservarse por décadas (como en el caso del México priísta, la Unión Soviética, o China comunista), así como una democracia igualmente institucionalizada que incluso puede sobrevivir por siglos (como las más antiguas de Estados Unidos e Inglaterra). ¿Cuál ha sido el rol de la participación cívica en la búsqueda de gobernabilidad democrática en México? Cuando, tras la revolución mexicana, que implicó una fuerte movilización armada de numerosos grupos sociales,

surgió el régimen encabezado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), la participación política se fue canalizando a través de instituciones verticales, corporativizadas y controladas desde la vértice, lo que le hizo perder su autonomía. Dicha participación, lejos de representar un desafío al poder hegemónico del partido gobernante y su jefe nato (el presidente de la República), lo fortaleció permitiéndole perdurar por décadas. Conforme la legitimidad de ese régimen se fue perdiendo y, por tanto, su capacidad de canalizar dentro de sus estructuras la mayor parte de la participación política, el resto de ella fue buscando expresiones por fuera de ese marco oficial, sea a través de partidos opositores o de organizaciones no gubernamentales (y una mínima parte por vía de organizaciones extra-institucionales, como la guerrilla urbana o campesina). En esa medida, la participación cívica fue redistribuyendo el poder gradualmente, fortaleciendo a los partidos opositores, bien para mejorar la competitividad electoral, bien otorgando a dichos partidos cada vez más y más importantes plazas políticas (dos procesos complementarios). La participación electoral, la movilización para cuidar los comicios y para alimentar protestas contra el fraude, se fue traduciendo en un movimiento del polo autoritario hacia el centro de la gama, es decir hacia el equilibrio democrático. Eso ocurrió gradualmente a lo largo de varios años (lo que se tradujo en múltiples reformas electorales). Paralelamente a esa forma de participación vía partidos y elecciones, surgieron múltiples organizaciones cívicas enfocadas a la promoción y cuidado de los derechos humanos, incluidos los políticos. Dicha participación

incidió igualmente en el lento camino hacia la democracia (por ejemplo, impulsando y desplegando una puntillosa observación electoral). La culminación del proceso fue, primero, la entrada a la plena competitividad electoral (con la reforma de 1996), y como consecuencia de ello, la primera alternancia pacífica de la historia mexicana (en los comicios del año 2000). Pero alcanzar el equilibrio democrático no suponía poder mantenerlo ahí indefinidamente, al menos no en tanto las instituciones propias de esa posición no se desarrollaran (lo que exige una reforma integral del marco normativo, que no se ha llevado a cabo). La falta de esas reformas institucionales se tradujo en efectos perniciosos para la gobernabilidad democrática; por un lado, el pluralismo político dificultó la toma de decisiones de gobierno y legislativas, al generar gobiernos divididos (donde el partido gobernante no cuenta con una mayoría parlamentaria sólida). Por otro lado, el carácter incipiente de las reglas democrático-electorales provocó en el nuevo partido gobernante (el Partido Acción Nacional; PAN) la tentación de pasar por encima de ellas para impedir que su mayor adversario ideológico (el Partido de la Revolución Democrática; PRD), llevando al país a una situación de polarización política y radicalización partidista (en la elección presidencial de 2006), poniendo en riesgo la propia gobernabilidad democrática (lo que supondría o un retorno brusco a un autoritarismo, o el avance a un episodio inestable). La sociedad civil organizada puede tener un papel para que el frágil equilibrio no se pierda, y abrir con ello un mayor margen de tiempo que permita fortalecer la institucionalidad que a su vez incremente la probabilidad de

alcanzar y preservar la gobernabilidad democrática. Las organizaciones cívicas podrán instrumentar programas de reconciliación social y política entre los seguidores de uno y otro partido y candidatos. Pues tales partidarios son parte de la sociedad civil más amplia que, en la medida en que se moviliza en respaldo del partido con el que se identifica, y eventualmente lo haga por fuera del marco institucional, paradójicamente puede poner en riesgo la incipiente gobernabilidad democrática. Igualmente, la sociedad civil organizada puede participar en la reflexión y discusión sobre las reformas institucionales que permitan

avanzar

en

la

consolidación

democrática.

Finalmente

puede

constituirse como un canal alternativo de participación ciudadana que se funja como un “colchón” de entendimiento, contenedor e intermediación entre los partidos rivales en tanto la polarización no termine por dar lugar a la normalidad política.

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