LA ÚLTIMA CENA: COMPENDIO DE LA VIDA, MUERTE Y RESURRECIÓN DE JESÚS Y DEL DRAMA DE LA SALVACIÓN

LA ÚLTIMA CENA: COMPENDIO DE LA VIDA, MUERTE Y RESURRECIÓN DE JESÚS Y DEL DRAMA DE LA SALVACIÓN Vicente Botella Cubells OP A modo de introducción Den

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LA ÚLTIMA CENA: COMPENDIO DE LA VIDA, MUERTE Y RESURRECIÓN DE JESÚS Y DEL DRAMA DE LA SALVACIÓN Vicente Botella Cubells OP

A modo de introducción Dentro del curso de Formación Permanente del clero en la Archidiócesis de Valencia (2012/2013), organizado por la Facultad de Teología de San Vicente Ferrer de la misma ciudad, me han pedido que hable de la Última Cena y su relación con el camino salvífico de Jesús. Dando vueltas a la actualidad de esta cuestión he pensado que el interés por la eucaristía de la mayor parte de los pastores no es, en principio, teológico, sino vital, concreto, práctico, pastoral. Además, me da la impresión de que crece este interés pastoral entre los responsables eclesiales cuanto más se percibe una desafección eucarística entre los propios cristianos que, con frecuencia, se preguntan: la eucaristía ¿es central para la fe?, ¿por qué ha de ser obligatoria?, ¿conecta con nuestra vida?, ¿por qué se hace aburrida? Con todo, aunque la vivencia eucarística preocupe en la realidad de nuestras comunidades, no hay que olvidar que la comprensión y la explicación de la misa tienen mucho que ver con su buena o mala praxis. Vida y teología, cierto, son distintas, pero nunca han de ser distantes. Estos problemas pastorales (¡y teológicos!) en relación con la eucaristía señalan en la dirección de otras cuestiones importantes para la fe tales como: la evangelización, la iniciación, los procesos catequéticos y formativos, la conciencia eclesial del creyente y su inserción en una comunidad cristiana viva. Cuestiones que, en nuestro contexto occidental, acontecen en una sociedad secularizada y poscristiana donde adquieren rasgos peculiares y muy complejos. El tema es arduo y, sobre todo, de máxima actualidad: ¡no olvidemos el marco del Año de la fe en el que nos hallamos inmersos, ni la reciente celebración del Sínodo de Obispos sobre la Nueva Evangelización para la transmisión de la fe! No hace mucho, T.Radcliffe (ex Maestro de la Orden de Predicadores) publicó una obra titulado ¿Por qué hay que ir a la Iglesia? El drama de la Eucaristía1. En un acto de presentación de su libro en Francia2, le pidieron que diera tres razones por las que él acudía a la celebración de la eucaristía. En la respuesta ofreció las siguientes: a) en la eucaristía encuentro los pequeños o grandes dramas cotidianos de la gente (y los míos propios) y veo su relación con el drama de Jesús (su vida, muerte y resurrección); b) vivo en una comunidad con otros frailes que son más jóvenes que yo y que predican muy bien: voy a la eucaristía para alimentarme de la predicación de la Palabra;

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Bilbao, 2009. En la ciudad de Tours (Francia): http://www.dominicains.fr/menu/nav_magazine/Audio/Conferences/Pourquoi-aller-a-l-eglise-a-Tours-etailleurs. 2

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c) también a acudo a la eucaristía por la belleza de la celebración. En la contestación de T. Radcliffe hallamos algunas sugerencias muy interesantes en relación con la riqueza (tanto práctica como teológica) que ofrece la misa. De entre ellas, particularmente, nos llama la atención una que nos va a servir de inspiración de fondo en la reflexión. Así pues, y aunque soy fraile predicador, no voy a insistir en el alimento nutritivo que una buena predicación proporciona en la eucaristía, ni tampoco llevaré el discurso por el terreno de la estética celebrativa. Tomaré como horizonte de mi meditación sobre la Última Cena el drama salvífico que ella escenifica y expresa: el drama de la existencia de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios encarnado, y su relación con la vida de la humanidad. En consecuencia, la perspectiva de nuestra reflexión será propiamente teológica. Dicha perspectiva no olvidará en ningún momento la natural conexión que vida y teología han de tener, tal y como en “sus razones pro eucaristía” manifiesta Radcliffe, y tal y como nosotros creemos. Esta relación íntima de la teología eucarística con la vida creyente ha de animar la catequesis y los procesos de formación cristianos para favorecer que nos sintamos en casa al celebrar la misa, para que aprendamos a valorar con justicia su figura y, sobre todo, para que la lleguemos a reconocer como un nudo central del existir cristiano al que compendia y nutre con sabiduría. Por todo esto, el título que propongo para esta lección es La Última Cena: compendio de la vida, la muerte y resurrección de Jesús y del drama de la salvación. La Última Cena es la expresión de quién es Jesús y de lo que ha hecho a lo largo de su itinerario vital. La Última Cena manifiesta, en los signos que representan a Jesús y el sentido de su vida, el drama humano de la salvación. El valor salvador de la existencia de Jesús provocó la fe y la consiguiente experiencia cristiana de sus discípulos. Parte relevante de esta experiencia guardaba relación con la celebración de la Fracción del Pan. De esta forma, los primeros cristianos pudieron percibir que la Cena resumía y expresaba el valor soteriológico de la vida del Señor. Así nos lo han transmitido. La Eucaristía, pues, desde los inicios de la Iglesia es una auténtica escuela de vida cristiana3 que es preciso frecuentar. De manera concreta, el itinerario al que me ajustaré en la exposición será el siguiente: 1) El Reino de Dios, hilo conductor de la actuación y la predicación de Jesús; 2) Jesús servidor en el banquete del Reino; 3) La Última Cena: síntesis y colofón esperanzado del servicio de Jesús al Reino; 4) El drama de la salvación expresado en la eucaristía y 5) Conclusiones. 1. El Reino de Dios, hilo conductor de la predicación y actuación de Jesús Si hay un tema que conduce al corazón de la palabra y de la acción de Jesús es el del Reino (o reinado) de Dios. Se trata de un tema con arraigo en la revelación veterotestamentaria y en la fe de Israel que Jesús tuvo la originalidad de convertir en el centro de su ministerio. A través del Reino, Jesús dio a conocer quién era Dios y su proyecto salvador. Igualmente, sirviendo el Reino de Dios, Jesús desveló su propia identidad; y lo hizo hasta tal punto que, tras la Pascua, la comunidad cristiana naciente 3

Idea que desarrollo en "La Eucaristía, forma de ser cristiana. Reflexión sobre la espiritualidad eucarística”, en Teología Espiritual 49 (2005), pp.347-365.

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confesó abiertamente que Jesús era la personificación del Reino de Dios, convencida de que Reino y Jesucristo eran “realidades intercambiables”. El Reino de Dios en la vida, predicación y actuación de Jesús se caracteriza por su gratuidad y universalidad, por su aceptación en la fe y en la conversión y por su temporalidad compleja (siendo futuro ya ha comenzado4). El Reino de Dios que enseña Jesús no es primordialmente un estado o un lugar, sino “el conjunto del acontecimiento dinámico de la venida de Dios con poder para reinar en el tiempo final5” o, en otras palabras, Dios mismo irrumpiendo como Salvador del mundo en la etapa decisiva de la historia. La imagen del banquete festivo es la preferida por el Nazareno para explicar qué es el Reino de Dios. Así se ve, sobre todo, en su predicación parabólica, aunque las parábolas que se refieren al Reino desbordan el marco de las que emplean directamente esta imagen (por ejemplo: también son parábolas sobre el Reino las que poseen la indicación “el Reino de Dios se parece”, las de crecimiento o en las que se habla del final de los tiempos y del juicio)6. Por otra parte, y en coherencia con su palabra, cuando Jesús participa en comidas en la vida real, hace presente en ellas el Reino con las mismas características con las que lo explica en la predicación7 (gratuidad, universalidad, acogida en la conversión, actualidad abierta al futuro). Esta circunstancia, como sabemos, le granjeó problemas con el entorno religioso que le rodeaba. Nos referimos, claro, a las leyes de la comensalidad que canalizaban y ordenaban las relaciones sociales y religiosas en el mundo judío8. Desde esta perspectiva, se puede afirmar que la imagen y la realidad del banquete acompañan y caracterizan la existencia de Jesús en una doble dirección: negativamente explica la idea despectiva, recogida como un eco en los evangelios, de que Jesús era un comilón y bebedor (Mt.11,19; Lc.7,34); positivamente cabe comprender la vida pública de Jesús como un servicio al banquete del Reino.

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Enseña A.PUIG a propósito del rasgo temporal peculiar del Reino: “la novedad del mensaje de Jesús parte de un cambio de horizonte en relación con Juan el Bautista y los movimientos proféticos y apocalípticos del judaísmo: lo que se esperaba para un futuro más o menos inmediato ya ha empezado a hacerse realidad” (Jesús. Una biografía, Fuenlabrada, 2006, p.316). 5 J.P.MEIER, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico, T.II/1, Estella, 1999, p.536. 6 Sobre esta cuestión de la predicación parabólica ver C.H.DODD, Las parábolas del Reino, Madrid, 1974. 7 “Las comidas vienen a ser la mejor expresión de la misión y el mensaje de Jesús: en ellas se nos muestra la máxima coherencia y la unidad suprema entre la predicación, la praxis y la persona misma de Jesús” (M.GESTEIRA GARZA, La Eucaristía misterio de comunión, Salamanca, 1992, p.29). 8 “La comensalidad es una de leyes que, en el mundo judío, tiene gran importancia. Las normas relativas al comer y al beber constituían el principio más hondo de identidad y separación grupal en la sociedad judía. La exclusión social se expresa en la exclusión de la mesa (cf. situación de los pecadores públicos, de los gentiles y de los publicanos; el espacio de la comida diferencia al judío y al no judío). Por eso llama la atención la praxis de Jesús que: «ha situado en el centro de su movimiento el signo de la mesa compartida. Este es el más significativo de sus “milagros”. El movimiento y obra de Jesús se define y expresa a nivel del compartir. Sus enviados no son hombres o mujeres de nueva teoría, posibles rabinos, ni filósofos que escapan de este mundo..., sino todo lo contrario: hermanos universales, promotores y testigos de una humanidad donde se comparte todo, más allá del comprar y vender, el imponer o someterse. Así expresan la gratuidad del reino: dando lo que tienen, agradeciendo lo que reciben. Especialistas en vida común, a sabio” ( X.PIKAZA, Éste es el hombre, Salamanca, 1997, p.41).

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2. Jesús servidor en el banquete del Reino Los textos evangélicos dan testimonio de que el servicio es rasgo constitutivo de la personalidad de Jesús. Este servir recorre su existencia como una constante que, además, rubrica su muerte en la cruz. Por consiguiente, el servicio es un elemento de la máxima importancia para identificar al Nazareno9. Elemento que brota de su hablar y de su actuar, en suma, de su vida, de su ser. La escena del bautismo (inicio de la vida pública), teofanía de contorno trinitario, nos presenta la identidad de Jesús de Nazaret como Hijo de Dios (la voz del Padre) y Mesías (ungido por el Espíritu que desciende hacia él en forma de paloma). Pero también señala, a través del vínculo de la voz que se deja oír (Mc, 1, 11; Mt 3, 17) con el comienzo del primer canto del Siervo de Yahvé (Is 42,1), que Jesús vivirá la filiación y el mesianismo de una forma escondida (misteriosa), ajustándose a lo que podríamos denominar el estilo y el camino del siervo anunciado por Isaías. Hay aquí un dato primordial para comprender a Jesús que no ha de pasar desapercibido; el modo humilde y discreto a través del que el Hijo y Mesías ha de cumplir la misión salvífica contrasta con la "grandeza" de los títulos que lo definen y acompañan. Este claroscuro, que revela desde lo oculto, caracteriza a Jesucristo por completo. En último término, se trata de la impronta pascual que recorre su ser y que enseña que, a la verdadera vida, se llega atravesando y venciendo la muerte. Esta impronta pascual, por lo tanto, se deja ya notar en el bautismo de Jesús. Una impronta de tenor diaconal. Este servicio característico de Jesús (el hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos, Mc.10,45), en algunos textos evangélicos se convierte expresamente en un servicio a la mesa o al banquete, es decir al Reino de Dios (núcleo de la predicación y actuación de Jesús, como hemos señalado): dichosos los siervos, que el Señor al venir encuentre despiertos: yo os aseguro que se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá (Lc.12,37). Resulta coherente con esta senda por la que está discurriendo nuestro discurso, que otras referencias evangélicas sobre el servicio de Jesús se encuentren en el contexto de la Última Cena (banquete del Reino); por ejemplo: ¿Quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve (Lc.22, 27) o la misma escena del lavatorio de pies (Jn 13, 1-15). En suma, los evangelios presentan a Jesús como el servidor del Reino de Dios, el servidor en la mesa del banquete del Reino. Este hilo conductor manifiesta la lógica de un ser y un hacer de Jesús que se definen desde la clave del servicio: Jesús es Hijo y Mesías sirviendo en la mesa del Reino de Dios. Es una verdad que refleja ya la escena del bautismo y que luego lleva a su cénit la Cena de despedida. En este mismo sentido, se podría decir que “Reino-banquete-Última Cena” correlacionan con naturalidad con Jesús-servidor.

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Afirma W.KASPER: “El Reino de Dios se realiza en Jesús de modo personal en la forma de servicio” (Jesús el Cristo, Salamanca, 1992, p. 148.

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3. La Última Cena: síntesis y colofón esperanzado del servicio de Jesús al Reino Después de lo expuesto se entenderá mejor la afirmación que preside este tercer apartado de la reflexión. Todo el camino de Jesús al servicio del Reino encuentra su cumplimiento y plenitud en la Cena de despedida de los suyos (Última Cena)10. Fijémonos bien, se trata de un banquete, por tanto, como hemos reiterado, estamos ante la realidad del Reino de Dios, del servicio a la mesa del banquete del Reino. Pero, ¡atención!, se trata del último banquete de su vida terrena. Es, en consecuencia, la meta final de una trayectoria que ese acontecimiento sintetiza. Con todo hay algo más, este final de trayecto recapitulador se abre con esperanza al porvenir. No hemos de olvidar que una de las características del Reino es su temporalidad singular: es presente y futuro al mismo tiempo. El Nazareno en el cenáculo es sabedor del destino que le aguarda en la cruz. De ahí que, por un lado, se despida de los suyos a través de la comunión de mesa que ha compartido con ellos a lo largo de su convivencia. Pero, por otro, no es menos cierto que Jesús está convencido de que el último gesto de servicio al Reino, anticipado en ese banquete, va a propiciar el triunfo definitivo del mismo. La esperanza, pues, es la perspectiva que, sorprendentemente, se desliza entre la tristeza de un adiós doloroso. Se vislumbra en estos datos, que la Última Cena posee la capacidad de recoger, simultáneamente, el pasado, el presente y el futuro de la vida de Jesús. Por aquí, igualmente, despunta con sencillez la relación de este banquete de despedida con la Resurrección. Dada la ligazón entre el destino del Reino y el de Jesús, el triunfo del Reino es identificable con el triunfo de Jesús sobre la muerte. Muerte y Resurrección, pues, coinciden en los gestos y palabras de Jesús sobre el pan y el vino en la Última Cena. La Pascua, que marcaba ya la identidad del bautizado en el Jordán, se hace notar con mayor fuerza en Jesús en el instante de la Cena. Por eso, la esperanza acompaña misteriosamente al ofrecimiento del Nazareno en aquel momento único. Esa esperanza quedará ratificada por su victoria sobre la muerte y por el lugar al que, tras ella, accede junto al Padre. Jesús, el resucitado, vive para siempre en el Reino que él ha inaugurado y en el que espera poder compartir con la humanidad entera la plenitud de la vida de Dios, de la que ya goza por derecho propio. En este mismo sentido, es relevante el hecho de que algunas de las apariciones del Resucitado a sus discípulos tengan como contexto inmediato la comida o la cena; es decir, la eucaristía11. La relación íntima Cena-Reino-Jesús resume enteramente el

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M.GESTEIRA GARZA, La Eucaristía misterio de comunión, p.59. Se pueden recordar algunos textos: “A éste Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de aparecerse, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos” (Act 10, 40-42); el relato de Emaús (Lc 24, 13-35); la comida con el que vive, al reiterar el gesto eucarístico, guía hacia la fe a los dos discípulos que, junto con la enseñanza de la Palabra, entienden que han de volver a Jerusalén a compartir su experiencia de fe con los demás; la aparición del Resucitado junto al lago, que relata Jn 21, 1-14. Esta aparición incluye una comida en la que el resucitado restablece la comunidad de mesa con sus discípulos. El Señor toma la iniciativa y prepara los alimentos (pan y peces). Como en el caso de Emaús, la comida ofrecida sirve de vehículo del reconocimiento del Señor. El texto tiene múltiples conexiones con el relato de la primera vocación de los discípulos en Lucas y con la multiplicación de los panes. 11

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misterio de la salvación y, con particular fuerza, el dinamismo pascual. La eucaristía, en definitiva, es Jesucristo entero. Por otra parte, la vida de Jesús como servidor del Reino, que compendia, expresa y anuncia la Última Cena, implica una comprensión del ser humano determinada que, ahora, conviene recordar al acercarse al drama de la salvación que representa la eucaristía. Esta comprensión también tiene que ver con el servicio. 3.1. La comprensión del ser humano a la luz del Jesús servidor Jesús de Nazaret aparece en los evangelios sostenido por dos fuerzas relacionales convergentes: la filiación y la fraternidad. La primera y principal es la que le une con total intimidad a Dios, su Padre. Su experiencia del Abbá expresa con rigor esta realidad. Jesús no entiende su condición humana como una entidad cerrada en sí misma. Al contrario, su razón de ser, su singularidad, está sostenida por Otro, por su Padre. Jesús vive este hecho -la filiacióncomo una fuente de personalización. La segunda relación que explica al hombre Jesús es su entrega a los otros en razón de su relación con el Padre. Jesús, como repite la Escritura, no hace su voluntad sino la de Aquel que lo ha enviado12. Él está, lo sabemos, al servicio de los otros a causa del Reino de su Padre. La entrega generosa a favor de los demás -la fraternidad- explica también la raíz de su ser hombre y se une con naturalidad a la relación de filiación que le configura. En efecto, el Padre y el Reino llenan la vida de Jesús dándole sentido. El Padre y el Reino conforman y articulan su humanidad concreta. La filiación y la fraternidad son los principios estructurantes de la existencia del hijo de María. De acuerdo a esto, el “ex-centricismo” es el rasgo que mejor define la personalidad de Jesús. Esto quiere decir que la realidad individual humana de Jesús se elabora a modo de respuesta: responde ante el Padre en cuanto Hijo, y responde como hermano ante los demás en el servicio al Reino a causa de su filiación. Este des-centramiento, aunque suene extraño, es personalizador: favorece el desarrollo libre y positivo del ser humano. De ahí que Jesús, que lo vive como proyecto de Dios, lo proponga para los demás como vía de salvación y de plenitud (“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”, Mt. 8, 34ss). Y es que la clave de este descentramiento personalizador es el amor, que, en verdad, es la realidad humanizadora por antonomasia. En este horizonte, existir es “proexistir”. La proexistencia13 caracteriza a Jesús: él vive para el Padre y para los demás en el proyecto del Padre. Esta proexistencia se condensa real y simbólicamente en las palabras de Jesús en la Última Cena (“esto es mi cuerpo que se entrega”, “esta es mi sangre derramada por muchos”); estas mismas palabras anticipan su donación salvadora en la cruz. Éste es el motivo por el que el estilo de ser hombre de Jesús, su 12

Ver Jn 4, 34; 6, 38-40. La idea de Jesús hombre para los demás tiene su origen en la antropología teológica de K. Barth, que define así a Jesús al esclarecer la relación que él tiene con los demás hombres, en cuanto que se integran en la alianza que Dios les ofrece. H. Schürmann le dio fundamentación exegética a esta idea y creó la categoría “pro-existencia” (cf. O.GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La entraña del cristianismo, Salamanca, 1997, p.469). 13

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forma humana, es el amor: él se vació de sí mismo para ofrecerse, en una donación amorosa incondicional y total, al Padre y a los demás. Este movimiento de servicio, de entrega, de sacrificio personal sin límites, desvela, simultáneamente, la verdad del misterio del ser humano y la condición divina del Hijo de Dios; por este conducto, se vislumbra un encuentro, una unidad profunda en el amor entre Dios y la criatura, entre el ser humano y el Creador. La comunión es el resultado final del proceso sacrificial que hizo suyo Jesucristo: comunión con y en Dios y comunión con la humanidad en Dios14. Resumiendo: ser hombre, de acuerdo al modelo que nos ofrece Dios en el Nazareno, significa ser hijo y ser hermano; es decir, lo que define la humanidad en el caso Jesús es su capacidad de construirse, de recibirse y de afirmarse en la trama relacional con el Otro y los otros. Una trama que tiene como material configurador el amor y se expresa con nitidez en la apertura radical en la historia a quien está más allá y transciende al propio sujeto. Si la humanidad de Jesús es fuente de inteligencia para la antropología cristiana, lo que se afirme de ella valdrá -salvadas las distancias que haya que salvar- para la condición humana en general15. Por consiguiente, la filiación y la fraternidad serán igualmente los principios configuradores del verdadero sujeto humano. Esta idea marcará la comprensión cristiana de la persona humana. A este propósito, Olegario González de Cardedal, con gran lucidez, recuerda que “la cristología y la antropología en Occidente han sido elaboradas en reciprocidad”16. Pero Jesús nos enseña algo más. Las relaciones de filiación y de fraternidad, que explican quién es el ser humano de acuerdo al Evangelio, tienen un punto de convergencia sobre el que hay que meditar. En él se ve toda la hondura del planteamiento cristiano. La filiación y la fraternidad, que articulan al sujeto humano en su conexión con el Otro y los otros, se abrazan y se encuentran en la dirección hacia la figura del pobre y del necesitado. En el lugar del pobre, aunque parezca paradójico, se juega la identidad del que vive la filiación y la fraternidad y, por tanto, de la persona humana. Hay un texto lucano que lo muestra con una agudeza incomparable: la parábola del Buen Samaritano (Lc. 10, 29-37)17. El pasaje nos traslada a un diálogo entre un letrado y Jesús. El letrado, para probar al Maestro de Nazaret, le plantea una pregunta. Es la pregunta por lo verdaderamente importante: “¿qué he de hacer para obtener la vida eterna?” (10, 25). Jesús orienta a su interlocutor para que responda por sí mismo. Lo hace convenientemente evocando el doble mandato del amor (10, 27). El letrado, sintiéndose incómodo ante la situación (el que iba a juzgar es juzgado), lanza una nueva pregunta: “pero ¿quién es mi prójimo?” (10, 29). Jesús le cuenta una parábola. Lo más interesante de todo es que, tras el relato parabólico, Jesús interroga al letrado. Y lo hace cambiando radicalmente la cuestión que dio origen a la narración. La pregunta de Jesús transforma la escena y la abre a un horizonte novedoso. Mientras que el letrado buscaba al prójimo al que amar a partir del lugar que él ocupaba en el centro de la escena (¿quién es MI prójimo?; es decir, intenta 14

Sobre este tema se puede leer D.SALADO MARTÍNEZ, “¿Para cuándo una verdadera explicación sacramental de la sacrificialidad eucarística? Anotaciones críticas a un documento eucarístico para el Año Jubilar”, en Escritos del Vedat 30 (2000), 147-206. 15 “El hombre Jesús no es una anomalía de lo humano que haya que explicar, sino, a la inversa, la meta y norma, desde las cuales hay que explicar nuestra humanidad como forma proficiente” (O.GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, Madrid, 2001, p.456). 16 O.c., p.448. 17 Ver V.BOTELLA, “‘Ponerse en el lugar del otro’. Reflexiones sobre lo esencial en espiritualidad cristiana a la luz de Lc. 10, 25-42”, en Teología Espiritual 51 (2007), pp. 153-172.

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definir al prójimo a partir de sí mismo), Jesús emite un interrogante sorprendente: ¿quién de los tres...te parece que FUE PRÓJIMO DEL QUE CAYÓ EN MANOS...?. Ahora, es el hombre herido el que se halla en el centro y frente a él se juega la definición de “prójimo”. El prójimo al que hay que amar, por tanto, no es el otro, sino uno mismo, cuando uno mismo es capaz de ponerse en el sitio del otro necesitado y atiende a su necesidad con amor. El letrado así lo entiende y contesta: “fue prójimo el que practicó la misericordia con él” (v.37). Y Jesús lo confirma: “Vete y haz tú lo mismo”. Esta resolución del texto, además, no sólo nos enseña quién es el prójimo, sino que, de paso, explica el modo veraz de cumplir con el mandato de amar al prójimo como a uno mismo. El amor, el auténtico amor, des-centra a la persona orientándola hacia el amado-necesitado. En este movimiento, amante y amado, en su alteridad irreductible, se encuentran, comparten la misma suerte. Este horizonte de comunión en el amor confiere a los dos una misma identidad en su diversidad 18. El yo y el prójimo coinciden sin confundirse (se hermanan). Se puede, por ende, amar al prójimo como uno se ama a sí mismo. El prójimo y uno mismo se aúnan en el espacio del amor, en el misterio de la comunión que el amor propicia. No todo queda aquí. Avanzando por la senda abierta por el texto de Lucas se vislumbra la posibilidad de completar y precisar aún mejor las cosas. Por ejemplo, si nos fijamos bien, el texto del Buen Samaritano enseña que hay un “otro” muy especial que, por eso mismo, ayuda a construir con mayor nitidez y veracidad la propia identidad. Se trata del otro vulnerable y sufriente. El evangelio de Mateo confirma esta visión en el texto de la parábola del Juicio Final (25, 31-46). Tanto en un texto como en otro, la salvación escatológica (¡no olvidemos que la parábola del Buen Samaritano, en principio, guarda relación con la pregunta por la vida eterna!) es deudora de la actitud con respecto a la persona necesitada. No obstante, esta circunstancia es más notoria en Mateo. En efecto, en la parábola mateana el sufriente se revela como un seguro -aunque desconocido- aval salvífico. Su persona y su situación provocan (o no) un movimiento de amor compasivo que coloca a quien responde amorosamente en su lugar (en el del sufriente), llegando, de este modo, a hacerse uno con él; este encuentro de comunión con el necesitado, se podría decir, introduce directamente al que ama en el misterio del Dios revelado por Jesús. De ahí su arrolladora fuerza salvífica. Justamente, lo más llamativo de la enseñanza de la perícopa de Mateo es que la persona empobrecida o necesitada, a la que se socorre, es el Señor (“cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”). El sufriente y el Señor coinciden en la situación del necesitado. ¿Cuál es la razón que justifica este hecho? Ya está apuntada, pero conviene repetirla. La respuesta de amor hacia el necesitado reproduce, por participación, el movimiento de amor de Dios hacia el empobrecido, predilecto suyo y con el que se ha identificado en Cristo. Quien así actúa, actúa movido por Dios, actúa entiéndase bien- como Dios. De ahí que en el encuentro con el sufriente, se produzca un verdadero encuentro con Dios. El “otro” vulnerable y sufriente es un “sacramento” del encuentro con el Dios revelado por Cristo19.

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Algo de esto nos explica el papa Ratzinger cuando afirma: “Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia del amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión de pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más” (BENEDICTO XVI, Deus caritas est, n.17). 19 Ver L.MALDONADO, Sacramentalidad evangélica. Signos de la Presencia para el Camino, Santander, 1987, pp. 137-154.

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Esta forma de entender la humanidad revelada por Jesús (servicio, entrega, proexistencia, olvido de sí) se ofrece como verdad a la antropología cristiana; esta forma de ser hombre revelada por Jesús, que se sintetiza en la Última Cena, es también la fuente de la comprensión de la soteriología cristiana. Y lo es por una razón fácil de explicitar: esa humanidad es la humanidad del Hijo de Dios encarnado, humanidad encarnada “por nosotros y por nuestra salvación”; humanidad de Dios hecha nuestro prójimo por amor e identificada con todos los seres humanos caídos a causa del rechazo de Dios. La parábola del Buen Samaritano no narra un ideal, sino que transmite con otros personajes y en forma literaria la vida de Jesús que, como sabemos, se condensa en la Última Cena. Hay en esto una coherencia que, como hemos advertido más arriba, une a Dios y al ser humano en Jesús: el estilo que asume el hombre Jesús (servicio, entrega) se corresponde con el estilo del Dios que en él se encarna (su kénosis, su abajamiento, su solidaridad con el género humano). En esta comunión misteriosa entre Dios y el ser humano en Jesucristo, que se sostiene y explica en Dios, se halla la clave del misterio de la salvación que dramatiza la eucaristía. Todo hombre, gracias al encuentro con Dios en Jesús de Nazaret, puede hallar su verdadera identidad (hijo de Dios y hermano) y la manera de vivirla: el amor como entrega y servicio. Esta experiencia sana y plenifica al ser humano. 4. El drama de la salvación expresado en la eucaristía El drama de la salvación se expresa y se hace vida en la eucaristía. Este drama lo representó Jesucristo en la historia una vez y para siempre, lo compendió en su Cena de despedida y, sacramentalmente, se actualiza ahora en la eucaristía. Este drama une la vida humana a la vida de Dios por medio de Jesucristo. En esta unión está incluida toda la humanidad. De este drama nace también la Iglesia y, además, es ella la que lo representa en la historia de un modo misterioso, bajo el velo de los signos, por encargo de su Señor. La Iglesia, pues, celebra en la eucaristía el drama de la salvación (que es su propio drama) totalmente unida a Jesucristo. ¿Cómo se ha de entender el drama de la salvación en la Eucaristía? Para responder a esta cuestión deberíamos abordar previamente algunas otras. Por ejemplo: ¿qué es la salvación?, ¿le dice algo a la gente de hoy la palabra salvación? Hay que reconocer que el sentido religioso de la palabra salvación no forma parte del vocabulario habitual de nuestros contemporáneos. Para bastantes personas, la salvación significa únicamente la posibilidad de una vida después de esta vida, tema muy difícil de encajar en un pensamiento racional y, además, para muchos, carente de relevancia20. Por el contrario, para esas mismas personas, el bienestar frente al peso de la realidad de este mundo se antoja una cuestión mucho más sustancial y decisiva y, para alcanzarlo, la trascendencia no se hace precisa. En este contexto la cuestión es: considerar el más allá ¿conduce a alguna parte?

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Ver los resultados de la interesantísima investigación E.PÉREZ-DELGADO, Impacto de la religión en el pensamiento de los jóvenes. El punto de vista psicológico y otros puntos de vista, Salamanca-Madrid, 2006.

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Este aparente desinterés por la salvación hace difícil el discurso cristiano y parece convertir el drama de la salvación en una figura literaria, bella pero vacía. Pero… ¿es todo lo que se puede decir? Ni mucho menos. Las dificultades a la hora de presentar la cuestión de la salvación no pueden hacer que el creyente renuncie a ella. Se trata, además, de una cuestión fontal y transversal para la fe. Por tanto, imprescindible. En consecuencia, y para intentar explicar con sentido las cosas, habría que comenzar por hacer una primera aclaración: el tema de la salvación no se reduce a su dimensión trascendente y escatológica. En efecto, unida a la salvación escatológica, y formando parte de ella, hay una dimensión intramundana y terrena de la misma que no se puede obviar21. La salvación cristiana, pues, también se refiere a este mundo y tiene que ver con la realidad que viven los hombres y mujeres en lo cotidiano. Si no fuera así, la salvación anunciada por los seguidores de Jesús no sería significativa, creíble y, lo que es peor, apetecible. De ahí que sólo en la medida en que la experiencia del Dios de Jesús aporte salvación a la existencia real de un hombre o una mujer concretos, la perspectiva de una salvación definitiva, absoluta y trascendente se hará verosímil, coherente y, desde luego, más deseable. Pero, y es la segunda aclaración a realizar, ¿qué hay detrás de esa experiencia del Dios de Jesús que pueda aportar salvación aquí y ahora? Sesboüé, a quien estamos siguiendo, traduce a un nivel antropológico lo que los creyentes cristianos ponemos tras el concepto de salvación. Lo hace de la mano de la Escritura, que, según nos cuenta, suele emplear dos palabras para acercarse a nuestro tema: la salud y la liberación. La primera ofrece una vertiente negativa (la superación de una enfermedad) y la segunda un lado positivo (la consecución de un don plenificante)22. Desde estos supuestos, Sesboüé hace notar que la salvación en la Escritura se relaciona con la aspiración real y concreta del ser humano a encontrase físicamente bien y, además, a desarrollar al máximo todas sus posibilidades y en todas sus dimensiones. De acuerdo a este planteamiento, el anhelo salvífico tendría dos caras de una misma moneda: por un lado superar todo aquello que dificulta la realización de la vida humana con pleno sentido y, por otro, hallar la manera de que ese sentido, una vez superados los escollos, se desarrolle y crezca hasta alcanzar su plenitud (la total realización personal y social). Cabría concluir que este deseo expresa la felicidad que todos, de una manera u otra, buscamos. Es un deseo, por tanto, compartido y que, a la postre, a pesar del desinterés ambiental por la cuestión, fundamentaría con cordura el sentido de la pregunta por la salvación. Claro, tercera aclaración, este deseo (explícito o implícito) de salvación en el ser humano supone lo que el creyente denomina experiencia de finitud o creatural. Es decir, la vivencia real de la imposibilidad de alcanzar por uno mismo la salud y la liberación y, como consecuencia, la desazón provocada por ese fracaso. Todos buscamos la salvación, todos somos responsables de ella, pero, lamentablemente, no logramos poseerla por nuestras propias fuerzas. Esta situación de desgarro, nacida de un anhelo real no realizado, es la que hace sensata la oferta que la fe brinda23. La salvación 21

Sobre esta cuestión recomendamos la lectura del libro de M.GELABERT, Vivir la salvación. Así en la tierra como en el cielo, Madrid, 2006. 22 B.SESBOÜÉ, Jésus-Christ l’unique médiateur. Essai sur la rédemption et le salut. T.1. Problematique et relecture doctrinale, Paris, 1988, pp.16ss. 23 M.GELABERT explica esta misma necesidad de salvación como un salir y un entrar: salir de la enfermedad y del dolor; entrar en una situación mucho mejor (Vivir la salvación, pp.113-131).

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cristiana, así, sería un don que ha de ser acogido responsablemente y que cura, plenifica y dignifica lo humano. Expresado con otras palabras, el Dios de Jesús sería (es) el salvador del hombre. Llegados a este punto (y concluidas las aclaraciones), habría que fijarse muy detenidamente en el modelo humano que encarna Dios en Jesús (su estilo de vida, su entrega, su servicio todo lo que hemos dicho en el apartado anterior de esta reflexión) para descubrir y vivir, en Jesús y por Jesús, qué significa exactamente esa salvación. Por esta vía, volveríamos al discurso central que nos ocupa, el drama de la salvación y su conexión eucarística. En coherencia con lo expuesto, el drama de la salvación cristiana se presenta con un significado que abarca dos vertientes y que se ha de leer en dos direcciones24. Las vertientes son: a) el rescate/redención del pecado del ser humano y b) la divinización (desarrollo de la vida humana según Dios; la filiación divina). Las direcciones también son dos: a) la descendente (de Dios hacia el ser humano, la principal) y b) la ascendente (la respuesta por parte del ser humano a Dios). Ambas direcciones las capitaliza Jesucristo: tanto la que va desde Dios hacia los seres humanos y como la que desde los seres humanos se dirige a Dios25. Si observamos bien, percibiremos que ambas direcciones del movimiento de la salvación están presentes en el camino de Jesucristo recapitulado por la Cena de despedida. La vida de Jesús como servicio al Reino subraya el movimiento ascendente de la salvación (desde el ser humano hacia Dios). Este movimiento ha dado origen en la historia a muchos conceptos salvíficos (sacrificio, expiación, satisfacción, sustitución26). Su justificación se halla en la propia existencia de Jesús, identificado y reconocido como el Siervo doliente que, cargando con el pecado de todos, se ofrece a Dios como víctima salvífica. La vertiente sacrificial de la eucaristía expresa esta visión, que, a su vez, guarda correspondencia con el momento sanador de la salvación; ése que restablece al ser humano de la enfermedad y del pecado. Sin embargo, hay que tener cuidado con la dimensión sacrificial del drama de la salvación presente en la eucaristía. En el sacrificio de Jesucristo hay algo novedoso a tener muy cuenta. Con Jesús no estamos, para nada, ante un sacrificio a la antigua usanza; aquel que, de parte de los hombres, intentaba aplacar el furor de Dios con el ofrecimiento de cosas. Al contrario, estamos ante un sacrificio modelado por el propio ser de Jesús manifestado en su vida y compendiado en la Última Cena. En este sentido, se trata del sacrificio personal de su existencia, asumido desde la libertad y hecho propio en la obediencia a Dios. Es decir, el sacrificio que se desvela en Jesús es el sacrificio de un amor que supone una entrega sin límite y una solidaridad con los pecadores y caídos dispuesta a todo, según enseña la parábola del Buen Samaritano; se trata, en suma, del sacrificio de un amor que se da hasta el final y sin restricciones y que afronta, con una generosidad desbordante, el dolor y el desprecio de la propia persona para que los otros vivan. Este modelo de sacrificio no es recurso teórico, lo personifica Jesús de Nazaret. 24

Ver sobre este tema las reflexiones de O.GONZALEZ DE CARDEDAL, Fundamentos de cristología I. El camino, Madrid, 2005, pp.533-536. 25 Nos inspiramos en B.SESBOÜÉ, Jésus-Christ l’unique médiateur…, pp.107ss. 26 B.SESBOÜÉ, Jésus-Christ l’unique médiateur..., pp.257-379.

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Pero en la eucaristía, en la Cena del Señor, está también presente el movimiento previo y descendente de la salvación (el que viene desde Dios hacia el ser humano) que explica y da sentido al ascendente y sacrificial. Dios, por amor al ser humano y por su salvación, se abaja, se desapropia, se da, se entrega, para solidarizarse totalmente con la criatura; de esta manera, Dios comparte con nosotros lo condición humana y, a su vez, diviniza al hombre en el interior de un misterio de comunión amorosa y salvífica inefable. Se trata, claro está, del dinamismo kenótico del Dios Trinitario en la encarnación que, igualmente, capitaliza Jesucristo, el Verbo de Dios. Por esta vía, Dios quiere, en su Hijo hecho hombre, redimir, justificar, iluminar, divinizar al ser humano. En esto, como dijimos, hay una coherencia sorprendente. El movimiento kenótico de Dios se corresponde con el movimiento sacrificial del hombre Jesús (el de su servicio y entrega hasta el final). De este modo, la entrega gratuita y amorosa de Dios al ser humano en Jesucristo explica, finalmente, su camino radical de amor sacrificial. Esta dinámica descendente subraya la dimensión plenificadora y realizadora de la salvación: el ser humano en Dios y por Dios llega a ser plenamente hombre. Como ya señalamos, estas dos direcciones salvíficas, presentes en la eucaristía, suponen dos vertientes de comprensión soteriológicas que nunca hay que separar. Una es la salvación como divinización; la otra es la salvación como rescate o redención del pecado. La historia de la teología enseña que el oriente cristiano se ha identificado más con la comprensión divinizadora de la salvación, mientras que el occidente ha hecho suya con mayor profusión la visión redentora. Ambas, en realidad, se reclaman y se necesitan. Como explica B. Sesboüé, “Dios no puede comunicarnos su vida sin antes purificarnos de todo lo que le desagrada de nosotros, todo aquello que obstaculiza la amistad y la comunión de vida que en nosotros desea instaurar27”. Por tanto, la finalidad de la comunión con Dios por Cristo y en el Espíritu (la divinización), visión última de la salvación, conlleva afrontar con todas sus consecuencias la liberación y el rescate del pecado y, este rescate, es el único que puede hacer real la verdadera y divinizadora amistad con Dios (el que el ser humano se descubra hijo de Dios, en su Hijo Jesucristo). Esta dinámica de amor vivida por Jesucristo posee la virtud de revelar el rostro del Dios cristiano e, igualmente, de explicar el perfil del auténtico ser humano. De ahí que, de Jesucristo, la fe confiese que es verdadero Dios y verdadero hombre (un misterio de comunión referencial para los cristianos) y que, de forma coherente, sea confesado como el Salvador. Él es quien muestra el Amor salvador de Dios a los hombres y él es quien vive y hace vivir en el Amor al ser humano, logrando que éste llegue a ser en verdad quien es (imagen y semejanza de Dios, hijo/a de Dios). En la celebración de la eucaristía se encuentran de modo equilibrado las dos direcciones del drama de la salvación y las dos vertientes que abarca. En ella se actualiza, haciéndose memoria, todo el significado salvífico de Jesucristo: la salvación ofrecida por Dios a los hombres en su Hijo encarnado y la ofrenda de acción de gracias y sacrificial del ser humano a Dios gracias a y por Jesucristo. La meta que se alcanza es la amistad, la reconciliación y la comunión profunda entre Dios y el ser humano; una comunión que, además, incluye la del ser humano consigo mismo y la comunión entre todos los seres humanos gracias a Dios. Precisamente, la comunión es el momento culminante de la eucaristía: Dios en Jesucristo llega al hombre como alimento de vida y salvación y el hombre responde 27

Invitación a creer. Unos sacramentos creíbles y deseables, Madrid, 2010, p.113.

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amén acogiendo a Jesucristo, dejándose transformar, por él, en él. Esta comunión eucarística en el amor expresa al Salvador y dice la verdad de los salvados y, por eso, anticipa la realización escatológica del drama de la salvación. Un drama que tiene que ver con los anhelos, luchas y deseos de los hombres. 5. Conclusiones Cerramos la reflexión de esta lección en seis puntos conclusivos: . La Última Cena es un resumen completo de la totalidad de lo que fue y sigue siendo Jesús. En ella se halla compendiado su pasado, su presente y su futuro. La eucaristía, por lo tanto, posee su fundamento siempre vivo en el horizonte íntegro de esta Cena. . Lo señalamos al inicio como un reto. Ahora, tras lo expuesto y con humildad, se puede afirmar como una misión cumplida: la eucaristía tiene que ver con la vida de Jesucristo y conecta con la cotidianidad de la vida humana. Esto es así, porque la eucaristía es la representación en los símbolos de la manera de ser del Dios humanado en Jesús de Nazaret (una manera que implica servicio sin reservas por amor). Esta representación la realiza la Iglesia por encargo del mismo Jesús, para que su vida y la de todos los que la forman, se asemeje cada vez a la del Señor. La Misa, por tanto, no busca convencer, ni razonar, ni distraer; nada más y nada menos, quiere celebrar, en la historia concreta de cada hombre y mujer (y de la Iglesia), la comunión vital y salvífica con quien se nos ofrece en ella como Salvador y verdadero humanizador del ser humano; una comunión, por eso mismo, capaz de dar sentido a la existencia humana y de orientarla según su verdad más profunda: el Amor, que es Dios y el amor que es el ser humano. . La comunión sorprendente en el Amor entre Dios y el hombre, que actualiza la eucaristía haciendo memoria de Jesucristo, posee la capacidad de sanar y liberar, según su verdad, todos los anhelos de felicidad y realización humanos. . La teología de la eucaristía ha de dar razón de estas cosas con la máxima claridad y cercanía. Por tanto, tampoco puede irse por las ramas a la hora de explicar qué es y qué implica la celebración eucarística. La eucaristía es la dramatización simbólica y actualizadora del ser y del camino de Jesucristo en la celebración de la Iglesia; es la memoria recapituladora y presencializadora del estilo humano de Dios en el que se nos brinda la salvación. Y, en la misma medida en que Jesucristo revela a Dios y al hombre, la eucaristía es el lugar en el que cada persona (y la Iglesia en su conjunto) halla su verdad y experimenta la salvación por medio de la comunión con el Señor, ofrecido allí como alimento de vida. . Ello confirma la veracidad de que lo que T. Radcliffe contestaba a sus interlocutores al ser preguntado por las razones que le llevaban a participar en la eucaristía. Él decía que veía en ella una conexión entre el drama de la vida Jesús y el drama de las personas concretas (incluido el suyo). Esa conexión, es cierto, se da siempre que se celebra eucaristía. . Una última idea. Consideradas estas cosas, cabe decir, con todas las palabras, que la Eucaristía es una escuela de vida cristiana en la que aprendemos la forma de ser de Jesús y que, además, esa forma de ser de Jesús salva28. 28

Decía Juan Pablo II, en la Mane Nobiscum Domine, hablando de la dimensión misional de la fracción del pan, que la “Eucaristía es una forma de ser que de Jesús pasa al cristiano” (n.25).

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