La vida en las villas y lugares de las Montañas de Jaca

6 La vida en las villas y lugares de las Montañas de Jaca MANUEL GÓMEZ DE VALENZUELA Sobrevivir en el Pirineo, hace algunos siglos, exigía plena d

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La vida en las villas y lugares de las Montañas de Jaca MANUEL GÓMEZ

DE

VALENZUELA

Sobrevivir en el Pirineo, hace algunos siglos, exigía plena dedicación. A la dureza del clima, con largos y heladores inviernos en que las nevadas cubrían los campos y casas, se unían el terreno fragoso, que permitía muy pocas tierras de cultivo y las fechorías de propios y extraños, además de guerras y pestes. Todo ello configuraba una existencia sacrificada, en que, como siempre sucede en ambientes difíciles, lo individual cedía ante lo colectivo. Las montañas de Jaca tenían fama en España entera de tierra dura y áspera. Cuando Juan II concedió a Canfranc el privilegio de libre importación de vino, decía que la villa estaba construida en tierra rocosa, que sus habitantes “carecen de todo y no producen frutos”, habla de las nieves, fríos y ventiscas del invierno que sufren los montañeses y además, “padecen opresiones, vejaciones y molestias de bearneses y franceses”. En 1481 el concejo jaqués afirmaba: “La ciudad esta sitiada en derredor de puertos y montes muytos, donde stan puercos, onsos, lobos, caças e otras salvaginas muytas”. En el Siglo de Oro, Góngora, Cervantes y Lope se refieren a las montañas de Jaca como terreno inhóspito. La comarca se articulaba en torno al brusco ángulo que forma el río Aragón al llegar a Jaca, en que cambia su rumbo de norte a sur para derivar al oeste, hacia el que bajan los ríos Lubierre, Estarrún, Aragón Subordán y Veral. El camino real, columna vertebral de la región, descendía del Somport a Jaca, de allí se bifurcaba hacia Zaragoza, por el puerto de Oroel y hacia Pamplona, por la Canal de Berdún. A él se juntaban los que bajaban de los valles pirenaicos, trazados siguiendo el curso de los ríos. La geografía y la inseguridad obligaban a los montañeses a vivir encerrados en sus lugares, que en muchos casos eran verdaderas fortalezas: en Berdún, villa encaramada en lo alto de una meseta, las casas vuelven la espalda a la ladera y solo dejan una entrada al extremo de la calle mayor. La vida transcurría según ciclos anuales fijos, determinados por la agricultura y la ganadería. A fines de octubre, los ganados bajaban a la Tierra Llana (Cinco Villas,

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Representación idealizada de Jaca y sus Montañas en el siglo XVIII

Monegros, valles del Ebro y medio del Gállego), de donde regresaban a mediados de mayo, para la fiesta de la Santa Cruz. Pero no permanecían mucho tiempo en los pueblos: tras esta trashumancia horizontal comenzaba la vertical: a medida que iban agotando los pastos cercanos a los lugares, se iban encaramando a los pastos de verano o estivas, en los altos puertos, de donde bajaban otra vez para reanudar el ciclo de migraciones a la Tierra Llana. Los días transcurrían ritmados por los toques de campana; hasta el siglo XVI no comenzó la instalación de relojes en los lugares. Mediante una serie de repiques, conocidos por todos, al estilo de los toques de corneta de un cuartel, se difundían las noticias: apellido o alarma por fuego o ataque, convocatoria del concejo, agonía de un convecino. El último toque, al ponerse el sol, era el de oración y a partir de ese momento las gentes se recluían en sus casas y, en los lugares amurallados, se cerraban las puertas. El día transcurría en múltiples ocupaciones: los hombres trabajaban en el campo o con los ganados, las mujeres iban a buscar leña y agua, cuidaban de los animales de corral, de la propia casa, hilaban. Los días de fiesta las gentes, vestidas con sus mejores galas, acudían a la misa conventual de la mañana, amenizada en los pueblos grandes (Hecho, Ansó, Berdún, Siresa) con el sonido del órgano. Pero este ritmo apacible y previsible de la vida, no excluía que aquellos montañeses vivieran en un perpetuo estado de alarma. Como dice Julián Marías, “tenían la seguridad de la inseguridad”: sabían que algo les iba a pasar y ese algo, malo. A la inseguridad colaboraban ante todo las inclemencias meteorológicas, las fortunas del tiempo, como entonces se decía. Son constantes las alusiones, en la documentación antigua, a riadas y lurtes (es decir, aludes), a tronadas y pedregadas que arruinaban el esfuerzo de muchos meses y aún años. Una enorme nevada imprevista cayó sobre Jaca el día de San Jorge de 1580, como hizo constar el notario Tadeo de Lasala. En 1597 un documento cheso habla de las grandes riadas y avenidas que el río de Aragon a hecho. En enero de 1602 don Sancho Abarca inspeccionaba el camino de Embún a Bearne: totalmente destrozado por las lurtes, niebes y grandes abenidas de agua. Y a fines del siglo XVIII unas incesantes lluvias inundaron toda la comarca, causando enormes destrozos.

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A esto se unían las pestes, como las que amenazaron el Pirineo repetidas veces durante el siglo XV. Las más graves fueron las de 1564 y 1653, que diezmaron la población de Jaca y sus valles circunvecinos. Aparte de algunos remedios elementales, como purgarse y limpiarse el cuerpo, la única medida profiláctica consistía en el aislamiento para evitar el contagio: los estatutos de Canfranc hablan de poner guardias en caso de epidemia y guerra y durante la peste de 1564 los concejos de Hecho y Baraguás prohibieron la entrada de los jaqueses en sus lugares. Las numerosas guerras hispanofrancesas colaboraron asimismo a la intranquilidad. Desde el siglo XIV hasta el XIX, no hay centuria en que El “Puente de Abajo”, de Canfranc, de origen medieval no se registre una invasión o alarma y reconstruido en 1599 a causa de las inundaciones del en los valles: en 1570 el concejo de río Aragón Hecho ordenaba a los pastores que subieran con sus armas a defender los puertos en cuanto oyeran el toque de alarma. Casi era peor el paso de los soldados reales que el de los enemigos: en 1533 los de Aragüés del Puerto se quejaban de que diez años antes los soldados pasaron en Gascuña y estuvieron mucho tiempo por las montañas de Jaca, donde hicieron grandes daños, valorados en 1.990 sueldos. También tenían que contar con los incendios, como los que arrasaron Panticosa en 1536, Aragüés del Puerto en 1601 y Canfranc en 1617, en cuyo ocho de agosto y en tres horas se quemó toda la villa, incluida la iglesia parroquial. Por ello, en el siglo XVII los canfranqueses establecieron un servicio contra incendios: construyeron seis escaleras grandes que alcanzaran al techo de las casas y seis picas con sus ganchos o grifios para ayudar a enderezarlas. Al tocar la alarma la campana, las mujeres debían acudir al lugar del siniestro con ferradas llenas de agua y los hombres agruparse en torno a los jurados, que dirigirían las operaciones. Y a todo esto debe unirse el bandolerismo, endémico en la segunda mitad del siglo XVI y que resurgió a mediados del siglo XVII, con ocasión de la guerra de Cataluña. A lo largo de esos años son muy numerosos los desaforamientos de los lugares y las llamadas al verdugo de Jaca para hacer justicia de ladrones y salteadores de caminos.

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La dureza del clima imponía una determinada forma de arquitectura doméstica, con una cierta diferencia entre los altos valles y la Canal de Berdún. Se conservan aún muchos de estos edificios: de piedra, con tejado a dos vertientes muy pronunciadas, con grandes aleros para alejar de las fachadas la nieve y el agua, y generalmente de dos Procesión religiosa entre las ruinas de Canfranc, hacia el año 1950. pisos. Las ventanas y abertuCanfranc fue pasto de las llamas en varios incendios generalizados, ras se reducen al mínimo, especialmente graves los de 1617 y 1944 para conservar el calor, por ello suelen orientarse al sur y las paredes que dan al norte están casi cerradas. Sobre la casa campea la gran chimenea cónica o prismática, que constituye una de las características de la vivienda pirenaica. La casa estaba constituida por un conjunto de edificios e inmuebles: casa, pajar, cuadra y huerto, a veces agrupados en torno a un patio, cerrado con un muro de piedra. La planta baja se destinaba a almacenes de aperos, vino y alimentos, como trigo y aceite. En la superior estaba la vivienda centrada en la gran chimenea de la cocina, donde, durante los meses de invierno, se guisaba, comía y vivía en torno al fuego. Con el paso del tiempo, las chimeneas fueron mejorando, se introdujo la llamada chaminera o chimenea francesa, empotrada en el muro y rodeada de un marco, que es el modelo que utilizamos hoy en día. El contrato, de 1625, de la nueva casa del infanzón cheso Agustín Pérez (aún subsistente, con algunas modificaciones posteriores) nos describe un edificio de dos pisos más el tejado y los amplios desvanes bajo él: la falsa. A ella se entraba por una gran portalada de piedra, coronada por el blasón del linaje. En la fachada principal se abrían cinco ventanas en el primer piso y cuatro en el segundo. En éste se situaban los aposentos: dos dotados de las chimeneas a que he hecho referencia y la cocina, bajo la chaminera redonda. Los cuartos, supremo lujo, estaban empedregados de piedra redonda. La casa disponía, además de unas secretas o retrete, cuya ubicación se deja al arbitrio del arquitecto. En el corral se encontraban, con total desprecio de la higiene, otra chimenea para guisar y hacer coladas en verano, la zolla (porqueriza) y el gallinero. Por el contrario, en Martes, en 1563 se edificaba una casa de aspecto menos hosco: con portal cuadrado y encima una ventana quadrada y honesta, que permitiera la entrada de la luz y el aire. Por esos años, el boticario de Berdún tenía bodega, soleador, herbero y una torre con dos ventanas: el relativamente mejor clima de la canal le permitía estas comodidades. Las casas estaban techadas con losas de piedra o pizarra (según las zonas), o con tejas. El concejo de Berdún en el siglo XVI tenía contratado a un tejero navarro para fabricar tejas y rejolas, con una pro102

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ducción de 30.00 piezas al año. Y en el citado contrato del boticario, se habla de tejar el tejado con mortero o lodo, puesto sobre la tablazón y bajo las tejas, lo que constituía un elemental, pero eficaz aislante. El menaje doméstico era muy limitado. Los utensilios de cocina eran de hierro, generalmente fabricados por el herrero del pueblo. Sobre el fogaril colgaba de Casa tradicional en Arrés, con escasos vanos en la fachada, las cadenas, o caldarizo, una gran chimenea troncocónica y tejas que sustituyen al tejado de losas olla de hierro. Al fuego se arrimaban también los pucheros o pequeñas ollas mediante treperos (trípodes). Asadores o espedos, sartenes y otros recipientes completaban el menaje. Como instrumentos: raseras, cucharas de hierro, talladores, cuchillos. Las casas acomodadas tenían ollas de cobre, que figuraban en las dotes de las novias, y algunos vasos de lujo, como picheles de estaño o tazas de plata. La vajillas podían ser de madera (fust) o de cerámica de mejor o peor calidad, fabricada generalmente en Jaca, donde consta la existencia de cantareros a lo largo de los siglos, que incluso hacían cerámica vidriada. En el siglo XVIII comienzan a aparecer los calderos de arambre o latón, fabricados en Jaca por los Pratosí, que consta trabajaban en los valles pirenaicos. Como nada se desperdiciaba entonces, se le daba el caldero viejo para que lo fundiera y se le pagaba la cantidad de latón que había debido añadir el artesano. Los inventarios pirenaicos de siglos pasados admiran por su sobriedad. Aparte de camas de tabla o con jergón de cuerdas, el mueble rey era el arca, del que figuraban varias en cada casa, traídas con su ajuar por las sucesivas esposas de los herederos de la casa. Una variante era el arquibanco, arcón con respaldo y tapa que se alzaba. También se citan escaños o bancos, lo que hoy llamamos cadieras, que rodeaban el hogar y otros asientos: escabeches (taburetes), cadieras, o sillas con respaldo. En 1583 los monjes de San Juan de la Peña encargaron a un ebanista de Barbastro la fabricación de sillas de asentar de roble y cuero, de respaldo alto como agora se usa: son los que llamamos sillones fraileros, que harían fortuna. En las casas mas acomodadas pueden aparecer algunos bufetes, arquimesas o escritorios y algún mueble de más lujo, pero en las casas de la clase media montañesa reinaba la austeridad, como hemos visto. La ropa de casa y cama era igualmente muy poco variada: sábanas de lino o estopa, rudas mantas tejidas por los pelaires del lugar y sobrelechos de pieles de cordero. Algunas toallas o toallones es decir, manteles, de lienzo, quizás adornados con alguna lista de colores, con sus servilletas y los enxugamanos, que es lo que ahora llamamos toallas.

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Escena familiar ante la gran chimenea gótica de la Casa de Hago, en Jaca (Grabado de Parcerisa, 1844)

La iluminación era un grave problema. El aceite era producto de importación, por tanto muy caro, se reservaba para la lamparilla del Santísimo en la iglesia y quizás para algunos candiles o velones en las casas más acomodadas. Lo mismo ocurría con las velas de cera. El sistema más común eran las teas o tiedas, astillas de pino resinoso que ardían en los tederos o soportes de hierro junto a la chimenea. Los concejos se vieron obligados a reglamentar su corta, para evitar abusos: en Borau se autorizaba que cada casa cortara cada año tan solamente dos ornados. La vestimenta estaba asimismo determinada por el clima. Como única ropa interior, para hombres y mujeres, la camisa, de lienzo, de estopa o de cuerpo de lienzo y faldones de estopa. Como calzado, abarcas de cuero, atadas mediante las abarqueras a las recias medias de lana o peducos. Calzones cortos, cerrados (y no abiertos enseñando las marinetas o calzoncillos, como es la moda actual) un jubón o chaleco y una chaquetilla. Para el invierno, largas capas para proteger del frío. Como cubrecabezas, monteras de cuero o tela, y en los días de fiesta sombreros, fabricados en Jaca. A principios del siglo XVIII se pone de moda la anguarina, prenda de abrigo a manera de casulla, sin mangas. Las mujeres llevaban sobre la camisa la saya o basquiña, más severa y sin entallar en Ansó, entallada en Hecho. Las mangas eran de colores y se ataban sobre las de la camisa. En otros valles, llevaban la basquiña: falda y cuerpo en una pieza y bajo ella las faldillas, que mostraban levantando sabiamente la saya. Los tejidos eran rudos y generalmente de fabricación local: se habla de sayal, estameña y cadí, una especie de fieltro que hacía las funciones de impermeable.

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La alimentación era asimismo muy poco variada: hortalizas (nabos, bisaltos, judías verdes y coles) cultivadas en los huertecillos familiares; frutas, como nueces o manzanas, carne de cordero y borrego, leche y queso y miel para endulzar. El vino se cultivaba en Jaca, en el Solano del Gas, y en la Canal Vestimentas del siglo XVII. Detalle de las pinturas de la capilla de de Berdún hasta el siglo Santa Orosia, en la catedral de Jaca XVII. Los valles altos tenían graves dificultades para proveerse de esta bebida, considerada como alimento y medicina, lo traían de la Canal, de tierras navarras o del Somontano oscense. La sal, indispensable para personas y ganados, se traía de las salinas de los alrededores del actual pantano de la Peña, propiedad del monasterio pinatense. Y en los comercios de Jaca o en las tiendas de los lugares se podían comprar otros alimentos: especias, pescados salados, secos o remojados, y desde el siglo XVII tabaco de Brasil El abastecimiento, mediante recuas y por los caminos de que hemos hablado, era muy irregular. Muestra de ello es que el concejo canfranqués en el siglo XVII dispuso que en caso de carencia de abastecimientos, se podían expropiar los productos que los vecinos tuvieran almacenados para distribuirlos entre sus convecinos, eso sí, pagándolos al propietario a precio de coste. Esta vida dura y exigente, dejaba poco lugar para las diversiones. Estas se reducían a ir a la taberna del pueblo, que en verano sacaba posadita, es decir, ponía sillas en el exterior, juegos de azar, como los dados y naipes, o de destreza, como los trellos y la ballesta, o los bolos y la pelota. Lo que hoy llamaríamos ludopatía hacía presa en aquellos montañeses y los concejos se esforzaban por limitar los daños que este vicio podía producir entre los pastores y vecinos del pueblo, limitando los días, lugares y aun horas en que se podían Habitantes de los valles de Hecho y Ansó practicar los juegos de azar. (Grabado de Parcerisa, 1844)

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Nuestros antepasados gustaban de reunirse a celebrar fiestas y banquetes de bodas o cofradías; en Borau el concejo invitaba a vino en la casa de la villa en ocasiones señaladas. En las Pascuas del año cuando un cura tomaba posesión de su parroquia, la costumbre le obligaba a invitar a sus feligreses, contra lo que tronaban los obispos, que veían muy disminuidos los ingresos a causa de estos usos

El cementerio o fosal, todavía en el exterior de la iglesia de los pueblos pequeños, como en Alastuey

A pesar de nevadas y sequías, de guerras y calamidades, nuestros antepasados supieron, con tenacidad y austeridad, salir adelante, hacer progresar sus lugares y construir las ciudades, villas y pueblos que constituyen nuestra señas de identidad montañesa.

Bibliografía — BELTRAN MARTÍNEZ, Antonio (1990): Costumbres Aragonesas, Editorial Everest, León. — GÓMEZ DE VALENZUELA, Manuel (1998): Documentos sobre artes y oficios en la diócesis de Jaca, Zaragoza, Institución Fernando el Católico. — (2000): Estatutos y actos municipales de Jaca y sus Montañas, Zaragoza, Institución Fernando el Católico. — (2001): La vida en el valle de Tena en el siglo XV, Huesca. — PALLARUELO, Severino (1988): Pastores del Pirineo, Madrid, Ministerio de Cultura. — SOLÉ SABARÍS, Luis (1951): Los Pirineos, Ed. Alberto Martín, Barcelona. — VIOLANT SIMORRA, Ramón (1949): El Pirineo Español, Ed. Plus Ultra, Madrid, (hay reedición moderna). — VVAA (1988): Alto Aragón: sus costumbres, leyendas y tradiciones, tomos I y II, edición de EIASA, Madrid. — VVAA (1981): I Congreso de Aragón de etnología y antropología, Zaragoza, Institución Fernando el Católico. — VVAA: Revista: Temas de Antropología Aragonesa, Instituto Aragonés de Antropología.

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