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JUAN A. RUIZ DE GOPEGUI
LAS FIGURAS BÍBLICAS DEL DIABLO Y DE LOS DEMONIOS ANTE LA CULTURA MODERNA En un mundo como el nuestro en que, pese a los adelantos, cunde el mal, y la maldad se ensaña en muchedumbres humanas, surge -pertinaz- la tentación de apelar a figuras míticas para zafarnos de nuestra responsabilidad -por acción u omisión- en las pequeñas o grandes tragedias humanas. Una lectura superficial -literalista o fundamentalista- de la Biblia abonaría este álibi de la responsabilidad humana y no ayudaría en absoluto a resolver los problemas que la humanidad tiene planteados en el umbral del tercer milenio. Consciente de este peligro, que siempre nos acecha, el autor del presente artículo explica cómo, cuándo y por qué entró en la conciencia cristiana la creencia en el diablo y sus huestes y cuál es el verdadero significado de esas figuras que pertenecen a otro universo cultural, distinto del nuestro. As figuras bíblicas do diabo e dos demónios em face da cultura moderna, Perspectiva Teologica, 29 (1997) 327-342. AS figuras bíblicas e dos demônios em face da cultura moderna, Perspectiva Teologica, 29 (1997) 327-342.
¿Traducir o enseñar a interpretar? Para transmitir la revelación de la victoria de Cristo sobre todos los poderes del mal el NT utiliza, entre otras, las figuras de Satanás, del diablo y de los demonios o espíritus malos o impuros, los cuales en la época de Cristo formaban parte del horizonte cultural común a todos los pueblos. El lector u oyente del Evangelio de nuestro tiempo puede preguntarse: ¿hasta qué punto aquellas representaciones bíblicas de las fuerzas del mal forman parte de la revelación o son sólo un revestimiento cultural de una determinada época, que debe ser expresado en un nuevo lenguaje? En la teología postconciliar, la figura de Satanás no ocupa un lugar destacado. Tanto en las obras de teología como en las de catequesis es sustituida por el término genérico de "mal". Los propios textos del Vaticano II son también bastante parcos en la explicitación de las figuras bíblicas del diablo o de los demonios. Los mencionan preferentemente con la denominación del Maligno. Estas actitudes teológicas delante de la figura del diablo tienen antecedentes en la propia Escritura. En la carta a los Romanos Pablo habla del Pecado (43 veces) para referirse al poder del mal, y sólo una vez se refiere a Satanás (16,20), para decir que "en breve, el Dios de la paz aplastará a Satanás bajo vuestros pies", afirmando así, en una perspectiva escatológica y sirviéndose de la simbología judaico-apocalíptica, el triunfo de Cristo sobre las divisiones y los escándalos provocados por algunos miembros de la comunidad. Es obvio que podemos hablar de la victoria de Cristo sobre el mal sin referirnos a las figuras bíblicas del diablo o de los demonios, pero no podemos olvidar que, gracias a la renovación bíblico-litúrgica, la Biblia está en manos de todos y que los fieles oyen en su propia lengua los textos evangélicos, en los cuales la figura del diablo y de los endemoniados aparece frecuentemente. Para una correcta comprensión de la fe, ¿basta
JUAN A. RUIZ DE GOPEGUI con que, en la teología y en la catequesis, se sustituyan los diversos nombres del diablo por la palabra Mal? Es urgente, pues, una catequesis sobre los textos bíblicos que hablan del diablo, para que el pueblo cristiano aprenda a interpretarlos correctamente en el horizonte cultural moderno, sabiendo que el cristiano debe acoger, juntamente con el contenido de la fe, el lenguaje multiforme en que ese contenido ha sido transmitido en los textos bíblicos. Esto quiere decir que los símbolos bíblicos de la expresión de nuestra fe no pueden ser abandonados, sino que deben ser interpretados para poder ser correctamente comprendidos en cada época. No basta traducir, es preciso aprender a interpretar los símbolos bíblicos, porque la misma liturgia, para no perder el contacto con la fuente de la revelación divina, siempre se expresó y continuará expresándose en el lenguaje bíblico. Como repetía Juan Luis Segundo, la misma Biblia sigue este método: con sus frecuentes relecturas del mensaje, más que enseñarnos contenidos fijos, nos enseña a aprender: aprender a reconocer y confesar la Palabra eterna e inmutable en las circunstancias mudables de la historia.
Un preámbulo necesario: el símbolo y el concepto Si la Biblia hablase sólo del mal desde el punto de vista sociológico, físico o psíquico no precisaría recurrir al lenguaje simbólico. Pero el mal del que habla es el mal que alcanza en su raíz la obra de la Creación, el mal que pervierte las obras de Dios. Y, entonces, para hablar de Dios y de todas las realidades relacionadas con lo divino sólo es posible la forma metafórica, ya que ninguna realidad creada puede significar directamente al Creador. Siguiendo a P. Ricoeur, entendemos por símbolo "toda estructura de significación en que un sentido directo, primario, literal, designa además otro sentido indirecto, secundario, figurado, que sólo puede ser aprehendido a través del primero". Lo distinguimos del simple signo o de la mera función significativa de todo lenguaje. El símbolo es un signo abierto a sentidos escondidos, pero fecundos, que es preciso interpretar. Sus características esenciales son: la doble intencionalidad, el carácter analógico, la dimensión desveladora o epifánica, la función mediadora o relaciona¡ y su eficacia en hacer algo presente. El lenguaje simbólico es el lenguaje por excelencia de la comunicación personal y, por tanto, del lenguaje de la revelación o auto-comunicación divina. Lo simbólico no equivale a lo irreal, sino que puede expresar lo real de una forma mucho más densa que el lenguaje abstracto. Definir el mal en lenguaje abstracto, como "carencia de un bien debido", prescindiendo de las formas concretas en que el mal se manifiesta, puede justificar sofismas propios de la ideología burguesa, como afirmar que ser bueno o malo depende sólo de nuestras opciones libres. ¡Que se lo digan a un menino que nació en una favela y que, por la fuerza de las perversas circunstancias que envolvieron su infancia, se vio obligado a abandonar el hogar y a vivir en la calle! El lenguaje simbólico sobre el mal, por el contrario, junta todas las experiencias del mal en un símbolo y trata de expresar así la profundidad abismal del mal. En términos teológicos es necesario hablar del misterio de iniquidad y esto sólo se puede hacer
JUAN A. RUIZ DE GOPEGUI recurriendo a innumerables y variados símbolos, los cuales dependerán del horizonte cultural de cada época.
Los símbolos bíblicos del mal Los símbolos bíblicos del mal son polimorfos. En las primeras páginas de la Biblia encontramos la serpiente, que no es identificada con el diablo ni presentada como una máscara de Satanás. En un determinado momento de la historia bíblica aparecerá la figura de Satán, que a lo largo de la historia sufrirá considerables evoluciones semánticas. La Biblia griega traducirá el término por Satán (simple transliteración del hebreo), o por diábolos. Después de la cautividad de Babilonia, entraron en el mundo cultural del judaísmo una constelación enorme de demonios. Juan hablará, además del diablo, del Príncipe de este mundo, del Padre de la mentira, Pablo preferirá hablar del Pecado; el Apocalipsis pondrá en primer plano la figura del Dragón. Esas figuras no son simplemente sinónimos y su función específica debe ser respetada. Satán. El término hebreo significa enemigo (en algunos textos de la Biblia se refiere a los enemigos militares), adversario, seductor. En el libro de Job (un midrash, un relato o narración figurada para discutir teológicamente el misterio del mal y el de la providencia divina) aparece "entre los hijos de Dios" . No es una figura perversa, sino como un promotor de la justicia o "acusador" quien, con el permiso de Dios, tienta o pone a prueba a Job. En la concepción del antiguo Israel quien tienta o induce el mal es el propio Yahvé. Más tarde se creó el personaje de Satán, para retirar de Dios esta odiosa función (en 2S 24,1 se atribuye a Dios la misma acción que la relectura del mismo episodio en I Cro 2 1,1 ya atribuye a Satán). En la concepción popular, la imagen de Satán como instrumento de la cólera divina pasa a un segundo plano y va tomando cuerpo la imagen de un ser perverso, enemigo de Dios. Diablo. Es la traducción griega de Satán. Como en el original hebreo, significa, el enemigo, el calumniador, el seductor. Demonios. De acuerdo con la creencia popular, la palabra daimónion designaba en el mundo antiguo a dioses o semi-dioses que, con su poder sobrehumano imprevisible y no raramente pernicioso o amenazador, influían en el destino de los hombres. La magia intentaba controlar estos poderes. En Babilonia, el pueblo judío entró en contacto con la desarrollada demonología mesopotámica, pero las severas prohibiciones de la magia en la Ley de Moisés impidieron que tales creencias penetrasen en los escritos bíblicos, aunque de alguna manera llegaron a influir en el lenguaje. El término daimónion aparece en el AT griego sólo 19 veces, de ellas 9 en el libro de Tobías (relato ficticio edificante que intenta transmitir un mensaje religioso), en el cual el demonio Asmodeo, apasionado por Sara, va matando sucesivamente sus siete maridos en las respectivas noches de boda, hasta que Tobías, protegido por el ángel Rafael, supera el maleficio. En otros seis pasajes, el término designa los ídolos; en otras tres ocasiones, se refiere a los habitantes casi míticos del desierto. Por fin, en el salmo 91 (v.6) el término designa una plaga. No se trata, pues, de un ser personal (el término daimónion es de género neutro), aunque la terminología pueda reflejar de alguna manera creencias de Mesopotamia.
JUAN A. RUIZ DE GOPEGUI El cuidado de los escritores bíblicos en evitar la contaminación con las creencias de los pueblos paganos no impidió que se extendiese entre el pueblo judío la atribución de ciertas enfermedades -las de carácter psíquico o neurológico- a fuerzas maléficas que son designadas con el nombre de demonios (mejor sería decir fuerzas demoníacas) o de espíritus impuros. En los Evangelios, las enfermedades cuyas causas o síntomas son externos (lepra, parálisis) nunca son atribuidas a los demonios; pero las enfermedades "internas", cuyas causas eran desconocidas para la medicina, sobre todo cuando sus síntomas se presentan de forma intermitente (por ej., epilepsia, esquizofrenia, sordez, mudez, etc., son concebidas como causadas por un demonio o por una fuerza demoníaca. La designación de los demonios como espíritus impuros se debe a que estos enfermos contraían "impureza legal" y quedaban apartados de la plena participación en los actos litúrgicos o en las asambleas de la sinagoga. Esto dará un sentido mesiánico muy claro a las curaciones de Jesús. Por contaminación semántica, el sentido del término se amplía a las conductas que no encajan en los parámetros socialmente establecidos. Así fueron llamados endemoniados Juan Bautista (Mt 11, 18) y Jesús (Mc 3,30; Jn 8,52). Resumiendo este apartado podemos decir: la Biblia admite la existencia de fuerzas o poderes que se oponen al Reino de Dios y al bienestar del hombre; ni el AT ni el NT presentan una concepción unitaria de tales poderes, representados por figuras y creencias populares diversificadas. Aun que nos permita reconocer rasgos personales, el conjunto de esas figuras no llega a constituirse en una figura que justifique el concepto de un ser personal.
Integración en este marco cultural de la fe en el Dios Creador Delante de este horizonte cultural en el cual el ser humano está concebido como sometido a las influencias de poderes oscuros, la fe de Israel se vio obligada a pensar en la relación de esas fuerzas con el dominio absoluto de Dios sobre la creación y con la responsabilidad humana ante el Dios de la alianza. El relato del paraíso, en el que se narra simbólicamente el pecado de la humanidad, tiene como finalidad primera responsabilizar al hombre y a la mujer por haber sucumbido a la tentación representada por la figura de la serpiente, imagen de la fascinación y, al mismo tiempo, del carácter traicionero y engañador de toda tentación. Ésta queda configurada en la propuesta de "ser como dioses" o de adquirir el poder de decisión arbitraria y egoísta sobre el bien y el mal. En el relato, la figura de la serpiente no tiene nada que ver con la figura posterior del diablo. La personalización del mal en Satán y su creciente comprensión como fuerza que se opone a Dios llevaron a los autores de los libros apócrifos del período intertestamentario a urdir una curiosa historia (Vida de Adán y Eva), que intentaba conciliar la unicidad del poder creador de Yahvé con la presencia en el mundo de una fuerza que se opone a Dios. En polémica con el dualismo de los pueblos vecinos Satán es imaginado como un ángel creado por Dios que, haciendo mal uso de la libertad, se pervirtió. Es la historia de
JUAN A. RUIZ DE GOPEGUI la expulsión de Satanás de la gloria celeste por no haber querido adorar a Adán, hecho a imagen de Dios. Este relato (midrash haggádico o interpretación narrativa de los escritos bíblicos) intenta, no definir la naturaleza de Satanás o de los ángeles, sino mostrar la grandeza del hombre y de la mujer, creados a imagen de Dios y capaces de suscitar la envidia incluso de los seres celestes, y, al mismo tiempo, explicar su situación de conflicto en el mundo, amenazados por la tentación y la desgracia. La Biblia nunca hizo suya esta interpretación, que, un tanto cristianizada, pasará a formar parte de la interpretación de las figuras bíblicas del mal en la época patrística. (En los Padres, la rebelión del ángel malo no habría consistido en negarse a adorar la imagen de Dios en Adán, sino la Palabra de Dios hecha carne en Jesucristo). Por una exégesis equivocada y arbitraria de algunos textos bíblicos (Is 14, 12, Job 41, 40) los Padres comenzaron a designar el ángel caído como Lucifer. El texto de Isaías (¡Cómo has caído del cielo, lucero de la mañana, hijo de la aurora! ¡Fuiste derribado por tierra, tú que subyugabas las naciones!) se refiere a la caída del rey de Babilonia recurriendo a un poema que alude a los mitos sobre las caídas de los dioses rivales. Posiblemente contribuyó también a esta interpretación de los Padres el hecho de que ya el midrash judío hablaba de Satanás como ángel resplandeciente y Pablo, aludiendo probablemente a estas tradiciones, afirma que el tentador se disfraza de ángel de luz (2Co 11, 14). Para justificar la adopción por la Biblia del midrash extrabíblico sobre la caída de los ángeles no cabe apelar ni a la afirmación de Jesús en Lc 10, 18 -veía yo caer Satanás del cielo como un rayo(forma figurada de hablar del éxito de la misión de los discípulos y su victoria sobre los poderes que se oponen al Reino) ni los textos de judas 6 y 2P 2,4 que constituyen llamadas al temor de la justicia de Dios citando para ello ejemplos bíblicos de carácter legendario. Entre estos ejemplos hay que contar el castigo de los ángeles (o hijos de Dios) que abandonaron su posición seduciendo a mujeres, del que se habla en el enigmático texto de Gn 6,4, leído a través de comentarios de libros apócrifos como Henoc. Evidentemente, estas alusiones vagas e imprecisas deben ser consideradas sólo como una contaminación cultural del lenguaje en una época -la del judaísmo tardío- en que pululaban innumerables especulaciones apocalípticas.
Jesús, el exorcista Entre las diversas sanaciones milagrosas realizadas por Jesús mediante exorcismos, figuran las de enfermedades que en su tiempo se atribuían a los demonios. ¿No sabía Jesús, el Hijo de Dios, que sólo eran enfermos mentales o personas con trastornos neurológicos? Según la doctrina de los antiguos concilios, la naturaleza humana de Jesús de ninguna manera se mezcla o se confunde con la naturaleza divina: su inteligencia y su saber no se mezclan con la inteligencia divina, única e indivisible, del Padre, del Hijo y del Espíritu. Así, pues, la inteligencia de Jesús estaba circunscrita dentro del horizonte cultural de la época , y él se presentaba como un exorcista, una figura relevante en el mundo religioso de entonces. Y esto ciertamente tiene un significado teológico: Jesús
JUAN A. RUIZ DE GOPEGUI viene a "exorcizar" todas las fuerzas, que al oponerse a la santidad de Dios, destrozan o desfiguran la vida humana. ¿Concebía Jesús los demonios como fuerzas personales o sólo como fuerzas impersonales que perturbaban la vida humana? Esta pregunta ya no es tan fácil de contestar. Probablemente, entre el pueblo, existía la tendencia, de concebir estas fuerzas como subordinadas a poderes personales y, en último término, al príncipe de los demonios, Satanás. En la discusión con Jesús, los escribas llegados de Jerusalén, al acusarlo de expulsar los demonios con poderes mágicos, dicen que Jesús expulsa los demonios por el poder de Belcebú, extrañamente identificado como el "príncipe de los demonios". La respuesta de Jesús nos hace sospechar en él una mentalidad un poco diferente. Como se dice ya en el prólogo del Evangelio de Marcos, en el relato de la confrontación con el tentador en el desierto, hay dos poderes en lucha: el poder o Espíritu de Dios, en nombre del cual Jesús expulsa los demonios, y las fuerzas que se oponen al Reino de Dios, simbolizadas por el poder de Satán. Jesús argumenta que si él actuase por un poder demoníaco, Satán estaría contra él mismo y su dominio estaría ya en una etapa final. La argumentación de Jesús, obviamente situada en el contexto de la mentalidad de sus acusadores, sólo quiere mostrar que sus curaciones y exorcismos demuestran el poder del Espíritu de Dios venciendo a Satanás. Los relatos de los exorcismos no nos pueden traer mayores esclarecimientos sobre la mentalidad del exorcista Jesús, ya que están "teologizados" a través de los diálogos de los demonios. Estos relatos se convierten en paradigmas de la victoria definitiva de Jesús sobre los poderes del anti-reino, que no puede ser pensado como un "Reino de Satán" (estaríamos muy próximos a una concepción dualística del mundo). Hay serias razones para afirmar que el "pensamiento teológico" de Jesús delante de estos poderes, que acabarían siendo para él mismo una amenaza mortal, aun sin salir del ámbito cultural de la época, había ido progresando hacia una mayor lucidez en cuanto a la identificación de la raíz profunda del mal. Ella está en el corazón del hombre, porque "do que vuelve al hombre impuro es el mal que sale de su interior" (Mc 7,23). Hay ahí un camino precioso para identificar el simbolismo profundo de la expulsión de los espíritus impuros y para intentar penetrar un poco en el misterio insondable de la conciencia humana de Jesús. Ciertamente, él no vio en los pobres epilépticos o endemoniados una amenaza al Reino, sino que sintió esa amenaza en aquéllos que los habían excluido de la convivencia religiosa y social y que por envidia motejaban de Belcebú a quien los acogía y les abría las puertas de esa convivencia (Véase Mt 10,25) Los relatos (de carácter midráshico) de las tentaciones de Jesús por Satanás confirman la afirmación anterior, ya que esos relatos se refieren al combate de Jesús con las fuerzas que se oponían a su mesianismo, intentando desviarlo de los caminos de Dios. A lo largo del relato evangélico es fácil identificar cuáles fueron esas fuerzas: no fueron ciertamente fuerzas extramundanas las que crucificaron al Mesías. La última frase del relato de Lucas (agotada toda tentación, el diablo se apartó de él hasta el momento fijado) sólo se puede referir a la pasión, la "prueba" decisiva para el Mesías. Y según los Evangelios, los actores de esa prueba todos son seres humanos.
JUAN A. RUIZ DE GOPEGUI Otro concepto utilizado por Jesús para referirse a los poderes que se oponen al Reino y que inicia ya en los Evangelios un proceso de desmitificación en relación a las creencias populares sobre fuerzas extramundanas es la figura del escándalo, la piedra que hace tropezar y caer. El análisis de los 24 textos sinópticos en los que se echa mano de esta figura muestra que todos los obstáculos que se oponen al Reino e impiden entrar en él son "humanos".
Los azares y el sentido de una interpretación No tiene nada de extraño que la interpretación extrabíblica del demonio dada por los apócrifos judíos condicionara la interpretación de la figura bíblica de Satanás. Y no es nada anormal que esta interpretación entrara en crisis cuando se comenzó a conocer mejor los orígenes polimórficos de los males, antes proyectados en seres extraterrestres. No podemos ignorar que incluso hoy ese universo mítico de fuerzas del mal personificadas continúa siendo para muchos el horizonte de comprensión del mal. En tal horizonte cultural no hay otro camino para escapar al dualismo maniqueísta que la concepción de Satanás como un ser creado bueno, un ángel pervertido por el pecado. Es lo que declaró con firmeza, en su decreto Firmiter, el IV Concilio de Letrán: "El diablo, por tanto, y los otros demonios fueron creados ciertamente buenos en su naturaleza, pero ellos por sí mismos se volvieron malos". Es discutible que el Concilio hubiera querido definir positivamente la existencia de los demonios, algo que de ninguna manera estaba cuestionado y que el horizonte cultural y los procedimientos de hermenéutica bíblica no permitían todavía poner seriamente en duda. En opinión de grandes teólogos, la intención del Concilio era combatir el dualismo maniqueo de los cátaros: la creencia en dos principios de la realidad, uno bueno, creador del mundo del espíritu, y otro malo, origen del universo material.
Otros caminos de interpretación La interpretación de las figuras bíblicas con la ayuda del midrash judío de la Vida de Adán y Eva, un tanto cristianizado, condicionó inevitablemente durante siglos la lectura de la Biblia. Hoy, en el horizonte de la modernidad, que permite analizar con facilidad el origen de muchos males sin atribuírselos a causas extraterrestres, y sobre todo gracias al avance de los estudios de exégesis y hermenéutica bíblicas, el teólogo tiene el deber de preguntarse si tal interpretación está en consonancia con el conjunto de la revelación bíblica. Es posible, ciertamente, encontrar caminos de interpretación para las figuras bíblicas del mal que, evitando el dualismo maniqueo, salvando mejor la responsabilidad humana y respetando los textos bíblicos, sean capaces de superar las dificultades que la historia de los ángeles caídos suscita. Siempre les resultó difícil a los teólogos explicar cómo naturalezas perfectísimas pudieron rebelarse de forma definitiva contra Dios. Además, el carácter personal del diablo y de los innumerables demonios les obligaba a hacer verdaderos malabarismos filosóficos en la definición del concepto de persona. Pero,
JUAN A. RUIZ DE GOPEGUI para mí, hay dos dificultades principales que suscitan graves dudas sobre la viabilidad de la interpretación antigua. La revelación de las penas eternas o de la muerte eterna (las dos figuras son usadas en la Biblia) quiere ser un grito de alerta a la responsabilidad de la libertad humana: nadie podrá salvarse si rechaza de forma definitiva la gracia ofrecida por Dios. Pero la revelación cristiana jamás osó afirmar de alguna criatura humana que estuviera condenada para siempre. Entonces, pretender saber que hay infinidad de seres angélicos que fueron condenados para siempre, de acuerdo con la lógica y la congruencia del conjunto de las verdades reveladas, y dada la gravedad de la afirmación requiere el apoyo de una clara y explícita afirmación bíblica. Y ésta no existe. Si el diablo y los demonios estuviesen condenados definitivamente no se explicaría de ninguna manera -dentro de la lógica de la revelación- por qué son capaces de actuar en el mundo, cuando la afirmación central del cristianismo es la victoria definitiva de Cristo sobre los poderes del mal. El hecho de que el mal continúe en el mundo, incluso después de la victoria de Cristo, está en perfecta consonancia con la revelación cuando se trata del mal procedente de las libertades humanas. Y esto es así porque tan central como la victoria de Cristo sobre el mal es que esta victoria se realiza por el amor y el amor exige el respeto absoluto a la libertad. El Catecismo de la Iglesia católica, recientemente promulgado, mantiene la hipótesis de los ángeles caídos. Teniendo conciencia de esta dificultad se ve obligado a decir que la "permisividad divina de la actividad diabólica, aunque cause graves daños para cada hombre y para la sociedad, es un gran misterio, pero todos sabemos que Dios coopera en todo para el bien de aquéllos que le aman" (n. 395). Apelar de esta forma al misterio no es buena teología, ya que el "misterio cristiano" no puede ser un artificio para escapar a las dificultades teológicas. Antes de intentar una posible interpretación de las figuras bíblicas del mal, es necesario preguntarse si la fe cristiana obliga a creer en los ángeles caídos: la respuesta debe ser negativa. En el Credo proclamamos la victoria de Cristo sobre el mal, la redención y la salvación del mundo en la cruz; pero el diablo, en cuanto ángel caído, no es objeto de la fe cristiana. Sin embargo, esto no quiere decir que debamos abolir la figura bíblica de Satán, o la de los diablos, o la personificación paulina del Pecado, ya que todas esas figuras tienen la función de ayudarnos a penetrar en el abismo desconcertante y terrible del mal.
La perversión de la libertad creada o la rebelión de la creatura contra Dios ¿Qué es lo que la Biblia quiere revelar con la figura del diablo y de los demonios? Nadie puede negar que haya en el mundo fuerzas destructivas, que seducen de forma casi irresistible al ser humano. El que esas fue rzas se presenten como superando absurdamente la maldad individual y que actúen como fuerza seductora de la libre opción de cada individuo explica el hecho de que sean fácilmente proyectadas al mundo invisible de los espíritus perversos. Escuchando atentamente la revelación, la primera cosa que debemos afirmar es que esas fuerzas tienen su origen en seres libres y personales. Por un lado, no pueden ser fuerzas
JUAN A. RUIZ DE GOPEGUI maléficas de la naturaleza, ya que sería responsabilizarle a Dios del mal. Por otro, la recta razó n y la revelación no permiten responsabilizar a una determinada persona por el mal del mundo, ni siquiera por algunos de ellos, de forma aislada. Por eso mismo los causantes de horribles males (por ej., las matanzas en masa -programadas- de millones de inocentes) son también víctimas de fuerzas seductoras. Si consideramos el ser humano aisladamente, fuera de cualquier relación con sus semejantes, se puede incurrir fácilmente en la ilusión de concebir fuera de la humanidad y de forma mítica las fuerzas seductoras y destructoras del mal. Pero, si consideramos el ser humano como un ser que nace y se va haciendo en relación con los otros, un ser que no puede ser pensado fuera de esta relación con los otros, entonces no nos será preciso acudir a esas fuerzas míticas para comprender que el poder seductor del mal, sin identificarse con ningún ser humano y presentándose a cada uno de ellos como exterior a sí, pueda tener su origen en el conjunto de todos ellos o, si queremos, en la red de relaciones por ellos constituida. La perversión de esta relación constitutiva de los seres humanos puede convertirse en una fuerza destructiva y seductora que, incluso procediendo de ellos, se presenta como exterior a cada individuo y que supera inmensamente la maldad de cada una de las libertades que la originan. La revelación bíblica va más lejos. El hombre es un ser llamado desde su origen a una relación con Dios, es un ser en diálogo con Dios, un ser que nace por el Espíritu de la Palabra creadora de Dios. El hombre está constituido por un lenguaje sublime que es el diálogo con Dios. Y este diálogo con Dios constitutivo del ser humano envuelve necesariamente el diálogo recíproco con todos los hermanos. A la luz de la relevación divina, la consecuencia es obvia. La perversión de este diálogo se convierte en una fuerza destructiva y seductora, fuerza que será denominada en la Biblia "Satán": el Enemigo, el Adversario. Ella tiene, de alguna manera, carácter personal, ya que no existiría sin las personas. Pero, siendo "personal", no puede identificarse con ninguna persona individualizada. Pedro, según el testimonio del propio Cristo, puede hacer en un determinado momento el juego a Satán, el cual en aquel momento, sin Pedro, no hubiera tentado a Jesús (Véase Mc 8,33). Pero Pedro solo no es Satán. Pero, si Satán puede ser considerado (de manera analógica) "personal", ya que tiene su origen en la perversión de las relaciones personales, en su esencia más profunda debe ser pensado como aquello que hay de más impersonal y más destructor de la persona en las relaciones humanas. Satán o el Diablo (mejor diríamos, dentro del horizonte de la modernidad, lo diabólico o satánico), como todas las fuerzas demoníacas, es una máscara (que es otro sentido de la palabra persona), un personaje que representa el conjunto de las fuerzas concretas destructivas de la persona. Más que persona debería ser llamado el anti-persona por antonomasia. De ahí que merezca las designaciones bíblicas de Adversario, Seductor, Mentiroso, Homicida. Estas afirmaciones se sitúan en la línea de pensamiento de notables teólogos. W. Kasper afirma: "El Diablo no es una figura personal sino una no- figura que se disuelve en alguna cosa de anónimo y sin rostro, un ser que se pervierte en un no ser: es persona en forma de no-persona". Por su parte, Kertelge dice: "Aunque en las descripciones
JUAN A. RUIZ DE GOPEGUI bíblicas el diablo sea representado como una entidad personal, es cierto que no se le puede atribuir el concepto de persona como título de dignidad: el concepto que se emplea para referirse a Dios y al hombre. El diablo aparece, por el contrario, como una perversión mentirosa de la dignidad personal". Podemos concebir al diablo y a los demonios, más que como un ente personal, como un entre: como el conjunto de poderes maléficos que están entre los hombres y que pervierten sus relaciones personales. Tiene su origen en las personas, pero son lo que de más impersonal y antipersonal puede concebirse. Escribe Ratzinger: "El pensamiento moderno dispone de una categoría que puede ayudarnos a comprender de una manera más precisa el poder de los demonios: éstos son un poder del "Entre", al cual el ser humano no cesa de ser confrontado. Es precisamente lo que Pablo tiene en la mente cuando habla de los "dominadores de este mundo de tinieblas", añadiendo que, al ri contra ellos -estos espíritus del mal que están en los aires-, nuestro combate no va dirigido contra la carne y la sangre (Ef 6,12). Nuestro combate va dirigido contra este "Entre" firmemente establecido que, a un mismo tiempo, encadena los hombres unos a otros y los separa unos de otros, un "Entre" que los violenta, jugando delante de ellos el juego de la libertad. Cuando se pregunta si el diablo es una persona, deberíase responder con más propiedad que él es una no-persona (o lo antipersonal), la ruina del ser personal y es por eso que es característico de su naturaleza presentarse sin rostro: su fuerza propia es no dejarse reconocer. Queda claro en todo caso que este "Entre" es una potencia real, mejor: un conjunto de potencias y no simplemente una suma de yos humanos". ¿Piensa Ratzinger en seres extra- mundanos? Parece que sí, ya que estas palabras fueron respuesta al opúsculo de H. Haag, Adiós al Diablo. Pero no es necesario pensar en seres extra- mundanos para mantener la afirmación de que lo que la Biblia entiende por fuerzas demoníacas es más que una suma de "yos" humanos. Cuando se pervierte la relación humana -relación que tiene su raíz y su fundamento en la llamada a la comunión con Dios-, queda en el mundo y en la historia una fuerza maléfica que supera, en capacidad de seducción y de perversión, la suma del poder de seducción de cada libertad humana pervertida. El hecho de que las consecuencias de la negación de Dios por el hombre rebasen la suma de libertades humanas pervertidas tiene su explicación radical en la vocación de toda realidad creada a ser, de alguna manera, "ángel" o mensajero de Dios. Cuando el hombre - nudo de relaciones con el universo y mediador por vocación divina de la orientación de todas las cosas hacia Dios- se rebela contra Dios, no pervierte sólo su libertad individual: la negación humana de Dios desencadena fuerzas de perversión que adquieren proporciones temibles e incontroladas para las decisiones libres que las originaron. Esto se comprende mejor en contraposición con la figura del Espíritu, ese "Entre" según Ratzinger- "en el cual el Padre y el Hijo son uno". ¿Qué es el Espíritu sino la comunión entre el Padre y la Palabra eterna de Dios? Jesús nos da su Espíritu para restablecer la relación violada -y siempre amenazada- por el pecado de los hombres entre sí y con Dios. He aquí, pues, la finalidad de las figuras bíblicas de Satán, del Pecado, del Dragón, de la Serpiente. Ellas nos ayudan a penetrar en la profundidad abismal del mal en cuanto
JUAN A. RUIZ DE GOPEGUI negación de Dios por un ser creado a imagen de Dios. Para comprender el mal sólo en sus dimensiones físicas, sociológicas, psíquicas y otras semejantes, estas figuras no son necesarias; para comprenderlo en su dimensión "teológica" son imprescindibles. Si la revelación bíblica no depend iese constantemente de la función "normativa" de los escritos bíblicos, la Iglesia podría quizás escoger entre esas figuras la que más se adaptase a una determinada época o sustituirlas por otras. Pero teniendo que volver una y otra vez a los escritos que son la norma de la Palabra viva de Dios, no queda otro camino sino la paciente hermenéutica de las figuras bíblicas que no pueden ser abandonadas por respeto a la Palabra que se hizo carne. Esta hermenéutica no ha de quedar sólo en manos de los teólogos de profesión. Debe llegar al pueblo cristiano que cada día "oye" los textos arcaicos para encontrarse con la Palabra viva. Ahora, con la Biblia en manos de todos, enseñar a interpretar el lenguaje mítico en el mundo del lenguaje científico y técnico es el único camino para que las Iglesias no se conviertan -por su silencioen responsables de la utilización mágica y fetichista de la figura del Diablo para alienación de la responsabilidad humana, para la vergonzosa explotación de la miseria o hasta para los más inconfesables crímenes, como la historia del pasado nos recuerda. Cristo vence estos poderes en su propio campo, convirtiéndose él mismo en víctima de ellos, víctima expiatoria, al aceptar libremente y por amor la muerte que le es infligida por la violencia. Violencia que nace de la perversión de las relaciones humanas y que, en la cruz de Cristo, alcanza su máxima virulencia. Jesús vence por el poder del Espíritu de Dios, que nos es dado para que nosotros podamos, como él, vencer el "entre" pervertido que llamamos demonio y que continuará perturbándonos mientras la humanidad -en su totalidad- no haya acogido el Espíritu Santo en el cual el Padre y el Hijo son Uno y en el cual nosotros somos uno en Cristo. Comprendemos ahora por qué el evangelio de Marcos es concebido desde el comienzo al fin como una lucha de Cristo con Satán y como una paradójica victoria, cuando, a los ojos del mundo de las tinieblas, parece ser vencido por él, o sea, por las potencias que se oponen al Reino de Dios.
Una última palabra sobre exorcismos El NT habla de personas endemoniadas, pero no de personas poseídas por el diablo. A lo largo de la historia, el concepto de persona endemoniada ha ido cambiando notablemente. En el NT, este concepto se refiere sólo a personas enfermas, distinguiendo siempre los demonios del diablo, aunque se nota una tendencia en la mentalidad popular -no asumida por el NT a hacer de las fuerzas demoníacas, responsables de ciertas enfermedades, satélites del diablo. Más tarde, en la historia de la Iglesia, se comenzó a usar el término "demonio" como sinónimo de "diablo". Incluso hoy, en traducciones de textos bíblicos y en libros litúrgicos encontramos esta confusión, bastante perniciosa para la teología. En los Evangelios nunca se habla de una expulsión de Satanás o del diablo por parte de Jesús. No hay ningún indicio en los Evangelios de que Jesús asocie los endemoniados
JUAN A. RUIZ DE GOPEGUI con el pecado personal. Por el contrario, Satanás, es el símbolo del pecado, de la oposición al Reino de Dios. Satanás nunca es objeto de exorcismos. Los exorcismos, tal como se realizaron después en la Iglesia, adquirieron un sentido bien diferente. Desde los primeros siglos, existe en el Bautismo un rito de exorcismo que no es sino una oración sobre el catecúmeno pidiendo que Dios aparte de él todas las manifestaciones del mal, simbolizadas en la Biblia por la figura de Satanás. Junto a este gesto sacramental está la renuncia del catecúmeno a Satanás, "a todas sus pompas y a todas sus obras". El contexto es suficientemente simbólico para indicar el sentido del rito: la renuncia a Satanás es el contrapunto a la adhesión a Cristo, vencedor de Satanás. Ante las fuerzas sombrías y engañosas simbolizadas por la figura bíblica de Satanás sólo cabe una actitud: la renuncia, una renuncia hecha en la confianza que nace de la adhesión a Cristo, vencedor de todos los poderes diabólicos. Satanás no puede ser objeto de fe (caeríamos en la magia) ni tampoco, en primera instancia, objeto del conocimiento, ya que comprender la figura del mal equivaldría a comprender lo incomprensible: el abismo sin fondo de la negación de Dios por la creatura. Si el camino del conocimiento está cerrado, nos queda el camino del discernimiento de sus engaños y de sus astucias. Se trata de discernir en nosotros cuáles son los pens amientos de Dios, del Espíritu que nos es dado para vencer a Satanás, y cuáles son los pensamientos que se niegan a acoger la manifestación de Dios en la vida humana. Venciendo la tentación de querer ser como Dios, Satanás puede ser vencido en cada momento. Según la mentalidad antigua, el exorcista debía conocer el nombre del demonio para poderlo dominar o expulsar. En la concepción de Satanás y de las fuerzas demoníacas propuesta por la nueva hermenéutica esto es mucho más verdadero. Sólo examinando en cada situación concreta, mediante el discernimiento de espíritus, cuáles son "los demonios" que atormentan a las personas, a las comunidades y los pueblos, podremos, luchar contra el mal de forma eficaz con las armas del Evangelio, auxiliadas por las ciencias que se ocupan de los trastornos de las personas y de las sociedades. La historia del cristianismo, en concreto la forma como fue concebida y ejercida muchas veces su misión exorcística, hace sospechar que muchas veces se ha recaído en "creencias no cristianas" del Diablo. ¿Cuántas veces los sistemas represivos que pretendían combatir las acciones atribuidas al Diablo eran ellos mismos diabólicos! El fenómeno de la posesión diabólica es un fenómeno complejo que envuelve fenómenos físicos acompañados de fenó menos para-psíquicos. Los que siguen defendiendo que el fenómeno es causado por la acción de Satanás, concebido como un ser personal extra- mundano, lo conciben como un fenómeno extraordinario consistente en el dominio que ejerce Satanás directamente sobre el cuerpo e indirectamente sobre el alma de un individuo. Sus argumentos no son de ninguna manera convincentes y las imágenes de Dios que tal concepción implica están a menudo en abierta contradicción con la imagen de Dios revelada en Jesucristo. Además, ol s posesos generalmente son víctimas y no culpables. El fenómeno de la posesión puede ser interpretado como proyección colectiva, sobre una víctima, de los temores y distorsiones de un determinado grupo social. Poseso es aquél que cae bajo
JUAN A. RUIZ DE GOPEGUI esta acusación colectiva -explícita o subliminar- hecha en nombre de un poder divino y que se identifica con el juicio negativo que los otros emiten contra él.
Concluyendo sin concluir Terminaremos con una advertencia para evitar cualquier mal entendido. La reinterpretación de las figuras bíblicas del Diablo y de los demonios no pretende reducir el mal a sus aspectos psicológicos, sociológicos o políticos. Las figuras bíblicas continuarán siendo necesarias para descubrir la raíz última del mal y de los miedos que afligen a la humanidad: la rebelión contra Dios, su negación o su olvido. "Conocer el nombre de los demonios" que intentan dominar los hombres y las mujeres de nuestro tiempo es un primer paso, necesario para acoger la victoria de Cristo sobre el misterio del mal, el cual, en su profundidad abismal, tiene el nombre de Satanás. Con este nombre la Biblia designa el conjunto de poderes que se oponen al Reino de Dios y, concomitantemente, a la vida en libertad de los hermanos. No se trata de intentar explicar de forma racionalista el mal, retirando "la máscara del Diablo". Lo que está en juego es algo mucho más sublime y más vital para la vida cristiana y para la evangelización en el tercer milenio. A pesar de su empeño en dialogar con la filosofía griega, el primer milenio del cristianismo, no perdió el sentido de lo simbólico presente en la Biblia. En el segundo milenio, la teología pactó no pocas veces con el racionalismo dominante, a pesar de verse amenazada por los descubrimientos científicos de la modernidad. Cabe esperar que la Iglesia del tercer milenio reencuentre en profundidad el sentido del lenguaje simbólico, porque solamente así podrá hablar de Dios a los hombres de forma verdaderamente significativa. Entonces tal vez será comprendida la función de las figuras bíblicas del Diablo y de los demonios, y los cristianos se decidirán a "renunciar" verdaderamente a Satanás como "perversión de lo divino" -ese carácter divino que, por la gracia de Jesucristo, lleva impresa toda creatura- y a acoger decididamente la gloria de Dios que se manifestó en la cruz de Cristo y que debe continuar manifestándose en su cuerpo, la Iglesia, en lucha contra todas las máscaras del mal que esclavizan a tantos hermanos. No negamos el Diablo como ser personal por veleidad o por prurito teológico de modernidad, sino apasionados por la gloria de Dios. ¡La misma pasión por la gloria del Padre que llevó a Cristo a la Cruz! Tradujo y condensó: MIQUEL SUÑOL