LAS OPCIONES FUNDAMENTALES DEL LIBERTADOR SIMÓN BOLÍVAR*

LAS OPCIONES FUNDAMENTALES DEL LIBERTADOR SIMÓN BOLÍVAR* POR ALBERTO G UTIÉRREZ S. J. Introducción “Reside en la médula de mis huesos el fundamento d

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Simón Bolívar: aproximación al pensamiento del Libertador
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades. Año 8, Nº 14 Segundo semestre de 2005 ISSN 1575-6823 Documentos La independen

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LAS OPCIONES FUNDAMENTALES DEL LIBERTADOR SIMÓN BOLÍVAR* POR

ALBERTO G UTIÉRREZ S. J. Introducción “Reside en la médula de mis huesos el fundamento de mi carácter. Yo siento que la energía de mi alma se eleva, se ensancha y se iguala siempre a la magnitud de los peligros”** (Bolívar a Pedro Briceño Méndez)1. Al Libertador Simón Bolívar se lo ha interpretado de muy diversas maneras: a la luz de la magna obra por él realizada, a partir del testimonio de sus contemporáneos y biógrafos o desde la perspectiva heroica creada y engrandecida por las generaciones herederas de la libertad que él les procuró. Todo ello es muy válido para conocer al genial realizador, al personaje y al héroe; más aún: es el medio comúnmente empleado por los historiadores y el cauce normal por donde circula la memoria agradecida de los pueblos. Sin embargo, existe otra posibilidad que, aunque más dispendiosa, puede llevar a un conocimiento de la persona en el aspecto más íntimo que es el de su autoconciencia y autovaloración; esa posibilidad consiste en tratar de interpretar a Bolívar por medio de Bolívar, es decir, por medio de lo que él pensaba y decía de sí mismo y de sus acciones a través de sus escritos, sobre todo de las cartas, verdadera autobiografía de un hombre que, como pocos,

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Trabajo para el ingreso en la Academia Colombiana de Historia como miembro correspondiente el 13 de septiembre de 2005. ** Las referencias a la correspondencia bolivariana se han tomado de la obra: Simón Bolívar, Obras completas, 3 volúmenes, Recopilación de Vicente Lecuna, Edición dirigida por V. Lecuna y Esther Barret de Nazaris, segunda edición, La Habana, Edit. Lex, 1950. De cada carta se citan: el destinatario, la fecha, el número en la recopilación, el volumen y la página. 1 A Pedro Briceño Méndez (4 junio 1828) – 1705 (II, 887).

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supo plasmar en la correspondencia un perfecto retrato de sí mismo, con todas sus luces y sus oscuridades. El Bolívar que expresa lo que piensa de sí mismo es más subjetivo, más real o, si se prefiere, más objetivo. En la identidad del Bolívar-sujeto y el Bolívar-objeto conocemos mejor a quien dijo de sí mismo, en carta a Pedro Gual: “No necesito de encarecer a Usted el candor de mi carácter y la franqueza de estos sentimientos, que si no los abrigara mi corazón, no los expresaría, porque soy demasiado fuerte para degradarme a engañar”2. *** “Tengamos una conciencia recta y dejemos al tiempo hacer prodigios” (A Tomás de Heres)3

Si hay algo que reluce en el epistolario del Libertador es su rectitud de conciencia, entendiendo aquí rectitud no solo en el plano ético, sino en el de la absoluta claridad en cuanto a intenciones y propósitos. Bolívar es una de esas personalidades diáfanas en las que su pensamiento debe ser analizado en la vitalidad de cada momento y en el contacto con las realidades que se van sucediendo en el espacio y en el tiempo. Es un hecho sabido que, para tratar de conocer una conciencia viva, nada mejor que analizar las cartas de quien ha volcado en ellas sus ideas, sus actos más significativos y las motivaciones de esos actos. En el caso del Libertador, ello es especialmente válido dado que, no solo fue un escritor de calidad, sino un verdadero modelo del arte epistolar. Desde cualquier ángulo que se quiera analizar a Bolívar, es de capital importancia el estudio de su vasta correspondencia, cargada de realismo y del sentido de la oportunidad, no exenta de toques de ironía, de sarcasmo y de gracia sin igual. Ofrece este método la ventaja de poder descubrir, en un mar de ideas, de noticias, de comentarios de la vida diaria, aquellos detalles profundos que, desaprensivamente, deja caer casi sin proponérselo. Por otra parte, estudiar la correspondencia de una persona como Bolívar ofrece la ventaja de su espontaneidad y sinceridad, y de abarcar mil situaciones diversas, momentos de exaltación y de abatimiento, de sensación de fracaso y de opciones fundamentales en las que se descubre el pensador y, en ciertos momentos, el gestor de su propio destino y del porvenir americano. 2 3

A Pedro Gual (9 febrero 1815) – 105 (I, 122). A Tomás de Heres (20 abril 1825) – 876 (II, 121).

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Hilando delgado, parece ser este el único método que nos lleva hasta el Bolívar auténtico, al que con justicia llamamos Libertador y Padre de la Patria. *** “Mi gloria se ha fundado sobre el deber y el bien” (A José Antonio Páez)4

En la vida de todo ser humano, también en la de los que se convierten en prototipos históricos, existen momentos cruciales en que la conciencia de tener que elegir entre “todo o nada” determina una opción fundamental de lo que se juzga ser un deber, conocido o deseado, aunque sea difícil. Bolívar fue un hombre de opciones fundamentales y, en múltiples ocasiones, tuvo una conciencia meridiana de que su gloria era fruto de su fidelidad al deber y al bien procurado como servicio a los demás y como virtud personal. En carta a Francisco de Paula Santander expresa admirablemente esta idea: “el mando me disgusta tanto como amo la gloria y la gloria no es mandar, sino ejercitar grandes virtudes”5. El presente estudio trata de descubrir en el epistolario bolivariano algunos de esos momentos en algún sentido definitivos, en los que el Libertador aparece como el hombre de opciones fundamentales en aspectos que tocan lo íntimo de su personalidad. Como se ha dicho, ello solo lo podemos lograr a partir de Bolívar mismo: él es el único que nos puede decir cuáles fueron las encrucijadas del “hombre de las dificultades” que lo llevaron a ser el primer hombre de América. Según Vicente Lecuna, intentar seguir el itinerario bolivariano a través de Bolívar es posible porque “hoy lo conocemos mejor que sus contemporáneos por la enorme documentación publicada, especialmente por sus cartas; los contemporáneos conocían más la parte heroica y las exterioridades que los pensamientos íntimos. De aquí tantas leyendas falsas y apreciaciones erróneas que nos han dejado, que tomadas al pie de la letra, suelen extraviar a literatos y filósofos”6. El juicio del insigne historiador venezolano es autorizado porque procede de alguien que se dedicó a conocer la personalidad de Bolívar a través de sus obras. En el presente estudio, escogemos este método.

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A José Antonio Páez (23 diciembre 1826) – 1233 (II, 515). A Francisco de Paula Santander (7 abril 1826) – 1072 (II, 348). Vicente Lecuna, Explicación, en Simón Bolívar, Obras completas, vol. I, p. 9.

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El hecho fundamental “La vida es corta, no sé cuándo la perderé; un día perdido es irreparable” (Al Dr. José María del Castillo y Rada)7

Repetidas veces el Libertador destacó ese sentido de urgencia vital muy propia de su temperamento apasionado y de la firmeza de sus convicciones acerca de la fugacidad del tiempo y de la trascendencia de las acciones humanas. Lo emocionante del epistolario de Bolívar es que cada carta, por trivial que parezca, pudo muy bien ser la última de su vida. “Un día perdido es irreparable”... Y hubo, en realidad, días definitivos, todos, pero algunos más en la vida de quien se solazaba en la eterna insatisfacción de lo realizado, siempre con afán de más, debatiéndose entre el horrible fragor de la muerte y los más impetuosos delirios de la gloria. Bolívar siempre fue consciente del valor del tiempo, del trivial momento fugaz y del estelar que es capaz de modificar el sentido del mañana cuando el hoy se ha tornado caótico. “Cuanto más me elevo, tanto más se ofrece el abismo”, confesaba a Santander en carta de la época de la campaña libertadora del Perú8. La dialéctica de cumbres y abismos, tan humana y al mismo tiempo tan heroica, ofrece en la vida del Libertador un panorama digno de análisis, no solo científico, sino meditativo en orden a comprender que es posible la grandeza en la debilidad de la especie humana: Bolívar aparece en su correspondencia como un ser de nuestra misma naturaleza, pero con capacidad de destacarse como prototipo de ella en el claroscuro de su íntima autoconciencia de la diaria pequeñez y de la heroica grandeza. Los pensamientos anteriores nos llevarían a un análisis de lo que podríamos llamar grandes momentos de la vida del Libertador: es posible revivir muchos de ellos guiados por él mismo. Dados los límites que necesariamente ha de tener este trabajo, nos tenemos que limitar a aquellos momentos que, en el epistolario bolivariano, aparecen como ciertamente estelares, momentos en que las opciones de cara al futuro son, en algún sentido, fundamentales. El criterio de selección ha sido, no la exclusividad, sino la significación que en el futuro de la vida del Libertador tuvieron ciertas decisiones o ciertos juicios que podríamos catalogar como históricos. Con este criterio, se han seleccionado siete momentos, lo que no quiere decir que el número siete

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A José María del Castillo y Rada (24 agosto 1821) – 516 (I, 584). A Santander (21 julio 1823) – 662 (I, 784).

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Pedro José Figueroa: Simón Bolívar y la América India. Óleo. Quinta de Bolívar, Bogotá.

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tenga el sentido simbólico pretendido de totalidad y perfección, como en la Biblia, sino simplemente que es el límite que nos imponemos. Estos siete momentos son: 1. El juramento de Roma; 2. La carta de Jamaica; 3. El acuerdo con el obispo de Mérida, monseñor Rafael Lasso de la Vega; 4. La superación de la crisis de Pativilca; 5. La solución de las diferencias con el General Sucre en la antesala de Ayacucho; 6. La proclamación en Chuquisaca de la Constitución boliviana; y 7. El momento supremo de San Pedro Alejandrino. Aparecen en la correspondencia como opciones fundamentales respectivamente: 1. Por su ideal de ser el Libertador de su patria; 2. Por sus convicciones políticas; 3. Por una política religiosa para el pueblo católico de Hispanoamérica; 4. Por el destino de una América definitivamente libre; 5. Por su concepto del deber y de la amistad: 6. Por sus esperanzas y utopías acerca del futuro constitucional americano; y 7. Para él, opción por una eternidad gloriosa, más allá de la frustración; para nosotros, los habitantes de las naciones nacidas de su acción libertadora, opción por la unidad. Analicemos, entonces, a la luz de la correspondencia bolivariana estos siete momentos que son otros tantos actos del drama o, si se prefiere, de la epopeya bolivariana. El juramento romano, opción por la libertad de la patria El joven Bolívar de 1804 era un hombre sumido en una profunda crisis de valores, producto, sin duda, de las pruebas a que había sido sometido prematuramente por la vida: la orfandad y la viudez; pero producto también del choque producido por el ambiente parisino de la época posrevolucionaria cuando surgía incontenible la estrella de Napoleón Bonaparte. Ideas, tradiciones y principios saltaban hechos pedazos en medio de una dolorosa sensación de fracaso que llevaba al insaciable caraqueño a entrever que la única solución era la muerte. El vacío total y la obsesionante soledad de Bolívar no se colmaban ni con la satisfacción de sus caprichos, ni por los cambios, ni por la participación en fiestas de la sociedad, ni por las lecturas, ni por los viajes. A Fanny de Villars le escribía por entonces: “Ved aquí, cara amiga, todo lo que tenía que deciros del tiempo pasado; el presente no existe para mí, es un vacío completo donde no puede nacer un solo deseo que deje una huella grabada en mi memoria. Será el desierto de mi vida... Apenas tengo un ligero capricho lo satisfago al instante y lo que yo creo un deseo, cuando lo poseo, sólo es un objeto de disgusto”9. 9

Composición de los fragmentos de cartas de Bolívar para Fanny de Villars, (París 1804) – 12 (I, 23).

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“Será el desierto de mi vida”... y sí que lo era: todas las estructuras psíquicas y los principios morales y políticos de Bolívar se sacudían violentamente hasta conformar la crisis que prepararía al hombre siempre insatisfecho de lo realizado, siempre con afán de más, y al eterno solitario que tendría que debatirse entre el horrible fragor de la muerte y los más impetuosos delirios de la gloria. El proceso que vivió Bolívar en París desarrolló en su conciencia el sentido épico de la libertad como reacción contra todo, incluso contra la muerte: reacción contra la vida sin sentido; contra la indebida ascensión imperialista del hasta ahora su héroe, Napoleón; contra la esclavitud de su patria americana. No se necesita insistir demasiado en los conclaves libertarios de los salones parisinos, ni en los contactos más o menos probados con revolucionarios y librepensadores franceses; resulta sugestiva la confesión de Humboldt, conservada por O’Leary, de que “por sus observaciones, opinaba que las colonias españolas ya habían llegado a su madurez política, pero que no conocía ningún hombre calculado para dirigir la empresa de su emancipación”10. Cuánto influyó todo ello en la conciencia de Bolívar, no puede saberse concretamente. Lo cierto del caso es que entre la crítica situación de París y el juramento romano no media sino un año. *** El famoso juramento de Bolívar en Roma, objeto de tantos análisis y controversias posteriores, es un hecho que no se puede dejar pasar tal como él lo deja consignado en una apasionada carta a su maestro Simón Rodríguez desde Pativilca: “¿Se acuerda Ud. cuando fuimos juntos al Monte Sacro en Roma a jurar sobre aquella tierra santa la libertad de la Patria? Ciertamente no habrá Ud. olvidado aquel día de eterna gloria para nosotros: día en que anticipó, por decirlo así, un juramento profético a la misma esperanza que no debíamos tener!”11 Lo importante del hecho del juramento no es que se haya hecho en Roma y dentro de un contexto semicristiano o semipagano; ni siquiera que Bolívar lo haya pronunciado en nombre del Dios de sus padres. Lo realmente definitivo, en lo más íntimo del desconocido visitante de la Ciudad Eterna, es la decisión que entrañaba de darle una finalidad audaz y romántica a su vida. La carta a que hemos hecho alusión, dirigida, en 1824, a Simón Rodríguez, su preceptor y confidente, denota la convicción del por entonces neó-

10 Daniel F. O’Leary, Memorias, vol. I, Bogotá, Edit. Santafé 1952, p. 24. 11 A Simón Rodríguez (19 enero 1824) – 731 (I, 881).

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fito de la libertad y la fe en los eternos valores del hombre americano. Lo que en Roma pudo ser apenas un sueño ideal y utópico, cargado de tintes teatrales, desde Pativilca, en medio del fragor infernal de la guerra y de los aguijonazos de la enfermedad, en la antesala de Junín y Ayacucho, adquiere grandeza histórica incalculable. Bolívar, en Roma, empezaba a conocerse a sí mismo y a calibrar hasta dónde era capaz; en el Perú conocía ya al pueblo americano y la materia prima de la que estaban brotando las nuevas nacionalidades. Pero es lícito decir que todo comenzó por el juramento que, con carácter de opción fundamental, determinó el futuro del Libertador. *** El juramento del Monte Sacro, independiente de su posible sentido religioso y de su formulación, tiene en la vida de Bolívar un valor eminente: la crisis de insatisfacción y de hastío quedaba superada por una decisión pletórica de optimismo, casi de locura; actuaba como testigo cualificado, que no lo dejaría mentir, el amigo nunca desmentido, el maestro y eterno consejero, don Simón Rodríguez. La Carta de Jamaica, opción por una política americanista El año 1815 marcó el comienzo de las tinieblas para la libertad apenas iniciada en gran parte de la América hispana. Para Venezuela y Nueva Granada fue la hora de don Pablo Morillo: su “pacificación” desmembró el movimiento independentista e hizo renacer la tiranía de la “legitimidad”; gobernantes civiles y eclesiásticos españoles regresaron a sus sedes y organizaron sus despachos con los criterios imperantes por siglos de régimen colonial. Muchos héroes del interregno de libertad o fueron ejecutados o desterrados o huyeron a lugares en donde pudieran prepararse para la hora que, en su optimismo febril, intuían que habría de llegar. Simón Bolívar, como muchos de sus conmilitones de campañas admirables, tuvo que huir llevándose el dolor de ver a su Patria y a la Nueva Granada bajo el yugo de la sangrienta tiranía. Su destino era Jamaica, la lujuriante isla antillana, lo que significaba ampararse en la hospitalidad de la corona inglesa y volver a entrar en contacto con la nación, quizás la única, en que podían confiar los patriotas americanos. Cuando el prófugo Bolívar llegó a Jamaica era de nuevo un hombre solitario, encerrado en sus propias angustias, acorralado por la desventura de haber perdido el contacto con la tierra que lo había hecho renacer tantas veces de la temporal aniquilación. Atrás quedaba la “campaña admirable”, atrás la toma de Santa Fe de Bogotá por orden del Congreso de las Provin-

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cias Unidas, atrás el imposible arreglo con el brigadier Manuel del Castillo y Rada respecto a la suerte de Santa Marta, atrás la tantas veces heroica Cartagena de Indias que furtivamente lo había despedido hacia el destierro... Y adelante, solo el futuro incierto de la América “pacificada”, o en proceso de serlo, por la violenta represión peninsular. Jamaica es uno de los momentos claves de la vida del Libertador: momento oscuro del que, como el ave mitológica, renace con nuevos bríos. La decisión de triunfar por encima de todo se plasma en el monumental manifiesto jamaiquino que no parece obra de un prófugo, sino de un gobernante en uso de sus plenos poderes y que constituye una acabada mezcla de análisis sociológico, de filosofía política y de plan de acción, respuesta profética a lo que el Congreso de Viena dictaminaba por entonces sobre el mundo. Cronológicamente, el alumbramiento de la Santa Alianza y la “Contestación de un americano meridional a un caballero de esta isla” son de la misma época; pero ni la nobleza europea conoció el proyecto bolivariano, ni el Libertador pudo tener en cuenta el crepuscular ascenso del espíritu monárquico europeo, sintetizado en la exótica fórmula de una Santa Alianza. Contrasta la soledad del genio de América con la festiva balumba de los salones vieneses, recargados de febriles personajes de testa coronada, movidos como fichas de ajedrez en el juego de los intereses políticos y económicos del Viejo Mundo. En la estrecha e insegura habitación de Bolívar se produjo el enfrentamiento de dos mundos con su respectiva ubicación en el pasado y en el futuro, de donde surgió, monolito por monolito, la colosal Carta de Jamaica. *** Bolívar no llegó a Kingston como un turista de tiempos de paz, ni como un vencido irredento: más parecía un corsario de la libertad en una isla antillana que había sido tantas veces asilo de piratas. Inicialmente se dedicó a organizar su vida y su mente: el ocio, lejos de convertirse en carcoma de su decisión juramentada de salvar a su patria, se tornó tan creativo que difícilmente se encuentra otro momento más fecundo en su vida. Lo primero tenía que ser el análisis de los acontecimientos que lo hicieron abandonar el epicentro de la guerra de independencia; en carta a Maxwell Hyslop, su ocasional y generoso mecenas, le hace “una ligera relación de los últimos sucesos de la Nueva Granada y del estado actual de la Costa Firme”12. La carta es información, pero, al mismo tiempo, examen de concien12 A Maxwell Hyslop (19 mayo 1815) – 114 (I, 131).

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cia sobre las campañas en Venezuela, los momentáneos éxitos en la guerra civil entre las fuerzas del Congreso de las Provincias Unidas y el dictador de Santa Fe, Manuel Bernardo de Álvarez, la funesta rebeldía de Castillo y Rada y la división política de los cartageneros en la antesala de la reconquista española. Bolívar llega a la conclusión de que era imposible continuar buscando una utópica reconciliación cuando existía el peligro de que una facción apoyase a los españoles contra la otra. “Así –dice– prefería abandonar un país, en que siempre había servido con utilidad pública, y en el cual mi existencia, por el momento, habría sido una causa inmediata de nuevos disturbios”13. A continuación aparece, en la carta citada, el analista de los acontecimientos actuales y de las posibilidades futuras: “En mi opinión, si el general Morillo obra con acierto y celeridad, la restauración del gobierno español en la América del Sur parece infalible. Esta expedición española puede aumentarse, en lugar de disminuirse, en sus propias marchas. Ya se dice que en Venezuela han tomado tres mil hombres del país. Si no es cierto, es muy fácil, porque los pueblos, acostumbrados al antiguo dominio, obedecen sin repugnancia a estos tiranos inhumanos”14. Siendo plenamente consciente de las obligaciones de Inglaterra hacia sus vecinos y aliados de Europa, Bolívar comprende la doble política que tiene que jugar la diplomacia británica y, con audacia, expone el dilema que todo ello plantea para América: “Ya es tiempo, Señor, y quizás es el último período en que la Inglaterra puede y debe tomar parte en la suerte de este inmenso hemisferio, que va a sucumbir o a exterminarse, si una nación poderosa no le presta su apoyo para sostenerlo en el desprendimiento en que se halla precipitado por su propia masa, por las vicisitudes de Europa y por las leyes eternas de la naturaleza; quizás un ligero socorro en la presente crisis bastaría para impedir que la América Meridional sufra devastaciones crueles y pérdidas enormes. Quizás cuando la Inglaterra pretenda volver la vista hacia América, no la encontrará”15. El argumento era fácilmente comprensible para un inglés: los intereses de la Gran Bretaña son valiosos en América: luego debe ayudarla; si no la ayuda, la que más pierde en la balanza de los intereses económicos, es precisamente la nación que está involucrada con sus capitales en el Nuevo Mundo; luego la corona inglesa debe proteger sus intereses en América.

13 Ibid. p. 132. 14 Ibid. p. 133. 15 Ibid.

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Simón Bolívar. Óleo de J. Bascoses (1953). Palacio de Nariño.

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Hemos insistido en la carta de Bolívar a Hyslop, la primera de Jamaica, porque en ella se empieza a esgrimir el argumento que será clave en el raciocinio de la “Contestación de un Americano meridional”, llamada la carta de Jamaica por antonomasia: “es necesario, dice Bolívar, propender por el equilibrio del universo”. Dos sentidos tiene el término en la concepción política del Libertador: por un lado, equilibrio como producto de la libertad de los dos mundos, el Viejo y el Nuevo, cada uno con sus valores y posibilidades; por otro, equilibrio en cuanto a la influencia de las naciones que se disputan el dominio económico y político del mundo. En el primer sentido, Bolívar aboga por una intervención inglesa de la que América puede reportar el beneficio fundamental de su libertad; en el segundo, pretende excitar la imaginación del espíritu colonialista inglés para que, aprovechando la caída napoleónica, implante un nuevo orden político en el mundo, basado en la libre competencia y no en el pretendido derecho impositivo de las monarquías. En la carta de Jamaica, dirigida según el autorizado historiador venezolano monseñor Nicolás Eugenio Navarro, al inglés Henry Cullen16, Bolívar vuelve sobre el argumento siguiendo esta línea argumental: a. el Reino español se halla destruido; b. Europa no puede mirar con buenos ojos la destrucción de América; c. España ya no puede “pacificar” por sí sola a sus antiguas colonias; d. si Europa ayuda al Nuevo Mundo, la intentada “pacificación” no puede durar; luego, e. Europa debe disuadir a España de una obra sin sentido y que costaría muy caro. Con el tino propio de un gran político, Bolívar concluye: “La Europa misma, por miras de sana política, debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana; no solo porque el equilibrio del mundo así lo exige, sino porque este es el medio legítimo y seguro de adquirirse establecimientos ultramarinos de comercio”17. No es mi intención hacer un análisis pormenorizado de la monumental carta profética de Jamaica, sin duda uno de los documentos fundamentales de la historiografía bolivariana y continental. Sin embargo, atendiendo a su relación con una de las opciones básicas del Libertador en materia de política americana, quisiera detenerme en sus vaticinios que, a manera de conclusión, expresa al final de su carta. Después de analizar el pasado y el presente de la América española, enuncia el probable futuro de la organización política y régimen de gobierno de sus diecisiete repúblicas, que no monarquías como ilusoriamente creía el tris16 Cfr. Rafael Bernal, Ruta de Bolívar, Cali, Edit. Norma, 1961, p. 60. 17 (A Henry Cullen), Contestación de un Americano meridional a un caballero de esta isla, (6 septiembre 1815) – 125 (I, 162).

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temente célebre arzobispo de Malinas, monseñor Dominique de Pradt. Causa respetuoso pasmo el ver salir de la pluma de un prófugo, en plena etapa de aparente fracaso, la primera y básica conclusión: “De todo lo expuesto, podemos deducir estas consecuencias: las provincias americanas se hallan lidiando por emanciparse; al fin obtendrán el suceso”18. Respecto al sistema de gobierno, dice a renglón seguido: “algunas se constituirán de un modo regular en repúblicas federales y centrales; se fundarán monarquías casi inevitablemente en las grandes secciones”19. No es necesario insistir en la exactitud del pronóstico; respecto a las monarquías, habría que comentar solamente que, a las experiencias imperial del Brasil y monárquica de Iturbide en México, se podrían añadir diversas experiencias penosas en Hispanoamérica a lo largo de una historia pletórica de dictadores, monócratas larvados, que, según el lenguaje bolivariano, han devorado sus elementos en sucesivas revoluciones, probando que la monarquía en América no es fácil de consolidar y una gran república imposible20. Después de la gran conclusión de que el Nuevo Mundo será libre, Bolívar enuncia las demás conclusiones que, en adelante, adquirirán en su vida el carácter de opción por una política americanista. En primer lugar, Bolívar aborda el tema, para él básico, de la unidad de la América hispana: “Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diversos estados que hayan de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, caracteres desemejantes, dividen a la América”21. Unidad como deber ser, imposible como unicidad de gobierno, pero muy posible, y por demás necesaria y urgente, como ideal de fraterna colaboración continental, dada la común idiosincrasia de pueblos hermanos por el origen, la lengua, las costumbres y la religión. “Qué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos”22, añade entonces el Libertador con una clara referencia de corte clásico a la difícil confederación panhelénica de la época posterior a las guerras del Peloponeso. El ideal bolivariano es

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Ibid. p. 172. Ibid. Este pensamiento aparece tratado con claridad en la Carta de Jamaica. Cfr. Ibid. p. 172. Ibid. Ibid.

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panhispanoamericano, pero con proyección panamericana y cósmica, de “un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios para tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras tres partes del mundo”23. La opción de Bolívar por la unidad de América, enmarcada en la unidad cósmica basada en el diálogo internacional, aparecerá a lo largo de toda su vida, con énfasis especial en la época del Congreso anfictiónico de Panamá en 1826. Tan diáfano es el pensamiento político del Libertador en Jamaica que estadistas, políticos, juristas e historiadores han reconocido, en el ideal bolivariano, el sueño universal, siempre proclamado y nunca definitivamente practicado, de un mundo pluralista, pero en paz, y de una América latina unida y capaz de dialogar dignamente con la gran potencia continental, los Estados Unidos, y con el resto del mundo. *** La Carta de Jamaica, no obstante su apariencia de documento analítico de la realidad política, es mucho más: es un análisis de la conciencia trascendental americana sobre el destino que espera a una América libre en el concierto de las naciones de la tierra. Con todo el dramatismo del genio, Bolívar hace que por su mente piense un continente sojuzgado; que por su opción de luchar por la libertad de América, opte el colectivo hispanoamericano por seguir, dice Bolívar, “la marcha majestuosa hacia las grandes prosperidades a que está destinada la América meridional; entonces las ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado la Europa volarán a Colombia libre, que los convidará con un asilo”24. Bolívar, Libertador; Colombia, libre; América, unida: identidad perfecta en el sueño profético de la Carta de Jamaica; colosal sinécdoque que, en el fondo, es el meollo del documento y de la opción fundamental bolivariana de ser el dignificador de la obra de Colón y de contribuir a la libertad y a la unidad americanas. El acuerdo con el obispo de Mérida, Monseñor Rafael Lasso de La Vega, opción por una política religiosa para el pueblo católico de Hispanoamérica En la Carta de Jamaica y en otros muchos lugares de la correspondencia bolivariana aparece el elemento religioso como esencial aglutinante del alma americana. Incluso, en 1815, el Libertador aventura una hipótesis sincretista 23 Ibid., pp. 172-173. 24 Ibid. p. 174.

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en que hace girar en la misma órbita a Cristo, Buda, Hermes, y Quetzalcoalt, curioso olimpo creado por el librepensador antidogmático, formado en la escuela racionalista de la ilustración y por entonces en dificultad ideológica por identificar el cristianismo con el despotismo colonial hispánico25. Bolívar había nacido en el seno de una familia y de una sociedad marcada por el sello cristiano y católico de la América colonial. Incluso había recibido una elemental formación en el ambiente tradicional de la Caracas de entonces, cuya religiosidad era elemento imprescindible de la vida diaria. La prematura orfandad y los viajes al Viejo Mundo, el contacto con la literatura y los maestros de la Ilustración y del enciclopedismo lo habían desviado hacia una concepción deísta en materia religiosa. Nada de raro que el concepto de Iglesia surgido en la mente de Bolívar en la época europea haya que encontrarlo por los lados del racionalismo, tan aparentemente humanista y tan radicalmente antirreligioso al centrar la adoración del hombre en la razón y el valor de la religión en crear las fuerzas capaces de moralizar al hombre y hacerlo, por tanto, feliz en esta vida aunque sin proyección hacia la trascendencia. El Libertador, en su primera etapa, es decir hasta los comienzos de la definitiva campaña libertadora, refleja en su correspondencia la actitud propia del librepensador y del anticlerical que llega a América influenciado por el entorno europeo de los ambientes parisinos y de las logias masónicas. La problemática de la religión y del clero la resuelve fácilmente acudiendo a juicios universales sobre el fanatismo y los fanáticos que pululan en América favoreciendo la causa de la nación colonialista y opresora. Un primer argumento en contra de su prevención antiespañola, y por tanto anticlerical, lo encuentra en el hecho de que muchos eclesiásticos favorecen la causa de la emancipación y se comprometen con el pueblo en calidad de patriotas decididos y aun de militantes en los ejércitos y en la administración de los frágiles estados nacientes. Para 1819, Bolívar ya no concibe la Iglesia como necesariamente aliada del opresor, ni como fanatizadora del pueblo a favor de la reacción española, sino que, poco a poco, le va asignando un esencial papel moralizador del movimiento independentista y de las nuevas sociedades libertadas. Es entonces cuando entra en relación más serena y ponderada con clérigos que le hacen aflorar su sentido religioso fundamental de cuño católico con lo cual Bolívar conquista de nuevo la entraña del alma popular america-

25 Cfr. Ibid. p. 173.

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na, tan tradicionalista y fiel a los valores que encarnan su religión y su clero, tan disminuido y zarandeado por los azares de la guerra de independencia. En orden a la estructuración de la política religiosa del Libertador, asunto básico en su obra de gobernante y constitucionalista, es ese primer contacto con la manera de ser y de obrar del pueblo y el clero americanos. Entre los hechos que determinan un derrotero definitivo, se destaca el diálogo epistolar y presencial de Bolívar con monseñor Lasso de la Vega, encuentro del líder del proceso emancipador con uno de los pocos representantes de la Iglesia jerárquica en el Nuevo Mundo y primer paso real para la revitalización bajo el sistema republicano de la Iglesia hispanoamericana, cada vez más solidaria con las exigencias de la autodeterminación. *** Rafael Lasso de la Vega concentra alrededor de su vigorosa personalidad gran parte de la polémica político-religiosa de la época independentista y su actuación demuestra hasta dónde fue angustioso el “caso de conciencia” de la Iglesia del Nuevo Mundo en general y de los obispos en particular, ligados sólidamente al patronato de los reyes de España, pero efectivamente solicitados por la independencia de América. Lasso era criollo por cuna y por educación: había nacido en Santiago de Veraguas, importante población de Panamá; hizo sus estudios en el Colegio del Rosario de Santa Fe de Bogotá y seguramente en sus aulas debió compartir ideas con muchos de los primeros próceres de la independencia neogranadina. Después de trabajar, tanto en la sede metropolitana del virreinato como en Panamá, recibió la nominación para la sede episcopal de Mérida de Maracaibo en 1816; creado obispo en pleno período de la “pacificación”, quedó vinculado al rey de España por un juramento de fidelidad en virtud del regio patronato, por lo cual no produce sorpresa el ver que sus primeros años de episcopado se caracterizaron por una fidelidad a ultranza al monarca y que cada paso de Bolívar y de sus ejércitos libertadores encontraron su sistemática oposición. No podía ser más dramático el momento de terror y de sangre implantado por don Pablo Morillo, para un obispo que, realista y todo, era, al fin y al cabo, un americano de la escuela libertaria del Colegio del Rosario. La restauración legitimista en América coincidió con la ya analizada efervescencia del regalismo propiciado por el Congreso de Viena y por la política de la Santa Alianza, apoyada, en mala hora para las naciones en proceso de emancipación, por la encíclica “Etsi longissimo” de Pío VII, fechada el 30 de enero de 1816. Basado en ella, Lasso de la Vega atacó duramente a Bolívar en quien veía encarnada la que el papa calificaba como “funesta

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cizaña de alborotos y sediciones que el hombre enemigo sembró en estos países”26. Era el momento en que el héroe vencido se encontraba desterrado en Jamaica, soñando en el futuro, pero impotente para realizar algo efectivo en el presente. Las vicisitudes históricas iban a enfrentar muy pronto a Bolívar y al obispo Lasso, suceso que determinaría la “conversión” del obispo realista en obispo patriota y del Bolívar alérgico a la Iglesia jerárquica en un decidido colaborador de ella por el bien del pueblo católico americano. El cambio ideológico del obispo de Mérida no fue súbito: se pueden señalar tres etapas mentales en su acercamiento al Libertador y a todo lo que representaba. La primera está caracterizada por la despavorida reacción de Lasso al conocer el triunfo de Boyacá en 1819: sin perder tiempo, al no sentirse seguro en la sede de su diócesis, se traslada de la republicana Mérida a la “fidelísima ciudad de Coro”. En esta ciudad están firmadas las últimas circulares legitimistas de un obispo al que muy pronto no le quedaría otro remedio que escoger entre el destierro a España o abrazar la causa de la independencia. Es cierto que Lasso pensó en lo primero, aunque su sentido pastoral y su instinto criollo de fino político frente a los hechos que se presentaban lo hicieron reflexionar dos veces antes de asumir una decisión suprema. La segunda etapa es de análisis acerca de los acontecimientos de la que hasta entonces era considerada la Madre Patria. En 1820 se inicia en España la sublevación del ejército que, bajo el mando de Rafael del Riego, estaba destinado por la corona para terminar, de una vez por todas, con la “rebelión americana”; se trataba de la culminación del movimiento liberal y constitucionalista que se desbordó, a nombre del pueblo contra el despotismo napoleónico y que llegó a imponer a Fernando VII la Constitución de Cádiz de 1812, hecho que, a nivel de pensamiento y acción, tuvo profundas repercusiones en América. Vistas todas esas circunstancias, a partir de entonces, Morillo consideró perdida la causa del rey en las colonias y el Congreso de Angostura de 1819 y el propio Bolívar aprovecharon la ocasión para lanzar la última ofensiva contra el dominio español en Venezuela. En noviembre de 1820, el Libertador lanza su proclama de respuesta a la invitación para participar en las Cortes españolas en orden a restablecer la paz entre la metrópoli y sus colonias: “Se nos ha ofrecido –dice Bolívar– constitución y paz; hemos respondido: paz e independencia, porque solo la independencia puede asegurar la amistad de los españoles, la voluntad del 26 Pío VII, Encíclica “Etsi longissimo” (30 enero 1816), en Pedro de Leturia, S.J., Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, vol. II, Roma, Univ. Gregoriana, 1959, p. 111.

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pueblo y sus derechos sagrados. ¿Podríamos aceptar un código enemigo, prostituyéndose nuestras leyes patrias? ¿Podríamos quebrantar las leyes de la naturaleza, salvando el océano para unir dos continentes remotos? ¿Podríamos ligar nuestros intereses a los intereses de una nación que es nuestro suplicio? No, colombianos!!!”27 Mientras lo patriotas se preparaban para rubricar el triunfo definitivo de Carabobo, en el alma del obispo Lasso de la Vega se llevaba a cabo una descomunal batalla ideológica con respecto a su permanencia en América y su colaboración con la causa republicana; el ver sometido al rey Fernando VII a una constitución liberal, la noticia de que la causa de la restauración legitimista en América no era apoyada en la misma España y de que don Pablo Morillo había firmado en Trujillo un armisticio con Bolívar, todo ello hizo recapacitar al inteligente Lasso en el definitivo resquebrajamiento de la legitimidad y en el derecho de los pueblos americanos para autogobernarse. Casi como un desahogo con su superior y padre, el 20 de octubre de 1821, escribe a Pío VII para expresarle lo que sucedía en esta parte del mundo y en su propia conciencia de obispo y de americano: le describe la situación de abandono de su diócesis y de casi todas las diócesis del Nuevo Mundo, y le confiesa sinceramente que él había abrazado con fervor la causa contraria a la república. A renglón seguido, le dice: “Hubiera emigrado, y al principio decía emigraran los párrocos, mientras no procedieran tratados de paz, mutuos reconocimientos y entrevistas de los mismos generales, y mientras existían pueblos de mi obispado bajo el Gobierno español”28. En la parte más importante de la carta, el obispo hace al papa la gran pregunta que tantas veces debió hacerse el propio Pío VII al recordar su famosa homilía a favor de la legitimidad de los gobiernos democráticos, cuando era obispo de Ímola. Escribe Lasso: “Sobre todo, jurada la Constitución por el rey católico, la soberanía volvió a la fuente de que salió, a saber, el consentimiento y disposición de los ciudadanos. Volvió a los españoles. ¿Por qué no a nosotros? Fuera de esto, horrorizan los decretos que cada día allí [en Madrid] salen, a la verdad no aprobados por esta América, ni que los aprobará. Extended hasta nosotros vuestra santísima bendición”29. ¿Qué respuesta esperaba Lasso de Pío VII que había firmado la famosa encíclica legitimista y hasta dónde quería que se extendiera la bendición apos27 Proclama del Libertador (Caranche, 14 octubre 1820), 97 (III, 708). 28 P. de Leturia, op. cit., p. 175. 29 P. de Leturia, Ibid.

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tólica? ¿Acaso hasta el movimiento mismo de la emancipación? Es posible, pero entonces lo que pedía no era algo distinto que la revocación del documento pontificio que tanto resquemor había producido en Hispanoamérica. Pío VII, ni por convicción personal, ni por estrategia diplomática, ni por política debió pensar en revocar la encíclica “Etsi longissimo”, aunque sí empezó a mirar con menos antipatía la causa emancipadora y con verdadera preocupación la situación de abandono en que se encontraba la Iglesia americana por causa de la intransigencia española con respecto al nombramiento de los obispos fuera del régimen patronal. De parte de Lasso de la Vega, el movimiento popular a favor de la independencia empezó a ser analizado de otra manera. Su proceso ideológico entró en una tercera etapa cuando pudo comparar sus propias ideas con las de Bolívar. El historiador José Manuel Groot deja consignado el momento en que el presidente de la Gran Colombia y el obispo Lasso se encontraron en Trujillo: “El Libertador se alojó en casa del General Urdaneta, a donde pasó a visitarlo el Obispo a las cinco de la tarde. El Libertador lo recibió con las mayores manifestaciones de aprecio, y después de mil ofrecimientos y pruebas de confianza, la conversación rodó sobre asuntos de independencia y patriotismo. El Obispo manifestó que siempre se había gloriado de haber nacido americano, que nunca había adulado el poder real atribuyéndole origen divino, eterno e invariable, siendo cierto que al consentimiento de los pueblos es al que debe reducirse todo sistema de gobierno, y a cuya reunión es al que Dios da la soberanía, añadiendo que era palpable cuanto había adelantado en esta parte de la República desde la acción de Boyacá; y últimamente dijo que era innegable que, habiendo llegado la América a la edad viril de las naciones, tenía razón para proclamarse independiente de la España; agregándose además la de los atentados que estaban cometiendo las Cortes contra la religión y la Iglesia”30. La impresión que produjo en el Libertador la entrevista de Trujillo con el obispo Lasso queda consignada en una carta del mismo año al vicepresidente Santander en la cual, al no escatimar elogios del obispo amigo, demuestra cuánto ha cambiado su pensamiento con respecto a la Iglesia jerárquica y a su papel en las naciones americanas que iban surgiendo como repúblicas independientes: “El Obispo de Mérida –dice Bolívar– está aquí con nosotros y marcha mañana para Cúcuta a tratar con el Congreso sobre el estado actual de la Iglesia. Como él es bueno, virtuoso y activo, puede hacernos mucho 30 José Manuel Groot, Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada, vol. IV, Bogotá, Edit. ABC, 1953, pp. 210-211.

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bien. Una diputación de esa catedral, que lo convide a Bogotá, será muy conveniente para que haga una visita apostólica”31. Que Bolívar concibió una grande y duradera estima de Lasso es evidente en la correspondencia. En mayo de 1821, por ejemplo, escribe a Fernando Peñalver recomendándole la persona del Obispo: “recomiendo a Ud. mucho el Obispo de Maracaibo para que lo trate bien, pues es un santo hombre lleno de eminentes cualidades y que aborrece ya más a los liberales [de España] que a los patriotas, porque aquellos se han declarado contra las instituciones eclesiásticas, cuando nosotros las protegemos”32. El lenguaje es absolutamente nuevo y supone un profundo cambio de actitud en Bolívar cuya sinceridad y conocimiento de los hombres son rasgos característicos de su personalidad; si habla de Lasso como de “un santo hombre lleno de eminentes cualidades”, solo ello nos convence de la personalidad del obispo y de la profunda amistad que surgió entre dos hombres que, separados por formación y por inclinaciones, llegaron a complementarse en la obra común de crear las nuevas repúblicas. *** Rafael Lasso de la Vega prestó grandes servicios a la causa americana, no solo en el Congreso de Cúcuta, sino en el difícil acercamiento de las naciones libertadas por Bolívar a la Santa Sede: en gran parte, el éxito diplomático de Ignacio Sánchez de Tejada, embajador del gobierno grancolombiano ante el papa, que culminó con el nombramiento de obispos para seis sedes americanas fuera del régimen patronal, se debió a las oportunas instancias y a los pormenorizados informes del obispo Lasso. De parte del Libertador, es notable el cambio de actitud que, a no dudarlo, determinó la opción de una política religiosa para América, fecunda en su época y en el devenir futuro de nuestro convulsionado continente. Basta, para concluir, una muestra del Bolívar que surgió del acuerdo con el obispo Lasso. En carta de 1823, dice a su episcopal amigo: “Ilmo. Señor: con la mayor complacencia he recibido la muy favorable carta de Vuestra Señoría Ilustrísima incluyéndome la muy importante y honrosa correspondencia de Su Santidad [...] Mucho he celebrado esta comunicación porque ha llenado de consuelo mi corazón que está acongojado con la separación de nuestro Padre común, el de la Iglesia. La respuesta de Su Santidad nos da muchas

31 A Santander (7 marzo 1821) – 471 (I, 540). 32 A Fernando Peñalver (24 mayo 1821) – 489 (I, 560).

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esperanzas de volver bien pronto al regazo maternal de la Ciudad Santa. Ahora dirán nuestros enemigos que el Papa nos tiene separados de la comunidad de los fieles; son ellos los que se han separado de la Iglesia Romana. Acabo de ver decretos horribles contra la Silla Apostólica. Soy de V.S.I. con la mayor consideración, su atento, obediente, servidor, Bolívar”33. Si se olvida con frecuencia que Lasso de la Vega es uno de los próceres de nuestra independencia, ello no se puede atribuir a Bolívar, sino quizás a la negligencia de algunos historiadores o a cierta tendencia a engrandecer a los Padres de nuestras patrias, olvidando a los callados cogestores de nuestras nacionalidades americanas. La superación de la crisis de Pativilca, opción por el destino de la América totalmente libre Menos de un mes hacía que las tropas victoriosas habían devuelto a Venezuela su libertad en Carabobo el 24 de junio de 1821, cuando Bolívar se dirigió a Santander solicitándole apoyo para continuar la campaña sobre Quito y el Perú: “Mi amigo –escribe desde Tocuyo el 16 de agosto– voy a hacer a Ud. una visita, dejando esto ya arreglado y tranquilo en cuanto sea posible. Antes de ir al Congreso pienso ir por Maracaibo a arreglar aquello, que no está muy arreglado según se dice. Luego sigo a Cúcuta, y a mediados de septiembre estaré en Bogotá de paso para Quito. Pero cuidado, amigo, que me tenga Ud. adelante 4 o 5000 hombres, para que el Perú me dé dos hermanas de Boyacá y Carabobo. No iré, si la gloria no me ha de seguir, porque ya estoy en el caso de perder el camino de la vida, o de seguir siempre el de la gloria. El fruto de 11 años no lo quiero perder con una afrenta, ni quiero que San Martín me vea, si no es como corresponde al hijo predilecto [sic]. Repito que mande Ud. todo lo que tenga al Sur para que allí se forme lo que se llama un ejército libertador”34. La decisión de Bolívar no era ni mucho menos improvisada y, en líneas generales, obedecía al plan maestro delineado en la Carta de Jamaica; para cualquiera que estudiara la situación americana desde la perspectiva profética del Libertador, era claro que el enclave realista del Perú tenía que ser destruido si se quería hablar de una América verdaderamente libre: “El virreinato del Perú –decía Bolívar– cuya población asciende a un millón y medio de habitantes, es sin duda el más sumiso y al que más sacrificios se le han arran-

33 A Mons. Rafael Lasso de la Vega, Memorias (14 junio 1823) – 647 (I, 765). 34 A Santander (16 agosto 1821) – 508 (I, 578).

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cado por la causa del Rey”35. Por tanto, la idea de libertar al Perú, terminando la obra inconclusa de San Martín, respondía, no solo a un propósito global de independencia, sino a una necesidad estratégica para asegurar el éxito de una campaña de lustros, llevada a cabo por los patriotas del Río de la Plata, de Chile y de la Gran Colombia. El año 1822 fue glorioso para Bolívar por la campaña disuasiva de Bomboná y por el triunfo de Sucre en Pichincha que aseguraron la independencia de Quito y abrieron a los patriotas la posibilidad de obrar sobre Pasto y Guayaquil. Sin embargo, la acción sobre el sur de la Gran Colombia no estuvo exenta de dificultades y contratiempos, algunos imprevistos: el Patía constituyó una formidable barrera natural plagada de fuerzas enemigas; Pasto, un indómito bastión del legitimismo, hábilmente manejado, en lo militar por el coronel Basilio García y, en lo religioso, por el obispo de Popayán, monseñor Salvador Jiménez de Enciso. Para alcanzar a Quito, Bolívar tuvo que dividir su ejército y entregar a Sucre la vanguardia que, en punta de lanza, debía llegar hasta Pichincha mientras él cubría la retaguardia en acción contra Pasto para prevenir que las tropas del coronel García se unieran a las del capitán de los ejércitos de Quito, don Melchor de Aymerich. La estrategia dio sus frutos en Bomboná el 7 de abril de 1822 y en Pichincha el 24 de mayo del mismo año, aunque ni Sucre ni Bolívar pudieron cantar victoria total por el peligro siempre actual de que los realistas recibieran refuerzo desde el virreinato de Lima. En carta que el Libertador dirige al General José de San Martín para dar el parte de victoria a quien gozaba del título de Protector del Perú, aparece clara la intención de no detener el carro de la libertad en la antesala de la meta anhelada: “Al llegar a esta capital –dice Bolívar– después de los triunfos obtenidos por las armas de Perú y Colombia en los campos de Bomboná y Pichincha, es mi más grande satisfacción dirigir a V.E. los testimonios más sinceros de la gratitud con que el pueblo y el gobierno de Colombia han recibido a los beneméritos libertadores del Perú, que han venido con sus armas vencedoras a prestar su poderoso auxilio en la campaña que ha libertado tres provincias del Sur de Colombia, y esta interesantísima capital, tan digna de la protección de toda la América, porque fue una de las primeras en dar el ejemplo heroico de la libertad. Pero no es nuestro tributo de gratitud un simple homenaje hecho al gobierno y ejército del Perú, sino el deseo más vivo de prestar los mismos, y aun más fuertes auxilios al gobierno del Perú, si para cuando llegue a manos de V.E. este despacho, ya las armas libertadoras 35 Bolívar, Carta de Jamaica, I, 160.

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del Sur de América no han terminado la campaña que iba a abrirse en la presente estación”36. La correspondencia que Bolívar envía por entonces al general San Martín es respetuosa y sincera, muestra de la profunda admiración que le merecía, al Libertador de Colombia, Venezuela y Quito, el Libertador de las provincias del Río de la Plata y últimamente comprometido con la causa peruana donde era reconocido como Protector. Sin embargo, muchas de las cartas son ambivalentes: por un lado, reconocimiento de la importancia de la obra sanmartiniana y, por otro, recelo de sus ideas políticas y convicción creciente, no confesada paladinamente, de que el Perú no podría obtener la libertad por si solo. Bajo esta luz hay que estudiar tanto la acción bolivariana sobre Guayaquil y la entrevista con el Protector como la ulterior decisión de entrar al Perú y luchar directamente por su definitiva independencia. Bolívar dedicó gran parte de su correspondencia de los últimos meses de 1822 y de todo el año 1823 a tramitar los poderes constitucionales para emprender la campaña peruana y a justificarla ante propios y extraños. Del vasto arsenal epistolar sobre el tema, quedan claros los siguientes hechos: primero, Bolívar emprendió la campaña del Perú porque nada se hubiera logrado con la independencia de casi toda América si quedaba alrededor de Lima un bastión peligrosamente activo del realismo: no hubiera tardado España en intentar la reconquista con base en el estratégico virreinato, ayudada por las potencias de la Santa Alianza37; segundo, Bolívar entró en el Perú porque estaba convencido, después de la entrevista con San Martín en Guayaquil en junio de 1822, de que el Protector no quería seguir en el mando y había anunciado su retiro a Mendoza; también para prevenir las consecuencias de las ideas sanmartinianas sobre la entronización de un príncipe europeo en Lima, lo que, a juicio del Libertador, sería fatal para la causa de todos los pueblos libertados tan difícilmente38; tercero, Bolívar entró al Perú porque la situación allí se había tornado caótica por diversos motivos, por la que el Libertador llamaba rapiña entre godos y patriotas39, por la anarquía reinante40, por las luchas intestinas41 y por la incapacidad de los ejércitos

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A José de San Martín, Protector del Perú (17 junio 1822) – 573 (I, 643). Cfr. A Mariano Montilla (24 diciembre 1823) – 716 (I, 858). Cfr. A Antonio José de Sucre (20 julio 1822) – 584 (I, 660). Cfr. A Santander (4 agosto 1823) – 664 (I, 787). Cfr. A Joaquín Campino (10 septiembre 1823) – 673 (I, 800). Cfr. A Joaquín Campino (12 septiembre 1823) – 676 (I, 805).

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peruanos partidarios de la libertad42; cuarto, Bolívar entró en el Perú por expreso llamado del congreso, gobierno y pueblo peruanos43. Todos los argumentos anteriores eran más que válidos para justificar la campaña, una campaña definitiva para la independencia de las excolonias de España en Suramérica, pero no agotaban la íntima motivación bolivariana, expresada con justo orgullo por quien siempre se sintió depositario de una misión de impredecibles alcances; en cartas a Santander en 1823, Bolívar se sincera con él sobre el porqué de no poder detenerse ante la puerta del glorioso imperio de los incas: porque se sentía impulsado por su misión de libertar, por el íntimo afán de la gloria que le reportaría el cumplimiento de una misión que no quería dejar inconclusa y por la insaciable necesidad temperamental de “ir más allá”. “Todos mostraban en Lima –escribe Bolívar a Santander– una inmensa confianza en mí, por no decir una ciega admiración. Creen las gentes que yo sé hacer milagros, y que con algunos decretos y algunas alabanzas ya tienen salvado el país de enemigos44. [...] Mi corazón fluctúa entre la esperanza y el cuidado: montado sobre las faldas del Pichincha, dilato mi vista, desde las bocas del Orinoco hasta las cimas del Potosí, este inmenso campo de batalla y de política ocupa fuertemente mi atención y me llama también imperiosamente cada uno de sus extremos; y quisiera, como Dios, estar en todos ellos”45. En síntesis, hay que decir que Bolívar entró en el Perú con la conciencia del predestinado; pronto se sentiría un simple hombre mortal a la puerta del sepulcro. *** Pativilca fue solamente un capítulo de la crisis que debió padecer en la primera etapa de su estancia en el Perú: fue el de la enfermedad, el de la postración que hacía más dolorosas las traiciones, las divisiones internas, incluso la felonía de quienes dirigían la política peruana, fluctuante entre el deseo de ser libres y de negociar con el enemigo los términos de una “honorable esclavitud”. Para el Libertador, los últimos meses de 1823 fueron de ansiedad e, incluso, de frustración: con los enemigos en la enhiesta sierra andina, sabía que no podía emprender la conquista de la cordillera sin tener un mínimo de seguridad en la costa, donde, según su propio juicio, si iba al norte, se desintegraba

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Cfr. A Santander (3 octubre 1823) – 686 (I, 817). Cfr. A José Ramón Freire (12 septiembre 1823) – 678 (I, 807). A Santander (16 septiembre 1823) – 679 (I, 808). A Santander (3 julio 1823) – 660 (I, 781).

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el sur; si iba al sur, se sublevaba el norte. En las Memorias de O’Leary ha quedado consignada la caótica situación del Perú en la época inmediatamente anterior a la hora crítica de Pativilca: “Todo amenaza ruina en este país: mientras yo avanzo hacia el norte, el sur se va desplomando; cuando vuelvo al sur, estoy cierto de que esta parte del norte va a sufrir trastornos inevitables; porque el Perú se ha convertido en el campo de Agramante, en el cual nadie se entiende, cualquier dirección que uno tome encuentra muchos opuestos. ¡Quién pudiera concebir que el partido de Riva Agüero había de reclutar sus cómplices con el atractivo de una infame traición! Pues tal es la situación de las cosas”46. No es del caso seguir paso a paso al Libertador en las penosas vicisitudes políticas anteriores a su grave enfermedad de Pativilca; solo una muestra para descubrir el estado de ánimo de quien ya muy probablemente sentía los síntomas de la crisis; escribiendo a Sucre, el 14 de diciembre de 1823, le dice: “Si no es Ud. no tengo a nadie que me pueda ayudar con sus auxilios intelectuales. Por el contrario, reina una dislocación de cosas, hombres y principios que me desconcierta a cada instante: llego a desanimarme a veces. Tan solo el amor a la patria me vuelve el brío que pierdo al contemplar los obstáculos. Por una parte se acaban los inconvenientes, y por otra se aumentan”47. De nuevo la soledad del héroe amenazaba con paralizar la realización de su ideal de libertad y con aniquilarlo en el momento en que el drama se acercaba al desenlace. Bolívar cayó gravemente enfermo: si debido a una fiebre gástrica, si a un tabardillo o al primer embate de la tuberculosis, no existe unanimidad en las fuentes y no creo poder hallar un veredicto médico definitivo dada la carencia de medios de diagnóstico en Pativilca. Lo único que es indudable es que se trataba de un mal grave que tanto minó la constitución física del Libertador que cuando sus hombres lo vieron salir de su rancho por primera vez para tomar aire fresco, apenas pudieron contener las lágrimas48. La situación del Bolívar enfermo tuvo que ser terrible: con tanto por hacer, con la necesidad que existía en todas partes de su presencia vivificadora, en el momento mismo de decidir sobre la campaña contra los españoles en las cumbres andinas... Y, en vez de todo eso, la nada del lecho de enfermo. 46 Daniel F. O’Leary, Memorias, vol. IV, p. 241. 47 A Sucre (14 diciembre 1823) – 709 (I, 846). 48 Cfr. J.F. Blanco – R. Azpurúa, Documentos para la Historia de la vida pública del Libertador, vol. IX, p. 344.

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Era casi como la repetición de la impotente soledad de Jamaica. En esta perspectiva, no podemos menos que catalogar de sobrehumano el episodio que nos ha conservado Joaquín Mosquera en carta al historiador José Manuel Restrepo: “todas estas consideraciones –dice Mosquera– se me presentaron como una falanje [sic] de males para acabar con la existencia del Héroe medio muerto; y con el corazón oprimido, temiendo la ruina de nuestro ejército, le pregunté: ¿Y que piensa hacer Ud. ahora? Entonces, avivando sus ojos huecos, y con tono decidido, me contestó: ¡triunfar! Esta respuesta inesperada produjo en mi alma sorpresa, admiración y esperanzas, porque vi que, aunque el cuerpo del héroe estaba aniquilado, su alma conservaba todo el vigor y elevación que lo hacían tan superior en los grandes peligros. Recordé entonces aquellas notables palabras que dijo a Sucre en Lima, cuando Riva Agüero levantó el estandarte de la guerra civil: Ud. es el hombre de la guerra y yo soy el hombre de las dificultades”49. El Bolívar moribundo que decide triunfar y con voz trémula expresa una esperanza que está contra toda esperanza de lograrlo, es un hombre en trance de opción fundamental por le definitiva y total libertad de América. Como todas las decisiones supremas de los hombres superiores, la del Libertador en Pativilca apunta a lo que juzga que debe realizar; el cómo y el cuándo son accidentes que se confían al albur del mañana cuando amaine el temporal. *** En el lecho del enfermo, en medio de los ardores de la fiebre, se gestaron los clarines de Junín y de Ayacucho: ¡triunfar! Un Perú libre era vital para la América surgida en Boyacá, Carabobo, Pichincha, Río de la Plata, Chacabuco y Maipú. Todavía bajo los efectos de la enfermedad, Bolívar escribe al marqués de Torre Tagle, presidente del Perú: “No puedo perder un instante; el tiempo en el día es precioso y su empleo puede darnos la vida o la muerte”50. Los comienzos de 1824 no eran muy halagüeños para los patriotas; menos mal, para ellos, que tampoco lo fueron para los realistas ya que, en abril, se advirtieron los efectos inequívocos de la división de sus ejércitos, en cuyo seno se había producido el levantamiento de Olañeta contra el virrey La Serna. Los acontecimientos empezaron a desencadenarse con ritmo vertiginoso. Después del penoso ascenso de los Andes peruanos, llegó el triunfo de Junín, el 6 de agosto de 1824; por fin, el campo de batalla distraía a Bolívar

49 Blanco – Azpurúa, op. cit., p. 344. 50 A José B. de Torre Tagle (9 enero 1824) – 722 (I, 868).

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de la obligada inacción de Pativilca y, por fin, los peruanos aprendían la lección de que, ante Bolívar y su ejército, el general Canterac no era invencible. Con Sucre en el Perú, opción por la amistad más allá de las incomprensiones Como un paréntesis, surge, en plena campaña peruana, un conflicto entre Bolívar y su entrañable amigo, el general Antonio José de Sucre. Difícilmente se puede encontrar en la vida del Libertador una persona más cercana a su alma que su coterráneo de Cumaná, noble corazón de la independencia americana: Sucre era, como decía Bolívar, el hombre de la guerra, el estratega, en una palabra, el general por excelencia, el consejero, el amigo. Que no era, frente a su jefe, una personalidad contemporizadora y débil lo refleja una carta de Bolívar de noviembre de 1823: “He visto la carta de Ud. con sumo disgusto, pero no con sorpresa, porque hace algunos días que noto un gran desagrado en Ud. He visto todo y he procurado satisfacer a Ud.: todavía haré más para poder lograr persuadir a Ud. de que yo no le he ofendido ni aun remotamente, y que, si lo he hecho, estoy pronto a dar a Ud. una plena satisfacción, porque yo soy justo y porque amo a Ud. muy cordialmente a pesar de todo. Pero si Ud. no quiere abrir su corazón y rehúsa mi franca explicación y continúa con la idea de no tomar el mando, yo no lo impediré, porque jamás he gustado de amigos forzados, pues yo llamo amigos los que sirven conmigo en el rango que Ud. Soy de Ud. amigo de corazón, Bolívar”51. ¿Qué había sucedido? Diferencias de criterios, pugnas frecuentes entre fuertes personalidades dedicadas a una causa común: Sucre era el “otro-yo” del Libertador, el hombre de la batalla, el único capaz de llevar hasta Pichincha el espíritu de quien se jugaba la vida en Bomboná. Unidos en esa hermosa guerra que es la amistad, Sucre y Bolívar vivían la causa común y, por tanto, tenían momentos en que no podían ponerse de acuerdo sobre los medios para lograr sus objetivos. Eran ambos artífices de un continente, pero, como seres humanos, pugnaban por conservar la intimidad de sus propios destinos: para una batalla por la amistad entre dos colosos, solo las cumbres de los Andes podían aparecer como digno escenario. *** Bolívar, después de Junín, ordenó a Sucre que se hiciera cargo de la retaguardia del ejército: que reuniera a los dispersos, que animara a los cobardes, que salvara el parque, las provisiones, los hospitales y las columnas perdi51 A Sucre (20 noviembre 1823) – 700 (I, 832).

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das. La misión era importante, vital para el ejército vencedor de Junín; pero Sucre, el héroe de Pichincha, no podía aceptar posiciones de retaguardia. Y estalló la crisis: según su opinión, no era digno que quien ostentaba la jerarquía de comandante en jefe de un ejército vencedor fuera comisionado para reunir a los perdidos, desamparados y convalecientes y llevarlos de nuevo a los cuarteles. ¿Se imaginó quizás que Bolívar deseaba marginarlo del mando o ponerlo en ridículo frente a sus colegas? Lo cierto del caso fue que, después de obedecer a quien era supremo director de la campaña y por entonces dictador del Perú, renunció a su cargo. Bolívar se apresuró a contestarle, lo que era apenas natural; lo trascendental de su carta al sensible Sucre, fue la manera delicada y amistosa, al tiempo que severa, que empleó. Le decía en su carta: “Contesto a la carta que ha traído Escalona con una expresión de Rousseau cuando el amante de Julia se quejaba de ultrajes que le hacía por el dinero que ésta le mandaba: ‘esta es la sola cosa que Ud. ha hecho en la vida sin talento’. Creo que a Ud. le ha faltado completamente el juicio cuando Ud. ha pensado que yo he podido ofenderle. Estoy lleno de dolor por el dolor de Ud., pero no tengo el menor sentimiento de haberle ofendido. La comisión que he dado a Ud. la quería yo llenar; pensando que Ud. la haría mejor que yo, por su inmensa actividad, se la conferí a Ud. más bien como una prueba de preferencia que de humillación. Ud. sabe que yo no sé mentir, y también sabe Ud. que la elevación de mi alma no se degrada jamás al fingimiento; así, debe Ud. creerme52. Difícilmente se pueden expresar tantas ideas, tantos sentimientos, tanta amistad en tan pocas palabras. No se trata de una carta en que por protocolo se presentan disculpas o al menos se finge hacerlo para quedar bien con un compañero de armas, absolutamente necesario para el éxito de la empresa total; se trata de un reafirmar la opción por el amigo, por un concepto profundo de la amistad, en un momento de incomprensión y de aparente desconocimiento de los méritos adquiridos por el valiente Sucre. El Libertador le confía la misión que él mismo hubiera querido cumplir para salvar a tantos compañeros de campaña, sumidos en la desgracia momentánea, pero que después iban a ser, con Sucre a la cabeza, los héroes de Ayacucho. Visión de la campaña y visión de la viva realidad del amigo: todo ello relampaguea fulgurante en las escuetas frases de Bolívar: “Yo no tenía tan mala opinión de Ud. que pudiera persuadirme de que se ofendiese de recorrer la jurisdicción del ejército y de hacer lo que era útil. Si Ud. quiere saber 52 A Sucre (4 septiembre 1824) – 794 (II, 23).

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si la presencia de Ud. por retaguardia era necesaria, eche Ud. la vista sobre nuestro tesoro, sobre nuestro parque, nuestras provisiones, nuestros hospitales y la columna del Zulia; todo desbaratado y perdido en un país enemigo, en incapacidad de existir y moverse”53. Los argumentos del Libertador muestran una faceta profundamente humana de su personalidad de jefe y de su concepto de lo que puede hacer con un amigo a quien conoce y estima de verdad: el reconocimiento de que cada americano que lucha por su libertad es importante, de que hay que reintegrarlo a la vanguardia del ejército, no obstante sus heridas o circunstancial flaqueza, retrata de cuerpo entero al general que no es simple estratega, sino auténtico padre y celoso custodio de sus soldados a quienes reconoce como colibertadores de América. La misión que Bolívar le confiaba a Sucre era la que solo se le confía al amigo, el único capaz de hacer lo que se quiere hacer por sí mismo. Dice Bolívar: “El ejército necesitaba y necesita de todo lo que Ud. ha ido a buscar, y de mucho más. Si salvar el ejército de Colombia es deshonroso, no entiendo ya ni las palabras ni las ideas. Concluyo, mi querido general, por decir a Ud. que el dolor de Ud. debe convertirse en arrepentimiento por el mal que Ud. mismo se ha hecho en haberse dado por ofendido de lo que no debiera; y en haberme ofendido a mí con sus sentimientos”54. Sucre debió sentir que su corazón palpitaba más fuertemente ante el amigo que le había regalado, después de Junín, la posibilidad de rehacer su ejército para el incierto futuro que culminaría en Ayacucho. Frente a una personalidad de tantos quilates, no le quedaba otra opción que revitalizar su genio de “hombre de la guerra” y reconocer que su otro-yo, Bolívar, era el hombre superior que siempre había conocido y no el mezquino jugador con la gloria ajena que, en un momento de debilidad, pudo haber imaginado. *** La carta de Bolívar termina con una invitación a Sucre a optar por sí mismo: “Diré a Ud., por último, que estoy tan cierto de la elección que Ud. mismo hará, entre venirse a su destino, o irse a Colombia, que no vacilo en dejar a Ud. la libertad de elegir. Si Ud. se va, no corresponde Ud. a la idea que yo tengo formada de su corazón. Si Ud. quiere venir a ponerse a la cabeza del ejército, yo me iré atrás, y Ud. marchará adelante para que todo el mundo vea que el destino que he dado a Ud. no lo desprecio para mí. Esta es mi respuesta. Soy de Ud. de corazón, Bolívar”55. 53 Ibid. 54 Ibid, pp. 23-24. 55 Ibid, p. 24.

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El texto no exige comentarios: es la expresión cabal de un hombre íntegro a su amigo, hombre tan íntegro como él. Es la correspondencia de dos creadores de libertad, el uno “hombre de la guerra” y el otro “de las dificultades”. Ya resonaban en lontananza los clarines de batalla, muerte y libertad de Ayacucho y el Libertador, por mandato del congreso de la Gran Colombia, tuvo que dejar la responsabilidad del epílogo de la campaña a Sucre. La arbitraria inelegancia de los legisladores colombianos fue, sin duda, menos dura para Bolívar por el hecho de que era su amigo el que se trasformaba en el Mariscal de Ayacucho. La completa liberación de la América del Sur dependió de una carta de un amigo a su amigo: son entretelones del drama de la independencia. La constitución boliviana, opción por una estructura jurídica para América El nacimiento de la república de Bolivia fue un premio para Bolívar y para Sucre: ambos se erguían como padres del nuevo país, colofón de la independencia americana. Una vez que el Libertador presentó al Congreso del Perú todo el territorio libre de enemigos, dirigió su mirada hacia el Alto Perú, todavía zona de conflicto con España y que, de no quedar libre e independiente, se podía convertir en peligroso campo de batalla entre Buenos Aires y Lima o en territorio expuesto a las ambiciones colonialistas brasileñas. El ejército de Olañeta, no obstante estar debilitado, seguía teniendo fuerza y debía ser aniquilado para que no se convirtiera en foco de concentración de todos los realistas dispersos por América con peligro de una reconquista apoyada por el imperio brasileño, emergente potencia continental, y por la ya vacilante Santa Alianza. Para adelantar el asunto con la celeridad que requería, Bolívar comunicó su plan a Sucre en términos que despejaban los escollos políticos que embarazaban la acción decidida del Mariscal de Ayacucho: “Me parece que el negocio del Alto Perú no tiene inconveniente alguno militar y, en cuanto a lo político, para Ud. es muy sencillo: Ud. está a mis órdenes con el ejército que manda y no tiene que hacer sino lo que yo le mando. El ejército de Colombia ha venido aquí a mis órdenes, para que, como jefe del Perú, le dé dirección y haga con él la guerra a los españoles. Ud. manda el ejército como general de Colombia, pero no como jefe de Nación y yo sin mandar el ejército como general, lo mando como auxiliar de la Nación que presido”56.

56 A Sucre (21 febrero 1825) – 848 (II, 83).

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Ante la anarquía reinante en el Río de la Plata, el Congreso del Perú resuelve intervenir en el Alto Perú dejando para más tarde la negociación sobre la estructura política que debía asumir ese territorio, sobre el que seguía teniendo ambición. El 7 de abril de 1825 la campaña había progresado tanto que el Libertador pensó llegado el momento de empezar a definir la suerte del territorio invadido por las fuerzas de Sucre; el 8 de mayo, Bolívar anuncia, en carta a Santander, el definitivo colapso del ejército español: “El último soldado español del Alto Perú ha rendido sus armas a nosotros. Olañeta ha muerto de sus heridas y todas sus tropas se han pasado o entregado prisioneros”57. En los meses siguientes, los altoperuanos se dieron a la tarea de pensar sobre sí mismos y sobre la libertad conquistada y resolvieron manifestar su decisión de no pertenecer ni a Buenos Aires ni a Lima y de conformar una nación independiente con gobierno propio. En carta a Peñalver, Bolívar se muestra de acuerdo con la idea: “A fines de este mes paso a Potosí y Charcas a dar un gobierno provisorio a un millón de habitantes que fueron del Río de la Plata, han sido libertados por nuestras armas y quieren ser independientes de Buenos Aires y del Perú. Parece que todos están conformes con esta idea”58. La Asamblea de Chuquisaca declaró la independencia y se dedicó a negociarla pacíficamente con Buenos Aires y Lima. La nueva nación quiso ver la luz primera bajo los auspicios de Bolívar y Sucre en cuyo honor bautizaron el país (Bolivia por Bolívar) y su capital (Sucre por el Mariscal de Ayacucho). Exultante, escribe el Libertador a Santander: “Hoy he recibido un acta de la Asamblea del Alto Perú que se declara independiente y toma el nombre de Bolívar y la capital Sucre, y un millón de pesos de recompensa al ejército, después de mil otras cosas honoríficas a nosotros. El día de Junín se ha declarado independiente esta nación y república independiente. Qué hermoso nacimiento entre Junín y Boyacá. Parece engendrado este estado por el matrimonio de estas dos repúblicas. Ud. debe imaginar si yo debo defender este hijo predilecto de mi gloria y de Colombia”59. El amor mutuo de Bolívar por “el hijo predilecto de su gloria” y de Bolivia por su auténtico padre y patrono, sin cuya protección no hubiera podido nacer, se plasma en la petición de los bolivianos al Libertador de que les elabore una constitución para su patria. No obstante las repetidas protestas 57 A Santander (8 mayo 1825) – 883 (II, 127-128). 58 A Peñalver (11 julio 1825) – 909 (II, 171). 59 A Santander (19 agosto 1825) – 929 (II, 201).

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de incompetencia como constitucionalista y magistrado, Bolívar se aplicó con entusiasmo a escribir la Constitución boliviana, contando con la experiencia de sus años de gobernante y con la confianza que en él depositaba el pueblo del Alto Perú. La labor no era fácil, pero ejercía en su ánimo una sin par fascinación por tratarse de una oportunidad única para recopilar sus ideas políticas con respecto a las jóvenes naciones americanas. Si existe el sentimiento de paternidad política, quizás el que tuvo Solón en Atenas, ese fue el que embargó a Bolívar durante 1826, año de madurez y de exaltación por el triunfo en su difícil carrera de Libertador. Así lo expresó en su discurso al Congreso Constituyente de la nación que había contribuido a crear: “Hablaré yo de gratitud, cuando ella no alcanzará jamás a expresar ni débilmente lo que experimento por vuestra bondad que, como la de Dios, pasa todos los límites! Si: solo Dios tenía potestad para llamar a esta tierra Bolivia! ¿Qué quiere decir Bolivia? Un amor desenfrenado de libertad, que al recibirla vuestro arrobo no vio nada que fuera igual a su valor”60. *** El puesto que Bolívar le asigna a la Constitución boliviana dentro de su obra permite que se la catalogue entre sus grandes realizaciones en el plano de las ideas y de las decisiones políticas. Cuando, en carta a Tomás Cipriano Mosquera, el Libertador escribe entre ufano y ansioso: “el código boliviano es el resumen de mis ideas y yo lo ofrezco a Colombia y a toda América”61, está expresando la convicción de que ha llegado, por fin, a cristalizar su anhelo de entregarle a las nuevas repúblicas un intento de síntesis de todo aquello por lo que había luchado y de su evolución intelectual y política. La Constitución boliviana no fue producto de la improvisación ya que el Libertador, como afirma su biógrafo Gerhard Masur, “desde 1812 había sostenido principios concretos y profundamente arraigados con respecto a la constitución de una república americana. Un estado fuerte, un poder ejecutivo eficiente con amplios poderes, la dirección de la selección intelectual y moral: tales eran las piedras fundamentales de su programa”62. En el Congreso de Angostura de 1819, en los albores de la gran campaña libertadora, había esbozado Bolívar un proyecto de estado siguiendo el modelo constitucional inglés dentro del espíritu republicano al estilo de Montesquieu y de Rousseau. En 1821, en la villa del Rosario de Cúcuta, en un intervalo de la 60 Bolívar, Discurso al Congreso Constituyente de Bolivia, vol. III, p. 770. 61 A Tomás Cipriano Mosquera (1 agosto 1826) – 1759 (II, 438). 62 Gerhard Masur, Simón Bolívar, México, Edit. Grijalbo, 1960, p. 464.

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guerra de independencia, dirigió al Congreso constituyente un breve discurso para hacer resaltar la trascendencia histórica de las deliberaciones: “La Constitución de Colombia será junto con la independencia la ara santa, en la cual haré los sacrificios. Por ella marcharé hasta las extremidades de Colombia a romper las cadenas de los hijos del Ecuador, a convidarlos con Colombia después de hacerlos libres”63. De 1821 a 1826, Bolívar vive las vicisitudes de la guerra ecuatoriana y peruana, las divisiones políticas de Guayaquil, las maquinaciones, vaivenes, corrupciones y dobles juegos de una parte de la oligarquía peruana, la para él poco satisfactoria gestión del Congreso de Bogotá y las dificultades internas de Venezuela por el distanciamiento del General Páez con respecto al gobierno central. Todo ello forma parte de la trama del movimiento independentista acaudillado por Bolívar, tanto como las grandes estrategias y los triunfos de la libertad. La situación del Libertador en trance de constitucionalista es contradictoria: por un lado, se halla en la apoteosis, colmado de honores y de títulos: eso lo conduce a mirar su obra con la visión ideal del héroe necesario y del gobernante predestinado para centrar en sí mismo el poder que brota espontáneo de la gloria que le rinden sus conciudadanos; por otro lado, se halla encerrado en el laberinto de las contradicciones inherentes a un pueblo no acostumbrado a los beneficios de la democracia y de la autodeterminación, pero que celebra alborozado el advenimiento de su libertad. Dentro de este marco, es inteligible la que Bolívar llama “la más sublime inspiración de las ideas republicanas”64 y que algunos historiadores han catalogado de “producto asombroso de una extravagante imaginación política”65. La opción constitucional del Libertador no puede ser considerada como fruto de estudios especializados sobre la materia ni como consecuencia de una sistemática teorización sobre los imperativos de la democracia; si se quiere hacer justicia a Bolívar, hay que tener en cuenta su itinerario vital y su contacto con el pueblo americano multirracial, policlasista y sin la disciplina de conglomerados humanos de otras latitudes. Cuando sus ideas aparecen como reaccionarias y dictatoriales, se debe a que no ve otra manera de poner coto a movimientos subversivos o veleidades anárquicas. No es cometido del presente trabajo entrar a analizar los contenidos de la Constitución boliviana y menos entrar a juzgar sobre cada una de sus pres-

63 Bolívar, Discurso ante el Congreso de Cúcuta (3 octubre 1821), vol. III, 720. 64 Citado en G. Masur, op. cit., p. 466. 65 Cfr. Ibid, p. 467.

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cripciones. Nos basta con lo dicho sobre el sentido profundo y fruto más de la experiencia que de la teoría, de la opción de legislador con respecto al estatuto jurídico que se le pedía y que, según su criterio, era el único capaz de salvaguardar la libertad y el orden en Bolivia y, más ampliamente, en todas las excolonias españolas de América. En el discurso al Congreso constituyente de la nueva Nación, dice Bolívar: “Legisladores: Vuestro deber os llama a resistir el choque de dos monstruosos enemigos que recíprocamente se combaten, y ambos os atacarán a la vez: la tiranía y la anarquía forman un inmenso océano de opresión, que rodea a una pequeña isla de libertad, embatida perpetuamente por la violencia de las olas y de los huracanes, que la arrastran sin cesar a sumergirla. Mirad el mar que vais a asurcar con una frágil barca, cuyo piloto es inexperto”66. Tiranía y anarquía son los dos extremos que quiere evitar el Libertador y para ello postula un gobierno con autoridad real, dotado de poderes casi omnímodos y con un presidente vitalicio y un vicepresidente hereditario. América no aceptó la utopía bolivariana e incluso la motejó de cesarista y semimonárquica; no estaba lejos de parecer Bolívar un candidato a testa coronada, no obstante su aversión al régimen que había contribuido a demoler en el Nuevo Mundo. Se trataba en él de la eterna dualidad de las decisiones humanas que con acierto resume el historiador Rafael Bernal: “La recta intención de Bolívar se trasparenta nítidamente pues quiere evitarle a los países tropicales las trágicas guerras civiles y su apocalíptica zozobra, originadas por la pugna del poder. Su mente se conturba ante la tétrica ambición que surge del alma compleja de la raza americana. Mas su fe en el destino del pueblo le falla lamentablemente y de allí su híbrida fórmula de poderes vitalicios y hereditarios, que contradice la esencia democrática”67. *** La Constitución boliviana produjo grandes sinsabores a su autor y, no obstante el agradecimiento y los honores que le tributaron los pueblos por él libertados, por doquiera se formaron partidos refractarios a los gobiernos fuertes dotados de amplísimos poderes vitalicios y hereditarios. Se puede decir, sin temor a exageración, que la sincera opción del Libertador por un sistema constitucional como el que ofreció para Bolivia marcó el comienzo de su ocaso político y de los sinsabores que iban a recrudecerse en la Convención de Ocaña de 1828 y que, para vergüenza de Colombia, producirían 66 Bolívar, Discurso al Congreso constituyente de Bolivia, 153 (III, 762). 67 R. Bernal, op. cit., p. 173.

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el intento parricida de la “noche septembrina” del 25 de septiembre de ese mismo año, frustrado para fortuna de América por intervención de la providencia y de Manuelita Sáenz. Con cuánto patetismo resuenan las palabras de Bolívar al denunciar la conspiración: “Por el impreso adjunto se instruirá Ud. de la horrible conspiración que, contra Colombia y contra su gobierno, reventó en esta ciudad en la noche del 25 del corriente. Muchos detalles podrían añadirse a aquel impreso, pero falta tiempo, pues todos han de contraer ahora su atención a descubrir las ramificaciones que puede tener este atentado en las provincias”68. Se puede seguir discutiendo hasta el infinito sobre el error político del Libertador, pero nunca sobre la sinceridad, e incluso sobre la urgencia de gobiernos con autoridad para los países americanos. Es esta la carta central que quiere jugarse el Libertador para asegurar el futuro libre de América. En todo caso, dadas las circunstancias no era fácil conservar el justo medio y no equivocarse de buena fe. Es esta la que faltó a los oscuros conjurados que trataron de asesinar al Padre de la Patria. San Pedro Alejandrino, opción definitiva por la unidad de América y la eternidad gloriosa Para el Libertador, el año 1830, último de su vida, estuvo caracterizado por una incertidumbre rayana en la angustia patológica y en la casi absoluta imposibilidad de asumir opciones fundamentales. Sea por causa de la tuberculosis pulmonar que había entrado en su período crítico, sea por el cúmulo de sinsabores de toda índole que se habían apoderado de su alma, lo cierto es que la correspondencia nos descubre un Bolívar invadido por la más absoluta sensación de fracaso contra la que una vez más trata de reaccionar sin lograrlo plenamente. El 16 de agosto de 1829 había escrito a Fernández Madrid: “Mi salud está aniquilada, y ya no me quedan fuerzas físicas para hacer el servicio que he hecho hasta ahora. Por una parte, la ingratitud me tiene aniquilado el espíritu habiéndole privado de todos los resortes de acción. Quedan muy pocos ciudadanos por los cuales yo me quisiera sacrificar; y aun este sacrificio debiera ser pronto, pues ya no estoy en estado de sufrirlo lento. Si quieren mi vida, aquí la tienen, pero no más servicios, pues ya no tengo valor para sacrificar mi nombre como lo tenía antes; éste es el primer efecto de la ingratitud”69. La 68 A Laurencio Silva (29 septiembre 1828) – 1807 (III, 9). 69 A José Fernández Madrid (16 agosto 1829) – 2089 (III, 285).

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carta no puede ser más elocuente: quien la escribe es un hombre enfermo que, habiendo realizado una obra de inmensa repercusión histórica, quisiera seguir en la línea de su gloria sin atreverse a mirar hacia atrás porque solo cree encontrar ingratitud, ni hacia delante por física incapacidad de volver a ser lo que fue y por falta de motivación moral para superar lo que el juego de las pasiones políticas hacía prácticamente insuperable en su situación actual. Quien quiera conocer a Bolívar, el hombre en sus máximas dificultades, tiene que recorrer ese 1830 en el que se resumen la gloria y las limitaciones de quien, perteneciendo a le edad de oro de la historia americana, no se resigna a aceptar que su obra estaba cumplida. En el alma atormentada del Libertador chocaba violentamente su conciencia grandiosa de la libertad y la unidad de la América reconquistada y los horrores que su mente febril intuía en el horizonte de los pueblos todavía no educados para la autodeterminación. Para los contemporáneos, como sin duda para nosotros, resultaba muy difícil interpretar cada una de las cartas de la época del ocaso bolivariano, pues el ir y venir de los sentimientos determinaba posiciones contradictorias expresadas en frases cuyo sentido obvio no siempre es el literal. A Joaquín Mosquera, por ejemplo, le escribe el 8 de marzo de 1830: “Yo estoy resuelto a irme de Colombia, a morir de tristeza y de miseria en los países extranjeros. ¡Ay! Amigo, mi aflicción no tiene medida, porque la calumnia me ahoga como aquellas serpientes de Lacoonte”70. Para el historiador resulta claro a qué se refiere el Libertador cuando habla de calumnia; tiene que ver con la dictadura, con la presunta imposición de la Constitución boliviana, quizás con la ambición monárquica que le endilgaban sus opositores. No resulta igualmente clara la resolución de irse de Colombia, expresada muchas veces por Bolívar, pero en un contexto general que produce la impresión de que lo que pretende es concitar la opinión sobre su necesaria permanencia en el teatro de los acontecimientos políticos, o producir la reacción en sus partidarios al ver lo mal que evolucionaban los asuntos ante el alejamiento de quien, como la persona siempre necesaria, podría salvar a la América de la anarquía. En julio 5, desde Cartagena, escribe a Revenga una carta que expresa la dualidad de propósitos y pone de manifiesto lo difícil que es formarse una idea exacta de sus propósitos actuales: “Mientras tanto –escribe Bolívar– yo me dispongo a seguir a Venezuela, si las cosas se arreglan favorablemente. Y

70 A Joaquín Mosquera (8 marzo 1830) – 2221 (III, 408).

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si no, me iré a Europa, que ha sido mi primera intención, y mi más vivo deseo, aunque no me deniego a contribuir por mi parte a la salvación de nuestra tierra”71. El caos en la conciencia de Bolívar se agravó pues cuatro días antes le fue comunicado el vil asesinato de Sucre en la montaña de Berruecos, ocurrido el 4 de junio, noticia que lo sumió en el más terrible abatimiento. La idea migratoria se empezó a gestar quizás desde 1823 cuando, en carta a Santander desde Pasto, le expresaba: “Yo preveo que, al fin, tendré que irme de Colombia”72. Desde entonces, y talvez desde siempre, su vida y su acción estaban encuadradas entre el propósito de entregarse totalmente a la causa de la independencia y organización de las naciones americanas y el anhelo de irse a Europa, lejos del desengaño, la incomprensión y la ausencia de una vida privada que le diera vivir en paz consigo y con quienes amaba, su familia y sus amigos, en primer lugar. Sin embargo, quien se autodenominó el “hombre de las dificultades” volvía siempre atrás en su itinerario hacia el exilio voluntario cuando surgía en su conciencia la convicción de que algo más podía hacer por la patria y por su gloria. Habiendo fracasado la fórmula de gobierno con Joaquín Mosquera como presidente y Domingo Caicedo como vicepresidente, escribe Bolívar a su amigo Pedro Alcántara Herrán el 11 de octubre de 1830: “No vacile Ud., mi querido amigo; venga Ud. a ayudarme y a ayudar a su patria. Yo estoy ayudando por esta parte mientras las elecciones constitucionales se verifican para entrar en la presidencia (si salgo electo) por el camino real y bajo la protección de la legitimidad. Yo no quiero que me llamen nunca usurpador”73. En esta carta, y en algunas más de la época, se advierten por igual la fuerza del carácter indomable de Bolívar y una especie de terquedad o de optimismo rayano en la utopía frente a una enfermedad que avanzaba inexorablemente sin que el Libertador quisiera tenerla en cuenta en sus planes de futuro. El héroe de tantas situaciones favorables y adversas tenía muy viva aún su conciencia de predestinado y por eso llegó a pensar que la dictadura de Urdaneta era un momento de transición para su regreso democrático a la presidencia; pero su psiquismo herido no le permitió comprender que esa última frustración política iba a desencadenar el delirio del fracaso y el conocimiento póstumo del sentido de la muerte. *** 71 A José R. Revenga (5 julio 1830) – 2256 (III, 434). 72 A Santander (14 enero 1823) – 619 (I, 715). 73 A Pedro Alcántara Herrán (11 octubre 1830) – 2284 (III, 471).

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El Doctor Alejandro Próspero Révérend anota en su diario de San Pedro Alejandrino, el día 1 de diciembre: “Su Excelencia llegó a esta ciudad de Santa Marta a las siete y media de la noche, procedente de Sabanilla, en el bergantín nacional Manuel; y habiendo venido a tierra en una silla de brazos por no poder caminar, lo encontré en el estado siguiente: cuerpo muy flaco y extenuado; el semblante adolorido y una inquietud de ánimo constante [...] Las frecuentes impresiones del paciente indicaban padecimientos morales”74. El Libertador en diciembre de 1830 no puede ser mirado sino con el respeto con que se mira al héroe herido de muerte: el delirio de la fiebre arranca a su subconsciente el último de los lamentos del Bolívar prófugo: “Vámonos… vámonos... esta gente no nos quiere en esta tierra... Vámonos, muchachos... Lleven mi equipaje a bordo de la fragata”75. No es necesario comentar lo que es perfectamente comprensible para quien recorra el itinerario de los últimos meses del Libertador. Lo que sí es importante y justo es destacar lo que en su mundo consciente conforma el desenlace de su vida: la comprensión meridiana de que su carrera había terminado para el mundo de los hombres y de que los colombianos podían beneficiarse de su viaje definitivo, este sí aceptado y comprendido plenamente. La muerte de Bolívar tiene las características de síntesis de una existencia plena de gloriosas vicisitudes y de contradicciones: por un lado aparece el hombre total, el que se coloca delante del Dios de sus padres y de su propia conciencia: el del testamento; y por otra parte, el hombre de la historia colombiana y americana, el que hace votos por la felicidad de la Patria, encontrándose en el trance de morir: el de la última proclama. “Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”76. Con esa opción fundamental por la unidad americana, pronunciada solemnemente en la hora de la muerte, el Libertador rubricó, a la faz de la historia, que finalmente encontró el sentido totalizante de su vida y del viaje que, desde 1823, tenía en mente. El héroe que libertó naciones y les ayudó a encontrar el sentido de su ser independientes, “el hombre de las dificultades” que tuvo que ir al sepulcro con camisa prestada, Simón Bolívar, logró sintetizar, a la una de la tarde del 17 de diciembre de 1830, lo que en ese año lo había sumido en la incertidumbre: huir de Colombia y de América quedándose en ella: ¡muriendo, lo había logrado! *** 74 A. P. Révérend, La agonía, la muerte y los funerales del Libertador, Edic. Jorge Wills Pradilla, Bogotá, Edit. Minerva, 1930, p. 17. 75 Ibid., p. 63. 76 Cfr. Rafael Bernal, op.cit., p. 205.

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Epílogo La muerte del Libertador tiene todas las características de una batalla decisiva en la que conscientemente se asumen opciones definitivas y absolutamente irreformables por hacerse de cara a la eternidad. Por esta causa hay que reconocer que los últimos destellos de la conciencia bolivariana se confunden con el ideal de una América solidaria, inteligible únicamente dentro de los patrones de unidad y de fraternidad continentales. Sería absurdo desconocer que, al morir, Bolívar optó por quienes gozamos de la libertad que él contribuyó a regalarnos y que es obligación filial nuestra, en especial de los países que llevamos el honroso título de bolivarianos, el cumplir la misión que nos legó el Padre de nuestras nacionalidades. Al optar por nuestra unidad, el Libertador consideró cumplida su misión y bajó tranquilo al sepulcro: su ideal se había convertido en consigna para el futuro y podía optar por su eternidad gloriosa el que había hecho de su alma poderosa y su cuerpo ya frágil por la enfermedad el supremo don de la unidad. Lo había dicho Bolívar frente a las nieves del Chimborazo: “Un delirio febril embarga mi mente; me siento como encendido por un fuego extraño y superior. Era el Dios de Colombia que me poseía”77. Caracas y Santa Marta fueron las dos sedes natalicias del Libertador Simón Bolívar: la del tiempo (1783) y la de la eternidad (1830). Su vida fue el inspirado delirio de quien supo optar en momentos en que todo amenazaba con convertirse en sentimiento de aniquilación. Al terminar, creo que no queda nada por decir: Bolívar nos ha hablado de sí mismo. A nosotros nos queda la misión de hacer que el Padre de la Patria no haya “arado en el mar”. Tenemos por delante la utopía de una unidad acariciada, pero nunca lograda. Ojalá, por lo menos, no olvidemos que Simón Bolívar, el Libertador, ¡murió por ella!

77 Bolívar, Delirio del Chimborazo, en R. BERNAL, op. cit., p. 185.

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