Iris M. Zavala
Las siente plagas y sus paradojas
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Las siete plagas y sus paradojas
la función del lenguaje no es informar, sino evocar.
Jacques Lacan
De un libro abierto, que amarga el vientre pero es dulce como la miel en la
boca, vienen las profecías que dañan a los paganos, pero no a los fieles, que anuncian el Juicio Final. Como el ángel que grita con gran voz y ruge como un león la batalla final y el juicio universal, hemos de escuchar esas oscuras síntesis, siempre prontas a reconstituirse, que imponen frenos a la interpretación y sostener que cada texto nos invita a “no ceder al deseo”, empleando discurso lacaniano. Es decir, no ceder ese tesoro, objeto indefinible y precioso que desencadena el deseo que es la palabra escrita. No ceder ante la seducción de las palabras y de la interpretación; y aprender a ser como Tiresias, para escuchar ese canto de la literatura que puede emanar tal encantamiento que rivalice con la palabra divina. No hemos de pasar por alto que en el Apocalipsis el ángel trae un libro en su mano, y en el juicio universal se “abren los libros”, y se abre otro libro “que es el libro de la vida”. Allí se juzga a los muertos según sus obras, “según las obras que estaban escritas en los libros”, y algunos fueron arrojados al estanque de fuego que es la “segunda muerte”. Cada libro vive así “entre dos muertes” (adaptando un concepto lacaniano), recubierto con el espesor de de los acontecimientos que narran, de los flujos
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de intercambios intersubjetivos, de sus arquitecturas conceptuales nunca finalizadas, del “discurso universal”, del lenguaje, de lo que Lacan llama lalengua. El texto es una superficie de inscripciones, lugar de disociación, volumen en perpetuo derrumbamiento; todo impide una visión cerrada y acabada. Resulta una quimera buscar una unidad sustancial, y un servilismo fatigar su vigor y su inagotable conflicto. Con ese “tesoro de significantes” --rebosante de malentedidos, del sustrato caótico de lo polisemia, de distorsiones--se hace la “letra”--ese soporte material que el discurso concreto toma del lenguaje” (en palabras lacanianas en Escritos). La letra marca el destino del sujeto que él debe descifrar.
Todo este entrecruzamiento no debe provocar la ilusión de lo cerrado y acabado,
y menos de un canon universal (o global, para emplear un término al uso), ni siquiera occidental--como pretende Harold Bloom--pues la definición de lo que sea occidental es una reducción al absurdo de los países desarrollados y algunas excepciones de otros “en vías de desarrollo” (y valga la ironía del eufemismo). Constituye, ante todo, una operación deliberada del crítico o historiador de la literatura, o filólogo partir de una hipótesis sistemática de lo que sea “el canon”--es decir, un universal. Se trata de una particular escolástica que todo lo pulveriza proclamando sobre tales ruinas su autoridad absoluta; Hegel nos apunta el engaño de aquella particular ortodoxia que nos quiere hacer creer--como en el cuento El traje nuevo del emperador--(que Lacan comenta en uno de sus seminarios), que el rey está soberbiamente vestido cuando en realidad va desnudo. ¿Desde dónde podría hablar la crítica sino es a partir de la ruptura que le ofrece como objeto la historia, y su propia historia? No es posible permanecer ciegos ante el hecho que el sujeto habla desde un lugar, desde un topos, desde una localidad, y no desde un
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lugar afuera, desde la luna o marte; es imposible salir de lo que Heidegger llama “la casa del lenguaje”, y el lenguaje no es solo cada idioma específico, sino una estructura general. O, dicho de otra manera, no hay metalenguaje: “Todo lenguaje implica una metalenguaje, es ya un metalenguaje de su propio registro” (1981: 226). Sí hay eso que Lacan llama un “discurso universal” --es decir, la naturaleza transindividual del lenguaje, el hecho de que la palabra siempre implica a otro sujeto, un interlocutor (Bajtin también apunta en este sentido), pero es además “un lazo social”. Y esto nos vuelve al problema de los universales. Volveremos a enrollarnos en esta cuerda una y otra vez.
Por ahora volvamos a la letra. Porque los textos tienen múltiples lecturas--esta
idea es central desde la Edad Media, Dante es ejemplar--que serán enriquecidos por cada generación de lectores. ¿Hemos de olvidar a Duns Scoto que escribió que la Escritura es un texto que encierra infinitos sentidos que puede ser comparado con el plumaje tornasolado del pavo real. Sin olvidar que la “literatura” (y la crítica, y la filología) son categorías recientes que no pueden aplicarse a la cultura clástica o a la medieval, sino por una hipótesis retrospectiva y por un juego de analogías nuevas o de semejanzas semánticas. Ya Schopenhauer hacia 1850 definía la historia de la literatura como el catálogo de “un gabinete de monstruosidades”, e hizo hincapié en el deseo, que es infinito y de satisfacción limitada. El sujeto de deseo se parece a Ixión atado a una rueda que no cesa de dar vueltas. Pero volvamos a nuestro tema. Es necesario cuestionar lo que sea una libro y una obra, y ante todo, la unidad homogénea de un libro, pues sus márgenes nunca están delimitidas rigurosamente; ningún libro existe por sí mismo, sino que siempre está en relación de apoyo o polémica respecto de otros. Es un punto en una red. Dejaremos de lado lo que sea una obra, pues los problemas que suscita son más
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difíciles (y esto lo han visto con claridad meridiana Barthes y Foucault, entre muchos), pues en apariencia se trata de la suma de los textos que pueden denotarse por el signo de un nombre propio.
Estamos, pues, forzados a leer dialógicamente --y si seguimos las indicaciones que
están implícitas en su propio acto--supone una interrogación dirigida al texto sobre lo que puede darnos, lo que tiene para respondernos. La lectura dialógica se sitúa en esta demanda, en tanto el otro del texto puede respondernos. Todo el problema radica en percatarnos de la relación que liga a ese objeto; relación privilegiada que nos conduce una vez más sobre ese manejo de verdad (y de mentiras) en el que nosotros nos vemos y que se inscribe en los textos. Pero sabemos que lo propio de las verdades es de mostrarse siempre incompletas--son unos sólidos de una opacidad pérfida. Hay que darles la vuelta, que buscar su envés y su semblante. De ahí nace lo que se llama la escuela de la sospecha: Nietzsche, Marx y Freud. Nietzsche sostiene que lo que significa comprender no es más que un cierto juego, el resultado de un cierto ruedo de reír, deplorar, y detestar. Estas tres pasiones o impulsos--como nos recuerda Foucault muchas veces--delatan que detrás del conocimiento hay una voluntad oscura, y los tres impulsos luchan entre sí, se confrontan, se combaten, están en estado de guerra. Se encuentra ya aquí el cuestionamiento de los grandes temas tradicionales de la filosofía occidental: en la raíz del conocimiento hay lucha, relación de poder. ¿No es eso El capital de Marx? ¿No es ese odio y esa lucha con el prójimo, la persecución del goce del otro el núcleo de El malestar en la cultura?
¿Qué significa entonces leer e interpretar, si seguimos a Bajtin con instrumentos
lacanianos? Ante todo estrechar el lazo entre el acto de la escritura con la responsabilidad ética, y leer dialógica y sintomáticamente significa saber que el lenguaje--y el espacio
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simbólico-cultural es escenario de conflictos sociales de ideológicos--sino restituir las preguntas no formuladas, o ideológicamente desplazadas, a las que estas respuestas se dirigen sin querer saberlo. Se reconocerá en este Louis Althusser la voz de Lacan. El secreto del impacto estético no solo está en captar la perfección de la forma, ni tampoco en la satisfacción que tal perfección proporciona, sino en el encuentro con una palabra que nos permite captar la contingencia. Encontramos entonces cosas muy singulares: que toda obra de arte pone en obra la verdad, que nos induce plantearnos seriamente el mal, el “mal radical”, y afrontar su enigma. Tampoco he de repetir que la lectura responsable ha de poner en tela de juicio implícitamente el fondo de creencia --ideología cotidiana --que constituye el orden de lo comúnmente aceptado, o, como dice Lacan “los itinerarios establecidos”. Tampoco repetiré cómo intencionadamente hemos de establecer siempre conexiones que induzcan al lector a percibir al mismo tiempo todos los elementos del plano general, de forma que no nos quedemos encerrados y nos ahoguemos “en la prisión de comprensiones estereotipadas”, como escribe Bajtin en su póstuma Estética de la creación verbal.
Creo que unas palabras de Borges nos permite distinguir el acto de lectura que
en vano intento precisar, y ese automatismo de repetición que seguimos llamando interpretación. Borges nos dice: “estamos hechos para el arte, estamos hechos para la memoria, estamos hechos para la poesía o posiblemente estamos hechos para el olvido”. Es ir lejos. Enseguida se ve que la interpretación no es un proceso espontáneo; muy pronto es ligado con lo más esencial de la presencia del pasado, que el análisis describe (aquel ángel de la historia y el futuro que Benjamin vislumbraba). La interpretación no se da de inmediato; la operación interpretativa, en el sentido en que descifra algo que
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se oculta y se manifiesta a la vez, el tiempo deja su huella, y la escritura es permeable a la acción y transmutación de la palabra. Lo que nos introduce de lleno en el horizonte abierto para nosotros: si la palabra sostiene ¿por qué vías podrá escuchársela? La instancia del acontecimiento enunciativo no es solitario y soberano. Leibniz sugiere en ocasiones que el análisis puede ser en uno caso finito y en otro indefinido; pero Leibniz--como Mallarmé--cree en el libro total, y solo se opera por fragmentos. Así se encierra en su mónada con las puertas cerradas y las ventanas tapiadas --como escribe Deleuze-diciendo que todo es siempre lo mismo, pero en diversos grados de perfección.
Si el objeto cambia profundamente, el sujeto también. Ello nos permite extender
el texto fuera de límites históricos precisos, pero no es posible negarlo como se niegan los unicornios o las panteras rosas. Lo claro no cesa de estar inmerso en lo oscuro; si un texto no es una variación de la verdad según el sujeto, sino la condición bajo la cual la verdad de una variación se presenta al sujeto, es fuente de ficciones, fascinaciones y fabricaciones. Pero nos obliga a preguntarnos: ¿cuál es la naturaleza de esa ficción, cuál es su materia, su objeto, qué se define y para quién? Si no se responde a esto es porque estamos muy lejos de la interpretación. Sugería que la interpretación que persigo--en esa excentricidad ante el saber que corresponde a la mujer--nos hace percatarnos que los textos se desenvuelven para ser oídos por otros; es decir, para ese otro que está ahí, aun si uno no sabe que está ahí. En otros términos, es imposible eliminar en la relación lectora el alguien a quien el creador habla. No dejemos nunca de lado el “oído”--el escuchar.
Este acercamiento que describo nos induce a rechazar la ética de sentido común
y, sobre todo, a las funciones proféticas, no por la pretensión de decir lo que va a suceder, sino que nos impone la función de legisladores y policías. Y un enunciado,
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aunque después de su aparición sea olvidado enseguida, aunque se lo suponga poco comprendido o mal descifrado, aunque sea devorado por el silencio y la oscuridad, es siempre un acontecimiento que ni la lengua ni el sentido pueden agotar totalmente. Bajtin, en El acto ético (1997), en conjunción con los textos más conocidos, y leído a la luz de los Borradores, y Lacan, en sus seminarios (y remito sobre todo a ese rizoma de registros sobre el lenguaje que La psicosis 1981), nos invitan a destruir lo que es evidente y lo que es universal, a ponernos en movimiento, aún sin saber bien dónde estaremos, nos invitan a poner la punta de los dedos sobre los puntos débiles, los pliegues, las hendiduras, sobre las semillas que por azar planta el viento, y de las que nadie habla.
Ya he dibujado los contornos mediante vueltas, giros y elipsis. Volvamos ahora
al apocalipsis y a las siete plagas. Son siete aberturas o cajas de herramientas--con sus paradojas--que como anillos entrelazados, pero con tono y timbre propio--amenazan institucionalmente el canon que nos ha fabricado un espacio literario completamente reaccionario, prefabricado y asfixiante. Se trata de nuevos espacios que se están constituyendo frente a un terrible neoconformismo, y que en el libro de Bloom se nombran: el feminismo, el marxismo, el lacanismo, el nuevo historicismo, el deconstruccionismo, la semiótica, al que añadí el fantasma del multiculturalismo (Quimera 145, 1996). Decía que los defensores del canon y del “humanismo” están en duelo por una herencia de orden, jerarquía, estabilidad, que estas teorías trastocan, desquician, desarreglan. Se intenta eliminar así, de un zarpazo, amenazando al vecino con el garrote, toda teoría que resulte inquietante y que socave el edificio de lo monumentalizado, de las estatuas inermes. Se intenta silenciar a los que se declaran libres para describir un juego de relaciones, y se corre el peligro de asfixiarse; es muy característico de los países desarrollados, y resulta mucho
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peor que la censura, que provoca efervescencias subterráneas. Se trata de una sequía, de aquello que Paul de Man llamó “el miedo a la teoría”. Y resulta paradójico, pues hoy se ha convertido en lugar común el derrumbamiento de los sistemas, la imposibilidad de construir un sistema a causa de la diversidad de los saberes.
Pero he de comenzar por una “meseta” de las mil que nos descubre Deleuze:
la relación--si que alguna hubiere--entre el canon, las siete plagas y la globalización. Hemos de preguntarnos si son agujeros negros, conjuntos vagos, zonas colindantes, o rizomas, es decir, sistemas abiertos. Persiguiendo las analogías --con el aleteo de la mariposa--el canon tiende a ser un sistema cerrado, un agujero negro, equivale a una razón más para prejuzgar. Si siguiendo a Godard por las mesetas de Deleuze recordamos que no hay que buscar ideas justas, sino justamente ideas, hemos de huir del universo de reglas que agota las contradicciones y convierte la lectura en la paz civil. Las ideas justas se ajustan siempre a las significaciones dominantes, o a las consignas establecidas, reglamentadas. Un canon es variable y abierto, y no lo que el runruneo sacerdotal de la autoridad académica fetichiza. Que las culturas estén modeladas en base a una determinada canonización nos revela que este es uno de sus soportes materiales. Al mismo tiempo ello supone la superposición de un particular valor simbólico. La piedra de apoyo de la canonización es el estatuto privilegiado que se le otorga al significado que crea la ilusión de la solidaridad de la interpretación, a tal grado que la literatura como institución aspira a clausurar definiti vamente los significados en potencia. Este recurso pone en evidencia que el proceso de canonización forma parte de la metafísica y la inmensa historia que lleva y arrastra consigo sin nombrarla. Tomo la precaución de resubrayar mi postura: lo monumentalizado no es
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un hecho ni biológico ni transhistórico sino una construcción discursiva contingente, y resultado de prácticas sobredeterminadas. Volvemos con todo esto a enroscarnos en los pliegues barrocos: el monumento de cultura, que es siempre monumento de barbarie, equivale a un juicio valorativo, y connota un principio de selección a menudo interesada o mediado por identidades e identificaciones nacionales. A los clasicos, también se les llama textos maestros: aquellos que se perfilan y transforman continuamente, y son a manera de enunciados referenciales, y un juego arbitrario de reglas (el azar, la tyché) se definen sus transformaciones, su no identidad a través del tiempo, la ruptura que se produce en ellos.
Es paradójico que definir ese conjunto de enunciados que es el texto en aquello que
tiene de individual, no consiste en individualizarlo, en fijar su identidad, en describir los caracteres que conserva permanentemente; por el contrario, es describir su dispersión, captar los intersticios, sus alteraciones. Las palabras no guardan su sentido, ni los deseos su dirección, ni las ideas su lógica; en el mundo de las cosas dichas hay invasiones, rapiñas, disfraces, mascaradas, trampas. Hemos de captar su retorno, pero no para trazar la curva lenta de una evolución, sino para reecontrar las diferentes escenas (las otras escenas) en las que han desempeñado diferentes papeles. Hemos de definir incluso el punto de su ausencia--Góngora no es Góngora hasta que ocurre el acontecimiento de la Generación del 27. El mundo del lenguaje está hecho de paradojas; Schopenhauer nos alerta una y otra vez que solo se lee lo más moderno, y que los escritores quedan metidos en el pantano, siempre más denso, de su propio estiércol, reducidos en el círculo estrecha de las ideas de moda. En nietzscheano , el mundo de la lectura y de la interpretación es de lucha y de poder; las cosas se oponen entre sí, y los humanos procuramos dominarnos unos a otros. Este es, según el filósofo del “resentimiento”, el conocimiento. 11
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Pero precisemos para no perdernos en el laberinto: los textos maestros son
aquellos que, más que ser revestidos de atributos por la veneración humana, soportan la prueba del comentarios, no sólo para volver a situar una palabra en el contexto de su tiempo, sino para medir si la respuesta que aporta a las preguntas que plantea ha sido o no rebasada por la respuesta que se encuentra en ella a las preguntas de lo actual. Ya he advertido antes que no lo escribe Bajtin --si bien entra en su despliegue--es de Lacan (1989:386-87). Pero siempre en pugna, en batalla, pues estamos intoxicados de los venenos de los valores y hábitos; y no es posible un juego consolador, es necesario hacerlos pedazos. Y en este barullo entra justamente la lectura de las siete plagas que propongo: una lógica paradójica, lógica que nos permite comprender cómo se pueden sostener simultáneamente dos posiciones contradictorias, cómo la sociedad puede estar fundada en la falta de reconocimiento de sus contradicciones.
Pero sigamos. Todo lo anterior-- en resumen, la monumentalización-- nos
conduce, por recovecos y callejones, a la “globalización” (Marx ya la intuyó al aludir a mundialización del capital, al mercado universal), no es menos paradójica. Lo único “global” es el mercado, el capital , y no hay estado universal porque ya existe un mercado universal cuyos focos y bolsas son los estados. Pero no es ni universalizante ni homogeneizador, es una terrible fábrica de excrementos humanos y de miseria. Si Primo Levi nos recuerda que los campos de exterminio nazi nos han obligado a reconocer la vergüenza de ser “hombres”, y de aceptar esa “zona gris” de los compromisos, el aidos griego debiera hablar como el ángel de voz de trueno para recordarnos que todo estado democrático hoy día está comprometido hasta las heces en la fabricación de la pobreza y la miseria humana. Pero también lo “global” tiene su paradoja, su envés: la violencia
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de las diferencias culturales. Si en los últimos años hemos sido testigos (y copartícipes, por mantenernos en aquella “zona gris” a que alude Levi) de las agresiones al otro en nombre de los derechos humanos (los serbios por ejemplo, o los fundamentalismos que en nombre de la integridad de su religión condenaron a muerte a Rushdie), esos intentos transparentes de legitimar la violencia a partir de una lectura sesgada de algunos valores universales, debe interpretarse a la luz de las críticas poscoloniales y culturales contra el eurocentrismo, exigiendo la muerte de los universales en nombre de lo particular (Salecl 1999:127). O, por otra parte, ese juego y exaltación de las diferencias (base del posmodernismo y el multiculturalismo hegemónicos), que a partir de una proliferación liberadora (rizomas sería mejor) de múltiples formas de subjetividad --feminismo, gay, o étnica--que nos invita a abandonar el objetivo imposible de una transformación social global para que centremos nuestras fuerzas en las diversas formas de afirmar la propia subjetividad en el complejo y disperso mundo moderno, en el cual el reconocimiento cultural parece importar más que la lucha socioeconómica (en Zizek 1999:3). Esta sería la paradoja del multiculturalismo de la diferencia que veremos en raudo y veloz vuelo.
Y llegamos por aledaños y rastrojos a las siete plagas sin cantarles una teogonía y
mirando su envés. Me parece innecesario definirlas; pertenecen ya al discurso común y nacieron de la discordia, del disparate de lo ”dado”; son adventicias y tienen en común el propósito de levantar máscaras, de deshacer las trampas, de quitar disfraces, de arrancar vendas. No son voces discretas como el paso de una paloma, sino irrisorias, irónicas, propicias a deshacer todas las fatuidades. Tienen sus intensidades, agitaciones febriles y sincopadas. Son a manera del après coup de lo aceptado--esa lógica temporal de retroacción y anticipación mediante la cual los acontecimientos presentes afectan a
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posteriori a los pasados, puesto que el pasado solo existe como un conjunto de recuerdos constantemente reelaborados y reiterpretados. Su objetivo es descentrar, desarticular, dar cuenta de los atavismos, de las herencias, de percibir las marcas sutiles y casi borradas, y llenar las plazas vacías con mil sucesos perdidos. Lejos de ser semejantes, se entrecruzan y forman una raíz difícil de desenredar. Son retoños del error que a menudo entran en lucha, se borran unos a otros y fortalecen su inagotable conflicto. El combate que realizan, dividiéndose entre ellas mismas, las reparte y abre entre ellas el vacío a través del cual intercambian amenazas y palabras.
Para sintetizar, recordemos que Bloom--y cuantos pretenden establecer un canon
universal-- mantiene como realidad homogénea un corpus de autores occidentales -y occidental, insisto, debe interpretarse como la cultura del occidente industrial que impone universalmente sus formas de comunicación y consumo-- como norma de selección de individuos. Es un intento de unidad global de dominación. Lo que se nubla es un concepto de libertad como emergencia de diferentes interpretaciones que invierten, transforman las relaciones de fuerza y movilizan los pedestales; y no solo eso--que no es poco--sino que sale a la luz la naturaleza parcial, oblica y perspectiva del conocimiento y el intento de la unidad global de una dominación, de algo tan elusivo como es el lenguajue. Este hilo nos conducirá por los laberintos y jeroglíficos del inconsciente. Antes, continuemos nuestra sucesivas derivaciones, y volvamos a las luchas y enfrentamientos incesantes que suponen nuestras siete plagas, aclarando en lo posible esta sopa de signos y este puchero de diferencias, e intentar definirlas parcialmente. Toda una encrucijada nos conduce a que cada una de estas teorías expone los clisés, estereotipos e imágenes negativas del Otro, al mismo tiempo que llaman la atención
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sobre los vacíos y huecos de exclusión, para desenmascarar el racismo o el sexismo, distinguiendo, eso sí, entre el racismo vinculado al colonialismo y el referencialista (Taguieff 1988). Si el primero establece una jerarquía de razas en la misma sociedad (los güetos o el aparthaid), el segundo se apoya en la heterogeneidad radical de todas las culturas, que deben preserva se y no “mezclarse”. Surge contra la inclusión de individuos en culturas “diferentes”, y se intenta impedir la contiminación que produciría reacciones de defensa y agresividad. Ya he sugerido que se trata de la persecución del goce del Otro.
Y llegamos a las plagas. El deconstruccionismo, el lacanismo, el nuevo
historicismo, el marxismo intentan desembarazarnos de las estructuras binarias y la idea de un centro estabilizador, legitimador y jerárquico, desmontando sus aporías y contradicciones. Lacan es hoy día piedra angular de las teorías contemporáneas que proponen la interdisciplinariedad, además de suponer una utilísima herramienta para desenmascarar las ideologías. El suyo es veraderamente un materialismo, no el vulgar empiricista, sino uno basado en una teoría que reconoce la diferencia entre lo real y el discurso. Volvamos a los desplazamientos que suponen estas teorías. El texto se analiza como un artefacto histórico producto de fuerzas materiales contradictorias y en pugna, que han de ser analizadas, al mismo tiempo que estudia el lenguaje y el discurso como producciones simbólicas. De tal forma que el discurso ha de entenderse como capital cultural, capital simbólico en pugna. O, como diría Bajtin --otro puntal de las teorías actuales--la “lucha por el signo”, que es siempre institucional, y la lucha por el signo no significa otra cosa que la pugna ideológica contra el sentido reductivo.
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Además hoy día la historia se entiende como relato y texto mediado por el intérprete, y no como un cuerpo indiscutible e indisputable de verdades. La aportación de M. Foucault ha sido paradigmática, ante todo en los los estudios culturales--si bien la paradoja es que desatienden la categoría de clase, frente a los particularismos étnicos, subculturales o de género. Las formulaciones del marxista italiano Antonio Gramsci sobre las hegemonías ha sido fundamental para explicar las relaciones entre clases sociales, y cómo las clases dominantes subordinan estas relaciones estableciendo criterios de normalidad y de “sentido común” para dar la idea de la cultura como un objeto armónico. La experiencia lo contradice perfectamente: si la armonía no fuese un asunto problemático, no habría teoría crítica en absoluto. ¿Cómo podemos traducir todo esto a nuestro punto de partida?
Vemos que el factor común de todas estas teorías es proponer aproxima
ciones críticas a las formas de colonización del lenguaje. Este paso abrió las puertas a toda una gama teórica en torno a las formas de colonización, por una parte, y a la indagación sobre la idea del Otro. De manera que lo que estas teorías mencionadas --tan dispares--tienen en común es justamente hablar desde el otro lado, predicando la multiplicidad y la heterogeneidad. El cuestiomiento de la hegemonía y la dominación intelectual o discursiva ha inducido a sospechar de la idea reguladora de la “literatura” en su forma clásica.
Conviene ahora el trabajo reposado de buscar la paradoja como el bólido.
Comencemos por la casa de Asterión y entremos al laberinto de signos de la semiótica, esa plaga que introdujo Saussure en Europa y la línea norteamericana de Pierce. Ambos, en su diferencia, supusieron el “giro lingüístico” de la década de 1950 , si bien ya antes
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Bajtin y Grmasci habían demostrado el lugar determinante del lenguaje en la construcción de hegemonías y contrahegemonías, y la lucha por el signo o “guerra de posiciones” en el seno de la sociedad. Es innecesario insistir en el instrumento privilegiado que supuso la semiótica, y de la agudeza de la mirada ante el lenguaje y los signos, y la transformación de introdujo en los estudios literarios y en la teoría. La paradoja es la “semiotización”, en el sentido de un modo de producción sin base material, ya que su soporte son los signos abstractos. La paradoja, el envés, ya apuntado por Bajtin, por ejemplo, ha sido centrarse en los códigos y no en la comunicación; Lacan mismo sostiene que los códigos son el ámbito de la comunicación animal, no de la comunicación intersubjetiva. Carecen del potencial para la ambigüedad y el equívoco, rasgo fundamental de los lenguajes humanos.
Otro relámpago nos conduce a la deconstrucción derrideana y a la famosa escuela
de Yale (entre otros Paul de Man), con sus no menos reconocidos discípulos. No he de hacer una entrada de diccionario para definir de un trazo lo que significa Derrida y su lucha antimetafísica, sí retrazar algunos de sus movimientos continuos. El deconstruccionismo parte de un análisis crítico-lingüístico para desmontar las concepciones organicistas y retóricas, y una crítica de la ideología, intentado definir el lenguaje en su materialidad. El leit-motif del la teoría, dentro de su heterogeneidad, es la búsqueda de una materialidad del lenguaje que nos aleje de los juegos retóricos y tropológicos que cada texto exhibe, para percibir la ideología, entendida como un sistema totalizador que trata de ignorar el poder desfigurador de la figuración. En una serie de intervenciones teóricas, y en nuevos contextos discursivos, dramatiza una perspectiva antidescriptiva, y ante todo es una invitación a romper la barrera que separa los lenguajes literarios teóricos de la
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filosofìa (proyecto que tiene una amplia historia). Resulta imposible reformular ahora el campo de la ideología, desde que surgió en el siglo XIX y después de las precisiones de Marx y en la propia historia del marxismo; Bajtin habla de “ideología cotidiana”, Lacan alude a la ideología como “el ceremonial de los intinerarios establecidos”; para Pascal esta es la “costumbre” o el “ritual”. Las definiciones abundan, pero desde luego después de la elaboraciones lacanianas está ligada a la escisión del sujeto humano, dividido por al antagonismo que determina la realidad social, a través del cual actúa la ideología; sería así la obediencia irracional y la racionalización de la red de razones que esconden el hecho de que la ley está basada en su propia enunciación (toda una corriente teórica hace hincapié en este hecho). Pero también se puede entender en un sentido más lato como la legitimación instrumentilizada de las relaciones de poder (lo estudio con mayor amplitud en Quimera 174, 1998).
Deconstrucción proviene de una antigua palabra francesa cuyo uso se registra
hacia 1798, y que Derrida reacentuó para reelaborar el término heideggeriano de Destruktion, que designa el trabajo específico del pensamiento en la recuperación del ser. Para Derrida, significa desmantelar los elementos del lenguaje o de la gramática y la de la estructura e ilustrar el juego de su ensamblamiento; presentar y exponer la construcción a sí misma. En cierto sentido significa ponerla a distancia de su propia cohesión, de su identidiad simple, de su propia sedimentación. Lo cual no impide que la estructura funcione desde una forma dual: exhibe su propio juego, y libera posibilidades hacia el futuro, exponiéndose a sí misma al acontecimiento de su propia clausura. De tal forma que, por una parte, la estructura es ajena a su propio juego, se apega a sí misma, una vez sedimentada, y ya no se expone a nada más. Es decir, se convierte en ideología; un
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pensamiento para el cual todo sentido se da de antemano, y está depositado y significado sin ningún futuro en una visión de mundo. O, dicho de otra manera, pensamientos teóricos como la deconstrucción (y el bajtinismo y el lacanismo, desde otros parámetros) impiden la reducción del significado característica del totalitarismo, esencialmente entendida como la convicción de que hay un punto en la fábrica social que es el espacio de tanto el conocimiento cuanto el poder, y desde el cual la sociedad puede organizarse racionalmente. El totalitarismo elimina drásticamente cualquier diferencia o ambigüedad y mantiene el mito de una organización social totalmente transparente. Justamente a esta reducción del significado se oponen la deconstrucción y otras teorías críticas contemporáneas. De tal manera que representan un gran paso adelante en términos de la historización y politización de las categorías con las que operamos; si las estructuras son fundamentalmente indeterminadas, todo orden es contingente y depende de una decisión que no puede remitirse a ningún principio apriorístico.
En este campo específico la literatura es un medio privilegiado para percibir este
exceso de sentido: la escritura expone al delirio, al exceso del significado, lo expone y se expone a él. O, como diría Deleuze, para expresar sus visiones los escritores arrastran las palabras de un extremo a otro del universo y crean acontecimientos en los lindes del lenguaje. Así pues, cuando Derrida sostiene que no existe nada fuera del texto, no quiere decir de ninguna manera que todo es literatura (como erróneamente se ha interpretado), si no que en todo dominio y todo orden de la existencia, el significado se expone a sus propios excesos. De tal manera que la deconstrucción permite la actividad de liberar a la historia de sí misma, en sí misma. Mientras que para la ideología--la representación completada e inteligible del mundo--nada le ocurre a la historia. Pero hemos de entender
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la historia como acontecimiento, como la emergencia del significado en sus excesos, como la puesta en marcha de un futuro por venir, y por tanto como la apertura de la clausura, como la liberación de un significado totalizado y capitalizado. La ideología es la masificación del pensamiento Occidental, y liberar o generar ideología de la filosofía es justamente el propósito de la deconstrucción. Pero recordemos que la deconstrucción no excede al pensamiento occidental, la metafísica tradicional, situándose en un más allá, sino que trabaja desde el margen, intentado lograr un pensamiento que no caiga en la somnolencia de lo que le es familiar.
Las aporías y paradojas de la deconstrucción--en sus variantes--ha venido de la
teoría lacaniana actual --Slavoj Zizek, Renata Salecl, Joan Copjec, Ellie Ragland-Sullivan. Las estructuras se pueden reconstruir, pero no deconstruirse, y si la cadena significante es fundamentalmente inconsciente, solo se puede interpretar a partir de sus efectos. El juego de letras, anagramas, trazos o topos derrideano (y deconstructivsta en general) no conduce a ningún conocimiento del orden significante del inconsciente. Y además, la perspectiva deconstruccionista o destotalizadora pierde esos materiales heterogéneos y discontinuos de las antiguas luchas; como dice Frederic Jameson, se trata de “retotalizar”-en el sentido sartreano.
Otro paréntesis es obligatorio. La relectura y reacentuación lacaniana del
inconsciente freudiano nos conduce al marxismo --esa otra plaga, que es a su vez un legado--que sin dejar de lado los factores socioeconómicos, ni los estragos del capitalismo, ni los problemas de la ideología y la lucha de clases, ya no es la de un materialismo empiricista; es aquello que de lo “real” puede ser articulado por una teoría que sepa que no todo lo real es articulable en el discurso. Lo ideológico es a su vez fuerza material
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que afecta directamente a los sujetos. El acento puesto en el inconsciente ha puesto además de relieve que estos sistemas de signos son la condición de los actos y funciones de representación (deseos, recuerdos, percepciones), y ante todo, de los modos en que una sociedad dispone sus normas y formas de organización del “goce” --aquello que es “más yo que yo mismo”, así como de los valores, creencias, mitos fundacionales, tradiciones e ideales que se depositan en el lenguaje para mantener y forjar el vínculo social. Este “saber” que no se sabe, recusa e indica los límites de las ciencias humanas, actividad que surje a partir de un sistema anónimo e inconsciente de signos. Y algo más: un pensar político que incluya el inconsciente--, proyecto de Althusser, y hoy por hoy es el norte de Zizek, Copjec, Salecl, Ernesto Laclau (si bien es más decontrustivista), entre muchos otros del pasado ha movilizado toda una nueva forma de entender lo político: para Zizek el goce es un factor político, e intenta desenmascarar el estatuto del goce dentro del discurso ideológico. Lo importante--y ya lo he desarrollado en otras reflexiones (Quimera 183, 1999)-- el desafío para el futuro, es un alojamiento humano que considere el inconsciente. En este punto tenemos que hacer un alto, equivale a todo un programa que nos obliga a cuestionar nuestras certidumbres más seguras, y plantean una posición radical que contrasta con otras filosofías contemporáneas que nos invita a todos los seres pensantes a corroer los cimientos de actitudes y creencias aceptadas.
Veamos ahora la plaga de los feminismos que han producido un objeto de estudio
que no tiene nada en común con lo que antes se designaba con el nombre de crítica o teoría crítica; encontró su clave entre las manos del posestructuralismo. ¿Qué hacían estas disciplinas de ellas? Esto implica una exclusión metafísica, y ninguna significación será en adelante considerada como sobreentendida. Sin violentar connotaciones, ello
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conduce a replantear el problema de lo que podríamos llamar la necesidad de la teoría (una propuesta más amplia en Quimera 177, 1999). Aquí las nociones elaboradas por el lacanismo nos introducen a concepciones radicalmente nuevas que--a mi juicio--abolen las precedentes.
Y hemos de comenzar con el axioma más revolucionario de los últimos veinte
años que nos obliga a repensar los estudios feministas: la mujer como no toda. Lacan lo introdujo en el texto El atolondradicho en 1972--y ello concierne a lo que es el sexo en los seres que estamos sujetos al lenguaje. El texto replantea aquel forzamiento freudiano que consiste en aplicar a la mujer el “rasero fálico” que rige para el hombre. Pero veamos qué comporta este no toda. El sexo pone en evidencia diferencias que no son solo anatómicas, y si Freud descubre que lo anatómico está reducida en el inconsciente a la problemática del tener o no tener falo, en sí mismas, las pulsiones ignoran la diferencia sexual. Este paso requiere toda una elaboración sobre el deseo sexuado; en las complejas fórmulas de sexuación lacanianas, lejos de una identificación biológica, elabora una lógica de lo que en los seres es o no nombrado por el falo. Cada sujeto se ubica a un lado o a otro, a través de su palabra. El sexo no se corresponde con lo biológico sino con una posición discursiva; el proceso de sexuación no proviene de la biología ni de la cultura, sino de la lógica del lenguaje. Ya Joan Copjec (1995), en un brillante ensayo, demuestra la congruencia de las fórmulas de sexuación con la pareja de antinomias de la razón pura kantiana; lo que se establece es que si bien el hombre está completamente en el orden simbólico, en la mujer el límite imposible/real no existe, pues la mujer no está totalmente en el orden fálico, por eso no hay universal femenino. Múltiples y fundamentales precisiones surgen de todo esto: en
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primer lugar las dos faltas de lenguaje--la incompletud de lo masculino es la falta del referente, de una presencia Real que podría actuar como el fundamento que le da soporte al sistema. En segundo lugar, la inconsistencia de lo femenino es la imposibilidad de totalizar los términos dentro del sistema debido a la pura diferencialidad del significante. La mujer es así lo Otro del lenguaje, de la universalizacion. Como resultado de esta contingencia, no solo es indeterminada la existencia de la mujer en el orden fálico, sino que se enfatiza doblemente la importancia de lo particuar. Porque no hay fórmula universal (necesaria) para la relación entre los sexos, las sociedades individuales inevitablemente intentarán instituir una ley que suplemente esa falta proclamando una definición general de tal relación, bien sea la de la sujeción de la mujer al hombre en los patriarcados tradicionales, la igualdad entre los sexos que constituye el ideal de muchas sociedades democráticas, o la subordinación del hombre por la mujer en algunas formas de utopía del matriarcado. Con Lacan, estas propuestas se hacen precarias; como falla del sistema, la excepción--el “no-toda” femenino--intentará romper con cualquier conceptualizacion o regulación fálica. Para orientarnos en este barullo, y con la rapidez del Concord, terminaré recordando con Ellie Ragland (1989) que los problemas de identidad son paradójicos, y que es imposible reducirlos a las equaciones biológicas más extendidas: sex/gender/pleasure. Lacan demostró que las estructuras pueden reconstruirse, pero no deconstruirse, y que el lenguaje de la sexualidad y el del deseo solo se pueden perseguir a través de sus caminos paradójicos. La mujer descentra el conocimiento y el poder, como resultado de la inconsistencia de lo femenino y la imposibilidad de de totalizar los términos dentro del sistema debido a la pura diferencialidad del significante; el lacanismo enfatiza doblemente la importancia de lo particular y la relación de lo femenino con un
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conocimiento no conocible. Esta importancia de lo particular y lo contingente puede equivaler, entonces, a un tener los puños llenos de verdades para cerrarlos mejor sobre ellas. Todo ello nos obliga a una lógica--si La mujer--con mayúsculas--es imposible de identificar porque no existe, no impide que exista la condición femenina, y las diferentes miserias que la sociedad ha podido hacer a las mujeres. Pero si permanecemos en la tesis de Lacan , alinearse en el lado femenino puede ser anatómicamente hombre o mujer, y todo debiera conducirnos a un proceso de desidentificación y desfalicización. Y ello tendrá consecuencias importantes en el orden ideológico y el orden político.
El retrato del nuevohistoricismo adquiere rostro con Michel Foucault--su padre y
maestro mágico. A él debemos importantísimas precisiones sobre el discurso, el poder, la sexualidad, la locura, y en realidad significa un cierto anudamiento de varias disciplinas. Como texto interesante de la modernidad, también pone en escena la imposibilidad de que el texto lo contenga todo, y comenzó--como buena parte de su generación-interpretando los factores sociales a la luz de estructuras semióticas definidas por el estructuralismo y las estructuras psíquicas definidas por el psicoanálisis, que luego abandonó. Las relaciones que establece entre poder y saber, y la reducción de lo social a estas relaciones es lo más problemático (y aquí me amparo en Copjec 1998). El poder se va transformando en su pensamiento no es una fuerza externa, sino en algo inmanente a lo social--y esto representas precisamente el corazón del historicismo. Pero las estructuras son reales y ese es justamente el gran reto del psicoanálisis al historicismo, además el su obra las técnicas disciplinarias de la construcción del sujeto se conciben como capaces de penetrar el cuerpo, sin depender de ninguna mediación. De tal manera que lo consciente y lo inconsciente son categorías construidas por el psicoanálisis y otros
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discursos; y como tal, hacen al sujeto visible, gobernable. Son formas de aprehender al sujeto, más que procesos de aprehensión.
He de cortar el hilo, para resumir el multiculturalismo (en cierto sentido legado de
Foucault), y recordar lo dicho anteriormente: si en efecto en el seno de toda sociedad hay multitud de culturas que coexisten, la paradoja radica en entender el multiculturalismo como la coexistencia híbrida y mutuamente “intraducible” de diversos mundos culturales, aflojan sus apretamientos y negocian tolerancias más o menos oscuras. Freud aludía al “narcisismo de las pequeñas diferencias”, y en los Estados Unidos la pluralidad en base de nacionalismos equivale al multiculturalismo que persigo. Interpretado sintomáticamente, como lo hacen Copjec y Zizek, es la forma negativa de su opuesto-la presencia del sistema mundial universal. Así la energía se canaliza hacia la “diferencia” cultural, dejando intacta la homogeneidad básica del sistema mundial capitalista (Grüner 1998). O, dicho en lacaniano, la diferencia solo surgirá cuando desaparezca nuestra interpelación al Otro, puesto que el Otro no puede validar nuestra existencia: no hay Otro del Otro.
Y llego a la recta final. Para elaborar--aunque sea someramente--las repercusiones
del descubrimiento del psicoanálisis, hemos de partir de la gran aportación freudiana: que el hombre habla antes de pensar, que solo piensa porque habla, y que el hecho de que el inconsciente esté estructurado como un lenguaje permite pasar de las lenguas al sujeto. A lo que hay que agregar la necesidad del Otro como posibilidad de la palabra. Hemos de tener muy presente que lo que Freud nombra como psicoanálisis es una experiencia con la palabra en un espacio inédito, propio del ser hablante. Lacan lo lleva a sus últimas consecuencias y su materialismo nos lleva al estudio de lo “sintomático”
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--como el capital--, de la paradoja, de los restos inasimilables que denuncian el no-todo, y desmontan desde dentro la consistencia de la ideología dominante, pero, y termino, de lo ideológico entendido como fuerza material que afecta directamente el cuerpo de los sujetos. En sus distinciones entre lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico, nos muestra cómo la realidad es un cierto anudamiento de lo Imaginario y lo Simbólico, que permite que la experiencia compartida de la “realidad” deje lugar para ls singularidad de la imagen vuelta sobre sí misma. Si lo imaginario es la realidad, aquello que constituye para el sujeto una totalidad de sentido sin fisuras, lo Simbólico se monta sobre lo Imaginario para cuestionar desde dentro, aunque de manera inconsciente para el sujeto, la plenitud (adapto de Grüner 48-49). Y, por paradójico que parezca, y aquí retomo mi lectura de la Medea de Christa Wolf (Quimera 176, 1999), sola en la caverna, alimentándose de líquenes, animalitos e insectos Medea es libre. No desea nada. Al final, entre maldiciones contra sus verdugos, emerge una voz que en mi lectura es la única esperanza que nos deja el texto: “Adónde ir . ¿Es imaginable un mundo, una época en que encuentre mi lugar? No hay nadie a quien poder preguntárselo. Esa es la respuesta”. Esperanza paradójica, porque el ser libre significa estar solo; nadie responde, no hay Otro. Y esa destitución del Otro como garante es, en profunda reflexión lacaniana, la única forma de libertad, pero es al mismo tiempo lo imposible-real. Si el gran Otro no existe, esto es, el orden simbólico como una totalidad congruente.
Las siete plagas atraviesan modificaciones incesantes y revelan sus aporías. Es
hora, entonces, de pasar de las palabras a los hechos, y poner manos a la obra. Situados en este horizonte de significado, después de las lecciones del psicoanálisis lacaniano que he resumido--y apoyada por la “lucha por el signo” --escenario inconsciente de la lucha
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de clases--, ha de llevarse a cabo un cambio de perspectiva en nuestra lectura de los textos. En esta hermenéutica hemos de enfrentar lo que la imagen fascinante del texto oculta, y en su dimensión más fundamental, se trata de transformarnos en Tiresias, en notodo. Repensada así, la hermenéutica que dibujo nos ayudaría a seguir y comprender los futuros que cada texto nos perfila. Lo que no debería pasarse por alto, entonces, es que con la lógica de la sexuación lo importante es la interacción de lo universal y lo particular, centrales para enfrentar la cuestión de un orden socio-democrático que ayude a salvaguardar los derechos humanos, al mismo tiempo que protege la diferencia de los grupos étnicos y políticos. Se trata de leer nuestros textos para saber si nos interpelan a “infinitizarnos”, en el sentido matemático; es decir, a ser libres.
La lógica es la siguiente: cuando el denominador es cero, el valor de la fracción
pierde sentido pero cobra valor infinito; entraña la infinitización del valor del sujeto, valor que no está abierto a todos los sentidos, pero cancela todos los sentidos. Ese significante que mata todos los sentidos funda, en el sentido y en sin-sentido radical del sujeto la función de libertad. Lacan es bastante claro en esto: “no es el poder de nombrar lo que confiere la libertad que deriva del discurso del dominio, sino la habilidad de escapar al poder de los significados impuestos por el Otro”. No hay posición más paradójica y esperanzadora.
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Referencias: Bajtin, Mijail. Hacia una filosofía del acto ético. De los borradores y otros escritos. Comentarios de Iris M. Zavala y Augusto Ponzio. Barcelona:Anthropos, 1997. Copjec, Joan. Read my Desire. Lacan against the Historicists. Cambridge: MIT Press, 1995. Grüner, Eduardo. “Introducción. El retorno de la teoría crítica de la cultura: una introducción alegórica a Jameson y Zizek.” En: Estudios culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo. Buenos Aires:Paidós, 1998. Lacan, Jacques. Las psicosis. Buenos Aires:Paidos, 1981. -----. “El Atolondrado, el atolondradicho o las vueltas dichas” (1973). Escansión 1 (1984):17:69. Ragland Sullivan, Ellie. “Dora and the Name-of-the-Father”. Analysis 1 (1989):117149. Salecl, Renata. The Spoils of Freedom. Psychoanalysis and Feminism after the fall of Socialism. Londres:Routledge, 1994. -----. (Per)versions of Love and Hate. London:Verso, 1998. Taguieff, Pierre-André. La force fu prejugé. Essai sur le racisme et ses doubles. Paris:Ed. La Découverte, 1988. Zavala, Iris M. ”El canon y Harold Bloom”..Quimera 145 (1996):49-54. -----.”El caso Paul de Man: estética e ideología”. Quimera 171 (1998): -----. “La época de Medea o cuando el mundo gravita en silencio”. Quimera 176 (1999):40-44. -----. “Reflexiones sobre el feminismo en el milenio”. Quimera 177 (1999):58-64.
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-----. “Heidegger y Lacan: ¿complementarios?”. Quimera 183 (1999):56-64. Zizek, Slavoj. The Ticklish Subject. The Absent Centre of Political Ontology. London/ New York:Verso, 199Iris M. Zavala
Iris M. Zavala
Ensayista, novelista, poeta... de origen puertorriqueño, ha sido profesora y catedrática en varias universidades de Estados Unidos y Europa. Dirigió la Cátedra UNESCO de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, ciudad en la que vive en la actualidad. Son excepcionales sus estudios sobre la utopía americana, sobre el modernismo, Unamuno, Valle-Inclán... Ha publicado (en dos ediciones) un libro excepcional sobre el bolero (Bolero. Historia de un amor). Sus análisis de la obra del teórico ruso M. M. Bajtín (por ejemplo, Escuchar a Bajtín) le han valido una posición única dentro de la teoría literaria. Ha publicado una considerable Historia social de la literatura. Estudiosa del mundo femenino (de cuyo interés da cuenta su libro reciente, 2004, La otra mirada del siglo XX. La mujer en la España contemporánea) y de la obra literaria de las mujeres, editó en seis volúmenes la descomunal Breve historia feminista de la literatura española en lengua castellana. Su último libro está dedicado al Quijote: Leer el Quijote. Siete tesis sobre ética y literatura, de 2005.