LAS VOCES PERDIDAS Marta Retamal

LAS VOCES PERDIDAS Marta Retamal Un agujero negro es un volumen finito de espacio-tiempo donde la gravedad generada por una gran concentración de masa

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LAS VOCES PERDIDAS Marta Retamal Un agujero negro es un volumen finito de espacio-tiempo donde la gravedad generada por una gran concentración de masa en su interior es tan fuerte que nada, ni siquiera la luz, puede escapar de él.

Castellina in Chianti El día que cambió mi destino fue el peor de mi vida. O eso creía yo. Que nunca podría pasarme nada peor. El mundo contra mí, los astros alineados en mi contra. Me equivocaba. Pero aún no lo sabía. Ahora, abro los ojos y no recuerdo cómo he llegado aquí. Veo paredes blancas. Una ventana entreabierta que mueve ligeramente la cortina. Los cierro de nuevo y vuelvo a la bendita oscuridad. Imagino que era de noche, que cogí un taxi en Siena, que no le di mucha conversación al conductor. Al llegar, no miré las estrellas, no sentí la grava del camino bajo mis pies. Lo que me impulsó a buscar refugio en aquel lugar pesaba sobre mi espalda. Empujé la puerta que daba a la cocina de la casa grande y vi a Emilia, con su delantal blanco, y a sus hijas Chiara y Fiorella, y solo entonces algo comenzó a removerse en mi interior. Las tres mujeres se afanaban entre platos y hornos encendidos. La madre servía la comida en las bandejas y las hijas las llevaban al comedor en un ir y venir constante, un ajetreo caótico al que, si observabas con atención, podías encontrar la pauta. Recuerdo la imagen como una escena de película, donde todo se movía a mi alrededor y solo yo permanecía quieta, en silencio, invisible. Hasta que Fiorella miró hacia la puerta y me descubrió. —¡Eva! ¿che ci fai qui? ¿qué haces aquí? ¡Qué alegría! —gritó y corrió a abrazarme. Pesaban sus brazos sobre mí. Hice un esfuerzo por sonreír. —Ciao Fiorella, ciao Chiara, Emilia… cuánto me alegro de veros. ¿Cómo estáis? —Bene, bene —contestó Emilia, mirándome con sus grandes ojos oscuros, como los de su hija Fiorella—. ¿Y tú? ¿Estás bien? Creo que no contesté a la pregunta; miré la pizarra con el menú de esa noche, la polilla que daba vueltas a la bombilla. —¿Dónde está Silvana? —le pregunté—. ¿Y Gabriella? —Gabriella duerme —respondió Emilia mientras me arrastraba hacia la puerta del comedor— o, al menos, descansa. Los ancianos ya sabes, con pocas horas tienen bastante.

Me llevaba casi en volandas, su brazo apretando mis hombros. Sus dedos tenían el color de la salsa de tomate. Toda ella olía a comida. —Silvana se va a llevar una sorpresa. ¿Por qué no has avisado de que venías? Habría mandado a Enzo a recogerte a Siena… —No, no —el marido de Emilia. Ni siquiera me acordé—. No quería molestar. No sabía si me iba a dar tiempo a venir, así que… ¡Oh, qué tontería! —me cortó Emilia. Recuerdo que seguía hablando mientras atravesábamos la casa y subíamos las escaleras. Yo apenas la escuchaba pero, arrullada por sus palabras, miraba a mi alrededor para confirmar que todo estaba en su sitio, casi un año después. Quería pensar que nada había cambiado en mi ausencia, que todo y todos permanecían allí. Pero sabía que no era cierto. —Silvana, ¡mira a quién tenemos aquí! —me anunció Emilia. Miré a la mujer, que había estado planchando hasta hacía un segundo. Sujetaba la plancha en una mano, mientras una servilleta blanca desprendía vapor en la mesa. La miré y vi que sus ojos eran más tristes; descubrí ojeras oscuras y un leve temblor en sus labios. Me miró y, cuando lo hizo, deseé no haber tardado tanto tiempo en volver allí, deseé haber tenido el valor de estar con ella cuando el mundo se le cayó encima. Corrí a abrazarla. Sentí su olor a flores y a harina, a vapor, y solo entonces empecé a llorar. Lloraba por ella y también por mí, por todos mis errores, por mis remordimientos, mientras Silvana me acunaba entre sus brazos y me llevaba, atravesando de nuevo la casa, hasta mi vieja habitación de fuera. Lloré mientras me ayudaba a desvestirme y me arropaba en la cama. Lloré mientras me acariciaba el pelo y lentamente iba quedándome dormida. Soñé que Silvana salía del cuarto y se alejaba dejando tras de sí una estela de luciérnagas que la hacían parecer un hada.

Cercanías de Montecapri Paolo ha dejado atrás Florencia; sus atascos, sus millones de turistas con las mismas miradas de felicidad en los rostros, lo ponen malo. Por fortuna, en este viaje no ha tenido que entrar en la ciudad y se ha limitado a rodearla por el oeste. Montecapri es su última parada antes de volver a casa. Lleva una vieja furgoneta Wolkswagen, la misma que su padre compró hace más de 20 años para transportar el vino y el aceite de su propia cosecha. A Paolo nunca le gustó, pero cuando su padre murió de repente, una mañana de septiembre, de un infarto, su hermano y él decidieron quedarse con ella. Los parches cubren el vehículo casi por completo: el depósito de la gasolina, la puerta trasera, un espejo retrovisor... A veces se pregunta qué clase de orgullo anida en ese viejo trasto, qué agallas lo impulsan a arrancar día tras día, a hacer cientos de kilómetros en temporada alta y a no caer derribado en la cuesta de entrada a la villa. Durante un tiempo, Paolo pensó seriamente en comprar una furgoneta nueva. Ahora, esa idea ha quedado en el fondo de su cabeza, junto a los recuerdos de su padre y de su hermano y él sigue llevando aquel cacharro con ruedas porque allí estuvieron ellos sentados mil veces y a ellos les gustaba ese trasto, y deshacerse de él sería una traición, y porque aún puede sentirlos y olerlos allí dentro, y eso le provoca un dolor sordo que le indica que aún sigue vivo. Así que se arrastran juntos, máquina y humano, por las carreteras, ya de vuelta a casa, después de casi tres días de ruta por el norte. Deja Montecapri a la derecha y coge el desvío que lleva al restaurante. El letrero indica que allí se sirve auténtica comida italiana. Paolo puede asegurarlo: las materias primas son las mejores y la manera de cocinarlas no ha variado en los últimos siglos y eso es muchísimo mas de lo que ofrecen en Florencia. Paolo aparca la furgoneta en la parte trasera del local, una vieja villa restaurada, y sostiene la puerta para que salga la perra que siempre viaja con él. El portazo avisa de su llegada y antes de conseguir abrir el portón trasero ya ha llegado Guido, el mozo, para ayudarle. —Ciao, Guido —saluda Paolo—. ¿Has desayunado bien? —Más que de sobra para echarte una mano, chaval —responde

Guido—. Hoy no vas muy cargado, según veo. —Llevaba la furgoneta llena y esto es lo que queda. Pero dile a Antonio que si necesita algo, llame a mi madre. Se lo traigo la semana que viene, sin falta. Descargan varias cajas de aceite, siete de vino de Chianti, cuatro sacos de harina refinada y otro de harina integral y unos tarros de miel. Lo van colocando, un saco tras otro, una botella junto a la otra, en la despensa de la cocina, en orden y a mano. La perra, blanca y negra, corretea entre los setos que rodean la casa, sin alejarse demasiado. Cuando terminan la tarea, Guido se enciende un cigarrillo, apoyado en la pared, mientras Paolo arranca a duras penas la furgoneta. Cada intento de ponerla en marcha es una batalla a muerte. Pero lo consigue; saca la cabeza por la ventanilla y llama, muy bajito: Mafia. El animal salta hacia el vehículo y atraviesa la ventana abierta del copiloto. Aterriza en el asiento, con la lengua fuera en una sonrisa perruna. Paolo se despide de Guido; le dice adiós con la mano, pero no puede distinguir si el mozo también lo saluda. Su rostro en el retrovisor no es ya más que una nube de polvo.

Castellina in Chianti Vuelvo a abrir los ojos. Empiezo a despertarme. Sé que estoy en ese frágil puente entre el sueño y la realidad y que pronto lo abandonaré. Intento recordar dónde estoy ahora y cuando lo hago, sé cómo he llegado hasta allí. Y porqué. Y entonces cierro los ojos de nuevo; tengo miedo de que vuelva el dolor. Me quedaré aquí, entre las sábanas, al menos un minuto más, un segundo más de tregua. Pero mi mente vaga, retrocede... hace algo menos de un año, cuando empezó todo. Una mañana como esta. En un sitio cercano a este. Siena Odiaba a mis compañeras de piso. Al menos, durante varias horas al día. Debería haberme buscado una residencia. O mejor, debería haber insistido en la universidad para que me la dieran en cuanto quedase una plaza libre. Debería haber asesinado a algún mal estudiante para quedarme con su habitación en la residencia. Pero como no hice nada de eso, tenía que soportar a mis «respetuosas» compañeras de piso. Eran las 12 de la mañana. Deberían estar en la facultad. Pero en vez de eso, un día más, estaban vagueando en el salón, con la música tan alta que algún vecino podría llamar a los carabinieri, si quisiera. Así que, un día más, tuve que levantarme de mal humor. Y con ganas de matar a alguien. —¿Cuántas veces os he explicado que necesito dormir? Se sorprendieron un poco al verme. Supongo que con la camiseta de dormir y el antifaz sobre la frente no tenía muy buena pinta. —Buongiorno, Eva. ¡Te levantas siempre taaan inspirada…! —me saludó Maria. —¡Pues agradecería menos inspiración y un poco más de consideración! —la voz me salió como un graznido. —¡Es viernes! —exclamó Fidela—. ¿También vas esta noche al observatorio? —No, esta noche no voy —la cabeza amenazaba con empezar a doler; les había explicado lo mismo un millón de veces—. Pero me he acostado hace 4 horas. Me gustaría poder dormir un poco para sobrevivir al fin de semana. —¡Ah, bene, bene! —me concedió Maria—. Tampoco es tan grave.

Bajamos la música y te acuestas otra vez. —¿Pero vosotras no tendríais que estar en clase? —no sé para qué pregunté; casi temía la respuesta. —¡Pero si es viernes! —exclamaron las dos, al unísono. —¡Pero los viernes también hay clase! Las chicas se miraron la una a la otra y luego me miraron a mí como si estuviesen viendo a un extraterrestre. ¿Ir a clase un viernes? Debían pensar que estos horarios míos tan raros me estaban volviendo loca… Me desesperé y volví a mi cuarto. Por supuesto, la música seguía alta y ellas no recordaban en absoluto su promesa de bajarla. De todos modos, ya estaba despierta y el mal humor no me permitiría volver a dormir. Así que, di el sueño por perdido y me metí en la ducha. No es que las odiase de verdad. Pero a veces, se lo merecerían. Era casi la una del mediodía cuando salí a la calle, con la mochila del fin de semana. Hasta las cuatro no salía el autobús a Castellina, así que había quedado para comer en uno de mis sitios preferidos, en la Via dei Pellegrini. Muy céntrico pero, a estas alturas de la temporada, confiaba en que no estuviese abarrotado. Siena en verano es una maldición: hace mucho calor y hay demasiada gente. En cualquier época del año, la universidad, una de las más antiguas de Italia, y sus programas Erasmus, acogen a miles de estudiantes de todas partes de Europa. Pero en verano es aún peor. Por eso yo prefería huir los fines de semana, de la ciudad, de mi habitación y de mis compañeras de piso. Además, Luca trabajaba el sábado y el domingo, sirviendo copas en el pub de un amigo y, aunque me quedase en la ciudad, apenas lo vería. Yo tenía cama y comida en el Poderi Raffaeli y me sacaba algún dinero extra con las propinas. Servir mesas no es lo que más me gustaba, pero la vida allí era tranquila y casera y me sentía querida. Era mi otra familia, mi familia italiana. ¡Nada que ver con mis compañeras de piso! Entré en el restaurante a las dos menos cuarto. Un rápido vistazo y comprobé que Luca aún no había llegado, así que pedí una mesa para dos y me senté cerca de la ventana. Y mientras esperaba, pensaba. En Luca. En los dos. Cuando acabase este curso y mi beca en el observatorio, tendría que volver a Madrid. Aquí no conseguiría trabajo ni podría seguir estudiando. Ya lo habíamos hablado. Yo no podía quedarme. Pero Luca se resistía a irse. Desde luego, no era un futuro muy prometedor, el de nuestra relación.

—¿Estás despierta? Levanté la cabeza y lo vi, de pie, sonriendo a mi lado. De verdad estaba inmersa en mis pensamientos: no lo había visto entrar ni acercarse. —Eva, mi bella durmiente —susurró Luca a mi oído, antes de besarme. Suspiré. Me daba igual que fuese un adulador. Era MI adulador. Y aunque me las diese de feminista, en el fondo me encantaban los piropos. Quién podría resistirse… Luca me cogió la mano por encima de la mesa y con la otra abrió la carta del restaurante. Echó un vistazo rápido y pidió por los dos. —En alguna ocasión me gustaría elegir a mí —le dije—. Por los dos. —De eso, ni hablar —zanjó Luca—. Jamás acertarías con lo que me apetece. —Pues tú aciertas siempre. No será tan difícil. —Es que tú eres fácil, mi amor —ronroneó Luca—. Todo te gusta. —No, querido, no te equivoques. Es que no puedo rechazar lo que pides para mí con tanto amor. Luca sonrió. Tenía una sonrisa bonita, unos dientes blancos y bien alineados. Con esa sonrisa había desarbolado argumentos invencibles y zanjado discusiones eternas. Era su arma más poderosa y nunca dudaba en usarla. —Estaba pensando en qué pasará cuando llegue junio y se termine el curso. Él desvió la mirada. Tras los cristales del restaurante, grupos de turistas se dirigían al campo, o al duomo, a toda prisa. No hay bastantes horas en el día para ver todo lo que Siena ofrece. —Eso ya lo habíamos hablado. —Lo hemos hablado, sí, pero no hemos llegado a ninguna conclusión. Eva —Luca apretó mi mano y me miró a los ojos— siempre te digo lo mismo: deberías quedarte. El camarero llegó con la insalata para compartir y una copa de vino para Luca. Solté su mano para coger mi Cocacola y dar un largo trago. —Sabes que no puedo. Aquí no tengo ningún futuro profesional. —Pero me tienes a mí —sonrió Luca. —¡Pero tú serías lo único! —era exasperante; de nuevo, sentí que

la conversación no llevaba a ningún sitio—. ¿Tendría que quedarme en casa mientras tú trabajas en el bar? ¿Piensas mantenerme? — intenté conservar la calma en la voz, que no notase la ira en mi interior. —Bueno, no soy tan carca —respondió Luca—. Tal vez puedas encontrar otro trabajo. Podrías dar clases en la universidad… Recogí las manos bajo la mesa. A nuestro alrededor, el restaurante ya estaba casi lleno. Parejas o grupos de turistas y algunos estudiantes. Parecían contentos. Los extranjeros bendecían su suerte por el tiempo soleado; los estudiantes ya olían las vacaciones. Volví a posar la mirada en Luca y, en un ejercicio de voluntad, repetí las mismas palabras que en ocasiones anteriores, como si estuviese aleccionando a un niño que ha olvidado lo que la maestra explicó. —Luca, soy astrónoma. O, al menos, quiero serlo. Te he dicho mil veces que no hay lugar en la universidad para mí; no quedarán plazas hasta dentro de una eternidad. Y cuando vine aquí, ya sabía que mi beca no era prorrogable. Mis últimas palabras fueron susurros. Miré hacia atrás y recordé cómo habían cambiado las cosas para mi, en menos de un curso. Llegué sola, con la firme intención de dedicarme en cuerpo y alma al observatorio, aprender italiano y subir un escalón más en un largo camino hacia el reconocimiento profesional. Solo unos meses después, me encontraba en una encrucijada; debía elegir entre Luca y las estrellas, y además, me dolía abandonar esa tierra y a su gente de Castellina, que me habían entregado su corazón sin preguntar. —Podrías venirte tú conmigo —le sugerí, otra vez. Entonces fue Luca el que se removió, incómodo, en la silla. La ensalada seguía en el centro de la mesa; los platos vacíos. Ninguno tenía hambre. —Aquí tengo mi trabajo, mis amigos, a mi familia… —Ese mismo trabajo puedes encontrarlo en Madrid; no te sería difícil —lo animé—. Y lo mismo con los amigos; tú eres muy sociable. En unos días, tendrás más amigos de los que he logrado yo en toda mi vida. Y tu familia… pueden venir a vernos siempre que quieran. Y nosotros también vendremos, por supuesto. A mí me encanta este lugar, ya lo sabes. Luca permaneció callado unos segundos. Después sonrió, esa sonrisa, y comenzó a repartir la ensalada.

Tablas, pensé, solo he conseguido tablas. La decisión tendrá que esperar. Silvana ha dejado la ventana entreabierta para que lo primero que vea al despertar sea la luz del día. Siempre tan atenta a esos detalles; ni siquiera ahora se ha olvidado, después de tanto tiempo. Las baldosas de barro están frías bajo mis pies cuando al fin me levanto y abro del todo la ventana. El cielo resplandece en el primer día de abril. Debe ser más tarde de lo que pensaba; el sol está ya alto. He dormido más de la cuenta y ahora no encuentro mi ropa de ayer… que, por supuesto, Silvana se habrá llevado para lavar, seguro. Así que saco de la mochila unos vaqueros y una camiseta, me doy una ducha rápida y abro la puerta mientras me calzo la última zapatilla. El aire huele a las rosas que se abren frente a la puerta de la habitación, al otro lado del camino que lleva a la casa grande. Hacia abajo, la senda termina en la piscina con las mejores vistas de la región. Pero aún hace demasiado frío para bañarse. Prefiero desayunar, así que me voy a la cocina. El lugar sigue en plena ebullición. Es como si las mujeres que encontré anoche en este sitio no se hubiesen ido a dormir a sus casas, no se hubiesen movido. Solo que ahora están rodeadas por fuentes de cruasanes recién hechos, bizcochos de chocolate, tostadas y un agradable olor a café. —Buongiorno —saludo. Varias voces me contestan a la vez, pero ninguna se vuelve a mirarme, inmersas en sus tareas. Es como si yo tampoco hubiese salido de aquí, como si no hubiesen notado mi ausencia. —¿Has dormido bien? —me pregunta Emilia—. Tienes ojeras. El comentario me sorprende. Ella apenas me ha mirado pero entonces recuerdo que yo tampoco me he mirado al espejo. Quizás sí tenga ojeras. —Sí, sí, he dormido muy bien, como un lirón —contesto. Luego me doy cuenta de que no he mentido—. ¿Tenéis mucha gente? —Esta casi lleno —contesta Chiara—. Y la mayoría son españoles. Ya te habrás dado cuenta: mira qué hora es y aún están desayunando… Miro el reloj de la cocina: son más de las diez y media de la mañana. ¡Las diez y media! Hacía siglos que no dormía tanto.

—Vamos, siéntate tú también y come algo —me dice Emilia y sé que no admite un no como respuesta—. Acabo de sacar los cruasanes del horno, así que coge algunos antes de que los lleve al comedor y los devoren. Creía que no tenía hambre, pero me equivocaba. La visión y el olor de los dulces es demasiado para mi estómago, que lleva vacío casi un día. Me sirvo café, un trozo de bizcocho, un cruasán. Las hijas de Emilia revolotean a mi alrededor, entrando al comedor con bandejas llenas de comida y volviendo a la cocina con platos y tazas vacíos. Parecen las sacerdotisas de alguna antigua religión, aquellas que llevan el alimento al monstruo. No hay duda de que los que hay ahí fuera son españoles: nuestra fama de buenos comedores no es injustificada. Me siento un poco culpable, allí sentada mientras ellas trabajan sin parar. —Bueno, cuenta —me dice Chiara al pasar por mi lado—. ¿Cuánto tiempo te quedas? Aprovecho que tengo la boca llena para pensar una respuesta. —Un par de días, quizás tres. El domingo tengo el vuelo de vuelta a Madrid. Entonces te quedas hasta el sábado —afirma Emilia—. Silvana no dejará que te vayas antes. —Se me acerca y me susurra—: te ha echado mucho de menos. Un nudo en la garganta me impide contestar. Miro la taza blanca, el mantel de cuadros azules sobre la mesa. —Y yo a ella, a todos —musito, pero quizás solo lo he pensado. Fiorella entra con una gran bandeja llena de platos sucios y la deja sobre el mostrador con un fuerte estrépito de cacharros. Le agradezco en silencio que desvíe la atención. El recipiente pesa demasiado para su cuerpecillo menudo, pero ha conseguido traerlo con platos y tazas intactos. Comienza a colocarlos en el lavavajillas con el orgullo marcado en el rostro. —¿Sabes? —me dice—, Chiara tiene novio. —¡Eso es mentira! —responde rauda su hermana, pero se ha puesto coloradísima. La veo mirar de reojo a su madre que, a sus espaldas, me guiña un ojo y se asoma al comedor. —No tienes de qué avergonzarte, mia cara, que ya tienes edad incluso para casarte —le dice Emilia.

—No tengo intención de casarme y no tengo ningún novio — zanja Chiara y le lanza una servilleta a su hermana, que la esquiva con facilidad, sonriendo—. Y tú —la señala— no acuses. Que no todas somos como tú… —¿Qué has querido decir con eso? —Fiorella se vuelve hacia Chiara y la apunta con una taza sucia—. ¡A mí no puedes colgarme ningún novio! —Pues no será porque no lo quieres —le contesta su hermana y volviéndose hacia mí, susurra—: y que no lo tiene cerca… Fiorella se pone pálida, la taza tiembla en su mano. La coloca en el lavavajillas antes de que caiga al suelo. Se escapa al comedor, maldiciendo en voz baja. Supongo que prefiere a veinte españoles hambrientos que soportar la lengua envenenada de su hermana mayor. En cuanto sale, miro a Chiara y le hago un signo de interrogación; ella viene a sentarse conmigo y me acerca mucho su cabeza rubia. Sin duda, va a revelar un gran secreto. —Está loca por Paolo —suelta, sin dudar. —¿Paolo? —repito—. ¿Paolo, Paolo? Quiero decir… —¡Ajá! —asiente Chiara—. El mismo. —Pero… —miro a nuestro alrededor y descubro que no lo he visto desde mi llegada—. ¿No está siempre en Siena? —Ya no. Cuando Marco… desde lo de su hermano Marco… bueno, dejó la universidad y volvió a casa. Ahora hace los repartos en vez de mi padre, lleva las cuentas de las casas, la tienda, todo. ¡Si hasta ayuda en el campo! Hago un esfuerzo por recordar a Paolo. Hijo de Silvana, hermano de Marco. Durante el tiempo que pasé en el Poderi, apenas si coincidí con él. Aunque ambos pasábamos la semana en Siena, nunca nos vimos allí y él no solía regresar los fines de semana salvo algún domingo señalado. De pelo castaño y leonado, sí recuerdo sus ojos, azules, como los de Gabriella; abuela y nieto eran los únicos de la familia con los ojos de ese color. Apenas si hablé con él, algún saludo, poco más. No recuerdo ningún detalle que sea digno de enamorar a Fiorella, pero ella es muy joven y a esa edad se tiende a desear lo cercano, lo accesible. Habló, la experta en amoríos… Casi siento un poco de envidia por ese primer amor de Fiorella. —¿Y él? —le pregunto a Chiara—, ¿también está enamorado?

—Si lo está, que lo dudo, desde luego no es de mi hermana. La pena me muerde por dentro. —Dudo que ahora pueda querer a nadie, la verdad —continua Chiara—, con amor romántico, quiero decir; no me refiero a que no quiera a su madre o algo así —puntualiza—. Pero tú ya lo conoces, ¿no? —Apenas —contesto—, casi no coincidí con él. —Pues es una pena. Te perdiste lo mejor de él. Mi hermana y yo crecimos con Paolo y Marco. Eran como nuestros hermanos mayores, nuestros héroes. —¿Héroes? —la conversación se está poniendo interesante. —¿No me estás escuchando? —Chiara gira la cabeza y comprueba que estamos lejos del radar de su madre—. Digo que ellos eran mayores que nosotras; un par de años Marco y seis Paolo. Añade un año en el caso de Fiorella, claro —apunta—. A los doce años, ¿quién no ha sentido admiración por sus amigos mayores, sus protectores? Recuerdo mi infancia. A mi hermano Carlos, que siendo solo un año mayor que yo, siempre iba a cien años luz de mí. Cómo fingía que no me observaba en el patio del colegio pero cómo acudía veloz si alguno de los otros chicos me tiraba de las trenzas o me empujaba en la fila. Claro, que yo también tuve mi época protectora con Eugenia, pero es que ella es bastante más joven que yo… —Ellos formaban un equipo perfecto —continúa Chiara—. Paolo era el cerebro y la ilusión, Marco era el corazón y la alegría —sus ojos brillan, recordando—. Tenían tantos planes, tantas cosas por hacer… —¿Y qué pasó? —pregunto y al instante me arrepiento. Chiara vuelve al presente y su mirada se apaga. Parece que es consciente, de repente, de las voces que suenan al otro lado de la pared, en el comedor, del ruido de los cacharros en la cocina. Se remueve en la silla, incómoda. —Pasó que Marco murió y Paolo se fue con él.

Castellina in Chianti La vieja furgoneta traquetea carretera arriba. Los últimos metros discurren por una cuesta muy empinada, de tierra y piedras. Paolo vuelve a pensar en un cuatro por cuatro nuevo, de ruedas grandes que no patinen en la grava, con un amplio portón trasero para cargar los pedidos. Un vehículo al que no adelanten hasta los tractores con arado. Aprieta el volante con las dos manos y le pide otro esfuerzo, temiendo que empiece a salir humo del capó. O que al fin explote. Pero parece que el viejo cacharro lo va a conseguir una vez mas. Deja atrás el aparcamiento de los clientes y se adentra en los terrenos de la finca. Rodea la casa grande y aparca en la vieja construcción en la que se guardan la maquinaria y las herramientas para el campo. Antiguamente fue cuadra de caballerizas y la piedra aún conserva algo de hogar, de calor animal, que la convierte en un lugar acogedor para Paolo. Es su refugio, el sitio al que huye cuando la agitación de la cocina lo abruma o cuando la charla en la casa se le hace insoportable. Allí reina el silencio, al contrario que en el comedor: hay una docena de españoles intentando ponerse de acuerdo sobre qué visitar hoy. Al entrar, durante un segundo, Paolo se siente tentado de volver a la cuadra, con Mafia tras sus pasos. Pero decide dar un rodeo. Se dirige a la puerta lateral de la casa grande. Allí da el sol ahora. Allí estará Gabriella. Sobre su hamaca de mimbre. Con una manta ligera sobre las rodillas, como siempre, sea invierno o pleno verano. Con los ojos cerrados y el rostro enmarcado por arrugas de casi un siglo. —Nonna —susurra Paolo a su oído—. Abuela. Se ha acercado con cuidado, por si está dormida. Pero Gabriella ya empezaba a sonreír antes de oír su voz. Levanta la mano, sin abrir los ojos; Paolo la recoge y la acaricia. Así permanecen, arropados por el silencio de los que no necesitan nada más que su mutua presencia. Paolo se sienta a su lado, sobre un trozo de madera. La perra se tumba a sus pies, con las orejas agachadas y la mirada turbia, lo más lejos posible de la abuela. Él mira al frente: sobre la colina en la que se asienta la casa se ven kilómetros de campos surcados por caminos de tierra roja. Hileras de oscuros y erguidos cipreses. El verde intenso de las vides. El verde plateado de los olivos. El verde mar del trigo joven. Paolo sabe que Gabriella tiene esas imágenes grabadas en su corazón. Sus ojos son

demasiado viejos pero no los necesita. Sabe cuándo es el tiempo de la siembra y cuándo el de la cosecha; cuándo hay que arar y cuándo hay que llenar el granero. Si al día siguiente hará calor o será mejor coger un jersey. Todas las mañanas, sin falta, Silvana lleva la hamaca fuera de la casa grande, en aquella parte donde el sol sea más fuerte. Después ayuda a Gabriella a sentarse y vuelve a sus tareas. Si no hace sol, le abriga las piernas con una manta mas. Si está lloviendo, coloca el asiento en el umbral, con la puerta abierta, para que la abuela pueda oler el campo húmedo y oiga cómo las gotas de agua alimentan la tierra. Nunca ha pasado por la cabeza de ningún habitante de la casa la idea de que Gabriella se quede dentro de la casa. El día en que eso pase, piensa Paolo, el día en que ella no quiera salir al campo, ese será su último día. Comienza a contarle su viaje. Los pedidos que ha entregado y dónde. Los viejos amigos de su padre que aún trabajan o los que se han jubilado este invierno. Todos le envían sus respetos. Los miles de turistas que bloquean Florencia, y eso que aún no es verano. Los achaques de la furgoneta. Gabriella escucha y a veces sonríe, a veces asiente. La perra dormita, moviendo la cola levemente. Cuando Paolo termina de relatar las novedades se levanta, pero ella no suelta su mano. Él vuelve a sentarse, en silencio. Piensa en lo que la anciana ha perdido, a los que ha dejado atrás en su larga vida. A un hijo. A un nieto. Recuerda a Marco, otra vez. Recuerda cómo empezó todo, un día como éste, de primavera. Paolo acababa de volver de Siena. No había hecho más que entrar en su habitación y dejar la maleta sobre la cama cuando sintió que algo se abalanzaba sobre él. No necesitó volverse para saber quién era. —Marco, ¡quieto! —¿Qué te pasa? ¿La universidad te ha desgastado los músculos? —Marco lo tenía agarrado por la espalda e intentaba sujetarle los brazos—. ¿Te has vuelto ratón de biblioteca? ¿Un ratón cobarde? —Y tú, veo que no has aprendido nada —Paolo intentaba desasirse de la presión de su hermano—. Al final, acabarás llorando, como cuando eras pequeño. —Sí, ¡ya veremos quien llora ahora! —Marco lo tenía tan abrazado que Paolo apenas podía moverse. —Está bien. ¡Tú lo has querido!

Un segundo después, la habitación se convirtió en un campo de batalla. Emilia, en la cocina, miró al techo y murmuró: ya ha llegado Paolo. La masa de pan tomaba forma bajo sus dedos. Sonreía. Algunos minutos después, los dos hermanos descansaban de su lucha sentados en el suelo de la habitación. Marco estaba colorado y Paolo se frotaba los brazos, allí donde su hermano había apretado demasiado. Tenían ante ellos un verano juntos, lleno de posibilidades y eso los convertía en seres felices. Paolo empezó a deshacer la maleta. —He conocido a una chica —le dijo entonces Marco, que aún no había recuperado del todo el aliento. —¿Has conocido a una chica? —repite Paolo—. Y Chiara y Fiorella y las otras de la pandilla, ¿qué son? —Idiota —sonrió Marco—. Quería decir a una chica nueva. Está aquí de vacaciones, con sus tíos. Viven en Roma. —Vaya, vaya… una chica… y de la capital —Paolo no podía resistirse a burlarse de su hermano—. Te costará pasta y tendrás que mejorar tus modales para tratar con ella. Mejorarlos muuuucho. Y dime, ¿ya sois más que amigos? —Nooo, qué mas quisiera yo. Es prima de Laura, la de Cortona, así que a veces salimos todos juntos. Es muy guapa. —¿Y qué opinan las chicas? —preguntó Paolo, intuyendo que la versión de Marco no era del todo imparcial. —Chiara la detesta —contestó, al punto—. Pero yo creo que es envidia. Es la única del pueblo que puede hacerle sombra. El hermano mayor sonrió. Se imaginó la escena. Chiara jamás soportaría que no le prestasen la debida atención por culpa de otra chica y que esta fuese, además, de Roma… Antiguos dragones no serían tan fieros. —¿Y Fiorella?, ¿qué opina ella? —Pues… no sabría decirte… Nunca las veo juntas, aunque vamos en pandilla y tienen amigas comunes. Parece que se eviten. —Vaya, vaya. Pues si a ellas no les gusta tu novia… ¡Tendrás problemas! —¡Que no es mi novia! —exclamó Marco. Y se puso un poco colorado. Paolo lo miró y le pareció verlo por primera vez. Y por primera vez se preguntó si estaría enamorado. 17 años y nunca le había hablado de nadie

especial. Hasta ahora. —Está bien —le concedió—. Tendremos que conocer a esa maravilla. El rostro de Marcó se iluminó. Y el de Paolo se apaga ahora, recordando, la mirada perdida. La abuela le da una suave palmada en la mano y la suelta. Ahora Paolo sabe que puede marcharse. Se levanta y entra en la casa. La perra gruñe, no quería despertarse, y entra tras él. Castellina in Chianti Termino de desayunar. Un desayuno tardío. Me siento un poco culpable: Emilia no me deja ayudar en la cocina; ¡me ha regañado por quitar mi plato de la mesa! Así que la amenazo con volver un poco mas tarde para ayudar y subo a buscar a Silvana. No me ha hecho ninguna pregunta, pero supongo que querrá hacérmelas y quiero darle la oportunidad... porque yo no seré capaz de hablar de ello si ella no me lo pide. Me siento estúpida, del todo. No vi las señales pese a que ahora, mirando hacia atrás, me parecen clarísimas. No sentí nada, no tuve dudas... ¡qué ciega estuve!, ¡qué tonta! Madrid Acababa de salir del metro. Hacía un par de días que había terminado mi período de investigación en la Estación de Observación de Calar Alto, en Almería, y aún echaba de menos la temperatura; casi había olvidado el frío seco de Madrid. Me calé el gorro y los guantes y metí la nariz en la bufanda. Apreté el paso. En algún lugar de mi bolso sonó un teléfono. Maldije mi suerte; con los guantes puestos, no lo encontraría. Así que me resigné, me quité un guante y rebusqué rezando para que no dejase de sonar. Descolgué sin mirar siquiera el número. Sabía quién llamaba. —¿Luca? —oí su voz a través del teléfono y no pude evitar sonreír —. ¿Cómo va todo? Te echo de menos… Seguí caminando, aunque ahora estaba pendiente de las palabras que oía por el auricular. Era un día de invierno helado y luminoso. —Sí, terminé del todo en Almería, volví a Madrid anteanoche. Ahora estoy trabajando en la biblioteca. Tengo que entregar el estudio a finales de marzo. ¿Luca? —me paré, retrocedí un poco. Se perdía la

cobertura—. ¿Me oyes? Si, yo a ti sí te oigo, ahora sí. Llegué a la puerta del Real Observatorio Astronómico, pero decidí no entrar hasta haber terminado de hablar. No necesitaba que nadie me hiciese preguntas personales. —Solo tengo unos meses, Luca, ahora no puedo ir… —le dije—. Te echo de menos, muchísimo… —escuché con atención, su voz llegaba entrecortada—. También tú podrías venir; te quedarías conmigo en mi piso, no tendrías que pagar un hotel. Y yo iría a recogerte al aeropuerto y te llevaría a hacer turismo… Noté que mi voz se iba apagando a medida que comprendía que mi idea no estaba teniendo buena acogida. —No pongo el trabajo por delante de ti, Luca, ya lo hemos hablado mil veces. Pero no puedo irme ahora, cuando estoy tan cerca de terminar. ¡Necesito todas las horas del día y casi las de la noche! —argumenté—. Sí, yo no digo que tú tengas todo el tiempo del mundo, pero más que yo sí que tienes, ¿no? Las puertas se abrieron y un joven con un abrigo oscuro salió a encenderse un cigarrillo. Por debajo del abrigo sobresalía una bata blanca. Me saludó con un gesto de la cabeza. Le respondí con el mismo gesto y me separé unos pasos más de la puerta. Intentaba que no me escuchase. —Oye, ahora no puedo hablar, tengo que entrar —susurré—. No puedo ir antes de mediados de junio, así que, tú decides. Si quieres verme, tendrás que venir tú. Me separé el teléfono de la oreja. Oía un débil sonido intermitente. ¿Había colgado o se había cortado? Preferí no pensarlo. Debía concentrarme en gigantes rojas y enanas blancas. Todo lo demás debía esperar. Solo enanas blancas, solo enanas blancas…

Castellina in Chianti Paolo entra en su habitación y cierra la puerta. Ver a su abuela siempre lo reconforta. Sin embargo hoy... no entiende muy bien qué ha pasado, por qué se ha acordado de ese momento con Marco. Desde que él no está, no ha pasado un solo día sin venir a su cabeza, sin preguntarse cómo y cuándo comenzó a morir la vida que ambos conocían. Quizás fuese antes o después de aquel jueves, pero Paolo siente que ese día fue crucial. Se quita la camiseta y el pantalón y los coloca sobre la silla. Se envuelve en una toalla y entra al cuarto de baño. Abre el grifo de la ducha e intenta regular la temperatura. Ese jueves maldito. Era jueves, pero ya tenían clientes en la casa. Tres habitaciones alquiladas y algunas reservas más para cenar. Hacía tanto calor durante el día que solo apetecía salir con el fresco nocturno. Las mesas descansaban preparadas en el comedor, el agua burbujeaba en la olla. Chiara y Fiorella habían subido a cambiarse. Se habían traído ropa limpia de casa, porque esa noche iban a salir. Silvana les había dicho que, si lo dejaban todo listo antes de irse, podría apañarse únicamente con Emilia; así que las chicas se apresuraron a acabar sus tareas, rezando para que su madre no les encargarse más quehaceres. Mientras, Marco y Paolo cenaban en la cocina. Pasta con berenjenas y un filete a la brasa. Antes de que llegasen los clientes y las madres se volviesen locas y dejasen de prestarles atención. —¿Me da tiempo a tomar un postre? —preguntó Marco, con cara de preocupación. —Te da tiempo a tomar varios —contestó Paolo, rebañando la salsa con un trozo de pan—. Y a cenar otra vez, si quieres. Cuando ellas dicen «no tardamos nada», suelen querer decir «tómatelo con calma». —Genial —Marco se levantó y abrió la puerta de la nevera. Después de escudriñar su interior durante unos momentos de terribles dudas, se decidió por un flan casero. Con nata. —No sé dónde metes tanta comida —a Paolo siempre le gustó ver cómo Marco disfrutaba comiendo, saboreando cada plato, cada cucharada—. Has merendado hace un par de horas —añade—. Dos

veces. —Bueno, técnicamente, la chocolatina no es merienda — argumentó Marco. De repente oyeron un coro de risas, la puerta se abrió y dio paso a un revoloteo de colores. Marco se quedó inmóvil, con la cuchara a unos centímetros de la boca abierta. Las chicas ya no lucían delantales blancos sobre vaqueros desgastados. Ni zapatillas deportivas. Ya no llevaban el cabello recogido en moños apretados por redecillas. No tenían la piel manchada de harina. No olían a bizcocho. Olían a rosas del jardín. Parecían… chicas. Paolo sonrió mirando a su hermano. Dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó. —Será mejor que nos vayamos ya —dijo— o seremos los últimos. Ya se habrán comido todos los dulces. Esa palabra pareció despertar a Marco de un profundo sueño, ante la mirada divertida de las mujeres. Recogió los dos platos de la mesa y los colocó en el fregadero. —Deja, deja, —le dijo Emilia, sin poder contener la risa—. Ya lo hago yo. Paolo descolgó su chaqueta vaquera del perchero y salió, seguido de las chicas y de un desorientado Marco, que no sabía dónde mirar. De repente, recordó que se había dejado la cartera y volvió a buscarla. Dentro, arreciaban las risas. Cuando salió, Paolo ya tenía el coche en la puerta. Chiara y Fiorella se habían sentado detrás, cediéndole a él el asiento de copiloto. Las chicas no dejaron a sus amigos abrir las ventanillas, pese al calor y a que el trayecto era corto; no querían que el viento echase a perder sus peinados. Quince minutos más tarde, estaban aparcando en la entrada de la gran casa de Tiziano, junto a una docena de coches, todos más nuevos. La habían iluminado con velas dentro de pequeños faroles: parecía de cuento de hadas. —¡Qué fantástica idea, las velas! —susurró Fiorella—. Tendremos que acordarnos. —¿Para qué? —respondió Chiara al oído de su hermana—. Nosotras no damos fiestas, tonta. Fiorella asintió mientras recorrían el patio enlosado. Su ilusión no había decrecido ni un ápice; seguía pareciéndole una magnífica idea. El

eco de los tacones de sus zapatos se confundía ya con el rumor de conversaciones que llegaba desde dentro de la casa. —Seguramente habrá venido Beatrice —era más una ilusión que una afirmación de Marco—. Así podrás conocerla. —Muero de ganas —concedió Paolo para evitar alargar la conversación. Estaba buscando a Tiziano; quería pedirle que le enseñase su coche nuevo. —Procura no ser borde, ni grosero —le advirtió Marco. Paolo dibujó una cara de absoluta inocencia y orgullo herido. —Ni desagradable, ni maleducado —continuó Marco—. Si metes la pata, diré que no eres mi hermano y te repudiaré para siempre. —No sé si podré soportarlo. —Sí, tú tómatelo a broma —se indignó Marco—. Podría ser tu futura cuñada, así que mejor será que te lleves bien con ella desde el primer momento. Paolo levantó los ojos al cielo y pidió paciencia. Si el amor era eso, dio gracias por no conocerlo. —¡Tiziano! —por fin lo había encontrado—. ¿Cómo estás? —¡Paolo! ¡Qué alegría! —el anfitrión dejó su vaso sobre un mueble y corrió a abrazar a Paolo—. No sabía si ya habías vuelto. Me preguntaba si no habría alguna chica con gafas que te obligase a pasar en Siena también el verano. —¿Estás loco? —rió Paolo—. Eso jamás lo verán tus ojos, amigo. No estoy hecho para la esclavitud. —Eso dicen todos —concedió Tiziano—, antes de rendir pleitesía para siempre y tragarse sus palabras. —Vamos —cambió de tema Paolo—, enséñame el bólido. ¿Para qué crees que he venido? —Pero, ¿no es para verme? —Tiziano golpeó el hombro de su amigo—. ¡Qué disgusto! —bromeó, mientras se dirigían a la puerta trasera. Marco los vio alejarse y, por unos instantes, casi se enfadó. Pero luego decidió que no merecía la pena. La fiesta solo acababa de empezar, ya habría tiempo para presentaciones. Primero tenía que encontrar a Beatrice. De un vistazo, descubrió dos cosas: que ella no estaba en el salón, y que Fiorella y Chiara también habían desaparecido. Al fondo, en un sofá de terciopelo rojo, estaban sentados Leo y Enzo, con Laura. Marco

se acercó a saludarlos, sopesando por el camino si sería demasiado brusco preguntar directamente a Laura por su prima, o si tendría la paciencia y sangre fría suficientes para no hacerlo. Mientras Marco charlaba con sus amigos de asuntos tan importantes como el final de la liga de fútbol o los planes para el curso siguiente, Paolo estaba sentado al volante de un deportivo último modelo, rojo brillante, que aún olía a cuero y madera. Tiziano lo acababa de recibir como regalo por aprobar todas las asignaturas del último curso de derecho. Su padre tiene un despacho de abogados y grandes planes para él. Y Tiziano nunca se había preguntado si le gustaba o no el derecho; siempre supo que era su destino y hacía tiempo que se había resignado, con ayuda de una generosa asignación mensual, un piso de alquiler y... el coche de sus sueños. Y mientras Paolo acariciaba el volante de suave piel imaginando que volaba por la carretera de la costa, Chiara y Fiorella escuchaban las últimas novedades sentimentales de sus amigas. Angélica había descubierto que estaba profundamente enamorada de Andrea, amigo de la pandilla de toda la vida, que durante el invierno se había machacado con las pesas y las proteínas. Anna confesaba que estaba a punto de dejar a su novio de los últimos meses; creía que no estaba a su altura. Berta no tenía novedad alguna: todos los chicos le parecían estúpidos. Y Giulia seguía con Federico, feliz y deseando que terminase la carrera para encontrar un trabajo y poder casarse. —¿Casaros? —se escandalizó Chiara—, ¿cómo puedes pensar en casarte, si solo tienes 18 años? ¿Estás loca? —No nos casaríamos ahora mismo, claro —dijo Giulia—. Ahora ni siquiera me atrevería a decírselo a mi padre… Pero en cuanto él encuentre un buen trabajo, lo haremos. —Yo no me casaría ni loca —apuntó Berta. —Tú, ni aunque quisieras —susurró Anna al oído de Fiorella, que frunció el ceño para regañarle. —Yo solo me casaría si el tipo estuviese forrado —siguió Chiara —. Y fuese un tío bueno, o una estrella de cine, por ejemplo. —Sí, seguro que George Clooney deja a Elisabetta para casarse contigo. —Bueno, yo también soy italiana, ¿no? ¡Y mucho más joven! Las chicas rieron con ganas. El verano solo acababa de empezar, era su primera fiesta. Fiorella las miraba y sonreía; también ella se sentía casi

feliz esa noche. Se acercó a la ventana abierta. Al otro lado, se oían las risas de Tiziano y Paolo por encima del ruido del motor revolucionado de un coche. Sobresaliendo por la ventanilla bajada, Fiorella reconoció el brazo fibroso y moreno de Paolo y un trocito de su camiseta gris, cerca del hombro. Suspiró y siguió a sus amigas, que se encaminaron al salón. La casa se había ido llenando de gente: los pasillos, las salas, el patio de los faroles, rebosaban de jóvenes. Algunos eran amigos de la universidad de Tiziano y habían venido desde Florencia. Chiara los analizaba con ojos escrutadores y decidía qué le respondería a cada uno, cuando se dirigiesen a ella. Porque lo harían, estaba segura; ella nunca pasaba desapercibida. Marco salió a buscar a su hermano. Beatrice había llegado con su primo Daniele, el hermano de Laura. Marco la encontró preciosa, con una blusa del azul de sus ojos y una falda corta con la que lucía sus bonitas y bronceadas piernas. Marco quería presentársela a su hermano y, con esa excusa, quedar para salir los cuatro, porque seguro que Laura querría venir si Paolo también lo hacía. Y quería presentarlos pronto; en esa fiesta había demasiada gente y temía que alguien se le adelantase en sus planes de cita a cuatro. Pero Paolo remoloneaba; el coche era un juguete divertido y efímero y puede que no se le presentase otra oportunidad de apreciar, desde tan cerca, todos sus avances. —¡Paolo! —Marco lo llamó, una vez más, desde la puerta trasera. Llevaba varios minutos esperándolo, temiendo que Beatrice se le escapase con alguien de la universidad, o con las amigas de Laura. Paolo lo miró, a regañadientes y descubrió un reflejo de ansiedad en su rostro. Quizás fuese más importante de lo que él había imaginado. Abrió la puerta y se bajó del coche, cerrándola con cuidado. Pasó la mano por el capó, en una caricia de despedida, y acompañó a su hermano al interior de la casa. Sortearon grupos de chicos y chicas con vasos en la mano y risas en los ojos. Al fondo, en el sofá de terciopelo, Laura y Beatrice estaban rodeadas por los amigos de Tiziano, mientras Chiara y sus amigas usaban sus lenguas viperinas contra ellas. Marco se acercó al sofá, saludó a Laura y luego a Beatrice, a quien recordó que ya se habían presentado la otra noche y que ella había comentado que le gustaba pasar unos días en el pueblo, y que precisamente

su hermano había llegado de Siena esa misma mañana, de la universidad, y que él se preguntaba si le gustaría hacer algo juntos otro día… Pero Beatrice no pareció prestarle atención; ni siquiera lo oyó. Más allá de Marco, Beatrice miró solo a Paolo y se levantó para saludarlo, y se apoyó en su brazo para alcanzar su mejilla y la rozó con los labios, como un suspiro de aire caliente, un poco demasiado cerca de su boca, una décima de segundo más largo de lo que dedicaría a cualquier otro. Se enroscó en torno a su brazo y, ronroneando, lo arrastró hacia la mesa de las bebidas, mientras Paolo buscaba con la mirada a su hermano, que se había quedado inmóvil, estatua de sal, en medio de la estancia. Y entre tanta gente, Paolo creyó ver cómo la soledad urdía su tela de araña en torno a Marco y la herida que acababan de infligirle, y se soltó del brazo de Beatrice para volver al lado de su hermano que se dejó arropar, suavemente, como si volviese a ser un niño, hacia la salida, con su pena en el alma.

Castellina in Chianti Busco a Silvana. Tal vez ella tenga algún trabajo para mí. Necesito hacer algo. Arriba, la primera planta, es la que usa la familia: la habitación de Silvana, la de Paolo, la de Marco… Solo la puerta del cuarto de Silvana está abierta; la cama, con una colcha de punto hecha por Gabriella hace mil años, la cómoda con las fotos familiares… pero ni rastro de ella. La casa está extrañamente silenciosa, en contraste con el bullicio que suele haber en la planta baja. Aquí puede oírse el tictac del reloj sobre la mesita de noche de Silvana. Miro a mi alrededor y me pregunto desde cuándo reina esa quietud, ese silencio opresivo. Pero conozco la respuesta. Cuando Marco murió, se llevó con él la alegría de la casa. Lentamente, me dirijo hacia la puerta de su habitación. No tengo intención de entrar en ella, no podría; solo pongo la palma de la mano en el marco de la puerta, como si a través de ella pudiese notar el corazón del hombre que durmió allí toda su vida. Pero solo siento tristeza. De repente, la puerta de la habitación de al lado se abre y un hombre aparece en el umbral, con una toalla alrededor de la cintura. Es el Paolo que vi un par de veces hace tiempo, pero adulto. Mayor. Me quedo petrificada. Me siento como una intrusa y no me salen las palabras. Un perro sale de la habitación, una tromba blanca y negra que se lanza hacia el cuarto de baño que está enfrente; lleva una toalla en la boca, pero creo que piensa que es un conejo. —El comedor está abajo —me informa Paolo, con una voz en la que se mezclan furia y resignación. —Sí, lo sé, lo siento… —balbuceo—. Yo… no creo que te acuerdes de mí… —es evidente que no, es imposible, pienso, mientras avanzo hacia él con el brazo extendido y la firme intención de saludarlo mirándolo a los ojos. Paolo retrocede un paso hacia el interior de su habitación y cierra la puerta. Me quedo con la mano extendida y la boca abierta. Mi mente empieza a entender lo ridículo de la situación y entonces bajo las escaleras lo más silenciosamente que puedo. Aún oigo la lucha del perro con la toalla. Sin duda, Paolo ha debido pensar que soy una turista, alguien que se ha equivocado buscando el baño o algo así. Al llegar abajo, cojo aire. Acabo

de darme cuenta de que llevo un rato sin respirar. La puerta principal está entornada; eso me recuerda que Gabriella debe estar ahora en la fachada, con el sol cayendo casi vertical y su manta cubriéndole las rodillas. Y quiero verla, quiero borrar de mi cabeza la escena anterior y hacer que las cosas vuelvan a su sitio. Salgo y ahí está, porque no podía ser de otra manera. La alegría de volver a verla me desborda y las lágrimas vuelven a asomar en mis ojos. Pero me resisto a dejarlas caer; bastantes he vertido ya. Me acerco por detrás y antes de poder decir una palabra, la anciana deja el rosario en su regazo, levanta la mano y espera que se la tome. Sin volverse. Sin mirarme. Siempre me he preguntado por ese sexto sentido; quizás su creciente ceguera le ha agudizado el oído, o quizás solo se trata de una costumbre: alza la mano y espera que alguien la tome entre las suyas. Sin embargo, cada vez que lo hace, todas las veces, me hace sentir alguien especial, como si me hubiese estado esperando solo a mí. Me arrodillo al lado de su butaca de mimbre y apoyo la cabeza en sus rodillas. Gabriella me acaricia el pelo, lentamente, con una media sonrisa asomando en sus labios. Con ella, no hay necesidad de explicar nada ni hay preguntas que hacer. De repente, el mundo está en calma, todo situado en el lugar correcto, en el tiempo adecuado, y lo mejor que se puede hacer para no romper ese hechizo es disfrutar de ese momento en silencio. Sin embargo, se oye alboroto al otro lado de la casa, en la cocina. Dudo entre acudir por si puedo ayudar, o quedarme al lado de la anciana. Gabriella me da unos golpecitos en la mano y la suelta. Vale, lo he entendido. Tengo que irme dentro. Palermo Gabriella está terminando de fregar los platos de la comida. Su hijo Michele, de 10 años, está jugando con un amigo en la parte de atrás, vigilados por Enrico. Enrico siempre está donde están Michele y ella; Francesco, el marido de Gabriella, lo quiere así, dice que se siente más tranquilo. También él, el patrón, va siempre acompañado por Luigi Tres brazos y Antonio, al que todos llaman Magnum. Francesco es un hombre importante; tiene muchas hectáreas de tierra que producen miles de toneladas de cítricos. Exportadas a Estados Unidos, las frutas se convierten en millones de liras, que se invierten en proteger su propio negocio y el de sus amigos. Francesco es un hombre generoso y justo; tiene

muchas amistades. Pero conoce los peligros de la envidia humana y las ansias de poder y es por ello que también sabe hacerse respetar; nadie en su sano juicio le ofende u ofende a personas que no lo merecen; nadie ataca sus propiedades o a su gente. Gabriella sabe que todo el mundo lo respeta o lo teme; no le importa, mientras su hijo quede al margen de los asuntos del padre y, sobre todo, se mantenga seguro. Aún es un niño, piensa su madre. Ya tendrá tiempo de tener preocupaciones y malos sueños. Ahora solo tiene que jugar. Solo jugar y estudiar, para ser más listo que los demás, para poder defenderse si la vida lo separa de la tierra. Gabriella termina de secar los platos que han usado su hijo y ella; los coloca en el estante y sale, secándose las manos en el delantal, por la puerta trasera. Michele está contando hacia atrás, con la cabeza apoyada en la pared de la casa. No hay ni rastro del otro niño, Pietro, que debe estar escondido, esperando que Michele acabe de contar para salir a buscarlo. Enrico está sentado en una banqueta, con las gafas de sol y un puro entre los labios. Mientras vigila a los niños, el hombre imponente da vueltas al cigarro con una mano que solo tiene cuatro dedos. Pero hay que fijarse muy bien para darse cuenta: el meñique no existe, ni hay cicatriz, ni el hombre echa de menos un dedo que nunca ha poseído. —¡Enrico! —exclama Gabriella, y el hombretón da un respingo que mancha sus pantalones de ceniza—. ¿Cuántas veces te he dicho que en mi casa no se fuma? —Pero… —Enrico duda; es una mujer y es la esposa del jefe—, pero si estoy fuera de la casa… —Estás a medio metro de la casa —señala Gabriella—. Pero me da igual que estés a un kilómetro. Michele está cerca y no quiero que te vea. Bastante tengo ya con su padre… —refunfuña. Entonces dirige su atención a las macetas, colocadas en hileras a lo largo de la pared. Geranios de todos los colores. Margaritas. Un poco más lejos, rodeado por una valla, un pequeño huerto con calabazas y berenjenas, cebollino, albahaca, tomates y calabacines. Y en la parte delantera de la casa, los rosales. Nada tan agradecido como las rosas, ni tan traicionero. —Siete, seis, cinco, cuatro —sigue contando Michele—, ¡¡uno y cero!! —Sale corriendo y se interna entre los limoneros—. ¡Pietro, ya voy! De repente, Enrico se levanta del taburete. Gabriella no ha oído nada,

pero se fía por completo del instinto del hombre. Alguien ha entrado en la casa, sin llamar, sin anunciarse. Alguien que grita con voz de mujer. —¡Gabriella! ¡Gabriella! Gabriella entra a toda prisa. Es Giovanna, su vecina y amiga. Pronto va a casarse con Antonio, un patán que persigue a Francesco como un autómata, donde quiera que vaya y para lo que quiera ordenar, y luego se derrite al paso de Giovanna, como un gran muñeco de helado con corazón de chocolate. —¡Gabriella! —repite Giovanna—, Gabriella… —tiene los ojos arrasados en lágrimas. —Cálmate, calma —le dice Gabriella—. Dime qué pasa. ¿Estás bien? La joven solloza, no le salen las palabras, o no sabe cómo decir lo que tiene que anunciar. —Los han matado —balbucea—. Gabriella, nos los han matado. Gabriella no pregunta más, no dice palabra alguna. Es Enrico quien le pide que se explique, colorado por la ira, o por el pánico. —Les han tiroteado el coche, cuando salían del almacén —explica Giovanna—. Los tres han muerto. Antonio… —el llanto la derriba sobre un sofá, donde entierra la cabeza entre las manos. Gabriella mira a Enrico y le da una orden muda: buscar y traer a Michele. Ella sube al piso superior y saca una maleta del armario. La llena, la cierra y comienza el mismo proceso con una maleta más pequeña, en la habitación de su hijo. No han pasado más de cinco minutos y los dos bultos están dispuestos en la puerta trasera. Gabriella entra a la cocina; abre el horno y busca, en un lateral, un pequeño compartimento estanco. Recoge varios fajos de billetes y una pequeña pistola y lo mete todo en su bolso. Al salir, mira a Giovanna por última vez. La joven sigue en la misma postura, sollozando con la cabeza casi enterrada entre los brazos. Gabriella deja un montón de billetes a su lado y le acaricia la cabeza en señal de despedida. Enrico ya ha aparcado el coche ante la puerta y entra para recoger las maletas. Gabriella sube al asiento trasero, con Michele a su lado. —¿Qué pasa, mamá? —pregunta el niño. —Nada, hijo. Tenemos que irnos. —¿Irnos? ¿Y papá? ¿Adónde vamos? —Papá ya se ha ido —contesta Gabriella—. Nos espera muy lejos

de aquí. Nosotros vamos al norte. Al norte. Michele mira por la ventanilla, el paisaje de limoneros, de naranjos, de olivos. Las viejas granjas que van quedando atrás. El traqueteo del coche por los caminos de tierra lo va adormeciendo y se recuesta sobre el hombro de su madre. Mientras se va quedando dormido piensa que no es tan grave. Se libra del colegio. Conocerá algún sitio nuevo. Y su padre los está esperando. Allí donde van. Su padre está bien, tiene que estar bien. Tiene que estarlo, porque mamá no llora. Mamá no derrama una sola lágrima.

Castellina in Chianti Enzo para el motor y Silvana baja del coche, que han dejado frente a la puerta trasera de la cocina. Llama a las chicas. —¡Fiorella! ¡Chiara! ¡Venid a echar una mano! —grita Silvana. La cara de Emilia asoma por la ventana y los gritos suenan por duplicado. —¡Vamos, salid! ¡Silvana está esperando! ¡Eva, tú también! Esa es una llamada a la participación; algo es algo, pienso. Salimos las tres chicas y empezamos a transportar las bolsas que nos va pasando el marido de Emilia. Un cargamento de comida; todo lo que no pueden producir en la huerta ni en los campos que rodean la finca. —Cuidado —señala Silvana a Chiara—, en esta van los huevos. Las cuatro gallinas que quedaban del año pasado han muerto durante el invierno. A dos de ellas las mató un zorro que, aún no sabían cómo, había logrado colarse en el gallinero, al otro lado de las cuadras que se usan como garaje. Lo cierto es que una mañana, poco después de Navidad, Emilia encontró el suelo del gallinero cubierto de plumas y a dos gallinas patas arriba, nunca mejor dicho. Las otras dos habían desaparecido, pero les auguraba un futuro mas que incierto... Desde entonces, Enzo solía salir al campo cargado con su escopeta y Silvana había decidido que no compraría gallinas nuevas hasta que Paolo no se asegurase de que el zorro no podría volver a entrar. El hecho había descalificado por completo a Mafia como perro guardián. Y mientras, los huevos los traen del mercado. Depositamos las bolsas en la puerta de la despensa y Emilia las vacía y coloca su contenido en su sitio. El orden es indispensable en una cocina, dice siempre, y tiene razón. Cuando terminamos, comenzamos a poner la mesa; yo intento pasar desapercibida al control antitrabajo de Emilia. Chiara y Fiorella comen antes de que comience a llegar la gente; cuando se llena el comedor, todas son necesarias y no hay tiempo para charlas. Solo cuando se va quedando vacío, tras varias horas de constante ir y venir, Emilia y Silvana se sientan y comparten la pasta o la carne, o lo que hayan cocinado ese día, con la satisfacción del trabajo bien hecho. Hoy no tendrán el comedor lleno; la mayoría de los clientes de las casas de alquiler se marchan para todo el día, con sus mapas en la mano, y regresan a cenar con las cámaras rebosantes de fotos y la cabeza en los

planes del día siguiente. Así que las chicas comen tranquilamente, hablando de lo que podrían hacer por la tarde para aprovechar el sol, mientras las dos mujeres vigilan las grandes ollas que descansan sobre el fuego de la cocina. Enzo entra por la puerta trasera y anuncia que ha terminado y se va a casa. Tras él, Paolo. Silvana da un grito y corre a abrazarlo. —¡Creí que volvías esta tarde! ¿Cuándo has llegado? —Esta mañana, supongo que al poco de irte tú al mercado. No había mucho tráfico y como no tenía que parar en Florencia… — Paolo echa una mirada a la mesa donde comen las chicas y sus ojos me descubren. Noto que me pongo roja. Abre la boca para decir algo, pero vuelve a cerrarla sin emitir ningún sonido. Su rostro no tiene expresión alguna. —¿Te acuerdas de Eva? —le pregunta Silvana, arrastrándolo hacia la mesa—. Estuvo aquí el año pasado, pero como tú venías tan poco… Paolo sigue sin hablar. Me levanto y extiendo la mano hacia él. Otra vez. Estoy roja como la manzana envenenada de Blancanieves. Paolo ignora mi mano y se dirige a su madre. —¿No hay nada de comer para mí? Yo también tengo hambre. Así que ha vuelto a hacerlo. Me dejo caer en la silla, extrañada y algo furiosa. Miro a Chiara, quien parece estar pasándoselo en grande. Y a Fiorella, que se ha quedado clavada en su asiento, sin masticar, con el tenedor lleno a punto de llegar a su boca. La perra blanca y negra, que parece la sombra de Paolo, mira la comida desde el umbral. No se le permite pasar a la cocina. Emilia sirve otro plato de pasta con carne y lo pone en el sitio libre de la mesa. Paolo va a coger los cubiertos y a por un vaso. Fiorella suelta el tenedor, que rebota con estrépito en el plato; se levanta atropelladamente, recoge sus cosas y las lleva a la pila, musitando un «ya he terminado». Chiara me mira con ojos divertidos y yo le devuelvo una mirada interrogante. —¿Ves? —exclama Chiara, triunfante. Y susurra—: ¡Fiorella está loca por él! Castellina in Chianti

Desde la cocina, Paolo oye un golpe: un cuerpo duro chocando contra otro cuerpo duro. Instantes después, entra Marco doliéndose de un hombro. Emilia, sin dejar de accionar la máquina de hacer pasta, le pregunta. —¿Te has hecho daño? —No, no… iba despistado, me he dado con el marco de la puerta. —¿Te pongo un poco de hielo? —No hace falta, no ha sido nada. Marco siente los ojos de su hermano sobre él, pero no quiere mirarlo. Paolo lo sabe. Sabe que algo, el hilo invisible que los unía, se ha roto y no encuentra cómo anudarlo. Necesita que Marco le tienda el otro extremo; entonces hará un nudo tan sólido que será como si nunca se hubiese quebrado. Necesitan tiempo, solo eso. Apenas ha pasado una semana desde la fiesta en casa de Tiziano. Desde entonces, Marco está taciturno, opaco. La luz que desprendía parece haber perdido brillo. Paolo no sabe qué hacer. Esa maldita chica lo llama a él, a saber quién le habrá dado su número; le manda mensajes, busca un encuentro. Jamás ha descolgado el teléfono, ni contestado una palabra. No quiere verla. No querría haberla visto nunca, que jamás hubiese venido al pueblo; quiere volver atrás en el tiempo solo un mes, veinte días… Habría podido prevenir a su hermano contra ella, o llevárselo a Siena y que nunca llegaran a encontrarse. A veces le gusta imaginar que, como Superman, podría dar vueltas a la tierra en sentido contrario y hacer retroceder el tiempo. Entonces, todo volvería a ser como antes. Todo como antes. Y Marco hace como si no hubiese pasado nada. Juegan al fútbol. Ven la tele. Van juntos a entregar los pedidos. Hacen la compra con la lista que les prepara Silvana. Hablan. Se ríen. Pero algo no funciona, algún muelle de la maquinaria se ha estropeado y chirría; alguna sombra planea sobre el paraíso. Y ninguno de los dos habla de ello. Ninguno sabe cómo hablar de ello. Marco se sienta con la abuela, en la entrada, mientras Paolo va a encontrarse con Tiziano y sus amigos de la universidad. Está cayendo el sol y el brillo del campo se apaga lentamente. El astro se convierte en una gran bola incandescente que se concentra en convertir al mundo en un ser vivo del color de los peces de acuario: olivos naranjas, vides naranjas, trigo naranja. Gabriella mueve suavemente las manos sobre la manta de sus piernas, al compás del rosario que sostiene. Tiene los ojos

semicerrados por los que entran los últimos rayos de sol. Marco la mira y se pregunta cómo puede ser feliz, cómo ha podido superar la muerte de su marido, la de su hijo, y aún así, disfrutar de un atardecer. La abuela sonríe. A veces parece capaz de leer los pensamientos de la gente. Levanta la palma de su mano y espera a que Marco ponga la suya encima, sobre su regazo. Se la acaricia, sin dejar de sonreír, sin desvelarle a su nieto que la vida es una gran vida, que quita y que da, y que por mucho que te robe siempre trae algo que compensa. Y que no puede ser de otra manera. —Deja que la vida te lleve —le susurra la anciana—. No te resistas. Marco la mira, asombrado. Puede contar las veces que ha oído la voz de su abuela. Nunca ha malgastado las palabras, pero desde que murió su padre, padre de Marco/hijo de Gabriella, el silencio se ha instalado en su garganta para siempre. Que haya hecho una excepción es un gran privilegio, piensa su nieto. Sin embargo, el consejo de la abuela llega un poco tarde. Marco está firmemente decidido a resistirse.

Castellina in Chianti Silvana entra en la cocina. Solo Paolo está sentado a la mesa, tomándose el café. Fiorella ha desaparecido y Chiara ha empezado a ayudar a su madre con los clientes del comedor. Yo he aprovechado el revuelo de la comida para pasar la vajilla bajo el grifo antes de meterla en el lavaplatos. Bendita máquina. Miro a Silvana y sé que está preocupada. Emilia se gira hacia ella y le pregunta el motivo de esa cara tan larga. —Han llamado de Ca Lucrecia. Necesitan que les llevemos un pedido para mañana por la mañana, lo más temprano posible. Paolo levanta la vista de su taza de café y mira a su madre. —¿Y cuál es el problema? —pregunta. —El problema es que acabas de llegar, apenas has dormido y no quiero que te lances otra vez a la carretera en esas condiciones. Paolo resopla y mira al cielo. —Podría ir Enzo —sugiere Emilia, con duda en la voz. —No, por supuesto que no —ataja Silvana—. Gracias por proponerlo, pero la espalda de tu marido no soportaría un viaje tan largo. Además de que no podría descargar la mercancía, claro. Gracias, pero no. —Estás viendo un problema donde no lo hay —dice Paolo—. Estoy perfectamente, puedo ir. —No quiero que vayas tú —repite Silvana—. Podrías dormirte en cualquier momento y mejor que sea en una cama que en un coche en marcha. Cierro el grifo y me vuelvo hacia los demás. —Si solo se trata de conducir, yo puedo hacerlo —digo. Miro a Silvana—: solo dime dónde tengo que ir, dame un mapa y júrame que alguien me ayudará a descargar los sacos. —Ni hablar —zanja Paolo—. Ese es mi trabajo. Cambio el peso de un pie a otro. Me siento incómoda. Quizás he metido la pata; noto que empiezo a enrojecer. De nuevo. Me retiro un mechón de pelo y descubro que aún tengo la mano mojada. —Bueno, no se trata de quitarte el puesto —argumento—; más bien es una sustitución ocasional. —No necesito sustitutos.

—Paolo, no hace falta ser desagradable —le espeta Silvana—. Eva solo quiere ayudarnos. —Repito: no necesito ayuda. Además, esa furgoneta solo puedo conducirla yo. —¡Oh, perdone usted! —contesto, perdiendo los estribos—. ¿Temes que te la arañe? ¿Qué me multen por exceso de velocidad y se la lleven? Porque ambas cosas serían un milagro… Paolo me mira, casi noto su odio. Pero le devuelvo la mirada. Silvana se siente atrapada en un callejón sin salida. El cliente es uno de los mejores, nos explica; una cadena de restaurantes con sucursales en media Italia, y no puede decir que no. Pero está lejos. —Yo voto porque vaya Eva —susurra Fiorella, que ha aparecido de la nada. Trae los últimos manteles, retirados del comedor ya vacío —. Creo que Paolo debería descansar… —murmura y se apresura a deslizarse hacia el fondo de la cocina. —Y yo podría acompañarla —sugiere Chiara—. ¡Así me libro de servir mesas al menos un par de días! —Por encima de mi cadáver —anuncia Paolo. —Tu cadáver será lo que encontrarán en una carretera, si no dejas de ser tan cabezota —le contesto yo. Durante unos segundos, la habitación queda en silencio. Se miran unos a otros, menos Paolo, que tiene la vista clavada en el suelo. Y un instante después, la sala se llena de voces: todos quieren dar su opinión al mismo tiempo. Mafia contribuye con unos ladridos estridentes. Paolo se ha levantado y gesticula señalando a su madre y a mí; yo, sin soltar el trapo de cocina, maldigo las supersticiones automovilísticas de los italianos. Chiara intenta convencer a Emilia de las bondades de su idea, mientras su madre le asegura que seguirá sirviendo mesas hasta que termine los estudios o, lo que es lo mismo, hasta el fin de los tiempos. Y de pronto, se hace el silencio. Gabriella está en el umbral, mirándonos, aunque no nos vea. Hacía tanto tiempo que no se ponía en pie, que no caminaba por sí misma… Con un bastón en cada mano, la pequeña y enlutada figura se nos antoja un ser mitológico y terrible, de los que anuncian grandes desgracias. —Irá Eva —sentencia con una frágil voz, poco entrenada. Lanzo una sonrisa triunfante al público, agitando el trapo por encima de mi cabeza.

—Y Paolo —termina Gabriella. Y comienza a darse la vuelta, lentamente, para regresar a su silla y a su manta de las que tan absurda situación le ha hecho separarse. La sonrisa se me borra de la cara, empiezo a pensar si no me habré precipitado al ofrecerme. Paolo corre a sujetar a su abuela y sospecho que, de paso, intentará convencerla para que cambie de opinión. Tarea difícil. Me descubro esperando que lo consiga. Castellina in Chianti Gabriella vuelve del mercado con una cesta llena. Pimientos de un rojo intenso, berenjenas moradas, judías verdes, zanahorias. La barra del pan. Ahora no tiene horno, no puede hacer su propio pan, como a ella le gusta; con poca sal y trocitos de aceitunas negras. Tampoco tiene tierra y no puede sembrar su huerta, sus fresas, sus patatas de piel negra y carne blanquísima. No tiene gallinas de las que recoger huevos todos los días. No tiene ovejas. No tiene… pero tendrá. Entra en la casa de alquiler en la que vive y llama a su hijo. Michele acude rápido: le gusta ayudar a su madre a colocar los alimentos en la despensa, le gusta cómo huele casi todo. Mientras el niño vacía la cesta, Gabriella se quita la chaqueta y se sube las mangas de la camisa. Se dirige al fregadero de la cocina y ataca la pila llena de cacharros sucios. El jabón es áspero, el estropajo le araña la piel. Gabriella no piensa en eso; piensa en la finca que siempre mira a la salida del pueblo, en la colina. La casa es amplia. Necesita un buen encalado, pero es bonita. Y tiene muchas tierras alrededor, tierras que se venden con la casa. En la parte delantera plantará las aromáticas y sus rosales. En el lateral, donde el sol brilla durante más tiempo, el huerto. Cada planta tiene ya su sitio, cada flor su lugar; lo tiene todo pensado. Todo, salvo que el dueño de la casa no quiere vendérsela. Es el hijo del dueño, en realidad; el padre está senil, en un hogar donde otros le dan de comer y lo mantienen limpio, donde los descendientes no tienen que verlo todos los días y se engañan pensando que, a fin de cuentas, él no se entera de nada y no los echa de menos. Gabriella no entiende que su dinero no sirva para comprar esa finca. «Porque es una mujer y porque es del sur», le dijo ese hombre. Esas dos palabras, mujer y sur, son su maldición. Pero también lo serán para ese terrateniente que no sabe sacar vida de lo que le han legado. Ella sí sabe hacerlo y lo hará.

Ahora mismo, es Enrico quien está hablando con el hombre de la casa. Le habrá ofrecido más dinero del que vale, más del que nadie le daría por la finca y las tierras. Y si tampoco accede a la venta con el dinero, Enrico lo convencerá. Enrico siempre convence a la gente. Es hombre de pocas palabras, pero cuando las pronuncia, nadie duda nunca de que son verdad o de que va a cumplirlas. El fiel Enrico la ayudará, una vez más. Ahora se hospeda en una habitación de alquiler, muy cerca de la casa de Gabriella, pero pasa con ella y con Michele más tiempo del que pasa en su propio cuarto. Desayuna con ellos, y nunca se va antes de cenar. Vigila al chico mientras su madre va al mercado o los acompaña a ambos. Habla poco con otras personas; dice que no se fía de los del norte. Gabriella sabe que echa de menos su tierra y a su gente, y se ha prometido a sí misma que lo dejará marchar muy pronto. En cuanto la finca sea suya y haya contratado a los peones que necesita para ponerla en marcha. Entonces le dirá que vuelva a casa, que se case con una buena mujer y que críe hijos como él: tranquilos, fieles, fuertes. Termina de fregar el último plato cuando oye unos suaves golpes en la puerta. Con las manos aún mojadas, abre y Enrico le tiende unos papeles. La casa será suya. Las tierras, las hierbas que crecen ahora, las rosas que plantará para que den cobijo a las luciérnagas. En un arranque de alegría, Gabriella se echa al cuello de Enrico, en mudo abrazo, pero lo suelta enseguida. Él no ha extendido un dedo para tocarla. Los dos se han sorprendido pero ambos saben quiénes son y qué lugar ocupan. Ella guarda los papeles y empieza a preparar la cena. Spaghetti carbonara, los preferidos de Enrico. Y luego, mientras toman la fruta, le dirá que ya puede irse. Las tierras serán ahora sus compañeras y las nuevas madres de Michele. Enseñará a su hijo a amarlas y a cuidarlas, a respetarlas y a sacar lo mejor de ellas. Gabriella siente una felicidad extraña, porque no es gratuita, porque ha tenido que luchar para obtenerla. No le ha sido concedida. Se la ha ganado. El agua hierve a borbotones en la cacerola mientras termina de preparar la ensalada. Les mostrará a sus vecinos del norte lo que se puede hacer con esa finca. Echa los spaghetti en la olla y comienza a poner la mesa. Enrico está con Michele. Juegan a las adivinanzas y el niño gana. Como siempre. Se oyen sus risas desde la cocina; Michele lo echará de menos. Ella lo echará de menos. Pero no puede quedarse para siempre. Querría retirar ese

pensamiento de su cabeza. Quedarse para siempre. Coloca la botella de vino sobre la mesa y llama a cenar. Quizás sea su última cena juntos. Quizás, la próxima vez que Enrico coma con ellos, Gabriella le servirá alimentos cultivados con sus manos, abonados con su cariño. Será su manera de darle las gracias. Cuando Gabriella y Paolo salen, aun resuena el eco de sus palabras en la cocina. Nos miramos unas a otras y, como si nos hubiesen dado una orden, retomamos las labores. Emilia se centra en las ollas y llena platos; Chiara y Fiorella los sacan al comedor. Yo sigo con el trapo de secar en las manos, pero no tengo tarea concreta. Miro a Silvana, que me hace un gesto con la cabeza. Dejo el trapo sobre el mostrador y la sigo. Escaleras arriba, me pregunto si va a tratar de convencerme para que no vaya. O para que vaya sola. Cualquiera de las dos cosas me gustaría más que el veredicto de Gabriella. —¿Quieres ir? —me pregunta, a bocajarro. Dudo un poco. No querría ofenderla. —Claro, me he ofrecido yo —y pienso que esto último es cierto. —No tienes por qué hacerlo, ya lo sabes... —ahora es ella la que duda. ¿Duda de las fuerzas de su hijo o de la coincidencia del viaje? —No te preocupes, Silvana. Estoy acostumbrada a trabajar de noche. No será ningún problema. —No me preocupa que conduzcas de noche, Eva. Sé que puedes hacerlo y te lo agradezco. Pero... Ahí está. El «pero». El de siempre. Pero eres demasiado joven. Pero no tienes experiencia. Pero no es lo que parece... Solo que en este caso, no me estoy jugando nada importante. Creo. —¿Pero? ¿Cuál es el problema? —El problema es Paolo —contesta Silvana. —Sé que no quiere que vaya; me lo ha dejado muy claro —gruño. —Eva... —Silvana me coge las manos y se las lleva al pecho—. Eva, perdona sus modales. Paolo ya no es el que era. Pero no es malo. Es... demasiado sincero, supongo... —No te preocupes, Silvana. Tengo un hermano. Sé lo que es la sinceridad y las discusiones. —No, escucha —no me ha soltado las manos, las dos de pie en el

salón de arriba—. Paolo tiene problemas. Desde que murió su hermano... bueno, él no es el mismo. Estaban muy unidos y el tiempo pasa muy despacio, para todos... —mira al suelo, siento presión en las manos que mantiene junto a su corazón. —Silvana... —empiezo a decir, pero me mira y sé que es mejor dejarla hablar. —Paolo es bueno —sus ojos están fijos en los míos—. Pero tiene que volver a descubrirlo. Y mientras lo hace, ha perdido la alegría, a todos sus amigos, su carrera... y casi la libertad. Ha perdido... —busca las palabras apropiadas— la costumbre de tratar con la gente y no sabe comportarse. —Silvana, en serio, no te preocupes. Ya lo he perdonado. Pero si prefieres que no vaya, o que me vaya sin él, lo haré. Me sonríe con ternura. Es su sonrisa de madre, la que yo solía llamar «de madre adoptiva». —Eva, quiero que vayas y que vayas con él. Y que lo soportes. Y que no nos guardes rencor por lo que pueda decirte. —O no decirme —añado—. Es posible que sea un viaje muy silencioso. —Sí —sonríe y la sonrisa se lleva unos cuantos años de su rostro —. Puede que no diga una palabra en mil kilómetros. —Pues entonces, no habrá problemas —la tranquilizo—. Estoy acostumbrada al silencio. —¡Y lo practicas también! —me lanza—. No creas que vas a escaparte; en cuanto vuelvas, vas a contarme qué te ha pasado. Ahora soy yo la que mira al suelo. Aún no puedo hablar de eso. Aún no he asimilado mi fracaso. Estoy en ello. Pero me sorprendo pensando que pronto lo haré... porque no me duele tanto como yo pensaba. —Lo haré, prometido. —Silvana vuelve a apretar mis manos—. Y gracias. —¿Gracias? ¿Por darte trabajo de recadera? —me pregunta. —Por dejarme hacer algo por vosotros. Vosotros hicisteis mucho por mí y ahora... —miro alrededor—. Sabes que aquí me siento como en casa. Silvana me atrae hacia ella y me abraza; es cálida y sincera. —No me des las gracias. Y tráeme a este hijo mío de vuelta a casa.

Bajamos las escaleras y entramos en la cocina. El ruido del comedor es ahora más intenso. Chiara, Fiorella y Emilia vuelan entre cacharros; Silvana abre el horno de inmediato y saca una bandeja. Una maquinaria perfectamente engrasada. Funcionan sin mí. Así que decido ir a cambiarme para el viaje; imagino que saldré en cuanto Paolo termine de cargar la furgoneta. —¡Eh, Eva! —me susurra Chiara—. Vas a ir, ¿verdad? —Sí, claro —respondo—. ¿Quieres venir? —¡Oh, no, ni loca! —ríe—. Mi madre no me deja. —La señala con la barbilla—. Además, paso de estar encerrada en un coche con Paolo durante un viaje tan largo. —Se pone seria—. Ten cuidado — me dice. —¿También tú? ¡Qué poca confianza! —exclamo, poniendo los ojos en blanco. —Espera —me dice Chiara, y sale al comedor como una flecha. Treinta segundos más tarde vuelve, con las manos llenas de platos vacíos. Los deposita en el fregadero y me coge del brazo, arrastrándome hacia la puerta de atrás. —Te digo que tengas cuidado, tonta, pero con Paolo. —¿Con Paolo? —me sorprendo. Es la segunda persona que me advierte sobre él en menos de cinco minutos. Su mal humor debe ser el pavor del vecindario—. No será para tanto —respondo—. ¿Qué puede hacer? ¿Matarme? —ironizo. Chiara me mira fijamente. No hay atisbo de sonrisa en su rostro. —No lo sé —contesta—. Es lo que hizo con la última que le llevó la contraria.

En algún lugar de la SR68 Intento conducir relajada, pero me cuesta mucho porque me siento bajo la atenta y enfurruñada mirada de Paolo. Siento cómo vigila todos mis movimientos. Si la furgoneta gruñe con el cambio de marcha, Paolo gruñe también. Si protesta cuando sube la cuesta porque va muy cargada, Paolo suda cada metro como si fuese él quien arrastrase los sacos. De vez en cuando la perra, que viaja con la carga, también gruñe. Creo que está dormida y los sueños no le gustan. Noto cómo me pongo cada vez más nerviosa. —¿No se supone que tenías que dormir? —pregunto, esperanzada. —Ni hablar —zanja Paolo—. No pienso dejarte sola con mi furgoneta. —Genial… si llego a saber esto, no hubiera venido; total, tú estás despierto… —No será que no lo avisé. —Nadie te creyó, y tu madre menos que nadie. —Eso os pasa por incrédulos y por desconfiados. —Es un placer hablar contigo. —Has empezado tú. De nuevo se hace el silencio. Casi lo agradezco. El mal humor de Paolo es patente y está comenzando a fastidiarme también a mí. Solo intentaba ayudar y mira lo que he conseguido. Un encargo que me apartará de Silvana y Gabriella y, además, en compañía non grata. Genial. Sin duda, este ha sido mi viaje perfecto; lo voy a recordar durante mucho tiempo. Nada ha salido como yo tenía previsto, nada de nada, desde el primer momento. Y ahora me encuentro conduciendo a media luz por una carretera estrecha y llena de curvas una camioneta de antes de la Primera Guerra Mundial, con un soldado nazi al lado. Todo es estupendo. Todo… De repente, doy un volantazo a la derecha y piso el freno a fondo. El vehículo se para con un estertor agónico y una rueda hundida en la cuneta. El motor guarda silencio. —Pero ¿qué haces? —grita Paolo. Lo miro, sorprendida. —Un conejo —contesto, y señalo a la carretera.

Paolo sigue con la mirada el dedo indicador. Un conejo muy joven avanza, con torpes pasos, por el borde izquierdo de la calzada. No parece tener miedo; quizás es curiosidad, por las luces, por el ruido. De pronto, decide que ya no hay nada que merezca un poco de atención y se pierde en el campo de trigo. Mafia ladra desde la parte trasera. —¿Un conejo? —repite Paolo. —Un conejo —le confirmo—. Lo has visto tú mismo, ¿no? —Un conejo… Paolo niega con la cabeza, mirándose las rodillas. —¿Qué? —pregunto. —¿Cómo que qué? —Paolo se está poniendo ligeramente colorado—. ¿Un conejo? ¿Nos echas a la cuneta por un conejo? Claro. —¿Y no se te ha ocurrido que podías pasar por encima? —¿Atropellarlo? ¡Ni hablar! Yo no soy una asesina de animales. —¡Lo que eres…! —Paolo está decidiendo si continuar la frase o no. Su lucha interior es evidente—. ¿Y si estamos al borde de un acantilado? ¿También salvamos al conejo? —En ese caso, hubiese girado hacia la izquierda. —¿Al carril contrario? ¿Y si viene otro coche? —No viene ninguno. Es la carretera más solitaria que he visto en mi vida. Paolo no puede apartar los ojos de mí. Su rostro está indeciso entre el estupor y la ira. Se ha quedado sin habla. Como el motor. Porque estoy intentando arrancarlo pero no lo consigo. Suena lo que yo definiría como «un ruido raro». Paolo tiene las manos a ambos lados de la cabeza y sigue mudo. De repente, abre su puerta y sale del coche. Da la vuelta al vehículo y abre la puerta del conductor. —Abajo —me dice. —¿Cómo que abajo? —me alarmo—. ¿No pretenderás dejarme aquí a estas horas? —Pues mira, ahora que lo sugieres… —No pienso bajar. —Como no te apartes de mi sitio, te bajaré yo mismo —amenaza Paolo—. Puedes sentarte de copiloto, pero jamás, y repito, JAMÁS, volverás a conducir esta furgoneta. Suelto la llave de contacto y salgo del coche, con la ira por bandera y

muy digna. Recorro muy deprisa los pocos metros que me separan de la seguridad del asiento contiguo: no me sorprendería nada que Paolo arrancase y me dejase allí. Pero él tampoco tiene suerte. El ruido sigue sonando raro. Y su enfado parece ir en aumento. Baja del vehículo, abre el capó y desaparece entre hierros retorcidos y calientes. Miro al horizonte. El sol está a punto de ocultarse y las hileras de cipreses asemejan a monjes oscuros en la lejanía. Ese árbol, maldito en España, es el regalo de bienvenida que los toscanos ofrecen a sus visitantes. La promesa de lo que hallarán en el interior de la villas. Son suspiros al cielo. Más lejos y más arriba, en lo alto de la colina, se ven las primeras luces de Volterra. Paolo vuelve a su asiento e intenta arrancarlo una vez más. Ahora sí lo consigue, pero el sonido es débil, como si el coche estuviese enfermo, o herido. Hay que sacarlo de la cuneta lentamente, sin brusquedad; parece que Paolo teme que vuelva a griparse el motor. Conduce despacio, carretera arriba, hacia el refugio de la ciudad. Yo contengo la respiración en cada curva. Tras una de ellas hay una O gigante en medio de un campo de trigo. Mis labios se transforman en la vocal, como mis ojos. Al pasar más cerca, descubro que alguien está subido al hueco de la O, con los brazos extendidos y las piernas abiertas. Una camisa abierta de cuadros rojos le da un toque extravagante a la escena. Al parecer, simula ser el hombre de Miguel Ángel. No hay duda: esa debe ser la foto típica, aunque la escultura triplica, al menos, el tamaño ideal del genio del Renacimiento. Giro la cabeza para seguir mirándolo, pero ya casi hemos dejado atrás ese extraño homenaje. En la creciente penumbra, aún veo que el hombre perfecto levanta un brazo en señal de adiós.

Castellina in Chianti El bólido de Tiziano sube por el camino de tierra como si no le costase el mas mínimo esfuerzo, dejando tras de sí una nube de polvo. En la calma del atardecer, el ruido del motor se oye desde lejos. Paolo sale a la puerta, con una chaqueta vaquera en una mano y unos CD’s en la otra. Aún hace calor, pero no sabe a qué hora volverá y por la noche refresca. Grita un «hasta luego» a través de los vapores de la cocina y se arroja de cabeza al asiento de copiloto del coche rojo. El vehículo se lanza colina abajo, como un suicida. Paolo intenta poner uno de los discos en el aparato de música, pero los baches, cogidos a toda velocidad, hacen que introducirlo en la ranura sea muy difícil. —¿Qué te pasa, viejito? —se burla Tiziano—. ¿Te tiembla el pulso? —A ti debería temblarte, cuando te llegue la factura del taller por asesinar la suspensión. —Los gastos del coche los paga mi padre, así que no me preocupa lo que quiera que sea eso de la suspensión. Paolo sonríe, un poco escandalizado por la despreocupación de su amigo. Pese a su dinero, a las comodidades de que siempre ha disfrutado, a su aparente superficialidad, sabe que Tiziano es un buen tipo. Un buen amigo. Alguien con quien contar. Por fin ha conseguido meter el disco; busca la pista y sube el volumen al máximo. «Oh baby don't you know I suffer? Oh baby can you hear me moan?» Los dos amigos se miran y se lanzan a cantar, a voz en grito y en falsete. No hay vergüenza. No hay pudor entre ellos. Solo caballos, decibelios y la noche por delante. «Supermassive black hole, supermassive black hole…» El chirrido de las guitarras eléctricas los acompaña hasta la plaza del pueblo, a la que han llegado en un suspiro. Aparcan junto a otros coches

conocidos: los amigos de Tiziano. Paolo se lleva bien con ellos, y ellos parecen encontrarse bien en el pueblo. Llegan cada fin de semana desde Siena, en sus potentes coches, y ocupan las habitaciones de invitados de la casa de Tiziano. Muchas veces solo van a dormir de madrugada, cuando las últimas chicas se han ido y no queda nada abierto en el pueblo. Descansan unas horas y vuelven a Siena, donde pasan la semana ayudando a sus padres en el despacho, en la oficina, aprendiendo los oficios que les serán legados años después. Tener la vida resuelta los convierte en compañeros divertidos, sin mayores preocupaciones que los malos resultados de sus equipos de fútbol o cómo ligarse a las amigas de sus hermanas mayores. A Paolo le divierte observarlos. Con una cerveza en la mano, al fondo del bar, los mira. Tiziano es su amigo y sin embargo… ¡vive tan alejado de la realidad! Y los otros aún son peores; sin duda, todos ellos tendrán éxito en sus negocios, llegarán a ministros o se harán multimillonarios. O todo al mismo tiempo. —¿Soñando despierto? Paolo salta en la silla. Parte de la cerveza se derrama sobre sus pantalones. —¡Maldita sea! —exclama, antes de levantar la vista para encontrarse, de frente, con Beatrice. La joven sonríe mientras lo absorbe con los ojos. —Creí que te alegrarías de verme. —Pues te equivocaste. Tu broma me ha costado unos pantalones. —Vamos, no te enfades —ronronea Beatrice—. Ha sido un accidente. Paolo mira a su alrededor, buscando una salida honrosa. Tiziano está jugando al billar en el centro de la sala; varios de la pandilla bailan en la tarima del fondo. Chiara y Fiorella no están, tenían trabajo en el poderi. Nada a lo que agarrarse. No hay salida a la vista. —¿Qué quieres, Beatrice? —termina preguntando con tono aburrido. —Creo que ya lo sabes. —Pues te equivocas. Te tienes en demasiada estima si crees que pierdo un segundo pensando en lo que quieres o dejas de querer. La joven sonríe. No está acostumbrada a los desplantes, pero los encaja bien.

—Pues yo sí pienso en ti —responde—. Y te conozco. —Lo dudo. —Conozco a los tipos como tú. Os las dais de duros, de pasar de las chicas, pero os derretís por dentro. ¿O te pone cachondo que te suplique? —Lo que yo pensaba: no tienes ni idea. —¿Crees que te rebajas por salir conmigo, porque soy yo la que te lo pido? ¿Es eso? —No aciertas ni una; lo que pasa es que no eres mi tipo. —Por supuesto que soy tu tipo. Soy el tipo de todos. A no ser que seas gay… y empiezo a sospecharlo, porque nadie te conoce ninguna novia. —Si las tuviera, no serían como tú. —Eso no lo dudes, amor. Como yo solo hay una: yo. Paolo se levanta para marcharse. Lleva demasiado tiempo escuchando tonterías. —Cualquiera de tus amigos saldría conmigo sin dudarlo. —Pídeselo a ellos, entonces. No pierdas el tiempo conmigo. Ya han alcanzado la puerta de salida, Beatrice corriendo tras él. —Hasta tu hermano saldría conmigo, no lo dudes. Paolo se detiene en seco y se vuelve. Sus rostros se enfrentan a menos de veinte centímetros. —No te atrevas a intentarlo —dice Paolo. —¿Y qué pasa si lo hago? ¿Es una amenaza? —Es una advertencia. Alguien saldrá mal parado, y no tengo intención de ser yo… ni nadie de mi familia. Beatrice no pierde la sonrisa. —¿Y si yo acabo siendo de la familia? —sugiere.

Castellina in Chianti Silvana y Emilia terminan de colocar los platos en sus estantes. Es media tarde, el comedor está cerrado y ellas casi han acabado. Se sientan en la mesa de la cocina y se preparan un café. Ha sido un día duro y todavía queda mucho por delante. —¿Crees que hemos hecho bien? —pregunta Silvana. —¿Bien sobre qué? —Dejar que vaya Eva… creo que es demasiada responsabilidad; quizás debería haber dicho que no podíamos entregar los pedidos tan pronto. —No, no podías hacer eso —ataja Emilia—. Las cosas nos van bien porque tratamos así a los clientes; nunca dejamos de servir, siempre estamos disponibles cuando les hacen falta materias primas. —Eso era antes, Emilia —suspira Silvana—. Cuando Michele vivía y Enzo podía acompañarlo. Cuando Paolo y Marco… La frase queda en el aire. No hace falta terminarla. Cada vez que Silvana nombra a su hijo menor descubre que ya no está. Descubre, de nuevo, cuánta falta le hace tenerlo cerca. Y el aire desaparece de sus pulmones y se resiste a volver. —Eva ya no es una cría —continúa Emilia, en un intento de desviar los pensamientos de Silvana—. Es mayor que Paolo, tiene carácter y podrá dominarlo si se pone antipático. Además, ha... madurado. ¿No la has visto? Algo le ha pasado. Quizás incluso le venga bien este viaje. Silvana asiente con la cabeza. —Ojalá... no querría que volviese odiándonos a todos. —¡Oh, no exageres! —la reprende Emilia—. Paolo no se atreverá con ella. A veces creo que solo usa su coraza cuando está en casa. —Eso espero —suspira su madre—. Es increíble lo que ha cambiado. Ahora siempre está de mal humor. —Solo confío en que no la mate —bromea Emilia. Su risa se estrangula en el aire y de nuevo se hace el silencio. El subconsciente la ha traicionado. Las dos mujeres se miran y ambas saben lo que están pensando. El cuerpo de Beatrice, abandonado junto a la carretera. Estrangulada. Sin vida, pero no mancillada, su bolso intacto. Y

las habladurías de la gente, de sus vecinos. Dos muertes, con menos de dos meses de diferencia. Una en el pueblo. Otra, en las cercanías de Roma. Un suicidio. Un asesinato. Muchos kilómetros de distancia pero algunos nexos de unión. Sin embargo, cuando la policía llegó y preguntó, nadie sabía nada, nadie conocía con quién se había relacionado en las vacaciones, nadie supo decir si la difunta tenía amigos o novio. Solo dos personas no fueron interrogadas por los carabinieri en el pueblo. Una de ellas había vuelto a Siena; el curso había comenzado. Apenas viene a la casa, le había justificado su madre; dudo que la conociese, siquiera. Paolo recibió la visita de los agentes en su piso de alquiler de la ciudad, y solo contestó que la conocía, que salía con su hermano, que ella lo dejó. No pudo responder sobre la noche del posible asesinato. No recordaba nada: estaba borracho. La declaración lo llevó después a comisaría y a unas horas eternas de interrogatorio en las que llegaron a acusarlo del posible crimen. Paolo no quiso reconocerlo, pero tampoco pudo negarlo: no se acordaba. No había pruebas en contra, pero tampoco coartada. Salió bajo fianza y con una citación semanal en la comisaría. A la otra persona, ni siquiera le preguntaron. Sentada en su hamaca, al sol deslumbrante del mediodía, no parecía entender muy bien lo que había pasado. Sin duda, vivía alejada de la realidad, en un mundo donde el dolor ya no alcanza. Gabriella no había derramado ni una sola lágrima por la muerte de su nieto Marco.

Volterra Sé que refunfuño mientras camino, con las manos en los bolsillos del vaquero y la cabeza gacha. No entiendo el enfado de Paolo. Yo no he tenido la culpa de que un conejo se haya cruzado en el camino. El problema es de ese viejo cacharro, que no soporta movimientos bruscos. En cualquier caso, no pienso aguantar su malhumor ni un minuto más del necesario. Ahí lo he dejado, en el taller, vigilando cómo el mecánico mete sus manos en esa antigualla. Cuando termine, si es que tiene arreglo lo que sea que le pasa, Paolo vendrá a buscarme a la plaza. Al menos, espero que lo haga... Nunca he estado en Volterra; cuando estudiaba en Siena no tenía un momento para hacer turismo y Luca nunca estaba dispuesto a acompañarme fuera de los límites de la ciudad. Ahora que tengo tiempo, tengo pocas ganas. ¡Estoy tan enfadada! Y eso va a fastidiarme el paseo; casi tropiezo con una turista y encima me he llevado un buen golpe con una cámara de fotos monstruosa. Anochece pero aún hay bastante gente por las calles. Voy siguiendo a un grupo de japoneses cuyo guía lleva una flor gigante como reclamo. Seguro que se dirigen a los lugares más típicos; me llevarán hasta la plaza y allí me sentaré a esperar. En un café. En mi cabeza se dibuja un letrero sugerente y, de repente, noto cómo rugen mis tripas y recuerdo que llevo muchas horas sin comer. El enfado me ha hecho olvidar el hambre. En cuanto entramos en la piazza, los japoneses y yo, me dirijo a la cafetería más próxima; elijo un café y un bollo enorme y me siento en una mesita en el exterior. El bollo está cubierto por una capa brillante y rematado por una corona de azúcar. El interior es blanco y esponjoso, y doy gracias a quien sea por inventar esta delicia. Hummm, hacía tiempo que no disfrutaba tanto de un café y un dulce... tanto, que me apena mucho que se termine tan pronto. Bebo el último sorbo de café. Me reclino en el respaldo de la silla y miro la plaza. Su belleza me golpea como un rayo y de pronto me siento diminuta e insignificante. —Por fin te has dado cuenta; creí que no ibas a levantar la vista. Me giro, sorprendida; las palabras han surgido de la nada. A mi lado, sentado en el suelo, hay un chico de pelo rizado con una camisa roja de cuadros. Vuelvo a mirar el palazzo, las piedras blancas, las altas torres.

Pero mi cerebro empieza a mandar señales de alarma acerca de mi mala educación y, a regañadientes, me vuelvo buscando de nuevo el origen de la voz. El chico me sonríe. Yo lo miro con gesto interrogante. —Has estado ahí sentada más de quince minutos, sin darte cuenta de lo que tenías delante, ¿verdad? Estoy dudando; no contestar es señal de soberbia o de mala educación, pero hacerlo podría significar tener que aguantar un rato de charla estúpida, cuando lo que de verdad me apetece es disfrutar del silencio. —La verdad es que no me había dado cuenta, es cierto. Decido que, si el tipo resulta un pesado, cortaré por lo sano, inventaré alguna excusa. —¿Sabías que esta ciudad es la patria del primer papa? —¿De San Pedro? —No. Bueno sí, San Pedro fue el primer papa, pero no cuenta porque fue nombrado por el propio Jesucristo. Hubiera sido más correcto decir que es la patria del primer papa después de San Pedro. —Pues no, no lo sabía… —San Lino, o Lino de Volterra. —Como la calle por la que he venido. —Como esa calle, sí. Por eso lleva ese nombre. —Entonces este lugar tiene dos mil años. —Muchos, sí. —El muchacho tiene una sonrisa agradable. Creo que es más joven que yo—. San Lino fue designado papa por San Pedro, que lo eligió como su sucesor. Pero solo ejerció durante nueve años. Conoció al menos a tres de los apóstoles… —¿Apóstoles, apóstoles? ¿De los doce? —Claro, no hay otros —me contesta, mirando hacia el palazzo. Frunzo el ceño; ¿me está tomando el pelo, o se burla de mi ignorancia en asuntos bíblicos? Pero él continúa, muy serio. —Durante su pontificado también fueron martirizados Marcos y Lucas, dos evangelistas. —¿De los cuatro evangelistas? —pregunto en tono de sorna, pero el chico no parece percibirlo. —Exacto. No olvides que, tras la muerte de Jesús, los cristianos fueron perseguidos por los romanos; Nerón les tenía bastante tirria. Me pregunto cómo he llegado a esta conversación con un desconocido, pero la verdad es que comienzo a divertirme con las

explicaciones. Es como una clase de historia, pero interesante. Y si encima lo que dice es cierto… Bueno, siempre hay algo que aprender. —Los romanos los consideraban una secta judía, así que la mayoría de sus actividades eran secretas y aún eran muy escasos. —Pero si era papa, tendrían que conocerlo; haría cosas para que la Iglesia creciera. —Sí y, de hecho, su labor principal, como la de todos los papas, era propagar la Palabra de Cristo. Lino nombró a los primeros quince obispos, y mandó que las mujeres entrasen en suelo sagrado con la cabeza cubierta… —¡Mira qué majo! No veo qué tiene eso que ver con la fe… Me mira a los ojos, por primera vez, con gesto divertido. Creo que no esperaba ese arranque de feminismo. —Si te sirve de consuelo, los romanos finalmente lo descubrieron y murió martirizado. —Se lo merecía. —Eso es mucho decir. —Vale, quizá no. Pero se equivocó en lo de las mujeres. Ese es el origen de muchos problemas posteriores. —No exageres; ten en cuenta que estoy hablando de hace dos mil años. —Pues eso, el origen de la manía contra las mujeres viene de lejos, lo que yo decía. El sol ha caído completamente; la plaza está iluminada por faroles de hierro que le dan un aspecto aún más antiguo. Empieza a hacer fresco. Distingo, al otro lado de la piazza, una figura conocida que se acerca, con un chucho corriendo cerca de sus tobillos. Casi estoy tentada de salir huyendo, pero el sentido común me vence y espero, resignada, a que Paolo llegue hasta la mesa. —El coche está listo. Vamos. —¡Capitán, sí, mi capitán! —respondo, llevándome la mano a la frente con gesto militar. No puedo evitarlo. —Deja de hacer el tonto —continúa Paolo. De nuevo veo hastío en su mirada. Me vuelvo hacia mi guía turístico-papal y le señalo a Paolo. —Te presento a Paolo, mi jefe. Paolo, este es… De repente, descubro que no sé cómo se llama mi historiador de

cabecera. —Atlas —apunta el chico de camisa roja. La perra se ha refugiado en sus brazos como si lo conociese de toda la vida. —… —Podéis preguntar, si queréis. —¿Atlas? ¿Como el libro de mapas? —pregunto. Paolo pone cara de no entender nada. —Mas bien como el titán que sujeta sobre sus hombros la bóveda celeste —nos ilustra Atlas, mientras rasca la tripa de Mafia, que sonríe patas arriba. —¿Estás de broma? —suelta Paolo, y yo le gruño algo que espero entienda como «tusiempretandelicado». —En absoluto —se defiende Atlas—. Tengo una hermana llamada Calipso, un hermano Prometeo y otro que responde a Crono. Si lo miras bien, creo que yo he salido bien parado… Paolo y yo nos miramos. No puedo evitarlo, ese chico tan extraño me cae bien. Paolo no parece compartir mi opinión; creo que solo quiere seguir camino. —Ya vamos con retraso —dice, mirándome—. A este paso, tendremos que dormir en el coche. —¿En serio tenéis que marcharos? —pregunta Atlas—. ¿Hacia dónde vais? Paolo me mira con seriedad. En sus ojos hay una negativa por anticipado. —Vamos hacia el sur — contesto, sin comprometerme. —En realidad —apostilla Paolo—, no tendríamos que haber venido hasta aquí. Pero necesitábamos el taller más cercano —las últimas palabras estaban dirigidas a la presunta culpable del desvío imprevisto. A mí. —¿Podríais llevarme? —pregunta Atlas—. Voy hacia L’Aquila, a Onna. Paolo abre los ojos hasta el infinito. ¿Son azul oscuro? —¿Qué ocurre? —le pregunto. —¿A Onna? —pregunta él. —Sí —responde Atlas—. Cerca de L’Aquila, en... —¡Ya sé donde está Onna! —le interrumpe Paolo. Lo miro, asombrada. No entiendo su reacción. Saca la mano del

bolsillo del pantalón; en ella está su teléfono móvil. Señala con él a Atlas. Y luego a mí. Y luego a Atlas... no hay duda de que algo le ha alterado. Mucho. —Acabo de hablar con mi madre... —¿Pasa algo? —pregunto—. ¿Todos están bien? —No puedo evitar pensar en Gabriella, en su fragilidad. —Me ha pedido que pasemos por Onna —explica. El asombro sigue sembrado en su rostro. —La han llamado para hacerle un pedido urgente. —Estupendo —Atlas no parece notar nuestra estupefacción—. Entonces, ¿puedo ir con vosotros? Antes de terminar la pregunta, recibe dos respuestas al mismo tiempo. Yo contesto SI. Paolo, por supuesto, NO. Nos miramos como gatos de pelea, dispuestos a lanzarnos el uno al cuello del otro si el contrincante gira un milímetro la cabeza. —Quizás podría serviros como árbitro —sugiere Atlas—. O como enterrador. O como juez… de paz. Eso último me pilla por sorpresa; noto que me ruborizo y rezo para que la oscuridad no permita a los otros percibirlo. También percibo la ira de Paolo, que crece por momentos. Era lo que le faltaba. No quería un compañero y va a acabar teniendo dos. Porque es incapaz de luchar contra alguien cuyo único argumento es «no soy una asesina de conejos». Pero la coincidencia me ha parecido un designio divino. Sonrío. Decido que no voy a abandonar a este muchacho, aunque da igual que este tipo en cuestión sea un absoluto desconocido y criminal en potencia. Paolo me mira con la que debe ser su cara de «niseteocurra» y yo le devuelvo la mía de «noseráscapazde». Un instante después, él cambia su rostro por la viva imagen de la resignación. —Vamos —dice, mientras se gira y comienza a andar por donde ha venido—. ¡Los tres! —ruge sin volverse. La perra responde con un ladrido. Atlas y yo nos miramos, entre la sorpresa y la alegría mutua; recogemos nuestras mochilas y salimos corriendo detrás de Paolo, antes de que se arrepienta… Mafia se ha colocado de nuevo a su lado, con las orejas gachas; parece estar expiando su traición. Mi ánimo se ha elevado varios enteros; siempre será mejor repartir el mal humor de Paolo entre dos personas. Y tengo claro que, con Atlas, lo del silencio en el coche se

ha acabado. Además, en el fondo de mi cabeza no dejan de bailar las últimas palabras que me dijo Chiara; pero si Paolo siente ganas de matarme, quizás se lo piense teniendo un testigo. Atlas camina sonriendo, con pasos suaves y ligeros. Recuerda que no hace muchas horas, estaba mirando a través de la ventana de su habitación: kilómetros de viñedos, kilómetros de olivos, kilómetros de campos de trigo. Una marea verde de abril que el verano tornará dorada y el otoño roja. Es un paisaje que ha visto muchas veces, tantas como años tiene. Su padre estaba ahí fuera, en algún lugar, subido al tractor, arando aquí, preparando la tierra allá, que para él nada hay mas importante. De pie ante la ventana entreabierta, con una mano sobre su pelo ondulado, tomó la decisión. No debía esperar más; saldría de allí cuanto antes. Entonces le asaltó la prisa: preparó una mochila con sus papeles, algo de dinero, un par de mudas y camisetas y unos vaqueros de repuesto, tan rotos como los que lleva puestos. Se detuvo un instante y giró la cabeza, como si escuchase un susurro. —Ahora no tengo tiempo para tonterías —dijo. Pero rectificó de inmediato—: lo siento; pero de verdad que no es el momento. No miró atrás al dejar la habitación en la que ha vivido durante sus 22 años; su verdadera vida comenzaba ahora, o eso quería pensar. En algún sitio había leído que tras el bosque comienza el mundo. Se echó la mochila a la espalda y bajó las viejas escaleras de piedra. Oyó ruidos en la cocina; seguramente, su hermana y sus primas. Sus hermanos estaban en el campo pero para ellos no sería ninguna sorpresa no encontrarlo al volver. No lo echarían de menos, supone. A él no le interesaban las labores del campo, no disfrutaba con la cosecha, no sufría con las heladas o el granizo. Se pasaba las horas con sus libros, llenando cuadernos, hablando solo o fingiendo hablar con seres invisibles, para asustar a su hermana, para enfadar a sus hermanos o convertirse en víctima de ellos. Para enfurecer a padre. Pero muchas veces no fingía. Se apresuró a cruzar la puerta del patio y lo alcanzó el sol de primavera. Quería olerlo como si fuese la primera vez. Llenó sus pulmones y comenzó a caminar. —¡Atlas! ¿Dónde crees que vas? —oyó gritar. Reconoció la voz de su padre. Se volvió y lo miró; acababa de girar la esquina de la casa. Llevaba la

ropa polvorienta y sudaba. Seguramente, había dejado el tractor a alguno de sus hermanos para que acabase la tarea y él regresaba a ducharse antes de cenar. Nunca ha permitido que nadie se duche antes que él, aunque el resto ya hubiese acabado sus labores y él aún se entretuviera entre las vides o en la bodega. Los demás tenían que esperar, sentados ante la mesa de la cocina, o en los bancos del patio, a que el padre volviese y usase el baño el primero. Nadie había discutido jamás esa norma. Nadie discutía nunca las normas del padre. —Me voy —contestó. —Eso ya lo veo —dijo su padre. Atlas giró sobre sus talones y retomó el paso. Sus conversaciones nunca habían sido muy largas. No era momento para cambiar esa costumbre. —Supongo que no vas a volver —era más una afirmación que una pregunta. —Volveré cuando me lo pidas —contestó Atlas, sin girarse. —Entonces, estarás mucho tiempo fuera —acabó su padre y entró en la casa. Atlas tomó el camino de tierra que conduce a la carretera. Sonrió un poco. No había sido tan duro. Pero tampoco había habido ocasión de dar marcha atrás. Mejor no pensarlo, no ahora. No pasaban demasiados coches y los que lo hacían, o eran turistas despistados, o lugareños desconfiados. O conocidos de su padre. Mejor caminar hasta estar bastante lejos y entonces, probar a hacer autostop. De todos modos, no le importaba demasiado la dirección, con tal de alejarse de allí. Dibujaba una curiosa silueta, alto y delgado, con una holgada camisa de cuadros rojos que ondeaba por la brisa, mochila al hombro y paso tranquilo. Si alguien lo hubiese mirado en ese momento, hubiera pensado que iba a hacer una excursión, a caminar un rato. Alargó el brazo e hizo ademán de empujar a alguien, un compañero invisible. —Déjalo estar —susurró—. ¿Te crees más listo que yo? El sol proyectó una sombra diminuta bajo sus pies; tan pequeña, que casi no existía. No como la sombra de ahora, casi anochecido, que se alarga hasta el infinito. Atlas inicia su vida. Aún no echa de menos su hogar. Paolo camina mirando al suelo, con pasos largos y rápidos. Se hace

tarde, aún les queda camino y el viaje no hace sino torcerse... Mueve la cabeza sin darse cuenta, negando. Todo ha sido un error. Desde el principio. Tendría que haber ido solo; no habrían tenido que desviarse a Volterra y ya habría entregado el primer pedido. Pero no ha querido desobedecer a Gabriella. Algo ha tenido que pasar para que la abuela se haya levantado. ¡Y para que haya hablado! ¿Cuánto tiempo hacía que no oían su voz? Desde antes de la muerte de Marco, eso seguro. Pero, ¿por qué ahora? Paolo empieza a pensar que tal vez esté perdiendo la cabeza... nunca se sabe lo que piensa la abuela. Siempre tan serena. Tan tranquila. Tan lejos de todo. Pero no, eso no puede ser. Nunca ha conocido a nadie tan cerebral como la abuela, ni tan inteligente. No sería justo que terminase sus días sin saber quién es, sin conocer a su familia. Y tampoco sería justo para su madre; Silvana ya ha perdido a un marido y a un hijo. No debería conocer el olvido de la que fue el pilar de la familia. Paolo llega al taller, que ya está cerrado. En la puerta, aparcada, espera la furgoneta. Afortunadamente, el mecánico tenía el recambio y no han tenido que perder más tiempo. Abre la puerta del piloto y entra; la llave está en el contacto. Pone el vehículo en marcha mientras los otros colocan sus mochilas en el asiento trasero y cierran las puertas tras de sí. No han parado de hablar en todo el camino. Pese a que Paolo no les ha dado conversación ni muestras de estar de acuerdo. Claro que su opinión no cuenta. Ya está acostumbrado. Vuelve a negar con la cabeza. Pese a saber lo que está bien, lo que es conveniente. Nadie le hace caso. Marco no le hizo caso. Paolo comienza a conducir perdido en sus pensamientos. Castellina in Chianti Marco terminó de cenar a toda prisa. Paolo, sentado delante de él, lo miraba engullir el guiso de pescado que había estado toda la tarde a fuego lento. —¿Vas a salir? —preguntó Paolo. —Sí, claro. ¿Y tú? —No, me quedo en casa. Marco levantó la cabeza del plato. Sábado por la noche. Verano. ¿Y Paolo no salía? Algo no cuadraba en la ecuación… —¿Quieres venir con nosotros? —Ni hablar. Antes fregaría todos los platos de la cena de los

clientes. Y los secaría. Su hermano sonrió, pero había tristeza en su mirada. —No pensé que te cayera tan mal. —No me cae mal. Simplemente, no la soporto. —¿No la soportas a ella o no soportas que esté conmigo? Paolo miró a su hermano; su rostro reflejaba resignación y tristeza. Habían llegado a un punto de no retorno. Ella los había puesto frente a frente y les había dejado en medio una pistola con una sola bala. Si los dos seguían allí, solo uno saldría vivo. Tenía que huir, tenía que rendirse y salir corriendo y dejar que otros disfrutasen de una victoria que, a la larga, sería pura derrota. Paolo no podía luchar más. Así que observó a su hermano salir por la puerta, mirando al suelo, quizás un poco arrepentido ya de sus palabras. Después subió a su cuarto y empezó a hacer la maleta. Pensaba en qué excusa le daría a Silvana. Y a Emilia; una y otra eran distintas y difíciles, pero las dos juntas eran imposibles. Podría inventarse una novia en la universidad… que Silvana querría conocer solo para estar segura de que existía. Además, eso le haría blanco perfecto para las bromas de Chiara y le destrozaría el corazón a Fiorella; Marco, por supuesto, no dudaría ni un segundo de la mentira. —¿Adónde vas? Silvana estaba en la puerta de su habitación. No la había oído llegar. Llevaba un delantal manchado de salsa de tomate y un montón de manteles en las manos. —¿Qué ocurre? —dejó la ropa limpia en una silla del cuarto y se acercó a Paolo—. ¿Es por tu hermano? No supo qué contestar. No quiso mentir. No pudo hacerlo. Pero tampoco sabía explicar la verdad. Que no soportaba la idea de ver a su hermano irremediablemente enamorado de quien le iba a devorar el corazón. —Paolo, cuéntame —la voz de Silvana sonaba dulce. Sabía que nunca conseguiría nada de su hijo que él no quisiera dar. —Está jugando con Marco. Pero él no quiere verlo. —¿Esa chica? ¿Van tan en serio? —Ella no. Para ella solo es un pasatiempo, hasta que acaben las vacaciones y vuelva a Roma, o hasta que encuentre algo mejor que hacer. —Marco parece muy ilusionado… —la madre sintió encogerse el

corazón. Su hijo pequeño ya había crecido. Ahora tocaba sufrir. —No pasa nada —le aseguró Paolo—. No hemos reñido ni vamos a dejar de hablarnos —la tranquilizó—. Solo es que… no quiero estar cerca cuando pase. Porque pasará. Lo dejará y yo… yo querré matarla. —¡Paolo, no digas eso! —Es la verdad. Ya casi tengo ganas de matarla ahora Silvana escuchó sus palabras y no dudó de ellas. Quizás fuese mejor que volviese a Siena, unos días. —Puede que te equivoques, Paolo. Tú no la conoces; ¿quién te dice que no quiere a Marco? —No la conozco, es verdad. Pero me lo dice el instinto. No sé mucho de mujeres, pero vosotras me habéis criado. La abuela, Emilia, tú… he crecido con Fiorella y con Chiara. Conozco a chicas en el pueblo y en la universidad. Todas sois distintas y todas tenéis cosas en común. Pero esta… Paolo puso otra camiseta arrugada en la maleta. Silvana la recogió y comenzó a doblarla. La dejó encima del resto de su ropa. Sus camisetas. Sus calcetines. —No es buena, mamma; no sé qué tiene, pero no es buena. No le hará ningún bien. Podría haber elegido a cualquiera; es guapa y lo sabe. ¿Por qué a Marco? Estaba retorciendo una camisa; Silvana se la quitó de las manos. La había arrugado. Tendría que ponerla en una percha en cuanto llegase a Siena. —Marco es bueno —respondió su madre mientras plegaba la prenda—. Quizás eso sirva, quizás sea suficiente. —Lo dudo —resopló Paolo—. Lo ha escogido por su inocencia, porque sabe que podrá manejarlo a su antojo. Precisamente, ser bueno no es lo más indicado en este caso. Silvana notó la ira en la voz de su hijo. Nunca pensó que habría problemas entre ellos. Nunca dos hermanos habían crecido tan unidos, tan cercanos. ¿Todo esto, por una chica? —Paolo, tú no… —dudó, no sabía cómo continuar—. ¿No será que tú también te has enamorado? Paolo se quedó con la boca abierta. Se sentó sobre la cama, mirando a su madre como si fuese un extraterrestre.

—¿Tú también piensas eso? —¿Marco te ha dicho lo mismo? ¿Está celoso? —Supongo que sí; quizás tiene celos —reflexionó Paolo. —¿Y tiene motivos para tenerlos? —Nunca los ha tenido, y nunca los tendrá. —Paolo se levantó, cerró el cajón y la maleta—. Lo único que siento por esa chica es resentimiento y odio —afirmó, mientras se ponía una chaqueta. —Paolo… —suplicó Silvana. —Y deseos de matarla.

Cercanías de Orvieto Paolo conduce con gesto adusto y extrema precaución. Es noche cerrada y las luces de la furgoneta no alumbran más que unos pocos metros. Yo, sentada a su lado, me he cansado de esperar a que se le pase el enfado. De hecho, empiezo a sospechar que el malhumor de Paolo no es solo por mi culpa, aunque parece que sí me hace responsable en gran parte; su ira engloba el coche entero, casi toda Italia y, si apuras un poco, el planeta Tierra. Un enfado sin límites. Una antipatía global. Así que viajo sentada de lado, girada casi completamente para escuchar mejor a Atlas, quien parece el colmo de la despreocupación. ¡Y la perra no lo deja ni un instante! Dos polos opuestos en el mismo coche. Mientras uno no ha parado de hablar desde que subió al vehículo, después de depositar con cuidado su mochila entre los sacos de harina, el otro no ha abierto la boca, excepto para bostezar. De eso hace dos horas. —¿Y cuál es la ruta? —pregunta Atlas. Espero, de nuevo, una respuesta de Paolo. Lo miro fijamente. Y de nuevo, solo obtengo un obstinado silencio. —Tenemos que hacer varias entregas: en Blera, en Tívoli, en Ascoli… —contesto. La verdad es que, desde que supe que Paolo vendría conmigo, no presté mucha atención a la ruta. —¿No llegamos hasta Roma? —Ni hablar. —Son las primeras palabras de Paolo desde que dejamos Volterra. Algo es algo. —No podemos entretenernos, son entregas urgentes, para mañana mismo. Afortunadamente, la mayoría de los clientes de Silvana… de la madre de Paolo, están en lugares turísticos pero menos… ¿cómo decirlo? —Masificados —me ayuda Atlas. —Eso es. Pero con ello no quiero decir nada negativo, por supuesto. A mí me encanta Roma. Y Florencia. Y Siena… la verdad es que me gusta toda Italia. —Desde luego, es un país precioso, en su mayor parte. Y con mucha historia.

—¡Fuisteis grandes conquistadores! —le confirmo. —Bueno, los españoles tampoco os quedasteis atrás. —Sí, y míranos ahora… —estoy pensando en la poca importancia que ambos países tienen actualmente, comparados con otras naciones europeas o del resto del mundo. —No importa, no importa —minimiza Atlas—. Eso se lleva en la sangre. Y los italianos tenemos sangre de navegantes y de papas. —¡Ah, claro! Aunque también hubo papas españoles, no lo olvides. —No lo olvido, claro. Por cierto, ¿no podríamos pasar por Todi? —Ni hablar. Segundas palabras de Paolo en menos de cinco minutos. Esto ya empieza a parecer una conversación a tres bandas. Aunque una de las bandas se repita un poco. —Pero si solo hay que desviarse un poquito… —sugiere Atlas. —De eso, nada —ratifica Paolo—. La carretera es secundaria, tiene muchas curvas, es de noche, no hay luna y estoy cansado. Y tenemos prisa. —En realidad, —apunto, encantada de poder hablar de algo de lo que sí sé—, sí hay luna. Luna nueva. —Es de noche —para Paolo, esa es la única cuestión—. Y además, ¿qué se nos ha perdido en Todi? —Es la patria de San Martín I —contesta Atlas. Ahora soy yo la que se queda muda. Paolo vuelve a poner su gesto de «eso me pasa por dejar que suban locos en mi coche». —¿San Martín? —balbuceo. La manía de este chico con santos de todas clases raya en lo enfermizo. —El mismo —sonríe Atlas—. Fue el papa número 74 de la Iglesia católica. Y no tuvo, lo que podríamos llamar, buena suerte… —¿Suerte para qué? ¿Pero es que la necesitan? ¿Los papas no lo tienen todo? Poder, riqueza, la ayuda de Dios… —Bueno, algunos más que otros —prosigue Atlas—. Éste, nada más ser elegido, excomulgó a los patriarcas de Constantinopla. Ya podéis suponer que a ellos no les sentó nada bien. —¿Lo mataron? —tenía una vaga idea de lo que había sido el clero en la antigüedad, más por las películas que por los estudios—. ¿Envenenado?

—No, no. Lo raptaron, se lo llevaron a Constantinopla después de un viaje de más de un año. Allí lo juzgaron por herejía y lo condenaron a muerte. —Pues lo que yo decía. —Te equivocas de nuevo. Sí lo condenaron a muerte, pero al final le conmutaron la pena por el exilio. Aún así, el pobre hombre no resistió más de cuatro meses hasta que la palmó. Atlas se lleva una mano a los labios, como si hubiese blasfemado. —Perdón, quería decir que murió. Y antes del exilio en Crimea, estuvo tres meses en prisión. Vale. Sí, tres meses. —¿Cómo sabes tanto de este papa? —le pregunto. Atlas se remueve, incómodo, en el asiento. Parece que estaba preparado para esa pregunta. Pero no le gusta mentir. Al menos, eso quiero pensar. —Tengo un… amigo, un amigo muy cercano, al que le interesan mucho los asuntos eclesiásticos. Supongo que de tanto oírlo… La voz de Atlas no suena tan segura como hace un instante. Sospecho que no está diciendo la verdad pero… ¿por qué habría de hacerlo?, ¿por qué contar su vida a unos desconocidos, a los que probablemente no volverá a ver? Demasiado oscuro para ver sus ojos y comprobar si miente. —Vamos a parar en Viterbo —anuncia Paolo—. Tengo que dormir un poco. —Yo puedo conducir —sugiero, sin mucha convicción. La mirada que me lanza Paolo no deja lugar a dudas. Lo de «jamás volverás a conducir mi coche» iba en serio. —Yo nunca he conducido —nos informa Atlas. Me encojo de hombros en señal de resignación y Atlas se manifiesta a favor de descansar; imagino que lleva todo el día caminando. —¿Vamos a un hotel, a una casa rural… buscamos un campo de trigo que esté mullido? —pregunta. —Nada de eso; solo serán un par de horas —advierte Paolo. Aparca el coche en un área de descanso, pasado Viterbo. Reclina el asiento, se suelta el cinturón de seguridad y se acomoda. Pongo cara de sorpresa o de susto. Nunca he dormido en un coche. Atlas ya se ha tumbado en el asiento de atrás, con la cabeza sobre su mochila. Susurra un buenas noches.

—Buenas noches —respondo. Atlas abre los ojos. —¡Ah, sí! Buenas noches a ti también. —¿Para qué vas a Onna? —le pregunto, muy bajito. Tarda un poco en responder. Me pregunto si ya estaría dormido. —Tengo una misión —dice. Y se duerme. Paolo ha comenzado a roncar suavemente. Yo busco una posición cómoda y no la encuentro. Mi mente vuela. Hace solo unos días estaba en mi piso de Madrid, en mi cama, soñando con que pasaran las horas para volar hacia Luca. Y ahora me encuentro en una carretera oscura, en mitad de la nada, con dos desconocidos: uno que me odia y el otro que probablemente esté loco de atar. Uno que no habla y otro que habla solo. Uno que no quiere soltar el volante y otro que no quiere cogerlo. Uno que no sabe qué hacer con su futuro y otro que tiene una misión. Y en medio… en medio yo, fingiendo ser fuerte pero con los cimientos destruidos, sin pasado al que sujetarme, sin un futuro más cercano que el de los cientos o miles de años luz a los que están las estrellas que estudio. ¿A qué me aferraré cuando vuelva a Madrid? ¿Dónde encontraré coraje para levantarme cada mañana? Los astros son fríos y están lejos. No estoy segura de encontrar consuelo en ellos. De nuevo, me duele la soledad y me pregunto porqué no escuché los consejos que me dieron... igual que tampoco escucharon los consejos que yo di... ¿o sí? La ciudad vibraba bajo un sol abrasador y los pasos de miles de turistas por sus calles. Me asomé al balcón de la casa de Luca, un primer piso en la Vía dei Moro. Dudaba entre el aire acondicionado del Cinema Moderno o una larga siesta hasta que cayese el sol y se pudiera respirar. Lancé un suspiro resignado. ¿A quién quería engañar? Tenía muy claro que no iba a perder una tarde durmiendo o en una sala de cine. Solo disponía de tres días. Abrí la maleta y rebusqué hasta encontrar una camiseta y unos pantalones cortos. Intentaría sacudirme el calor a base de helados, hasta la hora en la que Luca saliera del pub. A mí no me gustaba estar allí, no me gustaban sus amigos, ni cómo miraba él a las chicas. Él argumentaba que era su trabajo, que no podía poner mala cara. No pudo pedir un día libre para pasarlo conmigo. Me compensaría, me dijo. Pero yo tenía mi propia idea de compensación: el Duomo. Lo había visitado cientos de veces y cada una de ellas me sorprendía el alma y me ensanchaba el

corazón. La altura de sus bóvedas, la inmensidad de sus torres bicolores, la minuciosidad de sus mosaicos, la emoción de su biblioteca. Nunca, nunca hay demasiado tiempo para Siena. Al salir de casa me dirigí a la Piazza Il Campo. Rebosaba turistas; inundaban las heladerías, las tiendas de recuerdos... Incluso las fruterías, que ofrecían el reclamo de lo más bello de sus productos, nunca estaban vacías. Yo ya estaba acostumbrada. Me sentía en casa, me sentía superior a toda esa gente que visitaba los lugares típicos en manadas aunque también los envidiaba un poco. Porque aún no habían descubierto toda la belleza de la ciudad. Porque nada era comparable a la primera vez que se ve el Duomo, o la Piazza Mercato, o los palazzi, o cualquier callejuela. El sol comenzaba a caer, pero aún hacía calor y decidí sentarme en una heladería de la piazza. En la terraza del restaurante de al lado se estaba celebrando un convite de boda. Los invitados hacían sus brindis a la salud de los novios, que nunca terminaban de besarse. Era una escena peculiar: el novio vestía un chaqué blanco con una camisa de flores; la novia portaba un precioso vestido color rojo valentino y casi todos los invitados lucían prendas blancas. Parecían una bandada de cisnes en torno a la Reina Roja. Yo disfrutaba de un helado de chocolate mientras pensaba en mi propia boda. Tenía claro que, si un día llegaba a producirse, no sería como esa, por desgracia. En España, las bodas son mas serias, mas tradicionales, mas multitudinarias... por eso pensaba que tampoco me importaría casarme en Siena o mejor, en Castellina, en medio de un campo de trigo dorado o delante de los rosales multicolores de Silvana, durante el crepúsculo. A medianoche nos daríamos un baño en la piscina, bajo el reflejo de cientos de luciérnagas... —¿Eva? Oí mi nombre y fue como si despertase de un sueño. Levanté la vista, pero el sol dejaba a oscuras el rostro de quien se encontraba delante de mí, con la torre de la piazza Il Campo al fondo. Una foto a contraluz. —Eva, soy yo: Marco. Me levanté y miré ese rostro moreno y sonriente. —¡Marco! ¡No te había reconocido! —Estabas muy concentrada en ese helado, y lo entiendo. —¡Oh, no! —exclamé—. Solo estoy disfrutando de la tarde. Me gusta mirar a la gente. ¿Y tú?, ¿qué haces aquí? ¡Oh, perdona! —de repente, me sentí como una pésima anfitriona—. Siéntate, por favor.

—Vale —contestó Marco. Cogió una silla de hierro de la mesa de al lado y se sentó—. Creo que voy a tomar uno de esos —se dirigió a la camarera, señalando mi copa de helado. —¿Cómo estás? —le pregunté—, ¿cómo están todas? —Bien, están bien. —Marco comenzó a enumerar—: mi madre se queja de lo mala que está siendo la temporada, pero la casa está llena y en el comedor no cabe un alma. —Sonreí pensando que Silvana siempre sería Silvana—. Emilia regaña a Chiara porque no estudia, pero la perdona porque es rápida sirviendo. Y también regaña a Fiorella porque es torpe y todo se le cae, pero esa sí que estudia. Y le regaña a Enzo porque no coloca bien la compra en la despensa y luego ella no encuentra nada. —Sí, todo eso me suena —reí, y me noté un tono de nostalgia en la voz—. ¿Y Gabriella? —Está muy bien. Como siempre. —Al sol —añadí yo. —Al sol, con su manta y su paisaje —me confirmó Marco. —Es fantástica, tu abuela. —Sí que lo es. Le contaré que te he visto. Se alegrará mucho. —La echo de menos. Bueno —rectifiqué—, echo de menos a todos. —Yo vuelvo mañana. Puedes venir conmigo a verlas, si quieres. Por un momento, sopesé la proposición. Era realmente tentadora. Pero luego recapacité: solo me quedaban dos días para estar con Luca quien, por supuesto, no querría acompañarme. —No puedo, Marco, no me daría tiempo. Quizás la próxima vez sí me acerque, si vengo para más días. —No te preocupes, les daré recuerdos. ¿Vuelves a Madrid? —Sí, pasado mañana. Solo he venido un par de días a ver a mi novio. Acabo de entregar un informe que me ha llevado muchos meses de trabajo; ¡me he regalado el viaje de fin de prácticas! —Un viaje muy breve para un trabajo tan largo —sonrió Marco. —Pues sí, tienes razón —asentí—. Pero si me lo aprueban, tendría que estar disponible a partir del lunes y tengo grandes esperanzas en que lo hagan. Pero estoy hablando de mí todo el tiempo. ¿Cómo estás tú? ¿Vienes a estudiar aquí, como tu hermano? —¡Oh, no! No vengo a estudiar... aún. Estamos en julio, ¿recuerdas?

—¿En julio?, ¿en serio? —bromeé. El sol comenzaba a descender y el calor ya no era tan abrumador. La novia del vestido rojo bailaba un vals entre las mesas, alternando de invitado en invitado, sonriendo a todo el mundo. —He venido a ver a Paolo —siguió Marco. —¿Tu hermano? —Mi hermano. —¿No tiene ya vacaciones? —Sí, sí las tiene, pero no quiere volver a casa. Guardé silencio. No deseaba parecer curiosa, ni entrometida. Preferí esperar a que Marco siguiera hablando. —Está enfadado conmigo. Muy enfadado. —... —Por culpa de Beatrice. —¿Quién es Beatrice? —tuve que preguntar. —Es mi novia. —Y a él no le gusta —aventuré. —No solo no le gusta: la odia —me confirmó. —¿Puedo preguntar por qué? ¿Es una ladrona de bancos?, ¿asesina profesional?, ¿inspectora de Hacienda? Ahora es Marco quien sonríe. —Nada de eso. Solo es una chica. Vive y estudia en Roma, pero viene a Castellina en vacaciones. A veces yo también voy a verla. —Pues no lo entiendo... ¿cuál es el problema? —Paolo es... —Marco dudaba— demasiado protector. Desde el principio me advirtió; me dijo que me cuidara de ella. —Pero, ¿por qué? —Dice que no es buena persona. Que no me quiere. Que me hará daño. En aquel momento entendí la postura de Paolo. Quería proteger a su hermano pequeño. Pero también comprendí la rebeldía de Marco. Solo él tenía derecho a cometer sus propios errores. —Y tú, por supuesto, no le haces caso —continué. —No puedo —una nube ocultó el sol en los ojos de Marco—. Quiero a mi hermano. Pero también la quiero a ella. No puedo elegir. No tendría que elegir... Me invadió una pena inmensa. Era como una tragedia romántica. Un

Romeo y Julieta moderno; el tiempo cambia pero no las adversidades. Me pregunté el motivo del rechazo del Paolo hacia la que podría ser su cuñada. ¿Celos? ¿Sabría algo que ocultaba a su hermano? Era como una película de misterio, de misterios tristes. —¿Y has venido a hablar con él de esto? ¿Una reconciliación? —Un intento, más bien. La cosa no ha ido tan bien como yo esperaba... —¿Paolo no ha dado su brazo a torcer? El gesto de dolor de Marco era evidente. Aún no había tocado la copa de helado, que empezaba a derretirse por el lado de la vainilla. —No quiere escucharme. Dice que me equivoco. Dice que estoy malgastando mi amor y mi juventud, que ella me dejará cuando quiera y yo sufriré. Y que él no quiere estar presente cuando eso suceda. —Pero, ¿cómo puede estar tan seguro? —le pregunté—. ¿La conoce? ¿Eran amigos? —Se conocen —confirmó Marco—, pero nunca han sido amigos. Yo mismo los presenté en una fiesta y a ella le cayó bien. Intentó acercarse a él pero Paolo puede ser muy desagradable, cuando quiere... Me sentí agradecida por la sinceridad de Marco, aunque un poco violenta. Durante mis cursos en Siena, pasaba en Castellina los fines de semana pero mi vida social se limitó a ayudar en la cocina y el comedor y a caer muerta por la noches en mi habitación. A veces comíamos todos juntos, los jóvenes, antes de que empezasen a caer los clientes. No coincidíamos en el desayuno, porque Marco solía levantarse mas tarde, ni en la cena, porque solía salir. Siempre me pareció un chico muy agradable, muy transparente. Era lógico que su hermano mayor se preocupase de él. Marco era demasiado inocente. —Has hecho lo que debías hablando con él —intenté reconfortarlo —. Ahora tienes que darle tiempo para que recapacite. —Paolo no quiere tiempo —dijo Marco, ahora con la boca llena de helado de chocolate—. Quiere que me despida de ella y no vuelva a verla más. Y yo no puedo hacer eso. —Llévale un regalo. Como símbolo de buena voluntad —le sugerí. —¿Un regalo? No sabría qué comprarle... Además, Paolo no se interesa demasiado por las cosas. Excepto por los coches, claro. —Bueno, hay regalos que no son cosas. Llévale algo personal,

solo para él. Hazle una oferta que no pueda rechazar —le dije, con voz de Vito Corleone. Los dos nos reímos. Pero la verdad es que no tenía muy claro, ni yo misma, de a qué regalo me refería. No podría decir uno concreto y menos sin conocer a Paolo. Pero antes... Dudé. Tenía una pregunta en la mente pero era demasiado personal. Marco ni siquiera era amigo mío y podría pensar que yo era una entrometida. —Vamos, suéltalo —sonrió Marco—. Estás pensando algo y no te atreves a decirlo. —Es que no querría... no quiero parecer... —Escucha: Chiara y Fiorella se fían de ti. Dicen que eres una tía legal, que eres buena estudiante, que nunca has tenido problemas con ningún cliente... ¡y sé por experiencia que eso es un gran logro! Ellas dicen —continúa— que sabes guardar secretos. Y si ellas confían en ti, yo lo haré también. Ya sabes, las amigas de mis amigas... Sentí el rubor abriéndose paso por mis mejillas. No estaba acostumbrada a recibir piropos. Y que mis amigas pensasen eso de mí me hizo sentirme feliz. Muy feliz. —Gracias, muchas gracias —le dije a Marco—. Tú lo has querido. Hablaré claro. —Y yo te agradeceré que lo hagas —me animó—. Salvo si te pones del lado de mi hermano, claro —bromeó. —No puedo tomar partido, yo no la conozco —lo tranquilicé—. Pero quiero preguntarte algo y que pienses muy bien la respuesta. —¡Uy, esto se pone trascendental! —No me vale que contestes a la ligera, ¿ok?; tómate tu tiempo y después responde sinceramente. —Está bien. Pero pregunta ya. Me estás asustando. —Allá va. —Marco se agitó un poco en la silla—. ¿Estás completamente seguro de que ella te quiere? Abrió mucho los ojos. No esperaba esa pregunta. Estaba preparado para algo así como «¿la has pillado con otros tipos?» o «¿quizás tuvo un lío con tu hermano?». —¿Quieres decir si me ha dicho que me quiere? —No, por supuesto que no —aclaré—. Quiero decir si tú notas que de verdad te quiere. Marcó volvió a dudar.

—¿Y cómo se nota eso? Quiero decir, es mi primera novia, no puedo compararla con otras y pensar si ésta me lo dice más que aquella o algo así... —No, Marco, no se trata de eso; es mucho más fácil. El amor son cosas sencillas. Alguien te quiere cuando está atento a cada uno de tus gestos, te mira a los ojos cuando hablas y tiene en cuenta tu opinión. Cuando te pregunta antes de tomar una decisión, por pequeña que sea. Cuando se sienta a tu lado y no te hace falta decir nada para que ella sepa lo que piensas. Cuando te echa de menos antes de que salgas por la puerta. Cuando comes de su trozo de pan en la mesa y ella se alegra de compartirlo contigo. Cuando un simple roce de sus dedos hace que sientas un escalofrío en la nuca. Cuando... Noté un nudo en la garganta y tuve que parar. De repente me di cuenta de que no estaba hablado de Marco y Beatrice, sino de mi propia relación, de Luca y de mí. Y tras todo ese cuestionario, Luca perdía por goleada. Sentí la mirada de Marco y bajé la vista; me sentí avergonzada por haberme dejado llevar. —Tienes razón, tengo que tomarme mi tiempo para pensarlo. —Siento decírtelo, pero si necesitas tiempo, no es buena señal... Marco sonríe o, al menos, lo intenta. —Todas las mujeres tenéis algo de brujas, ¿sabes? —me dice. —Ya, no es la primera vez que me lo dicen —reí—. Pero ese tono tuyo me gusta más. Nos levantamos de la mesa; Marco pagó los helados, como buen italiano, y yo dejé una generosa propina. La novia roja se había colocado un chal sobre los hombros; comenzaba a refrescar. Seguía pareciendo una princesa de cuento de hadas, o una hermosa bruja Maléfica. —Escucha —dijo Marco—, ahora voy a volver a casa de mi hermano; dormiré allí esta noche y mañana salgo para Castellina. Ya que no quieres acompañarme, ¿querrías que desayunemos juntos? Tal vez mañana ya tenga una respuesta para ti. Además, quiero agradecerte lo del regalo. Creo que ya sé lo que voy a llevarle —dijo con una sonrisa divertida. Entonces fui yo quien dudó. No sabía cómo reaccionaría Luca cuando le dijese que me iba a desayunar con un amigo. Un amigo que ni siquiera era amigo... o al menos, no lo era hasta hace un rato. Pero, ¡qué diablos! Que pensase lo que quisiera. Acababa de suspender en el test básico de

cariño elemental, así que... —Será un placer. ¿Quedamos en la estación? Tienen una pasticeria con la que sueño cuando estoy en Madrid. —Perfecto. Nos vemos allí. ¿A las nueve y media? El autobús sale a las diez y cuarto... —Allí estaré. No te retrases o me comeré tu desayuno. —Tendrás que tragar muy deprisa para eso. —Hasta mañana. Y suerte —le deseé. Y lo decía de corazón. Marcó me dedicó una sonrisa y bajó hacia Il Campo. Yo crucé bajo los soportales, en sentido contrario. Volví al piso de Luca pensando en la extraña conversación y en el aún más extraño resultado. Un inesperado examen de conciencia. Una sorpresa, un descubrimiento. Una decepción. Ahora, mirando atrás, creo que esa fue la primera vez en que pensé que lo mío con Luca no funcionaría. Pero no hice nada. No quise verlo. Me doy la vuelta en el sillón de la furgoneta pero así es peor, así que vuelvo a mi postura inicial. Miro a Paolo. Dormido parece otro. Más joven. Aunque ni en sueños parece tranquilo; su ceño se frunce de vez en cuando. ¿Dormiría así si hubiese matado a una persona? No lo conozco, pero no puedo creerlo. Siempre había pensado que la maldad podía leerse en la cara. Aunque no sería la primera vez que me equivoco. El asiento cruje, es incómodo; escucho la respiración de mis compañeros. Lenta. Acompasada. Paolo es un compás binario a 65. Atlas está más relajado, un 75, quizás un 80. Una armonía de sueños. Lentamente, acorde a acorde, me adormezco. Y antes de sorprenderme por eso, estoy dormida.

Viterbo Atlas despierta de madrugada. La luz del amanecer es apenas una sospecha. Escucha las respiraciones acompasadas de sus compañeros de viaje y piensa que aún podrá dormir un rato más. Recuerda el día pasado: la salida de su casa, las chicas que lo recogieron haciendo autostop y lo llevaron hasta Volterra, el círculo del campo de trigo, las murallas que rodean la alta ciudad. Ese era su primer destino, por el que debía pasar antes de nada. Un viaje hacia su pasado desconocido. Caminó por las calles empedradas hasta un lugar en las afueras donde nunca había estado, porque cuando él nació, ese lugar de pesadilla ya no existía. L’Ospedale Psichiatrico de Volterra. Ahora está abandonado. Los grandes edificios, que albergaron a más de 6.000 pacientes, están cubiertos por el polvo del olvido. Pero Atlas no quiere olvidar, porque su madre tampoco pudo hacerlo. Pese a que su rostro, que un día fue bello, ya empieza a difuminarse en su memoria, los gritos de sus pesadillas siguen sonando frescos en los sueños de Atlas. Fue ella quien le puso ese nombre, Atlas. Y a sus hermanos. Y a su hermana. Ella salió de su locura para ser madre y después enloqueció de nuevo, pero ya L’ospedale estaba cerrado y el padre de Atlas, que la había sacado de allí pese a la opinión de los médicos, la cuidó en la casa, olvidando los campos y los hijos. Casi estuvo a punto de enloquecer también cuando ella murió, creyendo ser Palas Atenea, o Medusa, o Ceres. Para su padre siempre fue Afrodita, la Venus que lo espera en el Olimpo mientras él consume su vida terrenal, demasiado larga. En el viejo edificio no había puerta cerrada, nada que le impidiese el paso. Atlas recorrió las habitaciones vacías; tantas habitaciones, tantas puertas, bañeras de color hollín, grietas en los interminables pasillos, un cochecito de bebé al lado de una ventana sin cristales… y mirar aquello no lo sumió en la tristeza, sino en la cercanía; porque ella le dejó un don y le enseñó a usarlo. Y mientras ella vagaba por sus campos imaginados, lo llamaba, Atlas, y le decía que no debía tener miedo, porque esas voces que oye son de sus amigos, que lo guiarán en la vida; y cuando volvía en sí, cada vez durante menos tiempo, le advertía que no debía decirlo a nadie, porque no lo creerían y lo encerrarían, como a ella. Atlas nunca tuvo miedo, ni de las voces, ni de acabar en un psiquiátrico. Porque esté donde esté, nunca está solo.

Por una puerta sin marco, sin dintel siquiera, salió al campo que rodea el edificio. Las hierbas crecían en las grietas del cemento y Atlas se sentó con la espalda apoyada en el muro, sintiendo el sol en la cara. —¿Por qué ya solo estás tú? — preguntó. No era una pregunta al aire. No era para sí mismo. Esperaba una respuesta y su rostro se concentró en escuchar. —Cuando yo era pequeño, recuerdo que había muchos más. ¿Dónde están, por qué se han ido? Extendió el brazo y arrancó un tallo de mies, que se colocó entre los labios. De inmediato, notó el sabor a campo, a tierra seca, a trigo dorado, a un millón de hormigas, a gotas de lluvia de hace varias semanas. —Pero, ¿volverán? Con el dedo acarició las baldosas bajo sus piernas. Las pequeñas grietas. El calor que desprendían. Las plantas que crecían entre ellas, verdes y rebeldes. Se levantó, despacio, y cargó de nuevo con la mochila. Se giró para emprender el camino de regreso y descubrió a un anciano apoyado en un bastón. De pie, al lado de la puerta principal de L’Ospedale, quieto, mirándolo. Atlas dudó entre decirle algo o pasar de largo. No parecía un tipo peligroso. En cualquier caso, no resultaba probable que pudiese alcanzarlo, en caso de tener que salir corriendo… —¿Has venido a pintar? —preguntó el anciano. —¿A pintar? El hombre señaló con el bastón una pared, resquebrajada y parda, con manchas de moho del invierno y de toda clase de signos de vejez. Paredes cubiertas de ventanas rotas. —Grafittis, o como se llamen. ¿No te gusta la pared? —Yo no pinto —respondió Atlas—. Solo quería echar un vistazo. —Un curioso, entonces —prosiguió el anciano, que se apoyó en el bastón con las dos manos—. Hubiera preferido que pintases. Este sitio necesita colores. Pero ni eso, nadie se acerca ni siquiera para hacer pintadas. —No es un sitio muy agradable de visitar —coincidió Atlas. Dirigió su mirada al final del camino. No se veía ningún coche o vehículo de ninguna clase. Empezaba a preguntarse de dónde ha salido el hombre y cómo había llegado hasta allí. Era un largo paseo desde Volterra.

—No lo es, no señor —confirmó el viejo—. Pero entonces, dime, ¿qué haces aquí? Atlas empezaba a sentirse molesto con las preguntas. A fin de cuentas, no era una propiedad privada; al menos, no había visto carteles que lo indicasen. Podía hacer lo que quisiera y la puerta estaba abierta… en su mayor parte. —¿Y usted? ¿Qué hace usted aquí? —contraatacó Atlas—. ¿Paseando? ¿Vigilándome? El hombre sonrió guiñando los ojos. El sol le daba de pleno en el rostro y Atlas podía ver que le faltan algunos dientes. —Vengo a purgar mis pecados. Se había levantado la brisa. Las mieses se inclinaban hacia la tierra y los cabellos de Atlas luchaban por salir volando. —¿Sus… sus pecados? —Yo trabajé aquí —aclaró el anciano, señalando de nuevo con el bastón la puerta de entrada—. Hace una eternidad. —¿Cuándo? —preguntó Atlas—. ¿Cuándo trabajó aquí? ¡Cuéntemelo! —exigió. El viejo pareció un poco sorprendido por su vehemencia. Buscó algo a su alrededor y al no encontrarlo, le hizo una seña a Atlas para que lo siguiera al interior del edificio. Caminaba con pasos cortos, asegurando un pie antes de mover el otro, con el bastón comprobando la firmeza del suelo como si temiese hundirse en arenas movedizas. Dentro hacía algo más de fresco. El anciano se dirigió a un antiguo banco de madera y se sentó en un extremo. Atlas sospechó que no era la primera vez que lo hacía. —Yo era sacerdote —comenzó a hablar. —¿Era? ¿Acaso ya no lo es? ¿Se jubila uno del sacerdocio? El viejo recibió la interrupción con un gesto de desagrado. —¿Acaso importa eso? —gruñó. —Perdón —murmuró Atlas—, es que tengo un amigo muy interesado en… bueno, en los asuntos eclesiásticos. —¿Y crees que tu amigo será capaz de estar callado un ratito? —Vale, perdón… —Yo era sacerdote —empezó de nuevo—, y venía aquí para confesar a enfermos y al personal. Bueno, a pocos enfermos, la verdad. La mayoría no hubieran podido reconocer a Dios aunque

fuese Él mismo quien se presentase. Levantó la cabeza. Sobre ellos se escuchaba un invisible enjambre de abejas, o avispas. Un zumbido profundo. Tampoco entonces era un sitio agradable, aunque estaba bastante más limpio. Los dos miraron a su alrededor. La pintura se desprendía de las paredes. Rejas oxidadas en las ventanas. Una silla de ruedas permanecía inmóvil al final del pasillo. El personal hacía lo que podía, pero los medios eran limitados. Había muchos pacientes y la medicina psiquiátrica estaba en mantillas. —¿Estaban locos? —preguntó Atlas—. Los internos, quiero decir. ¿Realmente locos? El anciano pensó un poco antes de responder. Parecía estar buceando entre recuerdos familiares. —Algunos estaban muy locos —afirmó—. Se subían a las ventanas, dando golpes; si no tuviesen barrotes se habrían tirado, sin duda. Otros gritaban; algunos susurraban constantemente. La mayoría eran inofensivos. Unos pocos, un peligro. Locos. Pero otros… Atlas permaneció en silencio. Empezaba a comprender que las palabras saldrían mejor si no se les empujaba, si no se apremiaba al narrador. Se formaban lentamente y buscaban el momento preciso para liberarse. —Otros no lo estaban; al menos, no lo parecían —confesó—. Esos eran mi tortura, el demonio de la duda. Algunos me pedían ayuda para salir de allí. Otros habían perdido la esperanza por completo y comenzaban a enloquecer de verdad. Yo… Se interrumpió. Abrió la boca pero de ella no salió ningún sonido. Nada articulado. —Yo… no hacía nada. Me convencí a mí mismo de que no estaban sanos, de que tenían motivos para estar allí, motivos médicos que estaban fuera de mi alcance. Nunca intenté ayudar a ninguno, ni siquiera una vez. Atlas escuchaba y absorbía. Todos sus sentidos estaban pegados a la voz de ese viejo. Le recorría por dentro y se adhería a sus tejidos. —Mi madre estuvo aquí —dijo Atlas. El anciano lo miró y pareció verlo por primera vez.

—¿Tu madre? ¿Quién es? ¿Cómo se llama? —miró a su alrededor, como si las sombras de aquellos que vivieron allí se hubiesen levantado. Atlas inició una sonrisa y la dejó inacabada, la vista clavada en el polvo del suelo. —¿Eso qué importa? —le dijo—. ¿Recuerda todos los nombres? —No, no los recuerdo todos —reconoció el anciano—. Pero sí algunos. Esos aún los recuerdo. Son mis pecados. Atlas levantó la cabeza y buscó algo en la mirada del viejo. Pero estaba inclinado, un poco hacia un lado, como si mirase algo que ya no está ahí, pero estuvo. Quizás viera las paredes encaladas, los cristales de las ventanas transparentes, el suelo limpio y las baldosas sin el polvo que ahora desdibuja sus trazos ondulantes. —¿Y tú? ¿Cómo te llamas? —le preguntó. —Atlas —contestó Atlas, pensando que no tenía nada que perder. Nada había que su nombre pudiese delatar. —Atlas —repitió el viejo—. Atlas... Tienes razón, tu madre estuvo aquí. —Ya se lo he dicho. —Sí, pero ahora sé quién es. —No, no lo sabe. ¿Cómo puede saberlo? —Porque nadie más habría llamado Atlas a su hijo. Se miraron durante un segundo y Atlas supo que decía la verdad. —Había una chica, era casi una niña —comenzó el anciano—. Su madre estaba allí ingresada, padecía algún tipo de trastorno que le hacía sentirse perseguida. Rechazaba a su hija; decía que quería matarla y la echaba constantemente de su lado. Y la niña nunca dejaba de venir a verla, ni de sonreír, se pasaba las tardes siguiéndola a todas partes, por el patio, por los pasillos. Llegaba siempre sola, nunca la vi con nadie y su mayor ilusión era quedarse con su madre; nunca quería marcharse. Meses después, cambió. Ya no se oía su risa, sus ojos tenían ojeras y su vientre empezó a engordar. Apenas tenía quince años… Yo, como sacerdote, me interesé por ella, quise averiguar si se había casado, si alguien iba a ayudarle con el bebé. Lo único que conseguí arrancarle es que vivía con su padre mientras su madre se recuperaba. Pero su madre estaba muy lejos de salir de allí, muy lejos del mundo real que esa niña había conocido demasiado

temprano. Un día, cuando hacía mi ronda habitual de habitación en habitación, me la encontré en una cama. Casi no la reconocí: estaba pálida, demacrada, con una ojeras inmensas rodeando esos ojos sin vida. —Las palabras salían a borbotones—. Pregunté; me informaron de que había comenzado la tarde anterior con unos dolores muy fuertes. Se había puesto de parto, pero era demasiado pronto. El niño no sobrevivió. La visité todos los días, durante semanas. Ella no hablaba, miraba sin ver. Empecé a contarle cosas del pueblo, de los pacientes del hospital, a leerle trozos de libros. La Biblia, por ejemplo, no la soportaba; en cuanto oía las primeras frases, la reconocía y se ponía muy nerviosa. Volvía la cara hacia la ventana y apretaba las manos contra los oídos. En cambio, le encantaba la mitología. Dioses griegos, romanos, poderosos y tan humanos… comenzó a imaginar que era libre, como en los libros que le leía. Que era como Diana la Cazadora, fuerte y sabia, como Hera, esposa de Zeus. Vivía en un manicomio y se sentía en el Olimpo… —el viejo se limpió los ojos turbios con el dorso de la mano—. Comenzaron a tratarla con medicamentos, con baños fríos… Atlas se removió, inquieto. Las palmas de sus manos se habían quedado heladas y notó un sabor agrio en la boca del estómago. —Yo pensaba que aquello era un error, que solo era víctima de su propia juventud y de las terribles circunstancias que la rodeaban. Hablé con la dirección, pero no conseguí nada. Así que recé, recé mucho, pedí un milagro… y me fue concedido. —¿Qué? ¿Qué pasó? —Pasó que la niña, aquella muchacha, había dejado de serlo y se convirtió en un ser tan bello como los dioses que imaginaba. Su cuerpo se recuperó; sobre su alma tengo más dudas. Y un hombre se enamoró de ella y se la llevó —el anciano sonrió de verdad, una sonrisa con pocos dientes—. Era un agricultor de un pueblo cercano, un hombre acomodado cuya única tía estaba también aquí. Parecía un buen hombre. Atlas se imaginó a su padre, de joven, visitando a su tía loca en el manicomio. Alguien de quien ni él ni sus hermanos han oído hablar jamás. Todos los hombres tienen secretos. El viejo carraspeó, se frotó la nariz con la manga de la camisa. —Ella salió, pero hubo otros muchos que no lo hicieron. Y

algunos solo necesitaban apoyo y cariño. Algunos… —¿Viene aquí a rezar por ellos? El gesto del anciano se endureció, una sombra atravesó su mirada. —Yo ya no rezo —contestó—. Mi fe se agotó cuando este sitio dejó de existir. Estoy vacío por dentro, como una concha. Solo tengo dudas. Aún hay tanto que no comprendo... Apoyó las dos manos en el bastón y dió unos golpes en el suelo. La conversación había terminado. Atlas se levantó y miró la puerta. —Yo voy hacia Volterra —le dijo—. Si quiere, le acompaño. —No, gracias. Me quedo un rato más. La luz que entraba por las ventanas era mucho más escasa que hacía un rato. Estaba oscureciendo. —¿Seguro? Mire que no me cuesta nada… —Vete —le dijo el anciano—. Vete y no vuelvas. Aquí no hay nada para ti. Atlas se colgó la mochila del hombro y se dirigió a la puerta. Al cruzarla, echó una última mirada al hombre del bastón: no se había movido. En cuanto salió, tomó una bocanada de aire y lo expulsó con fuerza. Quería limpiar sus pulmones, no dejar nada dentro de él, ni rastro del espíritu viciado de ese sitio. El anciano tenía razón. Allí no quedaba nada para él. Siente el aliento de la perra, su hocico húmedo entre los dedos de la mano que ha dejado caer del asiento del coche, su lengua. Le acaricia la cabeza, aún con los ojos cerrados, pero sabe que ya no volverá a dormirse. Tiene un nuevo día por delante.

Blera Despierto sobresaltada. Un ruido terrible me ha sacado del oasis con el que había estado soñando. Una isla cálida en la que podía pasear con los pies dentro del agua y mirar las estrellas desde una tumbona en la playa. Hacía siglos que no tenía un sueño tan reparador, ni una noche tan tranquila. Pero ese ruido… no consigo quitármelo de la cabeza. Abro los ojos y veo a Paolo, de perfil, con las manos en el volante. Así que es eso. Ese maldito cacharro se ha puesto en marcha de nuevo. Me desperezo estirando los brazos y miro hacia el asiento trasero. Atlas está sentado en la misma posición del día anterior, como si no se hubiese movido durante esas horas, pero tranquilo y descansado. Fresco como una lechuga. Mafia está sentada junto a él, con su sonrisa perruna de medio lado. Paolo sin embargo, no tiene muy buen aspecto. —Buenos días —intento un inicio de conversación. Miro el reloj y compruebo que hemos dormido cinco horas, más de las que habíamos previsto. —Buenos días —contesta Atlas. Paolo sigue con su castigo de silencio—. ¿Has dormido bien? —La verdad es que he dormido fenomenal —tengo que reconocer—. Ni una cama de un hotel de cinco estrellas me hubiese hecho mejor servicio. —Me alegro mucho —contesta Atlas—. Dormir bien es esencial para estar en plenitud de condiciones. Yo siempre duermo como un tronco. —Y roncas como una marmota —es la primera vez que se oye la voz de Paolo desde hace… unos siglos—. Parecías una sierra talando árboles —se queja. Estoy muy sorprendida. Yo, que me despierto al ruido de un vuelo de mosquito. Yo, que cierro puertas y ventanas para que ningún sonido interrumpa mis sueños. Yo, que no necesito poner un despertador para levantarme de madrugada… he dormido de un tirón en un coche en medio de la nada, junto a dos desconocidos. Jamás lo hubiese imaginado hace tan solo unas horas. —¿No tenéis hambre? ¡Me muero por un buen desayuno! —estoy dispuesta a dejarme ganar por el buen humor—. ¿Dónde paramos? —

pregunto a Paolo. —En Blera; cuando entreguemos el pedido podremos desayunar y salimos pitando hacia Tívoli. —¿En Blera? —se sorprende Atlas—. Yo preferiría desayunar en otro sitio. Me vuelvo a mirarlo. De día, su rostro es tan transparente que podría leerle el pensamiento. Y las mentiras. —¿Por qué tenemos que seguir? Yo tengo mucha hambre y quiero ir al baño —le contesto. Atlas refunfuña algo que no llego a entender. —¿Algún problema con Blera? —le repito. —… —¡Atlas! —… es que es la patria de Sabiniano… —susurra. Paolo y yo nos miramos durante un segundo. —Ahí está esa mirada —dice Atlas. —¿Qué mirada? —se defiende Paolo. —La mirada de «este tipo está loco». La conozco bien. La he visto muchas veces. —¿Y lo estás? —¡Paolo! —No puedo creer lo que oigo. —No, no estoy chiflado —responde Atlas—. Pero es cierto que soy un poco… especial. —¡Ajá! —Estaba segura de que había gato encerrado—. Desembucha. —Ni hablar. No pienso decir nada en este momento. —¿Por qué? —Porque aún faltan algunos kilómetros para Blera, y no quiero recorrerlos andando. —Eso es muy tranquilizador —apunta Paolo. —No vamos a obligarte a bajar del coche —le aseguro. Miro de reojo a Paolo para ver si se ha dado cuenta del uso del plural. —Habla por ti. Sí, se ha dado cuenta. Atlas aprieta los labios y baja la cabeza. Está claro que no dirá una palabra más, al menos hasta que se encuentre seguro, en lugar habitado. Paolo lo vigila por el retrovisor. Yo estoy perdiendo el apetito por

momentos. Me vuelvo hacia Atlas. —¿Me dirás, al menos, quién es Sabiniano? —le pregunto, en tono conciliador. Mejor cambiar de tema. Se resiste. Parece que no se fía. —¿En serio te interesa? —Pues claro —le aseguro—. La verdad es que raro, eres raro; pero sabes muchas cosas interesantes. Atlas sonríe. Probablemente, el adjetivo «raro» es el más suave que le han dicho. —Sabiniano era un papa. —¡Tendría que habérmelo imaginado! —exclama Paolo, y recibe un suave empujón de mi parte. —El papa número 65. —¿De verdad te sabes todos los números o lo dices al azar? —y yo respondo a la pregunta de Paolo dándole un puñetazo en el hombro un poco más fuerte. Atlas decide ignorar el comentario. —No fue un buen papa —continúa—. Era cobarde y avaro. Condenó al pueblo al hambre, cobrándoles el trigo. —Sí, no era muy bondadoso, para ser Papa —le concedo. —Algunos historiadores dicen que no fue tan malo como se le recuerda, pero lo cierto es que a mí no me cae demasiado bien. No quiero pisar su tierra. —Algo bueno tendrá, que para eso fue papa —tercia Paolo. Le echo una mirada inquisitiva. No sé si lo dice por interés, o por tirarle de la lengua. Atlas inclina un poco la cabeza, reflexivo. —Bueno… le atribuyen la costumbre de hacer sonar las campanas a las horas canónicas… —¿Ves? Si ya lo decía yo… Ahora sí, le lanzo un derechazo. Mafia me ladra desde el asiento de atrás.

Madrid Las puertas del Real Observatorio Astronómico se abrieron de golpe y salí disparada. Llevaba el abrigo arrastrando y casi se me cae el bolso al bajar la escalera. Busqué la llave del coche y por un momento, temí haberla perdido, porque al coger mis trastos con tanta prisa, el bolso se había volcado y tuve que recogerlo todo del suelo. Pero no; allí estaban, al fondo del bolsillo, como siempre. Abrí el coche y lancé el abrigo dentro; no hacía frío para ser primeros de marzo. Conduje a toda la velocidad que permitía el tráfico. Cogí el móvil y comencé a marcar. Si me hubieran pillado, me habría caído una buena multa, pero en ese momento no tenía paciencia. Al tercer timbrazo, contestó. —¿Eva? —Sí, ¡hola Silvia! —¿Pero no estás trabajando? —Acabo de salir, hace cinco minutos. —¡Ah, es verdad! ¡Hoy presentabas el trabajo! ¿Cómo te ha ido? —¡Fantástico! ¿Estás en casa? ¡Tengo que contárselo a alguien! —Sí, sí, ven; estaré esperando. ¡Pero ten cuidado, no te mates por el camino! Unos veinte minutos después, mi coche amarillo estaba aparcado cerca de la casa de Silvia, en un sitio tan pequeño que necesité de un sinfín de maniobras. Pero cupo; no tenía tiempo ni ganas de buscar un aparcamiento más grande. Cogí el bolso y eché a correr; no había avanzado ni diez metros cuando me detuve y volví al coche a coger el abrigo; no sabía cuánto tiempo estaría allí y quizás al salir haría frío. Y con todo, retomé la carrera hasta el portal de mi amiga, que contestó con un solo toque de portero automático. —¡Calma, calma! —pidió Silvia, cuando me vio aparecer por la escalera, colorada y sudorosa. Y sonriente. —No te lo vas a creer. —Probablemente sí, pero será mejor que entres, te sientes y me lo cuentes. —Vale —concedí. Solté el abrigo sobre el respaldo y me dejé caer en el sofá rosa chicle. Instintivamente, tomé una almohada y la abracé.

—Me han ofrecido un puesto —empecé a decir. —¿Un trabajo? ¿En serio? —Totalmente en serio. —Pero… ¡dijiste que eso era prácticamente imposible! ¿Qué ha pasado? —He presentado mi trabajo y les ha encantado. Me han dicho que es muy innovador y concienzudo y blablabla… —Concienzudo sí lo es —me confirmó Silvia—; ¡llevas un siglo sin salir por culpa del dichoso trabajo! —Después, el director me ha citado en su despacho y me ha comentado que uno de los titulares se va a Estados Unidos, para ampliar estudios, durante al menos 3 años. —Y te ha ofrecido sustituirlo. —¡Y me ha ofrecido sustituirlo! —¿No me digas que has aceptado? —bromeó Silvia—. ¿Sin letra pequeña? ¿Sin hablar de dinero? —¡Es un trabajo! Un trabajo de verdad y en lo que yo quiero. Es lo que siempre he deseado. —Lo sé… ¡así que hay que celebrarlo! Seguro que lo primero que has hecho ha sido llamar a Luca. —No. —¿Noooo? —No lo voy a llamar. Voy a ir a verlo. —¿A Siena? —Claro. Si la montaña no viene a Mahoma… —¿Sin avisar? —Se trata de darle una sorpresa, ¿no? Fíjate qué curioso — continué—: justo ayer me llamó y me dijo que tenía algo importante que decirme pero que no le gustaría hacerlo por teléfono. —¿Y te pidió que fueses? —No exactamente. Insinuó que estaría bien que nos viésemos, pero ya sabes lo que le cuesta a él volar. —Costarle, le cuesta lo mismo que a ti. Pero él es mucho más cómodo. —Silvi… —¡Es cierto! ¿Cuántas veces has ido tú a verle? ¿Y cuántas ha venido él a verte a ti? Ninguna, si mis cálculos son acertados.

—Es complicado. —No lo justifiques, Eva; más complicado lo tienes tú y siempre encuentras tiempo. —Nunca te ha caído bien, lo sé. —¡Eso no es cierto! —Silvia aparentaba indignación—. Claro que, sin conocerlo personalmente, es difícil tener una opinión — suspiró—. ¿Cuál crees que será la noticia? ¿Que tiene un buen trabajo? —¡Silvia! —Perdón. —Me gustaría imaginar que algo tan importante como para necesitar un viaje a otro país, no puede bajar de ser una proposición. —¿De matrimonio? —se escandalizó Silvia. —¡No va a ser de trabajo! —Pero… ¿en serio te casarías con él? —Claro que lo haría. Y tú te alegrarías por mí, porque soy tu mejor amiga. —Tal vez deberías pensarlo un poco… sobre todo ahora. —¿Por qué ahora? —Porque ahora tienes, o vas a tener, perdón, un estupendo trabajo. Si te casas —continuó Silvia— tendrás que decidir entre dejarlo o mantener a Luca. —Bueno, eso solo sería al principio. Hasta que él encontrase un trabajo aquí. Y no creo que le costase. —La hostelería siempre ha sido nuestro fuerte —gruñó Silvia. —¡No seas cruel! Lo del pub de su primo es más un pasatiempo que otra cosa. —¡Pues le está durando, el pasatiempo! Otros, a su edad, ya son directores generales de algo. —O están en el paro. —O se han hecho millonarios. —No voy a discutir, Silvia. Voy a ir a verlo y se acabó. Y tú te alegrarás cuando vuelva. —Estaré aquí para recoger tus pedazos. —¿Esa es toda la confianza que tienes? ¿Crees que no me lo merezco? —intenté parecer indignada, pero Silvia me conocía bien. Solo era una fachada. De todos modos, mejor relajarse que terminar

peleando. —Creo que él no te merece a ti y que nunca ha hecho nada para merecerte. —No hace falta que haga nada. —Yo creo que sí; creo que el amor hay que ganárselo día a día. Y que si solo es uno el que lo da todo, termina por agotarse. —Ya veo; estás encantada con las buenas noticias. —¡Estoy encantada con tu nuevo trabajo! —Silvia me abrazó y en mí desapareció todo rastro de enfado—. Ahora no tienes excusa para no invitarme al cine. —Pero yo elijo la peli. —¡De eso, ni hablar! —rió Silvia. Yo pensé en eso, en un final de película, en una boda en el campo con Silvia y su sombrero rojo de fiesta que dejaría boquiabiertos a los chicos de Castellina. Pero mejor no avanzar acontecimientos. Antes tenía que conseguir un billete de avión, hacer una mochila y rezar para que Luca tuviese la noche libre.

Castellina in Chianti Emilia rebusca en la despensa y refunfuña algo. Sale a la cocina y mira a su alrededor. Hay una olla al fuego y el horno está encendido. Vuelve a la despensa y sigue regañando en voz baja. —¿Emilia? Suena un golpe en la pequeña habitación y Emilia sale con la mano en la cabeza y el gesto adusto. Mira a Silvana. —¡Menudo susto me has dado! Silvana pone cara de sorpresa. —¿Por qué? Venía a decirte que tenemos dos reservas más para cenar. —Vale, vale. Es que no encuentro el frasco pequeño de las hierbas. Este hombre... —Emilia vuelve a rezar sus maldiciones y desaparece de nuevo en la despensa. —No regañes a Enzo —aconseja Silvana—. Ni siquiera tendría que colocar la compra, pobre, bastante hace. —¡Eso falta! —sale la voz de Emilia de entre los cacharros—. Si le quitamos lo poco que hace, estará tumbado todo el día. Y eso sí que no es bueno. —Lo sé, lo sé. No hablaba de dejarlo sin hacer nada —aclara Silvana—. Pero su espalda... —¡Su espalda está mucho mejor que su cabeza! —y Emilia asoma la suya a la cocina, mirando a Silvana—. Ese es el problema. Que está perdiendo memoria y no deja las cosas donde siempre han estado. ¡Y luego yo no encuentro nada! Silvana sonríe, sabiendo que hay algo de razón en esa afirmación. Enzo ya no es el que era. ¡Pero hay tantas cosas que no son lo que fueron...! —Suelta las cosas en el primer sitio que encuentra —Emilia sigue enfadada dentro de la despensa— y lo mismo hace en casa. ¡Y las chicas no son de ninguna ayuda! Chiara, que acababa de entrar, mira a Silvana y se apresura a volver a salir. No quiere líos. Echa un vistazo a la cocina. No hay nadie. Las mesas están preparadas para la cena, el menú escrito en la pizarra. Aún falta más de una hora para que empiecen a llegar los clientes. Sale al jardín, mira

hacia el prado, hacia el aparcamiento... nadie. Se encamina hacia la piscina, pasando al lado de las casitas de los clientes, entre las rosas de mil colores de Silvana. El agua es como un espejo; refleja el atardecer aún temprano de abril. Las tumbonas están vacías, salvo una, ocupada por una Fiorella con el rostro oculto tras un libro. —¿Qué haces? —le pregunta Chiara desde el camino. Fiorella levanta la cabeza y la mira, iracunda. Su hermana hace como si no hubiese visto nada; acerca una tumbona y se sienta a su lado. —¿Estás enfadada? —el rostro de Chiara refleja inocencia absoluta. —No. —¿No? —No. —Vale. Fiorella no ha levantado la vista del libro. Chiara contempla la colina de viñedos, la carretera que serpentea allá abajo. —Estará bien —dice Chiara—. No te preocupes. Fiorella duda un momento, antes de contestar. —No sé de qué me hablas. Y no me preocupo. —Eva se ofreció a ir y él no quiso, tú misma lo viste. —¿Y tú? ¿Por qué te preocupas? ¡Ni siquiera te cae bien! —¡No seas injusta! —Chiara salta de la tumbona y se encara con su hermana. —¡Dijiste cosas terribles sobre él! —le espeta Fiorella. —Eso fue hace mucho tiempo —intenta tranquilizarla Chiara—. Beatrice había muerto y todo... todo hacía pensar... Fiorella mira a su hermana a los ojos. Nunca han hablado de esto. —Dilo. Chiara desvía la mirada. —Al principio, todos pensamos que la había matado él —susurra. —¿Y ahora? El sol comienza a ocultarse tras la colina. Las vides se vuelven anaranjadas. La tierra, la carretera, los olivos. Todo es naranja. —Ahora no lo sé —reconoce Chiara—. No ha huído, no se ha escondido de la policía. No ha confesado... aunque tampoco ha dicho que no lo hubiese hecho él. Creo que no huiría aunque finalmente lo declaren culpable y lo lleven a la cárcel.

—¿Cómo puedes dudar de él? ¡Lo conoces desde que éramos pequeñas! Sabes que no le haría daño a nadie y menos a una chica... —No puedes culparnos por sospechar, Fio. Su hermano murió por culpa de Beatrice; esa es una buena razón para matarla. Y no digo que me importe —sonríe Chiara—, sabes que ella nunca me cayó bien. Pero un asesinato... —¡Por Dios, Chiara! —Dime una cosa, tú, quien tanto lo defiende: si alguien le hiciese daño a Paolo, ¿te vengarías? Fiorella comienza una negación que acaba en un susurro. —Sí. Se miran un momento más y vuelven las cabezas hacia la colina. Los últimos rayos de sol se reflejan en el agua de la piscina. Es hora de volver a la casa, a servir las mesas y a vivir en el mundo real. Las rosas endulzan el aire del camino, mezclado ya con los aromas de las cazuelas de Emilia. En la puerta principal, Gabriella mira el crepúsculo con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios. Castellina in Chianti Abrió la puerta; chirriaba un poco y pensó que tendría que aceitar las bisagras. Pero era una buena puerta, de madera maciza y cuarterones. Dentro estaba oscuro. Michele se escurrió entre sus piernas y entró corriendo. Dio un grito de sorpresa y una sonrisa iluminó su rostro. —¡Qué grande, mamma! Gabriella también sonrió. —Sí, es grande. El niño no lo pensó dos veces y subió por las escaleras. Mientras, Enrico había dejado unas grandes bolsas en el suelo y estaba abriendo las ventanas. Gabriella se dirigió a la cocina. Su cocina. De su casa. Una ventana grande, una pila grande, una mesa grande. Sus ojos recorrían la estancia pero en su cabeza se formaban las imágenes de lo que iba a ser. La olla en el fuego. El pan en el horno. La masa sobre la mesa. Las macetas en el alféizar. —¡Mamma! ¡ Sube, mamma! La voz de su hijo la sacó del ensueño. Se dio la vuelta y comenzó a subir. Los dedos acariciaban la suave madera del pasamanos, peldaño a peldaño. Apenas crujían. Aún así, le diría a uno de los hombres que los

lijaran y aseguraran. Miró a su hijo, al final de la escalera. —¡Mamma, mira! La cogió de la mano y la arrastró hacia uno de los cuartos. El más amplio. Abrió el postigo y la luz lo inundó todo. —¿Quieres que ésta sea tu habitación? —le preguntó Gabriella, aunque ya conocía la respuesta. —¡Siiiiii! ¿Puedo? ¿Puedo? Gabriella recordó su minúscula habitación alquilada. Una para los dos. La pequeña cocina. Las estrechas y empinadas escaleras, cargada con la compra... —Claro, Michele, claro que puedes. —Gabriella se encaminó a la alcoba de al lado—. Y ésta será la mía, aquí cerca. Más que suficiente para una cama simple, una mesita y un armario. No necesitaba mucho espacio; no poseía tantas cosas. Prefería tener sitio abajo, en la cocina, en las tierras. El huerto. Abrió la ventana mientras pensaba qué le daría tiempo a plantar y si podría conseguir las semillas necesarias. —Hay una araña. —Michele estaba plantado en la puerta—. En mi habitación. —¿Grande? —preguntó Gabriella—. ¡Enrico! —llamó al hombre por el hueco de la escalera. Al instante, se oyeron sus pasos por los escalones. Gabriella le hizo un gesto con la mano y Michele y él entraron en la alcoba. El niño no tenía miedo de los bichos; sin duda, la araña estaba demasiada alta y no podía alcanzarla. Ella, sin embargo... Tendría que perderles el miedo; Enrico se iría la semana siguiente y ella no tendría a nadie de confianza a su lado. Pero no lo necesitaría. Confiaba en no necesitarlo. Era una viuda con un niño, una mujer sola. No quería dar lugar a rumores, no en este pueblo, donde iba a echar raíces. Otra vez. Bajó las escaleras y volvió a la que sería su cocina. Pasó por un salón demasiado grande y salió por la puerta trasera. El sol se escondía tras la colina de enfrente. A sus pies, la tierra que por fin era suya, la próxima cosecha que recolectaría, el olor de las hierbas que plantaría y el que saldría por la ventana de su cocina. Todo teñido de naranja. Gabriella cerró los ojos y se dejó llevar un momento. Los últimos rayos le acariciaban el rostro. Inspiró profundamente y sonrió, solo un momento. Luego abrió los ojos y volvió a la realidad.

Había mucho trabajo por hacer.

Blera Paolo mira con suspicacia a Atlas, por encima del café. En la mesa descansan sus dos platos, ya vacíos de croissants, y el mío, aún sin tocar, al lado de un café que empieza a enfriarse. —Y ahora, ¿adónde vamos? —pregunta Atlas. El pedido ha sido entregado a primera hora. El encargado del restaurante no podía creer su buena suerte: esa noche tenía un banquete de boda para casi 400 personas. Bendijo a Silvana, al menos una vez por cada invitado. Paolo está satisfecho y se le nota; sabe que el viaje les asegurará muchos más encargos, una fuente de ingresos fija, que tal como están las cosas, es como un seguro de vida para la finca. —Ya que hemos llegado hasta aquí, aprovecharemos y pasaremos por Vicovari —responde Paolo—. Visitaré a un par de clientes más y les dejaré algunas cosas. Tal vez hasta nos salga rentable, el viaje. —Y luego, a Onna —apunta Atlas. Paolo no contesta, pero su mirada lo dice todo. Me parece que no cree en las casualidades. Después, a Onna —confirmo. Los dos se vuelven a mirarme y yo me dejo caer en la silla. El agua fría del lavabo en la cara ha terminado de despertarme y ahora me lanzo con apetito a por el croissant. Paolo me observa con cierta envidia; creo que está tentado de pedir otro. —¡Ya me siento mucho mejor! —suspiro, dejando en el plato menos de medio bollo. Me llevo a los labios la taza de café y apoyo la espalda en el respaldo de la silla—. Tendrás que darme la razón — argumento, dirigiéndome a Paolo—; te ha venido fenomenal que Atlas nos acompañase. —¿Cómo que me ha venido fenomenal? —el gesto del rostro de Paolo se aproxima peligrosamente al enfado. Otra vez. —Si hubieses tenido que descargar tú solo, habrías tardado el doble, además del cansancio, claro. —¡Ah, eso! —Paolo parece aliviado—. Sí, me ha ayudado mucho; y desde luego, mucho más que tú. —Descargar no está en mi contrato, lo siento. Solo firmé para conducir.

—Pero tampoco conduces. —Porque tú no me dejas. —Porque no tienes ni idea y además, no te lo mereces. Atlas nos observa, con una media sonrisa en su rostro. Creo que se divierte estudiando a sus compañeros de viaje. Después de acarrear sacos de harina y cajas de alimentos durante un buen rato, su apariencia apenas ha variado: no suda, no resopla, no se pone colorado. Su camisa de cuadros permanece impecable, como el brillo de sus ojos. Paolo, por el contrario, ha sudado descargando sacos de harina y cajas de conservas. Pero está acostumbrado a este trabajo: se ha quitado la camisa y la ha dejado doblada en el asiento del coche. Con la camiseta gris cada vez más empapada ha ido localizando eficazmente los pedidos entre el caos de la furgoneta y entregándoselos a Atlas. La sonrisa angelical de nuestro pasajero misterioso no ha desaparecido ni un momento mientras recorría, una y cien veces, el trayecto entre Paolo y la despensa del restaurante. El uno, tan concentrado y tan serio. El otro, tan despreocupado y alegre. Extraño equipo. Extraños compañeros de viaje. Extraño viaje... otro viaje. El avión tomó pista con apenas cinco minutos de retraso, que a mí me parecieron diez horas. No había facturado equipaje, para no perder tiempo en la recogida de maletas. Tomé mi mochila y salí disparada en cuanto abrieron las puertas del avión. Y seguí corriendo, atravesando el aeropuerto hasta la estación de tren. Aún me quedaban un par de horas de viaje. Abrí un libro, pero lo cierto es que no recuerdo ni una palabra de lo que leí. En cuanto el tren se detuvo, corrí a la parada de taxis. Le di la dirección de la casa de Luca, preguntándome porqué estaba tan nerviosa. Había imaginado la escena mil veces, cambiando detalles. Sabía lo que Luca me propondría y cómo lo haría y sabía lo que yo contestaría. En algunos de mis sueños, incluso lloraba al decirle que sí. En la realidad, dudaba de que fuese capaz de hacerlo; no soy muy llorona. Pero eso era lo de menos; lo importante era lo que iba a pasar. Había cogido el vuelo confiando en que, aquella tarde—noche, Luca no tuviese que ir a trabajar al pub. Los jueves solo acudía en temporada alta o a final del curso universitario. En cualquier caso, si no estuviese en casa, sería una buena sorpresa al volver. El taxi se arrastraba entre el tráfico, no demasiado denso. Estaba segura de haber tomado el vehículo mas antiguo de la flota o el conductor

más prudente de toda Italia. Los segundos se me hacían eternos... pero a lo lejos ya se divisaba la mole del duomo y la torre que yo tanto amaba. El taxista me dejó a unas manzanas; la casa de Luca estaba situada en una calle peatonal del centro. La mochila no pesaba en mi espalda. La gente se apartaba a mi paso. Me creí rodeada por un escudo protector, como en las películas de ciencia ficción. Volé hasta el portal y alcancé la puerta antes de que se cerrase tras el vecino que salía. Subí al tercer piso por las escaleras; no tenía paciencia para esperar el ascensor. Miré el reloj: era pronto para queLucasaliese a trabajar, si es que tenía que hacerlo. Me paré ante la puerta y esperé unos segundos a que se calmase mi respiración. Pensé en lo alborotado que estaría mi pelo, pero deseché la idea de arreglarlo: no tenía solución. Llamé al timbre y preparé la más fantástica de mis sonrisas. Luca abrió la puerta y el alma se me cayó a los pies.

Blera Mi teléfono móvil vibra de nuevo. Lo saco del bolsillo y miro el número: Luca . Otra vez. Corto la llamada y vuelvo a guardarlo. No quiero hablar con él, todavía no. Me recuesto aún más en el banco de piedra y miro al horizonte. Estamos en una especie de área de servicio de la carretera; al menos, así se llamaría en España. Hay una pequeña cafetería y unos aseos con duchas. Paolo me ha sorprendido sacando una muda limpia de una pequeña mochila en la parte de atrás; una toalla, una bolsa de aseo... Supongo que siempre la lleva, por si acaso. Me sorprendo pensando si esa manía por la limpieza será la deformación profesional de un asesino. Sonrío y me siento estúpida. Por más que lo miro, no puedo creer que sea capaz de hacerle daño a nadie. Pese a su mal humor. Pese a su enfado eterno con el mundo. Me descubro pensando que prefiero ese enfado, genuino y real, a la sonrisa permanente de Luca . Artificial. Mentirosa. Estúpida, estúpida... Siento la brisa en el pelo y pienso que yo también necesitaría una ducha; pero he optado por esperar a llegar a Castellina. ¿Podríamos estar allí mañana temprano o incluso esta misma madrugada? Siempre he sido mala para calcular distancias y tiempos, y con esa manía de Paolo de no dejar las carreteras secundarias... Miro a lo lejos. En lo alto de una colina, los cipreses bordean el camino a una villa, como monjes de hábitos pardos. —¿Soñando despierta? Doy un salto en el banco; mi codo golpea el respaldo y la piedra me raspa la piel. —Atlas —confirmo sin volverme, mirando mi codo dolorido. No es la primera vez que me asusta. Es silencioso como un gato. —¿Qué pensabas? —me pregunta y se sienta a mi lado. Huele a champú de Paolo, a gel de Paolo. Huele como huele Paolo. Me gusta. —Pensaba que me queda poco tiempo de estar aquí —confieso. Y decirlo en voz alta no hace sino confirmar lo difícil que será la partida. Tengo un nudo en la garganta. No sé cuánto tiempo pasará hasta que vuelva. Ya no tengo excusa para hacerlo. —Volverás —dice Atlas.

Lo miro a los ojos, un poco asustada. ¿Puede leer el pensamiento? Pero sonríe y veo inocencia en su mirada. Quizás solo ha dicho lo que yo quería oír. —Te has hecho daño —me dice, señalando mi codo. Me doy cuenta de que ha sangrado un poco, solo unas gotas. —No es nada —contesto, mientras busco un pañuelo en el bolsillo de mi pantalón. Apenas se mancha, la sangre ha comenzado a secarse. —¿Y tú? —le pregunto—. ¿Qué vas a hacer en Onna? —Ya te lo dije —contesta—. Tengo una misión. —¿Pero en qué consiste? —insisto. —Aún no lo sé —mira a sus pies, donde la perra de Paolo se ha acurrucado y la acaricia. Frunzo el ceño. —¿Aún no lo sabes? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Por qué tanto misterio? Te recuerdo que aún no nos has desvelado ese secreto tuyo... La perra alza la cabeza y abre la boca; una sonrisa perruna. Se levanta deprisa y sale corriendo hacia Paolo, que está metiendo sus cosas en la furgoneta. Atlas se levanta también. Le sujeto el brazo y me mira. —¿Qué misión? —repito en voz baja. De verdad querría saberlo, para asegurarme de que Paolo no tiene ningún motivo para dejarlo fuera del viaje. O a mí. Atlas acerca su cara a la mía y susurra: —Aún no lo sé. Pero lo sabré.

Castellina in Chianti Emilia abre el horno y una vaharada de olor a pan inunda la cocina. Es la segunda hornada del día y posiblemente hará falta otra antes de la cena. Se abre la puerta y Silvana deja un montón de manteles limpios sobre la repisa. Se sienta a la mesa de la cocina. —¿Tenemos lleno? —pregunta cuando Emilia deja dos hogazas en la mesa. —Lleno, otra vez. Parece que va a ser una buena temporada. Silvana suspira y su mirada se pierde. El vaho ha empañado los cristales de la ventana. —¿Qué te pasa? —Emilia se sienta al otro lado de la mesa y envuelve los panes en sendos paños blancos. —Nada, nada —responde Silvana—. Gabriella, que está rara. Emilia la mira con expresión de sorpresa. —¿Rara? —suena su risa—. ¡Gabriella siempre ha sido rara! Ahora es Silvana la que ríe; las dos mujeres se miran por encima de la madera pulida, cómplices. —Tienes razón, nunca ha sido una suegra cariñosa, ni una abuelita entrañable... Quiero decir que está más rara. —A ver —pide Emilia—. Explícate. —Pues no es fácil... —comienza—. Es como si estuviese inquieta, lo que es raro, porque ya sabes como es... —Es un témpano de hielo —ataja Emilia—. Si no fuese por los años que tiene y porque parece que está más en otro mundo que en éste, diría que no tiene sentimientos. —No digas eso, mujer. Sabes que ha luchado y ha sufrido mucho. Si no fuera por ella, no tendríamos nada de esto —Silvana levanta el brazo en un gesto que abarca la habitación entera, la casa entera. Su mundo. —Sí, pero... —vacila Emilia— cada uno tiene una forma de pasar los malos tragos. Y lo de Gabriella es... hielo, eso es. Yo creo que enterró sus sentimientos al mismo tiempo que a su marido. —Pues de eso hace mucho —corrobora Silvana—. Quedó viuda muy joven. —Como tú.

—Más joven que yo. —Nunca la vi llorar a Michele. Y era su hijo —sentencia Emilia. —Bueno, eso no quiere decir que no lo hiciera —la disculpa Silvana—. Dicen que la gente del sur está acostumbrada a las desgracias y las lleva de otra forma. Las dos mujeres miran furtivamente hacia la puerta, pese a que ambas saben que Gabriella no va a moverse de su silla, al sol, al otro lado de la casa. —Gabriella es dura, pero es una buena mujer. Yo se lo debo todo —suspira Silvana. —Sí, pero no lloró a su hijo. Ni a su nieto. Y eso es raro — apostilla Emilia. La puerta de la casa estaba abierta y la gente entraba y salía sin parar. Pese a ello, había mucho silencio. Varios niños jugaban en el prado, al lado del antiguo establo. Paolo y Marco también estaban allí, sentados en el banco de piedra, con Gabriella. Miraban a las mujeres enlutadas que salían susurrando, a los hombres que se ponían el sombrero. Marco apenas había comenzado a caminar, era un hombrecito vestido de negro. Recogió su chupete de la hierba y se lo puso. Sabía a rocío. La abuela los cogió de la mano y se levantó. —Es la hora —les dijo, aunque ellos no entendieron qué quería decir con eso. Recorrieron juntos los pocos metros que los separaban de la casa y entraron. Estaba llena de gente. Las sillas y sillones habían sido empujados contra las paredes y en el centro se había instalado el féretro; olía a madera y a flores. Gabriella no lo miró. Buscó a Silvana y la encontró, recta en su silla, rodeada de mujeres solícitas. Tenía la mirada perdida, el rostro arrasado por el dolor. Había pasado la noche en esa misma silla, recibiendo los pésames de amigos y conocidos, y de desconocidos. Gabriella pensó que había sido una buena mujer para su hijo; le había dado dos nietos sanos y sería una digna nuera. —Se acabó —anunció. Todos los rostros se volvieron a mirarla. Todos, menos Silvana. —Gracias por venir. Pero ahora tenéis que marcharos. La incredulidad se reflejó en algunas caras y algunas mujeres comenzaron a expresar su indignación. Los hombres, que se mantenían en

un grupo apartado, irguieron las espaldas y esperaron. El párroco se dirigió a Gabriella. —Hija, entiendo su dolor, pero... —¿Entiende usted lo que es perder a un hijo? ¿A un marido? —su voz sonaba alta y clara—. Usted no entiende nada. Se hizo el silencio en el cuarto. Gabriella miró, uno por uno, a los presentes. Una pequeña mujer con unos grandes ojos grises. —Es tiempo para la familia —afirmó. Un hombre carraspeó y se dirigió a la puerta. Otros lo siguieron, con sus sombreros en las manos. Las mujeres salieron detrás y se llevaron sus susurros indignados. Una de ellas cogió del brazo al cura, que se resistía a dejar la estancia. —Vamos, vamos —le decía—. ¡No querrá usted que se enfade! —¡Emilia! —llamó Gabriella. La mujer soltó el brazo del cura, quien dio un respingo y se apresuró a salir—. Mañana vienes; tengo trabajo para ti, si lo quieres. Emilia asintió con la cabeza y dedicó un último vistazo a Silvana, antes de atravesar la puerta. Gabriella suspiró y fue a sentarse cerca de su nuera. Marco estaba ya en el regazo de su madre y Paolo hacía guardia a su lado, como un soldado pequeñito. Silvana sonrió un poco y sacó una brizna de hierba de la boca de Marco. —¿Qué has estado haciendo, eh? —le preguntó—. ¿Pastar? Una gran sombra oscureció la habitación. En la puerta abierta se dibujaba la silueta de un hombre grande. Dio un paso al frente y se quitó el sombrero. Se dirigió directamente hacia Gabriella, mientras otra persona permanecía en el umbral. —Enrico —anunció ella—. Has venido de muy lejos. El hombretón hincó una rodilla frente a la mujer e inclinó su cabeza. —Le presento mis condolencias. Michele... —su voz se quebró— fue un buen niño y un buen hombre. Demasiado joven para morir —la miró. —Nunca se sabe cuándo nos llegará la hora —Gabriella le puso la mano en el hombro y le obligó a ponerse en pie. Ella también se levantó—. Has perdido peso —le dijo—. Y pelo. El hombre sonrió. —Me hago viejo.

Gabriella miró a la puerta y señaló la figura petrificada que la guardaba. Enrico se llevó una mano de cuatro dedos a la frente, como si hubiese olvidado algo. —¡Luigi! —llamó. El joven dio un paso al frente. Moreno y delgado, alto para su breve edad, varios mayor que Paolo, quizás, sujetaba su sombrero entre las manos cruzadas. Una mano de cuatro dedos. —Mi hijo Luigi —presentó Enrico. Tal y como había hecho su padre, el niño hincó la rodilla frente a Gabriella y quedó así casi a su altura. Se miraron durante unos segundos. —Tu hijo... —Es un buen hijo —aseguró Enrico—. Yo ya soy viejo y voy a jubilarme; Luigi me sucederá pronto. —Mi padre es mi maestro —la voz del joven trajo a Gabriella recuerdos de un Enrico de hace lustros. Tanto tiempo había pasado—. He venido a presentarle mis respetos —recitó. Gabriella posó la mano en su hombro y el muchacho se levantó. Enrico se dirigió hacia Silvana para expresarle su pésame. Gabriella y Luigi se miraron aún unos momentos más. Ella no halló dudas en los ojos del joven, solo la firmeza y terca determinación de su padre que, aún hoy, seguía siendo un imán para los niños. Marco se sujetaba a su cuello mientras Paolo caminaba subido a sus grandes pies. Enrico los fue soltando con suavidad y los devolvió a su madre. Gabriella los acompañó hasta la puerta; antes de cerrarla, tomó el brazo de Luigi. —Cuídalo mucho —le ordenó. —Cuidaré de todos —respondió.

Blera Volvemos a la furgoneta y retomamos el camino. Me parece increíble pero me siento como en casa. Un vehículo prehistórico que huele a comida, dos desconocidos y un perro al que ni siquiera caigo bien y sin embargo... Miro por la ventanilla y veo el desfile de cipreses, los campos verdes y dorados, a veces rojos, las casas blancas. Veo pasar el mundo frente a mis ojos y pienso que es fácil vivir así. Dejándose llevar. Aceptando las cosas como vengan: un fallo en el motor, un viajero inesperado, un cambio de rumbo. Nada parece importante y al tiempo, cada detalle es relevante. Un águila planea allá arriba. Un anciano camina al borde del camino, apoyado en un bastón de madera retorcida. ¿Pienso eso de verdad o solo es por miedo? Miedo a parar y tener que enfrentarme a la realidad. Miedo a la inmovilidad. Miedo a la soledad y al dolor... —¡Ayyy! Paolo me ha rozado el codo al cambiar de marcha. Mi grito lo ha asustado y ha dado un salto en el asiento. —Lo siento —le digo—. No quería asustarte. Me mira con cara sorprendida. —¿Qué te pasa? —Me he dado un golpe, pero no ha sido nada. No recordaba que doliese tanto. Le enseño la herida. Un pequeño rastro de sangre. —Eso no es nada —me confirma Paolo—. Eres una exagerada. —No quería gritar, en serio —me justifico—. Es que me ha pillado de sorpresa. —Tendrías que haberlo lavado con agua y jabón —interviene Atlas. —Bah, eso no merece ni una tirita —añade Paolo. Giro el brazo e intento mirarme el codo. La verdad es que es una herida muy pequeña. Pero me molesta el comentario de la tirita; el roce me ha dolido de verdad, no soy una quejica. —Ya imagino que tú estarás acostumbrado a grandes heridas y roturas múltiples —intento que note el tono sarcástico. —¿En serio? —pregunta Atlas, mirando a Paolo con los ojos muy abiertos. Ese no ha captado el tono.

—La abuela no le dedicaría ni una mirada —continúa Paolo. —¡La abuela me habría puesto una venda y me habría mimado un rato! —¡Já! ¡Qué poco la conoces! Los dos quedamos en silencio. Eso no puedo rebatirlo. Realmente, la conozco poco. Aunque me gustaría saber más de ella y sé que es algo que ya no podré hacer. Pero algo de ella sí sé. Y quizás yo sea la única. Me invade la tristeza y vuelvo a mirar por la ventanilla. Los cipreses siguen ahí. Tras el cristal caía la lluvia, inmisericorde, desde la tarde anterior. Gabriella miraba por la ventana entreabierta, apoyada en la mesa de la cocina. Olía a tierra mojada, a raíces agradecidas. Se arropó un poco más en el chal oscuro que le cubría los hombros y echó una ojeada a la olla. Un ratito más. La puerta se abrió de golpe y Gabriella dio un salto. —Soy yo, mamma —dijo Michele—. ¿Te he asustado? —No. Bueno, un poco. Con la lluvia no he oído tus pasos en la grava del camino. Michele sonrió. —¿En la grava? —la miró a los ojos, gris azulado contra gris azulado—. Mamma, la grava está al otro lado de la casa. Entonces fue Gabriella quien sonrió. —Tengo muy buen oído, hijo. —La sonrisa se congeló en su rostro —. ¿Qué llevas ahí? Apartó el cuello del abrigo de Michele. Un trozo de su mandíbula tenía un color morado y estaba hinchado. —No es nada —Michele se giró para subir a su habitación—. Un golpe. —¿Quién te lo ha hecho? —preguntó Gabriella. —No te preocupes, mamma. ¡Tengo edad para pelearme! — contestó Michele desde las escaleras. Gabriella cerró los ojos y suspiró. Otro moratón. Oyó la puerta del cuarto de su hijo al cerrarse. No hay edad para pelearse, pensó. Metió la cuchara de madera en la olla y dio unas vueltas. La retiró del fuego y comenzó a subir, escalón a escalón. —Michele —llamó. La puerta se abrió casi al instante.

—¿Quién te lo ha hecho? —preguntó. Michele dudó. No quería que los otros chicos lo llamaran chivato. Miró a Gabriella. No quería que los otros chicos dijeran que su mamma peleaba por él. —Mamma... —suplicó—. Solo ha sido una pelea. Otra pelea. —No te preocupes —Michele dio un paso adelante y cogió a su madre de las manos—. Son tonterías. —No se pelea por tonterías, Michele. Tú no te peleabas nunca. Y ahora... Michele intentó sonreír y casi lo consiguió. Le dolía la mandíbula. La mirada de Gabriella se volvió aún más sombría. —Cosas de chicos, mamma. Dicen que tengo acento raro, que soy extranjero. Pero no me importa. —No eres extranjero. Solo eres del sur. —Lo sé. Por eso no me importa. —Entonces, ¿qué es lo que te importa?, ¿qué te obliga a pegarte con alguien? El chico soltó las manos de su madre y se acercó a la ventana. La lluvia arreciaba. Limpiaba los prados, alimentaba el trigo. —Hablan de ti —susurró. Gabriella suspiró. Sabía que ese momento llegaría. Ella no era del pueblo. Pero tenía una gran finca. Nadie sabía con qué dinero, con qué armas la había comprado. Chismes, murmuraciones, rumores. A ella nunca la aceptarían, pero creía que a él... —No te preocupes —volvió a decir Michele—. Se les olvidará en cuanto encuentren a otro con quien meterse. —Está bien —Gabriella le señaló el mentón—. Deja que te ponga algo en esa cara; parece una berenjena. Comenzó a bajar la escalera, oyendo las risas de Michele en el cuarto. —¡Pues tendrías que ver cómo ha quedado el otro! Al día siguiente, Gabriella miró a Michele mientras bajaba el camino en dirección al colegio. Sus hombros, cada vez más anchos. Su forma de caminar, tan parecida a la de su padre. Había dejado atrás la niñez. En cuanto lo perdió de vista, comenzó a preparar su cesta: pan recién hecho, bizcochos de frutas y miel, unos cuantos pimientos verdes y alargados.

Cerró la casa y caminó hacia el pueblo. El camino estaba muy mojado aún; los charcos brillaban como espejos. La tienda ya abierta, aunque sin clientela; era la mejor hora para vender sus productos. Angélica se afanaba limpiando tras el mostrador. Al ver a Gabriella le dedicó su sonrisa más artificial. Se notaba que no le caía bien, pero eso no le impedía revender sus bollos al doble del precio que le pagaba a ella. Gabriella dejó la cesta sobre el mármol y empezó a sacar las cosas. —Ciao, Angélica. —Ciao, Gabriella, ¿todo bien? —la pregunta obligada, la misma todos los días. —Bueno... —dudó. Angélica la miró y detuvo el paño. Aquello sonaba a chisme. —¿Algún problema? —se acercó a Gabriella, la sonrisa se ensanchaba—. ¿Estás bien? ¿Tu hijo está bien? —Pues... ayer llegó a casa con un buen golpe. —¿De verdad? —el paño sacaba brillo al mismo rincón, una y otra vez—. ¿Se cayó? —sugirió Angélica. —Sí, eso me dijo Michele. —¡Ah, estos chicos! —respondió Angélica—. ¡No nos dan más que disgustos! Y eso que yo no me puedo quejar; mi Nino es un ángel. ¿Y se hizo daño? —Bueno, no, solo un cardenal. Él dice que se golpeó, pero no sé si creerlo. Angélica detuvo de nuevo el paño. —¿Crees que fue una pelea? —preguntó. —Bueno, él nunca me lo dirá, no quiere acusar a ninguno de sus compañeros. Es una costumbre que nosotros tenemos muy arraigada allí, en el sur. —En el sur... —susurró Angélica. Miró a su alrededor. La tienda estaba desierta. —¡Oh, sí! —recalcó Gabriella—. Ya sabes: tú no delatas y yo te respeto. Tú pegas a un inocente y pagarás tú y los tuyos. —Angélica abrió mucho los ojos—. Tonterías de los pueblos. —Sí, claro... Y ¿de qué pueblo eres tú? No recuerdo si me lo has dicho... —Bah, no lo conocerías. Es un pequeño pueblo del sur. Del sur.

—MUY al sur —Gabriella había terminado; el mostrador estaba lleno de verduras y dulces—. Un pueblo muy pequeño, donde todos nos conocemos y nos protegemos mutuamente. —Miró a Ángélica a los ojos—. No importa dónde vayas o el tiempo que haga desde que te marchaste de allí. Nadie de mi pueblo está nunca desprotegido. Ni solo. La mujer mantenía el trapo sucio entre las manos, hecho un ovillo. Abrió la boca, pero ningún sonido salió de ella. —Que tengas un buen día, Angélica —selló Gabriella—. Ya me pagarás mañana. Cuando la puerta se cerró tras ella, Gabriella se permitió una sonrisa. A media mañana, todo el pueblo sabría de esa conversación. Michele no volvería a casa con ningún moratón más. Casalone El té sabe a miel, a campos lejanos. Y está caliente, muy caliente. Dejo la taza en el plato y la veo humear. Atlas no ha querido café, ni té. Come de manera espartana y cuando lo hacemos los demás; nunca lo he oído decir que tiene hambre. Ni frío. Parece estar siempre contento con el mundo. Al contrario que Paolo. —Se le va a enfriar —apunta Atlas, señalando el café junto a la silla vacía de Paolo. El dueño lo ha reclamado cuando estábamos terminando de comer; estarán hablando de pedidos y plazos. El negocio es el negocio, supongo. —Sí, se le va a quedar frío. Y luego protestará —contesto. Y pienso que protestará igualmente, esté como esté—. ¿A ti no te gusta el café? —No lo sé, nunca lo he probado. Parpadeo unas cuantas veces. Este chico nunca deja de asombrarme. —¿Nunca? —Nunca —¿Y el té? —Tampoco —¿Por qué no? —Nunca he sentido la necesidad. Miro el jardín a través de la ventana. El restaurante es una antigua villa

rehabilitada con muchos metros de tierra alrededor. La vista es magnífica. —No se trata de necesidad, sino de gusto —le explico—. Si no lo has probado, ¿cómo sabes si te gusta o no? —¿Tú lo has probado todo? —me pregunta. —No, claro, todo no. Pero los alimentos más habituales... no sé... —Mi madre decía que el café y el té eran excitantes y que yo no necesitaba más excitación —dice con una sonrisa. —Bueno, supongo que eso te lo dijo cuando eras pequeño. —Yo tenía tres años. —¿Tres años? —noto que me repito un poco. Atlas me mira; creo que no comprende qué es lo que no entiendo. Y lo cierto es que es difícil de explicar. —Quizás te lo dijo cuando debía, pero olvidó mencionarte que las cosas cambian cuando dejas la niñez. —Algunas sí; otras permanecen. Los argumentos de Atlas son irrefutables. Siempre. —Quiero decir que nunca se deja a los niños que tomen esas bebidas, pero sí están permitidas para los adultos. Es decir, que si quisieras tomarlas ahora... —Pero no quiero. —¿Por qué? —Porque no siento la necesidad. Cojo mi taza de té y vuelvo a dejarla con rapidez; está ardiendo. ¿Qué puedo decir? Me pongo la mano en la frente y noto el calor de la palma. —¿Siempre haces lo que dice tu madre? Atlas sonríe; una sonrisa cálida. —Siempre —contesta. Y no dudo de que es verdad. Oigo pasos a mi espalda y Paolo se deja caer en la silla. Miro el café: aún humea. Se lleva la taza a los labios y da un largo trago. Después suspira y mira por la ventana. Atlas y yo nos miramos. Esperamos unas palabras. Un «trato hecho», un «negocio cerrado»... Algo. Pero no. —¿Todo bien? —no me resisto a preguntar. —Claro —contesta Paolo sin mirarme. Me enerva su silencio. Y que me ignore. Me pongo en pie. Total, él no me va a explicar nada y yo no podré terminar el té hasta 2020...

—Pues andando. Voy hacia la puerta y espero que Atlas me siga. Me hubiese gustado ver la cara de Paolo. Pero la puerta se cierra tras de mí y me quedo de pie en la grava del camino, sola. Me siento traicionada por Atlas; ¡ese pirata al que siempre he defendido me abandona en mi salida triunfal! No sé si hacerme la digna y esperar en el coche, pero entonces me doy cuenta de que, por supuesto, no tengo la llave. Me trago la dignidad y vuelvo a entrar. Allí siguen los dos, sentados a la mesa. No se han movido y tienen una charla animada. —¿No nos íbamos? —pregunto, esperando que no hayan notado mi humillante y fallido desplante. —Sí, en cuanto Atlas acabe de confesar —contesta Paolo. Sin mirarme. —¿Confesar? —pregunto, mientras vuelvo a sentarme. Casi me lo pierdo. —Sí, bueno, es una confesión, literalmente —empieza Atlas—. Voy a contaros una parte de mi vida que no es pública, así que... —¡Eres una mujer! —interrumpe Paolo. Tengo la tentación de pegarle, pero puede que solo lo haya hecho para romper el hielo. Atlas parece un poco nervioso. —No le hagas caso —le animo—. Continúa. —Bueno, todos tenemos una parte femenina, así que no me ofende lo que dices —se dirige a Paolo—. Incluso tú. —No, yo no —niega Paolo. —No, él no —confirmo yo. Atlas vuelve a sonreír. Creo que ya está tranquilo. —Tengo un don —nos desvela. Paolo y yo nos miramos. —¿Cómo un don? —pregunto—. ¿Adivinación? ¿Lees la mente? ¿Ves el futuro? —¿Puedes volar? —añade Paolo y recibe una mirada reprobatoria de mi parte. —¡Oh, no! Es mucho más sencillo que eso. —Se inclina hacia adelante, sobre la mesa, y Paolo y yo lo imitamos. Somos tres cabezas a corta distancia—.Os lo resumo : oigo voces. —¿Oyes voces? —digo yo. —Te repites —me dice Paolo.

—En realidad, ahora solo oigo una voz —sigue Atlas—. La de Esteban. Prato d’Era La mujer estaba sentada al sol, con la espalda apoyada en la pared blanca de la casa. En el camino distinguió al pequeño grupo que se acercaba: su cuñada, sus sobrinas, sus hijos. Vuelta del colegio. Hora de merendar. Pero aún permaneció sentada un momento más. A lo lejos, una figura pequeña echó a correr y la mujer abrió los brazos para recibirla. —¡Mamma! —Atlas, mi pequeño —susurró, cubriéndole el pelo de besos. Sabía a barro—. ¿Has estado tumbado en un charco? —le preguntó. El niño sonrió. —¿Sabes que me ha contado hoy Pietro? Que no ha visto nunca un coche. Y Giovanna dice que lo del televisor es mentira. —Atlas frució el ceño—. ¿Por qué dicen eso, mamma? ¡Yo no soy un mentiroso! —Sí lo eres. El grupo había llegado a la casa y la mujer repartía besos a los niños. —¡Calipso! ¡No digas eso! —la reprendió su madre. —Siempre está inventando cosas —apunta su hermano—. ¿O crees que esos nombres son de chicos del colegio? ¡Se los inventa! —¡No es cierto! —gritó Atlas. —Chssss... —intentó calmarlo su madre—. No les hagas caso — susurró a su oído—. Ellos no lo entienden. —¿Qué es lo que no entendemos? —preguntó el chico más mayor. Su madre esperó a que su cuñada y sus sobrinas entrasen en la casa. Mantenía abrazado a Atlas a su lado, su cabeza sobre su pecho. El niño estaba enfadado. —No lo entendéis ahora, pero ya lo entenderéis —repuso la madre, mientras intentaba levantarse, con Atlas aferrado a ella. —No hay nada que entender —los cuatro hermanos rodeaban a la mujer—. Atlas está chalado. —¡Crono! —Quizá elevó el tono más de lo debido—. ¡No vuelvas a decir eso! La niña, un poco más alta que su hermano pequeño, se acercó a consolarlo. —No te preocupes, Atlas —le dijo—. Seguro que se te pasará.

Cuando crezcas un poco. —Sí, seguro —dijo la madre, y con un gesto les indicó que entrasen en casa—. Id a merendar y luego hacéis las tareas que os ha dejado vuestro padre. Y no olvidéis ninguna, que luego se enfada. Los niños dieron por terminada la conversación. La perspectiva de la merienda y de actividad en el granero o con los animales era mucho más divertida. Atlas siguió aferrado a la cintura de su madre, con la cara medio enterrada en su hombro. A duras penas consiguió separarlo un poco para mirarlo. Las lágrimas habían abierto surcos en su rostro manchado de polvo; parecía un vagabundo de los que aparecían por la casa a veces, pidiendo algo de comer. —Atlas —comenzó—, tienes que aprender que el don que tú tienes no es fácil de aceptar por los demás. —¿Por qué? —preguntó el niño. —Porque nadie más puede oír a esos amigos tuyos. —Tú sí puedes —repuso Atlas, limpiándose los mocos con la manga. —Yo no puedo oír a tus amigos, pero sí a los míos. Pero nadie más los oye. Así que es normal que no te crean. —¿Por qué? —Porque a la gente le cuesta creer lo que no pueden ver. Atlas miró el camino. Parecía estar pensando en lo que acababa de decirle su madre. —Yo sí les creería... —Pero para ti es distinto —sonrió la mujer, sacando un pañuelo verde del bolsillo de su vestido—. Tú ya sabes que son reales, que están ahí. Ellos no pueden verlos, ni oírlos, así que creen que te los inventas. —Yo no miento... —volvió a enfurruñarse el niño y su madre aprovechó para limpiarle lágrimas y mocos. —¡Ahora ya puedo ver a Atlas! Con tanta suciedad, no sabía si eras tú de verdad. —Sí lo sabías —rió el niño. —Claro que lo sabía —lo abrazó un poco más fuerte—. Escucha, vamos a hacer un pacto, tú y yo. —¿Qué es un pacto, mamma? —Un acuerdo. Algo secreto entre tú y yo que tenemos que cumplir

los dos. —Vale. —Tú no dirás a nadie las cosas que te dicen tus amigos que los otros no pueden ver... y yo te dejaré mis libros. —¿Los de tu habitación? —casi gritó Atlas. —¡Chsss...! —le hizo callar—. Los de mi habitación, los de dioses y monstruos y países lejanos. —A papá no le va a gustar. —Papá no se enterará, porque es un pacto secreto. Los ojos del niños brillaron, su sonrisa le iluminó el rostro. Pero volvió a ensombrecerse un momento. —¿Tengo que hacer como si no tuviese amigos? —Solo con tus amigos que los otros no pueden ver, cariño —le acarició el pelo—. Si tú tienes muchos amigos y no puedes compartirlos, quizás los demás podrían enfadarse contigo. Atlas reflexionó un momento. —¿Pero puedo contártelo a ti? —Claro. Pero solo si no hay nadie más, ¿de acuerdo? El niño volvió a sonreír y la madre le indicó que entrase en la casa. —Vamos —le dijo—. A merendar. —Tenemos un «pasto» secreto —susurró Atlas y corrió a la puerta. La madre sonrió y lo miró ir con tristeza.

Casalone —¿Y eso qué significa, exactamente? —quiere saber Paolo. Atlas se ha recostado en la silla, examinando nuestros rostros. Creo que quiere descifrar nuestra reacción antes de que podamos disimular. Lo que no sabe es que ni Paolo ni yo pensamos disimular nada. —Pues significa eso mismo: que oigo voces. —¿Estas loco? —pregunta Paolo. Lo miro con asombro. El disimulo, tal y como sospechaba, no se le da nada bien. —Algunos podrían pensar que sí, que estoy loco. —¿Y tú? ¿Qué piensas tú? —le pregunto. —Yo creo que no lo estoy. Creo que es un don. Mi madre lo tenía y yo lo tengo, aunque ninguno de mis hermanos lo ha heredado. —¿Y si tu madre también está loca? —añade Paolo, con un tacto digno de un elefante ebrio. Atlas sonríe y no hay rastro de rencor en sus ojos. —Cuando crecí y empecé a darme cuenta de que lo que me ocurría a mí era en verdad extraño para todos los demás... llegué a pensar eso mismo, que estaba loco. Pero ahora sé que no. —¿Y cómo lo sabes? —Paolo, ahondando en la herida. —Porque no oigo voces de gente que no existe, de personas inventadas. Eso nos cuesta un poco asimilarlo, al menos, a mí. Paolo mira a Atlas y después se mira las manos, que mantiene entrelazadas encima de la mesa. Ahora que lo pienso, parece un poco nervioso. —¿Quieres decir que... oyes a personas reales?, ¿a distancia? —Bueno, la distancia es algo relativo... no es algo físico. Noto que empiezo a perderme. Mi mente, acostumbrada a calcular distancias entre planetas y estrellas, masas y volúmenes, no acierta a identificar lo que Atlas intenta decirnos. Paolo parece tan despistado como yo y veo aparecer la incredulidad en sus ojos. —Explícate —le exige a Atlas. Él sonríe de nuevo. Creo que lleva mucho tiempo preparando esta explicación, aunque dudo mucho que la haya dado alguna vez. Vuelve a inclinarse sobre la mesa y nosotros lo imitamos.

—Hablo de distancia temporal —susurra—. La persona que oigo, y las que oía antes, están muertas. Noto que tengo la boca abierta y me apresuro a cerrarla. Paolo mira fijamente a Atlas, como si pudiese traspasarlo, leer en su interior si está mintiendo. Pero Atlas aguanta su mirada; sus ojos son cristalinos, sus manos no tiemblan, ni sus párpados, ni enrojece... No encuentro nada de aquello que en las películas dicen que delata una mentira. Paolo abre la boca pero vuelve a cerrarla. Me adelanto. —¿Quieres decir que hablas con los muertos? —Bueno, ahora solo con uno. —¿Por qué ahora? Es decir, ¿antes hablabas con más de uno? —Antes me hablaban muchos. Yo no puedo hablar con ellos. Bueno, sí puedo, pero no suelo hacerlo. Pero ahora solo me queda uno —antes de que yo pueda hacer la siguiente pregunta, continúa—. Cuando yo era pequeño, oía a muchas personas. Pero ahora solo oigo a Esteban. Paolo se revuelve en la silla, inquieto. Mira al mostrador y le hace una seña al camarero para que nos traiga la cuenta. Cojo el bolso; me toca pagar a mí y lo haré, pese a las protestas que suele esgrimir Paolo. Pero esta vez me sorprende: se levanta y sale sin esperarnos. Empiezo a temer que la revelación de Atlas no le ha gustado nada y que la continuidad de su viaje con nosotros pende de un hilo. Eso, si es que no me deja a mí también en este pueblo, por haber invitado a Atlas. Atlas lo ve salir y agacha la cabeza, apesadumbrado. Imagino que es importante para él que lo creamos, aunque no seamos sus mejores amigos, aunque no seamos nada para él. —Tranquilo —le digo—. Paolo es un poco... arisco —es lo más suave que se me ocurre—, pero no es malo. Supongo que cuesta un poco asimilarlo. —¿Y tú? Busco al camarero, desesperada, con la tarjeta en la mano. ¿Qué puedo decirle? ¿Que no me lo esperaba? ¿Que estoy acostumbrada a mirar y ver, a pesar, a medir, a calcular, y que los espíritus están fuera de mi universo? Noto que busca mis ojos y me siento cobarde. No se merece que le de la espalda, así que me vuelvo y lo miro. Y en ese momento decido que quizás mi universo sea aún más grande de lo que yo imagino y que me quedan cosas por descubrir.

Decido que Atlas no miente. Prato d’Era A sus quince años, se sentía el ser más solitario del planeta. Abandonado. Triste. Desamparado. Lejano. Y solo, muy solo. Tras la muerte de la madre, la casa pareció vestirse de luto. Las paredes se volvieron grises, el otoño desnudó los árboles, las vides enrojecieron y adelgazaron sus frutos en las ramas. Llegó el frío, la nieve y la familia se aletargó, con el alma dolorida, echando de menos la voz y los pasos cantarines y acogedores. El padre paseaba como león enjaulado, sufriendo ataques de furia y de tristeza, y los hijos lo evitaban huyendo al instituto, o al campo, o a la cocina en la que ya no estaba ella. Atlas se refugiaba en su habitación. En los libros de su madre. Sin abrirlos, sin tocarlos, como si temiese que desapareciesen si los rozaba con los dedos. Intentaba no moverse. Como una esfinge, sentado en la cama, miraba por la ventana sin ver nada. Buscaba en su cabeza y solo hallaba silencio. Nadie contestaba a sus llamadas, nadie le ofrecía el consuelo que necesitaba. Su madre se había ido y se había llevado sus voces con ella. Atlas no lo entendía. No entendía nada. Así que llamaba, y preguntaba y solo encontraba el eco de su voz. Con la primavera, el padre abrió la puerta de la casa y pisó el camino por primera vez desde hacía meses. Miró las hojas nuevas, los campos verdes y caminó hasta el huerto. Arrancó las malas hierbas que empezaban a crecer tras el invierno, con las manos desnudas. Cogió una vieja azada y trazó los surcos que albergarían nuevas semillas: pimientos verdes, zanahorias, cebollas y pepinos. Reservó dos hileras para flores, las preferidas de mamá. El trabajo pareció calentarle el cuerpo y el alma. Llamó a sus hijos y les encargó tareas: tú coge el tractor, tú prepara la siembra de la tierra de la colina, tú enciende el horno y haz el pan. No había tarea para Atlas, que seguía buscando, llamando, hasta que una voz antigua contestó. Esteban. Atlas se aferró a ella y le arrancó una promesa. Que nunca lo dejaría solo.

En algún lugar de la A—24 Paolo conduce sin apartar la vista de la carretera que, por una vez, no es secundaria, otra novedad. No ha dicho una palabra desde que hemos subido al coche; pero veo sus reacciones ante las respuesta que da Atlas a mis preguntas. —¿Y por qué Esteban? Atlas dudó un momento. —La verdad es que no estoy seguro. Se lo he preguntado mil veces pero tampoco él sabe contestar. Supongo que estuvo conmigo desde el principio; por eso volvió. —Pero —mi mente lógica seguía buscando explicaciones lógicas —, ¿cómo sabes que todo eso no es producto de tu imaginación? Conoces el poder del cerebro, de las enfermedades mentales... —Sí, conozco muy bien todo lo que se ha escrito sobre enfermedades mentales. Trastornos de personalidad y todo eso... Te aseguro que he leído todo lo necesario. —Puede que solo sea la respuesta de tu cabeza a tu necesidad de compañía, tras la pérdida de tu madre... —le sugerí, e intenté que notase el cariño en mi voz. —Sí, yo también lo pensé. Pero escucha —se adelantó en el sillón de atrás, provocando un gruñido de la perra que había estado durmiendo con la cabeza en su regazo—, ¿cómo explicas que Esteban me revele cosas? Cosas que yo no sé, de las que no tenía ni la más remota idea. —¿Por ejemplo? —pregunto. —Datos. Sobre papas. Miro a Paolo que mantiene la vista al frente, huraño. Lo de los Papas no le gusta, lo sé. —¿Sobre papas? —Sí, cualquiera de ellos. Nacimientos, muertes, duración de sus papados, detalles de sus vidas... —¿Y por qué sobre papas? Atlas lanza una de sus sonrisas luminosas, que termina en una leve carcajada. Nunca lo había oído reír. —¡Porque Esteban fue papa! —exclama.

—¿Hablas con un papa? —la cosa no dejaba de tener lógica, dentro de lo absurdo. Eso explicaría unas cuantas cosas. —Bueno, fue papa durante muy poco tiempo, pero... —frunce el ceño e inclina la cabeza—. En realidad, no le gusta nada que hable de él —me susurra. —¿Por qué? —Creo que está harto de las dudas sobre él —contesta—. ¡Oh, basta ya! —grita. Paolo y yo damos un salto en nuestros sillones. Lo veo sujetar el volante aún más fuerte, mientras echa un vistazo a Atlas por el retrovisor. —Lo siento, no quería gritar —se disculpa Atlas—. Voy a contarlo, te guste o no —asegura, muy bajito, mirando a su ombligo. Luego levanta la cabeza y me sonríe. —Esteban solo fue papa durante tres días —nos explica—. Por eso se le conoce también como «el papa efímero». Como fue elegido pero no llegó a ser ordenado, durante muchos años no se le consideró papa. Inclina de nuevo la cabeza, durante unos segundos. Yo espero en silencio; Paolo conduce, pero está escuchando, ligeramente ladeado hacia mí. —Dice Esteban que «lo sacaron de las listas» —continúa, con una media sonrisa—. Eso es lo que más le fastidia. Le tiene cierta manía a algunos Papas... especialmente, sí, reconócelo —dice para sí mismo — a Juan XXIII. Fue quien decidió que Esteban no debía ser considerado, definitivamente —nos apunta. —Vale, pero... —interrumpo— ¿cómo sé... como sabemos —miro a Paolo por el rabillo del ojo— que todos esos datos no los has leído en la Wikipedia? —¿Dónde? —pregunta Atlas. Suspiro. Este chico es capaz de no conocer que ya se inventó Internet. —Quiero decir que puedes haberlo leído y no recordarlo conscientemente, pero tu mente sí lo recuerda y por eso te parece que los datos son nuevos. Atlas vuelve a recostarse en el asiento y Mafia se apresura a colocar la cabeza en sus rodillas. Parece pensativo. —¿Por qué iban a interesarme a mí los papas? —pregunta a nadie en particular.

—No lo sé, dímelo tu. —Lo que dices podría ser cierto, aunque por supuesto no recuerdo haber leído nunca sobre eso. Al principio, cuando volvió Esteban, sí busqué la confirmación de algunos datos que me dio — volvió a sonreír—, y él se enfadaba porque no me fiaba de él... Pero todo lo que me dijo resultó ser cierto. Aunque algunas cosas, por supuesto, son imposibles de comprobar. —¿Por ejemplo? —Gustos culinarios, de lectura, sexuales. —¿Sexuales? ¿Un papa? —estoy más sorprendida que escandalizada. —Bueno, las cosas no son siempre lo que parecen —afirma Atlas. —¿No te estará tomando el pelo? Se lleva la mano a la cabeza y la recorre, adelante y atrás. Su cabello es un nido de pájaros. Me pregunto qué aspecto tendrá con un peinado normal, pero inmediatamente desecho la idea: está mejor así, con el pelo revuelto y pinta de acabar de despertarse. —Puede ser —reconoce—. A veces pienso que Esteban dice todas esas cosas por rencor. No te enfades —susurra. Me giro y apoyo la espalda en el respaldo. Miro al frente y solo veo carretera y vallas a los lados. Prefería las vías secundarias. El paisaje era muchísimo mejor. Intento asimilar lo que nos ha contado Atlas mientras observo las montañas, a lo lejos. Empieza el atardecer, otro día está llegando a su fin y yo me descubro pensando que no tengo ganas de que pase. No quiero que termine el viaje, pese a todo. No quiero volver. Paolo carraspea y me saca de mis pensamientos. Parece que va a decir algo. —Y ese tipo, Esteban... —comienza— ¿Qué más cosas te dice? ¿Él puede hablar... —duda— con otros espíritus? Atlas se toma su tiempo antes de contestar. —No estoy seguro de cómo funciona esto —nos dice—. Yo creo que solo puede hablar por sí mismo. Cuando los otros... cuando oía a más personas, cada una me hablaba de sí misma y de sus cosas. No sé si se comunican entre ellos —concluye. Paolo suspira y parece relajarse. Sus nudillos ya no aparecen tan blancos sobre el volante. —Cuando murió mi madre —susurra Atlas, y Paolo y yo nos

concentramos en sus palabras— creí que la oiría. Que se quedaría conmigo, como los otros. Pero no lo hizo, nunca la oí. Y cuando volvió Esteban le rogué que la buscase o que hablase con ella. Que le pidiese explicaciones. Pero no pudo o no quiso. No sé cuáles son las normas que rigen ese mundo. Quizás ellos también son prisioneros, o son libres para hacer su voluntad y no la nuestra. El eco de su voz quedó flotando en el coche durante unos instante. Imagino que debió ser muy duro para Atlas perder a su madre, dos veces. Esperarla como a los Reyes Magos, con confianza absoluta de que llegará, llueva o nieve, esperarla día tras día hasta comprender que se acabó, que la infancia se fue y los regalos no caen por la chimenea. Sacudo la cabeza y trato de no pensar en ello. Pobre Atlas. Pobre, pobre Atlas. Cae la tarde y seguimos haciendo kilómetros. Paolo conduce ahora tranquilo, con el rostro bañado por las escasas luces del salpicadero. Me pregunto qué le hizo ponerse así de tenso y hacerme temer por el viaje. ¿La posible locura de Atlas? Me recorre un escalofrío. Acabo de tener un pensamiento absurdo... ¿o lógico? Quizás lo que le alteró no fue que Atlas estuviese loco, sino que dijese la verdad. Si Atlas puede oír a los muertos, tal vez pueda escuchar cosas que no debería oír. Cosas como el nombre de un asesino de boca de su víctima.

Castellina in Chianti Chiara entra en la cocina con una bandeja repleta de platos sucios al tiempo que Fiorella sale con una fuente humeante de tagliattelle. La puerta que da al comedor no parece ser capaz de estar cerrada ni treinta segundos. Silvana entra por detrás con un puñado de hojas de albahaca recién cogidas y Emilia se las arrebata de las manos para empezar a preparar el pesto. Chiara mete los platos bajo el grifo, con gesto de contrariedad. —Y a ti, ¿qué te pasa? —pregunta Emilia. —Nada —gruñe la joven. Vuelve Fiorella como una tromba, con la fuente vacía y una jarra de vino por rellenar. —¿Hoy ha venido toda Italia a cenar? —se queja. Silvana las mira mientras se lava las manos. Quizás necesitarían a alguien más para la temporada alta que se aproxima. —¡Dejad de refunfuñar hasta que terminéis el trabajo! —les ordena Emilia—. Si no hay nadie, os quejáis por el aburrimiento; y si viene mucha gente... ¡No hay quién os entienda! Chiara se gira para contestar a su madre y se encuentra con la mirada de advertencia de Fiorella. Así que agacha la cabeza y sigue con los platos. —Veré si puedo encontrar a alguien para ayudar el fin de semana, ¿de acuerdo? —intenta mediar Silvana—. Si esto sigue así, parece que será un buen año. —Será nuestro último año —vaticina Chiara—. Moriremos de agotamiento. —¡Chiara! —exclama Emilia—. Se acabaron las quejas. ¡Y saca esa bandeja de postres antes de que alguien entre aquí a por ellos! Con un bufido, la joven desaparece en el comedor haciendo tintinear los platos de panacotta. Las dos mujeres intercambian una mirada. Silvana suspira. Sabe que a veces les exige demasiado y están en edad de rebelarse. Pero Emilia no se lo permitirá; al menos, no mientras dure la cena. —¿Y tú? —Emilia señala a Fiorella—. ¿Alguna queja? —¡Nooo! —exclama, y sale huyendo. Silvana se acerca a la mesa donde trabaja Emilia. Huele a albahaca

recién cortada, a aceite de oliva, a piñones. —Prometo que les daré un descanso, en cuanto encuentre a alguien —le dice. —No necesitan tanto descanso —gruñe Emilia, mientras tritura la albahaca y los piñones en el mortero—. Al revés, ¡si trabajasen y estudiasen más...! —Estudian y trabajan mucho —dice Silvana suavemente—. Son buenas chicas. —Sí, claro... —la maza golpea sin descanso—. Chiara ha faltado a clase dos veces este mes. Su tutor me ha llamado. Y ella no quiere decirme porqué lo ha hecho. —Deja la maza sobre un plato y mira a Silvana—. Y Fiorella anda como alma en pena, desde que se han ido Paolo y Eva. —Pero, ¿por qué? —pregunta Silvana. —Ya te he dicho que no quiere hablar conmigo de eso. —No, hablo de Fiorella —explica—. ¿Está preocupada por Eva? Ella puede hacerlo de sobra y... Emilia la observa perpleja. Mira un momento hacia la puerta del comedor, pero parece que ninguna de las chicas tiene ganas de volver a la cocina. —Eva no le preocupa. Es Paolo. —¿Paolo? —ahora es Silvana la que está perpleja—. ¿Por qué está preocupada? No es la primera vez que hace entregas y... —Silvana, ¿es que no te enteras de nada? Las dos mujeres se miran por encima de la mesa, tanteándose. —¿De qué tengo que enterarme? —pregunta Silvana. Emilia suspira y mira al techo. —Fiorella está enamorada de Paolo. La mandíbula inferior de Silvana se descuelga y sus ojos se abren. Emilia empieza a sonreír. Desde luego, esa mujer vive en otro planeta. —¿Fiorella?, ¿de Paolo? Emilia vuelve a coger la maza y añade aceite a la mezcla del mortero. Es mejor dejar que asimile las noticias. —¿Y Paolo...? —pregunta Silvana. —¿Y Paolo qué? —Que si Paolo... que si él también... —No, Paolo nada. Creo que ni la ve.

Se abre la puerta y entra Chiara, colorada por el esfuerzo de soportar el peso de otra bandeja cargada. —La dos, la ocho y la nueve quieren la cuenta —informa. Suena el teléfono sujeto a la pared, al lado de Chiara; descuelga con otro bufido. Las dos mujeres se miran pero no quieren hablar delante de la joven. Chiara tapa el auricular con la mano y se dirige a ellas. —Es un tipo que pregunta por Eva —les informa—. ¿Qué le digo? —¡Dile que no está! —exclama Emilia, pero Silvana niega con gesto rotundo. Chiara sigue con el teléfono en la mano. —Dile que regresará mañana, seguramente. Esta noche hacen la última entrega en Onna. —Mira a Silvana y susurra—: Seguro que es el novio... y no hay que cerrar todas las puertas. Chiara habla rápidamente y termina con un brusco «ciao». Cuelga y sale hacia el comedor. En cuanto la puerta se cierra, Silvana alarga el brazo por encima de la mesa y coge la mano de su amiga. Se miran. —Fiorella... No podía imaginar... pero nada me gustaría más, ya lo sabes. —Lo sé. Pero también creo que no ocurrirá y que tu hijo le partirá el corazón a mi hija. —Hay que darle tiempo —reconoce Silvana—. Pero no perdamos la esperanza. Y sonríe como si una ilusión nueva hubiese anidado en su alma.

Cerca de Onna Quiero quitarme esa idea de la cabeza. Pero ahí sigue, revoloteando. Miro por la ventanilla, pero no hay nada que ver: ya es noche cerrada. Me envuelvo mejor en la chaqueta, pese a que no hace frío. Paolo sube un poco la calefacción, sin apartar la vista de la carretera y sin dirigirme una palabra. Su gesto me hace sonreír por dentro. No puede ser un asesino. No quiero que sea un asesino. Me esfuerzo en pensar en otra cosa. Detrás, Atlas sigue callado, inmerso en su mundo. De vez en cuando su rostro se transforma: incredulidad, enfado, asentimiento. Quizás Esteban le está contando chismes de sus colegas de profesión. Me sorprende mi nueva faceta de mujer crédula y me sorprende más que me haya costado tan poco esfuerzo cambiar. O tal vez es que en el fondo no creo que hable con fantasmas, pero prefiero eso a reconocer que está loco. Esta noche mi cabeza no me proporciona ninguna idea buena. ¿Pensar en a vuelta a casa? Mejor no. ¿En el futuro? ¡Desde luego que no! ¿En el pasado? Tampoco es que mi pasado reciente sea muy feliz. Me recuesto en el asiento que parece haberse amoldado a la forma de mi espalda; llevamos juntos muchas horas ya. Apoyo la cabeza entre el respaldo y la ventanilla y cierro los ojos. ¿En qué puedo pensar...? —¿Qué... qué haces aquí? —pudo articular Luca , tras unos segundos de desconcierto. Yo pensé que mi bienvenida hubiese sido muy distinta, de haberse tornado los papeles y ser yo la que abriese la puerta de mi piso de Madrid yLucael que estuviese plantado, por sorpresa, en el umbral. Supuse que cada uno reacciona de manera distinta. —¡He terminado! —contesté, intentando recuperar los ánimos. Luca volvió a dudar. Noté que no daba un paso adelante para abrazarme. Ni un paso atrás para dejarme pasar. —¿Qué has terminado? Mi desconcierto inicial estaba dejando paso a un enfado que crecía por momentos. Aunque reaccionase mal a las sorpresas, se estaba pasando. —He terminado el trabajo. Y he venido a verte —me esforcé en

explicárselo como a un niño pequeño—. Como me pediste. Ninguna reacción. Ningún paso hacia ningún lado. ¿Dónde estaba mi beso de bienvenida? ¿Dónde la declaración? — Luca , ¿qué ocurre? —pregunté. Y al segundo, me arrepentí. —¿Yo te pedí que vinieras? —y por primera vez pareció verme. —Me dijiste que tenías algo que decirme y que no querías hacerlo por teléfono. Lo entendí como una invitación. Pareció recordar y asintió levemente con la cabeza. —¿No puedo pasar? Lo que sea que tengas que decirme no querría oírlo en la escalera. Me asombré de mi propia frialdad. Él también pareció notarlo. —Sí, sí, claro. Pasa —concedió. Y abrió la puerta. Di los pasos necesarios. Solo los necesarios. Cerré yo misma y apoyé la espalda en la puerta. De repente, pensé que esa no era mi casa niLucaera mi novio. Que no era yo la que iba a recibir una mala noticia. Que yo era la espectadora de una película romántica en la que se va a producir una ruptura que luego, por supuesto, se arreglaría. —Dime —le pregunté. No tenía sentido posponerlo mas. Lo que fuese. Eva, yo... —más dudas. Demasiadas dudas. ¿O era cobardía?— Ven, siéntate aquí. —No —respondí. Me sentí más segura de pie, con mi mochila aún en la mano—. Dime lo que sea. —Escucha —empezó—, he estado pensando mucho... Vinieron a mi cabeza las palabras de Silvia. «Estaré aquí para recoger tus pedazos». Sonreí y Luca me miró, asombrado. —¿Qué te ocurre? —me preguntó. —Nada. Sigue —lo apremié. En algún lugar de mi corazón sabía lo que iba a decirme. Pero quería oírlo. Quería la confirmación de sus labios. —Eva, lo nuestro... no tiene futuro. Por fin. Lo dijo. En mi cabeza, todo encajó; el puzle se completaba y el resultado era una imagen no del todo sorprendente, no del todo terrible. Yo me pregunté cómo era posible que, sabiéndolo como lo sabía, hubiera podido estar tanto tiempo engañándome a mí misma. —Lo sé —le dije. Y también esta vez se sorprendió. —¿Lo sabes? —repitió.

—La pregunta es: ¿desde cuándo lo sabes tú? —esa era mi duda, la única que me interesaba resolver. Luca tampoco se había sentado. Se mantenía a distancia, en medio del salón. Yo seguía contra la puerta. —Ya te he dicho que he pensado mucho —dio un tímido paso hacia mí—. Tú no quieres quedarte aquí, a mí se me haría duro irme a España... —inició una sonrisa, de las que antes me desarmaban. Ahora me pareció de las de malo de película. —Nunca lo pensaste, ¿verdad? —le espeté—. Nunca pasó por tu cabeza venirte conmigo. Luca puso cara de ofendido. Pero la ofensa solo estaba en su rostro. Su orgullo no estaba herido. El mío, sí. ¡Qué tonta había sido! —¡Claro que lo pensé! —otro paso—. Eva, yo te quiero. Me reí. No pude evitarlo. La película romántica había dejado de serlo. Aquello era una tragicomedia, llena de clichés. Ahora yo tenía que creerme sus palabras y perdonarlo y quedaríamos como amigos. Pero yo no era así. En ese momento, descubrí una bruja Maléfica dentro de mí. —Eso es mentira. Nunca me quisiste. No sabes lo que es eso —las amargas verdades salían atenuadas por la risa. Sabía que si dejaba de reír, empezaría a llorar. Y eso jamás me lo perdonaría. No allí. No así —. Dime, ¿ya tienes novia nueva? Luca detuvo su avance. Sus brazos cayeron a lo largo de su cuerpo y su mirada relampagueó por la habitación. Eso bastó para darme la pista: había dado en el clavo. La puerta de la habitación estaba abierta y la cama hecha. En todo el tiempo queLucay yo estuvimos juntos, nunca se molestó en estirar ni una sábana. No quise oír mas mentiras. Abrí la puerta y salí al descansillo. Inicié el descenso; oía la voz de Luca pero no entendía sus palabras. Al llegar a la calle giré hacia el duomo, como solía hacer siempre. Mis pies caminaban de manera mecánica; mis manos sujetaban la mochila hasta que me di cuenta de que mis nudillos estaban blancos. Aflojé la presión, el paso y respiré. Pero seguí caminando; me sorprendí con la mente plana. No pensaba en nada, no sentía nada. Pasé la piazza y recordé a la novia roja. Me sentí estúpida y noté la presión de las lágrimas. Pero solo las dejé salir al mirar la inmensa belleza del duomo. Borroso, pero ahí estaba. De pie, macizo, desafiante y tranquilo. Lloré por mí, por mi inseguridad y mi estupidez. Lágrimas calientes de rabia, rápidas, silenciosas. Pensé en

cómo se lo diría a Silvia y descubrí que no tenía nada que decir. Ella ya lo sabía. Todo el mundo lo sabía menos yo. Tonta. Tonta. Mi orgullo empezó a crecer y se lo permití. Gracias a él, seguiría caminando. Tenía unos días por delante, en esa tierra que tanto quería; eso no había cambiado. No quería marcharme. Daría un largo paseo por Siena y luego, mis pies levarían anclas y decidirían dónde ir. Hacia la parada de taxis. Hacia Castellina.

Castellina in Chianti Gabriella no puede dormir. Los ojos abiertos recorren la habitación una y mil veces. La cómoda junto a la puerta, con el asa del último cajón rota; Michele la sacó de sus goznes cuando aún era pequeño y ella nunca la arregló. La silla de madera. Las cortinas ocres con unas hojas de árbol en suave relieve. No le hace falta luz para verlo todo: ha estado igual durante muchos años. Se remueve en la cama, hacia un lado, hacia el otro. Oye la puerta que se abre y los pasos cautelosos de Silvana. Extiende la mano y ella se la coge. —Gabriella, ¿estás bien? La anciana presiona sus dedos y gira la cabeza hacia la pared. —¿Por qué no duermes? ¿Tienes frío? ¿Te traigo una manta para los pies? Gabriella niega en silencio. —Algo te pasa, lo sé. Pero no puedo adivinar qué es, mamma — dice Silvana con cariño—. Tienes que hablarme. La mujer vuelve a centrar su atención en la pared pero no suelta la mano de su nuera. Ella se sienta en el borde de la cama. Sabe que tendrá que esperar. Mira la delgada línea de luz que se dibuja en el suelo de la habitación, que entra por la puerta que ha dejado semiabierta. —¿Es por la carta? Gabriella se gira y sus ojos casi blancos se posan en los de ella. —¿Es eso?, ¿la carta de Estados Unidos? Silvana intenta leer en el rostro de la anciana, pero no hay luz en ellos ni permite que se encienda otra bombilla que no sea la del pasillo. Con lentitud, Gabriella suelta la mano que mantenía en la de su nuera y señala la mesita al lado de su cama. Silvana mira: sus horquillas del pelo, las pastillas para la tensión, una pequeña radio, la foto de Michele... y bajo el marco, el sobre. La mano sigue señalando, temblorosa. Silvana se levanta y coge el sobre. Es muy delgado, de un color azulado, con sello norteamericano. El cartero se mostró casi orgulloso cuando se lo entregó, esa mañana. Ella lo había mirado con curiosidad, pero no llevaba remitente. Gabriella lo había cogido y se lo había metido en el bolsillo junto al rosario de azabache,

como hacía con casi todo. Ahora vuelve a ponerlo en su mano; observa que ha sido abierto cuidadosamente, como con una cuchilla de afeitar. Los dedos trémulos de la anciana sacan una hoja de papel del sobre y la dejan en manos de Silvana. Es muy fina, casi transparente, con unas pocas líneas de escritura pequeña y apretada. La mujer busca el único rayo de luz para poder leer. Nueva York Doña Gabriella: Le escribo para comunicarle que mi padre ha muerto. Falleció tranquilo, mientras dormía, sin sufrimiento alguno. Hacía tiempo que no se encontraba bien y, como hombre prudente, dejó claras sus últimas voluntades. Deseaba que sus restos fuesen incinerados y llevados a su pueblo natal, en el sur, salvo una pequeña parte que pidió le fuese entregada a usted. He creído que le interesaría saberlo. Yo no he estado presente porque me encuentro, como usted conoce, fuera del país. Aún no voy a volver, pero en cuanto pueda hacerlo, iré a visitarla para cumplir la voluntad de mi padre. Fue un buen hombre, digno y leal. Con todos mis respetos, Luigi. Silvana levanta la vista del papel y la deja descansar en la oscuridad. Intenta recordar, atrapar algo que se escapa. —Luigi es... —se dirige a Gabriella, que no se ha movido—. Lo recuerdo... Estuvo aquí en el entierro de Michele, ¿verdad? La anciana asiente. —Su padre... —Enrico —susurra Gabriella y Silvana la mira, sorprendida. No está acostumbrada a oír su voz. —Lo siento mucho —le dice mientras vuelve a meter la hoja de papel en el sobre y lo deja en la mesita—. Sé que lo conocías desde hacía mucho tiempo. Luigi parece un buen chico —la consuela—. ¿Qué hace en Estados Unidos? ¿Aún estudia? Gabriella gira la cabeza hacia la pared y Silvana entiende que no conseguirá nada más de ella esta noche. —Lo siento, lo siento mucho —repite.

Le coloca la sábana y arregla la manta sobre su minúsculo cuerpo. —¿Quieres una pastilla para dormir? La anciana niega levemente. Silvana suspira y sale de la habitación, entornando la puerta. El rayo de luz se extingue y los pasos se alejan hacia la escalera. En la oscuridad, la anciana extiende un brazo y tantea en la mesita. Sus dedos encuentran el sobre y lo traen sobre su pecho, arrugándolo. —Enrico —susurra. Y sus ojos ciegos dejan escapar una única lágrima.

Onna Despierto porque he dejado de oír el ronroneo del motor. ¿Me había dormido? No sé cuánto tiempo, pero sí, creo que he estado durmiendo un rato. Hemos llegado a Onna, supongo. El restaurante al que vamos a entregar el pedido está, como siempre, a las afueras de la población. Es una especie de casita rural, más pequeña que la de Castellina, pero con mucho encanto. A través de las ventanas de madera se distinguen algunas mesas con velas. Paolo baja de la furgoneta y cierra con un portazo; hace que me retumbe la cabeza. Me giro para mirar a Atlas, que también está saliendo. —Buenos días, dormilona —me dice con una sonrisa antes de cerrar con cuidado. Qué bonita sonrisa. El buenos días es una broma, claro, ya que es noche cerrada. Me he quedado sola, así que me resigno a bajar del coche yo también. El aire fuera es frío, pese a que estamos a principios de abril. O tal vez es que se estaba tan bien ahí dentro, con la calefacción y el movimiento... Mejor será que me espabile. Paolo ha entrado en la casa y sale acompañado por un hombre imponente: debe medir casi dos metros, con un enorme bigote negro y unos brazos musculosos y larguísimos. Atlas se ha alejado un poco detrás de Mafia, que había salido disparada hacia los árboles. Llevamos varias horas de viaje; seguro que la pobre perra no aguantaba mas. El hombre carga con varias cajas y las lleva sin esfuerzo aparente. Incluso Paolo, con sus brazos de hierro, solo puede transportar una cada vez. Para cuando regresa Atlas, el pedido está descargado y apilado en el almacén y el hombretón fuma un cigarrillo mientras Paolo apunta cosas en una libreta. —¿Ese hombre es italiano? —le pregunto a Atlas—. Apenas lo entiendo. Atlas escucha un momento, la cabeza ladeada. —Probablemente sea de algún país del este, de la antigua Yugoslavia. Espera... Casi le saca una cabeza a Paolo que, a su lado, parece un niño. —Esteban dice que es croata, de Zadar. —Y antes de que yo le pregunte, añade—: y lo sabe porque habla igual que Juan.

—¿Juan? ¿Qué Juan? —Juan IV o Ioannes Quartus, el papa número 72, cuyo mandato duró un año, en el 640 después de Cristo. Suspiro. Esteban, claro. Y sus papas. Atlas me mira con expresión inocente. Imagino que quiere averiguar si le creo. Así que le devuelvo la mirada, sonriendo. Tendría que hacérselo mirar, Esteban. Tanta obsesión no puede ser buena. El gigante tira la colilla al suelo y la pisa y luego le estrecha la mano a Paolo; parece que han terminado de hacer lo que estuviesen haciendo. Temo por su mano. Me encojo dentro de la chaqueta y me subo el cuello; debería haber cogido algo que abrigase mas. Pero quien iba a imaginarlo. —¿Tienes frío? —me pregunta Atlas. —Un poco, sí —contesto—. No pensé que me haría falta un abrigo, en estas fechas. —Tú no las ves —interviene Paolo, que se ha unido a nosotros—, pero ahí delante hay unas grandes montañas cubiertas de nieve. Los Apeninos. Miro tras la casa pero, por supuesto, no veo nada. Es de noche. Pero entonces hago lo que mejor sé hacer: buscar estrellas. Y me doy cuenta de que me faltan algunas. Aquila debería estar en el horizonte, pero no. Y tampoco una buena parte de la constelación de Pegaso. A poca altura, no se ven estrellas pero están ahí. Luego es cierto, hay montañas altas delante de nosotros. Y de sus cimas viene el viento que casi me hace tiritar. Me doy la vuelta y abro la puerta de la furgoneta. Prefiero esperar dentro mientras esos dos aseguran el resto de cajas, la mayoría, vacías. La parte de atrás está irreconocible ahora; cuando salimos no cabía un alfiler. Huele a final de viaje. Y para mí, a final de etapa, a cerrar página y a seguir andando. ¿Hacia adonde? Aún no lo sé. Mi teléfono vibra en el bolsillo y yo doy un respingo. Atlas está entrando en la furgoneta y a continuación, se abre la puerta del conductor. Miro la pantalla: Luca . Le doy a la tecla «ignorar llamada». No quiero hablar con él. No es un castigo... o tal vez sí. No me importa si pasa unos días un poco preocupado. A fin de cuentas, no le durará mucho. —¿Tu novio? —pregunta Atlas. Lo miro sorprendida. Paolo me mira a mí, también sorprendido. Atlas espera una respuesta.

—Mi exnovio —confieso y vuelvo a meter el móvil en el bolsillo. Paolo gira la llave de contacto y el motor se enciende con una sacudida. Recuerdo que yo emprendí este viaje con el objetivo de conducir. Já. Imagino la cara que pondrá Silvana cuando se lo cuente; dudo que Paolo le haya dicho nada por teléfono. —¿Tu ex novio desde cuando? —vuelve a preguntar Atlas. Siento arder la rabia en mi interior, allá adentro, muy profundo. No es desamor, es rabia. Vergüenza. Humillación. —Desde hace poco —le digo, esperando que note el tono de «no quiero seguir con el tema». —¿Aún le quieres? —continúa Atlas. —¿Qué? —exploto—. ¡Por supuesto que...! ¡No creo que sea asunto tuyo! —le contesto, casi gritando. Los dos chicos se quedan en silencio. Creo que, ahora mismo, querrían ser invisibles. Quizás me he pasado un poco. —Quiero decir que... —me vuelvo a mirar a Atlas, pero no parece ofendido— que aún es pronto, y estoy dolida, y no es el mejor momento para hablar de eso. —Lo siento —me contesta, poniendo su mano sobre mi brazo—. He sido un insensible y te pido perdón. Siento la sinceridad en sus palabras y el calor de su mano a través de la ropa. Me gusta. —No, perdona tú, no tendría que haberte gritado —le digo. Aparta la mano antes de que pueda acabar la frase, asintiendo con la cabeza. Estamos en paz; Atlas no parece capaz de guardar rencor. Miro hacia adelante; estamos entrando en el pueblo. —Ya estamos en Onna —anuncia Paolo. Y dirigiéndose a Atlas—: ¿adónde vamos? —A la iglesia —contesta sin dudar—. Dejadme allí y ya podéis regresar a casa.

Onna —¿Cómo...? ¿Quieres que te dejemos aquí? —le pregunto. Paolo y yo nos hemos lanzado una mirada de sorpresa. Sabía que el final del viaje estaba cerca, pero no imaginaba que tanto. —Sí, en la iglesia, por favor —indica Atlas—. Y luego, os vais. —¿Qué tienes que hacer allí? —Paolo parece tan desconcertado como yo—. Si no tardas, te esperamos. Lo mismo nos da ya un rato más... —No, no, no. No podéis esperarme. Tenéis que iros. La insistencia de Atlas me resulta, cuanto menos, sospechosa. El hombre misterioso lo está siendo hasta el final. Y me decepciona un tanto su desapego para con nosotros; a fin de cuentas, hemos pasado casi dos días juntos. Creí que le costaría un poco mas despedirse. Paolo detiene la furgoneta al lado de un parque, cerca de un quiosco pequeño. Apaga el motor y se gira hacia Atlas. —¿Qué vas a hacer? —le pregunta. —Esperar —dice Atlas. —Esperar ¿a qué? —No lo sé. —¿Que no lo sabes? —Paolo está elevando la voz. A veces, Atlas puede ser exasperante. —Un momento —intento mediar—, lo que sea que tengas que hacer, podrá esperar a mañana. ¿Has visto la hora? Ya es de noche y la iglesia estará cerrada. Podemos quedarnos... —¡No! —exclama Atlas—. Las órdenes son claras: yo me quedo y vosotros os vais. —¿Las órdenes?, ¿qué órdenes? —ruge Paolo. La perra se lanza al fondo de la furgoneta, con las orejas agachadas. Atlas no contesta. Abre la puerta y baja del coche; lleva su mochila en una mano. Paolo y yo lo imitamos. Los tres nos miramos, en el camino de entrada al parque. —Escuchad —empieza Atlas—, no siempre entiendo lo que Esteban quiere decir... —¡Esteban! ¡Otra vez con la chaladura! —le interrumpe Paolo, llevándose los brazos a la cabeza.

Atlas lo observa con tristeza. Quizás lo estaba esperando. —Ahora mismo, no sé si lo que intenta decirme es que vosotros tenéis que iros, o que el pueblo entero tiene que irse. O el mundo entero... —susurra—. Pero lo que sí entiendo de manera clara es que yo me quedo. Los ojos de Paolo van a salirse de sus órbitas. Se ha colocado frente a Atlas, con los brazos en jarras y el cuerpo hacia adelante; pero noto que no sabe qué hacer. Atlas, casi igual de alto pero mucho más delgado, no es rival. Quizás Paolo está valorando si arrastrarlo hasta la furgoneta y salir de allí. Hacia un manicomio, quizás. La farola de la plaza arroja una luz mortecina sobre sus rostros. Ellos siguen inmóviles, mirándose: Paolo con la tensión recorriéndole el cuerpo, Atlas con las manos en los bolsillos de los vaqueros, esperando. —¿Y qué hacemos entonces? —Paolo finge una calma que no siente—. ¿Te dejamos aquí solo? ¿Despertamos a la gente y le decimos que Esteban dice...? Atlas mira al suelo y suspira. —Te repito que no sé qué intenta decirme, está muy raro, muy... alterado. —Muy alterado —repite Paolo en voz baja. Yo no me he movido, pero creo que ha llegado el momento de hacerlo. Me acerco a ellos y pongo cada mano sobre uno de sus brazos. Ambos están tensos y calientes, pese al aire frío. Me gustaría ser un hilo conductor, un nexo entre estos seres tan distintos. —Vamos a tranquilizarnos —les digo—. Y a pensar qué hacemos. —Yo estoy tranquilo —asegura Atlas—. Y no hay nada que pensar. Se suelta de mi brazo y se encamina a la iglesia. Mafia trota unos pasos detrás de él y luego se detiene. Paolo y yo lo vemos alejarse, con paso seguro. Su espalda erguida, su camisa de cuadros rojos, la mochila. Llega a la puerta de la iglesia y empuja; un segundo después, ya no lo vemos. No ha mirado atrás ni una vez. Mafia duda; mantiene una pata levantada, como si fuese a echar a correr tras Atlas, pero no lo hace. Gira la cabeza y mira a Paolo y luego a la puerta de la iglesia y luego a Paolo. Gime muy bajito.

Nosotros estamos congelados en el mismo sitio desde el que lo hemos visto desaparecer. Yo no puedo creerlo. Que nos haya dejado así, sin despedirse, sin muestra alguna de... ¿cariño? Quizás yo esperaba demasiado. Por supuesto que no iba a quedarse con nosotros siempre, pero... Paolo sigue con la vista fija en la iglesia, los brazos en jarras. De repente, baja la cabeza y deja salir el aire de sus pulmones. No sé si está enfadado o decepcionado. Y no sé qué es peor. Su movimiento alerta a la perra, que se coloca a lado, inquieta. —Vámonos —me dice, y se encamina a la furgoneta. —¡Espera! —alargo el brazo pero ya está fuera de mi alcance—. ¿Vamos a dejarlo aquí? ¿Y ya está? —Eso es lo que quiere, ¿no? —se encoge de hombros. Pero su cabeza hundida y su caminar no indican que le sea indiferente. Aún así, abre la puerta de la furgoneta y hace pasar a la perra, que no puede estarse quieta. —¿Vienes o te quedas tú también? —me grita. Miro la puerta de la iglesia por última vez. Sigue cerrada. Dentro no se aprecian luces pero eso no detendrá a Atlas. Ni tampoco yo, si voy tras él e intento convencerle de que venga con nosotros. Nunca he conocido a nadie tan seguro, tan en paz consigo mismo. Suspiro y camino hacia el coche. Lentamente. Porque algo, en algún sitio remoto de mi interior, me dice que no deberíamos irnos. Cuando me siento junto a Paolo, el motor ya está en marcha. —Creo que... —empiezo. —Da igual lo que creas —me interrumpe—. Él quiere quedarse y nosotros nos vamos. —Pero... —No somos sus padres, ni sus hermanos. Ni siquiera somos sus amigos. Hay algo de tristeza en su voz. O al menos, eso quiero escuchar. Tal vez le caía bien, pese a todo. —Lo sé, pero creo que, aún así, deberíamos quedarnos. —¿Para qué? —No lo sé —confieso. —Tú no lo sabes, él no lo sabe... Empiezo a cansarme de que nadie sepa nada.

Estamos saliendo del pueblo. La carretera está delante, negra como boca de lobo. —Solo digo que quizás él no quería que nos fuésemos, en realidad. —¡Pues a mí me ha parecido que lo tenía muy claro! Tiene razón. Tenemos que irnos. Atlas quería vernos lejos. —¡Para! —ordeno. Paolo salta en su asiento y agarra el volante con más fuerza. Me mira, asombrado. —¿Qué dices? —¡Que pares! ¡Detén la furgoneta, ahora mismo! No sé si es la sorpresa o está tomando fuerzas para discutir, pero me hace caso: pone los intermitentes y se acerca a un lado de la carretera. Punto muerto y se gira a mirarme. Espera una explicación que yo no tengo. —Paolo... Noto un gesto de ligero asombro. Creo que es la primera vez que lo llamo por su nombre. Y parece que se ha dado cuenta. —Paolo —continúo—, no tengo argumentos sólidos en los que basarme, pero te pido, por favor, que nos quedemos. Me mira, sopesando mis palabras. En la oscuridad no veo el color de sus ojos, pero sé que están clavados en mí. El silencio comienza a pesar. —¿Para qué? Respiro. Su voz no suena enfadada. Cansada, tal vez. —No lo sé —siento que se agita y me arrepiento de lo que he dicho—. Probablemente tengas razón y Atlas esté chalado. Lo cierto es que no es lo que se dice una persona normal... —creo que Paolo ha sonreído—. Pero no es malo. Quiero pensar que tiene razones para hacer lo que hace. Y puede que sean razones equivocadas, eso no lo discuto —continúo y estoy pensando en sus amigos imaginarios. —Aún no me has dicho para qué quieres quedarte. Habla en singular. Eso quiere decir que no lo estoy convenciendo. Normal, si tampoco yo estoy del todo convencida. —Escucha, solo te pido una noche más. En realidad, unas horas, porque ya es tardísimo. Si a las siete de la mañana, Atlas sigue queriendo que nos vayamos, nos vamos, ¿de acuerdo? Ni siquiera hace falta ir muy lejos; en la próxima vía de servicio dormimos un

rato y volvemos a preguntarle. Y nos vamos. —¿Por qué insistes tanto en no dejarlo aquí?, ¿qué te importa? — me pregunta. Sigue mirándome y yo estoy poniéndome muy nerviosa. La realidad es que no sé porqué me importa. Apenas lo conozco. ¿Qué puedo decir? ¿Que no quiero decir adiós tan pronto? ¿Que su partida significa que yo seré la siguiente? ¿Que me ha dolido ver cómo me daba la espalda, cómo se marchaba sin una palabra, sin mirarme? Dios, estoy tan cansada de despedidas... Hago un gesto con las manos: resignación, impotencia, ni sé qué quiero decir. —¿Significa algo para ti? —continúa Paolo. —¿Quieres decir si...? —la pregunta me ha sorprendido—. ¿Si Atlas y yo...? —¡No soy capaz de terminar ninguna frase!— No, no puedo... quiero decir que... acabo de terminar una relación y no... ¿por qué me miras así? Por unos momentos, me he sentido estudiada. Como un ratón de laboratorio. Como la rana a punto de la disección. —Estoy intentando averiguar si mientes. Su respuesta me descoloca. —¿Que estás qué? —pregunto con rabia. ¿Ha escuchado algo de lo que he dicho? —Tus argumentos son inexistentes, por llamarlo de alguna manera. Así que lo único que se me ocurre es que te hayas colgado por ese tipo y no quieras reconocerlo. Ahora sí me estoy enfadando. Mucho. Porque en parte tiene razón: no tengo argumentos. Pero me molesta que no me crea. —Para tu información, NO me he colgado de Atlas. Y mírame bien, porque estoy diciendo la verdad —enciendo la luz del techo y coloco mi cara justo debajo. Lo miro a los ojos—. Jamás volveré a enamorarme. Y cuando lo digo en voz alta siento pena de mí misma. Paolo me observa aún unos segundos. No me hubiera gustado verlo sonreír en este momento; de repente, me siento muy triste. Pero no sonríe. Lentamente, sin dejar de mirarme, apaga la luz y coge el volante. La furgoneta vuelve a la carretera y yo vuelvo a mi sitio con sensación de derrota. Estoy vacía.

Miro hacia adelante, los metros fugaces de carretera que iluminan los focos del vehículo. Es resto es oscuridad. Me encamino al resto de mi vida, irremediable y rápidamente. Unos minutos más tarde, giramos a la derecha y veo el cartel de vía de servicio. Paolo aparca bajo unos árboles y apaga el motor. Prepara su asiento y se tumba, dándome la espalda. Me quedo sola, erguida y a oscuras, completamente confusa. Mientras me envuelvo en la chaqueta y busco una postura cómoda, intento desentrañar los pensamientos de Paolo. Sus decisiones son un misterio para mí. Primero quería irse y ahora nos quedamos. Pero ¿nos quedamos porque lo he convencido?, ¿nos quedamos por mí?, ¿o porque le importa Atlas? No tengo ni la menor idea. Doy otra vuelta, y otra. El asiento es incomodísimo y estoy tan confundida que no creo que pueda dormir. Y sigo sin saber por qué he insistido en esperar a Atlas. Es muy probable que mañana vuelva a decirnos adiós. O que no lo encontremos. Hace dos días no lo conocía y ahora no quiero que desaparezca. No ha pasado ni una hora desde que se ha ido y ya lo echo de menos. Tengo la cabeza aturdida y el corazón dolorido; no soy dueña de mí y trato de convencerme de que la confusión que siento es solo por las circunstancias. Miro la espalda de Paolo. En la penumbra, la intuyo moviéndose acompasada. Parece dormido. Estiro el brazo y dejo que mis dedos se acerquen a unos milímetros de su columna. Casi puedo sentir su calor. Se mueve un poco y yo retiro la mano con rapidez, avergonzada, pese a que no he llegado a tocarlo. Cierro los ojos y finjo dormir, con la mano apretada al lado de mi corazón.

Castellina in Chianti Silvana sueña con Marco. Otra vez. Ve a su hijo pequeño jugando en la pradera al lado de la casa, con un viejo triciclo de su hermano. Paolo empuja a Marco hasta que los dos caen rodando por la hierba y ríen, y ríen. Ella los mira desde la puerta de la cocina, al sol y se siente feliz. Llega Emilia y sus hijas y otros niños del pueblo y todos juegan: se persiguen, corren y se lanzan sobre el césped. Ahora, Marco y Paolo riñen por el juguete que ha traído una de las niñas. Silvana quiere salir a poner paz pero oye el agua hirviendo en el fuego; algo se quema y entra a quitar la olla. Cuando vuelve a asomarse, negras nubes han cubierto el cielo y empieza a llover; los niños se han ido y únicamente quedan sus hijos. Ella los mira: Marco ya es adulto y está tumbado en el suelo, inmóvil, y la hierba es oscura a su alrededor. Paolo golpea el juguete contra el suelo con las manos manchadas de sangre; el golpe resuena en sus tímpanos, en su estómago y en su corazón. Despierta sobresaltada, con las mejillas húmedas, y recuerda la lluvia y el ruido. El corazón le late con rapidez. Enciende la luz de la lámpara de su mesita e intenta calmarse. Oye dos golpes, otra vez, y vuelve a sobresaltarse. Alguien está llamando a la puerta. Se pone una bata sobre el camisón y baja a abrir. No sería la primera vez que alguno de los inquilinos de las casitas se pone enfermo en plena noche o no encuentra la llave. Mientras baja las escaleras, agarrada al pasamanos, piensa en las veces que ha pensado pedirle a Emilia y Enzo que vengan a vivir con ella y con Gabriella. Al menos, en la temporada de más turismo. Otros dos golpes. Quien sea, tiene prisa. Mira el reloj de pared del recibidor: las tres y cuarto de la madrugada. —¡Va, va! —dice mientras gira la llave en la cerradura. Al otro lado de la puerta encuentra a un joven que no conoce: no es uno de los inquilinos. Instintivamente, se ajusta la bata y entorna un poco la puerta. —¿Qué desea? —pregunta, intentando parecer decidida. —¿Dónde está Eva? —pregunta a su vez el desconocido—. Sé que está aquí, así que dígale que salga. Dígale que ha venido Luca .

Onna Paolo duerme, pero el rostro de Beatrice en su sueño provoca que abra los ojos. Apenas se mueve. Ya ha tenido ese sueño muchas otras veces. Ella viene hacia él desde la oscuridad y lo mira, sin decir nada; levanta su dedo acusador y lo señala y sonríe, y Paolo no entiende el porqué de su sonrisa. Intenta no moverse para no despertar a Eva, que supone dormida a su espalda. La oye respirar, tranquila, y siente envidia de ese descanso huérfano de pesadillas. ¡Hace tantos meses que no consigue dormir una noche entera…! Desde aquel maldito día. Un segundo, apenas el instante que tardó en contestar al teléfono con una Chiara histérica al otro lado, que le decía, atragantándose en cada palabra, que su hermano ya no estaba. Toda su vida anterior había pasado en un suspiro. Tras esa llamada, la vida se volvió eterna. Una vida para llegar a su casa de Castellina. Una vida para organizar el ritual que terminaría con la tierra tragándose a Marco. Ni una vida era suficiente para aceptar que lo había perdido. Lo había perdido todo. A su madre, inconsolable. A Emilia y a sus hijas, plañideras y solícitas. A sus amigos, de quienes no aceptó abrazos. A la universidad, vacía, lejana, sin sentido. Todo se marchó con Marco. Solo quedó silencio, dolor y rabia. Aún le dolía, le dolía mucho. Y Beatrice en sus sueños no le ayudaba a olvidar. Paolo piensa que tal vez no debió hacer lo que hizo. Ir a Roma. Buscarla. Encontrarla. Citarse con ella en un parque de las afueras. Beber, beber mucho para tener el valor de mirarla a los ojos y pedirle explicaciones. Necesitaba saber porqué Marco lo había dejado, a él. Porqué prefirió matarse que pedirle ayuda, qué fue lo que lo empujó a la extrema desesperación. Eva suspira tras él. Paolo interrumpe un momento sus pensamientos hasta que vuelve a oír el ritmo acompasado de su respiración. Se pregunta con quién estará soñando. Él solo sueña con Beatrice. Debe ser su castigo.

La policía fue a buscarlo a su piso de Siena. Lo llevó a comisaría. Preguntas, preguntas, muchas horas de repetir preguntas y muchas horas de repetir respuestas. No me acuerdo. Recuerda haber llegado al parque, muy tarde. Recuerda que terminó la última botella mientras la esperaba y la sostuvo en las manos un rato. Luego no sabe qué hizo con ella. En ese momento, Paolo se preguntaba qué importancia tenía para la policía si la había tirado al suelo o a una papelera. Solo era una botella vacía. Recuerda a Beatrice saliendo de entre los árboles, casi a oscuras. Llevaba un vestido verde. ¿O era azul? Recuerda que la miró con odio; odiaba el vestido, el cuerpo que cubría, ese rostro, esa sonrisa. Odiaba su perfume. —Debía estar muy cerca de ella, si pudo oler su colonia —le señaló un poli grande con poco pelo. Paolo reconoció que si, porque recuerda haberse levantado del banco y haberse acercado a ella, tambaleándose. Recuerda que sus palabras salían a trompicones de sus labios y quizás no decían lo que su mente pensaba. Porque todo era confuso, todo le daba vueltas. Pero ella estaba allí, sonriendo, y él también estaba, envuelto en alcohol y en odio. Recuerda haber gritado, mucho, y sentir las lágrimas resbalar por su rostro, esas que no salieron en el entierro ni después. Y recuerda la risa de ella, bailándole alrededor, o quizás estaba quieta y era el mundo el que giraba. Y ya no recuerda más. Apenas el sabor de la tierra del parque en su boca. Despertó en la estación de autobuses de Roma, junto a dos vagabundos. Le habían tapado con un cartón y le ofrecieron vino de un tetrabrik cuando consiguió abrir los ojos. Todo se lo contó a la policía. Todo lo que su mente había retenido. Pero no le creyeron. Paolo suspiró. Él tampoco se hubiera creído. Así que, pese a que se había negado a sí mismo el derecho varias veces, finalmente llamó a Tiziano. Porque vio en los ojos de los policías las mismas dudas que en sus propios ojos. Y su amigo se presentó en comisaría antes de una hora, con su padre,

el gran abogado, y otros dos hombres con carteras abultadas, y él ya no pudo decir ni una palabra más. Pese a la oscuridad, mira sus manos. ¿Son las de un asesino? ¿Se habrán cerrado rodeando el cuello de Beatrice? ¿Algún rincón de su cerebro guardará la imagen de su rostro agonizante, el peso de su cuerpo inerte, el sonido que hizo al caer sin vida? Cierra los ojos. Si lo hizo, se lo merecía. Pero eso, ¿en qué lo convierte a él? ¿Qué pensará Marco, esté donde esté? ¿Por qué tiene tantas dudas?

Onna Una vez más, despierto sobresaltada: Mafia está ladrando. Paolo levanta la cabeza e intenta hacer callar a la perra, que corre en la parte trasera de la furgoneta. Gime, ladra, salta para alcanzar la ventanilla y vuelve a correr. Miro a través de mi ventana, quizás hay alguien ahí fuera y está intentando advertirnos. Pero solo veo la oscuridad atenuada por las estrellas. De repente, la perra se detiene y calla. Pero al instante siguiente, retoma su carrera y sus ladridos. Paolo sale del vehículo y abre el portón trasero, hablándole suavemente al animal. Pero sus esfuerzos son en vano: en cuanto la puerta se abre, la perra salta a tierra y emprende una loca carrera hacia la carretera, sin dejar de ladrar. —¡Mafia! ¡Mafia! —le grita Paolo, corriendo tras ella unos metros. Sabe que no podrá alcanzarla, así que da media vuelta y regresa. Lo veo llegar con la respiración alterada y gesto contrariado, sin dejar de mirar atrás. Nos quedamos de pie, al lado de la furgoneta, con los ojos puestos en la oscuridad que conduce a Onna. De repente, siento una vibración que termina en sacudidas, una, dos, tres... Caigo de rodillas y es como si estuviese sobre un trineo en caída libre: subo, bajo, me deslizo sin dejar de tener la tierra bajo mi cuerpo. Paolo, a un metro de mi lado, también está en el suelo; la furgoneta parece un juguete de plástico a merced del viento. Y entonces, todo se detiene. No soy capaz de procesar lo que ha sucedido ni de darle nombre. Paolo está inmóvil, como yo, y nos miramos como si fuese la primera vez que nos vemos. —¿Estás bien? —me pregunta Paolo. Yo no entiendo bien el motivo de esa pregunta; todo se ha movido, pero hay algo raro y no puedo pensar. —Ha sido un terremoto —me aclara Paolo. Lo miro y veo la escena como si estuviese sentada en un cine. Como si no me estuviese ocurriendo a mí. Hasta que mi cerebro despierta y empieza a funcionar. Y entonces, yo también siento ganas de correr. —¿De verdad?, ¿ha sido un terremoto? —le pregunto. —Eso parecía. No se me ocurre qué otra cosa puede ser — contesta—. Maldita perra —señala al camino—. Ha salido huyendo.

—¿Huyendo? —pregunto, más para mí misma—. O tal vez... Paolo y yo nos miramos un segundo y los dos pensamos lo mismo. —¡Atlas! Castellina in Chianti —Eva no está y yo no sé quién eres —replica Silvana. Sigue con la puerta entornada y la determinación de no dejarle entrar. El joven se lleva la mano a los cabellos y los retira de la cara. —Sí está, tiene que estar aquí. No ha vuelto a Madrid así que... — insiste—. Soy Luca, su novio. —Extiende la mano con la intención de estrechársela a Silvana, pero ella no hace ningún movimiento. —¿Su novio? —Sí. Bueno, tuvimos una discusión la última vez que nos vimos, en Siena. Pero lo arreglaré. Silvana duda. Eva no le ha contado nada, pero está claro que estaba muy triste. Quizás no debiera echarlo de malas maneras. Abre la puerta y se echa a un lado. —Pasa. Fuera hace fresco. Espera a que Luca entre y cierra de nuevo la puerta. Luego lo guía hasta la cocina. El ambiente allí es cálido; la cena terminó tarde y el horno trabajó a pleno rendimiento, como casi siempre. Le indica que se siente en una silla, a la mesa grande. —¿Quieres un chocolate, o un café...? —está tentada de añadir descafeinado, pero presiente que, de todos modos, esa noche dormirá poco. —Un café, por favor, si es no es mucha molestia —contesta. Silvana comienza a prepararlo, pensando que el joven es, cuanto menos, muy amable. Mientras espera que se caliente la cafetera, se sienta frente a él. —No está aquí, lo que te dije es cierto. Luca se sobresalta y hace además de levantarse. Silvana lo detiene con un signo de la mano. —Pero ha estado. Está fuera, haciéndome un favor. Volverá por la mañana. Sus palabras parecen tranquilizarlo; se relaja de manera evidente. —Estaba muy preocupado —comienza—. He llamado a su

apartamento y nadie lo coge, así que he llamado a casa de su familia, en Madrid y me han dicho que no ha vuelto. Silvana lo reprende. —¿Eso has hecho? ¡Su madre estará histérica! —No, no. No dije que llamaba desde aquí; sólo pregunté por ella y su hermana me contó que se había ido unos días de viaje a ver a su novio. A mí. —Pues no ha sido un viaje muy alegre, que digamos —comenta Silvana, en tono enfadado. Luca permanece en silencio un momento, mientras ella se levanta de nuevo a la llamada de la cafetera. La coloca en la mesa, junto a dos tazas, el azucarero y la jarra de leche. Y un plato con bizcocho que iba a ser para el desayuno. Vuelve a sentarse y espera. —Tuvimos una discusión... — Luca duda—. Ella se enfadó conmigo y no me dejó explicarle, y yo... —¿Qué hiciste? —pregunta Silvana, a bocajarro—. Conozco a Eva; no se enfada por cualquier cosa. Algo hiciste mal. —Sí, hice algo mal —reconoce—. Fue un error y estoy arrepentido. Y quiero pedirle perdón. Sus dedos juguetean con el asa de la taza y solo ha tomado un sorbo de café con leche. Levanta la vista hacia Silvana. —Se lo explicaré y ella me perdonará. Suspira y sonríe. La mujer piensa que tiene una bonita sonrisa y eso puede ayudar a que hagan las paces. Al menos, él parece muy seguro de que lo conseguirá. De repente, ambos se sobresaltan: dos golpes, tres. Llaman a la puerta. Otra vez. Silvana se levanta, murmurando. —¿Te has dejado a alguien fuera? —le pregunta a Luca, pero este niega con la cabeza. Mira el reloj: casi las cuatro de la madrugada. Silvana abre y Fiorella y Chiara entran en tromba, seguidas de Emilia y se detienen de golpe ante Luca. No esperaban encontrar a nadie más. —¿Qué ocurre? —les pregunta Silvana, alarmada—. ¿Es Enzo? Las chicas olvidan a Luca y miran a Silvana. —Ha habido un terremoto —le dice Emilia, jadeando tras subir la cuesta a la carrera—. En L’Aquila. Silvana se queda inmóvil un momento y después parece que no es

capaz de sostenerse sobre sus piernas. Busca una silla que no encuentra. Luca y Emilia la sujetan antes de que caiga al suelo y le ayudan a caminar hacia la cocina. Chiara se coloca frente a ella. —Silvana —dice suavemente—, ellos... ¿han vuelto? La mujer mira a todas partes: la esquina del reloj, la pizarra de los menús, la olla en el fregadero. No contesta. —¡Silvana! —grita Fiorella—. ¿Están allí? ¿En Onna? Su voz se quiebra mientras el pecho de Silvana sube y baja a toda velocidad. Le falta el aire, no puede respirar. Fiorella comienza a llorar. Luca pone sus manos sobre los hombros de la mujer y la sacude firmemente. Ella parece despertar y lo mira. Y luego a Chiara. Y a Fiorella. Y a Emilia. —Están de vuelta —susurra—. Ya están volviendo. Tienen que estar a punto de llegar. Se levanta, sale de la cocina y se asoma a la puerta de entrada. Fuera se distinguen las luces de las casitas, las del pueblo, las de las estrellas. El aire nocturno viene frío y ella se ajusta la bata. Acerca una silla a la puerta abierta y se sienta mirando al camino. Como Gabriella en días de lluvia. —Están a punto de llegar —les repite con los ojos fijos en la oscuridad. Los jóvenes se miran unos a otros; nadie se mueve. Emilia acerca otra silla y la coloca al lado de la de su amiga. Con una de las mantas de Gabriella cubre las rodillas de las dos. Coge el brazo de Silvana y lo aprieta. —Seguro que ya vienen —le dice—. Esperaremos aquí.

Onna El camino de vuelta a Onna parece mucho más largo. Intento razonar: solo fueron unos minutos en el coche, solo unos minutos. Pero ahora el tiempo no avanza, es eterno. La furgoneta va demasiado lenta y en el camino hay demasiados baches. Miro la carretera: no son baches, son grietas. Encojo las piernas y subo los pies al asiento. No quiero pensar. No quiero mirar. Quiero llegar y ver a Atlas y volver a Castellina. Ya debemos estar cerca. Paolo mira a uno y otro lado: busca a la perra. Frena bruscamente y yo salgo disparada hacia adelante. Mi mano evita que mi cabeza choque contra el cristal y a través de mis dedos veo las primeras casas de Onna. O lo que fueron casas. Los focos de la furgoneta iluminan ruinas. Vacilamos. Siento que mi cabeza va a estallar si no me muevo, pero tengo miedo, miedo de lo que voy a encontrar ahí fuera. Paolo se me adelanta; apaga las luces y el motor y abre la puerta. Espero un segundo a que mis ojos se acostumbren a la penumbra y salgo yo también. No hay luz. No en las farolas, no en las casas. El silencio es ensordecedor. Crujidos. Oigo mis pasos y los de Paolo, lentos, indecisos. Creo que caminamos hacia la iglesia pero la calle ya no es una calle. Es un campo de batalla lleno de escombros. Empezamos a oír ruidos, de piedras cayendo, de hierros que se retuercen. De repente, una idea: llamar a alguien. A la policía, a los bomberos. A quien sea. Saco el teléfono del bolsillo y marco el 112. No hay señal de llamada. No hay línea. Me doy cuenta de que he marcado el número de España y me maldigo en voz baja. —¿Cuál es el número de emergencias? —le pregunto a Paolo, en susurros. Me mira como si estuviese loca. Pero un segundo después reacciona, busca su teléfono y marca: 112. El mismo número. El mismo resultado. No hay teléfono. Ahora sí estoy asustada. Continuamos caminando y todo el pueblo está igual: derrumbado, aniquilado. Apenas quedan casas en pie, las más bajas o más modernas. Aparecen algunas personas, sonámbulas, perdidas, como nosotros. Pero

ellas tienen el color de los fantasmas, blanquecinas, de polvo, de resurrección. En una casa hundida, un hombre está retirando piedras, una a una, con sus manos desnudas. Miro y solo veo una montaña de cascotes y una tarea inútil. Pero Paolo se coloca junto a él y comienza a trabajar. Entre los dos, intentan apartar una viga de madera que pesa demasiado. Llega otro hombre; tiene la camisa desgarrada y hay sangre en su hombro. Sube a ayudarles y yo lo imito. Porque necesito moverme, hacer algo, necesito saber que estoy viva; porque en el mundo que me rodea, el que está inmóvil es porque está muerto. No recuerdo las piedras que he apartado, ni los ruidos, ni los temblores que nos hacían bajar corriendo de las cimas de ruinas. Pero sé que hay imágenes que ya siempre estarán conmigo; que veré algunos rostros cuando cierre los ojos, que no podré volver a dormir nunca más. Creí que el tiempo se había detenido, pero supongo que no ha sido así. Han llegado bomberos y soldados de otros sitios, con máquinas y luces que al principio nos han deslumbrado. Y luego no han hecho falta los focos, porque ha amanecido, aunque yo hubiese preferido seguir a oscuras. No habría visto la devastación y la muerte, aunque tampoco la solidaridad y la fe. Paolo y yo hemos ido donde nos han reclamado, donde hemos podido ayudar o consolar o socorrer a alguien. Ya es de día cuando llegamos a la puerta de la iglesia. Allí está Mafia, como una esfinge, esperando. Mueve la cola al ver a Paolo. El edificio parece bastante entero, pero un montón de escombros se acumulan ante la puerta. La madera se ha astillado y no puede abrirse. Gritamos, damos golpes, pero nadie responde. Damos la vuelta a la iglesia y comprobamos que una parte importante del techo se ha hundido. Los bomberos no nos hacen caso cuando les pedimos que derriben la puerta; tienen cosas más importantes en las que pensar. Me consuelo pensando que Atlas no está ahí dentro, que hizo lo que tuviese que hacer y tomó su camino de nuevo. Otro camino. Pasan las horas, acaba la mañana y comienza a llover. La lluvia vuelve a borrar la visión impresionante de los Apeninos, aún nevados. Los que pueden se refugian en los coches que no han sido aplastados por las piedras, o en los escasos edificios que aún siguen en pie. Nadie piensa en comer o en descansar. A nosotros no nos importa mojarnos; el agua se lleva parte del polvo que nos cubre y nos descubre las heridas de nuestras

manos. Mafia sigue apostada en la puerta de la iglesia, como una estatua mojada en blanco y negro. Solo responde a las caricias de Paolo, que le dedica un minuto cada vez que para a descansar. Pero eso no lo hace muy a menudo. Empieza a anochecer. Las máquinas se apagan y llega el tiempo de los perros. Recorren las ruinas en silencio, buscando un olor, un ruido y el pueblo entero contiene la respiración cuando uno de los animales señala un lugar concreto. Ya no nos dejan hacer nada; los profesionales y los voluntarios que han llegado en oleadas, nos apartan suave pero firmemente. Algunas personas se han instalado ya en un campamento de tiendas de lona; otros prefieren pasar la noche en sus coches; el resto se ha ido, dejando sus almas entre las piedras. Me siento en los restos de una pared, frente a la iglesia. Miro a mi alrededor y lo que veo es increíble: un pueblo entero borrado del mapa. Como tras un tornado. Como una maldición divina. Paolo viene a sentarse cerca, en el suelo. Mafia ladra. Lo está llamando. Se levanta despacio; su camiseta está rota, mojada y sucia, y la piel llena de pequeñas heridas. Camina hacia la perra y se sienta a su lado, en las piedras. El animal ladra de nuevo y sube por los cascotes hasta la puerta. Baja y sube, vuelve a ladrar. Paolo me mira y los dos lo sabemos: Atlas está dentro. Intento levantarme y el cuerpo protesta; es como si el universo entero se hubiese apoyado en mi espalda. Casi sonrío: ese es Atlas, cargando con el mundo. Pero al instante siguiente, la sonrisa se hiela en mi rostro, porque se me ocurre que quizás parte de esa iglesia que tengo delante esté encima de él, literalmente. Salto de las piedras y me lanzo sobre un bombero que acaba de encender un gran foco, proyectándolo sobre las ruinas de una casa. Le pido, le suplico, que pierda un minuto en abrirnos la puerta de la iglesia. El hombre la mira, desencajada e inutilizada por los restos de una parte del tejado. Duda. Paolo viene a ayudarme a convencerlo. Pero ya no nos escucha: ha visto a la perra, ladrando, buscando un resquicio por el que entrar al edificio. —Creemos que hay una persona dentro —le digo. —¿Es su perro? —me pregunta el bombero. Paolo responde por mí.

—Lleva todo el día buscándolo. Y parece que lo ha encontrado. El hombre se gira y llama a otros dos; uno de ellos se sube a una especie de pala, como la de las obras y la dirige a la puerta. Con dos movimientos precisos, retira las piedras de la entrada. Las hachas hacen el resto. En un momento, saltan las astillas y abren un agujero, suficiente para que Mafia se cuele en el interior. Uno de los bomberos la sigue; apenas puede pasar con el equipo que lleva, el casco y una linterna. Los ladridos lo guían. Paolo se asoma, pero el otro hombre le impide el paso. Las sacudidas, que no han parado en todo día, siguen arrojando piedras y derrumbando casas. —Ya tenemos suficientes víctimas —le dice. Así que esperamos. Esperamos. Esperamos. Cada ladrido de Mafia me hiela la sangre, cada ruido en el interior oscuro me taladra los nervios. Al fin, el bombero vuelve llevando una preciada carga para nosotros: Atlas. Está hecho un desastre; su ropa son andrajos blancos, su cuerpo parece aún más delgado y el pelo... Pero está vivo, camina apoyado en el hombre, con Mafia pegada a sus talones. —¡Atlas! —exclamo, y quiero abrazarlo; pero el bombero me aparta. —Espera a que le echen un vistazo en la ambulancia —me pide—. ¡Y dale las gracias al perro! Se lo lleva caminando despacio hacia el vehículo médico, donde varias personas con batas blancas acuden al verlo. Paolo y yo nos quedamos detrás. Él no ha hecho gesto alguno de bienvenida, al contrario, se ha apartado un poco cuando ha pasado a su lado, como si no quisiera tocarlo. Otra vez el Paolo que no entiendo. Y Atlas... Me ha mirado, pero creo que no me ha visto. No me ha reconocido. Sus ojos han pasado a través de mí como si yo fuera transparente. O como si no existiese. Los médicos lo sientan en una camilla y le quitan la camisa que era roja y negra, la camiseta. Lo auscultan, le limpian las heridas, le hacen mil preguntas a las que no contesta. Tiene los ojos abiertos pero la mirada perdida. A la luz de los focos le vendan una herida en el brazo y lo cubren con una manta. Me acerco y empiezo a quitarle restos de yeso del pelo. Uno de los médicos me dice algo sobre el estrés postraumático, pero no le presto

atención. Mis dedos siguen en sus cabellos, un trozo de cemento, un poco de yeso, una astilla. Me mira y, ahora sí, me ve. Sonríe con labios sucios. —Han vuelto —me dice. No sé a qué se refiere. Creo que Atlas ha perdido definitivamente la cabeza, pero no me extraña. Ha salvado la vida de milagro. Envuelto en la manta, con la cara demacrada y restos de polvo por todo el cuerpo, parece aún más frágil. Los médicos, tras una revisión, apenas le han limpiado un poco y le han curado las heridas más profundas. Ya no tienen muchos pacientes que atender; hace horas que los perros no encuentran a nadie vivo. Pero han certificado muchas muertes y tienen el alma cansada. Por Atlas ya no pueden hacer más. Me siento a su lado y busco a Paolo. Está al borde del parque, con el teléfono en la mano y gesto contrariado. Sigue sin funcionar; imagino que Silvana estará muy preocupada por él. Yo también tendría que llamar a casa, pero no corre prisa; en Siena, que es donde mi familia y amigos creen que estoy, no ha pasado nada, así que estarán tranquilos. Me vuelvo hacia Atlas. No tendría que preguntar, pero no puedo evitarlo. —¿Quién ha vuelto? Sonríe ligeramente. —Ellos. Todos. Bueno, muchos de ellos. Comienzo a recordar. Sus voces. Las voces perdidas de Atlas. —Me alegro por ti —le digo, y espero que no me tenga en cuenta el tono condescendiente. De repente, se me ocurre algo—. ¿Y tu madre? Atlas me mira y su sonrisa es triste. —No, mi madre no — contesta. Siento lástima por él. Aunque quizás sea lo mejor. No estoy segura de que oír a un conocido muerto sea la mejor terapia. De repente, parece acordarse de algo. —¿Y Paolo? —pregunta. Se lo señalo con la cabeza. Sigue intentando llamar por teléfono. Atlas se quita la manta de los hombros y se levanta. Camina hacia él con pasos tambaleantes y Mafia en sus talones. Paolo levanta la vista del

teléfono y se dirige a su encuentro. En un par de pasos rápidos lo alcanza y... lo derriba de un empujón. Salto de la piedra en la que estaba sentada y corro hacia ellos. —Pero ¿qué haces? —le grito a Paolo. Atlas sigue tumbado en el suelo y Paolo parece a punto de darle también una patada. Le cojo un brazo, pero él apenas lo percibe; sé que no podré detenerlo. Noto su tensión, sus nervios y rezo para que Atlas no intente levantarse. No lo hace. Se queda tumbado en el suelo, esperando a que pase la tormenta. Paolo lo mira desde arriba, con el cuerpo hirviendo; me pregunto quién es el loco ahora. De repente, se arrodilla junto a él y lo agarra por el cuello de la camiseta rota, muy fuerte, levantándole medio cuerpo. —¿Por qué? —le pregunta a media voz, un rugido grave y caliente—. ¿Por qué no nos avisaste? —mira a su alrededor y se suaviza su rostro. Pero de inmediato vuelve a tensarse—. ¿Por qué no avisaste a todo el mundo? Atlas clava sus ojos en los de Paolo y le responde con dulzura. —Ya os advertí que no entendía lo que Esteban intentaba decirme... Paolo respira y suelta bruscamente la camiseta; Atlas vuelve a caer a tierra. Le ayudo a levantarse, parece muy débil. Pone su mano sobre el hombro de Paolo pero éste lo rechaza con un gesto. —Podríamos haber salvado a toda esta gente —susurra Paolo. Y por un momento, creo que tiene razón. Pero engaño a mi conciencia diciéndome que no nos habrían creído, que todo hubiera ocurrido exactamente igual pese a nuestros esfuerzos, porque ese era su destino. Y entonces recuerdo que yo no creía en el destino. Atlas está cabizbajo; los brazos caen a lo largo de su cuerpo delgado como un junco. —Yo también lo creí —habla en voz muy baja—. Y le pregunté pero Esteban ya se había marchado... —levanta la cabeza y me mira —. ¿Crees que quería que yo muriera? La pregunta me sorprende. ¿Esa era la misión? ¿Encontrar la muerte? ¿Ir donde esté su madre? —No lo sé —contesto suavemente—. ¿Tú qué crees? Vuelve a mirar al suelo. Imagino que ha tenido mucho tiempo para

pensar en todo eso, ahí dentro, todas esas horas bajo los escombros. —Mi madre no estaba —continúa—. Creo que, si yo fuese a morir, mi madre habría venido a buscarme. Y ella no estaba. Ella no quiere que yo muera. Sonrío y noto que una lágrima resbala por mi mejilla. No me había dado cuenta de que tengo ganas de llorar. —Ninguna madre quiere que muera su hijo —le confirmo y él me mira, mira mis lágrimas, sorprendido por mi reacción. Busca en el bolsillo de su pantalón vaquero y saca un pañuelo. De tela. Limpio. Eso sí es sorprendente. Casi suelto una carcajada, pero me contengo y me seco las lágrimas. Huele a Atlas y un poco a Paolo. —Pero sí estaba tu hermano —le dice a él. Paolo se gira bruscamente. Su mirada me asusta, mucho, y doy gracias porque no está dirigida a mí. —¿Qué dices? —le pregunta en un tono más que agresivo. —Tu hermano, Marco. Paolo carga de nuevo contra Atlas y Atlas vuelve a morder el polvo. Doy un paso y me coloco delante de él; no puedo consentir que siga pegándole... aunque es posible que así recibamos los dos, eso no lo descarto. Parece fuera de sí. —¡Mi hermano está muerto!, ¿entiendes? ¡Muerto! —le grita. Algunos voluntarios nos están mirando, pero pronto vuelven a sus tareas. Paolo no es el primero que estalla en este lugar, en estas circunstancias. Todos hemos aprendido que es mejor dejar pasar el momento, porque no hay consuelo posible. Ya no quedan palabras. Atlas se incorpora hasta quedar sentado. El suelo está húmedo. —Ya lo sé —le dice—. Sé que está muerto y sé cómo murió, pero eso no importa. Tengo un mensaje para ti, de su parte. Paolo se gira y nos da la espalda, alejándose unos pasos. Los focos proyectan su sombra alargada sobre nosotros. Otra vez ayudo a Atlas a levantarse, con la ropa cada vez más mojada y el cuerpo aún maltrecho. Él no ha dejado de mirar a Paolo, que se ha detenido y tiene una mano sobre la cabeza. Creo que está tentado de seguirle, pero lo retengo de un brazo; no me parece buena idea enfadarlo aún más. Con un gesto, le indico que espere, que guarde la calma. No conviene forzar las cosas. Paolo se gira y nos mira; duda. Finalmente, recorre los pocos pasos que nos separaban y se coloca frente a Atlas. No sé si está preparándose

para tirarlo otra vez, pero a Atlas no parece importarle, no está a la defensiva en absoluto. —¿En serio piensas que me creo toda esa mierda tuya? —le pregunta—. Que hablas con los muertos y todo eso... ¿Te das cuenta de lo que dices? Atlas mira a un lado y a otro. Solo hay ruina a nuestro alrededor. Hace un gesto de impotencia con las manos y vuelve a dejarlas caer. —Sé que es difícil —comienza. Paolo deja escapar una risa sarcástica. —Pero puedo demostrártelo, si me dejas. Ahora ha captado toda nuestra atención. Paolo lo mira con el ceño fruncido y gesto de desconfianza. Parece que está dudando, negando con la cabeza ante preguntas imaginarias... pero decide darle una oportunidad. —Demuéstramelo —le reta. Atlas sonríe. Es increíble, la capacidad que tiene este muchacho para sobreponerse a todo. Cada vez que deja escapar su sonrisa hace que todo parezca fácil. Señala a la perra, que está en alerta junto a sus piernas y a las de Paolo. —Tu perra. Te la regaló Marco. Paolo tarda un segundo en responder. —Eso puede adivinarlo cualquiera. Primera noticia para mí; yo pensaba que era uno de los perros de la casa... aunque ahora que recuerdo, no había ninguno cuando yo trabajaba allí. —Te la llevó a Siena, un fin de semana de verano. Paolo guarda silencio. —Te la regaló porque Eva se lo sugirió. Ambos me miran: Paolo con cara de incredulidad y Atlas, con gesto satisfecho. —¿Yoooo? —no salgo de mi asombro. —Tú —confirma Atlas. Paolo sigue mirándome y sé que espera una explicación. Pero yo no... Espera un momento... —¿Te la regaló en junio? —le pregunto a Paolo. Él parece reflexionar un momento y luego asiente con la cabeza. —Entonces puede que sí, que fuese yo. Le aconsejé que te regalase algo para limar asperezas. Me había contado que las cosas

no estaban muy bien entre vosotros... ¡Pero no pensé que te compraría un perro! —me justifico. —Él le puso el nombre —insiste Atlas—. Marco lo eligió. —¿Y? —contesta Paolo—. ¿Qué importancia tiene eso? —Se llama Mafia porque Eva le sugirió que fuese algo «que no pudieses rechazar». Como Vito Corleone en la película El Padrino. Mi boca se abre por la sorpresa y me la tapo con una mano. ¡Lo recuerdo! Nos reímos de esa frase, sí. —Es cierto, ¡yo le dije eso!... de broma, claro —le confirmo a Paolo. —A él le pareció muy divertido. Y por eso Mafia se llama Mafia —sonríe Atlas, y acaricia la cabeza de la perra—. Es un bonito nombre. Paolo sigue dudando. —Ella puede habértelo contado —le dice, señalándome. Yo me ofendo un poco. —No he hablado nunca con Atlas de ese tema. De hecho, apenas hemos hablado a solas —miro a Atlas, pidiendo su confirmación—. ¡Si casi ni me acordaba ya de esa conversación con Marco! —¿Cómo fue? —me pregunta Paolo. Su voz se ha suavizado; de repente, es como si se sintiese avergonzado. —Nos encontramos en Siena. Bueno, él me encontró tomando un helado en la piazza. Me acompañó, hablamos un rato y nos despedimos hasta el día siguiente —le resumo. —¿Hasta el día siguiente? —Paolo no puede evitar mostrar interés. —Sí, habíamos quedado para desayunar en la estación de autobuses. Pero no se presentó. Pensé que habríais hablado hasta tarde y se habría quedado dormido. Paolo gira la cabeza, hacia los focos que iluminan una de las casas derruidas en la que están trabajando ahora. Algo me dice que no fue eso lo que sucedió aquella noche. Pero prefiero no preguntar. —Y ahora, el mensaje —dice Atlas. Paolo se vuelve a mirarlo. Aún no sabe qué creer. —Marco dice que estés tranquilo. Dice que tú no la mataste.

Paolo permanece petrificado en el sitio, con los ojos muy abiertos y clavados en Atlas. Yo también me he quedado inmóvil; no sé cómo Atlas sabe de ese tema... ni cómo se atreve a hablar de ello. Pero temo por él. Por él y por Paolo, que abre y cierra la boca sin emitir ningún sonido. Parece estar a punto del colapso. —Que yo no... —dice por fin. O eso le entendemos—. ¿Y tú cómo sabes...? —no es capaz de terminar ninguna frase. —Marco me lo dijo —le explica Atlas. Y dirigiéndose a mí—: ya no estoy acostumbrado a oír a tanta gente a la vez, así que tuve que hacer un esfuerzo para entenderlos. —Sonríe, satisfecho—. Escuché a Marco sobre los demás porque parecía muy decidido y me dijo que era muy importante. —Yo no la maté —susurra Paolo—. No la maté. Es como si Atlas y yo no estuviésemos allí. Paolo habla para sí mismo. Intenta creer en esas palabras a base de repetirlas. Necesita creerlas. Pero no entiendo el mensaje. ¿Por qué iba a decir Marco que no fue Paolo quien mató a Beatrice? ¿Qué necesidad tiene él de decirle a Paolo algo que ya sabe? Atlas se adelanta un paso y le pone la mano en el hombro. —Me dijo que podías estar tranquilo. Él está ahora tranquilo. Paolo levanta la mirada y la clava en Atlas. Leo la duda en sus ojos y la lucha que se está desarrollando en su interior. Y de repente... empieza a llorar. Lágrimas gruesas que dejan surcos blancos en su cara sucia de polvo. En silencio. Como si no fuese consciente de ello. Atlas suspira y se relaja, satisfecho. Ha cumplido su misión. Paolo da media vuelta y se aleja, hacia la oscuridad del parque. No quiere que lo veamos así, supongo. Me resisto a la tentación de ir tras él. —No entiendo el mensaje —le digo a Atlas—. ¿Por qué le transmite que él no la mató? No lo entiendo —repito—. ¿No debería haber aprovechado para decirle que está bien, que es feliz o algo así? En vez de comentar algo que ya saben los dos, quiero decir... —Es que creo que Paolo no lo sabe. Bueno, que no lo sabía. Ahora sí que no entiendo nada. Atlas se toca la barbilla en un gesto que reserva para cuando está pensando. Ya lo voy conociendo. —Había mucho lío... —continúa—. Ya sabes, con todos hablando al mismo tiempo y todo ese barullo... Pero Marco lo ha hecho muy bien. Según le he entendido —se mete las manos en los bolsillos de

los vaqueros y me mira—, tras su suicidio, Paolo fue a ver a Beatrice. Quería pedirle explicaciones. Estaba borracho. La vio, habló con ella y cree que después se marchó, pero no lo recuerda. Estaba muy enfadado y muy borracho. Desde que la policía encontró el cuerpo, Paolo ha estado casi seguro de que el asesino fue él. No se acuerda, pero no encuentra otra explicación. Se ha convencido de que se volvió loco y la estranguló. —Entonces... ¡Dios, qué peso le has quitado de encima! — exclamo. Ahora lo entiendo. Siento la necesidad urgente de decirle a Paolo que lo sé todo y que me alegro. Y corro hacia el parque. Quiero explicárselo, verlo libre de remordimientos. Por fin me doy cuenta de lo que ha tenido que sufrir todo este tiempo: primero, la muerte de su hermano y después, su posible culpabilidad por el asesinato. Como si nunca pudiese librarse del todo de esa carga. Ahora entiendo su irascibilidad, su mal humor y sus pocos deseos de relacionarse con el resto del mundo. Camino por el parque, pero está muy oscuro; no hay electricidad y los focos apuntan justo al otro lado, hacia las casas. —¡Paolo! —llamo, pero muy bajito. No sé porqué lo hago; no voy a despertar a nadie. —¿Qué quieres? No puedo evitar dar un salto. La voz ha salido del árbol que hay a mi derecha. Miro hacia allí y veo la sombra que es Paolo, apoyado en el tronco. Al verme, se pasa una mano por la cara y cruza los brazos sobre el pecho. Postura defensiva, diría mi amiga Silvia. Cree que tiene que defenderse de mí... y yo creo lo contrario. —Atlas me lo ha contado todo —le explico. Él mira hacia otro lado—. Si quieres hablar... —¿Hablar? Creo que ya hemos hablado bastante. —¿Por qué dices eso? —le espeto—. ¿Aún no te lo crees? ¿Necesitas mas detalles? Me mira como el que intenta explicarle algo muy complicado a una niña pequeña, sabiendo que no va a entenderlo. —Solo son palabras. Solo eso. Aunque yo lo crea, nadie más va a hacerlo. ¿Se lo contamos a la policía? Aún no tienen nada contra mí, pero tampoco tienen otro sospechoso, así que supongo que es cuestión de tiempo.

—¡Paolo! ¡No digas eso! —no encuentro otros argumentos. Me desespero porque tiene razón; la versión de Atlas no convencería a ningún tribunal—. ¡No es justo que cargues con la culpa! Tu familia y tú ya habéis sufrido bastante. —¿Y qué quieres que haga? ¡Dime! —sus brazos caen extendidos a lo largo del cuerpo, con las palmas hacia arriba. ¿Me pide ayuda? ¿O es resignación? Y entonces hago lo que haría un personaje de película mala, y mientras lo hago, pienso que no soy yo. Lo beso. Busco sus labios, los encuentro y noto en ellos la sal de las lágrimas que habían caído antes de que yo llegara. Me coge de los hombros y me separa de su cuerpo. Me mira a los ojos y noto que me sonrojo; estoy muy avergonzada. —Lo siento, Paolo, yo... no, no sé por qué... —tartamudeo. —No puedes salvarme —me dice, acercando su rostro al mío, en un susurro. Sus brazos sigue sujetándome. Percibo su olor debajo del polvo y la cal. Noto su aliento cerca, sus cabellos casi me rozan. De repente, me atrae hacia él y me besa. Es él quien me besa. Y yo no lo entiendo, pero no me importa. Me envuelve su abrazo cálido y fuerte, su pecho contra mi pecho. Sus labios se abren y siento que me busca, desesperado. Nuestras lenguas se encuentran y se reconocen. Su mano cubre mi nuca y yo me aferro a su espalda, a su pelo. No puedo pensar en nada más que no sea Paolo. No existe un pasado, ni un futuro. Solo ese instante y podría pasar allí el resto de mi vida, instalada en ese momento loco. Tan breve. —¡Eva! ¡Paolo! La voz de Atlas nos saca de nuestra burbuja. Nos separamos como empujados por un resorte y yo ya echo de menos su calor. Su piel. Veo la sombra de Atlas entrando en el parque. Él no nos ha visto; los focos aún lo deslumbran. Siento que todavía tengo un millón de cosas que decirle a Paolo, pero únicamente consigo articular una frase. —Tenemos que volver. Paolo asiente con la cabeza y me indica que camine delante. Pero su

mano en mi hombro me retiene aún un segundo. —No puedes salvarme —repite a mi oído. Quizás no, pienso, mientras voy al encuentro de Atlas. Ni siquiera sé si tal vez, solo tal vez, me gustaría intentarlo. Siento un dolor que despierta en algún lugar del alma. —¿Lo has encontrado? —me pregunta Atlas. —Sí —contesta Paolo a mi espalda, antes de que pueda hacerlo yo —. ¿Qué pasa? —Han venido a buscaros —dice Atlas. Apenas hemos cruzado la linde del parque y dos personas se lanzan sobre Paolo. —¡Chiara! ¡Fiorella! —exclamo y empiezo a sonreír. Entonces me giro y lo veo—. ¿Luca? El espejismo viene hacia mí, con pasos decididos y me abraza. Me aprieta fuerte contra él y recuerdo el perfil de su cuerpo. Por encima de su hombro veo a Fiorella agarrada a Paolo, llorando. Recuerdo lo que me contó Chiara acerca del amor de su hermana por el amigo eterno. De repente, me siento muy cansada. Apoyo mi frente sobre el hombro de Luca y mis brazos lo rodean, suavemente. Ha venido a buscarme, estaba preocupado. Me siento... no sé cómo me siento. Intento separarme y él me coge la barbilla y me besa; un beso fugaz que me sorprende. Había olvidado esa costumbre. Miro a Paolo, preguntándome si nos habrá visto. No sé por qué me preocupo por eso. Su brazo está sobre los hombros de Fiorella. Chiara viene hacia mí y también me abraza. —¡Estábamos tan preocupadas! —me dice—. ¿Estás bien? —Sí, sí —le confirmo—. Ni Paolo ni yo estábamos en el pueblo cuando pasó el terremoto. Luca me coge de la cintura y me acerca a él. —¿Entonces? ¿Qué hacéis aquí? —me pregunta. —Vinimos a buscar a Atlas —lo señalo y con un gesto lo invito a acercarse. Se había quedado al margen, observando la escena con curiosidad. Mafia revolotea a sus pies y lo sigue cuando se une a nosotros. Se lo

presento a los demás, incluida una Fiorella con el rostro arrasado en lágrimas y se producen los saludos pertinentes. Fiorella se separa un momento de Paolo para abrazarme. Solo un momento. Aprovecho para presentarles también a Luca ; recibe un efusivo apretón de manos de Atlas y uno algo menos cálido de Paolo. O eso creo ver. —Es un amigo que hemos hecho en el viaje —les informo y Atlas sonríe ante la descripción. Paolo no la discute; algo es algo. —¿Y tú qué hacías aquí? —le pregunta Chiara, nada discreta. —Tenía que hacer un... encargo —responde Atlas—. ¡Por cierto! —exclama, y da media vuelta y se va hacia los focos, dejándonos con la palabra en la boca. Está buscando a alguien. Mira a un lado y a otro y finalmente se encamina hacia un grupo en el que hay varias monjas. Habla con ellas y en algún momento, les señala la iglesia medio derruida. Nosotros nos hemos quedado en silencio, mirándolo, aunque creo que Paolo y yo empezamos a acostumbrarnos a sus rarezas. Lo vemos despedirse de ellas y volver hacia nosotros, con las manos en los bolsillos. Se coloca en el mismo sitio en el que estaba antes de salir corriendo y espera, como si nada hubiera pasado. —¿Y bien? —le pregunto, exasperada por su silencio. —Y bien, ¿qué? —y parece sorprendido—. ¡Ah, sí! —me ha visto poner los ojos en blanco—. Me había olvidado de avisarles que descubrí una pintura allí, en la iglesia— dice, señalándola. Todos miramos al edificio, con la montaña de cascotes ante la puerta destrozada. —¿Una pintura? —pregunta Chiara, con gesto de no entender nada. —Un fresco, debajo del cemento y la cal que cubrían la pared — explica Atlas—. Una Virgen rodeada de ángeles. Es bonita — concluye. El grupo de monjas se encamina a la iglesia, ante la sonrisa satisfecha de Atlas. Chiara y su sentido práctico nos devuelven a la realidad. —Bueno, ¿y si nos vamos a casa? —pregunta—. Tu madre está muerta de preocupación —le dice a Paolo. Este se revuelve, inquieto, y busca el móvil en los bolsillos de su pantalón. Comprueba que sigue sin cobertura. —Sí, vámonos. Echa a andar hacia el principio del pueblo y todos lo seguimos.

Mientras recorro los pocos cientos de metros que nos separan del coche, recuerdo que hace largas horas caminé en sentido contrario, con el corazón angustiado. Me parece que ha pasado toda una vida. Que soy una persona distinta. Que el mundo ha dado una vuelta y nos ha arrastrado a todos fuera de nuestros refugios y ahora estamos a la intemperie y hace frío y somos muy frágiles. Todo ha cambiado. Yo he cambiado. Reconozco el coche de Luca aparcado al lado de la furgoneta, pero mi primer instinto es dirigirme al vehículo de Paolo. La costumbre. Sin embargo, Luca me arrastra hacia su deportivo. Me libero de su brazo y me dirijo a Atlas, que se ha quedado rezagado. —¿Qué vas a hacer? —le pregunto. —Nada —me dice, suavemente—. Ya cumplí con mi tarea. —¿Y ahora? —le dice Paolo, que ha dejado a Fiorella y Chiara junto a la furgoneta. —No lo sé —reconoce. Pero no parece preocupado. Yo sí lo estoy. —¿Vuelves a casa? ¿Te llevamos a alguna parte? Empieza a angustiarme de nuevo la idea de la despedida. No quiero dejarlo atrás. Ni comenzar lo que sea que va a comenzar. Estoy confusa y cansada y no puedo pensar. —No puedo volver a casa, aún no. —Entonces, no hay más que hablar: te vienes con nosotros — decide Paolo, poniendo una mano en su hombro—. En casa pensarás lo que vas a hacer. Me recorre una oleada de gratitud. Era una idea que no se me había ocurrido y él la ha expresado en un tono que no admite negativas. Atlas sonríe. Como siempre. Pone un brazo sobre los hombros de Paolo y el otro sobre los míos. —Vale. Paolo y yo sonreímos, por primera vez desde hace mucho tiempo. Estamos contentos de estar juntos los tres. De seguir juntos. De seguir vivos. Lo que hemos pasado nos ha unido con una finísima tela de araña, delicada pero resistente. O así me gustaría que fuese. Me da miedo pensar en mañana. O en el minuto siguiente. Pero alguien lo hace por mí. Chiara. —Atlas, ¿vienes con nosotros? El grupo se disuelve. Atlas me mira.

—Debería viajar con Eva y Luca, para equilibrar número — sugiere. —Ni hablar —zanja Chiara, y lo arrastra de un brazo hacia la furgoneta—. Creo que esos dos tienen una conversación pendiente — le dice con voz suficientemente alta para que todos lo oigamos. Paolo me mira y noto cómo me sonrojo. Agacho la cabeza y subo al coche de Luca , con un sabor amargo subiéndome por la garganta. Veo que Paolo ayuda a Fiorella a subir al asiento de copiloto. La mano en su cintura. En mi asiento. Desvío la mirada y me abrocho el cinturón. Oigo cómo la furgoneta protesta al arrancar. Sé que Paolo tendrá que intentarlo dos, tres veces y logrará ponerla en marcha. Recuerdo su mano girando la llave en el contacto y su gesto de contrariedad cada vez que no lo consigue. Si los astros se alineasen de una manera muy complicada, tal vez el viejo motor habría muerto de frío y entonces podríamos apretujarnos todos en el mismo coche. Pero las luces se encienden y el vehículo comienza a dar la vuelta, lentamente. Luca se sitúa detrás e iniciamos el viaje. Yo echo de menos mi incómodo asiento.

En algún lugar de la A1 Está amaneciendo. En algún momento del trayecto me he quedado dormida unos minutos; me he despertado cuandoLucame ha puesto su chaqueta sobre las piernas. No hacía falta, la calefacción funciona bien. He fingido no darme cuenta, no despertar. No he abierto los ojos y mantengo la cabeza girada hacia la ventanilla. No quiero hablar con él; todavía no. Antes tengo que poner en orden las ideas. Mi cabeza almacena las imágenes provocadas por el terremoto. La destrucción. La muerte. La desesperación. El dolor. Mi corazón siente aún la solidaridad. La fe. El amor imperecedero. La bondad. Y por debajo de todo ello, como un poso cálido, mis labios recuerdan un sabor. Trato de ponerlo todo en su contexto. Me repito que solo fue un momento de abandono, provocado por las circunstancias. No puedo dejar de sentir remordimientos por no saber comportarme; me lancé a algo tan superficial como un beso en una situación tan dramática. Y sin embargo, ¿por qué no puedo dejar de pensar en ello? Rebusco dentro de mí, me investigo, me estudio. Se me ocurren varias razones lógicas para explicar lo que ha pasado. Solo soy humana, débil, desbordada por lo que ocurría a mi alrededor. Pero me avergüenzo de lo que he descubierto de mí misma. Y para rematarlo, me guardo ese recuerdo muy, muy hondo. Me resisto a desterrarlo. Me juro que nadie lo conocerá nunca, pero existirá. En una cajita, dentro de otra cajita, dentro de otra, como una muñeca rusa, en una esquina del corazón. Abro los ojos. Hay una leve claridad en el horizonte. Están desapareciendo las estrellas. Mis estrellas, que me abandonan a la suerte de un nuevo día. Me dejan en brazos de un agujero negro supermasivo. Un nuevo día. El último día, recuerdo. Esta tarde tengo que coger un avión y empezar la vida. No mas viajes en coches viejos, fríos y ruidosos. No más silencios incómodos. No más respuestas desconcertantes. No más... Otra vez tengo ganas de llorar. Definitivamente, debo estar impresionada; no tengo tendencia a las lágrimas. Al menos, no la tenía hasta ahora. Sorbo la nariz con cuidado; tengo los pañuelos en la mochila, en el

asiento de atrás. Yo y mi falta de previsión. Me giro para cogerla pero antes de que pueda hacerlo, Luca me tiende un Kleenex. Lleva un paquete en el hueco de su puerta. Le doy las gracias y me sueno, entre lágrimas. —¿Estás bien? —me pregunta. —Sí, sí... ha sido una pesadilla. Pone su mano en mi rodilla, sobre su chaqueta, en un gesto muy suyo. La miro y me obligo a no apartar la pierna. Hace poco me gustaba su contacto, recuerdo. Y ahora, la sensación me resulta extraña. —Escucha, he estado pensando... —comienza Luca . Vuelvo la cabeza hacia la ventanilla. El cristal está un poco empañado. Y no hay estrellas. El cielo se ha vuelto color de rosa. —Quizás no deberías irte ahora, en este estado —continúa. —¿En qué estado? —le pregunto. Me fastidian los rodeos. —Quiero decir después de lo que has pasado, de lo que has visto. Debes estar muy afectada. Nunca te había visto llorar. —Es que yo no lloro. —Tendría que haber hablado en pasado. Porque las últimas horas echan por tierra mis estadísticas—. Estoy un poco afectada, es verdad. Pero se me pasará. Esta tarde cojo el avión y me vuelvo a casa. —Intento que mi voz suene firme, al decir esto último. —Tal vez... quizás podrías quedarte unos días conmigo, en mi casa. Hasta que estés bien. Lo miro. Él intenta mantener mi mirada, pero es difícil, conduciendo. —¿Quieres que me quede en tu casa? —Claro. —¿Con tu nueva novia? ¿Crees que estará de acuerdo? —no puedo evitar el sarcasmo. A veces saco lo peor de mí. Luca niega con la cabeza, varias veces; sus manos aprietan el volante. —No tengo ninguna novia; el otro día no me dejaste explicártelo. —Creo que te di tiempo más que suficiente para explicarme lo que quisieras. Y no lo hiciste. —Solo era una amiga. —¿Una amiga que te hace la cama? —Ella no se encontraba bien; había reñido con su novio y pasó por mi casa para hablar. Se me escapa una risa sarcástica. No soporto que Luca me tome por tonta. Ya no.

—Ahora dime que tú solo querías consolarla, pero una cosa llevó a la otra. Luca intenta mirarme para comprobar si hablo en serio o estoy bromeando. Supongo que a veces no es fácil diferenciarlo. Además, cuando estoy enfadada o nerviosa, se me atasca el italiano. Y no estoy dispuesta a darle facilidades; miro al frente. Delante, la furgoneta de Paolo. Vieja. Con mil rasguños. El intermitente derecho emite una luz agonizante. Tengo que acordarme de decírselo para que la cambie. —Escucha, sé que no será fácil de perdonar, pero quiero decirte la verdad. —¿Y la verdad es...? —Que sí, que nos acostamos... pero solo ocurrió una vez —se justifica. —Solo una vez —repito. Hasta ahora había pensado que si algún día descubría lo que había pasado, el motivo por el que Luca me había dejado, me sentiría liberada. Que sería cierto lo de que la verdad nos hace libres. Pero no. Ahora que lo sé, no siento ninguna liberación. No siento nada. Salvo amargura. —Definitivamente, tengo mala suerte. Luca frunce el ceño y me doy cuenta de que he pensado en voz alta. Ahora espera que continúe. —Solo me engañas una vez y lo descubro. Tal vez seas tú el que tiene mala suerte. —Solo fue un error, Eva, un gran error provocado por las circunstancias. Llevaba mucho tiempo solo. Ella estaba tan disgustada... Tienes que entenderlo. Solo un error. ¿Como el beso de Paolo? Provocado por las circunstancias, por las mas terribles. Y lo entiendo. Pero, ¿lo acepto? —Tienes que perdonarme —me dice. —¿En serio? ¿Tengo que hacerlo? —¡Eva! —exclama. Siempre le ha molestado la indiferencia, que no lo tomen en serio—. ¡No duermo desde que te fuiste! Te he llamado un millón de veces. Estaba muy preocupado. He recorrido cientos de kilómetros para encontrarte porque no soporto estar sin ti. ¡Te quiero! Ahora soy yo la que se sorprende. Porque creo que ha hablado sinceramente. Porque nunca antes me había dicho un «te quiero» tan en

serio. Lo miro y ahora lo veo. Un Luca más delgado. Con ojeras. El leve temblor del párpado. Parece nervioso. Me siento un poco culpable y eso me fastidia. Tendría que odiarle. Pero el odio me parece ahora algo tan superficial... El silencio se hace presente, como un invitado molesto. Luca ha terminado de hablar y sé que está esperando una respuesta. Pero... ¿qué voy a decirle? El intermitente de la furgoneta parpadea y los dos coches toman una carretera secundaria. La reconozco. Es la de Castellina. —Lo siento —le digo a Luca , y eso parece tranquilizarlo un poco—. Estoy cansada, aturdida... me han pasado demasiadas cosas en poco tiempo. Necesito pensar. Sonríe un poco. —Está bien, eso es lo que quiero. Que pienses. Despacio y tranquila. En casa. Verás como todo se arregla. Prefiero no contestar. Veo la casa grande, al final de la cuesta y olvido lo que está diciendo Luca . Me incorporo en el asiento. Parece que la furgoneta de delante no va a llegar arriba; el esfuerzo es agónico y la lentitud eterna. Pero finalmente lo consigue y yo dejo de hacer fuerza con las piernas, con la tensión de mis brazos. El trasto se detiene frente a la casa y Paolo baja sin siquiera apagar el motor. En la puerta distingo a Silvana, que se levanta a duras penas de una silla, con ayuda de Emilia y se arroja en los brazos de su hijo. Él la mantiene en pie, la arropa con su cuerpo y ella tiembla sujetándolo con fuerza. A través del cristal de la ventanilla del coche de Luca , a través de mis propias lágrimas, puedo sentir cómo llora por sus hijos. Por los dos. Paolo mira a Emilia y ella se acerca; él extiende un brazo para abarcarla a ella también. Fiorella y Chiara han salido de la furgoneta; lloran las dos, sobre las espaldas de Paolo y su madre. Busco a Atlas, que está bajando ahora del vehículo. Nos miramos y avanzamos el uno hacia el otro. Supongo que, como yo, se siente un extranjero, un personaje secundario y molesto. Querríamos desaparecer. Detrás de mí, el camino baja hacia la piscina, entre las casitas de los turistas y los rosales de Silvana; le hago un gesto a Atlas para que me siga, mientras Luca retrocede para aparcar su coche en la entrada. Nos retiramos suavemente, sin hablar, un poco encogidos hasta que torcemos a la izquierda y ya no

pueden vernos. Solo entonces erguimos las espaldas y disfrutamos de la vista. La piscina parece un espejo. El sol comienza a elevarse entre las montañas pero apenas calienta. Atlas y yo lo miramos reflejado en el agua calma, sentados en una de las tumbonas, cercanos, para compartir el calor. No sé qué decir, pero es lo bueno de estar con Atlas. No hace falta hablar. La conversación es superflua para él, que únicamente habla cuando tiene que hacerlo. En estos momentos, se lo agradezco. Pero hay algo que me sigue molestando, allá adentro, como una mosca encerrada en un cuarto oscuro. —Hay una cosa que no entiendo —le digo a Atlas. —Yo no entiendo muchas —me contesta, y creo que no estamos hablando de lo mismo. Sonreímos. Es agradable. Volver a la normalidad. —Sigo sin entender por qué se suicidó Marco. —Miro al suelo, al borde la de piscina—. ¿Porque Paolo no estaba de acuerdo con su noviazgo con Beatriz? No me parece razón suficiente, la verdad. Atlas se apoya en los codos y cierra los ojos, dejando que el sol le acaricie el rostro. No sé si no sabe la respuesta o no quiere decírmela. Quizás es algo demasiado personal, un secreto entre hermanos. —Beatrice lo engañó. —¿Con Paolo? La rapidez de mi reacción me sorprende a mí misma y me avergüenzo. Otra vez. —Beatrice le dijo a Marco que Paolo se había acostado con ella, que la había dejado embarazada y al enterarse, la había abandonado. Y que ella había abortado. Le dijo que Paolo seguía acosándola, y que por eso no soportaba que Marco y ella fuesen novios. Me quedé sin palabras. Durante un segundo. —¿Y todo era mentira? Atlas asiente con la cabeza. No tiene más que decir. ¿Cómo puede un ser humano ser capaz de inventar esas cosas? ¿Con qué objetivo? Puedo imaginar a Marco. Dividido. No, dividido no: roto. Dudando entre creer a su novia o a su hermano. Si la creyó a ella, saber que su hermano no es el héroe que siempre pensó, al contrario, es el malo de la película, el traidor, el embustero. Y si lo creyó a él, enterarse de que el amor de su vida no es más que una mentirosa que solo lo utilizó, para

fastidiar a su hermano o para darle celos. Da igual, nunca lo quiso. Cualquiera de las dos opciones era mala. Muy mala. Y Marco solo tenía 18 años. Miro a Atlas y sé que él está pensando lo mismo. —Supongo que ya no es tan difícil de entender. Pobre Marco. Otra víctima, una más que añadir a mi lista que se ha alargando tanto en la últimas horas. Todos inocentes. Qué cansada me siento. Qué pesada el alma. Y sin embargo, es reconfortante estar ahora en este lugar. Desearía que el tiempo se detuviese un rato, para pensar en silencio. Sin acordarme de las horas que me quedan. Sin acordarme de nada. Pero ni el reloj se detiene, ni el silencio es eterno. —¡Eva! Atlas y yo nos giramos. Luca está en lo alto del camino, haciéndonos señas con el brazo para que nos acerquemos. Nos levantamos con torpeza, apoyándonos el uno en el otro. Me siento derrotada. Atlas sonríe y me sujeta del brazo, como hacía yo con mi abuela. —Venga, un esfuerzo más —me dice, y tira de mí cuesta arriba, como si hubiese sido yo la que ha pasado la noche enterrada bajo las ruinas de una iglesia. Cuando llegamos, los otros han desaparecido en el interior de la casa. Alguien ha apagado el motor de la furgoneta. Las sillas siguen en la puerta, huérfanas. Luca nos conduce hasta la cocina y yo me pregunto cuándo se ha aprendido esta casa y si no tendría que ser yo quien los guiara, pero lo olvido porque percibo el aroma del café. Al abrir la puerta, me invade la sensación de estar en casa: calor, luz y olor a bizcocho. En cuanto entro, Silvana viene hacia mí y me abraza, fuerte, muy fuerte. Y yo a ella. Me susurra un «gracias» al oído y yo no tengo muy claro qué es lo que me agradece. No he hecho nada para traer a su hijo a casa; al contrario, casi lo obligué a quedarse a esperar a Atlas y por eso tuvo que vivir la pesadilla en Onna... Pero supongo que no hace falta que Silvana lo sepa, al menos, no ahora mismo. Me siento bien entre sus brazos, me siento querida y protegida y no quiero estropearlo. Cuando Paolo le cuente los detalles, yo ya estaré lejos. Soy una cobarde pero confío en que ella sabrá perdonarme. Ojalá lo haga. Me suelta a medias para arrastrarme a una silla; Luca y Atlas ya están

sentados frente a sus tazas de café y sobre la mesa empiezan a aparecer platos con bizcocho, croissants, tostadas. Mi estómago ruge y Emilia me lanza la mirada de «te estoy vigilando así que híncale el diente a algo». No lo dudo: cojo un trozo de bizcocho y le doy un mordisco. La cocina sigue siendo la cocina: llena de gente, de vapor de agua, de olores apetitosos, de conversaciones. Sigue siendo el corazón de la casa, donde ocurren todas las cosas importantes. Desde mi sitio, parapetada tras la taza y el bizcocho, observo la escena. Emilia y Silvana se afanan, como siempre, entre platos y ollas; pero sonríen, miran a Paolo y no dejan de rozarlo cada vez que pasan a su lado. Es como un imán. Un agujero negro. Chiara se ha sentado cerca de Atlas y parece muy interesada en su conversación. Conociéndola, imagino que no son sus palabras las que busca, sino sus profundos ojos negros. Luca parece muy cómodo entre todos ellos. Charla, come, sonríe. No deja de tocarme: pone su mano sobre mi brazo, sobre mi espalda. Debería sentirme halagada, pero lo único que se me ocurre es que está marcando el territorio. Y Fiorella, parece que para ella ha llegado la primavera. Ha florecido. Sus mejillas están coloradas y sus ojos brillan; habla con todos pero solo ve a Paolo. Se me hace un nudo en la garganta. Y no sé si es porque he estado a punto de truncarle esa ilusión o porque me gustaría estar en su lugar. En cuanto a Paolo... Paolo. Parece distinto. Sonríe como yo no recordaba haberlo visto. Habla con todos, especialmente con su madre. Quizás se siente ligero. Lo entiendo, porque yo me siento igual. Hemos pasado por el infierno y hemos alcanzado el cielo; con vivir, nos es suficiente. Y él tiene muchos más motivos. Tiene que recuperar el tiempo perdido en remordimientos y dolor. Creo que ya ha empezado a hacerlo. De pie, apoyado en la losa de mármol de la pila, sujeta la taza con una mano y con la otra acaricia la espalda de Silvana mientras ella le sirve el segundo café a Luca . Se ha quitado la chaqueta y lleva una camiseta gris, desgastada. Aún no se ha duchado; los arañazos de sus manos y sus brazos tienen el color oscuro de la sangre coagulada y en el cabello conserva algún trozo de yeso. Observo sus ojos y descubro que están fijos en los míos. El corazón me da un vuelco. No sé el tiempo que lleva mirándome; me he perdido en mis pensamientos. Desvío la mirada rápidamente con la sensación de ser una niña a la que han pillado espiando a los mayores. Y al tiempo, me pregunto por qué no sonreía mientras me miraba.

Empiezo a sentir ganas de salir corriendo. Estoy harta de mi confusión, de mi debilidad, de no saber cuál es mi camino. Esta no soy yo. Me gustaría tener la fe suficiente para pedir una señal y confiar en obtenerla. Pero mi fe ha quedado enterrada entre los escombros de Onna. Tendré que escuchar al sentido común. Y coger ese avión. Silvana da un salto y se lleva la mano a la frente. —¡Gabriella! —exclama—. ¡Tengo que ayudarla a levantarse! Paolo la agarra del brazo y trunca su carrera hacia las escaleras. —Yo lo haré —le dice. Silvana parece pensárselo un momento, pero luego asiente. —Sí, le gustará verte. No sé cómo lo hace, pero esa mujer se entera de todo lo que pasa sin moverse de su silla. Seguro que no ha pegado ojo esperándote. —Como otras que yo me sé —añade Emilia, mirándola. Paolo sonríe y sale de la cocina. Lo cierto es que nadie ha dormido esa noche. Y aquí estamos: comiendo, charlando, riendo. Aunque me siento culpable, es agradable saber que la vida sigue pese a todo; que el dolor y el miedo y la pena no duran siempre. O sí, pienso cuando miro a Silvana. Pero haber sufrido tanto por Paolo le ha hecho darse cuenta de lo que aún tiene y eso será bueno para ella. Creo. Ahora su carga es menor. Y aún será menos pesada cuando se aclare todo lo referente a la muerte de Beatrice. Pero recuerdo las palabras de Paolo y sé que tiene razón: no será fácil que dejen de señalarlo como sospechoso. Incluso sin pruebas en su contra. —¡Acaba el bizcocho antes de la hora de comer! —me dice Emilia, su cara a un centímetro de la mía. Doy un respingo y casi tiro la taza de café. Estaba perdida en mi mundo. Atlas me mira con sus ojos negros y siento que me ruborizo. A veces creo que puede leer el pensamiento. A su lado, Chiara no deja de parlotear. Me pregunto si tendrá el mismo interés en él cuando descubra que puede oír a los muertos. A algunos, al menos. Emilia recoge el charco de café de debajo de mi taza y yo muerdo el bizcocho, por si acaso. Suena el teléfono.

Nadie se levanta a cogerlo. Estamos todos allí, en torno a la mesa. No falta nadie de quien puedan darnos malas o buenas noticias. El teléfono no importa. Deja de sonar sin que nadie se ocupe de él. Por cierto, que yo tendría que llamar a mi casa... Saco el móvil, hago un gesto a los de la mesa y salgo por la puerta de atrás. Pulso el número de casa y me siento en el escalón, con los pies en la tierra del huerto de Silvana. —¿Mamá? Soy Eva. Sí, estoy bien... Mis zapatillas deportivas eran blancas, pero ya no lo parecen. Están manchadas de barro y llenas de rasguños. —No, aquí no hemos notado nada, pero ha sido terrible, pobre gente... El sol calienta y me gusta notarlo en la cara. El timbre del teléfono se oye de nuevo dentro de la casa. Suena una y otra vez. —Sí, vuelvo esta noche. Pero llegaré tarde; no esperes despierta. Me levanto y miro a través de los cristales de la puerta; el teléfono sigue sonando y Fiorella, con gesto de disgusto, interrumpe su conversación con Luca y descuelga el auricular. Es la que está mas cerca. —Pronto —dice Fiorella, sonriendo. Guardo mi propio teléfono y vuelvo a sentarme en la silla. Se abre la puerta y entra Paolo. Está pálido. Mi café se ha quedado frío. Me pongo de pie, mirándolo, pero creo que él no me ve. Busca a Silvana, que está de espaldas, fregando unos cacharros. —Mamma —llama, con voz queda, y de inmediato se extinguen todas las conversaciones, excepto la de Fiorella por teléfono. Silvana se vuelve y mira a su hijo. No pregunta. Se seca las manos en un trapo de cocina y corre hacia las escaleras. Los demás nos miramos, alarmados y desconcertados, pero Paolo ya ha comenzado a subir. —¡Paolo! —grita Fiorella, soltando el auricular y corriendo tras él. —Ahora no —contesta. —¡Tienes que ponerte! —le urge, agarrándolo del brazo—. Es la policía.

Cuando volvemos del hospital, ya no me quedan lágrimas. Hace solo unas horas he pasado por una tragedia de dimensiones colosales, por un cataclismo en primera persona. Y no he derramado una lágrima que no fuese de pena, o de frustración. Pero lo que ahora me ahoga es el dolor. He visto a Gabriella en su cama blanca, tan pequeña y frágil, respirando en suspiros. Estoy convencida de que va a morir y sin embargo, no puedo creerlo. Dicen los médicos que, ahora, vivir solo depende de ella. Pero yo creo que ha cumplido el ciclo de su vida; ha esperado a tener a Paolo en casa, sano y salvo, y ha decidido dejarlos. Dejarnos. Dejarme. Nunca me había sentido tan sola como teniendo la sensación de que Gabriella se va. Hemos vuelto del hospital sin decir palabra. Paolo, Silvana, Emilia y las chicas en la furgoneta. Luca , Atlas y yo en el coche de Luca . Pero yo no debería haber regresado en ese coche; me he sentido extranjera, una turista recogida cuando hacía autostop. Porque Gabriella también es mía, como de Paolo o Chiara. Porque yo también la quiero. Nos han echado temprano del hospital; no permitían visitas ni podíamos quedarnos. Además, tengo que ayudar a preparar las cenas para los inquilinos; en la comida se han apañado solas Emilia y las chicas. Pese a saber que la mayor parte de los turistas no acuden a mediodía, yo ya me he sentido culpable de abandonarlas en esa tarea. Pero no podía despegarme de la puerta de esa habitación de hospital, pese a que solo me han permitido entrar un segundo porque yo no soy familia. En algún momento de la tarde, en la sala de espera, he acariciado la idea de tomar el avión. De alejarme, como si los kilómetros de tierra o agua pudieran enterrarme el corazón y hacerme la muerte más llevadera. Me he levantado del asiento y he paseado por el pasillo. Largo. Blanco. Treinta y siete pasos de extremo a extremo. Cuatro puertas a cada lado y los aseos al fondo. Me faltaba el aire. Quería salir y dejar atrás la luz artificial y el olor a desinfectante. Caminé hacia el fondo del pasillo, otra vez, pero ahora tenía una meta: la puerta de las escaleras. Y luego los

escalones, el hall de entrada y el sol. Dos puertas. Una puerta. Estiré el brazo para coger el tirador, pero una mano se aferró a la mía. Levanté la cabeza. Paolo. Me miró a los ojos y descubrí que había echado de menos esa mirada. La del parque. La de la mesa de la cocina de Castellina. Alcé el otro brazo, mi mano hacia su cara. Quería tocar ese rostro, tenía que hacerlo, hacerle sentir que, de alguna manera, yo lo acompañaba en ese momento. Pero no me dejó; interceptó también esa mano, sujetándome la muñeca. Estaba pálido y más delgado, o eso me pareció en ese momento. Me había cogido por sorpresa, escapando, huyendo de aquello que me dolía. No supe qué decir. Él solo dijo una palabra. —Quédate. Después me soltó los brazos y se alejó por el pasillo. Y yo permanecí aún unos momentos junto a la puerta, sintiéndome una cobarde, por haber pensado en irme, por no haber sido capaz de hacerlo, por dejar que otro hombre me hiciese sentir tan insegura y no tomar cartas en el asunto. ¡Por Dios! Yo era mayor que él y sin embargo, él era más maduro que yo. Volví sobre mis pasos sintiendo el rubor en las mejillas y le pedí a Luca que llamase a la compañía aérea y cambiase mi billete para el día siguiente. —¡Genial! —exclamó y tomó el teléfono de inmediato. Se sintió muy satisfecho y yo dejé que pensase, que todo el mundo pensase, que me quedaba por Gabriella. O por Luca . Y todos lo pensaron. Todos, menos Atlas. Y ahora, que apenas ha empezado a anochecer, entramos de nuevo en la cocina, un poco fría, porque el horno no está encendido como es habitual, y el sol ya se está alejando en el horizonte y las plantas del jardín lucen una sombra muy alargada. Emilia se pone el delantal y toma posesión de su reino. Nos manda a la despensa a por toneladas de ingredientes y nos da las órdenes: tú cortas, tú rallas, tú limpias y lavas. Paolo ha subido a darse una ducha y Luca se ha

sentado en una de las sillas de la parte trasera, junto al huerto. —Y yo, ¿qué hago? —pregunta Atlas. —Tú me ayudas —se apresura a contestar Chiara. Y le pasa un manojo de zanahorias. A los cinco minutos, hierve el agua de la olla y el horno luce un resplandor rojizo. Todo parece en su sitio. O casi. Y todos fingimos normalidad. O casi. Silvana entra en la cocina con un montón de manteles blancos y servilletas. Se ha cambiado de ropa, pero no puede disimular las ojeras. —Eva, por favor, coge esto y ve montando las mesas —me dice, tendiéndome la ropa. Salgo al comedor bajo una montaña blanca, pero ya Fiorella se acerca para ayudarme; entre las dos preparamos las siete u ocho mesas en un incesante volar de manteles, platos, copas y cubiertos. Ya huele a comida y mi estómago protesta. No he probado bocado desde el desayuno. Paolo pasa por el comedor camino de la cocina, sin dedicarnos ni una mirada. Fiorella lo sigue con los ojos y una arruga de preocupación surca su frente, de un lado a otro. Qué poco le ha durado la felicidad, pienso. Qué rápido vuelve a estar sumida en la incertidumbre. Por unas horas debió pensar que ese hombre era suyo, que el universo se había organizado y cada pieza ocupaba el lugar que le correspondía. El suyo, al lado de Paolo. Pero ahora... La mente de Paolo vuelve a estar lejos de allí. Quizás ya no permanece en el cementerio de Castellina, en la lápida gris de un rincón a la izquierda; es probable que ahora pasee en torno a una cama, en una habitación blanca de hospital. El hecho es que no está allí, con ella. Ni, por supuesto, conmigo. Y me enfado conmigo misma por ser tan egoista y los tenedores caen al suelo con estrépito de piezas de ajedrez volcadas. Fiorella se vuelve a mirarme, un poco asustada. —Lo siento —murmuro, y me agacho con rapidez a recoger los cubiertos, para que no me vea el ceño fruncido y las mejillas coloradas. Soy estúpida y no voy a aprender nunca. Me hago un nuevo propósito: no pensar en hombres nunca mas. O al menos, durante una buena temporada. Y cuando vuelva a pensar en ellos, solo tendré tiempo para los

que merezcan la pena. En mi interior, oigo la risa de Silvia. Los clientes comienzan a llegar y ya no hay tiempo para pensamientos. Están cansados, contentos y muy hambrientos. Comienza el trabajo duro. Emilia y Silvana funcionan como piezas bien engrasadas de una maquinaria antigua; los demás, hacemos lo que podemos. Atlas está sirviendo mesas y parece que su cometido le divierte. Él sonríe a los clientes y los clientes lo reciben con sonrisas. O tiene don de gentes o quizás es que ellos tienen mucha hambre. Chiara y Fiorella son mucho mas rápidas que yo, aunque lo intento. He perdido práctica. Luca está exiliado en un rincón de la cocina; Emilia lo ha desterrado desde que estuvo a punto de volcar una fuente de ensalada. Y Paolo... creo que anda por el garaje. Revisando la furgoneta. O escondiéndose. Supongo que lo está pasando mal. Y también Silvana, que intenta evadirse a base de trabajo duro. Pero Emilia la vigila de cerca e impide que se le pase la pasta o apague el horno antes de tiempo, que es lo que ha estado a punto de ocurrir en varias ocasiones. Pensamos en Gabriella. Yo pienso en Gabriella, pero también pienso en otras cosas. Y me pregunto por qué mi mente tiene esa capacidad para preocuparse por multitud de detalles sin dejar de preocuparse por el asunto principal. Pienso en Gabriella y en que puede morir en el hospital. Y en que ahora está sola. Pienso en Paolo. En lo que pasará con él cuando ella no esté. Porque Gabriella es su ancla. Pienso en la llamada de la policía, que lo ha citado para mañana. Quizás tengan más pruebas en su contra. Pero, si así fuera, habrían venido a detenerlo, supongo. Eso me consuela un poco, pero no acalla la vocecita preocupada de mi cabeza. Pienso en esa misma noche, en que las casitas de alquiler están ocupadas, excepto la mía, pero ahora también está Atlas y Luca. Cuando llegue el momento de irnos a dormir, ¿creerán todos que voy a compartir mi habitación con Luca ? ¿Lo cree él? ¿Alguien le ofrecerá una cama a Atlas? Yo lo haría, si tuviese un coche en el que dormir. Pero ni siquiera puedo irme al pueblo sin tener que pedir un favor. Pienso en Luca , en sus argumentos, en su arrepentimiento. Y no sé qué pensar.

Pienso en que solo hace unos días yo estaba planeando este viaje, una declaración de amor y una boda. Desde luego, tengo una intuición fantástica. —¡Eva! —el grito de Chiara me aleja de mis pensamientos. Me aparta de un empujón y saca al comedor una bandeja con cuencos de fruta. Yo estaba atascada en la puerta, con mis platos sucios y mis pensamientos huecos. —¿Estás bien? —me pregunta Atlas, cuando entro. Lleva un delantal de Emilia y está fregando platos y cubiertos, como si no hubiese hecho otra cosa en la vida. Y sin perder la sonrisa. En la puerta trasera abierta, Mafia permanece sentada sobre sus patas traseras con la mirada fija en Atlas. Ella también sonríe. —Estoy bien —contesto. Veo la duda en sus ojos, pero también siento el cariño y deseo que él pueda sentir que es mutuo. Ahora mismo, él es mi ancla en esta tierra. Y no sé cuánto tiempo podrá sostenerme sin que me lleve la deriva. Pongo mi mano en su hombro. —De verdad —le confirmo. Sonríe y sigue con sus platos. Recojo la montaña de tenedores que hay a su derecha y comienzo a secarlos. Suena el teléfono. Y todos quedamos paralizados en mitad de nuestras tareas, mirándolo. La puerta se abre violentamente y Paolo se lanza sobre el aparato. Diez segundos. Medio minuto. Un minuto. Paolo no dice nada, solo asiente con la cabeza o con un leve murmullo. Y yo creo que voy a explotar, que no puedo soportar la tensión ni un segundo mas. Y entonces cuelga. Da un paso hacia su madre y la coge de los hombros. Me fallan las rodillas y me dejo caer en una silla. Luca acude a mi lado y me quita un puñado de tenedores de la mano. No me había dado cuenta de que tintineaban como cascabeles. Silvana mira a su hijo. Gabriella se ha despertado —le dice Paolo—. Parece que está mejor.

Y los dos salen por la puerta de atrás como una tromba, dejándonos a los demás mudos, pálidos y atorados en un instante que parece no tener fin. Emilia es la primera que reacciona y vuelve a las tareas. —¡Chiara! ¡Suelta esos platos sucios y recoge la mesa del fondo! La chica da un respingo y eso parece devolvernos a la vida al resto de nosotros. Cada uno intenta retomar su labor, sonriendo ahora, levemente azorados, como si hubiésemos tenido una pesadilla conjunta que no queremos contar, ni recordar. De repente, nos sentimos ridículos. Comienzo a respirar, mi corazón vuelve a latir y el calor que había escapado de mi cuerpo vuelve a instalarse, lentamente, a cada segundo que pasa. Emilia sigue dando órdenes a diestro y siniestro, pero el tono de su voz ya no es el mismo; hay una nota cantarina escondida bajo su voz de sargento mayor. Una nota que antes solo utilizaba para dirigirse a Atlas. No sé de qué me sorprendo. —¿Mejor? —me pregunta Luca, aún con los tenedores en la mano. —Mejor —le contesto. Y le miro a los ojos por primera vez en mucho tiempo. No parece preocupado. Ni alterado por los acontecimientos que, a fin de cuentas, le son ajenos. Es solo... Luca. Solo él. Le pido el manojo de tenedores para seguir con la tarea del secado. Su mano se detiene más de la cuenta en la mía, cuando me lo entrega. Lo noto, pero finjo no darme cuenta. Me levanto para acompañar a Atlas junto al fregadero, donde sigue enfrascado en la batalla con el estropajo y el jabón, envuelto en una nube de vapor. —¿Por qué te importa tanto Gabriella? —me pregunta. Esa manía suya de no andarse con preámbulos. —Bueno, es... Gabriella. —Es la suegra de Silvana. La abuela de Paolo —me dice. Lo miro, pero el vapor no me deja ver sus ojos con claridad. —¡Ya lo sé! —le contesto, un poco irritada—. ¿Qué intentas decirme? —No intento decirte; te digo que no es nada tuyo. No es tu

familia. No acabo de entender porqué te afecta tanto su estado. Agarro el trapo con fuerza y los cubiertos comienzan a golpear en la caja, al caer. Tenedores con tenedores. Cuchillos con cuchillos. —Creí que lo sabrías. O lo adivinarías. Don sabelotodo. —Bueno, aún no está muerta. No me pidas milagros. Su respuesta me deja con la boca abierta. Cierra el grifo y me mira, pero no hay burla en él. Como siempre, habla en serio. Y eso me hace darme cuenta de que no tengo motivos para enfadarme. Al menos, no para enfadarme con él. Echo un vistazo a la cocina. Emilia y Fiorella están ayudándose mutuamente a partir un gran trozo de lomo asado y Chiara debe andar por el comedor. De Luca no hay ni rastro. Aún así, vuelvo a abrir el grifo y dejo que caiga el agua y el rumor nos envuelva. Mafia ha ido acercándose poco a poco y está tumbada con el morro al lado de los pies de Atlas. Ha cruzado metro y medio de frontera. —Ya sé que no es mi familia —le digo, y cae otra cuchara en su compartimento—. Pero yo la quiero como si lo fuese. Cuando estuve aquí, hace tiempo... Atlas sigue con sus platos, pero sé que está prestándome toda su atención. —Cuando viví aquí los fines de semana —continúo—, ella estaba mejor que ahora. Y hablaba mucho más. Gabriella no dormía la siesta. Nunca. Cuando terminábamos con el ajetreo de la comida, Emilia y las chicas volvían al pueblo en el coche de Enzo, para regresar a última hora de la tarde. Silvana y yo terminábamos la tarea que quedase y ella solía subir a su habitación a descansar un rato. Marco, que no ayudaba mucho, también tenía por costumbre desaparecer a esa hora. La casa quedaba silenciosa, como muerta, durante una hora, al menos. Yo salía a sentarme junto a Gabriella, en la puerta de atrás, la que da al huerto. Los primeros días solo buscaba un sitio al sol y el silencio. Ella me proporcionaba todo eso. Apenas la conocía, nunca había hablado con ella y nunca imaginé que llegaría a quererla. Tanto. Me sentaba en el escalón junto a su butaca y abría un libro. Astronomía avanzada. Quásares. Enanas blancas. Agujeros negros. Leía, estudiaba, a veces cerraba los ojos y dejaba que el sol me abrazase. Ella nunca me miraba ni

me dirigía la palabra. Hasta esa tarde. —¿Qué lees? —me preguntó, y su voz sonó suave, amaestrada, y con un leve acento que no reconocí. —Astronom... astronomía —contesté—. Avanzada. Y después de decirlo, me sentí estúpida. —¿Por qué? —Estudio en Siena. Quiero ser astrónoma. Y queda poco para los exámenes. Asintió con la cabeza, sin mirarme, sin abrir los ojos siquiera. Esperé un rato pero no dijo nada más, así que volví a sumergirme en el libro. —¿Te gusta? — me preguntó. Vacilé. —¿La astronomía? Sí, sí, claro que me gusta. Pero es complicada y me cuesta... —No —zanjó—. Leer. La pregunta me sorprendió. —¿Leer? Claro... ¿leer? Me había quedado mirándola y le sorprendí una sonrisa. Un inicio de sonrisa. —Leer —me confirmó. —Sí. Me gusta mucho leer. Volvió a quedarse en silencio. Pero al poco, rebuscó en uno de los bolsillos de su bata, y sacó un papel arrugado. —Léemelo —me dijo. Tomé la hoja y la abrí. Crujía como pergamino, aunque no lo era, y la tinta era muy clara. —«Capellano, 1960» —comencé—. «Doña Gabriella...» —Doña Gabriella —repitió. —«Deseo que se encuentre bien de salud y que Michele progrese en sus estudios. El chico es listo y sabrá aprovechar la escuela, no como yo.» Ahora sí, Gabriella sonrió. —«Desde aquí no se ve el mar. El pueblo es pequeño, como en el que nacimos usted y yo. La gente desconfía, como allí. He pensado que me voy a quedar, a ver qué pasa.»

Gabriella asintió y me indicó con la mano que siguiese leyendo. —«He visto una casa que puedo comprar. No es muy grande, como la suya, pero tiene un poco de terreno. Quizás hasta me atreva a plantar algo, aunque usted sabe que a mí las plantas me tienen miedo. Lo voy a intentar. Y si me va bien, plantaré flores, de las que a usted le gustan.» —Flores —dijo Gabriella. —Sí —asentí yo. —De las que me gustan. —«Si alguna vez vuelve y pasa por aquí, le gustará verlas. Y si no puede venir aún, las plantaré de todos modos. No voy a trabajar en otra cosa, ni para otra gente. Solo para usted, cuando me necesite.» —Solo para mí. —«Con lo que tengo ahorrado, puedo vivir bastante tiempo. Usted sabe que no tengo vicios.» —Salvo el tabaco —me interrumpió Gabriella. Me eché a reir. —«El tabaco lo estoy dejando, poco a poco, pero me cuesta. Echo de menos el cigarrillo después de comer, aunque mi pasta es mucho peor que la suya. También echo de menos su carbonara. Atentamente, Enrico.» Gabriella sonreía y asentía. Creo que en ese momento ya no estaba conmigo; estaba en otro lugar y en otro tiempo. Y con otra persona. Le tendí el papel y lo tomó suavemente. Lo dobló por sus marcas, con cuidado y volvió a meterlo en su bolsillo, junto a su rosario negro. No dijo nada mas. —¿Y eso es todo? —me pregunta Atlas—. ¿Le leíste una carta? Sonrío. Yo entiendo, pero él aún no. —No le leí una carta. Le leí docenas. Desde 1960 hasta el año en que murió su hijo, dos décadas después. —¿Y? —Al principio, creí que era un amigo que había tenido de joven en el pueblo en que nació. Luego me fui dando cuenta de muchas cosas. —¿Por ejemplo? Las primeras cartas eran mas frecuentes. Una al mes, mas o

menos. Luego se fueron espaciando, pero nunca dejaron de llegar. Pero lo que me sorprendió fueron las reacciones de Gabriella a mi lectura. Reía, lloraba... —Supongo que hacía mucho tiempo que no podía leerlas y tal vez las echaba de menos —sugiere Atlas—. No hay mucha gente dispuesta a perder el tiempo leyendo para una anciana... —No —le contradigo—. No las echaba de menos. Es que nunca las había leído. —¡Fuera! —grita Emilia, y Atlas y yo damos un respingo. Bajo nuestros pies se produce un tornado de patas, cola y gruñidos y Mafia sale corriendo con las orejas gachas, hasta que cruza la puerta—. Ni se os ocurra dejarla entrar —nos amenaza Emilia con una cuchara. Atlas me mira, y puedo ver su sorpresa a través del vapor. Cierra el grifo, se seca las manos en mi toalla y me arrastra a la despensa. Sabe que no hablaré delante de otras personas. —¿Qué quieres decir con eso de que nunca las había leído? —Gabriella no sabía leer, Atlas. Ni escribir. Estuvo guardando las cartas durante 20 años, esperando la oportunidad de pedirle a alguien que se las leyese. Alguien que no fuese de la familia, porque no quería que nadie se enterase. —¿En serio? ¿Y cómo pudo... cómo aguantó...? ¡Qué paciencia! —No te haces una idea. —¿Por qué lo dices? —Porque resultaron ser cartas de amor. «Capellano, 1967. Doña Gabriella. Espero que al recibo de la presente se encuentre bien. Yo aún estoy saliendo de un catarro fuerte que me ha tenido en cama varios días, con tos y gran dolor en el pecho. Pero ahora estoy mejor, gracias en parte a los cuidados de Anna. Es la mujer que me limpia la casa cada semana, como ya le dije en otra carta. Usted sabe que no estoy hecho para las faenas de la casa. Y me daría vergüenza que usted la viese como estaba, tan desastre soy. Ahora me alegro de haber contratado a Anna, porque mi casa reluce, aunque seguro que no tanto como la suya. Y gracias a sus caldos y sus desvelos, puedo levantarme de la cama. No sé qué me habría pasado sin ella.»

Gabriella suspiró. «Anna es viuda, como usted. Su marido murió en un accidente en el campo, al poco de casarse. Y ella quedó sin recursos, porque el hombre solo atendía las tierras de otros, no tenía tierras propias. Por eso tuvo que buscar algo para mantenerse. Los días que no viene a mi casa, trabaja en la panadería, levantándose antes de amanecer. Cuando limpia aquí, el aire huele a pan. Es como estar en su cocina, con el bizcocho enfriándose, resistiendo las ganas de empezar a comerlo aún caliente. Alguna vez lo hice.» —Lo sé —me interrumpió Gabriella—. Y luego le echaba la culpa al niño —sonrió al tiempo que sacaba un pañuelo del bolsillo. «Me ha cuidado como lo hizo usted aquella vez que me caí y me rompí el brazo. Pero sin escayola. Reconozco que me gustó que usted me cuidase y su sopa es mejor. Ella lo ha hecho bien, y yo no se lo pedí. Creo que me ha tomado cariño». Hice una pausa para mirar a Gabriella de reojo. Pero ella tenía la mirada perdida en el atardecer de sus recuerdos y no hizo ni un gesto. «Si a usted no le parece mal, creo que le voy a pedir a Anna que se case conmigo. Ella no tiene familia ni recursos, y yo también estoy solo. Nos vendrá bien a los dos. Una mujer no debe estar sola y menos si no tiene tierras o algo. Usted lo estaba cuando yo me fui, pero usted es distinta. Es fuerte.» —¿Soy fuerte? —se preguntó Gabriella. Pero no me hablaba a mí. «Es fuerte y es valiente y nunca ha necesitado un hombre. Ni siquiera a su marido. Anna no es como usted. ¿Le parecería mal? Solo tiene que escribirme unas letras y haré lo que me pida. Atentamente...» Gabriella seguía en silencio. —¿Le escribió? —le pregunté. No pude resistirme. Se llevó el pañuelo a la mejilla y se secó una lágrima lenta. Le devolví la carta y me levanté para entrar en la casa. A esas alturas, ya sabía cuando habíamos acabado y debía irme. Desde el quicio de la puerta, la oí susurrar. —Nunca le escribí. Nunca. La cena me ha dejado agotada. O, más bien, nos ha dejado. Emilia se

ha sentado con nosotros a la mesa, después de que se marchase el último cliente y hemos dado cuenta de las sobras, y aún ha quedado para mañana. Silvana llamó hace una hora, para decir que Gabriella se recupera, muy despacio, y que se queda a dormir con ella en el hospital esta noche. También nos ha dado instrucciones respecto a las habitaciones de cada uno. —¿Y no puedo quedarme a dormir yo también? —dice Chiara, con la boca llena. La mirada de Emilia lo dice todo. —No voy a contestar a eso. —Qué mas dará uno más o menos... ¡ si esto empieza a parecer un albergue juvenil! —protesta, mirando a Atlas, que devora los espaguetti a una velocidad de vértigo. —No hay más que hablar —zanja Emilia—. Y que sepáis que no me voy de aquí hasta que estéis durmiendo. Luca levanta la cabeza del plato, asombrado, mientras Fiorella se echa a reir. —¿En serio? —pregunta—. Mire que yo ya paso de los 25... —Como si tienes 40. Mientras Silvana no esté aquí, yo soy responsable de vosotros —nos abarca a todos con la mirada—. Ninguno sois matrimonio, ¿no? ¿Alguno de vosotros está casado ante Dios? Pues ya está. Y si creéis que podéis engañarme, es que no me conocéis. Chiara y Fiorella asienten, muy serias. —Vale, nada de excursiones nocturnas —dice Atlas, limpiándose la boca con una servilleta de cuadros—. ¿Y dónde dices que me toca a mí? —Con Luca , en la casita que estaba usando Eva. —¡No es verdad! —exclama Luca . Estoy tentada de echarme a reír, pero me contengo a duras penas. —¡Tranquilo! —Atlas le da una palmadita en la espalda—. No ronco y duermo como un lirón. No te molestaré. ¿Puedo llevarme a la perra? Mafia levanta la cabeza como un resorte y sus orejas se proyectan hacia adelante. Si Atlas quisiera, saltaría desde la puerta a sus rodillas en menos de un segundo. La mirada de Luca varía del asombro a la incredulidad, pasando por el

miedo. —La cama es doble. Solo tenéis que separarla —le explico a Luca —. Supongo que no te molestará compartir el baño... si es que quieres quedarte esta noche. Siena solo está a algo más de una hora de coche. —¡Oh, no, ningún problema! Es solo... que no estoy acostumbrado a compartir habitación, ya sabes... —Prefiero no saberlo —le contesto. ¿He hablado yo o la bruja que hay en mí? —¿Y dónde duermes tú? —me pregunta Luca . Y lo cierto es que no lo sé. Miro a Emilia. —En la habitación de Marco —contesta Emilia. Todos la miramos, asombrados. No me he dado cuenta de que niego con la cabeza, mientras intento asumir lo que acaba de decir. —No —contesto—. Yo no puedo... —Sí puedes —la voz de Emilia es categórica—. Y ya es hora de que alguien use ese cuarto... —murmura entre dientes—. Silvana dice que duermes ahí y ahí dormirás. ¡Por fin servirá de algo cambiar las sábanas cada semana! —Pero... —¡No hay peros! Cada uno, donde se le ha mandado y no hay más que hablar. Tampoco hay muchas posibilidades, estamos casi completos; la habitación de Gabriella es suya y solo suya. La de Silvana está usada y no pienso ponerme a cambiarla y a limpiar a estas horas. Y Paolo llegará en algún momento, cuando lo echen del hospital. ¡Así que no quiero ni una protesta mas! Cierro la boca. Y se me cierra el estómago. Pienso en el cuarto de Marco, ahí arriba, la puerta siempre cerrada. Me doy cuenta de que no he subido muchas veces a la planta alta; siempre tuve una de las casitas a mi disposición, cuando trabajaba aquí. A veces acompañé a Silvana para ayudar con la ropa blanca y poco más. Pero me temo que no sirve de nada darle vueltas. Me levanto y llevo mi plato al fregadero. Fiorella me imita y al momento, todos se levantan. Es muy tarde y estamos cansados. —Vamos —les digo a Luca y Atlas—. Os acompaño a vuestros aposentos, que tengo que recoger mi mochila. Salgo por la puerta de atrás y los oigo a mis espaldas, sus pasos crujiendo sobre la grava, los saltos eufóricos de Mafia tras los tobillos de

Atlas. Emilia nos vigila desde el umbral. Junto a los rosales, docenas de luces diminutas y etéreas firman una galaxia caótica. Luca se detiene, asombrado. —Solo son luciérnagas —le explico—. No muerden. Abro la puerta de la casita y enciendo la luz; recojo una camiseta, la mochila y mi cepillo de dientes. Es todo mi equipaje para este viaje, junto con un corazón en estado de emergencia. —Todo vuestro —les digo, haciendo una reverencia. —Hasta mañana —me sonríe Atlas. Y me da un beso en la mejilla. —Hasta mañana —contesto—. Tenemos que hablar —le prevengo. Luca lo observa entrar en la casita y después me mira a mí, que sigo sonriendo como una idiota. Atlas siempre consigue hacerme feliz, de una manera u otra. Su inocencia me desarma. —Hasta mañana —le digo a Luca , y emprendo la vuelta a la casa grande. ¡Espera! —me giro y viene hacia mí—. Aún no hemos hablado de lo nuestro... —Ni vamos a hablar —contesto, señalando la silueta oscura y amenazante de Emilia, recortada contra la luz de la cocina. —Ah, claro —vacila. —Hasta mañana— me dice de mala gana. Creo. Subo por el camino, con mi mochila y mi sonrisa. Voy pensando que, en algún momento de este viaje, perdí la bondad. Mafia me mira ir y se acomoda en el cemento de entrada a la casita. Mientras camino hacia Emilia, oigo un gruñido perruno de absoluta satisfacción. La habitación de Marco es tal y como yo había imaginado siempre. No es que antes hubiera pensado mucho en ella, claro, pero es el típico cuarto de adolescente que empieza a dejar de serlo. Libros juveniles en las estanterías, junto a algún peluche destrozado. Libros de instituto, cómics, pósters de jugadores de fútbol, de bandas de rock. Ni un mota de polvo. Ni olor a cerrado. Nadie podría pensar que lleva mucho tiempo sin usarse. Me siento un poco invasora, como si Marco fuese a volver en cualquier momento y a reclamar su habitación. Dejo la mochila sobre la cama y salgo al cuarto de baño. Mientras me

lavo los dientes, pienso en Atlas, en que tengo que encontrar un momento a solas con él para preguntarle cómo está. Qué planes tiene, si va a volver a su casa y cuándo. Y sobre todo, tengo que preguntarle por Esteban y sus otros fantasmas. Ahora que conozco la historia, y que me la creo, me gustaría irme sabiendo que lo dejo acompañado... aunque solo sea por voces perdidas. Y encontradas. Y también pienso en Paolo. En que mañana tiene que ir a la comisaría de nuevo, en lo que pasará allí, en las consecuencias que eso podría tener en su vida. ¿Y si lo detienen? Me quito la idea de la cabeza; no lo habrían citado para detenerlo. ¿Para informar de alguna prueba en su contra? Y en Gabriella. Ese pensamiento me hace sonreír. Vivirá, seguro. Es demasiado fuerte para que la venza una enfermedad. Se morirá cuando ella quiera, estoy convencida. Al principio dudé, porque me preguntaba si no habría llegado ese momento, si ella no querría morir. Pero supongo que aún le queda algo por hacer. Me pongo una camiseta para dormir y dejo mi ropa bien plegada sobre el escritorio de Marco, ocupando el mínimo espacio posible. La mochila bajo la silla. Apenas he tocado nada. No quiero que vuelva y crea que me he adueñado de su cuarto. Sonrío de nuevo. Porque es muy probable que, si Marco pudiese verme, le divertiría la situación. Tengo que recordar mañana preguntarle a Atlas si ha vuelto a oírlo. Si ha podido oír algo con Luca roncando a su lado toda la noche. Me meto en la cama de buen humor. Es cómoda. Ni muy dura ni demasiado blanda. Una de las hojas de la ventana está abierta, con la persiana arriba; las cortinas blancas se mecen suavemente con la brisa. Casi dormida, pienso extrañada en que no veo el brillo de las luciérnagas ahí fuera y entonces recuerdo que estoy arriba, no en una casita baja frente a los rosales. Y el tibio olor de las rosas me envuelve y me deslizo hacia los sueños que desprenden una suave claridad. Despierto; aún es de noche y me encuentro en una cama desconocida, en una habitación desconocida. El corazón me late a mil por hora y me pregunto qué ha podido asustarme así. Oigo un chirrido, un gozne de metal oxidado que sufre; me levanto y miro por la ventana, a través de la fina tela de la cortina. La puerta del granero está abierta y hay luz en el interior. Entonces se hace la oscuridad y apenas distingo una figura

oscura: Paolo, que sale y cierra la puerta. Otro chirrido. Entonces recuerdo que lo usa como garaje y taller; el tractor, la abonadora, el arado, la furgoneta, todo se guarda allí. Miro el reloj: las dos de la madrugada. Emilia dijo que él volvería en algún momento de la noche, cuando lo echaran del hospital. Ha debido resistirse mucho a la orden de desalojo de las enfermeras, porque esas no son horas. Oigo sus pasos sobre la grava, acercándose a la casa. Oigo la llave en la cerradura y el chasquido de la puerta al cerrarse. Oigo sus pisadas atravesando el comedor y en la escalera, decididas y firmes. No sé si sabe que estoy aquí; de repente, me asusta pensar en lo que haría si me encontrase en la habitación de su hermano muerto. Oigo el sonido de sus botas acercándose y cierro los ojos muy fuerte cuando las siento al otro lado de la puerta, camino de su habitación. Se detienen. ¿Ya ha llegado a su cuarto? Abro los ojos; el pomo de la puerta gira despacio. Me llevo la mano a la boca para ahogar un grito. Veo la silueta de Paolo recortada contra la oscuridad de la habitación; entra y cierra tras de sí. Se apoya en la madera y me mira. Sé que me está mirando. Mi silueta contra la ventana abierta. Durante una décima de segundo, se me ocurre que podría empujarme. Que no necesitaría otro motivo; estoy en la habitación de su hermano y él no quiere que yo esté aquí. Y punto. Él mide más de 1’80 y yo no soy nadie. No hay rival. Un pequeño empujón y yo volaría, despacio al principio, más rápido después, hasta estrellarme contra la grava. Si Newton no estaba equivocado, es muy probable que yo muriese por el impacto. Pero ese pensamiento dura solo una décima de segundo. Después abro la boca para decir algo, lo que sea. Pero mi voz nunca llega a salir de mi garganta. Paolo recorre la habitación en dos zancadas, apenas un parpadeo, y ya está pegado a mí, besándome. Sus manos me aprietan contra su cuerpo y las mías recorren su espalda. Siento su calor en mis venas, inflamándome como un volcán. Me besa, nos besamos con urgencia, como si no tuviésemos tiempo, como si mañana yo tuviese que coger un avión. Un beso larguísimo compuesto de millones de besos.

No hay pausa. Un beso, otro beso. Creo que voy a morir pero no lo haré sin antes tocar su piel. Introduzco una mano bajo su camiseta. Siento su columna vertebral, los músculos de su espalda. Me sorprende su suavidad. Me sorprende mi propia iniciativa, mi necesidad de él. No hay descanso. No podemos dejar de besarnos. De tocarnos. Pero de repente sus manos rodean mi rostro y sus labios se separan de los míos. Y me mira a los ojos y me veo en los suyos. Me acaricia las mejillas, sus dedos rozan mis labios, observándome lentamente. Y luego vuelve a besarme y es un beso tan delicado que temo romperlo. No hay tregua. Su cuerpo huele a campo y a noche. A veces es tan dulce como el aroma de las lilas. A veces tan salvaje como el romero y el espliego. Lo busco desesperada, lo aspiro con ansia, me impregna. Y mientras nos hundimos el uno en el otro, me asusta mi deseo desesperado y anhelo que la noche no acabe nunca. Pero cuando abro los ojos hay una pálida claridad en la ventana y la colcha blanca me cubre la piel desnuda y su parte de la cama aún está caliente. Me falta su cuerpo. El amor tiene el color del amanecer y el olor del rocío y es tan breve como ellos. Oigo el chirrido de la puerta del garaje. Y el motor de la furgoneta. Y no me hace falta mirar por la ventana para saber que Paolo vuelve al hospital, sin ni siquiera haberse duchado. Hoy es el día en que me marcho y me doy cuenta de que no nos hemos dicho ni una palabra.

Apenas son las seis y media de la mañana; me meto en la ducha pensando que, en unos minutos, Emilia estará de vuelta a la casa con su incansable energía y su mirada penetrante. Y abro el grifo preguntándome qué ha ocurrido. Qué me ocurre. Cómo ha podido pasar, y por qué. ¿Era yo la que se aferraba a su cuerpo? ¿Era yo la que respondía a sus besos? No es propio de mí. Yo no soy así. O no lo era. Me pregunto si voy a tener el valor de irme. O peor aún, si tendría el valor de quedarme; y llego a la conclusión de que no hay motivo alguno para hacer lo último. Porque yo tengo mi trabajo en Madrid. Tengo mi vida en Madrid. Silvia, mi familia, mis amigos. Mi carrera, que está empezando a dar frutos. ¿Y qué tengo aquí? Una familia adoptiva con mucho trabajo y poco tiempo para mí. Y con una abuela que atender. Un ex novio. Un amigo desequilibrado. Un... Paolo. Con su mal humor y sus silencios eternos. Y sus besos. Su rostro serio, sus ojos azul oscuro. Y sus manos. Su manera de conducir. Sus besos, sus besos, sus besos. Y sin poder evitarlo, me echo a llorar bajo la ducha. Emilia ya ha encendido el horno cuando entro en la cocina. Me observa un poco sorprendida y yo desvío la mirada. —¡Buenos días! —le digo, aparentando buen humor. —Qué pronto te has levantado... pero mejor, así me ayudas con el desayuno. —Claro; dime qué hago. Me envía a la despensa a por paquetes de café en grano. Le gusta molerlos justo antes de preparar el café y dice que el olor abre el apetito. Supongo que es verdad. Ella comienza con la masa de los croissants,

mientras una máquina mezcla ya los ingredientes de su bizcocho número mil. O un millón. —¿Y las chicas? —le pregunto. Me habría gustado tenerlas allí. La conversación de Chiara eliminaría cualquier posibilidad de preguntas incómodas. —Las he dejado dormir un rato más. Ayer fue un día duro y trabajaron bien —contesta—. Luego las subirá mi marido. Tengo que hablar con Silvana de contratar a alguien más. Nosotras no podemos con todo —refunfuña. Me alegra ver que la vida sigue, pese a los terremotos, los infartos o los corazones rotos. El trabajo, la comida, la rutina... todo lo que nos empuja hacia adelante, todo lo que nos hace seguir aunque queramos parar a descansar un rato. Descansar en brazos de Paolo. Deja de soñar, me digo. Cojo una pila de platos y los llevo al comedor; los manteles están ya listos sobre las mesas. Cuchillos, tenedores, tazas, platillos. El ruido de los cubiertos. El olor del bizcocho. El olor del pelo de Paolo. Empiezo a enfadarme conmigo misma. Por no evitar los recuerdos. Por dejar que las mariposas vuelen por mi estómago cuando pienso en él. Vuelvo a la cocina en el momento en que Atlas entra por la puerta de atrás, seguido por Mafia. La perra frena en seco cuando ve a Emilia y sale de nuevo a su sitio, en el escalón del huerto. —Buenos días —le saludo. Una sonrisa ilumina su rostro. —Buenos días, Eva. Buenos días, Emilia —le dice, al tiempo que le planta un beso en la mejilla. Emilia lo mira un poco sorprendida y (¿es cierto lo que veo?) un atisbo de sonrisa en sus labios. Atlas provoca esas reacciones. Siempre. Es pura inocencia. —Coge esas tazas y ayúdame, vamos —le digo, y salgo al comedor cargada de nuevo con servilletas y azucareros. Espero a que llegue a mi lado, en la mesa del fondo. Coloca las tazas alineando el asa milimétricamente en ángulo de 90º. —¿Cómo estás tú? —le pregunto. He dormido bien. Luca ronca, pero no demasiado. Y tiene buen sueño: me he duchado y ni se ha movido.

—Quiero decir que cómo estás —le repito. Me mira. —¿Yo? —Tú. Deja de colocar tazas y parece reflexionar un momento. —Bien, supongo. —Define el supongo. —Supongo como que estoy bastante mejor de lo que podría estar, pero aún puedo mejorar. —Define lo que acabas de definir. Pero de una manera comprensible, por favor. O seguiré preguntando hasta el infinito —le amenazo. Separa una de las sillas de la mesa y se sienta. Me indica que haga lo mismo, así que lo imito. Apoya los codos en el mantel. —Creo que estoy bien. Y creo que voy a estar aún mejor. —¿Qué piensas hacer? —Poner mesas, fregar platos... —¡No quiero decir ahora mismo! —a veces me saca de mis casillas—. Quiero decir qué vas a hacer con tu vida, con tu futuro. —Con el futuro no se puede hacer nada, Eva. —¡Oh, ya sabes lo que quiero decir! —Lo sé —me consuela poniendo su mano sobre mi hombro—. Creo que voy a esperar a que el futuro me diga lo que tengo que hacer. —Y eso, ¿cómo... ? ¿Qué quieres decir? —Simplemente eso. De momento, voy a esperar. —Pero, ¿a qué? ¿Sabes si va a pasar algo? ¿Esperas alguna señal o algo así? ¿Una lluvia de ranas? ¿Y si no se produce? —Shhhhh... —se lleva un dedo a los labios y yo cierro la boca—. Calma. Y escucha. —Ok. Me calmo. Estoy escuchando —intento dejar las manos sobre el regazo. Quietas. —Hace solo unos días, yo salía de la casa de mi padre con una mochila y una voz en mi cabeza. Ahora, ¿qué tengo? —¿Qué tienes? —Tengo un sitio donde dormir, una cocina donde comer, una familia que no pregunta, y unos amigos. Y muchas voces. Creo que

no me ha ido mal. —¿Han vuelto todas tus voces? —Han vuelto algunas. Otras son nuevas. Algunas ya no están. —¿Tu...? —dudo—, ¿tu madre? Sonríe y mira sus zapatillas. Es una sonrisa triste. —No. Ella no está aquí —señala su cabeza—, como siempre. Está aquí —señala su pecho—. Como siempre. —¿Y Marco? —No lo oigo. Pero está. —¿Y cómo lo sabes? —Conozco su risa. Abro mucho la boca y tengo la sospecha de que Atlas me está tomando el pelo. —No hablas en serio —le digo. —Siempre hablo en serio —contesta. Y tiene razón—. Esta noche ha reído mucho —añade. Ahora soy yo la que se ruboriza. Giro la cabeza, fingiendo vigilar la puerta por si entra alguien. Decido cambiar de tema. —Vale; entonces vas a quedarte aquí... ¿hasta...? —Hasta que tenga otra cosa que hacer. O hasta que me digan que me vaya. La última frase me hace dudar. No recuerdo haber oído ninguna invitación en boca de Paolo. Pero creo que tampoco le dirá que se marche. Silvana no lo permitiría. Y desde luego, Emilia tampoco. —No van a decirte que te vayas —afirmo—. Nunca harían eso. Además, parece que necesitan gente aquí durante el verano. —El verano es una buena estación. —Sí, lo es. Me levanto y coloco el resto de azucareros en las mesas. Una tarea hecha. Volvemos a la cocina donde ya se respiran los mejores olores del mundo: azúcar deshaciéndose en el horno, café hirviendo, vapor de agua. Emilia dirige la orquesta de cacharros como una aprendiza de bruja... no, como una bruja de verdad, a la que no se le escapa una gota ni se le quema un croissant. Oigo un coche en la gravilla y mi corazón sufre un amago de parada. Me resisto a salir a mirar, a salir corriendo. Al momento, Fiorella entra en la cocina por la puerta del huerto, y Chiara detrás de ella, buscando a Atlas

por encima del hombro de su hermana. Se me escapa un suspiro. —¡Buenos días! —Atlas las saluda a ambas. Después, deja la bandeja que lleva en las manos y acude a su encuentro, besándolas en la mejilla. Veo sus rostros sorprendidos y sonrojados. Sonrío para mis adentros. —¡Vamos, espabilad! —las apremia Emilia. Las chicas se quitan las chaquetas y se ponen los delantales blancos, con un gesto muy profesional. Fiorella se dirige a abrir la puerta; es la hora del desayuno y los huéspedes no tardarán. Algunos se van hoy y tienen prisa por ver aún algún monumento más, captar una foto más, llevarse otro recuerdo a sus hogares. Yo también me iré, esta tarde. Pero aún no puedo pensar en ello. —¿Has dormido bien? —le pregunta Chiara a Atlas, con cierta sorna. —Sí, fenomenal, gracias. ¿Y tú? —Eh... yo bien, sí, muy bien. —¿Y Paolo? —ahora es Fiorella quien pregunta. Pero no sé a quién se dirige. Emilia me saca de la duda. —No ha venido a dormir. Su cama está hecha —contesta. Cojo una bandeja de croissants recién hechos y los saco a la mesa del buffet. Allí espero unos segundos, a que se calme mi respiración. —¡Buongiorno! Doy un salto y me vuelvo, para encontrarme cara a cara con una pareja de la mano. —Buongiorno —respondo, y les indico que pueden sentarse en la mesa que deseen. Y aún con el corazón desbocado, vuelvo a la cocina y anuncio que han llegado los primeros clientes. Temo que, para mí, va a ser un día complicado. Luca me encuentra sentada en los escalones de atrás, en el huerto, con la perra durmiendo a mi lado. Hace una mañana espléndida y estoy disfrutando del sol, después del desayuno. Emilia no me ha dejado terminar de recoger con ella; ya tiene a Atlas, que ha resultado ser un pinche muy prometedor.

—Parece que se te han pegado las sábanas —le digo. —¿Cómo? —se pone la mano sobre los ojos, a modo de visera. —Nada, un dicho español —contesto. Echa un vistazo al interior de la cocina y vuelve; se sienta a mi lado en el escalón. —¿No quieres desayunar? Los croissants están de muerte. —En un rato. Ahora... —me coge la mano—. Ahora tenemos que hablar. —Habla — le digo. Retiro la mano de la suya y siento de nuevo el calor del sol en los dedos. —He estado pensando en nosotros. —Luca , no puedes pensar en nosotros. —¿Por qué no? —me contesta, un poco alterado. Supongo que he echado por tierra el discurso que había preparado. —Porque tú solo eres tú. Y yo pienso por mí misma. Y no hay nosotros —le confirmo. Por si quedaba alguna duda. —Sigues enfadada... —dice. Y no sé si es una pregunta. —No estoy enfadada —le contesto—. Estuve dolida, muy dolida. Pero ya no. Ahora todo me parece... intrascendente. Superficial. —¿Superficial? ¿Lo nuestro? ¡Pero yo te quiero! Ha ido elevando el tono de voz y me preocupa que Chiara sospeche que puede atrapar algún cotilleo jugoso. —Shhhhh... no te pongas nervioso. —¿Cómo puedes decir eso? ¿Superficial? —Lo que quiero decir es que... Tal vez me he expresado mal; lo que intentaba decirte es que lo que ha pasado entre nosotros ya no tiene importancia. No después del terremoto. No después de casi perder a Gabriella. —Pero es importante. —No, no lo es. Hace unos días quería desaparecer del mundo. Me sentía fatal. Por tu culpa, pero también por la mía. Tú me engañaste, pero yo me dejé engañar, me engañaba a mí misma mucho antes de que esa chica entrase en tu habitación. —Eva... —No, no te preocupes. Ya no me duele. Todo esto, todo lo que ha pasado me ha hecho darme cuenta de quizás soy más fuerte de lo que

yo pensaba. Y que puedo vivir sin ti. —¡Pero no hace falta que lo hagas! —Pero yo quiero hacerlo. Quiero vivir sin ti. Y pensar en ti sin que sea una tortura. O no pensarlo. Luca mira al suelo. A sus zapatos. Al extremo de sus pantalones. —Ya no me quieres —dice. Ahora sí, sé que no es una pregunta. —No sé si te he querido de verdad —reconozco. Sé que ahora le estoy haciendo daño, aunque espero que no demasiado. Pero no quiero mentir—. Creo que no sabía lo que es querer en serio — confieso. Me mira. —¿Y ahora sí? —Ahora lo veo todo distinto. —Ahhhh... ¿Y quién te ha hecho ver las cosas de otra manera? Ahí está. El auténtico Luca . El que sospecha. El incrédulo. El narcisista. El... ¿cómo no me he dado cuenta antes? Sonrío. No puedo evitarlo. Ahora jugamos en terreno familiar. —Piensa lo que quieras. Busca otros culpables, no me importa. —Veo que lo tenías todo pensado —me espeta. —En realidad, no. —Si pensabas darme calabazas, ¿por qué me has dejado llegar hasta aquí? ¿Por qué no me lo dijiste nada más verme? Lo pienso un momento. Intento recordar cuándo volvimos a vernos. Tras el terremoto. Después del beso de Paolo en el parque. Quiero quitarme esa imagen de la cabeza. —No era el momento. Estaba muy alterada y confundida. —Claro, claro, no era el momento —dice, levantándose. Se sacude el polvo de los pantalones—. En fin, supongo que este es el final. Lo miro desde mi escalón. Pero no parece tan alto. Y me está tapando el sol. —Supongo que sí —le confirmo. —Vale. Aún duda un momento. Parece no acabar de creérselo. Pero se rehace y gira para irse por donde ha venido, con la cabeza bien alta. Me pregunto qué les diré a los demás. Me pregunto qué les diría él. Y me respondo que

no me importa. Lo miro marcharse y cuando llega al final del huerto, a punto de girar la esquina de la casa y desaparecer para siempre, lo llamo. —¡Luca! Se detiene y da un paso atrás. Me mira, expectante. —Buena suerte —le digo. No responde. El sonido de sus pasos rápidos en el camino y el ruido del motor de su deportivo me anuncian que acabo de perder mi taxi al aeropuerto. Subo a la habitación. La ventana sigue abierta y ver las sábanas revueltas me hace ruborizarme. Otra vez. Apenas puedo creer que yo sea la misma persona de anoche. Nunca hubiese imaginado que pudiera comportarme así. Y menos, pocos días después de una ruptura. Y de vivir la tragedia del terremoto. Quizás haya sido eso, todo eso. Creo que estoy perdiendo la cabeza. Así que intento dejar de pensar y quito las sábanas de la cama; las doblo y las dejo sobre mi mochila, para bajarlas luego a lavar. En el ar Luca del pasillo encuentro sábanas limpias. Hago la cama con cuidado, respirando el suave olor a tomillo que desprende la tela. Cierro la ventana; intento que no se note mi paso por esa habitación. Cojo la mochila y, desde la puerta, echo un último vistazo. Es una despedida, lo sé. Ya duele. Abajo, paso frente al cuarto de Gabriella, con la puerta entornada y no puedo resistirme a mirar. Dentro, la cama, la mesita, la silla. Todo recogido, impecable. Y escueto. Ni una foto de Marco, apenas una de su hijo cuando era muy joven. Ha vivido una vida dura. No ha podido permitirse debilidades. Camino con el corazón encogido, sospechando que dejo en esa casa mucho más que unas sábanas sucias. En el comedor ya todo está dispuesto para la comida. En la cocina, Emilia le explica a Atlas algo sobre el punto de la pasta, inclinados sobre una cazuela. Han hecho migas, estos dos. Lo dejo en buenas manos, pienso. Y suspiro. Suelto la mochila en un rincón y me pongo a trabajar. Me lavo las manos, me pongo el delantal y espero órdenes de Emilia, que no tardan en llegar.

—Patatas panadera —me dice. —¡Señor, sí, señor! —contesto. Y me pongo a mondar patatas. Hay un montón enorme. Chiara termina de organizar la cubertería y viene a echarme una mano. O eso creía yo. —Bueno, ¿qué opinas? —pregunta, en tono confidencial. —¿Qué opino de qué? Me da un codazo y señala a Atlas con la cabeza. —Pues de él —me aclara. —¿Respecto a...? —¡Chica, cuando quieres hacerte la tonta...! —se irrita Chiara—. ¿Qué sabes de él? ¿Dónde lo encontrásteis? ¿Qué hace aquí? Y sobre todo y muy importante, ¿va a quedarse? Miro a Atlas. Parece muy interesado en las explicaciones de Emilia. De vez en cuando, un rizo oscuro y rebelde se desliza cerca de sus ojos y lo retira de un soplido. No recuerdo a nadie mayor de once años que haga eso. —Atlas es... muy dulce —empiezo. Es la primera palabra que me ha venido a la cabeza. Pero creo que lo define bien—. Es atento, sincero... muy sincero, de hecho. Y peculiar. Muuuy peculiar. Es sencillo. Pero complicado. Chiara me escucha con el ceño fruncido. —No sé si te estás oyendo contradecirte a ti misma —me dice. —Tienes razón. No me explico bien. Pero es que hay que conocerlo. —¡Eso quiero! —afirma Chiara, muy vehemente—. Venga, sigue —me apremia—. Empieza por el principio. —El principio... ¡parece tan lejano y solo hace unos pocos días que lo conozco! —reflexiono—. Lo recogimos haciendo autostop en Volterra. Aunque puede ser que fuese él quien nos recogiese a nosotros. —Eva, tienes que dejar de desvariar. —Perdona. Ya me centro. Lo llevamos hasta Onna y luego ya sabes lo que pasó. —Sí, pero, ¿qué hacía él por ahí? ¿Para qué tenía que ir a Onna? ¿Y por qué hacía autostop? Miro mi montón de patatas. No ha disminuido un ápice. —No sé nada de su vida, Chiara. Sé que es huérfano de madre y

creo que no se lleva bien con su familia. No sé qué quería, ni sé qué quiere ahora, ni qué va a hacer en el futuro. Probablemente, ni siquiera él lo sabe —pienso en voz alta. —Pero es guapo —resume Chiara, con una sonrisa. —Sí, es guapo —reconozco, sonriendo también. A veces la vida es mucho menos complicada de lo que parece. Y creo que voy a dejar que Chiara descubra por sí misma lo «peculiar» que es Atlas. Quizás para cuando lo sepa, ya no pueda dejar de quererlo. Como todos. Suspiro. Otra vez. —Deja de resoplar —me dice Chiara—. ¿Qué te pasa? —Nada. —Ya, claro. —Me voy esta tarde. Y os voy a echar mucho de menos. —Pues quédate. —No puedo. —¿No puedes o no quieres? —me pregunta, señalando a la puerta. —¿Que insinuas? —Que sospecho que te vas para alejarte de Luca. Me ha dado la impresión de que no estabas muy a gusto a su lado, y eso que él ha intentado complacerte por todos los medios. —Ya. Complacerme, si. Bueno, me voy por mi trabajo. Por mi nuevo trabajo que empiezo en septiembre, ya sabes. Luca y yo... bueno, lo hemos dejado. —¡No hace falta que lo jures! Y yo pensando que era la reina del disimulo... —Pero estoy bien. Fue duro al principio, pero ya estoy bien. Es mejor así. —Si tu lo dices... A mí me parece guapo, atento... y tiene un buen coche. Atento. Quizás al principio. Y al final, estos últimos días sí ha estado atento. Y es guapo, vale. —Lo del coche no me importa —respondo. —Claro, como tú no tienes que circular en una vieja camioneta... No sé si se refiere a la de su padre o a la de Paolo. Ambas deben andar por los 150 años. —Me he sacado el carnet de conducir para nada, porque no

consigo ahorrar para comprarme un coche —continúa Chiara—. ¡Necesito un trabajo de verdad! —Ya tienes un trabajo —le digo, señalando a nuestro alrededor. —Sí. Pero preferiría uno lejos de mi madre y, a ser posible, lejos de este pueblo. ¡Para poder ir a trabajar en un buen coche! Sonrío. Imagino a Chiara y a Atlas hablando de prioridades. Me temo que su relación no duraría mucho después de esa conversación. Emilia se acerca y recoge la fuente de patatas peladas, al tiempo que nos dedica una mirada incrédula. —¿Solo habéis pelado estas? A este paso, quizás lleguemos a la cena. Se me ensombrece el pensamiento y Emilia lo nota. —¿Cuándo sale tu avión? —A las ocho. Tengo que estar en el aeropuerto a las seis. ¿Podría llevarme Enzo o llamo a un taxi? —Te lleva Enzo, faltaría mas. Hay que darle trabajo a ese marido mío o acabará postrado en el sofá de casa, delante de la tele. —¡Mamma! —protesta Fiorella, desde el fregadero. —Gracias —suspiro. Y vuelvo a empuñar el pelapatatas. Eso quiere decir que será mi última comida en esta casa. Solo ahora me doy cuenta de lo que he tenido. Y de lo que dejo. Mi segunda casa. Mi segunda familia. Mi segunda vida. Gabriella. Atlas. Paolo. Se me hace un nudo en la garganta. Mal momento, con Chiara parloteando a mi lado. Qué tonta he sido. Qué inconsciente. Creí que me haría bien venir aquí, para cerrar una herida. Y lo único que he conseguido es irme con una aún mas grande. Tonta. Tonta. Tonta. —Llamaré mañana para saber cómo sigue Gabriella —le digo a Emilia—. Y a ti —me dirijo a Chiara—, te daré mi correo electrónico para que me escribas. Nadie mejor que Chiara para los cotilleos. Nadie mejor que ella para saber de Atlas.

—Dámelo también a mí —me sugiere Fiorella, a mi espalda. —Hecho. No quiero que pase tanto tiempo sin saber de vosotros. —A Silvana le gustará —comenta Emilia—. Te echaba de menos. Siento la presión de las lágrimas de nuevo. Cada palabra suena a despedida y ya me pesa el alma. El trabajo empieza a parecerme un pobre argumento. Me descubro buscando excusas para quedarme, pero... ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Por quién? Nadie me necesita aquí. Nadie me va a echar de menos. Y sobre todo, nadie me ha pedido que me quede. Otro suspiro. —Hija, pareces la dama de las camelias —me dice Chiara. Los reímos las dos y la risa es como un bálsamo. O un paracaídas. —¡Llegan los huéspedes! —anuncia Emilia. Huéspedes, invitados... nunca he oído a Emilia o a Silvana llamar clientes a la gente que viene a comer o cenar. Incluso si no se quedan a dormir en las casitas. Me parece muy bonito. —Empieza la fiesta — suspira Chiara. La última comida, satisfactoria. Me siento a la mesa a las cuatro de la tarde, con la sensación del deber cumplido. Todo el mundo ha comido bien, todos han sonreído al marcharse. Todo recogido, ningún problema en los platos. Los pocos restos están siendo devorados por Mafia, en su comedero de fuera. ¡Pero estoy muerta! La noche en vela pasa factura y empiezo a anhelar la almohada del avión y un sueño tranquilo. Si es que consigo dormir. Paolo y Silvana entran por la puerta del huerto. Paolo se sienta a la mesa de inmediato, entre Fiorella y Atlas. Estoy enfrente de él, pero no me dedica ni una mirada. —Vamos, informes —exige Emilia, repartiendo la pasta en los platos. —Los médicos dicen que va muy bien —explica Silvana, poniéndose el delantal—. Las primeras 24 horas son fundamentales y parece que las ha pasado con nota. Sonrío. Por supuesto. Nadie puede con Gabriella. —¿Cuándo le dan el alta? —Aún no lo saben. Si todo va bien, la semana que viene.

Silvana se seca las manos en una toalla y se sienta a mi lado. Echa un vistazo a la mesa y me mira. —¿Luca? —me pregunta en un susurro. Chiara suelta una risilla. Nunca se habla demasiado bajo para Chiara. —Se ha marchado —contesto—. Y no va a volver. Me he puesto colorada, lo noto. Así que finjo tener mucha hambre y mucho interés por que no se escape ningún espaguetti. —¿Recuerda algo de cuando estuvo en coma? —pregunta Atlas. Todos lo miramos. Pero nadie contesta. —Me refiero a Gabriella. Hay personas que lo recuerdan — explica—. Tienen sueños, u oyen lo que se dice en la habitación... —Pues no ha dicho nada sobre eso —reacciona Silvana—. La verdad es que apenas ha dicho nada. Como siempre. Paolo ya ha terminado su ración y se sirve de nuevo. Ni una palabra. Buen alumno de su abuela. —Algunas de esas experiencias son sorprendentes —continúa Atlas—. ¿Crees que podría preguntarle, cuando vuelva? Se hace el silencio. En el aire, una duda. ¿Atlas estará aquí cuando Gabriella vuelva? Supongo que plantearlo ha sido una inteligente manera de descubrir su futuro. Cuanto antes. Dejo de respirar y espero. —He pensado... —Emilia carraspea un poco y continúa—. He pensado que Atlas debería quedarse un tiempo. La temporada de verano. Necesitamos gente, ya sabes. —Podría ayudarme en los encargos —añade Paolo. Oír su voz hace que la temperatura de mi cuerpo suba varios grados. —Papá ya no está para andar de acá para allá con los recados — apostilla Chiara—. Su espalda... —Sí, pobre Enzo —reconoce Silvana. Emilia lanza un gruñido. —¡Eso le falta! ¡Compasión! Lo voy a tener sentado frente al televisor todo el día. ¡Ya lo veo! —No, no digo que le quitemos todas las tareas —aclara Silvana —. Solo las duras: descargar los paquetes y colocar la despensa y eso. Puede seguir llevándome al mercado, por ejemplo. —Busca la aprobación de Emilia con la mirada. Y ésta asiente, haciendo ver que es en contra de su voluntad. Yo podría llevar a Silvana al mercado. Lo pienso, pero no digo nada.

—Entonces, decidido —continúa Silvana—. Te quedarás en la casita de Eva. Atlas sonríe y me mira, y en su mirada hay una interrogación. Yo respiro y sonrío también. Cuando esté en Madrid me gustará pensar que Atlas vive en mi habitación. En la que había sido mi hogar allí. Estará cómodo y tranquilo y feliz. Y acompañado. No puedo imaginar nada mejor para él. Ni para mí. Sigo teniendo un nudo en la garganta. —Te enseñaré a conducir —le avisa Paolo. —¿Para qué? Ya conduces tú —Atlas no parece entusiasmado con la idea. —Para cuando yo no esté. Silvana levanta la cabeza y mira a su hijo. —¿Dónde vas? —le pregunta. —No quiero ir a ninguna parte —contesta Paolo—. Pero quizás la policía no esté de acuerdo conmigo. El tenedor de Silvana se estrella contra el plato. Fiorella ha perdido el color y parece a punto de desmayarse. —¿Qué quieres decir? —susurra. —No lo sé. No sabré nada hasta que no hable con ellos. Pero no hay que descartar ninguna posibilidad. —¡Oh, no tienen nada contra ti! —refunfuña Emilia. —Ese es el problema. Que no tienen nada de nada. Ningún otro sospechoso. Tiene razón. Si solo hay un posible asesino, tiene que ser él, claro como la luz del día. No hay que pensar mucho en quien es; solo en cómo lo ha hecho. Mafia asoma la cabeza por la puerta de atrás, relamiéndose. Creo que está pidiendo el postre. —Pero no adelantemos —concluye Paolo—. Ya me dirán ellos cómo están las cosas. —¿Quieres que vaya contigo? —pregunta Silvana, dudando. —Ni hablar. —¿Vas a ir solo? —Sí —zanja Paolo—. Además, de paso llevo a Eva al aeropuerto. Casi doy un salto en la silla. —Es verdad, me había olvidado —Silvana me pasa un brazo

sobre los hombros y me atrae hacia ella—. Has estado muy poco tiempo —dice, besándome en la sien. —Prometo llamar a menudo —le contesto. No puedo añadir más, o me echaré a llorar. Emilia se levanta y comienza a recoger platos y tazas. Es la señal de que la comida ha terminado y todos sabemos lo que tenemos que hacer. Y en menos de un minuto, el lavavajillas está cargado y funcionando y la cocina en perfecto orden de revista. Cuando llega el momento, todos salen fuera a despedirme. Intento que sea rápido y poder evitar las lágrimas. Unos besos y adioses fugaces y Paolo ya espera con la furgoneta en marcha. Mafia corre hacia el coche, pero Paolo le señala la casa. La perra agacha las orejas y se va a los pies de Atlas. Abrazo a Silvana un poco mas fuerte, un poco más largo. —Despídeme de Gabriella. Dile que se mejore y que la quiero mucho. —Lo sabe. Pero se lo repetiré. —Y a ti también te quiero mucho. —Lo sé —vuelve a abrazarme—. Quiero que vuelvas. Cuando puedas. Pero pronto. Aquí siempre habrá un sitio para ti. Asiento con la cabeza, pero sé que percibe mis dudas. Me deja ir. No puedo despedirme de Atlas. Es así, no puedo. Lo miro a los ojos y no soy capaz de decir una palabra. Pero no hace falta. Él me sonríe y me abraza. —Quiero oirte reír —me susurra al oído—. Aunque no estés muerta. Y me río y por un momento me olvido de todo y creo que estoy sentada en la plaza de Volterra con Atlas, hace un millón de años. Tiene el don de hacerme sentir bien. Siempre. Entro y cierro la puerta de la furgoneta y nos ponemos en marcha. Cuando la casa deja de verse, me limpio una lágrima y miro adelante. Hacia el resto de mi vida. Empieza a llover. El viaje hasta el aeropuerto es un infierno. Paolo no habla. Y yo no quiero hablar la primera. ¿Qué puedo decir?

Quiero saber lo que piensa. Quiero saber si cree que lo de anoche fue un error. Me tiemblan las manos solo imaginando que se arrepiente, pero si me lo dijese, podría pasar página e intentar vivir como si no hubiese pasado. Já, seguro. Pero se nos acaba el tiempo y no sé nada. Y no puedo empezar yo, ni hablar. El orgullo me lo impide. ¿O es el miedo? Tal vez no quiero oír lo que tiene que decirme. Así puedo irme pensando que signifiqué algo para él, aunque no sea verdad. Autoconvencimiento. Autoengaño. Muy efectivo para la vida diaria. Y no puedo contárselo a Silvia. Me mataría y después me regañaría. Y después querría saber los detalles. Y después me diría que hice muy bien y que Luca lo tenía merecido y ... —¿A qué hora sale tu vuelo? Doy un salto en el asiento. —A... a las ocho. Silencio. —¿Lo llevas todo? Lo miro, sorprendida. —¿A qué te refieres? —Tus cosas. Tu ropa y eso. Y eso. Vale. —Sí, lo llevo todo. Solo traje una mochila. La llevo sobre las rodillas. No es gran cosa. O no lo era, hasta este viaje. Ahora tendré que tirarla para no morir de añoranza cada vez que la vea. A lo lejos, las primeras vallas del aeropuerto. Silencio de nuevo. Y no puedo soportarlo. —¿Tienes miedo? —le pregunto. Ahora, el sorprendido es él. —¿Miedo? —De lo que pueda pasar. De lo que te diga la policía. —No, no tengo miedo. —¿Y deberías? —Supongo. —Entonces, ¿por qué estás tan tranquilo? —Porque no lo hice. Por eso. Aunque me culpen, aunque me juzguen, aunque me encierren. No lo hice. Era el único temor que

tenía: ser un asesino. No lo soy. No tengo miedo. No a eso. Sus palabras me consuelan un poco. Pero no mucho. Si la policía encuentra cualquier indicio, por mínimo que sea, Paolo irá a la cárcel hasta el juicio y puede que después también. Eso sí, irá sin miedo. Genial. —¿Cuidarás de Atlas? —No necesita que lo cuiden. —Bueno, ¿lo vigilarás un poco? —Lo haré mientras yo esté en casa. —¿Tan convencido estás de que te van a encerrar? ¡Por Dios! Paolo me hace un gesto de calma que me enfada aún más. —Prefiero no llevarme sorpresas. Y si pasa, tenerlo todo previsto. —Por eso lo de decirle a Atlas que se quede —afirmo. —Por eso y por más cosas. Y por Chiara; no me hubiera perdonado nunca que lo dejase ir. —Y por eso lo de enseñarle a conducir. —Bueno, lo voy a intentar. Aunque tengo muchas dudas. —Tal vez te sorprenda —le digo—. Atlas suele hacerlo. —Tal vez —me concede. Entramos en el aparcamiento del aeropuerto. Zona SALIDAS. Se acaba el tiempo, se acaba el tiempo. La furgoneta se detiene en una zona reservada. Significa que no va a quedarse mucho tiempo. Magnífico. Paolo sale y cierra con un portazo. Me quedo sentada aún un momento, mientras lo oigo abrir el portón trasero. Suspiro. Abro la puerta y voy a la parte de atrás. Está rebuscando entre telas de saco y cuerdas de amarrar las cajas. Y gruñe. Ha perdido algo. Me cuelgo la mochila a la espalda y miro el reloj. Casi las seis. Puntual. Paolo saca el cuerpo de la furgoneta y se cuelga una sonrisa triunfal en la cara. Me tiende un libro. Pequeño. Forrado en papel blanco y muy usado. Lo señalo, sin tocarlo. —¿Y esto? —Es de Gabriella. Para ti. —¿Para mí?

Paolo asiente. Tomo el libro con cuidado, como si fuese a romperse. Algo que pertenece a Gabriella es muy valioso para mí. Lo que sea. Lo abro por la primera página. Es un cuento infantil. —Wilbur y Carlota —leo el título. Y rompo a llorar. Castellina in Chianti El sol caía a plomo sobre la grava del camino. Solo se oían los gritos de las chicharras, abrumadores. Humanos y bestias dormían la siesta, descansando de las tareas del día, que estaba siendo largo y caluroso. Muy caluroso. Yo había llegado a Castellina la tarde anterior, pero este fin de semana tenían muchos huéspedes y no me dio tiempo a nada; era la primera ocasión que teníamos Gabriella y yo de estar a solas. Ella estaba sentada como siempre, en su butaca de mimbre, en la puerta del huerto. Yo me senté en el escalón, a su lado, y le entregué un regalo que para mí era muy especial. Lo tomó con respeto y un poco de suspicacia. —¿Para mí? —Para ti. —Un regalo. —No, son deberes. Abrió el envoltorio con manos torpes, poco acostumbradas a tratar con papel y lazos. Miró el libro y tocó la cubierta, como un ciego leyendo braille. —Es un regalo —me confirmó. —Me ha costado mucho encontrarlo. Ni siquiera estaba segura de que estuviese traducido al italiano. —Le señalé, letra a letra, el título —. Wilbur y Carlota. Era un cuento que mi madre me había regalado cuando yo era pequeña. Un librito sobre un cerdo y una araña y una extraña amistad entre ambos. Mi libro preferido de la infancia. Aún lo releía de vez en cuando. —Tiene las letras grandes y no es complicado. Te servirá para practicar. Habíamos estado intentándolo. Las dos. Yo intentaba enseñarle las letras. Ella intentaba aprenderlas. Las dos intentábamos que la otra no notase lo que estábamos intentando. Todo muy complicado. Pero creía que

había llegado el momento de que Gabriella se diese cuenta de que todo ese esfuerzo había valido la pena. —¿Es un cerdo? —preguntó, mirando el dibujo de la cubierta. —Un cerdo y una araña —asentí—. Son amigos. Casi esbozó una sonrisa. Gabriella no creía en cuentos. Ni en animales que hablan. Ni en amistades. —Los cerdos se comen. —En los libros, no. Bueno, en algunos. Lo guardó en uno de los bolsillos de su bata. —Ya veremos —me dijo. Y cerró los ojos, con la cara hacia el sol. Aeropuerto de Siena Paolo no sabe qué hacer; mi arranque de llanto lo ha pillado por sorpresa. Viene hacia mí y me abraza torpemente. Pero solo su contacto, el calor de su cuerpo contra el mío me consuela de inmediato. Me envuelve su aroma. Aprovecho esos segundos. Probablemente, serán los últimos en los que estaremos tan cerca. —Perdona —le digo, secándome la cara con la manga de mi chaqueta—. No era mi intención ponerme así. —Tranquila. Sé que aprecias mucho a mi abuela. Y ella a ti. —Lo sé. Termino de limpiarme las lágrimas y lo miro. Nos miramos. Pero no hay palabras. —Tengo que irme. —Lo sé. Pero no me muevo. Ni él. Cada segundo, el aire a mi alrededor se vuelve más denso. No puedo respirar. —Vale, ya está —zanjo, y me vuelvo para marcharme. Su mano me coge el brazo y me obliga a volverme, cara a cara de nuevo. —¿Qué quieres de mí? —me pregunta.

—Nada que tú no quieras darme —contesto. —Ahora no puedo darte nada —baja los ojos—. Nada. —¿Ahora? —No tengo futuro, Eva. Y tú sí. No puedo... —¿Qué no puedes? Estoy enfadada y no puedo más. Necesito palabras. Una explicación. —No puedo pedirte que me esperes. —¿Tú decides por mí? ¿Es eso? —Yo solo... solo te digo lo que hay, Eva. No recuerdo que nunca haya dicho mi nombre. Un latigazo me recorre el cuerpo. Electricidad de la cabeza a los pies. —Crees que te van a encerrar, ¿no es eso? —No ahora mismo, claro. No me habrían llamado para meterme en la cárcel. Pero tarde o temprano es muy posible, sí. —Y por eso me echas de tu lado. —No quiero hacerte daño. —Demasiado tarde —le espeto—. ¿Y Fiorella? ¿También le vas a decir a ella que se marche? —¿Qué pasa con Fiorella? —pregunta. —Ella te quiere. Guarda silencio. Parece estar pensando a toda velocidad. —Yo nunca le he pedido que me quiera —contesta—. Nunca le he dado esperanzas. —¿Y crees que puedes... —no encuentro las palabras—, crees que puedes impedírselo? ¿Crees que te olvidará cuando estés en la cárcel? —Bajo el tono y casi susurro—: ¿Crees que yo te olvidaré cuando haya un mar entre los dos? Paolo me atrae hacia él y me besa. Un beso intenso, profundo, desesperado. Me aferro a él, la mochila cae al suelo. Su mano en mi nuca, mis manos en su espalda. No puedo vivir sin su olor. Me separa de él y se lleva el aire y de nuevo siento que me ahogo. —Tienes que olvidarme —me dice. Entra en la furgoneta y arranca. Hasta que no dejo de ver sus luces traseras saliendo del aparcamiento no recojo la mochila y el libro de Gabriella. Como una autómata, me

dirijo a la terminal, a los mostradores, a la puerta de embarque, a mi sitio en el avión, a casa. Me siento como una cáscara de huevo. Vacía. Se me ha olvidado el alma en alguna parte.

Madrid To: [email protected], [email protected] From: [email protected] Hola Chiara, hola Fiorella Llegué bien, gracias. El avión despegó en hora y aterrizó puntual, aunque tuvimos algunas turbulencias en el trayecto. Mi amiga Silvia estaba esperándome aunque no hacía falta, no llevaba yo mucho equipaje. ¿Cómo está Gabriella? ¿Ya le han dado el alta? Decidle que la echo mucho de menos. Bueno, os echo de menos a todas. ¿Y qué ha pasado con el asunto de la policía? Por favor, informadme de todo cuanto antes; sé que tenéis mucho trabajo y no quiero llamar por teléfono todo el tiempo. Un beso grande para vosotras y para Silvana y Emilia. Y un abrazo enorme para Atlas. ¿Cómo le va? Eva To: [email protected] From: [email protected] Hola Eva Me he alegrado mucho de tener noticias tuyas. Te echamos de menos. Mi madre no deja de protestar por ese trabajo tuyo. Dice que tendrías que haberte quedado hasta el otoño, que te necesitamos aquí y que las estrellas no se van a mover de sitio aunque empieces unos meses mas tarde. Ella no lo entiende, pero ya la conoces. Gabriella ya ha vuelto a casa, pero está muy débil. Paolo la lleva en brazos, de su cama a la butaca y de la butaca a la cama, poco más. No pesa nada y apenas come. Pero nunca ha comido mucho, eso es cierto. Le han puesto una medicación que no quiere tomar y Silvana discute con ella cada vez que le toca una pastilla. Ahora intenta disimularlas en la comida y a veces lo consigue. Lo de la comisaría de Paolo era para notificarle que tiene que seguir presentándose una vez a la semana. Dice que le hicieron muchas preguntas otra vez y parece que tienen alguna nueva prueba o están pendientes de algo... no sé, Paolo no habla de eso, ya sabes, es difícil sacarle cualquier

información. Él está dedicado a Gabriella y a las clases de conducir de Atlas, que son muy divertidas. Suelen terminar con Paolo saliendo enfurecido del coche dando un portazo y Atlas mirándolo con cara de extrañeza. A veces, Chiara y yo nos sentamos en las tumbonas de la piscina y miramos a la furgoneta dando tumbos por el camino. Literalmente. Silvana teme por sus viñedos. Por lo demás, tenemos todas las casitas ocupadas y muchos visitantes para las comidas, así que no nos podemos quejar. Cuídate mucho y escribe. Un beso Fio To: [email protected] From: [email protected] Hola Eva!! Te escribo para anunciarte que Atlas va a presentarse al examen para el carné de conducir la semana que viene. Paolo dice que no aprueba ni aunque el examinador esté completamente borracho. Atlas ha apostado a que si. Esto se ha convertido en una especie de torneo entre machos; los dos están tan seguros de tener razón que han ido subiendo la apuesta hasta el infinito. La cosa ha quedado así: si Atlas suspende el examen, tendrá que llamar a su casa y hablar con su padre. Si lo aprueba, Paolo volverá a la universidad. ¿A que no te lo crees? Pues sí. Es una competición de lo mas seria. Ya te contaré. Cualquiera de las dos opciones estaría bien. Yo creo que Atlas debería hacerle saber a su familia donde está. Y Paolo, es una pena, apenas le quedaba un trimestre para acabar la carrera. Gabriella sigue igual. Débil, sin decir una palabra... pero aquí está, como siempre. Cada vez más pequeñita. Fiorella sigue bebiendo los vientos por Paolo y él sigue sin hacerle ni caso. Solo se preocupa de Gabriella y de los pedidos. Si antes hablaba poco, ahora no habla nada. ¡Es digno nieto de su abuela! Tiene que ir cada semana a comisaría; al final se va a hacer amigo de los carabinieri, ya verás. Pero no hay noticias de que el caso de Beatrice se resuelva, de una manera u otra. Mi padre está con un ataque de gota y mi madre está de los nervios. Como siempre.

¿Y tú? ¿Cómo va tu trabajo? ¿Sabes algo de tu guapo exnovio? Chiara

Madrid El sol de Madrid me aplasta, después de casi ocho horas respirando el aire acondicionado del laboratorio de astronomía. Siento que mi cuerpo se derrite y eso que ya son casi las nueve de la noche. Silvia me ha convencido para salir a cenar con ella a una terraza. De lo más chic, dice. Ya me estoy arrepintiendo. Lo cierto es que no tengo ninguna gana. Silvia es demasiado animosa, pero me cuesta decirle que no. Me conoce bien. —¡Evaaaa! Veo el coche de Silvia acercándose y su cabeza sale por la ventanilla. —¡Sube o morirás de una insolación! Abro la puerta del coche y me recibe una brisa fresca. Qué delicia. —¡Has salido puntual! —Siempre soy puntual. —Es cierto. Tan puntual que rayas en la obsesión. —No quieras convencerme otra vez de que llegar tarde a todas partes aporta un toque de misterio. —Es que es así. —No lo es. —Vale, no discutamos. Ya estás otra vez de ese humor... —¿De qué humor? —¿Ves? Otra vez. —¡Agggg, vale! ¡Déjalo! Las farolas pasan rápido por la ventanilla. Muy rápido, de hecho. Silvia conduce deprisa en el caos de Madrid; tiene un coche rojo pequeño que puede introducirse en cualquier espacio. Por diminuto que sea. Es su teoría. Yo creo que a veces no calcula bien las distancias y son los otros conductores los que evitan que haya una catástrofe. —¿Qué tal el trabajo? ¿Has descubierto algo hoy? La miro. Su pelo rubio lanza destellos platino a la luz del atardecer. Tiene los ojos azulverdosos y una sonrisa permanente. A mí me parece muy guapa y supongo que al resto del mundo también, a juzgar por la lista de sus novios. A su lado, parezco el espantapájaros. —No, no he descubierto nada. Estoy atascada. —¿Qué quieres decir? —Pues eso, atascada. Que no avanzo.

—Tómate unos días de vacaciones. —¿Pero qué dices? ¡Si solo llevo un mes trabajando! —Dile a tu jefe que es por su bien. Si no rindes en el trabajo, es mejor dejarlo, coger fuerzas y volver a ello. Todos ganáis; tu jefe estará contento. —¿Lo dices en serio? —Completamente. Es lo que yo hacía cuando estudiaba. Lo de estudiar de Silvia es una metáfora, claro. Tiene una mente privilegiada. Cuando compartíamos habitación, yo me pasaba las horas entre libros mientras ella entraba y salía con sus amigos. Y siempre sacaba mejores notas que yo. Acabó la carrera de derecho sin mirar un apunte; hizo la pasantía y ya estaba trabajando en un despacho de buen nombre. Igualito que yo, que gasté la vista en la carrera y el Erasmus para estar ahora... atascada. —¿Tienes mucha hambre? —La verdad es que no... —Que pregunta más tonta. Por supuesto que no tienes hambre. —¿Por qué lo dices? Me mira. Yo temo por nuestra vida, a toda velocidad por la M—30. —Desde que volviste de Siena has adelgazado un montón. —Bueno, no tanto... —No comes, no tienes buen humor, no me llamas lo suficiente. —Sí como, lo bastante. ¡Y claro que te llamo! —No lo suficiente. —Hablamos casi todos los días. —Ese idiota no merece que estés así por él. —¡No estoy así por nadie! De hecho, no estoy así... no estoy de ningún modo. Estoy normal. —Sí, claro. De lo más normal. —¡Silvia! —El muy cabrón te engañó, ¿recuerdas? —Sí, y no me importa. —Síndrome de Estocolmo, eso es lo que tienes. —¿Pero qué dices? —Pues eso. Te hace daño y encima le guardas luto. ¡Lo que faltaba! —¡Que no me importa! Ya lo he olvidado, ¿vale? No tengo ni un

pensamiento al día para él. Deseo que le vaya bien y punto. Es agua pasada, en serio. Silvia me mira con desconfianza. Como hace siempre que tenemos esta conversación, que últimamente, es siempre, siempre. Sé que está preocupada por mí. Pero no puedo contarle nada. Sobre Paolo. Porque si pronuncio su nombre en voz alta me hundiré. Y sé que ella lo hace con buena intención y eso, pero... No puedo hablar de él. De cómo lo echo de menos. De que sueño con sus abrazos. De que mi vida se ha vuelto gris y hueca y tengo que esforzarme en respirar. Me dijo que lo olvidase, sí, y lo intento pero… ¿Cómo se hace? ¿Cómo se libera a una luciérnaga de la atracción de un agujero negro? ¡Estoy tan enfadada conmigo misma! —Lo que tú digas. Vamos a cenar, ¿vale? Cuando veas el sitio vas a alucinar. —Estoy segura. Ya alucino de que sigamos vivas. —¿Algún problema con mi modo de conducir? —En absoluto. Pero mira a la carretera, por favor. —Pareces mi abuelita, querida.

La una de la madrugada. Mañana no voy a poder levantarme. Pero cualquiera le lleva la contraria a Silvia... Si llego a decirle que estoy cansada, me hubiera tomado el pelo el resto del mes. Creo que me estoy haciendo vieja por momentos. Abro la puerta de mi apartamento y enciendo la luz. Una vez más, confirmo que necesita una mano de pintura. Lo llevo pensando desde que me independicé, pero no tengo ánimos para ponerme a ello. Me dejo caer sobre la cama, vestida y todo. Ha pasado otro día, pienso. Y ya son 34 desde que volví. 34 noches sola. 34 días sola. Una eternidad y aún me queda el resto de la vida. Sola. El tiempo ayuda, dicen. Mentira. El tiempo fija los recuerdos, los tatúa a fuego lento, los funde hasta que no los distingues de la realidad. Y eso lo hace aún más duro. El amor es un asco. Me incorporo y empiezo a quitarme la ropa. En el baño me pongo la camiseta de dormir y me lavo los dientes. Vuelvo a la cama, pero ni siquiera intento cerrar los ojos. Hace demasiado calor. Abro la ventana, pero no corre la más ligera brisa. Recuerdo las cortinas blancas de la habitación de Marco, meciéndose. El olor de las rosas esa noche. La luz delicada de las luciérnagas. Tengo que dejar de torturarme. Se acabó. Hay que pasar página de una vez por todas. Voy al armario y rebusco en el altillo. No llego. Voy a la cocina y traigo una silla; ahora sí. Ahí está, detrás de la maleta: mi mochila. La abro y saco mis camisetas y pantalones del viaje. Ahí seguían; no me había atrevido a sacar nada aún. Y mis libros de astronomía. Los dejo en la estantería, junto a los otros y meto la ropa en la lavadora. Luego tiro la mochila a la basura. Cierro la tapa con sensación de victoria. Vuelvo a la cama y cierro los ojos. Ya está hecho. Terminado. Finito. Nada de pensar en el pasado. Tengo toda la vida por delante y soy yo quien lleva el timón, así que... Abro los ojos y me incorporo de un salto, con el corazón a mil por hora. Corro a la cocina, abro la tapa del tubo de basura y recupero la mochila; ¡menos mal que la tiré al compartimento de envases! Rebusco frenéticamente en los bolsillos laterales y... ¡sí!, ¡lo tengo!

El libro de Gabriella. Tiro de nuevo la mochila y aprieto el libro contra mi pecho. Ese recuerdo puedo conservarlo. No me hará daño. Creo. Y si lo hace, podré soportarlo. De vuelta a la cama, apago la luz y enciendo la lámpara de mi mesilla, que es en realidad una pila de libros muy grandes. Me llevo el libro a la cara; las mejillas, los ojos, la nariz. Huele a lavanda, a trigo. A las manos de Gabriella. Lo abro. Miro el primer dibujo: una camada de cerditos muy limpios y sonrientes. Yo también sonrío pensando en Gabriella y lo que ese dibujo le habrá inspirado. Jamón, tocino y beicon, seguro. Observo que hay palabras subrayadas. Con un lápiz y trazo incierto. Palabras un poco complicadas. Quizás tuvo que buscarlas en el diccionario que le di o puede que tuviese que leerlas varias veces con atención. Me emociona pensar que lo ha leído, que lo intentó, palabra a palabra, frase a frase. La imagino deletreando en silencio, siguiendo las sílabas con el dedo torcido. Me siento orgullosa, de ella, de mí misma. Y lo leyó entero, al parecer; las palabras subrayadas aparecen también en el último capítulo... junto con un papel doblado, finísimo. Lo abro. Es la letra de Gabriella. Letra de niña pequeña, dudosa y descabalada. Dice: «Eva: Cuando yo ya no esté, vuelve a casa. Tienes que hacer una tarea y recoger tu herencia. Silvana ya sabe lo que hay que hacer cuando yo falte. Que me quemen, que no queden de mí mas que cenizas. Que las entierren junto al árbol grande, mirando al sur. Y tú plantas un rosal, de los de las casitas, me da igual el color. Y cuando venga Luigi con las cenizas de Enrico, las entierras allí, en la misma tierra. Seremos buen abono para las rosas. Pero tienes que estar en casa cuando Luigi venga, porque no avisará, preguntará por ti pero no te dirá su nombre. Sabrás quien es porque solo tiene cuatro dedos en una mano. Como su padre. Puede que Silvana aún se acuerde de él. No te doy tierras o casas, que ya son de Silvana porque así corresponde y las cuidará bien. Pero a cambio de lo que tú me has dado, te ofrezco un

poco de la vida que mereces. No es un regalo, como tu libro. Son deberes. Desde aquí se ven bien las estrellas. No las echarás de menos. Gabriella» Releo la carta una y otra vez. Me siento feliz de que se acuerde de mí, pero no entiendo lo que quiere. Que me quede a esperar las cenizas de su amor perdido... en la misma casa donde yo he perdido al mío. Demasiado difícil. Demasiado doloroso. Me tumbo en la cama con la hoja de papel en la mano. Es casi transparente. No sé cuánto tiempo lleva en el libro. Supongo que lo que Gabriella pretende es que yo siga pasando los veranos en Castellina, que no pierda el contacto. Sabe lo que me gusta ese sitio y cuánto quiero a la familia. Pero por supuesto, no sabe nada de Paolo y de mí. Eso cambia las cosas; la situación sería muy complicada para todos y un poco violenta y no quiero que eso ocurra. Y no podría vivir en la misma casa que Paolo y soportar que no me mirase ni me hablase. Imposible. Cierro los ojos pensando que, de todos modos, aún falta mucho para volver allí y, para cuando eso ocurra, yo ya estaré curada de este dolor. O eso espero. Me despierta un sonido agudo y escandaloso. Alargo el brazo para apagar el despertador pero, por más que lo intento, no deja de sonar. Consigo encender la luz de la lámpara y entonces me doy cuenta de que lo que suena es el teléfono. En la pantalla brilla una luz fosforescente con un número larguísimo y desconocido. Algún idiota que se ha equivocado y me ha dado un susto que me va a costar el sueño. Respondo con un «¡diga!» de lo más indignado. Al otro lado, una voz que nunca había oído al teléfono. —Eva, soy Atlas. —¡Atlas! ¡Qué alegría! Pero... ¿por qué llamas... ?, ¿estás bien?, ¿qué pasa? Hay un poco de ruido en la línea. O tal vez soy yo. Tiene que repetir sus palabras para que, al fin, consiga entender lo que dice. —Gabriella ha muerto.

Cuando salgo del aeropuerto, Enzo me está esperando apoyado en su Fiat verde. El marido de Emilia va completamente vestido de negro. Nos besamos en las mejillas y guarda mi maleta de mano en el maletero, mientras yo me siento en el coche. —Gracias por venir a recogerme —le digo. —No es nada —contesta—. Me ha mandado Emilia. Ya lo suponía. Y él, como yo, sabe quién manda en casa. El trayecto me resulta eterno. Eterno y silencioso. Enzo conduce con cuidado, respetando las señales de STOP más tiempo del necesario. Concentrado y mudo. Me recuerda a otro viaje que hice no hace tanto, en otro coche y con las mismas escasas ganas de hablar. ¡Cómo han cambiado las cosas en tan poco tiempo! Suspiro. —¿Cómo está de la gota? —le pregunto a Enzo. El silencio me está poniendo muy nerviosa. Mucho mas. —Estoy mejor, gracias. El silencio me hace pensar y no quiero. No quiero pensar en Gabriella. En el hueco que deja tras de sí. No quiero pensar en Paolo, en lo que estará sufriendo. En que me gustaría poder abrazarlo y consolarlo. Y en que sé que solo tendrá para mí una mirada dura y un muro de hielo rodeándolo. Porque yo no soy nadie; no soy de la familia, soy una intrusa que quiere sacar de su vida. Pero yo no estoy aquí por él, sino por Gabriella. Quiero despedirme. Y además, estoy cumpliendo su voluntad... a medias. Miro pasar los campos de trigo, los viñedos. Los cipreses. Atlas. Me queda Atlas. Ese pensamiento me reconforta como una taza de chocolate caliente. Atlas puede asegurarme que Gabriella está bien y yo podré volver a Madrid cuanto antes. Tengo tanto miedo... Miedo de los ojos de Paolo, ignorándome. Miedo del vacío de sus manos. Miedo de mi alma derrumbada.

Gabriella me dijo una vez: —¿Por qué pasas la vida mirando al cielo? La vida está aquí abajo. Y yo solo pensé que ella no lo entendía. Solo eso. El corazón me da un vuelco: Enzo toma el desvío de Castellina. La casa está a las afueras del pueblo, sobre una loma. Enseguida la veré, blanca, tras el árbol grande, rodeada de viñedos y olivos. No puedo respirar. —¿Cuándo...? ¿Cuándo...? —pero no puedo acabar la frase. —Esta tarde —contesta Enzo—. No habrá entierro —parece un poco contrariado—. Eso no está bien —refunfuña. Yo sí entiendo la decisión de Gabriella. Nunca le gustaron los bichos. Me permito sonreir un momento. Y es la única manera de compartir una tumba con Enrico. Un amor para siempre. La sonrisa desaparece. Ahí está la casa. Como siempre. Parece pequeña desde aquí; ahora se oculta tras esta curva y ya no vuelve a verse hasta que no llegamos a la cima. El camino de tierra es empinado y el coche de Enzo protesta a cada paso, aunque lo conoce de memoria. O quizás por eso. La explanada que hace la función de aparcamiento está llena de vehículos. Pasamos de largo y entramos en el terreno de la finca; Enzo aparca al lado de la nave donde está la furgoneta de Paolo. Que no está. La puerta está entreabierta y no hay nada blanco dentro. Bajo del coche y Enzo saca mi maleta de la parte de atrás. No me deja llevarla, e insiste en cargarla él, pese a que tiene ruedas. De todos modos no pesa mucho, me consuelo. Caminamos sobre la grava; ante la puerta principal hay un grupo de personas enlutadas. Nos dirigimos a la parte de atrás y yo lo agradezco. Aborrezco que me miren preguntándose quién soy y qué hago aquí. Entro en la cocina y es como si me hubiesen transportado a otro tiempo. Huele como siempre. A bizcocho. A café. A cosas dulces, buenas. A infancia. A inocencia. Atlas y las chicas están sentados a la mesa. Todos se levantan al verme. Fiorella me abraza, con la nariz colorada y los ojos llorosos. Chiara después. Las sonrisas se tuercen con el llanto.

Atlas permanece de pie, con las manos en los bolsillos, esperando. Voy hacia él, preguntándome si debo besarlo en las mejillas o qué. Sé que no le gusta demasiado el contacto físico. Pero cuando llego ya no tengo dudas. Nos abrazamos fuerte. Estoy triste, pero contenta de verlo y de estar allí. Y todo me hace sentir muy rara. Me alzo sobre los talones para llegar hasta su oído y susurro: —¿Está bien? Me suelta y me mira, con sus manos sobre mis hombros. Sabe que hablo de Gabriella. No sonríe. —Quizás es un poco pronto —me contesta—. O tal vez allí está tan callada como aquí. Mi corazón se desinfla como un globo. Esperaba otra respuesta. Algo como «está feliz de haberse encontrado con su amado» o quizás no tanto, pero algo más... tranquilizador. Medio año antes le habría recomendado a Atlas que visitase a un psiquiatra. Urgentemente. —¿Y Silvana? —pregunto a Chiara y Fiorella. Con un gesto me señalan la puerta que da al comedor y a la sala. Siento que me tiemblan las piernas y me agarro al brazo de Atlas. No quiero ver a Gabriella muerta, pequeña dentro de una caja oscura. No quiero recordar esa imagen, sino sus ojos luminosos y sus manos engarfiadas persiguiendo letras. Miro a Atlas y él asiente con la cabeza. Nos encaminamos a la puerta. Al abrirla, varias decenas de rostros se giran hacia nosotros. Busco a Silvana. Mis ojos se empeñan en no ver nada mas. Ni a nadie más. No busco a Paolo. Intento no buscarlo, al menos. No reconozco a nadie. Atlas me lleva entre la gente, que se aparta para dejarnos pasar. Algunas mujeres tienen ceño adusto. Algunos hombres llevan la boina en las manos. Todos visten ropas oscuras. Descubro a Silvana en un rincón, sentada en una silla y rodeada de mujeres. Sonríe al verme y se levanta para abrazarme. Y yo empiezo a llorar como cuando volví la primera vez, y ella me

acuna de nuevo, y yo de nuevo lloro por mí. Nos separamos y también hay lágrimas en sus mejillas, pero sigue sonriendo y mira a una de las mujeres que se levanta para cederme el asiento. Silvana y yo nos sentamos. —No hacía falta que vinieses —me regaña. —Lo sé. Pero tenía que hacerlo. No quería... otra vez... Silvana aprieta mis manos y sé que me ha entendido. Y que no importa. —Y tú, ¿cómo estás? —Bien. Tranquila. No ha sufrido. Ha tenido una buena muerte. Asiento. Y me alegro de oirlo. Me limpio las lagrimas con el dorso de la mano y miro a mi alrededor por primera vez. Las sillas de la sala se han colocado pegadas a las paredes y todas están ocupadas por mujeres; la mesa grande ha desaparecido. Los hombres están de pie, salvo un anciano con bastón. No hay ataúd. Ni velas. Ni flores. Es una extraña reunión de cuervos. —¿Dónde está? —pregunto a Silvana. —Ahí —me señala una pequeña habitación contigua—. Puedes pasar, si quieres. —¿Puedo no hacerlo? —Tranquila. No hay nada que ver —responde Atlas, que había permanecido haciendo guardia a mi lado. Me tiende la mano y me levanto, y mi silla es inmediatamente ocupada por la mujer que me la había prestado. No puedo evitar un pensamiento malicioso. Atlas tenía razón... y no la tenía. En la habitación hay una caja de pino sencilla, de madera clara y cerrada. No hay coronas de flores, sino ramos cogidos del prado, seguro. Y rosas, muchas rosas. —¡Las rosas de las casitas! —susurro. Atlas me sonríe, satisfecho. Seguro que ha sido idea suya. Las cortinas están echadas, pero no para que esté oscuro, sino para que no entre el calor. Solo huele a rosas, a rosas vivas. Extiendo la mano para tocar la caja, pero en el último momento decido no hacerlo. No es Gabriella quien está ahí dentro. Gabriella está en su cuarto. En la cocina. En el huerto, al sol.

Salgo de la habitación tranquila, sin ganas de volver a llorar, sabiendo que todo se está haciendo como ella quería. Y entonces me asalta Emilia, con su abrazo de oso, calentita y dulce. —¡Eva! —y me arrastra a la cocina—. ¿Cuándo has llegado? — mira a Enzo, sentado delante de un café—. ¿Por qué no me has avisado? —le gruñe. Él se encoge de hombros, alzando las cejas. Y vuelve a concentrarse en su taza. —Este hombre... —refunfuña Emilia. Me deposita en una de las sillas y me pone delante la bandeja del bizcocho. —Venga, a comer algo —ordena. No admite réplicas. Chiara y Fiorella me miran, divertidas. Cojo un trozo de bizcocho y lo mordisqueo hasta que Emilia centra su atención en otra cosa. —¡Chiara! —ladra. Y esta da un respingo—. Lleva la bandeja al salón y ofrece. Que nadie diga que en esta casa no se hacen las cosas como Dios manda. Salen las dos, cargadas de comida. Atlas mira a través del cristal del horno y se enfunda un guante de cocina. Miro a Fiorella con gesto interrogante. —Es el nuevo ayudante oficial de mi madre —me explica—. Y debe hacerlo bien, porque ya sabes que no se fía de nadie. Parece muy concentrado. Abre la puerta del horno, da la vuelta a la carne, la riega con su salsa. Es más, parece saber lo que hace. Sorprendente Atlas. —Ha descubierto su vocación —le digo a Fiorella. —Eso parece. O disimula muy bien —sonríe—. Pasa más tiempo en la cocina preparando comidas que en cualquier otro lugar. Desde que se sacó el permiso de conducir, no ha tocado la furgoneta ni una sola vez. —¿Aprobó? —casi grito. —Aprobó. —Entonces, Paolo... —Paolo vuelve a la universidad en septiembre. Ya tiene hecha la matrícula y todo —Fiorella parece un poco triste—. Una apuesta es una apuesta.

—Por cierto... —no me atrevo a preguntar. Pero me corroe la duda. —Está en la comisaría —me aclara Fiorella—. Le han adelantado la citación de todos los miércoles, por lo de Gabriella. Su amigo Tiziano —pone los ojos en blanco— habló con la policía para cambiar el día. —¿Quién es Tiziano? —Un amigo de toda la vida. Ahora es abogado. El bufete de su padre lleva el caso de Paolo. Pese a Paolo... —¿Por qué dices eso? —A Tiziano le costó convencerlo. Paolo no quería defensa. Incluso le dijo que lo defenderían gratis. —Y eso lo ofendió más —afirmo. —Así es. Al final, acordaron que el bufete se hacía cargo de la defensa y que Paolo le pagaría poco a poco. Suspiro. Paolo da por hecho que lo inculparán, que lo procesarán, que lo encarcelarán... y todo por error. Algo se agita en mi interior, pero es inútil. No puedo ayudar y además, Paolo no aceptaría mi ayuda, si pudiese prestársela. Todo es un desastre. Suspiro de nuevo, pero de puro alivio. Por un rato, al menos, puedo dejar de mirar de soslayo alrededor, buscándolo. Puedo bajar la armadura y descansar. No me había dado cuenta de lo que temo sus dardos envenenados. Sus ojos despreciándome. O lo que es peor, ignorándome. Atlas acaba con la carne y comienza a batir huevos. Voy a su lado y lo miro. —¿Necesitas ayuda, gran chef? Sonríe. —Si te apetece pelar patatas... Voy a la despensa y vuelvo con una bolsa. Aquí nunca se pelan una o dos patatas. Más bien suelen ser una docena o dos. O tres. Empuño el cuchillo y me pongo a ello. —Te sacaste el permiso, ¿eh? —Por supuesto. —¿Cómo? Deja de batir y se rasca la nuca. Después se moja la mano bajo el grifo y la seca. Y bate de nuevo. —Bueno, no soy tonto del todo.

—Lo sé. Pero parece que las apuestas iban en tu contra. —¡Hombres de poca fe! —Y mujeres. —Creo que esas tenían opiniones divididas. —¿Estudiaste? Deja de batir de nuevo y mira mis patatas. Mi patata, mejor dicho. Solo pelada a medias. Frunce el ceño. —A este paso... —No me cambies de tema —le corto—. Seguro que no habías estudiado. —No mucho —reconoce. —¿Entonces? Vuelve la cabeza y descubre a Fiorella, pendiente de nuestra conversación. Me mira y abre mucho los ojos. Supongo que es su expresión para «déjalo para mas tarde» o «no hace falta que te lo explique, ¿no?». Dudo entre esas opciones. —Tuviste ayuda —afirmo. —Por supuesto. —Pero, ¿quién...? Atlas guiña un ojo y me sonríe. —Sabes que tendrás que aprenderte el código tarde o temprano, ¿verdad? —le digo. —Claro. Y lo haré. Pero ahora no tenía tiempo y no podía suspender. —¿Por tu padre? —Por Paolo. Otra vez suelto la patata y lo miro fijamente. Él mira el tubérculo a medias de pelar y me regaña con la mirada. —¿Por Paolo? —Claro. Tiene que volver a estudiar, acabar la carrera. Y salir de aquí. —Pero, ¿por qué...? —Él me trajo aquí, me ha dado cama y comida. Y un trabajo. Estoy contento. Ya es hora de que se marche. —¿Y si no quiere irse? —Claro que quiere. —A mí no me lo parece.

—Te equivocas. A veces me exaspera su seguridad. Porque nunca sé si se basa en suposiciones o en razones reales. Y porque me fastidia no ser así: segura, centrada, decidida. Soy como el lado oscuro de Atlas, su parte mala. Y me encanta llevarle la contraria. —Nunca ha dicho que le molestase vivir aquí, trabajar en el poderi. Al contrario. —Volvió por su madre y por su sentimiento de culpa. Y sigue aquí porque espera que lo condenen en algún momento y no quiere dejar nada a medias. Pero eso tiene que acabar. Ya sabe que no es culpable. —Pero la policía no. —Lo sabrán. —¿Y si no descubren al culpable?, ¿y si encuentran cualquier indicio que relacione a Paolo con...? —Veo que estás muy positiva hoy. Suspiro. —He madrugado mucho. Lo siento. Agarro la patata y pago con ella mi angustia. En el fondo, debería darme igual lo que le pase. —Pero también querías aprobar para no tener que llamar a tu padre —le sugiero, bajito. Es una idea que me ronda la cabeza desde que me dijo que se había ido de su casa. Él tampoco quiere volver. —Te equivocas otra vez. —No quieres llamarlo. —Ya lo he llamado. —¿Queeeé? Fiorella nos mira de nuevo. Supongo que mis reacciones le hacen pensar que se está perdiendo una conversación de lo más interesante. —Bueno, no hablé con él. Pero sí con una de mis primas. —¿Le dijiste que estás bien, que estás aquí? —Le dije que estoy bien y que no voy a volver, de momento. —Pero tu padre... —Mi padre no necesita saber más. Sabe que volveré si él me lo pide. —¿Y?

—No me lo ha pedido. Agacho la cabeza y me concentro en mi tarea. No quiero mirar a Atlas. Imagino que no es agradable pensar que tu familia no desea estar contigo. Que no te echan de menos. Pero eso es imposible porque, ¿quién no echaría en falta a Atlas? Chiara entra como una tromba y deja la bandeja vacía sobre la mesa. —¡Vaya panda de salvajes! —exclama—. ¡Casi me devoran también a mí! Se deja caer en una silla y se arregla los rizos rubios. —La culpa la tiene la comida de tu madre, que es exquisita —le explico. —No pienso volver ahí fuera. No me pagan tanto como para arriesgar así la vida. Fiorella, te toca —y echa a su hermana una mirada que no admite negativas. —¡Qué exagerada eres! —refunfuña Fiorella, levantándose. —Sí, sí, exagerada. Ya me lo dirás... si vuelves. Fiorella parte otro bizcocho y vuelve a llenar la bandeja. Le añade unas galletas y mira a Chiara, retándola. Su hermana le devuelve la mirada y le lanza un beso de despedida. Se vuelve hacia nosotros en cuanto se cierra la puerta. —Pobre. Era tan joven... Atlas y yo sonreímos. Hay cosas que nunca cambian. —¿Le has contado a Eva que ahora eres el ayudante de cocina oficial? —dice Chiara, dirigiéndose a Atlas. Él se encoge de hombros. —Sí, ya lo veo. Y me sorprende —respondo. —¿Por qué? —pregunta Atlas. —No sé... Si me hubiesen dicho que te habías metido en un monasterio o que te dedicabas a la albañilería... —¿Albañilería? —se interesa Chiara, pero su gesto es adusto. Atlas sonríe. —Es un chiste privado —le explica—. Y muy rebuscado, diría yo. Le guiño un ojo. —¿Y pensáis explicárselo a la plebe? —continúa Chiara—, ¿o no nos lo merecemos? Le hago una reverencia a Atlas, cediéndole la palabra. —Tengo una afición... —comienza.

Me pregunto cómo va a explicarlo y me pregunto también si no lo habré metido en un lío y luego me lo hará pagar. —Digamos que estudio la vida de los papas —resume. —¿Los papas de la Iglesia? Atlas pone los ojos en blanco. Supongo que se resiste a explicar lo que es evidente para él. —Los papas de la Iglesia católica, sí. —¿Y qué tiene eso que ver con la albañilería? —vuelve a preguntar Chiara. —Pontífice —explica Atlas— viene del latín pontifex, que significa constructor de puentes. Chiara mira a Atlas y luego a mí. Y luego se mira las uñas. —Muy rebuscado, sí —confirma. —No sabía que tenías conocimientos de latín —me dice Atlas, volviendo a sus tareas de fregadero. —Trabajo —le sonrío—. No olvides que las estrellas y planetas tienen nombres griegos y latinos. —Ya. —¿Estás enfadado? —¿Por qué? —y de verdad parece sorprendido. —Por si te he puesto en un aprieto. Como aquí ya nunca hablas de tus papas, de tus voces... —y esto último lo digo muy bajito. —La costumbre. He aprendido a guardar ciertas cosas para mí mismo, al menos hasta que conozco un poco a las personas. —Pues a mí me lo dijiste muy pronto. Y a Paolo. —Con vosotros fue distinto —confiesa. Espero en silencio a que se explique. Si dejo de pelar patatas se pondrá a regañarme y se desviará del tema. —No sabía lo que iba a pasar, pero necesitaba que me creyérais y pronto. —Pues casi consigues el efecto contrario —le explico—. Paolo estuvo a punto varias veces de dejarte en el camino. —No iba a hacerlo —sonríe Atlas—. Paolo era fácil de convencer. —¿En serio? A mí no me pareció nada fácil. —Con él tenía muchas pruebas. Solo debía mostrárselas para que abriera los ojos.

—Hablas de Marco. —Hablo de Marco, sí. —¿Y conmigo? La pregunta queda sin respuesta ante la entrada apresurada de Fiorella. Me vuelvo a mirarla y sí, parece asustada. —Tenías razón —le dice a su hermana—. Son como hienas salvajes. Deja la bandeja vacía en manos de Atlas y sale por la puerta del huerto, rodeándose el cuerpo con los brazos. Parece que de verdad haya temido por su integridad física. Atlas y yo nos miramos y sonreímos. Gabriella no era una persona fácil. No era una gran conversadora, ni le gustaban los chismes, ni invitaba a nadie a su casa sin motivo. No es de extrañar que mucha gente haya aprovechado la oportunidad para echar un vistazo. Y para probar los dulces de Emilia. Pero también fue justa y bondadosa. Dio trabajo y comida a mucha gente que ahora viene a presentar sus respetos. Suspiro. De repente me he acordado de ella y su falta se me ha echado encima como una losa. Miro a Atlas. —¿Aún no la oyes? —le susurro. Niega con la cabeza. —¿Me avisarás? Sonríe con un poco de tristeza y se va a la despensa. Los entierros italianos son muy parecidos a los españoles, supongo. Aunque yo no he vivido ninguno, ni aquí ni en ningún otro sitio. El sacerdote, de larga sotana negra, esparce agua bendita sobre el ataúd de Gabriella. Atlas y yo habíamos retirado las rosas un rato antes y ahora reposan en dos grandes cestas de mimbre, en el suelo. Tengo los dedos y los brazos cubiertos de pinchazos por las espinas. El cura pronuncia una oración y las mujeres rezan en voz baja, una letanía sorda que apenas entiendo. Silvana está de pie, junto a Emilia y su marido y las chicas. Atlas y yo permanecemos en un rincón; yo apenas veo nada pero él me cuenta lo que pasa. De repente, las voces callan y se produce un cierto revuelo; Atlas me susurra que ha llegado Paolo. Mi cuerpo empieza a temblar. Intento levantarme sobre las puntas de mis pies, pero temo caerme y

eso sería peor. Se reanuda el rezo y las mujeres se apartan para que varios hombres puedan acercarse y levantar la caja. Uno de ellos es Paolo. Lo veo tras vestidos y pañuelos negros y manos agarrando rosarios. Él no me ve, ni me busca. Su mirada está en el bronce del ataúd que sujeta, en la puerta que tienen que atravesar, a duras penas, para que Gabriella reciba el sol una última vez antes de dormir bajo el árbol grande para siempre. Mucha gente rodea el coche fúnebre y algunos ayudan a introducir la caja. El conductor arranca mientras Silvana y Paolo entran en un segundo coche. Va a ser un cortejo muy breve; solo ellos acompañarán a Gabriella a cumplir su voluntad de ser incinerada. Los dos automóviles negros hacen crujir la grava del camino cuando salen de la villa. Los hombres se ponen sus boinas, las mujeres se prenden de los brazos de sus maridos, o de sus vecinas, y todos inician la bajada hacia el pueblo. Los miro alejarse, ovejas negras que se dispersan porque el pastor las ha dejado y así me siento yo. Abandonada. Perdida. Los dos coches fúnebres desaparecen tras la última curva de la colina, entre viñedos. Ya no aguanto más, y lloro.

El sol refleja sus últimos rayos sobre el agua de la piscina. Se está bien allí, en silencio, mirando cómo se apaga la luz lentamente. Atlas ha venido a traerme una taza de chocolate caliente. —Emilia dice que te la tomes —me dice. —La verdad es que no tengo mucha hambre —me disculpo. —No ha preguntado si tienes hambre —me advierte—. Ha dicho que te la tomes. Tomo un sorbo. La verdad es que está delicioso. Espeso, con un punto amargo. Como a mí me gusta. —Esa mujer es una bruja —sonrío—. Siempre sabe qué darnos de comer para hacernos sentir mejor. ¿A ti no te ha dado una taza? —Y un trozo de bizcocho de nueces —asiente—. Y ya está preparando la cena, así que hay que darse prisa. Lo miro. —Decías en serio lo de quedarte aquí, ¿verdad? —Es un buen sitio. —Pero no era lo que planeabas cuando te fuiste de casa. —Los planes pueden cambiarse. —¿Y qué pensabas hacer? Quiero decir, después de terminar tu «misión». Atlas no responde. Parece que está pensando. O recordando. La verdad es que parece que haya pasado una eternidad desde que lo recogimos en la plaza de Volterra. Una vida entera. —No tenía un plan concreto —comienza—. Estaba dándole vueltas a la posibilidad de ir a una ciudad a trabajar, tal vez estudiar algo al mismo tiempo. —¿Qué ciudad? ¿Qué estudios? —Historia, quizás. —¿Historia? —me sorprendo—. ¡Pero si tú ya lo sabes todo sobre la historia! —¡Oh, no! —contesta, muy serio—. Además, no puedo creer todo lo que me cuentan. A Esteban le gusta bromear. —Me estás tomando el pelo. —En absoluto. —¿Oyes voces de fantasmas que te mienten? —Bueno, no siempre... —baja la voz y se acerca a mi. Yo inclino

la cabeza para escuchar su confidencia—. Creo que algunos se aburren. Supongo que yo soy un buen divertimento —susurra. —¿Te mienten para reirse de ti? —Yo no diría tanto, pero imagino que no tienen muchas diversiones allí donde están. Una broma de vez en cuando no es para tanto —sigue hablando muy bajito—. Otros lo hacen porque quieren sentirse mejor. Porque su historia inventada es mejor que la que sucedió en realidad. —Atlas —nuestras cabezas están casi tocándose—, ¿por qué hablamos susurrando? Levantamos la vista a la vez y nos echamos a reír. El eco de la risa nos hace avergonzarnos y nos ponemos serios de nuevo. Los dos nos hemos acordado de Gabriella. De su cuerpo en la pequeña caja donde no sale el sol. Y yo veo en mi cabeza los ojos sin luz de Paolo. Los que no me miran, los que no me echan de menos. ¿Me duele la falta de Gabriella o la de Paolo? Dudo. Me contesto que la de Gabriella, para justificarme. Rectifico y añado que ambas. Ambas pérdidas son devastadoras. Atlas se levanta y me tiende la mano. —Vamos —me dice—. Tengo que ayudar a Emilia con la cena. Miro mi taza vacía. No recuerdo cuándo he terminado el chocolate. Le doy la mano y me da un ligero tirón. El sol ya se ha ocultado y se ha levantado la brisa. Pero no huele a rosas. Emprendemos la subida hacia la casa grande arrastrando el peso de nuestras almas. Esta noche el restaurante no ha abierto. Emilia solo ha preparado cena para los residentes de las casitas y para nosotros. Hemos comido en silencio y con poca hambre. Todos excepto Atlas, cuyo cuerpo desintegra cualquier cantidad de alimentos y la convierte en energía al instante. Come como si no hubiese un mañana. Duerme como si el futuro no existiese. Nada le quita el sueño o el hambre. A veces sospecho que bajo ese aspecto de recién salido de la adolescencia se esconde un ser tan antiguo como el mundo. He estado dándole vueltas al pescado, rumiando mis dudas y atendiendo apenas a la escasa conversación. He creído entender que Chiara

está preocupada por los estudios, imagino que por los propios. Y Fiorella apesadumbrada por el inicio del curso, aunque en este caso supongo que está pensando en que Paolo tendrá que cumplir su promesa y eso le alejará de ella. Emilia tampoco está demasiado hambrienta y mira a sus hijas alternativamente con rostro sombrío. Cada uno tenemos nuestros propios fantasmas dando vueltas en la cabeza. Atlas pregunta, sin levantar la vista del plato que está devorando: —¿Cuándo vuelven? Todos lo miramos pero nadie contesta. De momento. Mi estómago acaba de cerrarse, creo que para siempre. —¿Quiénes? —pregunta Chiara. —¿Quiénes van a ser? —le regaña Fiorella—. ¡Silvana y Paolo! Chiara abre la boca para contestar pero Emilia zanja la discusión lanzando una mirada furibunda. —Ya tendrían que estar aquí. Silvana no sabía si eso lo hacían en el momento o de un día para otro. «Eso» era la cremación de Gabriella. Algo en lo que había evitado pensar desde que se habían ido los coches fúnebres. Decido seguir intentándolo, así que me concentro en adivinar cómo llegarán hasta aquí, de vuelta, si el coche de Paolo está en el granero. Quizás la funeraria les presta un coche, o les trae de vuelta el mismo chófer o... no se me ocurren más opciones. Paolo se las arreglará. Siempre lo hace. Si tienen que volver mañana a recoger las cenizas, es probable que se queden a dormir en Siena, en el piso de Paolo. Sí, decido que esa es la opción más probable. Y también la más cómoda para mí, porque evitaría todos los momentos tensos que produciría la convivencia con Paolo. Que serían muchos. Mientras Emilia nos sirve un postre sin concesiones al hambre, pienso en lo que se ha convertido mi vida. De ser una feliz prometida, que es lo que yo esperaba cuando inicié este viaje, he pasado a sufrir por un amor no correspondido y ni siquiera es el del mismo tipo con el que esperaba casarme. ¿Cómo he llegado hasta este punto? ¿Por qué he perdido la cabeza de esta manera? No entiendo nada. Es como si mi cuerpo y mi corazón fuesen entes extraños, ajenos a mí. Y por más que me repito que Paolo no significa nada y, lo que es peor, yo no significo nada para él, lo cierto es que todo mi ser se altera con su presencia. Y con su ausencia.

Y duele tanto que no puedo acostumbrarme. —... parece que está enamorada de nuevo —dice Emilia. Levanto la vista y me esfuerzo en seguir la conversación. —¿En serio? —responde Chiara, casi levantándose del asiento—. ¡Cuenta, cuenta! —me dice. Todos me miran. —¿Hablábais de mi? —pregunto. Atlas pone una media sonrisa y vuelve a concentrarse en el postre. —¿Tienes otro novio y no nos lo has contado? —me dice Fiorella. —¿O es que has vuelto con el mismo? —sugiere Chiara—. Era muy guapo... —¿Estáis todas locas? ¡Claro que no tengo novio! ¿De dónde habéis sacado eso? Las miradas se desvían hacia Emilia, que frunce el ceño. —No he dicho que tenga novio —aclara—. He dicho que está enamorada. —¿Yoooooo? —siento que me pongo colorada como un tomate. Qué rabia me da no poder evitarlo—. ¡De eso, nada! ¿Por qué lo dices? —le pregunto a Emilia. Ella se encoge de hombros y señala el plato. Mi plato. En él, el postre, una tarta de panacotta con frutas, está prácticamente destruida. Como si dos ejércitos enemigos se hubiesen batido en mi plato y no hubiese habido supervivientes (pero sí muchos cadáveres desmembrados). Un desastre. Me levanto a toda prisa. Llevo los restos de la matanza a la basura. Quiero destruir las pruebas cuanto antes. —Y no tengo nada más que decir —les lanzo, antes de salir hacia mi cuarto. Al pasar por su lado, Emilia me dedica una sonrisa. Cree que ha ganado. Y yo no sé si darle la razón. Subo las escaleras y entro en la habitación. La habitación de Marco, de nuevo; ahora Atlas ocupa la que era mía. Cuando cierro la puerta a mis espaldas, están allí. Los recuerdos.

Las cortinas meciéndose en la brisa. La luz de la luna entrando por la ventana. El olor del campo, de las rosas que ha cortado Atlas, del tomillo del armario de la ropa limpia. Me acerco a la ventana y miro. El granero está cerrado. No hay ruido de coche ni pisadas en la gravilla ni Paolo subiendo la escalera. Solo las luces lejanas del pueblo y una luciérnaga perdida, que no tardará en morir. Me tumbo en la cama vestida y cierro los ojos, intentando dilucidar si lo que pasó en esta habitación fue real o fruto de mi imaginación, de tantas noches recordando o dándole forma en mi cabeza. Me duermo sin llegar a ninguna conclusión. Cuando despierto, son más de las nueve de la mañana. Doy un salto y me miro, asombrada de descubrir que he dormido vestida y sin apenas moverme; sin sueños, sin insomnio, sin problemas. Me lanzo a la ducha y me cambio de ropa; meto los pantalones y la camiseta de ayer en la maleta sin doblar para lavarlos en cuanto llegue a casa y revuelvo un poco la ropa de la cama, no sé con qué objeto. Precisamente hoy no tengo nada que ocultar. Bajo los escalones a toda prisa, pensando en las bromitas que me esperan: Emilia llega a la casa poco menos que al amanecer y Atlas no es menos madrugador. Y aquí no se perdona a los dormilones. Cuando entro en la cocina, me recibe el olor a pan recién hecho. Sobre la mesa descansan dos bizcochos aún calientes y el aroma a chocolate fundido me hace la boca agua. Me siento como un ratón atraído hacia la trampa del queso. —¡Buenos días! Doy un respingo. Silvana me mira desde la puerta de la despensa, sonriendo. La sorpresa deja paso a la alegría y me lanzo a abrazarla. Me acoge cálida, como siempre. —No sabía que habíais vuelto —le digo—. Pero me alegro. —Lo sé —y sé que lo sabe—. Hemos dormido en Siena porque no queríamos volver sin las cenizas de Gabriella. Me separo de ella y la miro a los ojos. —¿Sabes que ella me encargó... que me pidió...? —Sí. Me lo dijo. Que tú sabías lo que había que hacer con las cenizas y que te dejáramos hacerlo. Y eso es lo que haremos. Suspiro, inmensamente aliviada. Desde que me avisaron de su muerte y

recordé las líneas que me escribió, había temido que fuese una locura senil, que nadie en la familia lo supiese o lo aprobase, que yo no pudiese cumplir con su voluntad sin enemistarme con Silvana o simplemente, que no me dejasen hacerlo. Puede que no tuviese importancia; a fin de cuentas, unas cenizas ya no significan nada. Pero el encargo es sencillo y yo podré irme a casa mucho más tranquila. —Me alegro —suspiro—. No sé por qué me lo pidió a mí en vez de a ti o a Paolo; espero que no me consideréis una entrometida. Silvana sonríe y me pasa unos tomates, grandes y rojos. —Eres de la familia —me dice y yo siento que me pongo tan colorada como los tomates—. Gabriella lo quería así y así se hará. Ya sabes que no convenía desobedecerla. —¡No! Mejor no llevarle la contraria —concuerdo yo, mientras suelto la carga sobre la tabla de cortar y vuelvo a por mas. Imagino que hoy todo volverá a la normalidad; el restaurante abrirá de nuevo y eso significa salsa de tomate en abundancia. Me preparo para la llegada de Emilia y sus órdenes de cocina, pero es Atlas el que abre la puerta del huerto. —¡Buenos días, dormilón! Me mira, sorprendido. —Buenos días —responde, dirigiéndose a la mesa. —¡Ni se te ocurra entrar así! —exclama Silvana, señalando sus zapatillas llenas de barro. Atlas se detiene en seco y su sombra perruna choca contra una de sus piernas—. Emilia te hará fregar toda la cocina —le amenaza. Él se mira los pies: las deportivas, los bajos de los pantalones, los calcetines, los tobillos... todo está salpicado de barro. —Ayer no pude regar —se justifica, moviendo las manos que también están manchadas. Da media vuelta y sale de nuevo. Salen, la perra y él. No he visto amor más incondicional. Se habrá levantado al amanecer para regar todo el huerto antes de que el sol esté alto. Y yo, tomándole el pelo sobre dormir hasta tarde. Salgo tras él y lo encuentro lavándose las manos con la manguera; se ha quitado las zapatillas y los calcetines. Le sujeto la goma para que pueda frotarse bien, mientras Mafia bebe en el mismo chorro. —Era una broma —me justifico.

—¿El qué? —Lo de dormilón. —¡Ah, eso! —se encoge de hombros—. Vale. —Oye, quería preguntarte... —No —me corta—. Aún no la oigo. Suspiro. —¿Por qué? —pregunto, más para mí que para él—. ¿Por qué, por qué, por qué no? Vuelve a encogerse de hombros y me indica que cierre el paso del agua. —No lo sé. Puede que no esté cerca aún. —No, imposible. Gabriella nunca se alejará de este lugar. —Pues puede que no quiera dejarse oír, simplemente. Ante eso, no tengo nada que decir. Sigo a Atlas hasta el escalón de entrada a la cocina. Nos sentamos y él comienza a limpiarse los pies con sus propios calcetines. —¿Es cierto? —me pregunta. —¿El qué? —Que estás enamorada. Me pilla por sorpresa. La pregunta, viniendo de Atlas. La respuesta, viniendo de mi propio corazón. —Me temo que sí —reconozco, mirando la tierra bajo mis pies. —¿Y él también lo está? Intento verle los ojos, pero está secándose el pie izquierdo, muy concentrado en la tarea de evitar que la perra le lama al mismo tiempo. Dudo sobre si es una pregunta trampa, destinada a sacarme el nombre del individuo en cuestión. Aunque tratándose de Atlas, creo no existen las segundas intenciones. —¿No sabes si lo está? —ha dejado de secarse y me mira. Ni me había dado cuenta. —Creo que no. —¿Crees que no lo sabes o crees que no está enamorado? —¡Atlas! —Respondes de manera muy ambigua —me regaña—. Ya sabes que Paolo es un tipo muy reservado; me cuesta mucho saber qué piensa y encima tú... —¿Paolo?

Atlas parece sorprendido. —¿No es Paolo? Ahora sí, noto que mi rostro va a estallar como un volcán; todo mi cuerpo debe estar del color de la sangre. —Sí, es Paolo —susurro. Y decirlo, decir su nombre en voz alta, por fin, es una liberación. Las lágrimas empiezan a caer suaves y continuas y no me importa que Atlas me vea. —Soy una boba —continúo—. Supongo que todo lo que pasó en primavera, el viaje, el terremoto... —Conocerme —añade con una sonrisa. —Conocerte —le concedo—. Me pilló en un momento muy sensible y me dejé llevar... —Eva, estás diciendo tonterías —me dice, limpiando mis lágrimas con el dorso de su mano. Huele a tierra del huerto. A barro. A hierba. —¿Por qué dices eso? Y por cierto, ¿dónde está? —Él se ha quedado en Siena, creo. Tenía que volver a la comisaría. Y tú estás justificando lo que no necesita justificación. Nada te empujó a enamorarte, ni las circunstancias, ni tu corazón herido, ni nada. Solo son excusas. Está en Siena. Suspiro. No sé si de alivio o de tristeza. Me alegra no verlo. Y también me mata. —Quizás tengas razón. Solo yo soy la culpable. —¿La culpable? —De haber provocado el dolor que está acabando conmigo —las lágrimas afloran de nuevo—. Me hice ilusiones. Me engañé a mí misma. Creí que... por un momento creí que él... que sentía algo por mí. —¿Y cómo sabes que no es así? Sonrío, negando con la cabeza. —Me dejó ir como si nada —el recuerdo me lacera el pecho—. Ni una llamada, ni un email... nada. Me dijo que lo olvidase y ya está. —Supongo que tenía sus razones. Sus pies están al sol, que calienta un poco. Ya están secos. Y casi parecen limpios. —¿Razones? ¿Él decide lo que es mejor para mí? ¿O es solo

egoísmo? ¿No sería un simple «hago lo que es mejor para mí y ya está»? —Pero tú tampoco puedes obligarlo a ... La frase queda en el aire. —A quererme —la termino—. No puedo obligarlo a quererme. Siento una gran opresión en el pecho y unas horribles ganas de llorar. Las lágrimas me nublan la vista pero ya está bien de darle el espectáculo a Atlas. Me levanto apoyándome en su hombro y comienzo a subir el escalón. Pero entonces recuerdo que Silvana está en la cocina, que Emilia y las chicas ya habrán llegado. Y ellas no van a dejarme pasar sin una explicación que no puedo dar. Ahora no. Así que doy media vuelta y bajo de nuevo y en el paisaje borroso que se dibuja ante mí distingo una figura, alguien que no es Atlas. Y todo mi cuerpo se echa a temblar. El peor momento para volver a verlo. Me restriego los ojos con las manos, intentando aparentar la mayor dignidad posible. Noto que Atlas se ha levantado y está a mi lado. Supongo que para servirme de apoyo moral e incluso físico, si las piernas se niegan a sostenerme. Me arreglo un poco la camiseta; ya me siento presentable y con un mínimo de orgullo. Resistiré. Espero. Suspiro. Levanto la vista y ... No es Paolo. Es un hombre grande, alto y moreno. Muy grande. Muy alto. Debe medir 2 metros, como poco. Lleva una camiseta de los Giants de Nueva York y una gorra, unos vaqueros y unas zapatillas deportivas. Tiene los ojos oscuros y me mira como si pudiese atravesarme de lado a lado. Nunca lo había visto antes. Miro a Atlas y, por su gesto, deduzco que tampoco él lo conoce. La verdad es que no sé qué hacer. Podría decirle hola o algo así, pero él es el que tendría que presentarse, ya que es el desconocido... normas de cortesía, digo yo. Quizás sea un amigo de Paolo, si es que tiene amigos. O alguien que viene a traer un pedido. O ... —¿Eres Eva?

La pregunta me pilla por sorpresa y tardo unos segundos en contestar. —Sí, soy Eva. ¿Cómo sabes...? —Y tú, ¿eres Paolo? —se dirige a Atlas. —No. Soy Atlas —le tiende la mano—. Trabajo aquí. El hombre le estrecha la mano; bajo la diestra del desconocido, la mano de Atlas parece la de un niño. Hasta yo puedo percibir la fuerza del apretón. Y supongo que es peor de lo que parece, porque Atlas se suelta y retrocede como si le hubiese dado un calambre. —¿Y tú, eres...? —le pregunto. —Tengo algo para ti —me dice, al tiempo que se descuelga la mochila de la espalda. Ni siquiera me había dado cuenta de que llevase una mochila. Claro que, tras esa espalda, podría haberse ocultado una maleta grande. O una moto. O el Duomo de Siena. Tampoco me había dado cuenta de que fuese tan joven. Unos pocos años mayor que yo, calculo. Mientras está inclinado sobre la mochila, rebuscando, miro a Atlas con una sonrisa entre desconcertada y divertida. Pero Atlas no me mira a mí. Lo mira a él. O a través de él. —Atlas, ¿estás bien? —le toco el brazo. Está muy pálido. —Estoy... —se lleva una mano a la frente—. Disculpa —me dice. Y entra en la casa. En el escalón quedan sus zapatillas, olvidadas. La perra recoge uno de los calcetines y sale en su persecución. —Toma —me dice el gigante. En sus manos tiene una especie de saco pequeño, de tela negra. Como esos que usan en la joyerías para transportar diamantes. Según las películas, claro. —¿Qué es esto? —pregunto, tomando el saquito. Apenas pesa. Menos que la arena. Algo más que el papel. —¿Está la señora Silvana? —¿Nunca respondes a las preguntas? —eso empieza a molestarme—. Y sí, sí está Silvana. —¿Podrías indicarme, por favor? —se quita la gorra. Lleva el pelo muy corto y muy negro—. Quiero presentarle mis respetos. —Claro. Me giro para entrar en la cocina pero él me detiene, agarrándome del hombro. Miro su enorme mano y luego lo miro a los ojos, muy

sorprendida. —Guárdate eso —señala la bolsa que llevo colgando—. Nadie tiene que verlo. —¿Por qué? —suelto el brazo de su garra—. ¿Qué me has dado? ¿Cocaína? —le pregunto, retándolo. Sonríe levemente y eso le cambia un poco la expresión. —Ni se te ocurra esnifarlo. Son cenizas. De mi padre. Miro de nuevo la bolsita y la sujeto con las dos manos, temiendo que se levante el viento y cause un desastre. Se me ocurre una disculpa, pero cuando levanto la vista estoy sola. El gigante ya ha entrado en la casa. Corro tras él, guardándome la bolsa en el bolsillo de los vaqueros. No es el mejor sitio, ni el más respetuoso, pero no dispongo de ningún otro lugar donde poder esconderla ahora mismo. En la cocina, el tipo parece aún más grande: rodeado por Silvana, Emilia y Chiara y Fiorella, es como Blancanieves con los enanitos, solo que al revés. Hasta los muebles parecen de casita de muñecas. Solo Atlas permanece un poco apartado; se ha sentado en un taburete cerca de la despensa, con Mafia a sus pies descalzos. Ninguno de los dos aparta la mirada del desconocido. Silvana, en cambio, parece contenta de verlo. Él se inclina ante ella, estrujando la gorra en la mano, y ella le recibe con un abrazo que le sorprende. Apenas le llega a la cintura. Le pregunta por sus estudios, por su vida fuera de Italia y él le cuenta algunos detalles y parece que se relaja según va hablando. Tiene un extraño acento que no reconozco; imagino que porque acostumbra a usar el inglés. No imaginaba así al hijo de Enrico. Aunque lo cierto es que no lo había pensado. Pero si el hijo es así, el padre tuvo que ser parecido; entonces, no imaginaba así a Enrico. Grande. Decidido. Seguro. Y sin miedo. Pensándolo mejor, no me sorprende. Solo alguien así podría haber calado en el corazón de Gabriella. Voy a sentarme cerca de Atlas, que parece pensativo. Se aparta para dejarme un trozo de taburete, sin mirarme siquiera. Ya se despiden. El gigante ofrece besos a todo el mundo y las chicas están encantadas de alzarse sobre las puntas de sus pies para alcanzarlos. Silvana vuelve a abrazarlo y le hace prometer que volverá a visitarla

algún día. Desde la puerta, el hombre gira la cabeza y nos mira. Y por encima de las chicas y las mujeres que lo acompañan, nos dedica a Atlas y a mí un gesto de despedida: su mano se eleva, abierta, como un extraño apéndice extraterrestre, mostrando solo cuatro dedos. —¿Qué te ocurre? —le pregunto a Atlas. Estamos solos en la cocina. Y eso no durará mucho. —Nada. —No sabes mentir. —Lo sé. —¿Entonces? —Aún no estoy seguro —se remueve en el taburete y yo me levanto. También estaba incómoda—. Es muy confuso. —¿Qué es confuso? Atlas señala a la puerta y duda. —Ese tipo... —El grande. El hijo de Enrico —le apunto. —Es... confuso. —Pero, ¿el qué? —le insisto. —Digamos que recibo informaciones contradictorias. —¿De tus fantasmas? —¡No los llames así! —¡Perdón, perdón! Quería decir de tus voces, de tus almas... como quieras llamarlas. Miro a la puerta. Volverán cualquier momento y Atlas no me ha dicho nada. —Unos le tienen miedo. Lo percibo. Pero otros me dan a entender que puedo confiar en él. ¿No te parece raro? —Bueno, a mí también me da un poco de miedo. Atlas me mira. —¿Te lo estás tomando a broma? —Lo digo en serio. Es un poco... siniestro, ¿no? —¿Por qué lo dices? Intento recordar los detalles. Una gorra de béisbol. Vaqueros. Camiseta. Zapatillas. Nada de serpientes saliendo de su mochila ni espadas

a la espalda. —Pues... la verdad es que por nada. Una sensación, supongo. —Espero que su tamaño no haya influido. —Pues quizás un poco —reconozco—. O bastante. —Me avergüenzo de ti —me lanza Atlas, levantándose y rescatando sus calcetines de la boca de Mafia. Las chicas entran en la cocina como un huracán, seguidas por Emilia y Silvana. Fiorella está colorada y sonriente y su hermana la empuja hasta la puerta del comedor y se la lleva casi a rastras al interior de la casa. —Y con toda la razón —le concedo. Subo a mi habitación a dejar la bolsa de cenizas en lugar seguro. Oigo ladrar a Mafia desde mi cuarto. Es raro, no suele hacer tanto ruido. Coloco el saco de cenizas entre dos camisetas limpias y me asomo a la ventana. Quizás está jugando con Atlas. Pero solo veo a la perra salir disparada hacia la zona del aparcamiento. Al momento, un coche se detiene ante la puerta principal. Es oscuro, deportivo, tiene pinta de ser caro. Mafia sigue ladrando alrededor del vehículo, dando saltos como loca. Se abre la puerta del conductor y baja un joven con traje, al que no conozco. Lleva el cabello castaño un poco largo, peinado hacia atrás con gomina o algo que lo mantiene brillante y en su sitio. Es guapo, o eso parece desde aquí. Se dirige a la parte de atrás del coche y yo me inclino sobre la ventana para seguir sus pasos; casi tengo medio cuerpo fuera. Abre el maletero y saca una carpeta, elevándola por encima de su cabeza para evitar que Mafia la muerda. La perra parece conocerlo, está jugando con él. Pero lo abandona de inmediato cuando se abre la puerta del copiloto y Paolo sale del coche. Entonces se lanza a sus brazos y él la recibe sin importarle ropas o arañazos y yo casi caigo por la ventana cuando me fallan las piernas y la sangre desaparece de mi cuerpo. Me siento en el suelo, la espalda contra la pared, oculta tras la cortina, intentando recuperar la respiración y el dominio de mis manos. Paolo. Lo oigo decirle cosas a la perra, palabras que no entiendo porque son susurros cariñosos que la van calmando al tiempo que me calmo yo. Cierro los ojos. Tranquila. Tranquila. Mafia ha dejado de ladrar. —... vamos, tienes que acabar de contarme lo que ha pasado —es

la voz del joven que no conozco. —Venga, Tiziano, ya te lo he dicho. Entra y toma algo o Emilia se enfadará contigo. —No puedo, tengo que volver a Siena. ¿Pruebas, dices? ¿Sobre moldes? —Sí, no ha sido como siempre, el rollo de siéntese y firme aquí y tiene algo que añadir y si recuerda algo más... —Tendrían que haberme avisado de que iban a realizar pruebas técnicas. Soy tu abogado y tendría que haber estado presente —su voz suena enfadada. —No importa, Tiziano, de verdad. Solo he tenido que agarrar una pieza como de espuma, un material blando. —Ya te hicieron pruebas y análisis, de sangre, de orina, toxicológicos... no entiendo qué quieren ahora. Y por qué no me lo han notificado. Silencio. Mafia gruñe satisfecha. Seguro que está rascándole la barriga. —Olvídalo. Y entra a comer algo. —No puedo, de verdad. Sé que tu madre se vengará y enviará kilos de pasteles a mi casa... pero tengo que irme. Hay ruido de papeles y se cierra el maletero del coche. —Saluda a tu madre y a Emilia. Y a Chiara. —Por supuesto —dice Paolo—. Saludaré a Chiara pero seguro que ella preferiría que lo hicieses tu mismo. —Ya, ya... otro día. La puerta del coche se cierra y se oye el rugido del motor. Definitivamente, tiene que ser caro. Nunca he oído un coche que suene así. La gravilla vuela bajo las ruedas y el ruido se aleja. Solo entonces comprendo que Paolo debe haber entrado en la casa y de nuevo me asaltan las dudas y los nervios. ¿Qué hago? ¿Bajo a saludar? ¿Tengo que darle el pésame? ¿Me negará el saludo ante todo el mundo? Oigo su voz en la cocina, sobre las otras, y luego una puerta y más voces. Y comienza a subir la escalera. Me tiemblan tanto las piernas que tardo una eternidad en levantarme, cruzar la habitación y cerrar la puerta antes de que termine de subir.

Apoyo las manos en ella, con la respiración entrecortada. Como si pudiese impedirle el paso. Como si él quisiera pasar. Oigo sus pasos al otro lado, al final de la escalera, acercándose y deteniéndose frente a mi habitación. ¿Va a llamar? ¿Va a entrar? El corazón se me dispara, va a mil por hora. Es muy posible que él pueda oírlo desde el otro lado. Entonces tomo una decisión y abro la puerta de manera repentina. Ahí está. Paolo. Mirándome, con mi reflejo en sus ojos, como yo recordaba o había imaginado en mis sueños. En silencio. Espero un saludo. Un gesto. Algo. Pero nunca llega. Entonces me llena la ira y el desconcierto; paso a su lado y corro escaleras abajo, a la seguridad de la cocina, de la multitud y de los quehaceres que me alejan de pensar en él, de su presencia que me absorbe como un agujero negro. Por unanimidad, durante la comida hemos decidido sepultar las cenizas de Gabriella esta misma tarde. La unanimidad ha contado con un escueto asentimiento de Paolo, consistente en mover la cabeza afirmativamente. Yo no he puesto objeciones; ahora que tengo también las cenizas de Enrico, no hay motivo para esperar más. Así que celebraremos una pequeña ceremonia durante el crepúsculo, cuando el sol esté a punto de ponerse, el momento que más le gustaba a ella. Y yo podré irme mañana mismo. A mi apartamento solitario, donde me derribará el dolor hasta matarme y donde Silvia me obligará a ponerme de nuevo en pie. Ahora mismo, no veo motivos para levantarme, para ir a trabajar. No veo razones para hablar o para comer. O para respirar. Pero aún estoy aquí y Paolo no me va a ver hundida. A fin de cuentas, tampoco es culpa suya. Porque, como bien me ha dicho Atlas, nadie me ha obligado a enamorarme. Es increíble.

Nunca había sentido nada igual y la persona que me ha hecho descubrirlo nunca lo sabrá. ¿Cómo lo harán, esas parejas de enamorados? ¿Qué conjunción astral se produce para que dos personas se encuentren y sean capaces de quererse de igual manera, al mismo tiempo? Desde luego, las estrellas no están de mi parte. Tiene gracia la cosa. —¿Soñando despierta? Doy un salto. Atlas aparece tras la puerta de la cocina y me pasa una taza de chocolate caliente. Es la hora de merendar para Emilia y, por lo tanto, para todos nosotros. —Un poco, sí. —¿Y qué sueñas?, ¿algo bonito? Miro el campo de olivos. Estoy sentada en el escalón de atrás, donde solía leerle cartas a Gabriella cuando todos dormían. Tomo un sorbo de chocolate. Demasiado caliente aún. Pero delicioso. —No demasiado, la verdad. Pensaba en mañana y en pasado y en la semana que viene... —¿Te vas a ir sin hablar con él? —No tengo nada que decirle. Tú me has abierto los ojos. —A mí no me eches la culpa —se apresura a contestar. —Quiero decir que tienes razón en lo que me dijiste antes. En que me he enamorado yo sola y no puedo obligarle a que sienta lo mismo. Lo mejor es que me vaya y que deje que la distancia y el tiempo hagan su trabajo. —Sabes que eso no funciona así. Lo miro. Tiene un bigotillo de chocolate que le da un aspecto muy gracioso. —La cuestión es, ¿cómo lo sabes tú? —¿Yo? —Sí, tú. ¿Tienes novia? ¿Te han dado calabazas alguna vez? —Bueno, no... —¿No tienes novia o no te han dado calabazas? Atlas, a veces eres muy confuso. Nos echamos a reir y por unos instantes me siento bien. —Ya sabes que mis conocimientos no se basan solo en experiencias propias —me confiesa.

—¿Te cuentan sus penas amorosas? ¿Tus voces? —Te asombraría las cosas que dicen. —¡Caray, ahora entiendo por qué nunca te aburres! Sonríe y acaricia la cabeza de Mafia que está, como siempre, echada a su lado. —No, nunca me aburro. —Quizás deberías dejar de hacerles caso. Y vivir un poco por ti mismo. —¿A qué te refieres? —Pues eso. A enamorarte, a dar calabazas o que te las den. Bueno, eso último mejor no. A dejar de preocuparte por otras vidas o muertes y preocuparte un poco por ti mismo. Se lleva a los labios la taza de chocolate y toma un sorbo. Largo, mirando al horizonte. El sol empieza a caer. —Tal vez lo haga —dice—. Después. —¿Después de qué? —pregunto. —Pues después, cuando acabe lo que tengo que hacer. —Atlas, ¿de qué estás hablando? Silencio. Le doy un codazo, exigiendo una respuesta. Gira su cabeza hacia mí y susurra: —Tengo otra misión. Y sonríe. —¡Eva! ¡Atlas! ¡Vamos! La voz de Chiara la precede; asoma la cabeza por la puerta y coge a Atlas del hombro. —Silvana dice que ya es hora, así que venid —exige. Atlas se levanta y me deja con unas 400 preguntas que hacerle. ¡No puedo creerlo! ¿Se va a marchar? ¿Ahora que tiene una casa y un trabajo y otra familia? ¿O quizás quiere volver a su casa? ¿Y se irá solo? No quiero ni pensar en la cara de Chiara cuando se entere. Los sigo dentro de la casa dándole vueltas a la cabeza. Vaya momento para decírmelo. La familia ya se ha reunido en torno a la mesa de la cocina. En el centro, una especie de copa con tapa. Pequeña. Como Gabriella.

Todos me miran, esperando que yo haga algo o que les diga cómo actuar. Todos menos Paolo, que tiene la vista fija en la copa. Salgo corriendo. Subo a mi habitación, que mañana volverá a ser la de Marco como siempre fue, y rescato la bolsita con las cenizas de Enrico del fondo de mi maleta, bajo las camisetas. He estado pensando en cómo hacerlo y solo se me ha ocurrido una forma: cojo un poco de tierra de la maceta de albahaca que hay en el cuarto y la mezclo con las cenizas. Ahora el saco abulta un poco más. Bajo a la carrera y vuelvo a mi sitio, en la cabecera de la mesa. Nadie se ha movido pero noto que Atlas respira, aliviado. Quizás ha pensado que iba a salir corriendo para no regresar. Les muestro la bolsa de terciopelo negro. Y después, miento. —Gabriella me pidió que la enterrásemos bajo el árbol grande y que plantásemos allí un rosal. Atlas —lo señalo— ya ha preparado el sitio y la planta. Él asiente con la cabeza, muy serio. —Esto —ahora señalo la bolsa— es tierra siciliana y también descansará con Gabriella. Veo que todos asienten con la cabeza y atisbo alguna sonrisa. Quizás imaginaban algo más complicado. Y yo también me siento aliviada. No ha sido una mentira del todo. Paolo coge la copa y todos salimos al huerto y subimos la colina hasta el árbol grande. Allí, Atlas ha hecho un agujero profundo, redondo, y sobre el césped descansa la tierra roja y un rosal con sus raíces en un cubo con agua. Pienso que me hubiera gustado estar allí la próxima primavera y ver de qué color son sus rosas. Me atacan las ganas de llorar, así que sacudo la cabeza con fuerza y miro al frente. Paolo se arrodilla al lado del agujero y abre la copa. Durante unos instantes permanece inmóvil y parece que el tiempo se haya detenido. Noto un temblor en su espalda y quiero abrazarlo. Me muero por abrazarlo. Pero de repente el movimiento se reinicia y Paolo vuelca el contenido del recipiente en el agujero, suavemente. Las cenizas no hacen ningún ruido al caer. Él permanece allí, esperando. Me arrodillo enfrente e intento desatar el nudo del saco. Las manos me

tiemblan tanto que no acierto; el hilo de seda se me escapa una y otra vez. Oigo un timbre: el teléfono está sonando dentro de la casa y eso me pone aún más nerviosa. Temo que voy a echarme a llorar y a estropearlo todo. Y entonces, unas manos sujetan las mías. Paolo. Lo miro, sorprendida, y veo una gran ternura en sus ojos. Siento el calor de sus manos en las mías. Y me olvido del teléfono y del avión y de mi piso solitario y de repente entiendo que no hay nada más allá de esas manos. Que nunca sentiré nada parecido por otra persona. Y que tengo que aceptar que ésta es la despedida. Así que abrimos juntos la bolsa y las cenizas de Enrico y la tierra con olor a albahaca se mezcla con las cenizas de Gabriella. Por fin. Me cae una lágrima por la mejilla y sonrío. Van a pensar que estoy loca pero no puedo evitarlo: río y lloro al mismo tiempo. El reencuentro de Gabriella con su amor hace que el dolor de mi adiós sea aún mas terrible. Los astros son caprichosos. El teléfono vuelve a sonar y Fiorella mira hacia la casa, dudando. Paolo y yo nos levantamos y separamos las manos. Siento la pérdida de sus dedos como un puñal pero me seco las lágrimas y apago la sonrisa. Atlas comienza a echar tierra en el agujero y luego introduce las raíces del rosal. El tronco tiene grandes espinas y él lleva las manos desnudas. Pero no parece importarle. La tarea le lleva algunos minutos y en algún momento, oigo a Fiorella murmurar contra la insistencia del teléfono. Cuando termina, Silvana dirige una oración y todos rezan en voz baja. En italiano, claro. Yo la susurro en español y juraría que Atlas la recita en latín. Ahora me siento mejor. Más tranquila. Tengo la sensación de haber cumplido con mi deber. Me apoyo en el tronco del árbol y pienso que les va a dar sombra a Gabriella y Enrico en los meses calurosos de verano. Y que los protegerá un poco de la lluvia y la nieve. Y ellos florecerán cada año en el aroma de las rosas y extenderán su amor por el prado, por el huerto, hasta las personas que los quisieron tanto. En este momento, parece que todo tiene sentido. Quizás por eso Atlas no puede oír a Gabriella. Porque ella está con Enrico, en alguna parte, y no necesita que lo sepamos. No necesita nada más.

¡La envidio tanto! El rosal es joven aún; tiene hojas pequeñas y de un verde oscuro. Vivirá muchos años. Sé que lo cuidarán bien, pero me gustaría que Atlas se quedase aquí, porque también tiene buena mano para las plantas. Doy un paso atrás y comienzo a bajar la ladera. Quiero dejar a la familia a solas un rato. Yo me acercaré de nuevo esta noche, para despedirme. Aquí ya no hago falta. Cruzo el huerto con una sensación agridulce; aquí, cada segundo veo algo que me recuerda a Gabriella. O a Paolo. Y duele, duele mucho. Oigo un ruido de motor y, de manera inconsciente, pienso en cabello engominado y coches caros. Tiziano. Y un segundo después, un deportivo oscuro sale a toda velocidad de la parte delantera de la casa, haciendo volar la gravilla, y se detiene a unos milímetros de las plantas de pimientos de Silvana. La puerta se abre casi al mismo tiempo que se detiene el motor y el joven del pelo engominado se lanza fuera del vehículo. Ahora no lleva traje, pienso. —¿Y Paolo? —me grita, antes de llegar corriendo hasta mí—. ¿Está en la casa? —No, está... —le señalo la cima de la colina. Echa de nuevo a correr hacia el árbol grande. Se ha dejado abierta la puerta del coche. Entonces empiezo a tomar conciencia de que ese joven es el abogado de Paolo, que tiene mucha prisa, que no ha sonreído, que puede traer una mala noticia, una que él está esperando desde hace mucho tiempo. Me quedo inmóvil, como si eso fuese a parar el mundo, a impedir que los carabinieri lleguen a esta casa para detener el tiempo de la gente que vive aquí. Ahora tengo mucho miedo. De que Paolo tuviese razón. De que le nieguen su carrera, su familia, su vida. De que a mí no me permitan ni la esperanza de que pueda arrepentirse y venir a buscarme. Inmóvil como una piedra del camino, como las raíces del árbol donde está Gabriella. El hombre ya ha llegado hasta allí. Quiero cerrar los ojos pero no puedo.

Y no puedo cerrar los oídos. Oigo gritos que no entiendo y veo abrazos y lágrimas. Yo también lloro. Por él. Y por mí. Paolo baja corriendo. Tal vez quiera recoger sus cosas antes de que lleguen. Tal vez despedirse de la casa, de su cuarto... Llega como un vendaval y, en vez de pasar a mi lado, me coge y me abraza, muy fuerte. Y yo me aferro a él, agradeciéndole esta despedida. Me besa. Sin soltarme, me besa. Una vez, otra. Me besa. Sé que más tarde esos besos me romperán el alma, pero ahora no importa. Ni me importa que nos vean. Lo único que sé es que durante estos segundos es mío. Trato de atesorar este momento para usarlo el resto de mi vida. Cuando dejamos de besarnos, descubro que estamos rodeados. Miro a Silvana y a Emilia, que se abrazan y lloran. Noto que me pongo colorada. Abrazan a Paolo pero él no me suelta la cintura. Hasta Enzo se ha acercado a mirar. Busco a Fiorella pero no la encuentro; ahora me avergüenzo de no haberle dicho lo que sentía. Y Atlas... Chiara está abrazada a su cuello pero él no la mira. Ni a mí, ni a nadie. Tiene esa mirada que no ve, que solo oye. Busco los ojos de Paolo y espero y temo el adiós. —Soy libre —me dice. Ahora sí, el mundo se detiene. —¿Qué? —Ya no soy sospechoso. Soy libre. Me llevo la mano a la boca; la sorpresa me ha quitado el habla. Paolo me retira la mano y vuelve a besarme, en la frente, en la mejilla, en los ojos. —¿Qué...?, ¿qué...? —pregunto, no sé muy bien a quien. —Pregúntale al señor abogado, que no ha tenido prisa en avisar —le reprocha Chiara, con una sonrisita. —¡He llamado 20 veces y nadie me ha cogido el teléfono! —se defiende Tiziano. —Y has venido corriendo a decirlo —Silvana lo abraza, aún llorando. Atlas sigue con la mirada perdida pero comienza a sonreir. —Las pruebas técnicas descartan a Paolo —me contesta Tiziano

—. Al parecer, el asesino tiene algún problema en una mano. La cabeza me da vueltas. Todos hablan al mismo tiempo y Mafia ha comenzado a ladrar. —¿Un problema? ¿Y eso qué significa? —aún no me lo creo. Me aferro a Paolo aún mas. Un milagro. —El tipo no dejó huellas dactilares, pero sí marcas. Incompatibles con las manos de Paolo. –¿Incompatibles? —Al parecer, le faltaba un dedo. Eso no se puede disimular. Con la fuerza necesaria para... Pero ya no lo oigo. Porque estoy besando a Paolo, una y mil veces. Un beso infinito. Un abrazo sin fin. Miro a Atlas por encima del hombro de Paolo. Él me mira a mí y veo la burla en su rostro. Se acerca, sonriendo. —Es Gabriella —me susurra al oído—. ¡Se ríe! FIN

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