Liberalismo, comunitarismo, cultura y multiculturalismo

Factótum 12, 2014, pp. 29-46 ISSN 1989-9092 http://www.revistafactotum.com Liberalismo, comunitarismo, cultura y multiculturalismo Jaime Fisher Insti

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Factótum 12, 2014, pp. 29-46 ISSN 1989-9092 http://www.revistafactotum.com

Liberalismo, comunitarismo, cultura y multiculturalismo Jaime Fisher Instituto de Filosofía - Universidad Veracruzana (México) E-mail: [email protected]

Resumen: Se cuestiona en este artículo la validez lógica y la pertinencia práctica de considerar las culturas y la diversidad cultural como sujetos de derechos políticos especiales. Se plantea un panorama general de las diferencias fundamentales entre el liberalismo y el comunitarismo en relación a la postura y reclamos del multiculturalismo normativo. Palabras clave: cultura, diversidad cultural, identidad cultural, liberalismo, comunitarismo, multiculturalismo. Abstract: This paper casts doubt on the logical validity and practical relevance of regarding cultures and cultural diversity as subjects of suited political rights. A general view over the basic differences between liberalism and communitarianism is proposed as for the standpoint and claims supported by normative multiculturalism. Keywords: culture, cultural diversity, cultural identity, liberalism, communitarianism, multiculturalism. Reconocimientos: Artículo basado en “Tema 24: La diversidad cultural y el problema del multiculturalismo”, Julio Ostalé (dir.), Temario de Oposiciones para Secundaria. Rama de Filosofía (Temarios de 2011), Centro de Estudios Académicos S.A., Madrid, 2012. El libro no llegó a publicarse. El temario, aprobado en BOE 278 (Orden EDU/3138/2011, de 15 de noviembre), se anuló en BOE 32 (Orden ECD/191/2012, de 6 de febrero).

1. Introducción El propósito de este artículo es presentar un panorama general sobre la diversidad cultural y el problema del multiculturalismo. La diversidad cultural de facto suele, bajo ciertas circunstancias, presentarse como un problema que, en la medida que tiene que ver con la convivencia justa y pacífica entre diversas comunidades culturales, adquiere la forma específica de un problema político. Por otro lado, el multiculturalismo es un conjunto de ideas normativas ofrecidas al respecto desde la filosofía política; en este sentido es entonces posible entender el multiculturalismo como un problema filosófico; su problematicidad, sin embargo, radicaría más bien en establecer si los criterios y normas que prescribe para el problema fáctico de la diversidad cultural serían soluciones lógicamente consistentes, racionalmente aceptables y causalmente eficaces en sus diversos contextos. En lo que sigue se intenta aclarar los conceptos centrales de “diversidad cultural” y de “multiculturalismo,” ubicándolos en el

RECIBIDO: 11-08-2013 ACEPTADO: 19-04-2014

panorama de la filosofía política. En la primera sección, tras una aclaración mínima del concepto de “cultura,” se acota el concepto de “diversidad cultural,” así como su opuesto lógico y complemento funcional: la “identidad cultural.” La segunda parte describe y analiza la discusión sobre las así llamadas “relaciones interculturales” y su vínculo con los enfoques más amplios en filosofía política, en particular con el liberalismo y el comunitarismo. La tercera parte apunta en qué sentidos la diversidad cultural y el multiculturalismo representarían o no un problema auténtico y una solución viable, respectivamente.

2. Diversidad cultural Una racionalidad conceptual mínima (Bunge, 1985: cap. I) indica que tanto “diversidad cultural” como “multiculturalismo” requieren establecer de qué hablamos cuando hablamos de “cultura”, pues como sugiere Weiss (1972) el término se utiliza con fruición en la literatura antropológica y filosófica, dando pie incluso a formulaciones místicas

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rechazables desde un punto de vista naturalista. En el uso verbal de “cultura” milita una polisemia que de manera pertinaz, pese a los esfuerzos de antropólogos, sociólogos y filósofos, entre otros especialistas (y tal vez debido a esos esfuerzos), se traduce en vaguedades y se amplifica en malos entendidos acerca de los referentes sensibles o inteligibles de “diversidad cultural” y “multiculturalismo”. A tal grado que, como de este último término afirma Glazer:

de bonne compagnie (hombre de grata compañía) de Francia en el XVII, la schöne Seele (ideal femenino de belleza y virtud) de fines del XVIII en Alemania o el Dichter und Denker (poeta y pensador) de comienzos de XIX” (Ortega, 1994 [1939]: 346-347). Pero puestos a enderezar el uso del término en el sentido antropológico y etnográfico que aquí importa, es pertinente comenzar con la clásica (aunque no ayuna de objeciones) caracterización tyloriana, según la cual:

[l]a palabra ha emergido y se ha esparcido tan rápidamente, ha sido aplicada a tal cantidad de problemas en tal cantidad de contextos, ha sido utilizada en ataques y defensas frecuentemente abarcando tendencias tan diferentes, que no resulta una tarea fácil describir lo que uno quiere decir con multiculturalismo. (Glazer, 1997: 7)

Cultura o Civilización, tomada en su sentido etnográfico amplio, es ese todo complejo que incluye conocimientos, creencias, arte, moral, derecho, costumbres, y cualesquier otras capacidades o hábitos adquiridos por el hombre en tanto miembro de la sociedad. (Tylor, 1920 [1871]: 1)

De ahí la necesidad de poner un orden mínimo en el concepto subyacente y básico de cultura. Colere (cultivo, cuidado, atención) es su origen etimológico aceptado. En su forma original y directa se refirió al cuidado, cultivo y atención de la tierra. Con techné Hesiodo indica la práctica de la agricultura, cosa que viene aparejada a la desaparición de la tierra como madre proveedora de cazadores y recolectores, y que entonces comienza a verse como tierra de labor, es decir, de cultivo. Esta techné-colere cifraría el paso desde una sociedad recolectora y nómada a otra agrícola y sedentaria. Si esto es correcto, hallaríamos un vínculo entre las ideas de progreso y de técnica como cultivo del ser humano, es decir, como cultura en su sentido figurado. En inglés, por ejemplo, el uso figurado de la expresión a man of culture (un hombre de cultura) apunta a lo que Sobrevilla (1988: 16) en su excelente compendio llama “cultura en su sentido subjetivo”, o el cultivo del hombre. Esto expresa un ideal normativo de refinamiento individual, cosa que conduce a producir y a mantener una connotación especial valorativa del término, acentuando incluso un halo de superioridad de ciertos individuos y sus comportamientos cultivados. Esta acepción se relaciona con la pertenencia a una clase social privilegiada, misma que, a salvo de la necesidad de realizar un trabajo físico directo, tiene el tiempo libre suficiente para cultivar el espíritu. Ortega, por ejemplo, alude a esto con las figuras del gentleman (caballero) inglés y del hidalgo español, con “el homme

Cultura sería todo lo aprendido, o artificial, en claro contraste lógico conceptual ‒aunque en continuidad natural‒ con la mera y simple herencia biológica. Esta caracterización, compartida en términos generales por antropólogos y filósofos, es susceptible de objeciones y matices. No podemos entrar al asunto de “la” definición de cultura. Baste indicar que Baldwin et al. (2006: 139-226) por ejemplo proporcionan una lista de más de 300 definiciones. En relación al objetivo limitado de este artículo, cabe destacar las objeciones formuladas por Sapir (1939: 433ss) y más recientemente por Clifford Geertz (2003 [1973]) a la definición clásica de Tylor. La primera va en el sentido de que si se consideran los patrones de conducta, las tradiciones, las costumbres o se incluyen los hábitos mentales que un individuo ha “aprendido en tanto miembro de una sociedad” determinada, se estará uno refiriendo más bien a la personalidad (psicológica) que a la cultura (antropológica). En particular, plantea el mismo Sapir, la caracterización tyloriana impediría considerar el caso en que el comportamiento de un individuo afecta a la cultura entendida en su sentido etnográfico amplio, es decir, al comportamiento del grupo social. Mientras que desde el punto de vista formal la definición de Tylor es de naturaleza holista, la observación de Sapir correría en un sentido diferente aunque no contrario a la de Tylor; es decir, Sapir no se compromete con el individualismo metodológico, sino que, más bien, insistirá en ver la cultura como relación transaccional entre individuo y

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sociedad y, por tanto, como un proceso en constante devenir y ajuste, como proceso y resultado de la vida gregaria de un ser esencialmente simbólico (Cassirer, 1944). Según esto los individuos humanos no sólo adquieren sus pautas o normas culturales del grupo social, sino que también son capaces de originarlas o de transformarlas. Lo relevante de la objeción de Sapir a la definición de Tylor ‒y en relación a los fines de este artículo‒ es que permite señalar, por un lado, al hecho de que no hay esencias culturales inamovibles, sino patrones o pautas de comportamiento cuyo constante cambio es observable no sólo en un grupo social, sino incluso a lo largo de la vida de un individuo. La objeción de Geertz acentúa la relevancia que para la exactificación de la noción de cultura tiene el análisis etnográfico. Esta posición le conduce a lo que denominará, siguiendo la idea de descripción densa (Ryle, 2009 [1971]), un concepto semiótico de cultura, concibiendo ésta como acción o conducta intencional y significativa en un determinado contexto; un significado que es por necesidad público, es decir, expuesto a la interpretación y al juicio de quienes participan en él, como actores directos o como simples observadores. Como escribe Geertz: [dado] que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones […] Una vez que la conducta humana es vista como acción simbólica.., pierde sentido la cuestión de saber si la cultura es conducta estructurada, o una estructura de la mente, o hasta las dos cosas juntas mezcladas. (Geertz, 2003 [1973]: 20, 24)

Aunque Geertz enfatiza la cultura como conjunto de significados o como hechos simbólicos, estos continúan siendo aspectos observables de las prácticas humanas en términos de sus condiciones y sus resultados, impidiendo asignar a la cultura un locus metafísico o extra-natural, cosa ésta que suele oscurecer las discusiones antropológicas y filosóficas al respecto. La cultura es resultado, a la vez que condición de la relación dinámica entre individuo y sociedad, y de ambos con el medio ambiente. Su lugar de manifestación es siempre físico, i. e., su dimensión observable son las acciones humana

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intencionales sistemáticas, a saber, las prácticas distintivas y significativas de los individuos y de los grupos. Esto evita considerar aspectos problemáticos que la amplia definición tyloriana permite, en particular, los estados mentales como creencias, hábitos de pensamiento, o la cosmovisión entera ‒heredados o aprendidos‒ que sólo son accesibles a la introspección, aunque puedan inferirse de la acción del sujeto. Un ejemplo de este último problema lo encontramos en Olivé (2004b: 29-33). Al recuperar la tradición tyloriana en su propio diseño de un concepto filosóficoantropológico de cultura, y siguiendo en esto a Luis Villoro (1985), le añade un compuesto de disposiciones internas, accesibles sólo a la introspección, pero que, según su decir, son condición de posibilidad de su dimensión externa, conductual o fenoménica. Como ese componente disposicional subjetivo conforma la zona más problemática de todo mapa que se intente trazar sobre el amplio y abierto territorio de la cultura, parece conveniente a este ensayo ‒que trata sólo de enfrentar la diversidad cultural y el multiculturalismo desde el punto de vista de la filosofía política y su normatividad‒ circunscribirse a la manifestación externa de la cultura, es decir, a su dimensión pública. Las disposiciones subjetivas, los estados intencionales o los ‘mundos internos’ no son accesibles al público y, aún si lo fueran, no sólo no podrían ser objetos de defensa, preservación o promoción por parte de las instituciones políticas, como propondrá el multiculturalismo, sino que ni siquiera podrían ser objeto de estudio de la antropología. En otras palabras, si la cultura -entendida como prácticas sistemáticas aprendidas de y compartidas por un grupoha de vincularse a la acción del Estado, entonces esa cultura debe tener una dimensión pública en dos sentidos muy claros: 1) ser observable para un público; y de manera más importante 2) tener algún efecto perceptible sobre un público, es decir, sobre alguien que no sea su agente o portador cultural directo, bajo alguna descripción razonable (Dewey, 1958 [1927]). Una cultura puede ser de interés político si, y sólo si, tiene resultados sobre alguien que no sea su agente directo. Se vuelve sobre esto más adelante. Puede entonces sostenerse que la diversidad cultural es un fenómeno natural en el sentido de que ha existido durante toda la historia de la humanidad. Desde que nuestros primeros ancestros emigraron de África, en cada espacio geográfico, y como

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efecto asociado a la dotación de recursos del medio ambiente donde se fueron asentando, los diferentes grupos adoptaron por deriva distintas maneras de resolver técnica y culturalmente sus problemas fundamentales. Puede decirse que la cultura y la técnica (incluyendo por supuesto el lenguaje simbólico articulado) salieron de África -el presumible lugar de aparición primera de la especie humana-, y, en el curso de la evolución y las migraciones, siguieron rumbos tan diversos como los caminos que siguieron y los ambientes que encontraron sus portadores humanos, adoptando entonces sus características distintivas. La diversidad de las culturas es análoga a la diversidad de las especies: las culturas adquieren formas particulares en relación estrecha con el medio ambiente (Taylor, 1934), adaptándose aquellas que resultan más eficaces para resolver los diversos problemas de la sobrevivencia y la bienvivencia que las culturas han de resolver. Puede incluso sugerirse, siguiendo el polémico argumento de Dawkins (1976), que las culturas (conjuntos de memes) sobreviven a través de sus portadores humanos, tal y como los genes lo harían a través de las especies; sin embargo, esto debe tomarse como una analogía que puede tener utilidad heurística, pero no como la postulación de un estricto isomorfismo o simetría entre lo genético-biológico (donde no existe la intencionalidad), y lo simbólicocultural (donde libertad e intencionalidad resultan factores centrales a considerar). El concepto de diversidad cultural puede mejor entenderse en relación a su opuesto lógico y complemento funcional: la identidad cultural. Como dice Hobsbawm (1996), esta última se define negativamente, es decir, en contra o por lo menos en contraste con los otros, con los diferentes o distintos. Desde el punto de vista lógico un individuo, miembro o elemento de cualquier clase sólo puede ser idéntico a sí mismo. Desde el punto de vista sicológico, pese a los cambios que se operan a lo largo del tiempo, una persona puede seguir siendo idéntica a sí misma en el sentido de que la reflexividad y la memoria le permiten identificarse como tal en distintos momentos de su vida y, con ello, distinguirse de los otros, pese a que su cultura haya cambiado. Pero la identidad que aquí interesa tiene un sentido figurado en la perspectiva antropológica: la identidad cultural sirve -o al menos eso pretende- para demarcar algún nosotros respecto a todos los otros, y es un resultado de la particular socialización del individuo, de su transacción con su sociedad o comunidad. Tal identidad

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consistiría en el proceso y resultado mediante el cual un individuo llega a compartir ciertos valores, creencias, usos y costumbres que preexisten en el grupo en el que nace y/o crece y se desarrolla. La identidad cultural es el sentido de pertenencia a un determinado grupo social, i.e. la imagen que de sí mismos tengan los miembros de un grupo en el que su cultura es entendida aquí como el promedio estadístico de comportamientos significativos; tal identidad es el complemento lógico necesario de la diversidad cultural, es decir, funciona como criterio para diferenciar(se) de la(s) otredad(es) colectiva(s). Debido al menos en parte a que la cultura es obtenida de, ejecutada en, a través de y por un grupo social (i.e. la tyloriana impronta social sobre el conjunto de sus individuos), la confusión entre ambos conceptos (cultura y sociedad) se presenta de forma recurrente en la literatura. Por ejemplo, Sobrevilla (1988: 15) limita “la noción de cultura en su sentido objetivo [el de la creación y realización de valores, normas y bienes materiales] a la de un pueblo y [entonces la comprende] en su sentido antropológico. Así sucede cuando nos referimos a la cultura asiria, griega, náhuatl o inca”. En esta expresión de un especialista vemos, pues, esa confusión e hipóstasis que indica Sapir (1932), así como la (en general) aceptable aunque demasiado amplia caracterización de Tylor. Pese a las divergencias de énfasis puesto en sus aspectos artefactuales, mentales, institucionales, simbólicos o prácticos, hay un denominador común en entender la cultura como conjunto complejo de características compartidas por una comunidad, y que serían compartidas precisamente por haber sido sus individuos socializados, debido al hecho de pertenecer a ese grupo, y de poseer un sentido de pertenencia o identidad con respecto a ese grupo o comunidad. Así se entiende la precisión de Sapir (1932) en el sentido de que cultura, cuando se utiliza para referirse a un pueblo (el sentido antropológico señalado por Sobrevilla) es más bien una ficción estadística, es decir, una abstracción promedio del conjunto de paquetes meméticos utilizados por los individuos que componen ese pueblo. Ese concepto de cultura es útil para describir y referirse al grupo social, pero es claro que pueblo (o sociedad) y cultura no tienen la misma extensión lógica, y que no pueden tenerse por sinónimos; de la misma manera en que el promedio de edad de un grupo ‒aún si es

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obtenido con un método estadístico válido‒ no define o identifica la edad de todos y cada uno de los individuos de ese grupo. Esta noción de cultura como promedio indica que no todos los individuos nacidos y/o socializados en un mismo grupo llegan a compartir todos ni, sobre todo, los mismos valores, creencias, usos y costumbres del grupo, además de que tampoco todos y los mismos valores que en efecto lleguen a compartir lo serán con la misma fortaleza, y que, por tanto, identidad cultural y sociedad o comunidad tampoco tienen la misma extensión lógica, ni siquiera entre grupos o subgrupos sociales de tamaño reducido. A toda identidad cultural subyace una diversidad memética, entendida como conjunto de unidades básicas de información transmitida, aprendida y utilizada en la conformación de las prácticas de un individuo o grupo. En otras palabras, pese a la impronta social y cultural sobre el individuo, éste mantiene siempre cierto ámbito de libertad frente a tales condicionamientos (Mead, 1973: parte III, 167-248). Se sigue que un individuo no sólo puede crear nuevos memes que terminen siendo usados por el conjunto más amplio de miembros de su comunidad, sino que puede incluso decidir abandonar el conjunto de paquetes meméticos que definen su cultura, y adoptar otros; todo esto sin afectar su identidad lógica y sicológica, aunque sí, desde luego, a su(s) identidad(es) cultural(es). Retomando el argumento de Dawkins (1976), puede sugerirse que esta libertad individual -y el eventual surgimiento de un comportamiento original, en el sentido de que se halle fuera de la norma estadística-, operaría como el análogo al mecanismo de variación en la biología evolutiva. La consecuencia lógica que cabe sacar de esto es que las culturas y las identidades culturales (sentidos de pertenencia) no son estáticas, sino que varían a lo largo de la historia de las necesidades y problemas de una comunidad y de la humanidad entera, e incluso a lo largo de una biografía individual, lo que implica que la diversidad cultural misma se acrecienta a través del tiempo. Uno de los temores de la posición multiculturalista es el de la homogeneización cultural. Por el contrario, Mosterín (1993) y otros cosmopolitas lo ven como algo deseable e inevitable; sin embargo no hay evidencia empírica suficiente para eso, y dicha evidencia apunta más en el sentido de una creciente diversificación cultural a escala planetaria.

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El individuo se identifica ‒es decir, adopta y sigue (define su comportamiento)‒ sólo con algunas de las características prácticas pre-existentes en el grupo. De manera que en una comunidad dada puede haber, y de hecho hay, un sinfín de identidades culturales. Ya dije que desde el punto de vista lógico y sicológico el individuo tiene sólo una identidad, a saber, la identidad consigo mismo; pero desde el punto de vista antropológico y social el individuo tiene varias identidades culturales, es decir, se identifica o desarrolla sentidos de pertenencia ‒con grados diferenciados o asimétricos de fortaleza‒ respecto a varios grupos y subgrupos caracterizados por determinados comportamientos sistemáticos. Las cualidades distintivas específicas que definen cada una de esas identidades culturales pueden ser tan amplias como la nacionalidad, la religión, el idioma o la clase social, o tan restringidas como la afición por un equipo de futbol, las preferencias sexuales, o el gusto por el jazz, el reggae y el consumo de marihuana, ritual o recreativo; cualidades todas estas que, dicho sea de paso, pueden y suelen cambiar, incluso de forma drástica. Un individuo, pues, puede ser descrito desde la etnografía como católico, catalán, hispanohablante, aficionado del Español de Barcelona y adicto a la tauromaquia, heterosexual, militante del PP, etc., y tendrá entonces sólo una identidad lógica y psicológica consigo mismo, al tiempo que varias identidades culturales o antropológicas (sentidos de pertenencia) con respecto a cada uno de esos conjuntos o clases definidas por las características o cualidades específicas señaladas. Entonces puede sostenerse que es más acertado -aunque menos común- hablar de una multidiversidad cultural: los individuos y los grupos son diversos debido a compartir muy variadas características culturales, que no son constantes en el tiempo, y que no tienen el mismo peso específico con relación al sentido que a cada vida se otorgue a través de ellas. Si la identidad, o más bien, cada identidad, se establece como frontera a partir de y en relación con la otredad, i.e. con la diversidad de los posibles otros, puede entonces sugerirse -si bien con alguna temeridad- que, en su sentido más radical, la identidad antropológica -entendida como multidiversidad, como ese conjunto de identidades posibles de y en un mismo individuo respecto a múltiples grupos-, coincidiría con la identidad lógica, con la identidad consigo mismo, pues resulta muy improbable ‒aunque no imposible‒ que

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alguien se identifique con todos y sólo con los mismos paquetes meméticos de algún otro, y, además, con el mismo grado de fortaleza en sus sentidos de pertenencia. La identidad cultural se predicaría directa y exclusivamente de los individuos humanos, y sólo como una mera analogía o generalización estadística del conjunto promedio de paquetes meméticos utilizados por el grupo o grupos, de la comunidad o comunidades con las que ese individuo se identifica de facto y desarrolla un sentido de pertenencia más o menos fuerte. Cultura y sociedad no son cosas separadas pero son conceptos distintos, i.e. se refieren a cosas distintas en el mobiliario del mundo. Toda sociedad tiene o usa una cultura, cierto conjunto de prácticas que, entonces, caracteriza a esa sociedad en términos agregados o estadísticos; pero los conceptos ‘cultura’ y ‘sociedad’ no coinciden extensional ni intensionalmente. Eso es lo que desde un punto de vista lógico permite que haya naciones o sociedades multiculturales y culturas multinacionales. Más aún, es posible afirmar -ya con menos temeridad- que, quizá con la excepción de algunas tribus africanas o amazónicas sin contacto con otros grupos humanos, toda sociedad es multicultural, es decir, diversa desde la perspectiva antropológica. Luego, no todos los individuos o grupos identificables existentes en una sociedad comparten los mismos rasgos culturales. La diversidad cultural es y ha sido la norma a lo largo de la historia humana. La pregunta sobre cuándo y por qué esa diversidad se convierte en un problema político se enfrenta más adelante, junto a la de cómo, entonces, el multiculturalismo pretendería resolverlo. Desde el punto de vista de la antropología filosófica, diversidad e identidad cultural aparecen como dos caras de la misma moneda, a saber, la radical multiplicidad de formas prácticas posibles en que cada individuo responde a su pregunta fundamental: ¿cómo se ha de vivir? La formulación de esta pregunta y la articulación de su respuesta se llevan a cabo de manera individual, aunque siempre y por necesidad en relación a otros; sin embargo no en relación a todos los otros, sino sólo aquellos que resultan significativos para el individuo que se interroga y responde con, acerca de y a través de su propia vida. Podemos decir ‒desde un punto de vista lógico‒ que dado que no hay individuos humanos sin cultura ni cultura sin individuos humanos (pace Mosterín), entonces no sólo tenemos diversidad en los promedios de las

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pautas culturales con las que estadísticamente se pueden identificar grupos, comunidades o naciones, sino que más bien tendríamos una radical diversidad de individuos. No sólo no habría una homogeneidad cultural, sino que no habría homogeneidad tampoco a lo largo de la vida de un mismo individuo, al margen de la(s) comunidad(es) a la(s) que pertenezca o sienta pertenecer. No obstante, parafraseando a George Orwell (2003 [1945]), aunque todos somos diferentes o distintos, algunos individuos y grupos resultamos ser en efecto más distintos que otros. Una tesis subyacente -que no tiene la intención de probar este documento-, consiste en que el desenvolvimiento tecnocientífico, y la subsecuente globalización en la disponibilidad memética para todos los grupos humanos en sus diversos espacios geográficos, lejos de tender hacia algún tipo relevante de ‘homogeneidad cultural’, conduce a la necesidad práctica de profundizar en su alcance, multiplicar en sus formas y complejizar en su formulación a la pregunta fundamental en filosofía moral y política ¿cómo se ha de vivir? El desarrollo de la ciencia y la tecnología ha multiplicado ‒como los espejos y el coito‒ el número de hombres y mujeres posibles, es decir, la cantidad y calidad disponible de respuestas individuales a la pregunta indicada. Sin embargo, y a diferencia de lo afirmado por Borges (1974) respecto a los espejos y el coito, el desenvolvimiento de la ciencia y la tecnología no necesariamente es abominable. En todo caso ciencia y tecnología son muy importantes pero son sólo parcelas de la cultura (paquetes meméticos) que un usuario potencial, individual o colectivo, deberá evaluar al decidir sobre su utilización. Es evidente que no todos los paquetes meméticos, i.e. no todos los sistemas culturales o técnicos valen lo mismo, no son iguales, ni merecen la misma oportunidad de “florecer.” Si las culturas ‒y los particulares cultivos individuales que ellas hacen disponibles‒ fueran valiosas por igual, entonces el hombre no tendría que afanarse en responder a la pregunta sobre cómo vivir y, con ello, la filosofía práctica sería tan imposible como irrelevante. Pero la ética y la filosofía política son posibles y relevantes; por tanto, no todas las culturas valen lo mismo, ni son iguales, ni merecen las mismas oportunidades de “florecer.” Pueden identificarse tres tipos básicos, eventualmente problemáticos de diversidad cultural; y de forma paralela tres tipos

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distintos de multiculturalismo normatividad política.

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como

1) El primer tipo de diversidad, que podemos llamar endógeno, sería el caso de países sometidos en el pasado a un proceso de colonización, como América Latina, Australia y Nueva Zelanda, donde hoy existen poblaciones autóctonas minoritarias, con prácticas culturales distintivas, que sin embargo se hallan políticamente sujetas desde el punto de vista legal-formal a un Estado nación orientado por valores que podemos definir, en aras de la brevedad, como occidentales o no indígenas. 2) El segundo contexto típico, que podemos llamar exógeno, estaría constituido por aquellos países con cierta y relativa homogeneidad cultural y racial que, sobre todo durante las últimas décadas, han absorbido un flujo creciente de inmigrantes de razas y culturas variopintas; los países de Europa occidental ilustrarían este caso. 3) El tercer tipo es el de países donde, además de convivir poblaciones autóctonas con culturas minoritarias y distintas al conjunto de sociedades nacionales ‒ya de suyo formadas en el pasado por inmigrantes europeos‒ se ha acogido, no siempre de buen talante, a un creciente flujo migratorio de grupos provenientes de diversas culturas y países; los casos de Canadá y Estados Unidos serían los ejemplos prototípicos. En términos muy generales y amplios, los temas de la libertad religiosa y el uso del idioma suelen ser los reclamos principales en el caso de los inmigrantes, mientras que el derecho a la autodeterminación, la autonomía o la autogestión, el derecho al reconocimiento y a la diferencia, resultan ser más comunes entre los grupos nacionales y étnicos minoritarios, desde los indígenas zapatistas en México hasta los vascos y catalanes en España, pasando por los quebequenses francófonos en Canadá y los maoríes en Nueva Zelanda. En cada una de estos escenarios, la diversidad cultural de facto y el multiculturalismo como enfoque normativo propio de la filosofía política, adoptan particularidades distintivas, y son enfrentados con propuestas conceptuales y con estrategias estatales muy diferentes a cuyo detalle no podremos entrar. Estos asuntos, sin embargo, resultan nodales para la filosofía moral y política pues de lo que se trata con ellos es de encontrar

la manera racional, aceptable y legítima para la convivencia pacífica entre individuos, grupos, naciones, e incluso Estados con prácticas culturales disímiles que, en no pocas ocasiones, resultan contrapuestas entre sí. De manera más clara, los asuntos relacionados de la diversidad cultural y el multiculturalismo son centrales para la filosofía política porque lo que subyace a la discusión es la justicia, entendida ésta como concepto valorativo, como estado de cosas susceptible de alcanzarse mediante reglas acordadas y establecidas por convención, y como acción estatal y política concreta (Perelman, 1964 [1945]). Todo esto cobra particular importancia y actualidad por el acelerado, asimétrico y problemático proceso de globalización asociado al desenvolvimiento de la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas.

3. El debate sobre las relaciones interculturales Las preguntas que cabe plantear ahora son: ¿de qué hablamos cuando hablamos de relaciones interculturales?, ¿cuál es el contenido temático del debate acerca de ellas?, ¿quiénes son los protagonistas principales en tal debate?, y ¿cuáles son los términos en que se le ha planteado? Por supuesto, cabe también apuntar algunas respuestas al respecto. Según lo dicho en al apartado anterior, las relaciones humanas no se establecerían entre las culturas sino, en su caso, entre los individuos, o entre grupos de individuos identificados o identificables por algún conjunto de características culturales. Cuando un grupo de emigrantes michoacanos llega a Chicago, y un grupo de cameruneses a Madrid, por ejemplo, es claro que no entran en contacto las culturas mexicana y estadunidense, y la camerunesa y la española, respectivamente, sino sólo individuos mexicanos y estadunidenses, y cameruneses y españoles, también respectivamente. De acuerdo a esto, y como el debate sobre las llamadas relaciones interculturales toma un matiz y un sentido político, a esos individuos que se relacionan entre sí habría que considerarlos como miembros de la polis, es decir, que para cualquier consideración y efecto político habría que verlos qua ciudadanos, y, por ello, pensarlos y tratarlos con indiferencia (Kukathas, 1998) respecto a las conductas, prácticas o patrones de comportamiento que permitan clasificarlos, agruparlos o identificarlos como miembros de una

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determinada cultura, de una identidad cultural; y, sobre todo, tratarlos con neutralidad respecto a sus múltiples sentidos de pertenencia, pues, siendo estos últimos subjetivos, son accesibles sólo a cada individuo, y, aun así, ni siquiera a éste le resultan siempre conscientes. En este sentido la expresión ‘relaciones interculturales’ carecería de sentido, toda vez que hipostasia la cultura en el grupo de individuos ‒o en la comunidad‒ caracterizados por tal cultura. Parafraseando a Borges (1974: 706-709), para la filosofía política liberal los seres humanos serían esa clase de animales que de lejos parecen ciudadanos. A esta concepción, sin embargo, se opondrán con especial denuedo multiculturalistas de orientación comunitarista, entre quienes destacan Charles Taylor y Will Kymlicka. Una “relación intercultural” en todo caso sería la manera figurada (y parece que también distorsionada) de decir que dos o más individuos o grupos de individuos, con distintos comportamientos observables en promedio, entran en determinado contacto, bajo determinadas condiciones, y con ciertos y determinados resultados en tanto partícipes de tal relación. Es entonces posible una descripción ‒ razonable y objetiva‒ de esas condiciones y resultados como inequitativa, violenta o injusta para alguna de las partes involucradas. Esto es posible porque tales relaciones necesariamente se establecen bajo las hobbesianas circunstancias de la justicia, recicladas por Rawls (1997[1971]: 126ss), mismas que, en sentido estricto serían más bien condiciones de posibilidad de la injusticia. Es razonable afirmar entonces también que sería sólo en torno a esto último que podrían las culturas, o las “relaciones interculturales,” alcanzar una dimensión pública y política. De ello dependería que el debate sobre el tema cobre sentido político relevante. Hay que destacar de inmediato, que la inequidad o injusticia de las relaciones humanas pueden darse también entre miembros de una misma comunidad, de una misma cultura o entre los miembros de una misma identidad cultural (un tojolabal puede ser violento con su mujer o sus hijos tojolabales, un negro puede discriminar a otro negro, un blanco y católico puede esquilmar a otro blanco y católico, un aficionado del Real Madrid puede agredir, en el mismo Santiago Bernabéu, a otro aficionado del Real Madrid, etc.); es decir, la diversidad cultural o racial, y los sentidos de

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pertenencia contrapuestos, sin importar su fortaleza o debilidad, no son conditio sine qua non de la injusticia, la inequidad o la violencia. Así, lo que estaría en el centro del debate ‒si es que éste es un debate político y relevante para la filosofía política‒ es la justicia o injusticia con que se pueden calificar las condiciones y resultados de determinadas relaciones establecidas entre los seres humanos y, en este caso particular, entre seres humanos diferenciados o caracterizados por sus sentidos de pertenencia a comunidades, culturas, o identidades culturales distintas. En consecuencia, la diversidad cultural se convertiría en un problema propiamente político si, y sólo si, implica intolerancia, discriminación o violencia física o simbólica por parte de algún grupo en contra de alguno o algunos otros (Glazer, 1995). Pero éste no sería un problema cultural; y, más que un problema político, constituiría precisamente El problema político. No cabría, ante tal problema, ni cambiar las culturas o identidades en determinado sentido, ni proteger algunas confiriéndoles derechos especiales, sino sólo aplicar la ley como regla técnica de la justicia (Alexy, 2000; Bunge, 2003; Perelman, 1964). Es en torno a este asunto de la convivencia justa, equitativa y pacífica que puede tomar sentido político, si alguno, el debate sobre las (mal) llamadas relaciones interculturales. El multiculturalismo surge de la crítica al liberalismo y, en particular, de esa crítica que el marxismo fue dejando vacante de manera paulatina y acelerada durante las tres últimas décadas del siglo pasado. Su lugar fue tomado por el ecologismo, el feminismo y, al final pero no al último, por el comunitarismo. El multiculturalismo, como forma alternativa de lidiar con la diversidad cultural ‒cuando ésta es considerada un problema‒ es de hecho la principal consecuencia lógica y política de tal crítica. Así, el debate sobre las relaciones interculturales se mezcla y entrecruza, y es en lo medular subsidiario del debate entre el liberalismo y el comunitarismo. Este término se utiliza para referirse a un grupo más o menos heterogéneo de filósofos, en general del mundo anglosajón, que incluye los nombres de Charles Taylor, Alasdair MacIntyre, Amy Gutmann, Iris M. Young, Michael Sandel y Michael Walzer. En Iberoamérica serían identificables Olivé, Pérez Adán, Herrera, Torbisco, Velazco y Villoro, entre otros. Todos ellos presentan diferencias de forma y fondo entre sí, no obstante, es posible hallar un denominador común -o señas de identidad- consistente en

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que, a partir de acentuar la importancia de la comunidad y los vínculos culturales como origen y referencia antropológica y psicológica de la identidad individual, elaboran una crítica ‒expresa o tácita, y con diversos grados de beligerancia‒ contra el liberalismo y, en especial, contra las tesis contractualistas, individualistas y universalistas sostenidas por autores como John Rawls, Robert Nozick, Jeremy Waldron, Chandras Kukhatas, Brian Barry y Ronald Dworkin, entre otros. Aunque el multiculturalismo es una consecuencia necesaria del comunitarismo, para algunos es posible llegar a él ‒si bien de manera contingente‒ desde cierta posición liberal, como es el caso taxonómicamente problemático de Will Kymlicka y otros, que rechazando el término comunitaristas, niegan que el multiculturalismo no pueda ser sostenido desde su propio ‘liberalismo’, un estipulado ‘liberalismo 2’, mismo que, sin embargo y para sus críticos, sólo por cortesía podría seguir siendo llamado liberalismo. La normatividad multiculturalista ‒ puesta en una de sus expresiones más desafortunadas, pero también más significativas‒ propone la tesis relativista de que ‘todas las culturas son iguales, o valen lo mismo’; encontraría apoyo filosófico en algunas ideas expresadas por los comunitaristas, de manera central en la de que la comunidad, el sentido de pertenencia a ella, la cultura o la identidad cultural resultan fundamentales para la formación del individuo como ciudadano; y, por tanto, que la comunidad y la cultura son lógica, cronológica y ontológicamente previas al individuo-átomo que, según presumen, subyace a la posición liberal. Tras la normatividad multiculturalista el término comunidad tiene el sentido en que Tönnies (1887) utiliza Gemeinschaft para distinguirlo de Gesellschaft, donde ésta última sólo tiene la connotación de asociación, misma que puede ser temporal, o sólo estratégica e instrumental, y que carecería de la fortaleza, la fuerza identitaria, o el sentido de pertenencia ínsito en el concepto de comunidad. Con ésta compartiría fines del grupo como tal, es decir, fines comunitarios más allá de los fines privados que el individuo pudiera plantearse. De esta fuerte unidad de fines nacería su sentido de pertenencia, o su identidad cultural. De acuerdo a esta posición, un individuo sólo sería capaz de formular y ejecutar un plan de vida autónomo y racional si antes es capaz de responder quién es él en tanto miembro de

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un grupo, es decir, de identificarse a sí mismo en relación a la comunidad. De aquí que el comunitarismo acentúe el sentido de pertenencia al grupo, la comunidad o la cultura, y que se presente entonces como una crítica al liberalismo, al que se le imputa sostener una ontología atomista e individualista. Para el multiculturalismo, entonces, la diversidad cultural no sería un problema, sino una especie de modelo a alcanzar y preservar por medio de la política. Lo que el multiculturalismo entiende como problema central son más bien las diversas amenazas que se ciernen contra la diversidad cultural. La analogía que suele utilizarse en la discusión es la de la diversidad biológica: la diversidad cultural sería tan valiosa como la diversidad biológica y, por tanto, de la misma manera en que se justifica una estrategia ecológica para proteger la diversidad de las especies, se requeriría una política multiculturalista que proteja y promueva la diversidad cultural. De la misma manera en que la biodiversidad es universalmente valiosa, así lo es también la diversidad cultural. Se seguiría de esto que toda cultura en peligro de desaparición requiere la acción estatal para protegerla. El multiculturalismo ‒y el comunitarismo tras él‒ hace una crítica acertada del dualismo individuo-sociedad, defendiendo la tesis de que no existe el individuo átomo previo a la socialización. Esto implica a su vez un punto de vista y una metodología holista tanto para acotar como para orientar la investigación del problema. El punto puesto sobre la mesa de discusión consiste en que si la plena capacidad de un individuo para formularse y ejecutar un plan de vida autónomo depende de su cultura, de su sentido de pertenencia y de su identidad comunitaria, entonces tendría el derecho a ser reconocido en y por su particularidad cultural, es decir, un derecho especial basado en la pertenencia a un grupo o comunidad cultural y, no en pocas ocasiones, en su pertenencia étnica. Mientras el liberalismo -dados los principios de tolerancia y de neutralidadcontesta en forma negativa a la pregunta sobre la existencia de una dimensión política de las culturas o las identidades culturales o étnicas, el comunitarismo la contesta con una afirmación y, en consecuencia, propone diversos tipos y casos específicos de normatividades, agrupadas bajo el término multiculturalismo. Esta normatividad es una especie de ‘keynesianismo cultural’, i.e. un intervencionismo del Estado orientado por la necesidad de proteger a los grupos sociales

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o culturales, autóctonos o inmigrantes, cuya identidad se halle en peligro de extinción, o bien porque su cultura les pone en una situación de desventaja respecto a los grupos cuya cultura es hegemónica o mayoritaria. En términos generales los liberales afirman que la cultura carece de conexión política con la justicia, y los comunitaristas afirman que la comunidad, el sentido de pertenencia, la cultura, y sobre todo, el reconocimiento político de su cultura es crucial para el desarrollo pleno del individuo y, sólo por esa vía, también de una sociedad justa. En el multiculturalismo comunitarista se presume la existencia de una relación causal ‒de estricta naturaleza política en el sentido de ser de orden y de naturaleza pública‒ entre las condiciones en que una cultura se despliega y tiene sus efectos (‘florece’, gustan decir algunos), y la existencia o inexistencia de condiciones de justicia; de tal forma que mantener, defender y promover las condiciones necesarias y suficientes para el “florecimiento” de la cultura distintiva de un grupo minoritario es conditio sine qua non de obtener un trato justo; por lo menos un trato justo por parte de los grupos hegemónicos, puesto que, en general, los multiculturalistas hallan muchas dificultades en enfrentar ‒y se muestran reacios a considerar‒ la desigualdad e injusticia dentro de los grupos culturalmente minoritarios (cf. Eisenberg y Spinner-Halev, 2004), tales como ciertos usos y costumbres -característicos de ciertos pueblos y etnias-, que suelen ser violatorios de la libertad y de los derechos humanos, en particular de las mujeres y los niños. Así, el multiculturalismo se opone al concepto liberal de ciudadanía, y a los conceptos más generales de tolerancia y neutralidad. Al menos en un sentido ‒y quizá en el principal‒ el multiculturalismo intenta oponerse al etnocentrismo y sus homónimos, como eurocentrismo u occidentalismo. No obstante, su misma posición también resultaría etnocentrista, aunque de signo contrario. Sería una respuesta o un intento de acción afirmativa o compensatoria en favor de las culturas no occidentales, no predominantes y no hegemónicas en una determinada escala estatal-nacional, generalmente de los grupos étnicos autóctonos y de inmigrantes. En este sentido el multiculturalismo adquiere ‒por lo menos a primera vista‒ un halo justicialista que, desde luego, se identifica con la corrección política, en algunos casos más bien con lo radical chic, y en muchas ocasiones con un mero folklorismo snob

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(Fish, 1997). Por su cardinal vínculo comunitarista, resulta por naturaleza opuesto al liberalismo, a la democracia representativa y, de manera frecuente y problemática, al capitalismo como forma de organización del mercado; de ahí que grupos globalifóbicos también recurran a su discurso. Pero el objeto de su denodada defensa ya no es el proletariado universal, sino las culturas (comunidades autóctonas o inmigrantes) particulares. De ahí que para algunos de sus críticos ‒entre quienes destaca Barry (2001)‒ el multiculturalismo sería una especie de marxismo light o descafeinado, adoptado y esgrimido, más que por los liberales desencantados y autocríticos, por algunos ex-marxistas propensos a ciertas formas de relativismo y posmodernismo. No se propone ya la transformación del estado liberal democrático ni, mucho menos, la transformación del sistema de producción capitalista vinculado a él, sino sólo el acomodo ‒dentro de esas mismas estructuras económicas, sociales y políticas‒ de ciertos derechos especiales para determinados grupos que resultan situados en desventaja debido a su cultura, a la cultura de la comunidad a la que pertenecen; derechos especiales, además, en algunos lugares y momentos reclamados de forma directa con base en sus vínculos étnicos, o en su pertenencia, continuidad histórica y autenticidad cultural con los “pueblos originarios.” En términos de políticas públicas se sintetiza en la discriminación positiva (Kymlicka), es decir, la aplicación de medidas compensatorias para las minorías culturales, inmigrantes o autóctonas, de tal suerte que se les permita conservar su identidad y, a partir de ello, su capacidad para formular un plan de vida valioso. Esta política de discriminación positiva se basa, a su vez, en una política de reconocimiento del valor que las culturas (todas las culturas) tienen para sus individuos, e incluso, del valor que todas las culturas tendrían “en sí mismas.” Shapiro y Kymlicka (1997: 3-21), por ejemplo, sugieren que el liberalismo no ha sido capaz, en particular tras el colapso del bloque soviético, de desactivar los conflictos étnicos. Y tienen razón. Pero la tienen sólo porque exigen al liberalismo cosas para las que no está diseñado, y en especial no lo está para eliminar la estupidez humana. El liberalismo, para funcionar en el sentido de la producción de la justicia y la libertad, presupone la tolerancia que, a su vez, es la expresión de cierta inteligencia; pero un

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conflicto étnico es la cúspide de la estupidez. Además, un conflicto étnico no es sinónimo de un conflicto cultural. Ambos pueden coincidir, como en algunos casos que estos mismos autores indican, pero es una coincidencia contingente. Aunque en algunos contextos y países el problema de la diversidad cultural coincide con la diversidad racial y con los conflictos étnicos, ambos son conceptos y hechos distintos. Una cosa es no tolerar la presencia o incluso la existencia del otro, del biológicamente diferente en el sentido de pertenecer a una etnia determinada distinta; y otra cosa es no tolerar las prácticas del otro, incluso las de un otro idéntico en lo racial, lo étnico y lo cultural. Cuando alguien no tolera la existencia misma del otro hay un conflicto políticamente irresoluble, para el liberalismo y para cualquier filosofía política. Sólo cuando alguien no tolera las prácticas del otro estamos en el terreno de los problemas políticos, mismos que tienen una solución a la que puede eventualmente contribuir la filosofía política. Planteémoslo de la siguiente forma: si los individuos o grupos con prácticas culturales diferentes no entraran en contacto, entonces no existiría el problema de la discriminación o la violencia intercultural, aunque existiera la diversidad cultural de facto. La diversidad cultural, subrayando que se le entiende como un problema de y para la política y la filosofía política, coincide con el de cómo lograr que individuos radicalmente distintos y con prácticas y cosmovisiones que implican distintas concepciones del bien, muchas de ellas contrapuestas entre sí, convivan en el mismo espacio geográfico, espacio que -según razones arriba mencionadas- parece que tendríamos que entender hoy en su dimensión planetaria. El problema de la convivencia de las diversas culturas podría ‒y parece que entonces también debería‒ ser visto isomórficamente al de la convivencia entre individuos y ciudadanos diversos puesto que, hay que recordarlo ahora, una cultura no es más que una ficción estadística para agrupar o clasificar etnográficamente los comportamientos individuales. Entonces caemos en la cuenta de que éste es un problema añejo en filosofía política y, para no multiplicar más el número de páginas, podemos remitir su formulación a Hobbes cuando escribe: La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y del espíritu que [...] [e]n efecto, por lo que

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respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el mismo peligro que él se encuentra [...];existe peligro continuo de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve. (Hobbes, 1998 [1651]: 100-103)

La solución hobbesiana se asentó en el contractualismo y en un concepto claro de racionalidad universal, y, aunque absolutista, permitía cierta ‘libertad’ que podemos llamar pre-liberal, pues, si bien no era una libertad frente al Estado, al menos ya era una libertad de cada ciudadano o grupo frente a la eventual injusticia o violencia de los demás ciudadanos o grupos. La solución liberal la ofrece Locke cuando escribe: [L]a comunidad política fue creada para proteger la vida de los hombres y las cosas pertenecientes a esta vida y el gobernante tiene el deber de preservar tales cosas a sus dueños, no pudiendo, por lo tanto, quitárselas a un individuo o grupo y darlas a otro, ni aun bajo pretexto de religión [o de cultura], que nada tiene que ver con el gobernante civil, ni podrá tampoco despojarlos de su propiedad ni siquiera por ley, por causas que no se relacionen con los fines del gobierno civil, es decir, por su religión, que sea verdadera o falsa, no perjudica los intereses terrenales de sus súbditos, que son los únicos que pertenecen a la tutela del Estado. (Locke, 2005 [1689])

Aunque de inicio estuvo orientado a la diversidad religiosa, con el paso de los años el concepto de tolerancia fue ampliada a los aspectos raciales, sexuales y culturales en general. Sin embargo, ya indicaba Locke que la idea sólo está dirigida a, y puede ser comprendida “por todos los hombres que posean un espíritu lo suficientemente amplio como para preferir el verdadero interés público al de un grupo particular”, es decir, por alguien cuya cultura, identidad, sentido de pertenencia o comunidad no le impidan considerar los derechos a la diferencia y a la identidad de los otros ciudadanos o grupos de ciudadanos. La solución normativa rawlsiana, basada también en el contractualismo, está cimentada ‒al menos según su propio decir‒ en la idea kantiana de la autonomía del individuo, y constituye una concepción liberal plena y moderna de la libertad, es decir, de una libertad garantizada por el Estado tanto frente a los demás ciudadanos

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como frente al propio Estado, cosa que implica los conceptos vinculados lógica y funcionalmente de ciudadanía, diferencia entre lo público y lo privado, tolerancia y neutralidad. Escribe Rawls: Entre individuos con objetivos y propósitos diferentes, una concepción compartida de la justicia establece los vínculos de la amistad cívica; el deseo general de justicia limita la búsqueda de otros fines. Puede pensarse que una concepción pública de la justicia constituye el rasgo fundamental de una asociación humana bien ordenada. (Rawls, 1997 [1971]: 18-19)

Contra esta posición en general se opone el multiculturalismo comunitarista. Tras el liberalismo y el comunitarismo se hallan, desde luego, compromisos con el individualismo y el holismo, con el universalismo y el particularismo, con el absolutismo y el relativismo, respectivamente; compromisos que no podemos perseguir, atrapar, estudiar y exponer en este espacio, pero que conviene tener presentes como telón de fondo o marco de referencia al considerar los términos en que la reyerta se presenta y desarrolla. Son dignos de mención en la discusión dos aspectos fundamentales. Uno, que podemos llamar ontológico, tiene que ver con quién o quiénes serían los sujetos relevantes, pertinentes e importantes desde el punto de vista moral y político. Mientras los liberales afirman la prioridad moral y política del individuo-ciudadano, los comunitaristas proponen a la comunidad y, bajo su forma propiamente multiculturalista, a la cultura, donde por cultura se refiere a la de una comunidad minoritaria. El otro aspecto del debate se establece en torno a la normatividad legal constitucional que cada ontología permitiría o implicaría en relación a la consecución de la sociedad bien ordenada o justa. Por supuesto, cada una de estas normatividades, asociadas a las respectivas ontologías consideradas, conllevaría a tipos de constitucionalismo con diferencias sustanciales que en un caso afirmarían y en el otro negarían el carácter liberal del Estado. La ontología liberal es en efecto individualista (afirma la prioridad moral del individuo frente a cualquier colectividad, incluyendo al Estado), igualitaria (niega diferencias intrínsecas en el valor moral entre los seres humanos) y universalista (considera secundaria toda asociación

humana particular y, por supuesto a la cultura o a la comunidad), conduciendo a la tolerancia, al estado laico y a la neutralidad como normatividades políticas básicas. Puesta en sus términos más amplios y generales, lo que hay en el fondo sustancial del debate es la prioridad moral y política del individuo y del ciudadano, sostenida por el liberalismo, frente a la comunidad social y cultural dentro de la cual el individuo se socializa, y sin la cual el mismo individuociudadano resultaría ontológicamente imposible y lógicamente incomprensible. Así, lo que el comunitarismo sostiene y acentúa ‒con matices que divergen entre autores, e incluso en distintos textos a lo largo de la vida académica de un mismo autor‒ es la importancia de la comunidad, la cultura, la identidad cultural o el sentido de pertenencia, cosas todas estas sin las cuales un individuo-ciudadano sería incapaz de formular y ejecutar un determinado plan de vida. De esta posición filosófica surge su propuesta política normativa concreta, a saber, el multiculturalismo, que en última instancia consiste en la defensa y promoción -exigidas ante el estado liberal democráticode todas aquellas comunidades, autóctonas o inmigrantes, con culturas minoritarias y/o en ‘peligro de extinción’ debido a la desventajosa situación de sus integrantes para continuar sus prácticas culturales. De esos aspectos ontológicos en debate se derivan varios frentes y escaramuzas que no pueden reseñarse aquí en su totalidad, pero uno de cuyos ejemplos paradigmáticos arrancó ‒hace ya 20 años‒ entre Will Kymlicka y Chandran Kukathas, en torno a los derechos culturales (cultural rights) y la racionalidad y legitimidad de su eventual existencia como derechos especiales de grupos o comunidades, sancionados por la Constitución “al interior” de un Estado liberal democrático. En apretada síntesis, Kukathas sostiene, ante la defensa de tales derechos por parte de Kymlicka y otros autores, que, incluso interesándose en la ‘salud cultural’ de las minorías, el liberalismo es capaz de acomodar a tales minorías sin necesidad de reinterpretarlo en términos del comunitarismo, ni mucho menos de abandonarlo. Todo lo que se necesitaría, según Kukathas, sería reafirmar y consolidar la primacía e importancia de la libertad individual y los derechos ciudadanos, rechazando que las minorías étnicas, culturales, religiosas o de cualquier otra índole tengan derechos colectivos qua grupos minoritarios. La salud cultural y, sobre todo la justicia, se daría asegurándoles nada más y nada menos que los mismos

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derechos que un Estado liberal asegura al resto de sus ciudadanos, con neutralidad (indiferencia) respecto a la cultura, etnia o comunidad a la que pertenezcan o con la que se identifiquen. Después de todo, afirma Kukathas (1992 a) contra Kymlicka ‒y en relación a la pretensión de otorgar ‘derechos culturales’ especiales a los aborígenes australianos por padecer desventaja e injusticia‒ esos aborígenes no son los únicos ciudadanos australianos que están en condiciones de injusticia y desventaja y que, habiendo otros ciudadanos no aborígenes que están en situación similar, y si lo que importa es la producción de justicia, entonces el Estado liberal ‒en este caso el australiano‒ tendría que otorgarles también esos mismos derechos. Kymlicka responderá en las páginas siguientes del mismo número de Political Theory: “No puede darse a cada australiano en desventaja el mismo tipo de derechos porque ellos [los aborígenes] padecen diferentes tipos de desventaja y, por tanto, requieren distintos tipos de derechos”; idea que parece claramente discriminatoria (si bien de una discriminación que él llama positiva) y antiliberal (que él y otros multiculturalistas llaman liberalismo-2). Kukathas responderá: Kymlicka yerra el blanco. Mi interés era argumentar que los derechos de grupo no pueden ser defendidos con éxito desde el punto de vista de la igualdad liberal. La razón es que esos grupos no están constituidos de personas iguales, y que no todas los miembros de un grupo son desiguales (en los aspectos relevantes) con respecto a todas las personas fuera de ese grupo. (Kukathas, 1992b: 664)

El debate es, desde luego, mucho más amplio y con ramificaciones diversas, sin embargo lo aquí reseñado permite apuntar de manera clara que la clase lógica de los excluidos en la política y marginados en la economía (en cualquier país o sociedad) no coincide con la clase lógica de los miembros de una comunidad, o de un grupo de individuos caracterizados por el promedio estadístico de una cultura cualesquiera; de tal manera que la balanza de la trifulca -si se considera la evidencia empírica- parece inclinarse contra el multiculturalismo comunitarista y en favor del liberalismo. Barry (2001) llevará a cabo una contracrítica al multiculturalismo en la que expone argumentos extensos que demostrarían que no existe manera de vincular funcional u operativamente -ni dentro ni fuera del

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liberalismo-, a la producción de la justicia con la defensa de la diversidad cultural. Es decir, que la cultura en general y la diversidad cultural en particular carecerían de una dimensión pública y política en sentido estricto, debiendo por ello dejarse al ámbito de lo privado. Sin embargo, no podemos afirmar que el debate sobre el multiculturalismo haya terminado.

4. Problematización del multiculturalismo Un cierto sentido común sistematizado indicaría con claridad que una cultura, i. e. un conjunto de prácticas, individuales o grupales, tiene una dimensión política y pública si, y sólo si, tiene también algún resultado negativo ‒bajo alguna descripción razonable‒ sobre algún individuo o grupo que no participe como agente directo de la práctica o conjunto de prácticas consideradas. En caso contrario, es decir, en el caso de no presentarse tales resultados negativos para un público, la práctica o conjunto de prácticas ahí consideradas serían de estricto interés privado para su o sus agentes (Dewey, 1958 [1927]: 18ss). En palabras del simple sentido común: si las prácticas asociadas a la cultura de mi vecino no tienen resultados negativos para mí, su cultura me resultará aceptable; no necesariamente en el sentido de que yo mismo esté dispuesto a adoptar o seguir esas prácticas, sino en el sentido más débil y alcanzable de que yo carecería de razones para oponerme a que él, mi vecino, las continúe llevando a cabo (Scanlon 2003 [1982]). Este sano sentido común se desarrolló y sistematizó bajo el concepto de tolerancia, y se incorporó a la base del liberalismo como sistema filosófico-político. Un problema político auténtico surgiría cuando de la diversidad cultural de facto emerge la intolerancia, la discriminación, la exclusión política o la marginación económica, es decir, algún tipo de violencia física o simbólica que pueda caracterizarse como una injusticia. De esta manera el problema para el cual el multiculturalismo se propone como solución es el de cómo producir justicia bajo cualquiera de sus tres formas básicas (correctiva, distributiva o conmutativa), en particular cuando una cultura, una comunidad o el conjunto de los miembros de una identidad cultural sufren algún tipo de injusticia cuya causa sean las acciones, intencionales o no intencionales, de otra comunidad cultural u otro grupo con una identidad cultural distinta, causalidad

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que suele operar a través de lo que Ralws (1997 [1971]: 14ss) llama la estructura básica de la sociedad. Desde el punto de vista lógico una manera posible de evitar esa injusticia en las relaciones interculturales sería la homogeneización cultural. Pero esta posibilidad lógica no es una posibilidad física ni práctica, amén de que para el multiculturalismo de inspiración comunitarista no sería una posibilidad aceptable ni deseable desde el punto de vista moral y político. Por otro lado, aunque tal homogeneización fuera posible en la práctica, se evitaría la injusticia sólo en las hipotéticas ‘relaciones interculturales’ pero no la injusticia en las relaciones entre los individuos, es decir, entre los ciudadanos que tuvieran la misma cultura, pertenecieran a la misma comunidad y tuvieran la misma identidad cultural. De manera que la injusticia intercultural se convertiría en intracultural, pero no se eliminaría. Desde el punto de vista práctico político (dada la diversidad cultural de facto), el multiculturalismo propone evitar la injusticia ‒o hacer justicia‒ a través de la promoción y defensa de las culturas, comunidades o identidades culturales que resulten en desventaja como efecto de las relaciones sociales, económicas y políticas entre ellas establecidas, asignando derechos especiales o ‘derechos culturales’ a determinados grupos desaventajados, discriminados o tratados de manera injusta -coyuntural o sistemática- dentro del contrato social. En esto consistiría la política de reconocimiento (politics of recognition). Sin embargo, ya vimos que las relaciones humanas no se establecen entre culturas, sino entre individuos, por lo que las relaciones interculturales no podrían constituir un problema y, aún en el caso de que lo hicieran, la estrategia multiculturalista no podría resolverlo, al menos no dentro del Estado liberal ante el que el multiculturalismo eleva su reclamo. Quizá el problema fundamental del multiculturalismo sea que su ontología básica, a saber, la comunidad (en el sentido de Gemeinschaft) ha desaparecido o está en acelerado e irreversible proceso de desaparición. Quizá no sea ética, estética o políticamente bueno que así sea, pero en todo caso es el individuo que vive (o vivía) en tales comunidades (y no el estado liberal) quien tendría la necesidad y obligación moral de pronunciarse al respecto, bien persistiendo en sus prácticas, bien adecuándolas en algún sentido aceptable, o bien abandonándolas de manera definitiva.

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El comunitarista típico lo ve como una desgracia, y de ahí su propuesta normativa multiculturalista, sus políticas del reconocimiento, de la diferencia y de la discriminación positiva; mientras que el liberal lo ve con indiferencia (Kukathas, 1988, Barry, 2001) y de ahí su política de neutralidad política respecto a los sentidos de pertenencia a comunidades y/o a culturas. Sin embargo, que las comunidades estén desapareciendo no implica que la diversidad cultural esté en peligro de extinción, aunque algunas culturas o paquetes meméticos particulares si lo estén. No hay una tendencia empírica observable -mucho menos inevitable- hacia la homogeneidad cultural. La heterogeneidad y la diversidad han sido la regla, y al parecer así seguirá siendo; pero cuáles culturas particulares permanezcan, qué otras emerjan y cuáles se extingan dependerá de la capacidad de los individuos que las practican muestren para resolver los problemas de la supervivencia y la bienvivencia a través de ellas. Paradójicamente, la desaparición de la comunidad redunda en un incremento de la diversidad ‒que el multiculturalismo quiere proteger‒ más que en una tendencia a la homogeneidad cultural, que ese multiculturalismo quiere evitar. En cualquier caso no parecen tener los multiculturalistas razones qué ofrecer para que el estado liberal, abandonando los principios de neutralidad y tolerancia, interfiera en tales asuntos. Bajo cualquier caso, si la extinción de una cultura fuera un problema político auténtico: ¿por qué lo sería y para quién resultaría serlo? La problematicidad política de la diversidad cultural radicaría, en todo caso, en la intolerancia, en la exclusión política o en la marginación económica, y no en la mera diversidad o en el ‘peligro’ de homogeneización cultural per se. Sin embargo, el multiculturalismo no propone una política económica redistributiva en favor de los grupos marginados y excluidos (que sería lo recomendable desde el punto de vista técnico por ser lo causalmente eficaz, si de lo que se trata es de hacer justicia), sino la simple ‘protección’, ‘promoción’, ‘respeto’ o ‘reconocimiento’ de sus culturas (cosas que carecen de relevancia y pertinencia al respecto). Y he aquí el principal problema estratégico y táctico del multiculturalismo: su defensa de los ‘derechos culturales’ no está causalmente conectada con la eliminación de la injusticia observable en la marginación económica y

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en la exclusión política que, dicho sea de paso, se refuerzan entre sí produciendo cada vez mayor injusticia, es decir, menos posibilidades para que la cultura de los individuos que se encuentran sometidos a ella ‘florezcan’. Hay varios sujetos involucrados en el multiculturalismo como problema. El primero que hay que mencionar en este documento es al propio multiculturalista conservacionista de raigambre comunitarista que, hay que decirlo ‒con tanto respeto y cuidado como con claridad‒ no suele ser agente partícipe de la cultura, la comunidad o la identidad cultural por la que se preocupa, o dice y escribe estar preocupado. Su problema, a lo sumo, sería de carácter académico, antropológico o filosófico, es decir, sólo intelectual: si la cultura por la que se preocupa desapareciera, incluso suponiendo que su preocupación por ella sea auténtica y sincera (después de todo, la autenticidad y sinceridad de una creencia y de un compromiso político nunca han sido garantía de su verdad y racionalidad, ni impedimentos para su falsedad o irracionalidad.), él mismo no enfrentaría diferencias prácticas en su vida cotidiana ni en la manera en que responde a su propia cuestión sobre cómo vivir, excepto, quizá, en que tendría que dejar de ocupar su vida académica en el estudio de tal cultura. Los efectos prácticos sobre su vida se reducirían a un simple cambio de tema. De tal manera que su problematicidad, desde un punto de vista pragmatista, sería más bien nula. Otro posible sujeto del problema sería el político profesional. Para éste la desaparición o el peligro de desaparición de una cultura podría ser percibida entre el electorado como una falla en el ejercicio de su administración y, los problemas que enfrentaría se darían sólo en el siguiente proceso electoral, cosa que, dados los recursos con los que cuenta, tampoco le produce una diferencia práctica significativa. En América Latina, por ejemplo, los problemas del multiculturalismo y en especial los del indigenismo, para el político profesional, se reducen por lo general a problemas electorales. En un sentido más grave, el político profesional tiene sin embargo problemas reveladores con los reclamos concretos de grupos étnicos o culturales específicos (los quebequenses francófonos en Canadá, los vascos y los catalanes en España, diversos pueblos indios en América Latina, etc.), reclamos que a veces rozan la secesión. Pero esos son problemas para los políticos y los

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gobiernos, y no para la filosofía política, puesto que, al menos para el liberalismo, se trata sólo de resistir a las demandas de reconocimiento o de otorgamiento de derechos culturales especiales, apoyándose para ello en los conceptos de ciudadanía, de tolerancia y de neutralidad, o en lo que el mismo Kukathas llama política de indiferencia ante las diferencias culturales, étnicas o religiosas, lo que no implica indiferencia ante las diferencias económicas y sociales, es decir, no implica la indiferencia ante la injusticia. Quien tiene un problema práctico real con el peligro de desaparición o la desaparición misma de una cultura es aquél o aquellos individuos que la practican, o que están dejando de practicarla. Pero ese sería un problema que ellos mismos podrían solucionar -sin necesidad de acudir a la ayuda del Estado-, bien a través de seguir practicándola, o bien, si está en peligro de extinción porque ellos mismos la están dejando de tener y seguir como guía de su vida, abandonándola de manera definitiva, puesto que, tanto si la están abandonando como si ya la abandonaron, lógicamente ya también habrán adoptado otros memes que satisfacen sus necesidades auténticas, toda vez que no hay ser humano sin cultura. La desaparición de una cultura no implica la desaparición de los seres humanos que la practicaron. Tampoco implica el empeoramiento moral o político de esos seres humanos. De hecho hay casos documentados en donde el ‘abandono’ de una cultura, una comunidad o una identidad cultural conduce al mejoramiento en las condiciones de justicia de sus (ex) practicantes. En muchas culturas musulmanas, asiáticas y amerindias es posible hallar evidencia etnográfica al respecto. Según todo esto el multiculturalismo comunitarista (la política del reconocimiento, la asignación de ‘derechos culturales’ o la promoción de la diversidad cultural) no responde a ningún problema político con relevancia práctica. También según todo esto, los problemas de convivencia derivados de la diversidad cultural sí pueden ser acomodados dentro del liberalismo (tanto en el caso de los inmigrantes como en el de los pueblos autóctonos que a lo largo de la historia han sufrido de injusticia), es decir, bajo los conceptos teóricos y prácticos de tolerancia y neutralidad respecto a las prácticas culturales que, desde el punto de vista político, serían prácticas de naturaleza privada, similares a la práctica de cualquier credo religioso o preferencia sexual.

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5. Conclusión

b) Cómo se ha de vivir.

Si la cultura importa políticamente es por su manifestación pública. En particular importará cuando sus resultados afecten a un público, es decir, a personas no involucradas en esa cultura como sus practicantes directos. Desde este punto de vista los reclamos del multiculturalismo no se justificarían, es decir, el Estado no sería responsable frente a las decisiones de sus ciudadanos para persistir o abandonar determinadas prácticas culturales que son de carácter privado. La falla en torno a la producción de justicia no estaría en el liberalismo como filosofía política, sino en la eficacia técnica o constitucional del Estado diseñado a partir de la filosofía política liberal. El liberalismo sigue pareciendo un conjunto de ideas filosóficas y políticas adecuadas en la escala humana que, por cierto, es la única escala que tenemos. Faltaría la inteligencia y habilidad suficientes (phrónesis le llamaban los antiguos) para constituir, hacer funcionar y adecuar permanentemente las instituciones a imagen y semejanza de aquellas ideas y, en particular, para producir ese bien común político -y no metafísico- que denominamos justicia, como base a partir del cual todo individuo autónomo y libre sea capaz de identificar y perseguir su noción particular del bien.

c)

Qué culturas proteger y promover.

d) Decidir a qué cultura pertenecer. 4. La característica de la identidad cultural de un individuo es:

a) Múltiple y variable a lo largo de su vida.

b) Constante. c)

Indefinida.

d) Contradictoria. 5. El multiculturalismo puede ser entendido como una consecuencia directa de:

a) La crítica marxista al modo de producción capitalista.

b) La defensa liberal de la autonomía individual.

c)

La crítica comunitarista al liberalismo.

d) La crisis del marxismo a partir de

las 3 últimas décadas del siglo XX.

6. La diversidad cultural es un problema político para el liberalismo si:

a) Implica la discriminación, la

exclusión política o la marginación económica.

6. Cuestionario de repaso

b) Hay o hubo colonialismo.

1. Desde el punto de vista de la distinción entre lo público y lo privado el concepto de cultura se refiere directamente a:

c)

d) Hay un proceso de inmigración masiva.

a) Las ideas. b) Las cosmovisiones. c)

Las prácticas humanas.

d) El refinamiento del individuo. 2. El opuesto de la diversidad cultural es:

a) La identidad lógica.

7. Los presupuestos ontológicos del debate entre multiculturalismo y liberalismo son:

a) La prioridad del individuo frente a la prioridad de la comunidad.

b) El holismo y el particularismo. c)

b) La identidad psicológica. c)

La homogeneidad cultural.

d) La identidad cultural. 3. La cuestión central en filosofía práctica (moral y política) es:

a) A qué comunidad pertenecer o qué comunidad abandonar.

Existen comunidades autóctonas pre-modernas.

El individualismo metodológico y el individualismo ontológico.

d) El socialismo y el capitalismo. 8. El sujeto relevante del problema práctico del multiculturalismo es:

a) El filósofo. b) El académico. c)

El conjunto de individuos que

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Factótum 12, 2014, pp. 29-46

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participan de una cultura.

d) El político profesional.

mismo.

b) No hay eficacia causal entre la

protección o promoción de la diversidad cultural y la producción de la justicia.

9. Diversidad cultural y multiculturalismo son fenómenos de escala:

a) Regional. b) Nacional. c)

Municipal.

d) Mundial. 10. ¿Cuál es el problema empírico central de la normatividad multiculturalista?

a) No todas las culturas valen lo

c)

La comunidad no existe más, o está a punto de dejar de existir.

d) El individuo átomo prexiste a la comunidad.

Respuestas: 1.c, 2.d, 3.b, 4.a, 5.c, 6.a, 7.a, 8.c, 9.d, 10.b

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