LIBERTAD DE EXPRESIÓN I

( ASOCIACIÓN DE AUTORES DE ) TEATRO 3 €. S i g l o XXI. P r i m a v e r a 2 0 0 4 . Número 18 Revista de la LIBERTAD DE EXPRESIÓN I José Mo

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ASOCIACIÓN

DE

AUTORES

DE

)

TEATRO

3 €. S i g l o

XXI.

P r i m a v e r a 2 0 0 4 . Número 18

Revista de la

LIBERTAD DE EXPRESIÓN I José Monleón. Juan Miguel Hernández León. Santiago Martín Bermúdez.

S (Revista de la Asociación de Autores de Teatro) DIRIGE LA REVISTA LA JUNTA DIRECTIVA DE LA AAT PRESIDENTE DE HONOR

Antonio Buero Vallejo PRESIDENTE

Jesús Campos García VICEPRESIDENTE

Domingo Miras Molina SECRETARIO GENERAL

Santiago Martín Bermúdez TESORERO

José Manuel Arias Acedo VOCALES

Fernando Almena Santiago Ignacio Amestoy Eguiguren María Jesús Bajo Martínez David Barbero Pérez Carles Batlle Jordá Fermín Cabal Riera Ignacio del Moral Salvador Enríquez Muñoz Juan Alfonso Gil Albors Íñigo Ramírez de Haro Laila Ripoll Cuetos José Sanchis Sinisterra Virtudes Serrano Miguel Signes Mengual Rodolf Sirera Turó Pedro Manuel Víllora Gallardo CONSEJO DE REDACCIÓN

Ignacio Amestoy Eguiguren Carles Batlle Jordá Fermín Cabal Jesús Campos García Ignacio del Moral Salvador Enríquez Santiago Martín Bermúdez Domingo Miras Virtudes Serrano Miguel Signes Mengual EDITA

AAT DEPÓSITO LEGAL

M-6443-1999 ISSN

1575-9504 DISEÑO, MAQUETACIÓN E ILUSTRACIONES

Martín Moreno y Pizarro www.mmptriana.com IMPRIME

J.A.C. PRECIO DEL EJEMPLAR

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SUSCRIPCIÓN ESPAÑA (4 NÚMEROS ANUALES)

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OTROS PAÍSES

U

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I

O

3. Tercera [a escena que empezamos] La larga sombra de la censura Jesús Campos García

4. La libertad José Monleón

7. Los riesgos de la libertad Juan Miguel Hernández León

8. Nostalgia de la persecución y otras añoranzas Santiago Martín Bermúdez

14. Dios no está por encima de la verdad o de la justicia o de la libertad Roberto Ramos-Perea

17. Entrevista Arcadio Baquero Goyanes Berta Muñoz Cáliz

22. Entre autores Mesa redonda con tres traidores. La censura que no cesa [1] Fermín Cabal, Íñigo Ramírez de Haro, Koldo Barrena y Santiago Martín Bermúdez

27. Cuaderno de bitácora La mordaza Alfonso Sastre

30. Casa de citas o camino de perfección 31. Libro recomendado Spanish underground drama de George E. Wellwarth Por Fermín Cabal

34. Reseñas Adolescentes a la deriva. La noche del oso de Ignacio del Moral. Por Ricardo Senabre Las teorías teatrales en España entre 1920 y 1930 de Mar Rebollo Calzada. Por Pedro Víllora ¿Cuándo se volvieron locos? El jardín quemado de Juan Mayorga. Por Ignacio Amestoy Egiguren

39. El teatro también se lee Misterios del pájaro mago Pablo Andrés Escapa

40. ¿Excepción cultural para el teatro? Javier Maqua

12 €

REDACCIÓN, SUSCRIPCIÓN Y PUBLICIDAD:

C/ Benito Gutiérrez, 27-1.º izq. 28008 Madrid Tfno.: 915 43 02 71. Fax: 915 49 62 92 E-mail: [email protected] http://www.aat.es Las puertas del drama (Cabecera inspirada en una frase de El público de Federico García Lorca)

R E A L I Z A S U S A C T I V I D A D E S C O N L A AY U D A D E :

MINISTERIO DE CULTURA

Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación por cualquier medio o procedimiento sin la previa autorización por escrito de sus autores y de la AAT

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INSTITUTO NACIONAL DE LAS ARTES ESCÉNICAS Y DE LA MÚSICA

MINISTERIO DE CULTURA

Primavera 2004

DIRECCIÓN GENERAL DE COOPERACIÓN Y COMUNICACIÓN CULTURAL

Tercera [A escena que empezamos]

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as transformaciones que se producen en los sistemas de comunicación artística —y pido disculpas por coincidir con los evolucionistas del XIX—, responden a mecanismos similares a los que Jesús Campos García motivan la evolución de las especies. En ambos casos, se trata de cuerpos vivos sobreponiéndose a la adversidad o, en circunstancias favorables, adaptándose al medio. Un ejercicio de supervivencia que acumula agresiones y pujanzas como si fuera una cuenta de resultados. De ahí que se me haga imposible entender lo que somos sin conocer lo que fuimos. Ya sé que hay quienes prefieren que la historia no exista —les hastía el pasado—, sobre todo si les coge con la biografía sin planchar, pero hablar hoy de libertad de expresión nos obliga a remontarnos, si no a las hogueras de la Plaza Mayor —tenemos tanto patrimonio represor—, sí al menos a la censura que padecimos hasta hace apenas tres décadas.Y no para enjuiciar lo sobradamente sentenciado, ni siquiera para reivindicar la exhumación de las obras masacradas, como tan legítimamente nos corresponde —otros colectivos lo hacen—, sino para entender algu-

Ya fueran obras históricas, simbolistas, parabólicas o simplemente erradicadas, el poco teatro crítico que conseguía sortear los controles llegaba al espectador enmascarado o desnaturalizado: intrincado como un acertijo. Una suerte de criptografía escénica que dañó gravemente los cauces de comunicación. Y aunque siempre se ha señalado la perturbación que esta falta de libertad supuso para la normal evolución de nuestra tradición teatral desde el punto de vista de los autores,no fue menos traumático el efecto que esta argucia produjo en los espectadores, pues se fueron formando en la idea de que todo lo que tenía interés en el escenario debía ocurrir en el pasado o en el extranjero. Paralelamente, el teatro recreativo —más aún el cine, después también la televisión— reflejaba la realidad española con historias zafias, personajes casposos y comicidad chusca: el vacío de los vacíos —aconsejo a los más jóvenes,a los amnésicos, e incluso a los culpables, que vean «Cine de barrio»—, lo que confirmaba la idea de que nadie que se llamara Alonso, o nada que ocurriera en Ciudad Real, podía formar parte de la cultura universal. No sólo impidieron la expresión crítica de nuestra sociedad,también destruyeron su autoestima. (Con una mentalidad así en el XVII, nos hubiéramos quedado sin el centenario del Quijote).

LA LARGA SOMBRA DE LA CENSURA nas disfunciones que en su día fueron estrategias necesarias y que hoy subsisten como órganos vestigiales. Imperfecciones de la evolución. Escribir en clave, único modo de entenderse con quienes previamente ya estaban de acuerdo en entender cien veces más de lo que se decía, pudo ser un recurso obligado, si bien, al restablecerse la normalidad, no todas las complicidades resultaron ser metáforas, signos con significado, obras de creación, sino que muchas de aquellas estrategias sólo eran martingalas, fruto de la ingenuidad y/o de la militancia de sus autores, cuando no «sugerencias» de los mismos censores, que tantas veces colaboraron con su «consejo» a que se hablara de nuestra realidad a través de realidades interpuestas, cuando no de realidades irreales. Que la acción ocurriera en un país extranjero, a ser posible inexistente, o en un tiempo pasado, mejor remoto —qué cómodos los clásicos—; que los personajes se descontextualizaran hasta llegar a la entelequia (Él, Ella, Hombre, Mujer, El Uno, El Otro y otras muchas esquematizaciones), no fue siempre iniciativa de los autores, sino el marco de lo posible que impuso la dictadura, en el que todos, en distinta medida y con distinto entusiasmo, tuvimos que desenvolvernos. Primavera 2004

Ha sido el cine, que tanto contribuyó al descrédito de lo propio, quien ha restituido con dignidad la presencia de nuestra realidad en sus ficciones —después de años de desierto, todo hay que decirlo—.También en el teatro más experimental o alternativo va abriéndose camino el hablar de nosotros sin complejos. No obstante, aún persiste la aureola en torno a lo ajeno, esa cultura cateta del relumbrón que la censura propició al asolar lo propio. Hablamos de generaciones perdidas, refiriéndonos a los autores, y olvidamos las generaciones de espectadores igualmente perdidas. Muchos de nuestros políticos de hoy, muchos de los gestores que hoy rigen nuestra política cultural pertenecen a esas generaciones; también ellos fueron víctimas de esa agresión; también ellos se formaron en la idea de que lo propio era garbancero, mientras que analizar, reflexionar,sentir nuestra realidad a través de lo ajeno era lo inteligente, lo vanguardista, lo distinguido. Y es que cuarenta años de dictadura no dejan títere con cabeza. Lo grave es que hoy, probablemente sin saberlo, son ellos los que están contribuyendo a que se perpetúe la situación. La larga sombra de la censura, que pervive en sus secuelas (órganos vestigiales), sin necesidad de que se tramiten expedientes. 3

Foto: Chicho. CDT.

LA LIBERTAD Creo que la libertad constituye el tema central de buena parte del mejor teatro de todas las épocas. No abordada como objetivo declarado, pero sí, de manera implícita, en tanto que los límites y riesgos de los comportamientos, el conflicto entre lo que se «quiere», se «debe» y se «puede» hacer y las consecuencias de la decisión , están en la base de cualquier historia dramática. [ José Monleón ]

Arriba, escena de Las Bacantes, de Eurípides. Versión y dirección de Salvador Távora. Compañía La Cuadra de Sevilla, 1987

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Cabe,desde luego,que la representación muestre claramente la disyuntiva entre un comportamiento recusable y otro rebosante de comprensión y solidaridad; pero, a menos que nos muestre las consecuencias y no haga como esos políticos que se declaran «opuestos a la guerra» y luego están dispuestos a suscribir y justificar cuantas

supongan un beneficio, tales obras suelen quedarse en una ilustración de la mala conciencia. Es decir, en un modo de ajustar cuentas con la propia insatisfacción. La libertad es un concepto dialéctico. Es decir, un valor que debe ser examinado considerando las circunstancias del personaje, del marco social y de la ocasión en Primavera 2004

que se ejerce.Y es también un valor inherente a una trayectoria y a la coherencia de un pensamiento y de una conducta mucho antes que el gesto ocasional, sujeto a impulsos de diverso carácter, incluido el afán de protagonismo. En última instancia, una misma decisión, según el discurso global de donde emerge, puede ser un acto de cautela o una claudicación. La libertad fue ya, de hecho, el motor de las interrogaciones que poblaron la tragedia griega. Estaba, pues, vinculada a situaciones precisas, de las que formaba parte la condición del personaje y el ámbito circunstancial y cultural de la acción. Al concluir Antígona, Las troyanas, Edipo o Las bacantes, por poner unos cuantos ejemplos ilustres, lo que prevalecía —y prevalece— era la interrogación sobre el tejido histórico y social que había condicionado los distintos comportamientos y generado las víctimas.Y, en definitiva, lo que se cuestionaba —y esa es la razón de que las tragedias de la Grecia del siglo V antes de C., sigan representándose hoy— era un estatus colectivo de la libertad, que imponía sus límites, exigía determinados comportamientos, y, en definitiva, castigaba gravemente a quienes los vulneraban. La mitología era una parte del infierno. Pero, en los mejores casos, esta presión no alcanzaba a anular el juicio del personaje, que vivía sujeto al conflicto entre lo que «quería» y lo que «podía» hacer, entre solicitudes ligadas a su exigencia personal y las que se derivaban de su condición social, de su pertenencia a un mundo compartido.Y, en razón de esto último, de las consecuencias que la decisión personal podía tener para terceros. Otra reflexión que se cruza en el debate es el de los diversos planos en los que se instala. No tiene el mismo alcance la libertad de pensamiento o la libertad del imaginario, que se modelan en el interior de un personaje, y le prestan un potencial para la acción, que la acción misma. En el primer caso estamos ante espacios irrenunciables, en el segundo es forzoso y deseable el interrogarnos por sus consecuencias. No ya personales, sino en función de la causa que esa acción pretende defender. Desde hace tiempo, se ha escrito a menudo sobre los límites de determinadas «libertades» reconocidas por las leyes, en el marco de la vida social de los individuos.InLa libertad

evitablemente, la «libertad», en contra de lo que pareciera en un principio, sería la consecuencia de una norma social, en una realidad concreta. No es lo mismo, por ejemplo, plantearse el problema en una sociedad sujeta a cualquier tipo de integrismo religioso o político que en una sociedad laica y abierta a la pluralidad. Lo que en un caso puede ser un ejercicio arriesgado de la libertad, en el otro es un comportamiento cotidiano.Y aun en los ámbitos más democráticos, es obvio que el ser humano tendrá que afrontar su condición social, que supone el reconocimiento de los otros, con la consiguiente aceptación de normas que aseguren el recíproco respeto. Invocar la libertad —como vemos hoy en tantos discursos y acciones de carácter internacional— para imponer un modo de pensar, para destruir culturas que no lo comparten, es un contrasentido; como lo ha sido siempre, y lo sigue siendo, el que se apele al integrismo religioso para condenar o masacrar a quienes no siguen sus dogmas, o, en otro orden, el sistemático menosprecio o persecución de quienes no comulgan con la doctrina política oficial de cualquier estado. Supuestos que pueden darse en muy diversos grados, incluso en sociedades formalmente democráticas y, sin embargo, por razones económicas y estructurales, sujetas a la voluntad de oligarquías que han construido supuestas «identidades nacionales» al servicio de sus intereses. Fue Alain Tourane quien, frente a la esquemática confrontación entre «sociedad» e «individuo», entre lo «público» y lo «privado», o entre «libre mercado» y «estado del bien estar», que con estos y otros términos se nombra la disyuntiva secular entre dos modos de concebir la ordenación de la sociedad, habló de la necesidad del «sujeto democrático», es decir de la defensa de la libertad personal en el contexto de una norma democrática. Norma, y esta sería la sutil reflexión del escritor francés, que no emana de ningún Olimpo o estructura económica situada por encima del común de los humanos, sino de ellos mismos, en tanto que son quienes la establecen. Norma que, lógicamente, excluye la agresión —no sólo física, sino en todos los términos— entre los miembros y fija la protección, a un tiempo, del bien común y del propio sujeto. Un sujeto que se diferen-

No tiene el mismo alcance la libertad de pensamiento o la libertad del imaginario, que se modelan en el interior de un personaje, y le prestan un potencial para la acción, que la acción misma.

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De todos los sentimientos depositados en el ser humano —como individuo y como ser social— quizá el temor ocupa el primer lugar, de donde emerge un deseo de liberación que, a mi modo de ver, no se corresponde con la libertad.

ciaría del que nos han propuesto las culturas políticas tradicionales por sentirse parte de la sociedad, en lugar de ver en los demás —y, especialmente, si piensan de distinto modo— el «enemigo» a batir o frente al que afirmarse. Llegué a ser alumno de los colegios republicanos en tiempos de la guerra civil. Vivía en un pueblo de la provincia de Gerona al que llegaron centenares de niños refugiados madrileños. Aprendí un modo de convivir. Luego, entraron los «nacionales» y se impuso otra realidad, en la que, por ejemplo, era frecuente que quienes teníamos a algún pariente en la cárcel —como era el caso de mi padre— lleváramos la insignia con las cinco flechas en la solapa para hacernos perdonar. Pasé por las casi cuatro décadas de Dictadura, durante años en Valencia, estudiante de una facultad de derecho dónde sólo unos pocos se interrogaban sobre la historia política. Me afectaron las «aperturas» y «retrocesos» del franquismo en Madrid como redactor de Triunfo, entre personas que nos hacíamos preguntas y procurábamos responderlas con la cautela impuesta por las circunstancias. Cautela que era casi siempre un recurso para poder seguir y no ser condenados al silencio. Fui uno de los muchos españoles que recibió la democracia con entusiasmo e ingenuidad. He participado en los retrocesos, decepciones y esperanzas que ha vivido nuestro país desde entonces.Y, por supuesto, me he preguntado, durante la anterior legislatura, cómo proseguir una reflexión, teatral y política, sin gestualismos, atento a ese camino descubierto paso a paso, con el curso de los acontecimientos, y que, pongamos por caso, chocaba con el radicalismo religioso o la Guerra de Irak.A lo largo de todos esos

años he aprendido que la «libertad» es una exigencia irrenunciable y responsable, que se mueve en realidades precisas, que, en ningún caso, deben operar como una «provocación» para guiar y empobrecer nuestra propia reflexión. De todos los sentimientos depositados en el ser humano —como individuo y como ser social— quizá el temor ocupa el primer lugar, de donde emerge un deseo de liberación que, a mi modo de ver, no se corresponde con la libertad. El «acto liberador» se cumple con la rebelión puntual contra el origen del temor y está en la raíz de todas las revoluciones populares. La libertad, en cambio, implicaría la construcción de una conciencia que establece sus metas y sus caminos, en conexión con el ámbito social y las posibilidades personales.La liberación,la denuncia, la manifestación, pueden reducirse a mero gesto si no se encuadran en el ejercicio, continuado y coherente, de la libertad, en el interior concreto e histórico de la sociedad correspondiente. Ser libre frente a los que han hecho de un determinado ejercicio de la libertad una consigna es parte de la confrontación con quienes la niegan. Y es en un espacio común, atento a nuestra singularidad y a la de los demás, donde, a mi modo de ver, se alza la construcción de lo que Touraine llamaba el «sujeto democrático», que no es otra cosa que vivir con los demás, próximos o distintos, compartir la vida como un bien común, construyendo juntos la norma de justicia y convivencia, es decir, la «cultura democrática». Dado que esa realidad está lejos del mundo contemporáneo, se plantea el modo de cómo afirmarla, según el lugar y la circunstancia.En nuestro caso,desde la España de hoy, en el mundo del arte, de las ideas y de los comportamientos.

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Primavera 2004

LOS RIESGOS DE LA LIBERTAD Las palabras no tienen asegurados sus compromisos con el significado. Su sentido, agotado por la manipulación histórica del sistema de poder que las reconoce, queda reducido a material sonoro, o reinterpretado en base a los mitos de cada época.

No es posible fijar los conceptos que se manosean hasta desvirtuar su auténtica dimensión; la lengua es un sistema de cierta autonomía estructural pero, paradójicamente, dependiente del concierto social, (del acuerdo entre los sujetos que se hablan) en el medio en que se utilizan. La relación, disimulada de manera sistemática, entre significado y poder nos fue desvelada de manera abrupta por aquella afirmación de Humpty Dumpty de Lewis Carroll, en el sentido de que «saber el significado de una palabra es saber quien manda»; o como lo interpreta José Luís Pardo: «el significado de las palabras es el resultado de la correlación de fuerzas entre los distintos interlocutores,más o menos cristalizado en un pacto explícito o explicitable». Es dudoso, por tanto, que los actores sociales utilicemos las grandes palabras, (por ejemplo, libertad) en coincidencia total en los matices, o incluso en el núcleo profundo de significado, a menos que, como decía Davidson, «tendamos a coincidir en teorías momentáneas». Por eso cuando nos pronunciamos a favor de la «libertad de expresión», (¿hay alguien que en su significado más abstracto no se manifieste de acuerdo?), el sentido concreto de lo que afirmamos se vuelve más complejo. Como el lenguaje no es más que el desarrollo contingente de un sistema móvil de metáforas, el término anterior contiene parte de aquel concepto clásico de la parresia: el derecho ejercido por algunos ciudadanos, (y otorgado por el Príncipe), del «hablar franco». Una sinceridad en la expresión que podía resultar molesta para el poder, pero que constituía una aportación al frágil impulso de la «verdad». Porque libertad y verdad son nociones que resultan interdependientes, en el sentido de que consPrimavera 2004

tituyen metáforas construidas sobre significados paralelos. Dicho de otra manera, no hay verdad consistente sin su libre discusión, ni libertad de expresión que no contenga atisbos de verdad histórica. La libertad de expresión es algo más que la posibilidad de ejercer un derecho individual, (una especie de parresia democrática); es la garantía de una verdad construida sobre los riesgos de la libertad. Hablar de los límites de la libertad de expresión es fijar los términos de un contrato social contemporáneo, aunque presenta aspectos contradictorios. ¿Cómo y por qué limitar ese hablar en libertad? El sentido común parece dictar normas razonables: el límite se establecería en la frontera de la agresión del habla, cuando la difamación, o la incitación al delito altera los delicados equilibrios del pacto de convivencia. Pero incluso este «sentido común» no deja de producir un cierto malestar intelectual, ya que se asienta, al fijar límites, en la idea de que la extralimitación del lenguaje produce un daño, ya sea en el interés privado o en los valores consensuados socialmente.Lo que en su consideración jurídica exige comprobar algo tan impreciso como la existencia de «intencionalidad»; la voluntad explícita de causar el daño. Arriesgada tarea más propia de juristas que de filósofos del lenguaje. La cuestión resulta todavía más incomoda cuando se aplica al proceso creativo, ya que el objetivo primordial de la acción poética es provocar discontinuidades en las líneas de lo que se entiende como «verdades» consolidadas; potenciar las fisuras existentes en el entramado de los llamados principios generales, cuestionar determinadas figuras investidas de autoridad. Y esta nueva verdad se organiza, necesariamente, sobre los riesgos de la libertad.

[ Juan Miguel Hernández León ]

El objetivo primordial de la acción poética es provocar discontinuidades en las líneas de lo que se entiende como «verdades» consolidadas; potenciar las fisuras existentes en el entramado de los llamados principios generales.

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NOSTALGIA DE LA PERSECUCIÓN Y OTRAS AÑORANZAS

[ Santiago Martín Bermúdez ]

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Fingir «En general, en esta profesión ya no hace falta censura, hay una tendencia natural a ponerse de rodillas». Son palabras de alguien que conozco, no merece la pena arriesgarle a malas miradas. Y, sin embargo… Fingir está a la orden del día. No se trata de teatro, ni de ficción. Fingir, aquí, significa asumir el simulacro no como si fuera la realidad y la verdad verdadera, sino como sucedáneo que basta para salir del paso. El católico que se finge ultramon-

tano o que denuncia al renegado e infiel Íñigo Ramírez de Haro está tan impregnado como usted y como yo de postmodernidad, aunque sienta la nostalgia del nacional-catolicismo, unos tiempos felices en los que había una triple alianza inconmovible: estado, iglesia y sociedad civil. Liquidado el estado ilustrado de la II República, inexistente o insignificante un clero comprometido con la causa popular, la sociedad bienpensante que ganaba la guerra (o eso creía) imponía los usos y costumbres, las sevicias de la iglesia de los obispos que hacían el saludo Primavera 2004

fascista y bendecían los fusilamientos de Franco durante la dilatada y amplia represión de una posguerra interminable; esas sevicias que hemos padecido tantos y tantos, hasta el punto de que sorprende que sólo Ramírez de Haro haya escrito una obra titulada Me cago en Dios. Los herederos de aquellos administradores de sevicias se quejan ahora de que ese Dios que impusieron con brutalidad y desconsideración es objeto de insulto por el título de Ramírez de Haro. Qué sensibilidad, justo tras unas elecciones recién perdidas. Pero no se llamen a engaño. Saben que aquello no puede volver, al margen de catástrofes no imposibles, aunque sí improbables. Acaso no les importaría que hubiese catástrofe con tal de que aquello volviera. Pero no hay más que observar el comportamiento (pongamos, el sexual) de esa gente perseguidora de Íñigos para advertir que no, que nadie quiere ni espera el regreso de la alianza entre la iglesia de aquel Papa, Pío XII (que no creía gran cosa en Dios), y un estado, un ejército y una sociedad aplastadora de todos y de todo; y, entre ese todo, una creencia en Dios que no fuera la del Papa admirador de Hitler. Entonces, ¿a qué viene esa inquina? En buena medida es la privatización de lo represivo, que ahora asume la sociedad: puesto que la Inquisición no ha podido ser restaurada con cargo a los presupuestos generales del estado, habrá que montar el chiringuito privado de tan venerada y añorada institución, porque donde hay sociedad civil, qué caramba, no hace falta tanto estado. El liberal que cree que liberalismo es cinismo empresarial sin trabas (y no, no es eso, no es eso) se alía una vez más con el verdugo vocacional de las inquisiciones patrias. Mientras, se permite el acoso y derribo de un escritor. Al tiempo, muchos compañeros de gremio del escritor miran a otro lado; porque: quién le manda. ¿Es de los nuestros? ¿Es de ellos? ¿De quién es? El caso es que todo esto es un simulacro, por mucho que a Ramírez de Haro se le prepare un vía crucis. Es tortura, y como tal la infligen. Cómo es posible que ninguna instancia, judicial o ejecutiva, impida alguna vez este juego. Para ellos es un juego que, en el mejor de los casos, puede resultar un escarmiento para el escritor. Pero ellos lo viven, sobre todo, como un si-

mulacro. No como una representación, sino como un sucedáneo. No es café inquisitorial, sino malta que se desconoce. Acaso querría uno otro tipo de lucha. Qué sé yo. La lucha de la época de la modernidad, cuando el moderno tenía en frente a un antiguo, un reaccionario, un represor. Ahora vivimos en plena sociedad postmoderna, hedonista, narcisista, en la que la mayor parte de los católicos (y en especial los de esa adscripción) apenas cumplen con seis mandamientos (que conste que siguen siendo diez).

Según Lefèbvre, en la sociedad americana se daba una situación de terror permanente, porque si eras distinto o inconformista, el lechero se negaba a servirte la leche, el colegio se negaba a admitirte al niño, el del

Terrores Hace poco menos de cuarenta años recibíamos uno de esos conceptos arrojadizos que nos servían para armarnos frente a la sociedad realmente existente. Estábamos en pleno franquismo y el sociólogo marxista francés Henri Lefèbvre nos traía el concepto de sociedad terrorista. Acabábamos de vivir (casi todos nosotros, a distancia) el mes de mayo de 1968; acaba de ser la frustrada Primavera de Praga, que terminaba con la invasión de Checoslovaquia por parte de los miembros del Pacto de Varsovia durante el mes de agosto de ese año. Sociedad terrorista. Qué concepto tan útil. Servía para un roto y para un descosido. Servía para señalar dos sociedades terroristas que habían aplastado sus rebeliones: Francia en su interior, Rusia en su glacis. No importaba que Francia hubiera procedido inmediatamente a unas elecciones generales que demostraron que los franceses preferían de manera abrumadora una asamblea de derechas; no importaba que la Unión Soviética, una vez más, demostrara que en su caso lo terrorista era el estado, no la sociedad. Ahora bien, a quien le iba como a un guante aquello de sociedad terrorista era —no podía ser de otro modo— a la sociedad civil de Estados Unidos. El síndrome de la caza de brujas de McCarthy, lejanísimo para los que entonces éramos jóvenes, era cosa de hacía pocos días para gente como Lefèbvre, y el terror aquel debió de inspirarle; era un terror de honda raíz social, una inquisición capitaneada por un senador oportunista y sin escrúpulos que terminó mal porque en Estados Unidos sí había sociedad civil, no como en la Unión Soviética. A finales de los sesenta, Lefèbvre nos obse-

Nostalgia de la persecución y otras añoranzas

garaje te hacía cualquier otra putada por el estilo.

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Al margen de proyectos de sociedad terrorista fallidos en nuestro país, en Occidente reina una amplia tolerancia, que llega hasta la indiferencia.

quia con ese concepto para definir la sociedad americana, y hay toda una tradición de lo terrorista, neofóbica, intolerante que puede ser la sociedad wasp de la América profunda (no siempre wasp, en rigor, pero ya me entienden); no es extraño que sea de por entonces aquel film hoy de culto llamado Easy rider. Como tampoco ha de sorprender que algunos grandes títulos sobre la alianza entre intolerantes y sicofantes se den en sociedades ocupadas por el invasor (El cuervo, de Clouzot) o presas de la paranoia intolerante que tiende a abdicar de sus libertades y responsabilidades (Las brujas de Salem —The Crucible—, de A. Miller, fruto directo de la inquisición macarthista). Según Lefèbvre, en la sociedad americana se daba una situación de terror permanente, porque si eras distinto o inconformista, el lechero se negaba a servirte la leche,el colegio se negaba a admitirte al niño,el del garaje te hacía cualquier otra putada por el estilo, no recuerdo muy bien cuántos gremios se conchababan en contra del ciudadano discordante. Qué duda cabe de que no era una situación inédita pero, como ocurre siempre, ese tipo de terror era otra cosa, algo distinto y más insidioso que la uniformidad inducida de las aldeas y comunidades pequeñas en general. El caso es que aquello sucedía en Estados Unidos, y el conformismo ideológico de la izquierda de entonces podía sentirse tranquilo: los malos son los soviéticos de Brezhniev, los franceses de De Gaulle y los americanos de Johnson. No hace falta decir que muchos prescindían de los soviéticos, porque les bastaba con los otros dos, y acaso también porque Fidel había lazando un encendido y dramático discurso en el que preguntaba si la gente decente de Cuba tendría derecho a ser rescatada de la reacción lo mismo que lo había sido la gente decente de Checoslovaquia (con lo cual, aquello quedaba aclarado y sabía uno dónde ubicarse si acaso había tenido alguna duda).

Nuestro Terror Pero nosotros, españolitos vecinos de Francia,vimos en la sociedad francesa post-68 un modelo a alcanzar, aunque no fuera un ideal. Un gobierno de derechas basado en una amplia mayoría parlamentaria convivía con una ideología dominante de izquierda, 10

nostálgica de los días de mayo,una juventud que elaboraba una imagen de sí posando para la posteridad (ahí tenemos el film La maman et la putain, de Jean Eustache, para ilustrarlo). Al final, la cosa quedaba en una lectura consoladora antiyanqui. El mal venía del imperio, qué alivio. Ahora bien, quién nos iba a decir que el ejemplo más perfecto de sociedad terrorista,que la más perfecta encarnación del concepto de Lefèbvre iba a venir de la mano de la democracia española, en el País Vasco, propiciado por las diversas familias del nacionalismo sabiniano, un nacionalismo racista,clerical,limitadísimo en geografía y en alcance, que no ha conseguido imponerse aunque lo ha intentado mediante el terror. Y como resulta que los tontos del olvido (el olvido, como censura) no son necesariamente de derechas, sino que a menudo se pretenden de izquierdas, en cuanto pasan unas semanas sin atentado queremos creer (nos empeñamos patéticamente en creer) que la sociedad terrorista tan eficazmente construida ya no existe, o nunca existió. Nos comportamos como alemanes y austríacos de la época del III Reich, ignorándolo todo, no vaya a ser que nos toque también a nosotros; o según el lema de los viejos espías: no ver, no oír, no hablar. Bueno, sí, hablar, mucho, demasiado, hablar para adormecer la realidad, como por encantamiento, como mediante magia, ensordecer la verdad y gritar que más terroristas son los americanos, los del PP, todo eso.Así, vemos alzarse una censura ominosa: la de los nacionalistas contra los que no lo son, la de los equidistantes contra los aguafiestas antinacionalistas, la de éstos sobre sí mismos para no atraer el rayo, la condena, el tiro. En este número y en el siguiente nos dice algo de todo esto el dramaturgo Koldo Barrena, cuyo caso tiene todavía más tela marinera que el de Íñigo. Pero al margen de islotes como el sabiniano, y al margen de proyectos de sociedad terrorista fallidos en nuestro país (los acosadores de Íñigo, por ejemplo), en Occidente reina una amplia tolerancia, que llega hasta la indiferencia. El periodista, el cineasta, el narrador, el dramaturgo (allí donde cuente el dramaturgo) se ven obligados a echar mano de métodos contundentes para despertar a su público, de manera que se usa y se abusa del electrochoque Primavera 2004

Añoranza Una de las maneras que tiene esa sociedad de defenderse del discurso crítico es la proliferación de personas dedicadas a los nobles oficios de la información y la escritura. Somos tantos, que se produce un fenómeno que los teóricos de la comunicación conocen bien: el ruido. El ruido es lo que impide oír el mensaje. De manera que cada vez gritamos más para que se nos oiga.Y cuando nos expresamos a gritos, no hay manera de elaborar un discurso reflexivo, y desaparece la intimidad de lo crítico a favor del gesto, del alarido y de eso que Walter Benjamín y mi amigo Juan Mayorga llaman el shock. Se echa entonces de menos la época de la prohibición. Bendita prohibición, que multiplicaba los cómplices del mensaje que no podía emitirse. La tardocensura que mutilaba las canciones de Castañuela 70 no ponía gran empeño en impedir que, al tararearlas los actores, el público pusiera de su parte lo que le dictaba su instinto. Qué tiempos aquellos, ¿no es cierto? Ahora tenemos que acudir a las diversas variantes del shock: a eso que llamamos provocación, y uno tiene que ser lo más trasgresor posible. Surge así una forma de censura diabólica: la que impone el sistema de la cultura de masas a los productos cuya vocación tiene que ser necesariamente de otro alcance. Soñamos con que un periodista nos tache de provocadores, que alabe nuestra trasgresión, que reconozca nuestra esencial juvencia creadora. ¿Qué puede hacer el creador ante este tipo de estímulos? Está claro: venderse a ellos o mantenerse al margen en la medida de lo posible. La verdad es que el autor de teatro tiene otras presiones encima que ejercen función censora. Citemos tan sólo dos: el bajo nivel del discurso de nuestros teatros, de manera que cualquier planteamiento con un mínimo de exigencia se considera elitista, pretencioso, impopular; y la ausencia de una secuencia de estrenos de nuestro autores, si exceptuamos las puestas en escena de pequeño y marginal formato en salas tam-

bién pequeñas y marginales, con escasas representaciones. Por no referirnos a la general desestimación de nuestra dramaturgia por parte de iniciativas públicas y privadas.Todo eso configura la soledad del dramaturgo, cuya labor ya no es objeto de censura, porque ésta no es necesaria.

Foto: CDT.

para desperezar conciencias. Los resultados no siempre tienen que ver con despertares. A menudo, son otra forma de somnolencia. De hipnosis.

Mercado Con respecto a la narrativa, desde hace casi dos décadas se repite la reflexión de un editor: hoy, la censura es el mercado. No debería sorprendernos. En el cine triunfa ese principio desde hace tiempo, y cualquier experimento se sanciona de manera muy negativa.Y no me refiero sólo al cine que se hace en nuestro país. Al menos en teoría, impera en el mundo del teatro un principio ajeno: en nuestro teatro, la ideología de la nueva tendencia, del riesgo, del desdén hacia el público y sus groseras demandas contrasta con la vigente en nuestro cine, y ahí están las películas que se hacen con la intención lógica de que un público amplio pueda acceder a ellas. Casi siempre, en ese teatro nuestro la base de la ideología del riesgo es la ausencia de riesgo: pagan las instituciones (públicas, desde luego). Sorprende la ausencia de ambición del teatro de creación en nuestro país, y no me refiero sólo al representado, sino también al escrito, que es en nuestro medio el auténtico teatro, porque el otro presenta una muestra azarosa, cuando no arbitraria y confusa, de lo que realmente se hace en literatura dramática. Sorprende también la falta de ambición del cine español, necesitado no ya de excepción cultural, sino de muletas, como el siempre olvidado teatro. Pero en el cine reinan pequeños gremios que defienden las habichuelas ante el peligro de la escasez: aquí no entra ni un guionista más, no hay para todos. En nuestro teatro no hay fondos ni para eso, esto es, ni para crear un búnker gremial. Entre paréntesis.Alguien tendrá que explicar un día por qué en la misma sociedad las demandas hacia las diversas artes son tan distintas. ¿Por qué el mercado de las artes plásticas es vanguardista, progresista y elitista? ¿Por qué el del cine es conservador en cuanto a formas y códigos, limitado en temas, populista a veces? ¿Por qué se le

Nostalgia de la persecución y otras añoranzas

Escena de Terror y miserias en el primer franquismo. Director José Sanchis Sinisterra. Compañía Teatro del Común. Sala Mirador, 2002.

En nuestro país, somos incapaces de dar un teatro vivo que coexista con musicales y comedias de humor fácil. Somos incapaces de estrenar a nuestros autores.

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La mejor de las censuras: el mecenas que te niega la existencia cargado de razón, de ideología justificadora.

pide al teatro que para recibir subvención sea vanguardista y, sobre todo, feroz, mientras es poco menos que obligatorio que se encanalle para que funcione la taquilla? ¿Por qué las secuelas de la vanguardia tienen en música todavía hoy tanto predicamento (aunque ya no es obligatorio ser de vanguardia, como hace veinte años, cuando la vanguardia impuso un mimetismo sorprendente… y en rigor muy poco vanguardista)? Se cierra el paréntesis. No echemos en saco roto lo del mercado como censura. Sólo que no es la única instancia censora privada, ahora que en la sociedad post se han retirado las instancias públicas. Es cierto que desde septiembre de 2001 vivimos unos cambios acelerados que pueden afectar a la configuración de la sociedad post y sus características de tolerancia e indiferencia. Pero de momento, y mientras no recuperemos al añorado enemigo de siempre —que no es el de siempre, hay que insistir en ello— vivimos la tentación de creernos perseguidos, humillados y censurados. En nuestro país, somos incapaces de dar un teatro vivo que coexista con musicales y comedias de humor fácil. Somos incapaces de estrenar a nuestros autores, incapaces de traer a nuestro país una muestra de lo mucho que se está haciendo en paises de habla hispana. Incapaces de exportar nada, y sólo en ocasiones capaces de importar algo de fuera. Y,cuando parece que vamos a hacer algo, lo primero que hacemos es sacrificar dos o tres generaciones de autores fingiendo que vamos en busca de la novedad.Varios cadáveres por el camino para que un político se cuelgue la medalla de lo que nunca hizo.

El progreso como censura En la medida en que todo el teatro es público, el grupo de presión más censor del grupo rival conseguirá más fondos. Una censura típica: tachar de clásico a un dramaturgo. Con la coartada del progreso estético, se consiguió levantar un entramado de funciones sin autores ni público y silenciar a los autores reales que, lo supieran o no, estaban muertos. Dejad que los muertos entierren a los muertos. Tenía razón Alberto Miralles. Y acaso no se trataba de buscar nuevos valores,sino de fingirlo y proclamarlo. La mejor de las censuras: el mece12

nas que te niega la existencia cargado de razón, de ideología justificadora. Veo entre la ideología de las nuevas tendencias escénicas (que puede renacer de un momento a otro) y la histeria de denuncias por la obra de Íñigo Ramírez de Haro un parentesco que no es nada sutil.Aquella ideología es posible por el uso descarado del poder político. La desencadenada por la denuncia del poder contra Íñigo tiende a privatizar la censura, mediante una presión y una represión privadas en las que los muertos de las ideologías integristas neocristianas no se limitan a enterrar a los muertos, sino a fingirles vida. Progresistas de la nueva tendencia se aúnan con reaccionarios de las legiones cristianas en su simulacro de transformación, resurrección y novación. Pero no es progreso todo lo que reluce. Antes de hacernos demasiadas ilusiones, preguntémonos en qué situación estamos. En cuál de las tres siguientes: 1. Unos piensan que vivimos tiempos de transición, y que en esa medida se da la pervivencia de restos de sistemas ya desaparecidos que responden a pautas de represión ya caducadas. Según eso, no habría que preocuparse gran cosa por los inquisidores de nuevo cuño, porque su cuño es en realidad muy viejo, y en estos tiempos de fin de la historia sólo son imágenes de un tiempo pasado. 2. Otros consideran que no, que la sociedad democrática convive necesariamente con sus enemigos, que son esos que desearían el fin del sistema democrático. Incluso puede llevarlos al gobierno, como ha hecho en Italia. En esa medida, se supone que hay que soportar al obispo propiciando que sus fieles hagan la ola para tirar al blanco (a Íñigo). 3. En fin, hay unos terceros que consideran que la sociedad democrática puede ser un paréntesis breve en la historia, mal defendida y mal querida por quienes tendrían que ser sus partidarios, condenada por esos enemigos que gracias a la permisividad social han conseguido recuperarse,y a los que el futuro les pertenece.Si es así, estamos esperando a los bárbaros. De ser cierto,la persecución y la censura empujadas por el obispo entusiasta serían vanguardia de un movimiento integrista destinado a triunfar. En un sistema así es probable que no hiciera falta censura, Primavera 2004

porque ya no habrá conflictos ni dolor, sino sólo y necesariamente concordia: «El día que me quieras no habrá más que armonía…».

Nostalgia de los príncipes Y, mientras esperamos a los bárbaros, vivimos en la sociedad tolerante, en la sociedad hedonista, en la sociedad narcisista… en la sociedad adolescente. Esa misma sociedad bajo el principio de placer y las tácticas de seducción en la que los jóvenes intentan comportarse como el siguiente grupo de edad en cuanto a consumo, sexo y otros signos de estatus sico-social (las niñas de 11 años, como adolescentes; de ahí, para arriba). No es contradicción si en ella se da también el intento de vivir en una juventud, una inocencia y un glamour perpetuos. El mismo que reclama el derecho a eso y a eso otro, pretende la irresponsabilidad permanente de la joven promesa, de cuyo horizonte ha desaparecido la perspectiva de convertirse algún día en vieja gloria. Somos libres, e irresponsables, hacemos nuestra obra pero no respondemos ante nadie. Hasta que nos pillen jugando. Hubo un tiempo en que no fue así. Era el tiempo de los príncipes. Hay grandes nombres en la historia cuya obra proviene del apoyo de un príncipe. Se trataba de artistas siervos: Monteverdi y los Gonzaga, Haydn y los Esterházy, Mozart y Colloredo, el Calderón de las comedias mitológicas y las Cortes de Felipe IV y Carlos II, Goethe y la corte de Weimar. Y muchos, muchos otros menos ilustres, y acaso por ello más significativos de la situación servil del artista, que casi nunca era considerado más que como hábil artesano.Tras ellos, desde el siglo XIX, se dan años de libertad, a menudo dolorosa. Y desde hace décadas vivimos un regreso al mecenazgo. Pero ya sin príncipes. Directamente, la subvención la reparten plebeyos mejor o peor informados. ¿Quién es más tiránico, el príncipe o el mercado? El mercado es un mal distribuidor de recursos, pero puestos a tener un criterio, ése es un criterio. ¿No será mejor el maldito mercado que el burócrata, el político vicario o el administrador de certificados de buena conducta (de nueva tendencia)? Pero no, no se trata de nostalgia de

aquellos restos señoriales. De lo que tenemos es nostalgia de la situación moderna. En la situación moderna, el artista se enfrenta al público filisteo y a la institución conservadora; mejor aún si es reaccionaria. En la situación postmoderna aquel artista ha ganado la partida, ya nadie se le opone (acaso algún despistado, superviviente de la modernidad), y puede presentar cualquier novación, novedad, ocurrencia, capricho, con la seguridad de que habrá algún público, algún periodista, algún grupo que admirará y glosará su obra, que escuchará y atenderá a su discurso justificativo. En la situación postmoderna, según Daniel Bell o Gilles Lipoveski, la vanguardia ya no suscita indignación, las búsquedas innovadoras son legítimas, el placer y el estímulo de los sentidos se convierten en valores dominantes de la vida corriente. Pero en esa plena libertad de propuestas, se agudiza la competencia. Si cualquiera lo hace,también lo puedo hacer yo.También yo puedo ser un ser superior. Sentimos nostalgia del maniqueo que se oponía a nuestro texto,espectáculo,cuadro,film.Sentimos nostalgia de tal o cual prohibición que nos elevaba a los altares de la heroicidad resistente, de la innovación. Fingimos que se nos reprime, se nos persigue, se nos acosa. Deseamos ser gran hombre a bajo precio, como decía un personaje de Balzac. El arte es cosa de aristócratas. Del espíritu, claro. Que sólo en raras ocasiones tienen que ver con la aristocracia de sangre y otras aristocracias. Por eso tantos quieren formar parte de ese club. Pero los altos frutos del espíritu los consiguen pocos. Eso quiere decir aristoi: pocos. Entonces (ay, entonces) se produce una alianza muy parecida a la de los viejos tiempos entre señoritos (un señorito es la versión canalla de los pocos, de los aristoi) y lumpen: Si antes se amontonaban en la cuneta los proletarios del espíritu, ahora se defienden esos proletarios ante la aristocracia espiritual. De tal manera que hay gran confusión en el patio. Y ese lumpen gremial eleva a las alturas efímeros nombres que, en rigor, sólo cumplen una función: impedir que haya otros allí donde están ellos. ¿Será esto censura inconfesa? ¿Será censura que se ignora a sí misma? En cualquier caso, parece una forma de censura.

Nostalgia de la persecución y otras añoranzas

Fingimos que se nos reprime, se nos persigue, se nos acosa. Deseamos ser gran hombre a bajo precio, como decía un personaje de Balzac.

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Internacional

Dios no está por encima de la verdad, de la justicia o de la libertad

Los recientes sucesos relacionados a la obra Me cago en Dios, del colega dramaturgo español Íñigo Ramírez de Haro, vuelven a la memoria americana algunos incidentes parecidos, así como la sospecha de que este nuevo ataque contra la libertad de expresión en el teatro, no está sencillamente motivado por mentes «hechas» o estrechas, en términos religiosos. El trasfondo, o el fondo, está doblemente motivado por circunstancias que hemos pasado por alto y que en América, como en España, se asoman como punta de iceberg.

[ Roberto Ramos-Perea ] Dramaturgo puertorriqueño

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Acá en Puerto Rico,desde donde escribo estas notas, y con el breve conocimiento de otras experiencias en otras ciudades, la censura,el ataque y los crímenes de odio contra la expresión artística son hechos cotidianos, que nada tienen de divertidos en una sociedad que muchas veces toma estos hechos por locura o por fanatismo al que no se le debe hacer mucho caso. La historia de la censura teatral en Puerto Rico comienza desde los inicios de la dominación española, cuando en el siglo XVII, la Iglesia se arrogó el derecho de intervenir con toda expresión teatral, permitiendo sólo aquellas obras teatrales escritas por «lo divino». Pero como el teatro, tajada extraña e incierta de la vida, siempre busca como expresarse y florecer, mientras más suprimía la Iglesia, más teatro popular y marginal se hacía, y era éste de corte tan «pagano»

que provocó decir, en 1809, por boca de uno de nuestros más famosos obispos católicos, don Juan Alejo de Arizmendi, que «los dramaturgos son corruptores de la juventud», y al teatro era «oficina de lujuria» y «serrallo de la pública honestidad». A la altura de 1809 podemos entenderlo, pero que epítetos parecidos se blasonen a la altura de la década de los 60 del pasado siglo,cuando alguna que otra obra utilizaba desnudos en alguna escena, era motivo de asombro. El dramaturgo Francisco Arriví fue excomulgado de la Iglesia Católica tras el estreno de su obra María Soledad, en 1963, porque en su obra se desnudaba una actriz. Posteriormente, obras como Doce paredes Negras de Juan González, donde se trataba el tema del lesbianismo, Bent de Martin Sherman que tocaba la homosexualidad y tantas otras, eran acuciosamente perseguiPrimavera 2004

Internacional das por fanáticos religiosos cristianos que vociferaban en la prensa o en alguna emisora radial su inconformidad. Algún que otro obispo católico convocaba marchas frente a los teatros; vamos, esto pasaba y pasó sin pena ni gloria... hasta hoy. La punta del iceberg que nos sorprende es lo que ha sucedido en los últimos cuatro años del siglo XXI. Todo empezó con el anunciado estreno de la obra Sexo, pudor y lágrimas del dramaturgo mexicano Antonio Serrano, en un teatro de un pequeñísimo y provinciano pueblucho del interior de la Isla llamado Aguada. El alcalde rescindió el contrato de arrendamiento del teatro tan pronto la comunidad católica del pueblo condenó que una obra como esa no era «cultura sana» y que podría afectar la mente de los «niños del pueblo». (¡Como si los niños estuviesen convocados a verla!).El asunto terminó en las Cortes,como es de suponer,y el alcalde,después de recibir unos cuántos golpes a la cara con la Constitución,no le quedó más remedio que aceptar la obra en su sala, con la continua protesta del cenáculo católico del microscópico pueblo. Sin embargo, fue la obra Chicos desnudos y cantando del norteamericano Robert Schrock, la que ha sido el paradigma de la censura previa en el país y el caso judicial sentó jurisprudencia en las Cortes isleñas. El asunto se resume así:después de haber otorgado las fechas del principal y más antiguo teatro del país, el Teatro Tapia, la Junta asesora de dicho teatro, firmado ya el contrato de arrendamiento, asiste al ensayo general de la obra y sin terminar de verlo sale furibunda de la sala y decide unilateralmente no honrar el contrato y notifica a los productores y actores que tienen que abandonar el teatro de inmediato pues la obra queda cancelada por ser «obscena y pornográfica». De inmediato también llegaron las mociones al Juzgado de Primera Instancia por parte de los productores quienes se defendieron de las acusaciones con una excelente batería de abogados constitucionalistas. El Tribunal de Primera Instancia falló en favor de los productores y el Municipio de San Juan, dueños del teatro, acudieron en cosa de horas, al Tribunal de Apelaciones, que les falló a su favor sin oír a la parte afectada. La orden fue diligenciada por policías armados, una hora antes de subir el telón del estreno y con público en sala. Los actores, Dios no está por encima de…

consejeros y empresarios, fuimos sacados a la fuerza del teatro y la Fuerza de Choque de la Policía (los que tienen armas muy largas y cara de orangutanes) tomaron el teatro por la fuerza.Así las cosas, la obra no se estrenó hasta pasada una semana, donde el Tribunal de Apelaciones se revocó a sí mismo, apoyándose en la Sección 4 del Artículo 1 de Nuestra Constitución y Carta de Derechos que garantiza la libre expresión. La policía nunca pudo probar que la obra era pornográfica, pues el propio comandante —un analfabeto ilustrado que no podía definir lo que era «exposición deshonesta»— no pudo proveer al juez una sencilla definición entre erotismo y pornografía. Hasta ahora les hemos referido la censura afiliada a un asunto de moralidad digamos «sexual».Sin embargo,la modalidad más peligrosa de la censura en Puerto Rico es la motivada por la religión y la creencia espiritual. En 1999 estrenan en sendos teatros de San Juan dos obras que cuestionaron la visión cristiana y tradicional sobre Jesús de Nazaret: La última tentación de Cristo, de Nikos Kazantzakis en adaptación de Gilberto Batiz y Avatar: los años desconocidos de la vida de Jesús, de Roberto Ramos-Perea. Ambas obras se estrenaron el mismo fin de semana y los titulares de la prensa cultural exaltaron las propuestas que motivaron una asistencia masiva a ambos espectáculos. De inmediato se movilizaron también tres organizaciones compuestas por cristianos fundamentalistas, a saber: Provida, una organización antiabortista dirigida por un carnicero de profesión llamado Carlos Sánchez; Clamor a Dios, dirigida por el reverendo Jorge Rashke, y Morality in media, dirigida por un ex-agente de la Policía llamado Milton Picón. Estas tres organizaciones, compuestas por un puñado de 50 a 60 personas cada una,se apostaron en un piquete frente al teatro donde se exhibía la obra La última tentación... e impidieron físicamente la entrada del público al teatro con amenazas y empujones, acordonados en los brazos como si se tratara de una barrera. La Policía de Puerto Rico no quiso intervenir con los amotinados y la obra se canceló el primer día.Al segundo día la Policía les obligó a moverse a 100 pies de la puerta del teatro, pero les permitió el uso de bocinas estentóreas con cantos religiosos. La obra Avatar fue amenazada en más de seis ocasiones en el teléfono del tea-

La modalidad más peligrosa de la censura en Puerto Rico es la motivada por la religión y la creencia espiritual.

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Estas organizaciones mencionadas tienen fundamentos tan peligrosos como el dicho de «sobre Dios y Cristo, nada», es decir, ni siquiera la Constitución de EE. UU. y Puerto Rico, que garantiza la libertad de expresión.

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tro y el autor fue amenazado de daños «permanentes» si no retiraba la obra. Ninguna de las obras se retiró de cartel. En Nueva York, en 1998, la obra Corpus Christy del norteamericano Terence Macnally fue sacada de escena por los obispos católicos de Nueva York porque el autor, un dramaturgo homosexual, figuraba a Cristo como un rabino homosexual. Macnally se hallanó a la decisión,pero su obra ha sido estrenada con éxito en muchos otros países. Un par de conclusiones: El fundamentalismo cristiano en Puerto Rico y en Estados Unidos, está en aumento. Es violento,homofóbico,racista,derechista y trapero.Crece rápidamente,en primer lugar, para ser auxilio a la propaganda que Estados Unidos promueve contra el fundamentalismo oriental; en segundo lugar, contrarrestar el aumento en las nuevas creencias cuestionadoras de la fe cristiana (New Age, budismo, y otras), y en tercer lugar es una reacción a su propia incapacidad para convocar nuevos acólitos. La frustración de no sentirse ya como una religión mayoritaria en América provoca la violencia y el crimen de odio y fuerza sus posturas por todos los medios posibles para hacer creer que aún son una fuerza decisora. Estas organizaciones mencionadas tienen fundamentos tan peligrosos como el dicho de «sobre Dios y Cristo, nada», es decir, ni siquiera la Constitución — de los Estados Unidos y la de Puerto Rico— que garantiza la libertad de expresión. La presión ejercida por estos grupos llega al mismo seno de la política y la administración pública.El mencionado alcalde del pueblo de Aguada ha incluido en la Junta Asesora de su Teatro al párroco católico de la iglesia de su pueblo. Él, junto a otros ciudadanos de «probada moralidad» deciden lo que se estrena en el teatro. Los políticos que no ceden a las exigencias de estos grupos fundamentalistas son expuestos como «réprobos», «desviados» e «inmorales»; algunos de ellos son expuestos en su vida íntima por estos grupos que mantienen detectives y espías de la intimidad. Incluso los jueces que han decidido casos de este tipo de censura, son asociados a la «suciedad» que permea el arte. El reverendo Jorge Rashke, desde su programa radial ha convocado a la persecución y hostigamiento de toda forma de arte en la que se toquen asuntos sobre homosexualidad, o se enjuicie la figura de Cristo y

pide a sus feligreses que no voten por los senadores o legisladores que apoyan el arte dramático,porque los teatros están llenos de «desviados sexuales». Se hace forzoso que los artistas del país y de todo el mundo, hagan muy claro a la sociedad —a las Juntas de los teatros,a la prensa— de aquellos artículos constitucionales que los asisten en sus derechos de expresión.En Puerto Rico,la libertad de expresión está garantizada por la Constitución siempre y cuando ésta libertad no constituya delito. En este caso los únicos delitos aplicables a la libertad de expresión abusada serían el libelo y la difamación. No creemos que la figura de Jesús —que no es propiedad de secta o persona alguna— o que la desnudez y la conducta sexual humana contemporánea sea un peligro para gente madura y civilizada. Pero ya hemos visto como la religión vive ya en el terreno de la inmadurez y la barbarie. Si una obra de teatro se titula Me cago en Dios, y la Constitución española no provee para que nuestro colega pueda montarla y expresarla como desee, entonces tenemos un grave problema. No sé si en España la blasfemia es un delito. En América no lo es, «gracias a Dios». En Puerto Rico hemos decidido forzar la tolerancia. Si ellos atacan, atacamos nosotros en las Cortes. Si llevan 100 y se colocan frente a los teatros, nosotros llevamos 500. Nuestras obras son hijas del tiempo en que vivimos y ese no pueden condicionarlo, y en nuestro caso, la Justicia a dado buena cuenta de ello y lo ha avalado con la seriedad de sus decisiones. Dios —sea de la religión que sea— no está por encima de la verdad o de la justicia o de la libertad. Desde Puerto Rico,en lo personal y como portavoz de la Sociedad Nacional de Autores Dramáticos,nuestra estrecha e incondicional solidaridad con el colega y amigo Íñigo Ramírez de Haro y nuestro brazo tendido a la lucha por la libertad de expresión en las artes españolas. Creemos que ya va siendo hora de que los dramaturgos del mundo creemos vínculos de lucha contra asuntos como éstos que nos afectan a todos, en todas las latitudes.El próximo Salón del Libro Teatral debe tocar este tema ampliamente y nos ofrecemos a colaborar con esa mesa de discusión donde elaboremos alternativas de acción y solidaridad. Primavera 2004



Arcadio Baquero Goyanes Miembro de la Junta de Censura Teatral entre 1963 y 1967 [ Una entrevista de Berta Muñoz Cáliz ]

En 2003 se conmemoraron, sin gran repercusión, los veinticinco años transcurridos desde la desaparición de la censura franquista; una censura que comenzó siendo de guerra y provisional, pero que perviviría, en lo que al teatro se refiere, hasta marzo de 1978. A lo largo de tan prolongada existencia, conoció diversas etapas, las cuales, en muchos casos, se correspondían más con los intereses del discurso oficial —filofascista en sus comienzos, nacional-católico desde 1945 y aperturista, con mayor o menor intensidad, desde los años 60— que con la actividad cotidiana de los censores, cuyo estudio a través de los expedientes provoca la impresión de encontrarnos frente a un mecanismo que apenas varió durante todos estos años, a no ser por los superficiales cambios en la nomenclatura de los cargos y en el formato de los impresos. La importante evolución que, a pesar de tan extenso y pesado lastre, experimentaría el teatro español desde 1939 hasta los años 70, se ha interpretado, desde una perspectiva conservadora, como una consecuencia de la política «aperturista» llevada a cabo desde los tiempos de Fraga Iribarne, si bien buena parte de los historiadores mantienen que las «aperturas» del franquismo no fueron la causa, sino el efecto, de una imparable evolución cultural, cuyas razones últimas estaban en el cada vez más intenso contacto con el exterior (turismo y emigración) y en el vacío cultural del propio régimen. Primavera 2004

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entrevista

Es precisamente cuando se inicia la «apertura» en el cine y el teatro cuando Arcadio Baquero entra a formar parte de la Junta de Censura Teatral. Estamos en pleno desarrollo económico, y el régimen de Franco se ha visto obligado a acometer ciertos cambios en su imagen para satisfacer a las potencias democráticas, entre los cuales se encuentra la reforma de la, a todas luces, inaceptable censura. En la nueva Junta, José María García Escudero, nombrado por Fraga Director General de Cinematografía y Teatro, pretende modificar la imagen de los censores, introduciendo miembros más tolerantes y de superior nivel cultural a los de las juntas anteriores. Cuando se incorpora a la misma,Arcadio Baquero (Gijón, 1925) cuenta con una amplia trayectoria como periodista y crítico teatral, además de ser miembro del Instituto Internacional del Teatro. Ha sido redactor-jefe y crítico del diario El Alcázar, y ha recibido el Premio Nacional de Teatro (1960), por su labor crítica. Durante su permanencia en la Junta, recibe la Beca Pensión March para investigación teatral (1964) y publica el ensayo Don Juan y su evolución dramática (Madrid, Editora Nacional, 1966).También en esa etapa, trabajó ocasionalmente como actor de cine en la película Julieta engaña a Romeo, dirigida por José María Zabalza (1965). En 1967 abandona la Junta, y en 1968 cesa su labor en El Alcázar1; al año siguiente es nombrado redactor-jefe y crítico teatral de Actualidad Española, donde permanece hasta 1976, y posteriormente ejerce de crítico teatral en Sábado Gráfico (1977-78). Desde 1976 hasta su jubilación en 1988, funda y dirige el Servicio de Documentación de la Agencia EFE, donde también escribe críticas teatrales para los abonados de España y América. Ha versionado varias obras teatrales, entre las que destacan Los padres terribles, de Jean Cocteau, y El acusador público, de Hochwälder. Recientemente, ha sido asesor documental y, según él mismo nos dice, promotor de la idea de escenificar el Tenorio retomando los decorados de Dalí, aceptada y llevada a cabo por el Centro Dramático Nacional (dirigió la investigación gracias a la cual se pudieron reconstruir los figurines y escenografías dalinianas). También ha vuelto a retomar su investigación sobre el mito de Don Juan en el teatro español: al tiempo que se redactan estas páginas, se encuentra corrigiendo las pruebas de su próximo libro, Don Juan, siempre Don Juan (Todos los Tenorios del teatro español),de inminente publicación por la Fundación Mayte. En su nada usual currículum como miembro de la Junta, autorizó obras tan problemáticas como Aventura en lo gris (1963) y La doble historia del doctor Valmy, de Buero Vallejo (1964); Madre Coraje, de Brecht, en versión de Buero Vallejo; Marat-Sade, de Peter Weiss, y A puerta cerrada, de

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• > Foto: Manuel Martínez Muñoz. CDT.

Foto: CDT.

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