Liendo. Shadow y otros. cuentos sombríos. Eritza

LAS FORMAS DEL FUEGO Liendo Eritza Shadow y otros cuentos sombríos SHADOW Y OTROS CUENTOS SOMBRÍOS Eritza Liendo 1.ª edición, 2016 EDICIÓN Y CORR
Author:  Miguel Vera Silva

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LAS FORMAS DEL FUEGO

Liendo Eritza

Shadow y otros cuentos sombríos

SHADOW Y OTROS CUENTOS SOMBRÍOS Eritza Liendo 1.ª edición, 2016 EDICIÓN Y CORRECCIÓN Olga Marina Molina C. MONTAJE Y DIAGRAMACIÓN Sonia Velásquez ARTES FINALES Henry M. González DISEÑO DE COLECCIÓN José Gregorio Vásquez, 2016 IMAGEN DE PORTADA Carmen Michelena © MONTE ÁVILA EDITORES LATINOAMERICANA C.A., 2013 Apartado Postal 1010, Caracas, Venezuela Teléfono: (0212) 485.04.44 www.monteavila.gob.ve Hecho el depósito de ley Depósito Legal: DC2016000439 ISBN: 978-980-01-2032-3 HECHO EN VENEZUELA / PRINTED IN VENEZUELA

Premio del Concurso para Autores Inéditos, mención Narrativa, edición 2013

A los hombres en mi vida: Juan Bautista, Luis Eduardo y Nelson David. A mis Finis de siempre: los que me acompañaron, los que me acompañan y los que me acompañarán. A mis alumnos… a esos que me inspiran, que me motivan y se vuelven razones. A los panas. A Eloi Yagüe y César Eduardo Rojas, los padrinos naturales.

¿Qué es la vida? Un frenesí, una sombra, una ficción… CALDERÓN DE LA BARCA

Mercancía A Carmen Leonor y Nelson David, los duendes de las cuenticas… los creadores…

I LO PEOR DE LAS FERIAS artesanales es que son muy concurridas. Me explico: es bueno que sean concurridas porque mientras más gente vaya, más vende uno. Y eso de ninguna manera puede ser malo. Lo malo siempre es el gentío, el zaperoco, la atorrancia y el mal vivir de esos que, en vez de ir a comprar, van a que uno le regale las cosas. Esos nunca faltan: los mueleros que lo vienen a caer a coba a uno para que uno termine como un pendejo vendiendo lo que hace a precio de costo, sin ganarle nada. Yo, nada más por tener las uñas en este estado, debería cobrar cada prendita que hago a precio de oro. Recuerdo, por ejemplo, la feria de navidad que organizó el Ateneo el año pasado. A pesar de que yo fui una de las primeras en solicitar un espacio para exponer y vender mis prendas, tuve que conformarme con un stand pequeñito (de uno y medio por uno y medio), con espacio apenas suficiente para la mesita y una silla pequeña en la que casi se me terminó borrando la raya. Debo admitir, sin embargo, que en esa feria, a pesar de todo, me fue bastante bien. Bien, excepto por el «incidente» con el raterito que se quiso pasar de vivo conmigo. Llegó con una pinta de sifrinito, con una franelita negra

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que parecía recién comprada, preguntando por los zarcillos más bonitos que tenía en el puesto. Los hice con mucho cariño y motivación porque eran de mis primeras piezas con engarces de oro y piedras semi preciosas. Eran en verdad muy lindos, y no me extrañó que alguien con esa pinta se interesara precisamente por ellos. Se los mostré y le expliqué, como a todos los clientes, el detalle de los materiales y de la técnica empleada. Mostró verdadero interés y me dijo que los quería. Una cosa sí me extrañó, y fue que ni siquiera me preguntara por el precio, siendo como eran la prenda más cara que podía ofrecer ese día. —¿Me los puedes envolver como para un regalito? —me preguntó—. Los quiero para mi novia. Metí la pata con ella, y quiero que me perdone y vuelva conmigo, ¿sabes? «Claro», le dije, «¿cómo no? A cualquier muchacha le contenta un detallito como este», le fui diciendo mientras envolvía los zarcillitos en papel de seda para luego meterlos en una cajita de esas que yo tenía dispuestas para ese tipo de prendas (las otras, las más de diario, las entregaba en bolsitas de muselina). Él se limitó a esperar mirando con avidez el resto de mi bisutería. Cuando la cajita estuvo lista, y fui a decirle el precio, de un solo arrebatón el muchacho me quitó la cajita y puso pies en polvorosa. Nada le importó el gentío que pululaba a su alrededor. De hecho, tumbó a una señora que se estaba probando una guayabera dos puestos más allá del mío. A él no le importó la gente, ¡pero a mí tampoco! De un solo brinco volé de la silla plástica en la que había permanecido buena parte del día, y cualquier habilidad que yo hubiera podido desarrollar en mi temprana adolescencia en las clases de gimnasia afloró en ese momento. No sé cuántas zancadas fueron. No lo recuerdo.

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Pero, apenas vi al muchacho de la franelita negra, me lancé a sus pies como si me estuviera robando el home, me le enredé en las piernas y lo hice caer. Cuando lo vi en el piso, por más que pataleó y braceó, lo inmovilicé. No sé cómo. Dicen que la adrenalina hace milagros cuando la furia más básica se apodera de uno. Y si hay algo que a mí me enfurece es el raterismo, que se metan conmigo y que me quieran venir a quitar el fruto de mi trabajo. —¿Tú eres estúpido? ¿Ah? ¿Ah? ¿Ah? —le grité mientras clavaba mi codo en su espalda—. ¿Tú eres imbécil o eres mongólico? ¡Dame mis zarcillos, gafo! ¡Ratero de mierda! ¡Dame mis zarcillos, coñuetumadre, y sal de esta vaina si no quieres que llame a la policía! ¡Gafo! Viéndolo bien así como lo tenía en el piso, le calculé unos dieciocho o diecinueve años. No me dio ninguna lástima su cara de angelito desconcertado. Le hinqué más el codo en la espalda, y le insistí en que me devolviera mis zarcillos. A su pesar, abrió su mano izquierda y lanzó la cajita tan lejos como pudo desde la posición en la que se encontraba. —¡Ahí tienes tu porquería! ¡Y suéltame, marginal, que me estás lastimando! ¡Suéltame, maldita! Vi que uno de mis compañeros de feria agarró la cajita y la mantuvo a buen resguardo. Le quité el codo de la espalda al raterito. Nos levantamos los dos. Me sacudí y arreglé un poco la ropa, me pasé la mano por el pelo, y le hice una última advertencia: «Si te vuelvo a ver por aquí te echo a la policía». Todos los presentes me aplaudieron, y el carajito se fue rezongando y yo diría que hasta ofendido. Me devolvieron mis zarcillos. Agradecí como tocaba y me devolví a lo que quedó de mi puesto. Aquello era una auténtica lástima: en el piso, en un radio aproximado de dos o tres metros, había una alfombra

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de canutillos, mostacilla, engarces, perlitas de río, semillas, plumas, cuentas de madera, cristales varios, acrílico, lentejuelas, madejas de cola de ratón. Había una pinza por aquí, otra por allá. Carretes de nylon, de hilo de plata y de hilo de oro rodaron lejos, y a mí me dieron unas ganas de llorar infinitas. Por Dios que hubiera preferido que el carajito se llevara los putos zarcillos antes que tener que recoger todo aquello. Me sentí demasiado triste. Había mostacilla por todas partes. Todas mis resinas y mis cuentas de marfil estaban desperdigadas, y las plumas (con las que hacía los atrapasueños) o se enredaron en los ventiladores o ya las habían pisado los visitantes de la feria. Barrí. ¿Qué más iba a hacer? Barrí todo aquello entre gimoteos y unos lagrimones que manaban de mi frustración más profunda. Por suerte aquello pasó faltando apenas dos días para la clausura. Igual me dio dolor, porque esos son los días en que más se vende. Es típico que la gente deje todo para última hora y esté tan desesperada por comprar los regalos que le faltan que termina pagando lo que sea que uno le pida, y yo me lo iba a perder. En medio de tanto, insisto, me estaba yendo bien y me hubiera ido mucho mejor de no haber sido por el mariquito ese que me quiso tumbar los zarcillos. Barrí, como dije, rescaté lo que pude rescatar y me fui de aquella carpa con el rabo entre las piernas. Con todo ese poco de materiales sucios y revueltos era obvio que no podría seguir trabajando. Ni ánimo tuve de ofrecerle a la gente las otras prendas, las que ya tenía listas y que, por precaución y fortuna, almacenaba en bolsitas separadas.

II El episodio con el raterito desgraciado fue tan chimbo y tan irremediable, que lo saqué de mi sistema: lo borré tal

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como si nunca hubiese sucedido, y me pasé los dos meses siguientes limpiando y reorganizando mis materiales. Por cierto, uno de mis carretes de hilo de oro desapareció para siempre. Quizás fue a dar a debajo de alguna de las mesas contiguas y, nada, no volví a saber de él jamás. Obviamente, perdí en el trance unos cuantos cristales checos, unas cuantas piezas de ónix, broches, cierres, capuchones y, lo que más me duele, mi pinza de entorchar. Terminé comprándome otra, pero no ha sido fácil de amansar. Ya la otra estaba como curada; yo la manejaba con mucha facilidad y su manguito antirresbalante era una auténtica maravilla. Esta que tengo nueva es una mierda. Por supuesto, y a pesar de que estaba en mi agenda, no pude ir a la feria del Día de San Valentín (en el año acudo a siete u ocho eventos similares, entre ferias y bazares). Y, sí, tenía prendas hechas y todo pero nada alusivo a la fecha. Eran unas prenditas, aunque bonitas, más bien genéricas, y no justificaban el alquiler de un puesto. Lo que hice fue, más bien, dárselas a una amiga que sí iba con todo, le hice una listica con los precios y le di el detalle de mi técnica para que pudiera explicársela a quien se interesara por mi trabajo. Le di una docena de piezas de las cuales vendió nueve. No está mal, supongo. Creo que tengo el toque. La chama me dio mi plata, las prendas que habían sobrado y, por si eso fuera poco, me hizo dos o tres recomendaciones con respecto a cómo combinar mejor colores, materiales y texturas. Me dijo, por ejemplo, que evitara montar acrílico en oro y que no utilizara alambre dulce para las gargantillas. También me recomendó mucho la cuerina para accesorios de playa: «Los caracolitos y los corales quedan muy bien con la cuerina finita». Le agradecí mucho el gesto, y me le puse a la orden para compartir con ella otras cosas.

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Terminó febrero, y ni en marzo ni en abril estaba previsto ningún evento. ¡Pero venía mayo! Y con mayo, otra fecha para que la gente se volviera loca comprando y gastando plata: ¡el Día de las Madres! Siempre critiqué los llamados «Días de». Siempre los vi como fechas maquiavélicamente pensadas por los comerciantes para sacarnos hasta la última gota de sangre. ¡Y ahora resulta que la vampira era yo! ¡Que la maquiavélica era yo! ¡Que yo era la chupasangre! Y esperaba con ansias esos días para hacerme de un dinerito extra. ¡Y vaya que lo necesitaba! Hubo un momento en el que, entre el estropicio de la navidad, el daño a mis materiales y la ausencia de eventos comerciales, me quedé medio pelando. Necesitaba trabajo, tenía que pagar mis cuentas, tenía que comprar comida. Mi despensa daba lástima. En un momento dado, la misma amiga que me vendió las prendas y me dio aquellos consejos me ofreció también su ayuda. Me dijo que si yo estaba dispuesta a aceptarla ella podría ofrecerme una salida fácil y expedita en el corto plazo. Me dijo que ella tenía unos contactos; unos panas que, cuando la veían abatida y con el culo en las dos manos, le proporcionaban materia prima para que siguiera en pie. Fue discreta al decirme que, si a mí no me daba pena ni me representaba conflicto, ella compartiría conmigo su secreto y su solución. Que esos amigos de ella eran cautelosos y hacían las cosas sin dejar rastros: que si sacaban lo que tenían que sacar en pequeñas cantidades, nadie notaba nada. Es cierto, con la próxima feria me venía por ahí una oportunidad de hacerme de un dinerito. Aproveché marzo y abril para hacer unas sesenta prendas que pudiera ofrecer en la feria del Día de las Madres. Eran pocas, lo sé, pero cuidadas, bonitas, elegantes. De resto,

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yo —como siempre— trabajaría en el sitio tratando de ofrecerle a la gente la atención más personalizada posible: que si querían un atrapasueños, se lo hacía ahí mismo con los colores que eligieran; que si querían un dije para un vestido en particular, se lo combinaba al gusto, y así iba. Para esa fecha, opté por trabajar, básicamente, con tres piedras: ónix, turquesa y amatista. No quise inventar mucho, y sé que esos colores se venden siempre muy bien. El asunto es que, después de la devaluación, las ventas bajaron un poco, y yo tenía que decidir si aceptaba la ayuda de mi amiga o no. Y para mí eso representaba un predicamento. La feria iba a durar del primer al segundo domingo de mayo. Al tercer día, yo había vendido apenas ocho de las sesenta prendas y, en el sitio, había hecho como cinco o seis dijes. Fue así como a la hora del almuerzo, aproveché un instante del receso para hablar con mi amiga: le dije que sí, que estaba dispuesta a aceptar su ayuda; que me daba mucha pena pero que no me quedaba de otra y que esperaba que todo saliera como estaba previsto por el bien de las dos y que teníamos que actuar con mucha discreción. —Tú tranquila, amiga —me dijo—. Yo sé que lo peor de las ferias artesanales es que son muy concurridas. De bolas, mientras más gente viene, más uno vende, pero todo el tiempo es una atorrancia, una regateadera, un zaperoco, una sola miradera, una vaina. Lo malo siempre es el gentío. Me dijo exactamente lo mismo que yo siempre había pensado. Yo le dije que, bueno, que si actuábamos con cautela nada tenía por qué salir mal y que le agradecía, de una vez, su buena disposición para ayudarme en ese momento tan chimbo que yo estaba viviendo. «Te juro que si fuera otra mi situación, amiga, no te pondría en esto.»

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—Bueno, ya hoy es martes y es casi la una —empezó a decirme—. Ya hoy no creo que se pueda hacer nada. Los panas de que te hablé operan en La Urbina, y ellos necesitan que les avise con tiempo. A más tardar, el jueves me retrato contigo. Volví a agradecerle (sentí que me estaba salvando la vida) y regresé a mi puesto para que ella terminara de comerse su pasta y yo a terminar de comerme el pabellón que mi mamá me dejó el día anterior cuando fue a visitarme al apartamento. A estas alturas, mi mamá todavía se mortifica de pensar si yo como o dejo de comer. La pobre no entiende que, después de los veinte, uno debe defenderse solo. «Tu hermano y tú son todo para mí, y tú sabes que Joel siempre ha sido muy de la calle. Solo te puedo consentir a ti —me dijo el día de la visita—. Y más ahora que tienes esa despensa tan pelá.» Me terminé mi pabellón, que estaba de lo más rico, y me sentí esperanzada por la ayuda prometida. Esa tarde, vendí otras seis prendas y me encargaron tres gargantillas y dos pulseras para el día jueves. Por ahí me iba a entrar otra platica. A las ocho de la mañana del miércoles, se subió la santamaría. Los puestos estaban listos desde las siete y media. Ese día la cosa estuvo más movidita y, a media mañana, mi amiga se acercó a mi puesto. «Mañana, te traigo la vaina. ¿Debajo de tu mesita tienes espacio? —me preguntó casi en su susurro—. Es para que guardes la vaina ahí apenas te la traiga.» Le expliqué que debajo de mi mesita sólo meto el morral con los potes plásticos de mi comida y las dos cajas de herramientas donde guardo mis materiales. —Necesito que acomodes eso bien, cosa que cuando te dé lo que te voy a dar lo guardes ahí tan rápido como puedas para que nadie se dé cuenta.

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—Sí, a medida que se acerca el fin de la feria viene cada vez más gente porque aquí todo el mundo deja todo para última hora —le dije— y hay que tener más cuidado. —¿Esta gente que está al lado tuyo? ¿Te la llevas bien con la señora de los jabones? —Sí. —¿Y con la de los licores artesanales? —También. Me parecen buenas personas. Conmigo, por lo menos, han sido cordiales. Buena vaina. —Mosca, pues. Solamente te pido que estés pendiente para que no te vayan a joder. —Tranquila. —No se hable más. Mañana en la mañana te traigo lo prometido. —Sí va. Marina se regresó a su puesto. Esta conversación, que transcurrió prácticamente en susurros y aunque me dijo dos o tres cosas más, no duró ni cinco minutos. Ya todo estaba hablado. Ya todo estaba dicho. Ella traería el asunto. Yo lo guardaría y, al recoger todo en la tarde, me lo llevaría junto al resto de mis cosas. Apenas se fue mi amiga, una señora que estaba como esperando para hablar conmigo me preguntó: —¿Esto es un juego o se pueden comprar las prendas por separado? Se estaba refiriendo a un juego de gargantilla y zarcillos hechos con ónix y amatista montados en plata. —Es un juego, señora. Es más, viene también con esta pulserita que, si usted se fija, tiene dos trancadores de manera que, si quiere, puede agregarla a la gargantilla para volverla un collar un poquito más largo. A la señora le encantó la idea; dijo que le parecía una propuesta ingeniosa y que el acabado, más que de bisutería

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artesanal, parecía de joyería. La señora levantó delicadamente las prendas. Las detalló. Me felicitó por los remates. «Son realmente muy limpios», y me preguntó si lo podía envolver para regalo, sin siquiera preguntarme el precio. Automáticamente, recordé el triste y dramático; ridículo y patético episodio con el ladroncito de la feria de navidad, y pensé: «Si esta caraja intenta robarme, la voy a desmoñar aquí mismo». Hice una serie de cálculos con respecto a la distancia a la que estaba de mí y acerca de cómo podría saltar sobre ella desde mi puesto sin regar por el lugar todos mis materiales de trabajo. «Si dice a correr —pensé— le lanzo por la cabeza una de estas botellas de ponche de cacao». Todo esto pensaba mientras buscaba el papel de seda para envolver, una a una, las prendas del jueguito: la gargantilla, los zarcillos y la pulsera. «¿Hay alguna otra cosita que le guste?» —le pregunté como para distraer a la puerca ladrona, que hasta cara de puta tenía—. «No sé. Tal vez quiera ver los atrapasueños. ¡Mire este que lindo con las plumas azul rey!» —traté de marearla para demostrarle que a mí me joden una vez pero no dos veces; que la primera vez, la culpa es del ratero; pero la segunda, sería culpa mía. Disfracé mi parsimonia de una delicadeza exagerada. Es decir, me tomé mi tiempo para envolver las piecitas, y cada zarcillo lo envolví por separado. Pude percatarme de que, en ese punto, la señora hizo un gesto de extrañeza, ¡pero a mí no me iba a echar esa vaina! ¿Tumbarme un juego de cuatro piezas? ¡Ni de vaina! En serio, no podía yo entender cómo aquella tipa pudiera dedicarse a tan mal vivir. ¿Qué podría tener? ¿Unos treinta? ¿Quizás treinta y dos o treinta y tres años? ¡Más que eso no podía tener! ¡La edad de Cristo, pues! ¡Y ladrona la condenada! Seguía yo, no obstante, sin resolver el tema de cómo iba a saltarle encima a esa hija de Satanás. Cómo la

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detendría sin destrozar mi puestito tal como pasó aquella vez de la otra feria. Quizás lo mejor sería envolver todo, e inmediatamente después, disimuladamente, levantarme con la excusa de querer estirar las piernas cuando fuera a entregarle la bolsita. Así quedaría de frente a ella y cuando ella intentara correr con mis prendas sería mucho más fácil para mí actuar y detenerla en seco. ¡La aniquilaría! ¡La inmovilizaría! ¡Y yo le llevo ventaja porque soy más joven! Aquello iba a estar como para grabarse con un celular y montarse en YouTube. Así todos sabrían que conmigo no se juega, ¡no joda! En efecto, cuando tuve todo arregladito, bello, como para un regalo hermoso y de categoría, inventé que tenía una pierna como encalambrada de tanto estar sentada. Me levanté con el paquetico en la mano y di unos pocos pasos hasta quedar justo frente a la bruja ratera. A punto estaba de extenderle la bolsita cuando la mujer me dijo: —¡Pero me tienes que decir cuánto es, ah! Además, te voy a dejar un cariñito por haberlo envuelto con tanto amor —me dijo—. No creas que no me fijé en tu extrema dedicación. ¡Es que ni yo lo hubiera hecho mejor! Es para mi madre, ¿sabes?, que viene a almorzar conmigo y con mi hija el próximo domingo. Ya sabes, ¡por el Día de las Madres! Hasta el sol de hoy esa mujer debe estar preguntándose por qué le insistí tanto para que aceptara llevarse aquellas prendas como una cortesía de mi parte. ¡Le regalé todo! ¡Zarcillos, gargantilla, pulsera! ¡Toda vaina!, ¿qué otra cosa podía hacer?

III El guayabo del resto de aquel miércoles no me dejó rendir a plenitud. Aquel episodio con el raterito en la feria de

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navidad me había dejado una marca más honda de lo que yo misma me hubiera imaginado. Lo de la señora me permitió dimensionar la magnitud de mi trauma. ¡Ni de vaina quería que me volvieran a robar! Mucho menos perder mis materiales de trabajo. A las cinco y media, recogí todas mis cosas y, después de todo, me sentí un poquito mejor por las otras prendas que sí logré vender y por haber compensado a la señora por mi paranoica suspicacia. Obvio, ella ni pendiente —ni se enteró de todo lo que me pasó a mí por la cabeza— pero a mí me bastaba con saber que reaccioné internamente como una desquiciada. A la mañana siguiente, como las tres anteriores, me levanté muy temprano. Dispuse todo lo que me iba a llevar y desayuné cualquier cosa. Me habría gustado una arepita, una empanadita, ¡algo!, pero me tuve que conformar con un cachito y un jugo. A un cuarto para las siete, ya había llegado a Chacaíto, monté mi puestito, todo fino, y a las ocho cuando subieron la santamaría, todos estábamos listos. Bueno, casi todos… Había un puesto sin montar: el de Marina. Ver ese puesto vacío me dio muy mala espina. Me puse trágica. Obviamente, me entregué a un proceso de racionalización catastrófica. Marina, que prácticamente nos esperaba a todos para darnos el guayoyo matutino, no estaba allí. Precisamente ese día no estaba allí. Yo misma me di ánimos y me llamé la atención: «Recuerda lo que te pasó ayer con la señora. Recuerda. No seas ave de mal agüero». Poco a poco, empezó a llegar la gente. Cada vez faltaba menos para el Día de las Madres, y había afán. Algunos buscaban algo original en bisutería, en orfebrería, en prendas de algodón hindú, en sandalias tejidas, en carteras de cuero pintadas a mano, en jabones con aromas exóticos, en agendas hechas con papel reciclado, en sales aderezadas,

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en cajitas pintadas y barnizadas, en chocolates saborizados con especias (clavo, canela y anís estrellado), en aros y aretes hechos con baquelita, en velas ornamentales, en adornos de murano. En fin, pese a que las ferias son todas más o menos iguales y pese a que en todas se vende casi siempre lo mismo, la gente persiste en su fe de conseguir cosas originales. Lo más original que se me pasa por la mente en este momento es una empanada de pintura ‘e labios o un bolso tejido con cabello humano. No sé. Un tipo, muy guapo por cierto, se acercó a mi puesto y me preguntó por el precio de una tobillera de ónix. Muy bonita la tobillera. Había pensado en quedármela. A punto estuve de guardarla de nuevo en la cajita de herramientas cuando me distrajo la guapura de aquel hombre. «¿El hilo es de oro?», quiso saber. Le dije que no, que apenas tenía un baño. Le dije también cuánto costaba y me dijo que estaba bien, que la quería. —¿Se la envuelvo para regalo? —No, no te molestes. ¡Ya mismo la vamos a estrenar! —dijo esto, pagó, agarró su tobillera sin bolsita ni nada y se fue de mi puesto sin más. —Bello y raro —me dijo la chica de los jabones. No dije nada. Creo que apenas sonreí. Estaba preocupada por Marina. A las diez (creo que ya eran las diez) se presentó una trifulca en el puesto de las sales aderezadas. Por lo que pude oír, un señor mayor metió el dedo ensalivado en uno de los frasquitos de muestra (esos destinados únicamente para oler los aromatizantes). La dueña del puesto se enfureció, botó la sal y estaba tratando de que el señor le pagara algo. —¿Cómo se le ocurre hacer semejante cochinada, señor? ¡Usted es bien maleducado! ¡Tendrá que pagarme la sal que boté! ¡Abusador!

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«¡Verga! ¡Tan temprano!», pensé, y seguí en lo mío. Pronto pasarían las personas que me hicieron los encargos el día martes. Ya tenía listas las tres gargantillas y las dos pulseras. Las había hecho entre la tarde y la noche anterior. Ónix, amatista y turquesa. Hilo de plata, nylon y cuerina. Todo bien; todo bonito. Y Marina que no aparecía. Como doscientas veces le eché ojo a la puerta de entrada. Esperaba verla aparecer de un momento a otro; esperaba verla llegar con lo prometido. Y nada. Más bien entró una señora con acento extranjero hablando con gran estrépito. Era una señora morena y grande como muchas que ya había visto por Caracas. Usaba muchas, muchas trencitas como rojizas. Llegó directo al puesto de los chocolates aromatizados con especias. «Ese cuerpito no salió de la nada», pensé. Me puse intensa a hacer unas vainas con alambrismo y mostacilla tratando así de que el tiempo pasara más rápido. Me puse a hacer un árbol de la vida dentro de una argolla. Podría funcionar como un bonito dije o como una hebilla o como un gancho para el pelo, ¡para lo que fuera! Yo lo que quería era matar el tiempo. Nada más. De aquí a que terminara eso serían como las doce, y Marina ya habría llegado. En efecto, justo a las once y veintitrés llegó Marina. Traía en sus manos un paquete negro. Al menos eso pude apreciar desde mi puesto. Cuando se acercó a mí vi que era, sí, un paquete negro: era algo envuelto en bolsas negras plásticas y asegurado con tirro del mismo color. ¡Tenía bulto aquello! Me lo extendió al tiempo que decía: «Guarda esta vaina ya debajo de tu mesita. ¡Pero ya! Mira que aquí hay muchos ojos». Agarré el paquete, y pesaba más de lo que yo me hubiera imaginado. Casi cayó al piso por su propio peso y yo solo lo arrimé con el pie debajo de mi mesita.

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—Gracias, amiga. —Hoy por ti, mañana por mí —me dijo—. Y ahora me voy pa’l puesto que mira la hora que es y yo no he vendido ni un gafete. ¡Te llamo en la noche! El alma me volvió al cuerpo cuando vi a Marina. Pensé que algo le había pasado. Por fortuna, ya estaba allí y había cumplido su compromiso conmigo. Eso me hizo trabajar el resto de la tarde con más ánimo aunque sabía que, a la hora de irme a mi casa, cargaría —literalmente— un peso adicional. Pero no me importó porque tampoco mi mamá tendría que preocuparse mucho más por mí. Apenas terminé el árbol de la vida (con mostacilla dorada y cristal checo), una adolescente hizo que su mamá se lo comprara. Eso me dio mucho gusto. Fue como una adrenalina más limpia la que se apoderó de mí: no la adrenalina que da ganas de perseguir y de matar. Fue, más que adrenalina, como una mezcla de serotonina con dopamina que lo hace sentir sabrosito a uno. No quiero imaginar lo que sentiría cuando llegara a mi casa y probara lo que me llevó Marina. Por lo pronto, seguí en lo mío. Llegaron los dueños de los encargos, los entregué y todos felices. Mientras atendía a los que se iban acercando al puesto —unos a comprar, otros solo a mirar— intercambié algún comentario con mis vecinas de feria pero pensaba, más que todo, en cómo me iría con ese perolero a mi casa. Tendría que pedir un taxi. A las cinco y veinte, molida por el ajetreo, por las tensiones y las emociones del día, pedí un servicio en una línea de taxis. Me atendió una chica y me dijo que estuviera atenta porque el taxista llegaría en diez minutos. «Son ochenta y cinco, ¿oyó? La va a ir a buscar el señor Ramón Moreno en un Aveo azul. Diez minutos.»

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Recogí mis cosas, me aseguré de tener todas mis prendas y mis materiales a buen resguardo, acomodé lo que cupo en el morral, recogí otros implementos en la caja de herramientas —esta vez traje una sola— y puse todo junto al paquete que me había traído Marina. Arrimé las cosas hasta la puerta de entrada de la feria con la ayuda que me brindó la muchacha de los jabones. Ella, de buena fe, quiso ir a agarrar el paquete que me había dado Marina, ¡y la paré en seco! «No, no, no… Lleva tú el morral y la caja de herramientas. Yo llevo esto». Me miró un poquito raro, pero igual me ayudó. Apenas llegamos a la puerta, sonó mi teléfono. «¿Señorita ¡o señora! Sonia Maruchán? ¡Ajá! Soy el señor Ramón Moreno. Mire, estoy aquí justo frente al semáforo que hace esquina en la farmacia. Estoy en un Aveo azul». —¡Ajá! Ya lo vi. ¿Será que se acerca pa’ que me eche una manito? Me dijo que cómo no, que con mucho gusto, y vino a ayudarme con mis cositas. Este señor me miraba insistentemente por el retrovisor. Menos mal que mi casa no quedaba tan lejos. Pedí el taxi solo por no calarme el metro a esa hora y por no lidiar con los pasajeros de una camionetica. La cosa es que ahora este hombre me estaba mirando así. Lo único que medio me tranquilizó fue pensar que el tipo trabajaba en una línea conocida; que esos choferes son seleccionados con ciertos criterios de calidad y que no podía, no debía, ser ni un sádico ni un secuestrador. Pensé en el paquete que me había dado Marina, y tragué grueso. El no pudo haberse dado cuenta. Pero me escrutaba por el espejito. Como si tuviera algo extraño en mi rostro. Respiré y hasta olvidé por un momento que yo era atea. «Ay, ampárame, Santísima Trinidad. Ay, María, Madre de gracia, Madre de misericordia, defiéndeme de

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mis enemigos y ampárame ahora, virgencita, y en la hora de mi muerte. Amén. Ay, Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo…» Recé como mil oraciones más de las que alguna vez le escuché a mi abuela. Veinte minutos después estaba yo en mi casa. «Que pase buenas noches, mija —me dijo el señor Moreno—. Y, mire, tiene como unas cositas que le brillan en la mejilla. ¿Qué son? ¿Son lentejuelas? ¡Se le ven bien bonitas! Llaman mucho la atención.» Y se retiró después de haber dejado parte de mis cosas en la entrada del ascensor. —Gracias —le dije— y que usted también descanse. Apenas llegué a mi piso, saqué todo aquello, lo puse frente a la puerta, abrí y empujé todo con los pies hacia adentro del apartamento. De verdad, no quería levantar más peso, pero me tocó levantar el paquete que me había traído Marina, y lo puse en la mesita de la cocina. Saqué de la gaveta una tijera para cortar el tirro y desenvolver aquello. Como si no hubieran sido suficientes las bolsas negras, los paquetes estaban envueltos en papel de periódico. El papel sí es verdad que lo rompí sin tanto protocolo, y el contenido quedó descubierto ante mis ojos. Yo no podía creer aquello. Y, como mandada por Dios mismo, mi amiga me llamó justo en ese momento tal como lo había prometido. —¿Qué hubo, manita? ¿Ya viste la vaina? —preguntó. —Sí, mana. ¡Con esto estoy hecha! —No es gran cosa, pero con eso te medio parapeteas por unos días —me dijo—. Para mañana, te prometo Mazeite y papel tualé. Casi lloro de la emoción. —Es que estos panas míos que trabajan en el Clan Juárez de La Urbina llevan la mercancía de los depósitos a

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los anaqueles entre nueve y media y diez… ¡Por eso llegué tarde esta mañana, marica! La harina Pan y el azúcar es lo último que sacan, y, apenas sale ¡se arma un peo descomunal! —Entiendo —le dije—. Yo me he cansado de ver y padecer esos atajaperros. —Por eso fue que te traje nada más dos kilos de harina, pendeja, y uno de azúcar. Mañana, cuando vuelvan a sacar mercancía, te consigo Mazeite y papel pa’ que te limpies el culo. ¡Cuenta con eso! Mañana van a sacar Mazeite. Y puede que hasta harina leudante y margarina. Eso me dijeron ellos. Me lo aseguraron, y se veían serios.

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Ácula La apariencia del cuerpo no siempre es el reflejo del alma. GEORGE SAND

NO ES FÁCIL ESO de mirarse al espejo y encontrar que una no tiene culo. Cada vez que una se ducha. Cada vez que a una la invitan a la playa. Cada vez que una va a una fiesta. Cada vez que una pasa por una vidriera y, en lugar del vestido, una lo que quiere es comprar el cuerpo del maniquí. Turgente, torneado, tónico, dórico y corintio. No es fácil. Yo que te lo digo. No es fácil mirar esos cuerpos que vienen con su cirugía incorporada y con esas tetas que parece que, en cualquier momento, van a salir volando vitrina afuera. Una ve aquello y, de pana, la sensación de orfandad es como para no deseársela ni a la peor enemiga. Ojalá se te caiga el culo. No. Hasta allá no llego yo. Hay cosas que no se dicen. Quien como yo ha tenido que vivir con la desgracia de crecer sin nalgas sabe de lo que estoy hablando. Es como una discapacidad. Como una minusvalía. ¡Es que lo mío es como para escribir un libro! De tanto y tanto pensar en algo que describa el noble sitio donde termina mi espalda, sólo se me ocurre imaginar dos tortas de casabe: chatas, opacas, chuecas. Vivir con eso y no pensar en el suicidio me garantiza mi puestico a la vera del Señor. Veinticuatro años pasé con la sensación de ser la bicha rara de mi vecindario. Obvio: entre los siete y los catorce nunca le paré mayor bola a aquello porque, por lo 23

general, las niñas son menuditas, delgaditas. Y eso es bien visto. A menos que se tratara de Roraima, mi vecinita del piso 2, que a los once ya se había desarrollado. Cuando cumplió los trece, ya era el objeto del deseo de todos los carajitos de primer año. Al principio, a Roraima se le llenó la cara de pepitas. Bien fea que se le puso, y de eso te has de acordar. Ella pensaba que era por tanto comer mantequilla, empanadas y otras vainas fritas. Las empanadas le encantaban. Pero, con el tiempo supo, y supimos todas, que era una vaina hormonal. De los estrógenos y eso. Después, con un poco de dieta, unas lociones y unas pastillas que le mandaron, la cara se le puso lisita. Y yo le agarré arrechera. No tanto por el cutis. Era el rabo que se gastaba la condenada. Ni Zuleika, que era negra por parte de papá y mamá, tenía semejante cumaco. Y, obvio, todos los de primer año querían con Roraima. La única desprovista del grupo era yo. Éramos un combito como de nueve. Roraima, Zuleika, Miriam, Iris, Clert, Chabela, yo y otras a las que, entre una cosa y la otra, les perdí la pista. Supongo que, a estas alturas, ya todas estarán listas con sus operaciones. A los diecisiete, todas nos pusimos una meta: operarnos antes de llegar a los treinta. Nada de ser unas viejas feas. Esa era nuestra premisa, y no creo que ni siquiera tú lo hayas olvidado. Roraima no se operó el culo porque no le hacía falta. Ella siempre estuvo muy bien en general. Más nunca tuvo problemas de piel. Su cabello cortico siempre le quedó muy bien. Quitar las fritangas de su dieta la ayudó bastante con lo de la celulitis (de hecho, creo que nunca la tuvo), y su único afán siempre fueron los dientes: se los hacía blanquear y pulir una vez cada dos años, y no duraba tres semanas con la misma manicure. El fuerte de Zuleika, como sabes, eran sus piernas. Siempre fueron sus piernas. Además, bailaba muy bien la condenada. Salsa, 24

merengue, reguetón, tambor, bachata, cumbia, vallenato, guachi-guachi, bolero. A cualquier vaina que sonara, Zuleika le encontraba el ritmo ¡o se lo ponía! No estaba buena-buena pero, eso sí, siempre era el alma de la fiesta, y su máxima aspiración era ponerse ortodoncia y depilarse con láser. Su relación con los pelos era tan mala que la caraja se escondía cuando la luna estaba llena. Al final, logró que le pusieran la ortodoncia y dio con una esteticista que la ayuda con lo de sus axilas, las piernas y la zona del bikini. Miriam siempre fue medio majunchita. Pelo ralito. Patoncita ella. Y cuatro ojos para más señas. Creo que en todos los grupos hay alguien así. Nerdos, que los llaman. Miriam nunca quiso ninguna cirugía. Creo que aquella vez que hicimos el pacto de estar operadas antes de los treinta, ella dijo que sí, que juraba con nosotras, pero fue por compromiso más que todo. Como para que no nos metiéramos más con ella, que creía en esa pendejada de la belleza interior. De hecho, creo que ella la única operación que se hizo fue la de apendicitis. ¿Recuerdas que casi se le complicó con una peritonitis? Sí, fue un caso horrible. Iris tenía unas manos grandes, de dedos largos. Desde que nació en su casa decían que esta va a ser pianista. Pero no. Iris es más sorda que una campana de trapo. Eso sí, tenía y tiene las manos más bellas que yo haya visto jamás. Eso que Iris hace el oficio parejo. Esa cocina, pasa coleto, lava, tiende las camas. Bueno, hace de todo, y yo no sé cómo no se le joden las manos. Las tortas de cada cumpleaños van por cuenta de ella. Es la repostera oficial del barrio. A veces cobra por hacerlas, si van decoradas con motivos especiales, y otras veces son su regalo para la ocasión. Que si un cumpleaños, que si una primera comunión. No se compromete ni con bautizos ni con matrimonios porque ella dice que eso da mucho trabajo. Por 25

eso tampoco hace hallacas nunca. Iris se operó la nariz. Se cansó de que le dijeran que parecía un pimentón. Clert salió preñada de un profesor de noveno. Se metió a loquita y salió preñada. Todas le dijimos que no se enredara con ese señor. Que era un rolo de viejo para ella. ¡Imagínate! Tenía veintisiete años. Aun así, le metió mano a la necia de Clert. Ella siempre se menospreciaba. Tenía unos ojos bonitos y un talento especial para el dibujo, pero creo que ni su papá ni su mamá ni ninguno de sus cinco hermanos le hizo sentir que ella valía la pena para algo. Eso es lo malo de las familias grandes: nadie le para bolas a nadie. Creo que todos en esa casa, ahora que me acuerdo, vivían sólo para protegerse del papá. ¿En qué momento la pobre Clert iba a desarrollar eso que llaman autoestima? Pa’ colmo de males, el profesor estaba casado o tenía una mujer o algo así, y cuando supo que Clert estaba preñada la echó como un perro. Le dijo que dejara su fastidio, que ella era una mosquita muerta, una pisa-pasito y que se le metió por los ojos porque necesitaba que alguien la sacara de su casa para que su papá no la siguiera molestando. La única que apoyó a Clert con lo de su barriga, como recordarás, fue una prima cuatro años mayor que ella. Por supuesto, no se terminó de graduar, y hoy trabaja en un sitio donde venden almuerzos por kilo. El carajito es bien bonito. Ojalá no salga como el papá. Clert tampoco se operó nada. Un carajito da mucho gasto. Chabela siempre estuvo clarita. Creo que desde los catorce empezó a ahorrar. ¿Te acuerdas que la llamábamos Miss Piggy? Chabela juró que sería flaca a como diera lugar. A los veintiuno se hizo una lipoescultura y una mamoplastia que la dejaron como una miss pero de verdad verdad. Siempre supo que, de otro modo, no podría borrar los estropicios de su metabolismo y que sus padres, como siempre le dijeron, no se iban a prestar «pa’ 26

esa vagabundería», que uno es como Dios lo hace y que la persona que lo vaya a querer a uno lo quiere como uno es. «Sea uno negro, blanco, flaco, gordo, miope, como sea». Que eso de las cirugías es un invento del Diablo pa’ que le gente reniegue de la obra de Dios. De las otras muchachas no supe más. Al menos no por trato directo. Una de las que se la pasaba con nosotras, no sé si le recuerdas el nombre, sé que se fue del país con una beca de estudios; a otra la hirieron hace unos meses dos tipos que atracaron la camionetica donde ella iba y a la otra, si mal no me informaron, la llevaron al INOF, por un lío de una droga que le encontraron en el bolso. De mí, bueno, ya te dije algo: nunca tuve culo. Y tú lo sabes. Al principio, no me molestaba tanto porque no tenía consciencia del problema. Cuando pisé los diecinueve, se subió la gata a la batea. Le cayó sapo al agua. Se cagó la jaula. Entré como asistente a la Dirección de Comunicaciones de una entidad bancaria. Al principio, toda era bien de pinga. Yo soy muy buena en el tema de las relaciones humanas. Recuerdo que una vez la gerente de medios me dijo que yo tenía el don de la conciliación, que era buena mediadora y que tenía una gran intuición para la resolución de conflictos. ¡Alguna ventaja debía tener ser la hija del medio! Estoy apagando fuegos, como bien sabes, desde que tengo memoria. Lo cierto es que esas cualidades mías hicieron que mi estancia en ese banco fuera armónica, productiva, exitosa. Al menos, eso creía yo. Al poco tiempo me enteré de que me tenían un mote y de que, a mis espaldas, hacían chistes a mi costa. Pedro, una especie de utility, sobrino de la jefa de personal, me colgó un San Benito que, incluso hoy, me tortura. A los diecinueve, uno todavía está transitando de la adolescencia a la adultez, y yo era medio mente’ e pollo

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en ese sentido. Tenía muy poca malicia, la verdad sea dicha. Yo no era intrigante ni chismosa. ¿Tú recuerdas haberme visto envuelta en algún cotilleo? Mi mamá me enseñó que si no tenía nada bueno que decir, mejor no dijera nada. Ya lo señalé: lo mío era más bien la armonía, el amor y la paz. Por eso, cuando supe que yo era un objeto de burlas, me sentí muy mal, muy triste y, a pesar de lo promisoria que perfilaba ser mi estancia en ese trabajo, a los pocos meses renuncié. Dije que me había salido algo mejor, y me fui. Me llamaron. Me dijeron. Me propusieron. Me prometieron. Que qué me pasaba. Que por qué me iba. Me interrogaron. Se disculparon. Me fui. Pasé los tres años siguientes sacando mi técnico superior, y me mantenía con las clases particulares que les daba a los chamos de quinto. Sí, matemáticas y eso. Necesitaba mantenerme y juntar platica. En el grupo nunca confesé qué cirugía quería hacerme. Ni siquiera a ti, pero secretamente —y aunque jamás lo admití, ni siquiera para mí misma— le tenía envidia a Roraima. Ella se desarrolló a los once; yo a los trece. Mientras ella ya usaba sostén, yo usaba franelillas. Mientras ella hablaba de toallas sanitarias y de períodos y de dolor de vientre, yo me limitaba a sentirme miserable. Parecía que yo era el gemelo de mi hermanito Raúl. ¡Qué horrible! ¡Éramos planitos los dos! Y yo sentía que Roraima tenía la culpa de todo. Hoy sé, como dices, que aquello era ridículo, ¡pero es que yo también era una carajita! Hoy se me hace fácil hablarte de todo eso porque ha pasado el tiempo, pero quien me hubiera visto por esa época hubiera pensado que en mí sembraron chiquita una mata de lamentos. A los veinticuatro años, y sólo con lo que ganaba como profesora particular (aún no me había empleado como técnica en informática), junté unos realitos. Los junté pero

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nunca eran suficientes. Cuando no los descompletaba por una cosa, los descompletaba por otra: que si el alquiler, que si remedios para mi mamá, que si Raúl necesitaba unos libros, que si el tratamiento de mi papá, que si siempre algo. Tres presupuestos dejé pasar antes de tomar una decisión sobre mis torticas de casabe. Debía hacer algo con ellas antes de los treinta. Implantes, ácido hialurónico, lipoinyección, silicona, biogel, brujería, ¡lo que fuera! La respuesta a mis oraciones llegó con La Chinga. A ella la conocí hace como cuatro años cuando a Asdrúbal, mi hermano mayor, lo operaron de las hemorroides. Te debes acordar porque una vez fuiste a verlo al hospital. Eso fue todo un caso, pero no voy a entrar en detalles que ya conoces. La Chinga, que oficialmente se llama Endipia Santiago, fue la enfermera que cuidó a Asdrúbal. Y cuando digo que lo cuidó me refiero a que se convirtió en su madre oficial mientras él estuvo recluido: ella cuidó su higiene, cuidó su dieta, cuidó sus sábanas, cuidó su sueño y hasta le procuró un televisorcito pa’ que el pana viera Concurso millonario. Si bien se trató de una cirugía sencilla, Asdrúbal pasó cuatro días en observación. Y La Chinga lo cuidó como si él fuera su propio hijo. El hijo que no tuvo nunca. Y esa devoción yo se la agradecí siempre y entablé con ella una amistad a la que después le tuve que empotrar, como lápida, un buen par de comillas. La Chinga me dijo que ella me podía ayudar. Que durante los últimos tres meses había asistido en algunos procedimientos quirúrgicos al Dr. Ezequiel Lizararte. El nombre más prominente si de cirugía máxilofacial hablamos en este país. Su nombre está asociado al éxito de actrices, modelos, animadoras de televisión y hasta de políticos. La Chinga me aseguró que con el solo hecho de compartir el ascensor con ese hombre ya uno aprendía. «Es que es una

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eminencia», me había dicho. Yo no sabía los detalles de la carrera de Lizararte, pero sí había leído por aquí y por allá algún comentario sobre las transformaciones que había logrado en distintas personalidades. Al parecer, algo de su sabiduría —aunque fuera a través de La Chinga— se iba a poner al servicio de mi felicidad. Ya sabes cómo es cuando uno está desesperado: uno se aferra a cualquier esperanza. Cuando le comenté a Zuleika, ¿te acuerdas de Zuleika?, mi disposición de hacerme el pompis, ella me habló de La Chinga. Me la describió, me refirió algunos aspectos de su carácter, y yo no pude evitar asociarla con la enfermera que cuidó de Asdrúbal. En efecto, eran la misma persona. Me dio alegría la sola posibilidad de que esa Chinga fuera la portadora de una solución para mí. Zuleika me ofreció ponernos en contacto. Yo le dije que no hacía falta, que yo conocía a La Chinga, que le tenía cariño por lo de mi hermano y eso y que yo misma iría a hablar con ella. Tres días después, me estaba entrevistando con Endipia. —Esto es cosa de nada, mi amor —me dijo Endipia—. Ya vas a ver que te voy a dejar bien bonita como tú quieres. Las palabras de La Chinga me llenaron de emoción. Ya podía verme como esas mujeres que salen en los programas de humor, en las vallas, en las revistas, ¡como esas que una ve en la playa con esos cuerpazos! Porque el problema mío eran las nalgas (que no tenía). De resto, yo estaba bastante bien. Mi piel no era mala. Mi cabello, aunque no era largo, era muy sano, tenía buen color. Saqué los ojos almendrados de mi papá (tú sabes que esos ojos siempre fueron su gancho) y la nariz de mi mamá (que, como siempre has dicho, parece haber nacido con una rinoplastia de concurso). En general, mi silueta es bonita, casi bonita, y un metro setenta es una estatura

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buena para una venezolana promedio, criollita, criollita; sin ascendencia europea conocida. En fin, lo que me faltaba era, como dicen, un arreglito. —Por ser tú, por tratarse de ti, de la hermana de Asdrúbal, te voy a cobrar cuatro quinientos. Yo por lo general cobro siete, pero a ti te voy a hacer un precio especial. Dos mil doscientos cincuenta cada nalga, recuerdo que pensé. ¡Nada que ver con los otros presupuestos! Pero nada que ver. Hasta platica me iba a quedar para comprarme unos bluyines bien apretaditos y unos hilitos de este tamañito. Para tranquilizarme, La Chinga me explicó en detalle el procedimiento. Sí, me dijo que confiara en ella, que ella no me iba a hacer ningún mal y que, hasta ese momento, ninguna de sus «pacientes» había presentado complicaciones. Me dijo que por mi peso, mi estatura y mi configuración fenotípica, iba a utilizar conmigo una sustancia biosintética que, hasta entonces, le había dado muy buenos resultados. —¿Tú conoces a Encarnita? —me preguntó Endipia esa vez. —¿La que vive al lado de la farmacia? ¿La menor de los Mijares? ¿La hermanita del Cuco? —¡Exactamente! Bueno, ¿tú te acuerdas cómo era ella, no? ¡Tan sin gracia! Así como tú… ¿Tú sabes con quién está saliendo, no? Y creo que está hasta pedía. —No, la verdad es que no sé. ¿Con quién está saliendo? —¡Con el hijo del alcalde, mi amor! El tipo y que la vio en Camurí Chico y que se quedó fue prendado de ella. ¿Y todo gracias a quién? ¡A esta que está aquí! —me dijo llena de orgullo La Chinga—. ¡Sí, mi amor! ¡Ese culo es mío! Y yo culo que monto, culo que caso.

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No pude evitar reírme. Endipia dice unas vainas. —Sí. Yo le mejoré su presencia, la hice confiar en sí misma, quererse un poquito y como que hasta suerte le traje porque gracias a mí fue que consiguió ese tremendo partido. El hijo del alcalde nada más y nada menos. —¡No se diga más, Chinguita! —le dije—. Tú sólo dime cuándo le echamos pierna. Dime en qué hospital o centro atiendes tú, y a la hora que tú me digas yo me presento allá. ¿Voy el mismo día o un día antes? Con el tiempo fue que entendí la sonora carcajada que soltó La Chinga en ese momento. En honor a la verdad, debo decir que le salió del alma. Hasta a mí me provocó reírme con ella, pero no lo hice. No sabía qué había de gracioso en mis palabras. Tienes razón: debí interpretar en toda su dimensión esa risotada. —No, mamita. ¿Zuleika no te dijo? ¡Yo atiendo aquí mismo! ¡En la casa! Ven que te muestro. Estábamos conversando en la pequeña salita de su casa. Nos levantamos e iniciamos un breve, casi súbito, recorrido. —Mira —me dijo—, esta es la cocina, este es el baño, este es mi cuarto y aquí, en esta piecita, es que yo hago mis tratamientos. Me contó que, hasta hacía nada, ese era el cuartico de planchar. Que ahí había antes unas canastas para la ropa lavada, una mesa plegable para planchar, la plancha por supuesto, unos ganchos plásticos para colgar la ropa, unas escobas, unos coletos y otros enseres de limpieza. —¡Todo eso lo pasé pa’ allá atrás para montar aquí mi negocio! Eso sí, nunca uso la misma sábana con dos clientas distintas. Ni las mismas jeringas. Ni las mismas toallas. Ni nada —me aclaró Endipia, muy probablemente por el asombro que se me instaló en la cara—. Aquí, aunque no parezca, la higiene ante todo. 32

Tienes razón, quizás debí salir de aquel lugar para nunca más volver. Toda la iluminación provenía de un bombillo de esos que llaman ahorradores. Estaba directamente conectado al zócate que guindaba de un cable negro. El cable salía justo del techo y tenía dos o tres remiendos con tirro. El cuartico era caluroso porque tenía una sola ventanita chiquitica, y estaba muy cerca del techo. El ventilador, puesto sobre una silla, era lo único que medio refrescaba el ambiente. En una repisa descansaban unos potes plásticos. Me pareció que eran como los que alguna vez vi en la cabina de Arlenis, la muchacha que a veces me hacía las depilaciones y me daba mis masajitos de cuando en cuando. Parecían potes de parafina o de aceite de almendras o de esencia de vainilla blanca. Algunos llenos. Otros sellados. Otros como por la mitad y no sé si pensé que estaban medio vacíos o medio llenos. Creo que vi la vaina con optimismo, pero muy en el fondo tenía la sensación de que, como tú dices, más me hubiera valido salir de aquel lugar para nunca más volver. —Para mí la higiene es primordial —volvió a decir Endipia, mientras se pasaba la mano por la frente y se la limpiaba con la franela. Me explicó, entonces, el procedimiento. Me dijo que eso era chas-chas y que, en menos de lo que canta un gallo, iba a estar de vuelta en mi casa recuperándome. Me dijo que tendría que pasar por lo menos una semana durmiendo boca abajo y que nada de llevar sol en, por lo menos, un mes; que nada de andar por ahí haciendo desastre. Que no comiera granos ni carnes rojas. Que, aunque no me gustara, incorporara a mi dieta auyama, pera, ciruelas pasas, cambures, piña. Sobre todo piña, me había dicho, por su efecto desinflamante. «Debes cuidar —me dijo— que no te dé estreñimiento.» Me dio un papelito con unas

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anotaciones (en una de las tres líneas, decía algo así como dimetilpolisiloxano), y fijamos para vernos en cuatro días. Según mis cálculos, iba a estar fina para mi cumpleaños, y podría celebrarlo como siempre quise: ¡con una playada! No, no entré en pánico al leer lo de dimetilpolisiloxano. Cuatro días después estaba yo en la casa de La Chinga. Yo solita. No le dije nada a nadie, ni a Zuleika. A nadie. Ni siquiera quise contar contigo. Sólo quería darles a todos una sorpresa. Total, eso iba a ser chas-chas. En mi casa me verían un poco rara. «Te vas a sentir un poquito mareada al principio» —me había advertido Endipia. En mi casa podrían pensar que era el calor o que me había descompensado como algunas otras veces me había pasado. Me recostaría un rato y empezaría mi proceso de recuperación. La Chinga me había advertido que no fuera con pantalones; que «como tú comprenderás ponerte, subirte y abrocharte un pantalón te va a resultar muy incómodo. Tráete un vestidito suelto e iremos bien». Así hice. Yo no soy muy de vestiditos pero, bueno, me compré uno ahí sencillito pa’ la ocasión. Casi una batica con un lacito atrás y tal. Llegué donde la mujer. Me saludó con un beso en la mejilla, me preguntó si había llevado la plata. Yo le había dicho para hacerle un depósito pero me dijo que no, que ella prefería contar su platica ella misma. Así que le di el sobre con parte de mis ahorros: treinta y cinco billetes de cien y veinte de cincuenta. «Perfecto —dijo Endipia—. Ahora tómate esto pa’ que te relajes un poquito. Es una manzanilla con diez goticas de valeriana. Y que el buen José Gregorio Hernández me guíe con su sabiduría». Todo comenzaría en diez minutos. Yo estaba nerviosa. Traté de persuadirme de que era la emoción del cambio, pero estaba, la verdad, como palo ‘e gallinero.

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Me puse peor cuando la oí decir «vente». Ya me había terminado la manzanilla con la valeriana pero, antes de levantarme de la silla e ir hacia la pieza, casi le pasé la lengua a las dos goticas del bebedizo que quedaban en la taza. El antes cuartico de planchado lucía un poquito más ordenado que la primera vez que estuve allí. Sí, la mujer lo arregló: la camita donde me iba a acostar se veía limpiecita. La tapa del ventilador también. Le había quitado las telarañas, y el bombillo que colgaba del techo ahora estaba parapeteado con unos guaralitos y su luz daba directo a la mitad de la cama. Supongo que para mejorar la visibilidad de La Chinga sobre mi cuerpo. Había guantes de látex, unas botellas plásticas y un par de cánulas sueltas. Ninguna de las dos tenía envoltorio. Me pareció que tenían aspecto diferente. Se veían como raras, pero no me preocupé demasiado. Está bien, llámame loca, si quieres. Me quité el vestidito, se lo di a La Chinga, que lo puso en un gancho plástico, y ella me dio una bolsita de cierre mágico. «Pon aquí tu pantaletica. No hace falta que te quites el sostén. Esto va a ser chas-chas». No sé cuánto tiempo pasó. ¿Media hora? ¿Una hora? ¿Quizás dos? No sé a cuánto tiempo-reloj equivale la expresión chas-chas. En todo caso, y pese a la molestia que me causó el procedimiento, caí en una especie de somnolencia. No llegué a quedarme dormida, pero me sentía atontada y sentía como un hormigueo en las nalgas. Miré, y vi que estaba sola en el cuartico. La Chinga no estaba. Tampoco la oí trajinar por la sala. Un ligero pánico se apoderó de mí. Esta mujer me dejó aquí sola, recuerdo que pensé. Me angustié un poco y la llamé. Casi grité. No sé de dónde aquella voz vine a escuchar… —¡Ya voy, mujer! ¡Ya voy! No hace falta que grites —respondió Endipia—. Estaba en el baño. Aproveché

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pa’ refrescarme un poco mientras tú descansabas. ¡Te echaste tu camaroncito! ¿Cómo te sientes? Le respondí que bien, pero que en general me sentía un poquito rara. —¡Rara no! ¡Diferente! ¡Buena moza! ¡Todo salió a pedir de boca! ¡Ya eres una mujer nueva! El entusiasmo de Endipia me tranquilizó, te lo juro. De hecho, me devolvió el alma al cuerpo. Me dijo te tienes que ir y me ayudó a incorporarme. Me ayudó a ponerme la pantaleta y el vestido. Me ayudó con las sandalias y me arregló el cabello. «Enjuágate la carita —me dijo—. Parece que hubieras llorado.» Me ofreció su brazo para que me apoyara y me acompañó hasta el baño. Me dijo que usara el agua de la poncherita amarilla, que la había puesto ahí para mí. —¿Se te dañó el grifo? —pregunté con sincera ingenuidad. —No, el grifo está bueno. Lo que pasa es que aquí llega el agua una vez por la cuaresma. Sentí vértigo. —Enjuágate, pues, y te acompaño hasta la puerta. Le hice caso. Me las apañé para salpicarme la cara con el agua de la poncherita. Volví a arreglarme un poco el cabello y me dispuse a regresar a mi casa. Pude haber tomado un taxi a pesar de lo relativamente cerca que estaba de la casa, pero caminé. Preferí caminar a paso lento y calculado porque no quería poner en riesgo el procedimiento. —Vas a estar un poco hinchadita al comienzo. Eso es normal. Después todo se irá ajustando —me tranquilizó Endipia—. En dos días iré a verte pa’ que me des razón de tu nueva vida. Salí, pues, y caminé con mi paso lento y calculado. Llegué a mi casa. Saludé a los que estaban y me fui directo a mi cuarto. Me desvestí y, a pesar del calor y de lo sudada

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que estaba, no me bañé. Que era mejor esperar, me habían dicho. Me desvestí, me acosté boca abajo y tal y en la noche cené una pera, una compota y una galleta integral. Sí, tal cual como ella me había dicho. Esa noche no vi ni el programa de concursos ni la novela con mi familia. Pude dormir, pero no por mucho tiempo. Calculo yo que, dos o tres horas después de haberme acostado, me dio una sudadera horrorosa. Me sentía caliente y hasta sentí que me estremecía un poco. Por supuesto, entré en pánico pero no me atreví a avisarle a nadie. ¡No! ¡Ni siquiera a mi mamá! ¡A ella menos que a nadie! ¿Cómo se te ocurre? ¿Qué le iba a decir? ¿Qué me puse culo y que ahora sentía que me estaba muriendo? ¡Ni de vaina! Capearía mi temporal yo solita y, al amanecer, ya vería. Amaneció, y me sentí mejor. Con la luz del día todo luce más sereno. De noche, todos los terrores se alborotan. Se desatan los demonios. La noche escuece, y uno siempre piensa justo lo que no es. Más de una vez en esos ratos de malestar, sudores y quebrantos pensé que me había metido en un peo. Estuve a esto de arrepentirme, pero no lo hice. No después de ver cómo, tras todos esos años de frustración e impotencia, por fin tenía un culo que lucir. Lo otro era averiguar si el alcalde tenía otro hijo casadero. Ja ja ja ja ja, me reí conmigo misma. Lo que parece haber sido una fiebre 39 o 40 desapareció con las primeras luces de la mañana. Hasta me pude levantar sin dificultad para ir al baño, hacer pipí, cepillarme los dientes y asearme un poco aquí y allá sin meterme en la ducha todavía. Lo que sí hice fue verme en el espejo. ¡Tenía culo, manita! ¡Por fin el final de las torticas de casabe! ¡Por fin bluyines! ¡Tangas! ¡Hilo dental! ¡Playa! ¡Mini falda! ¡Pretendientes! La Chinga, con sus manos prodigiosas, ¡marcó la muerte de la ácula!

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Durante la semana siguiente al procedimiento, usé puros vestiditos sueltos y unas falditas tipo hindú que tenían rato durmiendo el sueño de los justos en mi escaparate. Después de tanto desear tener un pompis como el de los maniquíes, ahora me daba cosita como lucirlo en todo su esplendor. De talla S recortada, pasé a una generosa talla M. Y me sentía feliz. Ya nunca más nadie se burlaría de mí en ningún trabajo. Una semana después del procedimiento, mi autoestima había sido restituida del todo. Fue como si La Chinga, en lugar de usar la microcánula debajo del músculo de mis torticas de casabe, la hubiera usado directamente en mi amor propio. Una semana después del procedimiento me atreví a sentarme con tranquilidad en una cafetería. Últimamente, me las arreglaba para tomarme el café en la barra. El cachito ¡o lo que fuera! Todo de pie. Sí, bueno, paraíta ahí como una estatua. Pero ese día, un martes recuerdo bien, me sentí y me senté como una diva a desayunar un croasán y un jugo de naranjas. Cuando me levanté sentí que algo húmedo corría por mi pierna. Pensé que era sudor porque ni dolor sentí. Fui al baño del lugar, y comprobé que era un líquido sanguinolento lo que me corría por la pierna. En muy pequeña cantidad pero suficiente para pegarme un susto arrecho. Pero no. No armé ninguna llorantina. Pero, al mediodía de ese mismo martes, fui donde Endipia. Nada me advirtió acerca de que podría tener «fugas». Pasé por donde Endipia, pero no estaba. Asumí que podía estar en el hospital y que podría verla más tardecita, aunque su casita estaba cerrada a cal y canto. Como si ahí ya no viviera nadie. Ya le consultaría en otro momento. Como no sentía dolor, dejé las cosas de ese tamaño. Y, no, chica. No sospeché nada malo. La cosa vino fue después. En la noche, el dolor me estaba volviendo loca: sentí náu-

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seas, mareo, fiebre, y una tos de tuberculosa hizo que mi familia entera sufriera una conmoción; un ataque colectivo de miedo. Yo no sentía ni la totona, ¿puedes creerlo? Apenas podía mantenerme en pie. Vomité hasta la bilis en un momento dado. Mi familia debe haber cargado conmigo a algún ambulatorio o algo así porque abrí los ojos y me vi en un sitio completamente desconocido y tenía una vía tomada. Me sentía inmersa en una somnolencia rarísima, y creí escuchar más de una vez la palabra «suerte». También recuerdo haber oído las palabras «afortunada», «bonita» y también la palabra «estafa». Ninguna de esas palabras me alarmó. Te lo confieso. Quizás porque estaba bajo una especie de sedación. Lo que sí me horrorizó, después supe por qué, fue esta frase: «Lo importante es que vivirá». A pesar de que estaba postrada en una cama, sentí vértigo, te lo juro. Sentí, chica, como que caía a un vacío. Recuerdo haber visto el rostro lloroso de mi madre y cómo Raúl y Asdrúbal se abrazaban. Zuleika estaba allí también. No recuerdo haber visto a mi papá. Y debí quedarme dormida. Cuando volví a abrir los ojos, sólo vi a mi mamá y a Asdrúbal. No sé ni qué hora era. Por las luces en la habitación, asumí que debía ser ya noche. Mi mamá me miró sonriente, pero con una sonrisa como triste. Nunca se la había visto. Ni siquiera cuando Asdrúbal se vio tan malo con su operación de hemorroides. Traté de incorporarme un poco para consolarla, y no me dejó. Ya sabes cómo es ella. —Tranquila, hija, tranquila… No pasa nada… —respondió casi en un gemido. —¿Cómo que no pasa nada? ¿Entonces por qué estás así? Tan triste. ¡Papá! ¿Dónde está mi papá? ¿Le pasó algo? ¡Mamá, dime, por Dios! —me desesperé.

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—No, hija, no… Tu papá está bien, quiero decir, está… sano. Es sólo que no tuvo valor para venir… Pensé en desistir. En no preguntar más nada. Aquella respuesta me dio muy mala espina y, de paso, tenía sed. Al mismo tiempo, unas ganas locas de hacer pipí. Sentí que si permanecía un rato más en esa cama me iba a orinar encima. Okey, ¡no sería la primera vez! ¡Qué rata! —¿Hay agua aquí, mami? Tengo sed, tengo la garganta seca. Mamá me dio agua en un vaso plástico. Al dármelo, noté un ligero temblor en sus manos, y otra vez esos ojos llorosos. Era obvio: algo muy malo debía estar pasando, pero no quise seguir presionando a mi mami. Sí, ya ella me diría todo cuando estuviera calmada. Más bien le pedí que me indicara dónde estaba el baño, que me llevara, que me acompañara, ¡algo! No recuerdo con exactitud cómo se lo pedí, pero lo cierto es que quería ir al baño. El tiempo en aquella cama ya me parecía una eternidad, y ya estaba como tullida. Aparte de orinar, lo que más quería era estirar un poco las piernas. De pana, ya no las sentía. Para nada las sentía…

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Suicida Cien veces he deseado que fuera posible renunciar a la vida como un funcionario renuncia a un empleo. ROBERT BURNS

POR LO GENERAL, la gente reza. Antes de salir a la calle, no importa la hora, la gente reza. Se encomienda a algún dios, y le pide regresar sana y salva a su casa. La realidad física le ha hecho creer a la gente que la solución a sus temores mundanos es metafísica. «Ay, Diosito, que no me cruce yo con un malandro que me dé boleto» es una plegaria estándar. De las más comunes junto con la señal de la cruz. «Que no me consiga yo con una bala perdida.» Y sale. La gente sale, y regresar entera es su máxima aspiración. Como si regresar a casa fuera, en sí misma, la diligencia. «Voy a salir porque tengo que retornar.» Todos ruegan por volver, volver, volver, menos ella. No hay un día en el que no salga deseando no regresar. Deseando que el malandro aquel que los otros esquivan se tope precisamente con ella y le dé boleto. Deseando tener el encuentro fatal con la bala perdida. Deseando que algún chofer irresponsable la arrolle irremediablemente o que algún recogelatas violento la empuje al Guaire y así ella dejarse llevar por la mierda hasta su destino final. No es suicida. No. No es suicida porque si lo fuera ya, a estas alturas, se habría mandado ella misma pa’l otro barrio. ¡Pero no le gusta la vida! Mejor dicho, no le gusta su vida. Lo peor es que, aun perteneciéndole, no puede disponer de ella. Suya es su ropa. Y la usa a discreción. 41

Suya es la computadora. Y a veces se la presta a su hijo. Suya es la cama. Y más de una vez la ha compartido con alguien. Suyos son el vino, la comida, los discos, los libros, el celular. ¡Y todo eso lo comparte! ¿Su vida? ¡Ahí está el detalle! Esa ni con el pétalo de una rosa. ¡Pero no le gusta! Incluso a veces siente que la odia. Que es una carga. Que es un castigo. Una lenta penitencia. Un aburrimiento sin límites. Una renuncia constante. Una espera sin tertulia. Un silencio magro y sin alicientes. Una carestía perpetua. Una rutina tediosa. Y, a veces, hasta volver a comer le causa hastío. Por lo pronto, dejó de tomar sus pastillas. Echó en una bolsita plástica el Provirón, el Difenac, el Clarivax, el Sucralfato, la Domperidona, el ácido ibandrónico, el Librax y hasta las gotas del Carmen y la valeriana. Un día empezó a hacerse la pendeja con lo del citrato de calcio. Después fue la tibolona. Eventualmente, pretextó cualquier excusa para no comprar la pastilla esa que le cuesta 260 bolos y espació, cada vez más, la cita para el perfil 20, para el ecosonograma transvaginal, para el perfil lipídico, para la mamografía, para la colonoscopia, para la densitometría. No le paró más bola al dolorcito ese que tenía en las articulaciones. ¡Se quería morir! En serio pero, hasta donde ella misma sabe, la fragilidad ósea no aparece en las estadísticas como causal de muerte. En casos como el suyo, sólo un malandro coñoesumadre salva. Claro está que, y en eso no hay que llamarse a engaño, bien podría cortarse las venas bajo la ducha. Dicen que el agua tibia, casi caliente, obra milagros, y hace que apenas se sienta el tajo ¡pero le daba vaina de sólo imaginarse aquel sangrero! Y en el pequeño espacio de su baño. Y ella desnuda ahí con los ojos probablemente en blanco. Y recostada contra una pared mohosa. ¡Tendría que

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lavar muy bien el baño primero! Podría hasta llegar algún vecino o vecina. Su marido estaría fuera de sí, y no podría solo con aquello. Quizá vendrían también unos paramédicos, la policía. ¡No sería una cosa íntima, pues! Privada, como corresponde a la decisión tomada por alguien que está harta de la vida. Nada. Tendría que ser la bala perdida. Dejarse caer del piso trece es una idea recurrente. Hay que decirlo. Es la que más la ronda, aunque no tanto como la idea de una sobredosis de sedantes. Un poco ‘e pepas pa’ dormir bajadas con güisky o con ron o con vodka (lo de vodka es un decir: a ella nunca le han gustado las bebidas blancas). Dejarse caer del piso trece, como quien dice de la terraza (porque en su torre sólo hay 12 pisos: se sube uno más pa’ llegar al lavadero y tal) sería definitivo pero antiestético. Se desbarataría toda contra el pavimento. Quedaría destrozada. Fracturada. Desmembrada quizás… ¡y su cara! ¡Su cara por Dios! Lo que más amaba de sí misma (aunque odiara su vida) no podría terminar escachapado contra una acera o algo así (lo de la acera es improbable. A lo sumo, caería en el jardín). Además, si tomara esa opción tendría, necesariamente, que ponerse un bluyín (una cosa ajustada) para no mostrar ni las pantaletas ni el culo ni nada. Muy probablemente, escogería también una franela de manga larga. Un vestido o una falda la dejarían como demasiado expuesta. Y tampoco así. Lo mejor sería que un chofer irresponsable la arrollara irremediablemente. Otra opción plausible sería el metro. Lanzarse al metro. El punto es que eso no ofrece ninguna garantía real de efectividad. Y, con tanto amuñuñamiento, quizás alguien haría por detenerla y tal. Por otra parte, de tirarse a los rieles, a lo sumo, podría quedar mutilada. Podría perder quizás un brazo o una pierna. ¡De repente, todo!

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Sí, podría quedar lisiada, fea. Y eso sí que sería un sinvivir. Además, no podía ni considerar la idea de ocasionar, por su culpa, un retraso de esos arrechos que hacen que toda la ciudad colapse cuando desalojan los vagones. Cada retraso en el metro, sobre todo si es en hora pico, ocasiona un caos tremendo en el tráfico. La gente a esas horas o va o viene de estudiar o va o viene de trabajar o va o viene de consultas médicas o de los tribunales ¡o está mamada del hambre! ¡Y los taxistas, que siempre se valen de la ocasión! La gente, entonces, mentando madres o maldiciendo (a veces ambas cosas o una implicando la otra) cuelga como chorizos de las camioneticas, y el apretujamiento y el toqueteo y la recostadera y el frotismo y el calor y el sudor y el corneteo y la anarquía y los motorizados y los semáforos y la hediondez y los estornudos y las toses y los virus y los pedigüeños, ¡y ella que detesta a los mototaxistas! Mejor que un recogelatas violento la lance al Guaire. El todo es que, de verdad, estaba aburrida. Y eso es lo peor que siempre le pudo pasar: aburrirse. Hartarse. Hastiarse. Embeberse. Saturarse. Ponerse hasta aquí. Hasta aquí de la pedazo de vida. Renunciando siempre. Fingiendo que renunciar no le importa. Postergando siempre. Fingiendo que postergar no le importa. Consolando siempre. Comprendiendo siempre. Tolerando siempre. Resignándose siempre. Disimulando siempre. Otorgando siempre. Concediendo siempre. Cediendo siempre. Envidiando siempre y haciéndose creer, a la callada, que la envidia no es tan mala si uno no actúa en consecuencia. Después, el pensar en la madre, en el hijo y en el espíritu santo. Después, la culpa. Después, el arrepentimiento. Después, la tristeza. Después, el guayabo. Después, las lágrimas. Después, los infaltables (auto) reproches.

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La culpa horrible por querer disponer de lo que siempre le hicieron creer que era su bien más preciado: una vida en la que de niña fue abusada por un familiar cercano. De más crecidita, fue el hazmerreír de todos sus compañeritos durante la primaria. Una vida que transcurrió sin novio en la secundaria. Una vida en la que nadie, durante los años que son importantes, le hizo sentir que ella valía la pena. Una vida en la que su primer marido le hizo conocer eso que llaman violencia de género y que socavó su ya de por sí mermada autoestima. Su vida, pues. Todo un tesoro. Esta mañana, por ejemplo, se puso linda. Se maquilló bonita. Tenía un evento. Tempranero. Desenredó su cabello (con un peine de dientes anchos y después con un cepillo de cerdas duras), lo escarmenó bajo el agua tibia de la ducha. Usó un champú y un enjuague enriquecidos con presunto aceite de oliva y tal. No usó jabón en pastilla. Prefirió un gel espumante con olor a gloria: Missha Sweetish Red Mango. Usó la esponja de fibra de yute que le regaló una amiga por navidad, y se entregó a la fragancia acariciante que emanaba de las miles de burbujitas al contacto con el agua, con la esponja y con su cuerpo (un bonito cuerpo todavía). En ese momento pensó que si tuviera carro, se metería en él y buscaría la forma de exponerse el monóxido de carbono hasta morir. También pensó en pasarse piedra pómez por los talones. Pero no lo hizo. Tampoco se puso baño de crema en el cabello ni se pasó la afeitadora por las axilas (tenía apenas unas pelusitas que bien podrían esperar hasta su próxima cita con la masajista). Dejó todo de ese tamaño, y se imaginó colgando en el tubo de la ducha, pero no. Ese tubo no estaba lo suficientemente alto y de allí no podría resultar ningún ahorcamiento que valiera la pena. Salió de la ducha. Se secó a medias para no retirar toda la humedad (así

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obraría mejor el efecto hidratante de ese aceite de cacao que tanto le gusta). Se puso un vestido blanco de hilo (se lo regaló su hermana por el cumpleaños). Se untó la crema desodorante, se echó perfume y tal, mientras se imaginaba cómo sería eso de inyectarse aire en las venas. Una embolia gaseosa. Una vaina de esas. Quizás un ataque de hemiplejia o un infarto masivo y listo. Santo remedio. Recogió su pelo en un sencillo pero primoroso moñito, y mientras se examinaba de perfil para ver que todo estuviera armónico, pensó en esa botella de ácido muriático que guardaba en la despensa de los productos de limpieza. Si su marido no la había botado, debía seguir en la despensa junto con las esponjas de brillo, el suavizante de tela, las toallas absorbentes, el líquido para la madera, el paquete de bolsas para la basura y el limpiapocetas. Calzó unas sandalias que, aunque le jodían un poco los pies, eran boniticas y, más que cómodas, eran muy prácticas por lo bajitas (se las calzó después de retocarse las uñas: el crecimiento se nota más cuando la pintura es roja. Y esa vaina se ve muy fea). Ya vestida, se terminó de poner linda. Se maquilló bonita. Tenía un evento. Tempranero. Y se puso en la mano izquierda (como siempre en el meñique) el arito de plata que se compró en la última feria del Ateneo. Al mirar lo elegante que lucía en su dedo, tuvo una ensoñación: se vio a sí misma desvanecida en su cocina, sumida en el sueño letal de una muerte dulce. Sólo era cuestión de cerrar las ventanas y de dejar abiertas todas las hornillas (inclusive la que libera el gas del horno). Supuso que esa también sería una buena forma de finiquitar este asunto con la vividera. En seguida descartó esa opción porque eso implicaría estar sola por mucho rato, y era poco probable dada la rutina de su pareja. Corría el riesgo de que el marido llegara en cualquier momento y lo echara todo a per-

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der. Por otra parte, nunca falta un vecino pajúo dispuesto a hacer algo bueno por los demás (más aún por ella, que es una vecina excepcional). Cómo pensar en esa opción teniendo a Anajulita justo al lado, en el 51. Esa, al advertir el más mínimo olor a gas, llamaría a la conserje, al guardia de la garita, tocaría los timbres de todos los apartamentos del piso… Entre todos, armarían un escándalo monumental y le arruinarían su muerte. Se miró al espejo. Lucía bonita, pero estaba triste. Le gustó especialmente el acabado de la base y el polvo suelto. Lo que más le gustó de todo fue cómo le quedaron las cejas y ese tono rosado que usó para los labios. Estaba bonita, pero muy triste. Más temprano, poco antes que ella, su marido salió de la casa sin despedirse. Sin el beso. Sin el chao mi amor. Sin el te amo. Sin el llámame cuando estés lista. Sin el o me llamas tú cuando hayas terminado. Sin el si termino antes te busco. Sin el está bien me avisas. La noche anterior él durmió en la sala. Habían discutido por una pendejada, y eso alborotó todos los fantasmas y demonios de su infelicidad reprimida. Ella estaba triste. Disconforme. Aburrida. Abatida. Harta. Hastiada. Embebida. Saturada. Hasta aquí de la pedazo de vida. Antes de salir, se miró al espejo y, aunque guapa, lucía del todo triste. Y pensó que ése sería un muy buen día para morir.

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Shadow A Nancy Rodríguez y a su sobrina Cafita No me importa saber si un animal puede razonar. Solo sé que es capaz de sufrir y por ello lo considero mi prójimo. ALBERT SCHWEITZER

I LO ÚNICO QUE HACE falta para enterarse del horror y sus dinámicas es salir a la calle. Meterse en un negocio, en una farmacia, en una peluquería, en un consultorio, en una barbería, en una mercería, en una confitería, en el metro mismo, ¡y prestar atención! De cuántas cosas no se entera uno entre una estación y la otra. Es mucho el mundo que uno ve manifestarse, entre burlas y veras, yendo de Los Dos Caminos hasta Plaza Venezuela o yendo de Caño Amarillo hasta La California. Por supuesto, el tenor de las historias cambia dependiendo de la hora, dependiendo del día, dependiendo de si uno va sentado o si uno va de pie. Son muchas las condiciones que aplican para que uno tenga el privilegio o la mala suerte de enterarse de cómo es la gente cuando está en su aceite. Lo único que hay que hacer es estar ojo avizor y parar la oreja. Si uno va por la calle atento, si uno asume el estar fuera de casa con sus cinco sentidos puestos al servicio de la información, uno no solo se libra de las malas miraditas y de los choros impenitentes, sino que uno se carga de la vida misma aunque sea solo para desear morirse porque a veces, lo digo sin que me quede nada por

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dentro, la vida apesta, pica y da carraspera. La sala de espera en la consulta de un veterinario, por ejemplo, puede llegar a ser la antesala del infierno. El purgatorio mismo. Cuando Mauricio y Claudia lograron juntar los ventiocho mil trescientos ochenta bolívares que les costaba la operación de Thor (con pago de honorarios profesionales más dos días de hospitalización), se fueron al consultorio —entre asustados y esperanzados— a que le hicieran el último chequeo preoperatorio al animalito antes de extirparle los nódulos que le salieron en los testículos. Estaba previsto que fuera un procedimiento sencillo, pero aun así Claudia estaba anegada en el llanto, y Mauricio estaba haciendo de tripas corazón porque tampoco podía con tanto. —¿Y si le pasa algo, gordo? ¿Y si se muere? ¿Y si se pasan de anestesia? —¡No, chica! ¿Qué es? ¿Por qué tienes que pensar lo peor? —le dijo—. Ya vas a ver que, en poco, este perrito del demonio va a estar echando vaina en el apartamento. Anda, no llores más, que no va a pasar nada. A pesar de que habían salido temprano, les había tocado el número siete, y sabrían Dios y su santa ayuda cuándo los atenderían. La doctora Pizzani no era de dar mateos: ella examinaba a los animalitos hasta por debajo de las uñas y se tomaba su tiempo. Realmente se lo tomaba. —¿Y si se muere, gordo? ¿Y si no resiste la operación? Mauricio no dijo nada. Solo miró a Claudia con una ternura infinita y le sonrió a Thor, que hacía esfuerzos sobrecaninos por consolar a su mamá: lamía sus mejillas y lamía sus lágrimas. —¿Ves cómo te consiente? ¡Él se está portando mejor que tú! Ya no llores, en serio. Respira profundo y trata de calmarte.

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Claudia cerró los ojos por un momento y acurrucó a Thor en su regazo. El perrito lo único que mostraba era una tremenda incomodidad y ganas de tirarse al suelo y buscarle juego a las otras mascotas que también esperaban junto con sus papás. La señora, al lado suyo, tenía un York Shire con una patita vendada. Como por distraerse un poco del drama de su mujer —porque el drama lo tenía ella; Thor estaba de lo más tranquilo— Mauricio le preguntó a la señora que qué tenía su perrito, que por qué traía la patita vendada. La señora, que hasta ese momento había permanecido tranquila, ecuánime, dijo a llorar de una manera desesperada entre ahogos y espasmos. Era como si hubiese estado esperando (y ansiando) que alguien le dijera algo para darse rienda suelta. No podía ni contestar. —Señora, disculpe —se excusó Mauricio con la certeza de que había metido la pata—. ¿Fue algo que dije? La señora, aún en estado de paroxismo, sacó de su bolso una cajita de pañuelos desechables y se secó las lágrimas y se limpió los mocos. Trató de recomponerse. Respiró, volvió a respirar e hizo un esfuerzo por responder, ya más calmada. —Discúlpeme usted, señor Discúlpeme —dijo entre sollozos y temblores—. ¡Es que mi pobre Baxter! La señora retomó el llanto con más frenesí que antes y, a estas alturas, ya Claudia lagrimeaba otra vez en silencio como para no descomponer más a Mauricio, que ya no hallaba qué hacer con su vida por todo aquel desaguisado. Le pasó el brazo derecho a Claudia por el hombro y la atrajo hacia su pecho; con la mano izquierda acarició a Thor, que permanecía acurrucado en ella. —Fue mi nieto, ¿sabe? Claro, él es pequeño ¡Tiene apenas 8 años! —alcanzó a decir la mujer. Claudia y Mauricio le prestaron atención.

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—Un día sus papás me lo trajeron de visita. Se iba a quedar por unos días en mi casa porque ellos estaban atravesando por un predicamento serio. No sé qué fue lo que pasó; fue algo con un fulano triqui-traqui y el Lowchën de no sé qué militar importante. El caso es que nos dejaron al niño y, en una de tantas, mientras yo fui a la cocina a buscarle algo para merendar, no sé de dónde sacó esa criatura un yesquero. Debe haberlo agarrado de la mesa de noche en el cuarto del abuelo. Inocente al fin, asumo yo que jugando, le quemó la patita a mi Baxter. ¡Se la quemó, señor! ¿Puede creerlo? ¡Se la quemó! ¡Quemadita! ¡Ay, mi Dios! En este punto la mujer volvió a llorar. Mauricio soltó a Claudia y fue a consolar a la señora. —Baxter perdió hasta las uñitas —gimoteó—. ¡Mire! Y esta va a ser su segunda operación. Sufre terribles dolores y casi no puede moverse ¡Con esta patita así!, ¿cómo? Todavía recuerdo su llanto, sus chillidos de dolor… ¡Mire, mire cómo se me pone la piel! En ese momento, se me cayó todo de las manos, el plato con las galletas, el vaso de jugo, ¡todo! ¡Todo lo dejé caer! Y corrí a ver qué le había pasado a mi enanito. El rostro de Claudia era un tributo a la consternación. No hacía falta sino conocerla un poco para saber qué estaba pensando: «Ese muchacho no es un niño; es un monstruo». Ni siquiera se molestó en pedirle ningún otro detalle a la señora. Ya tenía suficiente con el drama de su propio perro. —No sé cómo pude dejar a Baxter solo con mi nietito sabiendo yo cómo era todo. —¿Cómo así? —preguntó con genuino interés Mauricio—. ¿El niño ya había lastimado antes a su perrito? —No, a Baxter no.

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Claudia trató de hacerle una seña a Mauricio para que dejara la conversación de ese tamaño. En ese momento, lo que menos necesitaba era conocer el expediente de crueldades de un niño capaz de quemar a un perro por razón de gusto. Mauricio ignoró la seña adrede porque su alma de buen samaritano ya le había revelado que esa pobre mujer necesitaba compartir su pena con alguien. —Ya en otras ocasiones, mi nieto había hecho travesuras similares —señaló la mujer. Y contó que cuando su nieto tenía seis años se antojó de un gato. Sus padres, que eran amantes de los animales, tenían un Golden Retriever al que amaban. Se llamaba Shadow. Le pusieron ese nombre por lo silencioso y manso que era. Jugaba, como todos los de su raza, porque le gustaba jugar. Sobre todo, era muy bueno con los niños. Lo tenían desde antes que naciera el muchachito en cuestión, y el perro se adaptó muy bien a la presencia de un nuevo miembro en la familia. Ellos hasta se permitían dejar al perro en la habitación del nené porque estaban seguros de que no lo lastimaría. «Claro —contó la señora—, tampoco es que los dejaran solos durante horas. Era por raticos. Mientras iban al baño o cosas así». Pasado el tiempo, la vida de la familia siguió transcurriendo con las vicisitudes propias de las parejas jóvenes. «Después del parto, casi ocho meses después, mi nuera se reincorporó a su trabajo en el consultorio. Ella es odontóloga, y mi hijo retomó su horario normal en la compañía. El gerencia una importadora». Todo iba viento en popa, hasta que casi tres años después tuvieron que entregar a Shadow. Hubo que darlo en adopción. —Eso fue un golpe muy duro para esos dos muchachos. Estaban muy apegados al perro. —¿Y por qué lo dieron? ¿Qué pasó?

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—Bueno, que el niño, ya crecidito, con casi tres añitos, aprovechó una distracción de la muchacha que lo cuidaba y le vació un ojo con una hojilla al perro. El recuerdo de ese episodio hizo que a la señora se le quebrara la voz. —Si no quiere, no me cuente más —dijo Mauricio—. Esos recuerdos le hacen daño a usted, están haciendo llorar más a mi esposa y a mí también me resultan dolorosos. —Shadow era tan manso que cómo iba a presentir ese pobre animal la travesura de mi nieto. Cuando la muchacha vio aquello, cuando vio la sangre en la cara del perro y al niño también con la mano llena de sangre creyó, qué sé yo, que el perro lo había atacado, y entró en pánico. Según cuenta la señora, la muchacha se volvió un etcétera y no hallaba a quién socorrer primero. El perro sangrante, lloroso y aturdido daba vueltas, desesperado de dolor y dejando un rastro de sangre por donde se movía. El niño sólo miraba su manito con una curiosidad risueña. Aún tenía la hojilla empegostada. —Ojito… guau guau… pedito guau guau lloda… tiene zandgre. La muchacha, pese a su estado de nervios, se percató de que el pequeño tenía una hojilla en la mano. Logró quitársela procurando no lastimarlo. Lo levantó y lo llevó al baño. Le lavó las manos. Lo metió en su corral y fue a ver qué podía hacer por el perro. Llamó al dueño de la casa y le contó lo que había pasado. —¡Ay, señor…, señor, pasó algo terrible! ¡El niño, señor, el niño! Al hombre, por supuesto, le iba dando un paro cardíaco. En un segundo vio a su niño con la cabeza abierta en dos, secuestrado por unos malandros. Se lo imaginó

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atragantado con la comida, envenenado con alguna pastilla, electrocutado por jugar con un tomacorriente, ahogado en la tina del baño, estrellado contra el pavimento por haber caído desde el balcón. Se lo imaginó bañado en aceite hirviendo por un descuido de la muchacha o atropellado por una moto por haberse salido de la casa. Le iba dando un paro cardíaco, hasta que la muchacha lo sacó de esa pesadilla. —¡Tomás le sacó un ojo a Chado, señor! El hombre palideció y, casi en automático, le dio unas rápidas indicaciones a la muchacha, le dio un número para que llamara, «¡pero ya!», al veterinario. «Voy saliendo para allá. Ya voy. No llames a la señora. No quiero que se alarme». Cuando el hombre llegó a la casa, vio que el veterinario ya se estaba haciendo cargo de la situación. Había inyectado al perro y le estaba terminando la cura en el ojo. —Por esta noche, va a dormir tranquilo porque le puse un analgésico fuerte y un sedante, pero necesito que me lo lleven ya al consultorio. El ojo lo perdió, y debo hacerle una pequeña operación para limpiar la zona afectada. Dos lágrimas rodaron por la cara del hombre al ver así a su perro; dos lágrimas que se apresuró a limpiar con el dorso de la mano. —Sí, llevémoslo. Yo también preferiría que estuviera en la clínica por si se presenta alguna emergencia. —Es urgente —dijo el doctor—. Ya le hice una cura, le hice una remoción de parte del tejido y está sedado. Llevémoslo. Así le tomo unas muestras y le hago unos exámenes. A este perro hay que operarlo. Mauricio y Claudia no podían creer aquello. —Mi hijo le dijo a la muchacha que prepara el kennel, y él mismo alzó a Shadow y lo acomodó para el traslado.

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Tres días estuvo el perrito en observación, y cuando se recuperó volvió a la casa, pero estaba visto que allí no se podría quedar. La señora revivió algunos detalles y los refirió como si los hubiera presenciado. —¿Qué vamos a hacer con Shadow, mi amor? —preguntó la madre de Tomás—. El perrito quiere mucho al niño, ¡mira cómo lo busca para jugar, mira!, pero Tomasito es muy travieso. —Sí, demasiado travieso —dijo el hombre con un dejo de rencor en sus palabras—. Prefiero que Shadow vaya a un albergue a que se quede aquí expuesto a que lo maten. La mujer advirtió la amargura en las palabras de su marido y prefirió no entrar en detalles. Miró cómo el perro le buscaba juego al niño. Miró a su hijo y sintió mucha lástima. Lástima por todos. Por su marido, por ella misma y por Tomás. Le asustó el presentimiento de una crueldad mayor en aquella criatura. Una semana después, entre llantos y lamentos, Shadow salió de aquella casa para no regresar jamás. Una amiga de la familia se lo llevó a Brasil. Fueron seis años de una dichosa convivencia, hasta que la tragedia se enseñoreó de aquel hogar. No puede un niño de casi tres años sacarle un ojo a una mascota. Eso es demasiada tragedia en el seno de una joven familia. —Cuando cumplió los seis, Tomás se antojó de un gato —repitió la señora.

II —¡Señora Pinzón! —llamó la enfermera—. ¡Señora Pinzón! ¡Número tres!

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La señora era la mamá de Laleeh, una Poodle enana que llevaba dos días vomitando: se había comido el Coral 26 y el Orange tentation de su mamá. «Está como empachada. No para de vomitar y está haciendo un pupú aguaíto», comentó en voz alta la señora Pinzón camino al consultorio. «Perrito no es gente», pensó Claudia, divertida para sus adentros por primera vez desde que entró a la clínica. El comentario de la señora Pinzón fue el mejor atenuante para el cuento de la cripta que estaba contando la mamá de Baxter. Tomás era el anticristo. —El niño quiere un gatito, mi amor —dijo la mujer—. Quizás ya sea tiempo de darle una nueva oportunidad… Ha pasado el tiempo. —Sí, qué curioso, ¿no, mi amor? Ha pasado el tiempo, y en estos casi tres años no he logrado olvidar la imagen de Shadow herido en su kennel. —Eso fue muy triste, mi amor. Yo también lo extraño, pero todos debemos superarlo —trató de conciliar ella—. ¿No notas ni un solo cambio en el niño? ¿Nunca le vas a perdonar aquello, que fue solo una travesura infantil? —¡Amanda!, ¿se te olvida que la muchacha renunció al trabajo por lo de Shadow? ¿Olvidas que Guandah se fue porque no se sentía capaz de controlar a Tomás? ¿Se te olvida lo del hámster de Diego? —disparó aquel hombre al borde de la indignación—. ¿Olvidas por qué fue que se manchó toda nuestra ropa en la lavadora? ¿Se te olvida que la semana pasada nos llamaron del colegio porque tu hijo se orinó en la lonchera de Camila? ¿Se te olvida, Amanda, que hubo que cortarle el pelo a Daniela de tanto chicle que le pegó Tomás? ¿Y tú quieres premiarlo comprándole un gato, Amanda? —Es solo un niño, mi amor… Solo un niño.

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La señora Pinzón no duró ni media hora en el consultorio. Al parecer, Laleeh no tenía una historia médica. ¡Lo que tenía era un prontuario! Al parecer, la muchachita, motu proprio, decidió cambiar las galletitas con omega tres por las pinturas de labio de su mamá. Al parecer, la doctora ya estaba acostumbrada a esas visitas y se limitó a decirle a la señora Pinzón lo mismo de siempre: «Dele unas gotitas de Primperán y, para el pupusito, hágale un caldito de pollo con muy, muy poquita sal y un pedacito de plátano verde. Eso le compondrá la barriguita. Lo otro es que mantenga sus cosméticos fuera del alcance de Laleeh». Apenas salió Laleeh, llamaron al número cuatro. Era el señor Cedeño, que llevó a su Beagle para que le revisaran los dientes. Últimamente, tenía bastante mal aliento. —Mi hijo estaba dolido con su muchachito. No se acostumbraba a la idea de no tener más a Shadow —continuó la mamá de Baxter—. Claro que el amor por un hijo no se compara con el amor por una mascota pero lo que a él más le dolía y le preocupaba —porque él mismo me lo comentó— era saber que su niño pudiera ser tan cruel. Ya Claudia estaba un poquito más tranquila, y Thor estaba completamente relajado. Lo pusieron un rato en el suelo y se entretuvo jugando con otro schnauzer que no tenía nada, pero que llevaron para su consulta de rutina. Ambos se entendieron muy bien, congeniaron a las primeras. Jako tenía cuatro años, y se le hizo fácil aceptar la gentil autoridad de un perrito mayor como Thor. Jako era miembro de una camada de cinco individuos: sus hermanitos eran Altair, Antares, Rigel y Aldebarán. «¡Qué nombresotes para unos animalitos tan pequeños!», comentó Claudia, y Mauricio, ya completamente intrigado, quería saber más.

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—No me convences, Amanda. Tomás no ha dado ninguna muestra de merecer una mascota. —Eres demasiado duro. ¡Todos los niños son así! ¡Crueles por naturaleza! Sabes lo que hace Tomás porque es nuestro hijo, pero ¿qué hay de los otros niños del colegio? —rebatió la mujer—. ¿Tú crees que son unos angelitos? ¡Deberías ir a sus casas y ver cómo se portan! ¡Deberías ir! ¡Apuesto a que son peores que nuestro hijito! —Mira, Amanda, yo amo a Tomás tanto como tú. Casi me volví loco cuando la muchacha, aquella vez, me llamó sin saber explicarme exactamente qué había pasado. ¡Casi me da una vaina imaginándome lo peor! ¡Me lo imaginé electrocutado, Amanda! ¡Ahogado en la tina! ¡Con la cabeza abierta en dos! ¡Quemado con aceite caliente! —se exasperó el hombre—. ¡Me imaginé a mi hijo atropellado por una moto! ¡Envenenado con una pastilla! ¡Qué sé yo! ¡Estrellado contra el pavimento! ¡Atragantado con la comida! ¡Casi me da una vaina, Amanda!¡Pero la vaina me terminó de dar cuando llegué a la casa y vi el estado en que estaba mi perro! —¡Parece que hubieras preferido que a Tomasito le pasara cualquiera de esas cosas horribles que te imaginaste! —¡Mira, Amanda!, ¿sabes qué? ¡Haz lo que te dé la gana! —gritó el hombre con la paciencia ya extinta—. ¡Cómprale el bendito gato! ¡Un pony! ¡Un águila real! ¡Un manatí! ¡Qué sé yo, Amanda! ¡Un cóndor! ¡Una foca! ¡Un hurón! ¡Cualquier bicho! ¡Un mono! ¡Una cabra! ¡Lo que tú quieras! ¿Qué tal una jirafa? ¡Un león! ¡Una pantera! ¡Un león marino! ¿Te parece un tiburón? ¡Dale una paraulata! ¡Un coro-coro! ¡Cómprale todo lo que él quiera, Amanda! ¡Todo! ¡Y después le das una granada! ¡Un machete! ¡Lo que sea!

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El hombre, fuera de sí, dejó a Amanda sola en la cocina y subió a su cuarto. El señor Cedeño salió del consultorio con un récipe con el que podría comprar dentífrico para su Beagle. «No se le ocurra cepillarle los dientes con la crema que usted usa. Cómprele la que le receté: esa tiene carragenina, sorbitol y pirofosfato tetrasódico». La doctora también le explicó al señor que los perritos, como no saben ni pueden escupir, deben usar cremas dentales que se puedan tragar sin poner en riesgo su sistema digestivo. —Cualquier cosa, me lo trae en un mes a ver si le hacemos una limpiecita. De inmediato, llamaron al papá de Jako, el número cinco, y Claudia rezó para que aquello fuera rápido y llamaran también, cuanto antes, a la mamá de Baxter. No quería saber más de las travesuras de Tomás. —Mi nuera terminó llevando un gato a la casa. Un gato bello. Aunque era mestizo, parecía un angora turco. Era muy, muy peludito. ¡Bello el gato! Como una solución salomónica, lo adoptó en un albergue —contó la señora—. Esos pobres animalitos si no son adoptados en un tiempo prudencial, usted sabe que los sacrifican. Mi nuera no quiso hacer un gasto para que mi hijo no le hiciera reproches. Por eso fue a un albergue. Tomás se alegró mucho cuando regresó del colegio y se encontró con el gato. En seguida lo levantó y lo abrazó con tanta fuerza que lo lastimó. De inmediato, lo dejó de nuevo en el piso. Ambos padres hablaron con el niño y le explicaron que el gato, como el resto de los animales, ¡como él mismo!, sentía y padecía; que debía respetar la vida del animalito y jugar con él sin lastimarlo. «Debes saber que los gatos son muy independientes, mi amor —dijo la madre—. No siempre querrá jugar contigo». «Nada de

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hojillas; nada de jorungarle los ojos al gato» —añadió el papá, y Amanda lo miró con reprobación. —Para hacerle el cuento corto, señor, ¡el gato no duró ni tres meses! —¿Por qué? ¿Qué pasó? —Tomás le puso una liguita apretadísima al gato en cada pata. ¿Usted sabe esas liguitas azules que les ponen a las hallaquitas? Bueno, esas —detalló la señora— . Mi nieto tenía muchas porque las usaba en el colegio para manualidades y esas cosas. ¡Pues le puso una en cada pata al gato! La señora contó que, por ser tan peludo, nadie en la casa se percató de que el gato tenía esas ligas tan apretadas en sus patitas. Notaron, sí, que ya no salía a merodear como antes y que pasaba mucho tiempo en su camita. Presentó cambios generales en su conducta. Estaba raro. Raro con la comida. Raro con su caja de arena. Raro con todo, y Tomás apenas reparaba en él. Fue el veterinario —cuando lo llamaron porque el gato estaba casi convulsionando— quien se dio cuenta, al examinarlo con detalle, de las ligas que torturaban al animal. Con una tijerita las cortó y se percató de la magnitud del daño. —Este animal tiene las patas casi gangrenadas, ¿cómo pasó esto? —preguntó con auténtica severidad el galeno—. ¡Este animal lleva días sufriendo! ¿Por qué no me llamaron antes? ¡Esto lleva más de una semana! —Habla tú con el doctor, Amanda. Supongo que tendrás una buena explicación que darle. Salvar al gato costó un buen dinero. Amanda tuvo que renunciar a unos cuantos gustos, y ya no se haría el viaje a Florida. «Lo siento, mi amor, no haremos ese viaje. No puedo premiar tanta insensatez. Ni la tuya ni la de Tomás».

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—Pues, señor, para nada se gastaron ese platal en el gato. —¿Por qué? ¿Qué pasó al final? —A poco de traerlo de la clínica, y en pleno trance de recuperación, el gato desapareció. Tomás lo metió en una bolsa plástica, ¡convaleciente como estaba el animalito!, y lo escondió en el closet de su cuarto —contó la mujer con expresión de horror—. Todos pensaron que el gato, ¡con razón!, se había escapado. Fue el mal olor que empezó a salir del cuarto del niño lo que dio la señal de alarma. En efecto, el día que la mamá de Tomás fue a despertarlo para el colegio, se percató de que algo en aquel cuarto infantil olía mal. Muy mal. La mujer perdió los nervios: revolvió las sábanas, el cajón de los juguetes. Interrogó a Tomás. La mamá lloró. Vio debajo de la cama. Tomás lloró. Estaba asustado. La mamá siguió llorando. Quiso pegarle. Abrió el closet. Miró al hijo con espanto. Echó todo abajo. «¿Qué hiciste, hijo?» Sacó franelas. Pantalones. Lloraba. Volaron zapatos. Gorras. La mujer temblaba. Cayeron morrales. Más juguetes. Sábanas. Cobijas. Tomás tenía miedo. Calzoncillos. Medias. Fundas. Toallas. Todo fue a dar al piso del cuarto. «¡Por Dios, qué hiciste!» Libros. Cuadernos. Trajes de baño. Chaleco flotador. Todo regado. Tomás lloró con estridencia. La mujer casi colapsa. Se sintió desfallecer. Y apareció. «¡Por Dios Santísimo!» Era una bolsa. Plástica. Negra. Podrida. Un gato muerto. —¡Señora Jahn! ¡Número seis! ¡Señora Jahn! La señora se disculpó con Mauricio. «Ya me toca entrar. A ver qué me dicen de mi Baxter». Claudia le echó una mirada casi de odio a su marido. «Menos mal que la llamaron. Ese tal Tomás está poseído por el demonio. ¡Es

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Belcebú mismo! Un niño de ocho años, perdóname, mi amor, ya discierne. ¿Cómo le va a quemar las patas a un perro? ¿Cómo va a asfixiar a un gato en su propio cuarto?» En su casa, Amanda y su marido compartían un silencio hostil. Una hurañía cordial. Una animadversión políticamente sustentable. Desde el episodio en el que Tomasito le metió un triqui-traqui en la oreja al Löwchen, marido y mujer no habían vuelto a tocarse: el rostro de aquel general arrecho había logrado disipar todo rastro de ternura erótica entre ellos. Hasta decidieron mandar al niño a pasarse unos días con sus abuelos. Era menester resguardarlo. —¿Cómo estará el niño? —se atrevió a preguntar Amanda. —Debe estar bien —respondió el hombre—. Mi mamá, ya la conoces, es muy sobria y centrada; paciente y ecuánime. Mi vieja es de las que saben salirle al paso a los imponderables sin que se le agüe el guarapo. Ella sabrá meterlo en cintura. El hombre guardó silencio por un instante y volvió a sonreír con ternura mientras miraba, nostálgico, las fotos de Shadow posando junto a tres de sus cachorros. —Si no lo hace ella, lo hará el viejo, que conmigo fue siempre bien estricto y nunca me toleró malacrianzas —concluyó confiado—. No lo dejarán solo con Baxter. De eso estoy seguro. A estas alturas, mis viejos ya le habrán hecho entender a Tomás que no debe lastimar animalitos.

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Un 0416 La estupidez insiste siempre. ALBERT CAMUS

A TODOS NOS HA pasado alguna vez que nos llamen de un número desconocido. Que nos llamen por error. Que el nuestro resulte ser el número equivocado. Que alguien disque nuestro número pensando que llama a otra persona. Inclusive nos ha pasado que recibimos mensajes que, simple y llanamente, no son para nosotros. Yo estoy más o menos acostumbrado a eso porque, por lo visto, no solo soy cara común, sino también número común. Muchas veces me ha tocado responder mi celular para decir únicamente. «No, no soy Richard. Tranquilo. No se preocupe». O «No, este es un número privado. No es la academia de hagiografía. No pasa nada». «No, señora. Esto no es una funeraria. No se preocupe. Tranquila.» y así. Una vez, sin embargo, no pude librarme del pleito que me armó por teléfono un marido celoso (más bien, desquiciado diría yo). El tipo estaba negado a aceptar que yo ni era Arnaldo ni trabajaba en la torre Exxon ni había estado en un congreso con Yelimar en Puerto La Cruz. Diez veces más llamó aquel hombre, diez veces más le colgué. Lo último que recibí de ese número fue un mensaje sentencioso y lapidario. «Donde te vea coño de tu madre te voy a llenar de plomo. Hijo de puta». Nunca entendí si lo de «hijo de puta» también era conmigo o si era una firma personal. 65

Aunque eso, en mi caso, debo decirlo, no pasa de ser una anécdota menor. Puede que «hijo de puta» haya encontrado a su verdadero rival, puede se haya cansado de molestarme o puede que se haya reconciliado con Yelimar porque «no es lo que tú piensas, papi» o «Arnaldo es como un hermano para mí», ¡cualquier mierda! En todo caso, la conducta de ese hombre me hizo reflexionar un poco sobre la dinámica de ciertas relaciones de pareja. En el supuesto, negadísimo of course, de que yo fuera Arnaldo y me hubiera ido de farra con Yelimar (la mujer de «hijo de puta»), número 1: ¿por qué me tendrían que armar semejante peo a mí si yo ni siquiera conozco al cornudo? Número 2: ¿por qué no le arma el peo a Yelimar y la llena de plomo a ella? Número 3: ¿Cómo alguien puede esperar fidelidad de un perfecto extraño? Número 4: ¡La que estaría en falta sería Yelimar, que fue la que se comprometió con «hijo de puta! En fin, fuere como fuere, yo habría estado pagando por una culpa que es de Yelimar, por zorra y embelequera, y de «hijo de puta» por no saber ocuparse de su mujer. Pero, como ya dije, se trata de una anécdota menor. Otras veces me han llamado para preguntarme si sigo interesado en los cachorros de Shar Pei. Si lo de Mérida sigue en pie. Que cuánto es que cobro por un aborto. Que si ya están listos los papeles del carro. Que si me gusta el curry. Que cómo veo la vaina con lo de las elecciones. Que la calor sí está arrecha. La única vez que me medio entusiasmé con una llamada que no era para mí fue cuando me llamó una mujer con una vocecita súper riquita así para decirme que lo único que tenía puesto era un poquito de talco en «su cosita», que estaba mojadita y que me extrañaba como loca. Obviamente, esa llamada no era para mí, pero entre un cachorro de Shar Pei y una totonita entalcada, la decisión era obvia. Me alboroté como un perro pero, por

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supuesto, aquello murió ahí mismo porque cuando, de burro, le pregunté a la jeva que dónde la podía ver, la mujer se dio cuenta de que se había equivocado, de que yo no era su hombre y de que yo lo que quería era pescar en talquito revuelto. «¡Desgraciado! ¡Hijo de puta!» fue lo último que alcancé a escuchar (y que deben haber escuchado todos los que estaban cerca de mí en ese momento). Colgué, y me metí en el primer baño que encontré en el centro comercial. Otro tanto me pasa cuando no son llamadas sino mensajes. Los llamados ese eme ese. Algunos me dan risa. A otros no les paro ni la más mínima bola. Otros los borro automáticamente sin siquiera leerlos (porque son cadenas gubernamentales pa’ que me ponga un chaleco salvavidas o un cinturón de seguridad ¡o que me ponga cualquier vaina!) y otros me cagan porque dicen vainas fuertes que, de verdad, me confunden. Los que empiezan con la palabra «marico, tal cosa», los desecho de inmediato. De manera recurrente, me llegan mensajes preguntando por las clases de inglés. Esos, me he dado cuenta, llegan casi siempre los jueves a las dos de la tarde. «Buenas, profesor. ¿Va a dar clases hoy? Es para llevarle a Armandito». Yo no sé quién coño me envía esos mensajes, pero si es la mamá de Armandito, esa caraja está pelando bolas. ¿No ve que nunca le respondo? ¡Ese carajito debe estar más raspado que el carajo! Si es una niñera, una hermana o un hermano mayor o el papá, están todos pelando bolas. No saben ni dónde les queda el poto. El papá no creo que sea, porque los tipos nunca se ocupan de esas vainas. De esas vainas se ocupa casi siempre es la mamá. Otros mensajes que me llegan siempre (y cuando digo siempre, me refiero a todo el tiempo) son unos dirigidos a una tal Yule (me imagino yo que será la abreviatura de

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«Yuleisi» o cualquier otra marca de esas). «Que mas Yule me vas ada los riale». Así, sin tildes sin comas sin un coño. Cada vez que veo esos mensajes para la tal Yule, lo que me da es arrechera. ¿Cómo alguien puede escribir así de mal? Una vez —y esto es de contarse y no creerse— me llegó una vaina como esta: «Felisidade Yule eres mi rason de la bida grasia por ecsistir felis dia delamor y lamis ta». ¡De vaina no me dio un ACV! Por Dios que me provocó batir el teléfono, y maldije con toda mi alma al desgraciado que mandó el mensajito. Yo, sinceramente, no entiendo qué es lo que pasa con este número. No sé si a otras personas les pasa lo mismo que a mí. Por el tono del mensajito aquel del día del amor y la amistad, supuse que se trataba de un tipo, de un cuero, de un marido, de la carne salada de la tal Yuleisi. Sin embargo, hace poco recibí otro mensaje dirigido a ella (supongo yo que es la misma Yule), pero firmado por una tal Daniela. «Yuleisi q pasó xq norbelis m estaba llamando. Es Daniela. *L& UN!K&*. Juro por estas cruces que así decía el mensaje», y yo me dije: si la opción de mensajes de texto acepta un promedio de entre 140 y 160 caracteres, ¿qué maldita necesidad hay de hacer esas abreviaturas tan ridículas? ¡Hay que ser bien animal en esta vida!, me dije. ¿Qué cuesta escribir la palabra «única» con su tilde con su |i| con su |c| y con su |a|. Siempre me ha parecido que esa gente que hace esfuerzos a toda costa por distinguirse de los demás es porque en el fondo se sabe bien comuncita, bien del montón, bien chusma, bien ordinaria y bien grupera. ¿La «única» qué? ¿La «única» que qué? ¿La «única» en qué? ¡Muchacha pa’ ridícula! Sin conocerla ya la odiaba. Me caía mal. Un día me llamó un tipo con voz de malandro preguntando por un tal Joel. Le dije «está equivocado, señor».

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Y el muy bestia, SIN haber colgado, le comentó al otro delincuente que estaba con él: «Mira y que está equivocado. ¡No joda, weón! Llama tú. ¡No! Joel te dio el número fue a ti, marico. Yo no voy a está to’ el día neste peo. A la final baja tené que llamá tú». No sé cuántas cosas más dijo hasta que se dignó a colgar. Deseé que se muriera ahí mismo. Hay cada bestia en este mundo. «Marginal del infierno». Por suerte, ya tengo bien medido lo de los mensajes que no son para mí. Ya sé que casi todos son para «Yule», y abren con la palabra «Urgente» en letras rojas y con un signo de admiración que cierra. Sin ir muy lejos, la otra noche me llegó como a las diez y media, casi las once, un mensaje para la mujercita esa. De vaina no me dio un infarto. Coño, cuando el teléfono de uno suena a esa hora, por llamada o por mensaje, uno, mínimo, se caga. Esa vaina tiene que ser una mala noticia, piensa uno. Uno piensa en su mamá, en sus hijos (si los tiene). Uno piensa en su familia y en que alguna vaina mala debe haber pasado para que lo molesten a uno a esa hora. Si uno está dormido o se está empezando a dormir la vaina es peor. Yo creo que el sobresalto siempre es peor cuando uno está empezando a agarrar el sueño. Bueno, esa noche sonó la alarma de los mensajes. Estiré la mano hasta la mesita de noche. Agarré el teléfono y decía «Mensaje nuevo». Entre dormido y despierto, pulsé la teclita (siempre imaginándome lo peor en mi duermevela) solo para leer esta vaina: «Que paso Yule pence q ivas a pasa oi x aki como no binistes me tube q ase la paja llo mismo ja ja ja». La arrechera que me dio fue tan grande que no me pude volver a dormir. «Maldito mundo», pensé. Al día siguiente, fui a una de las oficinas comerciales de la compañía que me presta el servicio de telefonía celular, y reporté lo que me estaba pasando; que hacía un tiempito que me estaba calando lo de las llamadas 69

equivocadas y lo de los mensajitos de texto. La muchacha me dio una explicación que no me satisfizo sobre algo de líneas canceladas y reasignadas y no sé cuántas otras vainas más. Me hizo llenar una planilla con mis datos, con el código del aparato, con la fecha en que lo había comprado, y me propuso, en un momento dado, un cambio de número. Le dije que ni pensarlo, que si estaba loca, que eso era imposible, que qué bolas tenía, que mi teléfono era mi principal herramienta de trabajo y que yo no tengo personal a mi cargo para que le reporte a todos mis clientes un eventual cambio de número. «Entonces, va a tener que esperar de quince a veinte días hábiles para que le procesen su reclamo». Por fortuna, y porque existe un dios, yo no tengo porte de arma. Por los huesos de mis ancestros, yo no andaba calzado. Salí de aquel lugar sintiéndome condenado a vivir, de allí en adelante, como el alter ego de la pajuda de Yuleisi. No sé si habrá tenido algo que ver la gestión que hice en la oficina comercial, pero se detuvo la llamadera, y los mensajitos malditos dejaron de llegar. No más cachorros de Shar Pei. No más «lo de Mérida». No más las clases de inglés. No más lo de los abortos clandestinos. No más «Urgente!» No más cuquitas empolvadas. Fuera de joda, yo creo que las personas deberían establecer otro tipo de relación con sus teléfonos. Yo no soy para nada un conservador ni un mojigato ni un pacato. ¡Bien ratica es lo que soy! ¡Me meo en la vida!, pero toda esta vaina con las llamadas y los mensajitos me da qué pensar. ¿Cómo una gente se va a poner a hablar de abortos por teléfono así nada más? Así, sin estar seguro de que se está llamando al número correcto. Que a uno le pregunten si quiere un cachorro, okey, no es grave. Tampoco es grave que a uno le pregunten por lo de

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Mérida, si se trata de un viaje, de una excursión o de una vaina así, pero qué tal que se trate de narcotráfico. ¡Barajo! ¿Qué necesidad tengo yo de enterarme de que un tipo se tuvo que masturbar porque «Yule» lo embarcó? «Coñoesumadre». ¿Qué pasaría si yo, de puro hijoeputa, me dedicara a responder esos mensajes que me llegan por error? O gozaría una bola o me metería en el peo del siglo. Por suerte, como dije, la vaina se calmó. Se calmó como por encanto, pero ya yo había tomado una decisión: la próxima vez que me llegara un mensaje de esos atorrantes que le mandan a «Yuleisi» y que siempre llegan a mi teléfono, lo iba a responder y me iba a vacilar al desgraciado masturbador, que no sabe distinguir entre un grafema y un fonema. «Maldito pedazo de vaina. Gafote». Me lo iba a vacilar a él ¡o a quien fuera! Y le iba a responder de esa misma forma mongólica en la que escriben ellos mastikt un p o. Después de casi doce días sin recibir ni una sola llamada equivocada; después de todo ese tiempo sin recibir un mensaje fallido, empecé a arrepentirme de haberle mentado la madre en silencio a la muchacha que me atendió en la oficina comercial. En aquel momento la odié y le hubiera pegado un tiro sólo por la displicencia con la que me propuso esperar entre quince y veinte días hábiles como si yo estuviera condenado a ser de por vida el doble de una marginal como «Yuleisi». En esas cavilaciones andaba, mientras terminaba de almorzar. Me fui a almorzar yo solo porque, llegado el caso, no quería darle cuenta a nadie de la alegría que iba a sentir si me llegaba la noticia que con tanta ansiedad estaba esperando. Pensaba en ello cuando mi teléfono sonó. Era un mensaje de texto. Hacía tiempo que no me emocionaba tanto el sonido de esa alarma. Es que la asistente del Dr. Di Salvo ya me había 71

puesto sobre aviso. «Si todo sale bien, le voy a enviar un ese eme ese con una sola palabra: Sí». ¿Qué mejor postre, qué mejor pousse café que ese? ¿Qué mejor remate para mi almuerzo que la confirmación inminente de mi triunfo; que la noticia que estaba a punto de recibir sobre la eficacia de mi gestión comunicacional? Saqué el celular del bolsillo interno de mi flux y me dispuse a disfrutar el placer del éxito logrado. Le eché un cerro de bolas para conseguir esa cuenta. La más importante línea de electrodomésticos europea iba a instalar su casa matriz en Argentina, para el capítulo Latinoamérica, y la responsabilidad de su representación comercial en Venezuela iba a recaer en mí. La publicidad y las más importantes operaciones de comercialización iban a estar a mi cargo. ¡Todo bajo mi responsabilidad! En efecto, había un mensaje nuevo. Le di a la teclita y leí: «Urgente! Coño Yule donde 3stas me meti en un peo marik& mat3 a un pn Yule donde estad nececito q te yeges a la concfa rreaponde Yule rrapodo toi cagao».

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El dulce mal …y en nada está la sombra todavía del dulce mal con que me estoy muriendo. ANDRÉS ELOY BLANCO

¿QUÉ EDAD PODÍA tener Dörinka? ¿dieciocho? ¿diecinueve? ¿veinte, quizás? Mucho mayor que mi hijo no podía ser puesto que estudiaban juntos, y mi hijo estaba próximo a cumplir los veinte. Los cumpliría a finales de mayo, de hecho, e íbamos por la mitad de quinto mes. La primera vez que vi a Dörinka fue la tarde aquella que se presentó en mi casa con Nacho, mi hijo. Nacho me había pedido que le prestara la computadora, que no tenía para ir a un cyber y que necesitaba bajar unos programas para descargar música y que si le había comprado el pen drive que le ofrecí. Yo le dije que sí, que cómo no, que pasara cuando quisiera y que si estaba cerca en ese momento que aprovechara y subiera porque yo estaba sola, que Mauricio había ido a animar un evento y que no regresaría sino hasta tarde. El me dijo que chévere, que estaba en la plaza y que como en cinco minutos me tocaba el intercomunicador. «Ando con un pana», me advirtió. Le dije que tranquilo, que no importaba. Le recordé que el intercomunicador me estaba echando vaina por un ruido que tenía como de interferencia, y seguí en lo mío, pero hice un alto para persuadir a Thor de que se quedara tranquilo porque venía visita y no quería yo que estuviera ladrando como un demente. Con Nacho no había problema porque Thor lo conoce desde siempre (de hecho, llegó a la casa 73

por un capricho infantil de mi hijo), pero el problema era con los extraños: a pesar de que suele ser un can muy amistoso y juguetón, la ladradera no es normal cuando llega a la casa alguien que él no conoce. Se le pasa rápido, pero al comienzo atormenta. Seguí, pues, en lo mío: estaba corrigiendo el volumen 2 de una compilación de cuentos que se vendería como parte de la edición aniversario del diario Caracas al día. Los editores querían botar la casa por la ventana, y aprovechar la fecha para rendir tributo a lo mejor de la literatura nacional. Una veintena de autores, entre consagrados y noveles, serían reconocidos en su obra. Por fortuna, casi toda la transcripción estaba bastante bien hecha, y fue muy poco lo que hasta ese momento tuve que corregir. Ensimismada me encontraba en las líneas de Fragores, un relato de Amadís Cancella, cuando sonó el intercomunicador. Era mi hijo. «Ábreme, mami». Pulsé el cinco desde el auricular cuando creí escuchar algo como ese «Ábreme, mami», pero el chamo ya había entrado. El guardia le abrió el portón. En menos de cinco minutos, llegó al apartamento. —Hola, mami. Mira, él es Dörinka. —Hola. —¿Cómo está, señora? —Bien, ¡pero pasen! No se queden ahí. Los muchachos se ubicaron de una vez en la mesa donde estaba mi laptop. Dörinka puso su morral en una de las sillas y Nacho dejó en el mesón un libro que traía en la mano. Por lo general, y sobre todo cuando estoy sola, trabajo en el mesoncito de la cocina. Es muy cómodo allí porque si quiero agua, tengo cerca la nevera. Si quiero un café, tengo a tiro la cafetera. Si quiero torta o helado o té o lo que sea, ¡lo tengo cerca! En ese mesoncito, se ubicaron ellos. Yo, en previsión, me había puesto a trabajar en la laptop

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de Mauricio, porque él no la mueve nunca del escritorio que está justo frente a donde se sentaron ellos. De manera que, si era necesario, podíamos intercambiar comentarios sin mayor inconveniente. Los cincuenta y siete metros cuadrados del apartamento también favorecían la cercanía. No había mucho pa’ dónde agarrar. Al principio, ni nos dirigimos la palabra. Yo estaba concentrada en lo mío y ellos, sin mayor protocolo, entraron en lo suyo. —¿Te molesta esta música, mami? —No, para nada. Fragores estaba muy bien. Admito que no conocía el relato. De hecho, nada sabía de Amadís Cancella. Ha de ser uno de esos autores, ¡o autoras!, de incursión reciente en el medio literario. Ya buscaría su historial en Google; por ahora estaba disfrutando las peripecias de unos amantes escandalosos que ponían la tele a todo volumen cada vez que iban a hacer el amor. Sí, quizás se trate de un lugar pero es que la historia, en apenas cuatro páginas, estaba muy bien contada. Dörinka me vio sonreír, le hizo así con el codo a mi hijo y Nacho me comentó: —¿Está bueno lo que estás leyendo? ¡Estás muy sonreída! Dörinka dice que compartas el chiste. —No, no es un chiste. Es una historia que está muy buena. —¿A usted le gusta leer? —me preguntó el amigo de mi hijo. Nacho no me dio ni tiempo de responder. —Marico, mi mamá es dramaturga y profesora universitaria.¡O sea! No sé por qué pero sentí que me ruborizaba, y eso rara vez me ocurre. Muy rara vez. Sentí que hasta se me calentaron los cachetes, y pude darme cuenta de que a Dörinka también se le subieron los colores.

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—Hijo, pero él no tiene por qué saberlo. ¡Mira! Lo incomodaste. —Tranquila, señora no pasa nada… Es que a mí también me gusta leer. —Bueno, bueno, ¡concéntrate en esto, que nos tenemos que ir en un ratico! —dijo mi hijo, tratando de recuperar el control de la situación—. ¿Viste esta vaina? ¡Qué de pinga, güevón! De repente, sentí como que me había vuelto invisible. Como si yo no estuviera allí o estuviera en forma de mueble o de puerta. Escuchar a Nacho usando ese lenguaje de camionero me hizo sentir enferma. «Marico», «Güevón», ¿qué es eso? ¡Cómo se ve que ya no vive conmigo! En otro momento, le hubiera volado los dientes. Por Dios que se los hubiera volado. Ellos continuaron conversando en voz más baja, supongo yo que para no distraerme, y la verdad es que yo logré concentrarme de nuevo en la lectura acuciosa de aquellos textos que debía tener corregidos (todos) al día siguiente. Eran treinta y siete, yo apenas había corregido diecinueve, y ya eran las siete y media de la noche. En lugar de compilar sólo veinte relatos (uno por cada autor), no. Se pusieron creativos, y seleccionaron treinta y siete. Me levanté para ir al baño. Hacía ya un ratito que me estaba haciendo pipí, pero no quise dejar a medias la historia de las gemelas. Ese tema de la sobremedicación estaba muy interesante: la madre, por inexperta, no logra aún distinguir a sus niñas y pone a una al borde de la muerte por darle más medicamentos de los que le corresponden. A la otra, en cambio, no le da nada. En fin, es la abuela —con su sabiduría de vieja— quien pone fin al entuerto. Ya en el baño, me di cuenta de varias cosas: mi cabeza parecía zona de guerra. Mis rizos lucían en franca e irreductible rebelión. ¡Parecía una loca! ¡Una recogelatas! Tres de 76

los botones de mi franela estaban cada uno por su lado, fuera de sus ojales, y estaba yo casi con las tetas afuera y con el pantalón desabrochado. ¡Un estuche de monerías, pues! Lo extraño es que, con lo delicado que es, Nacho no me haya dicho nada desde el mismo momento en que entró a la casa. Por lo general, no deja pasar esos detalles aunque, por otra parte, es consciente de que cuando estoy sola en mi casa, y más si estoy trabajando, de lo último que estoy pendiente es de mi apariencia. Eso también explica lo de la media amarilla y la media verde: me puse en los pies lo primero que encontré (me encanta andar por la casa en medias). En fin, me recompuse un poco, y hasta me eché agua en la cara y aproveché para cepillarme los dientes. Me abotoné la franela y, después de hacer pipí, me aseguré de abrocharme bien el pantalón. Las medias sí es verdad que no me las cambié: tampoco era para tanto. Al fin y al cabo, estaba en mi casa, y si no estoy a gusto no puedo ni pensar. Mucho menos corregir. Cuando salí, ni siquiera pasé por la cocina a buscar agua. Me senté de una vez frente a la laptop. Ya se había activado el protector de pantalla, y me quedé disfrutándolo por unos segundos: me encanta esa lluvia de estrellas. —¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! —¿Qué pasa, hijo? ¿Qué vocabulario es ese? ¿Qué pasó? Parte de lo que habían estado pasando al pendrive se perdió, se borró, ¡algo! Y Nacho montó en cólera. De hecho, Thor, que hasta este momento se había portado como un caballero, salió a la sala y dijo a ladrar como si se estuviera acabando el mundo. Lo alcé, le di unos besitos, lo sobé un ratico y lo volví a depositar en su camita en el cuarto. Los que tienen schnauzer saben lo escandalosos

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que pueden llegar a ser. Y parece que mientras más pequeñitos, peor. Dörinka tomó el control de la situación, «Dame un permiso, marico. Con esa arrechera no vas a arreglar nada». Lo dicho: yo era una puerta. Diez minutos después, yo estaba de nuevo inmersa en lo mío y ellos en lo suyo. Eventualmente, escuché la palabra «hambre», y caí en cuenta de que yo ni un juguito les ofrecí a esos muchachos. «¿Tú cargas plata?» —le preguntó mi hijo a Dörinka. «¿Será pa’ comprarme un pancito dulce. No me alcanza pa’ más», le contestó. —¡Capricornio tenías que ser! —concluyó Nacho. No sé qué tenía que ver una cosa con la otra pero, en todo caso, me sentí directamente aludida con lo del hambre y el pancito dulce y la cosa. Así que le di Save al archivo que tenía abierto y le pregunté a mi hijo si querían tomarse un café. Mi hijo me dijo que sí, pero que no me matara mucho. Me levanté, entonces, y fui a la cocina a prepararlo todo. Lógicamente, no podía hacer nada sin pasar por detrás de ellos: la leche estaba en la nevera; el café instantáneo en la despensa; la paila para calentar la leche en el mueble de las ollas; la licuadora en el mueble aéreo y los platos en el mueble sobre la nevera… Tuve que pedirle más de un permiso a Nacho y disculparme otras tantas veces con Dörinka, que seguía con curiosidad infantil la precisión de cada uno de mis movimientos. No sé por qué me dio la impresión de que ese niño no estaba acostumbrado a ser servido directamente por la dueña de una casa. Prejuicios que tiene uno. En poco tiempo, tuve dispuesta la otra mesita de la sala: la de los cuatro puestos. Saqué tres individuales. Uno para mi hijo, uno para Dörinka, con sus respectivas tazas de café con leche, y en el tercero puse un platito con galletas de canela, cuatro rebanadas de ponqué y la azucarera. A

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todas éstas, mi hijo me dejó hacer. No le hizo el más mínimo caso a la merienda que preparé: estaba demasiado absorto revisando unas fulanas mezclas que hizo como dj en una fiesta que había animado hacía poco. «Listo, muchachos». —¿Listo qué, mami? ¿Dónde está el café que me ofreciste? Le dije que todo estaba en la mesa de la sala. —¡Pero, mamá! ¿Qué es esto? ¿No y que era un café? —protestó mi hijo, como si yo lo hubiera ofendido—. Nosotros ya nos vamos. ¡Cónchale, mami! Ahora nosotros nos vamos y tú te quedas aquí y vas a tener que recoger esto tú sola. ¡Cónchale, mami! ¡Tú sí eres fajada siempre! —Si sigues protestando, se te va a hacer más tarde… Cómanse la merienda y ya. —les dije. —Gracias —me dijo Dörinka sosteniéndome, sin necesidad, la mirada. —De nada —le dije, y me senté de nuevo en mi puesto de trabajo. Iba ya por la última página del relato número veintiuno cuando mi hijo me dijo que se tenían que ir, que gracias por la merienda, que todo estaba muy rico, que ojalá él tuviera café instantáneo en su casa y que si yo había hecho las galletitas de canela. «Por la torta ni te pregunto porque sé que la hiciste tú. Está bien buena». «Sí, muy rica», añadió Dörinka. —Me alegra que les haya gustado —fue lo único que les respondí. —Voy a poner todo en el fregadero, mami. No lavo porque nos están esperando unos panas en el San Ignacio, y ya vamos tarde. Ahí te dejé tu compu —me dijo Nacho. —Está limpia. No le pasé ningún virus ni

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nada porque traje un pen drive que también está nuevo. Por cierto, gracias por el pen drive que me regalaste. Entre los dos recogieron la mesa y, en efecto, pusieron todo ordenadito en el lavaplatos. Dörinka, después, me pidió permiso para usar el baño, y Nacho entró al cuarto a hacerle unos cariñitos a Thor antes de irse. Cuando se desocupó el baño, mi hijo entró también. Ese momento lo aproveché para preguntarle a Dörinka que dónde vivía y qué pensaba estudiar cuando terminara el liceo. Me dijo que vivía en La California, que le gustaba la música y que lo más probable es que estudiara ingeniería aunque la fotografía también le llamaba mucho la atención. «Usted, con todo respeto, veo que tiene unos rasgos muy interesantes» —me dijo. —Por cierto, a mí también me gustan los perros —añadió—. Tengo un beagle y un schnauzer. No logré imaginarme esa convivencia, y tampoco pude desarrollar el tema. —¿Nos vamos, chamo? Tengo un mensaje: estas chamas ya llegaron y Beto viene por la Cota mil. Tiene los discos y el video de la rumba del jueves. —Dale, pues… ¡Hasta luego, señora! Muy amable. —De nada. —Chao, mami. ¡Ah! Ahí está el libro que me prestaste el otro día. Está bien bueno. Me lo terminé el mismo día que me lo prestaste. No te lo había traído porque se me había olvidado. Además se lo presté a él y eso. —Tranquilo. No pasa nada. Por favor, cuídense los dos y no se vayan tarde para su casa. Miren que esta ciudad es muy hostil. —Tranquila —me dijo Dörinka—, no se preocupe. Nosotros siempre andamos en grupo, y esta noche un pana nos va a dar la cola en su carro.

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—Bueno, mami, ahora sí, chao. Me voy. Te quiero. —Dios los bendiga. Hasta luego.

II Estaba feliz. Junto con la edición aniversario del diario, salió una atractiva edición de la antología de relatos venezolanos. En verdad, se botaron con la portada y con la encuadernación. Valió la pena que la gente se levantara temprano para comprarla: después de que se agotara en los kioskos iba a ser muy difícil conseguirla. Yo, por haber sido responsable de la corrección y edición final de los materiales (incluidos prólogos, epílogos y contratapas) recibí tres ejemplares de cada volumen. Algunos los iba a reservar para obsequiarlos a un par de amigos que están fuera del país y que sé que aman la lectura y son fanáticos (de los pocos que conozco, la verdad sea dicha) de la literatura venezolana de los últimos cuarenta años. Los hay. Como tenía libros nuevos, me tuve que disponer a arreglar mi biblioteca. Hacía falta orden. Bajé los libros del primer tramo. Todos. Los puse en una mesita aparte para pasar un pañito por los anaqueles y llevar la fiesta en la santa paz del Señor. P’abajo se vinieron Ángeles Mastretta, Carlos Fuentes, Israel Centeno, Carlos Monsiváis, Eduardo Liendo, Luis Barrera Linares, Cristian Valencia, Umberto Eco, Laura Restrepo, Pedro Lemebel, Horacio Quiroga, Eloi Yagüe, María Fernanda Palacios, Antonieta Madrid. Con ese gentío, también se vino abajo el libro que me trajo Nacho y no sé cuántos títulos más. Era un hecho, tenía que poner orden. Era justo y necesario. Y no sé si en la casa tenía agua bendita.

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Yo no sé cómo proceden los demás; no sé qué hace el resto de la gente. Yo no saco un libro del estante y lo devuelvo sin antes hojearlo (revisarlo). La última vez que ordené el tramo de abajo (sólo el de abajo) encontré 280 bolívares fuertes. Después de hacer memoria, recordé que los puse ahí una vez que fui a pagar el teléfono. Esa mañana, para variar, no había línea (o no sé qué coño era lo que pasaba que no pude pagar) y yo llegué a mi casa hecha un basilisco porque lo más probable era que me cortaran el servicio (como en efecto pasó). Recuerdo que tiré el libro de mala gana en cualquier parte, y me desentendí de él. Probablemente fue Mauricio quien lo devolvió al anaquel sin reparar en el bultico que formaban los cinco billetes (2 de cien, 1 de cincuenta, 1 de veinte y 1 de diez). En fin, lo cierto fue que, entre la arrechera y la frustración, no volví a pensar en esa plata ni en ese libro. Tampoco recuerdo cómo fue que se resolvió lo del teléfono. Como eso, encontré un montón da facturitas, recibos, tarjetas, tickets de metro, ¡de todo! ¡Qué cantidad de basuritas puede mezclar uno con la literatura! Aunque eso también me hizo (re) caer en cuenta de que no hay diligencia en mi vida, por insignificante que sea, que no esté matizada con la lectura. Total, en esta ciudad uno hace cola hasta pa’ respirar y todo el mundo se demora tantísimo en atenderte, que lo mejor es llevarse un libro a dondequiera que vayas. En fin, en mi caso, esos hallazgos —aunque extravagantes— eran predecibles. ¡Yo soy así! La sorpresita buena vino después, cuando me cayó en las manos Blue Label, el libro que yo le había prestado a Nacho y que él, a su vez, le había prestado a Dörinka. Dentro del libro, en efecto, había un papel tamaño carta doblado en dos. Automáticamente, lo agarré, lo

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desdoblé y lo leí. Ni siquiera fue por una curiosidad particular. Sólo seguí el patrón de lo que ya venía haciendo, casi compulsivamente, con todos los libros y con todos los papeles que encontraba, y apenas le metí el ojo vi que eran los resultados de un examen de laboratorio. De un laboratorio farmacológico. En las casillas destinadas a los datos del paciente podía leerse claramente Dörinka Wernicke Saavedra; dirección: La California. También aparecían su cédula, su número de teléfono, sexo, la fecha y la hora del examen, otros datos formularios, y lo que más me llamó la atención: su edad. En la casilla destinada a ese dato podía leerse claramente: Masculino 17.08 años. Asumí, entonces, que por la fecha de esa prueba, Dörinka ya no era menor de edad si la prueba, como dice el papel, se hizo a partir de una «Muestra tomada bajo custodia a las 9:30 a.m. del día 05/01/2011», y ya estábamos a mitad de mayo de 2013. De manera que el chamo debía andar ya rondando, fácilmente, los 20. En esas cavilaciones andaba cuando recordé aquello de «Capricornio tenías que ser». Eso le dijo mi hijo a Dörinka la vez que estuvieron juntos aquí por el tema de la computadora, y suponiendo que hubiera nacido cualquier día entre el 24 de diciembre y el 20 de enero, sí, era seguro que tenía 20 años y 4 meses. Esa certeza me produjo la sensación de una tan ligera como inexplicable euforia y, por qué no decirlo, también una especie de extraño alivio. Ni yo misma sé en qué coño estaba pensando. Preferí seguir leyendo. El detalle de los resultados se refería a una suerte de descripción toxicológica. Decía «Cocaína cuantitativa» 0,00 ng/ml. (Negativo). Se reportan como positivos los valores superiores a 300 ng/ml. «Anfetaminas en orina» 12,30 ng/ml (Negativo) Se reportan como positivos los valores superiores a 300 ng/ml. «Opiáceos en orina» 0,00

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ng/ml (Negativo) Se reportan como positivos los valores superiores a 300 ng/ml. Benzodiacepinas en orina 4,00 ng/ml. Se reportan como positivos los valores superiores a 200 ng/ml. «Cannabinoides cuantitativo» 122,00 ng/ml. (Positivo). Se reportan como positivos los valores superiores a 50 ng/ml. «O sea que este carajo es un fumoncito», pensé. «Se da duro con los porritos». Inmediatamente, pensé en Nacho. Me cayó con todo su peso la locha de que, muy probablemente, mi hijo anda o anduvo en las mismas. Yo, si he de ser sincera, nunca noté nada. Si mi hijo se metió o se mete monte, será desde que se fue de aquí. «Ojalá que sea sólo eso», pensé. Y me prometí, no sé si tardíamente, averiguar todo lo que pudiera sobre el efecto de la marihuana en los muchachos. Una cosa es trabajar en un medio donde campea el consumo de toda vaina y otra muy distinta es sospechar que el hijo de uno anda en las mismas. Yo, debo confesarlo, en algún momento (uno solo en mi vida) le eché un jalón a un ciriguayo. Recuerdo que me lo ofreció un pana puertorriqueño en una fiesta de playa que hicimos en Río Chico. El era parte de un grupo de teatro que vino a Venezuela para el Festival Anual de las Tablas Caribeñas. Estábamos medio empataditos, y nos fuimos con un grupete pa’ la playa después de la última presentación. En un momento dado, a alguien se le ocurrió la brillante idea de güelé, y Juan David, que así se llamaba el interfecto, salió de primerito «Yo tengo por aquí un ciriguayito bien divino que te puede gustá». Le dije treinta mil veces que no, pero insistió con la terquedad de un cobrador: «Una vez al año que no hace daño, mi reina». Probé esa vaina, y aún me quedan secuelas del ridículo que hice frente a los ocho que estaban allí. Me mareé, vomité y creo que hasta me hice pupú encima. Han pasado 23 años y todavía me acuerdo y

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todavía me da pena. ¡Es que yo nunca he fumado ni cigarros! En fin. Nada que una, mal que bien, no pudiera permitirse a los veinte. Después que leí el papel y me revolví en memorias y especulaciones, no supe, de momento, qué hacer con él. Así que lo doblé como estaba y lo puse como estaba ¿en la página donde estaba? No sé. Obviamente no reparé en qué página habían puesto el papel. Lo puse en el libro y ya, y seguí con lo que estaba haciendo. Dos o tres horas después, habiendo exorcizado todo el mueble de libros, tenía una bolsa plástica llena de papelitos para botar. Eran casi las cinco, y lo primero que haría, después de botar la bolsa de papelitos y otros desperdicios, sería sacar a Thor. A las 8 y tanto, me llamó Nacho. «Hola, mami». Me alegró escucharlo. Siempre me alegra escucharlo. Aunque, más que alegría, lo que siento cada vez que mi hijo me llama es un gran alivio. Siempre alivio. Vivo permanentemente aterrada ante la idea de que a Nacho le pase algo. Puede que sea una paranoia infundada (que no lo creo), pero siento que me vuelve el alma al cuerpo cada vez que oigo su voz. La inseguridad en esta ciudad es la muerte. —Hola, hijo. ¿Está todo bien? —le pregunto como siempre—. ¿Cómo van tus cosas? —Bien, todo bien. Quería saber si mañana temprano vas a estar en la casa para pasar por allá. Le dije, con pesar, que en la mañana iría a la universidad y que a primera hora de la tarde tendría una reunión con el grupo de teatro. Le di la opción de que nos viéramos entre las tres y media y las cuatro. Me dijo que, más bien, a las 5 porque quedó en verse con una amiga a las 3 precisamente. «Como ella se tiene que ir para su

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casa, en lo que termine con ella te llamo para ver si ya llegaste, y subo». —De todas, todas, yo voy a estar acá. Mi reunión no se va a extender más allá de las cuatro porque, entre tres y media y un cuarto pa’ las cuatro llega el director y se tienen que ir a ensayar —le aclaré—. Sólo toca el inter o le dices al guardia que te abra. Ya sabes que el inter está hecho un asco. Me dijo que okey, que si todo estaba bien por aquí. Me preguntó por Mauricio. Le conté que estaba de viaje. Me preguntó por Thor y que cuando lo operaban. Le dije que apenas llegara Mauricio, y entonces me dijo que me cuidara, que no inventara de sacar al perrito en la noche y que, antes de acostarme, cerrara bien la puerta y la reja con llave. Le dije que se quedara tranquilo y que más bien se cuidara él y que se fuera a casa temprano. Colgué, y de inmediato entró una llamada de Mauricio. Hablamos casi por una hora, y lo extrañé salvajemente. Por fortuna, Thor estaba a mi lado. Su graciosa presencia siempre me reconforta.

IV A pocos minutos para las cinco, ya yo estaba en mi casa, y me dio chance de sacar a Thor antes de que llegara Nacho. Me permití llevar a pasear al muchachito porque mi hijo cuando dice las cinco en realidad quiere decir un cuarto para las siete. De todos modos, puse la tetera en la hornilla por si él quisiera compartir un té conmigo, y pensé en algunas cosas que pudiera disponer para una meriendita previa a la cena (que haría a solas seguramente). Me di una ducha fugaz (como para espantar el hijueputa calor reinante) y me puse cualquier vaina: la batica más roñosa que encontré, casi una telaraña. Aunque usé en

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el pelo mi bálsamo de almendras y mi gel de nueces, lo único que me puse tras la ducha fue desodorante: no tuve valor de ponerme loción y mucho menos el aceite de chocolate que tanto me gusta. No. No podía empatucarme de nada. Demasiado calor. Mi batica roñosa y punto. El intercomunicador sonó a las cinco y cuarto en punto. Lo levanté pero apenas entendí lo que me dijo Nacho: el desgraciado ruido es realmente inmamable. Pulsé el cinco, y abrí de una vez la reja para que cuando mi hijo subiera me tocara lidiar con una sola puerta. Cinco minutos después, sonó el timbre. «¡Voy, voy! —grité desde el cuarto—. No consigo mi otra sandalia. ¡Este perrito del demonio!». Descalza, y todavía con la toalla en la mano (aún me estaba secando el pelo), llegué a la puerta. ¿Cómo iba a lidiar así con el calor? «Ya te abro, hijo, estaba buscando mis sandalias. Ya te abro». Y abrí con una leve agitación. —Buenas, señora, ¿está Nacho? Dörinka estaba de cuerpo presente en la entrada de mi apartamento vistiendo unos pescadores negros anudados debajo de la rodilla y una chemise vino tinto y unas sandalias del mismo tono. Yo estaba casi desnuda frente al amigo de mi hijo. No sé ni qué pensé. Creo que hice un gesto con la toalla (creo que me la puse en el pecho) y logré articular una frase que ahorita no recuerdo cuál fue. —Disculpe —volvió a hablarme—, ¿Nacho ya llegó? —No, no, no… ¡Mi hijo no está aquí! ¡Él no vive aquí! ¡Él vive con sus tías! ¡Él sólo viene de vez en cuando! Y no, no está aquí ahora. No está —creo que todo eso lo dije en segundo y medio. Para mí que el muchacho se estaba asustando: todo esto sucedió en la pura puerta. Traté de recomponerme, y le pedí que pasara.

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—Disculpa, es que lo último que pensé es que fueras tú… Pasa —le dije— ¿Nacho te dijo que vinieras? —Permiso. —Adelante, pasa… ¿Nacho te dijo para que se verían aquí? —insistí. —Sí, pero si a usted le molesta o algo, yo lo puedo esperar abajo. Si usted quiere. Le dije que no importaba, que ya que estaba aquí que se sentara, que Nacho estaba por llegar y que si me disculpaba yo iba a cambiarme, que era que me acababa de bañar y que como sólo estaba esperando a mi hijo, pues, no me importó estar en esas fachas. —Tranquila —me dijo Dörinka—, no se preocupe. Entré al cuarto sintiendo todo el tiempo su mirada sobre mí. Inquisidora. Escrutadora. «No pienses lo que no es, Claudia. No pienses lo que no es. Ya sabes: le gusta la fotografía. Le gusta la fotografía. Le gusta la fotografía» —me repetí mientras me enfundaba en un pantalón, en una franela y en unas sandalias que vi sobresaliendo debajo de la camita de Thor. «Perrito del demonio.» Inhalé, exhalé y salí como si nada pasara. —¿Y a qué hora te dijo Nacho que se verían? —Él me dijo que como a las cinco, pero yo lo conozco. ¡Ese es más carrero! Y si lo conoce, pensé, y si sabe que es carrero por qué llegó a esta hora si sabe que si mi marido no está yo estoy sola. Volví a sentirme incómoda. —Capaz y pierdes el viaje —le comenté haciéndome la loca—. Habría sido mejor para ti que lo hubieras llamado para que te cercioraras de no embarcarte. Imagínate, un muchacho como tú aburriéndose con una señora como yo. —Vine a buscar el libro —me espetó sin miramientos. 88

—¿Qué libro? —pregunté con sincera curiosidad y sorpresa. —¡Etiqueta azul! —Ah, ese… ¡pero ese libro es mío! ¿Cómo que vienes a buscarlo? No entiendo. —Es que necesito que Nacho me lo preste porque tenía algo marcado allí. Las páginas 128 y 129, del episodio «Mal de páramo». Me gustaría hacer un corto basado en esas escenas y además, además quiero recuperar el papel con que las tenía marcadas. No es nada importante, pero quiero recuperarlo. En este punto, la cara de Dörinka se ensombreció. —Ya lo busco. Yo misma te lo puedo prestar. No olvides que el libro es mío. Me levanté y fui al cuarto a buscar el libro. Lo traje y se lo extendí. Se dio cuenta de que el papel estaba doblado entre las páginas 56 y 57. —¿Lo leíste? —me preguntó. No sé por qué el repentino tuteo no me sorprendió ni me molestó. —Ya yo no sigo en eso. Lo dejé todo hace ocho meses. Yo no soy ningún malandro ni ningún delincuente ni nada de eso —me dijo como tratando de convencerme. Le dije que no había problema, que a mí no tenía que convencerme de nada, que yo no era su juez, que yo también había sido joven y que cuando se es joven pasan cosas como ésas; que la gente experimenta, que la gente se da coñazos, que comete errores pero que lo importante es no quedarse pegados en ellos. Le conté mi ventiúnico episodio con la ganja, y se cagó de la risa. En serio, se rió muchísimo. A carcajada batiente. Y eso, de alguna manera, me reconfortó. Sentí que le había quitado un enorme peso de encima.

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—¡No puedo creerlo! ¡Casi moriste por un jaloncito! —se burló inmisericorde. —¡Si vivo es porque existe un Dios! —extendí el chiste, y ambos reímos. —¡Me gustas! —¿Qué? —me espanté—. ¿Te refieres a que te caigo bien? Bueno, tú a mí también. Eres amigo de mi hijo y me parece que eres un buen muchacho. Lo de la marihuana no tiene importancia. —No. Estoy diciendo que me gustas. A esa extraña, súbita e impertinente declaración le siguió un beso que me hizo estremecer por completo y me causó una excitación insoportable. Envolvente. Apremiante. Lo aparté de mí sin violencia, y le pedí que parara, que no confundiera las cosas, y apelé al lugar común de que yo podría ser su madre, que no se olvidara de Nacho, que Nacho era su amigo y que yo era la mamá de su amigo. Logré que se sintiera incómodo. Tanto, que después fui yo quien se sintió culpable por haberlo reprendido de esa forma. —Discúlpame, en serio, discúlpame. ¡Soy un maldito falterrespeto! ¡Por eso es que siempre me meto en peos! —dijo Dörinka casi al borde del llanto. —Okey, está bien. Está bien. No creas que no te entiendo. Y si te hace sentir mejor, déjame decirte que besas divino, pero ¿tú sabes que esto no tiene ningún sentido, verdad? ¿Lo sabes, verdad, Dörinka? Dörinka, dime que lo sabes… —Claro, lo entiendo, pero eso no quita que me gustes, que te desee, que te desee tanto, Claudia. Dörinka intentó besarme de nuevo, pero no. Aquello se podía salir de control, y uno de los dos tenía que poner orden. Mejor dicho, yo tenía que poder orden: yo era la

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adulta, la dueña de la casa, la esposa de Mauricio y la mamá de un Nacho que estaba por llegar. Hice lo que me tocaba. Yo soy la de los 43. ¿Qué mensaje le iba a dar yo a Dörinka si me entregaba al placer de aquel beso? ¿A la tensión de sus brazos en mi espalda? ¿Al calor de su aliento? ¿A su olor? ¿Al sabor de su boca adolescente? ¿Qué tipo de información le iba dar yo a esa criatura si me dejaba arrastrar por esa piel suya tan blanca y tan limpia? ¿Cómo iba a poder justificarle que, a mi edad, sucumbiera a la suavidad que presentía en su pelo y que, por un instante me imaginé enredado en mis dedos? ¿Cómo iba a quedar yo delante de él si permitía que su lengua lamiera mi cuello? ¿Que esa misma lengua tibia y ansiosa acariciara el lóbulo de mis orejas? ¿Cómo iba yo a permitir que me mordiera hasta hacerme daño? ¿Iba yo a dejar que enredara sus dedos en mis rizos aún húmedos y recién perfumados con bálsamo de almendras? ¿Lo iba a dejar embriagarse con el aroma fresco y tibio de mi cuerpo limpio apenas salido de una ducha con gel de nueces? ¡No! ¿Qué iba a ser de mí si permitía que sus manos acariciaran mis senos y bajaran hasta mi entrepierna? ¿Qué clase de mujer pensaría que soy si yo hubiera dejado que me quitara la blusa y se percatara de que, con la excusa de la prisa, no me puse sostén pero tampoco ninguna otra ropa interior? Aquello habría sido un escándalo. Y no. No podía darle a esa criatura una impresión equivocada. ¿Qué tal que no lo hubiera apartado de mí como lo hice y lo hubiera seguido besando como él quería? No quiero ni imaginar las consecuencias si con mis manos vividas y sabidas me hubiese apoderado de aquella erección que ya empezaba a hacer bulto en su pantalón. ¿Qué tal que hubiese sido yo quien con mi experiencia le hubiera arrancado esa chemise y me hubiera

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sentado a horcajadas sobre su cuerpo? Si yo hubiera besado ese pecho suyo firme y acogedor como un abismo de tentaciones, ¿qué habría pasado? ¿Hasta dónde habríamos llegado si yo hubiese atendido el reclamo de esa cálida humedad que ya empezaba a anegar mis entrañas? Aquello habría sido un escándalo innecesario. Y no. No. No se trataba de eso. —Mira, Dörinka. Tú eres un bello… Eres un muchacho encantador, y adivino en ti una sensibilidad poco común —atiné a decirle—. No creas que no te observé la primera vez que viniste aquí con mi hijo. Sé que te gustan los perros, la música, la fotografía. Todo eso te hace lindo pero, como comprenderás, yo no soy mujer para ti. Le dije que soltara a Thor. Lo había alzado porque el perrito ya le estaba mordisqueando los dedos de los pies, y le pedí que me acompañara a la cocina y que me ayudara a disponer la merienda. Le recordé que Nacho —su amigo— estaba por llegar y que no había necesidad de hacerlo pasar un mal rato. Más calmado, Dörinka aceptó mi propuesta y, mientras yo encendí la hornilla de la tetera, él rebanó el ponqué y sacó también jugo de la nevera. Todo esto mientras me contaba cómo y por qué fue que empezó a fumar. Por fortuna, ya la relación entre sus padres había mejorado y él ya no tenía necesidad de evadirse de la realidad. Me preguntó que de qué iban a operar a Thor y yo le dije que había que extirparle un par de nódulos que le habían salido en los testículos. «Eso es algo muy raro en esa raza», me dijo. Yo le conté cuánto amaba a Thor y que, de cariño, le decíamos «perrito del demonio». Eso le hizo mucha gracia. Me habló entonces de Crispín (su beagle) y de Jethro (su Schnauzer). Me dijo que esos dos animalitos eran para él un importante vínculo con la vida, que los tenía desde los 16, y me confesó que a los 19

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pasó por un intento de suicidio y que una amiga prácticamente le salvó la vida con la ayuda del Budismo. «Todavía asisto a algunas reuniones en la Soka Gakkai Internacional de Venezuela», dijo. Me contó que no era fanático, que ni siquiera aspiraba, por los momentos, a tener su propio Gojonzon, pero que sí tenía un yutzu y que las enseñanzas del maestro Nichiren Daishonin le habían brindado una nueva perspectiva de la vida. Me dijo que se relajaba mucho con el gongyo y que cantar daimoku era mucho mejor que oler cocaína o meterse un porro. Todo eso me lo comentó antes de que llegara Nacho, y lo noté realmente relajado, tranquilo. Y eso me gustó. —Eres hermosa —me volvió a decir—. Y no sé a qué, pero hueles rico. Hueles como a frutos secos. —¿No vamos a empezar de nuevo, verdad? —No, no voy a empezar nada —me dijo con voz tranquila y sin ánimos de seducción—. En verdad, eres hermosa y además inteligente y sensata. Me gusta cómo eres. Ojalá las chamas de mi edad fueran la mitad de lo sensata que eres tú. —Si lo fueran serían unas viejas de cuarenta y tres años, te lo aseguro. El volvió a reír de buena gana. Y eso me gustó. Era evidente. Estaba más cómodo. —Quiero decirte algo antes de que llegue Nacho. —¿Qué será? —pregunté tratando de aparentar calma, inteligencia y sensatez. —Nacho es mi pana y yo lo quiero burda. Es como mi hermano —comenzó a decirme—. Mi hermana, Carleigh, se fue a vivir a Alemania en octubre de 2010 cuando la cosa se puso fea entre mi papá y mi mamá. No soportó tantos peos, y prefirió irse a estudiar y a vivir allá. Sólo la veo dos o tres veces al año —me contó—.

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Quiero que sepas que no quise faltarle el respeto a Nacho ni burlarme de ti. Te lo juro. Me dieron unas ganas locas de besarte, y no lo quise evitar, ¡pero no quise faltarte el respeto! ¿Me crees, verdad? Dime que no vas a pensar, de aquí en adelante, que soy un abusador, un inmaduro y un necio… Un niño bobo que va por ahí tomando lo que le gusta y... —Claro que no —le interrumpí para que no siguiera flagelándose—. ¿Cómo no te voy a creer si me estás hablando con sinceridad? —Quiero que lo sepas. El intercomunicador sonó a las seis y veinte. Era Nacho. Dörinka se levantó para irse. —¿No lo vas a esperar? ¿No vas a hablar con él? —No. Yo vine a hablar contigo, Claudia y ya lo hice. Me dio un beso en la mejilla y me susurró al oído algo que no logré entender pero que sonó muy dulce. «Ich liebe dich». Se fue. Dejó el libro. Dejó el papel.

V Hice lo correcto. Lo que debía. Lo que tenía que hacer. Lo que me correspondía. Lo que me tocaba. Lo mejor que se podía esperar de mí. No le falté a Mauricio. No le falté a Nacho. No le falté a Dörinka. Entonces, ¿a qué todo esto? ¿Esta sensación de fraude? ¿Este vacío? ¿Este duelo? ¿Este llanto interno? Esta tristeza…

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Adenda A mi querido Eduardo Liendo

Oratio publicata, res libera est… QUINTUS AURELIUS

I TOMAR LA DECISIÓN de ponerme a escribir fue algo que me tomó mi tiempo. Es más, de no haber sido por las circunstancias en las que me vi envuelto con Raiza, ese tonto malentendido con el baño, quizás jamás me hubiera decidido a crear mis propios relatos. O tal vez sí lo hubiera hecho, a pesar de que escribir era algo que me atemorizaba un poco. Siempre me atemorizó. Es mucha responsabilidad. Sobre todo cuando te has ganado la vida enseñándoles a otros el arte de la escritura. Siempre desde las teorías por supuesto. Pero escribir, escribir es otra cosa. De hecho, lo que me hizo decidirme fue el consejo de un amigo, de un colega, de un vecino. Él me dijo «deberías escribir eso. No lo dejes pasar». Habíamos estado conversando sobre el país, sobre política, sobre la noticia de la muerte del primer mandatario, y yo le dije que todo me parecía tan extravagante y vulgar que me sentía como dentro de un cuento de Pocaterra. A él le pareció no sólo una buena frase, sino una excelente motivación para que, finalmente, diera el paso de honrar mi gusto por las letras desde el lado del creador. «La literatura siempre resulta un buen exorcismo para las cosas del alma» —me dijo. Visto así, 95

pensé por qué no. De repente, me salen unas buenas líneas y hasta la pego con alguna editorial. No era la primera vez que Rogelio me insinuaba que creía en mi potencial talento como escritor. Ya en otras ocasiones me había hecho algunos comentarios en ese sentido. Incipientes todos, pero siempre dejando traslucir que sería una buena idea que todo esa gracia que, según él, yo mostraba en las conversaciones se convirtiera en relatos, en cuentos, en historias. La vez que le comenté lo del cuento de Pocaterra, ese mismo día, al llegar a mi casa, hice una lista con seis frases. Títulos potenciales. Siempre les dije a mis alumnos (y así lo creo) que el título es lo último que se escribe, pero esa vez hice el procedimiento a la inversa porque las historias —esas seis historias— ya habían cobrado vida en mi cabeza, y sólo necesitaban de un nombre para poder invocarlas y traerlas a la realidad. Eso fue un lunes. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Llegué a mi casa, y en el mismo block donde tengo las anotaciones de las clases, algunos números telefónicos y la lista de asistencia, anoté las seis frases. Cada una estaba relacionada con un tema de mi interés asociado con la política nacional y con los tópicos de siempre: amor, mujeres, muerte, dramas cotidianos. Nada del otro mundo. El jueves en la noche empecé a escribir. La mañana anterior, la del miércoles, había tenido un pleito con Raiza, mi mujer. Discutimos por una pendejada. Más que una discusión fue un ultimátum que me dio por mi costumbre de dejar las toallas mojadas en el piso del baño y pelos en la pastilla de jabón. «¡Sabes que esa vaina me da asco. Te lo he dicho mil y mil veces!» Eso me gritó entre otras muchas cosas. Rara vez la había visto tan furiosa. No entendí mucho su reacción: nunca he sido especialmente

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cuidadoso con esos detalles, ¡y no estábamos precisamente recién casados! En fin, mi mujer estaba furiosa. Recogió sus cosas de mala gana. Se negó a que la llevara a su trabajo y ni siquiera se tomó el café que ella misma había puesto a hacer. Salió sin desayunar. Para hacer el cuento corto, no me habló en el resto del día. Ella almorzó por su lado, yo por el mío. En la noche, me preparé mi propia cena. Una mierda. Ella cenó después (sólo un mango en rodajas, si mal no recuerdo) y se encerró en el cuarto con su laptop y Capriccia, la gata. Y cuando digo que se encerró, me refiero a que cerró la puerta del cuarto. No sé si le pasó llave pero, en todo caso, puso un muro entre nosotros. Me pareció que estaba exagerando, pero no quise poner en riesgo mi vida acercándome a su zona protegida. Terminé durmiendo en el sofácama de los invitados. Lo que más me dolía era el silencio. A la mañana siguiente, la mujer madrugó. Subió al Ávila sin pedirme que la acompañara. Se llevó a Capriccia en el bolsito marrón. Eso significaba bloqueo. Capriccia era uno de nuestros más significativos puntos de encuentro.A falta de hijos, la gata era un afectivo punto de convergencia. Es un lugar común eso de que los gatos son muy independientes, que hacen su vida, que se pierden hasta por días y luego regresan a casa con sus rasguños, su vida vivida y su voluntariosa disposición de hacer lo que les da la gana. Capriccia no. Capriccia tenía un alma intransigentemente canina. Llegaba al punto de traer su pelotita de hilo si uno se la lanzaba para jugar. Por eso cuando Raiza la metió en el bolso para llevársela al cerro, la gata no opuso resistencia. Ambas llegarían a Sabas Nieves. Al regresar Raiza, yo ya había salido. Eso le convino porque así pudo ducharse, como dice ella, en santa paz. De más está decir que esa mañana cuidé de no dejar

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toallas regadas en ninguna parte y de poner una pastilla nueva de jabón. Nuevecita, nuevecita. La saqué del empaque y la puse donde ella pudiera verla. Eso debió agradarle puesto que, sin más ni más, empezó a tararear una canción de Sting. Su arrechera era conmigo. Definitivamente. Se duchó y se frotó enérgicamente al secarse. Se hidrató con aceite de cacao y se vistió con la parsimonia que da la paz de no tener cerca a un marido desordenado. Desayunó yogurt con guanábana, café negro y una galleta integral. Recogió sus cosas y, antes de salir, le dio un besito en la nariz a Capriccia, que respondió lamiéndole la cara. Lo dicho: esa gata es una perra. Y yo hubiera sido testigo de todo eso si no me hubiera ido a la universidad antes de que Raiza llegara del cerro. En verdad, salí antes porque no quería ni ver su cara amarrada ni disimular lo desgraciado que me sentía con su indiferencia. Al mediodía, todo cambiaría. Estaba seguro. Nadie puede estar tan molesto tanto tiempo por semejante tontería. Al mediodía llegué a la casa, y Raiza no estaba. Durante la mañana ni la llamé ni me llamó. Ley del hielo. Estaba seguro de que al mediodía todo cambiaría, pero al llegar sólo vi a la gata. Capriccia estaba en una esquina del apartamento persiguiéndose la cola. Ni chistó al verme llegar. Ella también me ignoró. Fui a la cocina y me hice una sopa de sobre con verduras y un par de huevos. Hubiera sido capaz hasta de tomarme un vino, pero tomar vino a solas siempre me ha parecido pavoso, ¡y con sopa de sobre, una auténtica aberración! Estaba lavando mi plato, la olla, la sartén y los cubiertos cuando Raiza llegó. Ya yo había guardado el mantelito individual en la despensa y le había pasado una toalla húmeda al tope de la cocina. Todo estaba perfecto, pero mi mujer no se dio cuenta porque, sin decir palabra,

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se fue directo al cuarto. Capriccia saltó y hasta ladró al verla llegar. De una vez se fue al cuarto con ella y, de un brinco, se subió en la cama y se amodorró en mi lado. Raiza había comido un risotto de champiñones en compañía de su tía Iraida. La muy condenada brindó con Chardonnay, y de postre disfrutó un quesillo de nata. Sí, el mismo que nos vuelve locos a los dos, y que sólo comemos en ocasiones especiales: cada vez que nos reunimos con los amigos. De eso, nada me dijo porque mientras menos supiera yo, peor me sentiría. ¿Qué certeza podía tener de que la pobre mujer hubiera comido? ¿Estaba acaso tan indignada que no podía pasar bocado? ¿Estaba de estricta dieta? ¿Cuánto dura el efecto de un yogurt con guanábana, un café y una galleta integral? Mientras menos supiera yo, mejor. Que me matara la incertidumbre pa’ que no fuera tan pendejo y desordenado. Serían las tres o las cuatro de la tarde cuando Oswaldo me llamó. Estaba por la zona y quería que nos reuniéramos. Me vino de maravillas. Tenía la excusa perfecta para salir. Me relajaría un poco, le contaría a Oswaldo mis cuitas con Raiza. El me daría la razón, diría que ella es una neurótica premenopáusica y yo la defendería (después de todo es mi mujer) y diría que el culpable fui yo, por negligente y por atenido. El me diría que mujer que no jode es macho. Yo me reiría un poco y le pediría que conversáramos de una vez sobre el negocio de las computadoras; que entráramos, pues, en materia. Mientras, Raiza —hastiada de su propia severidad— estaría tomando algunas acciones para terminar con aquella diatriba. De hecho, mientras estuve en la cafetería con Oswaldo, ella estaba oyendo en la computadora una vieja canción de Altemar Dutra: «Mira bien lo que hacemos los dos, siempre peleando así. Si después vamos a sonreír, besarnos mucho

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más. ¿Para qué destruir la ilusión y hacer nuestra separación? Sufro yo y tú sufres también por cosas sin razón… Y el amor, en momentos así, muere un poquito más». Cuando regresé, ya la canción había terminado, pero en el ambiente quedaron trazas de la melodía. Pude percibirlas del mismo modo en que percibía las trazas de Sweetish Red Mango en la ducha cuando ella se daba sus baños de esponja. Sonó «Peleas», y me hubiera gustado que la oyéramos juntos para que a los dos nos diera pena, pero no… Sonó para ella sola y le hizo efecto a ella sola: cayó en cuenta de que se había pasado de severa y de que se sentía tan incómoda como yo. Ya no estaba molesta: estaba triste, enguayabada. Por eso, a golpe de 7, hizo una cena que yo no probé porque me quedé dormido. Oswaldo se emperró en que comiéramos un fulano pie de manzana (él y su bendita obsesión con los postres bien se ve que no le preocupan ni su peso ni su salud) y en que me tomara una tal infusión de manzanilla. «Tómate esa vaina pa’ que se te aplaquen los nervios», me dijo, y aquella vaina me dejó fuera de juego. No debí pararle bolas cuando insistió en que la manzanilla me relajaría antes de regresar a mi casa. «Te invitara un whisky, pero estoy mamando», me dijo. Así que le eché bolas a la manzanilla y me quedé dormido como un güevón. Raiza, que ya había puesto la mesa, lloró de tristeza porque pensó que yo la estaba despreciando; que era yo el que ahora estaba molesto. Ella tampoco cenó. Devolvió la comida a la olla. Puso los platos en el lavadero. Se fue a acostar. Capriccia se arrellanó en su cojín.

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II A eso de la una y algo (a las mil y quinientas, como diría mi mamá) me desperté. Me desperté y no pude volver a conciliar el sueño. Pensaba en Raiza, y me sentía estúpido por no estar abrazándola en ese momento. Pensaba en mi mujer y me daba tristeza su silencio de tantas horas. Pensaba en su tristeza por haberle dejado la cena servida, y me sentía como un perfecto animal. Todo eso me tenía enfermo. Fui entonces al baño. Estuve un rato sentado en la poceta. Luego, a esa hora, me duché. Después me hice un café y, finalmente, me puse a escribir. A las cuatro y treinta y siete, tenía listo un relato de veinticinco páginas. Veinticinco páginas con sus puntos y sus comas, sus personajes, su ambiente y su propio peo existencial. A esa misma hora me recosté de nuevo, pero sabía que no tenía caso. A esa hora ya no iba a dormir. ¡Por el amor de Dios!, yo siempre me despierto entre las seis y las seis y veinte. Así que me levanté de nuevo, me desperecé, busqué mi laptop, releí lo que había escrito, añadí una frase por aquí, otra por allá y abrí un documento nuevo. Iba hacia mi segundo relato. El drama de una mujer que, sin ser propiamente una suicida, está desencantada de la vida y lo que más desea es que un día, al salir a la calle, alguien le haga el favor de matarla: un malandro, una bala perdida, un chofer irresponsable, un indigente violento. En dos platos, conté la historia de una mujer que, a pesar de los pequeños placeres de su vida cotidiana y de sus pequeñitos privilegios, sucumbe ante el peso de unas memorias tristes y, entre burlas y veras, estima y desestima las diferentes maneras de quitarse la vida. A las 7, apenas sentí que Raiza trajinaba en el cuarto, entré sin mirarla,

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saqué de la gaveta un interior y unas medias, y del closet una chemise y un bluyín. El saco estaba en el perchero de la sala. Los zapatos, al lado del sofácama. Salí otra vez sin decir ni esta boca es mía, pero estaba decidido a acabar con esa disputa ese mismo día, y la resolvería con un extraordinario almuerzo hecho por mí mismo. Debía estar todo listo a la una: la hora en que ella suele llegar. A las doce y cincuenta, Raiza no daba señales de vida. Pensé en llamarla pero qué le iba a decir. Se suponía que estábamos molestos, que no había ninguna emergencia, que Capriccia estaba bien y que, en última instancia, después de la frialdad de los últimos dos días, sería muy falto de encanto hacer las paces por teléfono. Lo dejé así y preferí esperar a sentir el tintineo de sus llaves al abrir la puerta. Mientras, le eché un vistazo a la comida. Corregí la sal, las especias y el punto del arroz. Todo estaba perfecto. Sabía que le iba a gustar. No, ella no podía haber decidido ir a comer a otra parte. En todo caso, apagué la candela, tapé la olla, rebané el pan gallego que había comprado para acompañar la comida y no quise probar el vino hasta que ella llegara. Cuando ya estaba a punto de maldecir mi suerte, justo a la una y doce, sentí el tintineo de las llaves. Ya había llegado. Me levanté, me arreglé automáticamente el cabello y el cuello de la camisa. Fui hasta la puerta y, apenas ella entró, la abracé y la besé en los labios. No sé si ella correspondió el beso. Yo quería besarla yo. De lo que sí estoy seguro es de que no me devolvió el abrazo. Vi, eso sí, un mohín en su rostro como cuando está a punto de echarse a llorar. Me di por bien servido, a pesar de todo, porque entendí que estaba ganada para la tregua. Yo conozco a mi mujer.

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Así fue como almorzamos (a ella le encantó la comida), brindamos con el proseco (sin mayores aspavientos) y, poco a poco, empezó a fluir una conversación sobre temas generales que no nos dejaran expuestos tan abruptamente. A las dos y veinte, ella regresó a su trabajo, no sin antes agradecerme y felicitarme por el almuerzo, y yo volví a mi laptop. Esta vez escribí con otro estado de ánimo.

III El lunes ya tenía seis historias listas. Al menos, seis borradores. Algunas cosas me gustaban más que otras. En realidad, tenía como ganas de darle delete a todo eso. Quería mandarlo todo a la papelera y abortar la misión. Estaba siendo conmigo mil veces más severo de lo que he sido siempre con mis alumnos. Me puse al día con Raiza, sí, pero ni siquiera a ella le dije lo que estaba escribiendo. Ella tampoco preguntó. Está acostumbrada a verme escribir, y opina sólo sobre las cosas que le comento. De resto, y sobre todo en cuestiones laborales, ella en lo suyo y yo en lo mío. Lo cierto es que ya tenía seis relatos y necesitaba, ya necesitaba, opiniones. En un primer momento, pensé en darle mis relatos a Dilma. Ella tiene muy buen ojo para el tema de la edición, los gazapos y todo ese asunto. Me habría podido ayudar. El punto es que Dilma tiene, como dicen los españoles, muy mala uva, y aun cuando mis relatos fueran buenos, ella jamás me lo diría. Bastaba con que no los hubiera escrito ella. Andreína era mi segunda opción, pero —diferencia de lo que ocurre con Dilma— Andreína es una incondicional, y su opinión sobre mis relatos carecería de objetividad. Me diría que todos son buenos, que son arrechísimos, que qué fluidez, que la verosimilitud y bla bla bla… No se puede

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confiar en la opinión de un fanático, pero el caso es que yo mismo no me atrevía a evaluar la calidad de mi ejercicio. Eso no es natural. Digo yo. Pensé en pedirle ayuda a Eduardo Liendo. Pensé que quizás a él no le importaría leer mis historias y darme su opinión pero, francamente, me dio pena. Luego pensé que si se lo daba a cualquier otra gente me los podrían plagiar, qué sé yo. Lamentablemente, por estos días la corrupción es la divisa de mucha gente. Y yo necesitaba saber si mis relatos valían la pena. Mi mejor opción era Raiza. Ella no me iba a echar una vaina. A lo sumo, podría castrarme sin anestesia como escritor, pero nunca robarme ni una línea. Al final, no le mencioné nada. Concluí que la persona ideal para ayudarme en esto era la misma persona que me motivó a escribir, pero yo sabía, porque él mismo me lo dijo la última vez que hablamos, que Rogelio estaba trabajando en su propio proyecto editorial. De hecho, ya estaba en conversaciones con una editorial. Tal vez sería contraproducente molestarlo por estos días con un asunto que a él mismo le tenía la atención copada: el quehacer literario. Rogelio es tremendo escritor, prolífico, generoso. Su obra abarca géneros como la poesía, el cuento, la crónica y la novela. De hecho, con estás últimas ha sido reconocido nacional e internacionalmente. Tiene en su haber una serie de reconocimientos que van desde distintas menciones honoríficas en diferentes concursos hasta el Rómulo Gallegos y el Juan Rulfo. El tipo es una pluma, pues. Quien lo ve tan tímido, tan retraído, no se imagina que tras su imagen desangelada se esconde tremendo talento. Lo llamé, entonces, para contarle en qué andaba y se alegró de que le hubiera tomado la palabra. —Estoy seguro de que me vas a sorprender —me dijo—. Aunque lo más probable es que no. Tú tienes madera. Siempre te lo he dicho. 104

Esa misma noche, después de cenar con Raiza y de ponerle su arnesito a Capriccia para sacarla a pasear, le envié los relatos a Rogelio. Se los mandé en tres envíos: dos archivos adjuntos por mail, no fuera a ser. Le dije que se tomara su tiempo. A decir verdad, yo no tenía ninguna prisa. Yo sólo quería saber si mis relatos valían la pena o no; si algo se podía rescatar de ellos; si había algo que pulir, que retocar, que corregir o si a todo el paquete le salía delete. Casi diez minutos después, recibí el acuse de recibo. «Recibido, amigo. Gracias por la confianza. Prometo leerlos este fin de semana. Cuenta con mis observaciones. Rogelio». De ahí en más, esperé. Me parecía que el fin de semana estaba un poco lejos, pero no me hice mala sangre. Mientras esperaba el feed-back de Rogelio, pues, viví mi vida. Dejé descansar mis relatos (los dejé respirar, como quien dice) para después releerlos con cabeza fría, y me dediqué a revisar la bibliografía de mi trabajo de ascenso. En poco, tendría que presentarlo y defenderlo. En eso, se me fueron los días. El fin de semana, y de cara a recibir los comentarios de Rogelio, leí uno por uno los relatos. Marcar cierto distanciamiento entre uno y las cosas que uno hace ayuda mucho. Creo que puedo decir de mis relatos lo mismo que digo de mi comida: el asopado de mariscos me queda muy bueno, así como la parrilla, el pabellón, los asados y el arroz en todas sus formas. Los cocteles que mejor se me dan son el Cuba libre, el Bloody Mary y el Destornillador. Las arepas siempre me quedan choretas y jamás he podido levantar una clara a punto de nieve. En pocas palabras, tengo la capacidad de ser objetivo conmigo mismo. Así que examiné cada una de mis historias, repito, como si hubiesen sido escritas por otra persona. Hice un inventario.

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IV «Sempiternas», «Duenderías», «Ctrl+C», «Cuentos de meseras», «Suicidio» y «Depredadores» son mis seis relatos. Leídos como si hubiesen sido escritos por otra persona, encuentro que cada uno tiene su gracia. Quizás no son como para ganarse el Juan Rulfo, pero compiten en calidad con cualquiera de los publicados en, por ejemplo, la colección «Las formas del fuego». En casi todos, el humor cáustico es el denominador común. Hay un interesante juego con la ironía y la parodia y, a través del perfil psicológico y emocional de los personajes, se filtran algunas trazas de crítica social y política. Al haber logrado una especie de alteridad para examinar mi propia obra, me atrevo a afirmar que si cualquiera de esos relatos apareciera en una compilación, en cualquier antología, pasaría como han pasado los de un Luis Laya, un Eloi Yagüe, un Héctor Torres, un Eduardo Febres, ¡un Rogelio Cárquez! Quizás, y vistos desde cierta perspectiva, mis relatos pudieran ser considerados por alguna crítica especializada como un poco simplistas (no lo sé, quizás estoy siendo muy duro conmigo mismo), pero ese presunto simplismo sería, eventualmente, atribuible al retratismo que, por fuerza de la mímesis, termina dando la falsa impresión de que no hay ningún esfuerzo por ficcionalizar sino un llano ejercicio de transferir la realidad tal como es a la página en blanco. La verdad verdadera es que la literatura rara vez funciona así. Por no decir que nunca funciona así. Veracidad y verosimilitud son conceptos que se excluyen. Pertenecen a esferas diferentes y, por consecuencia, proponen al receptor condiciones distintas para su interpretación. En todo caso, y al menos desde el punto de vista formal, los seis relatos están bien escritos: son

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limpios en términos de cohesión y coherencia; no presentan contradicciones graves ni en el plano de la anécdota ni en el plano de la trama. ¿Que pueden no gustarle a alguien? Pueden no gustarle a alguien. Eso es lo normal. Ni el Ulises le gusta a todo el mundo. Mucha gente ni siquiera lo comprende, aun cuando se trata de una de las grandes joyas de la literatura universal. En fin, grosso modo, podría decir que estoy satisfecho con mis relatos. Modestia aparte (y esto lo digo sinceramente, pues se trata de mis primeros experimentos como creador), creo que mis cuenticos valen la pena: no son ni rebuscados ni retorcidos; en ningún caso se compromete la causalidad. Hay un manejo adecuado de la temporalidad y de la transformación. Y en cuanto a la unidad temática y la unidad de acción, no hay baches significativos. Por si eso fuera poco, cada relato tiene su propia fortaleza. Repito, leídos como si hubiesen sido escritos por alguien más, uno advierte que en cada uno de ellos se propone al menos un mecanismo activador del suspenso. Suspenso entendido, claro está, como estrategia que propicia y favorece el juego previsional por parte del lector. En «Duenderías» y «Cuentos de meseras», prevalece el manejo de la elipsis. Cosa que contribuye con la intensidad (en el sentido en que la refiere Cortázar). En «Suicidio», el manejo del tiempo marcado y de la repetición hace que la tensión se incremente y que se potencie la ansiedad por llegar al desenlace. «Sempiternas» es un relato cuya significación descansa, me parece a mí, en el manejo de la digresión y del juego de indicios, mientras que en «Depredadores» la intercalación de historias ralentiza el curso de la trama y estimula la cooperación por parte del lector. Finalmente, «Ctrl+C» es un relato que resulta particularmente enriquecido por la presencia de un narrador

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no confiable que mantiene en vilo al lector. De modo, pues, que —según yo mismo— no estaba todo perdido aunque el camino hacia la perfección es tortuoso tanto en la literatura como en la vida. No habría logrado esa lectura tan analítica —y desprovista de subjetividad— si no me hubiese situado del lado de afuera. Criticar un cuento de uno —y verlo con sus cualidades y sus defectos— debe ser como criticar a un hijo: igual de difícil (y hasta cruel). Supongo que la única manera que tienen un padre y una madre de ser objetivos con sus hijos es verlos como si fueran hijos de sus vecinos o de un pariente lejano. Ya lo dice el saber popular: se ven mejor los toros desde la barrera. Hecho ese ejercicio (que consistió no tanto en la lectura inquisitiva, sino en imaginarme que mis cuentos eran de otro) esperé —aunque contando las horas— el mail con la respuesta de Rogelio. Quién sabe si después de recibirla, hasta me animaría a conversar con alguna editorial.

V Supe de Rogelio como tres semanas después de aquel fin de semana en el que supuestamente leería mis relatos. El hombre había estado, en efecto, dando la puntada final con su editorial. Dándole los últimos toques a unas gestiones acerca de las cuales, en su momento, no me dio mayores detalles. Total, él se la pasaba en ésas. Si me diera detalles de los trámites de cada una de sus publicaciones, me habría vuelto loco. Rogelio es uno de los autores más prolíficos que conozco. No descansa: la literatura es su vida, y por un momento sentí un poco de remordimiento por haber supuesto que tomó con displicencia mi solicitud. Incluso, yo mismo me desentendí un poco de ese proyecto

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—si es que podía llamarlo así— porque era inminente la presentación de mi trabajo de ascenso. Xiomara Rovero y Dirk Lagarde iban a ser mi jurado. Lo único bueno era que si salía bien librado de su lectura, sus juicios y sus preguntas, ¡iba a poder con cualquier otra cosa en la universidad! Son los más duros en su especialidad y, aunque merecen todo mi respeto y cuentan con toda mi admiración, sé que no se andan con chiquitas. Es así como debe ser: el rigor es lo único que pone a un docente en el camino de la excelencia. No importa qué tan mala sea la paga que uno reciba, no importa que a veces los entuertos en la universidad hagan que uno quiera renunciar un día sí y el otro también… la excelencia es el único camino. La piratería no paga. Dedicado estuve, pues, todos esos días a repasar algunas teorías, a afinar algunas traducciones del italiano y a corregir mi presentación en power point: no debía abusar ni de las láminas ni de las fichas. Mi presentación debía fundamentarse en un discurso fluido y coherente. Firme y consistente. Cualquier apoyo multimedia debía ser solo eso: apoyo. Ni remotamente podía dar la impresión de querer ser efectista y mucho menos de querer distraer la atención del jurado. Asistí a más de una presentación de tesis y trabajos de ascenso en los que Rovero y Lagarde fueron jurado: no comían cuento con video beam ni con efectos de sonido. «¡Deme conceptos!» «¡Deme precisión argumental!» «¡Fije posición!» O «¡Eso ya lo sabemos!» era el tipo de frases que volaban de un lado a otro del salón donde se estaba llevando a cabo la presentación. O sea: debía tomar mis previsiones si no quería fracasar. Los relatos, por un momento, dejaron de ser una prioridad para mí. Al fin y al cabo, solo quería probarme a mí mismo qué se siente estar del lado de los que producen

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y, por otra parte, quería honrar la confianza que, tan buenamente, Rogelio siempre tuvo en mí. No es todos los días que un escritor laureado y consagrado te dice que tienes talento. Por cierto, vine a saber de Rogelio por la prensa. Mientras esperaba para reunirme con el coordinador académico de mi Escuela, me puse a revisar los periódicos y me detuve en la sección de cultura de El Nacional. Había una entrevista in extenso que le hizo Mireya Tabuas a mi amigo. Hablaban de su libro más reciente: un volumen de cuentos, Bordes espinosos. Me dio un gusto enorme apenas leí las primeras líneas de aquella entrevista. No conozco a Tabuas personalmente, pero siempre leo sus trabajos porque tiene muy, muy buena pluma. Y un escritor entrevistando a otro es como bocatto di cardinale. Además, era una página completa con fotos y demás. Leí aquello con avidez. La presentación del libro, con prólogo de Luis Barrera Infante, sería el próximo martes 19. Los padrinos serían el mismo Barrera y la ganadora de la edición más reciente del concurso literario de Sacven. Eso no me lo podría perder. Aprovecharía el momento para ver a mi amigo, ya liberado de tensiones, y le preguntaría por lo mío. Además de todos los datos que ya mencioné, en algunos pasajes de la entrevista había, aunque breves y a veces veladas, algunas alusiones al tema de mi trabajo de ascenso: la ficción, el lector y la construcción de los mundos posibles. Todo eso me dio, de verdad, mucho gusto. Siempre me tomé los triunfos de Rogelio como si fueran los míos propios. Mientras leía la entrevista, reviví el regocijo que sentí cuando le otorgaron el Rómulo Gallegos. De alguna manera, yo fui el primero en darle un veredicto ganador. Recuerdo, como si hubiera sido ayer, la tarde que llegó a

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mi casa con un sobre manila bajo el brazo. Raiza y yo lo habíamos invitado a almorzar. A mi mujer recién la habían ascendido en su trabajo, y quisimos celebrarlo con una fabada. Un plato que ella aprendió a hacer con la nana española que siempre cuidó a su madre y a sus dos tías. Sabemos de la debilidad de Rogelio por los platos fuertes y, sobre todo, por aquellos que le recuerdan sus raíces asturianas. Por eso fue que nos dio tanto gusto invitarlo ese día. Queríamos, por otra parte, presentarle a Gastón Sosa y a Mílvida Parilli. Dos queridos amigos libreros que volvían de Argentina después de haber pasado siete años por aquellos lares. La tertulia lucía promisoria. Había mucha tela que cortar y mucha empatía por descubrir. Aparte del sobre manila, Rogelio llevó también un tempranillo absolutamente regio que disfrutamos sin complejo y, cuando al final de la tarde-noche, se retiraron Mílvida y Gastón, plenos de felicidad, mi amigo buscó el sobre (más bien el paquete) y me lo entregó con humilde solemnidad: «Quiero que leas esta vaina. Léela y me das tu opinión». No dijo más. Tres días después, estaba yo devolviendo aquel borrador. Bueno, no tenía palabras. Le dije solamente: «Hermano, esto es un coñazo». En efecto, al año siguiente Eslabones de sal se alzó con el Rómulo Gallegos. Eslabones de sal es un drama de pasiones y de muertes que rinde tributo a lo mejor de la novela negra; a lo más exquisito del suspense. Un asesino en serie desarrolla una especie de necrofilia lacrimal hacia sus víctimas, todas mujeres, a las que con precisión quirúrgica les extirpa las glándulas lagrimales. El protagonista, que pasó de ser un niño expósito a ser un aventajado estudiante de medicina, dejó su carrera inconclusa ante el conflicto que significaba para él lidiar con cadáveres.

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La vista de un occiso le provocaba auténticos síncopes físico-emocionales de los cuales, si bien se recuperaba rápidamente, salía con cambios significativos en su personalidad y en su actitud. Este cuadro situacional, que habría hecho las delicias de Patricia Highsmith, transcurre a lo largo de 238 páginas que dejan en vilo hasta al lector de nervios más templados. Y eso se lo dije yo a Rogelio mucho antes de que el jurado examinador diera su veredicto final. Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis, Rosa Montero y otros dos escritores más, cuyos nombres se me escapan en este momento, terminaron celebrando con nosotros en El León. Recuerdo todo eso como si hubiera sido ayer. El impacto profundo lo sentí al llegar al final de la página y leer la última pregunta. A decir verdad, no fue tanto la pregunta en sí misma (acerca de lo que el lector podría encontrar como propuesta novedosa en Bordes espinosos) lo que me removió por dentro. Lo que me dejó de una pieza fue aquella respuesta. La respuesta a aquella pregunta de Tabuas. —Bueno, por primera vez voy a presentar al público un volumen de cuentos con una adenda. Si bien en el prólogo se habla de doce relatos, en realidad el lector podrá disfrutar de dieciocho. Son dieciocho historias que podrá juzgar por sí mismo —comenzó a explicar Rogelio—. Las seis historias que constituyen la adenda son relatos que hallé en lo que yo llamo «el baúl de mis tormentos». Trabajé en ellos en el año 2009, pero los deseché porque por esos días estaba yo atravesando por una muy fuerte crisis personal, y no los pude dimensionar en su justo valor. Sin embargo, hace 2 meses, releyéndolos, me di cuenta de que «Cuentos de meseras», «Depredadores», «Suicidio», «Sempiternas», «Duenderías» y «Ctrl+C»

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merecen un espacio en la biblioteca de la gente que siempre ha sido consecuente con mi trabajo y, sobre todo, merecen el don de la vida en mi historia personal como escritor.

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Índice

Mercancía

5

Ácula

23

Suicida

41

Shadow

49

Un 0416

65

El dulce mal

73

Adenda

95

Este libro se terminó de imprimir en agosto de 2016, en los talleres de la Fundación Imprenta de la Cultura, Caracas, Venezuela.

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