Los amantes de Teruel. Por aquellos años la ciudad de Teruel gozaba de alguna paz y sosiego, tras haber sido

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LEYENDA Los amantes de Teruel.

Por aquellos años la ciudad de Teruel gozaba de alguna paz y sosiego, tras haber sido arrasada por los moros, que derribaron puentes, abrasaron cosechas y pasaron a cuchillo a muchos pacíficos habitantes. Con empeño y tesón lograron los turolenses levantar de nuevo sus casas, reunir los ganados y sembrar nuevos frutos. Los mercados volvían entonces a reunir a gentes de Montalbán, de Albarracín y de otros mil lugares cercanos; la plaza se veía colorida de frutas y verduras. Se pregonaban los vinos y el queso, los pastores traían sus corderos y terneros, los juglares cantaban, tañían

sus laúdes y hacían jerigonzas, y en fin, todo era

algarabía y trajín en la ciudad. También en la tahona el panadero horneaba las hogazas, y hacía aspavientos porque Diego e Isabel andaban tras algunas golosinas recién salidas del fuego.

-

¡Dichosos rapaces! – decía-.

-

¡Qué no pueda uno estar a la labor sin que tenga que vigilar vuestros enredos!

Era Diegoel hijo del panadero y la pequeña Isabel, la primogénita de don Pedro Segura, un noble acaudalado de la ciudad. Como fuera que los dos niños habían trabajado amistad, los padres de ambos dejaron correr el timpo, que en juegos de niños nunca ha habido peligro ninguno y no han de hacerse diferencias en esas edades tempranas.

Pero, he aquí, que entre juego y juego, los dos niños fueron creciendo, y creción también el afecto que se tenían, de modo que los que fueron saltos, risas y revuelos se convirtió, ocn el correr de los años, en profuendo y sincero amor. Don Pedro y doña Margarita, los padres de Isabel, veían con preocupación a los dos jóvenes en el

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jardían, todados de las manos y entretenidos en la dulces palabras de los enamorados.

-

¿Cómo ha de ser? – decía don Pedro -.

Los muchachos se quieren, no hay más que verlo, pero Diego es hijo del panadero, no tiene nombre, no fortuna ni posición. Isabel tiene ya edad de tomar esposo, mas… ¡Mi pequeña Isabel, mujer del panadero! ¡No!

En aquel tiempo se supo que el caballero don Rodrigo de Azagra, noble y acaudalado señor, había comprado casa en Teruel, donde pensaba tomar esposa y afincarse definitivamente, después de una vida gruerrera y curtida en mil batallas. Este don Rodrigo tenía ya años pero conservaba el porte y la dignidad que le habían otorgado numerosos beneficiios y regalos del rey, y no dudaba que en Teruel encontraría una joven hermosa con la que desposarse, si no era por su planta, al menos sí por sus dineros. Y vino a poner sus ojos en Isabel, de la cual se enamoró perdidamente: se dice que vivía amargado de reconcomios, viendo en las alamedas del río Guadalaviar a Isabel con su amigo Diego, y cómo la muchacha expresba naturalmente el amor que le dispensaba. No pudiendo soportar por más tiempo este amor oculto, decidió hablar con los padres de la joven y, seguro de su poder, pedirla en matrimonio.

-

En nobleza – decía don Rodrigo a los padres de Isabel , en nobleza al rey igualo; de mi valor, los moros muertos son testigos; y de mi fortuna es muestra el arcón de joyas que aquí os traigo…

De este modo soberbio se expresaba el caballero don Rodrigo de Azagra, mostrando sus condecoraciones, su escudo en el pecho, su empuñadura bruñida y su oro en la taleguilla. El padre de la joven Isabel se mostraba indeciso pero finalmente sucumbió al poder del dinero y acordó con el caballero que su hija sería, muy pronto, esposa de don Rodrigo.

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Supo de este acuerdo Isabel por su madre y conociéndolo rompió a llorar con sentidas lágrimas mientras estrechaba en su pecho un pañuelo de seda que Diego le había regalado aquella misma tarde. Mucho hablaron madre e hija, aquélla razonando y ésta anegada en llanto, preguntándose el porqué de tan cruel decisión.

Cuando el joven e impetuoso Diego Marsilla supo del acuerdo al que se había llegado, no tardó en desentenderse de su delantal de panadero y volar raudo al palacio donde vivía su amor. No preguntó por Isabel: sólo quería

enfrentarse a su avariento

padre, que entregaba a la hija por unas monedas de oro. Enfurecido, se presentoó ante don Pedro:ç

-

¡Pues, qué! ¿Así pagáis conmigo? ¿No me ha de valer ser honrado, y bueno, y leal con esta casa?

Con fieros ademanes primero, y después con tiernas razones, Diego acabó por ablandar el duro pecho de don Pedro y, al fin, éste consintió que la boda de Isabel se suspendería por un plazo de tres años; plazo en el que Diego debería tomar fortuna, o nombre o posición, porque sin alguna de estas tres cosas Isabel sería esposa del caballero de Azagra tal y como se había convenido.

-

Lo que me falta en fortuna, me sobra en valor – dijo Diego, y volviéndose se retiró.

Los días que siguieron fueron amargos y tristes, porque a la alegría de haber logrado la suspensión del matrimonio de Isabel, se añadía la necesidad de separarse de su amado. Una vez tras otra, Diego le repetía que tomaría las armas, al servicio del rey Pedro de Aragón, y que iría por esos mundos en busca de honores y fortuna. Y prometía que al cabo de los tres años volvería a Teruel aclamado por las tropas, que los trovadores cantarían sus gestas y que hasta el rey le haría beneficios. Tal vez,

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incluso el monarca asistiera a la ceremonia. En estas ilusiones se entretenían los dos enamorados cuando, más pronto que tarde, llegó el momento de partir.

El joven Diego Marsilla no defraudó el valor del que hizo gala. Armado en las tropas de don Pedro de Aragón, y junto a los reyes de Castilla y Navarra, combatió en el sitio de las Navas de Tolosa, derrotando a los moros en aquel año de 1212. Allí se pudo ver la heroica figura del turolense, lanzando fieros tajos y animando a las huestes cristianas: los soldados lo aclamaron, los capitanes lo distinguieron y sus amigos todos brindaban a la salud del nuevo joven a luchar contra los herejes de Béziers y Muret, tal y como el papa Inocencio había ordenado. Tras una cruenta batalla, Diego no pudo salvar la vida de su rey, don Pedro II, y éste murió desangrado en sus brazos mientras lo trataba de amigo y lo colmaba de honores. En los lances que siguieron, Diego fue hecho preso, encadenado y atormentado; pudo escapar y, en un barco sarraceno, llegó a Oriente, donde halló el consuelo de un francés al que salvó en el sitio de Béziers. Muerto este amigo, toda su inmensa fortuna pasó a manos de Diego y, no teniendo nada que le retuviera en aquellas tierras, quiso volver a la suya, donde esperaba encontrar a su amada Isabel.

A Teruel llegaron noticias bien distintas: los viajeros aseguraban que Diego Marsilla había muerto en Francia y que, pese a haber luchado con valentía, su cuerpo yacía entre los innúmeros cadáveres de aquellas batallas. Todo pareció nublarse en los ojos de Isabel, que vio sus esperanzas frustradas y su triste vida sometida al imperio del señor de Azagra. Estuvo la joven varias semanas postrada, entre llantos y congojas consumidas, pero al fin respuesta no quedó sino aderezar el vestido blanco y aceptar los designios de la diosa Fortuna. El obispo formaba el coro, las mujeres adecentaban la iglesia, las amigas colocaban flores, los músicos templaban sus instrumentos: todo estaba dispuesto ya, y los pregoneros anunciaban las pomposas bodas de la hermosa Isabel de Segura y el caballero don Rodrigo de Azagra.

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Mientras, Diego espoleaba a su caballo: una tormenta había detenido su barco en alta mar y el plazo estaba en trance de cumplirse. A lomos de su alazán, el joven dejaba atrás los pueblos y caseríos, sin detenerse a tomar alimento, ni a beber, ni a descansar. Llegado a su ciudad, encontró las calles vacías: todos los ciudadanos habían acudido a la boda y al banquete… ¡Cielos, había llegado tarde! Dispuesto a que el matrimonio no se consumara, logró introducirse en la alcoba de los novios y se escondió bajo el lecho. Al fin llegaron a la estancia Isabel y su esposo, después de haber despedido a todos los invitados. Cuando Isabel se hubo cepillado el pelo, se metió en la cama, momento este que aprovechó Diego para cogerla de la mano. Sorprendida y aterrada, Isabel lanzó un grito, aunque de inmediato supo a quién pertenecía aquella mano que la tomaba. Inquieto por el susto de su esposa, Azagra preguntó qué tenía y si podía hacer algo por ella. Isabel pidió que bajara a la sala baja del palacio y que trajera una redoma con sales, que esta turbada y azorada. El marido abandonó la cama nupcial y Diego salió de su escondite sin dudarlo.

-

Aquí estoy con lo prometido, Isabel, amor mío. Estás tan hermosa…

-

No puede ser… - susurraba Isabel-. ¿No ves este vestido que hasta mi vista repugna ¡Estoy casada!

-

Te obligaron, te forzaron…

-

Por mi voluntad soy esposa de don Rodrigo… muerto te creyeron… estoy desposada ante Dios y Él ha querido que así sea. Nada esperes de mí. Diego. Vete…

Abatido, dolorido el corazón en lo más profundo, no pudo soportar el joven esta cruel despedida y dicen los poetas que se desvaneció en un escaño como herido de un rayo. Allí quedó pálido y figura de su amante, no pudo sino acercarse con lágrimas en los ojos, y tomándole la mano le mostraba los dulces afectos de antaño, ya inservibles.

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Llegó en esto don Rodrigo, con el pomo de sales que Isabel le había encargado y sorprendióse al ver un hombre muerto en su habitación. Isabel, anegada en lágrimas, le contó lo sucedido y juró que era inocente, y que había rechazado, como esposa, las pretensiones de su antiguo amante. Don Rodrigo, que no quería escándalos en su casa por aquel motivo, la creyó, y cuando las calles se cubrieron con la oscuridad nocturna, sacó el cadáver y lo dejó en una esquina.

No tardaron los guardias en encontrar el cuerpo de Diego y se lo hicieron llevar a su aciano padre, el panadero. Al día siguiente se celebraron los funerales e Isabel, como señora principal que era, hubo de ocupar un lugar privilegiado, cerca del féretro. Allí pudieron ver los ciudadanos el pálido rostro de la joven, que había pasado la noche llorando entre los recuerdos tristes de su amado Diego Marsilla. Y a allí también le abandonaron las fuerzas; sonaban entonces las campanas, con el lúgubre toque de muertos, cuando ante el asombro de todos, Isabel se levantó, avanzó hasta el cadáver de Diego e, inclinándose sobre él, estampo un beso en sus labios marchitos. Entre azorados e indignados, los padres de Isabel y su esposo acudieron a retirar a la joven, pero entonces, ante el terror unánime, comprobaron que estaba muerta.

Quiso Dios, dicen las crónicas, que Diego e Isabel no pudieran unirse en vida y que los azares del mundo impidieran que se lograran sus deseos; del mismo modo, fue voluntad divina que permanecieran unidos en la muerte. Así lo comprendieron también los padres de la joven y su esposo, y todos los ciudadanos que conocieron tan desgraciados acontecimientos; les dieron sepultura juntos, y juntos siguen desde entonces don Diego Martínez de Marsilla y doña Isabel de Segura, llamados >. FIN

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