LOS INFORTUNIOS DE LA VIRTUD

LOS INFORTUNIOS DE LA VIRTUD De Donatien-Aldonse-François, Marqués de Sade Traducción de Isaac Pradel Leal Prólogo de Patrick Rabeony (Filósofo, Pr
Author:  Pedro Ayala Parra

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LOS INFORTUNIOS DE LA VIRTUD De Donatien-Aldonse-François, Marqués de Sade

Traducción de Isaac Pradel Leal

Prólogo de Patrick Rabeony (Filósofo, Profesor de filosofía del Liceo Francés de Alicante) Prólogo de Juana Serna (Filósofa, Catedrática de filosofía) Título: Sade, Los infortunios de la virtud Autor: © de la traducción: © de sus textos: © de la presente edición:

Donatien-Aldonse-François, Marqués de Sade Isaac Pradel Leal Patrick Rabeony y Juana Serna Editorial Club Universitario

I.S.B.N.: 84-8454-226-2 Depósito legal: A-166-2003 Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 38 45 C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante) www.ecu.fm Printed in Spain Imprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87 C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante) www.gamma.fm [email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

Nota: ¿Por qué dos prólogos para una misma obra? - Evidentemente, la traducción de "Los Infortunios de la Virtud" de Donatien-Aldonse-François, Marqués de Sade, no ha sido tarea fácil. La voluntad de hacer más accesible al público una de mis novelas favoritas, además de la de redimir al autor “maldito” por antonomasia, debía además contar con unos prólogos de excepción, sobretodo teniendo en cuenta la polémica suscitada entorno al autor y su pensamiento a lo largo de la historia. Además de los vínculos afectivos que desde hace mucho tiempo y por diversas razones me unen tanto a Patrick Rabeony como a Juana Serna, que me impulsaban a asociarlos al proyecto, quería contrastar las opiniones de ambos por diversas razones, y que el público tuviera también oportunidad de hacerlo : porque pese a contar ambos dos con las más altas capacitaciones académicas en el ámbito de la Filosofía, existirían no sólo diferencias de opinión y de criterio sobre el autor y su obra debido a las diferencias en su formación, sino que puesto que todo en el mundo del pensamiento es objeto de controversia y discusión, por supuesto, o antes al contrario, Sade no escapa a las mismas. En definitiva, un capricho poético inspirado por el principio formulado por otro pensador y revolucionario : “Que eclosionen las mil flores...”.

Prólogo de Patrick Rabeony Ha llegado la hora de reclamar una vez más rotunda y enérgicamente la prohibición de los escritos del Marqués de Sade. [«Me dan la vuelta, la bola que me han hecho devolver produce en la vagina un incendio idéntico al que produjo en los lugares que acaba de abandonar; baja, y quema hasta el fondo de la matriz: sin embargo no dejan de atarme boca abajo sobre la pérfida cruz, y partes aún más delicadas son violentadas sobre los nudos que acogen. Cardoville penetra la senda prohibida; la perfora mientras que gozan idénticamente con él.»].

Es la petición iracunda del gran literato Philippe Sollers1 quien nos invita a proferir grandes gritos en contra de semejantes abominaciones. Su ira es aún más violenta puesto que sus escritos están legitimados por un editor de una gran seriedad, en una colección prestigiosa2, lo que resulta harto revelador sobre «la crisis de nuestra sociedad». Le parece obvio que nos hallamos en este caso, más allá de los crímenes cometidos por el nazismo mientras que los editores tienen el enorme aplomo de afirmar que «sin banalización ni provocación alguna, Sade tiene un lugar en la Bibliothèque de la Pléiade». Por una especie de doble circunstancialidad simplemente imaginaria nos interpela: o bien dicho libro existe y está por ejemplo permitido leer extractos del mismo en la televisión, en la radio, reproducir páginas en la prensa; o bien no existe. Si existe, ¿por qué esta tolerancia? A sus ojos, nada justifica dicha edición puesto que no puede tratarse de una poesía vertiginosa y pura, de una premoni1

in « Libertés du XVIIIe siècle » - Gallimard 1996 Sade, Œuvres, Gallimard, « Bibliothèque de la Pléiade » - N.d.T. Muy prestigiosa colección de grandes clásicos de la literatura en lengua francesa, caracterizada por su lujoso formato.

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ción surrealista. Menos aún de un documento para algún médico o algún universitario de hábitos sospechosos, ocupado en obscurecer mediante explicaciones tranquilizadoras con el propósito de corromper mejor la atmósfera. Sollers-pedagogo piensa en los miles de estudiantes de bachillerato confrontados a dichas «elucubraciones». Finalmente se pregunta si las palabras no tienen ya importancia alguna para añadir de un modo un tanto pérfido «Si este libro no existe, por qué acabo de ojearlo. ¿Acaso soy yo el único, aquí o en cualquier otro lugar, que no está soñando?» Practiquemos el soñar despiertos. Cuando Sade se manifiesta sobre sus obras: «la madre prescribirá su lectura a su hija», Lautréamont lanza una advertencia: «No es bueno que cualquiera lea las páginas que vienen a continuación: sólo unos pocos saborearán este fruto amargo sin peligro». Las emanaciones mortales que podrán impregnar el alma, como el agua al azúcar, se convierten en el caso de Sade en síntomas que nos excitan en la misma medida en que nos indisponen. Comprendemos mejor a un Nietzsche que deseaba dos prólogos para la «Gaya Ciencia» puesto que siempre subsistirá, decía, la duda de que alguien por no haber vivido nunca nada análogo pueda jamás ser familiarizado mediante prólogos. ¿Hay pues que quemar las obras de Sade? Ambivalencia, ambigüedad, duplicidad… el desdoblamiento es permanente. Definitivamente salvaje, indefinidamente explorado, así parece ser el universo Sadiano. Sin embargo resulta imposible no ceder a la llamada del texto. Uno no se puede abstraer, se entra en el juego que organiza. [«subiré sobre el taburete, tú atarás la cuerda, me excitaré durante un instante, luego en cuanto veas que las cosas toman una especie de consistencia, quitarás el taburete, y yo me quedaré colgado, y así me dejarás hasta que veas o bien la emisión de mi simiente o síntomas de dolor;»] 6

Forzando los cerrojos de la moral, Sade se abre grandes vías de aire desde lo más profundo de su cárcel-madriguera. Es allí donde creció Justine en contrapunto o en acompañamiento de Donatien hasta vampirizarlo. Sade efectuó tres retornos al tema novelesco: Los Infortunios de la Virtud (1787) Justine o las desdichas de la Virtud (1791) y la Nueva Justine. Se trata pues de la obra de la imaginación novelesca en la que el cuento filosófico es ese instrumento demostrativo con un rigor científico de que la virtud es siempre castigada y malhechora. He aquí dos hermanas, la una muy libertina vive felizmente, en la abundancia y la prosperidad, la otra extremadamente buena cae en mil trampas que acaban por conducirla a la pérdida. [«estoy dispuesta a ser desgarrada puesto que nada anuncia aún el fin de mis males: por mucho que me agote, es inútil; este fin al que espero no será obra sino de su delirio; que una nueva crueldad lo decida: mi pecho está a la merced de aquel bruto, lo irrita, clava en él sus dientes, el antropófago lo muerde, este exceso determina la crisis, se escapa el incienso. Gritos horribles, terroríficas blasfemias han caracterizado los arrebatos, y el monje agitado me abandona a Jerónimo.»]

Acaso hay que recordar que el cuento filosófico perfeccionado por el S. XVIII es un arma de combate. Un arma científica puesto que la demostración pertenece al registro de la ciencia experimental. Es indispensable que el héroe sea, «cándido», inocente, como el medio estéril de las probetas. La prueba es concluyente cuando cada fase del experimento puede ser recreada en condiciones óptimas. La segunda edición no habla ya de «infortunios» sino de «desdichas» puesto que Justine ya no es esa marioneta con la que juega el filósofo libertino. Se convierte en una heroína romántica perseguida por una fuerza de orden superior: el Mal. El paso del cuento filosófico a la novela romántica se halla en la transformación de una ley matemática en un Destino. En la primera Justine, se establece una evidencia científica: la virtud siempre es castigada. En la segunda versión esta ley 7

se convierte en una fatalidad. Los verdugos son entonces los instrumentos de ese poder superior que es el Mal. [«Subo a la peana, el hombre vil me ata la cuerda al cuello, se coloca frente a mi; Suzanne, pese a hallarse en un estado horrible, lo excita con las manos; al cabo de un instante, tira del taburete sobre el que descansan mis pies, pero armada con la hoz, la cuerda es cortada inmediatamente y caigo al suelo sin daño alguno.»]

Los libertinos se metamorfosean en genios del Mal mientras que Justine se convierte en el ángel perseguido. De este modo las funciones de los personajes son escasamente variadas. A penas hay sino la heroína víctima a quien se opone una sucesión de agresores que multiplican fechorías y persecuciones. [«tal era la recompensa por todo lo que acababa de hacer por aquel desdichado, y llevando la infamia hasta el final, aquel canalla después de haber hecho conmigo todo lo que había querido, después de haber abusado de mi de todas las formas, incluso de aquella que ultraja en mayor medida a la naturaleza, había cogido mi bolsa…ese mismo dinero que le había ofrecido generosamente. Había roto mis ropas, la mayoría estaba destrozada junto a mí, estaba casi desnuda, y magullada en varias partes de mi cuerpo.»]

Los personajes son bandidos / víctima, malos / buenos. Pese a la inquietud manifestada por Sollers en lo concerniente a nuestros niños buenos, la obra pedagógica que constituye Justine ¿no es acaso sino un ideal de la razón libertina formulado en ámbito de la pura ficción? ¿Acaso la geografía novelesca pretende mostrar un teatro de operaciones potencialmente reales? No valen de entre los pensamientos antiguos, sino aquellos que habrán sido reavivados al fuego y a los vientos de la modernidad. El libertinaje feudal se manifestó en el ámbito de una crueldad objetivadora: mi deseo es mi placer y el otro no es jamás sino un puro objeto. [«No hay que calcular las cosas sino por la relación que mantienen con nuestros intereses. El cesar de la existencia de cada uno de los seres sacrificados es nulo con relación a nosotros mismos.»]. 8

La muerte es una presa posible y cuando el héroe Sadiano apunta a la ejecución a muerte en sus juegos eróticos, es porque el cadáver es el compañero ideal, sin conciencia, desprovisto de sentimientos, sin libre albedrío, desprovisto de deseo propio. El mundo pertenece a los señores que pueden disfrutar de él en todas sus formas y en todo lugar [«Chilpéric el más voluptuoso de los Reyes de Francia pensaba de igual modo. Decía en voz muy alta que uno se podía incluso servir de una mujer, pero con la condición expresa de exterminarla tan pronto como se haya gozado de ella.»]. [«Y durante este diálogo, habiéndome escogido para comenzar, lo excito con una mano por delante, con la otra por detrás, mientras que él palpa a placer todas las partes de mi cuerpo que le son ofrecidas por mi desnudez.»].

¿El cuerpo? Es algo que poseemos, de lo que gozamos como si de un bien se tratara, de una propiedad. En el catálogo de los derechos del señor sobre sus siervos y asimilados (niños, servidumbre...), todo es posible: vampirismo, coprofagia, ondinismo, incesto, canibalismo, necrofilia, infanticidio y otros placeres para endurecer. Le libertino feudal aplica y retoma en beneficio propio la práctica política de su época que le autoriza a comportarse como un individuo que no tiene sino derechos. Su único deber es el de gozar, aún más y siempre puesto que no hay perjuicios concebibles: gozar, sin importar a costa de quien. ¿Sade se conforma pues con formular un sistema más rico en ideas de la razón, en hipótesis de trabajo, que en verdaderas invitaciones a encarnarlas? ¿Fue acaso por delitos menores que pasó la mayor parte de su vida encarcelado? ¿El libertino del verbo no es caso sino un buen chico, siendo únicamente desvergonzada su obra? Al igual que Kant quien, en su propio registro, se conforma igualmente en formular ficciones ideales, supuestos hipo9

téticos, ideales irrealizables por definición, útiles únicamente para mostrar un camino, una vía, Sade sería pues una fiel inversión de Kant. Acaso no afirman del mismo modo lo que sería, en el caso del primero una ética hedonista radical sublimada en el solipsismo jubilatorio (resultado evidente de la encarcelación) [«todas estas cosas y su rememoración son aquellas a las que llamo en mi auxilio cuando quiero aturdirme sobre mi situación.»], para el segundo, una moral pura, absoluta, quintaesencia de la intencionalidad desinteresada. Los dos imperativos categóricos son ambos dos insostenibles, pura ficción. ¿Qué expresa el libertinaje Sadiano? Las relaciones en los ámbitos histórico y político entre la clase señorial y la de los siervos. Los señores-libertinos tejen el mundo como un inmenso territorio de caza proyectando a los unos y los otros sobre el territorio de la caza, o sobre el de los cazadores. Presa o asesino, no hay otra alternativa. Sade es ese gran transformador de seres en cosas, de sujetos en objetos, hace de la guerra y del teatro metáforas de un juego cruel que designa un verdugo, una víctima. ¿Acaso las palabras no tienen ya importancia alguna? La analogía entre la dulce moral Kantiana y el hedonismo furibundo Sadiano puede aún desarrollarse mediante la idea de la sensación y es estatus de la imaginación. Dos rasgos caracterizan la originalidad de Sade: interioriza la reflexión sobre un fenómeno conocido por todos; y, repentinamente, descubre relaciones, concatenaciones que se percibían mal antes que él. No se halla acaso en la excitación sexual el germen del furor (¿hay alguien que lo ignore?). El descubrimiento es la relación entre lo sexual y el despotismo: «no existe ningún hombre que no quiera ser déspota cuando está empalmado». Hasta el siglo XIX, el término despotismo o tiranía ser10

vía a designar lo que hoy llamamos sadismo. Sin embargo se trata de una palabra forjada erróneamente por la leyenda equivocada de un Sade sádico. Sade-filósofo fue bien el primero en estudiar de un modo objetivo, metódico y completo, una de las grandes fuerzas morales del hombre. Sade distingue entre la irreflexiva crueldad animal, y la crueldad humana reflexiva. A partir de ahí todo se invierte. Ya no es la energía ciega, bruta, universal de la naturaleza que reina en solitario. Primero se particulariza en los individuos, «uno no se hace a sí mismo», algunos tienen gustos singulares. El conflicto entre la Naturaleza, y mi naturaleza es falso. Surge entre mi naturaleza y los falsos principios de la sociedad. El Callicles de Platón en el «Gorgias» no afirmaba otra cosa. Y es aquí donde prende la llama de la imaginación y lo físico se torna en moral. Es el aguijón de los placeres. Es de la imaginación de donde provienen las voluptuosidades picantes provistas de un mayor encanto que los gozos reales. Se le deben las sensaciones morales más deliciosas. Erige su felicidad en las blasfemias puesto que resulta esencial el pronunciar palabras sucias o fuertes en la ebriedad del placer. [«el uno pronunciaba vociferando todo lo que le venía a la boca, el otro contenía sus ímpetus sin que fueran por ello menos activos; escogía sus palabras, pero no eran por ello sino aún más sucias e impuras: en una palabra el extravío y la rabia parecían ser el carácter del delirio del uno, la maldad y la fiereza se dibujaban en el otro.»].

Mediante la imaginación estremezco la masa de mis nervios con el impacto más grande posible. Ataco a la sociedad que me encierra, hago saltar sus cárceles en pedazos. Las voluptuosidades imaginarias han de ser criminales para ser fuertes: «mira amor mío, mira todo lo que hago a la vez: escándalo, seducción, sodomía…» De la sensación física hemos pasado a la sensación moral, su simple antónimo. Kant nos pide que escuchemos la razón mediante la voluntad autónoma, Sade revela que la interiorización de la ley le 11

confiere al crimen su atractivo. La sensación moral es ahora propia de la Moral, que para ser negada, pervertida, no deja de pertenecer sin embargo al ámbito de la Moral por la voluntad del Mal. No hay pues que equivocarse puesto que la originalidad de Sade es haber discernido en las desviaciones sexuales, una «toxicomanía de la emoción» en la que la conclusión el acto importa menos que el delirio. La contestación de la ley se convierte en la cuna de la imaginación emotiva. La des-construcción de la Moral se efectúa mediante la construcción de la obra. Lo que Sade escribió continúa pues imponiendo una espera. Eternamente prologuista, aquí suena una advertencia, y pues una llamada.

Patrick Rabeony Profesor de filosofía

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Prólogo de Juana Serna En realidad nunca he sentido auténtica pasión por la obra de Sade. Confieso que a veces he pensado que en el fondo Ághata Cristhie podría resultar una novelista más compleja, quizá porque los humanos cuando están vestidos, como ocurre en sus obras, parecen bastante más interesantes, variados y problemáticos que cuando Sade los presenta desnudos; lo cual no es raro porque el vestido tardó en aparecer en la evolución humana miles de siglos, que son los que median entre la simplicidad del mamífero bípedo y la complejidad del ser humano. Supongo que a los que sienten un reverencial culto por Sade debe parecerles una falta de respeto que le compare con esta escritora de novelas policíacas. Pero deben aceptar al menos que bien mirado ambos autores buscan lo mismo: el hallazgo de la naturaleza humana. El uno a través del sexo y la otra a través del crimen. Pero ambos buscan un espejo en el que mirarnos para encontrar la imagen de lo que somos. Un espejo que se rompió hace siglos en mil pedazos y del que sólo nos queda a cada uno de nosotros una simple astilla como recuerdo de lo que fuimos. Quizás por eso, y como dice Rousseau, lo más sensato es abandonar, por inútil, la búsqueda de una verdadera naturaleza humana. Sade se empeña, sin embargo, en buscar la naturaleza de los hombres a través de unos elementos que son repetitivos en toda su obra: el libertinaje, la virtud y el vicio. Y a través de ellos nos cuenta su particular percepción del mundo. El hombre es malvado por naturaleza, lo es en el delirio de sus pasiones casi tanto como en su descanso, y en cualquier caso los sufrimientos de su semejante pueden convertirse en execrables gozos para él... ¿Qué diferencia hay entre un hombre semejante y el 13

más salvaje de los animales del bosque? se pregunta en Justine. Aparentemente no hay ninguna. Sade, al menos, no la busca. El hombre es malo por naturaleza y en su mundo la virtud no tiene sentido. Es un mundo corrupto donde lo más seguro es actuar como los demás, pues la desgracia persigue siempre a la virtud y la prosperidad acompaña casi siempre al vicio. Y siendo ambas cosas iguales a los “ojos de la naturaleza”, vale más tomar partido por estar entre el número de los malvados que prosperan que entre los virtuosos que perecen. Sade considera que su siglo es “absolutamente corrupto” y no cabe duda de que su análisis sobre la realidad que él vive es descarnado y brutal. Toda ella es dolor e infortunio porque “no hay estima por la gente sino por el auxilio o los favores que de ellos se puede obtener” Un análisis certero, que sin duda podemos aplicar todavía a nuestro siglo, y que al escaparse de un tiempo y un lugar determinados convierte a Sade en un verdadero clásico. El inconveniente que, sin embargo, encuentro en los análisis de Sade es que los eleva a categoría ética, a modelo a seguir, a propuesta universal. No en vano es hijo de la Ilustración. Maquiavelo hizo también un análisis de la realidad y del poder profundamente impíos; con unas observaciones que todavía hoy siguen escandalizando a las buenas gentes de nuestra época. Pero Maquiavelo ni juzgó su mundo ni propuso las relaciones de poder como las más verdaderas y acordes con nuestra naturaleza. Simplemente, y como sociólogo, narró unos hechos que hoy con diferentes personajes continúan. Sade actúa como filósofo y, por tanto, analiza, juzga y propone. Pero esto último lo hace con una ambigüedad calculada. Así en Justine, su obra más valorada y mitificada, se mezclan análisis y propuestas con tal imprecisión que es difícil distinguir si sólo explica que hay gentes cuyo placer sexual depen14

de de los dolores infligidos al otro o si además propone que ésta es la verdadera dimensión a seguir en el ámbito de la sexualidad. Si es un análisis de lo que él encuentra en los conventos, en los políticos, en los benefactores y en la sociedad de su tiempo, entonces no hay nada que objetar. Esa es su visión. Y sin negarla en absoluto, confieso sin pudor que para mí la mirada de Voltaire sobre su tiempo es más rica, más inteligente y más divertida. Pero si el sadismo es además una propuesta como forma de vida, entonces Sade nos gasta una broma cruel sobre algo que es muy serio y que se ha convertido en una conquista del siglo XXI: la libertad humana en el ámbito de la sexualidad. Porque la libertad, en primer lugar, parece significar una forma de vivir en la que se respeta al otro. Si Sade refleja en sus obras la crueldad sexual que se producía en su tiempo, podemos sin duda ampliar sus análisis con la crueldad sexual desarrollada en el nuestro. Pero si él propone, no ya la libertad sexual, sino el sadismo, entonces su obra me parece más inquietante y les remito a la lectura lúcida que sobre Sade hace Fernando Savater, porque mis apreciaciones nunca alcanzarían el ingenio de las suyas. Su pensamiento aparece en toda su plenitud en Justine o El infortunio de la virtud. Una obra que sigue suscitando interés y polémica. De hecho, su formato, contenido y personajes son desde la perspectiva actual –si se me permite la expresión- como una fotonovela de la Ilustración. Uso esta palabra, en primer lugar, como metáfora del sentimiento contradictorio de atracción y rechazo que las fotonovelas actuales –como las obras de Sadeejercen sobre sus seguidores. Y, en segundo lugar, porque la misma vida de la desdichada y desvalida Justine, que ella cuenta como “el ejemplo más sorprendente de las desdichas de la inocencia y de la virtud”, justifica el uso de esa expresión. Al mismo tiempo, en Justine encontramos la esencia 15

misma del pensamiento sadiano y lo que considera sobre la vida social de los humanos. Cuando ella se lamenta con amargura de que “no quede caridad ni buenos sentimientos en el corazón de los hombres”, uno de sus interlocutores le explica en qué consiste el meollo del asunto, el núcleo duro de las relaciones humanas: “Hija mía, se ha desechado ya esa manía de obligar a los demás a cambio de nada; puede que el orgullo fuese por ello halagado un breve instante, pero como no existe nada tan quimérico ni que se disipe tan pronto como estos placeres (de ayudar), se han deseado otros más tangibles, y se tiene el sentimiento de que con una muchacha como vos, vale infinitamente más recoger como fruto de su generosidad todos los placeres que el libertinaje puede ofrecer que enorgullecerse de haberle dado limosna... os complaceréis, hija mía, de que os auxilie únicamente a cambio de vuestra obediencia a todo aquello que me complacerá exigir de vos” Lo dicho explica por qué Sade es el escritor maldito por antonomasia. Conocido por haber dado nombre a una tendencia sexual que se caracteriza por la obtención del placer imponiendo dolor a los otros (sadismo), fue encarcelado y condenado en múltiples ocasiones por diferentes delitos sexuales. La mayor parte de sus obras, siempre calificadas de obscenas, fue escrita en sus largos periodos de internamiento. Muere en 1814 en el hospital psiquiátrico de Charenton en el que había ingresado trece años antes a raíz de la publicación de La filosofía del tocador. Durante este internamiento declara la injusticia a la que se siente sometido: “ ¿Cuándo me liberará el gran Dios de la tumba en la que he sido engullido vivo? Nada se puede igualar al horror de mi suerte, nada se puede comparar a mi sufrimiento... Sí, soy un libertino –afirma Sade- y he concebido todo lo que se puede concebir en esta materia, pero no he realizado todo lo que he ideado y seguramente no lo haré jamás. Soy un libertino, pero no soy un criminal ni un asesino sangriento” 16

¿Por qué fue tratado, entonces, como tal? Sin duda su pensamiento libertino minaba la moral y las convenciones de su tiempo. Amenazaba a todos los poderes y a una sociedad que le miraba a escondidas con furia, pero también con fascinación. Octavio Paz afirma que para Sade “el hombre es sus instintos y el verdadero nombre de lo que llamamos Dios es el miedo y el deseo mutilado” Precisamente es la segunda parte de esta definición la que nos hace admirar a Sade. Él desmitificó la jerarquía tradicional en la que cada uno encontraba su lugar indiscutible ya fuese en relación a Dios o a los monarcas. Él desveló la injusticia social que el orden teológico mantenía y justificaba. Él denuncia como una ilusión un pacto social que sólo puede hacerse si los hombres son buenos por naturaleza. Pero para que esta denuncia tenga sentido, Sade se ve obligado no sólo a señalar que la naturaleza del hombre es cruel sino también a hacer una reducción simplista del hombre a sus instintos. Esa reducción es lo que considero impropio de su capacidad intelectual. Pues Sade tiene 38 años cuando fallecen Voltaire y Rousseau. Conoce, por lo tanto, el pensamiento y las propuestas de ambos filósofos ilustrados. Y aunque Sade pueda ser considerado también como un moralista que denuncia la hipocresía de su época, como hicieran estos dos pensadores, su percepción del ser humano y sus propuestas éticas sobre el mismo están totalmente alejadas de los principios de racionalidad, libertad e igualdad que heredamos de estos filósofos de la Ilustración. Así mientras unos nos han legado los derechos humanos, el otro nos ha legado la pornografía. Como herederos actuales de ambos legados podemos debatir hasta el infinito sobre la forma en que éstos han mejorado la vida humana. Pero reconozcamos que, como propuestas de vida, la de la universalidad de los derechos humanos es la que ha tenido mayores consecuencias éticas y políticas. Y sus actuales efectos sociales son por fortuna un páli17

do reflejo de lo que todavía nos cabe esperar de tales derechos. Debemos afirmar, sin embargo, que el pensamiento de Sade sigue teniendo gancho y generando seducción. Una seducción que trajo por ejemplo momentos muy interesantes para el pensamiento con la aparición del surrealismo. Vivir sin restricciones. Subvertir el orden y la realidad represora. Establecer la imaginación sin límites como instrumento de liberación del hombre, sin cadenas que la coarten. La imaginación como fuente de placer extremo. Estas eran las señas de identidad de los surrealistas. Y en ellas estaba siempre presente la obra de Sade. Buñuel sintió pasión por el pensamiento de Sade. En su película La edad de oro, desprendiéndose del lastre daliniano e influenciado por Breton y demás amigos surrealistas, introdujo una secuencia que remite a la obra de Sade Las ciento veinte jornadas de Sodoma y que generó una tremenda polémica. Lo que más admiraba Buñuel de la filosofía de Sade era el uso extremo de la imaginación. De esa admiración tenemos testimonios en Viridiana, con la fantasía de violar a una monja sedada; Belle de jour, con su catálogo de perversiones sexuales; o La vía lactea, donde retoma a Sade de forma explícita. Buñuel se rebela así, a través de Sade, contra el afán del catolicismo por llegar a todos los rincones del alma humana. Sade es, pues, un filósofo controvertido y generador de polémicas. Justine o Los infortunios de la virtud es una obra clave para la comprensión de su pensamiento. Su presente lectura, que no ha dejado ni dejará indiferente a nadie, nos permite acceder al mundo de Sade gracias a la muy buena traducción de Isaac Pradel, al que sin temor a equivocarme le auguro mucho éxito en estas tareas. Isaac Pradel es, además de traductor, un defensor de las tesis de Sade. Yo que por afecto, dado que le he visto crecer en 18

el Liceo Francés, he aceptado el reto de prologar su traducción, he intentado también y como siempre ser honesta con él, con la lectura de Sade y con los lectores de esta obra. He explicado y sugerido, y espero que con fortuna, lo que admiro y lo que detesto de este filósofo. Admiro su crítica descarnada de la sociedad. Pero su búsqueda de la auténtica “verdad” sobre los hombres a mí no me dice nada. Primero, porque no sé si con su visión sobre la maldad congénita se identificarían los hombres, pero con esa visión de la naturaleza humana seguro que no nos identificamos las mujeres. Segundo, porque hoy se considera más interesante, para nuestras necesidades globales de convivencia, propuestas éticas que se olviden de la “auténtica” naturaleza de los hombres y que esbocen desde la racionalidad y la libertad –sean o no naturales- una buena vida humana. Dicho esto, son los propios lectores los que deben sumergirse en la lectura de Justine para decidir por sí mismos qué es lo que aporta el pensamiento y las propuestas de Sade a los hombres y mujeres del siglo XXI.

Juana Serna Masiá Catedrática de Filosofía

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Los infortunios de la virtud El triunfo de la filosofía sería arrojar algo de luz sobre la oscuridad de los caminos de los que se sirve la providencia para alcanzar los fines que dispone para el hombre, y trazar a partir de aquí algún plan de conducta que pudiera dar a conocer a ese desdichado individuo bípedo, perpetuamente zarandeado por los caprichos de ese ser de quien se dice lo dirige de forma tan despótica, hallar, afirmo yo, algunas reglas, que pudieran hacerle comprender la forma en la que habría de interpretar los secretos de dicha providencia sobre él, el camino que ha de seguir para prevenirse de los extraños caprichos de esa fatalidad a la que se dan veinte nombres distintos, sin haber conseguido aún definirla. Porque partiendo de nuestras convenciones sociales, y sin alejarnos nunca del respeto que por ellas nos inculcaron mediante la educación, ocurre desgraciadamente que por la perversidad de los otros, no hallamos encontrado jamás sino espinas, mientras que los malvados recogían rosas, gentes débiles y sin un fondo de virtud lo suficientemente contrastado para situarse por encima de las reflexiones provistas por estas tristes circunstancias, acaso no alcanzan a calcular, que más vale dejarse llevar por la corriente que resistirse a ella, acaso no afirmarán que la virtud no importa lo bella que fuere, cuando desgraciadamente se vuelve demasiado débil para luchar contra el vicio, se convierte en el peor partido que pueda tomar cualquier ser, y ¿acaso en un siglo tan absolutamente corrupto lo más seguro no será actuar como los demás? Aquellos algo más instruidos si así se quiere, y abusando de las luces que han adquirido, acaso no dirán como el ángel Jesrad de Zadig que no hay ningún mal del que no nazca un bien; acaso no añadirán a esto por sí mismos que puesto que se halla en la constitución imperfecta de nuestro agitado mundo una suma de males iguales a la del bien, es esen21

Donatien-Aldonse-François, Marqués de Sade

cial para el mantenimiento del equilibrio que haya igual número de buenas gentes que de malvadas, y que tal o cual sea preferiblemente bueno o malvado; que si la desgracia persigue a la virtud, y que la prosperidad acompaña casi siempre al vicio, siendo ambas cosas iguales a ojos de la naturaleza, vale infinitamente más tomar partido entre el número de los malvados que prosperar que entre los virtuosos que perecen. Es pues esencial prevenir estos sofismas peligrosos de la filosofía, esencial mostrar que los ejemplos de virtud desdichada presentados a un alma corrupta en la que sin embargo quedan aún algunos principios de bondad, puede conducir a este alma hacia el bien con tanta destreza como si se le hubieran ofrecido en este camino de virtud las palmas más brillantes y las más halagadoras recompensas. Es sin duda cruel tener que describir la multitud de desgracias que colman a la mujer dulce y sensible perfectamente respetuosa de la virtud, y por otra parte la más brillante fortuna de aquella que la ha despreciado toda su vida; pero si nace sin embargo algún bien del trazo de ambos cuadros, ¿habré entonces de reprocharme haberlos ofrecido al público?, ¿habré de tener remordimiento alguno por haber establecido un hecho, del que concluirán fructíferamente en aquellos impregnados de sabiduría que lo lean una lección tan filosófica sobre la sumisión a las órdenes de la providencia, una parte de cómo se desarrollan sus enigmas más secretos y la fatídica advertencia de que es a menudo para atraernos hacia nuestros deberes que su mano golpea a nuestro lado a los seres que parecen haber cumplido perfectamente con los suyos? Estos son los sentimientos que ponen la pluma en nuestra mano, y es considerado su rectitud que le pedimos a nuestros lectores un poco de atención mezclada de interés por los infortunios de la triste y miserable Justine, que les vamos a relatar.

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Los infortunios de la virtud

La señora condesa de Lorsange era una de esas sacerdotisas de Venus, cuya fortuna era obra de una figura encantadora, de mucha conducta inadecuada y de gran picardía, y cuyos títulos por muy rimbombantes que resulten no se hallan sino en los archivos de Citeres, forjados en la impertinencia que los toma y sostenidos por esa necia credibilidad que los otorga. Morena, muy alegre, y de esbelto talle, ojos negros con una expresión prodigiosa, un gran espíritu y sobre todo ese discernimiento tan de moda que, prestándole un ápice de sal de más las pasiones, hace hoy por hoy salir en busca de mujer con más cuidado en quien se sospecha que lo es; había no obstante recibido la educación más brillante que se pudiera recibir; hija de un muy gran comerciante de la calle Saint-Honoré, había sido educada junto a una hermana tres años más joven que ella en uno de los mejores conventos de París, donde, hasta la edad de quince años no se le había negado consejo alguno, maestro alguno, ningún buen libro, ningún talento. En esta época fatídica para la virtud de una joven muchacha, todo le faltó de un día para otro. Una terrible bancarrota precipitó a su padre a una situación tan cruel que todo lo que puedo hacer para escapar al destino más siniestro fue huir rápidamente a Inglaterra, abandonando a sus hijas a su esposa que murió de tristeza ocho días después de la marcha de su marido. Uno o dos parientes que les quedaban a lo sumo, deliberaron sobre lo que harían con las jóvenes, y una vez establecidas sus partes sumando estas aproximadamente cien escudos cada una, resolvieron abrirles las puertas, darles lo que les correspondía y hacerlas únicas dueñas de sus actos. La señora de Lorsange que en aquel entonces se llamaba Juliette y cuyo carácter y espíritu estaban casi tan formados como si hubiera tenido treinta años, edad que contaba en el momento en que se desarrolla la anécdota que relatamos, sólo pare23

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ció sensible al placer de ser libre sin reflexionar tan sólo un instante a las crueles circunstancias que rompían sus cadenas. En cuanto a Justine, su hermana, que acababa de alcanzar su duodécimo año, de un carácter sombrío y melancólico, dotada de una ternura, de una sensibilidad sorprendente, no tenía, en cambio, el arte y la finura de su hermana, sino una ingenuidad, un candor, una buena fe que debían hacerla caer en gran cantidad de trampas, sintió todo el horror de su posición. Esta joven muchacha tenía una fisonomía completamente distinta de la de Juliette; tanto se percibía el artificio, el engaño, la coquetería en los rasgos de una, como se admiraban el pudor, la delicadeza y la timidez en la otra. Un aire de virgen, grandes ojos azules llenos de curiosidad, una piel resplandeciente, un talle fino y ligero, una voz de un sonido conmovedor, el alma más bella y el carácter más dulce, dientes de marfil y magníficos cabellos rubios, así es el retrato de una joven encantadora cuyas gracias ingenuas y los deliciosos rasgos son demasiado finos y delicados para no escapar al pincel que quisiera plasmarlos. Les dieron a una y a otra veinticuatro horas para abandonar el convento, dejándolas al cuidado de proveerse con sus cien escudos donde les conviniera. Juliette, encantada de ser su propia ama, quiso un instante enjugar las lágrimas de Justine, pero percatándose de no lo conseguiría se puso a reñirla en vez de consolarla, le dijo que era una necia y que con la edad y las figuras que tenían, no había ejemplo alguno de muchachas que se murieran de hambre; le citó a la hija de una de las vecinas, que habiéndose escapado de la casa de su padre, era ahora lujosamente mantenida por un recaudador de impuestos y se paseaba en carroza por París. Justine se horrorizó por aquel ejemplo pernicioso, dijo que preferiría antes morir que seguirlo y se negó decididamente a aceptar alojarse junto a su hermana; tan pronto la vio decidida, por el tipo de vida abominable del que Juliette le 24

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hablaba con elogios Las dos hermanas se separaron entonces sin promesa alguna de volverse a ver, puesto que sus intenciones eran tan diferentes. Juliette que iba, así lo pretendía, a convertirse en una gran dama, ¿acaso consentiría en volver a ver a una muchacha cuyas inclinaciones virtuosas y bajas la deshonrarían, y por su lado acaso Justine querría poner en riesgo su conducta asociándose a una criatura perversa que iba a convertirse en víctima del vicio y del desenfreno públicos? Entonces cada una buscó sus recursos y abandonó el convento a partir del día siguiente como estaba convenido. Justine acariciada aún siendo una niña por la costurera de su madre, se imaginó que aquella mujer sería sensible a su destino. Fue a buscarla, y le contó su desdichada posición, le pidió trabajo y fue por todo ello rechazada con dureza. “¡Oh cielos!, dijo, esta pobre criatura, es necesario que el primer paso que doy en el mundo me tenga que conducir desde ya mismo a la pesadumbre... si esta mujer que antaño me amaba, ¿por qué hoy me rechaza?... Desgraciadamente, es que soy huérfana y pobre... es que no me quedan recursos en este mundo y no hay estima por la gente sino por el auxilio o los favores que de ellos se puede obtener. Justine percatándose de ello fue en busca del cura de su parroquia, y le pidió algunos consejos, pero el caritativo eclesiástico, le respondió que la parroquia estaba sobrecargada, que era imposible que pudiera tomar parte de las limosnas, que sin embargo si ella quisiera servirle, gustosamente la alojaría en su casa; pero como diciendo esto el santo varón le había pasado la mano por el mentón dándole un beso demasiado mundano para un hombre de iglesia, Justine que no lo había comprendido sino 25

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demasiado bien, se retiró con presteza, diciéndole: “Señor, no le pido limosna, ni plaza como sirviente, no hace mucho que he perdido una condición por encima de la que me puede hacer solicitar esas gracias para verme reducida a ello; le pido aquellos consejos de los que necesitan mi juventud y mi corazón, y usted quiere que yo los compre mediante el crimen...” El cura indignado por este término abrió la puerta, la expulsó con violencia, y Justine, por dos veces rechazada desde el primer día que se encuentra condenada a la soledad, entra en una casa en la que ve un escrito, alquila una pequeña habitación amueblada, la paga por adelantado y en ella se abandona a gusto a la tristeza que le inspira su estado y la crueldad de las pocas personas con las que su desdicha le ha obligado a tener que ver.

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El lector nos permitirá abandonarla un rato en aquel oscuro reducto, para volver con Juliette y para mostrarle con la mayor brevedad posible como desde la simple condición desde que la vemos salir, se convirtió en quince años en una mujer con títulos, poseedora de más de treinta mil libras de rentas, de muy bellas joyas, dos o tres casas tanto en el campo como en París, y por ahora, el corazón, la riqueza y la confianza del Sr. de Corville, consejero de Estado, hombre que dispone del mayor crédito y en vísperas de entrar en el ministerio... El camino estuvo lleno de espinas... no lo dudamos en absoluto, es mediante el aprendizaje más vergonzoso y más duro que este tipo de señoritas hacen su camino, y así como se halla hoy en el lecho de un príncipe que quizás lleva aún sobre sí las humillantes marcas de la brutalidad de los libertinos depravados, entre cuyas manos la arrojaron sus comienzos, su juventud y su inexperiencia. A la salida del convento, Juliette fue simplemente a buscar a una mujer que había oído nombrar a esa amiga de su vecindario que se había pervertido y de la que recordaba la dirección; y allí llegó descaradamente con su paquete bajo el brazo, un vestidito desarreglado, la figura más bonita del mundo, y un aspecto de escolar; le cuenta su historia a aquella mujer, y le suplica que la proteja como lo había hecho hacía algunos años con su antigua amiga. - ¿Qué edad tienes?, hija mía Le pregunta Madame Du Buisson. - Tendré quince años en unos días, señora. - ¿Y nunca nadie...? - ¡Oh, no!, señora, os lo juro. - Pero es que a veces en los conventos un capellán... una religiosa, una compañera..., necesito pruebas seguras. - Procurárselas sólo depende de usted, señora... 27

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Y la Du Buisson, habiéndose puesto un par de gafas estrafalarias y verificando por sí misma el estado exacto de las cosas, le dijo a Juliette: - Y bien, hija mía, no tenéis sino que quedaros aquí: mucho sometimiento a mis consejos, un gran fondo de complacencia hacia mis prácticas, limpieza, ser ahorradora, tener buena fe para conmigo, ser dulce con tus compañeras y desvergonzada con los hombres, dentro de unos años a partir de hoy te pondré en situación de retirarte a una habitación, con una cómoda, una ventana doble, una sirvienta, y el arte que hayas adquirido en mi casa te dará con qué conseguir lo demás. La Sra. Du Buisson cogió el pequeño paquete de Juliette y le preguntó si no tenía algún dinero y ésta habiéndole confesado con demasiada franqueza que tenía cien escudos, la querida mamá tomó posesión de ellos asegurándole a su joven discípula que invertiría esos pequeños fondos en su provecho, pero que no era oportuno que la muchacha tuviera dinero... que era un medio de hacer el mal y en un siglo tan corrupto, una muchacha buena y bien nacida debía evitar con sumo cuidado todo aquello que pudiera hacerla caer en alguna trampa. Una vez acabado el sermón, la recién llegada fue presentada a sus compañeras, le indicaron cual era su habitación en la casa y desde el día siguiente, sus primicias estuvieron en venta; en un plazo de cuatro meses, la misma mercancía fue sucesivamente vendida a ochenta personas quienes la pagaron todos como nueva, y no fue sino al cabo de este espinoso seminario que Juliette tomó la patente de hermana conversa. Desde aquel momento fue verdaderamente reconocida como señorita de la casa y compartió sus fatigas libidinosas... un nuevo noviciado; si en uno con algunas pocas excepciones había servido a la naturaleza, olvidó las leyes en el segundo; cosas criminales, placeres vergonzosos, sórdidos e 28

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indecentes desenfrenos, gustos escandalosos y extraños, fantasías humillantes, y todo ello fruto de una parte del deseo de gozar sin poner en riesgo la salud, y por otra, de una saciedad perniciosa que hastiando la imaginación, no le permite regocijarse sino mediante los excesos y satisfacerse sino con desenfrenos... Juliette corrompió su conducta por completo en este segundo aprendizaje y los triunfos que obtuvo mediante el vicio degradaron por completo su alma; sintió que, nacida para el crimen, debía al menos dedicarse a ello a lo grande, y renunciar a languidecer en un estado subalterno que obligándola a cometer las mismas faltas, y envileciéndola en igual medida, no le reportaba ni de lejos el mismo beneficio. Le gustó a un viejo y noble señor muy depravado que primero no la había hecho venir sino para una aventura de un cuarto de hora, y tuvo el arte de conseguir hacerse mantener magníficamente por él y se mostró por fin en los espectáculos, en los paseos junto a las más exquisitas de la orden de Citeres; fue vista, la citaban, la envidiaban, y a la muy pícara se le dio tan bien que en cuatro años había arruinado a tres hombres, el más pobre de entre los cuales disponía de cien mil escudos de rentas. No le hizo falta más que forjarse una reputación; la ceguera de las gentes de este siglo es tal, que cuanto más ha probado una de estas desdichadas su deshonestidad, más envidia se tiene de hallarse en su lista, parece que el grado de su envilecimiento y de su corrupción se convierten en la medida de los sentimientos que se atreven a mostrar por ella. Juliette acababa de alcanzar su vigésimo año cuando un conde de Lorsange, un gentilhombre angevino de unos cuarenta años de edad, quedó tan prendado de ella que resolvió darle su nombre, no siendo lo bastante rico para mantenerla; le reconoció doce mil libras de rentas, le prometió el resto que ascendía a ocho, si ocurría que falleciera antes que ella, le dio una casa, servidumbre, signos de distinción, y una especie de considera29

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ción en el mundo que consiguió en dos o tres años hacer olvidar sus comienzos. Fue entonces, cuando la desdichada Juliette olvidando todos los sentimientos de su nacimiento honrado y de su buena educación, pervertida por las malas lecturas y malos consejos, acuciada por disfrutar sola, por tener un nombre, y ninguna cadena, se atrevió a abandonarse al pensamiento culpable de abreviar los días de su esposo... Lo concibió y lo ejecutó desgraciadamente con el suficiente secreto para quedar a salvo de persecución, y para enterrar con aquel esposo molesto todo rastro de su abominable crimen. Habiendo recobrado su libertad y hallándose condesa, Madame de Lorsage volvió a sus antiguas costumbres pero creyendo ser algo en el mundo, puso en ello un poco más de decencia; ya no era una muchacha mantenida, era una viuda rica que daba bonitas cenas, en las que la ciudad y la corte no eran sino demasiado felices de ser admitidas, y que sin embargo se acostaba por doscientos luises y se entregaba por quinientos al mes. Hasta los veintiséis años hizo aún brillantes conquistas, arruinó a tres embajadores, a cuatro recaudadores de impuestos, dos obispos y tres caballeros de las órdenes del rey, y como es extraño detenerse tras un primer crimen sobre todo cuando ha tenido un feliz desenlace, Juliette, la desdichada y culpable Juliette, se ennegreció con dos nuevos crímenes parecidos al primero, uno de ellos por robar a uno de sus amantes que le había confiado una considerable suma cuya existencia desconocía toda su familia y que Madame Lorsange puedo poner a buen recaudo mediante este odioso crimen, el otro para conseguir con antelación una herencia de cien mil francos que uno de sus adoradores había incluido en su testamento a su favor a nombre de un tercero que debía entregar la suma a cambio de una pequeña retribución. A estos horrores, Madame de Lorsange sumaba dos o tres infanticidios; el temor a estropear su bello talle, el deseo de 30

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ocultar una doble intriga, todo le hizo tomar la resolución de hacerse abortar en varias ocasiones, y estos crímenes ignorados como los otros no le impidieron a esa hábil y ambiciosa criatura encontrar cada día nuevos primos y engordar a cada instante su fortuna a medida que acumulaba crímenes. No es desgraciadamente sino demasiado cierto que la prosperidad puede acompañar al crimen y que en el mismo seno del desorden y de la corrupción más reflexiva, todo lo que los hombres llaman felicidad puede dorar el hilo de la vida; pero que esta cruel y fatídica verdad no sea motivo de alarma, que aquella de la que pronto ofreceremos como ejemplo, de la desgracia persiguiendo al contrario a la virtud allá donde se encuentre, no atormente aún más el espíritu de las gentes honradas. Esta prosperidad del crimen no es sino aparente; con independencia de la providencia que debe necesariamente castigar tales éxitos, el culpable alberga en el fondo de su corazón un gusano que le corroe sin cesar, le impide disfrutar de ese destello de felicidad que le rodea y no le deja en su lugar sino el recuerdo desgarrador de esos crímenes que se la han procurado. Con relación a la desgracia que atormenta a la virtud, al infortunado al que el destino persigue tiene por consuelo a su conciencia, y los gozos secretos que obtiene de su pureza pronto le resarcen de la injusticia de los hombres. Esta era pues la situación de Madame de Losange cuando el Sr. de Corville de cincuenta años de edad y gozando del crédito que hemos descrito anteriormente, determinó en sacrificarse por completo por esta mujer, y la ligó definitivamente a él. Bien por atención, bien por procedimiento, bien por sabiduría por parte de Madame de Lorsange, lo había conseguido y hacía cuatro años que ya que vivía con ella perfectamente como esposa legítima, cuando una tierra espléndida que acabada de comprarle cerca de Montargis, les había resuelto a ambos ir allí a pasar algunos meses de verano. Una tarde del mes de junio en la que el buen tiempo les había hecho ir de paseo hasta la ciudad, de31

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masiado cansados para poder volver de la misma forma, habían entrado en un albergue en el que para la diligencia de Lyon, con el propósito de enviar desde allí un hombre a caballo a buscarles un coche al castillo; descansaban en una sala fresca en la planta que daba al patio, cuando la diligencia que acabamos de nombrar llegó a la casa. Es un entretenimiento natural el considerar a los viajeros, no hay nadie quien en un momento de ociosidad no lo llene con esta distracción cuando se presenta. Madame de Lorsange se levantó, su amante la siguió y vieron entrar en la fonda a toda la sociedad viajera. Parecía que ya no quedaba nadie en el coche cuando un jinete de gendarmería, bajando del coche, recogió en sus brazos, de uno de sus compañeros aparentemente desde dentro del mismo lugar, a una joven de unos veintiséis años, envuelta en una pésima esclavina de algodón y atada como una criminal. Un grito de horror y de asombro se le escapó a Madame de Lorsange, la joven muchacha se volvió, y mostró unos rasgos tan dulces y tan delicados, un talle tan fino y tan desenvuelto que el Sr. de Corville y su concubina no pudieron evitar interesarse por aquella miserable criatura. El Sr. de Corville se aproxima y le pregunta a uno de los jinetes lo que ha hecho aquella desdichada. - De hecho, señor, contestó el alguacil, la acusan de tres o cuatro crímenes horribles, de robo, asesinatos e incendio, pero le confieso que mi compañero y yo no hemos conducido jamás a nadie con tanta repugnancia; es la criatura más dulce y que parece la más honrada... - ¡Ah, ah!, dijo el Sr. De Corville, ¿no podría tratarse de unas de esas meteduras de pata tan comunes en los tribunales subalternos? ¿Y dónde se cometió el delito? - En una fonda a tres leguas de Lyon, donde la desdichada intentaba entrar en el servicio; es en Lyon donde la han juzgado, y va 32

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a París para la confirmación de la sentencia, y volverá para ser ejecutada a Lyon. Madame de Lorsange, que se había acercado y escuchaba el relato, en voz baja le expresó su deseo al Sr. de Corville de oír de boca de aquella muchacha la historia de sus desgracias y el Sr. de Corville que también concebía el mismo deseo hizo parte de ello a los que conducían a aquella muchacha presentándose a ellos; estos no se opusieron en absoluto, y decidieron que pasarían la noche en Montargis, pidieron un apartamento confortable junto al que había para los jinetes. El Sr. de Corville respondió por la prisionera, la desataron, y pasó al apartamento del Sr. de Corville y de Madame de Lorsange, los guardias cenaron y se acostaron cerca de allí, y cuando le hicieron tomar un poco de alimento a aquella desdichada, Madame de Lorsange que no podía evitar tomarse el más vivo interés, y que sin duda se decía así misma: "Esta miserable criatura tal vez inocente, es tratada como una criminal, mientras que todo es próspero en torno a mí - yo que lo soy seguramente mucho más que ella" - Madame de Lorsange, como estaba diciendo, desde el momento en que vio a aquella joven algo respuesta, un poco consolada por las caricias que le hacían y por el interés que parecían tomarse por ella, le pidió que contara por qué suceso se hallaba en circunstancias tan funestas, con un aspecto tan honrado y tan bueno como el suyo. Contarle la historia de mi vida, señora, dijo aquella bella desafortunada dirigiéndose a la condesa, es ofrecerle el ejemplo más sorprendente de las desdichas de la inocencia y de la virtud. Es acusar a la providencia, es lamentarse de ella, es una especie de crimen y no me atrevo.... Cayeron abundantes lágrimas de los ojos de la pobre muchacha, y después de darles curso durante un rato retomó su relato en los siguientes términos. 33

- Señora, me permitirá usted mantener secretos mi nombre y mi nacimiento, ya que sin ser ilustre, es honrado, y sin la fatalidad de mi estrella, no me hallaba destinada a la humillación, ni al abandono del que nacieron la mayor parte de mis desgracias. Perdí a mis padres siendo aún muy joven, creí que con los pocos recursos que me habían dejado podría alcanzar una situación honrada negándome constantemente a aceptar aquellas que no lo eran, y me comí, sin percatarme de ello lo poco de lo que disponía; cuanto más me empobrecía, más era despreciada; cuanto más auxilio necesitaba, menos podía esperar obtenerlo o aún más indignos e ignominiosos eran los que me proponían. De todas las asperezas que experimentaba en esta desgraciada situación, de todas aquellas propuestas horribles que me hicieron, os citaré únicamente lo que me ocurrió en la casa de Sr. Dubourg, uno de los más ricos comerciantes de la capital. Me habían dirigido a él como a uno de los hombres cuyo crédito y riqueza podían con mayor certeza aliviar mi destino, pero aquellos que me habían dado ese consejo, o quisieron engañarme, o no conocían la dureza del alma de aquel hombre, ni lo depravado de sus costumbres. Después de haber esperado dos horas en su antecámara, por fin entré; el Sr. Dubourg de unos cuarenta y cinco años, acababa de salir de la cama envuelto en un camisón ancho que apenas ocultaba su enmarañamiento; se disponían a peinarlo, hizo salir a su ayudante de cámara, y me preguntó que qué era lo que quería. Señor, desgraciadamente -le respondí- soy una pobre huérfana que aún no ha cumplido catorce años y que ya conoce todos los matices del infortunio. Entonces le conté con detalle mis reveses, las dificulta35

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des en situarme, la desgracia de haberme comido lo poco que poseía mientras buscaba, los rechazos que había tenido y las dificultades que tenía para encontrar faena o en una tienda o en mi habitación, y las esperanzas que albergaba en que él me facilitara un medio de sustento. Después de haberme escuchado con bastante atención, el Sr. Dubourg me preguntó si siempre había sido buena. - No sería ni tan pobre, ni estaría en situación tan embarazosa, señor, le dije, si hubiera querido dejar de serlo. - Hija mía, me dijo oyendo esto, y ¿por qué motivo pretende usted que la opulencia alivie su dolor, cuando en nada la sirve? - Servir, señor, es lo único que pido. - Los servicios de una joven muchacha como vos son un poco útiles en una casa, no son esos los que espero, no tenéis ni la edad, ni el aspecto necesario para colocaros como pedís, pero podéis con un rigor algo menos ridículo aspirar a un destino honesto en la casa de cualquier libertino. Y es allí donde debéis dirigiros; esa virtud de la que tanta gala hacéis, no sirve para nada en el mundo, por mucho que la exhiba, y no os procurará ni tan si quiera un vaso de agua. Las personas como nosotros que todo lo más que hacemos es dar limosna, es decir, una de las cosas en las que menos nos entregamos y que más nos repugnan, aspiran a ser recompensadas por el dinero que se sacan de sus bolsillos, y que es lo que una señorita como vos puede dar en compensación de ese auxilio, ¿si no es el abandono más completo a todo aquello que de ella se quiera exigir? - ¡Oh, señor!, ¿entonces no queda caridad ni buenos sentimientos en el corazón de los hombres?

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- Muy pocos, hija mía, muy pocos, se ha desechado esa manía de obligar a los demás a cambio de nada; puede que el orgullo fuese por ello halagado un breve instante, pero como no existe nada tan quimérico ni que se disipe tan pronto como estos placeres, se han deseado otros más tangibles, y se tiene el sentimiento de que por ejemplo, con una muchacha como vos, vale infinitamente más recoger como fruto de su generosidad todos los placeres que el libertinaje puede ofrecer que enorgullecerse de haberle dado limosna. El buen nombre de un hombre liberal, dadivoso, generoso, no vale para mí la más ligera sensación de los placeres que puede usted proporcionarme; sobre lo cual están de acuerdo casi todos los hombres de mi edad que comparten mis gustos, os complaceréis, hija mía, de que os auxilie únicamente a cambio de vuestra obediencia a todo aquello que me complacerá exigir de vos. - Cuanta dureza, señor, cuanta dureza ¿y cree usted que el cielo no os castigará por ello? - Has de aprender, joven neófita, que el cielo es la cosa en el mundo que menos nos puede interesar; lo que hagamos en la tierra le complazca o no, es aquello en el mundo que menos nos preocupa; demasiado convencidos de su escaso poder sobre los hombres, le retamos cotidianamente sin temor alguno y nuestras pasiones no se hallan verdaderamente provistas de encanto sino cuando transgreden en mayor medida sus intenciones, o al menos, lo que los necios nos aseguran que son tales, pero que no son en el fondo sino las cadenas ilusorias con las que la impostura ha intentado capturar a los más fuertes. - Señor, ¿y con tales principios, no han pues de perecer los desdichados? - ¿Y qué importa?; en Francia hay más sujetos de los necesarios, 37

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