Los muertos que no mueren en Pedro Páramo y en Cien años de soledad* The dead who do not die in Pedro Parámo and in One Hundred Years of Solitude

STtefano Brugnolo Laura Luche aller de Letrasy N° 46: 125-148, 2010 Los muertos que no mueren en issn Pedro Páramo… 0716-0798 Los muertos que no mu
Author:  Sara Medina Martin

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STtefano Brugnolo Laura Luche aller de Letrasy N° 46: 125-148, 2010

Los muertos que no mueren en issn Pedro Páramo… 0716-0798

Los muertos que no mueren en Pedro Páramo y en Cien años de soledad*

The dead who do not die in Pedro Parámo and in One Hundred Years of Solitude Stefano Brugnolo U. de Sássari, Italia [email protected] Laura Luche U. de Sássari, Italia [email protected] El artículo analiza las causas históricas que han llevado al fracaso de algunos proyectos de modernización que se narran de manera simbólica tanto en Pedro Páramo como en Cien años de soledad. Estas causas podrían tener su origen en el trauma de la Conquista y en una coacción a repetir las dinámicas de ese episodio histórico original. De ese fracaso deriva la condición purgatorial que caracteriza ambas novelas, pobladas de muertos-vivos y vivos-muertos. En efecto, aquí se entiende por condición purgatorial una situación de suspensión entre una vida y una muerte entendidas metafóricamente, es decir, entre un pasado que no pasa y un futuro que aún no adviene, entre tradición y modernidad. Este estado remite a un sentido de expiación que, sin embargo, no está destinado a producir ninguna redención. Palabras clave: modernidad, fracaso, Conquista, trauma original, coacción a repetir, violencia, soledad. This article investigates the historical reasons behind the failure of some projects of modernization represented metaphorically both in Pedro Páramo and in One Hundred years of Solitude. These reasons seem related to the traumatic experience of the Conquest and to a compulsion to repeat the dynamics of that historical ancestral event. This failure resonates in the purgatorial condition that characterizes the two novels, both populated by dead people who seem alive and by living people who seem dead. As matter of fact with the espression “purgatorial condition” we indicate a situation of suspension between life and death metaphorically considered, between a ever present past and a never arriving future, between tradition and modernity. This situation recalls an idea of expiation that nevertheless doesn’t lead to any salvation. Keyword: modernity, failure, Conquest, ancestral trauma, compulsion to repeat, violence, solitude.

Fecha de recpción: 11 de noviembre de 2009 Fecha de evalución: 27 de enero 2010

* Del parágrafo I es autor Stefano Brugnolo, del parágrafo II es autora Laura Luche. Además este artículo se relaciona con otras investigaciones, individuales y conjuntas, realizadas en torno al tema literario de la modernidad infeliz, que se da en muchas periferias del mundo.

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I El Purgatorio como espacio institucional de contacto y negociación entre los vivos y los muertos ha sido examen de la literatura moderna que lo ha transformado en una dimensión del imaginario poético. Como tal lo consideramos en este trabajo. Según Greenblatt, la Reforma transformó “las contrataciones con los muertos de proceso institucional gobernado por la iglesia en un proceso poético gobernado por la culpa, la proyección y la imaginación” (Hamlet in Purgatory 252). Además, a propósito del motivo purgatorial en Hamlet, observa que “La fuerza del teatro de Shakespeare depende a menudo de su apropiación de estructuras institucionales debilitadas y deterioradas” (Ibid.). Si las almas del Purgatorio tradicional están obligadas a vagar y penar en una condición de suspensión entre el mundo de los vivos y el de los muertos, diremos entonces que el motivo purgatorial moderno se ha prestado a explorar todas las condiciones existenciales y sociales suspendidas entre una vida y una muerte metafóricamente entendidas, es decir, entre un pasado que no pasa y un futuro que aún no adviene, entre tradición y modernidad y, naturalmente, entre pecado y perdón. El tema purgatorial, en efecto, se adapta bien a transfigurar responsabilidades y culpas históricamente entendidas. Hagamos explícita nuestra tesis: las almas en pena que se pasean en la literatura, los tantos muertos-vivos que encontramos, transponen una condición de vida enajenada, de vida equivocada, de vida-muerte. Por lo que se refiere a la literatura latinoamericana, diremos que las imágenes de los muertos-vivos deben leerse en el marco de una modernidad equivocada que gira en el vacío, y de un pasado aún no superado y elaborado, es decir, de una tradición-destino-maldición que persigue a los vivos en su intento de liberarse de ellos. Los muertos-vivos de la literatura latinoamericana se mueven en este espacio-tiempo suspendido: el de una tradición que ha muerto pero no completamente, de una modernidad que se ha afirmado pero no por completo, y de todas maneras de una forma distorsionada. Partamos por Pedro Páramo1. Pues bien, todo el libro está construido sobre un motivo que bien podemos definir purgatorial. El héroe de la novela, Juan Preciado, es un peregrino que visita un pueblo de muertos-vivos, Comala, un “mundo lejano” (Pedro Páramo 73), donde vagan almas en pena que continuamente se agolpan a su alrededor, pidiéndole que interceda por ellas, pero al final lo hunden en su mundo. El pathos que la novela comunica tiene que ver con estas imágenes y símbolos religiosos: el pecado, el perdón, la salvación, el Infierno, el Paraíso, el Purgatorio. Símbolos que aún viven en la conciencia popular mexicana, pero que aquí se han cargado de nuevos valores y significados, humanos e históricos. Para entender mejor esta operación de re-motivación y re-semantización nos conviene distinguir entre dos tipos de sobrenatural. El primero es el que Francesco Orlando llama de tradición, o sea aquel “sobrenatural […] acreditado al máximo, convalidado por dura-

1  J.

Rulfo, Pedro Páramo, Madrid, Cátedra, 2003. De ahora en adelante citaremos en el cuerpo del texto con dos iniciales mayúsculas entre paréntesis (PP).

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deras cosificaciones del imaginario colectivo”2. El otro es lo sobrenatural de transposición: este último puede “remitirse, como si nada, a la tradición: a sus localizaciones, ambientaciones legendarias o lejanas”, pero “lo importante es que en momentos esenciales las antiguas motivaciones, debilitadas o perdidas, se sustituyan con nuevas motivaciones eficaces. Lo inactual adquiere entonces una actualidad tanto mayor en cuanto supremamente problemática” (Pedro Páramo 218). Un sobrenatural así se basa sobre un “reenvío […] alegórico-referencial”, es decir, sobre un reenvío a “referentes […] que encuentran en lo sobrenatural una expresión enigmática adecuada. Los primeros son los únicos que poseen suficiente riqueza de significado para re-motivar al segundo; el segundo es el único que posee suficiente misterio para expresar los primeros” (Ibid.). Aplicando este esquema a Rulfo diremos que el purgatorio metafísico “transpone” eficazmente un purgatorio histórico, es decir, que la Comala ultratumbal de Rulfo transpone una experiencia histórica de fracaso y culpa sin redención posible. Especifiquemos mejor cómo funciona el purgatorio rulfiano. Antes que todo es un mundo donde los confines entre muertos y vivos parecen inciertos, por lo que no sabemos jamás quién está vivo y quién está muerto. Comala parece habitada por sombras, por espíritus en vez de seres humanos de carne y hueso: “Mi hermana […] murió cuando yo tenía 12 años […]. Y mírala ahora, todavía vagando por este mundo” (Pedro Páramo 102); “Aquí esas horas están llenas de espantos. […] de ánimas que andan sueltas por la calle” (Id. 111). Pero a menudo no se trata de visiones sino de voces que, sin embargo, tienen la característica de ser voces incorpóreas, fantasmas de voces o voces de fantasmas: “Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras” (Id. 101); “Y lo peor de todo es cuando oyes platicar a la gente, como si las voces salieran de alguna hendidura” (Id. 102); “Y de las paredes parecían destilar los murmullos como si filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras” (Id. 118). Estos suspiros, ecos, murmullos, que constituyen la banda sonora de la novela, son evidentemente los de las almas en pena que vagan: son los murmullos de gente que ha muerto mal y que merodean sin encontrar paz. Para Weinrich los muertos que regresan en literatura son la expresión de un “olvido no aplacado” (Leteo: arte y critiqua del olvido 221). Y en efecto, todas estas sombras que vagan, estos “Ruidos. Voces. Rumores” (PP 106), constituyen el eco lejano pero persistente de un pasado que no pasa, que no se ha aplacado, que no se ha redimido. Rulfo recupera potentemente el presupuesto teológico del Purgatorio, según el cual las oraciones de los vivos y los sufrimientos de los muertos darán inicio a una purgación de este pasado. Estas sombras con su murmurar y gemir, vagan en espera de una “purgación” futura, a lo mejor propiciada por las oraciones de los vivos: “Y tu alma […]. Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella” (PP 124). Pero es justo esta posibilidad de “purgación” la que les es negada: “Y ésa es la cosa por la que está lleno de ánimas; un puro vagabundear de gente que

2  Orlando,

F. “Gli statuti del soprannaturale Il romanzo, vol.I”. F. Moretti (ed.). Torino: Einaudi, 2001. 208-209.

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murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo” (Id. 112). Para decirlo con Le Goff, la Comala muerta de Rulfo es un purgatorio “infernalizado” (El nacimiento del Purgatorio 356), es decir, un purgatorio sin esperanza. Escribe Le Goff que esencialmente “El Purgatorio es la esperanza” (Id. 351), y explica que es esperanza porque está vinculado a una idea de solidaridad entre las generaciones. Los muertos y los vivos de Comala se refieren todavía a esta teología de la solidaridad, pero saben también que ha perdido validez: “perdí todo mi interés desde que el Padre Rentería me aseguró que jamás conocería la Gloria […]. Ya de por sí la vida se lleva con trabajos. Lo único que la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de un lugar a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del Infierno, más vale no haber nacido” (PP 124). El Purgatorio que Rulfo imagina carece de esperanza porque los vivos y los muertos se han vuelto culpables de culpas irredimibles, de culpas demasiado “vergonzosas”: “Son tantas, y nosotros tan poquitos, que ya ni la lucha le hacemos para rezar porque salgan de sus penas […]. Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de Dios. Nadie podrá alzar sus ojos al Cielo sin sentirlos sucios de vergüenza. Y la vergüenza no cura” (Id. 111). En fin, la razón por la cual los vivos no pueden ayudar a los muertos y viceversa es porque todos han sido cómplices del pecado. Continuamente Rulfo alude a pecados y a culpas, a remordimientos y a peticiones de perdón, que no pueden satisfascerse, en la tierra aún antes que en el cielo: “Yo […] le confesé todo: ‘Eso no se perdona’ me dijo. ‘Estoy avergonzada’. ‘No es el remedio’” (Id. 111). De todo el libro se desprende una especie de invocación continua, que queda y quedará sin respuesta “por los siglos de los siglos”: “El Yo pecador se oía más fuerte, repetido, y después terminaba: ‘por los siglos de los siglos, amén’, ‘por los siglos de los siglos, amén’, ‘por los siglos... ‘” (Id. 132). Al final, con uno de los efectos de amplificación e hipérbole que caracterizan toda la novela, parece que la vida en sí es pecado sin redención: “¿Y qué crees que es la vida […] sino un pecado?” (Id. 164). Sin embargo, el pecado no es metafísico sino histórico. Y esto dona a la novela su re-semantizada fuerza dantesca: a los mexicanos se les ha dado una posibilidad de salvación, y si perdieron la oportunidad la culpa es de ellos, sobre ellos recae la vergüenza y la pena. Pero es cierto que este pecado es tan originario, tan intrínseco en estas gentes, que se ha convertido en un pecado original. Y como tal, siempre según la lógica de la teología secularizada, éste recae sobre los hijos. En este caso sobre el hijo de Pedro Páramo, Juan Preciado, que ha iniciado el viaje purgatorial justo a la búsqueda del padre. Aquellos suspiros, aquellos murmullos de las almas que le piden desesperadamente que ruegue por ellos al final lo harán morir ahogado: Me mataron los murmullos […]. Eran voces de gentes; pero no voces claras, sino secretas […] pero las oía igual, igual que si vinieran conmigo, delante o detrás de mí. […] Vi que no había nadie, aunque seguía oyendo el murmullo como de mucha gente en día de mercado. Un rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol en la noche, cuando no se ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar. Así. Ya no di un paso más. Comencé a sentir que se me acercaba y

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daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distinguir unas palabras casi vacías de ruido: ‘Ruega a Dios por nosotros.’ Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto. (PP 118-119). Ahora, las voces sin sonido que salen de los muros de la ciudad fantasma son la transposición del poder mortífero, absorbente que puede ejercer sobre los vivos un pasado sin redención. En este caso el pasado es el del mexicano, marcado desde sus orígenes modernos por una violencia traumática, que se ha padecido pero de la que también se ha sido cómplice, y que se transmite en el tiempo, como una maldición. Que Juan Preciado muera ahogado por los murmullos de los muertos significa que es imposible heredar de los padres nada que no esté invalidado por la culpa; y significa también que sobre este pasado “sucio de vergüenza” no es posible fundar ningún futuro, ninguna redención. Walter Benjamin, incluso moviéndose en una óptica teológica lejana a la católica, ha hecho planteamientos semejantes: “Hay un secreto acuerdo entre las generaciones pasadas y la nuestra. Hemos sido esperados en la tierra. A nosotros, como a las generaciones que nos precedieron, nos ha sido dada una débil fuerza mesiánica sobre la que el pasado tiene un derecho” (Angelus novus 78). En cambio, la muerte de Juan Preciado demuestra que las generaciones actuales no tienen ningún poder de redención, no pueden rescatar las culpas del pasado, no logran liberar a los muertos de su vagar, de sus penas. Sucede al contrario, que son los muertos los que atraen hacia sí a los vivos. Y esto sucede incluso porque, mientras los muertos por redimir de Benjamin son esencialmente víctimas de la Historia, los de Rulfo son víctimas y al mismo tiempo culpables. ¿Cuál es su culpa? Es más, ¿cuál es su pecado? Pues bien, ellos han destruido una tierra que era próspera, benévola, materna. Han malgastado una gran ocasión: la de habitar en paz en una especie de paraíso terrenal. El texto está lleno de referencias a un pasado edénico, a una tierra que fue un paraíso terrenal, antes de volverse “la imagen del desconsuelo” (“Luvina” 43). Por ejemplo esta: “…Llanuras verdes. […] el viento que mueve las espigas […] una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa del pan. Un pueblo que huele a miel derramada...” (PP 80). Es este “pueblo, lleno de agua, de árboles, de clima maravilloso” (Autobiografía armada 62) que los mexicanos han dejado morir y han abandonado a su destino de tierra desolada, muerta. Y naturalmente esta tierra maravillosa no corresponde sólo a un dato naturalista, sino a una posibilidad histórica, la que las tierras nuevas y “maravillosas”, descubiertas por Colón, han constituido en un primer momento para los conquistadores y después para sus descendientes. Nosotros sabemos, en efecto, que ya los primeros conquistadores oscilaron entre maravilla y posesión o, si queremos, entre principio de placer y principio de utilidad, es decir, entre una posibilidad de gozar de aquel nuevo e intacto mundo, y el impulso de apoderarse de él, de explotarlo, de depredarlo. Veamos lo que escribe Todorov a propósito de Colón: “Los árboles son las verdaderas sirenas de Colón. Frente a ellos olvida […] su búsqueda de la ganancia, para reiterar incansablemente aquello que no sirve para nada, que no lleva a nada y que por lo tanto sólo puede ser repetido: la belleza” (La conquista de América… 33). Y Todorov cita al propio almirante, allí donde

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este último se declara impulsado en su empresa “por el apetito y deleitación que tenía y recibía de ver y admirar la hermosura y frescura de aquellas tierras, donde quiera que entraba” tanto que, siempre con las palabras de Colón, “le parecía que no quisiera salir de allí” (Ibid.) Por su parte, Scott Fitzgerald ha tratado de reconstruir cuál debía de haber sido el asombro cuando los descubridores-conquistadores entraron por primera vez en contacto con el “seno fresco, verde, del nuevo mundo: And as the moon rose higher the inessential houses began to melt away until gradually I became aware of the old island here that flowered once for Dutch sailors’eyes –a fresh, green breast of the new world. Its vanished trees [...] had once pandered in whispers to the last and greatest of all human dreams; for a transitory enchanted moment man must have held his breath in the presence of this continent, compelled into an æsthetic contemplation he neither understood nor desired, face to face for the last time in history with something commensurate to his capacity for wonder. (The Great Gatsby 195-196) Sabemos que sobre la capacidad de asombro prevaleció el instinto de posesión, pero sabemos también que aquel sueño utópico nunca ha dejado de fascinar a los americanos. Y así esta trágica dialéctica iniciada con la conquista ha seguido infiltrándose en todas las empresas sucesivas de modernización. El libro de Rulfo constata que aquella promesa de felicidad ha fracasado, pero lo hace con el tono desgarrador de quien siente que las cosas habrían podido ser de otra manera, que aquella tierra, “la más hermosa que ojos hayan visto” (Todorov, La Conquista de América… 32) representa la constatación de aquel fracaso tan amargo y tormentoso. El sueño de recomenzar desde el inicio fue destruido de una vez y para siempre por aquellos que colonizaron el nuevo mundo. Y esta destrucción es un pecado absoluto porque aquel sueño, aquella posibilidad, concernían a toda la humanidad, eran “la última” ocasión. Analicemos ahora el cuento “Luvina”, que se relaciona tanto con Pedro Páramo que parece un primer boceto. Cuando el personaje que narra –después de haber terminado de describir cómo se ha depauperado Luvina– recuerda el entusiasmo juvenil con el que había partido y la amargura con la que ha regresado, está también describiendo el fracaso del sueño (“el experimento”) de revolucionar o reformar y, en fin, “salvar” México y a los mexicanos: “Allá viví. Allá dejé la vida […] Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. […] En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas […]. Hice el experimento y se deshizo” (“Luvina” 115-120). También en Pedro Páramo se alude al menos una vez a esta posibilidad, a esta esperanza: “Hay aire y sol, hay nubes. Allá arriba un cielo azul y detrás de él tal vez haya canciones; tal vez mejores voces […]. Hay esperanza, en suma. Hay esperanza para nosostros, contra nuestro pesar” (86). Pero esta esperanza se ha revelado vana, una semilla que no ha prendido en aquel ambiente social y humano. Yo diría que esta posibilidad de otro México

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está evocada implícitamente a través de la descripción de la ruina actual de aquellas tierras que fueron “bellas y frescas”. El énfasis amargo sobre la destrucción nos hace sentir que la responsabilidad por aquella ruina es sólo humana, histórica; por ejemplo: “esas lomas pelonas tan trabajadas y que todavía seguían aguantando el surco, dando cada vez más de sí...” (PP 98); “Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la Providencia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso” (Id. 130); “Desde entonces la tierra se quedó baldía y como en ruinas. Daba pena verla llenándose de achaques con tanta plaga que la invadió en cuanto la dejaron sola” (Id. 137). Y un personaje comenta lapidariamente este mecanismo de explotación y destrucción de la tierra: “Vivímos rompiendo nuestro mundo a cada rato, si es válido decirlo” (Id. 158). Con estas descripciones de un pueblo muerto se alude, a los efectos de una práctica de explotación latifundista y predatoria de la tierra, sea al abandono de aquellas tierras, a la emigración en masa de los campos a las metrópolis, emigración que se representa como traición, y por tanto, una vez más, como una culpa imperdonable, el efecto de una modernización forzada y errónea. Son muchas las descripciones que transponen en un plano mitopoiético este último evento: “Así comenzaron todos. Que voy a ir aquí, que voy a ir más allá. Hasta que se fueron alejando tanto, que mejor no volvieron” (PP 115); “[…] el pueblo se fue quedando solo; todos largaron camino para otros rumbos” (Id. 120). En “Luvina” hay una representación aún más memorable de este éxodo: “Sólo quedan los puros viejos y las mujeras solas, o con un marido que anda donde sólo Dios sabe dónde… […]. Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en sus puertas, con los brazos caídos […]. Solos, en aquella soledad de Luvina” (119). La imagen es poderosa y traspasa la realidad mexicana, convirtiéndose en metáfora de un agravio inmanente e irremediable, hecho a la Tierra inocente, explotada y después abandonada por sus hijos. Se trata de un pecado epocal y planetario, que coincide con el advenimiento de la modernidad industrial, advenimiento que correspondió por doquier a este abandono y traición, pero que en México asumió aspectos específicos muy peculiares y trágicos. No se produjo en México ninguna mediación o compromiso honorable entre este y aquel mundo, esta y aquella fase. Como dice Paz, se huyó del propio pasado para entrar en la Historia: “el mexicano rompe sus ligas con el pasado, reniega de su origen y se adentra solo en la vida histórica” (El laberinto de la soledad 105). Quien parte quiere huir de sus muertos; quien se queda mantiene un lazo con los muertos que impide cualquier progreso. El purgatorio rulfiano corresponde también a esto, a un pueblo que se vacía, que se consuma, que muere lentamente. Alrededor de los años 50 la civilización agraria mexicana comenzó a morir de una larga y desgarradora muerte. Como afirma Danny J. Anderson, la novela, con sus efectos de incertidumbre onírica entre la vida y la muerte, y entre los distintos planos de la realidad, indaga algunas fenomenologías típicas de la modernización e “implica a los lectores en un proceso de comprensión de la más compleja relación entre presente y pasado”; en otras palabras, “Pedro Páramo hace a los lectores conscientes de la inquietante presencia de un México tradicional

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que muere pero no está completamente muerto, […] una realidad duradera, ya no presente, pero no pasada todavía”3. Como decir que los espectros, los muertos-vivos que atestan la ciudad fantasma, llenándola de rumores, susurros, lamentos, traducen la experiencia de un mundo histórico “que muere pero no está completamente muerto”. Continuamente en la novela encontramos situaciones en las que, como lectores, nos sentimos inciertos sin saber si estamos ante seres vivos o muertos; es la pregunta que Juan Preciado dirige a dos personajes que viven en una casa destruida –“¿No están ustedes muertos?” (PP 107)–, es una pregunta que de hecho se puede dirigir a los representantes de aquellos “ordenamientos sociales que no mueren jamás del todo hasta que un nuevo orden social no esté establecido” (Anderson “The Ghosts of Comala…”). Es decir, que viven una vida más allá de la muerte. Pero es necesario añadir que esta muerte tiene incluso recaídas existenciales, que son ellas también de orden purgatorial. Aquellos que se quedan anclados a estos mundos, es decir, a esos pueblos casi muertos, a esas economías casi muertas, sobreviven en una condición que es precisamente de vida-muerte. La sensación de un tiempo detenido, o que gira sobre sí mismo, que se vuelve eterno, así como lo encontramos en la novela, transpone la experiencia de inutilidad vergonzosa de todos aquellos a los que el progreso ha superado: “los pasos, como de gente que ronda” (PP 86); “Como si hubiera retrocedido el tiempo” (Id. 114). La misma función tienen las repeticiones que a menudo encontramos en el texto, y que casi siempre aluden a una temporalidad encantada: “El reloj de la iglesia dio las horas, una tras otra, una tras otra, como si se hubiera encogido el tiempo” (Id. 77); “se dio vuelta sobre sí misma una y otra vez, una y otra vez” (Id. 86); “‘por los siglos de los siglos, amén’, ‘por los siglos de los siglos, amén’, ‘por los siglos...’” (Id. 132). Pero es de nuevo en “Luvina” donde encontramos manifestados al grado máximo estos aspectos de una temporalidad que gira sobre sí misma perversamente: “Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me la enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad… Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza” (“Luvina” 118). Vemos entonces que la imagen de los muertos-vivos asume un ulterior significado: las almas que “giran alrededor” “eternamente” por Comala/Luvina representan las vidas vacías y siempre iguales de aquellos que han quedado irremediablemente atrás con respecto a la Historia. Representan las existencias de hombres que ya están muertos mientras aún están vivos. Como para decir que la ciclicidad inocente, ignorante de la sociedad agropastoral, se transforma en la ciclicidad culpable sólo después del gran cambio moderno. Si en efecto la vida de las comunidades agrícolas tradicionales era fundamentalmente

3  Anderson,

D. J. “The Ghosts of Comala: Haunted Meaning in Pedro Páramo. An Introduction to Juan Rulfo’s Pedro Páramo”. En: www.utexas.edu/utpress/excerpts/rulped-intro.html. A su vez Silvia Lorente-Murphy ha escrito: “La desolación de Comala […] no es más que una consecuencia del éxodo rural que siguió a la Revolución; éxodo de un proletariado campesino que se trasladó a la ciudad en busca de nuevas fuentes de trabajo, generalmente inexistentes” (Juan Rulfo: realidad y mito de la Revolución Mexicana. Madrid: Pliegos, 1988. 98).

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repetitiva, o sea circular, fundada todavía sobre la sucesión de las estaciones y de las operaciones unidas a ellas, pues bien, esa circularidad se ha vuelto culpable y maldita desde que entró en contacto con la modernidad, que se funda sobre un tiempo lineal y progresivo. Y es culpable aún más porque aquellos hombres y aquellas mujeres colaboraron en su caída, con su desidia, con su egoísmo mezquino, con su falta de constructividad y solidaridad, con su miedo y complicidad hacia un poder irresponsable. El resultado es justo esta modernidad nociva, que a su vez liquida para siempre un pasado erróneo, sin aprender de él, pero de cierta manera heredando y repitiendo los errores. El resultado de este paso, de este cambio, es que de repente, en estos pueblos excluidos del progreso, el tiempo se ha vuelto “muy largo”, y los años “se amontonan” en vez de transcurrir, y los días “empiezan y terminan” sin crear nada, y aquellos que se han quedado se sienten vergonzosamente inútiles. Esta infinitud negativa o eternidad es una condición purgatorial del todo nueva y original que une a Comala con todos los pueblos marginados por la historia. También los fenómenos meteorológicos en la obra de Rulfo, devastadores siempre, tienen significados simbólicos, constituyen algo más y distinto a ciegos fenómenos naturales. Por ejemplo, este es el caso del viento que se ensaña con Comala: “Los vientos siguieron soplando todos esos días […]. La lluvia se había ido; pero el viento se quedó […]. De día era pasadero; retorcía las yedras y hacía crujir las tejas en los tejados; pero de noche gemía, gemía largamente” (Pedro Páramo 148); pero aún más en Luvina: “Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. […] rasca como si tuviera uñas: uno lo oye a mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos” (“Luvina” 113). Este viento bíblico es la manifestación de una especie de fuerza destructiva, aniquiladora, que posee causas y raíces históricas. Esto es en otras palabras la manifestación y el efecto de una furia destructora sólo humana. Octavio Paz ha identificado bien el origen y las causas de esta furia cuando ha hablado del verbo chingar como de una palabra clave para comprender el mundo mexicano: “[…] la pluralidad de significaciones no impide que la idea de agresión […] se presente siempre, como significado último. El verbo denota violencia, salir de sí mismo y penetrar por la fuerza en otro. Y también, herir, rasgar, violar —cuerpos, almas, objetos—, destruir” (El laberinto de la Soledad 92). Y continúa: “Es un verbo masculino, activo, cruel: pica, hiere, desgarra, mancha” (Id. 93). Se puede decir que Comala es un pueblo «chingado»; es decir, violado, herido, destruido. Un poco más adelante Paz explica la expresión «vete a la chingada» como un mandar “a nuestro interlocutor a un espacio lejano e indeterminado. Al país de las cosas rotas, gastadas. País gris, que no está en ninguna parte, inmenso y vacío” (Id. 95-96). Cómo no notar que “la Chingada”, este país legendario, “lejano e indeterminado”, este país “de las cosas rotas, gastadas”, este país “inmenso y vacío”, es justo la Comala inventada por Rulfo. Y casi se diría que Rulfo apunte a mostrarnos justo el vacío, la nada, el silencio, el desierto en el que al final se convierte Comala: “yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado. Parece que no lo habitara nadie. […]. No es que lo parezca. Así

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es. Aquí no vive nadie” (PP 69); “Me acerqué para ver […] y vi esto: lo que estamos viendo ahora. Nada. Nadie. Las calles tan solas” (Id. 101). Este es el purgatorio inventado por Rulfo, un páramo desolado y vacío: “Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio” (“Luvina” 120). Repetimos: no se trata de una visión abstracta, metafísicamente nihilista. La causa histórica de esta furia aniquiladora que “rasca, raspa, arranca, escarba” todo, hay que encontrarla en las relaciones sociales y humanas duras, marcadas por la violencia. El viento destructor es una especie de correlato objetivo de esta furia destructora y autodestructora, y al mismo tiempo representa un contraefecto, una especie de respuesta, de venganza de la naturaleza ofendida, chingada. Demos otra vez la palabra a Paz para comprender mejor la naturaleza de esta fuerza o furia destructora: “Para el mexicano la vida es una posibilidad de chingar o de ser chingado. Es decir, de humillar, castigar y ofender. O la inversa” (El laberinto de la soledad 94). Y “en un mundo de chingones, de relaciones duras, presididas por la violencia […], en el que nadie se abre ni se raja y todos quieren chingar, las ideas y el trabajo cuentan poco. Lo único que vale es la hombría, el valor personal, capaz de imponerse” (Id. 95). Estas son las causas históricas y sociales del llamado machismo mexicano y latinoamericano en general. Y esta pulsión machista se encarna naturalmente en la figura del Padre potente y destructivo: “Lo característico de lo mexicano reside, a mi juicio, en la violenta afirmación del Padre» (Id. 96). Como se habrá entendido, estamos más que nunca en el terreno de Pedro Páramo: esta figura de un padre violento, en efecto, corresponde perfectamente a la del personaje de Rulfo. No es el viento lo que ha transformado este “pueblo fértil, lleno de agua, de árboles” en una tierra desolada, es el Padre chingador. Es él la encarnación última de esta voluntad de poseer y al mismo tiempo aniquilar la tierra. Sobre la figura mítica del Padre Paz escribe: “El ‘macho’ […] abre al mundo; al abrirlo, lo desgarra. […] las reduce [las cosas] a polvo, miseria, nada” (Id. 98). Compárese este padre-macho que reduce las cosas a “polvo, miseria, nada” con el Pedro Páramo del final, cuando, después de haber explotado (chingado) hasta los huesos a los hombres y las cosas, decide dejar que todo se arruine: “Le perdió interés a todo. Desalojó sus tierras y mandó quemar los enseres” (PP 137); así que al final “la tierra en ruinas estaba frente a él, vacía” (Id. 178). A su vez, la tierra poseída, violada y al final aniquilada representa la Madre. Y también aquí la referencia es mucho más que vagamente simbólica. En toda la novela el poder del Padre se manifiesta como poder fálico, destructivo en vez de fecundo, como poder de penetrar y violar a las mujeres. También este rasgo es constitutivo de la identidad mexicana y latinoamericana en general, y tiene bases históricas precisas. Dejemos una vez más la palabra a Paz, cuando comenta así la palabra chingar: “La voz está teñida de sexualidad, pero no es sinónimo del acto sexual […]. Y cuando se alude al acto sexual, la violación o el engaño le prestan un matiz particular. El que chinga jamás lo hace con el consentimiento de la chingada” (El laberinto de la soledad  93). Se desprende que “La Chingada es la Madre abierta, violada o burlada por la fuerza. El ‘hjio de la Chingada’ es el engendro de la violación, del rapto o de la burla” (Id. 96). Como si dijéramos que los mexicanos son los hijos de

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una madre que ellos mismos desprecian, en cuanto chingada por el Padre brutal. Ahora bien, la actitud machista con respecto a la mujer y al mundo no hace sino repetir un trauma histórico originario, que corresponde a la violencia con la cual el conquistador poseyó y violó un continente y a sus mujeres: “Es imposible no advertir la semejanza que guarda la figura del ‘macho’ con la del conquistador español (Id. 99). De esa violencia originaria nacieron los mexicanos, que no han podido o sabido hacer otra cosa que perpetuarla identificándose con el Padre violento que a su vez no los reconoció, y renegando a una madre que se percibe como vergonzosamente “pasiva” y “abierta”, incluso repitiendo hasta el infinito aquella violencia originaria contra ella. De nuevo Paz: “Si la Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias” (Id. 103); y continúa: “La Chingada es aún más pasiva. Su pasividad es abyecta […]. Pierde su nombre, no es nadie ya, se confunde con la nada, es la Nada” (Ibid.). Por tanto la tierra maravillosa, que al final un Padre violento y violador reduce a “polvo y nada”, se identifica a su vez con esta Madre mítica, que a los ojos de los mexicanos “se confunde con la nada, es la Nada”. La violencia que permea la epopeya de Pedro Páramo, por tanto, es repetición de un trauma originario: de la Conquista. Y siempre dentro de la lógica de la coacción a repetir se explican las prepotencias y las violencias que acompañan la ascensión y caída de Pedro Páramo. También él es víctima, además de culpable, de aquel deterioro de las relaciones entre los hombres y con el mundo. También Pedro Páramo ha sido atrapado en la gran cadena de violencias y abusos que es la historia moderna de México. Su violencia no es más que la repetición de una violencia que ha sufrido en su juventud: la violencia padecida a causa de su padre, que se transforma para el muchacho hosco y soñador, que era el joven Pedro, en una violencia a restituir y perpetuar, hasta que al final recae sobre él. Como si la única manera para olvidar la violencia padecida fuera restituirla infinitamente. Como si la única manera desesperada para no ser ofendido, violado, humillado, chingado, sea ser a su vez chingador. En eso consiste también la maldición de este mundo, que es por tanto comparable al mecanismo de una neurosis, donde el enfermo, en su intención de liberarse del peso del trauma que lo persigue, lo único que hace es repetirlo, versándolo sobre los demás. Como sabemos por Freud, la única manera de liberarse de ese trauma es a través de una elaboración catártica. Esta es la única salvación humana e histórica concebible, la única liberación posible de la pena purgatorial que induce a repetir eternamente las mismas acciones; y es justo este camino de esperanza que México no sabe o no puede emprender, permaneciendo prisionero de una lógica desesperada. Y que sea uno de sus tantos hijos, nacido de sus violencias e inmediatamente no reconocido, quien mate a Pedro Páramo, significa que no se sale de esta lógica desesperada. El hijo de la chingada, en efecto, nunca es reconocido por el padre chingador. Dice Paz: “Nada más natural, por tanto, que su indiferencia frente a la prole que engendra. No es el fundador de un pueblo; no es patriarca que ejerce la patria potestas; […]. Es el poder, aislado en su misma potencia, sin relación ni compromiso con el mundo exterior. Es la incomunicación pura, la soledad que se devora a sí

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misma y devora lo que toca” (El laberinto de la soledad 99). También estas últimas palabras valen como una descripción de la condición casi mítica de soledad a la que está condenado Pedro Páramo, que sobresale “aislado en su misma potencia”, y cuya “enorme”4 figura se yergue sobre el fondo de las tierras desoladas de las que es el señor: “Quedaba él, solo, como un tronco duro comenzando a desgajarse por dentro” (PP 163); “No dormía. Se había olvidado del sueño y del tiempo” (Id. 172). Esta soledad, como dice Paz, se propaga desde él a todos los demás, y en fin al mundo natural y a todas las cosas, creando a su alrededor un universo de muchas soledades “incomunicadoras”, que es lo que en definitiva nos transmite la visión purgatorial de Rulfo: una tierra de almas vagabundas donde nadie puede rezar por el otro, donde nadie puede perdonar al otro, donde nadie puede escuchar al otro: “Tú y yo allí, rezando rezos interminables, sin que ella oyera nada, sin que tú y yo oyéramos nada, todo perdido en la sonoridad del viento debajo de la noche” (PP 134). Este mundo está fundado sobre la no–comunicación porque esencialmente se funda sobre un rechazo o sobre una incapacidad del padre de ser padre, es decir, de construir, educar, gobernar, amar su mundo. Todos son huérfanos de este padre “enorme”, presente y ausente: “De ahí que el sentimiento de orfandad sea el fondo constante […] de nuestros conflictos íntimos. México está tan solo como cada uno de sus hijos” (El laberinto de la soledad 106). Siempre Paz escribe que este mítico padre lejano obsesiona a los mexicanos. Porque eso está en la base de sus orígenes, de nación y de personas: “En suma, la cuestión del origen es el centro secreto de nuestra ansiedad y angustia” (Id. 97). Y esta cuestión está en la base de la novela, está en la base del viaje que Juan Preciado emprende en el purgatorio de Comala, como demuestran las primeras palabras de la novela: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo” (PP 65). Este viaje prevé dos finales: en uno de los dos el padre mata al hijo. Que en efecto Juan Preciado muera sofocado por los murmullos de los muertos significa que es imposible heredar de los padres nada que no esté invalidado por la culpa; y significa también que sobre este pasado “sucio de vergüenza” no es posible fundar ningún futuro, ningún rescate. El otro final, el efectivo, es que el hijo mata al padre. Como hará Abundio Martínez, que desde las primeras frases del libro es el alter ego de Juan Preciado: “Yo también soy hijo de Pedro Páramo” (PP 67). Y lo hará de una manera casi ritual, o sea, degollándolo, como un cordero sacrificial. En uno y otro caso no es posible elaborar el trauma de los orígenes, al no ser de una manera catastrófica y fatal, destructiva y autodestructiva. Las últimas frases del libro, “Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras” (Id. 178), nos dicen que la época de Pedro Páramo ha concluido con un fracaso trágico y definitivo, pero no nos dicen si y cuándo será posible redimirla.

4  Alude

a la frase “el cuerpo enorme de Pedro Páramo” (PP 161).

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II Si Pedro Páramo narra sobre una posibilidad histórica perdida y el paraíso original se evoca sólo en el recuerdo, García Márquez en Cien años de soledad coloca al lector frente a una nueva posibilidad, un nuevo paraíso en el cual está proscrita la violencia del padre mítico. Macondo, el pueblo fundado por José Arcadio Buendía y su mujer Úrsula Iguarán, que constituye el núcleo espacial de la novela, nace de un repudio explícito de la violencia. Antes de la fundación el patriarca de la estirpe de los Buendía, que protagoniza la obra, mata por motivos de honor a un amigo que ha puesto en duda su esencia de macho, de chingador, insinuando una presunta impotencia sexual. Para huir de la culpa y el fantasma del muerto que los persigue, José Arcadio y Úrsula abandonan su pueblo de origen y después de un viaje de más de dos años por tierras impracticables e incontaminadas fundan Macondo, en el cual están prohibidas las armas y los gallos de pelea, símbolo estos últimos de una violencia gratuita, inútil. Macondo aparece como un mundo primordial que carece del pecado ancestral. Macondo, se lee al inicio de la novela, “era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo” (Cien años de soledad 71). En pocos años el poblado se convierte en “una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. […] una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto” (Id. 80). El pueblo es, en fin, la reproducción del horizonte de posibilidad que se ofrece a los ojos de Colón y de los primeros conquistadores5, pero, desde un punto de vista más general, puede leerse al mismo tiempo como la nueva proposición del horizonte de oportunidad que se abre al final de las guerras de Independencia del siglo XIX, cuando América Latina, como escribe Paz, “se transforma […] en un proyecto”, en un “futuro que realizar” (El laberinto de la Soledad 144), cuando, después de siglos de colonialismo, los latinoamericanos pueden adquirir una identidad propia y volverse sujetos del propio devenir histórico. Son estas las metas que el éxodo pone ante los Buendía: “El éxodo […] les da una oportunidad […] de fundarse una historia a su imagen y semejanza, el cumplimiento de una vida trazada con un proyecto existencial concreto y vivo por ellos mismos” (Cuadra, “Las claves del mito en Cien años de soledad” 185). En efecto, en Cien años de soledad el territorio a conquistar no es tanto el espacio natural cuanto el espacio-tiempo de la modernidad, de la civilización desarrollada. Este es el objetivo que obsesiona al patriarca, entrar

5  Para

un estudio detallado de las relaciones entre el Macondo inicial y la imagen de América que emerge de las crónicas de la Conquista véase S. Calasans Rodríguez, “Cien años de soledad y las crónicas de la conquista”, en J.G. Cobo Borda (ed.), Repertorio crítico sobre Gabriel García Márquez, t. I., Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1995. Escribe Calasans Rodríguez: “La descripción geográfica de Macondo y de sus alrededores a partir de los viajes, y las tentativas de ligarlo con la civilización tiene como intertexto la visión de los descubridores y conquistadores del Nuevo Mundo” (85).

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en “contacto con la civilización” (Cien años de soledad 82), ”recibir los beneficios de la ciencia” (Id. 85), conectar Macondo a las tierras de las cuales provienen los inventos que llevan los gitanos cada año, y que suscitan en él y en los demás habitantes el mismo estupor que la visión de las nuevas tierras suscitó en los conquistadores: “En el mundo están ocurriendo cosas increíbles”, afirma José Arcadio Buendía, “Ahí mismo, al otro lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo como los burros” (Id. 79). De hecho, gran parte de la magia que caracteriza la novela no se debe tanto a entes o a eventos sobrenaturales, cuanto a la actitud de asombro y fascinación de los habitantes de Macondo frente a los productos de la modernidad, entre los que figuran el imán, la brújula, la lupa. Como bien ha sintetizado Rosalba Campra, “cada uno de estos elementos que en nuestro mundo forman parte de lo cotidiano, se carga de una fulguración mágica, por el sólo hecho de su aparición subitánea. Del mismo modo, pero en sentido inverso, los hechos que en la realidad fuera del texto resultarían extraordinarios, como la invisibilidad, […] o la ascensión al cielo […] aparecen reducidos a la cotidianidad” (Campra, “Gabriel García Márquez: un itinerario de lectura” 601). Así, José Arcadio permanece impasible ante un fantasma o a un hombre que se transforma en un charco de alquitrán, sin embargo, se queda atónito “por la evidencia del prodigio” (Cien años de soledad 91) ante el hielo, y “fulminado […] por el tecleo autónomo” de una pianola, que le parece un “milagro” (Id. 137). El aura mágica que se le confiere a la técnica evidencia la inmensa distancia espacial y temporal que separa Macondo de la modernidad. Y es tal distancia la que causa que sus productos tecnológicos no se perciban correctamente. El patriarca de los Buendía, por ejemplo, piensa usar el imán para extraer el oro de la tierra (Cien años de soledad 72) o usar la lupa como arma bélica (Id. 73); y a la llegada del cine los habitantes de Macondo se indignan “porque un personaje muerto y sepultado en una película, y por cuya desgracia se derramaron lágrimas de aflicción, reapareció vivo y convertido en árabe en la película siguiente” (Id. 300). Si al principio Macondo aparece como un paraíso al mismo tiempo arcádico y utópico6, bien pronto pierde sus características edénicas y el horizonte de posibilidades que representa al inicio se restringe gradualmente hasta eclipsarse. Cada vez más el pueblo adquiere una dimensión purgatorial, poblándose de muertos-vivos (Prudencio Aguilar y Melquíades, pero, sobre todo de vivos-muertos, de personajes que se abstraen de la realidad y arrastran una larga no-existencia. El fundador, a merced de una lúcida locura, transcurre años bajo un castaño, “había perdido todo contacto con la realidad. […] era como hablarle a un muerto, porque José Arcadio Buendía estaba ya fuera del alcance de toda preocupación” (Cien años de soledad 183). También el coronel Aureliano, que cuando el padre enloquece prosigue con el proyecto liberal de Macondo, después de haber perdido treinta y dos guerras contra los conservadores, se sepulta en su laboratorio de orfebrería: “Aureliano Buendía, […] poco a poco había ido perdiendo todo contacto con la realidad de la nación. Encerrado en su taller, su única relación con el resto del mundo

6  Cfr.

Palencia-Roth, Michael. Gabriel García Márquez: la línea, el círculo y la metamorfosis del mito. Madrid: Gredos, 1983. 74-75.

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era el comercio de pescaditos de oro” (Id. 275); “era una sombra […] apenas si abandonaba el taller para orinar” (Id. 333-334); “la familia terminó por pensar en él como si hubiera muerto” (Id. 338). El coronel, por su parte, espera sólo que pase el propio funeral (Id. 277). También su bisnieto José Arcadio Segundo, después de haber tratado de rebelarse contra el poder económico y político que se impone sobre Macondo, transcurre la parte final de su existencia enterrado en una habitación y sumergido “en un mundo de tinieblas […] infranqueable y solitario”, aterrorizado con la “simple idea de abandonar el cuarto que le había proporcionado la paz” (Id. 409). Como ellos, otros Buendía son prisioneros de una vida inútilmente prolongada, que pasa a la espera de una muerte que ponga fin a sus penas. Entre éstos, Amaranta, que transcurre los últimos años de su vida tejiendo su propio sudario, y Rebeca Buendía, que después de la muerte del marido se sepulta viva: “cerró las puertas de su casa y se enterró en vida” (Id. 210); era un espectro del pasado […] que […] se movía a través de una atmósfera de fuegos fatuos” (Id. 233). Cuando el pueblo se ve embestido por la lluvia que anuncia el principio del fin, todos los habitantes aparecen como “fantasmas vivos” (Id. 333) que esperan que escampe sólo para morir: “todos los habitantes de Macondo, estaban esperando que escampara para morir” (Id. 394). No es casual que en la novela se aparezca la figura del judío errante que, según la leyenda, está destinado a peregrinar en eterno, a no poder gozar de la paz de la muerte por haber pecado contra Jesús. Como el judío errante, los Buendía tienen un pecado que expiar, una penitencia que cumplir con una vida vivida a pesar de ellos: “Morirse”, declara el coronel Aureliano Buendía, ”es mucho más difícil de lo que uno cree” (Id. 246). Mientras en Pedro Páramo la condición purgatorial se evoca de manera explícita, en Cien años de soledad es implícita. La novela está repleta de ecos religiosos; como escribe Figueroa, “La Biblia funciona como un sistema significante, […] especie de intertexto que organiza arquetípicamente el material narrativo: éxodos, génesis, pecado original, castigos y profecías, Apocalipsis y juicio final”7. Sin embargo, a diferencia de Rulfo, que se refiere directamente a las imágenes y a los símbolos de la tradición cristiana, aunque sí los repropone en sentido histórico, García Márquez los traduce en términos seculares. Valga como ejemplo el motivo del éxodo que da origen a Macondo. Si en la narración bíblica el pueblo elegido se encamina hacia la tierra prometida por Dios, en Cien años de soledad se especifica que los Buendía se dirigen “hacia la tierra que nadie les había prometido” (96). De esta manera el texto subraya que el universo representado está estrictamente circunscrito al plano humano, que la tarea de los Buendía es histórica, pero al mismo tiempo dotada de un altísimo valor8.

7  Figueroa,

C. “Cien años de soledad: reescritura bíblica y posibilidades del texto sagrado”. AA. VV. “Cien años de soledad”, treinta años después. XX Congreso Nacional de Literatura, Lingüística y Semiótica. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1998. 115. 8  Observa al respecto Katalin Kulin (“Mito y realidad en Cien años de soledad de Gabriel García Márquez”. Actas del IV Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas. E. de Bustos Tovar (ed.). 1971, t. II. 95; ahora también en http:// cvc. Cervantes.es/ obref/aih/ aih/_ivb.htm): “El éxodo, visto desde el siglo XX, es una empresa exclusivamente humana, ocasionada por acciones humanas y dirigidas hacia una meta plenamente humana: la mejora

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E histórico es su pecado: como los habitantes de Comala, también los de Macondo, de los que los Buendía son la síntesis y el reflejo9, son culpables de haber malgastado una oportunidad, la de ser artífices del propio destino y de vivir en un mundo armónico de libertad y justicia, la «aldea feliz» de los orígenes. El pueblo, después de la primera etapa de la fundación, que se caracteriza por los sueños fallidos de progreso del patriarca, se convierte cada vez más en un objeto de la voluntad ajena. Sobre Macondo se afirma primero el represivo poder conservador estatal, autor de fraudes electorales y bárbaras violencias, y sucesivamente el poder extranjero de una bananera a la cual el gobierno nacional se ha sometido. La compañía transtorna el pueblo: los suspicaces habitantes de Macondo apenas empezaban a preguntarse qué cuernos era lo que estaba pasando, cuando ya el pueblo se había transformado […]. Los gringos […] habían ocasionado un trastorno colosal, mucho más perturbador que el de los antiguos gitanos, pero menos transitorio y comprensibile. Dotados de recursos que en otra época estuvieron reservados a la Divina Providencia modificaron el régimen de lluvias, apresuraron el ciclo de las cosechas, y quitaron el río de donde estuvo siempre y lo pusieron con sus piedras blancas […] en el otro extremo de la población. (Cien años de soledad 303-304). La empresa bananera dará lugar a un progreso acelerado, fugaz y destructivo al que los últimos Buendía casi no oponen resistencia. Al contrario, Aureliano Segundo, representante del capitalismo nacional, acoge a brazos abiertos al poder extranjero y derrocha las ganancias del milagro económico en fiestas faraónicas: “Aureliano Segundo […] no cabía de contento con la avalancha de forasteros. La casa se llenó de pronto de huéspedes desconocidos, de invencibles parranderos mundiales” (Cien años de soledad 305). La actitud de Aureliano Segundo refleja perfectamente la de muchos latinoamericanos con respecto a la llegada del capital extranjero en los primeros años del siglo XX que así describe Vargas Llosa: La invasión económica norteamericana no tiene oposición, e incluso, es bienvenida porque crea el espejismo de la bonanza: establece nuevas fuentes de trabajo, […] y da la impresión de contribuir a la modernización y el progreso. El saqueo de las riquezas naturales que significa, la camisa de fuerza que impone a las economías de los países latinoamericanos, impidiéndoles desarrollarse industrialmente

de la vida. García Márquez le presta al hombre la dignidad de la responsabilidad total por su destino y, valiéndose del lenguaje del mito, la expresa en lo sagrado”. 9  Sobre las relaciones entre los Buendía y Macondo escribe Vargas Llosa (García Márquez: historia de un deicidio. Barcelona: Barral, 1971. 496-497): “la interdependencia de la historia del pueblo y la de los Buendía es absoluta. Estos sufren, originan o remedian todos los grandes acontecimientos que vive esa sociedad, desde el nacimiento hasta la muerte […]. La familia Buendía, como una mágica bola de cristal, apresa simultáneamente a la comunidad numerosa y abstracta y a su mínima expresión, el solitario individuo de carne y hueso”.

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y reduciéndolos a meros exportadores de materias primas, la corrupción política que propagan […] para asegurarse regímenes adictos que cautelen sus intereses, repriman los conatos de sindicalización […] pasan casi inadvertidos. (García Márquez: Historia de un decidio 17) Sólo José Arcadio Segundo trata de rebelarse a las condiciones de trabajo y de vida deshumana que impone la expanción imperialista organizando una huelga general. Pero su rebelión dura poco: el miedo ante el resultado de la huelga –más de tres mil muertos acribillados por las ametralladoras del ejército– y ante la mentira oficial que niega la masacre y logra imponer un olvido general, lo paralizará y lo inducirá a sepultarse vivo. Tras la lucha sindical la compañía deja Macondo. El pueblo, al perder la base de la economía, ya completamente dependiente del exterior, va a la deriva: se abandonan las plantaciones y los trabajadores emigran dejando Macondo despoblado. Así el sueño del patriarca de incorporar Macondo a la modernidad, de la que la compañía es la máxima expresión en el texto, se trasforma en una pesadilla: “Macondo estaba en ruinas […]. Las casas paradas con tanta urgencia durante la fiebre del banano habían sido abandonadas. La compañía bananera desmanteló sus instalaciones […]. La región encantada que exploró José Arcadio Buendía en los tiempos de la fundación, y donde luego prosperaron las plantaciones de banano, era un tremendal de cepas putrefactas” (Cien años de soledad 403). Como subraya Farías, Macondo “había devenido lo que todos los centros de explotación colonial o imperialista de la América Latina. Cuanto mayor había sido la explotación productiva o la entrega de riqueza exuberante, tanto mayor era la negación resultante. El texto termina así de narrar un capítulo entero de la historia colombiana, ejemplar y válido para América Latina» (Los manuscritos de Melquíades 311-312). El pueblo, tras el declive económico que es posible debido a la actitud esencialmente pasiva de la estirpe frente a una modernidad rapaz, deviene un “pueblo muerto” (Cien años de soledad 452), poblado por espectros que asedian a los últimos Buendía sobrevivientes, Amaranta Úrsula y Aureliano Babilonia: “Muchas veces fueron despertados por el tráfago de los muertos. Oyeron a Úrsula peleando contra las leyes de la creación para preservar la estirpe, y a José Arcadio buscando la verdad quimérica de los grande inventos, […] y al coronel Aureliano Buendía embruteciéndose con engaños de guerra y pescaditos de oro, y a Aureliano Segundo agonizando de soledad en el aturdimiento de las parrandas” (Id. 486). Los muertos que no mueren, congelados en las obsesiones que han caracterizado sus existencias, son una manifestación evidente de un pasado tormentoso, que no encuentra la paz, un pasado, para usar las palabras de la novela, “cuyo aniquilamiento no se consumaba, porque seguía aniquilándose indefinidamente, consumiéndose dentro de sí mismo, acabándose a cada minuto, pero sin acabar de acabarse jamás” (Id. 478). Por tanto el Purgatorio de Márquez, al igual que el de Rulfo, es fruto de una modernidad equivocada, primero mal entendida y distorsionada, después violenta y forzada. De nuevo una modernidad nociva que, una vez más, se traduce en una conmoción climática: “Llovió cuatro años, once meses y dos días […]. Se desempedraba el cielo en unas tempestades de

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estropicio, y el norte mandaba unos huracanes que desportillaron techos y derribaron paredes, y desenterraron de raíz las últimas cepas de las plantaciones” (Cien años de soledad 388). Al larguísimo diluvio siguen diez años de sequía flagelados por un viento caliente que desertifica el pueblo y preanuncia el viento bíblico que lo borrará “a partir de agosto […] empezó a soplar el viento árido que sofocaba los rosales y petrificaba los pantanos, y que acabó por esparcir sobre Macondo el polvo abrasante que cubrió para siempre los oxidados techos de zinc y los almendros centenarios” (Id. 406). Los fenómenos naturales destructivos son expresión de acciones históricas destructivas, efecto y metáfora de la violencia de un desarrollo acelerado e innatural. Con el diluvio, que en el texto se atribuye significativamente al poder divino del patrón de la compañía bananera, Macondo recorre al revés el camino emprendido con la fundación del pueblo: Todo andaba así desde el diluvio. La desidia de la gente contrastaba con la voracidad del olvido, que a poco a poco iba carcomiendo sin piedad los recuerdos, hasta el extremo que […] volvieron los gitanos, […] y encontraron el pueblo tan acabado y a sus habitantes tan apartados del resto del mundo que volvieron a meterse en las casas arrastrando fierros imantados como si de veras fuera el último descubrimiento de los sabios babilonios y volvieron a concentrar los rayos solares con la lupa gigantesca. (Cien años de soledad 418-419). La naturaleza, para evidenciar la salida de la estirpe del espacio de la cultura y de la historia, toma la delantera e invade la casa de los Buendía, sinécdoque de todo Macondo: la casa se precipitó de la noche a la mañana en una crisis de senilidad. Un musgo tierno se trepó por las paredes. […] la maleza rompió por debajo el cemento del corredor, lo resquebrajó como un cristal, y salieron por las grietas […] florecitas amarillas […]. Sin tiempo ni recursos para impedir los desafueros de la naturaleza, Santa Sofía de la Piedad se pasaba el día en los dormitorios, espantando los lagartos que volverían a meterse por la noche. Una mañana vio que las hormigas coloradas abandonaron los cimientos socavados […] Santa Sofía de la Piedad siguió luchando […] con la maleza. (Cien años de soledad 433). Mano a mano que los Buendía fracasan en el intento de insertarse con una identidad y un proyecto propios en la modernidad, uno tras otro se disocian de la realidad y precipitan en la condición purgatorial de vida-muerte de la que se ha hablado. Rasgo distintivo de esta condición es la ausencia del tiempo cronológico, progresivo. El tiempo se cristaliza en un eterno lunes para el patriarca cuando toma conciencia del propio fracaso, de la sucesión de días siempre iguales en los que su intensa imaginación creativa y sus estrafalarios experimentos no aportan ningún progreso: “me he dado cuenta de que sigue siendo lunes como ayer. Mira el cielo, mira las paredes, mira las begonias. También hoy es lunes […] ¡La máquina del tiempo se

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ha descompuesto […]!” (Cien años de soledad 154-155). También para el coronel y para Úrsula, cuando sienten avanzar el declive, la frustración, el tiempo se vuelve casi estático: José Arcadio Segundo […] sin saberlo repitió una antigua frase de Úrsula. – Qué quería – ­ murmuró­–, el tiempo pasa. – Así es –dijo Úrsula–, pero no tanto. Al decirlo, tuvo conciencia de estar dando la misma réplica que recibió del coronel Aureliano Buendía en su celda de sentenciado. (Cien años de soledad 408-409). La misma sensación de un tiempo inmóvil, no marcado por horas, días y meses, se difunde entre los habitantes de Macondo cuando durante el diluvio consumen sus días esperando la muerte: “los habitantes de Macondo, estaban […] sentados en la salas con la mirada absorta y los brazos cruzados, sintiendo transcurrir un tiempo entero, un tiempo sin desbravar, porque era inútil dividirlo en meses y años, y los días en horas, cuando no podía hacerse nada más que contemplar la lluvia” (Cien años de soledad 394). De nuevo, el tiempo lineal cede lugar en la percepción de los personajes al tiempo circular, al eterno regreso del igual. Para Úrsula, principal conciencia temporal del texto por su longevidad, “Es como si el tiempo diera vueltas en redondo” (Id.  271); “el tiempo no pasaba […] sino que estaba dando vueltas en redondo” (Id. 409). También en este caso no se trata ya de la circularidad armónica de la sociedad tradicional sino de una circularidad infeliz que indica la sensación de fracaso con respecto al tiempo histórico lineal de la modernidad. Tanto más infeliz es la circularidad que caracteriza el tiempo purgatorial de la novela en cuanto ésta refleja el perverso actuar de los Buendía, la ley general de la familia que es el origen de su fracaso, o sea ese construir continuamente para destruir que marca a todas las generaciones10, y que caracteriza en particular la acción histórica del coronel Aureliano, la figura más emblemática de la novela. El coronel, al final de sus treinta y dos guerras contra los conservadores, se da cuenta de ser prisionero de un círculo vicioso: “se cansó […] del círculo vicioso de aquella guerra eterna que siempre lo encontraba a él en el mismo lugar, sólo que cada vez más viejo, más acabado, más sin saber por qué ni cómo, ni hasta cuándo” (Cien años de soledad 242-243). Para romper el círculo combate su última batalla contra su propio ejército para obligarlo a aceptar el armisticio que significará la victoria definitiva de los adversarios contra los que ha luchado durante veinte años: Necesitó casi un año de rigor sanguinario para forzar al gobierno a proponer condiciones de paz favorables a los rebeldes, y otro año para persuadir a sus partidarios

10  Sobre

el tema véase Farías, V. Los manuscritos de Melquíades. “Cien años de soledad”, burguesía latinoamericana y dialéctica de la reproducción ampliada de negociación. Frankfurt/ Main: Vervuert, 1981. 199 y siguientes.

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de la conveniencia de aceptarlas. Llegó a inconcebibles extremos de crueldad para sofocar las rebeliones de sus propios oficiales, que se resistían a feriar la victoria y terminó apoyándose en fuerzas enemigas para acabar de someterlos. (Cien años de soledad 246). Tras haber cancelado así su acción histórica el coronel se dedicará a cancelar cada huella de sí, a “destruir todo rastro de su paso por el mundo” (Cien años de soledad 250). Aureliano repite de esta manera todo lo que ya hizo el padre en el momento en que se dio cuenta de la esterilidad de sus aventuras científicas: El viernes […] volvió a vigilar la apariencia de la naturaleza, hasta que no tuvo la menor duda de que seguía siendo lunes. Entonces agarró la tranca de una puerta y con la violencia salvaje de su fuerza descomunal destrozó hasta convertirlos en polvo los aparatos de alquimia, el gabinete de daguerrotipia, el taller de orfebrería […]. Se disponía a terminar con el resto de la casa cuando Aureliano pidió ayuda a los vecinos. (Cien años de soledad 155)11. El coronel descuenta el propio fracaso con una vida-muerte que consume construyendo y destruyendo pescaditos de oro, una penitencia que parece reflejar su pecado histórico: “cambiaba los pescaditos por monedas de oro, y luego convertía las monedas de oro en pescaditos […] para satisfacer un círculo vicioso exasperante” (Cien años de soledad 276); “desde que decidió no venderlos, seguía fabricando dos pescaditos al día, y cuando completaba veinticinco volvía a fundirlos en el crisol para empezar a hacerlos nuevos” (Id.  340). Como él, también su hermana Amaranta parece empeñada en hacer y deshacer: “la vida se le iba en bordar el sudario. Se hubiera dicho que bordaba durante el día y desbordaba en la noche” (Id. 334); “en una época arrancaba botones para volver a pegarlos, de modo que la ociosidad no le hiciera más larga la espera” (Id. 351). El movimiento circular e inútil del coronel y su hermana, además de simbolizar la frustración individual y colectiva, es la imagen más clara de lo que Segre ha definido como la aversión de la familia “hacia lo práctico, lo constructivo, lo prosaico” (“El tiempo curvo de García Márquez” 224). Los Buendía se lanzan con espíritu desinteresado, generoso, quijotesco a empresas ambiciosas que, sin embargo, no llevan a nada: el patriarca, por ejemplo, fascinado con la ciencia y la técnica, abandona a la familia y a la comunidad a su destino para dedicarse

11  Más

adelante Aureliano Segundo cumplirá el mismo acto destructivo: “Aureliano Segundo […] con una furia perfectamente regulada y metódica fue agarrando uno tras otro los tiestos de begonias, las macetas de helechos, los potes de orégano, y uno tras otro los fue despedazando contra el suelo. […] rompió el cristal de la vidriera, y una por una, sin apresurarse, fue sacando las piezas de la vajilla y las hizo polvo contra el piso. Sistemático, sereno […] fue rompiendo luego contra las paredes la cristalería de Bohemia, los floreros pintados a mano, los cuadros de las doncellas en barcas cargadas de rosas, los espejos de marcos dorados, y todo cuanto era rompible desde la sala hasta el granero, y terminó con la tinaja de la cocina que se reventó en el centro del patio con una explosión profunda” (Cien años de soledad 399).

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a sus experimentos cuyos resultados carecen de cualquier utilidad; no menos inútiles son las guerras del coronel que, como se ha dicho, terminan asegurándole a los conservadores un dominio cada vez más sólido del poder. Colosal, insensata y fracasada es también una de las empresas de José Arcadio Segundo que se empeña en conectar Macondo al mar a través de un canal en el que navegará, una única vez, una única nave arrastrada con gruesas cuerdas desde la orilla y cargada solamente con prostitutas francesas: “fue un sueño delirante, comparable apenas a los de su bisabuelo” (Cien años de soledad 271). El tiempo vacío, circular, anti-moderno que Aureliano y Amaranta tratan de engañar con sus actividades sin sentido, está relacionado desde el título con una condición que marca a todos los Buendía, la soledad. Es sobre todo ésta la que los aísla de la percepción del tiempo como progreso individual y colectivo, si es verdad, como escribe Paz, que es cuando la conciencia personal se une a las otras que “el tiempo adquiere sentido y fin, es historia, relación viviente y significativa con un pasado y un futuro” (El laberinto de la soledad 248). Es por tanto la soledad el fundamento de su penar como almas en pena en un tiempo sin finalidad. No es casual que la soledad aparezca en el texto incluso como la característica principal del más allá, el elemento que empuja a los muertos a regresar a la tierra en busca de compañía. Melquíades, el gitano, cuenta que “Había estado en la muerte […], pero había regresado porque no pudo soportar la soledad” (Cien años de soledad 125). La misma razón empuja a Prudencio Aguilar, el hombre que José Arcadio Buendía mató, a reunirse con su asesino: “Después de muchos años de muerte, era […] tan apremiante la necesidad de compañía […] que Prudencio había terminado por querer al peor de sus enemigos” (Id. 154). Una vez más nos parece que la soledad que condena a los Buendía a la condición purgatorial hay que relacionarla con la figura del padre, que en la novela, en primer lugar la representa José Arcadio Buendía. El patriarca de la estirpe, en efecto, presa de su imaginación y de sus experimentos estrafalarios, se aísla cada vez más de la familia: “José Arcadio Buendía pasó los largos meses de lluvia encerrado en un cuartito que construyó en el fondo de la casa para que nadie perturbara sus experimentos […]. Fue esa la época en que adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso a nadie […]” (Cien años de soledad 74-75). Como el padre mítico descrito por Paz, José Arcadio parece incapaz de ser padre, de educar y amar a sus hijos: “Así fue siempre, ajeno a la existencia de sus hijos, en parte porque consideraba la infancia como un periodo de insuficiencia mental, y en parte porque siempre estaba demasiado absorto en sus propias especulaciones quiméricas” (Id. 88). Desde él se difunde la soledad que marca a todos los personajes, todos igualmente incapaces de ser padres. En efecto, la relación entre padres e hijos en Cien años de soledad es inexistente. Si el patriarca se desinteresa de la prole, el coronel Aureliano Buendía apenas conoce a sus dieciocho hijos, cerrado en el círculo de la guerra y de la propia soledad, y el hermano, José Arcadio, huye físicamente de la paternidad uniéndose a un grupo de gitanos cuando le comunican que será padre. Así Arcadio, su hijo, crece sin saber quiénes son sus padres y es acogido en la casa de los Buendía de “mala gana” (Id. 112). Lo educan junto a la tía Amaranta, de quien es casi coetáneo, pero nadie

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se ocupa realmente de ellos: “Había por aquella época tanta actividad en el pueblo y […] en la casa, que el cuidado de los niños quedó relegado a un nivel secundario” (Id. 112). Úrsula, la matriarca, que en sus relaciones con sus descendientes es tan carente como José Arcadio Buendía, descuida incluso la educación de Rebeca y Amaranta, que llegan a la adolescencia sin que la madre se dé cuenta: “Tan ocupada estaba [Úrsula] en sus prósperas empresas, que una tarde miró por distracción hacia el patio, […] y vio dos adolescentes desconocidas y hermosas […]. Eran Rebeca y Amaranta” (Id. 130). También Aureliano José, primogénito del coronel, crece en la casa de sus antepasados privado del amor de sus padres, porque la tía Amaranta, que se ocupa de él, mantiene con él relaciones semi-incestuosas. Los hermanos Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo y Remedios la bella, que constituyen la tercera generación de los Buendía, crecen sin el padre Arcadio, fusilado por los conservadores. Los ejemplos pueden multiplicarse porque ningún Buendía tiene con los propios hijos, naturales o adoptados, relaciones y cuidados paternales. Pero el caso que ilustra mejor las inexistentes relaciones entre hijos y padres en el texto es el del último Buendía, hijo de Amaranta Úrsula y Aureliano Babilonia, el niño “predispuesto para empezar la estirpe otra vez por el principio y purificarla de sus vicios perniciosos y su vocación solitaria, porque era el único en un siglo que había sido engendrado con amor” (Id. 486). A merced del dolor por la muerte de Amaranta Úrsula, el padre, Aureliano Babilonia, lo abandona durante una noche entera en una cesta donde será devorado por las hormigas: “Al amanecer […] Aureliano […] se acordó del niño. Era un pellejo hinchado y reseco, que todas las hormigas del mundo iban arrastrando trabajosamente hacia sus madrigueras […]” (Id. 490). En conclusión, si José Arcadio Buendía al fundar Macondo destierra la violencia del proto-padre, del chingador, no logra eludir la otra parte de la herencia maldita, la incapacidad de ser padre y la soledad que se deriva. La soledad en el texto se traduce, naturalmente, en una falta de comunicación entre las generaciones. De esta falta es emblemática la relación entre los dos grandes protagonistas de Macondo, el patriarca y el hijo Aureliano. Cuando el coronel sustituye al padre en la guía de la comunidad y en la defensa del proyecto originario, el texto se encarga de subrayar que para José Arcadio Buendía, sumergido en la locura, el hijo es un desconocido: “[…] Prudencio Aguilar […] le llevaba noticias espléndidas de un desconocido que se llamaba Aureliano y que era coronel en la guerra” (Cien años de soledad 216). Aureliano, a su vez, es el único que no ve el espectro del padre, que después de la muerte permanece bajo el castaño: “El coronel Aureliano Buendía era el único habitante de la casa que no seguía viendo al potente anciano agobiado por medio siglo de intemperie” (Id. 318). Significativamente, como confirmación de la distancia que lo divide del padre, el coronel poco antes de la propia muerte orina sobre el fantasma del patriarca: “José Arcadio Buendía dormitaba todavía bajo el cobertizo de palmas podridas por la llovizna. Él no lo vio, como no lo había visto nunca, ni oyó la frase incomprensible que le dirigió el espectro de su padre cuando despertó sobresaltado por el chorro de orín caliente que le salpicaba los zapatos” (Id. 339). Sólo en una ocasión Úrsula tratará de comunicar la experiencia histórica para evitar un ulterior fracaso de la estirpe. Cuando se da cuenta de que José Arcadio Segundo, como sindicalista, está recorriendo nuevamente las fracasadas huellas bélicas del coronel trata, en vano, de avisarle: “Úrsula tuvo la impresión de estar viviendo de nuevo los

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tiempos azarosos en que su hijo Aureliano cargaba en el bolsillo los glóbulos homeópaticos de la subversión. Trató de hablar con José Arcadio Segundo para enterarlo de este precedente, pero Aureliano Segundo le informó que […] se ignoraba su paradero” (Id. 370). La falta de comunicación, de transmisión del saber y de la experiencia provoca que de padre a hijo, de generación en generación no haya una sucesión auténtica, sino un eterno volver a comenzar, eterno repetir los errores de las generaciones precedentes: “la historia familiar”, se sintetiza al final del camino de la estirpe, “era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste del eje” (Id. 470). Como el purgatorio de Rulfo, también el de Márquez está privado de esperanza; no existe expiación para los que han destruido la posibilidad histórica de convertirse en protagonistas del propio destino en una tierra maravillosa: “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra” (Cien años de soledad 493), sentencian las palabras finales de la novela. El pasado, como en Pedro Páramo, no sólo no puede ser rescatado sino que tiene un poder letal: Aureliano Babilonia sucumbe oprimido por el “peso abrumador de tanto pasado […]. Herido por las lanzas mortales de las nostalgias propias y ajenas” (Id. 490). Él y Macondo son barridos por un “huracán bíblico” (Id. 492), por un viento “lleno de voces del pasado […] de suspiros de desengaños”, concretización de la fuerza destructiva de un pasado culpable, que no muere, y que recuerda los murmullos y suspiros que matan a Juan Preciado. (Traducido del italiano por Teresa de Jesús Fernández)

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