Los musulmanes de Tarifa: vida cotidiana

POSTALES ANTIGUAS-HISTORIA ALJARANDA Los musulmanes de Tarifa: vida cotidiana M anuel Liaño Rivera arifa, 1285. En estos tiempos, Tarifa tendría un

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Los musulmanes de Tarifa: vida cotidiana M anuel Liaño Rivera

arifa, 1285. En estos tiempos, Tarifa tendría unas trescientas casas y una población de dos mil o tres mil almas, aunque hay que advertir que es muy aventurado hacer cálculos. Sus calles eran estrechas -porque así se protegían mejor del so l- limpias y empedradas las mejores y terrizas y malolientes la mayoría, co­ rriendo las aguas -blancas y negras- por un canalillo central. Había nubes de moscas y en las rinconadas, basuras y desperdicios, para deleite de perros y gatos vagabundos. Una muralla de dos metros de espesor y seis de altura la rodeaba. Tenía tres puertas, Almedina, Aljaranda y Del Mar. En la parte nordeste de la ciudad estaba la kassba, alcazaba o castillo con dos partes diferenciadas: La ciudadela, que servía de albergue a la guarni­

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ción y el castillo propiamente dicho, con la Plaza de Armas y la torre del homenaje. Para los musulmanes la religión era su ra­ zón de ser fundamental de sus vidas y el lema sólo Dios es vencedor campeaba en artísticas ins­ cripciones cúficas en sus palacios y mezquitas, en sus escudos y banderas, galones y tiras bor­ dadas de sus vestiduras de gala. El centro de la vida religiosa del pueblo era la mezquita. No to­ das las poblaciones tenían mezquita, pero no hay duda de que Tarifa era lo bastante grande para tenerla y estuvo, al parecer, en donde hoy está la plaza de nuestro Ayuntamiento, llamada de Santa María en conmemoración de la Iglesia Mayor que se hizo sobre las ruinas de la mencionada mez­ quita una vez conquistada la población por San-

Puerta de entrada a una ciudad árabe. Se destaca el parecido con nuestra Puerta de Jerez. (Foto del autor).

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cho IV, el 21 de septiembre de 1292. Una mezquita constaba de tres partes fun­ damentales: el templo, que era una gran estancia rectangular, donde se reunían los fieles para el culto; un patio con pozo o fuente para las ablucio­ nes, la aljama, y una torre o minarete. Estaba abierta noche y día y no se permitía la entrada a niños o animales. Antes de la salida del sol, los tarifeños se despertaban al oír en el silencio de la noche el bronco sonido del cuerno o de la caracola que tocaba el muezin en lo alto del minarete y las gran­ des voces con que llamaba a los fieles a la ora­ ción y proclamaba que no había otro dios que Alá y que Mahoma era su profeta. De esta llamada matutina estaban dispen­ saba las mujeres. Los hombres, saltaban de la cama, se ponían la camisa de manga corta, los anchos y cortos calzones de lienzo o zaragüelles, sujetos por una tikka, que era un cordón o cintu­ rón, calzaban babuchas o alpargatas, colocaban sobre su ropa interior una túnica, un manto o al­ bornoz si hacía frío y partían hacia la Aljama. El uso del turbante no era general, la mayoría, en éstos últimos años del siglo XIII iban con la cabe­ za descubierta o con gorros o casquetes de fiel­ tro o tejidos de punto, blancos, negros, rojos o verdes; nunca amarillos, que era color reserva­ dos a los judíos. En las Mezquitas pobres, la Aljama se re­ ducía a un patio con una fuente o un pozo y un cuartillo para las abluciones íntimas; en las muy ricas, se componían de numerosas estancias y fuentes, pilas para baños por inmersión y perso­ nal abundante de barberos, bañeros, masajistas, etc. La de Tarifa, se acercaría más bien a la pri­ mera. Mahoma, apóstol de la higiene, había dis­ puesto que antes de entrar en la Mezquita para orar, el creyente debía lavarse la cara, las manos, los pies y los genitales y despojarse del calzado para entrar en el templo. Si se había tenido esa noche relaciones sexuales, estaba indicado el baño por inmersión. Si no había agua o al creyen­ te le sorprendía la hora de la oración en el campo o en el camino podía sustituirse el agua por arena o tierra con la que se frotaba someramente. Cumplido el ritual higiénico más o menos a fondo, y después de depositar el calzado en lugar adecuado, los fieles entraban en la Mezquita pro­ piamente dicha. En la amplia sala rectangular, ilu­ minada por ia luz tamizada de las celosías o las

lámparas de aceite, de bronce o latón colado que pendían del techo, destacaban dos elementos característicos: el mihrab y el mimbar. El Mihrab era una especie de capillita o nicho, ricamente adornado, en el centro del muro que estaba orien­ tado hacia La Meca. El Mimbar era el púlpito al que se ascendía por varios escalones. Zócalos de azulejos, arcos y yeserías así como tapices col­ gados embellecían los muros y ricas alfombras o modestas esteras de esparto o pleita eran el úni­ co mobiliario. Cinco veces al día se convocaban a los fie­ les para la oración que tenía particular relevancia los viernes, que era su día festivo. Antes de ama­ necer (subh), a mediodía (zuhr), a la caída de la tarde (asr), después de la puesta de sol (magirb) y después de la cena (ishm). Las mujeres solían concurrir a la del mediodía y de la tarde, orando las otras veces en sus casas o donde estuviesen. El imán, sacerdote u hombre se colocaba ante el Mihrab, de cara a él, para dirigir, las ora­ ciones y los cánticos y detrás de él se arrodilla­ ban los fieles, atentos a sus movimientos para imitarlos. La primera fila la ocupaban los alfaques o estudiosos y conocedores de la ley; detrás los hombres, colocándose delante los ancianos y atrás los jóvenes y en la última fila las mujeres. En algunas mezquitas, la separación entre hom­ bres y mujeres se hacía por medio de una cortina de dos metros de altura y longitud adecuada, per­ pendicular al Mihrab, que dejaba a unos a la de­ recha y otros a la izquierda, pudiendo ver al sa­ cerdote, pero no pudiendo verse entre sí. Hombres y mujeres tenían puertas distin­ tas para acceder al templo y también estaban se­ parados en la Aljamas. Unos y otros debían de ir descalzos y con la cabeza cubierta. La oración comenzaba con el tekblr o ala­ banza a dios que se recitaba de pie, con las ma­ nos abiertas a ambos lados del rostro; después, con ambas manos sobre el vientre, se entonaba la primera sura del Corán; a continuación se pro­ seguían las oraciones sentados sobre los talones o de rodillas, con las manos abiertas apoyadas en los muslos. Cada plegaria, sacada del Corán, su libro sagrado, comportaban de dos a cuatro rukus o inclinaciones y terminaban con dos sugud, en que el creyente apoyaba la frente y las palmas de las manos en el suelo. Finalmente inclinaba la cabeza o derecha e izquierda, como saludando a los otros fieles.

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Los musulmanes, dividen el año en trece meses lunares y un día suelto. Durante el noveno de éstos meses - E l fía m a d á n - si­ guen un ayuno riguroso y desde la salida a la puesta de sol, no co­ men ni beben, ni se bañan ni prac­ tican el acto sexual. Los hammanes están cerrados de día y abiertos de noche y cuando los tambores anuncian que ha termi­ nado el ayuno, se bebe y se come con ansia, se llenan las calles, el comercio se mantiene abierto y todo es alegría, música y cancio­ nes. El fin del Ramadán se cele­ bra con una fie sta , el ayd-alsaghuir, que marca el retorno a la vida normal. Term inado al acto religioso matinal, el subh, los hombres vol­ vían a sus casa a tomar el desa­ yuno o marchaban a sus ocupa­ ciones. Las calles de Tarifa se ani­ maban, el sol lucía en el cielo, se abrían los bazares y se oían los m a rtillo s de los h e rre ro s y caldeleros, la algarabía del merca­ do y los pregones de los vendedo­ res ambulantes. Entre tanto, las mujeres habían puesto en orden la casa, enviado a los niños a la escuela y dado orden a los criados o esclavos, si lo tenían. El arreglo de la casa no era muy complicado. En su mayor parte las casas eran pequeñas -d e unos cincuenta metros cua­ drados- y el mobiliario sumamen­ Plaza de Santa María, centro urbano de la medina musulmana. (Foto del autor). te escaso: el fogón, las ollas, pe­ roles y cacharros de cocina, las ti­ Después de la oración, el khatib o predica­ najas de agua y de aceite, una tarima con alfom­ dor, subía al Mimbar y dirigía una plática o ser­ bras o esteras y almohadones que hacía las ve­ món. Las preguntas, las cuestiones y las confe­ ces de saloncito, mesitas bajas -casi bandejas con siones en público completaban a veces el acto patas- para comer o escribir, mas divanes, coji­ nes y esterillas contra las paredes para sentarse sagrado. Los sacerdotes llevaban túnicas y turbantes blancos y en las mezquitas poco dota­ a com er y, las cam as, que eran d e lgad os das uno mismo dirigía las oraciones, predicaba y colchoncitos de lana o borra, que de noche se extendían en el suelo y por las mañanas se enro­ llamaba a los fieles desde el minarete. No era ne­ llaban con sábanas y mantas incluidas, y puestos cesario que el /manque dirigía las oraciones ante contra la pared, cubiertos con un tapiz o tela grue­ el Mihrab fuese sacerdote; a veces se invitaba a sa se convertían en asientos. No había armarios. hacerlo a cualquier persona de calidad.

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ces, con un zócalo de grueso fieltro adosado a los muros y continuamente empapado de agua que iba evaporándose. La calefacción en invierno, con grandes bra­ seros de hierro o bronce, colocado en tarimas y alimentos con picón. También utilizaban, como nosotros, la mesa camilla. Las mejores casas tenían un sótano, ilumi­ nado y aireado con ventanucos enrejados a ras del suelo, dando al patio o a la calle, y en él esta­ ba la cocina y la cisterna, la leñera y la despensa. Sobre los hogares y asadores donde se cocina­ ban los alimentos, una chimenea recogía los hu­ mos y atravesando los pisos, le daba salida al exterior. No faltaba el fregadero con su desagüe, el cantarero, donde cántaros y tinajas conserva­ ban fresca al agua que los aguadores renovaban y una cubeta de ladrillo, donde se mezclaba y vaciaban las cenizas y los desperdicios, que más tarde recogía el hortelano para abonar los cam­ pos. Mesas y escabeles de madera facilitaban el trabajo de las cocineras, que disponían de un amplio surtido de vasijas de cobre y barro, sarte­ nes y parrillas de hierro, cuchillos, asadores y cu­ charones y los importantísimos almireces o mor­ teros, uno pequeño, de bronce, para las almen­ dras, avellanas, azafrán..., y otro más grande, de piedra, para los ajos, legumbres y carnes, indis­ pensable para pre p a ra r los gazpachos y ajosblancos. Tampoco faltaban en la casa los retretes, de ladrillo, que vaciaban a un poza negro, periódi­ camente evacuado, y cerca de ellos, se situaba un aguamanil y una jofaina, para lavarse las ma­ nos, una vez terminada la diligencia. Todo lujo y ostentación la ejercían aquellos antepasados nuestros en el interior de sus vivien­ das. El exterior era austero. Muros y tapias inter­ minables, generalmente encalados, en que esca­ sas ventanas o ajimeces con celosías, desde don­ de las mujeres podían curiosear la calle, que no solían pisar. Me refiero, claro está a la mujer dis­ tinguida, porque la del pueblo, la trabajadora, no tenía empacho en salir a sus comparas o a su trabajo. Fuera de la fortaleza, en lo que hoy todos conocemos por los jardines de Las Ranitas y al lado mismo de la Mezquita que antes comenta­ mos, se encontraba en centro neurálgico de la población, el zoco, que sería tan ruidoso, pinto­ resco y maloliente como todos los mercados de todos los tiempos. Allí acudirían cada mañana a

Las ropas se guardaban en grandes cofres y, la vajilla, el cristal y otros en hornacinas de los mu­ ros, convertidas en alacenas. No faltaba en la casa el patio y si era posible, el pozo y la cisterna. Ge­ neralmente eran casas de dos pisos, o mejor di­ cho, un piso y planta baja, siendo éste asequible al visitante y estando aquél reservado a la vida íntima familiar, era el harén, residencia de las mu­ jeres y los niños. En Tarifa habría, por supuesto, algunas ca­ sas más importantes que las que hemos descrito, propiedad de ricos mercaderes, terratenientes u otros privilegiados. Tras la puerta de madera claveteada, adornada con herrajes y con un artís­ tico llamador de cobre o hierro un zaguán o vestí­ bulo empedrado y con un poyo de piedra adosado al muro, enfrentaba a una segunda puerta o can­ cela de hierro forjado que se abría a un patio en­ losado con una fuente o un estanque en su cen­ tro, adornado con macetas y macizos de flores, pajarillos cantores en sus jaulas recreaban sus melodías. Rodeaba el patio, en cuatro o tres de sus lados, una galería sostenida por pilares, donde se podía estar a la sombra en las horas de calor. Al fondo, frente a la puerta de entrada estaba el sa­ lón, amplias estancias rectangulares con divanes, alfombras y tapices, almohadones y mesitas ba­ jas, de cobre o marquetería, donde se recibía al visitante y que, a veces, tenía dos nichos capa­ ces de servir de alcoba en sus extremos. Una es­ trecha escalera en un ángulo del patio conducía a la parte superior. A veces, si no había puerta tra­ sera, otra puerta o un corredor conducía a la co­ cina y al patio trasero, que era el corral y jardín. Aparte de los proveedores que podían pasar a la cocina, sólo el patio y el salón era accesible a los extraños. Las habitaciones de la planta baja abrían sus puertas y ventanas al patio. Cortinas y celo­ sías de madera o ladrillo impedían que se pudie­ se ver nada desde fuera. La escasez de mobilia­ rio, las camas reducidas a colchones que se re­ cogían de día, los cofres y las alacenas de las paredes era cosa común en las casas de los po­ bres y en las ricas, pero en éstas, la calidad de las maderas y metales, cueros y tejidos y la pro­ fusión de tapices, alfombras, cortinas, lámparas y pebéteros denotaban el lujo y aumentaban en las fuentes y en los canalillos por los que desborda­ ba; con grandes abanicos pendientes del techo, que un criado accionaba con un cordón y a ve­

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Fachada de la antigua Iglesia de Santa María, construida sobre la mezquita musulmana. (Foto del autor).

instalar sus tenderetes los campesinos con sus pollos y sus corderos, los fruteros y verduleros que bien temprano habían entrado por la Puerta de Aljaranda, de los pescadores, venidos a través del Callejón del Castillo por la Puerta de Atmedina. Tentarían la gula del posible comprador con las uvas moscateles, las pasas, las famosísimas na­ ranjas de Guadalmesí, los dorados y dulces me­ lones, las granadas como pomos de rubíes, los dátiles, las moradas berenjenas, que entonces hacían el papel que hoy hacen nuestras patatas, las sardinas, boquerones, salmonetes y jureles, los humildes burgaillos, que todo ello se pescaba en abundancia. Más allá, se ofrecía la miel y el aceite, el queso, el azúcar en pilón, los alfajores, arropías y almendras. En otros puestos, todo a lo largo de la calle Amargura, los botijos, platos, fuentes y tina­ jas, los velones de cobre, candiles, y no faltaría de vez en cuando el recitador de cuentos, el en­ cantador de serpientes, el tragasables, etc. Los mercados solían funcionar sólo por las mañanas y así sucedía en el bullicioso tarifeño. La base de alimentación del pueblo era la harina de trigo, el aceite de oliva, la verdura, la fruta y el pescado.

El pan era muy bueno. Se amasaba en las casas y se cocía en horno público. Hacían espe­ sas sopas de harina, de sém ola, gachas y maimones, puré de lentejas, habas y garbanzos y, eran platos muy apreciados, la harisa, que era una papilla de trigo cocido y carne picada, con grasa; el tarid, de pan migado en un caldo de car­ ne y verduras; el cuscus, introducido por os Almohádes, posta de harina y miel, reducidos a granos menudos y cocidos al vapor, que admiten muchas variedades, las habas, los espárragos trigueros, etc... No disponían de patatas y toma­ tes -que vinieron más tarde de América-, pero las berenjenas suplían a las primeras. La verdura y la fruta fresca eran famosas. En invierno se con­ sumían pasas, almendras, avellanas, castañas y nueces. La enumeración de los dulces y pasteles, a que tan aficionado eran, sería muy larga y hace relamerse de gusto al goloso que piense en ella. En cuanto a las carnes -caza, pollo, cabrito, vaca y cordero- era un lujo para los humildes, que sólo la cataban las días festivos, y comida habitual y sofisticada en casa de los ricos. Debían de proce­ der de animales matados según ciertos ritos y reglas, desangrados. Estaba prohibido el cerdo y

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otros animales impuros y se consumían asados, en pinchitos, en pasteles y en diversos guisos. También estaba prohibido el vino, pero no todos soportaban la prohibición y también consumían café, té, infusiones, horchatas, limonadas, sorbe­ tes y helados. El comercio más organizado estaba en el bazar o alcaicería, construido por una o más ca­ lles, en la que se alineaban las tiendas o dakkas, dedicadas a la venta durante todo el día. Eran pe­ queñas, sin puertas ni vitrinas, algo elevadas so­ bre el suelo y muchas veces no sólo se vendía, sino que se trabajaba en ellas. Allí el sastre ma­ nejaba su aguja, el joyero realizaba sus filigranas de plata, los cuchilleros afilaban sus herramien­ tas y podían encontrarse tejidos y ropas, calza­ dos y gorros, almohadones y alfombras, arneces para caballerías y cacerolas de cobre, perfumes y especias, armas y útiles de escritorios. Esta al­ caicería debió de estar por los alrededores del Miramar y la Plazuela del Viento. Aún quedaba aquí y allá, los hornos de los panaderos, las carnicerías, las tiendas de grano y paja, de leña, de carbón, las barberías, etc. Los vendedores ambulantes recorrían las calles e ins­ talaban en cualquier parte sus tenderetes. Los almojarifes o inspectores, con algunos policías a

sus ordenes cuidaban de cobrar los impuestos y de que no se cometiesen abusos y fraudes. En Tarifa, ciudad pequeña, pero bien poblada -s e ­ gún Idrissis- rica y próspera, estarían represen­ tados todos os oficios artesanales; talabarteros, herreros, silleros, caldeleros, carboneros, etc., y profesiones liberales, como médicos, boticarios o maestros..., pero la mayoría de la población vivía del amoroso cultivo de sus bien irrigados campos, algunas gentes del mar y unos pocos de la cante­ ría. Las gentes del campo, salían de Tarifa des­ pués del subb u oración matutina y volvían a tiem­ po para el asru oración de la tarde. Otros vivían en alquerías o casitas disemina­ das por la campiña, que debían de estar a menos de dos leguas, para que pudieran acudir con facili­ dad a la Mezquita. Cuando no, se agrupaban alre­ dedor de cortijadas o aldeas, con una pequeña mezquita propia. La gente del mar, vivían fuera de la población, en los alrededores de la Puerta del Mar, allí tendrían sus jábegas y sus cárabos, tejían y remendaban sus redes, mariscaban, echaban el copo, poco más o menos como hoy. En caso de peligro de desembarco cristia­ no, avisados por las torres vigías que existían a lo largo de la costa, corrían a refugiarse en la ciu­ dad.

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