Marilyn, antes de Monroe

SECCIÓN: EN PRIMER PLANO Marilyn, antes de Monroe ¿Cómo recorrer la vida y la trayectoria de un mito? Nuestra colaboradora en España lo intenta desde

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SECCIÓN: EN PRIMER PLANO Marilyn, antes de Monroe

¿Cómo recorrer la vida y la trayectoria de un mito? Nuestra colaboradora en España lo intenta desde la nostalgia de estas líneas. Por Almudena Muñoz P. Madrid Bombean las imprentas el fin de una guerra y el patriotismo está en el aire. El fotógrafo visita la fábrica de piezas aeronáuticas, piensa en la bella composición que podrían formar una hélice color vainilla, con sus franjas rojas, y las manos de una chiquilla que sostiene el aspa, como si fuese un producto de limpieza en un comercial de prensa. Se fija en la armonía entre el rojo de ese trozo de maquinaria y los labios de la muchacha, que ríe con descontrol y mira más allá del objetivo, hacia el fotógrafo, todavía no acostumbrada a la presencia de las cámaras. ¡Un hombre registrando imágenes en la planta donde hasta hacía cinco años ni siquiera entraban las mujeres! Esa pequeña señorita quisiera haberlo sabido antes, vestirse de otra manera: de pronto no bastan la falda gris de paño, con sus botones sobre la tripa, ni la blusa de tono verde desvaído, militar y barato; los bucles cobrizos retirados de la frente, para evitar molestias, le colocan una aureola de niña, de Dorothy Gale ya crecida y trabajando por un país adonde puedan regresar los arco iris y los jóvenes enviados, como su marido, a un frente de vida o muerte. Y, sin embargo, cómo iba a saber David Conover, cuyo simple propósito era captar instantáneas moralizantes para Yank, the Army Weekly, y cómo iba a sospechar su improvisada modelo, la señora de James Dougherty, que en un brevísimo lapso de tiempo ella perdería sus dos nombres previos, el de casada y el de soltera, Norma Jean, para convertirse en Marilyn Monroe. No importa demasiado si la descripción del físico inmortal de la actriz abordada en el párrafo anterior no se corresponde con la idea grabada a fuego en la mente de cada lector. Es más, ni siquiera importaría que aquí se elucubrase con un retrato completamente ficticio de Marilyn, que se dijera que su melena era larguísima y

pelirroja, que sus ojos eran violetas o que su talle se perdía en una caída lánguida de miembros escuálidos. Y no porque de inmediato todo espectador supiera que cada uno de esos adjetivos implica una enorme falsedad, sino porque la silueta de la Monroe escapa ya a toda relación objetiva y se adentra en los contornos del mito, uno que impone sin dudas ni opción para el cuestionamiento los rasgos inimitables e inconfundibles de una actriz que, a pesar de todo, continúa siendo un misterio. Permitámonos, en este punto, un salto en el tiempo, y contemplemos a la misma chiquilla, la misma de espíritu aunque ahora la cámara nos venda el cuerpo de una mujer, sentada en un columpio infantil, leyendo el Ulises de James Joyce. Destaca el contraste que, décadas atrás, Marilyn eludía con su espontaneidad a la hora de posar gentil y femeninamente junto a maquinaria pesada. La pintura desconchada del columpio, que revela pequeños continentes de óxido sobre los tubos de hierro, sostiene el bañador a rayas multicolores de la intérprete. Abre la boca, en un gesto demasiado poco favorecedor como para no ser natural; quizás atenta, quizás distraída por las líneas de lectura, si es que realmente se encuentra leyendo, como aducen las voces más críticas. Sus dedos marcan, además, el fin de la novela, y bien es cierto que el Ulises permite y propicia una lectura rota, a saltos, como los que afrontamos en este momento, viendo a Marilyn Monroe al final de sus días antes de empezar a desmadejarlos. Regresemos a 1926, año de nacimiento de la actriz, momento inaugural de una etapa que suele interesar a los más simpatizantes de la prensa amarilla y a rastreadores de la semblanza psicológica tras la estela vital, siempre incompleta, que una estrella deja tras de sí, tal y como abordó la escritora Joyce Carol Oates en su célebre biografía novelada de la Monroe, Blonde, publicada en el año 2000, o la reciente película Mi semana con Marilyn (My Week with Marilyn, 2011). ¿Qué tesoros ajados han permanecido en esa caja de arena que son los recuerdos de Marilyn, entre 1926 y el nuevo milenio? Los pocos que le ofreciese una madre mentalmente desequilibrada y sin recursos económicos, de nombre Gladys Pearl Baker, que dio a luz a la niña en un hospital público y unos años después la dejó en su periplo por varias casas de acogida y los temibles orfanatos. El sentimiento de desarraigo ha sido el emblema, confeso y estudiado por terceros, de Marilyn Monroe, comúnmente definida y vista como un animalito atrapado en la jaula de una fiera para la que nunca tuvo el espíritu adecuado. Es por este motivo, y no por teóricas limitaciones interpretativas ni por falta de talento, que la intérprete posee en su filmografía tantos personajes ingenuos, débiles, delicados, como pajarillos reencarnados en halcones que no saben para qué sirven realmente sus garras, ni su atractivo plumaje. Esa inferioridad autoinfligida pudo convencerla de un matrimonio precoz, pues sólo contaba dieciséis años, con un chico que pronto se alistaría como marine y la dejaría a ella empleada en la fábrica aeronáutica. La chica que fantaseaba con que su padre fuese Clark Gable perdió entonces una de sus señas de identidad, la que se aprecia fugazmente en una serie de

fotografías playeras cuando aún era Norma Jean, y en el testimonio imperecedero de David Conover: dejó de ser la hija de papá, la morena que perseguía sus raíces, para convertirse en una rubia oxigenada, de melena corta y marcada a ondas muy sutiles y a la moda, según los cánones de las agencias publicitarias en las que empezó a probar fortuna. Hoy parece imposible imaginar que algún magnate o algún director de casting enfrentado a una hilera de modelos le dijera que no a Marilyn Monroe, pero por aquel entonces esa identidad no existía, y Norma Jean tuvo que construirla sobre sus propias carnes, bordarla como una doble inicial de extremos rizados, MM, sobre los almohadones de esos hoteles en los que viviría en adelante, prolongando su exilio familiar. Fue difícil negarle, no obstante, las portadas de multitud de revistas y pequeños papelitos en producciones costosas, hoy de segunda fila, protagonizadas por mujeres –Natalie Wood, Betty Grable, Peggy Cummins– que entonces no sospechaban que, entre bambalinas, se estuviera gestando una fama mayor que la de todas ellas juntas. Sufrió, a pesar de todo, el rechazo de la Fox y de Columbia, y tuvo que sacarse unos dólares posando desnuda, arropada en seda escarlata y por la inocencia que parecía cubrirla siempre como una capa de polvos de talco. La chiquilla inconsciente de su poder, únicamente perseverante en su búsqueda de un lugar en el que fuese útil y eficaz, en el que todos supiesen su nombre, al menos el que se adjudicó a sí misma. Como dejó registrado en una de las entradas de su diario, editado por Stanley Buchthal y Bernard Comment en el volumen Fragmentos, Marilyn deseaba desacostumbrarse de las siluetas de los monstruos que aparecen y reaparecen en la oscuridad como boca de lobo, sus más fieles compañeros. Que los fantasmas tradicionalmente asociados a la infancia aún la acosasen, y que ella pidiera convertirlos en ‘monstruos pacíficos’, no especifica ningún argumento concluyente acerca de su coeficiente intelectual ni de su estabilidad emocional. La leyenda de Marilyn se posa más lejos, en el paraje de lo ilusorio. ¿Por qué si no comenzó a despertar las primeras miradas interesadas en una comedia de los Marx, Amor en conserva (Love Happy, 1949)? ¿Era una pesimista farsante o una auténtica alma positiva y risueña a la espera de una oportunidad que no la defraudara, como lo había hecho su madre? La actriz aprendió pronto la lección: para ser identificada, antes debía forjarse a sí misma, de modo que se matriculó en la Universidad de California para estudiar arte y literatura, no del todo confiada en la relevancia de su papel secundario en producciones de primera fila, La jungla de asfalto (The Asphalt Jungle, 1950) y Eva al desnudo (All About Eve, 1950). Años más tarde nadie recordaría esa entrada de su currículum, o la apreciarían con escepticismo, al evaluar las instantáneas de la Monroe hojeando su Ulises. No parecía aprovechar a fondo las posibilidades de la vida académica, pues tan pronto se la veía presentando un premio en la ceremonia de los Oscar como copando la actualidad mediática con un revuelo en torno a sus viejos posados al desnudo para el fotógrafo Tom Kelley.

Tal vez el escándalo le parecía menor e irrelevante para su moral libertaria, tal vez se desligó de toda participación en el asunto gracias a ese escudo que había empezado a manejar con tanta pericia, el de su sonrisa naïf y sus párpados caídos, solicitando ayuda. Así montaba los armazones, carnosos y tiernos, de sus personajes en Clash by Night (1952), Me siento rejuvenecer (Monkey Business, 1952) y No estamos casados (We're Not Married!, 1952), antes del premonitorio protagonista de Niebla en el alma (Don't Bother to Knock, 1952), donde era una joven desquiciada que detesta a la niña a su cargo, en asfixiantes habitaciones de hotel. Marilyn nunca tuvo hijos, quizá por convencerse a sí misma de que todo vínculo con otro ser humano en su vida sería dificultoso e insuficiente; la Monroe, en cambio, se refugiaba en la tibia soledad de las suites y de las terrazas con vistas a Manhattan, paisaje sobre el que expulsaba vaharadas de humo de cigarro como esos monstruos que, en algún momento, llegarían a evaporarse. No lo consiguió, como ahora sabe todo el que echa la vista atrás sobre su carrera. La actriz que se engaña jugando a ser la femme fatale –en Niágara (1953), envuelta en las brumas pegajosas de las cataratas, de los chales de raso y el exceso de maquillaje–; la mujer que derrocha sex appeal y sorprende con dotes para el canto –en Los caballeros las prefieren rubias (Gentlemen Prefer Blondes, 1953), Río sin retorno (River of no Return, 1954) y There's No Business Like Show Business (1954)–; la muchacha que no sabía posar y que de la noche a la mañana lo mismo combina una portada para Life que otra para Playboy. Los contrastes, de nuevo, adquieren protagonismo en su vida y su filmografía, con tanta intensidad que el juicio popular y del gremio la reduce a la sencilla categoría de ‘rubia tonta’, cliché confirmado por ella misma –¿jugando de nuevo a ser otra y engañándolos a todos o intentando complacer a los demás?– en Cómo casarse con un millonario (How to Marry a Millionaire, 1953), La comezón del séptimo año (The Seven Year Itch, 1955), El príncipe y la corista (The Prince and the Showgirl, 1957) y Una Eva y dos adanes (Some Like It Hot, 1959), por la que conseguiría un Globo de Oro. ¿Puede una actriz estúpida lograr un premio? Falso oropel, aducirán sus detractores; vean, no obstante, a la niña que sostiene el galardón como tiempo atrás la hélice de una avioneta destinada a salvar a la patria de los ataques nipones en el Pacífico. Marilyn se ha convertido, en ese instante, en el arma más poderosa de los Estados Unidos, mucho más que ningún artefacto de guerra. Su poder, que a ojos de los críticos de la época sólo había empezado a relucir desde Bus Stop (1956), la acercó a círculos peligrosos: los del presidente Kennedy, para quien cantó aquel mítico Happy Birthday, los de famosos de contactos sospechosos, como Frank Sinatra; los de la responsabilidad ante hordas de fans que la adoraban, como ella siempre había anhelado ser admirada, sin que ello aliviase su sensación de aislamiento y pérdida. Los pantanos, también, de hombres –Joe DiMaggio y Arthur Miller– que no sabían si quererla por ella misma o por lo que representaba, una diferencia que ni la propia Marilyn podía

esclarecer, como testimonian sus oscuras y depresivas declaraciones de diario íntimo, posado en la mesilla de noche del Waldorf Astoria y otros emplazamientos de lujo que no le transmiten nada, mientras el pelo oxigenado se le pega a los almohadones en hebras gruesas como cables, por el calor nocturno y los llantos y los sudores del insomnio y los pensamientos destructivos. La confianza en su coach, Paula Strasberg, no la salvó de una galería de apariciones monstruosas que sólo ella veía cada noche y en cada momento muerto de los rodajes, donde comenzó a ser una presencia antipática, por sus despistes y atrasos, para equipos técnicos y artísticos. Antes de morir, la madrugada del 5 de agosto de 1962, con 36 años, en circunstancias aún hoy sospechosas, rodeada de pastillas, llamadas telefónicas y teorías conspiratorias y suicidas, tuvo la increíble suerte de despedirse del cine junto a quien fuera su padre de fantasía, Clark Gable, en Vidas rebeldes (The Misfits, 1961). Un título que resume todo el frenesí, inestable pero apasionante, de una actriz que lo fue también en cada faceta de su vida, ensayando su mejor ‘yo’, el que ha dejado impreso para la posteridad en sus páginas de trazo afilado: “No quisiera, realmente, ser yo”.

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