Me pongo a escuchar: a Ella y a mí juntas

Marirì Martinengo La voz del silencio. Me llama desde siempre.1 Me llama desde siempre; como llaman los muertos, claro, o, mejor, en su caso, la muer

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Marirì Martinengo

La voz del silencio. Me llama desde siempre.1 Me llama desde siempre; como llaman los muertos, claro, o, mejor, en su caso, la muerta: con un lenguaje de signos, de síntomas, que se dotaban, en una primera época, cuando yo era muy pequeña, de formas cada vez distintas. Ella, en cualquier caso, ha habitado siempre en mi alma y en mi cuerpo. Solo hace poco descubrí que quiso atraerme hacia ella desde mi primera infancia: mi inquietud –me había hecho cargo, sin saberlo, de lo que en la familia se susurraba que era su ausencia–, este signo distintivo que yo llevaba dentro de mí, seguía ininterpretado y proporcionalmente angustioso y temible; cada vez que salía de una aparente clandestinidad y resurgía con amenazadora prepotencia, yo intentaba mantenerlo a raya procurándome letargos o emociones que me distrajeran, que me sacaran de mí. Sobre todo, me inventaba continuamente enfermedades: trastornos siempre distintos, que afectaban ora a un órgano, ora a otro: enfermedades encargadas de cambiar el rumbo de la congoja y absorberla. Ha sido así durante toda mi vida. Ahora tengo sesenta y siete años y, desde que le he dado a la inquietud un rostro, el suyo, y una voz, la suya, ella se ha casi aplacado, porque ha sido reconocida y, sin más transposiciones ni vías de fuga, ha tenido atención, tiempo y espacio de escritura. La relación entre mujeres –la otra y yo– se ha vuelto contigua, interior. Ya no se trata de mí y Guillerma de Rosers, ni de Hildegarda de Bingen y yo. Ahora somos Ella y yo: le he hecho sitio dentro de mí, me he hecho, a sabiendas, cavidad, para albergarla. He arrinconado la investigación histórica, he dejado de excavar en la oscuridad del pasado para sacar a la luz figuras de otras mujeres sepultadas, en busca de mis raíces. Hoy me dedico a Ella, sé que es mi primera raíz, mi misma carne, que pide ser restituida a una forma de vida, a la forma de vida que es la memoria. Me pongo a escuchar: a Ella y a mí juntas.

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La puerta amarilla de la casa de mis tías estaba entreabierta y dentro se respiraba oscuridad. No se veían, pero allí yacían el cadáver de un hombre y el de Teresa, despedazado: les había matado yo junto con Giacomo. Ante el batiente cerrado, en el suelo del rellano, había un guantecillo hinchado o una manita cortada sangrando. Yo miraba desde la puerta de mi casa, enfrente, y poco a poco, dentro de mí, se abría camino la conciencia de ser una criatura normal y, al mismo tiempo, fuera de lo normal. Ella y yo: la búsqueda dentro de mí Al empezar la investigación, me movía un intenso deseo de venganza. Quería descubrir los forzamientos delictivos que causaron su segregación y hacer que cayera la culpa sobre el/los responsables; para ello me afané en buscar pruebas relativas a su ausencia y a indagar en particular en el último período de su vida (pensé incluso en recurrir al análisis del ADN de sus pobres restos), animada por un espíritu de justiciera. Luego, bastante pronto, abandoné este estéril propósito y sus implicaciones, porque me habría desviado del verdadero motivo de mi investigación, que es el de centrar en Ella la luz. Abandoné todos los proyectos que me distrajeran del horizonte interior, descendí en profundidad y me abandoné únicamente a su voz: Ella me habla desde la invisibilidad de su sustracción y nos habla como hablan las multitudes de mujeres silenciosas, no registradas por la historia. Este desplazamiento destapó, en realidad, que la ausencia o la escasez de datos –y este es su caso– es más elocuente que la presencia de datos. Siento al lado su susurro como el susurro de esas multitudes... Sostengo un hilo dentro de mí que poco a poco se devana y se devanará sin necesidad de gestos voluntaristas ni masas de documentos; sí, ciertamente, serían útiles los escritos, cartas o diarios autógrafos o testimonios dejados por otras/ os, pero siento que no son lo esencial.

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Hay una historia viviente anidada en cada una y cada uno de nosotros, formada por memorias, por afectos, por signos en el inconsciente; no creo que solo tenga valor histórico lo que está afuera, lo que otro ha certificado, la famosa historia objetiva. Yo narro una historia viviente que no rechaza la imaginación, una imaginación que hunde sus raíces en la experiencia personal, historia más verdadera porque no borra las razones del amor, no expulsa las relaciones de su proceso cognitivo. Su figura aflora desde un claroscuro: hablar hablan los documentos del censo, las fechas, los lugares, el epitafio sobre su tumba, huellas de una parte breve de su existencia, mientras que una densísima tiniebla se cierne sobre la otra. Estoy acostumbrada a curvarme sobre criaturas situadas entre la luz y la sombra. Me he entregado a la recomposición de antiguas figuras, de las que se sabía poco, cuyas noticias biográficas eran en algunos casos prácticamente inexistentes; a veces me he guiado por indicios, por hipótesis y por comparación, por referencias indirectas, muchas veces reconstruyendo las vicisitudes humanas y artísticas a partir de las noticias, siempre bien documentadas, de los hombres que habían entrado en relación con ellas. Hace tiempo que he aprendido a descifrar el lenguaje de la ausencia: exiliada y sellada, Ella me ha mandado mensajes y, de este modo, su historia se vuelve mi historia. Ella sigue viviendo conmigo, en una relación estrechísima: yo le devuelvo consistencia y decoro, Ella me da conocimiento. Como signo de reconocimiento, con ánimo agradecido, deseo evocar lo que me ha dado. Con su enfermedad y su sufrimiento, me ha enseñado a no perderme en la maternidad, a protegerme, a no ceder mi cuerpo, a no consentir que me hicieran campo de cultivo. Yo la he obedecido, tutelada por la neurosis que Ella me había metido dentro, que me ha dado energía para desafiar las presiones sociales y familiares todavía vivas en tiempos de mi

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juventud y, sobre todo, para llevar el peso del sentimiento de culpabilidad, no solo sin dejarme aplastar por él sino incluso utilizándolo para alimentar mi deseo de cambio. Me ha enseñado a cuidar de los recuerdos, a conservar y reflexionar sobre signos también imperceptibles, sobre testimonios aparentemente desdeñables, es decir, sobre los elementos primarios sin los cuales no hay historia. Mi investigación sobre Ella ha provocado un desplazamiento, que considero positivo, en mi modo de “hacer historia”: he pasado de la mujer grande a la mujer común, un “hacer historia” más femenino, porque deja de lado el protagonismo en favor del relato de la vida, de una vida en la que, aunque sea parcialmente, cada una de nosotras puede reconocerse. El relato que escribo, inspirado en Ella, me ha llevado a reanudar, sobre la estela de los recuerdos, los hilos del parentesco femenino: de mis primas he hecho aliadas. Ella me ha dejado en herencia –pienso solamente en mí– un patrimonio, el rico tesoro que llevo dentro, constituido por el deseo de saber, de dar lugar visible a cosas que otros han escondido, de disipar los silencios exigidos e impuestos por el padre; a pesar de los cuales, Ella vive dentro de mí y vivirá en mi escritura. Le debo la capacidad, que me reconozco, de analizarme y de analizar lo existente que, con el paso de los años, se ha vuelto un hábito, que ha dado salida natural y rápida el proceso psicoanalítico. Descubro dentro de mí –aprendidos de sus retratos– el cuidado femenino de la belleza, el gusto por la ropa bonita y por las joyas, el deseo de aparecer siempre en la luz más favorable. Le soy deudora de estos años de recogimiento, de meditación, de descenso en el interior, de apartamiento de la política activa que, aunque en ciertas ocasiones me falta y me hace sentir aislada, responde, por otra parte, a la satisfacción de una necesidad siempre postergada: dentro de

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mí Ella había puesto hace tiempo –un tiempo paciente que sabe esperar– un núcleo que irradiaba energía, energía que se desencadena, sí, afuera, pero que sabe siempre regresar a alimentar el centro y quedarse en él. El misterio que la envuelve ha fijado dentro de mí la necesidad de conocimiento, el resquemor que me apremia y me espolea, aunque anciana, a no sentir nunca saciada mi sed. Le debo la recuperación y la valoración de la emotividad y la valentía –auténtica valentía– de exponer mi intimidad ante ojos ajenos. ¿Durante cuántos años y con cuántas excusas y digresiones he aplazado el relato de mi verdad? En este su dar sumiso, pero esencial, me recuerda la figura de Diótima, iluminada por Sócrates en El banquete de Platón. Luisa, comentándolo, dice a propósito de la maestra del filósofo: “Su figura, evocada por Sócrates, aflora desde una distancia de tiempo y de espacio a la que ella, cumplida su misión, regresa...”. Luisa sigue luego diciendo que la historia está llena de mujeres ilustres, madres de hombres famosos: “una vez cumplida su parte, normalmente grande, para bien o para mal, a veces grandiosa, su existencia efectiva se volvía, como bien dice la expresión, una cuestión ociosa”.2 Análoga parecería la suerte de la protagonista de mi historia: también Ella se prodigó en dones de amor y en dones de vida y se disolvió inmediatamente en la nada. Pero su evanescencia es verdadera solo en apariencia: este mi recoger, confiado y amoroso, su legado, este mi restituir su memoria, hacen de su figura un punto de referencia vivo, duradero y fecundo. Me interrogo sobre su desaparición. Antes de empezar esta investigación, tanto yo como la familia habíamos interpretado su no estar ahí como no vida y no muerte: un temible estado de suspensión, propio de los fantasmas. Pero ahora he entendido que la ausencia es

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un estar en otro lugar, no un no estar. El retirarse podría haber sido una elección, la elección de un cuerpo y de una mente, un sustraerse tal vez de una sexualidad sufrida. Muchas de nosotras lo han hecho, y no quiero decir que solo de la sexualidad: huir –esfumarse con los medios que cada una tenga a su disposición– de los modelos sociales o familiares impuestos a los que una no se quería adaptar. La tía Chiaretta que, en su sensibilidad acentuada, quería imitar a la madre, se sustraía diciendo que prefería residir en una institución a estar en familia con sus hermanas, que la trataban como a una eterna menor de edad y, con el paso de los años, más se multiplicaban sus fugas. Ocurrió, en realidad, que mis tres tías, que vivían juntas, estructuraran su pequeña comunidad mimetizando el orden familiar tradicional: la tía Sophie, que era emotiva y sentimental, hacía de madre, la tía Tommasina, racional y con sentido práctico, hacía de padre, y a la tía Chiaretta le tocó el papel de hija que, para sostener en el tiempo la pirámide, tenía que seguir siendo siempre niña. Pero puede que no fuera así. Mi familia paterna era orgullosa por tradición antigua. Algunos varones habían dado brillo al nombre con su laboriosidad en las profesiones y con su presencia en la administración pública, en los grados altos del ejército, o como educadores e intelectuales. Algunos habían acumulado un discreto patrimonio. Mi familia aspiraba a ser intachable en el espíritu y en el cuerpo, a ajustarse fielmente a la doctrina católica y, al mismo tiempo, a los valores de la sociedad burguesa: para los varones estaba previsto el estudio y, después, un trabajo cualificado y rentable, las mujeres debían ser piadosas vírgenes o madres fecundas, por supuesto después del matrimonio, y un poco de ignorancia era en ellas virtud. El modelo exigía mujeres y hombres fuertes, sanos, sin debilidades ni físicas ni morales. Preveía un trazado lúcido,

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recto, que, en su orden, no tomaba en consideración ni la inclinación ni la desviación. La trágica vicisitud de Ella fue vivida como una mancha gris, de la que era imposible limpiarse, antes de volver a presentarse ante el mundo, si no era cubriéndola, enterrándola con el silencio y el olvido. Recuerdo que mi padre era muy severo con la tía Chiaretta cuando tenía crisis; la regañaba, y esta actitud suya generaba en mí el terror a perder su afecto, si también a mí me ocurriera la desventura de una suerte análoga. Desde el lugar de hielo desde el que me habla, Ella me ha enseñado a no reprimir el lado oscuro, sino a aceptarlo, integrarlo y recomponerlo armoniosamente en el conjunto de nuestras experiencias: la criminalidad, la enfermedad, la vejez y la muerte están dentro de cada cual, tanto real como metafóricamente. No podemos deponer el fardo negro que transportamos, relegándolo en una esquina oscura. Ella me ha mostrado una cosa más: me ha puesto delante de los ojos, concretamente, cómo pudo darse en el pasado, y puede darse todavía hoy, la cancelación de las mujeres en vida y después de la vida. Todas mis investigaciones demuestran que no solo la familia sino también la vasta parentela y las sociedades savonesa, genovesa y bresciana, La han borrado por completo. La desaparición de las mujeres es acogida y aceptada como natural, pues en ella hunde sus raíces y su duración temporal el orden patriarcal. Giacomo, orgulloso guardián del archivo del estudio de arquitectura en el que ejerce su profesión, heredada de los padres, me dijo que, tiempo atrás, encontró un pliego de cartas sobre el que destacaba el nombre de Ella y que lo había tirado a la basura. Pero eran documentos que pertenecían a toda la descendencia...

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Un pariente, otro detentor de archivos familiares, ni siquiera contestó a la carta en la que le preguntaba si conservaba algún testimonio. El silencio tenía que seguir siendo guardado... El grumo oscuro que está en el origen de la tragedia, es la sexualidad: una concepción de la sexualidad decimonónica y católica, que para las mujeres coincidía con la maternidad. En la familia y en el ambiente de Ella, era impensable e impensada una relación, aunque fuera conyugal, autónoma, no destinada a la procreación. La dureza con la que mi padre reprimió la primera manifestación (¡por lo demás francamente inocente!) de mi sexualidad, me lleva ahora a pensar que quería protegerme (¡cuántos años he necesitado para llegar a esta benévola interpretación!): efectivamente, en los tiempos de mi adolescencia, la sexualidad femenina seguía coincidiendo con la maternidad y la amargura de las consecuencias de aquella había impreso dentro de él heridas no cicatrizables. Pero –yo me pregunto– ¿dónde nacían las repetidas y continuas maternidades? ¿En los requerimientos apremiantes de satisfacción sexual por parte del marido, de los que Ella finalmente quiso sustraerse, eligiendo una solución extrema, atroz y definitiva? Era huérfana de madre, no tenía cerca a otras mujeres de las que recibir consejos. Había abandonado la ciudad en la que había nacido y vivido hasta los veinticinco años y en la que probablemente formaba parte de un contexto relacional de parientes y amigas, suyas y de su madre; los pocos años pasados en Savona no le habían permitido establecer vínculos fuertes con mujeres de la nueva ciudad. La veo muy sola y frágil; quizá Malvina, en su solicitud afectuosa, no se atrevía a hacer sugerencias a su señora, quizá el pudor la detenía. El marido ¿era tan ingenuo e impreparado como Ella en lo relativo a los mecanismos reproductivos? ¿O irresponsable? ¿No había un amigo, un médico o la madre de él que, después del segundo o el tercer parto, aconsejara prudencia?

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Las relaciones –y los embarazos consiguientes– ¿se multiplicaban atendiendo a los requerimientos de Ella? ¿Fue alejada, marcada para siempre y castigada por un deseo incontrolado, engorroso, pecaminoso? Sobre esto me vuelve siempre a la cabeza la historia de la loca encerrada en el ático de la novela Jane Eyre, escrita a mediados del siglo XIX, por Charlotte Brontë;3 presumiblemente, Bertha estaba dotada de una sexualidad femenina sana y no reprimida, que tenía intención de practicar, apareciendo así insaciable e inconveniente a los ojos de los bienpensantes, y es de destacar que su proscripción, si fue obra del hombre, su marido, encontró luego la conformidad de la propia protagonista y también de la autora de la novela. Volviendo a mi historia, Mariangioletta, una de mis primas, me contó que un sobrino y ahijado de su marido (que llevaba su nombre), hablando con su hermana, arriesgó un nombre para definir el comportamiento de Ella. ¿Sabía algo? ¿Había recogido las confidencias del marido? La reacción de la hermana de Mariangioletta fue de rechazo neto y resentido de la hipótesis. El pariente en cuestión tenía fama de ser malicioso y estaba muy encariñado con su padrino, por tanto propenso a tomar partido por él en una cuestión que –me figuro– alimentó, en su momento y después, suposiciones, dividiendo la parentela y el entorno entre partidarios de Ella y partidarios de él. El deseo –el pecado– pudo ser mutuo. Resultaba entonces oportuno quitar de en medio a Eva, la cual, según tradición no mellada, es su origen. ¿Y si en realidad hubiera sido asesinada? Los hijos y las hijas no conocieron nunca a su madre. ¿Cómo se explica que, una vez adultos, no manifestaran deseo de verla? ¿Tuvieron el deseo, pero este quedó frustrado sencillamente porque Ella ya no existía? Mariangioletta recuerda que su padre le dijo que él y la tía

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Tommasina acudieron una vez a visitarla y se quedaron desencajados: puesto que ni uno ni otra habían visto nunca a su madre, puede ser que les presentaran a una mujer cualquiera. Escama la total desaparición (¿destrucción?) de todas las pruebas de la existencia de Ella, después de 1895. He examinado el desaforado archivo de su marido (y antes que yo lo habían hecho otras personas), el cual conservaba correspondencia, contratos, actas notariales y documentos, y registraba escrupulosamente todo lo que hacía en su actividad profesional y de relación, teniendo en cuenta también los suspiros: no he encontrado ni un recibo de compras, ni una carta, ni un certificado relativos a los treinta años de alejamiento de su mujer. La familia de Ella fue cómplice en la observación de la máxima reserva sobre la suerte de la parienta. ¿Y si, en realidad, ella se hubiera fugado con un joven oficial, procedente de oriente, enseñado por la tradición tántrica y la ascesis personal, a retener, mediante la concentración mental, el semen durante el coito? Antonio alude a las consecuencias negativas que pudo tener en la constitución de Ella la estrecha consanguinei– dad de sus progenitores. Muy probablemente, Ella fue destrozada, en mente y cuerpo, por la frecuencia feroz de los embarazos y de los partos; la brutal separación de sus criaturas, el alejamiento violento de su casa y de su ambiente, el aislamiento en un lugar cerrado y extraño junto a otras desventuradas de oscuras historias, hicieron el resto. No me ha resultado fácil acercarme a la figura inquietante de Ella, al enigma que rodea toda su historia, al dolor que ahí se llora. He empleado muchos años, he convocado todas mis energías, y aún así mi investigación procede todavía

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lentamente, a intervalos: la palabra justa sería a suspiros. (Págs. 19-28). Las huellas Conservo cuidadosamente, y miro y remiro con frecuencia, muchos objetos que le pertenecieron, que Ella usó y tocó con sus manos, que son huellas de su cuerpo: camisones, castísimos, de cuello alto, manga larga, trama espesa, todos bordados; los camisones tienen para mí una importancia crucial porque me dan las dimensiones –casi la forma– de su cuerpo: era más pequeña y más menuda que yo, diría que de talla 42. Conservo pañuelos –obras de arte de finísimo tejido– con la inicial M bordada en una esquina, abanicos pintados, algunas joyas (desafortunadamente pocas, después del robo que sufrí), la soperita en la que se echaba el caldo para la recién parida, el maletín con su monograma de plata, una espléndida moneda genovesa de plata (en el anverso el relieve de una Virgen Reina, con cetro y corona de estrellas, en el reverso el escudo de la República de Génova y, en los dos lados, el lema Dux. et. Gub. Reip. Genu. et. rege. eos. 1668. A. B.), todos regalos de la tía Sophie, que me los entregó como una transmisión (ya una herencia), un no te olvides de Ella. Guardo, en un compartimento del armario, un cofrecillo de terciopelo azul descolorido que contiene tres objetos engastados en concha y plata: un devocionario, un portamonedas y un estuche. El cofre y los tres objetos llevan bien visibles las iniciales LM, lo que indica que pertenecieron a la madre del marido, pero puede ser que pasaran también por sus manos después de la muerte de esta. Mariangioletta, que es la única parienta con la que tengo intercambio de palabra, de recuerdos y de recuerdos de recuerdos relacionados con esta investigación mía, me contó una vez que los jersecitos para niños, que su madre hacía a mano de punto, se inspiraban en los que Ella hacía para los suyos, también cuando estaba lejos de ellos y ellas. También esta es una huella envolvente: conservaba en sus

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manos la huella de los cuerpecitos creados por Ella, tenía presente su sexo al elegir los colores y la forma, seguía su crecimiento gradual, cambiando las medidas. También Flavia, de pequeñísima, nacida cincuenta años después de la muerte de Ella, tuvo un jersecito azul celeste confeccionado según aquel modelo, que me regaló la “tía” Ortensia. Son huellas también los nombres. Mariangioletta recuerda a Malvina (no porque la conociera sino porque le hablaba de ella su padre), la muchacha de servicio que La acompañó a Savona al casarse. Dice que era tierna con la infancia, a diferencia de la abuela Luigia, demasiado rígida. ¿Será porque era demasiado rígida por lo que su nombre –su huella– se ha perdido en la descendencia? Su dureza o irritabilidad pudieron ser consecuencia del hecho de que le fuera confiada una tarea muy ardua: dejar su casa y su ciudad de residencia, trasladarse a Savona, criar y educar a cinco nietos pequeñísimos y gobernar la casa del hijo, a una edad ya no joven. Tal vez no fue amada porque era percibida por los niños y las niñas como la que había usurpado el lugar de la madre, aparte de que parece que tenía preferencias manifiestas –esto me lo decía mi padre, que era el favorito– por algunos nietos, en detrimento de los y las demás. Mi prima me ha participado un detalle curioso y muy revelador: al nacer, sus progenitores habían elegido para ella el nombre de Luigia o de Maria Luigia. Mi padre, que se llamaba Angioletto por el nombre Angela de la abuela materna, era el padrino de la niña. En el momento del bautizo, inesperadamente, dijo: “No; quiero que se llame Angela o, mejor, Maria Angioletta”. Yo lo leo como un deseo de que prevaleciera la línea materna, deseo aún más significativo porque mi padre, como he dicho, era el preferido de la abuela Luigia. El nombre de Malvina, igual que el de Maria, han quedado, en cambio, entre las sobrinas y las sobrinas nietas, reforzado

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por el hecho de que la abuela materna de mi prima se llamara Malvina. Mariangioletta tiene una hermana que se llama Malvina y ha llamado a una hija Maria y a la otra Malvina. Sobre todo el nombre de Maria ha sido conservado, repetido obsesivamente, solo o añadido a otros nombres: mi padre lo llevaba incluso como primer nombre. Tanto yo como Andrea y Giacomo nos llamamos Maria, yo de primer nombre, mis hermanos de segundo o tercero. Papá quiso que todos llevásemos ese nombre: quiso que mantuviéramos visiblemente el vínculo de pertenencia a la madre, de descendencia de Ella. Yo, fiel a una y a otro, lo he adoptado en los documentos oficiales. Casi todos los objetos-huellas me los dio la tía Sophie, la cual, en tanto que primogénita de las hermanas, consideró justo el coger y administrar la mayor parte de las cosas que pertenecieron a su madre. Las joyas de la madre y las de la familia se las ponía casi exclusivamente ella y, en la vejez, tomó la iniciativa de repartirlas entre las sobrinas sin consultar con sus hermanas. La tía Sophie tenía una predilección especial por mí; me decía con ternura –pretendiendo casi entablar, con estas palabras, una especie de complicidad– “soy tu muinna (madrina)”, “te he llevado en brazos”, “llevas el nombre de mi madre” (y aquí la voz se enrocaba) y me agasajaba con un regalito en el día del Nombre de María, el 12 de septiembre, mientras que mi madre quería que celebrara el 10 de junio, Santa Margherita, el nombre de su madre. Se mostraba entre ellas una rivalidad, no solo simbólica –lo sé–: la tía Sophie habría querido que yo fuese su hija, reconociendo en mí la descendiente deseada y nunca tenida. Me doy cuenta de que la genealogía que me vincula con Ella, pasa por la tía Sophie, no por mi padre, y es de línea femenina. Esta tía era la única que se refería, ocasionalmente, a la madre: Giacomo recuerda que juntaba las manos, inclinaba sobre ellas la cabeza y murmuraba “mamá...”. Mi madrina

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tenía el pelo como su madre y se lo peinaba de la misma manera –un detalle que salta a la vista al comparar sus fotografías con las de su madre–, un pelo extraordinariamente fino y suave; era quizá la que más se le parecía de sus hijas y yo le tenía más cariño que a las demás componentes de mi familia. ¿Se lo habré dicho alguna vez? La tía Sophie era depositaria apasionada, aunque no sistemática, de documentos familiares: fotografías antiguas, guardadas en contenedores artísticos de piel repujada engarzados en plata, reproducciones de cuadros antiguos, anotados por detrás, en su inconfundible caligrafía, con los nombres, fechas, ascendientes y descendientes. La tía Sophie, de joven, pintaba, sobre todo flores (tengo algunos cuadros suyos y muchos dibujos) y recuerdo que en la salita de la casa de Savona había, colgado de la pared, un pequeño y modesto árbol genealógico, dibujado a pluma. ¿Por ella? Las tías conservaban cartas, algunas de las cuales figuran en el opúsculo escrito en memoria de su padre, pero estas no me han llegado: tal vez se perdieron en la dolorosa dispersión de su piso, después de su muerte. Yo he recogido todo lo que ha quedado del legado de la tía Sophie y, por mi parte, lo transmito. ¿Puedo decir que ahora, aunque tardíamente, como hija, he atendido su deseo? (Págs. 28-32). Comparación de los recuerdos con las fechas: el método de investigación He adoptado un método de investigación cruzado: he partido de los recuerdos, fiándome de ellos; pero los recuerdos tenían que ser confirmados (o desmentidos) por el cotejo con los datos censales, o con los que fuera. Por ejemplo, la tía Sophie decía que había nacido en una casa del Corso Principe Amedeo; sin duda fue así, pero ¿cómo probarlo? Sabía que mi padre, hermano y hermanas habían nacido con seguridad en Savona; sabía que mi padre y mi madre se

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habían casado el 28 de noviembre de 1928, en la capilla del obispado de Savona, por lo que busqué el acta del matrimonio, para remontarme al bautismo, sin encontrala. Busqué las partidas de su bautismo y del de su hermano y hermanas, primero en el Archivo Histórico Diocesano de Savona, al que me habían dicho que había ido a parar toda la documentación antigua de las diversas parroquias. Pero no era así: las partidas de bautismo relativas a los años noventa del siglo XIX no estaban. Sondeé entonces los achivos de San Pietro y de la catedral, es decir, de las parroquias bajo cuya jurisdicción está hoy Corso Italia, antes Corso Principe Amedeo; la infructuosa investigación me llevó a descubrir, gracias también a la sugerencia de Margherita, que en el siglo XIX la parroquia de referencia era San Giovanni Battista, donde finalmente encontré los documentos que buscaba. De estos, que mencionan la residencia del o de la recién nacido/a, me remonté al número de calle del edificio: el 12 del Corso Principe Amedeo. Pero el 12 del Corso Principe Amedeo ¿era el mismo que el 12 del actual Corso Italia, después de los cambios urbanísticos ocurridos en la ciudad? La oficina de Toponomástica del Ayuntamiento de Savona me lo confirmó. Así identifiqué la casa y la fotografié. En cambio, el amable empleado no me supo decir en qué piso residieron la tía Sophie y su familia, ya que se trataba de un piso de alquiler y en los registros solamente están anotados los inmuebles de propiedad. La tía Sophie tenía razón. La familia se trasladó a Via Paleocapa en 1894, y este recuerdo de la tía Tommasina fue confirmado por la partida de bautismo de la tía Chiaretta, nacida en 1895, documento que está en el Archivo de Sant’Andrea, parroquia de referencia del primer tramo de la calle. La búsqueda de las partidas de bautismo se extendió entre agosto de 2000 y noviembre de 2003. La tía Tommasina contaba con gusto un mítico viaje, hecho por ella y por algún otro miembro de la familia, a Saboya, a

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visitar a unos parientes que vivían allí. Parece que las tías se divirtieron mucho. ¿Confirmamos este simpático recuerdo? En casa tengo dos cuadritos que enmarcan las reproducciones de dos pinturas, una de una dama, la otra de un caballero, vestidos según la moda y la peluca blanca inequívocamente dieciochescas. La señora, la saboyana Eleonora Dorotea Regny, y el señor Marco Antonio Massone eran mujer y marido y llegarían a ser, respectivamente, la bisabuela y el bisabuelo de Maria Massone. En el revés del cuadrito de él, la tía Sophie escribió su nombre y una fecha, 1750 (referida a no sé qué acontecimiento, quizá la fecha de la pintura, mientras que una pequeña etiqueta, al fondo, lleva el letrero: “Marcantonio 1675”) y, debajo, dibujó el esbozo de un árbol genealógico, tachado y corregido varias veces, del que no obstante se ve claramente la línea descendente. El nombre de su madre está puesto con gran evidencia. Detrás del cuadrito de Eleonora Dorotea no hay mas que el nombre. Los parientes visitados en Saboya eran pues descendientes Regny, consanguíneos de su madre. Un fallo metodológico lo registré a propósito de la iglesia en la que se celebró el matrimonio de Ella. Las tías escribieron claramente, en el elogio redactado a la muerte del padre, que la boda se celebró en la iglesia del Carmine de Génova. Del certificado de defunción de la madre de Ella, Angela, resulta que en el momento del fallecimiento ella residía en Via della Vergine 7, en Sturla, presumiblemente con su hija. La parroquia sería pues la Santissima Annunziata de Sturla, situada en la misma Via della Vergine, o la de San Martino de Albaro, en Via Lagustena, pero ni una ni otra conservan el acta de matrimonio, como comprobé puntualmente. Madre e hija ¿seguirían viviendo en Vico Casana? La parroquia de referencia sería entonces o San Mateo o Nostra Signora delle Vigne. ¡Ni en sueños! Las tías habían dicho la verdad, confirmada por el cotejo con el certificado de matrimonio que me envió el párroco de la iglesia del Carmine, que está, sin embargo, muy lejos de Via della Vergine y lejos de Vico

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Casana, estando situada en Via Brignole De Ferrari, en el centro decimonónico de la ciudad. El acta de matrimonio, escrita en latín –una auténtica joya–, afirma que esta era su parroquia. ¿Cómo es posible? Es un pequeño misterio insoluble, porque los Servicios Demográficos del Ayuntamiento de Génova ¡no conservan los censos de 1881 y 1891 y los padrones relativos a los habitantes y al estado de las familias anteriores a 1951 han sido destruidos! Otra fuente de recuerdos ha sido Mariangioletta. Sus recuerdos no requieren confirmación porque se refieren a aspectos de la vida doméstica y cotidiana; solamente ella, Andrea y yo conservamos recuerdos, los hermanos y hermanas menores no saben nada, quizá los “mayores” les informamos, en su día, de que era inútil preguntar. Podía contar también con algunos retratos de la abuela, que aumentaban en número según iba procediendo la investigación y se difundía la noticia en mi entorno. Algunos parientes, como Mariangioletta, Maria Teresa y Andrea me los regalaron cuando les puse al corriente de mi trabajo. Los retratos, con los objetos que pertenecieron a la abuela, me parecen un poco como los restos arqueológicos de la prehistoria: a falta de testimonios escritos, a los que se atribuye la gloria de haber dado inicio a la historia, yo he recorrido una y otra vez la zona de la no-escritura, llegando al convencimiento de que esta no es ni muda ni menos significativa que las otras, sino que exige un ejercicio de atención en profundidad, al cual no estamos comunmente acostumbrados. “Se haga lo que se haga, se reconstruye siempre el monumento de un modo propio, pero es ya mucho el manejar piedras auténticas”.4 Estoy de acuerdo, pues el otro elemento fundamental han sido los datos del Registro civil de Génova, de Savona y de Brescia. Los datos, bien leídos, ofrecen cantidad de información. Muy completos han sido, por ejemplo, los datos del censo de 1871, ordenado por el Ayuntamiento de Génova, que

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me ha propocionado la dirección de la familia Massone, el mapa del distrito en el que estaba situada su residencia, el barrio, la composición del núcleo familiar, los nombres acompañados de las fechas de nacimiento y de muerte, el árbol genealógico, incluso los nombres de las muchachas de servicio. El certificado de defunción de la madre, Angela Massone (Archivio di Stato Civile de Génova) me informó de que ella, al morir, no vivía ya en la casa del centro de Génova. Los documentos del registro civil referidos a los parientes de sangre me mostraron también el origen de los nombres que circulaban y se repetían con insistencia en nuestras familias. La losa funeraria del cementerio del Santuario informa de la fecha y el lugar de la muerte de mi abuela. Con estos dos elementos, las empleadas de la oficina del Registro civil de Brescia me encontraron el acta de defunción, que me proporcionó de una vez dos informaciones importantes: que la abuela había residido en Brescia y que había muerto allí, en 1924, ingresada en la Casa de Salud, una institución para frenopáticas. Un término que significa todo y nada. Las búsquedas en los Archivos estatales de Savona, de Génova (donde consulté también la Società Ligure di Storia Patria) y de Brescia no dieron resultados porque estas instituciones no registran a ciudadanos o ciudadanas comunes. El Archivo Notarial y la Conservatoria dei Beni Immobili de Savona me han proporcionado datos sobre las propiedades del abuelo y sus movimientos, pero no sobre las de la abuela que, o no las tenía o, como sucedía entonces, confluían, con el matrimonio, con el grupo de las propiedades maritales. Ha estado también la caza de los historiales clínicos o de algún parte médico o documento relativo a su largo malestar: ni las ASSL (Aziende Socio Sanitarie Locali) ni el registro civil de Brescia, adonde fui dirigida por el presidente de la Sociedad Psiquiátrica Italiana, los conservan. Las/los psiquiatras y las historiadoras a las que he acudido

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no me han proporcionado informaciones satisfactorias ni, menos todavía, me orientaron por un camino seguro; más bien sus indicaciones se contradecían unas a otras, cada institución me mandaba ir a otra... Lo dejé correr. No por las dificultades de la búsqueda sino porque me convencí de que el conocimiento concreto del mal que mi abuela padecía, no habría añadido nada significativo a su historia. (Págs. 90-96).

Recepción del artículo: 15 diciembre 2010. Aceptación: 27 diciembre 2010. Palabras clave: Historia viviente – Maria Massone – Teoría de la historia – Historia contemporánea – Método histórico – Diferencia sexual. Keywords: Living History – Maria Massone – History and Theory – Contemporary History – Historical method – Sexual difference.

notas: 1 Selección del libro: Marirì Martinengo, La voce del silenzio. Memoria e storia di Maria Massone, donna “sottratta”. Ricordi, immagini, documenti, Génova, ECIG, 2005. Traducción del italiano de María-Milagros Rivera Garretas. 2 Luisa Muraro, El Dios de las mujeres, trad. de María-Milagros Rivera Garretas, Madrid, horas y HORAS, 2006, 151-152. 3 Charlotte Brontë, Jane Eyre, trad. de Carmen Martín Gaite, Barcelona, Alba, 1999. 4 Marguerite Yourcenar, Memorie di Adriano. Taccuini di appunti, al cuidado de Lidia Storoni Mazzolani, Turín, Einaudi, 2002, p. 287.

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