Mi Hermana Henriett Ernest Renan

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Ernest Hemingway
Literatura estadounidense. Escritores norteamericanos. Novelista. Obras. Premio Nobel

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Mi Hermana Henriett Ernest Renan © Pehuén Editores, 2001

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A MEMORIA DE LOS HOMBRES NO ES MÁS QUE UN impercep-

tible surco que cada uno deja en el seno del infinito. No es, sin embargo, en vano. La conciencia de la humanidad es la más alta imagen reflejada que conocemos de la conciencia total del universo. La estima de un solo hombre es una parte de la justicia absoluta. También, aunque las vidas sencillas no hayan tenido necesidad de otro recuerdo que el de Dios, siempre han tratado de fijar su propia imagen. Me sentiría muy culpable si no cumpliera este deber con mi hermana Henriette, ya que soy el único que conoce los tesoros de esta alma elegida. Su timidez, su reserva su detenido pensamiento de que una mujer debe vivir escondida, extendieron sobre sus raras cualidades un velo que bien pocos levantaron. Su vida no fue más que una continuidad de actos de abnegación destinados a permanecer ignorados. No traicionaré su secreto; estas páginas no están escritas para el público y no le serán dadas. Pero aquellos pocos a quienes ella se reveló, me harían un reproche si no tratara de poner en orden lo que pudiera completar sus recuerdos.

* Este opúsculo es la reimpresión del folleto que Ernest Renan hizo tirar a cien ejemplares, en septiembre de 1862, bajo el título «Henriette Renan. Recuerdo para aquéllos que la han conocido». En las primeras líneas puede leerse la frase siguiente: «estas páginas no están escritas para el público y no le serán dadas». * Pero en 1883, en el prefacio de «Recuerdos de infancia y juventud», Ernest Renan, expresaba el deseo cle que este opúsculo fuese reimpreso después de su muerte, y publicado con las cartas de su hermana. Ver. O. C., tomo II, pág. 715.

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ble y lugar de cita de una pequeña nobleza local. Durante la revolución el obispado fue suprimido; pero después del restablecimiento del culto católico, las vastas construcciones que la ciudad poseía, volvieron a formar un centro eclesiástico, una ciudad de conventos y de establecimientos religiosos. La vida burgesa se desarrolló un poco. Las calles, salvo una o dos son largas avenidas desiertas, formadas por altos muros de conventos o por viejas casas de canónigos, rodeadas de jardines. Un aire general de distinción apunta por todas partes y da a esta pobre ciudad muerta un encanto que no tienen las ciudades burguesas, más vivas y más ricas, que se han desarrollado en el resto del país. La catedral sobre todo, un bellísimo edificio del siglo XVI, con sus altas naves, sus sorprendentes audacias arquitectónicas, su bonito campanario, prodigiosamente esbelto, su vieja torre románica, resto de un edificio más antiguo, parece hecho a propósito para alimentar elevados pensamientos. Por la tarde se deja abierta hasta muy tarde para que las personas piadosas puedan hacer sus oraciones: alumbrada por una sola lámpara, llena de esa atmósfera húmeda y tibia que emana de los viejos edificios, la enorme nave vacía está llena de infinito y de terrores. Los alrededores de la ciudad son ricos en bellas y extrañas leyendas. A un paso se halla la capilla erigida cerca del lugar de nacimiento del buen St. Yves, el santo de los bretones de la última época, convertido, en la creencia popular, en defensor de los débiles y gran enderezador de entuertos; cerca está, sobre un punto muy alto, la vieja iglesia de St. Michel, destruida por un rayo. Nos llevaban todos los años el día de Jueves Santo. Según una popular creencia, ese día todas las campanas van a Roma a pedir la bendición del Papa, durante un gran silencio que se les impone. Para verlas pasar, había que subir a la colina cubierta de ruinas, cerrar los ojos y verlas atravesar el aire, dulcemente inclinadas, dejando flotar suavemente tras ellas su traje de encaje, el mismo

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I HERMANA HENRIETTE NACIÓ EN TRÉGUIER el 22 de ju-

lio de 1811. Su vida fue pronto entristecida y llena de austeros deberes. No conoció jamás otras alegrías, que las que conceden la virtud y los afectos. Heredó de nuestro padre una naturaleza melancólica, que le dejaba poca disposición para las distracciones vulgares y le inspiraba incluso una cierta tendencia a huir del mundo y sus placeres. No tenía nada de la naturaleza viva, alegre, espiritual que mi madre conservó en su bella y fuerte vejez. Sus sentimientos religiosos, al principio encerrados en las fórmulas del catolicismo, fueron siempre muy profundos. Tréguier, el lugar donde nacimos, es una vieja ciudad episcopal, rica en poéticas impresiones. Fue una de esas grandes ciudades monásticas, a la manera gala e irlandesa, fundada por emigrantes bretones del siglo VI. Tuvo por padre un abad, Tual o Tugdal. Cuando Nomenoe, en el siglo IX, queriendo fundar una nacionalidad bretona, transforma en obispados todos estos monasterios de la costa del norte, el «Pabu-Tual» o monasterio de San Tual, lo fue entre ellos. En los siglos XVI y XVII, Tréguier se convirtió en un centro eclesiástico considera-

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que llevaron el día de su bautismo. Un poco más lejos se alza la pequeña capilla de las Cinco Heridas, en un valle encantador del otro lado del río, cerca de una vieja fuente sagrada, Nuestra Señora de Tromeur, peregrinaje muy venerado. Una fuerte disposición para la vida interior fue en mi hermana el resultado de una infancia pasada en este medio lleno de poesía y dulce tristeza. Algunas viejas religiosas, expulsadas de su convento por la revolución y convertidas en maestras de escuela, le enseñaron a leer y recitar los salmos en latín. Aprendió de memoria todo lo que se canta en la iglesia; más tarde su reflexión ejercida sobre estos viejos textos, que ella comparaba al francés y al italiano, la había llevado a saber mucho latín aunque no lo aprendiera regularmente. Su educación, sin embargo, habría quedado muy incompleta de no haber sido por una institutriz muy superior a todas aquellas que el país había tenido hasta entonces. Las familias nobles de Tréguier habían vuelto de la emigración completamente arruinadas. Una señorita perteneciente a una de estas familias, cuya educación se había realizado en Inglaterra, comenzó a dar lecciones. Era una persona distinguida por su gusto y maneras que dejó en mi hermana una huella profunda y un recuerdo que no se borró nunca. Las desventuras que pronto la rodearon aumentaron esta tendencia hacia la concentración, innata en ella. Nuestro abuelo por el lado paterno pertenecía a un clan de marinos y de campesinos que poblaron toda la tierra de Goëlo. Hizo una pequeña fortuna con su barco y vino a establecerse a Tréguier. Nuestro padre sirvió en la flota de la república. Después de los desastres marítimos de la época, mandó navíos por su cuenta y poco a poco se dejó arrastrar a un comercio considerable. Fue un gran error. Completamente inhábil para los negocios, simple e incapaz para toda previsión, sin cesar detenido por esa timidez que hace del marino un verdadero niño para la práctica de la vida, vio cómo la pequeña fortuna que venía de su familia se hundía

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poco a poco en un precipicio que no sabía medir. Los acontecimientos de 1815 provocaron crisis comerciales que le fueron fatales. Su naturaleza sentimental y débil no soportó tales pruebas: se retiró poco a poco de la vida. Mi hermana asistió hora a hora a los estragos que la inquietud y la desgracia ejercían sobre aquella buena y dulce alma, perdida en un género de ocupaciones que no era el suyo. Adquirió en tan rudas experiencias una precoz madurez. A la edad de doce años era una persona seria, fatigada por las preocupaciones, obsesionada por pensamientos graves y negros presentimientos. A la vuelta de uno de sus largos viajes por nuestros mares fríos y tristes, mi padre tuvo un último destello de alegría: yo nací en febrero de 1823. La llegada de este hermano pequeño fue para mi hermana un gran consuelo. Se ligó a mi con toda la fuerza de un corazón tímido y tierno, que tiene necesidad de amor. Todavía recuerdo las pequeñas tiranías que yo ejercía sobre ella, y contra las cuales no se rebelaba nunca. Cuando salía vestida para ir a las reuniones de jóvenes señoritas de su edad, me agarraba a su traje y le suplicaba que volviera; entonces volvía a entrar, se quitaba su traje de fiesta y se quedaba conmigo. Un día, en broma, me amenazó si no me portaba bien, con morir; en efecto se hizo la muerta sobre un sillón. El horror que me causó su fingida inmovilidad es seguramente la impresión más fuerte que haya sufrido nunca, no habiendo querido la suerte el que haya asistido a sus últimos momentos. Fuera de mí, me lancé sobre ella y le di un mordisco en el brazo. Dio un grito que oigo todavía. A los reproches que me dirigía, no sabía yo responder más que una sola cosa: «¿Pero por qué estabas muerta? ¿Vas a morir otra vez?». En julio de 1828, las desventuras de nuestro padre acabaron en una horrorosa catástrofe. Un día su navío, viniendo de Saint Malo, entró en el puerto de Tréguier sin él. Los hombres de la tripulación declararon que desde hacía varios días no le ha-

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bían vuelto a ver. Mi madre lo buscó durante un mes entero con inexpresables angustias; por fin, supo que un cadáver había sido encontrado en la costa de Erquy, pueblo situado entre SaintBrieuc y el cabo Fréhel. Se constató que el cadáver era el de nuestro padre. ¿Cuál fue la causa de su muerte? ¿Fue sorprendido por uno de esos accidentes tan corrientes en la vida de los hombres de mar? ¿ Se hundió en el olvido de uno de esos largos ensueños de infinito que en las razas bretonas confinaban a un sueño sin fin? ¿ Creyó haber merecido el reposo? Habiendo decidido que ya había luchado bastante ¿se sentó, acaso, sobre el acantilado para decir: «Ésta será la piedra de mi descanso eterno; aquí reposaré, puesto que así lo he elegido»? No lo sabemos. Fue enterrado en la arena, donde dos veces al día la marea viene a visitarle; todavía no he podido levantar una piedra para expresar, al visitante, cuanto a él debo. El dolor de mi hermana fue profundo. Tenía la naturaleza de nuestro padre; lo amaba tiernamente. Cada vez que hablaba de él, era con lágrimas. Estaba persuadida de que su alma sufrida fue siempre justa y pura a los ojos de Dios.

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PARTIR DE ESTE MOMENTO, nuestra situación fue de pobre-

za. Mi hermano que tenía diecinueve años, partió para París y comenzó desde entonces una vida de trabajo y de constante aplicación, que no tuvo la recompensa merecida. Nosotros nos fuimos de Tréguier, donde la estancia era demasiado triste, para habitar en Lannion, donde estaba la familia de mi madre. Mi hermana tenía diecisiete años. Su fe seguía viva, y más de una vez la idea de abrazar la vida religiosa había ocupado poderosamente su espíritu. Por la tarde, en invierno, me llevaba a la iglesia bajo su abrigo; era para mí una gran alegría escapar a la nieve así abrigado por todas partes. Sin mí, ella habría sin duda adoptado un estado que, a la vista de su instrucción, de sus disposiciones piadosas, de su falta de fortuna y de las costumbres del país, parecía para ella el más indicado. Era sobre todo al convento de Sainte Anne, en Lannion, uniendo el cuidado de los enfermos a la educación de señoritas, hacia donde se tornaban sus deseos. ¡Ay, de haber seguido esa trayectoria, es posible que hubiese alcanzado un mayor reposo!

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Pero era demasiado buena hija y demasiado tierna hermana para preferir el reposo a los deberes, incluso a pesar de que los prejuicios religiosos que observaba debían de haberla tranquilizado. Desde entonces, se consideró como encargada de mi porvenir. Un día observando que mis movimientos eran algo embarazados, comprendió que intentaba disimular tímidamente los defectos de un traje usado. Se puso a llorar; la visión de aquel niño destinado a la miseria, unido a otros sentimientos, le partió el corazón. Decidió aceptar el combate de la vida, y se impuso la tarea de llenar ella sola el abismo que la mala suerte de nuestro padre había abierto ante nosotros. El trabajo manual de una joven era, para tales fines, completamente insuficiente. La carrera entonces que abrazó es la más amarga de todas. Decidió que regresaríamos a Tréguier y que ejercería las funciones de institutriz. De todas las condiciones que una persona bien educada y sin fortuna puede elegir, la educación de mujeres en una provincia es indiscutiblemente la que exige más valor. Eran los primeros tiempos que siguieron a la revolución de 1830. Fue para estas provincias apartadas un momento de crisis molesta. La nobleza, bajo la Restauración, creyendo que sus privilegios seguirían siendo indiscutibles, había tomado franca parte en el movimiento popular. Ahora, creyéndose humillada, se vengaba retirándose a un reducido círculo, y empobreciendo el desarrollo general de la sociedad. Todas las familias legitimistas decidieron confiar sus hijos solamente a comunidades religiosas. Las familias burguesas, por seguir la moda y hacer como las gentes de alcurnia, adoptaron pronto el mismo uso. Incapaz de descender a procedimientos de habilidad vulgar sin los cuales es casi imposible que los centros de educación privada tengan éxito, mi hermana, con su rara distinción, su profunda seriedad, su instrucción sólida, veía su pobre escuela abandonada. Su modestia, su reserva, el tono elegido que tenía en todas las cosas, eran entonces razones para el fracaso. Herida

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por susceptibilidades mezquinas y obligada a contar con las más tontas pretensiones, esta noble y gran alma, se gastaba en una lucha sin salida contra una sociedad reducida a la cual la revolución había quitado los elementos que poseyera antes, sin aportarle todavía ninguno de sus beneficios. Algunas personas, por encima de las pequeñeces del país, sabían apreciarlo. Un hombre inteligente y liberado de esos prejuicios que reinan sin réplica en las ciudades de provincias, una vez que la aristocracia ha desaparecido o por reacción se falsea o embrutece, concibió un sentimiento amoroso hacia ella. Mi hermana, a pesar de un defecto de nacimiento al que era necesario algún tiempo para habituarse, tenía a esta edad un gran encanto. Las personas que no la conocieron sino más tarde y fatigada por un clima riguroso, no pueden imaginar lo que sus rasgos tenían entonces de delicadeza y languidez. Sus ojos eran de una rara dulzura, sus manos, las más finas y encantadoras que puedan verse. Se hicieron las proposiciones; se indicaron discretamente las condiciones. Éstas habrían tenido por efecto separarla de alguna manera de los suyos, para los cuales se suponía que ya había trabajado bastante. Rehusó, a pesar de que la nitidez y justeza de su espíritu le inspirasen una verdadera inclinación al encontrar en aquel caballero cualidades similares a las suyas. Prefería la pobreza a la riqueza no compartida con su familia. Su situación sin embargo se volvía cada vez más penosa. Los salarios que se le adeudaban eran tan irregularmente pagados que sentíamos haber salido de Lannion, donde habíamos encontrado más afecto y simpatía. Decidió entonces apurar el cáliz hasta las heces (1835). Una amiga de nuestra familia, que hizo hacia esa época un viaje a París, le habló de una plaza de ayudante de maestra en una pequeña institución de señoritas. La pobre muchacha aceptó. Partió a los veinticuatro años, sin protección, sin consejo, hacia un mundo que ignoraba y que le reservaba un aprendizaje cruel.

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Sus comienzos en París fueron horribles. Este mundo de frialdad, de sequedad y charlatanería, este desierto donde no contaba con ninguna persona amiga, la desesperó. El profundo arraigo que los bretones tenemos por la tierra, por los hábitos, por la vida de familia, se despertó con una desgarradora vivacidad. Perdida en un océano donde su modestia le impedía relacionarse; coartada por su reserva extrema a establecer esas buenas relaciones que consuelan y sostienen, cayó en una nostalgia profunda que llegó a comprometer su salud. Lo más cruel para el bretón en este primer momento de trasplante, es que se cree abandonado de Dios y de los hombres. El cielo se vela para él. Su dulce fe en la moralidad general del mundo, su tranquilo optimismo, se estremecen. Se cree expulsado del paraíso en un infierno de glacial indiferencia; la voz de lo bello y del bien le parece quedarse sin timbre. «¿Cómo entonar el cántico del Señor en tierra extranjera?», exclama. Para colmo de desgracias, las primeras casas donde la suerte la condujo no eran dignas de ella. Imaginad una tierna joven que no ha salido nunca de su piadosa y pequeña ciudad, de su madre, de sus amigas, abandonada de golpe en uno de esos pensionados frívolos donde sus ideas son continuamente heridas, donde no encuentra en las directoras más que ligereza, despreocupación, sórdido interés. Guardó de esta primera experiencia juicios fuertemente severos contra los centros de educación femenina en París. Veinte veces estuvo a punto de regresar; fue necesario su invencible valor para quedarse. Poco a poco, sin embargo, fue apreciada. Le fue confiada la dirección de estudios de una casa de educación, esta vez muy honesta; pero los obstáculos que encontró para la realización de su punto de vista en las pequeñeces inseparables de los establecimientos privados, casi siempre sostenidos por sus propietarios con vista a pequeñas ganancias, le impidieron tomar cariño a este género de enseñanza. Trabajaba dieciséis horas al día. Su-

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fría todos los rigores públicos impuestos por los reglamentos. Tal trabajo no tuvo sobre ella el efecto que habría tenido sobre una naturaleza mediocre. En lugar de apagarla, la fortificó y provocó en ella un gran desarrollo de ideas. Su instrucción, ya muy extensa, se volvió excepcional. Estudió los trabajos de la escuela histórica moderna, y me fue suficiente, más tarde, sugerirle algunas ideas para que alcanzara el más fino sentido crítico. Al mismo tiempo sus ideas religiosas se modificaron. Vio, gracias a la historia, la insuficiencia de todo dogma particular; pero el fondo religioso que había en ella por gracia de la naturaleza y a causa de su primera educación, era demasiado sólido para derrumbarse. Todo este desarrollo, que hubiera sido peligroso en otra mujer, fue en ella sin riesgo, ya que lo guardó en su intimidad. La cultura del espíritu tenía a sus ojos un valor intrínseco y absoluto; nunca soñó con obtener una satisfacción de la vanidad. En 1838 me hizo acudir a París. Educado en Tréguier, por excelentes sacerdotes que dirigían una especie de pequeño seminario, anuncié muy pronto disposiciones para el estado eclesiástico. Los éxitos que obtenía en el colegio entusiasmaban a mi hermana que hizo partícipe a un hombre bueno y dístinguido, médico de la casa de educación donde ella estaba y católico muy celoso, el doctor Descuret, autor de «La medicina de las pasiones». M. Descuret habló a M. Dupanloup, quien entonces dirigía de una manera brillante el pequeño seminario Saint-Nicolas de Chardonnet, de la posible adquisición de un buen alumno, y regresó para anunciar a mi hermana que me ofrecían una beca en el pequeño seminario. Yo tenía quince años y medio. Mi hermana, cuyas creencias católicas comenzaban a agitarse, veía ya con algún pesar la dirección clerical de mi educación. Pero sabía el respeto que merece la fe de un niño. Nunca me dijo una palabra para desviarme de una línea que seguía con toda espontaneidad. Venía a verme cada semana, llevando todavía el simple mantón de lana verde que en Bretaña había abrigado su orgullosa pobre-

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za. Era la misma joven amante y dulce, pero con un grado de firmeza y de razón que las pruebas de la vida y los intensos estudios habían aumentado. La carrera de la educación es tan ingrata para las mujeres que al cabo de cinco años pasados en París, después de varias enfermedades contraídas por exceso de trabajo, mi hermana estaba lejos todavía de poder sobrellevar las cargas que se había impuesto; es verdad que las había concebido de una manera capaz de desalentar a cualquier otra. Nuestro padre había dejado un pasivo que sobrepasaba en mucho el valor de nuestra casa paterna, la única propiedad que nos quedaba. Pero nuestra madre era tan querida y todos los negocios se trataban todavía en ese buen país de una manera tan patriarcal que ningún acreedor soñaba en presionar para la liquidación. Fue convenido que mi madre guardaría la casa, pagaría lo que pudiera y cuando pudiera. Mi hermana no quería oír hablar de reposo hasta que ese largo pasado fuera liquidado. Por esa razón llegó a escuchar las proposiciones que le fueron hechas en 1840 para una educación particular en Polonia. Se trataba de expatriarse durante años y aceptar la más pesada de las sujeciones. Pero mayor esfuerzo había hecho cuando dejó Bretaña para lanzarse al vasto mundo. Partió en enero de 1841, atravesó la Selva Negra y toda la Alemania del Sur cubierta de nieve, reuniéndose en Viena con la familia que la había contratado, y después, franqueando los Cárpatos, llegó al castillo de Clemensow, a la orilla del Bug, triste residencia donde, durante diez años, había de aprender lo amargo que es el exilio incluso cuando se soporta por un elevado motivo. Esta vez, al menos, la suerte le reservó una compensación a cambio de tantas injusticias, colocándola en una familia que bien puede nombrar, ya que a su ilustre pasado, hubo de añadirse una gloria contemporánea que puso su nombre en todas las conversaciones: fue la familia del conde André Zamoyski. El cariño

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con el que ella abrazó sus funciones, el afecto que concibió por sus tres alumnos, la felicidad de ver fructificar sus esfuerzos, en particular por la que debía recibir durante más largo tiempo sus lecciones, la princesa Cécile Lubomirska, la rara estima que obtuvo de esta noble familia que, tras su vuelta a Francia, no cesó de recurrir a su saber y a sus consejos, la afinidad que había, por su seriedad y rectitud, entre su carácter y el de esta casa, le hicieron olvidar las tristezas inseparables de tales situaciones y los rigores de un clima muy contrario a su temperamento. Se unió mucho a Polonia y concibió mucha estima, en particular, por los campesinos polacos, en quienes veía unas criaturas buenas y plenas de elevado instinto religioso, que traían a su memoria los campesinos bretones, aunque menos enérgicos. Los viajes que hizo a Alemania e Italia acabaron de madurar sus ideas. Residió varias veces en Varsovia, Viena, Dresde; Venecia y Florencia le inspiraron un auténtico hechizo. Pero fue sobre todo Roma la ciudad que más le afectó. Esta urbe, tan profundamente inspiradora, la llevó a concebir con mucha serenidad la separación, que todo espíritu filosófico está obligado a hacer, entre el fondo de la religión y sus formas particulares. A ella le gustaba llamarla, como lord Byron, «querida ciudad del alma»; como todos los extranjeros que allí han residido, incluso se mostró indulgente para los detalles necios y pueriles que la residencia del papado conlleva.

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cos que ella me dio debían permitirme esperar y suplir lo que tal posición pudiese, en principio, tener de insuficiente. Estos mil doscientos francos han sido la piedra angular de mi vida. Jamás los he agotado; y no sólo me dieron la tranquilidad de espiritu suficiente para pensar a mi gusto sino que me dispensaron de sobrecargarme con otras tareas que me habrían ahogado. Sus exquisitas cartas fueron, en aquel momento decisivo de mi vida, mi consuelo y sostén. Mientras yo luchaba contra dificultades agravadas por mi total inexperiencia del mundo, su salud sufría duros golpes como consecuencia del rigor de los inviernos en Polonia. Una afección crónica de laringe se desarrolló y cobró, en 1850, tal gravedad como para que su retorno se considerase necesario. Su tarea, por otra parte, estaba concluida; las deudas de nuestro padre habían sido completamente saldadas, las pequeñas propiedades que nos había dejado se encontraban, desprovistas de toda carga, en manos de nuestra madre; mi hermano había conquistado, gracias a su trabajo, una posición que prometía el enriquecimiento. Pensamos en la posibilidad de reunirnos. En septiembre de 1850 fui a Berlín. Estos diez años de exilio la habían transformado completamente. Las arrugas de la vejez se habían impreso prematuramente sobre su frente; del encanto que todavía tenía cuando me dijo adiós en el locutorio del seminario de Saint-Nicolas, no le quedaba más que la expresión deliciosa de su inefable bondad. Entonces comenzaron para nosotros aquellos dulces años cuyo recuerdo me arranca las lágrimas. Alquilamos un pequeño apartamento al fondo de un jardín, cerca del Val-de-Grâce. Nuestra soledad era absoluta. Ella no tenía relaciones y no se preocupaba de buscarlas. Nuestras ventanas daban al jardín de los carmelitas de la rue d’Enfer. La vida de estos religiosos, durante las largas horas que yo pasaba en la Biblioteca, regalaba de alguna manera la suya y constituían su única distracción. Su respeto por

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1845, DEJÉ EL SEMINARIO DE SAINT SULPICE. Gracias al espíritu serio y liberal que presidía la dirección de este establecimiento, había llevado muy lejos mis estudios filológicos; mis opiniones religiosas se encontraban fuertemente quebrantadas. Henriette, vino en mi apoyo. Me había adelantado en esta vía; sus creencias católicas habían desaparecido completamente; pero se había guardado siempre de ejercer sobre mí ninguna influencia a este respecto. Cuando le hice partícipe de las dudas que me atormentaban y que convertían en deber el abandono de una carrera que requiere la fe absoluta, se mostró encantada, y ofreció facilitarme tan difícil paso. Entré en el mundo con cerca de veintitrés años, viejo de pensamiento pero también novicio, tan ignorante de la sociedad como se pueda ser. Textualmente, yo no conocía a nadie; carecía de la ventaja más elemental que pueda poseer un joven de quince años. Ni siquiera era bachiller en letras. Se convino que buscaría en los pensionados de París una ocupación que, como se suele decir, me permitiese estar au pair, es decir, me diese comida y alojamiento, dejándome tiempo para el trabajo. Mil doscientos franN

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mi trabajo era extremo. Yo la he visto, durante horas, a mi lado, respirando apenas para no interrumpirme; sin embargo quería verme y la puerta que separaba nuestras dos habitaciones estaba siempre abierta. Su amor había llegado a ser tan discreto y maduro que la comunión secreta de nuestros pensamientos le bastaban. Ella, tan exigente de corazón, tan celosa, se contentaba con algunos minutos por día con tal de estar segura de ser amada. Gracias a su rigurosa economía, me hizo, con recursos singularmente limitados, un hogar donde nada faltaba nunca y que incluso tenía su encanto austero. Nuestros pensamientos iban tan perfectamente al unísono que apenas teníamos necesidad de comunicarnos. Nuestras visiones generales sobre el mundo y sobre Dios eran idénticas. No había matiz tan delicado en las teorías que yo maduraba en esta epoca que ella no lo captase. Me aventajaba en muchos puntos de historia moderna que había estudiado en las fuentes. El plan general de mi carrera, el propósito de inflexible sinceridad que yo formaba, eran de tal forma el producto combinado de nuestras dos conciencias que si yo hubiese intentado falsearlo, ella se habría encontrado junto a mí, como otra parte de mí mismo, para recordarme en todo momento mi deber. Su participación en la dirección de mis ideas fue, pues, muy extensa. Era para mí una secretaria incomparable; copiaba todos mis trabajos y se compenetraba tan profundamente con ellos que podía descansar en ella como sobre un índex vivo de mi propio pensamiento. Le debo infinitamente en lo tocante al estilo. Leía en pruebas todo lo que yo escribía y su preciosa censura iba a buscar con delicadeza infinita negligencias que yo no había apercibido hasta entonces. Había logrado un excelente modo de escribir, tomado de las viejas fuentes, tan puro, tan riguroso, que creo que después de Port-Royal no se ha producido un ideal de dicción de mayor perfección. Eso la volvía particularmente severa; admitía muy pocos escritores de nuestra época, y cuando

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vio los ensayos que yo había compuesto antes de nuestro encuentro y que no había podido enviarle a Polonia, no le agradaron más que a medias. Participaba de la tendencia, y en cualquier caso opinaba, que en el orden de los pensamientos íntimos, expresados con medida, cada cual debe dar lo que tiene con entera libertad. Pero la forma le parecía abrupta y descuidada; encontraba términos excesivos, tonos duros, una manera poco respetuosa de tratar la lengua. Me convenció de que se puede decir todo con el estilo simple y correcto de los buenos autores, y que las expresiones nuevas, las imágenes violentas, provienen siempre o de una pretensión desplazada o de la ignorancia de nuestra riquezas reales. También de mi reencuentro con ella procede un cambio profundo en mi manera de escribir. Me habitué a componer contando de antemano con sus advertencias, arriesgando ciertos rasgos para ver qué efecto producirían sobre ella, y decidido a sacrificarlos si así me lo pedía. Este procedimiento se ha convertido para mí, desde que ella no está, en la cruel sensación de un amputado que se agita sin cesar en busca del miembro que ha perdido. Era un órgano de mi vida intelectual, y es verdaderamente una porción de mi ser quien ha descendido con ella a la tumba. En todos los aspectos morales habíamos llegado a ver con los mismos ojos y sentir con el mismo corazón. Estaba tan al corriente del orden de mis pensamientos que anticipaba casi siempre lo que yo iba a decir, brotando la idea en ambos en el mismo momento. Pero en un sentido ella me sobrepasaba. En las cosas del alma, yo buscaba materia de pugnas apasionadas o estudios de arte; para ella nada empañaba la pureza de su comunión íntima con el bien. Su religión de la verdad no sufría la menor nota discordante. Una característica que la hería en mis escritos era el sentimiento de ironía que me obsesionaba y que se mezclaba en mis mejores cosas. Yo no había sufrido jamás, y encontraba en la sonrisa discreta, provocada por la debilidad o la vanidad del

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hombre, una cierta filosofía. Esta costumbre la hería, y yo la sacrifiqué poco a poco. Ahora reconozco cuanta razón tenía. Los buenos deben ser simplemente buenos; toda punta de burla implica un resto de vanidad y de desafío personal que acaba por ser de mal gusto. Su religión había llegado al último grado de depuración. Rechazaba absolutamente lo sobrenatural; pero guardaba por el cristianismo un gran apego. No era el protestantismo precisamente, incluso el más amplio, lo que le complacía. Conservaba un agradable recuerdo del catolicismo, de sus cantos, sus salmos, sus prácticas piadosas en las cuales había sido acunada en la infancia. Era una santa, sin la precisa fe en el símbolo y en las estrechas observancias. Un mes antes de su muerte tuvimos con el excelente doctor Gaillardot, sobre la terraza de nuestra casa de Ghazir, una conversación religiosa. Ella me impulsaba hacia un Dios inconsciente y de una immortalidad puramente ideal, al que yo me dejaba llevar. Sin ser deísta a la manera vulgar, no quería que se redujese la religión a una pura abstracción. En la práctica, al menos para ella todo estaba claro: «Sí, nos decía, en el último momento tendré el consuelo de decirme que he hecho el mayor bien posible; si hay algo que no pueda llamarse vanidad, es eso». Un sentimiento exquisito de la naturaleza era la fuente de sus más firmes goces. Un bello día, un rayo de sol, una flor bastaban para entusiasmarla. Comprendía muy bien el arte delicado de las grandes escuelas idealistas de Italia; pero no podía complacerse con el arte brutal y violento que se propone otra cosa que la belleza. Una circunstancia particular le proporcionó un extenso conocimiento de la historia del arte medieval. Juntó para mí todas las notas del «Discurso sobre el estado de Bellas Artes en el siglo XIV», que formaría parte del tomo XXIV de «La historia literaria de Francia».* Para ello

examinó, con una paciencia y una exactitud admirables, las grandes colecciones arqueológicas publicadas desde hace medio siglo, recogiendo todo aquello que se relacionaba con nuestro objeto. Sus impresiones, que solía apuntar simultáneamente, eran de una notable exactitud y casi siempre no tuve más que adoptarlas. Hicimos juntos, para completar nuestras investigaciones, un viaje al país donde se formó el arte gótico, en el Vexin, Valois, Beauvaisis, la región de Noyon, de Laon, de Reims. En estas búsquedas, que tanto le interesaban, desplegaba una sorprendente actividad. Su ideal era una vida laboriosa, oscura, rodeada de afectos. Repetía a menudo las palabras de Thomas de Kempis: «In angello, cum libello». Se deslizaba en estas ocupaciones tranquilas durante dulces horas. Su pensamiento entonces se encontraba plenamente sereno y su corazón, de ordinario inquieto, entraba en pleno reposo. Su capacidad de trabajo era prodigiosa. La he visto durante jornadas enteras no abandonar la tarea que se había impuesto. Tomaba parte en la redacción de periódicos de educación, sobre todo el que dirigía su amiga Mlle. Ulliac-Tremadeure. No firmaba nunca con su nombre y era imposible que con su gran modestia llegara en una ocupación tal a conquistar algo más que la estima de un pequeño grupo. El gusto detestable que presidía en Francia la redacción de obras destinadas a la educación de las mujeres, no le permitía por otra parte esperar ni grandes satisfacciones ni grandes éxitos. Era sobre todo para ayudar a su amiga, vieja e inválida, por lo que hacía estos trabajos. Los escritos donde podía vérsela con toda plenitud eran sus cartas. Las escribía a la perfección. Sus notas de viaje eran también excelentes. Confié en ella para narrar la parte no científica de nuestro viaje a Oriente; ¡ay! todo ese aspecto de mi empresa, que yo había confiado a su conciencia, ha muerto con ella. Todo lo que he encontrado a ese respecto en sus papeles es de gran calidad. Espero poder publicarlo, completándolo con sus cartas. Publicaré, después, un

* Ver. O. C., tomo VIII, págs. 598-783.

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relato suyo de las grandes expediciones marítimas de los siglos XV y XVI. Había hecho para este trabajo investigaciones muy extensas, y había confeccionado una crítica muy singular de las obras destinadas a los niños. No hacía nada a medias; la rectitud de su juicio sobresalía en todos los aspectos por su gusto exquisito hacia lo sólido y lo verdadero. No tenía eso que suele llamarse ingenuo, si se entiende por esa palabra algo burlón y ligero, a la manera francesa. Nunca se reía de nadie. La malignidad le era odiosa; lo veía como una cosa cruel. Me acuerdo que en una peregrinación por la baja Bretaña, que hacíamos por mar, nuestra barca iba precedida de otra donde se encontraban unas mujeres modestas que, habiendo querido ponerse elegantes para la fiesta, se habían arreglado de manera ridícula y de mal gusto. Nuestros acompañantes se reían, y las pobres mujeres se dieron cuenta. La vi deshacerse en lágrimas: recibir con burlas a unas buenas gentes que olvidaban por un instante sus desgracias para expansionarse, y que posiblemente, se ponían en ridículo sólo por deferencia con el prójimo, le parecía una barbaridad. A sus ojos, un ser ridículo era alguien digno de compasión; y por tal razón lo amaba, se ponía de su lado y en contra de quien hiciese burla. De aquí su frialdad con la gente y su falta de brillo para las conversaciones ordinarias, casi todas tejidas de malicia y frivolidades. Había envejecido prematuramente y tenía el hábito de exagerar todavía su edad gracias a sus costumbres y maneras. Había en ella una especie de religión de la desgracia; recogía, cultivaba casi cada motivo para llorar. La tristeza se convertía en ella en un sentimiento acogedor y fácilmente dulce. En general, las personas burguesas no la comprendían y encontraban en ella algo rígido y embarazoso. Nada que no fuera completamente bueno podía llegar a gustarle. Todo era en ella verdadero y profundo; no sabía profanarse. En cambio, la gente del pueblo, los campesinos, la encontraban de una exquisita bondad, y aque-

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llos que sabían como verla en sus mejores aspectos pronto comprendían la profundidad y distinción de su naturaleza. A veces gozaba de un encantador retorno a la mujer; se volvía joven; se incorporaba a la vida casi sonriendo, y la pantalla que se interponía entre el mundo y ella parecía abatirse. Estos momentos fugitivos de deliciosa debilidad, resplandores pasajeros de una aurora desvanecida, estaban llenos de melancólico dulzor. En esto era superior a las personas que profesan en su triste abstracción el despego predicado por los místicos. Amaba la vida; tenía gusto; podía sonreír a un adorno, a un capricho femenino, como se sonríe a una flor. No le había gritado a la naturaleza ese «abrenuntio» frenético del ascetismo cristiano. La virtud para ella no era una tensión austera, un esfuerzo de voluntad; era el instinto natural de un alma bella caminando hacia el bien por un esfuerzo espontáneo, sirviendo a Dios sin temor ni temblor. Así vivimos durante seis años una vida elevada y pura. Mi posición seguía siendo extremadamente modesta. Pero era ella misma quien así lo quería. No me habría permitido, incluso si yo lo hubiera pensado, sacrificar para mi provecho la menor parte de mi independencia. Las desgracias que golpearon de repente a nuestro hermano y arrastraron la pérdida de nuestras economías no la estremecieron. Habría tomado de nuevo el camino del extranjero si hubiese sido necesario para el desarrollo regular de mi vida. ¡Dios mío! ¿he hecho todo lo que dependía de mí para procurarle la felicidad? ¡Con qué amargura me reprocho ahora no haber sido con ella más expansivo, no haberle dicho cuánto la amaba, haber cedido tanto a mi inclinación hacia la taciturna concentración, no haber dilapidado cada hora libre! ¡Oh, si tan sólo pudiese recobrar alguno de esos momentos en que no me preocupé de hacerla dichosa! Tomo como testigo su alma, de que estuvo siempre en el fondo de mi corazón, que reina sobre toda mi vida moral como a nadie le fue nunca dado reinar, que

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fue siempre el principio de mis tristezas y de mis alegrías. Si he pecado en relación a ella, fue como consecuencia de una rigidez de maneras frente a la cual las personas que me conocen no deben detenerse, y por un sentimiento de respeto fuera de lugar que me hacía evitar con ella todo lo que hubiese parecido una profanación de su santidad. Incluso ella me correspondía con un sentimiento parecido. Mi larga educación clerical, durante cuatro solitarios años, me había dado a este respecto un doble carácter que su reserva delicada le impedía combatir en la medida en que hubiese podido hacerlo.

IV

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y sobre todo la ignorancia en que estaba acerca de las profundas diferencias que hay entre el corazón del hombre y el de la mujer, me llevaron a pedirle un sacrificio que habría estado por encima de las fuerzas de cualquier otra persona. El sentimiento que tenía de mis deberes hacia una amiga semejante era demasiado profundo como para que se me pudiese ocurrir cambiar, sin su permiso, cualquier cosa de nuestra situación. Pero fue ella misma quien tomó la delantera con su acostumbrada nobleza de corazón. Desde los primeros momentos de nuestro reencuentro, se empeñó decididamente en casarme. Sobre esto volvía a menudo; incluso a mis espaldas habló con uno de nuestros amigos de una unión que había proyectado para mí y que no llegó a realizarse. La iniciativa que tomó en tal circunstancia me llevó a un verdadero error. Yo creía sinceramente que no se sentiría herida el día que le dijese que había encontrado una persona de mi elección, digna de serle asociada. Al dejarle hablar sobre mi matrimonio, nunca me di cuenta de que proyectaba marcharse. Siempre había entendido que seguiría siendo para mí lo que ha-

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I EXPERIENCIA DE LA VIDA,

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bía sido hasta entonces, la hermana cumplidora y bien amada, incapaz de tomar o dar desconfianza, bastante segura de los sentimientos que me inspiraba como para no sentirse herida por los que otra obtendría. Veo ahora el error de una concepción semejante. La mujer no ama como el hombre; todo afecto es en ella exclusivo y celoso; no admite una diversidad de naturaleza entre los diversos amores. Pero en mí era excusable; estaba equivocado por mi extrema simplicidad de corazón y un poco también por ella. En verdad, ¿no se veía ella misma engañada por su coraje? Así lo creo. Cuando el matrimonio que había soñado para mí fue descartado, tuvo un cierto disgusto, a pesar de que, bajo algunos aspectos, había dejado de gustarle el proyecto. Pero, ¡oh misterio del corazón de las mujeres! la prueba por la que había suspirado se convirtió en algo cruel cuando le fue ofrecida. Había deseado mucho el cáliz de absenta que sus manos habían preparado, pero dudaba ante aquel que yo le tendía, aunque hubiese puesto todo mi arte en dulcificarlo para ella. ¡Terrible consecuencia de la delicadeza exagerada! Aquel hermano y aquella hermana que tanto se amaban, fueron conducidos un día, por no haberse hablado con bastante franqueza, a tenderse trampas sin saberlo, a buscarse y a no encontrarse. Fueron para nosotros días muy amargos. Todo lo que el amor puede tener de tormentoso, lo atravesamos. Cuando me decía que su propuesta de matrimonio no había sido sino una prueba para saber si yo estaba de su lado, cuando me anunciaba que el momento de mi unión con otra persona sería el de su partida, la muerte helaba mi corazón. ¿Significaba eso que sus sentimientos eran torpes, que quería realmente poner obstáculos a la unión que yo había deseado? No exactamente. Era la tempestad de un alma apasionada, la revuelta de un corazón violento en su amor. Desde que Mlle. Cornélie Scheffer y ella se vieron, concibieron la una por la otra aquel sentimiento que debía más tarde convertirse en algo muy dulce para ambas. El comportamiento noble y elevado de M.

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Ary Scheffer la seducía y arrebataba. Reconocía que allí no había lugar para pequeñeces burguesas, ni para mezquinas susceptibilidades. Así lo quería; pero en el momento decisivo la mujer volvía a hacer aparición; ya no tenía la fuerza de querer. Un día en fin, tuve que salir de tan cruel angustia. Forzado a elegir entre dos afectos, lo sacrifiqué todo al más viejo, al que se parecía más a un deber. Anuncié a Mlle. Scheffer que no la vería más si el corazón de mi amiga no cesaba de sangrar. Era por la tarde; volví para decir a mi hermana lo que había hecho. Una intensa revolución se produjo en ella; haber impedido una unión deseada por mí, y apreciada grandemente por ella, le inspiró un cruel remordimiento. Al día siguiente por la mañana, muy temprano, corrió a casa de los Scheffer: pasó largas horas en casa de mi novia; lloraron juntas; se separaron felices y amigas. Después, como antes de mi matrimonio, en efecto, todo fue común entre nosotros. Mi boda fue posible gracias a sus ahorros. Sin ella yo no hubiera podido hacer frente a mis nuevos deberes. Mi confianza en su bondad era tal que no conseguí comprender la ingenuidad de tal conducta hasta mucho más tarde. Estas alternativas fueron largas; a menudo todavía el cruel y encantador demonio de la inquietud amorosa, de los celos, de las revueltas súbitas, de los repentinos arrepentimientos que habitan en el corazón de las mujeres, se despertaba para torturarla. A menudo la idea de separarse de una vida que, en sus horas de amargura, ella pretendía inútil, se presentaban bien claramente en sus tristes discursos. Pero sólo eran restos de malos sueños que se disipaban poco a poco. El tacto delicado, el corazón exquisito de aquella que le había dado por hermana, consiguieron un pleno triunfo. En los momentos de pasajeros reproches, la encantadora intervención de Cornélie, su alegría llena de naturalidad y de gracia cambiaban nuestras lágrimas en sonrisas; acabamos por abrazarnos los

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tres. La rectitud de corazón y de sentido que desarrollaban ante mí ambas mujeres, frente al problema más delicado del amor, me admiraban. Yo acababa por bendecir unas angustias que me habían valido tan bellas consecuencias. La ingenua esperanza que había tenido de ver otra vez completa su felicidad e introducir en su vida una alegría y animación que yo no sabía dar, se realizaba en algunas ocasiones. Más feliz que advertido, veía mis imprudencias convertidas en sabiduría, y saboreaba contento el fruto de mis temeridades. El nacimiento de mi pequeño Ary acabó por borrar toda traza de lágrimas. Su afecto por este niño fue una verdadera adoración. El instinto maternal que desbordaba en ella encontró su desahogo natural. Su dulzura, su paciencia inalterable, su gusto por lo simple y bueno, le inspiraban hacia la infancia ternuras indecibles. Era una especie de culto religioso, en el que su naturaleza melancólica encontraba una calma infinita. Cuando nació mi segundo hijo, una niña que perdí al cabo de algunos meses, me dijo repetidas veces que la pequeña venía a reemplazarla cerca de mí. Le gustaba pensar en la muerte y se tomaba mil complacencias: «Veréis, amigos, nos decía, como la pequeña flor que hemos perdido nos dejará un suave perfume». La imagen de esta pequeña muerta fue sagrada para ella durante mucho tiempo. Así, mezclada con nuestras alegrías y nuestras penas con toda la fuerza de su exquisita sensibilidad, había llegado a hacer completamente suya la nueva vida a la que la había asociado. Cuento entre mis grandes satisfacciones morales haber podido realizar para las dos mujeres que la suerte había ligado a mi vida esta obra maestra de abnegación y de puro afecto. Se amaron con tanto afecto que hoy me consuela tener a mi lado un duelo casi igual al mío. Cada una de ellas tuvo su propio lugar a mi lado y, sin embargo, sin ruptura ni exclusión. Cada una de ellas, a su manera, lo fue todo para mí. Algunos días antes de su muerte, en el momento en que tuvo un presentimiento de su próximo

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fin, mi hermana dijo palabras testificadoras de que todo estaba cicatrizado, y no le quedaba más que un vago recuerdo de las amarguras pasadas.

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me siguió paso a paso, viendo todo lo que yo veía. Si yo hubiese muerto, habría podido contar mi viaje casi tan bien como yo. Las espantosas carreteras de montaña y las privaciones inseparables a esta clase de exploraciones no la detuvieron jamás. Mil veces mi corazón desfallecía viéndola vacilar encima de los precipicios; a caballo era de una solidez extraordinaria. Hacía ocho o diez horas de marcha por día. Su salud, habitualmente bastante débil, resistía sostenida por la energía de su voluntad; pero todo su sistema nervioso se contraía en una excitación que se traicionaba en violentas neuralgias. Dos o tres veces, en pleno desierto, cayó en estados que nos asustaron. Su valor nos engañaba. Había abrazado mi plan de investigación con tanta pasión que nada pudo separarla de mí antes de que estuviese perfectamente cumplido. Este viaje fue por otra parte, una fuente de goces muy vivos para ella. Fue, verdaderamente, su único año sin lágrimas y casi la única recompensa de su vida. La frescura de sus impresiones estaba intacta; se abandonaba a las sensaciones de este mundo con la alegría ingenua de un niño. Nada iguala en otoño y primavera la calma de Siria. Un aire embalsamado lo penetra todo y parece comunicar a la vida algo de su ligereza. Las más bellas flores, sobre todo admirables ciclámenes, surgen en matas en cada hendidura de la roca; en los llanos de Amrit y de Tortosa, los pies de los caballos desgarran espesos tapices compuestos de las más bellas flores de nuestros parterres. Las aguas que corren de la montaña forman con el áspero sol que las devora un contraste embriagador. Nuestra primera estancia fue en la ciudad de Amschit, a tres cuartos de hora de Gébeil (Byblos), fundada, hace veinticinco o treinta años, por el rico maronita Mikhaël Tobia. Zakhia, el heredero de Mikhaël, nos tributó una estancia extremadamente agradable. Nos cedió una bonita casa, desde donde se dominaba Byblos y el mar. La dulzura de costumbres de los habitantes, sus

V

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UANDO EL EMPERADOR, ME OFRECIÓ EN MAYO de 1860, una

misión científica en la vieja Fenicia, fue una de las personas que más me aconsejaron aceptarla. Sus opiniones políticas eran de un liberalisino cerrado; pero pensaba que todas las susceptibilidades de partido debían ser dejadas de lado cuando se trata de realizar un designio que se cree bueno y donde no hay que recoger sino peligros. Pronto se decidió que me acompañaría. Habituado a sus cuidados y a la excelente colaboración que me proporcionaba en todos mis trabajos, tenía además necesidad de ella para vigilar los gastos y llevar la contabilidad. Lo hizo con un cuidado minucioso y, gracias a ella, durante un año entero pude llevar hasta el final una empresa muy complicada, sin encontrarme un solo momento detenido por preocupaciones materiales. Su actividad asombraba a todos aquellos que la conocieron. Sin ella, indudablemente, no habría podido cumplir en tan poco tiempo el programa, quizás demasiado extenso, que me había trazado. No se separaba de mí un solo momento. Sobre las cumbres más escarpadas del Líbano, como en los desiertos de Jordania,

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atenciones diarias, el cariño que demostraron por nosotros y en particular por ella, la afectaron profundamente. Como le gustaba volver a este pueblo, lo convertimos de alguna manera en nuestro centro de acción para toda la región de Byblos. El pueblo de Sarba, cerca de Djouni, donde reside la buena y honesta familia Khadra, bien conocida de todos los franceses que han viajado por Oriente, también se convirtió para ella en lugar favorito. Esta deliciosa bahía de Kesruan, con los pueblos que se tocan, su conventos suspendidos de los acantilados, las montañas cayendo sobre el mar, sus olas tan puras, le entusiasmaba; siempre que desembocábamos viniendo de Gébeil, por las rocas del Norte, un himno de alegría se escapaba del corazón. En general, se vinculó mucho a los maronitas. Su visita al convento de Bkerké, donde residía entonces el patriarca, en medio de obispos de una agreste simplicidad, le dejo un recuerdo muy agradable. Por el contrario, tomó gran aversión por los pequeños chismorreos europeos de Beirut y la sequedad de las ciudades donde domina el tipo musulmán, como Säida. Los grandes espectáculos de los que fue testigo en Tiro le gustaban enormemente; desde lo alto del pabellón que ocupaba, estaba lateralmente balanceada por la tempetad. La vida nómada, a la larga tan atractiva, se le había hecho adorable. Mi mujer inventaba cada tarde pretextos para decidirla a no quedarse sola en su tienda; ella cedía resisténdose un poco; se complacía en aquella estrecha y común atmósfera, cerca de aquellos que la amaban, en medio de la salvaje inmencidad. Pero fue sobre todo su viaje a Palestina lo que lo apasionó. Jerusalén, con sus incomparables recuerdos, Naplusa y su hermoso valle, el Carmelo, tan florido en primavera, Galilea sobre todo, paraíso terrestre devastado pero donde el soplo divino es sensible todavía, la tuvieron durante seis semanas bajo un verdadero hechizo. De Tiro y Oum-el-Awamid, habíamos ya hecho varias pequeñas campañas de seis a ocho días hacia esas viejas

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tierras de Aser y de Nephtali que tan grandes cosas han visto realizarse. Cuando le enseñé por primera vez, desde Kasyum, por encima del lago Huleh, toda la región de la alta Jordania y, en la lejanía, la cuenca del lago de Génézaret, cuna del cristianismo, me lo agradeció y me dijo que le había dado el premio de toda su vida al enseñarle estos lugares. Superior al estrecho sentimiento que liga los recuerdos históricos a objetos materiales, casi siempre apócrifos, o a localidades precisas que no tienen a menudo ningún título sólido para la veneración, ella buscaba el alma, la idea, la impresión general. Nuestros largos viajes por este bello país, siempre frente al Hermon, donde sólo sus barrancos se distinguían sobre el azul del cielo en líneas de nieve, han quedado en nuestra memoria como sueños de otro universo. En el mes de julio, mi mujer que desde el mes de enero estaba con nosotros, debió dejarnos a causa de otros deberes. Las excavaciones estaban acabadas, el ejército había evacuado Siria. Nos quedamos solos para vigilar el levantamiento de los objetos, terminar la exploración del alto Líbano y preparar para el otoño siguiente una campaña en Chipre. Lamento ahora con lágrimas amargas la decisión que tomé de prolongar de tal manera nuestra estancia durante aquellos meses que fueron, en Siria, los más peligrosos para los europeos. Nuestro último viaje al Líbano la fatigó mucho. Nos quedamos tres días en Maschnaka, sobre el río Adonis, alojados en una chabola de barro. El cambio continuo de los valles fríos a las roquedas tórridas, la mala comida, la necesidad de acostarse de noche en casas muy bajas, donde para no asfixiarse era necesario tener todo abierto, le inocularon el germen de los dolores nerviosos que pronto se desarrollaron. A la salida de los valles profundos de Tannurin, después de haber dormido en el convento de Marlakub, sobre uno de los picos más abruptos de estos parajes, entramos en la región ardiente de Tula. Este brusco contraste nos abrumó. Hacia las once, en el pueblo de Helta, fue presa de vivos sufrimientos. La

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obligué a reposar en la pobre casa del cura; más tarde, mientras yo recogía las inscripciones, intentó dormir en un oratorio. Pero las mujeres del país no la dejaban reposar; venían a verla, a tocarla. En fin, llegamos a Tula. Allí pasó dos días de dolores atroces. Carecíamos de todo socorro; la grosera simplicidad de los habitantes se sumaba a su suplicio. No habiendo visto nunca europeos, invadían la casa, y mientras yo salía para mis investigaciones, la atormentaban de manera insoportable. En cuanto pudo sostenerse a caballo, alcanzamos Amschit, donde tuvo algún alivio. Pero su ojo izquierdo estaba dañado; la visión estaba debilitada y por momentos sufría una verdadera diplopía. El terrible calor que caía sobre toda la costa y el estado de fatiga en el que estábamos me decidieron a fijar nuestra residencia en Ghazir, punto situado a gran altura por encima del mar, en el fondo de la bahía de Kesruan. Liquidamos a nuestras buenas gentes de Amschit y de Gébeil. El sol se ponía cuando llegamos a la desembocadura del río Adonis; allí descansamos. Aunque sus dolores estuviesen lejos de haber desaparecido, la calma voluptuosa de este bello lugar se amparó de ella; tuvo un momento de dulce alegría. Ascendimos al claro de luna la montaña de Ghazir; estaba muy contenta y creíamos que al abandonar la ribera ardiente, dejábamos detrás de nosotros la causa de nuestros sufrimientos. Ghazir es indiscutiblemente uno de los lugares más bellos del mundo; los valles vecinos son de un verdor delicioso, y la pendiente de Aramun, un poco más arriba, es el paisaje más encantador que yo he visto en el Líbano; pero la población, dañada por el contacto de familias pretendidamente aristocráticas del país, no tiene las cualidades del pueblo maronita. Encontramos una pequeña casa, con un bonito emparrado. Allí nos tomamos unos días de dulce reposo. Aún había nieve en los ventisqueros. Nuestros pobres compañeros de viaje, su buen jumento árabe, mi mula sada, pacían bajo nuestra mirada. Durante los primeros

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quince días, todavía sufría mucho; después los dolores remitieron y Dios le regaló al fin, antes de dejar esta tierra, algunos días de pura felicidad. Esos días me han dejado un recuerdo inexpresable. La lentitud inherente a las difíciles operaciones que entonces terminábamos me dejaba mucho tiempo libre. Decidí escribir todas las ideas que, después de mi estancia en el país de Tiro y del viaje a Palestina, germinaban en mí espíritu sobre la vida de Jesús. Leyendo el Evangelio en Galilea, la personalidad de este gran fundador se me reveló con toda su fuerza. En el seno del más profundo reposo que sea posible concebir, comencé a escribir, con ayuda del Evangelio y de Josefo, una «Vida de Jesús» que en Ghazir llegaba hasta el último viaje de Jesús a Jerusalén. Horas deliciosas y demasiado rápidamente desvanecidas; ¡ah! ¡ojalá la eternidad se os asemeje! De la mañana a la tarde me sentía ebrio del pensamiento que se desarrollaba ante mí. Dormía con él, y el primer rayo de sol que aparecía tras la montaña lo dejaba más claro y vivo que la víspera. Henriette fue día a día la confidente de los progresos de mi obra; a medida que escribía una página ella la copiaba: «Este libro, me decía, me gustará; primero, porque lo habremos hecho juntos, y después porque me complace». Jamás había llegado tan alto su pensamiento. Por la tarde nos paseábamos por nuestra terraza, a la luz de las estrellas; entonces hacía sus reflexiones, llenas de tacto y profundidad, algunas de las cuales han sido para mí verdaderas revelaciones. Su alegría era tan completa que fueron sin duda los momentos más bellos de su vida. Nuestra comunión intelectual y moral no había llegado nunca a tal grado de intimidad. Me dijo varias veces que esos días fueron el paraíso. Se mezclaba un sentimiento de dulce tristeza. Sus dolores que no estaban sino mitigados se manifestaban por momentos como una advertencia fatal. Se quejaba entonces de que la suerte fuese con ella tan avara y le robase las pocas horas de perfecta alegría que le había concedido.

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En los primeros días de septiembre, la estancia en Ghazir se volvió muy incómoda, como consecuencia de las necesidades de la misión que exigía mi presencia en Beirut. Dijimos adiós, no sin lágrimas, a nuestra casa de Ghazir y por última vez recorrimos la hermosa carretera del río del Perro, que desde hacía un año nos fuera tan familiar. Aunque el calor era muy fuerte, en Beirut pasamos todavía algunos buenos momentos. Los días eran abrumadores pero las noches eran deliciosas y, cada tarde, la visión del Sannin, revestido por el sol poniente de una atmósfera olímpica, era una fiesta para los ojos. Las operaciones para el transporte estaban casi acabadas; no me quedaba más por hacer que el viaje a Chipre. Comenzamos a hablar de la vuelta; ya soñábamos con dulces y pálidos soles, la fresca y húmeda impresión de los otoños del norte, los verdes prados de las orillas del Oise que en tal época, dos años antes, habíamos atravesado. Ella pensaba con complacencia en la alegría de abrazar al pequeño Ary y a nuestra anciana madre. Sufría una especie de regreso a la melancolía, en el que todos sus recuerdos de familia se cruzaban; en tales momentos, me hablaba de nuestro padre, de su alma buena y profunda, tierna y dulce. Nunca la he visto más atrayente, más elevada. El domingo 15 de septiembre, el almirante Le Barbier de Tinan me advirtió que el «Caton» podía consagrar ocho días más de esfuerzos para la extracción de dos nuevos sarcófagos de Gébeil, cuyo levantamiento anteriormente había sido juzgado imposible. Mi presencia en Gébeil, durante esos ocho días, no era necesaria; hubiese bastado embarcarme en el «Caton» para dar algunas indicaciones, a reserva de volver después por tierra a Beirut. Pero sabía que esta clase de separaciones la desagradaban. Como, por otra parte, a ella le gustaba mucho la estancia en Amschit hice otro plan: partir los dos en el «Caton», pasar ocho días en Amschit y volver en el «Caton». En efecto nos fuimos el lunes. Desde la víspera se encontraba ligeramente indispuesta; pero la travesía le

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hizo mucho bien. Gozó mucho con la visión del Líbano en todo el esplendor del verano y mientras yo arreglaba con el comandante todo lo que concernía al levantamiento de los sarcófagos, descansó profundamente a bordo. Por la tarde, cuando el sol caía, subimos a Amschit. Nuestros buenos amigos, que creían no volvernos a ver, nos recibieron con los brazos abiertos. Ella estaba muy contenta. Después de la cena, pasamos una parte de la noche sobre la terraza de la casa de Zakhia. El cielo estaba admirable; le recordé el pasaje del «Libro de Job» donde el viejo patriarca se jacta, como un raro mérito, de no haber llevado la mano a su boca en signo de adoración cuando veía el ejército de estrellas en su esplendor y la luna avanzando con majestad. Todo el espíritu de los cultos antiguos de Siria parecía resucitar ante nosotros. Byblos estaba a nuestros pies; hacia el sur en la región sagrada del Líbano, se dibujaban los encajes extraños de las rocas y bosques del Yebel-Musa, donde la leyenda sitúa la muerte de Adonis; el mar, al curvarse al norte hacia Botris, parecía rodearnos por dos lados. Ese día fue el último verdaderamente feliz de mi vida; a partir de entonces, toda alegría me remitirá al pasado y me recordará a quien ya no está aquí para compartirla. El martes se encontró peor. Sin embargo, no me inquieté demasiado; una indisposición que no parecía nada en comparación con las que había visto soportar. Yo había vuelto con pasión a mi «Vida de Jesús»; trabajamos todo el día, y por la tarde, en la terraza, todavía estuvo más alegre. El miércoles el mal fue en aumento. Entonces tomé la decisión de rogar al médico del «Caton» que viniera a verla. No me dejó concebir ninguna inquietud. El jueves permaneció en el mismo estado. Pero ese día funesto sucedió que yo a mi vez caí enfermo. Había llegado al final de mi misión sin enfermedad alguna. Por una fatalidad cuyo recuerdo me perseguirá toda mi vida como una pesadilla, el único momento en que no podía responder de mí mismo fue aquel en que habría debido vigilar su agonía.

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El jueves por la mañana tuve necesidad de descender a la ensenada de Gébeil para conferenciar con el comandante. Subiendo a Amschit, sentí que el sol, reflejado por las rocas ardientes que formaban la colina, me envolvía. Después de mediodía tuve un violento acceso de fiebre acompañado de fuertes dolores neurálgicos. En el fondo era el mismo mal que estaba matando a mi pobre hermana. El médico del «Caton», con todo lo hábil que fuese, no supo reconocerlo. Esas fiebres perniciosas se presentan en Siria con caracteres que sólo los médicos que han residido en el país pueden discernir. El sulfato de quinina suministrado en altas dosis nos hubiese salvado a los dos en aquel momento. Por la tarde, sentí que perdía la cabeza. Lo participé al médico quien, completamente ciego sobre la naturaleza de nuestro mal, apenas le dio importancia y nos dejó. Entonces tuve en una visión terrible la aprehensión de lo que tres días más tarde se volvería una horrible realidad. Vislumbré entre escalofríos los peligros que corríamos si caíamos solos, sin conocimiento, en manos de aquella buena gente, desprovistas de todas luces, dominadas por las ideas más locas en medicina. Dije adiós a la vida con un sentimiento lleno de angustia. La pérdida de mis papeles y en particular de mi «Vida de Jesús» se me apareció como cierta. Nuestra noche fue horrorosa; parece sin embargo que la de mi pobre hermana fue menos mala que la mía, porque me acuerdo que, a la mañana siguiente, tuvo todavía la fuerza de decirme: «Toda tu noche no ha sido más que un gemido». El viernes, sábado y domingo flotan para mí como las ramas dispersas de un penoso sueño. El acceso que me obligó a levantarme el lunes tuvo una especie de efecto retroactivo, y borró casi totalmente la memoria de los tres días que precedieron. Una suerte funesta quiso que el médico nos examinase en un momento de alivio cuando no se podía prever la crisis que se avecinaba. Yo trabajaba todavía, pero tenía conciencia de que lo hacía mal. Estaba en el relato de la Pasión, durante el episodio de

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la Cena. Releyendo más tarde esas líneas, sufro una extraña turbación. Mi pensamiento rodaba en una especie de círculo sin salida y golpeaba como el brazo de una máquina descompuesta. Otras particularidades han quedado en mi memoria. Escribí a los Hermanos de la Caridad de Beirut para pedirles vino de quina, que solamente ellos sabían hacer en Siria, pero yo mismo comprendía la incoherencia de mi carta. No parece que, ni una ni otro, tuviésemos un sentimiento preciso de la gravedad de nuestro mal. Decidí que partiríamos hacia Francia al jueves siguiente: «Sí, sí, vámonos» dijo ella con plena confianza. « ¡Ay, desgraciada de mí, dijo en otro momento, ya veo que estoy destinada a sufrir mucho!» Uno de esos dos días, hacia la puesta de sol, todavía pudo llegar de una habitación a la otra. Se tendió sobre el canapé del salón donde yo dormía y trabajó con normalidad. Los postigos estaban abiertos, nuestros ojos vueltos hacia el Yebel-Musa. En aquel momento tuvo un presentimiento de su fin, pero no de un fin tan próximo. Sus ojos se bañaron en lágrimas; su figura extenuada por los sufrimientos, cobró un poco de calor y lanzó conmigo una mirada triste y dulce sobre su vida pasada: «Haré mi testamento, dijo, tú serás mi depositario; dejo poca cosa, algo sin embargo; con mis ahorros quiero que hagas un panteón de familia; es necesario unirnos, que estemos cerca los unos de los otros. La pequeña Ernestina debe volver con nosotros». Después hizo un cálculo en silencio, señaló con el dedo su disposición interior y pareció desear doce plazas. Me habló llorando del pequeño Ary, de nuestra vieja madre. Me indicó lo que debía dar a su sobrina; buscó alguna cosa que pudiese complacer a Cornélie y pensó en un pequeño libro italiano (las «Fioretti» de San Francisco) que M. Berthelot le había dado: «Te he querido mucho, me dijo después; alguna vez mi afecto te ha hecho sufrir; he sido injusta, exclusiva, pero es que te he amado como no se ama, como no debe amarse». Me deshice en lágrimas; le hablé de la vuelta; volví a hablarle del pequeño Ary,

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sabiendo que aquello la emocionaba suavemente. Abundaba en lo mismo e insistía en las circunstancias que más la emocionaban. Evocó una vez más el recuerdo querido de nuestro padre. Fue la última chispa para los dos. Estábamos en el intervalo entre dos accesos de fiebre perniciosa; para el acceso final sólo quedaban algunas horas. Aparte de los momentos en que venía el médico, estábamos solos, en manos de nuestros servidores árabes y la gente del pueblo, ya que las otras personas de la misión se habían ido o se encontraban ocupadas en otra parte. Tengo pocos recuerdos de aquel fatal domingo, o mejor dicho ha sido necesario que otros hayan revivido esas huellas para mí totalmente borradas. Seguí trabajando durante todo ese día pero como un autómata que guarda el impulso recibido. Me acuerdo todavía claramente de la sensación que me produjo ver a unos campesinos ir a misa; de ordinario, cuando sabían que íbamos, se reunían para festejarnos. El médico vino por la mañana. Se decidió, que al día siguiente, muy de mañana, vendrían unos marineros con una camilla para llevar a mi hermana, y que el «Caton» nos conduciría inmediatamente a Beirut. Hacia el mediodía me puse a trabajar todavía, en la habitación de mi pobre amiga, pues se me ha dicho que fue allí donde se encontraron mis libros y mis notas esparcidas por el suelo, sobre la estera donde tenía por costumbre sentarme. Al mediodía mi hermana se encontraba mucho peor. Escribí al médico para que viniese a toda prisa, hablándole de fallos del corazón. No tengo el menor recuerdo de haber escrito aquella carta y cuando me la enseñaron varios días después, no pude recordar nada. Sin embargo yo vivía todavía, ya que Antoun, nuestro criado, me ha dicho que hice transportar a mi hermana al salón que me servía de habitación, que le ayudé a llevarla y que me quedé mucho tiempo cerca de ella. Es posible que en ese momento nos dijéramos adiós y me dirigiera palabras sagradas, que el terrible golpe de esponja que iba a pasar por mi cerebro habrá borrado. Antoun me aseguró que ella no tuvo en ningún momento

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conciencia de su muerte; pero era tan poco inteligente y sabía tan poco francés que no habría podido entender lo que nos hubiéramos dicho el uno al otro. El médico llegó hacia las seis acompañado del comandante. Los dos pensaron que no era necesario pensar en transportar a mi hermana al día siguiente a Beirut. Por una coincidencia extraña, el acceso me vino mientras estaban con nosotros; perdí el conocimiento entre los brazos del comandante. Estas dos personas tan llenas de rectitud y de juicio, pero hasta entonces equivocados sobre la gravedad de nuestro estado, celebraron un consejo. El médico, reconociéndose lealmente incapaz para curar un mal cuyo progreso se le escapaba, solicitó del comandante permiso para ir a Beirut y volver en seguida con nuevos socorros. El comandante siguió su consejo. Teniendo demasiado en cuenta las formalidades de la práctica turca, a la cual los otros marinos incluso sin motivos graves no se sometían, no salió hasta el lunes a las cuatro de la mañana. A las seis estaba en Beirut, informó al almirante Páris quien, con su extraordinaria cortesía, le ordenó volver con el doctor Louvel, del «Algésiras», médico en jefe de la escuadra, y el doctor Suquet, médico sanitario francés de Beirut, reconocido por todo el mundo como el médico francés que más profundamente ha estudiado las enfermedades de Siria. A las diez y media todos estos señores estaban en Amschit. Casi al mismo tiempo el doctor Gaillardot llegaba a su vez por tierra. Después de la vigilia de la noche, los dos estábamos tendidos sin conocimiento, el uno junto al otro, en el gran salón de Zakhia, atendidos únicamente por Antoun. La buena familia Zakhia estaba alrededor nuestro, llorando y defendiéndonos contra el cura, especie de loco que tenía la pretensión de curarnos. Se me ha asegurado que mi hermana no dio absolutamente ningún signo de conocimiento durante todo este tiempo. El doctor Suquet, al cual naturalmente se encomendó la dirección de los

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cuidados, reconoció pronto ¡ay! que era demasiado tarde para ella. Toda tentativa para provocar una reacción se demostró inútil. El sulfato de quinina que, administrado en altas dosis es el remedio supremo de estas terribles crisis, no pudo ser absorbido. ¡Ah!, ¡tal vez unas horas antes estos remedios la hubiesen salvado! Un pensamiento cruel al menos me perseguirá siempre. Si nos hubiésemos quedado en Beirut, la crisis sin duda no habría sido evitada pero, según todas las probabilidades, el doctor Suquet, llamado a tiempo, habría podido triunfar. Todo a lo largo del lunes, mi noble y dulce amiga se iba apagando. Expiró el martes veinticuatro de septiembre, a las tres de la mañana. El cura maronita, llamado en el último momento, hizo las unciones según su rito. No faltaron cerca de su cadáver lágrimas sinceras. Pero ¡Dios mío, quien iba a decirme que un día mi Henriette expiraría a dos pasos de mí sin que yo pudiese recoger su postrer suspiro! Sí, sin el fatal desvanecimiento que sufrí el domingo por la tarde, creo que mis besos, el sonido de mi voz, habrían retenido su alma algunas horas todavía, suficientes posiblemente, para esperar la salvación. ¡No me pude persuadir de que su pérdida de conciencia fuese tan profunda como para que yo no la hubiese vencido! Dos o tres veces, en los delirios de la fiebre, me planteé una duda atroz: ¡creí oír que me llamaba desde el foso donde su cuerpo fue depositado! La presencia del médico francés en el momento de su muerte conjura sin duda tan horrible suposición. Pero que fuera atendida por otros, y no por mí mismo, que manos serviles la hayan tocado, que yo no haya dirigido sus funerales y testificado en la tierra con mis lágrimas, que fue mi hermana querida; que no haya visto mi cara si en un momento su mirada se hubiese aclarado ante el mundo que iba a dejar, he ahí lo que eternamente pesará sobre mí para envenenar todas mis alegrías. Si se ha visto morir sin estar yo a su lado, si se ha dado cuenta de que yo agonizaba a su lado sin que ella pudiera curarme, ¡oh! entonces esta

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criatura celeste habrá expirado con el infierno en el corazón. La conciencia es cosa tan diferente de sus apariencias y del recuerdo que queda, que en este sentido a duras penas puedo, a veces, estar completamente seguro. Menos agotado que mi hermana, pude soportar la enorme dosis de sulfato de quinina que me fue administrada. Recobré algún conocimiento el martes por la mañana, aproximadamente una hora antes de que la bien amada expirase. Lo que demuestra que aquel domingo e incluso durante mi delirio tuviese más consciencia que lo que atestiguan mis recuerdos, es que mi primera pregunta fue para interesarme por mi hermana: «Está muy mal», me respondían. Repetía sin cesar la misma pregunta en el duermevela en que me encontraba. «Está muerta», me respondieron al fin. Tratar de engañarme era inútil, ya que se disponían a levantarme para el traslado a Beirut. Supliqué que me permitiesen verla; rehusaron absolutamente; me colocaron incluso sobre la camilla en que la habían transportado. Me encontraba en un estado de un completo aturdimiento. La espantosa desgracia que acababa de golpearme no se distinguía para mí de las alucinaciones de la fiebre. Una sed horrible me devoraba. Un sueño ardiente me enviaba sin cesar, en compañía de ella, a Aphaca, a las fuentes del río Adonis, bajo los nogales gigantescos que se hallan bajo la cascada. Estaba sentada cerca de mí, sobre la hierba fresca; yo llevaba a sus labios moribundos un vaso lleno de agua helada; nos zambullíamos los dos en esas fuentes de la vida, llorando con una penetrante melancolía sólo dos días después recobré plena conciencia y la desgracia se presentó ante mí como una espantosa verdad. M. Gaillardot se quedó en Amschit después de nuestra partida, para vigilar los funerales de mi pobre amiga. Toda la población, a la cual ella había inspirado tanto cariño, siguió su féretro. Se carecía de los medios para el embalsamamiento; fue necesario pensar en un depósito provisional. Zakhia ofreció para ella la

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cueva de Mikhaël Tabia situada en la extremidad del pueblo, cerca de una bonita capilla y a la sombra de bellas palmeras. Pidió solamente que, cuando la llevaran de allí, elevaran una inscripción que indicara que una francesa había reposado en aquel lugar. En ese lugar está todavía. Dudo de sacarla de aquellas bellas montañas donde pasó tan bellos momentos, en medio de las buenas gentes que amaba, para depositarla en nuestros tristes cementerios que tanto horror le causaban. Sin duda quiero que un día esté cerca de mí; pero ¿quién puede decir en qué rincón del mundo descansará? Que me espere entonces bajo las palmeras de Amschit, en la tierra de los antiguos misterios, cerca de la santa Byblos. Ignoramos las relaciones de los grandes espíritus con el infinito; pero, si, como todo hace creer, la conciencia no es más que una comunión pasajera con el universo, comunión que nos hace entrar más o menos pronto en el seno de Dios, ¿no se ha hecho la inmortalidad para almas, como la suya? Si el hombre tiene el poder de esculpir, a partir de un modelo divino que no ha elegido, una gran personalidad moral, compuesta en partes iguales de si mismo y del ideal, lo que vive con plena realidad seguramente es eso. No se trata de la materia, ya que no es sólo una; no se trata del átomo, puesto que es inconsciente. Se trata del alma, cuando verdaderamente ha dejado su señal en la historia eterna de la verdad y del bien. ¿Quién cumplió tan alto destino mejor que mi amiga? Desaparecida en el momento en que su naturaleza alcanzaba la plena madurez, nunca fue más perfecta. Había llegado a la cumbre de la vida virtuosa; su visión del universo no podía ir más lejos; la medida de la entrega y la ternura estaba colmada. ¡Ay!, indiscutiblemente debió ser más feliz. Yo soñaba para ella pequeñas y dulces recompensas; concebía mil quimeras según sus gustos. La veía vieja, respetada como una madre, orgullosa de mí, reposando al fin en una paz sin ambages. Quería que su noble y buen corazón, siempre sangrante de ternura, experi-

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mentara por fin una vuelta a la calma, estoy tentado de decir, egoísta. Dios no ha querido para ella más que caminos ásperos y grandes. Ha muerto casi sin recompensa. La hora en la que se recoge la siembra, en la que se descansa para recordar las fatigas y los dolores pasados, no sonó para ella. A decir verdad, nunca pensó en premio alguno. Esa visión interesada, que a menudo frustra los sacrificios inspirados por las religiones positivas, haciendo creer que sólo se practica la virtud por el interés que produce, no entró nunca en su alma. Cuando perdió la fe religiosa, su fe en el deber no disminuyó porque era el eco de su nobleza interior. La virtud no era para ella el fruto de una teoría, sino el resultado de una conformación natural. Hizo el bien por el bien y no por su salvación. Amó lo bello y lo verdadero sin ese cálculo que parece decir a Dios: «Si no fuera por tu infierno o tu paraíso, no te amaría». Pero Dios no deja ver a sus santos la corrupción. ¡Oh corazón donde alumbró sin cesar una llama tan dulce de amor; mente, asiento de un pensamiento tan puro; ojos encantadores donde radiaba la bondad; larga y delicada mano que he apretado tantas veces, y temblado de horror al soñar que eras polvo. Pero aquí abajo todo es símbolo e imagen. La parte verdaderamente eterna de cada uno es la relación que ha tenido con el infinito. En el recuerdo de Dios el hombre es inmortal. Ahí nuestra Henriette, siempre radiante, siempre impecable, vive mil veces más realmente que en el tiempo donde luchaba con sus débiles órganos para crear su persona espiritual que, arrojada en el seno de un mundo que no supo comprenderla, buscaba obstinadamente lo perfecto. Que su recuerdo nos quede como un precioso argumento de esas verdades eternas que cada vida virtuosa contribuye a demostrar. En lo que a mí se refiere, nunca he dudado de la realidad del orden moral; pero veo ahora con evidencia que toda la lógica del sistema del universo se vendría abajo si tales vidas no fuesen más que engaño e ilusión.

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