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EBERHARD JÜNGEL
«MI TEOLOGÍA» EN POCAS PALABRAS Este artículo de Eberhard Jüngel, conocido teólogo protestante, es su respuesta a la petición cursada a diversos teólogos para que escribieran un resumen de su teología. La teología en todas sus formulaciones se funda, según la interpretación de Jüngel, en la fe que la precede: fides quaerens intellectum, la fe busca su comprensión (Anselmo de Canterbury). No sólo la busca, sino que la incita a ser partícipe de lo que le es propio: de su profundidad, su claridad, origen, manifestación y de su lenguaje expresivo– porque la fe se expresa mediante un lenguaje cuya riqueza es reflejo de la palabra divina de la que es respuesta. Jüngel desarrolla esa relación entre fe y teología desde diversos enfoques que tienen un punto en común: la teología resalta la inteligibilidad específica de la relación entre Dios y los hombres. “Ma Théologie” en quelques mots, Études Théologiques et Religieuses 77 (2002) 217-234. Digo «mi teología» titubeando. Porque antes de intentar exponer «mi teología» de la manera lo más sucinta posible, tengo que superar el embarazo que me produce ver yuxtapuestos el adjetivo posesivo «mi» y el sustantivo «teología». La teología es un discurso sobre Dios. La explicitación de este discurso mediante un adjetivo posesivo puede parecer presuntuosa. Y ello por dos razones. Porque, ¿qué hace este yo humano hablando de Dios, si de lo que se trata es del hablar de Dios? Ciertamente, nada. Aunque ¿este yo, en el fondo, podría ser algo más que una inaudita manera de problematizar la teología? ¿Su discurso sobre Dios no se opondrá inevitablemente al discurso de Dios? «Dios sabe hablar de Dios...» (Pascal). La fórmula «mi teología» podría expresar, pues, una sobreestimación inmoderada del papel del teólogo y –peor aún– una infravaloración totalmente inconveniente de lo que la teología es en realidad. Pero si la expresión «mi teología» ha de tener un sentido, hemos de exponer su significado con precisión. «Mi teología», ¿puede significar que ha de ser tomada como un asunto o propiedad privada? No, en absoluto. La teología tiene siempre una dimensión pública y, por lo tanto, no puede ser ejercida como mero pasatiempo. El discurso sobre Dios nos concierne a todos o no concierne a nadie. Nos concierne absolutamente o no nos concierne en nada. Concierne la totalidad de la vida o carece de todo sentido. No puede ser, pues, ni un asunto privado ni una propiedad privada. «La doctrina no me pertenece» (Lutero). La teología reivindica la posibilidad de un discurso verdadero sobre Dios. No se puede honrar a Dios sin rendir honor a la verdad. Tratándose de Dios, no podemos poseer la verdad. No es una posesión, ni privada ni colectiva. No se la puede tener de manera alguna. Cuando alguien tiene trato con ella, es porque ella nos ha cogido: pertenecemos a su reino, por así decirlo (Jn 16,13). Yo no puedo ser teólogo si no he sido arrebatado por la verdad, que hay que pensar y deletrear. Si tengo una teología, la tendré en el sentido de un talento que nos ha sido confiado (Mt 25,15) y que cada uno está llamado a hacer que fructifique lo mejor posible. Esto es sin duda lo que los Padres querían decir cuando designaban la teología como disposición de espíritu dada por Dios. «Mi teología», ¿como expresión de la originalidad de un cristiano? Esto tampoco resultaría compatible con la esencia de la verdad teológica. La verdad del discurso
sobre Dios tiene ciertamente algo de original: como la aurora de un nuevo día es originante y, por ello, siempre fresca y renovada. Sin embargo, querer ser original es una contradicción en los términos, que sólo funciona cuando una subjetividad sin carácter busca hacerse valer a costa de lo substancial. La manía de ciertos teólogos modernos de situarse en primera fila –recientemente con la vista puesta en los medios de comunicación social– crece en proporción a la pérdida de substancia teológica. Una teología que no tuviera otro interés que el de ser la que enseño yo – o mi colega,– estaría muy alejada de la exigencia de verdad característica del discurso sobre Dios. La fórmula «mi teología» resulta, pues, muy problemática, no tanto por carecer de modestia, cuanto por falta de inmodestia, es decir, por haber subestimado el envite de la empresa. «Mi teología» – como expresión de una responsabilidad personal en relación a un discurso adecuado y actual sobre Dios: formulada de esta manera adquiere un significado positivo. En este sentido, incluso es indispensable. Porque, bajo el término de teología, entendemos con más precisión el discurso humano sobre Dios, en el que Dios es pensado y expresado de una manera responsable. Este proyecto no puede ser realizado en un espléndido aislamiento, ciertamente. En el contexto del cristianismo, la teología es una tarea impuesta a todos los cristianos que sólo pueden llevarla a cabo alentándose mutuamente en su esfuerzo de comprender la verdad de la fe. Alentarse mutuamente implica también criticarse mutuamente. Trabajar teológicamente requiere la asociación para favorecer tal reciprocidad y servir a una comprensión cada vez mayor de los creyentes en la verdad de la fe y unos con otros. Allí donde Dios es evocado como Padre nuestro, la responsabilidad humana relativa al discurso sobre Dios no puede ser asumida desde un estado de espíritu limitado e individualista. La teología es un acontecimiento comunitario, un discurso eclesial. Y por ello precisamente es también expresión de mi contribución personal a la voluntad y a la capacidad de entender de todos los creyentes. Toda responsabilidad, aun la asumida colectivamente, no deja de ser por ello la responsabilidad de cada uno. El yo humano no es borrado, en su esfuerzo por hablar de Dios de manera responsable: ni por Dios que viene al lenguaje –en las palabras humanas–, ni por la comunidad de creyentes. La comunión de los santos no va de uniforme. Su pensamiento y su lenguaje reflejan, más bien, a medida que progresa su comprensión, la riqueza del tema. En cualquier caso, los teólogos, en tanto que «administradores de la tan variada gracia de Dios» (1 P 4,10), son los enemigos declarados de la gris monotonía pseudoortodoxa. La verdad embarga a cada teólogo personalmente, y a ella debe responder cada teólogo con su pensamiento, con su discurso y evidentemente con su acción. Por lo tanto, la teología siempre comporta los rasgos individuales de una vida concreta. Viene a ser, pues, una especie de biografía teológica. Además, si la verdad es vivida como una liberación, como promete Jn 8,32, esta experiencia, totalmente personal e inimitable, por fuerza ha de influir en la totalidad del trabajo teológico. Al coraje de usar el propio entendimiento, le corresponde en teología la libertad de integrar, en ella, cada uno sus propias experiencias de la verdad liberadora: no tanto en forma de una afirmación personal cuanto en la manera en que yo mismo hago teología. En este sentido se puede decir con Schleiermacher que «conviene que la teología dogmática protestante [...] tenga un carácter original y personal». Así comprendida, la tentativa de exponer «mi teología» ya no será –por lo menos de entrada– una empresa abocada al fracaso. La expongo en el texto que sigue, en forma de confesiones teológicas, sin pretender en modo alguno ser exhaustivo. Y aquí añado, por precaución, un ruego: ¡que el benévolo lector no haga comparaciones!
Creo, y por ello hablo No de mí ni de mi fe, excepto en cuanto ambos temas son parte de lo creído. Creo, y por ello hablo del Dios en quien creo, y de su verdad liberadora. Creo, y por ello hablo del Dios que ha venido al mundo y que se ha revelado como Dios para nuestra salvación en la persona de Cristo Jesús. Creo, y por ello hablo de Jesucristo como de la verdad de Dios que nos hace libres. Semejante discurso sobre Dios, asumido intelectualmente, recibe el nombre de teología. Para decirlo con palabras de Ernst Fuchs, la teología es «la gramática de la fe». La fe vive de la unidad original, en Dios, de verdad y libertad. Esto la distingue de cualquier otra capacidad humana, de cualquier saber y de su verdad, lo mismo que de cualquier actuar y de su libertad. Por ello la fe, de la que la teología debe rendir cuentas, no está subordinada ni a la metafísica o a su herencia en las «críticas del conocimiento», ni a la moral. Por la fe, el ser humano alcanza una totalidad de ser –una integridad– que no puede adquirir por sí mismo en modo alguno –ni a través de su conocimiento ni a través de su acción. La debe solamente a su encuentro con la unidad original de la verdad y la libertad en Dios, reencuentro que le devuelve su integridad. Al creer, el ser humano halla la integridad no sólo para sí mismo, sino como «presencia inmediata de todo el ser no dividido». A esta integridad, la Biblia la llama shalom, diferenciándola así de una concepción totalitaria en la que un elemento constriñe todos los demás y los domina. En contra de tal pars pro toto (parte por el todo), la fe habla de una unidad que aporta tal integridad y que, por ser la unidad originante de verdad y libertad, no es otra cosa que el amor: precisamente como amor, se ha dado Dios a conocer. Consecuentemente, cualquier verdad que no libere, no satisface a la fe. La fe sabe que existen «verdades» que son un obstáculo para la libertad. Sabe igualmente que hay «libertades» que violentan la verdad. Pero la fe se distingue, también y fundamentalmente, de las verdades del saber y de las libertades del hacer cuando éstas van de la mano, o por lo menos se buscan, o cuando, al buscarse, van una hacia la otra. Porque la fe no busca, la fe encuentra. Vive del amor hallado, del cual procura comprender la verdad liberadora, y comprenderla cada vez más. Como a un investigador sólo le hace feliz el descubrimiento, la fe sólo llega ser fe por el amor, que es Dios. Es algo esencial del amor que es Dios, el dejarse descubrir. Dios es el tema principal de su descubrimiento, en la medida en que sus centellas, como centellas del Espíritu de Dios, caen sobre un tema humano y provocan la fe como descubrimiento de Dios. Por el Espíritu Santo, Dios llega al ser humano de tal manera que éste llega a la fe. Al encontrar a Dios, la fe se halla a sí misma. Al descubrir a Dios, el ser humano se descubre también como creyente. Al creer, el ser humano tiene una experiencia incomparable que interrumpe de forma radical el encadenamiento de las experiencias de este mundo, a la vez, que se inscribe en él: una experiencia de Dios, que, como tal, es una «experiencia con la experiencia» y que no puede en ningún caso ser silenciada. Creo, y por ello hablo. Esta formulación del AT (Sal 116,10), que el apóstol Pablo hace suya (2 Co 4,13), enuncia esta subyugante experiencia de la verdad liberadora de la que surge la teología cristiana y que la concierne en grado máximo. La teología es discurso sobre Dios, el Señor. Pero la necesidad de hablar del Señor, a diferencia de una constricción violenta que envilece, es la fuerza arrolladora de la verdad que libera. El reino de Dios libera. Porque es el reino de la libertad que libera de las mentiras de la vida a las que el individuo humano se encadena y en las que encierra a los demás. Libera del pecado por el que el ser humano se somete a tutela y se encadena. Libera para una vida en correspondencia con Dios en el reino de Dios que viene: un reino de libertad que
proyecta su luz ya desde ahora. La teología, en consecuencia, sólo puede ser un discurso de lo que uno ha descubierto en una reflexión coherente sobre Dios que, por su misma verdad, libera: una teología de la liberación. Creo, y por ello escucho La fe viene de la palabra en la que Dios se hace presente al lenguaje (Rm 10,17). Es una palabra que llega por el bien del ser humano y del mundo, y por la cual Dios expresa lo que Él es y lo que promete: el evangelio. El que cree conoce a Dios como aquél que en el evangelio expresa su ser y al mismo tiempo se compromete en una relación, de tal manera que la palabra «Dios» se deformaría e incluso se perdería si el evangelio no la definiera. En el evangelio, Dios se hace presente en el lenguaje como aquél que ha venido al mundo en la persona del hombre Jesús, para definir su verdadera divinidad en la unión con ese hombre judío que pierde su vida en la cruz, después de una actividad pública breve pero inolvidable. En el evangelio, Dios se hace presente en el lenguaje como aquél que es de eternidad en eternidad. Notémoslo bien: Dios se hace presente, él mismo, en el lenguaje. Es él mismo quien toma la palabra. Sí, el lenguaje interpelante pertenece a su mismo ser desde toda la eternidad. Ningún humano puede comenzar a hablar por su propia iniciativa. Dios sí habla por propia iniciativa. Su palabra es a la vez expresión original de su ser e interpelación original, y, en la unidad de ambas, palabra que crea a partir de la nada. La fe oye esa palabra. Sabe que ha sido creada por ella. Y retorna sin cesar a esa palabra que la ha creado. Creo, y por ello escucho al Dios que habla. La fe escucha al mismo Dios. No escucha ideas humanas sobre Dios, ni representaciones que los mismos creyentes, al igual que las otras personas, se hacen de Dios, sino únicamente a Dios mismo. Pues la fe es la certeza audaz de haber conocido al mismo Dios: ese Dios que ha venido al mundo, se ha hecho hombre, se hace presente en el lenguaje. Arrebatado por el fuego de su Espíritu Santo –bastaría una centella de ese fuego–, el creyente se convierte a su vez en fuego y en llama por la verdad que ha percibido. ¡Pero fuego peligroso! Dejarse abrasar por ese fuego aparece como una locura al mundo preocupado por su propia seguridad –al igual que la palabra concerniente al Dios venido como hombre al mundo para sufrir la muerte, le parece una locura a la razón preocupada por su propia capacidad (1 Co 1,18). La fe se toma, sin embargo, la libertad de escuchar esta palabra. ¿La libertad del bufón? Los bufones, a veces, son los únicos que osan decir una verdad que molesta. Esto también vale para los «bufones a causa de Cristo» (1 Co 4,10). Por este motivo la teología, en cuanto es teología de la palabra de Dios, se verá relegada siempre a un papel de bufón: el papel de bufón en el seno de las Facultades en la casa de la ciencia. Pero, si la teología sirve a la verdad, no le avergonzará representar este papel. La fe sólo puede oír al mismo Dios escuchando palabras humanas. Dios se hace presente humanamente en el lenguaje. El ha escogido testigos humanos en cuyas palabras se expresa el Espíritu de Dios de manera frecuentemente demasiado humana. La fe reconoce todas esas palabras humanas que testifican originalmente la historia de la venida de Dios al mundo como palabras originales de la fe; las recoge y ordena como textos de la Sagrada Escritura para poder escuchar la verdad que tienen que decir. La teología es interpretación de la Sagrada Escritura. Creo, y por ello me asombro ¡Y muchísimo! Al creer, el ser humano experimenta a Dios como misterio inagotable
de sí mismo y de todas la cosas, como aquél que asombra por excelencia y que, sin embargo, se conoce –o debiera conocerse– como algo evidente. Como un acontecimiento eminentemente singular y que, con todo, presenta a la vez una universalidad sin límites. Como un ser eterno y, a pesar de todo, como un ser en plena evolución. Como el ser más concreto y, sin embargo y en tanto que tal, como el concretissimum universale (el universal más concreto). Como el Padre celestial que se revela sobre la tierra en el hombre hermano. Al creer, el ser humano percibe al Dios que ha venido al mundo como hombre –hombre crucificado y resucitado de entre los muertos– también como al ser más eminentemente relacional que existe, puesto que en él como Padre, Hijo y Espíritu, opera a la vez una distinción entre cada una de las tres personas y una relación de una hacia la otra en una comunión de recíproca alteridad. Al creer, el ser humano experimenta el misterio del Dios trinitario que arrostra él mismo la ruptura fundamental que provoca la muerte. Y esto a fin de ser, en la unidad de la vida y la muerte –a favor de la vida–, el ser del amor eminentemente relacional. En la intensa relación consigo mismo en el seno de la Trinidad, ese misterio es el misterio de un desinterés de si mismo todavía más grande. En la fe en el Dios trinitario se abre la profundidad de la palabra de la cruz. Creo, y por ello me asombro con el misterio de la Trinidad que me resume el evangelio: Dios, desde toda la eternidad y por lo tanto en sí mismo, es un Dios para nosotros. Dios es un misterio, no en el sentido de un misterio lógico o de un secreto de la naturaleza incognoscible, ni tampoco en el sentido de un secreto político que hubiera que callar, sino como un misterio de salvación que se comunica. Dios no es un misterio en el sentido de oscuridad que rehuye ser conocida y que se escapa a la comprensión, sino todo lo contrario: es un misterio en el sentido de plenitud de luz, el ser superabundante del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que sólo se puede revelar por su propia iniciativa. Las puertas de tal misterio sólo se abren desde el interior. Pero cuando se abren, el misterio se da entonces a conocer, sin dejar por ello de ser un misterio. El misterio no pierde su carácter de misterio al comunicarse. Todo lo contrario: cuanto más conocido, más misterioso resulta. Dios es este misterio. Su ser no es tinieblas, sino luz inextinguible: luz de vida que supera la muerte. Si Dios está escondido, lo está, en todo caso, en la luz de su propio ser (1 Tm 6,16). La revelación es la entrada de esa luz en las tinieblas del mundo – tinieblas de las que el mundo es responsable. La revelación es, pues, la metamorfosis del ser escondido de Dios en su ser a la vez escondido y revelado en la cruz– en su ser precisamente escondido, es decir escondido sub contrario, bajo su contrario de la cruz. En ella, el ser eterno de Dios resulta identificable, en tanto que historia, en el espacio y el tiempo: como historia de la luz que vence y disipa las tinieblas que ocultan el ser de Dios. Aunque no podemos dirigir nuestras miradas a esa luz, podemos con todo percibir la claridad que desprende y en la que se da a conocer el misterio divino (1 Tm 3,16). Una tal revelación, como perfecto desvelamiento de Dios que nos permitirá no sólo ver, sino caminar a la luz del ser divino, sólo se producirá cuando Dios será todo en todos, es decir, cuando todo aparecerá bajo su luz y será juzgado y glorificado por ella. El conocimiento teológico empieza por el asombro ante el misterio del Dios que se revela en el secreto bien preciso de la vida y de la muerte de un hombre. Su objetivo – a diferencia de la filosofía – no es «superar el asombro», sino articular de forma comprensible este asombro, que va aumentando a medida que la fe progresa hacia una mejor comprensión del misterio divino en su revelación. La teología jamás reducirá el asombro ni lo eliminará. Creo, y por ello pienso
La fe da que pensar. No se puede creer en Dios, sin pensar a Dios. La fe está apasionadamente deseosa de comprenderse y, así, comprender a Dios. La fe es, en su esencia, fides quaerens intellectum, la fe que busca comprender (Anselmo de Canterbury). Que se pueda hablar de Dios a la ligera, sin pensar y, peor aun, que incluso los pensamientos elaborados por la razón humana sobre Dios se puedan parangonar a lo que Dios es de verdad – a no ser que esta razón se deje llevar y conducir a través de un itinerario de pensamiento por el Dios que viene al mundo, –esto muestra hasta qué punto la superstición amenaza a la fe y cuán fácil es confundir a Dios con un ídolo. Ya por este motivo, la fe no puede hablar de Dios sin reflexionar– o sin considerar primero quién o qué merece de verdad ser llamado Dios. La fe y el pensamiento no son realidades enemigas una de la otra: ambas están mutuamente religadas en una tensión (necesaria). Sus tensas relaciones sólo se convierten en enemistad cuando la razón es tan poco razonable que pretende dictar a la fe los pensamientos que la fe debe pensar o, peor aun, cuando la razón niega que la fe –y, consecuentemente, Dios mismo– sean dignos de ser pensados. En este caso, la razón se convierte en un substituto de la fe. La fe exige entonces del pensamiento que se reoriente para que pueda reaprender a pensar a Dios. Resulta entonces necesario repensar el pensamiento en sí mismo. La fe que hace pensar llega a la idea de Dios a partir de la dura constatación de la muerte de Jesús, el Cristo. Por ello exige concebir a Dios como aquél cuya omnipotencia y libertad creadora son algo totalmente distinto de lo que sugiere la idea de un poder divino absoluto. Como aquél cuya eternidad y actuosidad difieren totalmente de lo que exige el axioma de la intemporalidad y la apatía de lo eterno. En efecto, si Dios es amor, entonces el amor es el todopoderoso. Es incluso el núcleo duro de todo verdadero poder. Y en tal caso el criterio de verdad del poder radica en que el poder es capaz de sufrir, lo que le permitirá superar el sufrimiento. El ser de Dios debe ser pensado como una existencia que se expone a la nada, una existencia cuya riqueza profunda se realiza como un salir de sí mismo para exponerse a la nada. Y hay que pensar la creación por Dios como un acto de comienzo originario que implica un acto originario de limitación de sí. El creador que llama al ser y aprueba a su criatura, se limita a sí mismo por el ser de sus criaturas. Hay que repensar, asimismo, la idea de su omnipresencia como idea de venida que alcanza y deja ser a toda creatura. En el mismo sentido, hay que examinar de manera crítica todos los atributos divinos de la tradición dogmática y , si es preciso, habrá que repensarlos. En este caso, Dios ya no puede ser pensado como necesario según las categorías del mundo. Ni la contingencia como puramente accesoria. Dios es más que necesario, como toda verdadera libertad, que es lo contrario de lo arbitrario. Hay que pensar a Dios a partir del acontecimiento de su advenimiento: como un ser que ha de venir, y que ya está aquí, en su ser mismo; la historia eterna de la venida de Dios a sí mismo como Padre, Hijo y Espíritu Santo en toda la riqueza de esas relaciones. La reflexión teológica refleja la venida de Dios. La teología es proseguir la fe con el pensamiento que de ella nace. La teología, como conocimiento que reflexiona sobre el advenimiento de Dios, conquista su método cuando sigue en su pensamiento el movimiento de Dios que viene al mundo. Debe diferenciar Dios y mundo con el máximo rigor posible, a la vez que ha de religar Dios y mundo tan estrechamente como pueda. Porque Dios se diferencia del mundo cuando se le comunica. Sus atributos son comunicables. Lo que comporta una diferenciación concreta entre Dios y el mundo no es ni una diferencia metafísica entre el mundo y un Dios que siempre le es superior, ni un Deus semper maior (un Dios siempre
más grande), sino la distinción soteriológica entre el mundo y un Dios que viene al mundo en una proximidad insuperable –«Nada hay tan pequeño que Dios no lo sea más. Nada tan breve que Dios no lo sea todavía más» (Lutero). Por esta razón el método que posibilita un discurso sobre Dios –un discurso que se corresponda adecuadamente con lo que es Dios– es el de la analogía del adviento. Esta analogía del adviento, que dirige metódicamente el pensar a Dios y el discurso sobre Dios, está orientada en primer lugar hacia el carácter interpelativo y narrativo del lenguaje –y sólo en segundo lugar hacia su carácter nominativo; es un lenguaje que es interpelativo en el sentido que se efectúa como una metáfora de sentido tan determinada como precisa. La noción constata, pero la metáfora transforma lo que se quiere decir en un movimiento interpelante. La verdad del lenguaje de la fe, por ser un lenguaje interpelante, es una verdad metafórica. Y como tal no es menos lenguaje en el sentido propio del término que el lenguaje unívoco de la noción. El discurso sobre Dios es un discurso interpelativo, o no habla en absoluto de Dios en sentido propio. Porque pensar a Dios significa articular de tal manera el discurso sobre Dios que nos concierna incondicionalmente, al interpelarnos a la vez sobre Dios y sobre nosotros mismos. Creo, y por ello distingo La fe es un acto de distinción originaria. Así como Dios ha creado, por un acto de distinción original, un ser diferente de sí mismo, un ser creado, y que en el interior de tal ser creado ha establecido otras diferencias beneficiosas – entre cielo y tierra, día y noche, agua y tierra firme, hombre y mujer, etc. –, del mismo modo la fe que confía en Dios se siente obligada a hacer una distinción originaria. Distingue ante todo entre Dios y el mundo, entre el creador y la creatura, para poder apreciar la justa relación de insuperable proximidad entre uno y otro. El que cree ha hallado el origen y el objetivo de su ser, el fundamento que asienta su existencia, en Dios y únicamente en Dios. Se sabe eternamente protegido en su amor creador, y únicamente en este amor. Se sabe justificado por la gracia de Dios, y sólo por ella. Reconoce a Jesucristo, y sólo a Él, como el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6). Cuando se trata de la verdad de su comprensión de Dios y de su salvación, escucha la Sagrada Escritura, y sólo a ella. El creyente reconoce la fe, y sólo la fe, como la pasividad creadora en la que el poder recibir es más beneficioso que el poder dar. Pero quien dice «únicamente» y «sólo» ya está en camino de distinguir de una manera original lo que no puede ser confundido jamás. Reconoce el pecado como la presunción del ser humano de querer ser como Dios, y reconoce la coacción perniciosa del pecado de sentirse obligado a ser como Dios. El que cree sabe que Dios se ha hecho hombre, para distinguir beneficiosa y definitivamente lo uno del lo otro: «Hemos de ser seres humanos y no Dios. Es la summa” (Lutero). El que cree existe en la diferencia. Así mantiene la riqueza de relaciones de la vida. El que distingue obtiene más de la vida. La fe distingue también respecto a Dios mismo, cuando lo reconoce como el que habla por propia iniciativa. La fe distingue entre la palabra por la cual Dios nos reclama, y la palabra por la cual Dios se nos da. Distingue entre la ley y el evangelio. Distingue entre un uso adecuado de la ley que está de acuerdo con el evangelio, y un uso legalista de la ley que es, de hecho, un abuso teológico de la ley. Distingue entre la exigencia benéfica de la ley que consagra a Dios el hombre que Dios ha hecho libre, y la exigencia dañina de la ley que reduce al hombre a no ser más que la suma de sus propias obras. Todo aquél que cree distingue entre persona y obra, y es capaz de reconocer la humanidad del ser humano en la persona aprobada por Dios sin obras de
la ley, es decir, antes de cualquier «realización de sí misma». El que cree distingue entre los valores del obrar y la dignidad del ser humano. Como contrapartida, quien somete la persona a la categoría de los valores – cosa que implica calificaciones y descalificaciones – y piensa , en consecuencia, que ha de alcanzar la humanidad del ser humano, autovalorándose en cuanto se realiza a sí mismo, de hecho despoja al hombre de su humanidad. Desconoce la diferencia entre hombre y Dios. La fe, por el contrario, es un proceso continuo de diferenciación. Implica una crítica perseverante de la confusión entre la creatura y su creador, confusión que produce ídolos y que entraña mezclas en el seno de la misma creación, confundiendo lo que para el bien del hombre y del mundo Dios había distinguido. El pensamiento que se desarrolla a partir de la fe es, por lo tanto, un pensamiento diferenciador. Es, ya desde su origen, un pensamiento eminentemente crítico. Este pensamiento es también crítico en el sentido, hoy bastante inusitado, de valorar lo mejor no como enemigo de lo bueno, sino como intensificación del bien. Valora en lo mejor el bien que ha sido reforzado. En lugar de despreciar el bien a causa de lo mejor, el pensamiento realmente crítico examina lo que en el pasado ha sido considerado como bueno, cuando tal bien es discutido, para ver si tal cualidad buena sigue manteniéndose. La crítica irrespetuosa de la tradición le resulta tan impropia como el respecto sin crítica. Por lo mismo, la revelación de Dios sólo es realmente entendida como replanteamiento fundamental (krisis) de todas las «evidencias» naturales e históricas –y en cuanto tal como «revolución en la manera de pensar»– cuando se comprende que, de la experiencia correspondiente a la crisis, en la que de golpe todo pierde su carácter de cosa evidente, se deriva una distinción entre lo que ha quedado obsoleto y lo que ha resistido de un modo u otro a la prueba del fuego (1 Co 3,15). En el marco de una hermenéutica crítica de la evidencia, la frase de Tomas de Aquino resulta pertinente: la gracia no ha abolido la naturaleza, sino que la lleva a su perfección. La teología retorna a los fenómenos del mundo, vuelve de la gracia a la naturaleza. Dando al Padre la gloria que le es debida en el cielo, la teología le es fiel en la tierra. Y precisamente como teología de la revelación defiende una teología mucho más natural de lo que pueda hacerlo la autodenominada teología natural. Al pensamiento teológico le compite «la salvación de los fenómenos». Creo, y por ello espero La fe se conjuga necesariamente en el modo de la esperanza porque se sabe basada en un historia que lleva el futuro en sí misma. El que cree posee la certeza de un porvenir cuyo desenlace final – que engloba y sobrepasa el futuro de la historia del mundo y la historia de cada vida individual – está ya decidido en la cruz y resurrección de Jesucristo. La esperanza del creyente reposa sobre un fundamento. El creyente espera en su propia resurrección y en una vida eterna en comunión con Dios. La esperanza, para la fe, no es un vago esperar al que uno se agarraría porque sin él la miseria de la vida sería insoportable. La esperanza es una esperanza en Dios y en su reino que viene; se fundamenta en la certeza de la fe. La revelación que ya ha ocurrido – pero en forma de un ocultamiento muy preciso – es la que promete y garantiza su propia superación por el Señor que, de nuevo, pero esta vez gloriosamente, volverá y se manifestará al mundo y a todo ser humano sin mediación. Por ello el creyente pone su esperanza en «el Día del Señor» en el que, sin el límite de noche alguna, todo saldrá a la luz meridiana, porque en tal Día el Salvador del mundo lo pondrá todo bajo su luz, en su justa luz. Creo, y por ello espero firmemente que la historia del mundo no será el tribunal del
mundo –ante el cual los asesinos triunfarían por su violencia sobre las víctimas–, sino que lo será Jesucristo que vendrá para juzgar a los vivos y a los muertos, y que por tanto se revelará de nuevo, en su mismo acto de juzgar, como el Salvador que, al llamar al pecado por su nombre, libera al pecador. La esperanza es también la esperanza en el reino que viene con él, reino en el que el Dios liberador y el ser humano liberado gozaran a la vez de una inalterable libertad. El que cree espera en este reino, en el cual se abrazarán la paz y la justicia (Sal 85,11). Para la esperanza cristiana, el reino de Dios que viene no es una abstracción. El recuerdo de la comunión de los creyentes con Dios y entre ellos en la persona de Jesucristo abre perspectivas que concretan el objeto de la esperanza. En tal esperanza, halla la estética su lugar en la teología. El olvido casi completo de la estética en la teología actual deja entrever que la teología de la esperanza no está hoy en su mejor momento. Creo, y por ello actúo El creyente extrae también, con su esperanza del reino que viene, una esperanza respecto del futuro del mundo presente que nosotros, los seres humanos, tenemos que configurar. Esperar es lo que motiva cualquier acción. Al intentar concretarse, la esperanza en el reino de Dios se ve abocada a un cierto tipo de acción. Pues, desde la perspectiva de la espera del reino, reino de libertad, de paz, de justicia y de amor, el que espera toma conciencia, en las condiciones del mundo presente, de lo que conviene hacer o dejar de hacer. Como objetivos de su actividad humana, espera poder hacer que las parábolas del reino de Dios resulten asequibles a la razón humana sobre la tierra. Y está decidido a llevar a cabo estos objetivos, en la medida que pueda. Conviene distinguir claramente entre la univocidad de la ciudadanía celeste (Flp 3,20) en la que reina el amor que hace la vida unívoca, y la ambivalencia de todo lo que es terrestre, y también, por tanto, la ambivalencia de lo que se refiere a la acción política. El amor todavía no reina sobre la tierra. Pero el amor puede moderar los poderes reinantes y, con ello, hacer más soportables las ambivalencias y ambigüedades de la vida. El que espera no pretenderá lo imposible porque sabe que debe diferenciar entre acción de Dios y acción del ser humano. Pero la teología de la esperanza va acompañada de un sentido ético en política, que obliga al creyente a hacer todo lo que pueda para que lo posible se haga realidad. Actúo porque, como creyente, tengo una razón para esperar. Creo, y por ello soy Soy una nueva creatura, una persona llamada a representar a Jesucristo en la comunión de los santos, que existe como miembro de la Iglesia de Jesucristo. El que cree sabe que está llamado a representar el fundamento de su fe ante el mundo con una vida de acuerdo con Dios. Atestigua así al mundo sobre el fundamento que lo sostiene también a él, y anuncia a ese mundo de dónde viene y a dónde va. El fundamento de la fe es el fundamento de todo ser: el Dios tri-unitario que se revela en Jesucristo como comunión de alteridad recíproca. Una tal existencia sólo es representable comunitariamente. Por esto la fe es un acontecimiento eminentemente social. El que cree existe en una comunidad de creyentes que halla su expresión más profunda en la comunión con Cristo en su mesa. Allí la comunión trinitaria de recíproca alteridad encuentra su
correspondencia terrestre más impresionante. La Iglesia se distingue de otras comunidades humanas por vivir el hecho del perdón de los pecados y, precisamente por ser consciente de vivir de ese perdón, es santa. Representa a Dios como el que perdona los pecados al ser humano y le hace participar de su santidad. Representa a Dios como aquél que libera al ser humano de la esclavitud y de la dependencia de la que se ha hecho culpable, haciéndole participar de su libertad. Representa a Dios también como aquél que hace verdadero al hombre que se engaña a sí mismo, haciéndole participar de su verdad. Representa, además, a Dios como aquél que es el amor, un amor que hace amable, en el sentido fuerte del término, al ser humano que se había desfigurado a sí mismo. Representa a Dios, finalmente, como aquél que reconcilia al mundo haciéndole partícipe de la paz de su propia vida como Padre, Hijo y Espíritu Santo, vida que une las más profundas oposiciones. La teología vela por la pureza de esta representación del servicio divino tanto en la fiesta litúrgica como en lo cotidiano del mundo. Por esto la teología estudia al ser humano en correspondencia con Dios, al ser humano que halla su realización en la comunión de la una sancta catholica et apostolica ecclesia. La teología es esencialmente teología eclesial. ¿Puede serlo sin que ello comporte a la vez la crítica muy acerba hacia una cristiandad, dividida en comunidades de fe que se combaten mutuamente? La teología no tendría razón de ser si no intentase que la verdad de la fe resaltara de una manera ecuménica. Que, en este proceso, como en aquel otro momento en que un apóstol se opuso abiertamente a otro apóstol, un creyente se oponga a otro creyente, si este actúa contra la verdad del evangelio (Ga 2,11ss), no puede dejar de ser saludable para la unidad de la Iglesia. Pablo no excomulgó a Pedro. Hoy en día debemos tener el coraje de acordarnos de ello. Los tiempos están maduros para una Iglesia unida en su lucha por la verdad. Creo, y por ello sufro El que sufre con los que sufren porque querría poder compartir la felicidad con ellos, deplora, en el sufrimiento de ellos, la privación que sienten. El que cree sufre por la falta de amor y de esperanza que nace de la no-libertad, de la injusticia y de la no-paz. Pero, al mirar este mundo dolorosamente marcado por la muerte y sus esbirros, sufre simultánea y más profundamente la experiencia turbadora del carácter escondido de la actividad divina en este mundo. ¿Cómo concuerda la miserable realidad de la vida con la gloriosa verdad que Dios es amor? ¿Cómo puede ser Dios una palabra llena de gozo, si sus creaturas experimentan su actividad todopoderosa en las terribles experiencias del mundo bajo las que se oculta? La fe sufre por la extrema tensión entre la revelación definitiva de Dios en el evangelio y el hecho que el reino de Dios en este mundo siga siendo terriblemente oscuro. Sufre la contradicción entre el ser de Dios que se ha manifestado y la acción profundamente escondida de Dios, entre el deus revelatus (Dios revelado) y su opus absconditum (obra escondida). La fe, aunque se apoya sobre su rica certeza de Dios y precisamente por ello, se experimenta como una fe puesta a prueba. Y quisiera mantenerse callada. Creo, y por ello ¿guardo silencio? Con frecuencia, aquél que cree no podrá hacer otra cosa que guardar silencio. Si su silencio, sin embargo, no es su última posibilidad, si no se trata del definitivo enmudecimiento de la fe, ello es porque la fe ha aprendido a conocer a Dios mismo como la verdad. Y uno no tiene derecho a esconder la triste y dolorosa verdad. El silencio aludido se transforma necesariamente en lamento que le dice a Dios la verdad, aunque sólo pueda ser con un grito que brota de profundis.
La teología no tiene porqué avergonzarse de gritar a Dios porque el clamor ha de poder acompañar al discurso más tranquilo sobre Dios, si ha de ser un discurso responsable. La teología no se ha de contentar con hacer una lista de las pruebas a que la fe se puede ver sometida. Debe también integrarlas en su reflexión de forma que toda ella sea una teología de la tentación: «la tentación hace al teólogo» (Lutero). La teología de la tentación, en cuanto tal, preserva la sensibilidad de la fe sin degenerar en una fijación lacrimógena por el dolor propio o extraño. Pues, en tanto que teología de la cruz, remite la fe puesta a prueba a su origen, al Dios que sufre por nosotros, al Dios que es el único consuelo para la humanidad sufriente, porque, por su sufrimiento, ha ayudado al amor a obtener la victoria que triunfa de la muerte. Que ha condenado la maldad y el pecado al fracaso para siempre jamás. La primera y última de las tareas de una buena teología es proporcionar un lenguaje, el del evangelio, no en primer lugar a nuestro propio camino de sufrimiento, sino a la historia de la pasión de Cristo. Y, luego, la teología, en todas sus modalidades, tiene que resaltar esto: que el Dios que ha sido negado y crucificado por sus creaturas humanas, ha dicho «sí» de una vez para siempre –a nosotros y también a sí mismo (1 Co 1,19s). «Mi teología» tampoco puede ni quiere ser otra cosa que el intento meditado de deletrear este sí divino. ¡Que sea para bien! Tradujo y condensó: ANGEL RUBIO