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IV. LA FIGURA DE SAN PABLO ANTE EL AÑO PAULINO 2008-2009 DECRETADO PARA CELEBRAR EL BIMILENARIO DE SU NACIMIENTO
Miguel Ángel Tábet* Como es sabido, Benedicto XVI ha querido establecer un ‘Año Paulino’ con la finalidad de celebrar el bimilenario del nacimiento de san Pablo, que se supone acaecido entre el año 5 y 10 d.C. Se abrirá el 28 de junio del 2008 y concluirá el 29 de junio del 2009. Se trata de un año jubilar, que permitirá evocar el significado histórico y religioso del ‘Apóstol de las Gentes’. La cercanía de este evento se presenta como una buena ocasión para reflexionar sobre la figura de san Pablo1. Con nuestra exposición deseamos colaborar a una preparación personal de dicho aniversario, que comprenderá una serie de eventos extraordinarios de orden espiritual, pastoral, litúrgico, artístico, literario, histórico y en particular de orden ecuménico2. 1. Pablo, apóstol por voluntad de Dios San Pablo es sin duda, junto a los Doce apóstoles, una de las máximas figuras de la vida de la Iglesia de todos los tiempos y de las más sugestivas y admirables del Nuevo Testamento. Lo es por querer de Dios, habiendo sido elegido por una benevolencia divina, enteramente gratuita, de modo sorprendente. Él se define de hecho, explícitamente, con fórmulas como «apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios» (Rm 1,1), «apóstol de Jesucristo por voluntad de Dios» (2Co 1,1; Ef 1,1; Col 1,1); o bien, con una expresión severa exigida por la defensa de su apostolado: «apóstol, no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre» (Ga 1,1). Por otra parte, al hablar de su llamada lo hace remontándose mucho más allá del acontecimiento que se produjo en el camino a Damasco, pues afirma que Dios tuvo a bien llamarlo «por su gracia», «desde el seno materno» (Ga 1,15). La personalidad y el pensamiento de Pablo quedan ampliamente reflejados en la abundante información que de él nos ha llegado, más que de ninguno de los otros personajes de los orígenes cristianos, a excepción de Jesús. Bajo este aspecto, Pablo sobresale de modo único, tanto por el amplio numero de escritos suyos que poseemos (las trece cartas paulinas), una de las correspondencias más célebres de toda la antigüedad, como por la extensa narración de su vida y de su actividad apostólica recogida en los Hechos de los Apóstoles, donde noticias de otras figuras de los orígenes cristianos se encuentran solo fragmentariamente. Gracias a esa documentación sabemos, entre otras cosas, que Shaul o Saulo, como originariamente se llamaba (Hch 7,58; 8,1 etc.), era un judío de la diáspora, perteneciente al grupo de los fariseos3 (Flp 3,5; Hch 23,6), nacido en la «no oscura» ciudad de Tarso, capital de la provincia romana de Cilicia (Hch 21,39). Poseía *M.A.
TÁBET, La figura de San Pablo ante en año paulino 2008-2009, Venezuela 2008. Como bibliografía esencial, cf R. PENNA, Un cristianismo posible. Pablo de Tarso, Madrid 1991; IDEM, L’apostolo Paolo. Studi di esegesi e teologia, Cinisello Balsamo (MI) 1991; J. SÁNCHEZ BOSCH, Nacido a tiempo. Una vida de Pablo, el apóstol, Estella 1994; IDEM, Escritos paulinos, Estella 1998; A. SACCHI e coll., Lettere Paoline e altre lettere, Leumann (Torino) 1996; J. BECKER, Paolo, l’apostolo dei popoli, Brescia 1996; R. FABRIS, Paolo. L’apostolo delle genti, Milano 1997; J.J. BARTOLOMÉ, Pablo de Tarso. Una introducción a la vida y a la obra de un apóstol de Cristo, Madrid 1997; J. GNILKA, Paolo di Tarso. Apostolo e testimone, Brescia 1998; G.F. HAWTHORNE/ R.P. MARTIN /D.G. REID (eds.), Dizionario di Paolo e delle sue lettere, Cinisello Balsamo (MI) 1999 (orig. ing. InterVarsity Press, Downers Grove 1993); C.K. BARRETT, On Paul. Aspects of his Life, Work and Influence in the Early Church, London-New York 2003; J. MURPHY-O’CONNOR, Paolo: un uomo inquieto, un apostolo insuperabile, Cinisello Balsamo 2007. 2 Coordinador general del evento es el card. Andrea Cordero Lanza di Montezemolo, Arcipreste de la Basílica de San Paolo extramuros. La idea, presentada al Santo Padre, fue acogida inmediatamente con gran interés, dando disposiciones para promover el evento. Para la información sobre el Año Paulino se podrá consultar el sito web de la Basílica che será online durante el mes di octubre. 3 Según Flavio Josefo, en tiempos de Pablo el grupo de los fariseos, movimiento básicamente laico y muy influyente en la sociedad judía, contaba con unos seis mil partidarios. Las fuentes históricas nos hablan del rigor con que observaban la ley y la importancia que daban a las tradiciones de los antepasados. 1 1
una gran cultura religiosa adquirida al parecer en Jerusalén «a los pies de Gamaliel» (Hch 22,3), rabino perteneciente a la escuela de Hillel que practicaba un fariseísmo flexible, y un amplio conocimiento del mundo helenístico. Por su origen tenía el estatuto de «ciudadano romano» (Hch 22,25-29; 25,10-12). Había aprendido también un oficio manual, duro de realizar, la fabricación de tiendas con pelo de cabras (Hch 18,3), lo que le permitiría más tarde proveer a su propio sustento sin ser carga para las Iglesias, como se sintió urgido a afirmar en alguna ocasión (Hch 20,34; 1Co 4,12). Es conocido el momento sublime que dio el cambio brusco a toda su existencia, representado copiosamente por la iconografía de todos los tiempos. Célebre es el cuadro de Caravaggio colocado en la capilla Cerasi de Santa Maria del Popolo (Roma), obra dominada por una intensa acción dramática y muy estudiada desde el punto de vista compositivo. El acontecimiento es rememorado tres veces en los Hechos de los Apóstoles, con abundancia de detalles, señal clara de su enorme importancia (Hch 9,1-19; 22,5-16; 26,12-18). Las narraciones concuerdan en los elementos esenciales, con variantes debidas a una intencionalidad por parte del autor de los Hechos o del mismo Pablo, es decir, al interés por señalar, en cada caso, algún aspecto particular de aquel momento histórico único en atención a los oyentes. En cualquier caso, todas los relatos señalan que, como judío celoso y reciamente convencido de las creencias de sus antepasados (Ga 1,13-14; Flp 3,6), consideraba el mensaje de Jesús inaceptable, y por eso sentía el deber de perseguir a los discípulos de Cristo. Estando en este trance, en el camino a Damasco, probablemente a mediados de los años treinta, fue «alcanzado por Cristo Jesús» (Flp 3,12), que le transformó de perseguidor en apóstol. Pablo no tiene reparos en confesar que obtuvo misericordia porque había obrado «por ignorancia en su infidelidad» (ITm 1,13). Este hecho lo diferencia de todos los demás apóstoles, en los que la llamada se presenta como en suave continuidad con el judaísmo profesado anteriormente. Pablo tuvo que vencer todo un mundo de ideas y de actitudes que habían forjado profundamente su personalidad. En algunas de sus cartas, el apóstol alude a su vocación refiriéndola como una visión (1Co 9,1), una iluminación (2Co 4,6) o, más aún, una revelación que Dios le había hecho de su Hijo para que lo anunciase entre los gentiles (Ga 1,15-16). A partir de entonces, como él mismo señala, todo lo que antes tenía valor para él se convirtió por contraste en «pérdida» y «basura» (Flp 3,7-10), poniendo todas sus energías al servicio exclusivo de Jesucristo y de su Evangelio, con el deseo de «hacerse todo a todos para salvar a toda costa a algunos» (1Co 9,22). Los sucesos acaecidos después de su conversión Pablo los recuerda concisamente en Ga 1,17-24, instado por la urgencia de afirmar que su mensaje no provenía de ciencia humana, sino de Dios, confirmado por los apóstoles. 2. Pablo, apóstol de las gentes La transformación de Pablo en ‘Apóstol de las gentes’ tuvo lugar en Antioquía de Siria, ciudad donde por primera vez se anunció el Evangelio a los griegos y donde se acuñó también la denominación de «cristianos» (Hch 11,20.26). Fue una llamada especialísima de Dios, ya antes anunciada al justo Ananías durante las circunstancias de la conversión: «Este hombre, dijo el Señor a Ananías, es para mí un instrumento de elección para llevar mi nombre delante de todas las naciones, de los reyes y de los hijos de Israel» (Hch 9,15). Del perseguidor, Cristo quiso hacer el apóstol que llevaría a cabo el extenso trabajo de evangelización entre las naciones paganas. La llamada se concretizó durante una celebración litúrgica en Antioquia: «Mientras estaban celebrando el culto del Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo: “Separadme a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado”. Entonces, después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y les enviaron» (Hch 13,2-3). A partir de ese momento, sin tardanza, comienzan los viajes misionales del Apóstol por todo el imperio, cruzando regiones y ciudades aunadas entonces por la cultura helenística, aunque diferentes por su realidad sociológica. Tres largos viajes lo llevan, primero, a Chipre; luego, en diferentes ocasiones, a las regiones del Asia Menor (Pisidia, Licaonia, Galacia y Asia); sucesivamente a las regiones de Europa, sobre todo Macedonia y Grecia, evangelizando algunas de 2
las más importantes ciudades, como Corinto, Atenas, Filipos, Tesalónica, Berea y Mileto. Evangeliza también Roma en dos ocasiones: durante su primera cautividad romana del 61 al 63 (Hech 28,16-31) y en los últimos años de Nerón (54-68 d.C.), dando entonces testimonio supremo de su amor a Cristo con su sangre. Una antigua tradición afirma que sufrió martirio en el año 67 en la plaza llamada Aquae Salviae (hoy Tre Fontane), a unos tres kilómetros de la espléndida basílica de San Pablo extramuros, lugar donde se encuentran sus reliquias en un sarcófago de mármol bajo el altar papal, y a unos 11 kms de la Basílica de San Pedro. San Clemente Romano, a fines del primer del siglo I, escribe que «por emulación y envidia dio Pablo muestra del trofeo de su paciencia […], y habiendo predicado en oriente y en occidente, alcanzó la noble gloria que correspondía a su fe: habiendo enseñado la justicia a todo el mundo, y habiendo llegado hasta el confín de occidente, y habiendo dado su testimonio ante los gobernantes, salió así de este mundo y fue recibido en el lugar santo, hecho ejemplo extraordinario de paciencia» (VIII,5-6). Nada impidió a Pablo manifestar su fe por Jesucristo y mostrar su deseo universal de salvar a todas las almas, como asevera en un extenso texto ante los que querían oponerse a su apostolado: «¿Ministros de Cristo? -¡Digo una locura!- ¡Yo más que ellos! Más en trabajos; más en cárceles; muchísimo más en azotes; en peligros de muerte, muchas veces. Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé en el abismo. Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias.¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo me abrase? Si hay que gloriarse, en mi flaqueza me gloriaré. El Dios y Padre del Señor Jesús, ¡bendito sea por todos los siglos!, sabe que no miento» (2Co 11,23-31). Es del todo manifiesto que la fuerza de Pablo radicaba en su fe y en su amor a Cristo; en la contemplación del amor de Cristo pendiente en la Cruz: «el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2Co 5,14-15). 3. El evangelio de Pablo No hay duda de que para un cristiano los escritos de Pablo forman una unidad canónica con los escritos evangélicos, que recogen lo que Jesús hizo y enseño durante su paso en la tierra. No es posible por eso separar sus enseñanzas, aunque sea evidente que pertenecen a géneros literarios diversos. Si nos fijamos en el contenido, lo que une unos escritos a otros es el fundamental anuncio de la Buena Nueva, centrada en la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. La predicación de Pablo se puede considerar en ese sentido un «evangelio», como él mismo la denomina, al hablar del «día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres, según mi evangelio, por Cristo Jesús» (Rm 2,16). Las referencias más bien escasas en los escritos paulinos a los eventos de la vida de la existencia histórica de Jesús, no se pueden considerar por eso, de ningún modo, un desinterés de Pablo ante la figura histórica de Jesús. Se explican por el origen de su experiencia personal. Privado de la experiencia histórica de los otros apóstoles y de los discípulos que acompañaron a Jesús en su caminar terreno, Pablo fue llamado a la fe en un encuentro con el Resucitado, motivo que le impulsó a hablar a lo largo de su predicación precisamente de Aquel Jesús que se le había aparecido. Por eso, a diferencia de los evangelios sinópticos y de Juan que nos invitan a caminar en pos de Jesús de Nazaret a través de los acontecimientos de su vida terrena, Pablo concentra toda su atención en el misterio pascual, momento cumbre en el que Jesús de Nazaret se muestra como el «sí» y el ««amén de todas las promesas divinas de salvación» (cf 2Co 1,17-20). De ese acontecimiento nace la reflexión teológica y la exhortación personal del Apóstol de las gentes. Se puede señalar, por otra parte, que lo que podemos llamar ‘evangelio de Pablo’ se desarrolló principalmente en su misión de pregonero de Cristo (1Co 9,16), como los demás 3
apóstoles, enviados a predicar por Jesús (Mt 28,19-20; Mc 16,16); sus cartas surgieron en momentos concreto de su predicación, forzado por las circunstancias: los graves problemas por los que atravesaban las comunidades cristianas. Ellas quedan, sin embargo, como testimonios privilegiados de su predicación, con un valor universal gracias a la acción del Espíritu que iluminó el corazón de Pablo. 4. Temas teológicos fundamentales de los escritos paulinos La teología de Pablo es de algún modo omnicomprensiva, pues en la variedad de sus cartas abarca prácticamente todo los aspectos de la fe y de la espiritualidad cristiana. Por otra parte, nos presentan un modo de leer y de interpretar la Escritura que es toda una escuela de comprensión bíblica4. Aquí desarrollaremos sólo algunos temas que pueden ser considerados especialmente centrales –el cristocentrismo, la original perspectiva con que ilumina la teología sobre el Espíritu Santo y su percepción del misterio de la Iglesia–, ofreciendo como preámbulo una breve perspectiva general de la doctrina paulina. a) Perspectiva general El diverso contenido teológico de las cartas de Pablo tienen indudablemente su raíz en el hecho de que fueron escritas no como tratados teológicos de teología moral o sistemática, sino bajo el impulso de las circunstancias concretas de las comunidades a las que se dirigía, cuyos problemas eran en gran parte diferentes; a esto se añade el que fueron escritas en una amplio período de tiempo y en contextos vitales muy diversos, durante el que el pensamiento de Pablo fue madurando, alcanzando perfiles cada vez más definidos. Hablando en términos generales, en las cartas se pueden individuar algunos núcleos teológicos principales. En primer lugar, atendiendo al despliegue cronológico, nos encontramos con una clara reflexión de orden escatológico, referido al hecho y a las circunstancias de la consumación de la historia de la salvación, como se advierte sobre todo en las cartas a los Tesalonicenses. La dimensión cristológica de la enseñanza paulina, donde se desvela el lugar único y singular que ocupa la persona de Cristo en el designio divino de salvación, sobresale particularmente en las cartas a los Filipenses y a los Colosenses, en los que la figura de Cristo adquiere perfiles de una luminosidad extraordinaria. Lo referente al designio mismo de salvación, es decir, al plan de Dios que escondido en los siglos se manifestó en la plenitud de los tiempos en Cristo y sigue actuando a través de la Iglesia, a quien se le ha confiado los dones y las gracias para llevar a buen término la salvación de los hombres, lo expone Pablo sobre todo en la carta a los Efesios, relegando a las cartas Pastorales lo referente al buen gobierno de la Iglesia. Por el contrario, lo relacionado con el modo de salvación de los hombres, hecho que se verifica por la gracia de Dios concedida por medio de Jesucristo y bajo la actuación del Espíritu Santo, adquiere su más lograda fisonomía en la carta a los Romanos y a los Gálatas. Por último, aspectos concretos como la unidad de la Iglesia, su dimensión apostólica, los carismas de los que goza, la excelencia de la caridad, o bien, la exposición de verdades como la naturaleza del matrimonio cristiano, la dignidad exigida en la asamblea litúrgica, la resurrección de Cristo y la resurrección de los cuerpos constituyen temas centrales de las dos cartas a los Corintios. En todas las cartas Pablo armoniza exposiciones doctrinales de la fe cristiana con la denuncia de los errores que ya entonces surgían en las Iglesias; y en todas, igualmente, Pablo concede un largo espacio a las consecuencias morales exigidas por la fe, sobre todo en la parte parenética de algunas de sus cartas (Rm 12-15; Ef 5-6; Flp 2,12-4,9; Col 3-4). Es claro que Pablo concebía 4 Señalemos solamente que las referencia que hace Pablo al Antiguo Testamento de modo explícito o implícitamente son innumerables. En el conjunto de sus trece cartas los estudiosos enumeran unas setenta y cinco citas explícitas. Muchas otras son las citas implícitas y las alusiones. Por otra parte, en él prevalece, junto a la interpretación que podemos designar ‘literal’, la interpretación tipológica, que medita los acontecimientos de la nueva alianza a la luz de los eventos acaecidos en la antigua. Sin embargo, tal vez lo más característico de Pablo es que no parte del Antiguo Testamento para encontrar a Cristo; sino que es la fe en Cristo la que le lleva a entender el pleno significado de los eventos acaecidos en la primera etapa de la economía de la salvación. 4
inseparables la fe y las obras consecuencia de la fe, es decir, postulaba la necesidad de que el cristiano viviera una vida digna en conformidad con los bienes recibidos de Cristo. En este sentido, tal vez su enseñanza sobre la profunda participación del cristiano a la muerte y resurrección de Cristo, frecuente en sus cartas, pueda ser considera el centro de su prospectiva moral. El texto más explícito lo encontramos en Rm 6,3-6: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido hechos una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado» (6,4-6). La vida moral es así concebida como desarrollo coherente con la gracia cristiforme recibida en el Bautismo. Como consecuencia, el cristiano debe caminar «de una manera digna del Señor, agradándole en todo, fructificando en toda obra buena y creciendo en el conocimiento de Dios» (Col 1,10; 5,10); buscando por tanto «qué es lo que agrada al Señor» y alejándose de «las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciándolas» (Ef 5,10-11). En definitiva, aconseja el Apóstol: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él». En consecuencia: «Mortificad vuestros miembros terrenos: fornicación, impureza, pasiones, malos deseos y la codicia, que es una idolatría, todo lo cual atrae la cólera de Dios sobre los rebeldes, y que también vosotros practicasteis en otro tiempo, cuando vivíais entre ellas. Mas ahora, desechad también vosotros todo esto: cólera, ira, maldad, maledicencia y palabras groseras, lejos de vuestra boca. No os mintáis unos a otros. Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador» (3,1-10). b) La centralidad de Cristo Es frecuente entre los teólogos afirmar que la doctrina de san Pablo es fundamentalmente cristocéntrica, abarcando en una amplia perspectiva la persona y figura del Redentor. Un dato numérico puede ser significativo: en las cartas paulinas, después del nombre de Dios, que aparece más de quinientas veces, el nombre mencionado con más frecuencia es el de Cristo o Jesucristo (ca. 380 veces). Por otra parte, con frecuencia aparecen asociados los nombres de Dios Padre y de Jesucristo, al que se la aplica el título de ‘Señor’ en reconocimiento de su divinidad, por ejemplo: «Que el mismo Señor nuestro Jesucristo y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y que nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y los afiance en toda obra y palabra buena» (2Ts 2,16-17). De hecho, todos y cada una de las enseñanzas de san Pablo convergen, en último análisis, hacia Jesucristo, de tal modo que si se hiciera abstracción de su figura la enseñanza paulina sería incomprensible. Lo mismo se puede afirmar observando que lo que Pablo llama su «evangelio» consiste en el cumplimiento de las promesas de Dios en Jesucristo, o bien, la salvación de todos los hombres por la fe «en Cristo»5. Es ilustrativo el modo con el que comienza su carta a los Romanos, carta magna del epistolario paulino: « Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios, que había ya prometido por medio de sus profetas en las Escrituras Sagradas, acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro, por quien recibimos la gracia y el apostolado, para predicar la obediencia de la fe a gloria de su nombre entre todos los gentiles» (1,1-5).
5 La fórmula «en Cristo» o «en Cristo Jesús» es típica de Pablo, recorriendo especialmente algunos escritos como en la carta a los Efesios. Solo en el cuarto evangelio y en 1P 3,16; 5,10.14 aparecen expresiones análogas. 5
Desde el momento de su conversión, Pablo comprendió que su misma vida necesitaba una nueva y radical orientación, que no podía ser otra que la vida en Cristo, a la que entregó todas sus energías, de modo que años más tarde pudo escribir a los Gálatas: «la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20); o con otras palabras, referidas explícitamente a la unión con la cruz de Cristo: «En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo para mí está crucificado y yo estoy crucificado para el mundo!» (Ga 6,14). En otras ocasiones expresaba esa misma realidad de su existencia invirtiendo los términos, para destacar que el cristiano no estaba invitado a realizar sólamente un esfuerzo humano, sino una labor personal de correspondencia al actuar de Cristo para hacer que Cristo habitase en él: «En efecto, yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios: con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,19-20). El cristiano debía identificarse de tal modo con Cristo que, dejando de lado cualquier apreciación meramente humana, Cristo viviese en él con una compenetración que alcanzase los mismos sentimientos: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo», exhortaba el Apóstol a los Filipenses (Flp 2,5). Por otra parte, el cristiano debía desarrollar su existencia a la luz del acontecer de la vida de Cristo, de modo que hasta sus mismos sufrimientos fuesen los «sufrimientos de Cristo» (2Co 1,5), con una identificación total: «Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2Co 4,10). Pablo, por otra parte, estaba plenamente convencido de que el enlace de unión entre el cristiano y Cristo se verificaba no mediante un simple anhelo, sino mediante la fe movida por la gracia, que había por tanto que avivar, como escribe a los Gálatas: «Conscientes de que el hombre no se justifica por las obras de la ley sino sólo por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley “nadie será justificado”» (Ga 2,16). En el lenguaje paulino “ser justificados” significa ser acogidos por la bondad misericordiosa de Dios, entrar en comunión con Él, hacerse partícipe de la vida divina; proceso que se realiza por medio de la gracia y el perdón total de los pecados: primero, a través del sacramento del Bautismo, por medio del cual, «al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6,4); sucesivamente, por medio del sacramento del perdón, pues, la justificación, como afirma el Apóstol, no depende sustancialmente de las buenas obras, sino de la gracia de Dios: «Somos justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús» (Rm 3,24). Respecto al Bautismo, Pablo escribe unas palabras especialmente significativas para nuestro tema: «Fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte… Fuimos con él sepultados… somos una misma cosa con él… Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,3.4.5.11). Para Pablo no es suficiente decir que los cristianos son bautizados, purificados; para él es esencial afirmar que lo han sido «en Cristo Jesús», expresión que recure frecuentemente en sus escritos (Rm 8,1.2.39; 12,5; 16,3.7.10; 1Co 1,2.3). c) El Espíritu Santo y su presencia en el cristiano En la enseñanza de san Pablo, la vida en Cristo se presenta inseparablemente unida a la acción del Espíritu Santo en el alma. A la vez, cuando habla del Espíritu, no se limita a ilustrar la dimensión dinámica y operativa de la tercera Persona de la Santísima Trinidad, sino que señala su presencia activa en el hombre, su fuerza vivificadora y cristificante. Pablo afirma así que el Espíritu de Dios habita en el alma en gracia como en un templo (Rm 8,9; 1Co 3,16; 6,19) y que «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Ga 4,6). Por otra parte, señala que «la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús» nos ha liberado «de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8,2). Para el cristiano, por tanto, el Espíritu Santo no es sólo el «espíritu» de Dios de modo genérico, como se expresaba la revelación veterotestamentaria (Is 63,10.11). Es propio de la fe cristiana, como manifiesta la teología paulina, la confesión del Espíritu como Persona divina y de la participación de ese Espíritu en el Señor resucitado. No extraña por eso que san Pablo hable 6
directamente del «Espíritu de Cristo» (Rm 8,9), del «Espíritu del Hijo» (Ga 4,6) o del «Espíritu de Jesucristo» (Flp 1,19); y señale que el que no tiene el «Espíritu de Cristo» no le pertenece (Rm 8,9). Dos ideas conviene destacar todavía en el pensamiento paulino por lo que se refiere a la acción del Espíritu en el cristiano. Gracias a la acción del Espíritu el cristiano alcanza a vivir la admirable vida de ‘hijo de Dios en el Hijo’: «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados» (Rm 8,14-17). Por otra parte, es gracias a la acción del Espíritu que el cristiano aprende a dirigirse a Dios del modo justo: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios» (Rm 8,26-27). Todo esto hace que el cristiano pueda vivir de esperanza, de una esperanza que no engaña y que nada hace desfallecer, apoyada en el amor de Dios: «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Y que en él se puedan anidar los más profundos sentimientos que habían en el corazón de Cristo, pues «fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley. Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Ga 5,22-25). En particular, fruto del Espíritu es la caridad y el amor fraterno, pues el Espíritu estimula a entablar relaciones de caridad con todos los hombres: a actuar con «espíritu» fervoroso, «sin devolver a nadie mal por mal» (Rm 12,11.17). Se puede señalar para concluir que el Espíritu, según san Pablo, es un anticipo generoso que el mismo Dios nos ha dado de su vida divina y al mismo tiempo garantía de nuestra herencia futura (2Co 1,22; 5,5; Ef 1,13-14). d) La Iglesia, Cuerpo de Cristo Pablo alcanzó originariamente su percepción del misterio de la Iglesia en las palabras que Cristo le dirigiera durante su conversión camino a Damasco: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9,4). En esas palabras Cristo incorporaba a su persona a los cristianos perseguidos, como formando una unidad. Pablo exclamará más tarde por eso, con profundo dolor: «He perseguido a la Iglesia de Dios» (1Co 15,9; Ga 1,13; Flp 3,6), presentando su comportamiento casi como el peor delito que había podido cometer: perseguir a los cristianos era perseguir al mimo Cristo. Esta percepción del misterio de la Iglesia está en la base de una de las imágenes con que Pablo la describe: «Cuerpo de Cristo» (1Co 12,27; Ef 4,12; 5,30; Col 1,24), que ha dado lugar a la concepción cristiana de la Iglesia como «cuerpo místico de Cristo». Así se expresa: «Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1Co 12,12-13). Esta última frase conduce a una conceptualización del misterio de la Iglesia en su íntima vinculación con la Eucaristía, donde el cristiano recibe de modo eminente el «Espíritu de Cristo»: Cristo nos da su Cuerpo y nos convierte en su Cuerpo. En este sentido, san Pablo afirma: «Todos vosotros sois uno en Cristo» (Ga 3,28); o bien: «Dado que hay un solo pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo» (1Co 10,17). El Apóstol también utiliza otras imágenes de gran simbolismo para manifestar la esencia profunda de la Iglesia, como la de «Esposa de Cristo» (Ef 5,21-33), asumiendo una antigua metáfora profética que consideraba al pueblo de Israel como la esposa del Dios de la alianza (Os 2,4.21; Is 54,5-8); y la de «campo de Dios» o «edificación de Dios», y así escribe: «Conforme a la 7
gracia de Dios que me fue dada, yo, como buen arquitecto, puse el cimiento, y otro construye encima. ¡Mire cada cual cómo construye! Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo» (1Co 3,9-11). En particular, en el contexto en el que nos encontramos conviene subrayar que, en Pablo, su presentación del misterio de la Iglesia está imbuido de su gran amor a la Esposa de Cristo, no sólo a las Iglesias por él fundadas en sus recorridos apostólicos, como era fácil de suponer, sino que sentía una verdadera «preocupación por todas las Iglesias» (2Co 11,28), a las que procuraba exhortar a una fe más viva o corregir sus desviaciones, en ocasiones con acentos graves, como se observa en la carta a los Gálatas (Ga 1,6) o en la de los Corintios (1Co 11,17-34; 2Co 6,11-18; 10-13). En otras ocasiones, como a los Filipenses, por el contrario, manifiesta el gozo de la fidelidad de esos cristianos llamándoles «hermanos míos queridos y añorados, mi gozo y mi corona» (Flp 4,1). Y siempre demostraba a los fieles un verdadero sentimiento no sólo de paternidad, sino también de maternidad, dirigiéndose a sus destinatarios con frases como: «hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Ga 4,19; 1Co 4,14-15). Finalidad de san Pablo era en definitiva exhortar a los cristianos a «no extinguir el Espíritu» (1Ts 5,19), siendo la edificación mutua un criterio especialmente importante: «Que todo sea para edificación» (1Co 14,26). Para esto cada uno debía ser plenamente fiel a los carisma recibidos, remontándose todos ellos a un único manantial, al Espíritu del Padre y del Hijo. En efecto, «a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (1Co 12,7). Era necesario, por tanto, «conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz: un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados» (Ef 4,3-4). Consideraciones finales La figura de Pablo se presenta como un caso del todo singular en la historia de la Iglesia de los orígenes. A diferencia de los otros apóstoles, Pablo no fue llamado por Jesús en los años de su vida en la tierra, sino que su vocación la recibe del Resucitado (1Co 1,1; 9,1; Ga 1,11-12). Por otra parte, tuvo una misión del todo particular, llevar la fe a los gentiles, a los excluido de la alianza sinaítica, a los paganos. Su vida tiene por eso un carácter profundamente misional, en el sentido de haber tenido que llevar la palabra de Dios ad gentes, a quienes no le conocían y estaban abocados a las prácticas paganas (Hch 22,21; Rm 11,13), buscando la concordia entre todos los cristianos para que tuvieran todos «un mismo sentir» (Rm 12,16) basado en la caridad mutua (Rm 12,1-21). Para esto tuvo que elaborar una teología que mostrara el mensaje evangélico en toda su grandeza y esplendor, centrado en la gran novedad que presentaba a los hombres, la verdad sobre Cristo y su obra de salvación. Tuvo también que hacer comprender, ante un mundo que era originariamente el suyo y que había recibido la luz de Dios, la relación que mediaba entre la fe en Cristo y la observancia de la Ley, entre la salvación por la fe y la búsqueda de una salvación por las obras de la Ley, tema que aflora ya con fuerza en la carta a los Gálatas y que afrontará decididamente en la carta a los Romanos. Gracias al Concilio de Jerusalén (Hch 15), alcanzó credenciales para ejercitar su apostolado; pero las dificultades no le faltaron, tanto por parte de los mismo judíos (2Cor 11,24), como por parte de los llamados «falsos hermanos» (Ga 2,4; cf 2Co 11,26; Flp 3,18-19). Para cumplir su misión universal, por otra parte, Pablo desarrolló su ministerio apostólico de modo itinerante, en las sinagogas, calles y plazas de las ciudades (Hch 17,17), en casas privadas (Hch 16,40; 18,7; 20,7-8; 28,30-31) y lugares públicos (Hch 17,19ss). Esta es la enorme originalidad de la misión que Dios confió al apostolado de Pablo y que se presenta de modo paradigmático: la misión de llevar a Cristo a las entrañas del mundo, de anunciar el evangelio a todos los hombres sin distinción de raza ni de cultura, en proponer el mensaje evangélico a todas las gentes. Por esto es lógico que el año paulino, que está por comenzar, tenga en sus entrañas por deseo del Romano Pontífice una dimensión verdaderamente ecuménica.
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