miguel ángel villena Ana Belén Desde mi libertad

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Índice

Prólogo. La madurez de una artista incombustible 1. La fuerza de Lavapiés

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2. El escenario, un lugar en el mundo 3. Artistas contra Franco

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4. Boda, morbos y escándalos 5. La sonrisa del PCE

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6. El gusto musical es de ella 7. La mujer más deseada

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8. Al otro lado de la cámara

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9. La magia del teatro, la crisis del cine

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Epílogo. El mito en la corta distancia ..................... Agradecimientos ..............................................................

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10. El relevo generacional

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Cronología Discografía Filmografía Bibliografía

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Prólogo LA MADUREZ DE UNA ARTISTA INCOMBUSTIBLE

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na Belén acaba de despojarse de la túnica ensangrentada de una Medea que ha asesinado a sus dos hijos y aparece sonriente y relajada en la puerta de artistas del Teatro Calderón de Valladolid. Abrigada con un chaquetón de plumas, enfundada en unos vaqueros y rodeado su cuello con una bufanda, la actriz atiende gustosa las peticiones de los admiradores que desean fotografiarse con ella. Desde que era una jovencita está más que acostumbrada a que le pidan autógrafos o le soliciten una foto. De hecho, no poder pasar desapercibida se incluye entre los peajes de su fama. Después de dos horas de una auténtica paliza física y anímica encima del escenario, Ana confiesa que ha notado una buena sintonía con el público, un feeling especial que los intérpretes de teatro siempre perciben en el patio de butacas, tanto en las noches de éxito como en las funciones menos lucidas. Hace ya más de medio siglo que esta actriz y cantante,

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nacida María Pilar Cuesta Acosta en el popular barrio madrileño de Lavapiés, se sube a las tablas desde que fuera descubierta en un programa de Unión Radio allá por los años sesenta del siglo pasado. «Mírenla, es la hija de una portera y parece que su madre fuera la duquesa de Alba», exclamó el famoso locutor Bobby Deglané por los micrófonos de Unión Radio. Un viento helador se cuela por las calles de Valladolid cercanas al teatro tras una jornada fría y lluviosa de mediados de febrero mientras Ana evoca ante un grupo de amigos sus actuaciones musicales y teatrales en esta capital castellana que acaba de ovacionarla de nuevo, en esta ocasión por su desgarrado papel en esta tragedia clásica dirigida por José Carlos Plaza, en una versión de Vicente Molina Foix. «A su edad está guapísima», comentan dos señoras maduras a la salida del teatro. Se trata de un comentario que podrían suscribir miles, millones de seguidores, hombres y mujeres, de esta artista que parece incombustible y que ha alcanzado ya la categoría de mito, el nivel de una estrella. El calificativo podría parecer exagerado, pero ¿cómo definir a una mujer que sigue interpretando papeles estelares en los teatros, llena pabellones y auditorios en sus giras musicales y está a punto de rodar a las órdenes de Fernando Trueba una segunda parte de La niña de tus ojos? A propósito de la gran pantalla quizá sea el cine la faceta que más se le ha resistido en la última década a Ana Belén, aunque bien es cierto que su

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caso no resulta una excepción porque escasean los buenos papeles para las actrices maduras en la industria cinematográfica. Aquí o en el mismísimo Hollywood, como ya han denunciado con frecuencia algunas estrellas como Susan Sarandon. Así pues, ¿dónde están las claves que explican la pervivencia de una artista que nunca ha pasado de moda? ¿Cómo ha logrado fidelizar al público de su generación y, al mismo tiempo, ampliar el abanico de edad de sus fans, algunas de las cuales llevan su nombre artístico como nombre de pila? ¿Qué receta mágica aplica para mantenerse en plena forma, a sus sesenta y cinco años recién cumplidos, y compaginar teatro, música y cine? ¿Cómo explicar sus discos grabados en la última década como Anatomía o A los hombres que amé o su espectáculo de teatro y música con la pianista Rosa TorresPardo, Música callada. La vida rima? ¿Por qué ha triunfado esta mujer menuda y delgada, «poquita cosa», según ella misma, tanto en España como en varios países latinoamericanos, como Argentina o México, donde sus numerosos seguidores obligan a colgar el cartel de «no hay entradas» cada vez que canta al otro lado del Atlántico, bien sola o en compañía de Víctor? Más allá de los focos, la vida cotidiana de esta madrileña castiza, sus aficiones y sus costumbres, sus disciplinas y su actitud ante la vida y el mundo ayudan a comprender la vigencia de una carrera artística que podría haberse malogrado en el altar de los juguetes rotos en que se con-

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virtieron otros niños prodigio del franquismo como Joselito o Marisol. Pero Ana Belén siempre subraya, una y otra vez, que tuvo mucha suerte con la gente que se cruzó en su camino, desde aquel Miguel Narros que convenció a sus padres, allá por los lejanos años sesenta, para que se formara en una compañía teatral, hasta llegar a esta función de Valladolid, en el invierno de 2016, con el Teatro Calderón lleno a rebosar, dirigida de nuevo por su inseparable José Carlos Plaza. Sin olvidar, por supuesto, a su familia y sus amigos, auténticos sostenes de su personalidad.Y con Víctor Manuel San José en primer plano, su pareja artística y sentimental desde 1972 y la otra cara de uno de los dúos más populares de la España de las últimas décadas. Un tándem que se ha revelado complementario en lo profesional y en lo personal.Tal vez Ana Belén nunca haya pasado de moda porque nunca ha estado de moda, y no es un juego de palabras. Esta actriz y cantante ha elegido, en general, muy bien sus proyectos artísticos, aunque también ha cometido errores y sufrido patinazos; ha guardado bajo mil candados su vida privada, alejada del mercadeo de tantos y tantos famosos; ha comparecido ante la prensa solo cuando ha sido estrictamente necesario; ha mostrado una profesionalidad que no le discuten ni sus más recalcitrantes enemigos; y, en suma, ha observado un respeto sagrado por el público. Todavía más, se trata de una mujer que ha sabido decir no a muchas propuestas que no acababan de convencerla para intentar se-

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guir una línea coherente en su carrera. El escritor Vicente Molina Foix, que conoce muy bien a la artista, lo resume de una manera muy rotunda: «Ana tiene mucho talento y todo lo que hace, lo hace bien». Así se convirtió en una de las mujeres más deseadas y envidiadas del país, en una cantante de multitudes y en una actriz clave para entender el teatro y el cine españoles durante décadas. Desde su libertad, desde una independencia radical, ha alcanzado una intensa madurez, llena de actividad artística y de proyectos de futuro. Por si fuera poco, ha mantenido contra viento y marea una actitud de compromiso cívico que no ha decaído con el paso del tiempo y que la lleva con frecuencia a las manifestaciones en defensa de la cultura o de los derechos ciudadanos. Desde aquellas huelgas de finales del franquismo para reclamar la función única en el teatro y el descanso semanal hasta las recientes movilizaciones contra los recortes en la cultura o contra el IVA del 21 por ciento, la artista madrileña ha salido siempre a la calle. Muy atenta a la realidad que la rodea, con unas dotes de observación y una capacidad de rebeldía aprendidas en la modesta portería de Lavapiés donde creció, Ana ha sabido renovarse, estar al día y conectar con las generaciones más jóvenes. Sin duda alguna, en esa conexión con el mundo real también han influido sus hijos, David (nacido en 1976) y Marina (1983), ya que ambos han seguido la senda de los padres y se dedican al espectácu-

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lo: el primero, como músico, y la segunda, como actriz. No podrían entenderse tampoco los triunfos artísticos de Ana sin la presencia de compañeros y amigos en una larga lista en la que se incluyen nombres como los ya citados Narros y Plaza junto a referencias de la música, el cine, el teatro o el periodismo como Chico Buarque, Pablo Milanés, Joan Manuel Serrat, María Dolores Pradera, Concha Velasco, Manuel Gutiérrez Aragón, Loles León, Joaquín Sabina, Manuel Gómez Pereira, Iñaki Gabilondo, Mercedes Milá, Miguel Ríos, Pastora Vega, Juan Echanove y tantos y tantos que componen un friso de lo mejor de la cultura española y latina de las últimas décadas. Pero junto a las facetas más públicas, la vida privada de la mujer que aparece tras el mito pasa por la disciplina y por el cuidado de su cuerpo y de su voz que son, en definitiva, sus instrumentos de trabajo. Desde hace décadas acude al gimnasio y a la piscina con frecuencia, no fuma apenas y solo bebe caipiriña o daiquiri en celebraciones especiales. Pero, además del cuerpo, la artista intenta mantener vivo el espíritu y estar al día de las novedades en cine, en teatro o en música. Gran aficionada al cine clásico («Siempre enciendo la tele por el canal TCM») y espectadora habitual de teatro, su hijo David, pianista y compositor, ayuda mucho a su madre a la hora de una orientación sobre las nuevas tendencias en un sector tan cambiante como la música. Aunque tanto David como Marina barajaron otras opciones profesionales en su ado-

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lescencia, ambos se encaminaron más tarde por el mundo del espectáculo en cuanto enfilaron la veintena. David, padre ya de dos hijos de siete y dos años, estudió música desde bien pequeño y se ha dedicado profesionalmente a ella, en muchas ocasiones acompañando a Víctor y/o a Ana. A propósito de David y Marina, la defensa de la privacidad de sus hijos fue una de las grandes batallas de la famosa pareja Ana Belén/Víctor Manuel hasta el punto de que tuvieron serios conflictos con varios paparazzi por invadir la intimidad de los chicos. Esa misma actitud intenta mantener la familia San José-Cuesta con sus dos nietos, Olivia y León. En ese sentido, Ana confiesa que ha vivido con mucha alegría su nueva etapa como abuela, no oculta que malcría a veces a sus nietos y declara que no vive con especial angustia el paso del tiempo. Estas reflexiones de la artista vienen también al hilo de las muertes recientes de sus padres y de su inevitable sentimiento de orfandad al desaparecer los progenitores y al margen de las edades de los hijos. La artista ha traspasado, por tanto, ese ciclo vital inexorable que se cierra cuando fallecen los mayores y, al mismo tiempo, se emancipan las nuevas generaciones. «Ya no queda nadie por arriba», gesticula de una forma muy gráfica la cantante al señalar que ahora son su generación y ella misma las que están en primera línea. Muy unida a sus padres, que fueron siempre un apoyo fundamental en su vida y en su carrera, Ana ha sufrido dos golpes muy duros en el últi-

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mo lustro. Tres, en realidad, si se considera la muerte del director teatral Miguel Narros, una suerte de padre espiritual para ella, que falleció apenas unas semanas antes que su madre, a comienzos del verano de 2013. Unos tres años antes, en 2010, se había marchado Fermín Cuesta, cocinero en el hotel Palace durante mucho tiempo y el fan número uno de su hija, después de una larga y muy dolorosa enfermedad. El padre de Ana siempre fue uno de sus principales palmeros, un hombre embelesado por las cualidades y el talento de su hija desde que la acompañaba a los estudios de Unión Radio, en la Gran Vía madrileña, cuando ella apenas era una chiquilla. Por el contrario, Pilar Acosta fue el contrapunto de la tierra, del realismo pragmático, de una modestia orgullosa aprendida en una portería de la calle del Oso, en el Madrid gris y pobre de las décadas de los cuarenta y cincuenta. «Cuando algunas veces me subía a una nube, allí estaba mi madre para bajarme al suelo», suele confesar la artista al recordar a su madre. Pilar Acosta murió de un modo muy dulce, mientras veía la televisión, a los noventa años. Por todo ello, Ana no puede quejarse, ni se queja por descontado, de haber disfrutado largo tiempo de sus padres que vivían en un chalé cercano al de ella en el distrito madrileño de Prosperidad. Siempre en segundo plano, lejos de los focos y de los periodistas, Ana tuvo especial empeño en que sus padres mantuvieran su derecho a la intimidad y solamente en contadas ocasiones aparecieron en los medios de comunicación.

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Ha almorzado con el resto de la compañía de Medea y después se ha retirado un rato a descansar al hotel de Valladolid donde se aloja. A eso de las seis de la tarde, un par de horas antes del comienzo de la función, se ha encaminado hacia el Teatro Calderón, en pleno centro de la ciudad, para maquillarse, peinarse y vestirse. Ha tenido también que ensayar brevemente algunas escenas con la pareja vallisoletana de niños que interpretan, sin palabras, a los hijos de Medea. Cuando ya faltan muy pocos minutos para subir al escenario, Ana se encierra en su camerino para concentrarse en su personaje. Cada actor y cada actriz emplean técnicas, trucos o métodos distintos para ponerse en situación. Así las cosas, algunos necesitan un tiempo amplio de introspección y concentración y están influidos por manías de todo tipo. Otros, en cambio, pueden pasar sin transiciones desde su vida cotidiana a encarnar un personaje, ya sea cómico o trágico. En cualquier caso, resulta asombroso. O sencillamente responde a la magia del teatro que un intérprete sea capaz de meterse en la piel de un personaje durante un par de horas, absolutamente ajeno a los vaivenes de su vida real. Algunos incluso han llegado a subirse a las tablas el mismo día de la muerte de un familiar muy cercano o de su pareja. Pero la función en Valladolid ya ha terminado y Ana departe ahora sonriente con un grupo de amigos y con compañeros del elenco. No va a tardar mucho en retirarse a su hotel porque está agotada y mañana, do-

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mingo, toca función de nuevo. No puede permitirse resfriarse ni perder voz ni amanecer cansada. Alguien comenta que el Teatro Calderón estará también abarrotado al día siguiente. De hecho, las entradas para las tres representaciones en Valladolid se agotaron hace semanas, a los pocos días de ponerse a la venta. Ana Belén sigue, pues, llenando teatros en España con una función o en América Latina con la gira musical de abril de 2016. Entre tanto, ha viajado a Budapest para rodar algunas escenas de La reina de España, la secuela de La niña de tus ojos que está filmando Fernando Trueba. Acaba de cumplir sesenta y cinco años, pero una artista como ella no incluye la palabra jubilación en su diccionario mientras las fuerzas, la ilusión y los proyectos la acompañen. Ella aspira a envejecer como la cantante María Dolores Pradera o como la actriz Katherine Hepburn. Esas metas se marca una Ana Belén que sabe, desde que era una niña, que una artista siempre debe ser ambiciosa y nunca debe conformarse. «Por encima de todo, yo soy una curranta», comenta con frecuencia a modo de resumen de su carrera. Una curranta con talento, belleza y compromiso con el público, un público que nunca la ha abandonado a lo largo de más de medio siglo. Por algo será.

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1 LA FUERZA DE LAVAPIÉS

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írenla, hija de una portera y parece que su madre fuera la duquesa de Alba». Ana tenía poco más de diez años cuando era presentada por primera vez en público en el programa Vale todo, de Radio España. La voz grave y ampulosa de Bobby Deglané, uno de los hombres de radio más populares del franquismo, daba el tono en aquel año de 1961 de una España que el poder político pretendía que fuera pobre, pero digna. En una palabra, que no se rebelara. No resultaba fácil en un país donde todavía se pasaban muchas penurias, condenado a un implacable control moral por parte de la Iglesia católica, donde miles de trabajadores habían de atar sus maletas con rústicas cuerdas camino de la emigración a Francia o Alemania, en el que el fútbol o los toros eran las únicas vías de escape, donde las vaquerías aún ocupaban muchas plantas bajas y tranvías atestados surcaban las grandes ciudades. España salía lentamente de la autarquía

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económica y del aislamiento internacional, aunque las divisas del turismo no habían llegado todavía y las playas eran más frecuentadas por pescadores que por agentes inmobiliarios. María del Pilar Cuesta Acosta nace en Madrid, el 27 de mayo de 1951, como primera hija de Fermín y de Pilar, con residencia en el número 11 de la calle del Oso, muy cerca de la plaza de Tirso de Molina, en pleno barrio de Lavapiés. Su padre trabajará durante treinta años de cocinero en el hotel Palace, uno de los más lujosos, entonces y ahora, de la capital, a unos centenares de metros de su casa, mientras su madre se encargaba de una portería. Las huellas de la Guerra Civil están frescas. Sobre todo, en las familias de los vencidos. Ana desciende de una familia de republicanos y eso no lo olvidará nunca. Cada vez que la han tachado de izquierdista de salón, la actriz se ha revuelto como una fiera y ha esgrimido su partida de nacimiento ideológica. Se asoma al mundo Ana en un país magistralmente descrito por Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga en la película Esa pareja feliz (1951), que retrata la lucha por la vida y las esperanzas de ingenuos desgraciados que sueñan con los premios de los concursos de la radio. O las tragicomedias El pisito y El cochecito, ambas del italiano Marco Ferreri, en torno a dos símbolos de ascenso social en los cincuenta y en los sesenta. Es un país que baila a los sones de Antonio Machín y que escucha en

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los omnipresentes aparatos de radio la melodía del ColaCao («Yo soy aquel negrito del África tropical»), los seriales de Matilde, Perico y Periquín y los melodramas, culebrones se llamarían más tarde, de Sautier Casaseca. Nuestra protagonista comienza a tararear «Nena», al estilo de Sara Montiel, o «Tómbola», al modo de una Marisol que fue la niña prodigio por definición. Son los cincuenta unos años con pocos coches en circulación, sin televisores en las casas y en los que la vida entera, incluso en las grandes urbes, transcurre en la calle entre gritos, juegos y ambiente de patio de vecinos con ropa tendida en los balcones. Lavapiés era en aquella época un barrio de clase trabajadora, de casas de tres o cuatro pisos como máximo y donde algunas plantas bajas estaban ocupadas por comercios familiares. Más de medio siglo después, el barrio no resulta tan insalubre ni inhóspito como entonces, pero tampoco podría calificarse de zona residencial. Ni mucho menos. Buena parte de su población autóctona se ha marchado en los últimos años a otros distritos de Madrid y una multicultural y numerosa colonia de inmigrantes (latinoamericanos, magrebíes, africanos e indios) se ha instalado en las callejuelas y plazoletas de Lavapiés. «Esos son mis orígenes —recuerda Ana—, que para mí han representado una fuerza increíble, saber de dónde vengo, con quién me he educado, con quién he jugado en la calle, de quién me enamoraba, a quién le he hecho

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putadas. Todo eso lo hice en una época muy dura». Mari Pili Cuesta vive de niña en una casa de pocos metros cuadrados junto con sus padres, sus hermanos Julio y Eugenia, sus tíos y una prima y con las cantinelas de la radio presidiendo esa abigarrada célula familiar.Todos alrededor de la radio mientras hacen los deberes del colegio o meriendan, mientras los vecinos entran y salen… Un mundo donde la tradición oral pesaba más que cualquier otra cosa. Y en ese ambiente descubre esa Mari Pili flacucha, de trenzas largas y unos dientes que luego se harían famosos, pero que le granjearon en la escuela el mote de dentuda, la historia de sus antepasados. En esa atmósfera de hacinamiento y sin secretos oye hablar de su abuelo paterno, un republicano que murió en la cárcel tras la denuncia de un cura; le llegan los recuerdos de su padre asociados a la vida en el campo segoviano y a la lucha por sobrevivir en la miseria de la posguerra; desde Lavapiés acude a ver una tienda de juguetes de hojalata donde encargaban los regalos de Reyes que ella intuyó pronto que no procedían de Oriente, sino de un almacén mucho más próximo. Ana Belén conserva olores de la infancia como aquel de la vaquería de la calle de Mesón de Paredes adonde su madre la enviaba a comprar leche. «Tengo ese olor metido y me acuerdo perfectamente. ¿Sabes qué pasa? Vivíamos en el barrio más barrio, más pequeño, y con las casas más insalubres del mundo. No

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pasaban coches apenas y los tres hermanos salíamos mucho a pasear a la calle de la mano de mi madre. Decía: “Vamos a buscar a papá”, y dábamos una vuelta por el paseo del Prado para recoger a mi padre en el hotel Palace. Esa costumbre de callejear me ha acompañado ya durante toda mi vida». La madre de Ana ejerció una notable influencia sobre su hija, aunque procuró situarse muy lejos de ese odioso papel de la mamá de la artista. Pilar Acosta y Fermín Cuesta faltaron a muy pocos estrenos cinematográficos o conciertos de su hija en la plaza de Las Ventas o en el Palacio de los Deportes, pero siempre en un plano discreto. Idéntico celo que Ana Belén empleó para preservar la privacidad de sus hijos aplicó a sus padres, cuyos rostros no conocía el gran público y que nunca concedieron una entrevista periodística. A sus padres debe la actriz y cantante la valoración de una cultura del esfuerzo y del trabajo, de que los triunfos no llueven del cielo. Esa actitud la ha mamado Ana literalmente desde la cuna. Vital y optimista, su padre figuró siempre a la cabeza del club de fans de su hija y fue uno de sus principales palmeros que jaleó una carrera en progresión constante. Su madre, por el contrario, significó siempre un austero punto de equilibrio, muchas dosis de realismo y de autoexigencia. «Si algunas veces pude subirme en globo, mi madre se encargó de que bajara a tierra», comenta Ana con frecuencia.

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Marcada por un duro episodio de la Guerra Civil, Pilar Acosta sabía desde niña lo que cuesta salir adelante. La sublevación militar del 18 de julio de 1936 sorprendió a la madre de Ana Belén en una colonia de vacaciones para niños en una Galicia que fue conquistada de inmediato por las tropas de Franco. Alojados en el balneario de La Toja durante toda la contienda, allí tomaron la primera comunión, por decreto, miles de hijos de republicanos a la espera de que el temible general Millán Astray, tuerto y con el cuerpo mutilado, los visitara de vez en cuando para ver cómo desfilaban marcialmente y con los bracitos en alto. Con apenas doce o trece años, Pilar Acosta tuvo que ocuparse en aquellas largas vacaciones del treinta y seis de otros compañeros más pequeños: lavarlos, darles de comer, prepararles la ropa… Sin poder establecer contacto con sus padres, que permanecieron en el Madrid republicano durante los tres años de guerra, la madre de Ana Belén no regresó a la estación del Norte de la capital hasta 1939, ya convertida en una mujer. La abuela materna de la actriz, una sastra que se hartó de confeccionar capotes para los soldados republicanos, tuvo problemas para reconocer a su hija en el andén. Ese abrupto paso de la infancia a la edad adulta en tiempos de guerra marcó a Pilar Acosta, como a tantos miles de niños de la época. En los años ochenta, Ana aceptó la invitación del ayuntamiento pontevedrés de O Grove, del que depende

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La Toja, para pronunciar el pregón de las fiestas. Sin advertirle del motivo del viaje, Ana se desplazó a Galicia en compañía de su madre, que se reencontró emocionada con el paisaje de su infancia de guerra y con amiguitos de travesuras y de miserias que ya eran abuelos. «Formamos parte de un país al que, para bien o para mal, le han pasado tantas cosas en tan poco tiempo en un caso único en Europa. ¿Cómo se va a perder eso, esa memoria? ¡Por Dios!», reflexiona la actriz en voz alta para ilustrar un empeño por saber quiénes somos y de dónde venimos en una España que suscribió un pacto del olvido en la Transición que tuvo algo de memoricidio en aras de la reconciliación. Esta testigo y, sobre todo, protagonista del último medio siglo de España pone especial cuidado en que sus hijos David y Marina conozcan la historia de su familia y de su país. Aunque es poco rencorosa, Ana se indigna cuando algunos personajes públicos, sobre todo de la política, se comportan como si nadie tuviera una historia detrás. Entre juegos callejeros, Ana pasa toda su infancia en el Madrid del barrio de Lavapiés y asiste al colegio de las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón, unas monjas seglares que impartían la llamada cultura general en zonas obreras de la capital. Desde los cuatro hasta los trece años cursa allí sus estudios, que ya en la adolescencia compaginará con clases de secretariado en una academia. Su temprana llegada al mundo del espectáculo la obliga-

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rá a interrumpir más tarde sus estudios. Como tantas otras artistas de su generación y de su origen social, Ana se ha formado más en los teatros y en las salas de grabación que en las aulas. Bien es cierto que en sus primeros compases musicales se tropezó con un maestro fundamental al que profesaba un singular cariño.Y no es para menos. Poco después de su primer salto a la fama en el programa de Bobby Deglané, Ana se convirtió en una celebridad en el microcosmos de la calle del Oso. De cualquier forma, una cosa era que la chiquilla tuviera una bonita voz y canturreara de memoria los temas de moda que sonaban en la radio y otra bien distinta que pudiera progresar en un medio tan competitivo y despiadado como la música. La suerte y aquella admirable solidaridad de vecinos de los sesenta quisieron que en el número 12 de la calle del Oso viviera un profesor de piano, de nombre Luis Estebarena, que se ganaba la vida con sus clases de música. El maestro Estebarena y Luisa, su mujer, se ofrecieron encantados a dar clases a la jovencísima promesa, a facilitarle partituras, a ampliar su repertorio. De modo desinteresado en muchas ocasiones, el matrimonio de músicos apadrinó a Mari Pili. Un año de solfeo y de piano le sirvió para adquirir una formación sin la que, tal vez, no hubiera podido prosperar. A partir del triunfo en el concurso de Bobby Deglané, empieza una rueda de actuaciones en diversas emiso-

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ras y la joven artista desfila durante un par de años por Radio Madrid, por La Voz de Madrid, por la Intercontinental, en el único periplo posible en aquellos tiempos para despuntar como cantante. Va de casa al colegio, del colegio a las emisoras y vuelta a empezar en un carrusel de actividad que no se ha detenido hasta hoy en una personalidad hiperactiva y enamorada de su profesión. Con su pelito corto y sus vestidos de pana o con sus blusas prestadas y arregladas por vecinas, Ana no deja de cantar temas como «La novia» o «Tus ojos grises» y demuestra un aplomo impropio para su recién estrenada adolescencia. Unas tablas, sin duda, adquiridas en esa escuela de las pandillas callejeras de Lavapiés. El maestro Estebarena ya había pronosticado que la niña tenía buena voz, aptitudes y talento. No se equivocó y pudo comprobar, años después y antes de morir, que Mari Pili había pasado a ser una Ana Belén que ya representaba obras de teatro y grababa discos. Desde el triunfo en el concurso radiofónico y a partir de 1962, acude todos los días durante una larga temporada a cantar a los estudios de la cadena SER, en la Gran Vía madrileña. «Yo entraba todas las mañanas en la radio antes de las nueve. Iba con mi padre en el metro hasta Gran Vía y cantaba durante un rato. Luego mi padre se iba a trabajar al hotel Palace y yo me marchaba al cole. Es una lástima, pero solo conservo una única grabación de aquella época, una sola. Algunos sábados organi-

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zaban programas especiales en los que cantábamos los debutantes y, en ocasiones, artistas famosos que venían invitados». Las fotos de aquellos tiempos muestran una Mari Pili con mucho desparpajo, con los ojos muy abiertos y con ese aire de payasa pícara que no ha perdido con los años. Cuando se encuentra a gusto en un círculo de amigos disfruta haciendo imitaciones y parodias de gente famosa. Gesticula mucho cuando habla, utiliza algunos tacos en su conversación y adorna sus relatos con expresiones distintas de su cara según el curso de la narración. Estos rasgos, unidos indiscutiblemente a una bonita voz para cantar, debieron de atraer a los productores de las películas de Rocío Dúrcal que buscaban un recambio a aquella niña prodigio que ya se había convertido en una mujer. El gran filón comercial de las producciones de los años cincuenta y los primeros sesenta fue el llamado «cine con niño». Chavales despiertos y, a ser posible, con facilidad para el canto inundaron las pantallas. Títulos como El pequeño ruiseñor (1956), dirigida por Antonio del Amo y con Joselito como protagonista; o Marcelino, pan y vino (1954), de Ladislao Vajda y con Pablito Calvo de estrella, dieron unos excelentes dividendos, hicieron llorar a miles de espectadores y se convirtieron en un ejemplo a seguir. Surgieron imitadores de debajo de las piedras y las niñas ocuparon poco después las pantallas con Marisol (Un rayo de luz, Tómbola) y Rocío Dúrcal

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como banderines de enganche. Sentimientos empalagosos e historias con final feliz componían los ingredientes de una fórmula que definió toda una época con una filosofía de moralina barata donde todo el mundo es bueno, los pobres también pueden triunfar y el dinero no da la felicidad. Se trataba de una pomada que intentaba curar falsamente las heridas de millones de españoles que difícilmente lograban llegar a final de mes con sus magros sueldos en medio de una brutal represión. Pero el inevitable crecimiento biológico de los niños cantores imponía relevos constantes y la mina de oro empezaba a presentar signos de agotamiento. Salvo contadas excepciones, los niños prodigio exprimieron su talento en una fama efímera y desaparecieron de la escena para no regresar jamás. El paso a la edad adulta fue letal, por distintos motivos, para sus carreras. Solamente Rocío Dúrcal, fallecida en 2006 a los sesenta y un años de edad, mantuvo una actividad artística, más centrada en América que en España. Las trayectorias posteriores de Marisol o de Joselito, ambos retirados del espectáculo desde hace muchos años, ilustran hasta qué punto fueron marionetas de intereses económicos y de utilizaciones políticas, víctimas de una gloria pasajera en la infancia. La fortuna, en forma de fracaso comercial de la película Zampo y yo, se alió de nuevo con la entonces todavía Mari Pili Cuesta para escapar a esa maldición que persigue a muchos niños actores, incluso en Estados Unidos.

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A la búsqueda desesperada de jóvenes talentos acudieron los productores de Rocío Dúrcal para descubrir en la cadena SER a la hija de una portera que parecía hija de la duquesa de Alba. Corría el año 1964. «Me oyeron cantar en la radio, vinieron a hablar conmigo y le dijeron a mi madre que querían hacerme una prueba. Me hicieron la prueba, fue la primera vez que me puse delante de una cámara. Tenía trece años. No me pillaron en buen momento porque acababan de quitarme una escayola que me habían puesto por la rotura de un brazo jugando en la calle. Pero tuve que grabar dos canciones, “No tengo edad” y “La flor de la canela”, y también interpretar un texto de una película de Rocío Dúrcal para que vieran cómo me expresaba. Me moría de angustia, de vergüenza y de todo durante las pruebas. Bueno, el caso fue que al cabo de unos días llamaron a mis padres y les comunicaron que me iban a hacer un contrato». La que muy poco después, y por decisión de los productores, iba a llamarse Ana Belén pasaba a integrar la nómina de los niños prodigio. Su vida iba a cambiar radicalmente en muy poco tiempo. Su vida y la de su familia. Pero antes que nada, los industriales del cine buscaron un nuevo nombre para la actriz. A su juicio, el suyo era largo, anodino y poco artístico. Así que se pusieron a darle vueltas a la historia en busca de un nombre que representara a una niña bien, una niña rica, de acuerdo con el personaje principal de Zampo y yo. Surgió en

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primer lugar María José, que hoy puede sonar muy corriente, aunque en aquellos tiempos se identificaba con una chavala pija. Cosas de las modas. Durante los primeros meses de pruebas y de grabaciones el proyecto de nueva estrella respondía a María José, pero este nombre no terminaba de satisfacer a los productores.Tras muchas reuniones y conciliábulos María del Pilar Cuesta Acosta pasó a llamarse Ana Belén. Este segundo bautismo, a los trece años, nunca le ha planteado ningún conflicto ni amago de esquizofrenia, a pesar de que en el carné de identidad y en todos los documentos oficiales conserva el nombre que le dieron en la pila bautismal. Nunca duda a la hora de firmar un autógrafo como Ana Belén o al suscribir una tarjeta de crédito como María Pilar Cuesta. Además, curiosamente, nadie la llama por su nombre de pila. Para sus padres y sus hermanos siempre fue Mari, a secas, y para Víctor, sus hijos o sus amigos es sencillamente Ana sin la coletilla de Belén, que la incomoda un poco. La asunción de una nueva personalidad fue así de radical, hasta el punto de que la artista no puede evitar una sonrisa maliciosa cada vez que algún conocido pretende alardear de más intimidad o más familiaridad con ella y la llama Pilar en público. A veces ni siquiera se da por aludida. La transformación de Pilar en Ana significaba solo el símbolo superficial de cambios mucho más profundos. La nueva niña prodigio empieza a recibir clases del mú-

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sico Adolfo Waitzman, de bailarinas profesionales y de todo un equipo de asesores coordinados por Luis Lucia, director de Zampo y yo, una película donde el ya veterano y consagrado Fernando Rey, encarnando a un payaso, da la réplica a Ana, que interpreta a una adinerada y triste huérfana de madre a quien su padre no presta mucha atención. Se trata de la típica y tópica historia bobalicona del cine español de los sesenta con el circo como ambiente de fondo. Los productores (Leonardo Martín, Época Films y Benito Perojo) intentaron servirse de Luis Lucia, que se había formado en la factoría Cifesa, había dirigido a folclóricas como Juanita Reina, Carmen Sevilla o Lola Flores y había firmado desde detrás de la cámara algunos éxitos de Marisol y de Rocío Dúrcal. Pero una historia simplona, el exceso de sentimentalismo y la escasez de números musicales, entre otras carencias, derivaron en un rotundo fracaso comercial. Zampo y yo fue, de algún modo, el canto del cisne de los filmes con niños prodigio. El país estaba saturado de pequeños ruiseñores y marisoles rumbo a Río tras una década larga de abundancia de filmes de este tipo. La fórmula estaba, pues, agotada. Entretanto, el incipiente crecimiento económico abría las puertas a los televisores en millones de casas, permitía la compra de vespas y de seiscientos y mudaba radicalmente usos y costumbres. Dentro de una gran variedad de géneros, el cine español se orientaba cada vez más hacia las comedias costumbristas de toque reaccio-

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nario o hacia los dramones grandilocuentes, de un lado, y los experimentos de la escuela de Barcelona, las metáforas de Carlos Saura o el corrosivo humor de Luis García Berlanga, en el otro plato de la balanza. Los tiempos estaban cambiando a marchas forzadas y, mientras llegaban las primeras oleadas de turistas ataviadas con minifalda y biquinis, los emigrantes españoles limpiaban las estaciones de metro de las capitales europeas. Ana había firmado un contrato para cuatro películas, pero tras el desastre de Zampo y yo las tres restantes nunca se rodaron. No obstante, la nube del ascenso social había servido para que la familia Cuesta-Acosta se instalara en un piso de la calle de Altamirano, en el distinguido barrio de Rosales. El adiós al castizo Lavapiés ya sería definitivo y, con quince años, Ana ganaba un sueldo que permitía pagar el alquiler de una casa en Rosales con metros cuadrados suficientes para que ella y sus hermanos dispusieran de habitaciones individuales. Cuando se cerró el grifo del cine, la familia se trasladó a un piso en la calle de San Maximiliano, en la zona de La Elipa. Ana tenía entonces dieciocho años y un empleo como dama joven en la compañía del Teatro Español. El proyecto de niña prodigio había fracasado y había abierto paso a una actriz que recorrió durante cinco años los escenarios con obras del teatro clásico. Desde luego, ese milagro tenía un nombre: Miguel Narros. Figurinista y ambientador de Zampo y yo, Narros destacaba ya a mediados de

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los sesenta como director teatral. Observador de primera fila de las cualidades de Ana, le planteó una pregunta que sería decisiva en su vida: «¿Tú quieres ser actriz de verdad?». Y ante la respuesta afirmativa de la adolescente, Narros dijo: «Ven a mi escuela y yo te enseñaré a hacer teatro».

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