MIGUEL DE CERVANTES, MIGUEL DE UNAMUNO: EL QUIJOTE DESDE LA EXPERIENCIA DE LA ESTÉTICA DE LA RECEPCIÓN DE Jesús G. Maestro

MIGUEL DE CERVANTES, MIGUEL DE UNAMUNO: EL QUIJOTE DESDE LA EXPERIENCIA DE LA ESTÉTICA DE LA RECEPCIÓN DE 1898 Jesús G. Maestro History is nothing bu

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MIGUEL DE CERVANTES, MIGUEL DE UNAMUNO: EL QUIJOTE DESDE LA EXPERIENCIA DE LA ESTÉTICA DE LA RECEPCIÓN DE 1898 Jesús G. Maestro

History is nothing but the re-enactment of past thought in the historian's mind... (Collingwood, 1956: 228) El presente trabajo tiene c o m o finalidad tratar de objetivar y de responder con la necesaria coherencia a la siguiente propuesta de estudio sobre la obra cervantina: sistematizar del m o d o m á s global y preciso, dentro de los límites textuales propuestos, las principales ideas estéticas que Miguel de U n a m u n o manifestó a propósito del Quijote, tras las sucesivas lecturas que hizo de él a lo largo de su vida, y cuyos m á s inmediatos y decisivos testimonios se encuentran vertidos en sus obras siguientes: 1. Quijotismo

(1895).

2. El caballero

de la Triste Figura.

3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19.

(Ensayo

iconológico)

(1986) (3).

¡Muera don Quijote! (15 de abril de 1898). ¡Viva Alonso el Bueno! (1 de julio de 1898). Más sobre don Quijote (6 de julio de 1898). Glosas al «Quijote» (1902). La causa del «Quijote» (1903). Sobre la lectura e interpretación del «Quijote» (1905). Vida de don Quijote y Sancho (1905). Don Quijote y Bolívar (1907). Sobre don Juan Tenorio (1908). Prólogo del Comento al «Don Chisciotte» (1913). Grandes, negros y caídos (1914). Roque Guinart, cabecilla carlista (1915). Sobre el quijotismo de Cervantes (1915). El «Quijote» de los niños (1915). La traza cervantesca (1916). Prólogo a La vida y la razón a través del «Quijote» (1916). Glosa a un pasaje del cervantino Fielding (1917).

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20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27. 28. 29. 30.

El naufragio de don Quijote (1919). El Cristo de Velázquez (1920). La ley del encaje (1921). La bienaventuranza de don Quijote (1922). Juan Gallo de Andrada (1922). San Quijote de la Mancha (1923). Última aventura de don Quijote (1924). La risa quijotesca (1924). La niñez de don Quijote (1932). «En un lugar de la Mancha...» (1932). Cancionero. (Diario poético) (obra p o s t u m a , de 1953).

En suma, nuestro análisis tratará de explicar, de u n lado, el m o d o y las condiciones bajo las cuales Miguel de U n a m u n o efectúa su «lectura e interpretación del Quijote», esto es, su recepción estética e ideológica; de otro lado, intentaremos identificar y definir los contenidos constitutivos del proceso total de recepción, es decir, el sentido que, tras las lecturas sucesivas que hace del Quijote, U n a m u n o llega a descubrir y proyectar sobre la obra magistral de Cervantes. Creemos que las ideas que don Miguel profesaba en torno al Quijote h a n sido, en m á s de u n a ocasión, interpretadas desde u n p u n t o de vista al que podríamos calificar de equivocadamente controvertido. Cuando U n a m u n o escribe que «don Quijote es i n m e n s a m e n t e superior a Cervantes» y que «Cervantes se murió sin haber calado todo el alcance de su Quijote [...]» (1970, 667), no está tratando ni de manifestar su animadversión hacia Miguel de Cervantes, ni de censurar en su obra supuestos defectos, tal como escribía en 1967 el investigador norteamericano Willard F. King (1967, 219-231). La acritud que, efectivamente, Miguel de U n a m u n o manifestó tan reiteradas veces en sus escritos sobre Cervantes y su obra, a propósito de su creador, debe ser explicada y c o m e n t a d a m u y cuidadosamente, ya que ni responde a causas fútiles de composición ni esconde tras de sí quejumbres inconfesables. Creemos que la crítica no ha penetrado todavía con la necesaria decisión en el análisis de las palabras y de los pensamientos que Miguel de U n a m u n o descubre a propósito del Quijote, procedentes con frecuencia de u n complejo subjetivismo que encuentra sus raíces en lo m á s íntimo de la tradición suprapersonal u n a m u n i a n a . Lo que Miguel de U n a m u n o pensaba acerca de Miguel de Cervantes y de su obra m á x i m a exige el conocimiento de un estudio organizado objetivamente, al margen de apreciaciones emocionales o intuiciones personalistas, y conforme a un m é t o d o científico que nos permita situarnos en la literatura de Cervantes con el objeto de reconstruir el contexto histórico de aparición del Quijote, p a r a reintroducir así esta obra literaria en la lógica de su evolución y comprensión históricas, a través de los lectores, hasta el m o m e n t o en que Miguel de U n a m u n o , desde la privilegiada observación de la Generación del 98, formula sus decisivas y emblemáticas evaluaciones. Miguel de U n a m u n o se pregunta en abril de 1905: «¿Qué tiene que ver lo que Cervantes quisiera decir en su Quijote, si es que quiso decir algo, con

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lo que a los d e m á s se nos ocurra ver en él? ¿De c u á n d o acá es el autor de un libro el que ha de entenderlo mejor? [...]» (1970, 661). Sin saberlo, U n a m u n o se convierte así en un precursor de la Rezeptionsasthetik o estética de la recepción alemana, que n o se manifestará con toda su plenitud y notoriedad hasta 1967, tras la famosa lección inaugural de Constanza, en la que H a n s Robert Jauss dio un paso fundamental al expresar la exigencia de b u s c a r la experiencia literaria del lector allí donde ésta «entra en el horizonte de expectativas de su práctica vital, reforma su comprensión del m u n d o , y, con ello, incide también en su c o m p o r t a m i e n t o social». Por otra parte, la pregunta ¿quién es el mejor lector del «Quijote»?... ¿Tiene sentido a fines de 1989? ¿A dónde puede conducirnos u n a posible respuesta? ¿Acaso lo fue Miguel de Cervantes? ¿Acaso Miguel de U n a m u n o ? E n cierta medida, ¿no son lectores discretamente ejemplares todos aquéllos que se acercan a esta obra con u n sentido crítico educado y capaz de p e n e t r a r y comprender la serie de hechos que examina hasta establecer la necesaria coherencia entre la historia general de la literatura y la historia universal de sus valores estéticos, desentrañando así cuantos aspectos h a n nacido con el acontecimiento m i s m o de su publicación, en 1605? Paralelamente, las palabras de P. Valéry —mes vers ont le sens qu'on leur préte (I, 1509)—, m á x i m a hermenéutica tan injustamente discutida durante años, nos introducen directamente en los preliminares de u n a estética de la recepción (Corral, 1988, 25) con todas sus libertades y concesiones puestas en m a n o s del lector. Es de esta m a n e r a como la estética de la recepción comienza a hacerse preguntas acerca de la influencia del público en el proceso de producción de las obras literarias (Iser, 1987). Es conocido el p r o b l e m a de la imagen ambigua que reproducimos m á s abajo. La figura fue diseñada por el

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dibujante W.E. Hill en 1915 para ser publicada en Puck, con el título de «Mi esposa y mi suegra». E n 1930 fue presentada a los psicólogos por Edwin G. Boring. Sólo el receptor (lector) puede decir en qué sentido debe orientar la configuración de las líneas. Quienes identifiquen determinados trazos c o m o u n rostro en escorzo verán, efectivamente, u n a joven. Si esas m i s m a s líneas se identifican c o m o una nariz, la figura completa será la de u n a vieja. Sólo el lector es capaz de convertir en significado actual el sentido potencial de la obra literaria, al introducirlo en la lógica de su situación histórica (comprensión del m u n d o , expectativas preexistentes, intereses, antecedentes literarios, experiencias y necesidades...). Pues bien, nuestro propósito fundamental será el de explicar el significado que para Miguel de U n a m u n o atesor a b a el Quijote, para lo cual nos resulta imprescindible reconstruir el contexto histórico en el que situar a la obra literaria y a su lector, a través de los modelos de análisis que nos brinda la estética de la recepción. Miguel de Cervantes (autor)

Quijote (obra)

Miguel de U n a m u n o • (lector)

E x p o n e m o s , a continuación, los modelos de análisis de que nos serviremos en nuestro estudio del Quijote para reconstruir y describir la concepción que de su lectura profesaba Miguel de U n a m u n o . 1. El horizonte de expectativas —Erwartungshorizont—, o sistema de n o r m a s objetivadas de expectación, consiste en la constelación organizada de elementos estéticos imbricados e interpenetrados, responsables del nacimiento de u n a obra literaria en u n a situación históricamente delimitable y cuyas condiciones sincrónicas es necesario reconstruir p a r a acceder al conocimiento e interpretación de la experiencia literaria de u n lector o público históricos. H.R. Jauss (1974, 173 ss.), en su definición de horizonte de expectativas, considera que su estructura debe estar delimitada por los tres factores siguientes: a) Preceptiva: poética i n m a n e n t e o conocida del género literario al que pertenece la obra; b) Intertextualidad: relaciones implícitas de la obra con otras obras conocidas de su historia literaria contemporánea; y c) estudio de la función poética de la lengua por oposición a la función práctica. Los libros de caballerías, literatura situada c o m o género en el m i s m o horizonte de expectativas en que aparece el Quijote, sirvieron a Cervantes c o m o motivo suficiente p a r a expresar la parodia de la locura en su protagonista (Neuscháfer, 1963). Con el paso del tiempo, estos últimos h a n caído en el olvido, mientras que, si bien es cierto que sólo con el transcurrir de la historia h a sido posible, el público docto ha aceptado y reconocido u n c a n o n de expectaciones en el Quijote capaz de estatuir esta obra en la c u m b r e de aquellas literaturas que transmiten verdades eternas a lectores de todos los tiempos. Y es que toda obra artística es legible dentro de u n a estructura de experiencias sobre cuyo dominio opera inexorablemente el r i t m o dialéctico del tiempo. La operación de lectura crítica que exige y conlleva toda novela (Bobes Naves, 1985; Villanueva, 1988, 3) requiere u n a formación que es parte de la m i s m a

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experiencia estética (los libros de caballería en el caso de Cervantes) y base de nuestra capacidad de entender lo que percibimos. 2. La distancia estética podría definirse como la diferencia existente entre la experiencia estética que instituye u n a obra o su situación previa y la modificación que sobre tal experiencia estética puede provocar la forma concreta de u n a nueva obra, cuya aparición se materializa en la tradición y variedad literaria de las reacciones del público y juicios de la crítica (éxito espontáneo, desprecio, provocación, aprobación esporádica, comprensión cada vez m á s creciente o m á s tardía...). En suma, sólo a través de la distancia estética se determina el valor artístico de u n a obra. La adaptación de la conciencia de los lectores a experiencias literarias hasta entonces desconocidas o inéditas, y que son exteriorizadas en u n a d e t e r m i n a d a obra, es lo que constituye su horizonte de expectativas, a la vez que delimita su distancia estética. 3. La fusión de horizontes puede definirse, en líneas generales, c o m o la adecuación que debe producirse entre el horizonte de expectativas (preguntas) dado por el texto previamente y la estructura de la obra (respuestas), esto es, el horizonte de expectativas aportado por el lector. Es, sencillamente, u n a dialéctica que responde al tipo siguiente: texto Quijote

-

• lector Miguel de U n a m u n o

En el caso del Quijote, su horizonte de expectativas está constituido p o r la s u m a de comportamientos, conocimientos e ideas estéticas preconcebidas que el texto cervantino encuentra en el m o m e n t o de su aparición, d u r a n t e los años 1605 y 1615, y merced a los cuales será valorado entre sus c o n t e m p o r á neos. Por esta razón, al examinar la lectura que, en 1905, Miguel de U n a m u no hace del Quijote, nos vemos obligados a recurrir al concepto propuesto por H.G. G a d a m e r (Wahrheit und Methode, 1977) de «fusión de horizontes», noción que nos permitirá evaluar y contrastar con toda objetividad, de u n lado, el horizonte de expectativas dado por el texto, en este caso el Quijote, y, de otro lado, la valoración que sobre esta obra se encuentra implicada en el horizonte de expectativas a p o r t a d o por el lector Miguel de U n a m u n o , quien reconstruye críticamente el p a n o r a m a intraliterario de la obra m á x i m a cervantina sólo c u a n d o empieza a entender la obra y sólo c u a n d o recibe las orientaciones previas y fundamentales p a r a su análisis. Adelantemos aquí, n o obstante, que la aisthesis u n a m u n i a n a ante el Quijote tiene m u c h o que ver con el plaisir esthétique (Valéry, 1960, I, 1298-1299) del ver reconociendo y del reconocer viendo, m a s su sentido no es unívoco, pues n o admite U n a m u n o , como Moritz Geiger (1913, 567-684), u n a observación desinteresada de la plenitud del objeto que contempla. La teoría u n a m u niana de la propiedad estética sobre el Quijote carece de unilateralidad; sus p u n t o s de partida, proteicos y diferentes, encuentran áreas de fecunda tangencia en la percepción y c o m p r o b a c i ó n de u n a visión del m u n d o que fija la existencia del h o m b r e en u n a aventura vital en busca de la verdad, y decididam e n t e convencido de que la vida es superior e irreductible a la razón.

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4. La competencia estética h a sido definida por P. Bourdieu en su Zar Soziologie der symbolischen Formen (1970, 169), como «el dominio de los inst r u m e n t o s necesarios para a p r e h e n d e r la obra de arte». En efecto, la competencia estética puede entenderse como u n a expresión que hace referencia a aquellos esquemas de interpretación requeridos p a r a apropiarse del capital artístico de u n a obra de arte y de su aprehensión estética. Para una estética

del Ingenioso Hidalgo desde la recepción de Miguel de Unamuno

histórica

Con la expresión horizonte de expectativas designaremos en adelante a aquella literatura contemporánea al m o m e n t o histórico en que escribe Miguel de Cervantes y cuyas formas artísticas articulan históricamente el carácter evolutivo y procesal de esa literatura, objetivándolo convencionalmente en las fronteras de cada época. E s t i m a m o s , con G. Kubler (The Shape of Time: Remarles on the History of Things, 1962), que todo periodo histórico n o es sino u n a mezcla de acontecimientos que surgen en m o m e n t o s distintos de su tiempo particular. Nuestra labor h a r á visible la necesidad y la posibilidad de revelar la dimensión histórica de la literatura mediante enfoques sincrónicos. Precisamente, la historia de la literatura, cuyo objeto de estudio reside en la variabilidad de los valores literarios a través de los tiempos, resalta sin duda en aquellos puntos en que confluyen diacronía y sincronía. Este capítulo debe entenderse como la reconstrucción objetiva de u n sistema sincrónico —los Siglos de Oro españoles— dentro del cual se produce la recepción diacrónica de su literatura, al ser evaluada por la experiencia estética de un lector histórico particular c o m o lo es Miguel de U n a m u n o , quien pertenece a u n tiempo y a u n a época evidentemente diferentes. No se fundam e n t a nuestra investigación en la superación de la historia, sino en el reconocimiento inagotable de aquella historicidad que es propia del arte y que caracteriza su comprensión. Para Miguel de U n a m u n o , el Renacimiento italiano es depositario de los primeros pasos de la descatolización de E u r o p a , proceso que se c o n s u m a r á en la Reforma luterana y que h a b r á de ser progresivamente ratificado y estimulado por la revolución científica posterior, casi hasta los días en que escribe don Miguel, subsumido en el ocaso de las filosofías positivas y marxistas. E n efecto, si el Renacimiento había introducido la idea de progreso en la finalidad h u m a n a del universo, la Reforma y la revolución que se opera en el pensamiento de las filosofías naturales abren todas las puertas a la presencia, cada vez m á s persistente y d o m i n a d o r a , del racionalismo y del cientifismo modernos. Para Miguel de U n a m u n o , semejante tripolaridad ideológica —Renacimiento (progreso), Reforma (razón) y revolución (ciencia)— había sustituido el ideal de u n a vida ultraterrena, propia de la concepción cristiana medieval, que ya en el siglo xvi había sido objeto de transformaciones profundamente renovadoras. Apenas hace veinte años, Jürgen Mittelstrass (1970, 349) ratificaba u n a de las ideas motrices del pensamiento u n a m u n i a n o , según la cual la

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idea de progreso en la h u m a n i d a d no puede entenderse a partir de aquellas teorías que la explican como consecuencia de la sustitución secular de las posiciones cristianas. De este m o d o , para Miguel de U n a m u n o , la Ciencia (con mayúscula), h a fracasado r o t u n d a m e n t e . Así lo h a demostrado el siglo XIX, «época infilosófica y tecnicista, d o m i n a d a por el especialismo miope y por el materialismo histórico» (1983, 302). Por otro lado, el «progresismo» y el racionalismo t a m p o c o satisfacen. Si p a r a Descartes (y sus herederos Leibniz, Spinoza y la Ilustración en su conjunto), la razón h u m a n a representaba el único instrumento para la transformación y dominación de u n m u n d o e m i n e n t e m e n t e h u m a n o , el existencialismo u n a m u n i a n o —el m i s m o existencialismo que interpretará el Quijote desde el vitalismo crítico de sus e n t r a ñ a s hispánicas— afirmará que el h o m b r e es superior e irreductible a la razón. El Kulturkampf n o le basta; el h o m b r e quiere dar finalidad a su vida (es el verdadero ovrrac, ov) m á s allá del sustancialismo racionalista, que define al h o m b r e n o tanto p o r ser «hijo de Dios», cuanto p o r estar en posesión de u n a razón supuestamente infinita e ilimitada. Sólo tras I. Kant la idolatría de la razón alcanza un optimismo y u n a confianza j a m á s conocidos, que el progreso científico ratificaba entonces. Sin embargo, ya en Rousseau (contemporáneo de la segunda generación de filósofos ilustrados: H u m e , Diderot, D'Alembert, C o n d i l l a c . ) se anuncia la maladie du siécle, que se acusa en el Obermann (1983) de S é n n a n c o u r o en el Weltschmerz alemán, que, atribuido a Jean Paul Friedrich Richter (Selina o sobre la inmortalidad, 1910) y usado por Heine en 1831, no adquiere pleno sentido hasta 1847, c u a n d o lo i m p r i m e Julián Schmidt en su Geschichte der Romantik (Sebold, 1964; 1968, 1; 1982). El Renacimiento, la Reforma y la revolución han engendrado un despliegue de saberes positivos que el h o m b r e m o d e r n o utiliza como a r m a s de ridículo y de desprecio para quienes n o se han rendido a su ortodoxia. Después de estas ideologías, el m u n d o no volverá a recuperar m u c h o s de sus estadios anteriores, d a d o que sobre él h a operado u n a razón capaz de burlarse (palabra clave) del h o m b r e m i s m o , de despreciar su idealismo y de m e n o s c a b a r su fe hasta la disolución m á s absoluta y a t o r m e n t a d a . Ahora bien, ¿qué representa don Quijote, cuyo nacimiento se sitúa m u y cerca de los inicios de la Edad Moderna, en u n m u n d o en que el Renacimiento, la Reforma y la revolución h a n empujado al h o m b r e hacia el racionalismo y el cientifismo m á s exigentes? ¿Qué papel d e s e m p e ñ a don Quijote, loco sublime y singular, en el siglo del racionalismo continental, en ese siglo XVII, escenario de una idolatría de la razón? Respuestas a tales planteamientos nos las ha dejado Miguel de U n a m u n o en m u c h a s de sus páginas dedicadas al Quijote. Examinémoslas. Debe q u e d a r claro, ya desde nuestros preliminares, que don Quijote representa, para Miguel de U n a m u n o , el alma de u n pueblo redentora de la Weltanschaung y Lebensansicht medievales; en otras palabras, «el quijotismo no es sino lo m á s desesperado de la lucha de la E d a d Media contra el Renacimiento» ( U n a m u n o , 1983, 323), por conservar la herencia espiritual de aquellos tiempos —la notte dei tempi (Zumthor, 1973, 19-63)— en que la razón y la

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fe iban de la m a n o , frente a la Reforma «racionalista» y a la revolución científica ulteriores. En la «jamás imaginada aventura de los molinos de viento» (I, 8), Unam u n o reviste la actitud de Sancho Panza ante don Quijote de u n apreciable simbolismo científico y positivista que condena decididamente. Así, las palabras de Sancho, «¿no le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?», remiten a U n a m u n o a afirmar que «el miedo y sólo el miedo sanchopancesco nos inspira el culto y veneración al vapor y a la electricidad; el miedo y sólo el miedo sanchopancesco nos hace caer de hinojos ante los desaforados gigantes de la mecánica y la química implorando de ellos misericordia» (1988, 199-200). La lucha (palabra clave) de don Quijote frente a los molinos de viento (gigantes de la ciencia y de la razón) es objeto de u n a lectura simbólica, a la vez que multiformemente apariencial, d a d o que son «locomotoras, dinamos, turbinas, automóviles, telégrafos, e t c . » , las m á q u i n a s y aparatos a que h a n conducido al h o m b r e la ciencia y el saber positivos. Miguel de U n a m u n o no c o n d e n a la ciencia ni su evolución, sino que advierte de los peligros que entraña una concepción unilateralmente materialista y cientifista del h o m b r e . En otro lugar (Maestro, 1988, 676), nos h e m o s detenido a estudiar las relaciones entre U n a m u n o y Ortega a este respecto, a m é n de sus diferentes concepciones de la m o d e r n i d a d europeísta y científica (Cacho Viu, 1976, 79-98; Abad Nebot, 1985, 179-188; Garagorri, 1972). En la aventura en que don Quijote, llevado del m a n d a m i e n t o «parece duro acaso hacer esclavos a los que Dios y la naturaleza hizo libres», libera a los galeotes (I, 12), U n a m u n o despliega todo u n saber legislativo contrario a la justicia positiva, toda u n a ética sobre el castigo y la injusticia h u m a n o s . Para Miguel de U n a m u n o , don Quijote castiga como lo hacen Dios y la naturaleza, esto es, inmediatamente, «en naturalísima consecuencia del pecado» (1988, 321). Su justicia es, pues, rápida y ejecutiva; no se ensaña con el culpable, no intenta esclavizar. U n a m u n o contrapone así la concepción de la justicia que, según sus pensamientos, profesan don Quijote, Dios y la naturaleza, quienes castigan sólo para perdonar, frente a la justicia positiva que propugnan los h o m b r e s racionalistas, justicia intelectualizada, que, m u y lejos de ennoblecerse con la razón, se envileció al b r o t a r m u y cerca de ella el sentimiento h u m a n o de la venganza, del que j a m á s hallaremos rastro ni en la locura de don Quijote ni en la inestabilidad de la naturaleza, ni en la misericordia de Dios. Para la ética u n a m u n i a n a , el fin de toda justicia es el perdón: «Castigo que no va seguido de perdón, ni se endereza a otorgarlo al cabo, no es castigo, sino odioso ensañamiento» (1988, 255). Por esta razón, precisamente, la misericordia infinita de Dios, quien hizo al h o m b r e libre, n o p u e d e condenarle a perpetuo cautiverio. Es, sin embargo, en la aventura de los batanes en la que las implicaciones históricas del Quijote alcanzan en la estética recepcional u n a m u n i a n a las expresiones de más alto valor. En esta aventura, en la que a m o y escudero

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«oyeron que daban unos golpes a compás, con u n cierto crujir de hierros y cadenas, que, a c o m p a ñ a d o s del furioso estruendo del agua, pusieran en pavor a cualquier otro corazón que n o fuera el de don Quijote» (I, 20), es S a n c h o quien, naturalmente «medroso y de poco ánimo», sugiere torcer el c a m i n o y desviarse del peligro, «y pues n o hay quien nos vea, m e n o s h a b r á quien nos note de cobardes». Así piensa Sancho —muy al contrario que don Quijote, quien desea acometer m u y de corazón la temerosa aventura— ante el temor que en la noche infunde lo desconocido. Creemos que la lectura que hace Miguel de U n a m u n o de este episodio constituye u n a interpretación alegórica del m i s m o . Sucede, entonces, que con la llegada del día, don Quijote «enmudeció y pasmóse» al ver los batanes, y explicarse así el t e m o r de la noche, mientras que S a n c h o tenía «la boca llena de risa, con evidentes señales de querer reventar con ella [...]». La lectura que U n a m u n o propone es de un simbolismo lleno de vislumbres. Hela aquí. En la noche de los tiempos —temps ténébreux—, sumida la h u m a n i d a d toda en las tinieblas de la ignorancia y en el desconocimiento de su m á s íntima naturaleza, el miedo a m e d r a n t a y reduce al h o m b r e cobarde, pero, luego que se hace de día, el cobarde se burla del idealismo quijotesco; el cobarde, que en las tinieblas sin luz vacía su vientre hincado de pavor, se burla, a la luz de la experiencia (empirismo), a la luz de la razón, a la luz de la ciencia esclarecedora, de las pretéritas congojas de la noche de la superstición y del miedo a lo desconocido. Tal es la simbología que U n a m u n o proyecta sobre este episodio. Para don Quijote, sin embargo, en el m u n d o no existen tales dicotomías; no hay m á s realidad que la que brota de su propia locura, de su ebrio idealism o personal, capaz no sólo de abastecerse de las burlas ajenas sino de queb r a n t a r la más rígida y m u n d a n a cordura para sustituirla p o r u n a fe en los ideales propios, una fe transformadora de cada u n a de las totalidades del m u n d o real que exige ser representado y contemplado. Por esta razón es por lo que don Quijote es, precisamente, inmortal; don Quijote es u n a existencia, u n a poética de la locura, transgresora de u n a realidad que pertenece a todos los tiempos. Por todo ello es necesario ir en busca del sepulcro de don Quijote y rehabilitar el quijotismo: del poder de los hidalgos de la razón es necesario rescatar la locura del caballero ingeniosísimo. Y es necesario precisamente p o r q u e toda esta modernidad, aun con toda su grandeza, no alcanza ni a satisfacer ni a explicar la totalidad de la vida h u m a n a , que necesita ser descubierta y ejercitada p a r a su sobrevivencia. Y es que la vida del h o m b r e es superior e irreductible a la razón: don Quijote es superior e irreductible a la razón. La esencia de lo h u m a n o , c o m o la esencia del quijotismo, n o recibirá esa herencia de la mecánica moderna; Dios tampoco la recibirá. «No, no es la ciencia, por alta y honda, la redentora de la vida», escribe Miguel de U n a m u n o . Se puede vivir al m a r g e n de ella, al margen de la razón; se la puede transgredir, incluso, c o m o h a d e m o s t r a d o don Quijote, mas, es el ridículo y la burla de las gentes, condes y barberos, lo que hay que tolerar y padecer. H a b r á sido fácil c o m p r o b a r c ó m o Miguel de U n a m u n o describe en don

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Quijote inquietudes propias, y cómo con don Quijote, a su vez, combate a quienes tratan de reducir al h o m b r e a la razón (vital) subyugante y opresora de la vida. Diremos, concluyendo este apartado, que, para Miguel de U n a m u no, los valores históricos e ideológicos encarnados en don Quijote son los de un h o m b r e que ha sabido no sólo vencerlas y superarlas, sino que incluso h a sido capaz de enfrentarse agónicamente —a través de la m á s íntima lucha— a las consecuencias materiales de un racionalismo histórico, al que h a sido sometida la h u m a n i d a d toda tras el triunfo indetenido de la idea de progreso que introduce el Renacimiento, de la fortaleza racionalista que exigió el espíritu de la Reforma religiosa, y de la definitiva y progresista afirmación de la razón científica, vientre desencadenador de toda u n a revolución tan experimental como d o m i n a d o r a en la Edad Contemporánea. A través de la distancia desde Miguel de Cervantes

estética del hasta Miguel

«Quijote»: de Unamuno

¿De qué instrumentos se sirve el historiador p a r a valorar el capital artístico que, subyacente al paso de los años, conservan aquellas obras literarias cuyo mensaje y significado resultan inagotables desde los m á s diferentes análisis críticos, y cuya lectura literaria proporciona siempre renovadas satisfacciones estéticas? No es la sola perspectiva del pasado, no, ni tan siquiera la frecuente visión intersticial de la época presente, la que permite evaluar con objetividad la trayectoria descrita por el éxito o desinterés que lectores de épocas diferentes profesan a obras literarias idénticas. Es, sí, el juicio que, a través de los siglos, lectores, críticos, espectadores..., de todas las épocas, han tratado de formular sobre el Quijote lo que aquí nos interesa rehabilitar. No podríamos dar cuenta aquí del objeto de semejante labor, imprescindible en otros casos, dado que es absolutamente necesario conocer la realización de cuantas significaciones posibles del Quijote, actualizadas en algunos de sus m á s escogidos receptores, y afirmadas como valores estéticos en la historia literaria (Blumenberg, 1957, 266 ss.), han precedido al pensamiento que del Quijote nos ha dejado Miguel de U n a m u n o , cuya evaluación de la obra cervantina no surge, naturalmente, ex nihilo. Tal distancia estética e histórica es la que, en efecto, nos revela si la obra de arte expresa o no verdades eternas. La historia crítica y la tradición literaria de u n a obra cualquiera se construyen sobre el desarrollo del elemento productivo en ella subyacente, que sólo a través del entendimiento de los lectores alcanza a ser revelado, merced a u n a función productiva en el e n t e n d i m i e n t o progresivo. Creemos que R. Wellek (1985, 318) acierta al definir el periodo literario como «una sección de tiempo dominada por u n sistema de n o r m a s , pautas y convenciones literarias cuya introducción, difusión, diversificación, integración y desaparición pueden perseguirse». La existencia de estructuras genéricas, dominantes en tiempos diversos, es lo que explica precisamente que historiadores (Allemann, 1959, 276) y estudiosos del fenómeno literario sean movidos p o r exigencias críticas y razones didácticas auténticamente diferentes y controvertidas. Por

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esta razón, desde 1615 hasta nuestros días, u n a tras otra, estimables generaciones de artistas y escritores h a n reconocido y descubierto en la obra cervantina acontecimientos y designaciones p e r p e t u a m e n t e renovadores. Consideremos, diacrónicamente al menos, algunas de tales figuras. Vladimir Nabokov, en su particular lectura sobre el Quijote (1987), nos ofrece u n a visión tan interesante como elemental de la literatura europea entre los años 1605 y 1615 (cap. 1). Tal parece, c o m o h a a p u n t a d o m á s de u n cervantista, que la desconfianza hacia la crítica y la falta de respeto por el original d o m i n a n sobre sus aportaciones indudables. Consideramos, por nuestra parte, que la lectura de un ensayo c o m o el de V. Nabokov —destinado a estudiosos n o españoles— debiera a c o m p a ñ a r s e del estudio de u n a obra que nos resulta clave, ya que permite a b o n a r y clarificar sustancialmente algunas de las apreciaciones que, quizá p o r matices de traducción, escapan a la sensibilidad de Nabokov. Nos referimos a los dos volúmenes que constituyen el tomo XXVI de la Historia de España, ideada por don R a m ó n Menéndez Pidal (1986), reunidos bajo el título de El siglo del Quijote (1580-1680). E n sus páginas, descubre el lector u n estudio del Quijote que, considerado en el siglo xvn como u n a experiencia estética entre la meditación y el regocijo, recoge las preocupaciones m á s decisivas del h o m b r e barroco: la prevaricación de los jueces, en la aventura de los galeotes, de algún m o d o a p u n t a d a p o r U n a m u n o ; la presencia del peligro turco; las proclamas contrarias a la E d a d de Hierro en que le ha tocado vivir a don Quijote; las consecuencias de la expulsión morisca, testimoniadas por Ricote; el impacto social del bandolerismo catalán, encarnado en Roque Guinart... En suma, como señala Jover (p. 191), la novela es exponente del conjunto de «las preocupaciones de sus c o n t e m p o r á n e o s en u n a E s p a ñ a que se resquebraja». En el Quijote se hallan subjetivadas la casi totalidad de actitudes espirituales y mentales vigentes en la sociedad española d u r a n t e las décadas que presencian la transición del siglo del Renacimiento al siglo del Barroco. Acaso no todos los hispanistas estén al alcance de c o m p r e h e n d e r p o r igual la subjetividad del Quijote, incuestionablemente bella y verdadera. Consideremos ahora el pensamiento que, diacrónicamente, la crítica histórica h a vertido sobre el Quijote, desde el siglo xvn hasta los m o m e n t o s en que Miguel de U n a m u n o publica sus primeras consideraciones. Debemos reseñar c ó m o Gracián alude peyorativamente al Quijote en El Criticón y El Discreto, y cómo se resiste a citar a Cervantes en su Agudeza y arte de ingenio. Paralelamente, el bibliógrafo Nicolás Antonio dedica, en su Bibliotheca Hispana Nova, media página a Cervantes, frente a las veinte consagradas a Lope de Vega. Por otra parte, J u a n de Robles, en El culto sevillano, y Félix Nieto de Silva, en sus Memorias, se identifican en diferentes pasajes de sus obras con algunas de las actitudes de don Quijote. Lo cierto, y sin embargo, tal c o m o nos lo revela Alberto Navarro González (El Quijote español del siglo xvn, 1964), es que don Quijote, en el siglo m i s m o de su aparición, «provoca en el terreno de la crítica literaria comentarios y polémicas como los que, en los m á s prestigiosos géneros del teatro y de la poesía, se produjeron en torno a

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Garcilaso, Lope y Góngora». El Quijote alcanza en u n año siete ediciones, a la p a r que sus personajes centrales se hacen p r o n t a m e n t e populares en E s p a ñ a y América hasta tal p u n t o que, ya en vida de Cervantes, se despierta el interés de traductores extranjeros, en cuya incipiente actividad es posible reconocer los orígenes del m á s t e m p r a n o hispanismo. Para E.J. H o b s b a w n (1954), la crisis del siglo xvii es producto de u n a inadecuación entre estructuras sociales que n o h a n c a m b i a d o y la expansión de u n m e r c a d o comercial que n o es absorbida por tales estructuras. Desde este p u n t o de vista, p a r a la política del Barroco, el p r o b l e m a de la moral es la «conservación» del Estado (Álvarez Osorio, 1775, 8-9). «Devono i goberni —escribe a este propósito Botero— conservarsi a ogni costo» (Firpo, 1948). La estética romántica, de nítida h o n d u r a tudesca, contempla en don Quijote al defensor de todo lo noble, todo lo bello, todo lo elevado en el terreno vivir. ¿Qué ha sucedido en el m u n d o p a r a que la risa provocada por don Quijote y Sancho, en el siglo XVII, se haya tornado en llanto ochocentista de admiración y lástima que desemboca inexcusablemente en a m o r y piedad hacia el caballero, ingeniosísimo hidalgo, de la Triste Figura? E n la década en que aparece el Quijote (1605-1615), p r o n t a al u m b r a l del llamado Renacimiento alemán (1600-1740), n o era posible hallar en este país destacados escritores. Algo semejante sucedía en Rusia, donde por entonces tan sólo cabe citar la figura del m á s reconocido de los escritores moscovitas anteriores al Renacimiento del siglo XIX, el «protopope» A w a k u m (1620-1681). En Rusia, como en Alemania, la literatura de entonces se encontraba en u n estadio, c u a n d o menos, germinal. Y es en el último de estos países, precisamente, donde tiene lugar la elaboración de u n a hegemonía intelectual esforzada en conceder al Quijote u n a importancia estética que, desde entonces a nuestros días, ha ido estimándose c o m o un capital artístico cada vez m á s invaluable y creciente. La importancia concedida en Alemania por la escuela wolffiana a la estética —sobre todo después de la aparición del libro de A. Baumgarten—, la polémica de Gottsched y los suizos, el idealismo pictórico de Mengs, la aparición de los trabajos de Winckelmann y de Lessing sobre la escultura y la poesía dramática, habían contribuido decisivamente a la génesis de u n a «gran fermentación» —en palabras de Marcelino Menéndez Pelayo (1974, I, 4)— en el espíritu alemán de fines del siglo xvrn. En E s p a ñ a , escritores y cervantistas del siglo xrx (Baquero Escudero, 1989) c o m p a r a n al creador de don Quijote con H o m e r o , Rabelais, Apuleyo y, sobre todo, con Shakespeare, t r a t a n d o de reconocer en a m b o s a los representantes del final de u n a época y del nacimiento de otra nueva y distinta, fecundamente surgida de la anterior. Igualmente, escritores hispanoamericanos como el colombiano Miguel Antonio Caro (El Quijote, Bogotá, 1874) o el ecuatoriano J u a n Montalvo (Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, 1895), glosan y estudian con peculiares acentos y matices la obra m á x i m a de Cervantes. En 1905, el hispanismo universal, y en concreto los escritores españoles de la Restauración y de la Generación del 98, encontraron ocasión favorable p a r a dirigir su m i r a d a a las grandes creaciones literarias cervantinas, es-

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pecialmente el Quijote. Creemos que resultaría h a r t o enojoso, y quizá estéril, ocuparnos aquí de toda aquella constelación de escritores y críticos que, merced a tal coyuntura, ofrecieron sobre el Quijote todo tipo de interpretaciones, quizá rindiendo culto a la r e n o m b r a d a frase del doctor Thebussen (Mariano Pardo de Figueroa) (1880), quien escribió que «el Quijote es u n libro tan grande que cada cual puede e n c o n t r a r en él lo que le dé la real gana». Miguel de U n a m u n o reclama ante los lectores universales del Quijote y, especialmente, ante sus m i s m o s contemporáneos, la posibilidad y el derecho de hacer públicos sus pensamientos sobre el Quijote y el quijotismo de la m a n e r a m á s personalista y subjetiva. «Desde que el Quijote apareció impreso —escribe a propósito de u n a supuesta distancia aisthetica—y a la disposición de quien lo t o m a r a en m a n o y lo leyese, el Quijote no es de Cervantes, sino de todos los que lo lean y lo sientan» (1970, 661). Más adelante, prosigue así: «Cervantes escribió su libro en la E s p a ñ a de principios del siglo xvii y para la E s p a ñ a de principios del siglo xvii; pero don Quijote h a viajado p o r todos los pueblos de la tierra y d u r a n t e los tres siglos que desde entonces van transcurridos [...] se h a modificado y transformado [...] p r o b a n d o así su poderosa vitalidad y lo realísimo de su realidad ideal» (1970, 663). Desde otro lugar, a propósito de la aventura del yelmo de M a m b r i n o , que sólo a don Quijote le parece tal, mientras que p a r a los d e m á s , entre los que se cuenta Sancho, no es sino bacía de barbero, el ingenioso hidalgo dice: «Eso que a ti te parece bacía de barbero m e parece a mí yelmo de M a m b r i n o y a otro le parecerá otra cosa». A tal respecto, U n a m u n o c o m e n t a que «ésta es la verdad pura: el m u n d o es lo que a cada cual le parece y la sabiduría estriba en hacérnoslo a n u e s t r a voluntad [...]» (1987, 264). Así trata de justificar don Miguel su libre y personalista «lectura e interpretación del Quijote». Años después, en 1912, escribiría a propósito de la "Vida de don Quijote y Sancho: «Escribí aquel libro para repensar el Quijote contra cervantistas y eruditos, para hacer obra de vida de lo que era y sigue siendo p a r a los m á s letra muerta. ¿Qué m e importa lo que Cervantes quiso o no quiso poner allí y lo que realmente puso? Lo vivo es lo que yo allí descubro, pusiéralo o no Cervantes, lo que yo allí pongo y sobrepongo y sotopongo, y lo que p o n e m o s allí todos. Quise allí rastrear nuestra filosofía» (1983, 311). Miguel de U n a m u n o está practicando, sin percatarse de ello, u n a h e r m e néutica literaria que diferencia metodológicamente dos formas de recepción. De u n lado, el proceso actual, que es efecto y comunicación del Quijote, concretado y materializado para el lector c o n t e m p o r á n e o a Miguel de U n a m u n o ; de otro lado —y a tal propósito h e m o s consignado este capítulo—, a reconstruir el proceso histórico a lo largo del cual los lectores de épocas distintas h a n recibido e interpretado el texto del Quijote siempre de m o d o diferente. La aisthesis progresiva del Quijote culmina c u a n d o su experiencia estética puede incluirse en el proceso constitutivo de la aisthesis u n a m u n i a n a , identificada con el Quijote y dispuesta a a s u m i r por la reflexión la actividad propia de su devenir.

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De la parodia al quijotismo. El «Quijote» frente al «Quijote» de Miguel

de Miguel de de Cervantes

Unamuno

En el presente capítulo, y u n a vez reconstruidos, a través de u n a filosofía de la historia, el pensamiento de Miguel de U n a m u n o sobre el horizonte de expectativas en que aparece el Quijote, y, a través de u n a teoría sobre la belleza del arte en contacto con la tradición (Beardsley, 1976), la distancia estética que tal obra ha recorrido desde su aparición en 1605 y 1615, hasta los u m b r a les del siglo xx, t r a t a r e m o s de objetivar y sistematizar «qué» es lo que u n lector histórico de antaño, distiguidamente cualificado como lo fue Miguel de U n a m u n o , veía y entendía en el Quijote de Cervantes. En el próximo y último apartado, intentaremos responder al «cómo» de la crítica u n a m u n i a n a , evaluando rigurosamente la competencia estética o capacidad crítica que Miguel de U n a m u n o demostró poseer a la h o r a de acercarse al Quijote. Se ha repetido con frecuencia, y acertadamente, que el p e n s a m i e n t o unam u n i a n o sobre Cervantes, el Quijote y don Quijote está f u n d a m e n t a d o al margen del cervantismo y sobre el quijotismo como «religión nacional». Desde este p u n t o de vista, no debemos olvidar que si los c o n t e m p o r á n e o s de Miguel de Cervantes apenas vieron en su intencionalidad autorial u n a valiosa y entretenida parodia de los libros de caballerías al través de la locura, Miguel de U n a m u n o delimita m u y precisamente la finalidad y la intención de sus escritos sobre el Quijote y don Quijote, hasta el p u n t o de resultarnos posible su actualización en los cuatro apartados siguientes: 1. 2. 3. 4.

Sobre Sobre Sobre Sobre

la «lucha» en el hombre y su agitación la inmortalidad. Dulcinea o el amor en don Quijote. don Quijote y Sancho.

espiritual.

La mayor parte de estas ideas se e n c u e n t r a n contenidas en su ensayo Vida de don Quijote y Sancho, obra que h a sido considerada por estimables especialistas como «el m á s original y valioso comentario inspirado p o r el Quijote, dentro y fuera de España» (Navarro, 1988, 81). Autores como Grady Seda Rodríguez (vid. Unamuno cride of Cervantes), al estudiar la fecunda producción quijotesca de Miguel de U n a m u n o , optan por desarrollar u n estudio desde un p u n t o de vista diacrónico, al distinguir tres etapas en la actitud de U n a m u n o frente a Cervantes y su obra: así, la primera desde 1884 hasta 1905, la segunda durante 1905 (Vida de don Quijote y Sancho), y la tercera desde 1906 hasta 1936. También el biógrafo Emilio Salcedo (1957) parece haber ratificado algunas de estas ideas. Creemos, por nuestra parte, que la visión sincrónica es suficiente si es sistemática (Guillen, 1979, 91), por lo que en nuestro trabajo a s u m i r e m o s el pensamiento u n a m u n i a n o sobre el Quijote, estética e ideológicamente afirmado en la historia durante m o m e n t o s diferentes de su vida, p a r a ofrecerlo objetivamente, sistemáticamente, sincrónicamente, donde la relación entre el desarrollo de la literatura y el proceso de la historia universal se hace m á x i m a e

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ineludible. Miguel de U n a m u n o , al investigar en el Quijote, e n c u e n t r a las ideas básicas mencionadas, lo que le permite n o sólo penetrar en u n a serie de diferentes hechos, directamente examinados en la E s p a ñ a que le h a tocado vivir, sino incluso aparecer a través de ellos, estableciendo así su coherencia con la historia universal. Es de este m o d o cómo U n a m u n o , al interpretar el Quijote, interpreta también u n a totalidad de la realidad existencial española de su tiempo. Es necesario recordar dos testimonios fundamentales al c o m p r e n d e r el sentido que p a r a Miguel de U n a m u n o supone redescubrir en el Quijote la aventura práctica y funcional de la lucha. E n p r i m e r lugar, en Del sentimiento trágico de la vida, don Miguel se manifiesta como inequívoco agitador de las conciencias h u m a n a s : «Pero es que m i obra —iba a decir m i misión— es q u e b r a n t a r la fe de u n o s y de otros y de los terceros, la fe de la negación y la fe en la abstención, y esto p o r fe en la fe misma; es combatir a todos los que se resignan, sea al catolicismo, sea al racionalismo, sea al agnosticismo: es hacer que vivan todos inquietos y anhelantes» (1983, 323). E n segundo lugar, en El sepulcro de don Quijote, U n a m u n o escribe: «¿Qué vamos a hacer en el camino mientras m a r c h a m o s ? ¿Qué? ¡Luchar! ¡Luchar!, y ¿cómo? ¿Cómo? ¿Tropezáis con u n o que miente?, gritarle a la cara: ¡mentira!, y ¡adelante! [...] ¡Adelante siempre! [...]» (1988, 147). Sin duda, si en estas palabras nos es posible descubrir m u c h o del pensamiento quijotesco, quizá resulte lógico pensar que t a m p o c o h a b r á de sernos especialmente difícil redescubrir en el Quijote u n tanto así de pensamiento u n a m u n i a n o . Le resultaba fácil a U n a m u n o , incapaz como don Quijote de reducir a la razón la vida, e n c o n t r a r en su libro maravilloso, si no la validez, sí al menos la justificación de m u c h a s de sus palabras y actitudes para con los h o m b r e s todos. Más atractivo resulta, sin duda, el simbolismo con que Miguel de U n a m u no reviste la aventura de la cueva de Montesinos (II, 22), cuando, al acercarse don Quijote a la sima, y dado que no le era posible descolgarse, h u b o de poner « m a n o a la espada», y «comenzó a derribar y cortar de aquellas malezas que a la boca de la cueva estaban, por cuyo ruido y estruendo salieron por ella u n a infinidad de grandísimos cuervos y grajos, tan espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo [...]». Para Miguel de U n a m u n o , don Quijote representa aquí al luchador que trata de p e n e t r a r en las entrañas de los hombres, en la conciencia del pueblo español, cuyas creencias se postran y a d o r m e c e n en sima de tinieblas: «Si te e m p e ñ a s en empozarte —escribe U n a m u n o a don Quijote— y hundirte en la sima de la tradición de tu pueblo p a r a escudriñarla y d e s e n t r a ñ a r sus entrañas, escarbándola y zahondándola hasta d a r con su hondón, se te e c h a r á n al rostro los grandísim o s cuervos y grajos que anidan en su boca y buscan entre las b r e ñ a s de ella abrigo [...]. Con el m a c h a q u e o de sus graznidos h a n hecho creer al pueblo que cree lo que no cree, y es menester empozarse en las e n t r a ñ a s de la sima para sacar de allí el alma viva de las creencias del pueblo» (1988, 372-373). En su comentario último al capítulo 73 de la Segunda Parte del Quijote, Miguel de U n a m u n o r e s u m e en las siguientes palabras la idea fundamental que

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h e m o s mencionado: «Mira, lector, a u n q u e no te conozco, te quiero tanto que si pudiese tenerte en mis m a n o s , te abriría el pecho y en el cogollo del corazón te rasgaría u n a llaga y te pondría allí vinagre y sal para que no pudieses descansar n u n c a y vivieras en perpetua zozobra y en anhelo inacabable» (1988, 505). Paralelamente, la lucha, concebida c o m o acción p e r t u r b a d o r a y agitadora de cuantas conciencias h u m a n a s se hallan sumidas en m a n s e d u m b r e estéril, está omnipresente, desde el prólogo m i s m o —El sepulcro de don Quijote—, hasta en todos y cada u n o de los parágrafos de la Vida de don Quijote y Sancho. Don Quijote lucha infatigablemente, inacabablemente, pues, como él m i s m o proclama, «bien p o d r á n los encantadores q u i t a r m e la ventura, pero el esfuerzo y el á n i m o será imposible» (II, 17). Así sucede, en efecto, c u a n d o tras ser apedreados p o r los galeotes (I, 23), y decir d o n Quijote aquello de «si yo hubiera creído lo que m e dijiste, yo hubiera excusado esta pesadumbre», le responde Sancho: «Así e s c a r m e n t a r á vuestra merced como yo soy turco» lo que —en palabras de U n a m u n o — no quiere decir sino que d o n Quijote «no podía escarmentar de hacer el bien y cumplir la justicia verdadera [...]» (1988, 259). Sobre la inmortalidad, al igual que sucede con otros aspectos mencionados en lugares diferentes de este trabajo, Miguel de U n a m u n o proyecta sobre don Quijote inquietudes propias, al afirmar que «¡el toque está en no morir! ¡En n o morir! ¡No morir! Ésta es la raíz última, la raíz de la raíz de la locura quijotesca. ¡No morir! [...]» (1988, 481). E n verdad, si leemos el capítulo 74, último del Quijote, en que se describe su postrera enfermedad, su testam e n t o y su muerte, observamos que quien fallece no es d o n Quijote, sino Alonso Quijano (Castilla del Pino, 1989), quien m u e r e como tal, y no como caballero andante. Es tan sólo cuestión de precisión, que incluso el propio Cervantes y el m i s m o U n a m u n o desaperciben, dado que c o n t i n ú a n refiriéndose a don Alonso Quijano como si todavía residiese en él d o n Quijote de la Mancha. Tal es la fuerza de este último. Igualmente le sucede al cura, quien no deja de llamarle don Quijote hasta que le t o m a en confesión y concluye en que «verdaderamente se m u e r e , y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno [...]». E n efecto, don Quijote no perece al morir Alonso Quijano, d a d o que nuestro héroe h a desaparecido de este último poco antes de que acaeciera su fallecimiento verdadero: «Dadme albricias, buenos señores, de que ya no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres dieron n o m b r e de bueno» (II, 74). Don Quijote n o ha m u e r t o porque no es sino, precisamente, u n a existencia transgresora de realidades, y en cuya m e m o r i a reside toda u n a poética de la locura. De este m o d o , para Miguel de U n a m u n o , «don Quijote es, merced a su muerte, inmortal; la muerte es nuestra inmortalizadora» (1988, 526). Del ansia de inmortalidad que impulsa a don Quijote en cada aventura brota el a m o r a Dulcinea, mujer depositaría de la gloria y h a z a ñ a s de espíritu por las que peregrina don Quijote. Su a m o r hacia ella es «amor a c a b a d o y perfecto, a m o r que no corre tras deleite egoísta y propio», pues «entregóse a

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ella sin pretender que ella se le entregara» (1988, 224). Contrariamente, cuando don Quijote es objeto de la inventiva sanchopancesca e n c a n t a d o r a de Dulcinea (II, 10), y con las palabras «¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo?», se da de bruces con las tres mozas de labranza, U n a m u n o escribe: «¡Ni la locura te valió, b u e n Caballero! Cuando al cabo de doce años vas a tocar el precio de ella, la brutal realidad te da en el rostro» (1988, 355). Episodios de esta naturaleza, en que tan poderosamente la realidad contrasta con su transgresión, sugieren a Miguel de U n a m u n o «la voz agorera y eterna del eterno desengaño h u m a n o » . ¿Es posible pensar, acaso, que el a m o r de don Quijote p o r Dulcinea perm a n e c e íntegro porque aquél no la encuentra nunca? Es, quizá, la expresión m á s p u r a de u n a experiencia estética que se ha a d u e ñ a d o , tácitamente, de la fórmula paulina del uso de la gracia de Dios: « t a m q u a m nihil habentes, et o m n i a possidentes» (2 Cor 6, 10). Acaso, en el fondo de la realidad de tales amores, puede resolverse el dolor dulcificante que, c o m o la única vertu naturelle necesaria, apenas se distancia del verso de Petrarca: «cantando il duol si disacerba» (Canzionere, n ú m . 23, v. 4). Por otra parte, a propósito del singular personaje de Cervantes, podríamos tratar de responder a la siguiente pregunta: ¿qué es lo que don Quijote es... p a r a Miguel de U n a m u n o ? Don Miguel reconoce en don Quijote las virtudes m á s acendradas del heroísmo español por excelencia. Del m á s alto heroísm o que, para un individuo, como p a r a u n pueblo, se h a cifrado en saber afrontar el ridículo y la burla, y no acobardarse en ellos. Si, como escribe U n a m u n o , la vida es u n a tragedia para los que sienten y una comedia p a r a los que piensan, don Quijote es el simbolismo de u n a existencia trágica —la de quienes sobreponen la fe a la razón—, que n o cómica —la de quienes sobre la fe ponen la razón. Don Quijote se queda, pues, con lo m á s noble de la representación. H e m o s indicado, en parágrafos anteriores, c ó m o don Quijote e n c a r n a en el u n a m u n i s m o «la expresión de una lucha entre lo que el m u n d o es, según la razón de la ciencia nos lo muestra, y lo que queremos que sea, según la fe de nuestra religión nos lo dice» (1983, 322); cómo, también, tanto don Quijote como la concepción que de la vida h u m a n a tiene U n a m u n o son en el fondo irreductibles al Kulturkampf: don Quijote no se resigna ni a otro m u n d o , ni a otra verdad, ni a otra ciencia o lógica, ni a otro arte o estética, ni a otra moral o ética que n o sea sino la que brota de su propia existencia, transgresora de realidades, y sobre la que, inmortalizada, reposa toda la poética de su locura. Por esto precisamente es p o r lo que don Quijote es un héroe, u n a existencia luchadora, p e r p e t u a m e n t e y a la desesperada, contra la «ortodoxia inquisitorial» de la ciencia y el materialismo modernos, «contra esta E d a d Moderna que abrió Maquiavelo y acabará cómicamente», «contra el racionalismo heredado del siglo xvii...», etc. Al cabo, Miguel de U n a m u n o otorga a don Quijote la misión que p a r a él m i s m o se ha propuesto en este m u n d o : «clamar, c l a m a r en el desierto. Pero el desierto oye, a u n q u e no oigan los h o m b r e s [...]» (1983, 329). E s así que don

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Quijote se torna en el alma legendaria y novelesca, histórica e individual, del pueblo español, «y como quiera que obran existen. Del alma castellana brotó don Quijote, vivo como ella» (1970, 201). Y es que en cada época surge el héroe que hace falta a la restauración de las grandes ideas de entonces. España estaba, pues, en 1905, necesitada de restauradores. Finalmente, al grito quijotesco, «¡Yo sé quién soy!» (ego scio qui sumí), en que i r r u m p e don Quijote tras ser apaleado por los mercaderes toledanos (I, 4 y 5), infunde a Miguel de U n a m u n o la revisión de la filosofía socrática, p a r a la cual «es el quicio de la vida h u m a n a toda saber el h o m b r e lo que quiere ser». En consecuencia, «terrible cosa el que sea el héroe el único que vea su heroicidad por dentro [...] y que los d e m á s no la vean [...]» (1988, 189-190). A lo largo de este capítulo, h e m o s tratado de reconstruir s u m a r i a m e n t e el sentido que el Quijote tenía p a r a Miguel de U n a m u n o como lector de su época. Nadie debe creer que esta labor constituye u n a defensa de la interpretación subjetiva y libre, a veces errada, y frecuentemente arbitraria. Es absurdo suprimir los sentidos legítimos que en el Quijote h a n encontrado generaciones de lectores y estudiosos, anteriores y posteriores a Miguel de U n a m u n o ; dester r a r í a m o s así la posibilidad de nuevas interpretaciones. Mas, a pesar de todas las singularidades u n a m u n i a n a s introvertidas en el Quijote, h e m o s de confiar en la capacidad de poder referir a u n a obra de arte los valores de su época, y de todos cuantos períodos le han sucedido en las edades de la historia. El Quijote es u n a labor artística que tiene tanto de eterna —es decir, de valores perdurables e identificables en el tiempo—, como de histórica —esto es, su capacidad o suficiencia de variabilidad con arreglo a u n proceso estético universal. De la competencia estética de Miguel de Unamuno sobre el «Quijote» o el flaubertismo: «L'homme n'est rien, l'ouvre est tout» Uno de los aspectos que m á s han sorprendido a cuantos cervantistas se han acercado a los escritos quijotescos de Miguel de U n a m u n o h a sido su postura ante Cervantes. Todas las ideas del p e n s a d o r noventayochista ante el autor del Quijote se resuelven en la popular frase flaubertiana «l'homme n'est rien, l'ouvre est tout». Así, U n a m u n o asevera que «Cervantes se m u r i ó sin haber calado todo el alcance de su Quijote, y acaso sin haberlo entendido a derechas»; que «el pobre de Cervantes no alcanzaba a la robusta fe del hidalgo manchego, fe que le hacía dirigirse con elevadas pláticas a los cabreros [...]»; que «Cervantes no fue m á s que un m e r o instrumento para que la España del siglo xvi pariese a don Quijote», etc., y para concluir, al cabo, en aquello de que «don Quijote es i n m e n s a m e n t e superior a Cervantes» (1970, 667668). Si bien reconocemos que estas palabras h a n sido objeto de estudios a b u n dantes y diferentes (King, 1967; Navarro, 1988), creemos, por nuestra parte, sin embargo, que lo que hasta el m o m e n t o se ha escrito con el propósito de esclarecerlas ha sido, c u a n d o menos, insuficiente y gratuito. Las imprecacio-

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nes y censuras que Miguel de U n a m u n o formula sobre la personalidad autorial de Miguel de Cervantes responden a orientaciones objetivablemente diferentes, según si el objeto del reproche reside en las palabras de un personaje hacia don Quijote, en la presentación de unos hechos narrados, en su desenvolvimiento o acontecer venturesco, en los juicios procedentes del autor, narrador o historiador, etc., sobre los personajes protagonistas. Hay que señalar, en p r i m e r lugar, que existen dos direcciones fundamentales a través de las cuales U n a m u n o juzga desacreditativamente a Cervantes. De u n lado, Cervantes como «autor» del Quijote; de otro lado, Cervantes c o m o «narrador» del Quijote. Sin embargo, U n a m u n o no tarda en equivocar y confundir involuntariamente u n a y otra instancia, la autorial y la narrativa. De este m o d o , reprocha a Cervantes (autor real del Quijote) palabras que p r o n u n cia el n a r r a d o r de la novela, que no es Cervantes, precisamente, sino Cide H a m e t e Benengeli. H e m o s de darnos cuenta de que quien habla no es quien escribe, dado que autor y narrador son instancias textuales diferentes, y que U n a m u n o con-funde. En el Quijote existe u n autor real, esto es, u n h o m b r e de carne y hueso que n o es otro que Miguel de Cervantes Saavedra, nacido en 1547 y m u e r t o en 1616. Ahora bien, en el Quijote existe, a d e m á s , u n narrador, a quien se le llama frecuentemente «historiador», y que es Cide Hamete Benengeli, personaje novelesco que constituye, dentro de la inmanencia textual, el papel de autor implícito representado (Pozuelo Yvancos, 1988, 226 ss.). Hoy sabemos que el n a r r a d o r n o es el autor, sino que, precisamente, se trata de u n a de las creaciones autoriales m á s específicas; por esta razón h e m o s hablado anteriorm e n t e de él como de u n personaje m á s . Distingamos, pues, entre el autor real del Quijote (Miguel de Cervantes) y el autor implícito representado (Cide Hamete Benengeli), responsable de «las cosas que se dicen, que las sabrá quien le leyere, si las lee con atención», en la historia del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. El equívoco de Miguel de U n a m u n o consistió en atribuir a Cervantes lo que en verdad dice Cide Hamete, y hacer de las dos entidades aisladas u n a sola y única, cuando, en verdad, no hay lógica posible p a r a ello, dado que u n a de ellas (Cervantes) está fuera de la ficción narrativa, mientras que la otra (Cide Hamete) es enteramente ficticia, toda ella creación narrativa de la primera. E n el manuscrito original de la Vida de don Quijote y Sancho, Miguel de U n a m u n o había escrito, entre paréntesis y bajo el título inicial del ensayo, algo que luego suprimió en la edición de 1905, pero que nos revela, con claridad innegable, que n o supo explicarse el papel que Cide H a m e t e desempeñaba en el Quijote. U n a m u n o escribió, p a r a suprimirlas después, las siguientes palabras: «(Cide H a m e t e Benengeli ¿es o no u n a ficción de Cervantes?)». Pensamos que, al omitirlas, U n a m u n o trató de eludir también la problemática distinción que h e m o s a b o r d a d o a propósito de las instancias narrativas, y que por aquellos años distaba notablemente de intento esclarecedor alguno. E s t i m a m o s que la siguiente sinopsis propuesta por José María Pozuelo Yvancos (1988, 236) facilitará la comprensión de nuestra exposición última,

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sobre las instancias narrativas, a propósito de las cuales, y merced al lector implícito, W. Iser (1972, 8-9) h a escrito: «Der implizite Leser meint den u n text vorgezeichneten Aktcharakter des Lesens u n d nicht eine Typologie möglicher Leser».

Autor implícito no representado

3

Autor implícito representado 4

Lector implícito representado

Narrador-Relato-Narra tario

Lector implícito no representado

4

En efecto, como leemos en el cuadro, a un autor real, de carne y hueso, c o m o Miguel de Cervantes en el caso del Quijote, corresponde u n lector real, de su m i s m a naturaleza, que, o bien puede ser Miguel de U n a m u n o , en el m o m e n t o histórico que h e m o s estudiado en capítulos precedentes, o bien cualquiera de nosotros al acercarnos a u n a lectura del Quijote. Estas dos instancias (autor y lector reales) existen fuera del Quijote, es decir, residen al m a r g e n de u n a inmanencia textual. Al contrario, Cide H a m e t e Benengeli, autor implícito representado e inequívoca creación cervantina (o autorial) dentro del Quijote, no puede existir fuera de él de la m i s m a m a n e r a que lo hacen Cervantes, U n a m u n o o yo m i s m o , d a d o que Cide H a m e t e es u n a creación m á s en la totalidad inventiva que Cervantes introvierte sobre el Quijote. Unam u n o no supo responder satisfactoriamente a los interrogantes de aquella pregunta que él m i s m o se formularía, para suprimirla posteriormente, adjudicando a Cervantes aseveraciones que, en toda lógica, corresponden a u n a de sus creaciones literarias m á s especiales, y que ha sido singularmente desapercibida por m á s de u n cualificado lector. Así, por ejemplo, c u a n d o el cura y el barbero idean la aventura de la princesa Micomicona para hacer regresar a don Quijote a su aldea, y el clérigo determina que sea maese Nicolás quien se ponga las b a r b a s (I, 28), éste se ríe y se cuida de que no se le desprendan las tales, «con cuya caída —escribe U n a m u n o — quizá quedaran todos sin conseguir su buena —según Cervantes— intención» (1988, 275). Véase aquí c ó m o U n a m u n o atribuye a Cervantes palabras que, en verdad, están en boca del n a r r a d o r o «historiador» del Quijote, es decir, de Cide H a m e t e Benengeli, a quien Cervantes responsabiliza del acto de contar y de n a r r a r las aventuras de don Quijote y Sancho. E s m u y fácil —y m u y gratuito— adjetivar a Cervantes de «ingenio lego» tal y como antes lo habían hecho Tamayo de Vargas, discretamente J u a n de Valera, y, en nuestros m á s recientes días, Vladimir Nabokov. Es, decimos, m u y fácil y m u y gratuito, no sólo porque n o nos conduce a ninguna parte, sino p o r q u e ni tan siquiera podemos estar absolutamente seguros de ello. Es indudable que Miguel de Cervantes h u b o de desconocer m u c h a s de las

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ideologías, sentimientos y doctrinas que la lectura de su obra habría de infundir en lectores de épocas y lugares tan lejanos c o m o diferentes. ¿De qué m o d o el autor de u n libro es capaz de vaticinar la actitud que ante su obra t o m a r á n los lectores de sucesivas generaciones y países? La labor de Cervantes es la de u n a consciencia productiva que desde u n a estética de la producción confecciona u n a maravilla artística a la vez única y universal. Corresponde, después, a los lectores, como consciencia perceptiva que deben ser desde u n a estética de la recepción, la evaluación interpretativa y objetiva, no de lo que quiso o no quiso decir tal o cual autor, sino de aquello que es posible leer en el Quijote sin que se transformen sus formas artísticas o se deterioren equivocadamente sus fondos vitales. No, no creemos estar seguros, p o r h o n d a y brillante que se muestre la sospecha, de que Miguel de Cervantes fuera u n vulgar lego; el honnéte lecteur debe ir m á s allá de las ocurrencias. Otro de los aspectos a través del cual nos es posible evaluar la competencia estética de Miguel de U n a m u n o ante el Quijote es aquél en el que residen los fundamentos del objetivismo histórico, concepto positivista del que don Miguel se distancia radicalmente, y cuyo único objeto n o es sino la m e r a descripción objetiva de la historia literaria y sus acontecimientos. Cuando Miguel de U n a m u n o califica de «masoretas» n o sólo a b u e n a parte de los eruditos cervantistas contemporáneos y precedentes, sino también a autores que, c o m o Menéndez Pelayo, Gervinus, Scherer, Santis, Lanson..., consagraron su vida a la historiografía de la literatura, pues estimaban que sólo a través de las obras literarias era posible describir la individualidad nacional decimonónica, está denunciando en la objetividad descriptiva de la literatura la abstinencia de juicios estéticos. «La historia de los comentarios y trabajos críticos sobre el Quijote en E s p a ñ a —escribe U n a m u n o — sería la historia de la incapacidad de u n a casta p a r a penetrar en la eterna sustancia poética de u n a obra, y del ensañamiento en m a t a r el tiempo con labores de erudición que m a n t i e n e n y fomentan la pereza espiritual» (1970, 658). A través de tales palabras, y desde su peculiar p u n t o de vista, Miguel de U n a m u n o nos está hablando, en definitiva, del enfoque que personalmente adoptará en su acercamiento hacia el Quijote. Del m i s m o m o d o que unos años antes había hecho Friedrich Schiller (Was heisst und zu welchem Ende studiet man Universalgeschichte?), U n a m u n o hace del estudio histórico de la literatura u n instrumento para describir el interés de la historia, al introvertir en ella enseñanzas para el pensador contemplativo, modelos de imitación p a r a el ¡¡coov 7toX.ttixóv, revelaciones puntuales para el filósofo, y u n goce culto y apetecible para el lector. U n a m u n o concibe así, al igual que Gervinus («Grudzüge der Historik», 1837, 49 ss.), la transformación del historiador de la literatura en historiador general, c u a n d o al investigar su objeto encuentra en él las ideas básicas que le permiten penetrarlo, aparecer a su través, y establecer su coherencia con la historia general. Cuando en 1781, I. Kant, en su Kritik der Reinen Vernunft, afirmaba equivocadamente que no era posible emitir juicios sintéticos «a priori» sobre las

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Gesteswissenschaften o ciencias h u m a n a s , negando así la posibilidad de estudiarlas científicamente, estaba ulcerando, sin duda sin proponérselo, m a s , en verdad poderosamente, toda posibilidad de reconstruir con objetividad u n a estética {teórica e inductiva) sobre las formas artísticas de la literatura. Sólo a lo largo de nuestro siglo xx, desde el formalismo ruso hasta la m á s avanzada semiología crítica, ha sido posible la interrelación de los artificios artísticos presentes en la obra literaria, vindicando así el estatuto científico que le es propio como disciplina estética. Miguel de U n a m u n o sabe que la significación de los valores de la literatura reside en los textos literarios, corpus artis en que se objetiva la literatura, y por ello en sus escritos sobre el Quijote trata de justificar, u n a y otra vez, su particular voluntariedad para formar y modificar la percepción de la obra cervantina, percepción en la cual se realiza la parte m á s importante de la educación de los sentidos. A propósito de la naturaleza de la locura de don Quijote, la capacidad crítica de Miguel de U n a m u n o la consigna como fingida y deliberada. Así, el pensador noventayochista habla con frecuencia de don Quijote c o m o de u n «cuerdo que enloquece de p u r a m a d u r e z de espíritu» (1970, 165), ya que al no querer efectuar u n a segunda prueba con su adarga, ya aderezada tras el p r i m e r intento (I, 1), demuestra «lo cuerda que era su locura». Igualmente, c u a n d o en el capítulo 17 de la Primera Parte, a las pocas palabras de conversación con el ventero sobre el pago de su posada, don Quijote se convence de que estaba en venta y n o en castillo, U n a m u n o repite de nuevo «que vuelve a verse u n a vez más c u a n cuerdo era en su locura» (1988, 239) y lo m i s m o sucede a propósito de la aventura de Sierra Morena (I, 24 y 25) en que don Miguel estima a don Quijote «como el heroico loco [que] era m u y cuerdo», pues no quiso imitar a Roldan en lo de a r r a n c a r árboles y enturbiar aguas, sino m á s bien en hacer locuras de lloros y sentimientos. Para Miguel de U n a m u n o , «el loco suele ser u n comediante profundo, que t o m a en serio la comedia, pero que no se engaña, y mientras hace en serio el papel de Dios o de rey o de bestia, sabe bien que ni es Dios, ni rey, ni bestia» (1988, 352). Ésta es la a l m e n d r a de la m á s precisa definición que U n a m u n o trata de darnos sobre la naturaleza de la locura de don Quijote, para quien ni las burlas de los duques «se le p a s a b a n inadvertidas ni dejaban de dolerle, pues a u n q u e su locura las t o m a r a por b u e n a s y las aprovechase en heroísmo, no dejaba de trabajar por debajo de ella su cordura» (1988, 436). No es nuevo el a r g u m e n t o de quienes encuentran u n fondo de apariencia y simulación en la locura de don Quijote. Torrente Ballester (1985, 9-34) h a distinguido en el Quijote, hasta el capítulo 6 de la Primera Parte, u n a finalidad autorial m u y diferente a la que es posible seguir tras la segunda salida de don Quijote (I, 7) a c o m p a ñ a d o de S a n c h o Panza como escudero. A la intención inicial de Cervantes frente a los libros de caballerías contrapone Torrente la propiedad posterior de don Quijote p a r a «hacer real todo lo que toca» (1985, 26). Es lo cierto que la locura de don Quijote, imposible de estudiar y tipificar desde u n p u n t o de vista exclusivamente médico, es un recurso litera-

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rio que Cervantes h a ideado y manejado de m a n e r a sobresaliente y única con objeto de poner de manifiesto, b i e n h u m o r a d a m e n t e , hechos de un ridículo y una admiración tan singulares que escapan a cualquier análisis improvisado. Formalmente, la locura de don Quijote se fundamenta en su fe p o r la caballería andante y su misión restauradora, en su a m o r a Dulcinea del Toboso y en la singular deformación, a veces m o m e n t á n e a , de determinadas realidades. Estos aspectos nos remiten m á s bien a u n a m a n e r a de ser, o mejor, a u n a forma de estar en el m u n d o . Añadamos, p a r a terminar, que la psiquiatría reconoce que p a r a hablar de locura es necesario que el individuo deje de ser quien verdaderamente es, para hacer de su vivir una situación o una actuación distintas, de tal m o d o que la relación que establece con el m u n d o , las cosas, o Dios m i s m o , se experimente sustancialmente alterada a causa de la naturaleza diferente de cuantas referencias tiene del m u n d o en que desenvuelve su actuar y su pensar (Caso González, 1987). Creemos, no obstante, innecesitado a don Quijote de u n a complejidad médica de tal naturaleza p a r a la explicación de la m á s bella poética que sobre la locura j a m á s se ha escrito. Quizá d e b a m o s seguir otros derroteros al prospeccionar en el relato de los hechos y las acciones de nuestro personaje tales premisas. La fábula del Quijote, condensada en la historia, es lo que Cervantes ha querido elaborar estilísticamente al transmitirnos los acontecimientos conservadores del d i n a m i s m o de la locura de don Quijote. Como h a escrito Káte Friedemann, a propósito de aquellas acciones que los críticos tratan de reducir al m u n d o interior de u n personaje, «für kleine Novellen eignet sich diese Form der Darstellung sicherlich sehr gut» (1965, 49).

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