MIRYEM, LA MORISCA DE ALARCOS

MIRYEM, LA MORISCA DE ALARCOS Novela histórica de Miguel Cruz Inscrita con el Nº CR-163-06 en el Registro de la Propiedad Intelectual A los que cre

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MIRYEM, LA MORISCA DE ALARCOS

Novela histórica de Miguel Cruz

Inscrita con el Nº CR-163-06 en el Registro de la Propiedad Intelectual

A los que creen que ser es más importante que tener. 0

INTRODUCCION

La historia de los amores del rey castellano Alfonso VIII con la judía Raquel, hija de su ministro Yehudi Ibn Esra, una joven de extraordinaria belleza, es una fuente de inagotable inspiración literaria en la que han bebido, y beberán, escritores de todos los tiempos (Lope de Vega, Martín de Ulloa, Vicente García de la Huerta, Grillparzer, Feuchtwanger, J. M. Walker, entre otros) y, aunque el Marqués de Mondéjar (Memorias Históricas) la relega al fantástico mundo de las leyendas, lo cierto es que quedó recogida por el bisnieto del monarca y fundador de Ciudad Real, Alfonso X, en su Crónica General de 1270: “El rey se enamoró locamente de una judía que tenía por nombre Fermosa, La Hermosa, y olvidó a su esposa” Esta novela bebe de la misma fuente y revive un Alfonso VIII tosco, curtido en mil batallas y sin apenas educación, ya que desde niño se ve en medio de intrigas y luchas por su tutoría y crece entre guerras civiles y enfrentamientos por el poder. Como no podía ser de otra manera, su formación es bélica y está dotado de una gran inteligencia para la guerra, aunque se muestra impaciente y ansioso por lograr victorias, lo que se traduce en grandes desastres. Posee una religiosidad impropia de un guerrero pronto a quebrantar el quinto mandamiento con el adversario, al que, previamente y para acallar su conciencia de buen cristiano, lo tilde de infiel. Se cree un Caballero de Dios, un elegido para luchar contra los intolerantes almohades, siendo él mismo un fanático, lo que le hace tener un particular sentido de la justicia, mostrándose magnánimo con sus correligionarios cuando cometen excesos. Raquel representa el contrapunto amable a su belicosidad y será ella quien, enamorada y sumisa, intente calmar su impaciencia y retrasar lo inevitable, ofreciéndose como el remanso de paz que todo guerrero anhela. Alfonso VIII, en brazos de Raquel y alejado del mundo, se siente un hombre distinto, alegre, gozando de los placeres de la vida, tierno, sensible. El propio Alfonso X dice que la pasión de los amantes no fue cosa pasajera: “Y se encerró el rey con la judía durante casi siete años enteros y no se acordaba de sí mismo, ni de su reino, ni se acordaba de nada más” 1

¿Hasta qué punto iba a consentir el reino que la corona estuviese entretenida por una mujer y, además, judía, hija de un hombre tan poderoso como el ministro del rey? Los celos de la esposa desdeñada y los intereses de la parcialidad de los Castro, dieron fin a esta historia como, más adelante y sin hacer alusiones personales, relata Alfonso X: “Los grandes decidieron matar a la judía. Se presentaron allí donde vivía y la asesinaron en el estrado de su aposento, e igualmente a todos aquellos que con ella se encontraban” A pesar de los enamorados consejos de Raquel, que intenta hacerle comprender que fanatismo y guerra no son solución para nada, y lo improcedente de la aventura que le hace ver su ministro, Alfonso VIII se deja llevar por su convicción de elegido de Dios y decide enfrentarse a los almohades en Alarcos, en 1195, suceso del que sale derrotado estrepitosamente. Durante los 17 años siguientes, gestará su venganza y se tomará el desquite en la batalla de Las Navas de Tolosa, en 1212, punto de inflexión de la presencia musulmana en la Península, que culminaría con la entrega de Granada por parte del sultán Boabdil a los reyes Isabel y Fernando, 280 años más tarde. Con la misión cumplida, el tiempo va haciendo de Alfonso un ser más sereno y escuchará perplejo los consejos que le da Miryem, la amiga y sirviente fiel de Raquel, y testigo de su asesinato, para que haga una doble y excelsa renuncia y se apegue más a los valores religiosos de los que tanto alardeaba y poco practicaba. El reinado de Alfonso VIII fue uno de los más largos de la Edad Media, durante el cual supo mantener la convivencia pacífica entre las tres religiones monoteístas, si bien no con el contento general de sus correligionarios, a los que tuvo que hacer algunas concesiones. Novela que, a pesar de estar ambientada a finales del siglo XII, no deja de sorprender por la rabiosa actualidad de algunos de los problemas que trata.

El autor 2

CAPITULO I

Durante el gobierno en Al-Andalus de Abd-al-Rahman II, que continuó con las obras de construcción y ampliación de la Mezquita de Córdoba, iniciadas por Abd-al-Rahman I El Emigrante en el año 786 sobre una antigua basílica visigoda consagrada a San Vicente, se recrudeció un antiguo problema religioso que traería no pocas y graves consecuencias. Los mozárabes, cristianos que convivían en paz y armonía con los musulmanes y a los que se les concedió libertad para seguir practicando su propia religión, serían centro del malestar que creaban las luchas intestinas surgidas por la rivalidad existente entre árabes y beréberes, dominadores y dominados, y que no se había terminado con su convivencia, primero en África y, después, en la Península. El reparto de las tierras peninsulares que habitaban los sarracenos fue el origen del descontento, pues se hizo de forma desigual. Los valles fértiles los ocuparon los árabes y los terrenos montañosos y escasamente cultivables, se dejaron a los beréberes con la excusa de que estaban más acostumbrados al pastoreo que a la agricultura. Aquella desigualdad hirió los sentimientos de los beréberes, que se consideraban con el mismo derecho que los árabes a ocupar las mejores tierras, y fue interpretado como una humillación al sentirse tratados como una clase inferior. El despecho, largamente contenido y que se mantuvo sin manifestarse gracias a la fe musulmana que tan contraria es a la envidia, terminó por estallar en una interminable serie de levantamientos y choques sangrientos que dio lugar a una situación anárquica, y los beréberes de la Península fueron apodados por sus hermanos de fe del otro lado de El Estrecho y que se consideraban dentro de la más estricta ortodoxia musulmana como “los rebeldes”. Esta confusa situación contribuyó a la buena acogida que los beréberes más moderados, amantes de la paz y del orden y que habitaban en la costa mediterránea peninsular, dispensaron a Abd-al-Rahman Ibn Moauiya (Abderramán Ben Omeya) al desembarcar en el año 755, en Almuñécar, puerto de la costa granadina que, junto con el cercano de Salobreña, era muy utilizado tanto para el comercio como lugar de desembarco de tropas procedentes del otro lado del Mediterráneo. 3

Los beréberes, raza del norte de África que había sido dominada por los árabes y que terminó por adoptar el mahometanismo, fueron traídos a la Península por Tarik, que desembarcó en Djebel-Tarik (Gibraltar) el 28 de abril del año 711, acudiendo a la llamada de Agila, hijo del difunto Witiza, a cuya muerte le sucedió en el trono Rodrigo. Agila, creyéndose con derecho a la corona, pidió auxilio a Musa, gobernador del Norte de África. Musa, no muy entusiasmado, envió en su nombre a Tarik, su lugarteniente. Rodrigo, que se hallaba en Navarra, al saber la llegada de Tarik, se desplazó a la Bética y pudo reunir por el camino a un numeroso ejército para enfrentarse con el invasor. Antes de la batalla, Rodrigo dispuso sus fuerzas a orillas del río Guadalete, quedándose él en el centro de la tropa y poniendo las alas al mando de Sisberto y Opas, hermanos de Witiza y, por tanto, tíos de Agila. Iniciada la contienda, los hermanos de Witiza no tardaron en pasarse a las tropas de Tarik, y Rodrigo, traicionado, sufrió una tremenda derrota en la batalla de Jerez, una de cuyas primeras consecuencias fue el fin de la dinastía visigoda. Tarik, olvidando el compromiso con Agila y viendo la fragilidad de la descompuesta monarquía visigoda, concibió la ambiciosa idea de hacerse dueño de la Península, dando origen así a la dominación árabe de Hispania. Tarik, que no tenía ningún plan previsto, envalentonado por su cómoda victoria y las traiciones de los que consideraba sus enemigos y que terminaron por ser sus aliados, conquistó sin gran resistencia Ecija, Córdoba y Toledo, la capital del reino visigodo, a donde llegó con gran facilidad, quedando todas las ciudades y poblados aledaños bajo su mando. Musa, al saber las fáciles victorias de su lugarteniente y los extraordinarios botines que obtenía, dedujo que si Tarik hubiese dispuesto de tropas más numerosas, los beneficios habrían sido más abultados y mayores las extensiones de terreno conquistado. Sin más consideraciones y con un ejército de diez mil árabes mahometanos de Arabia, desembarcó en la Península y se apoderó de Medina-Sidonia, Carmona y Sevilla, encontrando gran resistencia en Mérida, que cercó y tomó al cabo de un año. Reunidas las fuerzas de Tarik y de Musa, se enfrentaron a un numeroso ejército visigodo en Salamanca, al que derrotaron estruendosamente, y, poco a poco, los musulmanes se fueron adueñando del norte de la Península. 4

Con el establecimiento de los árabes musulmanes en la Península, los territorios que iban ocupando cambiaron el antiguo nombre de Hispania para tomar el de Al-Andalus, un naciente estado cuyas poblaciones, herederas del rico pasado romano y visigodo, crecieron y se ampliaron adoptando una auténtica configuración urbana. Cuando Musa se disponía a entrar en tierras de Galicia, fue llamado a Damasco por el califa Walid, dejando el gobierno de Al-Andalus a su hijo, Abd-al-Azis, que se convirtió, así, en el primer emir de la nueva Hispania musulmana, ya de Al-Andalus, en el año 713. Este emirato quedaba subordinado al gobernador del Norte de África y residente en Ifriquiya (la actual Túnez) y, por su mediación, al califato de Damasco, entonces bajo el gobierno de la dinastía de los Banu al-Abbás (los abbasíes), cuya rivalidad con los Banu Omeya mantenían enfrentados a ambos clanes (*) El primer emir de Al-Andalus, en ausencia del padre, ocupó la parte sur de Lusitania y las comarcas de Málaga y Granada, y los emires que le sucedieron terminaron por ocupar el resto del territorio peninsular, cuya capital quedó establecida en Córdoba. (*)

Fundador en Medina del primer estado musulmán, Mahoma tiene cuatro sucesores o califas inspirados, era que es considerada tradicionalmente como “la edad de oro del Islam”. Los dos primeros, Abú Bakr y Omar Ibn Al-Jatab, son reconocidos y aceptados, unánimemente, por la comunidad de creyentes, pero con la designación de Ozman y Alí, entraron en juego las rivalidades por el poder entre la familia del Profeta, los antiguos compañeros de Mahoma y el clan de los Banu Omeya. Las oposiciones contra Alí dan lugar a un enfrentamiento que termina con la “Batalla del Camello” en la que resulta vencedor el califa, pero el gobernador de Siria y jefe del clan de los Banu Omeya rehúsa reconocer su autoridad. Se hace preciso un arbitraje que conduce a la deposición de Alí, lo que hace inevitable una doble escisión en el Islam: el jarixismo y el chiismo. Los jarixíes rehusarán el arbitraje humano, considerado sacrílego, y desarrollarán un cisma fundado en la igualdad, la austeridad y el ascetismo. Por su parte, los chiitas, místicos de Alí, combatirán a los usurpadores Omeya, después a los Abbasíes y conseguirán implantarse en Persia. La rivalidad por el poder enfrenta a Omeya y Abbasíes. Husein, el segundo hijo de Alí, será proclamado califa y los Omeya son expulsados del califato, pero, posteriormente, es eliminado por los mismos Omeya en Karbala (680). Así nacerá la martirología chiita, llena de deseo de venganza. Abul-Abbás, no contento con la expulsión de los Banu Omeya del califato, puso en práctica una de sus más sangrientas maquinaciones, invitando a todo el clan Omeya a un banquete en donde todo estaba preparado para su exterminio. Este ardid para eliminar adversarios, muy habitual en aquella época y en otras posteriores, convirtió en irreconciliables a los Abbasíes y los Omeya. Abul-Abbás consiguió llevar a cabo su macabro plan y sólo un miembro de la familia Omeya, el príncipe Abd-al-Rahman, escapó de la matanza de su familia a manos de los abbasíes, en el año 750, huyendo al Norte de Africa y, desde allí, a Hispania, donde el emir Yusuf, contrario a los yemeníes establecidos, intentó en vano atraérselo para derrotarlos. (N. del A.) 5

Con la llegada a la Península del único miembro de la familia Omeya que escapó de la matanza general que llevó a cabo Abul-Abbás, Abd-al-Rahman, tras obtener el apoyo de grupos descontentos de yemeníes y beréberes, se enfrentó al emir Yusuf, a quien derrotó, consiguiendo con ello el dominio de Córdoba, la capital de Al-Andalus. En el año 756, tras su triunfo sobre Yusuf, se hizo proclamar emir y diecisiete años más tarde, en 773, Abd-al-Rahman I, rompió sus relaciones con Damasco fundando el emirato de Córdoba, independiente del califato de Damasco. Levantó su palacio Al-Rusafa a las afueras de la ciudad y alejado del bullicio, en las faldas de la sierra cordobesa, y ordenó construir deslumbrantes estancias y esplendorosos jardines que le hacían mitigar la añoranza que sentía por aquel otro de su Siria natal, en donde se había criado con su abuelo y al que le impuso el mismo nombre: el Jardín. Abd-al-Rahman I El Emigrante, reprimió con gran dureza las insurrecciones interiores promovidas por los califas de Damasco por recuperar Al-Andalus, una de las cuales protagonizó el propio Yusuf, quien tras reconocer la autoridad de su vencedor, se rebeló en Mérida, siendo capturado y ejecutado. Los problemas religiosos con los que tuvo que enfrentarse el nuevo emir fueron consecuencia del malestar existente entre árabes y beréberes que, hábilmente encauzado, daba la apariencia de que eran los mozárabes los causantes de disturbios y algaradas, por lo que, pronto, empezarían a ser molestados y perseguidos, origen de numerosas revueltas, muchas de ellas ahogadas en sangre. El injusto trato exacerbará los ánimos y se producirán verdaderos movimientos en defensa de la fe de Cristo, no sin la resuelta reprobación de los propios correligionarios, sacerdotes y laicos. Las persecuciones religiosas continuaron durante el emirato de Mohamed I, dando lugar a un levantamiento general de los mozárabes en Toledo que, en su marcha hacia Córdoba y capitaneados por el caudillo Síndola, cayeron en una emboscada y fueron cruelmente acuchillados por las fuerzas del emir. El terrible genocidio fue aprovechado por el cabecilla Omar Ibn Hafsún, cuya figura se agigantó de forma colosal al aunar las voluntades de los mozárabes de la Bética. El problema religioso continuó acrecentándose durante los tiempos de los hijos de Mohamed I, Al-Mundir y Abd-Allah, ya que, a los mozárabes, se sumaron los muladíes, 6

cristianos convertidos al islamismo, práctica frecuente entre la gente del campo, con lo que las luchas se fueron trocando en verdaderos movimientos nacionalistas en los que los hispánicos luchaban por librarse del yugo musulmán. Abd-Allah venció, finalmente, las revueltas y así pudo reforzar su autoridad como emir y preparar el terreno para el advenimiento del califato, instituido por su nieto y sucesor, Abd-al-Rahman III Proclamado emir en el año 912, cuando aún no tenía los veintidós años, Abd-al-Rahman III pronto reveló sus prodigiosas dotes de gobernante y la primera tarea que emprendió fue la de combatir a las fuerzas nacionalistas acaudilladas por Omar Ibn Hafsún, cuya muerte, ocurrida en el año 917, facilitó la conquista de los núcleos rebeldes, cayendo Sevilla y Toledo, durante cuyo asedio se proclamó Emir al-Muminín, Príncipe de los Creyentes, y, seguidamente, en 929, califa, rompiendo los lazos que le unían a Bagdad e iniciándose una época de esplendor nunca antes conocida en Córdoba, que alcanzó un número de habitantes creciente gracias a los numerosos visitantes que de todas partes acudían, atraídos por la tranquilidad, la belleza y las posibilidades de la ciudad. Ordenó levantar soberbios edificios públicos, escuelas, mezquitas, baños y mercados entre otros, y facilitó el auge del comercio y el fomento de la cultura. Abd-al-Rahman III logró dar una base religiosa a su autoritarismo político y al conseguir el desarrollo de la agricultura, la industria y el comercio, posibilitó el mantenimiento de un estado fuertemente centralizado. Convirtió a Córdoba en la ciudad más importante del occidente europeo, tanto por sus construcciones como por su esplendor cultural. En el año 940, levantó en la sierra la deslumbrante ciudad palacio de Medinat-al-Zahra, su residencia y albergue de su corte y de los órganos administrativos de poder, todo un símbolo del nuevo orden político e ideológico y centro de admiración por su refinamiento y suntuosidad. Creó la primera Escuela de Medicina de Europa. Córdoba llegó a contar con un millón de habitantes. El número de sus mezquitas superaba las seiscientas y los baños públicos eran más de cien. La Mezquita Mayor se levantó sobre un bosque de mil dieciocho columnas de mármol soportando las bóvedas, en cuya parte central miles y miles de lámparas resplandecían bajo el magnífico y artesonado techo. 7

Su sucesor, Al-Hakam, era un príncipe pacifico, amante de las ciencias y de las letras, que dio un vigoroso impulso al esplendor literario de Al-Andalus, organizando una de las mejores y mayores bibliotecas de la época, adquiriendo libros originarios de las culturas clásicas (griega, egipcia, persa) que hizo traducir al árabe. Fomentó los estudios filosóficos y gramaticales, y juristas, médicos, astrónomos, poetas e intelectuales crearon y desarrollaron una cultura que se extendería por todo el mundo. Durante el mandato de Al-Hakam, fue Córdoba sede de copistas y traductores que acumularon buena parte del saber humano. Uno de estos copistas era Isaac Ben Eleazar, médico y filósofo judío que se había refugiado entre los muros de la biblioteca cordobesa tras la persecución de los judíos decretada por Yusuf Ibn Tasfín, seguidor de Ibn Yazín que acababa de reformar la doctrina musulmana dando origen a una secta purista y rigurosa: los almorávides (al morabit). Ibn Yazín era un predicador de escaso bagaje intelectual que había hecho la peregrinación a La Meca y que supo imponerse a los rudos beréberes nómadas del Sahara Occidental por su rigor religioso, origen de una reforma que terminó en la creación del imperio almorávide. Predicaba la desposesión total de las riquezas y una disciplina rigurosa a punta de látigo. Comenzó a reunir a algunos fieles en un ribat (monasterio militar) situado en un islote del río Senegal, en el litoral de Mauritania, para propagar el Islam en aquellos territorios. A falta de bienes materiales, la comunidad se enriquecía rápidamente de almas simples, ávidas de santidad. Las conquistas militares vinieron a continuación y los almorávides (gentes del ribat), conducidos por Abú Bekr y, después, por Yusuf Ibn Tasfín, se apropiaron de la totalidad de Marruecos, en donde fundó la ciudad de Marraquech, de Mauritania, del Magreb Central y, más tarde, de Al-Andalus, creando un imperio en nombre de una reforma religiosa. Los reinos cristianos de la Península intentaron impedir el avance de los almorávides. Al-Andalus, tras la desaparición del califato de Córdoba en 1031, se encontraba, entonces, dividido en multitud de estados cantonales independientes,

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