MIS QUERIDOS REYES MAGOS

MIS QUERIDOS REYES MAGOS… -Crónica de una Navidad- por Pau Barredo Bicorp. Canal de Navarres, 1972 En aquella época tenía siete años de edad. Era

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MIS QUERIDOS REYES MAGOS… -Crónica de una Navidad-

por Pau Barredo

Bicorp. Canal de Navarres, 1972

En aquella época tenía siete años de edad. Era un niño urbano ya que había nacido en Barcelona, pero muy espabilado y a que todo mi ocio lo pasaba enun mundo rural. Mi madre nació en Bicorp, un pequeño pueblo en el interior de la provincia de Valencia, para ser más exactos en la Canal de Navarres. Una cadena de pueblos que los que hemos tenido la suerte de pasar la infancia en uno de ellos nos podemos condiderar muy afortunados. Esta mezcla de ambientes hacía de mí un niño despierto, activo y con una capacidad ambivalente, que hoy después de tantos años aún me es de gran ayuda para poder desenvolverme en cualquier ámbito social. Mi vida cotidiana transcurría con normalidad en Barcelona. El colegio, el fútbol, la televisión, entonces en blanco y negro. Por aquellos tiempos no existían ni los ordenadores ni las videoconsolas, Por eso cuando llegaba el verano, Semana santa o navidad íbamos a Bicorp y… ¡Comenzaba la aventura!. Mi padre pertenecía a una burguesía de clase alta catalana, lo que le llevó a ser uno de los empresarios textiles más importantes de la época. pero hubo un problema, un grave problema; se hundió el textil en Cataluña y nosotros con él. Mi padre intentó luchar con todas sus fuerzas, pero cuanto más larga se hacía la lucha, más larga era la agonía. ¡No había solución!. Dada mi corta edad yo vivía apartado de todo esto. El amor cobijo y protección de mis padres era una batalla constante para mantenerme al margen del naufragio. De todo esto uno se da cuenta con los años y ahora que han pasado tantos y ya no están entre nosotros, a veces me corrompe pensar que nunca se lo he agradecido bastante. Una vez estuvo todo perdido, fábrica, casa, coche… ¡todo!, optaron por una solución. Tenían que limpiar su

interior de todo el sufrimiento que habían pasado durante tanto tiempo y esa solución sólo tenía un nombre: Bicorp. Aunque entonces yo casi ignoraba el motivo tan trágico que nos llevaba a esa maravillosa Canal, ahora mi hogar, el resultado fue algo maravilloso para todos. Mi madre tampoco tuvo ningún problema en comunicarme la noticia. Sabía la impaciencia que me entraba por ir allí cuando pasaba demasiado tiempo en Barcelona. -Hijo, nos vamos a ir unos meses a Bicorp, ¿vale?.- Me dijo una húmeda tarde de otoño en un tono muy convincente. -¡Vale!. –Contesté lleno de ilusión. Dentro de mí sólo pensaba que podía estar unos meses en el pueblo, donde estaban mis amigos, nuestra cabaña en el monte junto al campo de fútbol, donde podía jugar en la calle hasta altas horas de la noche a pesar de mi corta edad ya que no había tráfico en el interior de la villa ni peligro alguno que me pudiera afectar, a parte de yo mismo, claro. Iba a ir al lugar donde realmente yo podía ser libre. Recuerdo que el último sábado del mes de Octubre de mil novecientos setenta y dos a las seis cojimos un tren en la estación de Francia de Barcelona. Mi padre nos acompañó hasta allí pero se quedó en la ciudad para acabar de solucionar unos asuntos que yo por aquella época no podía entender e intentar conseguir un utilitario a bajo precio. Esa fue la última vez que ví nuestro Dodge azul marino que tanto sacrificio le había costado pagar a mi padre antes de que nos lo embargaran. Ese viaje quedó grabado en mi memoria. Más de diez horas de tren parando en todas las estaciones, Dos horas de espera llenos de maletas en plena calle detrás de la estación de Valencia. Autocar hasta Xátiva, entonces Játiva, transbordo. Autocar hasta Cárcer, transbordo. Y por último un autocar muy viejo incluso para esa esa época hasta Bicorp. Es curioso, conforme íbamos cambiando de autocares y nos íbamos adentrando en el interior pasando por pueblos cada vez más pequeños, los coches de línea se degradaban cada vez más. A cada transbordo un autocar más viejo. La empresa de este último vehículo se llamaba “Los Juanes”. Llegaba al pueblo muy entrada la noche y siempre había alguien esperando a las pocas personas que llegaban hasta Bicorp, aunque a nosotros no nos esperaba nadie. Me llamó la atención que el tramo de Navarrés a Quesa, los dos pueblos anteriores a nuestro destino,

habían asfaltado la carretera, aunque de Quesa a Bicorp seguía siendo una pista de tierra. Bajámos del vehículo y el chófer nos ayudo a descargar todo el equipaje. Empezamos a caminar e íbamos muy cargados pero al pasar por delante del “Bar de Octavio” con todas las maletas a cuestas enseguida salieron varias personas a saludarnos y prestarnos su ayuda para transportarlas hasta la puerta de casa. Nuestra casa de Bicorp. Mi madre abrió la puerta, dió la luz y por fín estaba allí. Olía a cerrado pero hasta eso era agradable. Después me dió una lechera de metal, yo ya sabía lo que tenía que hacer y a dónde tenía que ir. La casa estaba situada en el “raval”, la parte baja del pueblo, cerca del río, mi zona de caza y pesca. Creo que todos los descendientes de todas aquellas familias de animales de entonces, ranas, sapos, culebras, tortugas, no deben guardar muy buenos recuerdos de mí. Cuanta malícia alberga la ignorancia infantil con los animales. Aunque sintiéndolo mucho, cuanto se disfruta. Era muy tarde. Caminando por las desiertas calles del pueblo lechera en mano miré al cielo, ¡qué cielo!. En Barcelona no podía ver jamás tantas estrellas. las calles olían a leña quemada del humo que salía por las chimeneas, que mezclado con la humedad y el frío de la noche le daban a todo el pueblo ese olor tan especial y tan agradable que se queda metido dentro de ti como un recuerdo inolvidable. Mi dirigí casi a la otra punta del pueblo, aparté la cortina que había frente a la puerta y la abrí, ya que la llave se encontraba puesta en el exterior. Que tiempos aquellos cuándo todas las casas tenían la llave siempre puesta en la cerradura por su parte exterior para que la gente pudiera entrar sin llamar. La casa estaba muy poco iluminada, producían más luz el resplandor del fuego del hogar y el brillo de la televisión en blanco y negro que la bombilla de mínima potencia que colgaba de un largo hilo sobre una mesa “camilla” con brasero. -Buenas noches. –Dije en voz alta al cruzar la puerta. Nadie contestó. Observé que al lado de la mesa, junto a la lumbre en una mecedora dormitaba un hombre mayor. Sin distinguirle la cara, sólo por su silueta adiviné quien era. El pastor del pueblo, primo segundo, tercero o cuarto de mi madre. En Bicorp todos somos familia. El hombre ni se movió pero por la puerta de la cocina apareció la cabeza de su mujer y yo me pregunté. -¿Qué hace mi tía en la cocina a oscuras?. -No sé, pero la gente

mayor del pueblo nunca necesitaban luz en exceso, sólo la necesaria. -¡Hola chiquitín!. –Gritó la señora, tan fuerte que mi tío se sobresaltó de la mecedora rompiendo su dulce sueño. Ella me levantó del suelo abrazándome muy fuerte y “besuqueándome” por toda la cara. Después me dejó en el suelo y zarandeándome por los hombros me preguntaba; -¿y tu madre?, ¿y tu padre?, ¿estáis bien?, ¿cuándo habéis llegado?. –Preguntaba atropellada sin dejar espacio para las respuestas. Cuando encontré un hueco mientras respiraba pude empezar a contestar. –Acabamos de llegar con “Los Juanes” , mi madre está en casa y mi padre vendrá... -Dale lo que quiera y mañana ya irás a “alcahuetear” a su casa. Cortó la conversación el hombre con voz grave y pausada. Mi tía cogió la lechera y haciéndome muecas queriéndome hacer entender que su marido era un gruñón se fue al corral a ordeñar una cabra. En ese momento ya pude saludar a mi tío. -Hola tío. -Hola chaval. ¿Todo bien?. –Preguntó por mero trámite. Si. Contesté. Me hubiera acercado a darle dos besos, pero no lo hice. Pensé que eso no iba con él. Salió mi tía del corral con la lechera llena, un bote de cacao en polvo, un paquete de café, otro de azúcar y una bolsa de “mostachones”. Lo metió todo en una bolsa más grande y me dijo ilusionada; -Toma hijo. -Gracias mañana pasará mi madre. Contesté con timidez y pensando horrorizado en la despedida que me esperaba. -No, no. Dile que ya pasaré yo a saludarla. –Contestó viniendo directa hacia mi- Me cogió por los hombros, esta vez sin levantarme del suelo, se agachó y empezó a darme besos por todos los rincones de la cara... ¡Todos!. Qué horror. Su aliento olía a “butifarra de cebolla”.

Llegué a casa, mi madre hirvió la leche, saco la nata y la untó por encima de los “mostachones”, los espolvoreó con azúcar y mezcló dos cucharadas de cacao en el tazón leche. En momentos como ese entraba en otra dimensión. Mis sentidos, tacto, olfato gusto... llegaban a extremos imposibles de describir a mi corta edad pero que quedarían grabados para siempre en mi interior. Mi madre cambió las sábanas de las camas y puso bolsas de agua caliente en su interior. ¡Uaho!, que sensación de placer introducirse allí dentro con el peso de las mantas sobre un colchón y una almohada de lana. Ríos de felicidad recorrían lentamente mi cuerpo hasta hacerme entrar en un sueño profundo adornado por los maullidos de una gata en celo. Por la mañana un rayo de luz entró por la ventana. Abrí los ojos y por un momento no sabía dónde me encontraba, pero en pocos segundos mi joven cerebro enseguida se puso al día. Toqué con la punta del pie la bolsa de goma, ahora con el agua fría. Abrí una esquina de la cama con la pierna y la tiré al suelo. Me acurruqué en el calor del catre oyendo a mi madre trajinar por la planta de abajo y volví a dormirme. Cuando desperté era casi mediodía. ¡Qué gran placer!. Así fueron pasando los días. En menos de tres ya estábamos integrados en la vida cotidiana del pueblo. Eso era algo innato en mi madre y en mí, pero mi padre nunca lo pudo conseguir. Y hablando de mi padre, llegó a principios de Diciembre con un coche nuevo, auque no sé si lo compró nuevo, pero para mí era nuevo. Un “Seat 133” de color rojo. Y yo... sólo aparecía en casa a la hora de las comidas y a dormir. Mi organización personal diaria funcionaba más o menos así, salvo cambios o imprevistos que sucedían bastante a menudo. Pero en fin, la rutina de un día normal transcurría de la siguiente manera: Me levantaba sobre las diez de la mañana, desayunaba, iba a buscar a mis amigos, algunos mayores que yo y nos íbamos a jugar al río. Se abría la veda de caza. Las especies de entonces, muchas de ellas ya casi ni se ven, eran víctimas de todas nuestras travesuras. Todos los días a mediodía, a lo lejos, oía el potente e inconfundible silbido de mi padre. Era la señal para acudir a la mesa. Escuchaba el tono de ese silbido desde cualquier parte del pueblo y de su periferia. En cualquier bote o lata con agua me llevaba los restos a mi casa. Ranas, renacuajos, culebras, tortugas... ja, ja. Al entrar en casa lata y yo volando. Mi madre se ponía histérica.

En fin, después de comer, en verano tocaba siesta, pero en invierno, si no llovía, íbamos a nuestra cabaña. Allí encendíamos un buen fuego, pasábamos la tarde, merendábamos y mientras se iba retirando la luz del sol hacíamos palomitas y aprendíamos a fumar. Ya de noche volvía a oír el silbido de mi padre y acudía a cenar. Cenaba rápido o me llevaba un bocadillo a la calle porque al lado de mi casa nos volvíamos a reunir todos. Primero íbamos a la cuesta que baja al río, donde inconscientemente hacíamos un poco de ruido junto a la casa de la “tía Montserrat”. Cuando molestábamos un poco más de la cuenta se abría el ventanuco de la cambra de su casa y aparecía una bruja que nos maldecía. Nosotros, muertos de miedo, salíamos corriendo cuesta abajo hasta la “Puerta del Mesón”, una pequeña plaza situada delante de una enorme casa donde nos deteníamos para recuperar el aliento. El corazón nos iba a mil y ya no volvíamos a subir. Primero porque la cuesta era muy empinada y segundo por terror a que volviera a aparecer la bruja y saliera volando con su escoba persiguiéndonos. Que risa, más tarde, ya de más mayor, nos enteramos de que la bruja era la propia “tía Montserrat” que se disfrazaba todas las noches para asustarnos. Se lo pasaba mejor ella que nosotros. El resto de la noche transcurría en “La Puerta del Mesón” amenizada por los juegos más diversos. Poco a poco, uno por uno, todos los críos nos íbamos yendo a casa. Cada uno a su hora. Yo era siempre el último en abandonar el lugar a la espera de la llamada de mi padre, ese inconfundible silbido que aún hoy me parece oír cuando paso por allí. Noche tras noche me quedaba solo en esa pequeña plaza. Siempre había algo con lo que distraerme. Algún cochecillo de juguete olvidado en alguno de mis bolsillos o simplemente observar el curioso y extraño vuelo de algún murciélago. La enorme y negra puerta de madera de la casa siempre estaba cerrada hasta que una noche observé que estaba entreabierta, de su interior salía un resplandor anaranjado. Mi curiosidad infantil me venció, así que me acerqué lentamente y abrí la puerta muy lentamente, poco, lo suficiente para poder entrar. Todo estaba oscuro excepto al fondo, en el comedor, que se iluminaba únicamente con la luz del fuego de la chimenea. -¡Hola!. –Grité desde el zaguán de la entrada. Nadie respondió. Caminé despacio hasta el comedor. Allí me encontré con una escena alucinante. Un hombre tan mayor que a mi corta edad pensé que tenía más de cien años estaba sentado en una silla antigua de madera y mimbre

frente al fuego. Llevaba una boina y vestía una camisa azul con un pantalón negro. Tenía puesto un chaleco y una faja enrollada a la cintura ambos de color oscuro. Me llamó la atención que en pleno mes de Diciembre y con el frío que hacía en la calle calzara unas “albarcas” sin calcetines, las uñas de los dedos de sus pies eran muy extrañas, seguramente por lo largas que eran. Sostenía sus dos manos llenas de manchas oscuras y de piel muy fina por la edad sobre un curvado “gayato” hecho por el mismo con una rama de “lidonero”. -Hola, -Dije junto a él en voz más baja. -¿Puedo calentarme un poco?. En la calle hace frío. -Aquel hombre giró la cabeza muy lentamente, me miró de arriba a abajo y asintió. Cogí una silla que se encontraba pegada a la pared y la puse a su lado. Me senté. Recuerdo que me colgaban los pies y tuve que apoyarlos en las barras transversales de las patas. Estuvimos sentados los dos allí unos veinticinco minutos en completo silencio sólo roto por los chasquidos de la leña de pino al quemar, sumidos como en una especie de trance sólo alterado por el silbido de mi padre. Me levanté dejé la silla en su sitio y le dije; -Tengo que irme. ¿Puedo volver mañana?. -Aquel viejo sin ni tan siquiera mirarme puso un rostro complaciente y asintió con la cabeza. Al día siguiente después de un agotador día de aventuras me lo pasé entero pensando en si esa noche acudiría a calentarme junto al abuelo. Me senté a decidirlo en un bordillo. Ese hombre me había proporcionado unas extrañas sensaciones a mi corta edad. Sensaciones de paz y serenidad. En ese mismo instante decidí que a partir de ese momento siempre que pudiera iría todas las noches a calentarme y ha hacerle compañía al abuelo de la “Puerta del Mesón”. ¡Ese sería mi gran secreto!. Ese día comprendí que, aunque pequeño, ya era una personita que podía tomar mis propias decisiones sin consultar. Y esa fue la primera de mi vida. Así fueron pasando las noches y todas y cada una de ellas, cuando todos mis amigos se iban, yo entreabría la puerta y entraba en esa casa, cogía una silla y me sentaba al lado de ese abuelo que sin hablar me proporcionaba tanto bienestar. Nunca decía nada, ni se movía. Sólo me miraba mientras yo cada noche me soltaba más y le contaba más cosas.

Su único movimiento era de vez en cuando atizar el fuego y a veces se levantaba para echar dos o tres leños a la lumbre hasta que un día le hice una pregunta.-¿Por qué todo lo que me dicen que está mal es lo qué más me gusta hacer?. -El giró su cabeza lentamente, clavó sus pequeños, hundidos y llorosos ojos en los míos y me dijo muy despacio y con una quebradiza voz. –Mira el fuego. A veces habla. Si lo miras fijamente él te lo dirá. -Vaya, que alegría. Después de tantos días esa fue la primera vez que oía su voz. Y por fin llegó la Navidad. Ahora ya no la celebro con la misma ilusión de antes pero de niño pasaba unas Navidades llenas de felicidad. Mi padre fue al monte y cortó un pino que adornamos en el comedor. Con mi madre hicimos un belén precioso y una noche después de cenar nos sentamos los tres alrededor de la mesa para escribir la carta a los Reyes Magos. ¡A los Reyes Magos!. -Mis querido Reyes Magos... -De repente mi padre cortó la escritura para empezar a prevenirme. Por cuestiones de presupuesto estos Reyes no iban a ser tan formidables como años anteriores; -Oye hijo. Este año estamos muy lejos y no sé si los reyes podrán llegar aquí con regalos muy grandes. -¡Claro que sí!. Van en camello. –Contesté inocente retomando la carta. Al cabo de unos días fuimos a la preciosa cabalgata que hacían en Bicorp y le entregué la carta al rey negro mi favorito, ¡Baltasar!. ¿Como es posible que no me diera cuenta de que iba pintado con betún?. Esa misma noche jugando con mis amigos en la calle hice un comentario sobre el evento y “Jesusín”, unos años mayor que yo, me desveló uno de los misterios que más me han impactado en mi vida. -¿Aún crees en los Reyes Magos?. Pero si los Reyes Magos no existen, son tus padres. Pensé que era una broma, pero al ver que todos mis amigos se reían de mi se me cayó el mundo encima. De repente me puse a llorar y me fui corriendo a casa con el

disgusto más grande de mi corta vida. Abrí la puerta, mis padres miraban la televisión. Mi madre se dio cuenta enseguida de mi estado y preguntó; -¿qué te pasa hijo?. -Me han dicho que los Reyes Magos no existen, que son los padres. ¿A que eso no es verdad?. ¿A que no sois vosotros?. ¿A que no?. –Dije entre sollozos. -Si hijo mío es verdad. Pero no tienes porque... -¡¡Noooo!!. –Le interrumpí . Abrí la puerta y salí corriendo de casa. Me dirigí a toda velocidad a la “Puerta del Mesón” pero ya no había nadie, todos mis amigos se habían ido a sus casas. Me senté en un rincón y me puse a llorar. Al cabo de un buen rato miré hacia la puerta y vi que estaba entreabierta. Me acerqué con los ahogos típicos del disgusto y entré. Cogí una silla y me senté junto al abuelo. -¿Qué te pasa?. –Preguntó. -Me han dicho que los Reyes Magos no existen. Que son mis padres. –Contesté ya más calmado. -¿Y qué hay de mal de malo en ello?. –Dijo el viejo muy tranquilo. -Pues... que siempre me han engañado. –Repliqué enfadado. -Eso no es del todo así. El abuelo me miró fijamente y empezó ha hablarme lentamente. Lo único que han hecho ha sido crearte una ilusión sólo para que tu seas feliz. Si lo piensas detenidamente te darás cuenta de que ellos no sacan ningún beneficio de ello, sólo la satisfacción de verte radiante de felicidad. Todos estos años te han estado comprando regalos, pero eso no es lo más importante. Te han dado un techo, comida, una educación. te han protegido de todos los problemas que les rodean y por lo que veo te han ofrecido mucho amor. Nadie te ha engañado. Ellos son... ¡tus verdaderos Reyes Magos!. – Volvió a girar la cabeza y continuó mirando el fuego. Yo hice lo mismo. Me quedé un buen rato observando la lumbre y comprendí lo que me había dicho el abuelo. ¡Tenía razón, el fuego habla!. Aunque la voz que oyes es la tuya hablándote a ti mismo. Esa noche no hubo silbido de llamada. El fuego me dijo que mi padre estaba dolido por mi comportamiento y que solo yo podía aliviarlo. Así que me levanté, dejé la

silla en su sitio y cuando me disponía a salir el viejo preguntó: -¿A dónde vas?. -Me di la vuelta la vuelta y contesté. –A darles un abrazo a mis Reyes Magos. –El abuelo sonrió satisfecho mirando la lumbre que en ese momento y como si estuviera viva hizo unas llamaradas enormes que iluminaron toda la estancia. -Abrí la puerta de casa y mis padres estaban hablando, al entrar se me quedaron mirando. Me planté en medio de lo dos y les dije; -Los Reyes Magos existen de verdad, –los dos me miraban extrañados -sois tú y tú y os quiero mucho. Me abrazaron tan fuerte que casi me hacen daño. Creo que esa fue una de las pocas veces que vi llorar a mi padre en toda mi vida. Cuando me soltaron estaba feliz, radiante, ¡vaya regalo!. Así que con voz dicharachera comenté; -y como los Reyes Magos sois vosotros, mañana iremos a la tienda del “tío José Luis” y me compraréis un regalo. –Los tres estallamos a reír a carcajadas. Al día siguiente fuimos a la tienda. José Luis en Navidad traía más juguetes de lo habitual y los exponía en el suelo, en el centro de la tienda. A entrar mi madre me dijo al oído. -No tenemos mucho dinero, no cojas algo muy caro. -Yo ya sabía lo que iba a escoger, hacía días que lo andaba mirando. El “Fort Apache de Comansi”. Incluía el fuerte, que se había de montar con una alta torre de vigilancia, una diligencia con seis caballos y un montón de vaqueros e indios de plástico. Todo en una enorme caja que me envolvieron en papel de regalo y no me dejaron abrir hasta el día de Reyes. -Y por fin llegó ese día. Llovía. bajé la caja al comedor y delante de mis padres arranqué el papel a estirones. Cogí la caja que era casi más grande que yo y dije; -¡Me voy! -¿A dónde vas con este tiempo?. –Preguntó mi madre. -Voy a enseñárselo al abuelo de la Puerta del Mesón. Contesté muy contento. -¿A quién?. Preguntó mi madre con cara de asombro.

Al abuelo. El abuelo de la “Puerta del Mesón”. Respondí casi en la puerta. Mi madre se acercó despacio y con voz muy suave me dijo; -Hijo mío ese abuelo murió hace muchos años y ahora está en el cielo. -La caja del Fuerte se me cayó al suelo de la impresión que me produjeron las palabras de mi madre. No podía ser, ¡era imposible!. Yo había estado allí, con él. Salí corriendo y me dirigí hacia allí. La puerta estaba cerrada. la golpeé con todas mis fuerzas pero nadie la abrió. Seguí yendo allí todas las noches durante mucho tiempo y aquella enorme puerta negra jamás se volvió a abrir. No me pidáis una explicación porque ni yo mismo la sé. Lo que si que os puedo decir es que esos indios y vaqueros de plástico todavía siguen en la repisa de la chimenea de mi casa actual y a veces cuando me siento frente al fuego, recuerdo... y él me habla. Ahora tengo casi cincuenta años, mis padres ya han fallecido, pero todos los años a principios de Enero tiro una carta al buzón, sin dirección ni remitente. Una carta con peticiones para mí y para la gente que más quiero. Una carta que siempre empieza de la misma manera: -Mis queridos Reyes magos: .........

fin En agradecimiento al pueblo de Bicorp y a toda su gente.

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