Modernidad y democracia en India. Amartya Sen, historia global y modernidades múltiples. María Cristina Reigadas

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Modernidad y democracia en India. Amartya Sen, historia global y modernidades múltiples. María Cristina Reigadas Sobre el autor Profesora Titular Regular e Investigadora del Instituto de Investigaciones “Gino Germani”, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires. Doctora en Filosofía (UBA) y especialista en Filosofía Política y Pensamiento Crítico Latinoamericano Contemporáneo, sobre temas de modernidad, posmodernidad, globalización, asociaciones voluntarias, transición democrática, democracia deliberativa. Actualmente dirige el proyecto “Otras modernidades, otras democracias: diálogos con China e India”. Ha sido profesora invitada en numerosas universidades argentinas, latinoamericanas (La Serena, Federal de Pernambuco), norteamericanas (Harvard), europeas (Cambridge, en donde es Fellow de Clare Hall), Universidad de París X - Nanterre.

Resumen La cuestión de la modernidad en los países no occidentales y periféricos adquiere nuevas definiciones a la luz del debate actual sobre modernidad/modernización, que en las últimas décadas ha asumido un enfoque histórico comparativo desde la perspectiva de la “historia global”, que cuestiona y redefine el viejo esquema de la historia evolutiva universal y de la ejemplaridad de la modernidad europea occidental. Al respecto, el concepto de modernidades múltiples de S. Eisenstadt (2003) que enfatiza el impacto diversificador de la cultura, la religión y las identidades colectivas en el desarrollo de las sociedades y desmiente que la globalización de la modernización haya desembocado en una occidentalización convergente, constituye un promisorio punto de partida para enfocar la cuestión de la modernidad en India. Estaríamos en presencia de procesos flexibles y alternativos, que reconcilian diversidad y cosmopolitismo (Gaonkar: 2001), que van más allá de la simplificación binaria colonial-postcolonial, incorporación- resistencia, y que permiten explorar el concepto de modernidades regionales vs. el de “modernidad global” (Barlow:1997). Desde este cambio de paradigma, se inscribe la revisión de la modernización política, en términos de democracia. En el debate indio sobre el tema se enfrentan dos campos: uno, destaca la fuerte continuidad de la modernidad india con la occidentalización colonial y el liberalismo universalista, el otro, la raíz hinduista del nacionalismo moderno, el particularismo de los grupos subalternos y las políticas de identidad, respecto del legalismo universalista del Estado Nación.

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1. Historia universal e historia global El descentramiento del pensamiento contemporáneo nos permite hablar hoy del giro inter y multicultural y comparativo presente en la filosofía, sociología, antropología e historia. Este descentramiento ha vuelto a priorizar el debate sobre la modernidad, en un intento de trascender tanto la interpretación canónica y normalizada del universalismo eurocéntrico como la crítica relativista posmoderna. Estos debates, que se suscitan como respuesta a los desafíos planteados por los fantasmas de una crisis civilizatoria mundial, de la crisis del capitalismo global, y por las más acotadas visiones de la crisis de la Unión Europea y de la hegemonía estadounidense, y ante la emergencia en el conflictivo escenario mundial de nuevas (y viejas) potencias como Brasil, Rusia, India y China, nos desafían a revisar el concepto mismo de historia universal desde la perspectiva de la historia global. La historia global ofrece un nuevo paradigma historiográfico que rompe con la historia evolutiva teleológica centrada en el desarrollo de las clases, pueblos y estados nacionales, con los convencionalismos cronológicos y la arbitrariedad de las fronteras territoriales, para integrar diversos tiempos, espacios y sujetos colectivos. En palabras de Pérez Serrano (2005), abandona el cómodo abrigo de las edades y épocas definidas convencionalmente y se adentra en el análisis de los procesos de cambio y de sus múltiples articulaciones. La historia global muestra nuevas conexiones entre áreas y contextos locales que, durante mucho tiempo, permanecieron ocultos bajo la narrativa de una historia lineal de la humanidad, cuya culminación fue el momento privilegiado de la modernidad europea occidental. Esta nueva historia asume la “promiscuidad” (en términos de Braudel), desafía las fronteras geográficas, temporales y disciplinarias y cuestiona la unilateralidad y

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estereotipia de las construcciones de Occidente y Oriente (Said: 1978; Amin::1989; Dussel: 2007). Es por ello que la región constituye una perspectiva particularmente apropiada para la tarea que se propone la historia global, ya que “como no pertenece esencialmente a nadie ni posee un destino o una misión trascendente, (…) no está fosilizada por unos límites políticos, sino en constante interacción con el entorno, a partir de conexiones geográficas, económicas, culturales, históricas o antropológicas, lo que hace que el historiador pueda ser más creativo a la hora de definirla y abordar su construcción.” (Pérez Serrano: 2005). Y es desde su realidad regional que América Latina busca, una vez más, redefinir su lugar en el mundo. Históricamente, América Latina ha estado atrapada en los dilemas y tensiones entre tradición y modernidad, entre considerar a la modernidad europea como un valor en sí mismo y una meta necesaria, y a la tradición como fuente de identidad y a la vez obstáculo (Renato Ortiz: 2000). 1 Los latinoamericanos oscilamos entre la adhesión ahistórica al universalismo abstracto y el refugio en nuestra singularidad, un “propio” finalmente esencializado en algún momento privilegiado del pasado (los pueblos originarios, caso Mignolo (2007), o del futuro (la confianza en el poder salvífico del pueblo, caso Dussel (2007). Ambas posiciones, a mi juicio, tributarias de un uso ideológico-político de la historia. En este complejo escenario de crisis, transformaciones y oportunidades a nivel mundial, el debate actual sobre modernidad y modernización adquiere especial relevancia para interrogar nuestro pasado, pensar nuestro presente e imaginar el futuro. Muy especialmente, porque el giro comparativo y las renovadas críticas al eurocentrismo que lo caracteriza, nos permiten ir más allá de los habituales interlocutores privilegiados (Europa, EEUU) y abrirnos a los nuevos (viejos) actores emergentes de la historia mundial, a la pluralidad y diversidad de experiencias modernas, en relación a las cuales podemos repensarnos y aprender a construir un mundo más justo. Si el objetivo del discurso intercultural es el reconocimiento mutuo y el deseo de justicia, solo tendrá éxito, si los participantes pueden 1

He sintetizado esta problemática en términos del argumento de la inferioridad en Reigadas.: 2000.

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tomar distancia de sí mismos a la vez que renunciar a esencializar a los otros, reconociendo a éstos, también, como “sí mismos”. El conocimiento mutuo nos deparará, sin dudas, muchas sorpresas. En primer lugar, nos liberará de nuestra histórica tendencia al excepcionalismo. Tributario de la visión colonial, aquél subraya el carácter singular, único y casi anómalo de la propia experiencia histórica, transmutando las autorepresentaciones negativas de la experiencia propia por otras basadas en el sentimiento de superioridad. En especial en los dominios en los cuales el colonizado no compite con el colonizador, aquél se mostrará particularmente apto. El macondismo y el marianismo en Latinoamérica (Brunner.:2001), el espiritualismo y el naturalismo mágico en India, el exotismo y misterio con el que generalmente es caracterizado Oriente, constituyen pruebas al respecto. Por cierto que todos nuestros mitos y prejuicios no son producto (mucho menos exclusivos) de la visión eurocéntrico-moderna de la historia. Además, y sin negar el carácter reductivo y falaz de ésta, la crítica poscolonial antimoderna carga con demasiados lastres modernos como para contribuir a un cambio de rumbo en las relaciones entre nosotros y los otros, entre Occidente y Oriente, entre colonizados y colonizadores. Mucho camino queda aún por recorrer para sacudirmos definitivamente la idea (moderna) de que lo universal pertenece exclusivamente a Occidente y lo singular a Oriente y su correlativa inversión valorativa posmoderna, que exalta la singularidad y la diferencia, rechazando lo universal por constituir un mito occidental para dominar al resto del mundo. Sin duda estas cuestiones involucran complejos aspectos epistemológicos, teóricos y éticos que requieren revisar la utilidad de constelaciones y paradigmas conceptuales que han perdido su eficacia y rendimientos cognitivos. “Asia”, “África”, “América Latina” o “Europa” no son conceptos evidentes de suyo. 2 Suponer su univocidad semántica, hacer un uso nacionalista, étnico o fundamentalista del pasado histórico, sostener una visión teleológica de la historia universal centrada en algún sujeto privilegiado, reducir 2

los

Immanuel Wallerstein en “¿Existe la India?” plantea a) que la invención de la India ( y lo mismo podría decirse de muchos otros países), a partir de la creación del sistema-mundo, b) que la historia premoderna de la India es un invento de la India moderna y c) que nadie sabe si la India va a existir dentro de 200 años.

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procesos históricos de los pueblos y naciones no europeos y/u occidentales a copias (exitosas o desviadas) de un modelo a ser emulado, comprender los intercambios exclusivamente en términos de subordinación o dominación, o efectuar relatos solipsistas de la propia historia, son algunas de las cuestiones que la reconstrucción de la historia global contribuye a refutar. El nuevo paradigma se propone superar las antinomias y paradojas del universalismo abstracto y del parcelitarismo fragmentado. La revalorización del método comparativo abre una perspectiva más abierta y flexible en la producción de conocimiento, ya que abandona las teorías fijas y cerradas para promover la reflexión sobre la evolución e intercambios de historias diversas. Comparar requiere sostener y sostenerse en la incertidumbre, arriesgarse a quedarse sin el amparo de la teoría sin renunciar al conocimiento, practicar el autodistanciamiento reflexivo, ir y venir de la propia perspectiva a la perspectiva del otro, atravesar zonas grises y penumbras y, sobre todo, confiar en el entendimiento mutuo. En este sentido, la comparación no puede detenerse en sí misma, sino que debe constituir un paso para un encuentro auténtico con los otros y una ocasión de aprendizajes mutuos.

2. Modernidad, modernidades. En lo que hace al debate sobre la modernidad, el método comparativo permite ir más allá de las miradas todavía eurocéntricas (modernidad incompleta (Habermas, 1989), reflexivas (Beck, Giddens, Lasch: 1994), modernidad de riesgo (Beck, Ulrich:1992), de las tempranas obras de S. Eisensdtadt, y de ciertas interpretaciones críticas del eurocentrismo moderno que aún le son conceptualmente tributarias, como la transmodernidad de Dussel (2007), el decolonialismo antimoderno, aislacionista e indigenista de Mignolo (2007), o la defensa posmoderna de la heterogeneidad social, de la subalternidad, de la periferia y el derecho particularista sostenido por Chaterjee. (2008).

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La evidencia histórica y los estudios comparados certifican que la modernidad es una matriz que tiene muchas realizaciones históricas y que la modernidad europea no es la única ni su forma más acabada. Más aún, con independencia del interminable debate respecto de su origen europeo, debemos disociar la matriz de su lugar de origen. 3 El origen no habilita, en modo alguno, para elevar dicha experiencia a modelo único de realización del cambio y para sostener en dicha experiencia la tesis de la necesaria convergencia civilizatoria. Más aún, la crítica radicalizada del eurocentrismo sostiene hoy su carácter “anómalo” (Berger, P.: 2005). Pero si bien no somos todos igualmente modernos, no es menos verdadero que todos lo somos. La modernidad es la condición de nuestra sociedad global.

Modernidad que,

ciertamente ha ido construyéndose al azar de expansiones, encuentros y desencuentros, y profundas reelaboraciones de las tradiciones propias y ajenas. Los modos de construcción de la modernidad, entonces, nos señalan tanto los límites de las perspectivas “sistémicas” de la modernización, que enfatizan la expansión del sistema económico y político a través de las fronteras nacionales, dando lugar a la idea de un mundo homogéneo, como las del “culturalismo”, que sostiene la unicidad y el pluralismo irreductible de las civilizaciones (Habermas:2007), y que es ciego frente a la expansión global de los sistemas funcionales que siguen la misma lógica en todas partes. Es innegable, observa Habermas, que el mercado induce a todos los hombres de negocios a maximizar ganancias y compensar pérdidas. S. Eisenstadt (2003, 2005) retoma el camino comparativo de Weber, crítica el colonialismo eurocéntrico del paradigma de la modernización y acuña el concepto de modernidades múltiples que asume un mayor compromiso con la historicidad y contingencia de los procesos de cambio histórico. A partir del concepto de “época axial” de Jaspers, Eisenstadt reconoce (paradójicamente) a la religión como el corazón mismo de la modernización y uno de los agentes centrales en la diversificación de modernidades múltiples. Eisenstadt (2005) sostiene que en esta tercera fase de la modernidad se ha

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configurado una sociedad multicultural mundial que es una nueva formación cultural que se ha desacoplado por igual de todas las civilizaciones tradicionales, incluyendo a occidente, a través de una dinámica global de modernización. O sea: una sociedad multicultural, diversa y plural pero ya post-tradicional, cuya existencia desmiente que la globalización de la modernización haya desembocado en una occidentalización convergente. Se trata, entonces, según Habermas (2007) de una infraestructura social global definida por el control científico-tecnológico, el ejercicio burocrático del poder y la producción capitalista de riqueza. Esta arena común de las diferentes civilizaciones que se encuentran unas con otras es, a su vez, modificada por formas culturales más o menos específicas. Estos diversos escenarios culturales constituyen ámbitos de lucha por las definiciones de una base social compartida y sus resultados afectan a esa misma base y dan cuenta de la fragmentación cultural de la sociedad mundial. (Arnason: 2003) Varias son las ventajas de la tesis de Eisenstadt: por un lado, va más allá de la tesis de la convergencia de las civilizaciones en un único modelo modernizador. Por el otro, refuta la tesis del choque de civilizaciones de Huntington, cuya visión estática de las civilizaciones enfatiza la idea de unidades culturales poseedoras de una identidad propia definida, a partir de la cual se establecerían intercambios con otras. Además, la idea de modernidades múltiples enriquece la crítica de la visión eurocéntrica de la modernidad mediante la comparación empírica de los procesos históricos, sin recaer en el antimodernismo. Sin embargo, no ha podido eludir las críticas relativas a su excesivo culturalismo (que pareciera olvidar la escandalosa desigualdad en la distribución del poder y la riqueza, así como el darwinismo social impulsado por intereses de la política mundial actual (Habermas: 2007)), y al rol central otorgado a la religión. Aún cuando ésta última cuestión ha suscitado un estimulante debate en torno al fin del secularismo y al postsecularismo en el pensamiento contemporáneo. También ha sido criticado por su visión dicotómica y jerárquica de las dos Américas y por su insensibilidad para la especificidad latinoamericana. (Domínguez: 2009). Pero más allá de estas debilidades, la tesis de las modernidades múltiples abre el camino para pensar hoy la modernidad más allá de la

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binaria

tradición-modernidad,

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colonial-postcolonial,

incorporación-

resistencia, y pensar el cambio en términos de procesos flexibles y alternativos que, como ha señalado Dilip Gaaonkar (2005), permiten recuperar la diversidad sin renunciar al cosmopolitismo. Desde el horizonte problemático provisto por la reconstrucción comparativa de la historia global y la tesis de las modernidades múltiples propongo la lectura de dos textos de Amartya Sen en los que se ocupa de la identidad india: The argumentative Indian y La democracia de los otros. Si bien las referencias explícitas de Sen a la modernidad son escasas, no hay duda que ésta constituye el contrapunto de la cuestión de la identidad. Identidad, procesos de cambio y democracia están enlazados en su pensamiento por la ética de la tolerancia a la diversidad y a la diferencia, por el diálogo y la disposición argumentativa y por la aceptación de la heterodoxia en la vida social. Básicamente, Sen se propone desmitificar la idea de una India “tradicional”, definida en términos religiosos no seculares, que se habría hecha moderna gracias al influjo colonizador occidental. Este habría aportado elementos racionalizadores, en especial la ciencia (occidental) y las ideas iluministas de tolerancia, libertad individual y pluralismo. Lejos de esta interpretación, Sen cuestiona la idea del supuesto vacío cultural y científico indio y ofrece abundantes pruebas de la rica y activa tradición india al respecto y a lo largo de toda su historia. Más aún, rechazando por engañoso el concepto mismo de “ciencia occidental”, ya que establece distancias entre occidente y oriente, en lo que al desarrollo del conocimiento científico se refiere. En suma, conocimiento científico y democracia no son privativos de Occidente. En relación a la ciencia, Sen sostiene que, más allá ciertas particularidades locales de los métodos, la argumentación, demostración y análisis de la evidencia constituyen formas universales de desarrollar el conocimiento. Y en cuanto a la democracia, el pluralismo, la el diálogo y la deliberación pública constituyen parte constitutiva de las tradiciones indias.

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Por otra parte, las luces de la razón y el pluralismo y tolerancia no han constituido rasgos permanentes de Occidente. Así, la autonomía del conocimiento y la idea de libertad individual son productos recientes del iluminismo. De este modo, sin quitarle méritos ni tirar al bebé con el agua sucia de la bañera, Sen contribuye a la sana tarea de “provincializar” a Europa, a la vez que “desperiferiza” Asia y la recentra por sus contribuciones a la humanidad. Lo universal no es, por cierto, privativo de Europa. Tampoco es un concepto del cual pueda prescindirse. Menos aún en épocas de globalización y de creciente desigualdades, en las cuales es imprescindible una ética universal basada en el reconocimiento de las diferencias y en la justicia. Reducir las periferias al ámbito de lo singular y del caso, considerarlas desviaciones de la norma, anomalías, siempre no ha hecho más que ratificar el (pre)dominio del modelo supuestamente ejemplar. El colonizador ofrece una visión del dominado en términos de distorsión singular, que el colonizado asume, ya sea para superarla o gozarla ambiguamente según la regla del don. La visión colonial de la India (compartida por buena parte del espectro anticolonialista) es la de un “nosotros” homogéneo, pasivo y sumiso, impermeable a los cambios y cerrado en sí mismo, pero con el seductor encanto de lo espiritual y hermético, del misterio y el exotismo, y con cierto desborde sensual y festivo, todos rasgos que obliteran la dimensión racional, analítica y científica de su historia. Sin embargo, la reconstrucción histórica más allá de los ejes colonial/anticolonial, nos muestra una India heterogénea, muy lejos de poder ser incluida en el mito de los “valores asiáticos” ( si es que se pudiera razonablemente sostener tal tesis, habida cuenta de que en Asia vive el 60 % de la población mundial!). Una India constituida por procesos flexibles de intercambios, encuentros y préstamos, en la que los tiempos, espacios e identidades se ordenan y desordenan al ritmo de las necesidades y oportunidades de la vida y no de las necesidades político-ideológicas de unos y otros. Sen cuestiona las cronologías históricas que ofrecen visiones fijas y distorsionadas, que privilegian algún momento original dador de sentido, tanto como las matrices conceptuales

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omniabarcativas (Occidente, Oriente) cuya utilidad comprensiva y explicativa pone en tela de juicio. Subyace al texto de Sen la idea de que las realidades históricas son complejas y que pensar la realidad contemporánea requiera sacarse el lastre del colonialismo occidental pero también del anticolonialismo nacionalista, anclado en los valores éticos de una indianidad que coincide dramática y perversamente con el imaginario del colonizador y refuerza una concepción monológica y solipsista de la identidad. Las tesis de Sen sobre identidad, modernidad y democracia son sencillas pero fuertes, y se mueven en un doble registro, el de las evidencias históricas y el de la contundencia argumentativa. En lo que sigue, resumiré algunas de las más significativas. a. El mito de la totalización. La India no es un país religioso. Ni histórica ni conceptualmente puede definirse en base a criterios exclusivamente religiosos. La India no ha sido homogeneizada por la religión, siendo el conocimiento, el arte, la literatura y la música, tan importante como aquélla en la vida de los indios. Por otra parte, Sen cuestiona que se pretenda totalizar una realidad históricasocial en base a un único criterio: porqué no la casta, la clase, el nivel educativo, las lenguas. b. El mito de la totalización por la mayoría. La India no es un país hindú. Si bien históricamente es incuestionable que la abrumadora mayoría de los indios poseen un background hindú, ello no autoriza a sostener su supremacía en la conformación de la India, dado que en ella siempre han convivido diferentes religiones: budistas, musulmanes, sicks, parsis, y que el criterio de la definición de la identidad a partir de la mayoría es conceptualmente cuestionable. Por otra parte, el hinduismo no siempre constituye un signo de religiosidad, sino de etnicidad. c. El mito del origen y de la antigüedad. El origen y la antigüedad no pueden constituir criterios legitimatorios de las políticas. Pero además, India no es un país originariamente hindú. Hubo otras culturas anteriores a la hindú; cuando llegó el Islam, India no era un país hindú, sino budista, religión de origen indio que predominó en India un milenio y que luego fue exportada a China, en dónde se consideraba a India “el reino budista”. A su vez, budismo e hinduismo abrevaron de las más tempranas tradiciones indias (Vedas y Upanishads). Finalmente, India es el país con una población musulmana mayor que la existente en cualquier país islámico. Y si bien es innegable la existencia de una mayoría hindú y la presencia tres veces milenaria del hinduismo en la conformación

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cultural del país, de ningún modo puede ignorarse que el hinduismo es un movimiento heterodoxo, que alberga visiones y creencias diversas y hasta contradictorias, inclusive agnósticas y ateas, que han contribuido a promover la tolerancia y el diálogo. Definir a la India como un país principalmente hindú, es, en la mirada de Sen, una abreviación con fines periodísticos, y propia de intelectuales superficiales. Sin dudas, la vida de la India posee la marca del pasado, pero esa marca es la de una historia interactiva y mutireligiosa. El problema no está en los números, sino, afirma Sen, en la naturaleza del argumento. Es aquí, en donde la cuestión cultural se entrevera con la cuestión política y, en particular, con la de la democracia. Ya que, “una democracia secular que da igual lugar a cada ciudadano independientemente de su background religioso no puede definirse con justicia en términos de una mayoría religiosa. India no es un Estado teocrático” (Sen: 2005a, p. 55). Sostener que “India es un país hindú” no es evidente de suyo, ni banal, ni inocente, sino que requiere discutir histórica, teórica y estadísticamente cómo se define una mayoría. También podría apelarse al criterio de los actores sociales. Pero, si ese fuera el caso, tampoco sería India un país hindú, a juzgar por la cantidad de votantes del movimiento hindutva, muy inferiores a la población hindú. En conclusión: el hinduismo es parte de la identidad india, no la identidad. La visión de “una” India, homogeneizada por el hinduismo es un producto de las visiones de los colonizadores y del nacionalismo anticolonial y antimoderno del siglo XX, hoy representado por el movimiento hindutva y el BJP (Partido Baratiya Janata). La versión del orientalismo exótico fabricada por el colonialismo, al cual hemos hecho mención, subrayó distorsivamente el rol de la religión en India y exaltó su dimensión espiritual, a la vez que su incapacidad para los logros materiales, económicos, sociales y científicos. El socavamiento colonial de la autoconfianza tuvo el efecto de llevar a muchos indios a buscar las fuentes de dignidad y orgullo en algunos logros especiales, en los que había menor competencia con Occidente. Así, se crearon dominios propios de soberanía (Chaterjee: 1993), completamente fuera de las esferas occidentales de éxito. Es interesante señalar que la divisoria de aguas entre el materialismo de los colonizadores y el espiritualismo de los colonizados, forma parte también de la autointerpretación normalizada de la cultura latinoamericana desde los tiempos de Rodó hasta el presente. Por otra parte, hay que señalar que la espiritualidad no tiene en la India influencia social y política. El hinduismo es escéptico al respecto y en este sentido, hay que distinguir entre las tensiones societales entre comunidades religiosas diferentes y las tensiones religiosas existentes entre las

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mismas. Esto no significa que la religión no ocupe un importante lugar en la vida de los indios, pero justamente, es eso, parte “natural” de la vida. Con la excusa de la crítica a la modernidad identificada con el colonialismo, el nacionalismo hindú ha efectuado una reescritura de la historia que favorece el aislamiento interno y externo y fomenta las ideas de pureza y no contaminación. Por el contrario, una reescritura no ideológica de la historia india requiere la crítica de los mitos de la unidad, homogeneidad y validación por el origen y la antigüedad, de la historia lineal y teleológica, de la no contaminación y del espiritualismo, que se resumen en una visión monolítica, esencialista y estática de la identidad. En cuanto a la modernidad india no es ni el despliegue solipsista de una tradición aislada e incontaminada, organizada en torno al eje religioso, ni la incorporación por copia y adaptación de los conocimientos y prácticas europeas. En relación a la relación modernidad y religión, Sen señala cómo Occidente ha tratado de modo desigual la presencia de la religión en el pensamiento científico moderno del siglo XVII y XVIII. Mientras que en Europa se oculta la influencia de la religión en el pensamiento científico (por constituir una rémora oscurantista), en el caso de Oriente la religión esos elementos son considerados elementos normal y esencialmente constitutivos. La tradición india del pluralismo, de la tolerancia religiosa, y de la heterodoxia, que incluye el diálogo, los debates y argumentaciones públicas forma parte de la vida india desde épocas muy tempranas, tal como lo atestiguan los ejemplos de Ashoca (siglo III) y de Akbar (siglo XVI). Si hay algo que muestra esta tradición, es su parentesco con la reflexividad, rasgo propio de los procesos de cambio asociados con los aprendizajes de una modernidad democrática. Por el contrario, el aislacionismo y la intolerancia, la negación del pluralismo y de la diversidad, no solo no se justifican históricamente en la India, sino que, además, son insostenibles epistémica y normativamente. Estos rasgos forman parte del ethos democrático desarrollado en India desde su historia temprana al calor de los intercambios y experiencias con otros diversos. Por ello, no constituyen, como se ha pretendido, ya sea para exaltarlos como para execrarlos, una

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herencia del colonialismo. En La democracia de los otros (2005b), como ya señalé, Sen sostiene que la democracia y los valores habitualmente asociados a ella no constituyen un producto exclusivamente occidental. Por el contrario, Sen destaca el importante rol que las ideas budistas de compasión y piedad desempeñaron en la conformación de las raíces globales de la democracia y, sin idealizar la experiencia histórica de los pueblos orientales, subraya que también Occidente podría aprender de ellos. La cuestión de la democracia plantea otra cuestión, particularmente importante en el caso de países no suficientemente desarrollados y emergentes, (caso China e India), referida a la relación entre democracia, igualdad, justicia y bien-estar. Sin duda, en ella está presente el fantasma de Marx: ¿puede haber democracia sin bien-estar e igualdad? La India es una importante excepción a la habitual y fuerte correlación entre desarrollo y democracia, a pesar de que no pueda establecerse entre ambos una relación causal (Inglehart: 2005). En relación a esta cuestión, Sen afirma que no hay una relación clara entre crecimiento económico y democracia en una u otra dirección, aun cuando hay pruebas de que es necesario un sistema democrático para generar un buen clima económico, dado que, inclusive la determinación de las necesidades básicas, depende de los debates públicos. En cuanto a la distinción entre democracia formal e institucional y democracia efectiva, los estudios de Inglehart (2005) señalan que ésta última, en términos de libertades reales y valores, es menor en India que su índice de democracia formal e institucional, que es bastante alto. En síntesis, Sen se aparta de las dos interpretaciones habituales que articulan el campo de debate sobre la modernidad y la democracia: una, que destaca la fuerte continuidad de la modernidad india con la occidentalización colonial y el liberalismo universalista y la otra que subraya la raíz hinduista del nacionalismo moderno, el particularismo de los grupos subalternos y las políticas de identidad, respecto del legalismo universalista del Estado Nación. Sen destaca críticamente la coincidencia de la visión colonialista y anticolonialista nacionalista moderna, basada en la religión y los valores espirituales que, en nombre de la diferencia, justifican la subordinación y el confinamiento a una situación de inferioridad.

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Pero, para Sen, la India no ha llegado tarde a la democracia, aunque haya sufrido su interrupción a causa del colonialismo. Una última observación respecto del concepto de modernidad. La posición epistemológica de Sen lo lleva a desconfiar de la utilización acrítica de conceptos cargados de connotaciones histórico-conceptuales diversas. A diferencia de abogados y detractores que creen que son conceptos bien definidos, de los que se puede hacer uso sin más, las largas raíces de ambos y la mezcla de orígenes en la génesis de las ideas y teorías que los tienen por objeto, impiden considerarlos conceptos unívocos, aptos para ser comprendidos de suyo, y para ser aplicados o cuestionados. Cabe preguntarse: ¿cuál modernidad, cuál democracia? Para el propio Sen, la modernidad es un concepto irrelevante como criterio de mérito o demérito para tratar las cuestiones públicas contemporáneas: ¿cuál es la utilidad de determinar la premodernidad o modernidad de una política? El criterio debe ser, en tal caso, como afecta la vida de la gente. Ello no significa que el debate sobre la modernidad como tal sea irrelevante, ya que la reconstrucción del cambio histórico-social es imprescindible para la toma de decisiones futuras. Es aquí donde se enlazan modernidad y democracia en torno al objetivo de realización de una vida buena y justa, que requiere recuperar como propia (aunque no exclusiva) la tradición del pluralismo y de la tolerancia, las virtudes de la piedad y la conmiseración, y la disposición y valoración del diálogo y de la capacidad argumentativa. Estas actitudes, aptitudes y virtudes son indispensables para la vida democrática orientada a una modernización cuya meta sea el desarrollo humano, en términos de ampliación de libertades y capacidades para la realización de la vida buena y el bien-estar en condiciones de igualdad. Este objetivo ético-político es el que lleva a Sen a reconstruir la historia de la India, a criticar a modernos y antimodernos, colonizadores y colonizados, y a subrayar enfáticamente que India posee una tradición de debates públicos y de aceptación de la

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heterodoxia, no siempre presentes en Occidente y no siempre reconocidos como un elemento indispensable de la democracia. Occidente y Oriente debieran sacudirse los respectivos mitos que animan sus imaginarios y orientan sus prácticas. En primer lugar, el de su misma autocomprensión. Oriente y Occidente (debemos inventar nuevos vocabularios) debieran aprender unos de otros, y no persistir en los dualismos, malos entendidos, oposiciones y jerarquizaciones que han venido transitando.

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