Morador del ASFALTO. Fabián C. Barrio

Morador del ASFALTO Extractos Fabián C. Barrio Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de esta obra puede reproducirse pon ningún pr

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Nombre del Barrio. Comuna donde esta ubicado el Barrio. Surgió como un barrio legal: Fecha de Creación del Barrio
Alcaldía de Santiago de Cali Secretaria de Bienestar Social Asesoría de Participación Ciudadana Anexo 5: Ficha de caracterización socio-económica de l

Nombre del Barrio. Comuna donde esta ubicado el Barrio. Surgió como un barrio legal: Fecha de Creación del Barrio
Alcaldía de Santiago de Cali Secretaria de Bienestar Social Asesoría de Participación Ciudadana Anexo 5: Ficha de caracterización socio-económica de l

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Morador del ASFALTO Extractos Fabián C. Barrio

Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de esta obra puede reproducirse pon ningún procedimiento electrónico, magnético, físico o cualquier almacenamiento de información o sistema de recuperación sin el permiso expreso del propietario de los derechos. El objeto de este documento es la promoción en prensa. En ningún caso puede ofrecerse en forma de descarga para otro fin.

EL DENGUE Y EL DARIÉN

Llegué a Montañita al anochecer. Montañita son apenas tres calles paralelas a una playa enorme de aguas de un vivo azul turquesa y olas rugientes. Detuve la moto en mitad de la calle principal y renqueé buscando alojamiento en alguno de los setenta u ochenta hostales de perroflautas que pueblan el lugar. Unos cuantos muchachos bronceados, ociosos y con las pupilas dilatadas se daban empujones y charlaban en voz alta. Llevaban de acá para allá enormes rastas parecidas a culos de oveja, gigantescas tablas de planchar relucientes de salitre y sonrisas muy blancas y muy llenas de dientes. Me hice la promesa de pasar un día disfrutando del mar y continuar ruta religiosamente y encontré un hostal relativamente barato en el que me acogió una familia minúscula que vivía en la planta de abajo. Todos mis intentos de regateo se vieron rechazados con una delicada sonrisa. La habitación era linda, muy pequeñita, práctica y funcional: suelos de madera, cuadros elegidos por Liberace, una cama cómoda y una ducha de agua fría. Después de cenar, me acerqué a escuchar la sinfonía del Pacífico, cuyas olas espumosas se adivinaban bajo la pálida luz de la luna. Una brisa suave, fresca y oceánica impregnaba el aire de un aroma primitivo y delicioso. Caminé en soledad por las calles casi desiertas. Aquí y allá, brotaba de los comercios y de los recovecos de las casas un millardo de amplificadores musicales rasgando la paz del lugar con música estruendosa. Al tumbarme en mi habitación, disfruté un rato de los sonidos anónimos del pueblo disponiéndose a dormir. Me resultó difícil encontrar una posición confortable para llamar el sueño. Pero el velo al fin cayó suavemente sobre mis ojos. A las tres de la mañana me despertó un dolor muy punzante en las articulaciones y en el fondo de la cabeza. Me incorporé sobresaltado y comprobé que, en apenas cuatro horas, mi cuerpo se había perlado de sudor y tenía una fiebre atroz. ¿Gripe? ¿en pleno Ecuador? ¿no se supone que la gripe la tienes cuando llegan los fríos?. Me revolví incómodo en la cama y ahogué un grito de rata agónica. Dios, sí que me dolían los brazos. Y el cuello. Y las piernas. Intenté en vano conciliar el sueño de nuevo. Por fortuna, en el

Ecuador el sol sale religiosamente a las seis de la mañana, y con la pálida luz de la aurora filtrándose lentamente por los cristales, todo empezó a parecer menos grave. Contemplé la acera de enfrente desde el cuadrilátero pálido de mi ventana. Un comercio prometía pollo vaciado por libras. Coronaban el anuncio pintado en la pared un balcón vacío y un trozo de tejado de chapa. El mundo se había reducido a eso desde mi cama. Me costó mucho ir a desayunar, y achaqué mi mal estado a los rigores del viaje. Al fin y al cabo, voy ya viejo, aunque me resista a creerlo. Mientras caminaba en busca de un par de huevos fritos, la megafonía municipal despertó súbitamente ofreciéndome un bolero. Cuando concluyó el último tañido, una voz anodina leyó un bando relacionado con algún corte de calles que no me afectaba. Me sentía profundamente cansado, y regresé a mi habitación tras haber desayunado sin ganas. El runrún de la megafonía municipal y el letrero del pollo por libras terminaron por poder conmigo, y me sumí en un sueño agitado. Desperté de nuevo cubierto de sudor, y una vez más lacerado de dolor en los huesos. La fiebre había vuelto sigilosamente y había alcanzado proporciones épicas. - And if you threw a party, and invited everyone you knew- canturreé con voz de urraca, you'll see the biggest gift would be from me, and the card attached would say "thank you for being my friend". Observé de nuevo el cartel del pollo. ¿De dónde diablos era esa canción?. Ah, sí, "Las chicas de oro". Quizá la primera letra de canción que había descifrado en mi vida con mis primeros y rudimentarios conocimientos de inglés. Por algún oscuro y freudiano motivo, la fiebre la había rescatado de las brasas de mi memoria. La canté de nuevo, una y otra vez, con la mirada fija en el cartel del pollo por libras. La letra se convirtió en un mantra que me acompañó cuatro o cinco horas. Mientras tanto, en la megafonía popular de Montañita habían comenzado a difundir el listado de donantes de algún tipo de iniciativa eclesiástica. - Doña Wendollyn Soraya Montenegro de de la Vega Montalbán hase entrega de sinco dólares. Doña Leonora 'Nora' Guzmán Madrigal De Horta de Palacios entrega un dólar y colabora con la limpiesa. Don Eddison Karyme Lozano entrega sinco dólares. Bendisiones y grasias por la colaborasión. La megafonía brotaba con insistencia metálica de un altavoz con forma de cono abollado situado en alguna farola muy cercana a mi ventana. Escuché largo rato la procesión de donativos alternada con desconcertantes boleros. A mi

alrededor, comenzaron a brotar las músicas de los colmados, los coches y los comercios. El ruido era intolerable y roedor, cada vecino entraba en voraz competencia por destacar su cumbia, su reggaetón, su bachata, su salsa o su tecnomix sobre los de los demás y, en consecuencia, mi cama vibraba levemente y los cristales de la ventana tamborileaban con un ritmo indefinido. La fiebre continuaba su curso y nublaba mis pensamientos. Me concentré en el pollo por libras y volví a cantar la canción de "Las chicas de oro" una y otra vez. Por la tarde, los dolores se habían disipado por completo y gozaba de una presencia de ánimo envidiable. - No era más que cansancio. Qué tontería de gripe. Salí en bañador a la playa. La marea estaba alta y el atardecer era realmente hermoso. Me adentré en el agua limpísima y, sorteando a muchachos con tablas fish que cabalgaban sobre las olas, chapoteé maravillado en el Pacífico. En cuanto regresé a la habitación me di cuenta de que algo iba MUY mal. - Joder, ¿pero cómo puede doler así la cabeza? Me tumbé en la cama y observé el cartel del pollo por libras y escuché los anuncios parroquiales mientras me martilleaba la cacofonía de megafonías de la calle. Qué puta pasión por la full música que tiene esta gente. Fui incapaz de salir a cenar. "Las chicas de oro" regresaron a mi cabeza y en el baño tuvo lugar un episodio difícil de explicar sin echarle la culpa a un extraterrestre devorador de entrañas especialmente voraz. En un fugaz momento de lucidez, contemplando el cartel del pollo y chapoteando en un mar de sudor, pregunté en voz alta a los cuadros elegidos por Liberace: - Oye, ¿cuántos días hace que dejamos atrás la selva? Eché cuentas y llegué a la conclusión de que había pasado algo más de una semana. Abrí el portátil y mi cerebro se licuó en una masa pulposa cuando su deslumbrante pantalla electrocutó mis retinas. Busqué en Internet aporreando el teclado con muñones trémulos y me quedé patidifuso mientras leía una página médica. - Creo que tengo un dengue de libro- tecleé en el whatsapp al Doctor Jaus, médico oficial de todas mis expediciones. Serían las cuatro de la mañana en España. o quizá las diez de la noche, o las seis de la tarde, o nochebuena, o

Todos los Santos, así que con esa última y débil petición de auxilio, me desmayé. A la mañana siguiente, la pléyade de penurias era abrumadora y el sudor y los dolores de huesos y de cabeza hacían palidecer a los que había soportado la víspera. "Las chicas de oro" retornaron con virulencia, pasé varias horas en compañía del cartel del pollo por libras y los cuadros de Liberace. Incapaz de pensar en comer nada, me arrastré a la tienda de al lado y me hice con dos bidones de seis litros de agua cada uno mientras dejaba un reguero de sudor a mi paso. Al regresar a mi cuarto, el propietario del hostal me esperaba con una amable sonrisa. - ¿Se queda hoy? - Sí, tengo dengue. - Ah, muy bien. Al día siguiente, mi madre había buscado en Internet y lamentablemente había leído toda la información sobre el dengue hemorrágico -el más infrecuente y de mayor tasa de mortalidad- así que había deducido que su único hijo se encontraba desmayado en un mar de sangre que brotaba sin control de todos los poros y cavidades de su cuerpo devorado por la enfermedad. - Hijo, pero... coge un avión. - Si no es más que una gripe, mamá. - Pero... sangre... hijo. Lo vi en gólgue. Tras un día del que guardo recuerdos realmente confusos, llegué a la conclusión con el Equipo Médico Habitual que convenía descartar la malaria, más que nada por no poner en riesgo mi vida. Si te estás preguntando por qué no estoy vacunado para estas cosas, te daré una breve explicación: No existe vacuna para el dengue. Tampoco la hay para la malaria. En cambio, existe un tratamiento profiláctico y enormemente caro, que la mayoría de los turistas toman sin rechistar cuando van a pasar una semana a un resort en el Caribe. Yo mismo lo tomé la primera vez que visité la India en un viaje organizado. Pero, si bien es posible padecer un tratamiento agresivo durante una semana, de tomarlo para un viaje largo como los míos terminaría por licuar mi hígado. Lo que se debería

hacer es llevar siempre un tratamiento de choque de Malarone y tragárselo de golpe al sentir los primero síntomas. Lo que hice yo es pasar olímpicamente de todo, porque llevo tantos viajes sin malaria ni enfermedad alguna que había llegado a la errónea conclusión de que no existe o, por lo menos, le toca siempre a otro tío. Así que tomé un taxi que, por un dólar y medio, me depositó en el Hospital de Manglaralto. No contaba con que era domingo, claro que tampoco tenía muy claro a qué hora me había ido a dormir, o si había llegado a hacerlo, ni qué hora del día era con exactitud. Me arrastré hacia una puerta en la que esperaba una pequeña cola de seres humanos aquejados de todo tipo de achaques y en mi cabeza floreció la certeza de que había dejado encendido el horno en Madrid, y que a mi regreso me esperaría una factura de cien mil euros. Resultó que no había sala de espera, porque en climas como el de Manglaralto resultan del todo innecesarias. Aquí luce siempre un hermoso y deslumbrante sol, y se espera en el patio, como las gallinas. Tomé la vez detrás de una señora que traía a su hijita con un fenomenal empacho. Pero entonces empezaron a desfilar niños con asma, ancianas con arpones de pesca clavados en el pie, bebés profiriendo estertores, jubilados atragantados con una espina de pescado, todos ellos con dramas humanos mucho más poderosos que el mío, a los que me vi en la obligación moral de dejarlos pasar primero, algo que recibieron con cierto grado de sorpresa. Mientras aguardaba, tuve ocasión de asistir al levantamiento de un cadáver. El pobre tipo circuló por el patio del hospital metido en una bolsa arrastrada por cuatro camilleros, mientras al otro lado de la verja aguardaba su familia escuchando, como no, una cumbia a toda pastilla en los poderosos altavoces del pickup. - Ay, mira, pobresito, qué grande era. - ¿De qué moriría? - Tal ves atropellado. - Ah, pobre, atropellado. - Murió atropellado. - Y esa será su familia, pobresitos.

Por fin, entré en la sala de consultas. Había un par de boxes de urgencias y dos mesas, un armarito de medicamentos. En general, el ambiente era eficiente y profesional. Me senté en una sillita bajo un letrero que prohibía escupir, y una doctora me hizo un largo rosario de preguntas. Para mi inmensa sorpresa, no me pidieron jamás ni mi identificación ni justificación alguna de mi ciudadanía o forma de vida. Pensé en lo distintas que serían las cosas para un ecuatoriano con sarampión en Madrid. A lo largo de todo el proceso de mi enfermedad, todas las consultas fueron gratuitas, todas las intervenciones fueron altamente profesionales, y el trato exquisito y muy diligente. No tengo más que buenas palabras para lo poco que conozco del sistema de salud ecuatoriano. Quizá las salas de espera no sean lujosas, quizá el centro de salud no disponga de adelantos punteros, pero creo sinceramente que los ciudadanos de este país pueden sentirse orgullosos de cómo funcionan las cosas por aquí. Salí de allí con un papelito para hacerme un análisis de sangre bajo la inquisitiva mirada del microscopio al día siguiente, porque recordemos que estábamos en domingo, día del Señor, y a Él no le place que se trabaje en Su día. Así que cuando despuntó el alba, tras una larga tarde y una interminable noche de sudor y dolor de huesos, me duché en cuclillas bajo el chorro de agua helada -no sé por qué, pero me resulta más tolerable ducharme en cuclillas cuando sólo hay agua fría- y volví a tomar un taxi. Ya se oía la megafonía de la municipalidad de Montañita dando por culo sobre los tejados. - Tengo dengue- observé al taxista para darle pena. - Ah, muy bien- contestó subiendo ligeramente el volumen de su aparato de música. Cuando llegué al centro de salud, una pareja de perroflautas montaba una escandalera porque no estaban de acuerdo con el trato recibido. Eran dos muchachas argentinas, de pantalones bombacho y camisetas holgadas, y protestaban a un policía a voz en grito. Finalmente, se subieron al todo terreno y se alejaron en una nubecilla de polvo. Yo me enfrenté a la aguja. La aguja estaba en una especie de cocina, equipada con una mesa levemente destartalada, un microscopio y un secador de pelo. - Me voy a desmayar- anuncié a la mujer que se acurrucaba tras una mascarilla de papel.

- ¿Por qué? - Porque con estas cosas no puedo. Soy muy mal paciente. - Ah, pero si sólo es un pinchasito en el dedo. - Dios, entonces es peor, cuando exprima el dedo para que salga sangre me voy a caer redondo al suelo. Me senté en una silla de chiringuito, la mujer frotó mi dedo con un algodón, sentí el pinchazo, se me nubló la vista, el aire se escapó de mis pulmones y todo dio vueltas a mi alrededor. Permanecí fuerte haciendo un poco el payaso. Se disculpó porque los resultados sólo estarían listos por la tarde. A mí me pareció bien, porque el tiempo había dejado de tener cualquier tipo de trascendencia. Sólo importaban alternativamente el cartel del pollo por libras, y "Las chicas de oro". Esa tarde, la mujer me recibió con mirada nerviosa y quiso que pasara de nuevo a urgencias. - No, malaria no tiene, pero tiene la sangre muy susia, mucha bacteria, mucho animal ahí. El veredicto no me extrañó lo más mínimo, a juzgar por los sitios donde había comido y dormido en los últimos tres meses de vida, pero me dejé hacer. Un médico me escuchó con impaciencia y pidió un análisis completo que tardaron quince minutos en proporcionarme. - Me voy a desmayar- anuncié nada más entrar en el laboratorio, esta vez sí mucho más equipado que el anterior. De nuevo, la eficacia de aquel lugar me maravilló. Me volví al hotel con una receta de Paracetamol bajo el brazo. Regresó el cartel del pollo, pero "Las chicas de oro" no, prueba inequívoca de que estaba empezando a mejorar. Sin embargo, Montañita no iba a darme tregua. Cuando llegué al hotel, reconocí consternado que un grupo de hombres estaban montando una enorme carpa en la calle, justo debajo de mi ventana. - ¿Esto qué es?- pregunté al tímido propietario.

- Un quinse. Una fiesta de quince años. Bajo mi ventana. El dolor de cabeza medró instantáneamente, como anticipándose a lo que me esperaba. Los operarios estuvieron martilleando con entusiasmo toda la tarde, mientras la megafonía de la municipalidad retomaba el listado de generosos donantes de lo que fuera que estaban urdiendo en la parroquia. Al llegar la noche comenzaron las pruebas de sonido. La casa entera tembló bajo la pavorosa potencia de los enormes altavoces que habían instalado para el baile. La estructura de bambú que habían montado era colosal, ocupaba la calle de punta a punta. A las diez de la noche comenzó la farra. El interior de mi cuarto se convirtió en una ensordecedora caja de resonancia. Contemplé el cartel del pollo a la libra, iluminado por luces de colores. Escuché al alcoholizado padre de Gwendolyn Katiuska Borbón, que así se llamaba la homenajeada, balbucear evocando el recuerdo de sus primeros pasos, la primera vez que lo llamo "papá", las primeras notas del colegio. Observé con ojos legañosos desde la ventana cómo la niña, que parecía un malvavisco, enfundada en un traje azul, caminaba entre sus damas de honor recogiendo quince rosas, acompañada por un chulazo. - ¡La niña convertida en muhé! - ¡Qué hermosa se ve esta señorita que hoy presentamos! - ¡Viva la quinseañera! Deseé la muerte fulminante de Katiuska y todos sus familiares y allegados. Deseé que se retorcieran de dolor arrasados por un rayo divino. Deseé tener un hacha para ocuparme personalmente de hacer justicia. Deseé un apagón.

DEL BALUCHISTÁN A LAS PUERTAS DE LA INDIA

Cuando pedí al recepcionista que abriera la puerta del garaje, me contestó con una plácida sonrisa que habría que esperar a mi escolta. El garaje propiamente dicho era un oscuro agujero con una rampa casi vertical cubierta de grasa, por la que había derrapado con los nervios a flor de piel la noche anterior. Esa mañana parecía incluso más empinada y resbaladiza, y di por supuesto que la moto sería incapaz de trepar aquel despropósito. Durga había dormido en el cuarto de calderas, un cuadrilátero mugriento en el que reposaba un enorme generador diesel, montañas de escombros, palanganas, montículos de manteles y sábanas viejas. En un rincón, tras una puerta, se asomó tímidamente una mujer con un burka. Pude echar un vistazo al interior de la estancia: vivía allí, acurrucada sobre un colchón viejo, acompañada por un hornillo eléctrico y un póster de temática religiosa. Vidas de esas que hay por ahí. El policía llegó al cabo de un rato. Era un tipo joven, dicharachero, y llevaba distraídamente un Kalashnikov colgado del hombro como quien lleva una cartera escolar. Se montó en su pequeña moto china y me acompañó a un puesto de control a las afueras de Zahedan. Un rápido vistazo al nivel de gasolina disparó mis alarmas: - ¡Benzine, benzine!- grité haciendo aspavientos. Me tranquilizaron y me hicieron sentarme a la sombra, ofreciéndome té. La cosa iba para rato. Había amanecido muy temprano con la esperanza de llegar a Dalbandín aquella noche, pero mis planes fueron disolviéndose bajo el sol del desierto. Pasó media hora, pasó una hora, y nadie parecía dispuesto a arrancar. Hice gestos señalando al sol y al reloj, al depósito de gasolina. Los recibieron con alegría infantil, y allí me dejaron, murmurando a solas como un viejo loco. Por fin, aparecieron un par de motos, y los militares me hicieron gestos de que los siguiera. La gasolinera era un caos monumental, y los militares me condujeron dando bandazos entre los coches a un surtidor con caracteres cirílicos que llevaba en funcionamiento ininterrumpidamente desde los años

veinte. Se produjo un pequeño tumulto mientras alguien buscaba una tarjeta magnética que me permitiría repostar. La marabunta fue acumulándose a mi alrededor, haciéndome preguntas incomprensibles, braceando y contribuyendo a la muerte del Universo por sobrecalentamiento. Una media hora después, había conseguido cumplir mi propósito. Volvimos al puesto de control y allí nos quedamos, hablando del Real Madrid, tema sobre el que no sé absolutamente nada. Me ofrecieron unas naranjas y yo correspondí con unos pistachos. El sol siguió su curso lentamente por el cielo del desierto. Súbitamente, alguien hizo un gesto enfático, los militares se subieron a sus motos, y me instaron a que me moviera con premura: - GO, GO, MISTER!!! No me lo pensé dos veces y los seguí a toda velocidad por la árida carretera. Me adjudicaron un chaval de rostro atractivo color chocolate, que complementaba su uniforme de camuflaje con un largo pañuelo que se anudaba alrededor de la cabeza con dejadez como si fuera Audrey Hepburn. El muchacho tomó mi pasaporte, y no me lo devolvió hasta que hube concluido todos los trámites aduaneros. Mi misión consistía en estarme quieto al lado de la moto, mientras las valiosas horas pasaban rápidamente al lado de barracones cuyo propósito se me escapaba completamente. Observé a un hombre rezar a la sombra de un arbolillo, y respondí a los gestos de pajarito de un par de niños con muecas y aspavientos que los hicieron reír a carcajadas. Fuimos avanzando con exasperante calma hasta que, por fin, apareció la última de las barreras. Mi pasaporte fue escrutado una última vez, y me hicieron gestos vehementes para que avanzara. Pakistán estaba al otro lado. Lo primero que comprobé es que el mundo había entrado en un estado cercano al apocalipsis: el asfalto desapareció y dio paso a una larguísima extensión de tierra batida plagada de baches, que se perdía en la lejanía. Salpicados aquí y allá, pequeños edificios de adobe con techo de paja, unos cuantos burros cubiertos de costras, grupúsculos de hombres con túnica y turbante acuclillados echando la tarde. Las oficinas de la frontera estaban alojadas en un barracón amorfo, sucio y polvoriento, de paredes de barro. Me adentré allí sin saber muy bien qué me encontraría, y fui recibido festivamente por unos tipos aburridos sentados detrás de un mostrador agrietado.

- Me gustaría llegar esta tarde a Dalbandin. ¿Cree que será posible?- pregunté a uno de los funcionarios, un hombre de colosales mostachos y turbante blanco cubierto de polvo. - Oh, no. Esta noche usted la pasa en la comisaría. Mañana sale hacia Dalbandin. Un rápido vistazo al pueblo me había bastado para deducir que allí no había ni hotel ni nada que se le pareciera, así que la comisaría me pareció un lugar estupendo para pernoctar. No sé cómo surgió de la nada un anciano armado con una metralleta, se subió a la chepa de Durga, y me condujo a un edificio que se encontraba a unos quinientos metros de polvo y arena de la frontera. Tenía un gran patio interior, de unos quince metros de lado, alrededor del cual se levantaban edificios de adobe de una sola planta. En el patio languidecían un par de vehículos averiados cubiertos de basura y escombros. A la izquierda había un pequeño jardincillo de juncos y césped pisoteado, que supuse sería el lugar de oraciones. A la derecha, oculto entre bidones cortados con radial y un depósito de cemento, se ocultaba un grifo. Un poco más allá, las puertas de metal pintadas de negro y las rejas de gruesos barrotes ocultaban las celdas. Como nadie parecía estar dispuesto a hacerme mucho caso, curioseé. Eran unos cuartitos roñosos, de paredes manchadas sospechosamente de algo marrón, cubiertas de grafitis que alguien había esculpido laboriosamente en el barro y la mierda. Los suelos estaban sucios, cubiertos de una pátina de grasa y huesos de pollo, jirones de telas mugrientas. En un rincón, un agujero pútrido que no quise investigar. Salí de la celda con el corazón en un puño: apenas medio minuto había bastado para disparar mi claustrofobia. Cerca de la puerta había un asiento de un coche del que sólo quedaban los muelles a la vista. Me senté apaciblemente a esperar. Pronto surgió un tipo armado con un subfusil de asalto que me indicó que dormiría en el despacho del Almirante En Jefe de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire: un cuarto pequeño que, por lo menos, tenía una moqueta sintética sembrada de patitas de cucaracha. Fueron apareciendo, poco a poco, los policías que terminaban su jornada. El trajín era importante. Algunos se sentaban conmigo, al lado de mi asiento desvencijado. Charlamos apaciblemente. Fue anocheciendo. Les pedí permiso para ir a comprar algunos víveres y algo de agua, y me acompañaron a una choza sepultada bajo la arena del desierto: era un cubículo infame, un nido de ratas, y en sus estanterías reposaban al buen tuntún paquetes de galletas,

cajas de arroz, algunos vegetales pochos, pastillas de jabón, bombillas y velas pegadas por el calor, poco más. Me hice con un par de paquetes de galletas y una botella de agua, y regresé escoltado a la comisaría. Pasó una hora más, me tumbé en mi maltrecho asiento. El sol se puso. El gran portalón de acceso al patio se abrió chirriando y entró un tipo completamente cubierto de polvo, con la mirada extraviada, la ropa sucia. - Salam aleikum- saludé incorporándome. El hombre apenas hizo ademán de responder a mi saludo, y se quedó quieto en mitad del patio, tambaleándose. Luego apareció otro, descalzo, con la piel completamente cubierta de polvo y roña. Luego, otro, y otro más. Finalmente, entraron en tromba una veintena de almas, algunos tocados con turbantes y vestidos con harapos, otros con camisetas sucias y ajadas, casi todos descalzos, todos con una extraña mirada de desaliento y desesperación en sus rostros llenos de manchas. Un par de policías armados los agruparon en el centro del patio y, a una orden seca, los presos se acuclillaron mirando a un tipo gordo que emanaba autoridad. Éste les ordenó que se apretaran más, y ellos formaron una piña de almas, acurrucados bajo el cielo oscuro, en silencio religioso. El hombre les leyó sus derechos, y uno a uno, fueron pasando por un cuartito al fondo del patio, donde supongo les tomarían declaración. Luego, se dirigieron como ovejas sumisas hacia el interior de una de las celdas. - Son emigrantes- me explicó con una sonrisa de bebé uno de los policías-. Intentaban cruzar la frontera de Irán para ir a trabajar allá. La policía iraní los devolvió esta tarde. - ¿Pasa con mucha frecuencia? - Oh, sí. Normalmente tenemos veinte o treinta cada noche. A veces cien. Aquellos tipos se habían enfrentado al desierto con sus pies como única arma. El ser humano es capaz de proezas inimaginables cuando está su vida en juego. Todo lo que tenían aquellos hombres en el mundo era el aire en sus pulmones y un techo cuajado de estrellas. Súbitamente, imaginé a un hipster en este mismo instante en un Starbucks de California. Lo visualicé quitándose una pelusilla de su inmaculada camisa a cuadros, encajándose una fedora de fieltro y pidiendo un frapuccino macchiatto double shot venti con stevia orgánica por el que gustosamente pagaría siete

dólares. Lo visualicé enarbolando su iPhone con carcasa vintage enfocando el vaso de papel y haciéndole una foto, aplicándole un filtro lomográfico y subiéndola a Instagram. Lo imaginé refunfuñando porque la foto tardaba más de dos segundos en publicarse. Lo imaginé twitteando a sus amigos es que sin mi cafeína por la mañana no puedo no puedo no puedo vivir. Lo imaginé irritado por un atasco de media hora, o preocupado porque en el supermercado de la esquina se les había terminado la comida orgánica de la marca que le gusta a su gato. Lo imaginé irritado porque en el cine de películas subtituladas que frecuenta no han cambiado la programación esta semana, o porque le han subido el precio de la televisión por cable un dólar al mes. Lo imaginé de mal humor porque esta mañana el móvil había advertido que llovería y a él el pelo se le pone fatal cuando llueve. Lo imaginé maldiciendo porque su iPad se había quedado sin batería en medio de una videoconferencia intrascendente. Lo visualicé indeciso ante qué camisa ponerse esa mañana. Los hombres fueron apretujándose en el interior de la celda, en triste silencio. Un muchacho joven, de sonrisa bobalicona, metió dentro un bidón y, a continuación, enchufó una manguera a un grifo y, a través de la ventana enrejada, procedió a llenarlo. La puerta se cerró con un estruendoso sonido metálico, y alguien le puso un candado. Los oí cuchichear quedamente a través de los barrotes. Un policía de ademanes de comadreja pasó con un pequeño platito de lentejas secas a mi lado. - Dinner- explicó con una sonrisa. Se metió en un cuarto pequeño sin ventanas y, al cabo de unos minutos, un aroma especiado y suculento llenó el patio en calma. Se fue la luz. Pasó una rata por el patio sin que a nadie le importara un carajo. Para pasar el rato, un par de policías se sentaron a mi lado en el rincón. Uno de ellos sacó del bolsillo de su chilaba un pequeño móvil y procedió a mostrarme su colección de fotografías pornográficas: mujeres espantosas, rollizas, maquilladas con espátula como si estuvieran listas para matar a Batman, la mayoría con velo, algunas con un niño en el regazo al que daban de mamar. A saber cómo había aquel pobre diablo conseguido semejante colección y con qué criterio las había seleccionado. De vez en cuando, una de ellas levantaba parte de su sari para mostrar las tetas. - Tetas- informé gravemente.

- Tetash- respondió asintiendo. - Bubis. - Bubish. - Bufas. - Boofash. - Mamas. - Mamash. - Domingas. - Bumingash. - Lolas. - Lulash. - Peras. - Pirash. - Melones. - M'lonesh. El hombre fue pasando fotos y más fotos, cada cual más horrorosa. Lo imaginé las largas noches de guardia, toqueteándose en la oscuridad del desierto, pasando fotos y más fotos de mujeres con velo. - Hashish?- preguntó al cabo de un rato. - No, gracias. Procedió a liarse un porro tranquila y hábilmente con una mano, mientras con la otra iba pasando fotos y haciendo zoom en las tetas de aquellas pobres mujeres anónimas. Finalmente llamaron a cenar. Nos reunimos siete almas alrededor de una pequeña bandeja de lentejas. Alguien sacó de una bolsa de plástico un triste y esquelético muslo de pollo, y depositaron sobre la alfombra

unos cuantos panes cuadrados, que repartimos entre todos. Luego, procedimos a rebañar las lentejas, que sabían picantes y deliciosas. Me ofrecieron la mejor parte del muslo, que rechacé. Se hablaba poco. La mayoría de los hombres estaban ocupados en rasgar trozos de pan y mojarlo en la salsa. Los contemplé a la luz de un candil de gas: serios, curtidos, impenetrables, enfundados en chilabas de color oscuro, con los Kalashnikov a mano. Parecían profundamente infelices, pero por otro lado, indiferentes ante su infortunio. La habitación en la que cenamos hacía las veces de dormitorio: apenas un cuadrilátero de adobe, con una puerta hacia el exterior y otra hacia un cuartito inmensamente sucio, con un hornillo eléctrico, que hacía las veces de cocina. Parte de la estancia estaba cubierta de alfombras de esparto, y en un rincón reposaban unas cuantas mantas. Era evidente que todos pasaban la noche ahí juntos. A mí me habían reservado la habitación VIP. El baño se encontraba alejado de aquella estancia: una cuarto minúsculo, de techo de paja, con el suelo lleno de manchas y los rincones infestados de porquería. Agradecí que allí no hubiera ni una misérrima bombilla, porque el brevísimo destello que ofreció mi linterna me dejó pocas ganas de seguir investigando. Una vez concluido el festival de bufas, poco quedaba por hacer aquella noche. Con gestos, me condujeron a mi pequeño cuartito. Era una estancia pequeña presidida por un escritorio ajado y unas cuantas sillas de plástico. Elaboré una almohada improvisada con la bolsa acolchada del trípode, y me vestí de arriba a abajo con el traje de la moto, con la esperanza de que las protecciones me servirían de colchón. Me tumbé y escuché cómo la comisaría iba quedándose en silencio poco a poco. El desierto que rodeaba aquella chabola era sobrecogedoramente silencioso. Y entonces los oí. Los lamentos de los presos. Empezó todo con una única voz ronca que sollozaba lastimeramente. No sé qué diría aquella voz, pero pude imaginarlo: Qué será de mis hijos, decía. Qué será de mí ahora. A dónde iré. Qué comeré mañana. ¡Allahu-àkbar!. Tengo hambre, Allah, y no tengo fuerzas para salir otro día a caminar por el desierto. Pronto respondió otra voz masculina, profunda y desgarradora, arrastrando las palabras con un patetismo que partía el alma en dos: Allah, envíame una señal.

¡Allahu-àkbar!. Dame un techo digno. Dame una oportunidad de salir de las arenas del desierto un día al menos. Allah, por favor, soy un hombre honrado que sólo quiere dar de comer a sus niños. Llevo dos días sin comer, Allah, ¡apiádate de mi! ¡Allahu-àkbar! Cuando la tercera voz se unía al llanto, sonó un grito marcial que los detuvo. Un guardia desde una garita, un policía desde el suelo de la habitación contigua. El silencio del desierto volvió a tragárselo todo y el sueño inquieto me tragó a mí y mi maltrecha conciencia. Abandoné Taftán a primera hora de la mañana. Se montó en la moto un tipo casi anciano, con una escopeta bastante usada, y allá que nos fuimos, sorteando baches, hacia lo desconocido. Me pregunté cuál sería la vida de aquel hombre impenetrable, que fumaba sin parar, en absoluto silencio, con la mirada perdida en la planicie. Tenía una larga barba cana, la cabeza cubierta con una gorra ladeada de porte militar, una túnica gruesa de lana de color oscuro, las manos callosas y la cara oscura surcada de arrugas. Me acompañó hasta los confines de su demarcación, y me hizo detenerme en un pequeño caravasar de adobe, vigilado por una garita hecha de sacos de tierra y un tejado de chapa. En el interior de la garita había un camastro cubierto de mantas de lana, un hornillo de brasas para hacer té, un libro de registro con las tapas pegadas y repegadas. Los libros de registro se convertirían en mi tortura en los días siguientes. En cada puesto de control tendría que anotar meticulosamente mi nombre, mi número de pasaporte, mi matrícula, el número de mi visado, el nombre de mi padre, de dónde venía, a dónde iba. Cada una de esas paradas -cinco, diez, quince por día, no lo sé- se prolongaba indefinidamente en el tiempo por motivos diversos, desde la desgana a la ausencia de un bolígrafo o de un nuevo escolta para acompañarme en el siguiente tramo, pasando por el obligatorio té o la hora de la oración. Protegido por policía y ejército, era imposible para mi detenerme en lugar alguno que no estuviera designado por ellos como seguro. Así, Pakistán pasaba ante mis ojos sin que mis retinas ni mi alma acusaran apenas mella. En la lejanía, un conjunto de casas de adobe, un pozo, dos ancianos cuidando unas cabras esqueléticas, un burbujeante corrillo de niños jugando al cricket, un poste de la luz caído, una montaña abrupta y reseca, tres mujeres sentadas al borde de la carretera dando la espalda al asfalto y cerrando sus velos a mi paso, más y más cubos de sacos de arena apilados formando una garita.

Ahora, si me detengo, la primera pregunta que recibo es si soy musulmán. Es lo único que de verdad importa en este lugar del mundo. Aunque no detecto hostilidad alguna ante mi respuesta negativa, está claro que formo parte del otro grupo, de la parte del planeta que tomó decisiones equivocadas sobre algo tan importante. Quizá sientan lástima por mí. Su cara amable es impenetrable. Demasiada exposición a las inclemencias. Del desierto, de la vida. Paso mi primera noche en el único hotel de Dalbandin. Dalbandin es una pequeña ciudad agrícola que no puedo ver. Nada más llegar a las puertas del alojamiento, ha hecho acto de presencia entre la muchedumbre un tipo pulgoso, de aspecto totalmente desesperado, greñas mugrientas, ropa hecha jirones, que brota de la multitud como una aparición espectral. Gruñe algo completamente incomprensible, me acaricia la cara, y me doy cuenta, atónito, de que tiene las barbas alrededor de la boca completamente cubiertas de excrementos, en apariencia humanos. Por Dios bendito, pienso asombrado, este tío se alimenta de su propia mierda. Uno de los escoltas le propina un empujón y lo devuelve a la multitud que me contempla con espíritu festivo. Siento una infinita lástima por todos ellos. Permanezco encerrado en mi habitación, de la que sólo puedo salir acompañado por dos hombres impenetrables que me trasladan al restaurante del hotel. No he probado bocado desde la misérrima cena con dhal de la noche anterior, y ya luce el crepúsculo sobre los minaretes. El pollo con salsa que me ofrecen me sabe a gloria, lo devoro a toda velocidad con las manos, como un indigente desquiciado que lleva sin comer una semana y al que no le importaran los modales en absoluto. A la puerta del comedor, mis escoltas, que se quedarán toda la noche ante mi cuarto, charlan con desgana con el propietario del establecimiento. Consigo salir al pequeño patio del hotel, cercado con un alto muro coronado por un gurruño de alambre de espino. Oigo lejana la llamada a la oración y, en el pedacito de cielo que nadie me puede arrebatar, contemplo el azaroso jugueteo de dos cometas que se desafían una a la otra ante el cielo de color naranja. Siento la breve y culpable dicha de quien espía en la ducha a las vecinas. Me piden que pague la cena a los escoltas, y acudo a mi reserva de emergencia de euros, que alguien cambia en el bazar a un precio absurdo. - ¿No quiere cambiar más? - Por supuesto que no.

La luz se ha ido. Estoy solo en esa habitación pequeña y ajada. Un abrumador silencio lo inunda todo. Pakistán es ahora un mantel de retazos: los escoltas lo convierten en una serie de sensaciones compartimentadas, separadas entre sí por largas horas de carretera llena de baches. Cuando entro en las ciudades, la presencia humana resulta abrumadora: atascos colosales, enormes camiones con los ejes combados por el peso, carricoches disputándose un centímetro de mercadillo, ancianos quejumbrosos, bolsas de plástico sucias revoloteando en el cielo, oleadas de hombres arrastrándose de un lado para otro, calles de arena, hombres de arena, vidas de arena. A unos ochenta kilómetros a las afueras de Quetta, la ciudad pakistaní más castigada por el terrorismo, me detienen y me obligan a formar una piña con un vetusto autobús cargado hasta los topes con esclavos, fardos de lona, bicicletas, cabras, motos, cajones de frutas, niños de primaria, jaulas de pájaros y personal del ejército. A treinta por hora culebreamos entre las montañas convirtiéndonos en el blanco más fácil de la provincia, y el sol se va poniendo poco a poco. Sus últimos destellos me dejan vislumbrar la hermosura desparramada de Quetta, frontispicio de una gran planicie de color salmón. Llega la negrura abruptamente. Vuelven a detenerme en un puesto de control, en esta ocasión es de los grandes: una inmensa barricada de metal, dos cubículos de sacos de tierra, abundante personal armado de mirada nerviosa. Me dicen que me llevarán al hotel Bloomstar, que es ahí donde guardan a los extranjeros a buen recaudo. Les explico que no quiero lujos, que prefiero un hotel barato, pero no hay mucho que discutir. Comienza entonces una experiencia aterradora en la oscuridad de la noche: Se plantan delante y detrás de mí dos motos con dos tipos cada una, y me gritan que avance. Reina un colosal caos a mi alrededor, un atasco prodigioso, el polvo en suspensión se convierte en una densa bruma, y una pantalla de bocinas y pitidos me ensordece. A ambos lados de la carretera, la vida discurre agónica pero frenéticamente a través de los velos de la polución y el ruido: puestos de verduras, de pintura, de cachivaches, de aperos de labranza, de carne de cabra cubierta de moscas de la caca, barberías, colmados, tiendas de abarrotes, de neumáticos, de baratijas electrónicas. Recorro quinientos metros dando palos de ciego y, de repente, nos detenemos. Los guardias bajan de inmediato de sus motos y me rodean con sus Kalashnikov a punto, sus miradas asustadas y tensas. Me pregunto si habré dejado el horno encendido en casa. No ha transcurrido ni medio minuto cuando distingo una enorme tanqueta blindada que se abre paso hacia nosotros en la oscuridad.

- GO, MISTER, GO!!!- me gritan los escoltas, empujando al gentío. Pego un acelerón y me sitúo detrás de la tanqueta, que pone la sirena a toda pastilla y aparta del camino a ciclistas, carros de mulas, rickshaws, camiones y peatones. Del techo del blindado sobresale una cabeza que, aferrada a una gran metralleta, no para de girar a su alrededor para comprobar que todo va bien. La tanqueta se detiene medio kilómetro más allá, y de ella descienden dos soldados, que se pegan a mí con las metralletas a punto. Diez segundos después aparece el siguiente relevo: Un jeep con seis policías que me hacen gestos de que los siga. Uno de los policías lleva consigo una vara y, cuando un carromato muy débil y cubierto de costras dirigido por un anciano frágil y tirado por una mula esquelética se detiene atrapado en un gran bache, el hombre baja del jeep a toda velocidad y fustiga con su vara al viejo, a la mula, al carromato, los empuja fuera de la carretera a patadas, el jeep avanza, yo avanzo, el viejo allá se queda, rumiando en la oscuridad. Se detiene el jeep en un transitado cruce de calles. Los seis policías descienden y forman un círculo amplio a mi alrededor. Oigo el zumbido metálico de los walkie-talkies resonando cerca, y distingo, lejanas, las figuras tristonas de pakistaníes apagados, taciturnos, que desde los polvorientos márgenes de la carretera me contemplan con curiosidad pero sin atreverse a acercarse. La noche está fresca, llega hasta mi el aroma de algo que se está friendo en un carromato cercano. - GO, MISTER, GO!!!!-. Ha llegado otro blindado. Avanzo entre el tráfico, que el vehículo aparta sin misericordia alguna. Se ponen detrás de mí dos motos con ocupantes armados. El despliegue empieza a ser abrumador. El blindado hace sonar las sirenas, los de las motos apartan a los viandantes a empujones. Avanzamos lentos hacia nuestro destino, que se encuentra en una calleja muy estrecha y tristona. Ahora entiendo por qué el Bloomstar es el elegido: justo al lado tiene una comisaría con vigilancia permanente. No es un hotel caro pero, sin embargo, es un remanso de paz: por ocho euros la noche, disfruto de mi propio baño con mi propio cubo de agua, y de dos coquetos jardincillos con enredaderas y adelfas. En la recepción hay wifi, y la comida es comestible. Me recibe un cordialísimo muchacho de túnica impecable que retiene mi pasaporte. - Se quedará hasta el martes, ¿no?- pregunta sonriendo de oreja a oreja. - Me quiero ir mañana.

- Pero, ¿tiene ya la NOC? - ¿Qué diablos es la NOC? - Si no la tiene, sólo podrá obtenerla el lunes. - ¿Pero qué es y para qué lo quiero? - Es este documento. Me enseña un pedazo de papel. No Objection Certificate. No hay objeción para que el extranjero continúe su recorrido por el país. Un documento que hay que obtener en dependencias policiales, y cuyo trámite ineludible tarda un día. Estábamos a viernes, y el gobierno cierra sábados y domingos. Así que iba a estar cuatro días encerrado en ese hotel. Activé instantáneamente el modo Me Importa Un Huevo que me ha librado de tantos sinsabores en este mundo. ¿Que hay que esperar cuatro días por un papel? Pues se espera, me importa un huevo. Me senté en la cama de mi habitación y encendí la televisión. Imágenes de la Meca, pájaros volando en el cielo, montañas entre las nubes, cánticos coránicos. Teletienda, en urdu. Un debate acalorado entre un joven enclenque de esos que creen saberlo todo, y un anciano con turbante de esos que creen saberlo todo. Teletienda, en urdu. Un encendido barbudo vociferando algo ante un jardín algo reseco. Teletienda, en urdu. Iba a costarme un poco mantener el modo Me Importa Un Huevo encendido tanto tiempo. Intenté salir. A ver algo. A sentir un ápice del Pakistán prohibido. Pero no me dejaron. El día anterior, un político local había sido secuestrado y posteriormente ejecutado y había aparecido vapuleado en una cuneta, y los ánimos estaban alterados. Hube de permanecer encerrado en aquel hotel que, en circunstancias normales, me habría parecido un oasis, pero que ahora asemejaba más una cárcel. El sábado, el recepcionista interrumpió mi siesta para pedirme que bajara a conocer a otro huésped: era un hombrecillo parduzco, de gélidas manos de gallinácea, enjuto, nervioso, de dientes torcidos y oscuros. - Es un hombre humilde, viene de un pueblo de la zona, y se hospeda aquí. Nunca ha visto un extranjero, y quería estrechar su mano. Lleva esperándole tres horas, aquí, sentado. El hombrecillo me miraba con ojos extraviados y sus manos temblaban al dirigirse a mí en urdu. Se hizo un centenar de fotos conmigo, parloteó

incesantemente en su lenguaje que asemejaba una cascada de cantos rodados rebotando sobre sacos de arpillera. Fue el acontecimiento del día para mí y el del año para él. El domingo al anochecer, cuando bajaba a escribir un rato en el comedor, apareció un alemán vestido de motorista ante mí. Sin saludar siquiera, me espetó: - ¿Aquí dónde está el baño? - No... no lo sé, debería haber uno por habitación, pero... El hombre se fue dando zancadas sin siquiera despedirse. Entré en el comedor y me encontré una frágil pareja de ingleses tomando el té. Los saludé tímidamente, respondieron con cortesía y distancia, y cada uno se ocupó de lo suyo. Al cabo de un rato salí a echarle un vistazo a la moto del alemán, para encontrarme, por sorpresa, con dos: una GS1200 de fluorescente color amarillo y un artilugio bastante aparatoso cuya marca me fue más difícil de adivinar. Era sin duda una reliquia clásica, pero parecía haber sido construida con piezas de descarte de otras motos e incluso algún coche o camión. Al fondo distinguí un par de furgonetas atiborradas de productos de acampada, una de las cuales parecía sacada directamente de la época de la psicodelia y la otra de un reportaje de Camping Today. A la mañana siguiente todo aquel trajín quedó explicado: Un alemán -el abrupto propietario de la BMW-, un austríaco altísimo, de pelo largo atado con coleta -el conductor del bicho transgénico y jurásico-, un perroflauta de libro -que conducía la Furgoneta de la Paz y del Amor desde Suiza-, y una pareja de ingleses, al mando de otra furgoneta, esta mucho más corriente y desprovista de personalidad alguna. Se habían encontrado en Dalbandin el día anterior, y habían sido traídos, como yo, por la fuerza, al Bloomstar. Nuestra escolta estaba lista a las ocho de la mañana para ir a hablar con las autoridades pertinentes que nos expedirían nuestro NOC.

Un par de tuctucs fuertemente custodiados nos depositaron ante las verjas del edificio gubernamental. Como una manada de polluelos, seguimos a un militar que nos condujo a un despacho atiborrado de papeles, en el que cuatro o cinco funcionarios fumaban e intercambiaban comentarios desmadejados sobre el tiempo. El alemán chasqueó los dedos para llamar la atención a uno de ellos:

- ¡Eh! ¡No tenemos todo el día! - Por favor, tranquilo, esto tomará un tiempo- contestó el hombre con una amable sonrisa. - Por lo menos, podrían darnos té. No he desayunado nada- dijo el alemán con sequedad. Mandaron a un muchacho a por un té, que yo rechacé agradecidamente tres veces como impone la cortesía baluchi. El alemán, que refunfuñó gravemente porque no le ofrecieron también galletas, iba vestido de arriba a abajo con su mono de moto, en la esperanza de que podría salir de allí y largarse. - Pero... ¿tienes prisa por algo? - No. Simplemente me quiero ir. No me gusta perder el tiempo. Pensé que perder el tiempo es algo inevitable en los largos viajes. Es algo que tienes que aprender a disfrutar o terminarás corroído por el tedio y la desesperación. Le aposté que sería imposible, que conseguir ese NOC sería tarea de toda la santa mañana. Una vez apuntados todos nuestros datos, nos pasaron a otro despacho. Luego a otro, y luego a otro. Al cuarto despacho, la mayoría de mis compañeros estaban profundamente irritados, y hacían gestos de fastidio a los sorprendidos funcionarios, que los recibían con una discreta y tímida sonrisa. - ¿Otro despacho? ¿Qué, hay que poner otra firma?- preguntaban rechinando los dientes. - En Pakistán siempre firmar, firmar, documento, documento- increpaban. Su obsesión fundamental era conocer cuándo se librarían de los escoltas. Sobre esto, la información era bastante confusa: algunos decían que en Jacobabad, otros que hasta Punjab tendríamos que ir en caravana. Cada afirmación de los funcionarios era recibida con un coro de imprecaciones y bufidos. Cuando regresamos al hotel, en un pickup del ejército, eran ya las tres de la tarde. El Perroflauta pidió algo de hachis a los policías, que se lo entregaron con una deslumbrante sonrisa. El porro ruló entre todos los presentes excepto yo mismo. Mi carrera con los porros se reduce a una sola ocasión, en que me fumé uno y creí que moriría de un ataque de angustia. Desde ese día, prefiero ser abstemio también con eso.

Una vez en el Bloomstar de nuevo, el alemán procedió a cambiarse de ropa refunfuñando, y yo me fui a limpiar a Durga, que con unas obras cercanas aparecía completamente cubierta de polvo. Para mi sorpresa, el altísimo austríaco discutía casi a voz en grito con dos o tres empleados del hotel y un par de policías, que intentaban calmarlo a base de sonrisas y palabras susurradas. - ¡Para usted yo no soy más que un turista más! ¡Pero yo no soy un turista más! ¡Soy viajero! ¡Y tengo mis derechos! Le pregunté qué le ocurría y me contestó que llevaba casi once años de viaje. Que no podía dormir en hoteles, que necesitaba el dinero para comer y para gasolina. Que había pedido permiso para acampar en el jardín y se lo habían denegado. - ¿Once años? Joder, yo con dos estaba reventado. - Entonces viajas demasiado deprisa. - Supongo. Si hay algo que he aprendido de estos hoteles en los que se reúnen extranjeros que viajan mucho, es que cada uno de ellos cree estar en posesión de la verdad sobre cómo se ha de viajar y por dónde. Cada uno cree haber vivido las experiencias más extremas, y cada uno cree que su viaje actual es sin duda el que más vale la pena. En muchas ocasiones, estos limbos en ninguna parte se convierten en escenario de largos monólogos alternos, en el que un viajero y el otro intentan deslumbrarse mutuamente, sin darse cuenta de que cada uno de ellos tiene puestas sus propias gafas de soldador. El austríaco se acuclilló al lado de su monstruosa moto: - Esto- dijo con voz grave señalando una defensa- es Brasil, 2005. Esto es Panamá, 2008. Esto es Colombia, 2003. Cada pieza de la moto -a la que llamaba Frankenstein- era de un lugar del mundo. A la mañana siguiente, la caravana empezó de un modo bastante irregular. El alemán, los ingleses y yo necesitábamos repostar, así que salimos en dirección a una gasolinera cercana dejando a La Caravana del Amor y al Austríaco Errante

esperándonos en el garaje del hotel. Pero cuando volvimos, habían desaparecido. Se produjo un confuso ir y venir de policías asustados, los walkietalkies entraron en ebullición, y quince minutos más tarde arrancamos hasta el primer puesto de control a las afueras de Quetta, donde obviamente habían detenido a los dos fugitivos. - Nosotros- dijo con mirada soñadora el Perroflauta Suizo- simplemente vimos que todos se habían marchado, no sabíamos a dónde ir, qué hacer... y decidimos marcharnos. - Ajá- contesté sonriendo-. Esa es la versión oficial. - Este es un estado opresor- concluyó Perroflauta. - Es un estado... en guerra- corregí. En cuanto los militares dieron la orden de arrancar, para mi sorpresa, tanto el alemán como el austríaco pegaron un acelerón y nos dejaron a todos atrás. Furgoneta del Amor decidió seguir sus pasos, y se perdió también en la lejanía. Los policías intentaron darles el alto, pero no hubo manera de detenerlos. Arrancamos apresuradamente e intentamos alcanzarlos. De nuevo, los habían parado en el siguiente puesto de control. El austríaco discutía acaloradamente con uno de los policías, que se limitaba a asentir y señalarle un mojón de piedra donde quería que se sentara a esperar el siguiente relevo. - Ustedes son buenas personas- decía un militar anciano de mirada autoritaria-. Pero ese hombre es malo, muy malo. - Está luchando por sus derechos- explicó Perroflauta. Quizá una provincia asolada por el terrorismo no era el mejor lugar del mundo para luchar por los derechos propios. Por mi parte detestaba las escoltas, por supuesto, y creía que eran exageradas, pero no podía evitar sentir gratitud hacia el pueblo pakistaní, preocupado por mi seguridad hasta niveles casi paranoicos. Llegó el siguiente relevo, y el alemán, el austríaco y el perroflauta volvieron a intentar esquivar la seguridad y se lanzaron a gran velocidad por las carreteras plagadas de baches, curvas, cabras, niños y arena. Mientras seguía como podía al pickup del ejército que intentaba darles caza, no podía evitar preguntarme cuál era el plan de aquellos gilipollas si inesperadamente salía al camino un chiquillo o un burro. Y, sobre todo, ¿para qué coño corrían tanto si veinte

kilómetros más adelante nos iban a retener igual hasta que volviéramos a estar todos juntos? Nos detenemos todos en una fonda de carretera: un edificio rectangular de estuco oscuro y techo de paja. En uno de los lados, una pequeña cocina de ollas grandes de cobre. En el otro, una tienducha donde venden bebidas refrescantes y cigarrillos. Un poco más allá hay un pozo del que brota agua fresca. La práctica totalidad del pequeño edificio consiste en un comedor sin paredes, con el suelo cubierto de esterillas, en el que picotean dhal unos cuantos tipos que se apartan de nosotros en cuanto nos sentamos cerca de allí, bajo un árbol minúsculo. Se acumula a nuestro alrededor una cantidad colosal de gente, que el ejército mantiene a raya. - ¿Es usted musulmán?- pregunta un cliente a Perroflauta. - No, soy Hare Krishna. El inglés, que ha ido a investigar a la cocina, vuelve cabizbajo y anuncia que no nos quieren dar de comer. El alemán se levanta y cruza el edificio a grandes zancadas, hace grandes gestos de reproche al cocinero, pero obtiene la misma respuesta. He estado observando la comunicación no verbal del cocinero, y he creído entender el motivo de su negativa, así que me acerco yo, y regreso con un platito de dhal, guiso de cordero, y tres o cuatro naans recién hechos. - Delicioso- comento. - Un momento, ¿cómo has conseguido que...? - Enseñándoles el dinero. - ¿Y eso? - Creían que les estabas pidiendo que nos invitaran a comer. - Vaya gilipollas. Decido que quiero separarme de ese grupo tóxico. Mi estrategia a la hora de abordar un país es siempre agradecer lo que recibo, siempre influir lo menos posible, siempre protestar lo justo y tragar con lo que venga, porque yo he elegido estar ahí, y soy un elemento discordante que no conoce las reglas del juego. Ellos están atravesando Pakistán a golpe de protesta, refunfuño, trampa.

Son como una apisonadora occidental intentando aplastar una ciudadela de adobe. Anuncio que me voy a quedar en Sibi, la siguiente ciudad. Creo que están más contentos que yo mismo de verme marchar. Así podrán correr a placer. En el puesto de control siguiente me detengo y pido a la policía que me escolte a un hotel cualquiera. Pero es la hora de la comida, y sólo les apetece charlar y salsear el dhal. Transcurre una hora apacible en compañía de los policías, bajo un perezoso ventilador. Mis compañeros, seguramente, estarán bastante lejos. Dejo que los policías coman en paz mientras me derrito lentamente dentro del mono. Acepto un té con leche. Pasa el tiempo entre eructos y conversaciones sueltas. Y, por fin, uno de los policías habla por un walkie-talkie y me anuncia: - No puede quedarse, es peligroso. Lo van a escoltar hasta Jacobabad. Un anciano armado con un fusil de asalto se sube al asiento de atrás de Durga y allá que vamos. A unos veinte kilómetros de ahí, observo consternado que mis compañeros vuelven a estar ahí, detenidos en otro puesto de control. Parece que, de alguna forma, me echan la culpa del retraso. Sin embargo, pasa media hora hasta que, por fin, llega una tanqueta pintada de colores pardos, y podemos continuar. Obviamente, el alemán y el austríaco se suben a las motos antes que nadie, adelantan el convoy, y se pierden de nuevo en la lejanía a pesar de los pitidos de la tanqueta y los aullidos de sus ocupantes. Al llegar a Jacobabad es casi de noche, y pido que, esta vez sí, me lleven a un hotel. Cuando por fin éste aparece, en pleno centro de la ciudad, se forma una algarabía descomunal: hay centenares de personas rodeándome, boquiabiertas, maravilladas. Se detiene el tráfico, se disparan los flashes. - ¡¡¡¡SOY EL ALCALDE!!!!- grito a la multitud subiéndome a los estribos de la moto. Me saludan rugiendo de entusiasmo. Ante el quicio de entrada al patio del hotel, descubro asombrado al alemán acompañado por un jeep del ejército. - ¡Hola!- saludo. - ¿Dónde están los otros?- responde. - Han tomado una desviación, creo que quería continu...

- Sheisse!- contesta subiéndose a la moto. Y esa palabra es la despedida que me dedica. Pegando sonoros petardazos, se pierde entre la multitud, seguido a duras penas por su paciente control policial. A la mañana siguiente, descubro que Jacobabad es el final del desierto. Al sur, comienza una hermosa laguna despejada y brillante, cuajada de nenúfares y rodeada de arbustos. Los primeros árboles hacen su aparición a ambos lados de la carretera, tímidamente, y muy pronto serán multitud. Llevo un mes atrapado por el desierto y el color verde me aturde y espolea. El aire fresco y limpio inunda mis pulmones y me arranca una sonrisa. Cruzo la frontera de Punjab, y me doy cuenta de que estoy casi en la India cuando pido naan para comer y el camarero niega con la cabeza y responde "paratha, paratha!". Así que ya está aquí la paratha. Así que ya casi hemos llegado. Así que ya casi hemos llegado.

MUNDOS PERDIDOS

Lima nunca fue mi ciudad favorita. Es un bochornoso y monumental caos, que vampiriza las fuerzas del viajero como ninguna capital que conozca en todo este continente. El mayor problema de esta ciudad mortal, excesiva y caótica, es que está creciendo a un ritmo que ninguna capital sabría sostener: pueblan sus bulevares y avenidas un sinfín de vehículos de toda condición eructando gases lacrimógenos al aire, el firme está reventado por una miríada de obras a medio terminar, hincha la atmósfera pesada un coro ensordecedor de bocinas, las colas de coches se mueven a velocidad de tortuga, revolotean por doquier papeles y bolsas despanzurradas, agitadas por la brisa; el trajín de los motocarros, las furgonetas de pasajeros y los cartoneros es incesante, y el brillo de los neones y la música de los restaurantes callejeros marea, aturde, remata si no lo ha hecho ya el calor inmisericorde. Le di un día entero a abandonar Lima y sus suburbios de cartón y ladrilleras humeantes. Poco a poco fue desapareciendo la ciudad, pero no los camiones, inmensos monstruos prehistóricos, grasientos y resollantes, que tomaban el reino del asfalto a la fuerza, violando la Carretera Central como gigantescos falos de betún y hierro oxidado. Los camiones no se detienen jamás: avanzan a una velocidad incómoda, tanto para seguirlos como para adelantarlos, no se apartan, no ceden el paso nunca, simplemente siguen con su vida ajenos por completo a las molestias y peligros que puedan causar, levantando enormes nubes de polvo, reventando el asfalto desvencijado, salpicando grandes columnas de barro en cualquier dirección. Si hay una recta despejada al fin, toman el centro de la calzada impidiendo con torpeza su adelantamiento. Si se aproximan curvas, recortan con precisión quirúrgica cada una de ellas para bloquear ambos lados de la carretera con sus colosales volquetes y sus ruedas gastadas. La carretera se adentró en la llanura, y atrás quedó el caótico pueblo de Chocica, que dos días más tarde se vería apocalípticamente cubierto de barro. En la cúspide de los Andes me alcanzarían las lluvias que volcarían sobre esa pobre gente toneladas y toneladas de lodo, muchos kilómetros más abajo. Pero entonces, ni los paupérrimos habitantes del polvoriento suburbio ni yo podíamos vaticinar aquella catástrofe.

Atrás quedó la planicie, y las montañas hicieron su aparición muy poquito a poco, con timidez. La carretera se colaba a duras penas por los desfiladeros de los pacíficos ríos e iba subiendo despacio, Andes arriba, sin darme pista alguna de lo que pisarían mis maltrechas ruedas a continuación. Me infiltré como pude sorteando camiones, por el valle del río Rímac, y las paredes de roca comenzaron a poblarse lentamente de plantas rastreras, que anunciaron que el desierto se estaba quedando atrás. Los Andes fueron así tomando el control del mundo que veía a mi alrededor: aparecieron escarpadas gargantas, angostos desfiladeros, cascadas presurosas, y paisajes muy fugaces de una belleza extraterrenal. Aquí y allá despuntaban tímidos pueblos de barro y de pobreza. Algunos de ellos, en espera de la llegada del huaico, habían sacado sacos de arena a las calles, en un inútil y débil intento de proteger sus casas de adobe de la inminente furia de la Pachamama. Seguí subiendo casi sin darme cuenta, hipnotizado por las cañadas y los precipicios, absorto por el runrún metálico de los camiones traqueteando en las cuestas empinadas. No tenía ni la más remota idea de que estaba a punto de enfrentarme al Ticlio, una verdadera leyenda andina, el paso ferroviario más alto del mundo entero. A mi lado bramaba de vez en cuando alguna locomotora con potentes bocinas, que atravesaba poblachos, se adentraba en el valle y en los desfiladeros a velocidad de muerto viviente. Atravesados por puentes imposibles de acero, los meandros de la carretera temblaban levemente al paso de estos palpitantes colosos de hierro colgados del precipicio. La moto comenzó a traquetear y a gemir, víctima del soroche. Yo mismo, al descabalgarla para descansar cada pocos kilómetros, notaba cómo mi cabeza se nublaba, mis pulmones se encogían, y mi corazón luchaba por salirse del pecho. La temperatura descendió bruscamente, un frío mortal se adueñó de mis dedos y contagió el resto de mi ser, hasta que mi cuerpo se convirtió en un témpano helado y trémulo. La bruma, densa y casi palpable, tapizó las paredes del angosto valle. Una llovizna persistente y helada inundó la carretera. Seguí avanzando, con la mirada permanentemente fija en las nubes, buscando el claro que supuse se encontraría al otro lado de las montañas y que no llegaba. Los Andes son aquí tan altos que atrapan la cúpula esponjosa de cirros y cúmulos, exprimen de ellos los cristales de hielo y los depositan con furia sobre la pared de roca pelada. Esquivé placas de escarcha, adelanté camiones, gemí como una rata ahogada en el interior del casco buscando con desesperación una salida de aquel laberinto de hielo. Los dientes me castañeteaban con fiereza. Remonté una cumbre, pero las nubes seguían ahí, cada vez más densas, amenazantes y oscuras. Luego, remonté otra, y otra más,

la ascensión parecía no tener fin ni propósito. Y, finalmente, un cartel oculto por la niebla anunció que, una vez más en mi vida, había llegado al techo de los Andes, a más de 4.800 metros de altitud. Detuve la moto, que ahogada ahora, era incapaz de acelerar más de veinticinco kilómetros por hora. Apareció de la nada, braceando como una marioneta y corriendo a toda velocidad con piernecillas muy cortas, una mujercilla que cargaba con una cestita de cacahuetes. Su piel estaba curtida por la intemperie. - Maní, maní- me dijo con una sonrisa radiante. Ni por asomo le habría comprado una bolsa de no haber sido por la carrera que se había pegado y la sonrisa que me regaló en el techo de mi mundo. - Qué frío hace, señora- dije mientras metía las manos en las entrañas del motor para entrar en calor. - Si, acá siempre hase frío. - ¿Y ahora todo es bajada? - Toooodo pura bahadita. Quiero que sepas que en lo alto de los Andes, a cuatro mil ochocientos dieciocho metros de altitud, una pobre mujer de piel de cuero corre tras los camiones, los autobuses y los pickups para vender maníes a un sol la bolsita. Hace eso todos los días de su vida, sin refugio, sin descanso, inmersa en la ventisca y el hielo. En lo alto de la desolada cumbre pelada de las montañas, a centenares de kilómetros de cualquier cosa. Tras la cumbre, aparecieron dos hermosísimos lagos, apacibles y serenos, regalos de Madre Tierra a los viajeros ateridos, como si de la montaña hubieran brotado unos enormes ojos pasmados mirando al cielo. Alrededor de ellos, grandes campamentos mineros dormitaban suspendidos en la bruma. Qué pobres espectros habrán venido hasta aquí arriba para escarbar en la roca pelada, me pregunté. El agua se había quedado atrapada allá, en las alturas, y la falta de oxígeno la había convertido en un espejo de plata que reflejaba los nubarrones grises henchidos de escarcha. Lloviznaba, y la llovizna dio paso a una lluvia densa, casi petrificada, que castigó mis manos congeladas. Comencé el descenso muy lentamente, bajando de marcha para evitar resbalones y para tomar las curvas con respeto. Los camiones pasaban a mi lado rebuznando como animales prehistóricos listos para atacar. La visera del casco se empañaba

en la neblina y el granizo. Todo mi mundo se resumía en cuatro o cinco metros de asfalto, algunas plantas rastreras ahogadas, el cuentakilómetros detenido y la soledad helada. No parecía que hubiera pueblos o ciudades a la vista, la carretera seguía bajando hacia el valle y el granizo persistente minaba mi empeño y congelaba mis dedos. Qué frío, Dios. Pero qué frío atroz y roedor. Y, entonces, esa fuerza vital que me ha llevado a través de ochenta países sin pestañear se esfumó abruptamente. Toda la energía, todo el empeño y toda la paciencia que me han hecho atravesar desiertos, meridianos, cordilleras, países, llanuras, pueblos, continentes y ciudades se apagó como una vela azotada por el vendaval. Detuve la moto en el primer recodo que pude encontrar. Todo mi cuerpo temblaba con violencia y no sólo de frío, también de pánico, de angustia, de ira y de perplejidad. La lluvia helada seguía castigándome sin tregua. Miré a mi alrededor y sólo encontré desolación, ventisca y frío, mucho frío, un frío intenso que se adueñaba de mis huesos y de mi mente toda. No sabía qué hacer. No había cobijo en muchos kilómetros a la redonda y yo no podía avanzar más. Decidí acurrucarme a lado de la moto, quedarme quieto con las manos embutidas en sus entrañas, abrazando su motor, única fuente de calor posible en aquel paraje remoto. Mis lágrimas calientes y saladas dibujaban surcos trémulos en mis mejillas. Lloré amargamente, aterido, desolado, desesperado, al límite de la cordura. Si hubiera tenido a quien rezar lo habría hecho. Pero yo no sé buscar consuelo en Dios, sólo me tengo a mi mismo, y me había abandonado. Necesitaba esa fuerza que no comprendo para salir de aquellas montañas, y la fuerza no estaba allí. Siempre aparece un tío. Incluso en la cumbre gélida de los Andes, aparece un tío cuando lo necesitas. Analizándolo ahora en la distancia, he llegado a la conclusión de que yo, acurrucado al pie de la moto, viva imagen de la desolación, estaba en realidad pidiendo limosna. Era un indigente de afecto, de calor y de fuerzas, y vino un tío allá, en mitad de ninguna parte, para espolearme. Era un palo negruzo, un pámpano de vid requemado, un retortijón grasiento y feo, un anciano andino de trescientos años, el rostro surcado de arrugas muy profundas, ojos hundidos, brazos descarnados, una gorra de lana ladeada y remendada, una capa de algún tipo de tejido de un color indeterminado, manchada con grandes plastas de barro y absolutamente empapada. Pasó a mi lado arrastrando una cabra escuálida que no quería ser arrastrada, y se revolvía y protestaba y lo miraba todo con ojos espantados de cabra al borde de la locura.

- Napaykullayki- dijo el anciano. Siguió arrastrando la cabra con determinación, dando pasos vacilantes se enfrentó a la roca pelada y a la lluvia y a la ventisca y a la escarcha. Él solo. Un totem invencible de trescientos años y piernas sarnosas de ave zancuda. Trepó con la cabra en brazos por las piedras y se perdió en la bruma. No es la primera vez que un anciano me da una lección de entereza cuando estoy a punto de rendirme, pero esta fue especialmente contundente, y la recibí como un fogonazo que encendió la chispa de mi fuerza vital extinta. Si este viejo mapuche con un pie en la tumba es capaz de subir esta puta montaña andina cargando con una puta cabra, yo soy CAPAZ de montar en esta moto y bajarla. Trepé al asiento de la moto. Mis dedos congelados apenas respondieron cuando apreté el freno y el embrague. Arranqué como pude, a tientas, el motor, que tosió contrariado. Solté un grito aterrorizado y triunfal a partes iguales. El aguacero pareció arreciar en justa venganza. Manteniendo el equilibrio lo justo, empujé la moto tomando largas bocanadas de aire sin oxígeno como un pez agonizando fuera del mar. Y salí de aquel lugar sintiéndome el más débil insecto de la Creación.

(...)

Los primeros kilómetros fueron absolutamente deliciosos. La selva despuntaba, espléndida, a mi alrededor. Me sentía un auténtico emperador conquistando el mundo entero a lomos de un poderoso elefante. La pista era firme, noble, y trepaba montaña arriba con determinación, un verdadero placer incluso para alguien como yo que no tiene ni idea de montar en moto. Al alcanzar la cima de la montaña, divisé un mar de árboles de copas elegantes que se desparramaban kilómetros y kilómetros en todas direcciones. Eran las nueve de la mañana, y el cielo tenía un tono rabioso de oceánico azul turquesa. Me inundaron los olores salvajes de la naturaleza en estado puro, y distinguí el respirar de la selva a través del ronroneo profundo del motor de Fefa. Me detuve en un pequeño pueblo a desayunar. La humilde mujer que me sirvió un filete frito se quedó asombrada de que tuviera la valentía de adentrarme en la espesura con aquel vehículo insólito.

- La moto no llega a Atalaya- vaticinó tras observarnos con cautela. - Me lo dicen siempre, y siempre llego- respondí ufano. Aceleré por la trocha de tierra batida. Con la barriga llena, el firme se hacía más atractivo todavía. Me inundó una poderosa sensación de euforia. Recorrí cinco kilómetros, luego diez, cada vez más envalentonado y feliz. Y entonces apareció el primer río. No era un río excesivamente caudaloso, pero sí consiguió detenerme en seco. Lo observé con cautela felina. Obviamente, estaba más hinchado de lo normal, y la corriente se me antojaba traicionera. Me metí en él caminando, y fui tanteando el suelo turbio. Descubrí que el fondo estaba tapizado de enormes rocas pulidas que podían hacerme perder el equilibrio, así que decidí pasar primero las maletas con todas mis pertenencias, y después acelerar con la moto a toda pastilla para sacármelo de encima. En cada viaje con las maletas a cuestas, me familiarizaba con el cauce irregular, buscando el lugar menos profundo y menos traicionero. El agua me llegaba a la cadera y la corriente parecía bastante fuerte como para tumbarme a la menor vacilación. - A la mierda. Volví tropezando hasta la moto, me subí a su grupa, pegué un acelerón y fui rebotando a ciegas como un delfín que emerge de una piscina olímpica. A pesar de mi infinita torpeza, la moto surcó las aguas y las separó como si fuera Moisés en el Mar Rojo. Solté una enorme y verduzca carcajada de alivio, y volví a montar las maletas. - Pan comido- murmuré-. Voy a llegar antes que la puta piragua de la vieja ladrona esa. La carretera volvió a florecer, lozana, hermosa, atrevida. Tras cada curva podía aparecer un pickup enfurecido o un camión arrastrando troncos pero, aparte de eso, el peligro parecía mínimo. La Fefa rugió a través de la espesura hasta que, un par de kilómetros más tarde, me encontré con un enorme árbol que se había caído atravesando la trocha. Los propietarios de los pickup, en lugar de arrastrarlo fuera de la calzada, habían optado por amontonar piedras para crear dos precarias rampas que lo salvaban a duras penas. Conociendo la altura de la Fefa, que se come todos y cada uno de los badenes del mundo con el

cubrecárter, supuse -con más razón que un santo- que me iba a quedar colgando sobre aquel puñetero árbol sin remedio. Para completar la diversión, a mi derecha había un enorme terraplén que se perdía en la espesura. Una mínima vacilación, y montura y piloto caeríamos en el colchón de la jungla y nos quedaríamos a vivir allá abajo sin que nadie supiera jamás que nos habíamos precipitado al vacío. Desmonté de la moto y decidí que lo mejor sería pasarla a pulso. Acelerando con cuidado, la subí por la rampa de rocas hasta que se quedó encajada allí arriba, posada en precario equilibrio, como un monumento a la estupidez humana. No había manera alguna de desplazarla ni para delante ni para atrás. La posé sobre la rueda trasera e intenté acelerar con cuidado, y sólo conseguí encajarla de nuevo sobre el maldito árbol. Las piedras que habían servido de rampa se desmoronaron. Decidí sentarme a esperar. Pasó una mariposa. Luego otra. Quince minutos más tarde apareció dando tumbos un pickup cargado de recolectores de banana. Se bajaron con una alegría infantil y desbordante que supieron contagiarme, y me ayudaron a pasar al otro lado del tronco. - ¿Esto es todo lo que tienes para mí?- pregunté, desafiante, a la jungla. Me dio respuesta unos kilómetros adelante con un larguísimo tramo de barro que hizo buenos todos los demás tramos de barro que había tenido el pavor de atravesar en toda mi vida. La moto fue deslizándose poco a poco, mientras yo la intentaba mantener en pie con toda la mermada habilidad de mi maltrecho ser, procurando por todos los medios no caerme como un sapo sobre aquella superficie viscosa. Llevaba ya un par de horas sin beber, y la sed estaba empezando a ratonar mis sentidos, porque la puta selva te hace sudar como si fueras una esponja retorcida. Salvé ese primer tramo por los pelos, pero con el siguiente no tuve tanta suerte. Realmente, aquel barro había sido diseñado en algún oscuro laboratorio de nanotecnología para resbalar como la vaselina. No había manera de enderezar la moto, que yacía en el suelo como un saco de piedra, todos mis patéticos intentos acababan con un resbalón en aquella poza de légamo viscoso. Aparecieron deslizándose por la vereda dos enormes

camiones, cuyos conductores se quedaron allá arriba observándome pelear con mis trescientos kilos de lastre sin mover un pelo por bajar a ayudarme. Arrastré a Fefa lo suficiente para que pudieran pasar a mi lado resoplando y, finalmente, tras mucha pelea y alborozo, conseguí ponerla en pie. Resoplé mareado. El tercer tramo de barro me pilló completamente desprevenido. Reduje la velocidad cuanto pude sin llegar a tocar el freno, la Fefa se deslizó como una hipopótama borracha, dio un par de bandazos poco elegantes, y finalmente caímos los dos estrepitosamente con un ruido burbujeante y gutural en mitad del limo aceitoso. Una de las maletas se desprendió, pero protegió mis piernas de una amputación segura. Tomé una piedra y enderecé uno de los anclajes, que se había retorcido con el impacto. Llevaba ya tres intermitentes rotos, y la verbena no había hecho más que empezar. Para mi inmensa satisfacción, dos muchachos que venían siguiéndome durante mitad del camino con su pequeña pero versátil y liviana moto china, se cayeron también en el mismo lugar en el que me caí yo, lo que me hizo sentir mucho menos patoso de lo que en verdad soy. Si los nativos se caen es que la cosa está chunga, yo también tengo licencia para resbalar. - ¿Esto es todo lo que tienes para mí?- volví a preguntar a la jungla. De nuevo me respondió unos kilómetros más adelante. Apareció ante mi otro río, pero en esta ocasión mucho más caudaloso que el anterior. Me detuve de inmediato, desmonté las maletas y las pasé al otro lado, siendo arrastrado metros abajo por la endemoniada corriente, que luchaba por llevarme en volandas hasta el océano. Esta vez el agua me llegaba a la cintura, y tenía un empuje de mil elefantes. No había manera humana de atravesar aquello sin ayuda. Decidí hacer lo que hago siempre que me surge una dificultad: sentarme a esperar a que se resuelva por sí sola. Llevaba veinte minutos descansando en mitad de la espesura mientras observaba absorto el rápido y encabritado culebreo de la corriente y el ir y venir de las libélulas, cuando aparecieron dos zagales, de unos dieciséis años, azuzando colina abajo un pequeño rebaño de vacas. Los muchachos llevaban cargada al hombro una escopeta con la que habían abatido una especie de pequeño tapir, seguramente la cena de aquella noche. Les expuse la situación y les ofrecí la astronómica cifra de diez soles por ayudarme a empujar la moto al otro lado del río, lo que fue recibido con miradas de codicia e incredulidad. Intentaron sacarme veinte, y las negociaciones se prolongaron diez minutos

entre bromas, zancadillas, miradas cómplices y risotadas viriles. Finalmente, ganó la contundencia de mis argumentos. Los muchachos empujaron como toros bravos la moto a través de la corriente, y yo les hice entrega de un empapado billete de diez soles, que seguramente se gastarían esa misma noche en putas y marijuana. Volví a montar la moto y seguí mi camino. El sol seguía inclemente su curso. Era ya media tarde. La industria maderera había llegado tristemente hasta ese rincón del mundo, deforestando enormes extensiones de bosque a mi alrededor. Donde quiera que los camiones se paraban a cargar troncos, el firme aparecía reventado, bombardeado y triturado, convirtiendo la trocha en enormes pozas de lodo y tierra removida. Las fui enfrentando con filosofía, poquito a poco, cayéndome lo justo. En una de las poco elegantes intentonas, la moto entera se depositó sobre mi pie derecho, y dediqué diez entretenidos minutos a intentar zafarme de su peso, algo que conseguí finalmente quitándome la bota. Descalzo y abatido, rebozado en barro como una croqueta, tuve energías suficientes para soltar un aullido de frustración a la colosal pantalla de vegetación que me rodeaba, que fue contestado por un par de tucanes indignados que salieron volando hacia el pequeño triángulo de cielo que podía divisar sobre mi cabeza. De vez en cuando, podía avanzar varios kilómetros de puro éxtasis rugiendo por la trocha, pero sabía que la jungla, tarde o temprano, me pondría una zancadilla. Una araña enorme reptando y dando saltos de acróbata, un gran árbol cuyas ramas tenía que apartar a dentelladas, el cauce burbujeante de un río o una sucesión de pozas de fango resbaladizo. Una y otra vez tenía que detenerme ante un rompecabezas en apariencia irresoluble, que conseguía salvar siempre a costa de un poquito de cordura y una generosa porción de energía. El sol finalmente se desinfló sobre el manto verde de la selva, y yo tenía más sed de la que he tenido en toda mi vida. En el crepúsculo, apareció un río monumental, el padre de todos los ríos amazónicos. Aquello sí que no se podía atravesar de ninguna manera. No podía dar marcha atrás porque no había poblado alguno en cien kilómetros de travesía, y tampoco podía seguir avanzando porque los indígenas se habían refugiado ya en sus casas de techumbre de palma y nadie vendría a socorrerme. Así que me volví a sentar a esperar plácidamente, mientras a mi alrededor la selva se disponía, indiferente a mis cuitas, a afrontar una noche tranquila. Apareció al cabo de un rato un enorme camión maderero, que iba a unos tres kilómetros por hora.

- Ah, sí, no pué pasá- observó el conductor desde la cabina. - ¿Podría llamar a mi contacto en Atalaya? - Ah, pero acá no hay señal. Sólo empiesa a haberla resién en el kilómetro siento treinta y sinco. - ¿Y qué puedo hacer? - Allá en el altito hay una casa con sinco persona, yo les digo que bajen a ayudar. El hombre arrancó de nuevo su camión, atravesó el río, y se alejó colina arriba. Esperé una larga media hora hasta que la oscuridad inundó la selva entera y tuve la certeza de que los habitantes de aquella hipotética casa no vendrían en mi auxilio. Encendí las luces largas y las de emergencia, desmonté las maletas, atravesé tropezando el río, y me cercioré de que era rigurosa, total, absolutamente imposible vadear aquello con la moto, motivo por el cual empecé a empujarla con cautela y decisión, me sumergí en la oscuridad y la corriente, y conseguí depositarla al otro lado de aquel maremoto sin mayor aspaviento. Un milagro. Obviamente, cuando pulsé el arranque, la moto no encendía. Faltaban unos sesenta kilómetros para mi destino. A mi alrededor, la selva se convirtió en un cacofónico festival de crujidos, silbidos, gruñidos y cricrís de animales amazónicos desesperados por echar un polvo. Había luna nueva, y en mi pesar sólo me acompañaba un millardo de fulgurantes estrellas en aquella oscuridad profunda y primigenia. Esperé largo rato, y probé suerte de nuevo. La moto seguía sin arrancar. Observé un fantasmagórico y deslumbrante festival de luciérnagas centelleando en las copas de los árboles. Era muy hermoso. Me senté resignado en un tocón, rezando porque ninguna bestezuela de la jungla decidiera que yo tenía interés gastronómico. Ranas, cigarras y pájaros de mal agüero insistieron en su eufónico concierto nocturno. Los murciélagos y las colosales polillas tomaron los cielos. Tres intentos más tarde, la moto arrancó al fin con un barritar desesperado. Y, a las once de la noche, las luces de Atalaya aparecieron al fin tras un recodo de maleza.

LA LLANURA INDOGANGÉTICA

Una vez desapareció la ciudad del Templo Dorado, el estado de Punjab se mostró en todo su esplendor ante mi rueda delantera. Frondoso, ubérrimo, fragante, verde, cuajado de ríos y de lagunas. Dispersos aquí y allá en la planicie Indogangética, los saris multicolores de las recolectoras de arroz. Los campos de basmati estaban ahora secos y listos para ser cortados y oreados al viento, y muchedumbres de mujeres acuclilladas cortaban con pequeñas hoces los juncos amarillos, formando grandes montañas a pie de carretera. La ruta estaba enmarcada por grandes árboles de raíces aéreas y hojas carnosas. Recordé como, sólo unos días atrás, el desierto se había esfumado a las afueras de Jacobabad. Los escoltas no me habían dejado detenerme entonces para presenciar el patético espectáculo de las fábricas de ladrillos: inmensas extensiones de ceniza, montañas de ladrillos secándose al sol, agrietándose bajo los rayos del otoño. Mareas de niños y ancianos encorvados, cubiertos de polvo blanco, de la cabeza a los pies, escarbando en el talco para hacer pequeñas fumarolas por las que se escapaban, caracoleando al viento, vapores sulfúreos y humo grisáceo. Sin embargo aquí, pocos kilómetros más al este, los cinco ríos del Punjab despertaban la naturaleza y ofrecían un teatrillo de esplendor infinito: arbustos lozanos, campos verdes, manadas de búfalos de agua resoplando en las lagunas, tractores cargados de hierba hasta los topes. La carretera apenas daba tregua alguna. Camiones, rickshaws, tractores, carretas, bicicletas, motos y coches se disputaban el asfalto con descaro y maldad. Era difícil, por no decir imposible, vivir un momento de calma contemplando el paisaje. Aparecieron los monos, los grandísimos hijos de puta de los monos salieron al escenario a interpretar su comedia, correteando de aquí para allá, chillando en masa, observándome pasar con ojos asustados y malignos. Uno de ellos hizo un amago, reduje velocidad, hizo otro, aceleré, y finalmente pasó por debajo de la moto. No pude hacer otra cosa que conservar la vertical, mientras Durga acusaba un bache. El mono dio

un par de volteretas sobre el asfalto y se largó renqueando y protestando hacia la maleza, jaleado por sus compañeros de manada. Detenerme era un auténtico suplicio. Donde quiera que parara la moto, se congregaba una prodigiosa multitud de mendigos, labradores, enterados, modernos, santones, chulos, currantes, macarras, niños, ancianos, todos ellos se me quedaban mirando con ojos como platos. Ahí estaba yo, sudando como un cerdo, bebiendo a pequeños tragos un refresco, bajo la atenta mirada de no menos de cincuenta indios fascinados. Ninguno sabía hablar idioma occidental alguno, así que se limitaban a observarme mientras me abanicaba, me rascaba una axila, bebía un sorbo de Fanta, o contemplaba sus rostros dispares y oscuros. Al cabo de un rato, una vez consolidada la situación, el primero y más osado sacaba un móvil y me hacía una discreta foto. Y entonces todo el mundo quería también. Si la parada era lo suficientemente larga, había al final una larga cola para retratarse con el maltrecho forastero. Así, la jornada no tenía tregua alguna. Probé a pararme en medio de ninguna parte, pero incluso ahí se formaban multitudes. Se detenían las bicicletas primero, luego las motos, luego los tractores y finalmente los autobuses. Bocinazos, pitidos, frenazos, y un extranjero sudando, sentado con profundo hastío en un tocón, protagonista involuntario de una espontánea fiesta. El niño en el bautizo, la novia en la boda, el muerto en el entierro, ése era yo de nuevo. En una de estas paradas, sentado en un tronco podrido, escuché una tímida voz que me llamaba. Era una familia de recolectores, maravillados por la presencia de alguien tan exótico a pie de su campo de arroz, en los lindes de su mundo chico. El hijo joven atravesó anadeando el campo y me saludó en un inglés muy básico. Tenía veintiún años que parecían treinta y muchos. Me arrastró hasta la sombra de un chamizo donde su madre preparaba una suerte de comida con té para el resto de los jornaleros. Me senté a la sombra con ellos. Me sentía tan cansado y aturdido, que me invadió una inesperada paz. Mi charla con ellos fue pausada, casi espiritual. Hablamos del arroz, del mercado, de la siega, del monzón, de los sueños del muchacho por emigrar a Australia. Comían un pan mojado en una salsa, pero es que el mundo entero come un pan mojado en una salsa y poco más, día tras día, noche tras noche, pan mojado en salsa es el combustible de los pobres de la tierra. Me invitaron a té, fuerte, dulzón, elaborado con leche de búfala de agua. Contemplé acuclillado los granos de basmati secos, duros y amarillos como pergaminos, restallando al sol. El chaval me pidió mi Facebook. Casi todos los días me escribe. Se interesa por lo que

como y me dice lo que come él. Me dice que se va a dormir y me desea buenas noches. Bondad. Es lo que hay ahí fuera, bondad. Una bondad que oprime tu pecho y te hace derramar lágrimas de emoción cuando te azota así, por sorpresa. Me detuve en una ciudad de nombre desconocido porque el cielo se estaba tiñendo de nubarrones negros y el atardecer se deslizaba sinuosamente por la línea del horizonte. Sentía la garganta congestionada y las fosas nasales taponadas: el ambiente enrarecido y contaminado de India estaba empezando a obrar milagros en mis entrañas. Busqué hotel, y encontré un vago remiendo poblado de ratas. Decidí que habría otra cosa y me enfrenté al caos de la ciudad. Bocinazos, pitidos, derrapes, empujones, salivazos. Me movía como un caracol moribundo entre centenares de otros caracoles moribundos, buscando desesperadamente un lugar donde pasar la noche. Di varias vueltas laboriosas en falso hasta que apareció ante mí un letrero luminoso: Hotel Marajah. Incluso tenía garaje, aunque no había wifi, y de ese modo, no podría planificar mi llegada a Delhi al día siguiente. Me aposenté en la habitación, rendido y empapado de sudor, y una cucaracha oronda hizo acto de presencia justo a tiempo para asistir al apagón, que detuvo el imprescindible ventilador, y me dejó desnudo y sumido en una oscuridad húmeda y caliente como un útero. Tragué un par de veces. Joder, cómo dolía la garganta. Decidí salir a comprar una tarjeta de teléfono y a buscar algún tipo de comida. Me vestí a tientas. Mis intentos de comunicación con el conserje oligofrénico del hotel fueron completamente infructuosos. Recité el listado de todas las comidas indias que se me ocurrieron: - Dhal? - Nei. - Naan? - Nei. - Chapati? - Nei. - Paratha?

- Nei. - Chicken curry. - Nei. - Chicken Massala. - Nei. - Byryani. - Nei. - Mierda. - AAAdlkjfalkfj!!! ssdoiu! sdfahiuyrwe!! Caminé chapoteando por la calleja oscura como la boca de un lobo, carraspeando e intentando destaponar la nariz sin éxito. Hundí mis pies en una masa informe semejante a la gelatina que no quise investigar y de la que me costó Dios y ayuda salir calzado. Repté hasta una tienda que vendía móviles. Sí, tenían tarjetas. Pero necesitaban mi pasaporte para activarme una. Volví al hotel, que estaba en el quinto huevo, hozando en mierda de vaca y esquivando ratas. El recepcionista no supo o no quiso entender qué quería decir con eso de "passport", así que hubo de despertar al dueño, que se lo tomó bastante mal. Cuando hube recuperado mi pasaporte y volví a la tienda de móviles, previo paseo por la sustancia gelatinosa de nuevo, el vendedor, tras observar cautelosamente mi documentación por los cuatro costados como si fuera un extraño insecto venenoso, preguntó: - Local address? - Hotel Marajah- contesté ufano. - Ah, no. Si no tiene una dirección física en esta ciudad, no le puedo dar una tarjeta. Es algo común en India: aquí trabajan niños de ocho años, conducen a contramano impunemente, roban electricidad de los postes de la luz, se saltan cualquier semáforo o atisbo de cola, se puede conducir cualquier vehículo por

peligroso que sea, se pasan las leyes sanitarias por el forro de los cojones, pero no te pueden vender una tarjeta de teléfono si no tienes una dirección física en la misma ciudad en la que la compras. Y ya está. - ¿Y no podías haberme ahorrado la caminata al hotel, cabrón? ¿O es que te parezco un nativo? Volví a salir a la oscuridad de la noche. Algunos tenderos habían encendido potentes linternas led que iluminaban precariamente la calle. Repté calle arriba y calle abajo en busca de otra tienda de móviles, pero en todas me negaron servicio. Tampoco había restaurantes, ni colmados, ni supermercados, ni fruterías, sólo tiendas de a saber qué. De aperos de labranza, de neumáticos recauchutados, de imágenes de dioses hindúes. Ni puta idea. Un loco furioso se pegó a mis talones y me persiguió gritándome cosas durante al menos un kilómetro hasta que empezó a llover. Corrió a refugiarse en algún oscuro rincón mientras yo chapoteaba en los charcos y maldecía a India y la madre que la parió, con la garganta cada vez más dolorida. Descubrí por fin una pastelería. Vendían unas bolas de azúcar absolutamente cubiertas de moscas. Señalé una de cada. Me cercioré de que el hombre entendía: Una, una, una, una. Mostré un dedo. Mostré el dedo señalando la bola de azúcar. Una. Volví a mostrar el dedo. Señalé otra bola de azúcar. Quería seis bolas de azúcar, una por cada variedad de bola de azúcar cubierta de caca de mosca. El hombre introdujo sus manitas gordezuelas en la urna, espantando a las rollizas moscas, y cogió cuatro bolas de un lado, tres de otro, un par de turrones o algo parecido que ni siquiera había pedido. - Vale. Haz lo que te salga de los santos cojones. No podréis conmigo. Metió las veinte o treinta bolas de azúcar en una caja, las pesó, y empezó a ponerle lacitos, plásticos de colores, burletes, serpentinas, abalorios. - No, por favor. Sólo las puñeteras bolas de azúcar. Siguió poniéndole todo tipo de decoraciones, pegatinas y zarandajas, y me entregó orgulloso la caja con un gesto de prestidigitador sacando un conejo de la chistera. Salí al exterior, llovía a cántaros. El loco furioso que había estado persiguiéndome volvió, redoblada su energía ante la perspectiva de comer bolas de azúcar y me siguió de nuevo aullando bajo la lluvia. Arranqué lacitos y

celofanes, le di un puñado de bolas y se alejó gritando cánticos del RamaCharita-Manas. Probé una última tienda de móviles. - Local address? - Hotel Marajah. - Nei. La lluvia se estaba convirtiendo progresivamente en un monzón, y riachuelos de lodo corrían calle abajo, empapándome los pies, algo que sin duda no contribuía a mejorar mi precario estado de salud. Encontré un misérrimo colmadito y recordé que necesitaba champú o algo para lavar las camisetas. Lo que fuera. Algo jabonoso. Algo. Entré como un dimuño maligno emergido de las profundidades marinas y desperté al tendero. En cuanto lo tuve ante mí, supe que me había buscado problemas innecesariamente. - Champú. - Alsakjfdlk!!! sldkfjal!!! - Cham-PÚ!!! - Qoiweuweqoaksdj!!! El hombre no solo no me entendía a mí, sino que seguramente tenía dificultades para entender a cualquier otro ser de este mundo, incluyéndose a si mismo. Era un gnomo contrahecho, seguramente sordo, medio ciego, con un muñón en lugar de mano derecha, parecía haber sido elegido específicamente tras un riguroso casting en el Gabinete de Curiosidades de Pedro el Grande de Rusia para generar en mi frustración, ira, desasosiego, desaliento y desdicha. Un ratón se columpió por las estanterías. Pensé en largarme de allí, pero el hombre me daba una lástima infinita. Encontré unos sobrecitos de algo parecido a champú en un rincón, cubiertos de roña. Los señalé y el tipo cojeó hasta ellos. Le pedí dos, me dio siete. Ningún problema. Rechacé el cambio y lo dejé despatarrado en un camastro, respirando a base de estertores y graznidos. Retorné al fin a la habitación. La cucaracha, que realmente tenía proporciones sencillamente apabullantes, correteó sin sentido y fue a alojarse bajo la cama. Bien, todo está bien. No había toalla, así que me sequé con una camiseta bajo la

atenta mirada de la cucaracha. Tiritando, llené el cubo de agua que había en el lavabo -en India siempre hay un cubo de agua en el lavabo- y metí ahí dentro la ropa sucia, para acto seguido vaciar un par de sobres de lo que me había vendido aquel pobre tipo. Revolví, sin éxito. Vacié otro sobre, y seguí revolviendo. Nada, no había espuma. Leí uno de los sobres. En inglés macarrónico anunciaba que se trataba de loción antipiojos. Me acerqué las manos a las fosas nasales taponadas y descubrí una suerte de olor químico a petróleo y disolvente. Salpiqué a la cucaracha, que se revolvió, molesta. Retorcí las camisetas, las colgué donde pude y fui a la cama. No había mantas. Baja tú a explicarle al conserje lo que quieres, anda. El frío de la lluvia me había destemplado, pero ¿cómo entrar en calor? Decidí enrollarme en el colchón, que apenas tenía diez centímetros de grosor. Hice un burrito como pude y me metí reptando dentro de él. Silencio. Oscuridad. Paz. Calor. Quietud. Cucaracha. Una nutrida familia de hindúes apareció bramando por el pasillo. Aparentemente, había ahí padres, madres, abuelos, nietos, sobrinos, cabras, gallinas y tal vez un elefante. Estuvieron armando barullo un largo rato, y luego decidieron competir con la televisión para ver quién era capaz de armar más jaleo. Y con ese runrún me fui apagando lentamente, me disolví como un terrón de azúcar.

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