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EDITORIAL
Mujer, violencia y salud José Luis Larrión Zugastia y Joaquín de Paúl Ochotorenab a
Servicio de Geriatría. Hospital de Navarra. Pamplona. Facultad de Psicología. Universidad del País Vasco. San Sebastián.
b
Mujeres; Salud; Violencia
A lo largo de la vida, una buena parte de los seres humanos pueden observar o experimentar, como autores o como víctimas, situaciones de violencia. Las posibilidades de que un sujeto sea víctima de la violencia aumentan en función de su exposición a situaciones de riesgo (ambientes de alta conflictividad social, guerras) y/o de su condición de debilidad o vulnerabilidad (mujeres, niños/as y ancianos). En términos generales, los varones presentan un riesgo mayor que las mujeres de ser víctimas de homicidio y agresiones físicas graves1 realizadas por un desconocido, y las mujeres tienen un mayor riesgo de ser víctimas de agresión sexual2-4. Pero la diferencia de sexo más relevante en el ámbito de la agresión se refleja en el hecho de que las mujeres tienen seis veces más posibilidades de ser agredidas por un familiar que por un desconocido5, así como un riesgo dos veces mayor de ser asesinadas por sus maridos que por extraños6. Para referirse a la violencia que sufren las mujeres en el ámbito familiar, se han utilizado diferentes términos: violencia doméstica, violencia contra las esposas o violencia de pareja. De la misma manera que ocurrió con el maltrato infantil, el estudio y la respuesta social y profesional frente a la violencia familiar contra las mujeres se iniciaron con el reconocimiento de los casos de agresiones físicas y de aquellos con consecuencias más graves para la víctima. A partir de estos casos fueron incluyéndose en el concepto de violencia doméstica otros tipos de agresiones físicas menos graves y agresiones de carácter psicológico y sexual. Las dificultades para establecer una definición precisa y bien delimitada del concepto de violencia doméstica son inherentes a la heterogeneidad de los comportamientos que componen el concepto. No obstante, en la mayoría de las definiciones7-10 se toma en consideración que una descripción adecuada de violencia doméstica no puede focalizarse únicamente en las agresiones físicas. Por ello, se incluyen como aspectos fundamentales de la violencia doméstica el ejercicio del poder y del control de un sujeto sobre otro, la existencia de situaciones de violencia de carácter físico, psicológico y sexual, y la condición de permanencia, cronicidad o cierta periodicidad de los comportamientos violentos. Una definición de violencia doméstica que reúne dichas condiciones es la siguiente: un patrón de coerción psicológica, económica y/o sexual de un miembro sobre otro de la pareja que, en ocasiones, se manifiesta en agresiones físicas o amenazas creíbles de daño corporal8. Los comportamientos que se pueden incluir bajo la etiqueta de violencia doméstica pueden ser muy variados y, en la medida que se producen en ámbitos privados, resulta difícil ser exhaustivo y preciso en su descripción. Otros autores8,11 han intentado realizar listados de comportamientos de maltrato y agruparlos en bloques:
Correspondencia: Dr. J.L. Larrión Zugasti. Servicio Navarro de Salud. Hospital de Navarra. Irunlarrea, s/n. 31008 Pamplona. Recibido el 10-5-2000; aceptado para su publicación el 23-5-2000
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conductas destructivas, ejercicio de control sobre la pareja, asedio y acoso, conductas agresivas, intimidación, aislamiento y amenazas. Sin embargo, ésta es una tarea dificultosa y que puede llevar a confusiones, como ocurre en la reciente encuesta llevada a cabo por el Instituto de la Mujer (Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, Secretaría General de Asuntos Sociales, 1999; comunicación personal), en la que se constata que un porcentaje de mujeres que se consideran víctimas de maltrato no relatan ninguno de los comportamientos descritos en los listados, y que la mayoría de las mujeres que relatan situaciones consideradas como maltratantes no se etiquetan a sí mismas como maltratadas. Esto también sucede en otros estudios11 y, aunque discutible, resulta difícil considerar metodológicamente adecuado catalogar a una mujer como víctima de maltrato únicamente a partir de su percepción subjetiva de serlo. Las dificultades para la delimitación de los conceptos de maltrato y violencia doméstica afectan a la cuantificación del problema. A pesar de ello, se puede afirmar que nos encontramos ante un problema de magnitud muy relevante. Se afirma que en los EE.UU. entre un 3 y un 4% de las mujeres adultas son víctimas de violencia doméstica grave9; más de 2 millones de mujeres son golpeadas u objeto de abuso cada año, y en más de un 20% de los matrimonios se han producido alguna vez situaciones de agresión interpersonal5. Por otra parte, datos provenientes del mismo país señalan que entre un 12 y un 29% de las mujeres que acuden a servicios de atención primaria están sufriendo violencia doméstica12, que el 57% de las madres de niños maltratados son víctimas de violencia doméstica8 y que más de un 10% de las mujeres embarazadas se han peleado físicamente o han sido golpeadas por sus parejas13. Sin embargo, tal como se ha señalado, la existencia de definiciones muy amplias y heterogéneas hace difícil comparar resultados. Se pueden apreciar estas dificultades en la cuantificación de los casos de violencia doméstica que acuden a servicios de urgencia. Se acepta que hasta un 37% de las mujeres tratadas en un servicio de urgencias por una lesión consecuencia de violencia han sido agredidas por su pareja8. Sin embargo, utilizando definiciones estrictas de maltrato doméstico, Dearwater et al14 observaron que, para todas las mujeres de entre 19 y 65 años con pareja actual que acudían a los servicios de urgencia, el 3,1% presentaban un traumatismos físico relacionado con el abuso. Parece, además, que la violencia doméstica no es exclusiva de las parejas heterosexuales. Algunas investigaciones15,16 han observado una tasa superior al 50% de mujeres víctimas de maltrato entre parejas de mujeres homosexuales. En España existen pocos estudios sobre prevalencia de la violencia doméstica. El mencionado estudio realizado por el Instituto de la Mujer ha sido llevado a cabo mediante consulta telefónica a una muestra de más de 20.000 mujeres mayores de 18 años. En él se señala que un 4,2% de las mujeres encuestadas afirman haberse sentido maltratadas por alguien de su familia en el último año, pero únicamente la mitad de ellas informaban de comportamientos que podían ser considerados técnicamente como maltratantes, desconociendo en función de qué factores se consideraban maltratadas. Por otro lado, un 12,4% de las mujeres fueron consideradas como maltratadas, siguiendo la definición de maltrato utilizada por los investigadores y que incluía comportamientos de tipo físico, psicológico y sexual. Sin embargo, sólo una de cada 5 mujeres etiquetadas como maltratadas se consideraba como tal. Un análisis detallado de los datos de esta investigación permite afirmar que la mayoría de las situaciones de maltrato son de índole psicológica en sus diversas manifestaciones, y que únicamente en algo
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J.L. LARRIÓN ZUGASTI Y J. DE PAÚL OCHOTORENA.– MUJER, VIOLENCIA Y SALUD
menos de la mitad del total se trata de situaciones que implican agresiones físicas, como empujones (39%) y bofetadas (32,9%). El escenario puede observarse de manera diferente si se utilizan como fuente de información las denuncias por delitos y faltas relacionados con la violencia doméstica presentadas en dependencias policiales. Datos del Ministerio del Interior señalan que, en el año 1999, se contabilizaron 8.355 delitos y 21.250 faltas contra mujeres adultas por razón de violencia doméstica (Secretaría de Estado de Seguridad, Ministerio de Interior; comunicación personal). Suponiendo que ninguna mujer hubiera realizado más de una denuncia en el mismo año, estas cifras supondrían que en 1999 aproximadamente una de cada 1.000 mujeres denunció una situación tipificada como falta, y que una de cada 2.000 mujeres denunció una situación de violencia familiar considerada como delito. En el 96% de los delitos el agresor fue un varón, generalmente el marido de la víctima (el 80% de todos los casos), y en el 84% de ellos la agresión se produjo en el domicilio familiar. Únicamente en un 6,7% de los delitos y en un 0,36% de las faltas la agresión produjo lesiones graves. De la comparación de los datos de ambas fuentes de información parece deducirse que la mayoría de las situaciones por las que las mujeres se consideran maltratadas, o que se incluyen en las definiciones de los estudios de prevalencia, no suponen daños físicos relevantes o bien no son denunciadas como tales a los responsables policiales y, en su caso, no son consideradas como delitos o faltas. Dada la escasa cantidad de investigaciones sobre este tema y las limitaciones metodológicas inherentes al problema, resulta difícil realizar afirmaciones fiables sobre las características de los autores y de las víctimas de la violencia doméstica, así como sobre los factores de riesgo que predisponen, mantienen y precipitan las situaciones de maltrato. La investigación sobre la etiología de la violencia doméstica se ha basado en las explicaciones de las víctimas o de los autores de dicha situación. Las primeras pueden constituir construcciones teóricas elaboradas a posteriori, y las segundas, intentos de legitimizar su actuación. Por ello, ambas pueden ser consideradas de utilidad para entender los factores de mantenimiento del problema, pero no para analizar su causalidad7. Se ha afirmado con insistencia que no existe un perfil típico de personalidad o sociodemográfico ni del sujeto maltratador ni de la víctima, ni factores de riesgo determinantes8,17. A pesar de ello, siguen planteándose propuestas teóricas que señalan que las situaciones de violencia doméstica pueden ocurrir con más facilidad cuando se produce la combinación de: a) factores individuales del autor del maltrato (psicopatología, historia personal de violencia familiar, rigidez, baja autoestima) y de la víctima (dependencia emocional, baja autoestima, historia de violencia familiar); b) factores de la relación de pareja (organización jerárquica, tipo de interacción, aislamiento social, estrés, duración de la relación, número de hijos), y c) factores de índole social y cultural (valores y actitudes patriarcales, violencia estructural, deficiencias de control del sistema social y legal, etc.)7. Algunas investigaciones han presentado datos que hacen pensar que existen más posibilidades de violencia doméstica cuando el maltratador, la víctima o ambos han sufrido maltrato por parte de sus padres y/o han observado en ellos violencia de pareja7. Otros apuntan, siempre con las correspondientes reservas metodológicas, la posibilidad de que el maltrato se produzca con mayor frecuencia, aunque sin implicar obligatoriamente una relación causal, en familias con menor nivel de ingresos, menos nivel educativo, problemas de empleo del autor del maltrato, más tiempo de relación de
pareja, abuso de alcohol y drogas por parte del autor del maltrato, características de los sujetos implicados y del tipo de interacción de la pareja, elevado número de hijos y problemas de hacinamiento en el domicilio9-11,18. En los casos más graves de violencia física detectados en las salas de urgencias, no parece tener ninguna relevancia el nivel educativo y la mayor duración de la relación, y sí parece tenerla el hecho de que la mujer esté soltera pero tenga una relación de pareja inestable y/o haya terminado una relación de pareja en el último año14. Los efectos de la violencia, aunque no estancos, pueden contemplarse desde tres puntos de vista: físicos y psicológicos en el momento de la crisis; efectos a medio y largo plazo, y cambios en la utilización de recursos de salud. El rango de comportamientos incluidos en la violencia física puede ir desde el simple zarandeo, pasando por las relaciones sexuales no deseadas o, llanamente, la violación, hasta la paliza contundente con resultados mortales. Las lesiones derivadas, por tanto, varían en rango, gravedad y características. Los hematomas en el cuello, ojos, brazos, mamas, abdomen, genitales y muslos, los traumatismos craneales, las erosiones en la cara y el cuello, la rotura del tímpano, de dientes o diferentes tipos de fracturas son ejemplos clásicos de estas lesiones. Pero, aunque reconocibles, pueden ser el resultado de otras clases de traumatismos, o achacados a ellos: de lo mal que se asignan las lesiones nos habla el dato de que, en un estudio, la tasa de caídas en mujeres de entre 25 y 35 años era igual que en mayores de 65 años6. Y aunque se les ha intentado asignar su cuota de sensibilidad y especificidad, con su correspondiente valor predictivo19, la conclusión imperativa es que no hay, salvo la rotura timpánica, las erosiones en la cara y el cuello y las lesiones genitales, otras lesiones habituales altamente indicativas de violencia. No obstante, la violencia tiene consecuencias sobre la salud que van más allá de las lesiones físicas. Las quejas somáticas y psicológicas derivadas de la exposición a un ambiente de violencia o de la perpetuación de convivencias fracasadas que, en su momento definitivo, culminan en actos violentos constituyen, en la mayoría de las ocasiones, el motivo por el que se busca asistencia sanitaria, tanto en los servicios de urgencia como en atención primaria, unidades de salud mental u otros servicios específicos, como ginecología, reumatología o gastroenterología. Desde el punto de vista psicológico, la violencia, tanto física como emocional, se relaciona con una serie de alteraciones. Más de una de cada 3 mujeres en situación de maltratos es diagnosticada de depresión; una de cada 10 presenta un brote psicótico, y más de las tres cuartas partes sufren, al menos, de depresión leve. También se han descrito, con una frecuencia variable que va desde el 15 al 85%, trastornos de ansiedad (incluidos ataques de pánico), trastornos obsesivo-compulsivos, fobias, trastorno por estrés postraumático y trastorno antisocial de la personalidad20. Según algunos autores, detrás de uno de cada cuatro intentos de suicidio en mujeres subyace una situación de malos tratos, siendo más frecuentes los intentos que las ideas de suicidio. Además, en algunos de estos problemas, como en la depresión y en el trastorno por estrés postraumático, se ha comprobado una relación dosis-respuesta: a mayor duración e intensidad de la violencia, mayor gravedad de los síntomas. De la misma manera, en la depresión se ha comprobado también una relación de temporalidad: la gravedad de la sintomatología disminuye al cesar la situación de violencia21. Algunos datos indican que los efectos psicológicos de la violencia doméstica pueden tener, al menos en algunos casos, un carácter permanente o casi permanente: las mujeres víctimas de violencia presentan ciertos síntomas al
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menos 5 años después de haber cesado la situación de violencia y más quejas psicosomáticas hasta 15 años después de una experiencia violenta22-24. No obstante, es preciso tener en cuenta que prácticamente no hay estudios acerca de los rasgos de la personalidad premórbida, por lo que se desconoce la contribución de estos rasgos patológicos en la aparición o interpretación de las situaciones de violencia, lo que obliga a tener cierta precaución al establecer relaciones de causalidad. A pesar de no estar aclarados los mecanismos explicativos de la aparente cronicidad de esta sintomatología psiquiátrica, se discute sobre varios factores, entre los que se incluyen: a) la persistente sensación de vulnerabilidad, indefensión, traición y ambivalencia hacia el perpetrador y hacia una sociedad que parece aceptar tanto al abuso como a quien lo comete; b) el recuerdo y la reutilización de experiencias previas violentas, y c) los posibles recrudecimientos periódicos e, incluso, la reexposición a nuevas situaciones de malos tratos22,24. Las mujeres que están o han estado inmersas en una situación de violencia manifiestan también otro tipo de quejas, que pueden perdurar por un tiempo prolongado. Resulta una constante la apreciación, en diferentes estudios, de una mala percepción de la salud, una disminución de la autoestima, una mayor adicción al tabaco, alcohol y drogas, así como trastornos en la alimentación24-27. Este hecho, que parece independiente del tipo de maltrato al que hayan sido sometidas, puede persistir años después del cese de la victimización28,29. Además, se ha constatado reiteradamente que la prevalencia de determinados síntomas somáticos, como disfunción sexual, insomnio, hipersudación, apatía, astenia o irritabilidad, es más alta entre las víctimas que en la población general. Por otro lado también se ha demostrado que, a largo plazo, cuadros de dolor crónico (cefaleas, dolor pélvico, dorsolumbalgias), síndrome premenstrual o problemas funcionales gastrointestinales (dispepsia no ulcerosa, dolor crónico abdominal, intestino irritable) son más frecuentes entre las mujeres con experiencias de violencia23,30. Es importante tenerlo presente, pues pueden ser los únicos indicios de maltrato. No se conoce bien cómo puede afectar la victimización a la salud. La violencia psicológica que está presente en casi todas las formas de maltrato puede, per se, inducir cambios en la salud mental o física. La ansiedad y depresión también pueden, por su lado, afectar a la salud23. Y desde el punto de vista fisiológico, el estrés y sus mediadores, tales como el cortisol, las interleucinas, las catecolaminas y los opioides endógenos podrían, por mecanismos no bien dilucidados, explicar algunos de los efectos a largo plazo, como los síndromes de dolor crónico, algunas manifestaciones psiquiátricas y la persistencia de comportamientos negativos de salud23,31-33. Por otra parte, se podrían conjeturar con los posibles efectos de la violencia sobre el envejecimiento, máxime teniendo en cuenta que, según los datos de nuestro país, los 4065 años representan su pico de máxima prevalencia. En conjunto, todas las consecuencias negativas de la violencia sobre la salud, desde los comportamientos negativos de salud hasta la depresión, baja autoeficacia, estrés crónico u otros factores psicosociales adyacentes, como la falta de coping o el aislamiento social, y que se dan con elevada frecuencia entre las víctimas, desempeñan un papel determinante en la génesis de la discapacidad34 y podrían explicar una parte del envejecimiento diferencial entre sexos, que en la actualidad continúa siendo un enigma. Independientemente de todo lo anterior, parece que las víctimas de violencia utilizan los servicios de salud con mucha mayor frecuencia que quienes no son víctimas. Y no sólo los
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servicios de urgencias, que a menudo son el primer punto de contacto con el sistema sanitario, sino centros de atención primaria, unidades de salud mental, o bien de ginecología, gastroenterología o reumatología28,30. En realidad, los síntomas asociados a la violencia son tan diversos y, en ocasiones, ambiguos que, en ausencia de lesiones, resulta difícil reconocerlos. Esto resulta altamente contraproducente, por cuanto significa no detectar la situación, con su consecuente perpetuación, generar más insatisfacción y no responder a las expectativas de las víctimas, que pueden reforzar así su sintomatología y continuar en su búsqueda, inútil por otra parte, de atención efectiva. Hay que tener en cuenta que menos del 15% de las mujeres comunican abiertamente a su médico su condición de maltratada25,31. En los EE.UU., el más potente predictor de visitas al médico y de coste en las consultas es la violencia contra las mujeres30,31. Además, en algún estudio se ha demostrado una relación directa entre la intensidad del abuso y las visitas al médico, y cómo esta alta utilización se mantiene hasta al menos 3 años después de cesar la victimización28. A pesar de ser una obviedad, resulta necesario precisar que en muchas ocasiones el afrontamiento y resolución de las consecuencias de la violencia debe iniciarse con la detección del problema por parte de los profesionales implicados. Por ejemplo, en los EE.UU., en donde cerca del 3% de las mujeres con pareja que visitan los servicios de urgencias lo hacen por traumatismos debidos a situaciones de violencia, tan sólo un 5% son detectados inicialmente como tales por quienes les atienden15. Además, a la ya mencionada reticencia de las víctimas a comentar su situación a su médico se suma la altisima probabilidad de que éste no interrogue acerca de la posible relación con situaciones de violencia; en países en los que está más extendida esta costumbre, en un 67% de los casos no se realizan preguntas acerca del maltrato físico, y en más del 90% no se interroga sobre al abuso sexual35. Como tan sólo se diagnostica aquello en lo que se piensa, el reconocimiento de las manifestaciones clínicas de dicha violencia se convierte en una cuestión prioritaria. Si los datos epidemiológicos existentes resaltan la tendencia de las mujeres víctimas de violencia doméstica a acudir a los dispositivos sanitarios de manera más frecuente que las no maltratadas y si, como en otros tipos de violencia, sólo un pequeño porcentaje de las víctimas lo manifiesta abiertamente, parece que existen dificultades para que dichas situaciones de violencia sean detectadas y diagnosticadas por parte de los profesionales de salud. La especificidad de los indicadores de violencia doméstica es limitada, y no existen perfiles de riesgo ni datos patognomónicos suficientes a la hora de detectar un caso de maltrato en una mujer. El diagnosticar tan sólo aquellas situaciones en las que las lesiones físicas son evidentes resulta aún difícil y probablemente sea insuficiente, dado que es la forma menos habitual de presentación. Por tanto, el índice de sospecha debe ser elevado y fundamentado en un profundo conocimiento del problema. Se debe prestar especial atención a aquellas mujeres que manifiestan quejas somáticas repetidas sin base orgánica evidente, sobre todo si estas quejas van referidas al plano ginecológico, gastrointestinal, afectivo-mental o se trata de un intento de suicidio. Así mismo, la presencia de lesiones físicas para las que se ha tardado en buscar asistencia sanitaria, o aquellas que ocurren durante el embarazo o se presentan en diferentes estadios o con un mecanismo de producción poco explícito, son indicios suficientes para sospechar malos tratos. De la misma manera, la presencia de excitación o de espíritu de control en la pareja y la reticencia a que la mujer quede sola con el profesional también deben levantar sospechas.
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J.L. LARRIÓN ZUGASTI Y J. DE PAÚL OCHOTORENA.– MUJER, VIOLENCIA Y SALUD
Son muchos los autores8,9,13,17,36 que se han centrado en el análisis de las «barreras» que explican esta infradetección de casos de violencia doméstica por parte del sistema sanitario. Estas «barreras» se podrían dividir en tres grandes grupos: las relacionadas con el propio sistema sanitario, las relacionadas con las actitudes y creencias de los profesionales y las relacionadas con las características de las víctimas. Entre las primeras se pueden destacar la ausencia de sistemas de rastreo, guías y protocolos, la brevedad de las visitas médicas, el ritmo acelerado de los dispositivos de urgencia y la focalización en el diagnóstico y tratamiento de los daños y enfermedades físicas. Entre las asignables a los mismos profesionales sanitarios se pueden señalar la negación de la relevancia del problema, las falsas creencias acerca de la violencia doméstica, el malestar emocional y personal en relación con el tema de la violencia doméstica, que hace considerar la intervención como invasiva, emocionalmente molesta o muy personal, y la tendencia a una respuesta profesional inadecuada: insensible, culpabilizadora o impersonal. Parece que las propias víctimas tampoco colaboran en la detección, bien porque no se consideran víctimas de maltrato, bien por miedo a las consecuencias y represalias de desvelar el secreto o por tender a experimentar vergüenza y a sentirse estigmatizadas y culpables. En otras ocasiones, los efectos de la propia situación de violencia, como el aislamiento y las dificultades económicas, la depresión, ansiedad, miedo, indefensión u otros factores, hacen que no se produzca tal notificación al profesional con la rapidez necesaria, lo que impide o dificulta los abordajes abiertos que lleven a hablar de las situaciones de violencia. En realidad, resulta tan difícil en la práctica la detección de los malos tratos que muchas autoridades recomiendan su rastreo sistemático, aunque cuidadoso, en todos aquellos ámbitos en los que los profesionales de la salud contactan con mujeres. Plantear, con reserva y privacidad, cuestiones acerca de si, en alguna ocasión, ha sido maltratada parece ser una de las mejores maneras de acercamiento, pues abre las puertas de la interrelación y hace sentir a la mujer que, al fin, el sistema sanitario es sensible a «su» problema37. La elaboración de protocolos de actuación es la medida complementaria más útil desde el punto de vista de los cuidados de salud, al implicar y establecer líneas de derivación entre los diferentes profesionales implicados obligadamente en el manejo posterior de las situaciones de violencia. En España ha sido elaborado recientemente uno de tales protocolos por parte del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud38, que forma parte del Plan de Acción contra la Violencia Doméstica39. En este último se establece la implantación, a lo largo de 2 años, de 57 medidas distribuidas en seis áreas: sensibilización y prevención, educación y formación, recursos sociales, sanidad, legislación y práctica jurídica e investigación. Indudablemente, esto supone un notorio avance en la prevención y manejo de la violencia hacia las mujeres. Aunque el Plan no haya pretendido ser exhaustivo y haya áreas que no estén planteadas, es posible que, en lo que a sanidad se refiere, las acciones sean insuficientes. El protocolo propuesto se inicia cuando se ha detectado ya un posible caso, pero no se consideran cuáles son los elementos de sospecha. En la Cartera de Servicios de Atención Primaria no se ha puesto en marcha la inclusión de actividades para la prevención. En cuanto a las actividades formativas, tan sólo han llegado en 2 años a 291 profesionales de atención primaria, entre los que se encuentran incluidos trabajadores sociales, y no se contempla la formación de otros profesionales de áreas especializadas, como urgencias o salud mental, por ejemplo. Podrá no ser
representativo, pero Sanidad es quien con menos presupuesto colabora en el mencionado plan y quien menos objetivos ha alcanzado a los 2 años de su puesta en funcionamiento40. Si se pretende dar una adecuada respuesta al problema, es evidente que se debe exigir un esfuerzo suplementario en el área sanitaria, máxime teniendo en cuenta que, con una adecuada formación, entrenamiento y elaboración de protocolos, en algunos países se ha multiplicado por cinco el número de casos detectados41. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 1. Norris FH. Epidemiology of trauma: frequency and impact of different potentially traumatic events on different demographic events. J Consult Clin Psychol 1992; 60: 409-418. 2. Bachman R, Saltzman LE. Violence against women: estimates from the redesigned survey. US Department of Justice Special Report NCJ154348. Office of Justice Programs, Bureau of Justice Statistics, 1994. 3. Koss MP, Gidycz C, Wisniewski N. The scope of rape: incidence and prevalence of sexual aggression and victimization in a national sample of higher education strudents. J Consult Clin Psychol 1987; 55: 843-850. 4. Resnick HS, Kilpatrick DG, Dansky BS, Saunders BE, Best CL. Prevalence of civilian trauma and PTSD in a representative sample of women. J Consult Clin Psychol 1993; 61: 985-991. 5. Acierno R, Resnick HS, Kilpatrick DG. Health impact of interpersonal violence 1. Prevalence rates, case identification, and risk factors for sexual assault, physical assault, and domestic violence in men and women. Behav Med 1997; 23: 53-64. 6. Sorenson SB, Saftlas AF. Violence and women’s health. The role of epidemiology. Ann Epidemiol 1994; 4: 140-145. 7. Larrain S. La mujer golpeada. En: Larrain S, editor. Violencia puertas adentro. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1994. 8. Eisenstat S, Bancroft L. Domestic violence. N Engl J Med 1999; 341: 886-892. 9. El-Bayoumi G, Borum ML, Haywood Y. Violencia doméstica en mujeres. Clin Med North Am 1998; 2: 363-372. 10. Sarasúa B, Zubizarreta I, Echeburúa E, Corral P. Perfil psicológico del maltratador a la mujer en el hogar. En: Echeburua E, editor. Personalidades violentas. Madrid: Pirámide, 1994; 112-128. 11. Warshaw C, Ganley A. Improving the health care response to domestic violence: a resource manual for health care providers. San Francisco: Family Violence Prevention Fund., 1995. 12. Naumann P, Langford, D, Torres S, Campbell J, Glass N. Women battering in primary care practice. Fam Pract 1999; 16: 343-352. 13. Cokkinides VE, Coker AL. Experiencing physical violence during pregnancy: prevalence and correlates. Fam Community Health 1998; 20: 19-37. 14. Dearwater SR, Coben JH, Campbell JC, Nah G, Glass N, McLoughlin E et al. JAMA 1998; 280: 433-438. 15. Bologna HJ, Waterman CK, Dawson CJ. Violence in gay male and lesbian relationships: implications for practitioners and policy makers. Third National Conference for Family Violence Researchers. Durham, NC, Julio de 1987. 16. Lie G, Gentlewarrior S. Intimate violence in lesbian relationship: discussion of survey victims and practice implications. J Soc Serv Res 1991; 15: 41-49. 17. American Medical Association Diagnostic and Treatment Guidelines on Domestic Violence. Arch Fam Med 1992; 1: 39-47. 18. Cáceres J. Discusiones de pareja, violencia y activación cardiovascular. Análisis y modificación de conducta 1999; 25: 909-938. 19. Muelleman RL, Lenaghan PA, Pakieser RA. Battered women: injury locations and types. Ann Emerg Med 1996; 28: 486-492. 20. Gleason WJ. Mental disorders in battered women: an empirical study. Violence Vict 1993; 8: 53-68. 21. Golding JM. Intimate partner violence as a risk factor for mental disorders: a meta-analysis. J Fam Violence 1999; 14: 99-132. 22. Mullen PE, Romans-Clarkson SE, Walton VA, Peter Herbinson G. Impact of sexual and physical abuse on women’s health. Lancet 1988; 1: 841845. 23. Sutherland Ch, Bybee D, Sullivan C. The long-term effects of battering on women’s health. Women’s Health 1998; 4: 41-70. 24. Leserman J, Drossman DA, Li Z, Toomey TC, Nachman G, Glogau L. Sexual and physical abuse history in gastroenterology practice: how types of abuse impact health status. Psychosom Med 1996; 58: 4-15. 25. Wyshak G, Modest GA. Violence, mental health, and sustance abuse in patients who are seen in primary care settings. Arch Fam Med 1996; 5: 441-447. 26. Ratner P. Modeling acts of aggression and dominance as wife abuse and exploring their adverse health effects. J Marriage Fam 1998; 60: 453-465. 27. Koss MP, Koss PG, Woodruff WJ. Deleterious effects of criminal victimization on women’s health and medical utilization. Arch Intern Med 1991; 151: 342-347.
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