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Nairim Izaguirre La Mancha.., La Historia: Cervantes en Hegel (unos breves) comentarios a El Quijote
“Yace aquí el Hidalgo fuerte que a tanto extremo llegó de valiente, que se advierte que la muerte no triunfó de su vida con su muerte. Tuvo a todo el mundo en poco; fue el espantajo y el coco del mundo, en tal coyuntura, que acredito su ventura morir cuerdo y vivir loco” Miguel de Cervantes
En algún lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, nació, a partir de un genio desgarrado, la escritura castellana, gritándonos que el tiempo del oscurantismo tenía que pasar y que el Renacimiento de los hombres había llegado. Si queremos comprender, o al menos conocer, a este grande Hidalgo y a su escudero, es preciso saber dónde vivieron y qué los hizo nacer. No estamos hablando sólo de un gran escritor al que un día se le ocurrió escribir sobre grandes aventuras caballerescas, sino de una gran época que estaba decayendo para dar paso a otra, quizá mayor, siendo esto, en sí, una gran aventura, no de un hombre sino de toda la humanidad. Estamos a finales de la época escolástica española, escenario de tanta oscuridad y, acaso por ello, de tantas hogueras inquisidoras. La Edad Media, con sus anchos muros de piedra y sus largos pasillos, que hacían ver el cielo sólo unos centímetros por encima de
la cabeza, es el antecedente de esta magna obra. La Edad de la Inquisición, de las pestes, de los feudos, del poder económico y social de Dios en la tierra, representado por la magna institución eclesiástica. La era de –dice Vico– la barbarie ritornata. Para que este sistema se mantuviese en pie durante tanto tiempo, era preciso tener al pueblo sumido en la pobreza, no sólo material, sino también, y más dañina aun, en la espiritual, según la cual los hombres habían perdido la voluntad. Recordemos a San Agustín o a Tomás de Aquino quienes pusieron en evidencia la incapacidad de los hombres para conocer, para crear sin la gracia divina; en otras palabras, durante la Edad Media, decir que el hombre era un animal racional era una herejía, causa suficiente para calentarse en una hoguera, siempre justificada por la Ley Divina de la inquisición: la Ley de Dios en la tierra. La peste negra, se llevó consigo a más de la mitad de la población europea; fue el “castigo divino” ante tantas herejías. Habíamos reducido la creación divina de los hombres –los seres más insignificantes entre todas las especies, sólo capaces de producir “heces y orinas”– a una porción de carne y sangre, buscando desesperadamente la salvación, porque algo sí sabíamos: estábamos perdidos y maldecidos. Y sin embargo, ¡oh, Astucia de la Razón!, fue desde el interior de esta época, llamada por muchos la del oscurantismo y la barbarie, que surgió la era de la Luz. Es la época del Renacimiento de la humanidad, precisamente, la de los animales racionales, con los gramáticos y los eruditos, con su insaciable sed de antigüedad clásica; y con la desgarradora conciencia de su aquí y ahora. Cervantes está entrando al Siglo de la Luz, en el que el sol vuelve a iluminar el espíritu perdido y los hombres a replantearse su posición en el universo, el mundo y en sí mismos. Acabamos de salir de la peste negra (vivir ya es en sí un milagro) y nos
disponemos a recuperar la Vida tal cual nos la entrego el Creador: es ésta, en sí misma, una obligación. En este escenario, ¿cómo no surgir un hombre con ideales extravagantes, pero necesarios, que fueron la palanca de Arquímedes para subir, esta vez, no al mundo sino al cielo, pues ya no se podía respirar en él, y navegar por las aguas que, con el tiempo, terminarían por corroer los sólidos muros del claustro medieval? En esta desesperante transición –conciencia de la perdición y de la maldición a la que estábamos sometidos– nace nuestro Hidalgo. Las continuas luchas entre éste y su escudero son las continuas luchas propias de la época: son los hombres que, por momentos, abren los ojos y se dan cuenta de que están entre grandes muros de piedra y, sin embargo, saben -pues si de algo tienen certeza es de esto- que, al final del camino, los pueden derrumbar. Si bien es cierto que no vemos discusiones eclesiásticas en esta magna obra –¿o, tal vez, todas ellas son eclesiásticas en sus cimientos?– sí son escolásticas, representadas las más de las veces por Sancho y Don Quijote. Esta obra coloca sobre el tapete castellano las contrariedades de “idealismo” y del “materialismo”, mundo nuevo, siempre más antiguo, contra el monótono mundo medieval: Se trata de la Voluntad Libre –la misma que impulsó el movimiento de Reforma y de Contrarreforma, junto con la traducción del Libro Sagrado al lenguaje de ‘los gentiles’–; de Pico della Mirandola –quien dijo, querer es poder, en un discurso que no por casualidad se llama, Discurso sobre la dignidad del hombre–; de los Gramáticos, de Maquiavelo, de Bruno y de Galileo Galilei: de la fuerza, en fin, de decir que no éramos el centro del Universo, y que mucho menos lo era Dios. Cervantes no nos presenta ningún tratado del conocimiento, ni político ni tampoco ético –¿no es en realidad, y por vía inmanente, todo eso El Quijote?–, aunque, a lo largo y ancho de la Mancha, encontremos explícitamente un poco de cada uno de
estos tópicos. Sin embargo, la filosofía, más que amor a la sabiduría, es Voluntad de saber, pues, ¿qué más podría ser el amor? Y nace, como dijo Hegel, a partir de tiempos de crisis: es el ave fénix que resurge de sus cenizas. Así, el Hidalgo de la Mancha, y su noble escudero, se encuentran saliendo de las cenizas dejadas por las hogueras de la inquisición y, al avistar rayos de aura del sol, se preguntan por qué el mundo no puede ser diferente y, a un tiempo, seguir siendo el mismo. Es el primer momento de toda reflexión filosófica, el desgarramiento producido por la conciencia de las cenizas que da paso a la pregunta por el qué y el por qué, y la desesperación de no saber responder, pues la respuesta es un post festum que sólo la puede dar la historia, es decir, nuestros sucesores. Si estas aventuras hubiesen sido contadas en latín, no serían las aventuras del Hidalgo Miguel de Cervantes, quien busca impenitentemente abrir los ojos y encontrar un mundo ideal, esto es, acorde con las ideas nuevas y resurgentes de los hombres, que siguen siendo hombres de la Edad Media, pero con la conciencia de serlo: son, en suma, los hombres del Renacimiento. Pues, si por algo se caracterizó la escolástica fue por la nulidad de la conciencia de los hombres respecto no sólo de sí mismos, sino del mundo. Es el grito que llama a la guerra a la gente de habla castellana; es una guerra no por la paz, ni por el bien ni por el mal: es una guerra por el amor a sí mismos, por el descubrimiento interior de la Virtud que portan los hombres, un grito que nos invita a ser conscientes de nuestras ideas y de nuestra capacidad para pensar y de crear, un Mundo Nuevo, o por lo menos, un Hidalgo de la Mancha, una Capilla Sixtina, una Biblia en alemán. El ave Fénix ha tomando impulso, y, ahora, se propone convertirse en el búho de Minerva.
La sucesión de las formas y de las re-creaciones a las que nos ha expuesto Miguel de Cervantes, nos lleva a preguntarnos: ¿cuál es el fin de todas estas formas y re-creaciones? ¿Podrían agotarse en un fin particular? Todo redunda en provecho de La Obra: hemos develado el espectáculo espiritual de la Voluntad y, una vez más, nos preguntamos si tras esta superficie no hay una obra íntima, silenciosa y secreta, por la cual sea la fuerza de todos estos fenómenos. Y quedamos perplejos ante la diversidad, e incluso ante el interior antagonismo de ésta. Vemos cosas antagónicas que han suscitado el interés de una época y de los pueblos, y ahora sólo las observamos como cosas extrañas. Así nuestro Hidalgo ve pasar las cosas de una época entrando en otra1. Es así como, a lo largo de la obra, vemos al inagotable Don Quijote manifestarse en incontable multitud de aspectos, y gozarse y satisfacerse en ellos. Pero su trabajo tiene siempre el mismo resultado: consumirse de nuevo para emprender un nuevo camino, en busca de una nueva aventura, sin saber qué le depara la Fortuna, ni si el oráculo está de acuerdo, o si es sensato. En esta alegría de su actividad, sólo consigo mismo tiene que vérselas2. Y, por supuesto, también con su espejo, su otro, su idéntico: el noble Sancho. No sabemos si es posible que la humanidad pueda seguirle el trote al Rocinante de tan ilustre Hidalgo, o si él es el heraldo de la Humanidad misma que denuncia las particularidades de una época: sólo sabemos que el honor de contemplarla no puede, ni debe, ser pasivo, que debe generar en nosotros –una y otra vez– voluntad, sed, hambre, necesidad de ser, cada día más, cabalmente Hombres de razón, de ideas, de riesgos, de logros y, en consecuencia, también de fracasos. Tal vez, La Odisea, Antígona, La Divina Comedia, El Quijote sean los antecedentes históricos, literarios y, en última
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Cfr:. G.W.F. Hegel, Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, Cap.: La Visión Racional de la Historia, Alianza Editorial, Madrid, 1999, pp. 43-57. 2 Ibid.
instancia, filosóficos, que preparan el escenario para la gran representación del teatro de nosotros mismos: el de la Ciencia de la experiencia de la conciencia. Concluir su obra sería ir en contra de su obra misma, siempre abierta a nuevas aventuras, a nuevas ideas. Ella es la Historia: su fin es ahora, siempre es ahora. Así, quizá, aquel lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, sea la Humanidad, ésta, nuestra casa.