Nobel VARGAS LLOSA. Juan Cruz

Nobel VARGAS LLOSA La vida nunca ha sido ajena para Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936). Ha escrito mucho y, también, ha vivido mucho. Desde que con 2

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Mario Vargas Llosa: viaje al interior de mario vargas llosa
viaje al interior de mario vargas llosa Mario Vargas Llosa: Vida y libertad En la obra y en la actividad intelectual de Mario Vargas Llosa ha latido

Por Mario VARGAS LLOSA
EL INCA GARCILASO Y LA LENGUA GENERAL PorMario VARGAS LLOSA Hijo de un conquistadorespañoly de unaprincesainca,nacidoen el Cuscoel 12 de abril de 153

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Nobel VARGAS LLOSA La vida nunca ha sido ajena para Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936). Ha escrito mucho y, también, ha vivido mucho. Desde que con 23 años, en 1959, llegó desde Lima a Madrid con una beca para hacer el doctorado en la Universidad Complutense mientra vivía en la pensión El Jute, el escritor se convirtió en un ciudadano del mundo acostumbrado a trotar por medio planeta siempre con una vocación en la maleta: la literatura. Ha residido en Lima, Madrid, Barcelona, París y Londres, además de pasar largas temporadas como profesor de literatura en estados Unidos. Joven impulsivo y curioso, su primera mujer fue su tía política Julia Urquidi, un matrimonio escandaloso para la época (él tenía 18 años y ella 10 más) que inspiró su novela “La tía Julia y el escribidor”. El matrimonio viajó a París, donde vivió algunos años hasta su separación en 1964; un año después Vargas Llosa se casaría con su segunda mujer y madre de sus hijos, su prima Patricia Llosa. La familia, la literatura, el arte, la política... las inquietudes del escritor le han hecho estar atento a los tiempos convulsos que le han tocado vivir, no solo en América, sino también en Europa, Asia o África. Académico, melómano, aficionado al fútbol y a los toros, intelectual comprometido y hasta, por una vez, candidato a la presidencia de Perú, este viajero incansable ha conocido de primera mano no solo algunos de los conflictos más atroces de nuestro tiempo, sino también a algunos de los grandes hombres y escritores que han vivido esos tiempos. Del poeta chileno Pablo Neruda (premio Nobel en 1971) al español Camilo José Cela (Nobel en 1989) o el portugués José Saramago (distinguido en 1998 con el galardón), Vargas Llosa jamás ha dejado atrás su instinto por conocer el mundo que le ha tocado vivir, ya sea para denunciar sus horrores – antológicos son sus reportajes sobre la posguerra en Irak y el conflicto entre Israel y Palestina – o para dejarse asombrar por su belleza. La realidad, ha dicho alguna vez, nutre su ficción porque es ilimitada. Quizá por eso viajó a la más pequeña de las islas Marquesas no solo para intuir lo que sintió uno de sus pintores, Paul Gauguin, y plasmarlo en su novela “El paraíso en la otra esquina” (1993), sino también para tomar nota de cada detalle que le rodeaba. Como ahora, con 74 años (y ya abuelo) no solo se estrena con los cuentos infantiles (“Fonchito y la luna”), sino que también viaja a Congo para documentar su nueva novela (“El sueño del celta”) y así, a través de ella y su ficción, denunciar la resaca del colonialismo en África.

Juan Cruz. La escritura como pasión vital y motor de fabulación y un inquebrantable compromiso constituyen el argumentario esencial de la Academia sueca en su concesión del Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa. El autor de “La fiesta del Chivo” se convirtió ayer en el undécimo escritor en español –el sexto latinoamericanoque recibe la más grande de las recompensas literarias. El jurado de Estocolmo se lo concedió “por su cartografía de las estructuras de poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota”. Al conocer este razonamiento del premio, el escritor hispanoperuano admitió: “Es magnífico, me alegro mucho, ojalá fuera verdad… en efecto, esa nota expresa muy bien lo que yo pienso”. Dueño de un fascinante arsenal de novelas, cuentos, ensayos, artículos y obras de teatro, el autor de “Conversación en la Catedral”, “Pantaleón y las visitadoras” y “El sueño del celta”, su nueva novela, Vargas llosa siempre figuró en las quinielas del Nobel de Literatura. Ayer, cuando el secretario de la Academia sueca le telefoneó para comunicarle la noticia, el interesado se mostró escéptico: “Al principio creí que era una broma”, llegó a decir, y luego explicó: “Últimamente, mi nombre ya no estaba sonando tanto como antes”. Veinte años después del Nobel a Octavio Paz, el máximo galardón de las letras vuelve a hablar español. Mario Vargas Llosa ha ganado el Nobel de Literatura el año en que nadie le había llamado para preguntarle si se sentía favorito. Todos los años por las fechas en que la Academia sueca está a punto de conceder el principal galardón literario del mundo, el autor de “La ciudad y los perros” recibía esas llamadas, y esta vez, cuando al fin lo ganó, el escritor peruano, que también es español de nacionalidad, no estaba ni siquiera en las quinielas.

Cuando le llamaron desde Estocolmo, su mujer, Patricia Llosa, creyó que era una broma. La evidencia luego llenó de júbilo al autor, a la familia y a los numerosos lectores de su obra. La Academia sueca ha resumido con exactitud la enorme importancia de la obra del escritor que una vez aspiró a ser presidente de su país y que, para fortuna de sus lectores, fue apeado de su ilusión por Alberto Fujimori, alguien que luego pasaría a la historia como un delincuente. Dice el jurado que se le concede el Nobel a Vargas llosa, de 74 años y cuya obra está publicada por la editorial Alfaguara (Grupo Santillana), “por su cartografía de las estructuras de poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota”. Ese es su asunto, el poder, y también la resistencia al poder, la revuelta contra el poder, la derrota. De eso habló con José Saramago en Lanzarote, en un encuentro que organizó Pilar del Río; el portugués, que fue Nobel en 1998, hizo augurios para que el peruano que acababa de cenar con él un pescado tuviera también ese cetro como ya tenía los premios Príncipe de Asturias (1986) y Cervantes (1994). El azar ha querido que la muerte de Saramago y el Nobel de Vargas llegaran el mismo año. Quiso ser presidente, quizá para conocer de cerca la miseria, la impostura y también la grandeza del ejercicio del poder. Y conoció la derrota. Pero era un escritor; en medio de las excursiones electorales a las que le obligaba la campaña, Vargas Llosa leía el “Polifemo” de Góngora, se adentraba en una literatura central pero complejísima, como si en ese instante fuera dos: el aspirante adulto a ocupar un sitio en la historia de la política y también el adolescente que devoraba versos a escondidas de su madre y luego a escondidas de su padre, que consideraba que leer eso eran “mariconadas”. Para entender esos dos Vargas Llosa hay que leer “El pez en el agua”, un libro capital en su bibliografía en el que está la sustancia de lo que ahora dicen los suecos: el Vargas Llosa que mira al poder desde dentro o desde sus orillas, y el Vargas Llosa que sigue maravillado y aterrado ante algunos de los elementos más sobresalientes de su niñez y de su juventud. El padre ausente (¿o muerto?), el despertar de su vocación ya irrefrenable, el encuentro complejísimo con el padre (¿el poder?), las clases en el colegio militar Leoncio Prado, las amistades literarias, los maestros que le impulsaron, el viaje decisivo a París… Mientras esa campaña electoral tenía efecto, y en la que le ayudaron su mujer, Patricia, sus hijos y cientos de amigos, Vargas Llosa no sólo leía a Góngora, sino que escribía ese libro que ahora parece la caja negra de la poderosa llamada de la literatura. Como si estuviera purgando el pasado, haciendo examen de lo que fue. Cada día, con el mismo bolígrafo, del mismo color granate, en cuadernos que rellenaba con su letra picuda y avanzada. Parecía que Vargas Llosa, que ya era uno de los grandes escritores del mundo, se preparara para decir adiós a su vocación para dedicarse de lleno al servicio público. Una decisión que era un desgarro al que se entregó como hace siempre ante un proyecto o una novedad: con el entusiasmo a veces atolondrado de un chiquillo. Ahí, en ese libro, está la descripción minuciosa de su origen; sobre esos fundamentos edificó una obra en la que combina también los rasgos de su autobiografía con su capacidad de fabulador, de contador de historias. Es minucioso, no perdona ni un día de su trabajo; desde que era el trasunto de Zavalita (el periodista juvenil de “Conversación en La Catedral”) hasta ahora mismo, Vargas Llosa no se ha perdonado un día de trabajo, y así se comportó en el colegio, en la universidad, en casa, en los trabajos, y así va desarrollándose ese libro que debería ser central en los análisis de su vida y de su obra. Ahí están, como están en “Conversación en La Catedral” o en “La Fiesta del Chivo”, las imágenes que él fue viendo en su propio país cuando era un joven poseído por el estupor ante los excesos del poder. Todas sus fábulas (“La guerra del fin del mundo”, “La casa verde”, “El paraíso en la otra esquina”, hasta la última novela, “El sueño del celta”, a punto de aparecer) nacen de esa capacidad para combinar mundos, para tener en cuenta los materiales de la realidad y para contar esta con los instrumentos de la ficción. La primera época de su escritura es una búsqueda incesante de un estilo; luchó para romper los esquemas habituales de la novela, y aunque su raíz es Faulkner, por ejemplo, rompió los moldes y alumbró novelas que eran ejemplo de su afán por mostrar su rebeldía literaria, su pasión por tener una voz propia. Cuando ya dominó esos materiales y dejó ejemplos de sus dotes de fabulador (“Pantaleón y las visitadoras”, “El hablador”, “La tía Julia y el escribidor”, “Los cuadernos de don Rigoberto”), se decidió por un asunto que sería decisivo en su bibliografía y en su manera de ser: “La Fiesta del Chivo”.

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Los lectores de EL PAÍS (y de muchos diarios donde se publican los artículos que este diario sindica) saben que Vargas Llosa es un gran periodista, minucioso, al que le cuesta (aunque no se note) muchísimo escribir sus notas quincenales. Para hacer esos textos indaga, investiga, pregunta, corrige; a veces lo hace en cafés o en bibliotecas; lee toda la prensa diaria, española e internacional, cuando está aquí, va a la Academia, de la que es miembro, interviene en actividades culturales, pasea todas las mañanas para mantenerse en forma, va a la clínica de Marbella donde se somete a regímenes de los que sale con el hambre que le hace saludable… Pero tiene (como decía de él Juan Carlos Onetti, uno de sus grandes maestros) una relación conyugal con la literatura, y cumple como si estuviera pendiente de un examen en el colegio militar. Su agente, Carmen Balcells, que ayer decía que era como si Vargas hubiera ganado la Copa del Mundo, vio el genio y la disposición del escritor, al que rescató de sus oficios alimenticios, le asignó un sueldo y le gritó: “¡A la literatura!”. De esa manera escribe los artículos, y de esa manera escribe las novelas, siguiendo el mismo régimen. Como si fuera un periodista que, urgido por sus jefes, cumple en territorio difícil el primer encargo complicado de su vida. Y “La Fiesta del Chivo”, sobre el régimen brutal del dictador dominicano Trujillo, fue la piedra de toque (por citar el título de sus columnas quincenales) de esa característica insólita de su investigación literaria, que surge de nuevo, con enorme vitalidad, en “El sueño del celta” y como sucedió en la aún no bien leída “El paraíso en la otra esquina”. Ahí actúa Vargas (o Varguitas, o Zavalita, pues con esos nombre fue conocido el primitivo periodista en Perú) como si fuera un enviado especial, un hombre obligado por su ansiedad por el rigor a acopiar datos, a rellenar cuadernos, a hablar con todos aquellos que pudieran darle luz acerca de los sucesos que luego convierte en materia narrativa. El esfuerzo no es su único leitmotiv; su motivación literaria principal es esa que apunta la Academia sueca: toda su obra (la periodística y la literaria, incluidos sus ensayos aquí) está marcada por la búsqueda, en los recovecos del alma y del poder, de aquellos elementos que hacen malvadas o excelsas a las personas. En “El sueño del celta”, la ascensión y el descenso a los infiernos convierten la novela en un vademécum de las obsesiones narrativas de Vargas Llosa; constituye, en cierto modo, su poética. Aunque donde está ese Vargas Llosa ingenuo y vital que entra en las librerías y en las bibliotecas como si buscara el libro que va a cambiarle la vida es en “La verdad de las mentiras”; si en “El sueño del celta” está el balance (por ahora) de su escritura exigente y comprometida con la historia desigual de los hombres, en ese conjunto de ensayos sobre obras maestras (Camus, Thomas Mann, Faulkner) está el autorretrato literario del Zavalita que ganó ayer el Nobel en medio de su sorpresa, porque él es siempre el más sorprendido por sus propios éxitos. En 1990 le preguntaron en París por qué escribía. Era el momento en que digería la derrota peruana. Y respondió: “Escribo para huir de la pena”. Ahora que le leerán más, muchos entenderán al fin esa respuesta, y sobre todo se quitarán las legañas de los tópicos con los que han querido ensombrecer el poderío de su ejercicio literario.

Pequeña biblioteca de un escritor total NARRATIVA “Los jefes”, 1959 “La ciudad y los perros”, 1963 “La casa verde”, 1966 “Los cachorros”, 1967 “Conversación en La Catedral”, 1969 “Pantaleón y las visitadoras”, 1973 “La tía Julia y el escribidor”, 1977 “La guerra del fin del mundo”, 1981 “¿Quién mató a Palomino Molero?”, 1986 “El hablador”, 1987 “Elogio de la madrastra”, 1988 “Lituma en los Andes”, 1993 “Los cuadernos de Don Rigoberto”, 1997 “La Fiesta del Chivo”, 2000 “El paraíso en la otra esquina”, 2003 “Travesuras de la niña mala”, 2006 “El sueño del celta”, 2010

La obra de Vargas Llosa está publicada por Alfaguara. ENSAYO Y MEMORIAS “García Márquez: historia de un deicidio”, 1971 “La orgía perpetua. Sobre Flaubert”, 1975 “La verdad de las mentiras”, 1990 “El pez en el agua. Memorias”, 1993 “Diario de Irak”, 2003

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Escribidor en Manhattan Antonio Caño. Pasada la sorpresa, comprobado que no había sido objeto de una broma pesada, transmitida la noticia a su hijo Álvaro en Washington y a los amigos más íntimos, Mario Vargas Llosa alcanzó a reponerse y a disfrutar del glorioso día de sol que amaneció en su apartamento del West Side de Nueva York, junto a Central Park. Pensaba pasar aquí unos meses tranquilos, aprovechando el anonimato que esta ciudad concede a las figuras más relevantes y la culta relajación a la que invita la Universidad de Princeton, donde el escritor está impartiendo un curso. Pero, de repente, la Academia sueca, que barajó su nombre durante 20 años, consideró esta la oportunidad adecuada para despertar a este ya escéptico candidato y arruinar su plácido retiro neoyorquino. ¡Qué lugar mejor para recibir un Nobel! Esta ciudad deslumbrante que durante décadas ha seducido a escritores y artistas, los ha enriquecido y transformado en leyendas universales, estaba esperando a Vargas Llosa para añadir historia literaria a su historia. Historia literaria en español, que por algo el idioma español se abre paso velozmente entre el tráfico saturado de sus calles, un español confuso y diverso, algo caótico quizá, pero juvenil y pujante, controvertido y apasionado, como la literatura de Vargas Llosa. Fue un día de fiesta para esa lengua que bulle en los callejones de Nueva York, que surge de sus ventanas en las noches calurosas del verano, que aún no ha llegado a los despachos de Wall Street, pero que gana espacio diariamente en los medios de comunicación y en los discursos de los políticos interesados en los 40 millones de personas que hablan el idioma de Vargas Llosa. No había otro lugar posible para celebrar esa fiesta que el Instituto Cervantes, que está situado además a cuatro puertas del consulado de la República del Perú, con el artículo por delante, como quieren los peruanos. El ex presidente Alejandro Toledo estaba en el acto para dejar testimonio de que, aunque en el edificio ondeara la bandera de España, se homenajeaba a un peruano, al autor de “La tía Julia y el escribidor”. El escenario ofrecía, por tanto, algunas de las múltiples dimensiones de este autor, que quiso ser presidente de su país, aceptó la nacionalidad española después y casi pierde la suya de nacimiento por la hostilidad manifiesta de un presidente de origen japonés, Alberto Fujimori, que convirtió su régimen en una tiranía silenciosa y ferozmente antivarguista. “España es un país que no era mío y que yo he hecho mío porque me acogió”, dijo Vargas Llosa a los periodistas, “pero yo soy peruano, lo que hago, lo que digo expresa el país en el que he nacido y en el que he vivido las principales experiencias”. España queda ahí al lado, en el extremo más racional y adulto de su cerebro. España es el país que le abrió espacio dentro de su industria editorial y en el que consolidó su carrera. Le brinda también, por tanto, este premio a España y, tal como quiso destacar, a su primer editor, Carlos Barral. Aunque habló de Venezuela, de su horror por las dictaduras y de su voluntad de seguir denunciando los abusos que crea denunciables allá donde crea oportuno, porque la política nunca se aparta de él –o él de la política-, este era esencialmente el día del escritor. “Yo básicamente soy escritor y promuevo el español escribiendo lo mejor que puedo”, dijo, esforzándose por sonar humilde en un día en que tenía enfrente a tantas cámaras como Barack Obama. Destacó el significado que el premio tiene para la literatura latinoamericana y para construir un futuro que observa con optimismo, pese al desafío que las nuevas tecnologías representan para el libro. “Yo soy más del papel”, confesó. “Espero que los cambios tecnológicos no signifiquen una banalización, una trivialización del consumo de libros. Creo que incluso existe la posibilidad de que las nuevas tecnologías permitan explorar los problemas más esenciales del ser humano. De nosotros depende que no se acabe con ese avance de la civilización que representa un libro”. Aseguró que, por supuesto, en Diciembre estará en Estocolmo para recoger su premio. Cuando lo recibió García Márquez se produjo una cierta polémica por la vestimenta que utilizó para la ocasión, que pretendía ser una declaración de su origen. Vargas Llosa está más preocupado por el discurso que pronunciará. Escribir es doloroso hasta para los más grandes, y este grande tiene su agenda cargada de discursos y artículos para EL PAÍS.

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Prometió no abandonar ahora ninguna de esas obligaciones, seguir siendo el mismo Vargas Llosa que está sobre la mesilla de noche de millones de personas desde hace cuarenta años. Juró que no cambiará y pidió que, de una vez, se le acepte como es.

“Escribir es servidumbre y gozo” Juan Cruz. Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) estaba ayer exultante. Pero no perdía ni el sentido del humor ni el equilibrio que le ha dado rigor a su obra. Estaba sorprendido de haber sido galardonado con el premio, y estaba agradecido, aunque temeroso aún de que fuera una broma. Durante 14 minutos tanto él como su mujer, Patricia, que están en Nueva York porque el Nobel 2010 da clases en Princeton, pensaron que el secretario de la Academia sueca era “un impostor”. Y le dieron 14 minutos para que ratificara que no era una tomadura de pelo. “Cuando pasaron los 14 minutos ya pude disfrutar de esta sorpresa”. ¿Una sorpresa, de veras? “Déjeme que le diga antes por qué creía que era broma. Hace años le hicieron una trastada así a Alberto Moravia, el novelista italiano. Fue una noticia fea, que a él le cogió desprevenido. Entonces, inmediatamente que me dijo Patricia que habían llamado de la secretaría del Nobel nos pusimos en guardia”. Además, ya no estaba en las listas. “Y no crea, eso me tranquilizó. Estar en las listas era una pesadilla anual, porque mucha gente llamaba para indagar si era cierto que iba a ganar el Nobel. Todo eso abonaba la idea de que pudiera ser una broma una noticia que luego resultaría tan grata”. Mario Vargas Llosa se había convencido, a lo largo de los años, de que él no era un escritor para este premio. ¿Y por qué? “¿Por qué? Porque llegué a la conclusión de que yo no estaba en la identikit del Nobel; yo soy un escritor conflictivo, tomo posiciones incómodas, me equivoque o no siempre digo lo que me parecen las cosas, y todo eso me hizo creer que no era el escritor que encajara con la manera de ver la literatura por parte del jurado”. Pero la Academia sueca ha hablado de usted, de su obra, le decimos a Mario Vargas Llosa, teniendo en cuenta precisamente esas posiciones suyas. “Aún no he visto esa declaración. ¿Me la puede leer?” Dice que le dan el Nóbel a Mario Vargas Llosa “por su cartografía de las estructuras de poder y sus incisivas imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota”. “¿Dicen eso? Es magnífico. Me alegro mucho. ¡Ojalá fuera verdad! En efecto, de eso va mi obra, de la resistencia del individuo ante el poder, de la lucha de los hombres por salvar su individualidad en un mundo en el que la libertad está tan acosada. Esa nota expresa muy bien lo que yo pienso”. Y desmiente muchas cosas, muchos tópicos que se dicen sobre usted. ¿Se quedarán sorprendidos sus críticos, enmudecidos, quizá? “No creo que los deje más enmudecidos que a mí; para mí esa nota es una sorpresa. Pero no creo que mis críticos enmudezcan nunca, de todos modos”. ¿Y cuál fue su primer pensamiento, la primera reflexión sobre su historia como escritor? “Fíjese que pensé, primero que nadie, en Carlos Barral; él hizo que recibiera un estímulo formidable cuando me presenté al premio Biblioteca Breve con “La ciudad y los perros”; hizo lo imposible porque yo saliera adelante. Y Carmen Balcells, claro; Carmen me empujó literalmente a la literatura; los dos dieron por mí una batalla inolvidable. Los he citado en todas partes ahora que me han dado el Nóbel. Y he citado a España, porque sin ese país hubiera sido imposible la difusión de mi obra, y por tanto el entusiasmo que me dio para seguir escribiendo. Y algo que quiero que recoja, Carmen Balcells e Isabel Polanco fueron en las últimas épocas de mi vida, cuando ya se aceleró la publicación de mis obras en España y en América, fundamentales en mi trayectoria editorial. Y nunca olvido eso. No olvide usted de hacerlo constar”. Vargas Llosa está a punto de publicar “El sueño del celta”, en la que se exige otra vez, como autor, una disciplina que es propia de los buenos periodistas. A ese valor, el del periodismo, alude en esta respuesta. “El periodismo

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me ha dado la obligación de confirmar, de verificar, me ha enseñado lo importante que es la perseverancia. Si no hubiera tenido esa disciplina no hubiera sido un escritor; sigo verificando, sigo corrigiendo, obsesivamente. Es un gozo para mi escribir, sin duda, pero si detrás no hubiera este esfuerzo no hubiera escrito las historias que ahora forman parte de mi vida. Es una servidumbre y un gozo, un gran gozo”. Es un momento para resumir. ¿Qué ha sido su escritura, qué será ahora? “Mi escritura”, dice Vargas Llosa, “es mi vida, es lo que soy. Soy la literatura que he hecho. Toda, y el periodismo también. Con respecto al futuro, voy a hacer todo lo posible para que la vida no cambie. Esta es una inyección de entusiasmo; pero mi vida no va a cambiar. Seguiré teniendo iniciativas, posiciones; esa libertad que ejercito seguirá siendo mi libertad como escritor, como periodista y como ciudadano. Siempre tendré los mismos compromisos; ahora, además, habrá más obligaciones, que someteré al orden que siempre me ha dado la escritura, mi trabajo”. “La literatura, escribir”, terminó Mario Vargas llosa, “es mi manera de vivir, como decía Flaubert. No tendré otra, con sus sumas y sus restas, esa es la felicidad de mi vida. La literatura me ha dado lo mejor que tengo; los amigos, las experiencias. La entraña de mi vocación no es otra que la literatura, y de ella sale todo lo que soy y todo lo que tengo. Es lo mejor que me ha pasado”.

Una alegría después de 20 años Víctor García de la Concha. No hace mucho tiempo, representantes de la Academia sueca visitaron España. Como director de la Real Academia española me vi obligado a preguntar para cuándo un Nobel hispano. La respuesta me tranquilizó. Denotaba poca urgencia pero un sentido firme de compromiso: “El español siempre está bajo nuestra mirada”. El premio a Mario Vargas Llosa representa una alegría enorme para nuestro idioma en todo el mundo. Desde que Octavio Paz lo ganó en 1990 hemos recorrido dos décadas de sequía. Ya había sido justamente reconocido el fenómeno del boom latinoamericano con el Nobel de García Márquez. Pero el escritor hispano-peruano ha llevado a estas alturas mucho más allá los principios que impulsaron aquel importantísimo movimiento renovador de la literatura. Resultaba extraño que el auge vivido por nuestra lengua a nivel global no se viera acompañado de un reconocimiento tan merecido como el de ayer. Hoy somos la segunda lengua de comunicación internacional y la tercera en Internet, pero esa presencia universal necesitaba un empujón de grandes dimensiones para la cultura. Este premio viene a ser esa ansiada distinción. Pero lo es sobre todo para un autor que ha ahondado con enérgica perseverancia y una actitud de enorme talla intelectual sobre géneros como la novela. El autor de “La casa verde” ha construido una teoría sobre la escritura de historias de largo aliento. Lo cuenta en “Cartas a un joven novelista”, ensayos como “La verdad de las mentiras” o en sus estudios sobre “Tirant lo Blanc” y “Madame Bovary”. Ahí defiende que la novela no es más que la suplantación de la realidad por otra radicalmente acorde con las leyes de la ficción. Al tiempo concreto, a los problemas reales, Vargas Llosa se acerca con las armas de un investigador. Lo hace sobre el terreno, rastreando incansablemente en bibliotecas y conversando con quienes le pueden aportar cualquier rasgo que le ayude a definir su propio mundo. Pero una vez realizado el trabajo de campo, todo queda sujeto al universo inventado. No resta otra ley que la emancipación de la realidad misma para revertirla en verdad literaria, construida como una catedral de palabras. Vargas Llosa llega a la literatura a través de la poesía. Desde que descubriera como una revelación la poderosa fuerza de Pablo Neruda en sus “20 poemas de amor y una canción desesperada”, el torbellino de la atracción poética le condujo hasta Luis de Góngora, a quien hoy considera nuestro autor mayor en dicho género. De los resortes y la ley de la poesía, Vargas Llosa dedujo que la novela debe tender sin duda a la creación de un mundo propio. Un mundo que solo contemple la verdad del literato. Puede partir de una realidad concreta, pero no bailar atado a sus normas, sino cobrar vida propia, con su ritmo preciso, con su soberana medida del tiempo. A capricho, siguiendo el cauce por donde le conduzca la palabra y al servicio de la voz con que la revisten los

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personajes creados. Es una poderosa concepción del oficio. Un arte, que en manos de Mario Vargas Llosa ha alcanzado las cotas más altas de la creación.

El lector en el laberinto Antonio Muñoz Molina. Las grandes novelas de Mario Vargas Llosa funcionan como laberintos constructivos que han de ir siendo descifrados gradualmente por la inteligencia y la imaginación del lector. Escribo funcionan de una manera muy deliberada: en Vargas Llosa los artificios de la novela están calculados con una plena intención, como elementos de un organismo dinámico que depende de la eficacia de cada uno de ellos para que la historia se vaya desplegando en la conciencia del lector. Cuanto mejor es una novela más activamente está implicada en ella el proceso de la lectura, desde luego, pero en el caso de las de Vargas Llosa ese acto de leer es central: el modo en que la información se va administrando configura las expectativas sobre la naturaleza y la forma de la historia que se tiene por delante, o que se va extendiendo alrededor de uno. Las voces narrativas, las indicaciones de lugar, los fragmentos de conversaciones, los puntos de vista, configuran un murmullo que solo se podrá dilucidar con la debida atención, en estado de alerta, con el oído dispuesto a detectar resonancias que nos permitan intuir las formas más amplias de la melodía. El novelista escribe poniéndose en el lugar en el que se encuentra el lector en cada momento. Su visión de la historia va siendo más completa según avanza la escritura, y por lo tanto su control sobre ella se hará más concienzudo cuanto más cerca se encuentre del final, pero aun entonces no perderá de vista la diferencia entre lo que él ya sabe y lo que todavía no sabe el lector. Porque de algún modo muy primario, el novelista se parece al lector en que nunca sabe lo que viene después, incluso cuando más seguro cree estar de sí mismo o de los materiales que maneja. Se sigue escribiendo una novela por la misma razón por la que luego el lector seguirá leyéndola: para descubrir qué viene a continuación. Las sutilezas técnicas del modernismo literario del siglo XX, por encima de su ruptura formal con muchos códigos de la novela del XIX, están al servicio del propósito más primitivo de todos: explicar el mundo con relatos que solo serán eficaces a condición de que despierten y sostengan la atención del que ha de escucharlos. Mario Vargas Llosa es un personaje público que ejerce con solvencia y brillantez sus variados talentos, y que ha adquirido con los años una solemnidad entre de diplomático y de estadista. Pero yo lo he visto apasionarse hablando de literatura, recordando novelas, cuentos, escritores que le gustan, con un entusiasmo generoso que no es muy habitual en el gremio. Porque, debajo de las adherencias que los largos años de vida pública han ido superponiendo a su figura de escritor, y de todas las que se acumularán desde ahora sobre él porque le han dado el Premio Nobel , lo que hay en Mario Vargas Llosa, y lo que su literatura transmite como un contagio instantáneo, es el amor por la narración de historias que se sostengan en sí mismas por su calidad de fábulas y que al mismo tiempo alumbren zonas de la experiencia humana y del paisaje social y político de América Latina. También el paisaje literal, la presencia de la naturaleza y los mundos yuxtapuestos de las ciudades: la mayor parte de nosotros no viajaremos nunca a la Amazonia peruana, pero nos hemos perdido y asustado en ella en las páginas de “La casa verde”; y nadie que haya leído el principio de “Conversación en La Catedral” olvidará la desolación de esa Lima de grisura, pobreza, llovizna u desorden que se extiende delante de nosotros como si anduviéramos por sus calles camino de un encuentro que será el hilo que nos lleve al conocimiento de la sucia atmósfera moral de una dictadura y de secretos que tendrán mucho que ver con nuestra propia vida. Esa conciencia aguda del lugar del lector en la ficción yo la adquirí cuando era muy joven en las novelas policiales que publicaban Borges y Bioy en el Séptimo Círculo y en las de Mario Vargas Llosa: quién cuanta qué en cada momento; de qué forma gravita lo que todavía no se sabe con lo que ya nos ha sido revelado; cómo la tensión entre los polos magnéticos de lo dicho y de lo no dicho hace que se levante sin apariencia de peso ni esfuerzo el edificio magnífico de la ficción, que fluya el tiempo en ella, en cada frase, como una corriente eléctrica, con una pulsación hacia delante como la que le da el swing a la música de jazz. Ese es el talento de los narradores antiguos, y el de cualquier novelista heredero de Cervantes. Vargas Llosa ha escrito sobre las grandes novelas canónicas ensayos de una devoción apasionada que tiene mucho de proselitismo; pero los narradores a los que ha celebrado en sus propias ficciones son los otros, los primitivos, los orales, los contadores de historias de las tribus del Amazonas, los charlatanes y embusteros de las tabernas de Lima, los escribidores caudalosos de

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radionovelas: ellos eran los depositarios del secreto inmemorial de hechizar con relatos en voz alta que solo existen plenamente en la imaginación del que los escucha.

Mario y la novela total Juan Luis Cebrián. Náufrago en una isla desierta, si la diosa Fortuna le permitiera a Mario Vargas Llosa llevarse para su solaz un solo libro de todos los que ha escrito, escogería “Conversación en La Catedral”. Yo en cambio espigaría de entre su obra “La casa verde”, una de las novelas más simbólicas, en ocasiones de tendencia casi surrealista, que ha salido de su pluma. Hace ahora cuatro años que comentamos esta breve discrepancia, como algunas otras menores entre nuestras muchas coincidencias, durante un coloquio en la Feria del Libro de Madrid, con motivo de la presentación de la obra completa de Mario, editada por Alfaguara. Es imposible, por supuesto, no rendirse ante la evidencia de que “La casa verde” no fue ni su mayor éxito de ventas ni el libro más apreciado por la crítica, pero la carpintería literaria que cimienta la obra, su magistral mezcla de lugares, tiempo y emociones, me parecieron ya cuando salió todo un homenaje a la literatura, a la belleza del arte, en estado prácticamente puro. Como en el caso de todos los escritores del boom latinoamericano, la obra de Vargas Llosa mantiene desde entonces una relación intensísima con las emociones, los desvaríos y ensueños de la generación de los sesenta. Esta fue una década marcada por un anhelo de libertad como no recuerdo se haya producido en todo Occidente después de la II Guerra Mundial. Confluían en las aspiraciones de la época demandas muy diversas, que iban desde la revolución política a la sexual, y que en el caso de España apenas podían expresarse. La incorporación a nuestro universo literario de un buen elenco de jóvenes escritores latinoamericanos (García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa...), y el descubrimiento tardío de maestros como Borges o Asturias, galvanizó por entonces la conciencia de una España que despertaba al desarrollo económico y pugnaba por sacudirse las cadenas de la mediocridad y la miseria. Descubrimos también gracias a ellos, casi de golpe, el mestizaje posible entre el realismo social, que pugnaba por abrirse paso en nuestro país, y el realismo mágico que aquellos autores nos regalaban. En aquel peregrinaje artístico, tan inesperado como placentero, los latinoamericanos de la época nos ayudaron a descubrir los perfiles de nuestra propia identidad, frente a la cultura acartonada, provinciana y triste que el franquismo patrocinaba. Leí la primera novela de Mario, “La ciudad y los perros”, nada más publicarla Seix Barral en 1963, como ganadora del Premio Biblioteca Breve. Apenas un año más tarde recalé en la sede central de la agencia de noticias France Press, en la plaza de la Bolsa parisiense, en demanda de un puesto de becario como redactor de la sección de América Latina. Tienes suerte, me dijeron, hace poco se nos marchó un peruano, un tal Vargas Llosa; le dieron un premio de novela y al parecer ha decidido dedicarse desde ahora solo a la literatura, te puedes sentar en su silla. Así lo hice, ¡y a ver si se me pega algo!, pensé entre sonrisas. A partir de aquella anécdota he seguido paso a paso la trayectoria de Mario, como lector primero, como amigo, editor y compañero en las tareas de Academia después. Es el creador de un modelo literario cercano a la perfección. Por un lado, siempre ha sido antes que nada un contador de historias, un narrador puro, de una plasticidad formidable en sus descripciones, siempre preocupado, no obstante, por el rigor en los detalles y la comprobación de los mismos, lo que le acerca de manera inevitable a las fronteras del mejor periodismo. Por otro, es de admirar su personal involucración en la política, desde una concepción sartriana del compromiso, del engagement tal y como lo entendíamos y lo pretendíamos vivir en aquella década de los sesenta, dorada para nosotros todavía, en nuestra memoria y en la de nuestras frustraciones. De “La ciudad y los perros” me había impresionado su sencillez narrativa, la plasticidad del relato y su cercanía a algunas vivencias de la España de entonces. Las experiencias del colegio militar de Lima se parecían como un huevo a otro huevo a las que muchos reclutas de la mili tenían que padecer en el ejército español. El antimilitarismo era corriente obligada entre los jóvenes de la época, y tras mi estancia en París, cuando me vi obligado a ingresar en una escuela de automóviles del Ejército del Aire como orgulloso perteneciente a la clase de tropa, volví a agarrarme a aquel libro que demostraba hasta qué punto la vulgaridad de los comportamientos de nuestros instructores y mandos era idéntica, en su zafia brutalidad, a la que Vargas Llosa describía. Pero la llegada de “La casa verde”, que había escrito en París precisamente durante la época en que se ganaba la vida como redactor de France Press, constituyó para mí una revelación de la que todavía disfruto. Creí entender entonces, y lo sigo pensando ahora, que aquel era un experimento, trabajoso y pertinaz, de alguien absolutamente decidido a escribir la novela total (un empeño este que luego veríamos repetido en

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obras tan inmensas como “Conversación en La Catedral” o “La guerra del fin del mundo”). En las descripciones de los escenarios amazónicos y de la choza prostibularia de Piura – por utilizar sus propias palabras – descubrí a un tiempo la herencia de un Faulkner y una intensa sensualidad, entre refinada y sórdida, producto de las lecturas de Flaubert. Creo que no ha habido en la literatura castellana nadie capaz de emular a Mario en su destreza magistral a la hora de convertir el sexo en materia prima de la belleza artística. Alguna vez le escuché decir que es imposible discernir entre la memoria y la fantasía. Escribo ahora estas fugaces líneas precisamente de memoria, desde esa América Latina tan querida para él, y a la que ha entregado lo mejor de sus esfuerzos, de sus años y de su inteligencia, sin por eso dejar de ser un europeo con casas en Londres y Madrid. Pero sé distinguir perfectamente la ausencia de cualquier tipo de fantasía en mis valoraciones, quizá subjetivas, aunque compartidas por una multitud, acerca de la excelencia de la obra de Vargas Llosa. Hace muchos años que la Academia sueca debería haberse fijado en él para otorgar un galardón que no admite discusiones y que en ocasión como esta, al igual que tantas otras veces, honra más a quien lo entrega que a quien lo recibe. La precocidad de su talento, su proteica vitalidad y su biología portentosa permiten empero que el reconocimiento llegue cuando todavía le queda mucha obra por delante. Sus amigos, sus lectores, los millares de discípulos secretos que descubren en su prosa el músculo fibroso y mineral de su condición de escritor, estamos de enhorabuena.

Realidad sin límites J. Ernesto Ayala-Dip. Resulta cuando menos curioso que el mejor libro que se escribió sobre la personalidad y obra del premio Nobel Gabriel García Márquez lo haya escrito el flamante hoy también premio Nobel de literatura Mario Vargas Llosa. Hablamos de “García Márquez: historia de un deicidio”. Simetrías del azar y de la alta estética narrativa. Alguna vez dijo el gran escritor peruano que los únicos límites de la novela realista son la realidad, “que no tiene límites”. Dicha sentencia tenía que ver con una de las características esenciales de su novela “La ciudad y los perros” (1963), obra con la que el escritor adquiere su consagración y prestigio internacionales. Y con motivo de este mismo título agregó entonces que la realidad supone la existencia de las pesadillas de Kafka, el empeño psicológico hecho prodigio verbal de Proust, el orbe mítico de Carpentier, las empecinadas y tortuosas búsquedas de Dostoievski y la luminosa objetividad de Hemingway. Vargas Llosa escribió muchas novelas. Algunas de ellas ya forman parte de lo mejor que se escribió en castellano. Como la citada “La ciudad y los perros”, donde se juntan la representación de un habla popular, inmediata, con el uso exacto del monólogo interior. Estoy seguro de que los lectores del escritor se dividen entre los que prefieren “Conversación en La Catedral” (1969) y los que se quedan con “La guerra del fin del mundo” (1981). Aunque bien pudiera haber un tercer grupo que se quedara con las dos. Como un servidor. En ambas novelas se reflejan dos maneras diferentes de enfrentarse al hecho literario. En la primera, proyecto totalizante, las corruptelas políticas peruanas (más un puntilloso detalle de perversiones) en el marco de un gran despliegue de recursos narrativos; en la segunda, con un cambio de mapa geográfico e histórico, una reinterpretación libresca de “Os sertões”, del escritor brasileño Euclides da Cunha, y una poderosa metáfora de los fanatismos ideológicos y religiosos de la sociedad contemporánea. Mario Vargas Llosa se alimenta de fuentes estrictamente literarias. Fuentes decimonónicas. Flaubert garantiza el respeto por la frase, los tiempos verbales exactos para generar la sensación de tiempo íntimo, histórico y novelístico. Y Víctor Hugo, la función ética, la escritura titánica. La versatilidad de Vargas Llosa es encomiable. “La tía Julia y el escribidor” (1977) es una muestra palmaria de ello: la combinación perfecta de alta ficción y deslumbrante simulación de literatura popular, además de un inestimable ejercicio autobiográfico. Y como también lo demuestra “Elogio de la madrastra” (1988), una verdadera ofrenda a lo mejor de la novela erótica. Su riqueza conceptual alcanza estratos sociales, psicológicos; en el nivel de las estrategias narrativas son estudiados y aplicados con precisión quirúrgica el espacio, el tiempo, las voces narradoras y puntos de vista. Todo en pos de su máxima literaria: la verdad de las mentiras. Ensaya la novela de misterio policiaco insertada en el espacio del territorio político del Perú de los años noventa: “Lituma en los Andes” (1993), una novela amarga si se atiende su desilusión por las proclamas políticas cuando conducen al sectarismo y a la deshumanización de los medios empleados para alcanzar unos fines no menos inconfesables.

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“La Fiesta del Chivo” (2000), probablemente una de las mejores novelas sobre dictadores que se haya escrito en español. Soy un admirador incondicional de su dos últimas novelas: “El paraíso de la otra esquina” (2003) y “Travesuras de la niña mala” (2006). En la primera convergen algunas de las pasiones literarias de Vargas Llosa: la gran novela decimonónica, el trazo naturalista, el esbozo entre folletinesco y melodramático, la fascinación histórica y la trascendencia moral. Y en la segunda descuella la capacidad del autor para crear una heroína de tanto calado irónico como humano. El otro capítulo que corre parejo a su talento inventivo es el ensayo. Ya citamos el que estudia a García Márquez. Podríamos citar el estudio preliminar a la edición en castellano de la novela de caballería “Tirant lo Blanc”, de Joanot Martorell. “La orgía perpetua: Flaubert y ‘Madame Bovary’” (1975) es algo más que un estudio pormenorizado del estilo del normando. Es una declaración de principios estéticos que compromete toda la obra de Vargas Llosa. Y es también la historia de una pasión literaria: la de Flaubert y la suya propia. En “La verdad de las mentiras” (1990) está definida su filosofía de la invención. Y en el estudio sobre “Los miserables”, de Víctor Hugo, el homenaje a la grandeza literaria no le priva la inmersión en los lugares más oscuros del francés. En “El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti” (2008) reconozco su intuición creadora. Encuentro al Onetti en su mundo penumbroso y al fundador de una región literaria y una literatura. Pero me sorprendió una cierta incapacidad para entender a Roberto Arlt, además de alguna injusticia con un escritor argentino muy poco conocido fuera de Argentina, Eduardo Mallea. Dos cuestiones para terminar. Primera: los epígonos. Todo gran autor los tiene. Aunque tiene también quienes necesitan matarlo. Como de alguna manera tuvo que hacerlo el mismo Vargas Llosa respecto a sus precedentes, entre ellos José María Arguedas. Encontré en “Abril rojo”, de Santiago Roncangliolo, ciertas reminiscencias de “¿Quién mató a Palomino Molero?” En su inefable fiscal Chacaltana Saldívar había esa configuración de parodia y de sutil denuncia sociopolítica que encontramos en las ficciones digamos policíacas del nuevo Nobel. Podría citar las novelas de Patricia de Souza o las de Iván Thays, todas tocadas por esa maldición social de su país que impregna sus ficciones: peripecia colectiva, investigación introspectiva y representación de una enfermedad histórico-social y también de una traumática búsqueda estética. Todas cerca del maestro e intentando alejarse de su poderosa estela. Las ideas políticas de Mario Vargas Llosa, su defensa de ciertas políticas neoliberales, puede que no lo hagan demasiado simpático a mucha gente. Podríamos decir, como Marx decía de Balzac, que el autor de “La casa verde” es políticamente conservador, pero en el terreno del arte de la ficción es progresista. Yo tampoco comparto muchas opiniones de Vargas Llosa sobre muchas cosas en las que se siente obligado a opinar. Pero en la concepción que tiene de la novela y, a través de esta, de la realidad, siempre estoy y estaré de acuerdo con él.

Fuego intelectual Héctor Abad Faciolince. Mario Vargas Llosa, aunque ya no sea, como hasta hace muy poco, un trotador empedernido, es un setentón juvenil, de mente y de cuerpo. Si un signo claro de la vejez son la rigidez y el estancamiento de las ideas, Vargas Llosa no ha envejecido. Si el signo más claro de la frescura del pensamiento es, por el contrario, la curiosidad y la capacidad de poner en duda las propias creencias, con una mente abierta, entonces Vargas Llosa es un señor de 74 años que más parece un joven de 37. No es un traidor a la causa, como lo ha visto la extrema izquierda, sino un hombre fiel – por encima de todo – a unas cuantas convicciones: la de la libertad del individuo, la del rechazo a la coerción por parte del Estado, la del rechazo feroz z las dictaduras, sean de izquierda o de derecha. Políticamente nunca estuvo con Cortázar, para quien no eran lo mismo los crímenes de la izquierda que los de la derecha, ni con Borges, quien estuvo dispuesto a recibir honores de Pinochet. Su maestro en asuntos políticos ha sido más bien Karl Popper, con su defensa de la sociedad abierta, y en general los pensadores liberales anglosajones. El “primer amor” literario del reciente Nobel de Literatura fue teatral y casi prematuro, pues escribió y llevó a las tablas una obra dramática cuando tenía apenas 16 años. No podemos saber, sin embargo, cómo serán sus

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últimos amores. Si nos atenemos a lo ambicioso de la próxima novela, “El sueño del celta”, sabemos que seguirá buscando lo imposible, lo que ningún escritor ha conseguido nunca, pero aquello que él y unos pocos más han estado a punto de lograr varias veces: la novela total. De lo que sí podemos estar absolutamente seguros es de que seguirá escribiendo siempre, o al menos hasta el día en que su inteligencia conserve la agudeza, la creatividad y la curiosidad que lo han caracterizado durante más de medio siglo. Con una laboriosidad asombrosa y con una independencia ética que jamás ha sucumbido a los chantajes morales ni a las acusaciones infames de sus innumerables contradictores, Vargas Llosa es, para todos aquellos que hemos apostado la vida a la pasión por las letras, un ejemplo permanente de actividad y un desafío constante contra la pereza o el conformismo mental, tanto en el campo literario como en el político. En los últimos meses, he leído (o releído) buena parte de sus libros y al final de esta extraordinaria experiencia no dudo en calificar su obra, por rimbombante que suene el adjetivo, como monumental. Sus dimensiones, para empezar, son casi balzacianas, con unos 50 volúmenes a su haber. Pero la cantidad es lo de menos, pues más vasta es la obra de Corín Tellado. Lo asombroso consiste en que casi todos sus libros son técnicamente impecables y su obra abarca muchos registros, desde el humor y la levedad hasta la más densa complejidad histórica o psicológica. Además, su prosa ensayística es clara y rigurosa; podemos estar o no de acuerdo con él, pero sus argumentos son nítidos, directos, nunca tramposos, pues no recurren jamás a la mentira o a la deshonestidad intelectual. En una vida de gran simetría, Vargas Llosa empezó publicando, antes de cumplir siquiera los 30 años, novelas ya maduras, y sigue publicando ahora, después de los setenta, novelas que poseen un ímpetu y una gracia juveniles. Las de la madurez precoz son “La ciudad y los perros” (1963), “La casa verde” (1965) y “Los cachorros” (1967). La más importante de la madurez rejuvenecida es su muy entretenida “Travesuras de la niña mala” (2006) que recupera el refrescante humor de “Pantaleón y las visitadoras” (1973). Y entre estos dos extremos de su obra, está lo más asombroso de su actividad novelística y ensayística. Por un lado, tres novelas totales, tres universos ficticios perfectamente construidos: “Conversación en La Catedral” (1969), “La guerra del fin del mundo” (1981) y “La Fiesta del Chivo” (2000). Estas tres novelas, al mismo tiempo íntimas, históricas y políticas son, cada una a su manera, tres de las más grandes novelas de nuestra lengua de todos los tiempos. Al mismo tiempo que escribía estas tres novelas extraordinarias, con intervalos de muy pocos años, Vargas Llosa fue publicando excelentes monografías sobre otros escritores. La primera es un extenso estudio sobre García Márquez y su obra, que tuvo origen en su tesis doctoral en la Universidad de Londres. “Historia de un deicidio”, publicada en 1971 (y nunca más reeditada hasta fecha muy reciente, en sus Obras Completas, a causa de su triste trifulca con el escritor colombiano). Todavía hoy este largo ensayo sigue siendo una de las mejores introducciones al autor de “Cien años de soledad”, y una muestra indudable de inmensa generosidad por parte de un colega casi coetáneo, al principio de su carrera, con lo celosos y egoístas que suelen ser los escritores. Vinieron después libros sobre Flaubert y “Madame Bovary”, sobre Sartre y Camus, sobre Arguedas, sobre la novela moderna (“La verdad de las mentiras”), sobre “Los miserables” de Víctor Hugo, hasta el muy reciente estudio de la obra de Juan Carlos Onetti (“El viaje a la ficción”, 2008). El fuego de la obra de Vargas Llosa y su personalidad arrasadora tiene que ver con varios factores. Ante todo una fe inquebrantable en la literatura, la cual le ha permitido una fidelidad a su oficio que muy pocos poseen con tanta fuerza y constancia. A esto se une la confianza, también ciega, en que esta actividad de la fantasía humana, la literatura, es útil e importante para el mundo. Y, por último, la seguridad sin fisuras que tiene de pensarse a sí mismo como un gran escritor. Alguien dijo que para ser genio hay que creérselo (y Vargas Llosa se lo cree, como muchos otros), pero además, y sobre todo, hay que acertar (y Vargas Llosa acierta al tener esta idea de sí mismo).

Publicar a un Nobel

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Pilar Reyes.

Directora de Alfaguara.

Cuando supimos la noticia ayer a mediodía vino a mi memoria toda una historia, que hemos compartido con tanta gente, con Amaya Elezcano, con Fernando Esteves, con Juan González, con los tiempos de Juan Cruz, Sealtiel Alatriste y Conrado Zuluaga, dirigidos por la añorada Isabel Polanco, y con todos los colegas de una editorial, Alfaguara, que cobró cuerpo internacional, iberoamericano, gracias al impulso que nos dieron autores como Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa, y sin duda merced a la confianza que depositaron en nosotros, los responsables de la edición de los libros y aquellos que han dirigido Alfaguara en España y en el resto de los países iberoamericanos. Ha sido una aventura que, en el caso del Nobel, tiene su inicio en 1993, cuando nos entregó “Los cuadernos de don Rigoberto” y, sucesivamente, toda su obra, que ahora es una biblioteca viva (está a punto de aparecer “El sueño del celta”) que nos enorgullece ofrecer a los lectores como justificación máxima de las razones que tuvo el jurado para honrar a nuestro autor. Hay muchas más razones que estas íntimas o internas para celebrar el premio a Mario Vargas Llosa desde la perspectiva de sus editores. Desde que comenzó su andadura en nuestro sello, y hoy lo hablaba con mi compañera Amaya Elezcano, Mario ha sido un autor ejemplar; delicado en todos los momentos de la proyección del libro como objeto que luego ha de ser mercancía, instrumento de lectura. El mimo con el que él trata a la gente, a los que están arriba y a los que están abajo, ha sido siempre para nosotros una prolongación de su genio como personalidad intelectual que jamás abandona la sencillez de sus principios y orígenes. Es un lector; muchas veces, en Alfaguara, hemos entendido de dónde viene su genio: de la lectura. Hace años quiso que revisáramos sus ediciones, que el tiempo había llenado de erratas (eso creía él); y él mismo sometió a escrutinio su obra con un ojo crítico implacable. De ahí nació, y renació, la biblioteca Vargas Llosa, que para nosotros es un homenaje al lector que es él y a los lectores que tiene. Una palabra final de recuerdo al Nobel Saramago, que nos abandonó este año. Pocos meses antes su muerte, él y Pilar del Río recibieron en su casa de Lanzarote a Mario y a Patricia. Mario y José hablaron de literatura y de vida. Ahora este Nobel que nos lega a la casa de Alfaguara nos hace recordar, inevitablemente, ese otro Nobel que tuvimos y que con tanto cariño queremos rememorar en esta otra ocasión gozosa.

Enfermo del Perú Fernando Iwasaki. En “El país de las mil caras” (1984) Mario Vargas Llosa reconoció: “El Perú es para mí una especia de enfermedad incurable y mi relación con él es intensa, áspera, llena de la violencia que caracteriza a la pasión”. Todos los demonios conjurados por Vargas Llosa en sus novelas son peruanos o intuidos en el Perú, aunque formen parte de ese infierno más vasto y universal que muchas veces carcome la condición humana. Así, el Colegio Militar Leoncio Prado en “La ciudad y los perros”, la trata de blancas en “La casa verde” o la dictadura militar en “Conversación en La Catedral”, son los abismos por los que Vargas Llosa descendió a los infiernos de la realidad peruana, de donde regresó – como el filósofo de la caverna – para contarnos lo que vio. La conciencia de la selva, por ejemplo, adquirida durante una expedición científica que recorrió el Alto Marañón en 1958, no solo germinó en novelas ambientadas en la Amazonia peruana como “La casa verde”, “Pantaleón y las visitadoras” o “El hablador”, sino en obras donde también recreó escenarios de paisajes rotundos como “El paraíso en la otra esquina”, “La guerra del fin del mundo” y “El sueño del celta”, donde el infierno selvático del Congo se vuelve uno solo con el infierno amazónico peruano. Por otro lado, la conciencia de la abyección de las dictaduras que atraviesa esa fastuosa novela que es “Conversación en La Catedral”, rebasa los límites peruanos para reaparecer en “La Fiesta del Chivo” y en los delirios de la revuelta de Canudos o de los socialistas utópicos franceses, criaturas vargasllosianas por excelencia, pues representan la conciencia del fanatismo que el autor de “Los cachorros” descubrió en el colegio militar y que le ha servido para echar a volar un enjambre de fanáticos, a veces estrafalarios como Pantaleón Pantoja en “Pantaleón y las visitadoras” y Pedro Camacho en “La tía Julia y el escribidor”; cegados por la ideología como Galileo Gall en “La guerra del fin del mundo”, Alejandro Mayta en “Historia de Mayta” y Flora Tristán en “El paraíso en la otra esquina”; aculturados como Mascarita en “El hablador” y Paul Gauguin en “El

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paraíso en la otra esquina”; trasnochados de religión como el Hermano Francisco en “Pantaleón y las visitadoras” y El Consejero en “La guerra del fin del mundo”, o hedonistas abnegados como Rigoberto en “Los cuadernos de don Rigoberto” y Ricardo Somocurcio en “Travesuras de la niña mala”. Parece mentira que uno tenga que “demostrar” los orígenes peruanos de los demonios y obsesiones de Mario Vargas Llosa, quien por estar “enfermo” del Perú siempre ha perdido más de lo que ha recibido. Pienso en la comisión que presidió para investigar la matanza de Uchuraccay, pienso en la aventura política que lo llevó a presentarse a las elecciones presidenciales de 1990 y pienso en la cantidad de veces que ha sido vilipendiado y satanizado por denunciar las dictaduras, injusticias e iniquidades del Perú. No creo que Vargas Llosa deba agradecerle al Perú el Nobel de Literatura. Más bien, gracias a Vargas Llosa la literatura peruana será más visible todavía en todo el mundo. La alegría es de todos los hispanohablantes que consideran a Vargas Llosa uno de los suyos, y a mí me hace muy feliz saber que Mario, Patricia, Álvaro, Gonzalo y Morgana, por fin van a tomar conciencia de cuánto se les quiere. Incluso en el Perú.

El malentendido Vargas Llosa Juan Gabriel Vásquez. “Por cada elogio recibirás dos insultos”, le dijo una vez Pablo Neruda a Vargas Llosa. Ignoro si esa proporción se haya cumplido, pero sé en cambio que pocos escritores de nuestro tiempo han sido tan gratuitamente calumniados, o sus ideas tan dolosamente distorsionadas, como Mario Vargas Llosa. Si uno se descuida escuchará que el autor de “La ciudad y los perros” es un autoritario, que el autor de “La guerra del fin del mundo” es un conservador, que es un militarista el autor de “La Fiesta del Chivo”. Yo he escuchado todas esas variaciones de un mismo tema: Vargas Llosa como hombre de derechas /en el mejor de los casos) y como reaccionario peligroso (en casi el peor). La única manera de explicarse el asunto es recordando a Borges, para quien la fama era quizá el peor de los malentendidos, salvo que la fama no puede explicar por sí sola las prestidigitaciones que hacen sus enemigos para convertir a Vargas Llosa en lo que no es ni ha sido nunca. Pero ahí están sus textos para contradecirlos. Salvo que los detractores de Vargas Llosa no suelen leer a Vargas Llosa, un poco como aquellos que se negaban a creer en los descubrimientos cósmicos de Galileo, pero también se negaban a mirar por el telescopio para comprobarlos. Porque pocos como Vargas Llosa han defendido las ideas que la mejor izquierda ha reclamado tradicionalmente para sí. Que yo recuerde, no hay otro novelista de su generación que haya defendido con tanta terquedad la libertad del individuo, o que tanto haya defendido al individuo frente a las mil fuerzas que lo amenazan diariamente. Vargas Llosa se ha enfrentado a toda forma de autoritarismo, desde el que ejercen los Gobiernos del signo que sea hasta el que practica, con tan dañinos resultados, la ubicua Iglesia católica. Y no hablo de sus novelas, que son formidables alegatos contra todas las formas de poder (público pero también íntimo). Hablo de sus columnas y sus ensayos y sus discursos, donde Vargas Llosa ha defendido el derecho de las mujeres a abortar, la igualdad para los homosexuales, la legalización de la droga, y donde ha atacado los nacionalismos de todo tipo y los recortes a la libertad individual, cualquiera que sea su justificación. Frente a otros escritores latinoamericanos de su rango, Vargas Llosa no ha considerado que la libertad de expresión o la integridad personal puedan violarse si el que la viola se dice socialista, ni que el despotismo militar sea aceptable si se produce en nombre de un ideal noble, de un futuro mejor o de una sociedad perfecta. Al contrario que tantos otros, Vargas Llosa nunca ha considerado que las ideologías sean más importantes que los hombres. La vida de una sola persona humana, recordaba Vargas Llosa que decía Camus, es más valiosa que cualquier idea. Y así ha vivido.

Generosidad Fernando Savater.

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La admiración por uno o dos libros acertados de un autor no es rara, pero la fidelidad a toda una obra resulta menos usual. Mario Vargas Llosa ha sabido ganársela como pocos autores contemporáneos entre muchísimos lectores de todo el mundo. Y ello aunque su caso cuenta con una dificultad añadida: lo notorio de sus posturas políticas, que han evolucionado profundamente a lo largo de los años. Conozco no pocos adictos al gran novelista que despotrican contra sus elogios a Mrs. Thatcher o algunas otras tomas de partido, pero son los primeros que corren a la librería en cuanto anuncian otro libro firmado por él. En todo lo que narra Vargas Llosa hay una verdad y una trasparencia objetiva que derrotan a los resabios de cualquier ideología: es lo que podríamos llamar el amor artístico a lo humano, la profunda compasión (o simpatía, si preferimos la etimología griega) que comprende el desasosiego de sus semejantes y vibra literariamente con él. Ese humanismo auténtico, práctico, incluso misionero (porque nos hace cómplices de la humanidad que a través de la lectura se nos descubre) constituye la urdimbre final de su visión del mundo. Incluso quienes discuten sus conclusiones ideológicas aceptan la suprema honradez de sus premisas narrativas: tal es su fuerza y su grandeza, tal es también el reto – el “más difícil todavía” – que arrostra con cada uno de sus libros. La palabra, que a algunos parecerá anticuada y los desconcertados intentarán buscar en Wikipedia, es “compromiso”. Y en nada se refleja de forma tan nítida el escritor comprometido Vargas Llosa como en sus artículos de prensa. Cuando uno ha conseguido un rincón periodístico desde el que hacerse oír, la tentación narcisista lleva a deslumbrar y no a iluminar: a sacarle maravillosamente los ojos al lector en lugar de abrírselos, que hubiera dicho Madame du Deffand. Hacerse valer con cualquier pretexto y elegir un tema caprichoso o erudito como el McGuffin sabiamente arbitrario con el que Hitchcock promovía sus enredos. A veces el resultado es muy divertido e inteligente, elegante, pero a otros no les basta. No le basta a Vargas Llosa, cuyo compromiso estriba en poner su excelencia literaria de articulista al servicio de lo más útil: describir lo complejo y perplejo de la realidad para potenciar los requisitos de la libertad. Por eso no le gustan los temas ingeniosamente anodinos o inocuos, sino aquellos que comprometen en el campo de liza y con los que uno se gana más adversarios que admiradores. Acudir a la cita no en la balsa que se deja llevar por la corriente sino en el frágil pero aún así altivo esquife que remonta “contra viento y marea”, según sus propias palabras. Aunque nadie me lo pida sin pedir permiso, hablaré de mí. El lema que en mi estima define a Mario es el de “generosidad”. Es generoso en la opulencia de sus ficciones, dramáticas y sensuales, desesperadas y liberadoras; es generoso en su curiosidad que a nada renuncia, que todo lo explora y escudriña, que lo mismo agota una biblioteca para documentar un libro que atraviesa el desierto para conocer Irak sin intermediarios; es generoso en su compromiso político, cuando tan fácil es acertar siempre callando o manteniendo una cauta ambigüedad como vemos todos los días en quienes nunca arriesgan ni su comodidad ni su reputación; es generoso siempre en su tratar de entender y no intentar desentenderse, en su contagioso afán de hacernos entender. Tiene la generosidad del talento y su talento es erótico: o sea excitante pero también procreador. Y ante la generosidad nada conviene salvo la desconcertada gratitud: tres décadas después de mi inicial asombro al descubrirle, que sigue renovándose libro tras libro, solo puedo decirle la palabra sagrada y que invoca lo sagrado: gracias. Y ten por segura la feliz felicitación de tu fiel finalista del Planeta, Mario, ahora que estás en tu reino...

Liberal a secas José María Lassalle.

Diputado del PP y portavoz de la Comisión de Cultura en el Congreso.

Cuenta Mario Vargas Llosa que las primeras lecciones sobre el liberalismo las recibió en la infancia, junto a su abuela Carmen y su tía abuela Elvira. En boca de aquellas beatas escuchaba admoniciones y reproches sobre la conducta disoluta de quienes tenían la osadía de divorciarse, ser librepensadores y enfrentarse a la moralina asfixiante de unos criollos conservadores que añoraban los hábitos virreinales e inquisitoriales dejados atrás con la independencia. En aquella atmósfera familiar, el liberal era el antípoda relativista de la ortodoxia, sea cual fuere el dogma sobre la que se sustentaba. De hecho, el liberal prototipo lo tenía en su propia familia, ya que un antepasado suyo dijo un día que se iba de casa para comprar el periódico y no volvió hasta 30 años después. ¿Qué hizo?, preguntaba el joven Mario a su abuela, y esta le respondía lapidariamente: “Corromperse”, pues en aquellos tiempos los que se decían liberales siempre estaban cortados por el mismo patrón. A saber: invocar a

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Montesquieu si hablaban del poder; la ciencia y la razón cuando apelaban al conocimiento; y la tolerancia si describían las reglas de juego de la convivencia civilizada, ya fuera doméstica o ciudadana. No cabe duda de que aquella educación sentimental marcó a fuego lento su inconsciente con el hierro de un desprecio intuitivo hacia el dogmatismo y los discursos enérgicos que invocaban la verdad como un absoluto inflexible. Con los años y las decepciones, aquellas impresiones tempranas adquirieron finalmente el poso de la reflexión intelectual. La heterodoxia de Vargas Llosa fue haciéndose congruente, integrada en un relato que se vertebró dentro de una experiencia personal que hizo que su rechazo al dogma se transformara en la fisonomía de un liberal a secas. En este sentido, las lecturas de Popper y Berlin, Mises, Herzen, Dahrendorf y Hayek, fijaron en él unas coordenadas singulares que casaron muy bien con su recelo epistemológico hacia aquellos liberales simplificadores que olvidan que el liberalismo fue, primero, una apuesta ilustrada por la libertad moral y de conciencia para, después, proyectarse sobre la libertad del mercado, pero no al revés. Como se ha encargado de repetir muchas veces, nada más lejos en él que la actitud de esos liberales logarítmicos que “creen que la economía es el ámbito donde se resuelven todos los problemas”. Para él, la libertad responsable es el fundamento de la dignidad, y eso requiere una estructura igualitaria y positiva que permita a todos el derecho a decidir sobre su vida, sin dogmas ni ortodoxias. Un producto civilizado, inestable e imperfecto que asegure el derecho a equivocarse y vivir en el entorno pluralista, tolerante y heterodoxo de una sociedad abierta.

Te espero en el escenario Aitana Sánchez-Gijón Corría el mes de Julio de 2006. Un jardín tropical, un frontón al aire libre... y 20 días por delante para poner en pie “Odiseo y Penélope”, la segunda aventura teatral como autor y actor de Mario. El calor era infernal. Ensayábamos cobijados por la sombra de un árbol generoso y nos refrescábamos, vestidos, con el agua de una manguera hasta quedar totalmente empapados. Mario descalzo, despojado, entregado a su recién descubierta vocación con la valentía y la humildad de quien no tiene nada que perder. Joan Ollé (el otro vértice del ménage à trois teatral) y yo disfrutando como niños de las charlas interminables, de las carcajadas constantes, de los escollos que siempre acabábamos por resolver en equipo, siempre en equipo. Es un oficio solitario el del escritor. El de los cómicos, sin embargo, un proceso colectivo. Mario luchaba a brazo partido contra sus propias palabras para darles vida hasta hacerlas suyas de nuevo. Escuchaba admirado las propuestas escénicas de Joan y repetía hasta la saciedad, con una disciplina férrea, cada escena hasta caer rendido. A veces nos enzarzábamos en discusiones interminables pero siempre gozosas sobre ciertos pasajes. Y Mario reescribía, cortaba o amoldaba el texto según las necesidades del montaje con una generosidad y un sentido del humos admirables. “Queréis mutilar mi texto”, nos increpaba. “¡Me queréis hundir!” Y acto seguido explotaba en una carcajada. Patricia, su mujer, asomaba de vez en cuando por detrás de una palmera y observaba divertida a Odiseo resistiendo el hechizo de las sirenas o el reencuentro con Penélope a su regreso a Ítaca. Fueron 20 días de convivencia intensiva. Habíamos compartido ya escenario con “La verdad de las mentiras”, pero fue en ese frontón cuando a Mario se le instaló definitivamente el veneno del teatro. Llegamos a Mérida. Las piedras del escenario echaban fuego. La fuerza telúrica de siglos nos subía por la planta de los pies. Faltaban cinco minutos para salir a escena. Mario se me acercó entre cajas y, aterrado, me miró a los ojos y me dijo: “Esto es espantoso. ¿No podemos huir de aquí? Escapemos ahora que aún estamos a tiempo”. “Enhorabuena, Mario”, le respondí: “Te has convertido en un actor”. Y, como no podía ser de otra forma, nos lanzamos a la arena. Mario el rapsoda, Mario el tejedor de sueños, Mario el actor se metió al público en el bolsillo y yo me sentí el ser más privilegiado del planeta por estar a su lado. Dos años después nos embarcamos en una nueva travesía: “Las mil y una noche”. Él era Sahrigar, el sanguinario, y yo Sherezade. Pero esa es otra historia... Ahora le ha llegado el Nobel. Por fin. Ya estaba tardando. Me siento tan orgullosa como si se lo hubieran dado a alguien de mi familia. Enhorabuena, Mario. Para los millones de personas que te queremos y admiramos hoy es un gran día.

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Te espero en el escenario.

Las películas, eterna frustración Gregorio Belinchón. “Fue una experiencia que, desgraciadamente, considero frustrada, porque me parece que la película no resultó”. Era 1974, Mario Vargas Llosa, como él mismo confiesa en un libro-diálogo con Ricardo A. Setti, escribió y codirigió la adaptación al cine de su “Pantaleón y las visitadoras”. “Tuvimos que filmarla en condiciones bastante improvisadas. Intentamos filmar en Perú, donde ocurre la historia, pero el Gobierno militar de la época lo prohibió”. El director debutante se cubrió las espaldas, contrató al ya fallecido José María Gutiérrez Santos – director español amigo del autor y de corta carrera -, pero la producción pasó de Perú a Venezuela y de ahí a la República Dominicana. A José sacristán le tocó encarnar a Pantaleón. “El director de fotografía era el nieto de Renoir, para que veas nuestro presupuesto”, recordaba ayer Sacristán. “Era una producción formidable, una gran aventura a todo trapo de la Paramount. Aún recuerdo allí a la estupenda Katy Jurado. Nos pasábamos horas y horas hablando de cine. Mario es un apasionado del cine”, comenta el actor. Durante aquel largo rodaje – “Se alargó y alargó en el tiempo, y llegamos hasta el 27 de Septiembre, que celebramos mi cumpleaños, y recibimos horrorizados la noticia de los últimos fusilamientos del franquismo” - , Sacristán y Vargas Llosa charlaron sobre Flaubert, Rulfo... “A mí me descubrió muchas cosas. Fue una aventura formidable y él alimentó con su conocimiento mi pasión por el cine”. Pero el escritor no acabó contento. “Toa, ni yo tampoco”. Una cosa no quita la otra. Vargas Llosa cambió el guión, e intentó amalgamar actores españoles (además de Sacristán estaban Rafaela Aparicio y Agustín González), mexicanos, dominicanos, peruanos... “No llegó a haber una integración real, una armonía. La película no vale gran cosa”, según su codirector. Otro recuerdo de Sacristán: “Por la noche, como dependíamos de Paramount, veíamos lo que rodaba a la vez Francis Ford Coppola en “El padrino 2”. Descubrimos juntos a Robert De Niro. En fin, aquel rodaje se nos fue de las manos”. El peruano solo sacó algo claro de aquel rodaje en República Dominicana: allí escuchó diferentes historias sobre el dictador Rafael Leónidas Trujillo y la conjura de su muerte. Lo que el cine perdió, lo ganó la literatura 20 años después. Para un autor al que le gusta tanto el cine, el buen cine, debe de ser duro ver algunas de las adaptaciones de sus novelas. Francisco J. Lombardi, el cineasta peruano fundamental del siglo XX, adaptó con resultado dispar “La ciudad y los perros” (1985) y “Pantaleón y las visitadoras” (2000). Probablemente el tono de chanza haga envejecer peor a la segunda que la crudeza bien entendida de la primera. Aunque, apunta Sacristán, “a Vargas Llosa aún le gusta menos que su propia película”. “Los cachorros” tuvieron versión mexicana de la mano de Jorge Fons en 1975, que por meses es una visión decente. Más bizarras fueron las adaptaciones de “La ciudad y los perros”, dirigida por el chileno Sebastián Alarcón en la Unión Soviética en 1986 con el título “Yaguar”, y de “La tía Julia y el escribidor”, deglutida por Hollywood en 1990 y rebautizada como “Tune in tomorrow” con la dirección de Jon Amiel, actores como Keanu Reeves, Barbara Hershey y Peter Falk, y la aparición de los auténticos Wynton Marsalis y los Neville Brothers. Al final, lo mejor que ha dado el apellido Llosa al cine han sido su primo Luis Llosa (que adaptó hace un lustro la inadaptable “La Fiesta del Chivo”) y su sobrina Claudia Llosa (Oso de Oro en Berlín y candidata al Oscar con “La teta asustada”). Si eso le sirve de consuelo a don Mario.

De “La Traviata” a la gloria Juan Ángel Vela del Campo.

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Con frecuencia, los intelectuales y escritores viven de espaldas a la realidad musical. No es el caso de Mario Vargas Llosa, al que habría que conceder otro premio – Nobel o no – por su apasionamiento como espectador musical. Conocí personalmente a Mario en el Festival de Salzburgo, en la última década del siglo XX, la dirigida por Gerard Mortier. Nos separaban un par de filas de la Felsenreitschule. La representación de “La condenación de Fausto, de Berlioz, con La Fura dels Baus y el Orfeón Donostiarra, había concluido. Los aplausos y bravos más entusiastas venían del grupo de espectadores de Mario, Patricia (su mujer) y sus amigos. Nos presentamos y en este juego de complicidades artísticas y entusiasmos compartidos comenzó una amistad. En la primera cena que compartimos en Salzburgo hablamos de Juan Diego Flórez, el tenor peruano al que Mario y varios de sus amigos limeños habían ayudado económicamente para su perfeccionamiento técnico en Estados Unidos. La infinita admiración de Mario por Juan Diego va mucho más allá de las afinidades geográficas. Es la manera de hacer música lo que importa, su mezcla de profundidad y poesía. Recordamos en aquella conversación la tradición de las voces de tenor en Perú con la misma entrega que evocamos destellos de Cuzco o Arequipa. Juan Diego es una referencia constante en nuestras conversaciones. Por ello después de su viaje al Festival wagneriano de Bayreuth este verano, con las impresiones que el lector de este diario conoce, le escribí para sugerirle una visita a Pesaro, con su tenor favorito cantando una ópera de Rossini. ¿En 2012? No falta Mario Vargas Llosa a la cita salzburguesa de los veranos por nada del mundo. Disfruta de la música con una alegría contagiosa que se renueva en cada concierto o representación. Después de “La Traviata”, con Villazón y Netrebko, estaba directamente en la gloria. Verdi es uno de sus compositores predilectos. De hecho, y desde su puesta en marcha, Mario Vargas Llosa pertenece al comité de honor de tutto Verdi de la ABAO en Bilbao, al lado de los Abbado, Bergonzi, Chailly o la recientemente fallecida Simionato. Un día fuimos juntos en coche desde Madrid, con nuestras mujeres, para ver en Bilbao “Aída”, con la Orquesta del Teatro Regio de Parma. Disfrutamos tanto que nos parecía que la felicidad es posible. Verdi: las pasiones; Mario: el entusiasmo. Es un cóctel irresistible. Como irresistible es el prólogo que ha escrito para un libro sobre la ópera “Falstaff”, de Verdi, a punto de aparecer. Conversador lúcido e infatigable, melómano delirante, lector ejemplar, gastrónomo inteligente y sutil (ay, las alubias; ay, los tiraditos de lubina), Mario Vargas Llosa es la imagen del intelectual cercano, de la energía positiva, del narrador de pura sangre, de la curiosidad insaciable, de la pasión por la vida. Su escritura es un reflejo de su personalidad. Su pasión por la música es una elección que va más allá de las apariencias y muestra que la vida y el arte pueden estar tan unidos que no hay manera de distinguir sus diferencias.

El vicio de interpretar la vida Ángeles González-Sinde. Cuando leí a Vargas Llosa por primera vez no sabía nada de las cartografías ni de las estructuras de poder. O al menos, no sabía que sabía. Tenía 14 años y “La ciudad y los perros” era uno de los primeros libros, si no el primer libro, de adultos que tenía en mis manos. Tanto me convulsionó esa lectura y tanto placer me produjo, que tras él leí de manera continuada, adictiva, “Pantaleón y las visitadoras”, “La casa verde”, “La tía Julia y el escribidor” o “Conversación en La Catedral”. De la mano de Don Mario me fui incorporando a un mundo que me estaba prometido, pero al que nadie realmente podía acompañarme desde fuera, porque solo se accede desde dentro: el de la juventud y el de la literatura, dos aspectos de la vida tan cercanos. Hoy me preguntan los periodistas si lo que más valoro de la literatura de nuestro nuevo Nobel es el uso de la memoria histórica, su análisis político. Sé que es más juicioso decir que sí, máxime estando en esta posición ministerial, pero no es esa la verdad. Lo que más me gusta de Don Mario es el lenguaje. Su sensual, prodigioso, lujoso uso del lenguaje que, lo recuerdo como si fuera ayer, me embriagaba en las largas tardes tras la jornada escolar dedicadas, como un vicio, a leerle. El lenguaje. Y los mundos. Y los personajes. Y las tramas meticulosamente construidas. Y la atención que, como autor, aquella voz que cuenta me presta. No está escrito que todos los creadores quieran desaparecer tras su obra. Son muchos los que tienen a gala exhibir sus plumas como parte del regalo que hacen a sus seguidores. Vargas Llosa no es de esos. Es, como lo fue en su primera novela que tanto me sacudió, ante todo narrador y su primer compromiso, aparte de consigo mismo, es con sus lectores, no con su prestigio, ni con su vanidad, ni con su trayectoria. La tarea titánica de construir cada una de sus novelas y darles forma se ha visto muchas veces ya recompensada. Es académico, tiene el Cervantes, el Príncipe de Asturias, ha sido candidato a presidente de su

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país natal... pero hoy somos miles, somos millones los lectores que nos sentimos, junto con él, premiados. Teníamos razón, todos estos años teníamos razón. Nos lo ha confirmado la Academia sueca. Y lo mejor de todo. En menos de un mes, novela nueva, más material para alimentar el vicio.

Premio a tu papá Santiago Roncagliolo. Mario Vargas Llosa es el último de una especie de una generación de latinoamericanos que no solo se entendían como escritores sino personajes públicos. Así veías a García Márquez con Clinton, a Carlos Fuentes de embajador mexicano y a Vargas Llosa de candidato a la presidencia de Perú. Sin embargo, con ser comprometido, que es algo que el Nobel ha destacado en varias ocasiones, no está comprometido con las ideas que suelen ganar. Esto muestra unos premios más abiertos y, a la vez, premia una calidad literaria indiscutible. Vargas Llosa es un escritor que se reta a sí mismo, hace siempre algo nuevo y se escapa a las clasificaciones. Como Madonna, que siempre está asociada a algún momento de tu vida, Vargas Llosa también siempre estaba haciendo algo: o era candidato, o escritor o periodista. Si eres peruano es como si le hubieran dado el Nobel a tu papá. Lo vi por primera vez en 1990 en un discurso frente a miles de personas. Cuando abandonó la carrera presidencial, al día siguiente amaneció la ciudad llena de pintadas de “Mario, vuelve”. En aquel discurso atacó a los cacasenos y bribones. Todo el país estuvo una semana buscando en el diccionario el significado.

La Academia sueca se premia a sí misma Javier Cercas. A la una en punto del mediodía empiezan a llamarme familiares y amigos porque acaban de concederle el Premio Nobel a Mario Vargas Llosa. Esto no me pasaba desde que murió Borges, solo que aquel día no me llamaban para felicitarme sino para darme el pésame. Uno de los amigos que llama me dice: “¡Joder, pero si yo pensaba que le habían dado el premio hace 30 años!”. Francamente: yo también. Porque, para mí, la noticia no es que ayer le dieran el Nobel a Vargas Llosa; la noticia es que todavía no se lo hubieran dado. Teniendo en cuenta el tamaño real de su obra, el hecho es desde luego asombroso. Veamos: Vargas Llosa publicó a los 26 años “La ciudad y los perros”; a los 29 publicó “La casa verde”; a los 32 publicó “Conversación en La Catedral”. Esas tres novelas deberían bastar para concederle a cualquiera el Premio Nobel; en realidad, bastan para convertir a cualquiera en el mayor novelista del español. Quiero decir que, aunque en español haya alguna novela comparable a esas – poquísimas -, no hay ningún novelista de nuestra lengua que haya escrito un conjunto de novelas semejante. El problema es que, luego, Vargas Llosa publicó cosas como “La tía Julia y el escribidor”, como “La guerra del fin del mundo”, como “La Fiesta del Chivo”, tres títulos que, sumados a los anteriores, le colocan directamente en la estratosfera. Es cierto, sin embargo, que Vargas Llosa no siempre está en plena forma; pero eso no resuelve el problema sino que lo complica: porque resulta que, cuando parece que no está en plena forma – digamos en “Historia de Mayta” o en “¿Quién mató a Palomino Molero?” -, Vargas Llosa está más en forma que la inmensa mayoría de los novelistas cuando está en plena forma. Lo peor es que la cosa no acaba ahí. Así como todos los novelistas sabemos que no hay ningún novelista superior a Vargas Llosa, todos los críticos literarios saben que no hay ningún crítico literario superior a Vargas Llosa, y conozco a varios que venderían su madre a una red de trata de blancas a cambio de escribir “La orgía perpetua” o “La verdad de las mentiras”. Igual que determinados artículos de los sucesivos volúmenes de “Contra viento y marea” (o que sus libros sobre Víctor Hugo o sobre Onetti, o que algún libro en apariencia menor, como la “Cartas a un joven novelista”), esos libros contienen la más compleja, apasionada y persuasiva visión de la novela y del oficio de novelista de la que tengo noticia; también contienen el mejor estímulo que un novelista puede encontrar para escribir, un estímulo solo inferior al que contienen las propias novelas de Vargas Llosa. Por lo demás, si en las novelas de Vargas Llosa se encarna con una ambición y una maestría insuperables la noción de literatura comprometida – una literatura que no se conforma con ser mero entretenimiento, sino que

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aspira a plantear los problemas morales y políticos donde se juega de verdad nuestro destino -, en Vargas Llosa se encarna de forma ejemplar el intelectual comprometido, esa figuran en extinción que no acaba de extinguirse nunca. Como novelista (y como crítico literario), Vargas Llosa solo puede compararse a los más grandes; como intelectual también: lo que le define no es su trayectoria política – desde el marxismo o las cercanías del marxismo hasta el liberalismo, pasando por la socialdemocracia -, sino algo que está mucho antes que la política: el coraje y la integridad con que ha defendido siempre sus ideas, el hecho de que es, como dijo Lionel Trilling de Orwell, un hombre virtuoso. Todo lo anterior convierte a Vargas Llosa en un escritor que a todo escritor contemporáneo le produce la misma impresión embarazosa, por no decir humillante, que Víctor Hugo les producía a sus contemporáneos: se trata de un escritor simplemente inaccesible. Creo haber leído todos los libros que ha escrito Vargas Llosa; algunos los he leído varias veces. No hay ningún escritor en español, salvo Borges, con quien mi deuda sea mayor. Ayer al mediodía me acordé de que Vargas Llosa todavía no tenía el Nobel y tuve la sensación de que la Academia sueca acababa de premiarse. Hoy tengo la sensación de que, premiando a Vargas Llosa, la Academia sueca se premia a sí misma. Enhorabuena.

Geografía de un narrador global Javier Rodríguez Marcos. Mario Vargas Llosa suele decir suele decir que tuvo que llegar a París con 23 años para descubrir que era latinoamericano: “Hasta entonces no era más que un peruano que leía autores europeos y norteamericanos. Allí descubrí a Julio Cortázar, a Carlos Fuentes, a García Márquez. En Lima no se sabía lo que se hacía en Bogotá. Cada uno vivía en su mundito, en islas que tenían la misma lengua”. A orillas del Sena aprendió que era algo más que un peruano encantado de serlo, pero fue en Perú donde hizo un descubrimiento igual de decisivo: que los niños no vienen de París. Lo recordó él mismo en “Historia secreta de una novela”, un ensayo de 1971 en el que el escritor, con casa en Perú, España, Francia y Reino Unido, contaba que ningún lugar del mundo le marcó tanto como Piura, en el Pacífico peruano, una ciudad “asediada” por grandes arenales. Si, como decía el clásico, la patria de un escritor es su infancia, en el caso de Vargas Llosa, la capital de esa patria es Piura. El futuro Nobel tenía 10 años y allí vio por primera vez el mar, descubrió lo de París y los niños y se obsesionó – de lejos – con un prostíbulo al que él y sus amigos bautizaron como La Casa Verde. Veinte años después, aquel lugar y aquella obsesión darían lugar a una novela entera, un libro cuyo segundo escenario era literalmente verde, Santa María de Nieva, en la Amazonia. Allí había viajado el escritor en 1957 cuando era un estudiante para el que la selva era cosa de Tarzán: “Descubrí que el Perú no solo era un país del siglo XX, con abundantes problemas, desde luego, pero que participaba, aunque fuera de manera caótica y desigual, de los adelantos sociales, científicos y técnicos de nuestro tiempo, como puede uno creerlo si no se mueve de Lima o de la costa, sino que el Perú era también la Edad Media y la Edad de Piedra”. Tres décadas después, la infancia del escritor y todos los perús posibles volvieron a cruzarse en “El pez en el agua” (1993), que saltaba en el tiempo para mezclar los recuerdos de un niño con el día a día de un candidato presidencial. Desde que, con apenas unos meses, su familia se lo llevó a Cochabamba (Bolivia) hasta que el jueves pasado recibió la noticia del premio Nobel en Nueva York, Vargas Llosa no ha dejado de añadir ciudades al mapa de su vida y de su literatura. Si la obra del escritor nacido en Arequipa en 1936 es un mapamundi escrito en español, su biografía es también un libro de geografía. Después de ocupar las tardes escribiendo los primeros capítulos de “La ciudad y los perros” en una tasca de Madrid cercana al parque del Retiro, el novelista desembarcó en París en 1959, la ciudad más americana del viejo continente, la meca de generaciones – varias de ellas perdidas – de escritores. Tiempo después, su periplo europeo le llevaría a vivir en Londres antes de instalarse en Barcelona. Eran los años gloriosos del boom de la literatura latinoamericana. Desde entonces, la metódica vida de Vargas Llosa ha transcurrido en una casa transoceánica con ventanas a parís, Londres, Lima y Madrid. A esta ciudad volvió, si es que se había ido, a principios de la década actual. El azar quiso que se instalase en la calle Flora poco antes de publicar “El paraíso en la otra esquina”, la novela que

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dedicó a Flora Tristán, feminista de padre peruano, y a su nieto, el pintor Paul Gauguin. Hasta la tumba del artista, en las islas Marquesas, viajó el novelista para documentarse. Ya lo había hecho en Brasil para “La guerra del fin del mundo” (1981) y volvió a hacerlo en la República Dominicana para “La Fiesta del Chivo” (2000). Además de escritor cosmopolita con doble nacionalidad, peruana y española, y profesor en las universidades con más pedigrí del mundo (Cambridge, Harvard, Princeton), Vargas Llosa es un trotamundos de 74 años que no ha olvidado las lecciones de realismo de los grandes autores franceses del siglo XIX ni sus propios orígenes como periodista. Del interés inagotable por conocer sobre el terreno los conflictos a los que dedica sus reflexiones como columnista surgieron los viajes que dieron lugar a títulos como “Diario de Irak” (2003) o “Israel-Palestina, paz o guerra santa” (2006). De la necesidad de que la imaginación no pierda el paso de la realidad surgió el viaje que le llevó a Congo antes de dar por cerrada su próxima novela, “El sueño del celta”. En Enero pasado, durante un coloquio en Cartagena (Colombia), le preguntaron de dónde saca la energía para viajar, estudiar y entrevistar gente preparando sus libros. “De que en el fondo quiero ser un buen escritor”, dijo. Por si cabía alguna duda, los suecos llamaron a Manhattan. Próxima parada: Estocolmo.

¿Qué clase de novelista es Mario Vargas Llosa? José María Guelbenzu. La concesión del premio Nobel generará obligadamente una catarata de elogios que responderá tanto a ese humano y pegajoso deseo de apuntarse al galardonado como a la expansión de entusiasmo que los grandes reconocimientos comportan. La opinión crítica queda literalmente arrasada por la habitual desmesura de los elogiantes, como si se tratara de una competición, y es lógico porque este es un momento de alegría (e incluso de envidia) y fuegos artificiales. Pero aparte de los incondicionales y de los de ceja alzada, también hay gente que en medio de la onda expansiva se pregunta: ¿es realmente tan bueno el autor? Examinemos unas cuantas razones. La primera de ellas sería, sin duda alguna, la ambición. No hay gran novela sin gran ambición. No hay novelista (incluso tan educado y elegante como él) que no alimente su escritura en un orgullo satánico. Esa es la parte oscura, infernal, del gran escritor. Pero la ambición por sí sola también se la podríamos aplicar a Al Capone o a Stalin, así que algo falta en la caracterización del escritor. Lo que falta – segunda razón – es el amor por la Literatura. Genera dos propiedades muy importantes; de una parte, el gusto literario, adquirido gracias a la experiencia literaria; de otra, la vocación, esa misteriosa voluntad de anteponer la creación a cualquier otra consideración vital. Como decía Faulkner, el novelista ha de estar dispuesto a mentir, robar, falsear e incluso a vender a su madre con tal de conseguir crear la Obra. Vocación y ambición revelan un carácter. Experiencia literaria (lectura) y experiencia de la vida son las armas de ese escritor. Mario Vargas es un ejemplo perfecto de escritor vocacional entregado a su obra, lo cual no quiere decir que haya tenido que sacrificar a la familia, lo que no se puede decir de otros. Hasta aquí, características personales. Pasemos a las literarias. Las pasiones literarias de Mario Vargas contemplan, si no me equivoco, los libros de caballerías, la novela decimonónica, más Dumas y Victor Hugo por un lado y Flaubert por otro. Los primeros, sobre todo “Tirante el Blanco”, del que hizo una edición excelente, contiene, según declaró en su día, una “representación de su tiempo”, asunto clave para el escritor; por eso admirará “Guerra y paz”. Razón de su importancia es la concepción de la novela con afán de totalidad; es cierto que la novela total es un imposible, pero Vargas Llosa ha pugnado por acercarse a ella en todas sus novelas mayores, lo cual le convierte en un forzado de la Literatura. Pero las razones no acaban ahí, hay que afinar un poco más para llegar a lo excepcional. La siguiente razón que lo convierte en un gran escritor es su capacidad de aunar acción e historia, lo cual concuerda perfectamente con su antigua afición por Dumas y Víctor Hugo. Pero llega más lejos: de Flaubert procede otra característica, la fusión entre lo personal y lo histórico que, con “La educación sentimental” funda la novela moderna. Si juntamos todas esas calidades en una persona, reunidas con tanto tesón y esfuerzo como talento, tenemos retratada su escritura y su ambición. Aparte de eso, y hablando del lenguaje y de la expresión, otra razón de su importancia: no hay técnica expresiva que extrañe, desde la multiplicidad de puntos de vista,

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que ha debido de apreciar en Faulkner, o el monólogo interior hasta la descripción en la que apoya sus historias o el oído para el diálogo, que traspone a lo literario admirablemente y, no lo olvidemos, siempre sin perder de vista la búsqueda utópica de la obra total. Vargas ha creado además individuos y grupos con la misma potencia, un equilibrio nada fácil conseguido porque su pasión en el retrato del individuo ante la injusticia se compadece estupendamente con la realidad en la que se desenvuelven y ahí tenemos un nuevo y complementario valor de primer orden. Uno de sus grandes hallazgos son las formulaciones literarias de “La Casa Verde”, que ensamblan lo telúrico con la modernidad en un ejercicio necesariamente irregular en algunos momentos, pero prodigiosamente conseguido en su conjunto: ese ensamblaje es un hallazgo y una lección para muchos escritores posteriores. A su vez, una novela decididamente histórica, como es “La guerra del fin del mundo”, posee un formidable trabajo documental, lo cual será también una de sus herramientas favoritas para crear libros como “La Fiesta del Chivo”, donde consigue que historia, acción, personajes e idioma se fundan en un todo. Y así ha procedido siempre: baste con recurrir a esa imagen del escritor visitando el Congo para ambientar “El sueño del celta”, que recuerda a aquella otra de Émile Zola en el estribo del tren dispuesto a viajar por los caminos de hierro para ambientar su novela “La bestia humana”. Por otra parte, y siguiendo con su capacidad de pelear en todos los terrenos, los que hoy se adentran en la autoficción no pueden dejar de lado ese precioso antecedente que es, en cierto modo, “La tía Julia y el escribidor”, a la vez comedia dramática y aventura literaria que revela la versatilidad del autor porque la escribe tras vaciarse en un monumento como “Conversación en La Catedral”. La versatilidad es tanto una virtud como una prueba de talento y de dominio, de la escritura y de los materiales, de la que muy pocos salen con bien: tanto si escribe en el tono más alto como en un tono menor, se adecua a lo que cada registro le exige y esa es una nueva razón para considerarlo como un escritor que es verdaderamente dueño de sus proyectos. La suma de todo ello retrata a un escritor total que ha conseguido ajustar siempre lo que quiere decir a lo que dice. Esta no es una sume de elogios sino una relación de propiedades conquistadas a lo largo de toda una vida, pero que ya en “La ciudad y los perros” mostraba los dientes. En ese libro, la relación especular entre el grupo (los cadetes y los profesores del Leoncio Prado) y el individuo (El Jaguar, Cava, El Esclavo, Alberto, Gamboa...) está ya plasmada y, por así decirlo, ese es el germen de una constante en su obra, creo que la más significativa y la que más decididamente contribuye a su grandeza. Una grandeza envidiable y muy justamente reconocida.

El príncipe valiente Beatriz de Moura.

Fundadora y presidenta de Tusquets Editores.

A Mario Vargas Llosa, de una amiga. “No creo que mis críticos enmudezcan”, afirmaba ayer Mario Vargas Llosa después de recibir con sorpresa nada ficticia la noticia de que, al fin, recibía el Premio Nobel que él había dejado de esperar para no amargarse la vida. El jueves, durante una cena en Francfort (donde me encuentro por la Feria del Libro), pude comprobar que, una vez más, la lucidez con la que Mario encara sus convicciones sigue superando mi perspicacia sobre la terquedad intelectual que suele engendrar cualquier servidumbre voluntaria a argumentos ideológicos en desuso 20 años después de la caída del muro de Berlín. Por la mañana oí gritos de alegría y aplausos en un stand situado a pocos metros del nuestro y pensé para mí (lo juro): ¡Se lo han dado a Mario por fin! Así era. Fui a compartir la inmensa alegría de sus editores y la de un montón de amigos y conocidos que acudieron, como yo, para saltar, bailar y hacer el indio si hiciera falta. Desde hace 45 años, sin faltar ni uno, asisto a esta feria y cada año, cuando las fechas coinciden con la entrega del Premio Nobel de Literatura, se produce en algún lugar de esta feria un jaleo mayor o menor, según los casos. He sido testigo privilegiada del espontáneo estallido de festiva adhesión a un autor al que admiro desde los años remotos en que leí, deslumbrada, “La ciudad y los perros”, y a un amigo incondicional contra viento y marea. Primero me asombró su obra, su entrega absoluta a la lenta construcción de su obra. Ya a finales de los sesenta, cuando empecé a percibir reticencias acerca de su actitud ética ante los tristes devaneos autoritarios de algunos de sus colegas, políticamente correctos desde una izquierda de granito y bien pensante, comprendí que el compromiso sartriano de Mario hacia los asuntos de la res publica era mucho más cercano al pensamiento de

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Albert Camus que al del propio Sartre, cuyos inexplicables e inexplicados “chaqueteos” se hicieron notorios con los años. Un viejo debate este, irreconciliable hasta hoy mismo, por lo que pude presenciar el jueves por la noche. Lo peor de todo aquello fue la difamación por parte de los que se consideraron ipso facto inflexibles partidarios de La Verdad Absoluta. Mario, aun sanguíneo en algunas de sus reacciones más pasionales, siempre me pareció más reflexivo y, cuando la razón le llevó a negar cualquier forma de servidumbre voluntaria, se enfrentó a sus difamadores con la fortaleza de quienes saben que nada es perfecto y que antes de juzgar vale más comprender. Nunca dejó al descubierto sus momentos de desánimo, pues conocía muy bien por dónde podían llegarle los tiros, pero no por ello se amilanó. Cuando hubo que enfrentarse, por ejemplo, al primer plano de una cámara malvada, lo hizo siempre con la misma pausada pero feroz y altiva coherencia y pericia, exhibiendo una sonrisa no exenta de amargura. No me extraña leer ahora en la prensa que, con los años, se había convencido de que no era un escritor para el Nobel por ser una figura más bien incómoda, de modo que no lo esperaba. Pues bien, Mario, príncipe valiente de los que quisiéramos ser como tú, quiero que sepas que a nosotros nos parecía injusto no verte ya de una vez con el chaqué impecable, recogiendo este premio pocas veces tan bien adjudicado.

Narrador de llama y cristal Rosa Montero. En una entrevista hace muchos años, Vargas Llosa me dijo que, para hacer sus obras, primero escribía un borrador crudo y lineal de la historia que quería contar, y a continuación cortaba los folios en fragmentos (eran tiempos preinformáticos) y empezaba a mezclarlos, para luego redactar la verdadera novela. Y que era este segunda etapa la que le apasionaba. La escritura era para él, pues, un desorden y luego un nuevo orden, la invención de una realidad que emerge de las ruinas. Pienso ahora en la maravillosa “Conversación en La Catedral”, esa novela caleidoscópica y tan fragmentada como un espejo roto, y le imagino, muy joven, arrodillado en el suelo y recolocando una y otra vez centenares de pizcas de papel diseminadas sobre las baldosas. Un rompecabezas que luego cosería con sus palabras formidables hasta hacernos creer que el caos tiene un sentido. Ya lo dijo en su ensayo “La verdad de las mentiras”: las novelas nos son necesarias porque dan una apariencia de orden a la sinrazón informe de la vida. Es cierto. Estoy convencida de que leemos y escribimos para intentar otorgar al caos y al sufrimiento un sentido que en realidad sabemos que no tienen. Fondo y forma. Dentro de los muchos debates estériles que se dan en torno a la literatura, uno de los más viejos consiste en contraponer el fondo y la forma. ¿Qué es más importante en una novela, lo que se dice o la manera en que se dice? Para mí es una disyuntiva absurda: ambas cosas son esenciales. Pero es cierto que la mayoría de los escritores suelen destacar más en uno u otro terreno: hay briosos narradores y finos estilistas. Solo los mejores y los más dotados son capaces de ser extraordinarios en ambos registros, y esa es la proeza que logra. Construye estructuras inmensas e impecables, arma metafóricos rompecabezas de papel y los rellena de un magma abrasador. Italo Calvino decía que los autores se podían dividir entre escritores de la llama y del cristal: los unos intensos, imaginativos, emocionales, apasionados; los otros, racionales, exactos, poderosamente abstractos. Pues bien, Vargas Llosa, como todos los grandes, o como solo los grandes, consigue ser a la vez cristalino y ardiente. Leyendo sus novelas, te asombra y admira tanto lo muchísimo que sabe como lo muchísimo que ignora. Toda la oscuridad del mundo se remansa en sus páginas. Y esa oscuridad, claro, está llena de sus famosos demonios. El escritor, dice Llosa, es un ser en desacuerdo con su entorno. Es alguien que no consigue integrarse en su mundo, en su tiempo, en su familia, en su clase. En ese abismo que le separa de la realidad crecen sus demonios, y son estos traumas, estas heridas que ni siquiera sabe nombrar lo que le obliga a escribir. Y es aquí, me parece, donde Vargas Llosa alcanza la categoría de maestro. Porque de alguna manera creo que todos los seres humanos estamos en desacuerdo con el mundo. La vida nos aprieta y nos asusta, la vida nos mata y desespera. Es un escritor enormemente empático, un hombre sabio y al mismo tiempo muy común. Por eso sus demonios son los demonios de todos. Y, como además es un individuo vitalista, irreductible, profundamente ético y buena persona (no es necesario ser buena persona para ser buen escritor, pero creo que las malas personas terminan arruinando su talento), sigue empeñado en cazar fantasmas

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inefables con palabras preciosa. ¿Por qué digo que es un maestro? Porque, arrimado al borde del abismo, allí donde el viento sopla más, nos enseña a caminar entre las sombras.

El escribidor en los periódicos José María Ridao. En la figura de Mario Vargas Llosa la Academia sueca no solo ha premiado a un extraordinario novelista, sino también al autor de un formidable proyecto intelectual. Quizá el tránsito desde la izquierda revolucionaria que abrazó en sus años juveniles hacia las posiciones conservadoras de madurez, luego matizadas por un liberalismo cada vez mejor definido, haya contribuido a desdibujar sus dos rasgos principales. Como Raymond Aron, Vargas Llosa ha querido fundamentar sus posiciones políticas en un conocimiento lo más directo posible de la realidad. Por otra parte, y siempre al igual que el pensador francés, ha buscado en la prensa escrita uno de los vehículos privilegiados para hacerlas públicas. El resultado ha sido una obra ensayística estrechamente vinculada al periodismo, a excepción de aquellos trabajos que, como “La orgía perpetua” u otras obras consagradas a García Márquez, Arguedas, Víctor Hugo o Juan Carlos Onetti, le han servido de contraste y a la vez de indagación para la creación de sus propias ficciones. Ha sido en la prensa escrita donde Vargas Llosa ha dirimido algunas polémicas que han ampliado el espacio de la democracia y, en definitiva, de los derechos civiles y las libertades políticas. No hace tanto tiempo que estaba vigente en Europa una idea letal para buena parte del mundo, según la cual la democracia solo era viable en los países desarrollados mientras que, en los más pobres, la violencia revolucionaria constituía el mejor camino para la realización de los individuos. La dictadura cubana se benefició de este argumento cuando ya era patente su naturaleza liberticida y su fracaso, como también lo hicieron los movimientos guerrilleros que, inspirados por el castrismo, proliferaron en América Latina. Frente a ellos, la crítica de Vargas Llosa desempeñó un papel equivalente al del exiguo puñado de intelectuales que, en la estela de André Gide, denunciaron el totalitarismo de la Unión Soviética. La voluntad de acceder a un conocimiento de la realidad lo más directo posible ha impulsado otra de las líneas seguidas por Vargas Llosa como escritor en los periódicos, la del reportaje. Viajero impenitente, no ha dudado en recorrer las zonas donde se desarrollan conflictos sobre los que le urge tomar partido. Su actitud en estos casos está siempre abierta a revisar los conceptos con los que llega, como sucedió en uno de sus viajes tal vez más comprometidos, el que realizó a los territorios ocupados por Israel. El Vargas Llosa que regresa está en una posición diferente del que marchó, distanciado de las políticas que lleva a cabo el Gobierno israelí y mucho más sensible al sufrimiento de los palestinos. Tras un viaje a Irak, pasa de una inicial oposición a la invasión norteamericana a un apoyo basado en los signos de apertura que observa tras la caída de Sadam; si en algo cabe disentir de este cambio de opinión es que, en último extremo, Vargas Llosa parece aceptar en Irak el recurso a la violencia para lograr la libertad que había rechazado en América Latina. Haití y Congo serán otros dos de sus destinos más recientes, en los que ha tomado conciencia de las tragedias provocadas por el colonialismo. Raymond Aron confesó al final de su vida la soledad que le reportó seguir fiel a una actitud en tantos aspectos semejante a la de Vargas Llosa. Si el destino de este ha sido diferente es, sin duda, por su indisociable condición de extraordinario novelista. Pero esa condición no justifica que, como sucede en tantas ocasiones, se ensalce al fabulador solo para rechazar al autor del formidable proyecto intelectual que también ha premiado la Academia sueca. Incluso para disentir es imprescindible, por su independencia y su compromiso.

Catorce minutos de reflexión Mario Vargas Llosa.

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Ese día, como todos los días desde que, hace tres semanas, llegamos a Nueva York, me levanté a las cinco de la mañana y, procurando no despertar a Patricia, me fui a la salita a leer. Era noche cerrada todavía y las luces de los rascacielos del contorno tenían la apariencia inquietante de una gigantesca bandada de cocuyos invadiendo la ciudad. Dentro de una hora más o menos comenzaría a amanecer y, si estaba despejado el cielo, las primeras luces irían iluminando el río Hudson y la esquina de Central Park con sus árboles que el otoño comienza a dorar, un lindo espectáculo que me regalan cada mañana las ventanas del departamento (vivimos en el piso cuarenta y seis). Tenía el día planificado con toda precisión. Trabajaría un par de horas preparando la clase del próximo lunes en Princeton, en la que ilustraría el tema del punto de vista con ejemplos tomados de “El reino de este mundo” de Alejo Carpentier, media hora de ejercicios para la espalda, una hora de caminata en Central Park, periódicos, desayuno, ducha, y a la Public Library de New York, donde escribiría mi “Piedra de Toque” para EL PAÍS sobre el suicidio, tirándose del puente George Washington, en la Universidad de Rutgers, de Tylor Clementi, violinista y joven estudiante al que dos compañeros homófobos habían denunciado como gay, difundiendo en la Red un vídeo en el que aparecía besándose con un hombre. Inmediatamente fui absorbido por la magia de “El reino de este mundo” y la transfiguración mítica que la prosa Carpentier hace de los primeros intentos independentistas en Haití. El narrador omnisciente de la historia es una astuta ausencia erudita, libresca, barroca y rebuscada que narra desde muy cerca de la sensibilidad del esclavo Ti Noel, quien cree en los Grandes Loas del vodú y que los hechiceros del culto, como Mackandal, gozan del don de la licantropía, es decir, pueden transformarse en animales a voluntad. Hacía por lo menos veinte años que no la releía y su poder de persuasión seguía siendo irresistible. De pronto advertí la presencia de Patricia en la salita. Se acercaba con el teléfono en la mano y una cara que me asustó. “Una tragedia en la familia”, pensé. Cogí el aparato y escuché, entre silbidos, ecos y eructos electrónicos, una voz que hablaba en inglés. En el instante en que alcancé a distinguir las palabras Swedish Academy la comunicación se cortó. Estuvimos callados, mirándonos sin decir nada, hasta que el teléfono repicó otra vez. Ahora sí se oía bien. El caballero me dijo que era el secretario de la Academia sueca, que me habían concedido el Premio Nobel de Literatura y que la noticia se haría pública dentro de catorce minutos. Que podía escucharla en la televisión, la radio y el Internet. - Hay que avisar a Álvaro, Gonzalo y Morgana – dijo Patricia. - Mejor esperemos que sea oficial - le contesté. Y le recordé que, hacía muchos años, en Roma, nos habían contado la broma pesada que le jugaron unos amigos (o más bien enemigos) a Alberto Moravia, haciéndose pasar por funcionarios de la Academia sueca y felicitándole por el galardón. Él alertó a la prensa y la noticia resultó un embrollo de mal gusto. - Si es cierto, esta casa se va a volver un loquerío – dijo Patricia. Mejor dúchate de una vez. Pero, en vez de hacerlo, me quedé en la salita, viendo asomar entre los rascacielos las primeras luces de la mañana neoyorquina. Pensé en la casa de la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba, donde pasé mi infancia, y en el libro de Neruda “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, que mi madre me había prohibido leer y que tenía escondido en su velador (el primer libro prohibido que leí). Pensé en lo mucho que le hubiera alegrado la noticia, si era cierta. Pensé en la gran nariz y la calva reluciente del abuelo Pedro, que escribía versos festivos y explicaba a la familia, cuando yo me negaba a comer: “Para el poeta la comida es prosa”. Pensé en el tío Lucho, que, en ese año feliz que pasé en su casa de Piura, el último del colegio, escribiendo artículos, cuentecitos y poemas que publicaba a veces en La Industria, me animaba incansablemente a perseverar y ser un escritor, porque, acaso hablando de sí mismo, me aseguraba que no seguir la propia vocación es traicionarse y condenarse a la infelicidad. Pensé en el estreno, ese mismo año, en el Teatro Variedades de Piura, de mi obrita “La huida del Inca”, que mi amigo Javier Silva publicitaba a voz en cuello por las calles con una gran bocina, desde el techo de un camión, y en la bella Ruth Rojas, la Vestal de la obra, de la que yo estaba enamorado en secreto. - Es una tontería pensar que esto puede ser una broma – dijo Patricia -. Llamemos a Álvaro, Gonzalo y Morgana de una vez. Llamamos a Álvaro a Washington, a Gonzalo a Santo Domingo y a Morgana a Lima, y todavía faltaban siete u ocho minutos para la hora señalada. Yo pensé en Lucho Loayza y Abelardo Oquendo, los amigos de adolescencia y en la revista Literatura, de la que sacamos apenas tres números, de nuestro manifiesto contra la pena de muerte, del homenaje a César Moro, y de las feroces discusiones que a veces teníamos sobre si Borges era más importante que Sartre o éste que aquél. Yo sostenía lo último y ellos lo primero y eran ellos, por supuesto,

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quienes llevaban la razón. Fue entonces cuando me pusieron el apodo (que a mí me encantaba): “El sartrecillo valiente”. Pensé en el concurso de La Revue Francaise que gané el año 1957, con mi cuento “El desafío”, que me deparó un viaje a París, donde pasé un mes de total felicidad, viviendo en el Hotel Napoleón, en las cuatro palabras que cambié con Albert Camus y María Casares en las puertas de un teatro de los Grandes Bulevares, y mis desesperados y estériles esfuerzos para ser recibido por Sartre aunque fuera sólo un minuto para verle la cara y estrecharle la mano. Recordé mi primer año en Madrid y las dudas que tuve antes de decidirme a enviar los cuentos de “Los jefes” al Premio Leopoldo Alas, creado por un grupo de médicos de Barcelona, encabezado por el doctor Rocas y asesorado por el peta Enrique Badosa, gracias a los cuales tuve la enorme alegría de ver mi primer libro impreso. Pensé que, si la noticia esa cierta, tenía que agradecer públicamente a España lo mucho que le debía, pues, sin el extraordinario apoyo de personas como Carlos Barral, Carmen Balcells y tantas otras, editores, críticos, lectores, jamás hubieran alcanzado mis libros la difusión que han tenido. Y pensé lo increíblemente afortunado que yo he sido en la vida por seguir el consejo del tío Lucho y haber decidido, a mis veintidós años, en aquella pensión madrileña de la calle del Doctor Castelo, en algún momento de Agosto de 1958, que no sería abogado sino escritor, y que, desde entonces, aunque tuviera que vivir a tres dobles y un repique, organizaría mi vida de tal maneta que la mayor parte de mi tiempo y energía se volcaran en la literatura, y que sólo buscaría trabajos que me dejaran tiempo libre para escribir. Fue una decisión algo quimérica, pero me ayudó mucho, por lo menos psicológicamente, y creo que, en sus grandes rasgos, la cumplí en mis años de París, pues los trabajos en la Escuela Berlitz, la Agence France Presse y la Radio Televisión francesa, me dejaron siempre algunas horitas del día para leer y escribir. Y pensé en la extraña paradoja de haber recibido tantos reconocimientos, como éste (si la noticia no era una broma de mal gusto), por dedicar mi vida a un quehacer que me ha hecho gozar infinitamente, en la que cada libro ha sido una aventura llena de sorpresas, de descubrimientos, de ilusiones y de exaltación, que compensaban siempre con creces las dificultades, dolores de cabeza, depresiones y estreñimientos. Y pensé en lo maravillosa que es la vida que los hombres y las mujeres inventamos, cuando todavía andábamos en taparrabos y comiéndonos los unos a los otros, para romper las fronteras tan estrechas de la vida verdadera, y trasladarnos a otra, más rica, más intensa, más libre, a través de la ficción. A las seis en punto de la mañana las radios, la televisión y el Internet confirmaron que la noticia era cierta. Como predijo Patricia, la casa se volvió un loquerío y desde entonces yo dejé de pensar y, casi casi, hasta de respirar. New York, Octubre de 2010.

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