Nunca fuiste un ángel Zeta

    “Nunca  fuiste  un  ángel”   Zeta   Fijaos cómo se cuela el sueño entre los agujeritos de la persiana. Pequeños puntitos de luz débil y tenue...

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    “Nunca  fuiste  un  ángel”   Zeta  

Fijaos cómo se cuela el sueño entre los agujeritos de la persiana. Pequeños puntitos de luz débil y tenue... Se ha hecho de día, pero eso no significa que en esta habitación alguien se vaya a despertar, sino todo lo contrario. Hay noches, como ésta que acaba de morir, en las que uno es incapaz de dormirse. El cerebro trabaja sin descanso, más de lo normal, y las ideas se van arremolinando en la cabeza, formando una masa cada vez más espesa y laberíntica. A veces, sólo a veces, llegamos vivos al amanecer. Y Nicole, sin duda, ha conseguido la gran gesta de permanecer toda la noche en vela, mitad viva mitad evaporada, en medio de la negrura de su habitación doble, fría y seca, perdida entre los caminos de la cavilación… Todas las mañanas universitarias solían compartir ese estrés prematuro y sudoroso en lucha contra el reloj, pero aquella sin duda alguna tenía forma de montaña, muy cuesta arriba. Nicole cogió el bolso y se fue a clase acompañada por un terrible dolor de cabeza, punzante y rítmico. Psicología evolutiva a primera hora que la envolvió, demasiado pronto para asimilarla, entre la polémica Piaget versus Vygotsky. Usando todas sus energías, apartó la vista del suelo encerado para dirigirla al ponente, quien seguía su oratoria a pesar del desmotivador panorama protagonizado por decenas de alumnos distraídos y mal educados que no dejaban de cuchichear. El viejo profesor, de pelo cano, no abandonaba el monólogo, intentando hacerse escuchar entre la marabunta de pasotismo. Sus ojos oscuros paseaban la mirada por toda la audiencia. Tenía el rostro surcado de arrugas y pliegues, la cara redondeada y aspecto reposado, quizás cansado o probablemente contagiado de las ganas de hacer nada de su alumnado. Mientras Nicole le escrutaba la expresión, unas gotitas rojizas asomaron de la nariz del catedrático, deslizándose después por el labio. Él parecía no haberse percatado, pero otras dos manchas escarlata se ensanchaban alrededor de sus ojos, reluciendo como dos focos ensangrentados, cada vez más y más grandes. De súbito, todo se tiñó de bermellón, nublándole la vista. Sin comprender nada, Nicole gritó. Gritó y todos se volvieron hacia ella, con las caras manchadas de motas rojas. Cerró los ojos tan fuerte que creyó que no podría volver a despegar los párpados, pero una voz les dio inercia para abrirse y cuando pudo ver con claridad, se encontró a una de sus compañeras de clase. Estaban afuera, en la entrada ajardinada de la facultad. -

¿Estás bien? – preguntó. Ni siquiera se acordaba de su nombre.

-

Sí… - titubeó, y se fue corriendo hacia casa, desconcertada.

Había empezado a llover, y los edificios de la Vila Universitaria lagrimeaban chorretones de agua oscurecida desde las esquinas. Las ventanas lloraban humedades; parecían tristes, apagadas. Nicole abrió la puerta de su piso y el extraño calor hogareño que desprendía desde siempre la atrapó. Su vida, aquel último año, había metamorfoseado de tal modo que a veces sentía ser otra persona. Sometida a un cambio voluntario radical de ideales, valores y costumbres, había desterrado las salidas nocturnas interminables de desfase, locales pestilentes y alcohol del barato para colocar en su lugar una filosofía donde primaban los

estudios por encima de cualquier otro tipo de intereses. Un día de su antigua vida despertó en un hospital, sin saber por qué, entubada y débil, con la cara hinchada. No recordaba absolutamente nada de lo ocurrido, ni siquiera en qué antro había perdido la razón. Sobredosis, tal vez un coma etílico. Todavía sentía el veneno en las arterias cuando sus padres la llevaron de nuevo a casa. Cabecita loca, la llamaba su padre de niña, porque siempre andaba merodeando por donde no debía. Aquella vieja costumbre de jugar con lo prohibido había rebasado el límite de lo permisible años atrás. Pero estar a punto de morir…fue lo que marcó el cambio. A partir de entonces apenas sí encontraba tiempo para vivir, enfrascada siempre en esa ardua tarea de perdonarse a sí misma, de redimir la montaña de pecados y maldades que le arañaban la espalda. -

Nicole, ¿qué ha pasado? – preguntó Elena, que acababa de llegar a casa. Algún morboso le habría contado lo sucedido durante la conferencia.

-

¿Qué? – contestó, aturdida – No sé.

-

Ha ocurrido otra vez, ¿verdad? La sangre… - dejó la frase al aire, sin terminar, porque Elena era, a parte de su compañera de habitación, una buena amiga, y sabía demasiado bien que las palabras, a menudo, no significan nada cuando dos personas se entienden.

-

Sí, pero estoy bien. No ha sido nada, de verdad. – suspiró, mientras se dirigía al baño lentamente, con el aplomo de los días que pesan muy adentro.

Se soltó la cabellera, dorada, que cayó en cascada sobre sus hombros. Con un peine de puntas finas, pasada a pasada, fue alisándoselo, desenredando los mechones hasta dejarlo suave. Al lavarse las manos, se le quedaron impregnadas de ese líquido rojizo que aparecía siempre de la nada, que se mantenía al acecho, desde hacía ya un año, y aprovechaba para inundarla cuando no había donde refugiarse. Ansiosa, se enjabonó las manos aprisa y las frotó con furia. Frotó, frotó y frotó pero la alucinación seguía ahí, incrustada en las huellas de sus dedos, en cada recoveco de sus palmas. Algo la estaba ahogando; una presión en espiral por su garganta, cortante, le impedía inspirar. Histérica, se llevó las manos al cuello, tratando de deshacerse de aquella bufanda asfixiante. Elena irrumpió en el cuarto justo en el preciso instante en el que Nicole se desplomó en el suelo, jadeante. Cuando Elena se agachó para recogerla, su amiga pronunció lo siguiente antes de perder el conocimiento durante dos horas enteras: “¿Quieres tocar el cielo?”.

**** Días después de lo ocurrido, una tarde anodina entre papeleo y bolígrafos apurados de tinta se vio interrumpida por risas y chillidos femeninos provenientes de la habitación de al lado. Nicole, curiosa, se acercó a averiguar qué había generado tal revuelo entre sus compañeras de piso. Se las encontró en la puerta, mirando hacia el armario de la caldera con expresión de asco.

-

¡Nicole! Mira qué hemos encontrado ahí dentro. – dijo una de ellas, tendiéndole un pañuelo.

Al examinarlo, Nicole se percató de que estaba manchado de sangre. Asustada, lo tiró al suelo, lejos, y con los ojos llenos de interrogantes, miró a su amiga Elena. Se estaba volviendo loca… -

Tranquila, todas vemos la sangre, Niki. – respondió, intentando calmarla – Pero no sabemos qué hace aquí.

**** Un viernes, cuando el resto de compañeras de Nicole ya estaban de camino a sus respectivas ciudades natales para pasar el fin de semana en familia, alguien llamó al timbre de su apartamento del primer piso. Al abrir, la joven se encontró con un rostro conocido, demasiado conocido. Unos dientes brillantes y afilados, de lobo hambriento, le sonreían al unísono con unos ojos azul claro, de fantasma. Ésa cara perfecta, tan familiar… -

¿Qué haces tú aquí? – inquirió Nicole, con el corazón en un puño.

-

Uno, que se acaba de enterar dónde vive su antigua chica y no duda en visitarla. – su mirada penetrante la envolvió, y cuando quiso darse cuenta de que el pasado justo acababa de volver de visita, él ya estaba a dos milímetros de su cara.

-

Déjame. – fue lo único que pudo decir, sin fuerza ni ganas. Porque lo tenía tan cerca que ya no sentía nada más que esa enorme e hiriente necesidad de volar a su lado.

El lobo sonrió, divertido: -

Vamos, Niki, el sábado por la noche en el primer piso de la tercera planta, a las diez. No te arrepentirás, será una fiesta como las de antes. Vente. – propuso, y se apartó de ella tan velozmente como se había aproximado.

Todavía podía oler su colonia, dulzona y pegajosa, cuando se metió en la cama. Fijaos cómo se cuela el sueño entre los agujeritos de la persiana. Pequeños puntitos de luz débil y tenue... Aquella noche, Nicole se sumió en un profundo sueño turbador, arropada por los brazos de Morfeo. Una imagen de luces, focos parpadeantes de colores, el sonido ensordecedor de música electrónica, movimiento, sus piernas, sus brazos, su cabeza y su cuerpo entero bailando, chocando con el sudor y el perfume de muchos otros como ella. Drogados y borrachos hasta el culo. Unos ojos azules, en medio de ese mogollón descontrolado, la llamaban. Piérdete conmigo, susurraban. De repente, una habitación oscura. La cama, dura, bajo su estrecho cuerpo…y esos ojos azul claro que lo llenaban todo. ¿Dónde estás? Preguntó ella. Muy cerca, le respondieron.

El tío de los ojos celestes sacó un estuche metálico… Nicole se despertó sobresaltada, hiperventilando. Aquello no era un sueño, sino un recuerdo. Incompleto. La noche del hospital…no lograba destilar las imágenes de lo sucedido, aunque hacía meses que se había dado por vencida.

**** El sábado por la noche, Nicole cayó. Cayó en la tentación de volver a ser ella, un alma libre, un espíritu errante, sin rumbo ni razones. Ella misma, sin futuro ni sentido común. Cabecita loca. Abrió el armario de Elena y le robó un vestido, que cortó por abajo. Se puso unos tacones y a las diez ya estaba en el rellano del tercer piso. Un chalado le puso un cubata en la mano, y cuando quiso darse cuenta ya lo llevaba en las venas e iba a por el segundo. -

Sabía que vendrías – murmuró el chico de los ojos azules, el lobo. Su mirada lasciva gritaba de hambre.

Él le tendió otro vaso de mezclas explosivas. Vodka, ron, whisky, vete a saber. Ella bebió sin pensarlo, relamiéndose los labios. Ya no era capaz de ver más allá de sus ojos; dulce azul. El lobo sacó un estuche metálico, y al abrirlo asomaron varias esferas diminutas y blancas, perlas a modo de billete al paraíso. -

¿Quieres tocar el cielo? - sugirió.

Entonces, cuadró todo. Ahí estaba, otra vez, erguida ante su mundo, esa mirada muerta de hambre. El tío que le había llenado las venas de ardor del inframundo aquella fatídica noche un año atrás, el mismo que le había dado a esnifar polvillos blancos hasta destrozarse el tabique nasal y casi desangrarse, el que minutos más tarde le había tendido un pañuelo blanco como única disculpa. El lobo. Con los ojos llorosos, Nicole accedió a tomar las pastillas. Le dedicó la última sonrisa de su triste existencia y se tragó siete de golpe pensando “Ojos de cielo, nunca fuiste un ángel”.

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