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Origen de la novela en Antioquia Memoria de Tesis Maria Isabel Abad Londoño
Master de Estudios Latinoamericanos Diversidad cultural y complejidad social M1
Tutores: Juan Pro Ruiz Universidad Autónoma de Madrid
Catherine Heymann Universidad Tolouse Le Mirail
Septiembre 3 de 2009 1
Índice general Índice general
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1 Introducción
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2 La construcción del discurso
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3 Apogeo y quiebre del discurso
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4 El conflicto letrado 31 4.1. El conflicto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33 4.2. La tradición letrada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40 Bibliografía
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Capítulo 1 Introducción1 La publicación de novelas en Antioquia fue un proceso tardío si se considera que la primera novela de la región, Frutos de mi Tierra de Tomás Carrasquilla apareció en 1896, 80 años más tarde que El Periquillo Sarniento (1816), la primera novela publicada en Latinoamérica, y 55 años después de María Dolores (1841), la novela más antigua de Colombia de la que se tenga registro. Este retraso de casi un siglo constituye por sí mismo una pregunta ¿qué demoró la aparición de la novela en Antioquia en el siglo XIX? O dicho de otra manera: ¿qué condiciones históricas y sociológicas tuvieron que configurarse para que comenzaran a surgir las novelas en la región? Este proceso lento, que puede ser para Antioquia un handicap, es para el historiador un privilegio puesto que permite identificar, gracias a esta lenta maduración, las condiciones que se conjugaron para darle lugar, primero, al sujeto literario y segundo, a un tipo de narrativa particular que es la novela regional inicial, que en su momento marcó una distancia con las novelas que durante el siglo XIX se produjeron en las capitales de las nacientes repúblicas americanas. Pero antes de ahondar en la materia vale la pena aclarar qué se entiende por novela regional antioqueña. Carvajal y Gallego la han definido como uno de los géneros que está englobado dentro una categoría mayor, la literatura antioqueña, a la que definen como: 1
Beneficiaria de Colfuturo 2008
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CAPÍTULO 1. INTRODUCCIÓN [...] toda aquella producción literaria que surgió en la región noroccidental del país, identificada inicialmente con la zona comprendida entre los departamentos de Antioquia, Caldas, Risaralda y Quindío conocida como Antioquia, la grande, como una región que comparte una identidad fundada en los principios de la cultura autónoma y que en el imaginario nacional se han identificado con la denominación de raza antioqueña (2008:46)
Pero más allá de estos criterios “raciales” y además de los geográficos, en este trabajo se entendenderá por “novela antioqueña regional inicial” aquella reconocible por su carácter regionalista hacia el exterior y contrahegemónico hacia el interior de la región, por razones que más adelante se explicitarán. Ahora bien. Hecha esta claridad valga preguntarnos ¿Qué fue lo que se desencadenó en Antioquia en la segunda mitad del siglo XIX que no había sucedido con anterioridad?¿Cuál fue ese conjunto de condiciones que dieron lugar a la aparición de Frutos de mi tierra? ¿Por qué ese momento inaugural del género tuvo como distintivo un carácter regionalista? Y si bien todos estos cuestionamientos recaen sobre la región y especialmente sobre la obra Frutos de mi tierra de Tomás Carrasquilla, los desbordan. Ni los procesos históricos que son relevantes para dar cuenta de la aparición de la novela y ni siquiera el carácter regional con el que surgió, se explican haciendo un listado de causas endógenas a la región ni al creador, teniendo en cuenta que lo primero –el nacimiento de la novela– obedece a un proceso histórico más hondo, y lo segundo –el carácter regional con el que se inició este género en Antioquia–, no es comprensible sino dentro de un juego de alteridades políticas, en el cual la región quería reafirmar su identidad cuando su poder estaba en tensión con el de la capital. Lo que sí se puede hallar en la misma región, son los acontecimientos históricos que aceleraron a veces y retardaron otras, la entrada de instituciones propiamente modernas tales como el Estado, los periódicos, la novela, el debate público y más adelante la nación. Esta historia ya ha sido trabajada desde múltiples perspectivas. Casi desde el mismo momento en el que aparecían las obras literarias en Antioquia, surgían textos que reflexionaban sobre ellas, iniciando así una tradición que comienza en la tercera década de vida republicana, caracterizada por una mutua dependencia entre la producción literaria y el análisis, como si
5 la pulsión creativa necesitara de la labor hermenéutica para afianzarse, o, como si esta última abonara el terreno para la creación. Haciendo una muy breve cronología de esta tradición analítica se puede ver que ya desde 1908 Roberto Cortázar delimitaba como un objeto de estudio a la literatura antioqueña en el libro La novela en Colombia cuando afirmaba que “el pueblo antioqueño [había creado] una literatura propia que se [distinguía] de las de las demás secciones de la República” (Cortázar, citado en, Escobar, 2000:1). A esta declaratoria la seguirían en los años posteriores una seguidilla de investigaciones, heterogéneas entre sí, que suscribirían el carácter autónomo de la literatura de la región. Pertenecen a esta larga lista la tesis Sobre la identidad de la literatura antioqueña (1910), realizada por Isidoro Roberto Amaya para la Universidad del Rosario de Bogotá; Una lengua y una raza (1916) de Alfonso Robledo; La Literatura colombiana (1918) de Antonio Gómez Restrepo; El diccionario biográfico y bibliografía de Colombia (1927) de Joaquín Ospina; La breve reseña del movimiento artístico e intelectual (1929) de Daniel Samper Ortega; La introducción a la historia de la cultura en Colombia (1930) de Luís López de Mesa; Crítica y arte (1932) de Baldomero Sanín Cano; La historia de literatura colombiana (1937) de José J. Ortega, y Manuel Uribe Ángel y los literatos de su época (1937), un libro escrito por Eduardo Zuleta en el que el autor dibuja un cuadro general de la Antioquia finisecular a través de la trayectoria política e intelectual de algunos de sus protagonistas. Más adelante, en 1944, Enrique de la Casa, norteamericano de padres españoles y profesor de la Universidad de Saint Eduard´s de Austin Texas, hizo, bajo el título La novela antioqueña la primera investigación en el extranjero sobre literatura regional y en la cual Tomás Carrasquilla ocupó un lugar central. Fue este autor precisamente, quien en una estadía académica en la Universidad de Toronto, sugeririó a la biblioteca la adquisición de varias obras de Carrasquilla, que Kurt Levy, estudiante de esta universidad leyó apasionadamente como lo narra en la introducción a la tesis que realizó para doctorarse en 1954 de filosofía en la misma universidad y que tituló Vida y Obras de Tomás Carrasquilla, genitor del regionalismo en la Literatura Hispanoamericana. Este trabajo, traducido al español en 1958, sería desde entonces un referente obligatorio no sólo de los estudios sobre Carrasquilla sino de los estudios sobre literatura regional.
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CAPÍTULO 1. INTRODUCCIÓN
Todos estos trabajos iniciales fueron sucedidos más adelante por una serie de investigaciones que se preocuparon por hacer tanto un trabajo de recuperación documental como por analizarlo. Se destacan en esta línea la Colección de Autores Antioqueños (1996) de Jorge Alberto Naranjo y Estella María Córdoba y el libro Inicios de una Literatura regional: la narrativa antioqueña de la segunda mitad del siglo XIX (1855-1899) publicado en 2005. En esta línea también se encuentran los trabajos que puntualmente se dedican a Tomás Carrasquilla de Nestor Villegas Duque (1986); Jaime Sierra García (1990); Vicente Pérez Silva (1991); Álvaro Pineda Botero (1995), Idelver Avelar (2008) y el texto editado por Flor María Tomás Carrasquilla, Nuevas aproximaciones críticas (2000). También se destacan las investigaciones de grado que se han adelantado dentro de la Maestría de Historia de Literatura Colombiana de la Universidad de Antioquia que además viene realizando una juiciosa labor de recopilación de textos de historia literaria que actualiza en línea en el Sistema de Información de la Literatura Colombiana, (SILC), en el marco del proyecto de investigación sobre los procesos de canonización de la novela colombiana. Pero más allá de su unidad temática –la literatura regional–, estas investigaciones son muy diversas entre sí. Lo cual es menos una dificultad que una característica inherente a los trabajos sobre la materia. El objeto de estudio literario ha resultado supremamente difícil de definir y pese a los esfuerzos de los formalistas rusos en darle a ciertas obras su carácter de literaturidad, no ha habido una unidad de criterio para definir qué es la obra literaria y mucho menos un camino único para realizar la labor interpretativa. Las vías para emprender este trabajo incluyen desde los modelos más rígidos como el que propone el mismo formalismo, el estructuralismo, el psicoanálisis con sus diversas escuelas y el análisis filológico de las fuentes literarias, hasta otros, más elásticos, como la crítica arquetípica, la semiótica estructural y la semiótica de los temas y los motivos. Las investigaciones a las que se ha hecho referencia han tanteado todos estos caminos metodológicos llegando a conclusiones muy valiosas. Las más importantes para este trabajo han sido aquellas que han visto a la novela antioqueña inicial como una contestación al proyecto nacional homogenizador de la Regeneración que se formuló desde Bogotá. Sin embargo, cuando estas investigaciones afianzan el carácter regional de la novela obvian otro de sus aspectos esenciales: el carácter contra hegemónico frente a la cultura antioqueña con la que esta surgió.
7 En este trabajo me propongo entonces demostrar cómo ese origen fue posible, sólo cuando se da en la región una doble contestación en la esfera pública: contra el proyecto homogenizador de la Regeneración y contra los valores, los prácticas y los sujetos que por más de cien años habían pervivido en la región. Para hacerlo me concentro en los dos primeros capítulos en el nacimiento, apogeo y decadencia de estos valores, prácticas y sujetos que se mantienen relativamente a salvo desde finales del siglo XVIII hasta finales del siglo XIX, fecha en la que finalmente surge la novela en Antioquia. Para esto me valgo del concepto de discurso hegemónico desarrollado por Gramsci. En el tercer capítulo me preocupo por deducir, a partir de la evidencias, las condiciones sociológicas históricas que la novela requirió para existir. Parto de la hipótesis de que en el plano social la novela exige del conflicto en tanto es un arma de contestación propia de la ciudad letrada y democrática. Analizo, además, la relación entre novela y nación en diálogo con autores como Benedict Anderson y Doris Sommer, con miras a a descifrar qué es lo que las une. Y en este mismo capítulo, voy analizando la novela Frutos de mi tierra a la luz de las condiciones de creación de la novela, lo que a la larga permite entenderla como un arma simbólica dentro de dos conflictos letrados: el que se da en el marco de la construcción de la nación y del conflicto de valores que se da dentro de la región. No pretendo desde luego dar respuestas sobre el tema del nacimiento de la novela en general. Este ya ha sido ampliamente estudiado por otros autores como Lukacs y Bajtín, lo que me interesa es combinar con el debido cuidado, perspectivas de análisis diferentes como la historia, y la sociología, y ponerlas a iluminar el origen profundo del género en la región. Creo que unidas, operando en el análisis, pueden adquirir una nueva potencia y darle más luces a la realidad.
Capítulo 2 La construcción del discurso Tomás Carrasquilla, en un pasaje de su autobiografía, narra la noche en la que decidió escribir Frutos de mi tierra, la primera novela de Antioquia cuando debatía con otros miembros de la tertulia, el Casino literario de Medellín. Estas son sus palabras: Tratábase de una noche en dicho centro de si había o no había en Antioquia materia novelable. Todos opinaron que no, menos Carlosé y el suscrito. Con tanto calor sostuvimos el parecer, que todos se pasaron a nuestro partido; todos a una disputamos al propio presidente como el llamado para el asunto. Pero Carlosé resolvió que no era él sino yo. Yo le obedecí, porque hay gentes que nacen para mandar. (Carrasquilla, 1958:XXV) Pareciera que con este párrafo Carrasquilla saciara toda nuestra curiosidad. Según esto, la novela en Antioquia resultó gracias al afortunado encuentro entre el talento y la obediencia. Sin embargo, este episodio tan sencillo es más trascendental de lo que aparenta. El hecho de que existiera en Medellín, una ciudad para ese entonces de un poco menos de treinta mil habitantes, un grupo de hombres sumidos en una discusión sobre nada menos que el nivel de maduración que tenía esa sociedad para producir ficción escrita, y en la cual la argumentación individual, alimentada en antologías y periódicos, buscaba persuadir al resto del grupo, recoge y cifra una serie de procesos históricos que hace un siglo 9
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CAPÍTULO 2. LA CONSTRUCCIÓN DEL DISCURSO
venían sucediéndose en esa sociedad y que transformaron de manera radical a sus integrantes. De modo que en la aparición de Frutos de mi tierra había algo más que en este trabajo nos encargaremos de dilucidar que trasciende el cumplimiento de la orden que Carlosé le dio aquella noche a Carrasquilla y más allá que los argumentos que estos dos esgrimieron para convencer al resto de que Antioquia ya estaba lista para producir “materia novelable”, algo que tal vez, estaba relacionado con la producción literaria anterior en donde el género se asomaba en un estado germinal. Por lo pronto valga decir, que aquello que sorprende es que hubiera un lugar y un tiempo para llevar a cabo el ejercicio de la argumentación, que las ideas circularan en tertulias y periódicos, y que los individuos se preguntaran por los destinos colectivos. Se dirá que este rito tenía ya cien años de vigencia, se dirá que la deliberación y el concenso entre los individuos, como acciones propias de la modernidad, llevaban cocinándose por largo tiempo, pero lo acá nos encargaremos de mostrar es que en Antioquia el debate democrático alcanzó su verdadera potencia sólo hasta finales del siglo XIX, es decir, que sólo hasta finales de este siglo la región logró potenciar la modernidad. Y si nos atrevemos a ponerle grados a la modernidad es por las razones que a lo largo del texto se explicarán. Y para eso debemos remontarnos en el tiempo, por lo menos cien años atrás, cuando la provincia aparece descrita en el informe de 1783 del oidor D. Juan Antonio Mon y Velarde Cienfuegos y Vallarades. Este Oidor llegó a Antioquia enviado por la Audiencia real, después de que Silvestre, el gobernador solicitara a la Audiencia un visitador que lo socorriera para contener a los Oficiales Reales y a esa sociedad que había escapado de su control. Según este informe, la provincia era un lugar atrasado en el que las finanzas públicas eran mal administradas: “Por más de un siglo ha permanecido Medellín sin más Ordenanzas para su gobierno que el incierto y arbitrario capricho de los que han gobernado” (Mon y Velarde, citado en, Ospina, 1900:7); la justicia, difícil: “pocos hombres de bien han servido estos ministerios en la Provincia” (p.7) y la ignorancia, la norma: [. . . ] la índole de estos habitantes y el idiotismo y preocupaciones de que se hallan todos poseídos, pues en este como en los demás puntos que pueden adoptarse para la felicidad de esta
11 Provincia, es preciso luchar con la ignorancia y total falta de instrucción que se observan en todas estas gentes, aun en aquellas que debieran ser más cultas. (p.7) El desorden público además, se imponía. En el informe enviado al Virrey en 1783 por los Oficiales Reales de Antioquia se relata una rebelión interétnica en la que participaron la familia criolla de los Jaramillo, los indios chocoes y los negros de la Provincia, liderados estos últimos por el negro Zamarra. Quién sabe qué interés uniría a negros, indios y criollos, o si sólo los vinculaba un ánimo anarquista en un contexto sin ley, en donde los gobernados culpaban del desorden a los gobernantes y éstos, a su vez, decían de los gobernados (Juan Jerónimo de Enciso, citado en, Ospina,1900:6): “esta Provincia, por su despoblación, miseria y falta de cultura, sólo [es] de compararse con las de África”, lo cierto es que esa masa de insurgentes estaba compuesta, según Mon y Velarde, por una comunidad minera empobrecida, cuyas minas de socavón ya habían llegado a tope de producción un siglo atrás. En pueblos como Zaragoza, Cáceres y Remedios, administrados desde Santafé de Antioquia –la ciudad colonial antioqueña– los indígenas disminuyeron considerablemente a causa de los trabajos forzados, llegando a ser sustituidos por los esclavos. Eran pueblos que según el el Oidor, padecían de hambre. Medellín, por su parte, era para él un lugar falto de cultura. Y el resto de la región era tierra virgen que, por no ofrecer minas para explotar, no entraba en consideración. Fue esta realidad deprimida la que el Visitador conoció y tuvo que gobernar entre 1785 a 1789. Dentro de las medidas que este tomó se cuentan las siguientes: expidió el acto de buen gobierno para los Cabildos, organizó el sistema tributario, concentró a las familias dispersas en el campo en pequeños poblados en las tierras fértiles para que fueran cultivadas (ahí surgieron pueblos como San Pedro y Santa Bárbara). Reclutó a las “mujeres disolutas” en la Casa de la misericordia; creó el Hospital San Juan de Dios y las escuelas primarias, condenó masivamente a los infractores y a algunos oficiales reales corruptos les impuso incluso la pena del destierro; promovió la agricultura como nueva fuente económica dando estímulos y premios para la siembra, organizando las juntas de agricultores, fundando pueblos agrícolas como Yarumal, Don Matías, San Carlos y Amagá, entregando parcelas a los “brazos ociosos” para que las cultivaran y expulsando a los mendigos que no se plegaran a
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CAPÍTULO 2. LA CONSTRUCCIÓN DEL DISCURSO
esta medida. Ordenó la fundación de graneros públicos como reservas para las hambrunas y adelantó gestiones que en los años posteriores a su gobierno permitieron la creación de una diócesis en Medellín. Sobre estas políticas implementadas hubo posteriormente todo un discurso adulatorio que puede tener mucho de inflación: el Visitador ingresó en el imaginario colectivo como el Regenerador de Antioquia. Y que se haya calificado así importará más adelante para entender las estrategias de afianzamiento de valores sociales. Lo que sí es cierto es que la Antioquia de 1780 arroja otros datos muy distintos con relación a los que arrojaba 20 años atrás cuando el Visitador no había pasado por la Provincia. En materia tributaria, por ejemplo, la recaudación se elevó de $28.000 a más de $100.000. Y en cuanto al estado de la hacienda, las arcas reales pasaron de $50.000 en 1783 anuales a $200.000 en 1789. (Ospina, 1900:8) Algunos autores como Ann Twinam, Germán Colmenares, Frank Safford y Álvaro López Toro encuentran razones económicas y sociológicas al margen del gobierno del Visitador que explican estos cambios y sostienen que a la larga fueron estas y no la llegada de Mon y Velarde, las que permitieron que la sociedad antioqueña ingresara sin traumatismo a la modernidad. Ann Twinam, autora del libro Mineros, comerciantes y labradores: las raíces del espíritu empresarial en Antioquia 1763-1810 (1985) le resta al Visitador una capacidad de incidencia basándose en un análisis de las fluctuaciones de la Caja de Fundición. Sostiene que fueron los repuntes en la minería, más que las medidas tomadas por el Visitador, los que reactivaron la economía de la región. Frank Safford y Álvaro López Toro, ven en la movilidad de los comerciantes y los mazamorreros –pequeños extractores de oro de los ríos–, la razón por la cual una masa más amplia de la población tuvo acceso a la riqueza y a la propiedad, lo que permitió que a la larga cambiara el panorama económico gracias a la micro extracción. Por su parte, Jorge O. Melo después de analizar las cifras de la producción minera antioqueña en el siglo XVIII afirma que “Resultan curiosas las fechas de estos despegues de la producción, para no confirmar la habitual atribución de buena parte del impulso al desarrollo antioqueño a las reformas institucionales del visitador Juan Antonio Mon y Velarde”. (Jorge Orlando Melo, citado en, Colmenares, 1985:1)
13 James Parsons, por su parte, hace referencia a los censos de la colonia para explicar, más adelante, el éxito de lo que él denominó el proceso de colonización antioqueña. Estos datos registran, entre otros, la llegada de familias de inmigrantes blancos a la región entre 1750 y 1800, provenientes, unas de ellas de Popayán y otras directamente de España. De acuerdo con Parsons, esta última oleada estaba conformada por treinta y cinco familias que arribaron a Rionegro y Marinilla (veinte familias), a Medellín (nueve) y a Santa Fe de Antioquia (cinco). (1949: 91). Todos estos datos históricos más que negar la importancia del Visitador contribuyen a la formación de una posición intermedia entre aquellos que le atribuyen a este gobernante un papel casi mesiánico y aquellos que le restan toda importancia. A partir de esta posición podemos considerar que Mon y Velarde coadyuvó al cambio de Antioquia porque su gobierno, que llevó tardíamente las reformas borbónicas a la Provincia, positivizó un conjunto de valores y de prácticas para las cuales esa sociedad se mostraba especialmente receptiva. Todas aquellas condiciones económicas y sociológicas estudiadas por los autores mencionados, fueron las que permitieron que Antioquia cristalizara, en el gobierno del Visitador, un discurso sobre sí misma que comenzó a modificar rápidamente la realidad. En este orden de ideas me parece interesante darle dos nuevas lecturas a este gobierno, la primera, en clave gramsciana, que permita explicar cómo durante este mandato y el de sus continuadores se consolidó un discurso hegemónico que contribuyó a la transformación de la Provincia. Y la segunda, subordinada a la primera, dirigida a mostrar que Antioquia fue un caso emblemático de la política contraproducente de los borbones: el éxito de ésta, supuso el fin del poder que lo hacía posible, puesto que en el mediano plazo, contribuyó a la independencia y facilitó el ingreso de esta sociedad antioqueña a la modernidad. Creo que la evidencia histórica de Antioquia leída a la luz de los discursos hegemónicos puede constituir una excepción a los planteamientos de la historiografía desarrollada a partir de 1990, que le resta cualquier incidencia a las medidas borbónicas en el proceso de emancipación, porque si algo caracteriza los procesos de independencia de las repúblicas americanas es la diversidad de causas y de velocidades, no sólo entre los Estados resultantes sino entre sus regiones, lo que complejiza el fenómeno y hace que éste no pueda reducirse a un marco explicativo único. Es por eso que reivindico para Antioquia el papel que desempeñaron las medidas borbónicas ya que
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al permitir que se cristalizara un discurso hegemónico, se sumaron como una, entre las muchas causas, que dieron lugar a un tránsito más armonioso que el de otras regiones hacia el Estado moderno. Hecha esta salvedad, miremos cómo ocurrió la cristalización del discurso hegemónico. Es importante entender que la gestión del Visitador se desdobló, como todo gobierno, en una base objetiva de acciones –cuya incidencia ha relativizado la historiografía– y en una base retórica, las cuales se alimentaban mutuamente. Es decir, el plano real y el plano del discurso estaban imbricados y su combinación repercutía en la gobernabilidad de la Provincia. Por eso, al fundar poblados y ordenar la creación de las juntas de agricultores, sistematizaba y verbalizaba nuevas formas de sociabilidad que ya venían en proceso; al democratizar la explotación de los recursos naturales asociados en otras provincias a una sola clase social y al adjudicar propiedades a los que estaban cesantes, afianzaba la idea de un nuevo sujeto productivo ya presente entre labriegos, los mineros y los mazamorreros y facilitaba la cohesión de grupo, al llamar a la iglesia para que estableciera los derroteros vitales, marcados por los sacramentos, crear una red urbana por la que circulaban mercancías, ideas y capital, y hacer efectiva la administración de los recursos públicos, articulaba también la esfera pública –desacreditada hasta entonces– al sistema de valores de la esfera privada que hacían eco en las nuevas familias de inmigrantes payaneses y españoles. Pero más que lograr lo anterior de manera total o parcial, estos tres factores –las nuevas formas de sociabilidad, el posicionamiento del sujeto productivo y la cohesión del grupo– fueron una realidad porque entraron a hacer parte del discurso social que, al repetirse de manera cada vez más frecuente en círculos concéntricos cada vez más amplios, minimizó a otros discursos posibles, adquiriendo las características de exclusividad y heteronomía de lo que Gramsci llamó el discurso hegemónico1 , que tendría, a partir de entonces, el poder de prescribir comportamientos y en esa medida de modificar la realidad. 1
Dice Gramsci: “El concepto de poder se ve manifiesto en la fuerza de las clases dominantes sobre las dominadas a través de la hegemonía cultural que ejercen en el control del discurso institucional, religioso y mediático. Se genera hegemonía a partir del convencimiento de que el concepto de nación o la propuesta de patria por la que se aboga hace parte de la identidad que une a dominantes con dominados. Hegemonía como dirección política y cultural en pos de la economía, la política, la unidad intelectual y moral”. (2000)
15 Su operatividad se hizo evidente no sólo en los gobiernos posteriores de la provincia que siguieron esta línea sino en los gobiernos de los pequeños poblados que animados por una domesticación muy particular de la geografía, se fueron fundando en medio de zonas hasta entonces selváticas: el hospital San Juan de Dios, las parroquias, las parcelas, las escuelas y otra serie de instituciones y leyes, reprodujeron a escala esta matriz de gobierno que el Visitador había trazado para Medellín en los años de su mandato. Pero el hecho de que este discurso hegemónico situara ciertos valores y sujetos en un orden jerárquico, tenía un corolario: aquellos que no se identificaban con él quedaban invisibilizados. Por eso, aunque Antioquia era también una región de negros, pobres, prostitutas, conflictos, criminalidad y corrupción, estos no aparecían ni se enunciaban: todo ese universo social que reposaba en el envés del discurso, quedaba oculto y sin nominar. Así fue como al privilegiarse la pujanza, la laboriosidad, la moral cristiana, el ingenio y la productividad se redujo al silencio todo aquello que tuviera semánticamente el signo contrario. Y antes de que un siglo más tarde Tomás Carrasquilla nos descubra este universo social oculto en Frutos de mi tierra y parodie su riqueza y su moral, valga retomar el segundo aspecto interesante del gobierno Mon y Velarde: el carácter contraproducente y paradójico de la política borbónica. Al revisar las medidas enunciadas que el Visitador tomó, pareciera que este hubiera disfrutado de un poder casi ilimitado: en ocasiones se ve, por esa manera de desplazar, eliminar, separar, agrupar, reducir y ampliar igual productos, tierras, valores y gentes, como si fuera un demiurgo que disponía de la Provincia como un jugador de su tabla de juegos. De todas maneras, juzgar hoy ese poder como arbitrario sería un juicio viciado por el marco político actual. En su momento, gobernaba en consonancia con la época, con un poder que se le había dado para que insertara a la sociedad en una disciplina productiva de acuerdo con la política de los borbones. En esa medida fue un mandatario tan diligente como afortunado, porque encontró en la Provincia de Antioquia la sociedad adecuada para llevar a cabo con éxito las órdenes de la corona. Pero este éxito sería a la vuelta de treinta años el causante de que el sistema de pensamiento antropológico se modificara por otro en el que la iglesia y el capitalismo incipiente se situarían en el centro con regímenes de sexualidad y de productividad muy definidos. Y sería especialmente este último el que
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apalancaría una nueva idea de individuo que no se compadecería ni con un sistema político absolutista (en el que este individuo no tenía cabida), ni con la economía extractiva, que se daban en el marco del poder colonial, que sería lo que a larga daría implulso a los procesos de independencia desde adentro de la sociedad. Así que en el gobierno de Mon y Velarde y de sus continuadores borbónicos se pueden encontrar, paradójicamente, si no las causas de la independencia, vinculadas con factores externos, sí las razones por las cuales la sociedad antioqueña sería tan proactiva en el proceso de independencia. Al aplicar la receta borbónica las mentalidades se alinearon de manera contraproducente con la modernidad. Paradójico, porque en la medida en que sólo con un poder tan amplio como el que tuvo Mon y Velarde en su momento, en el que gobernó una porción del reino en virtud de una cesión del poder que hacía el rey para un territorio particular y que le permitió mover personas, imponer proyectos y disponer de tierras; contribuyó a generar las causas para que ese sistema de poder colonial desapareciera. Antioquia no tuvo entonces los lastres de una sociedad colonial estructurada que tuvieron que enfrentar otras provincias del continente2 al momento de la emancipación gracias a que la presencia del poder colonial había sido muy débil en la Provincia. Este poder sólo se fortaleció allí tardíamente con Mon y Velarde, cuando este introducía, sin saberlo, su debilitamiento. En otras palabras, cuando el poder colonial llegó a la Provincia, llegó para contribuir a que esta se valiera de los mecanismos para deslegitimarlo y pudiera adquirir de su libertad. A aquella agonía colonial, dice Edison Neira Palacio “le seguiría una etapa de recomposición de los intereses acumulados y los sueños colectivos de las nacientes burguesías criollas opuestas a la mentalidad hidalga que económica y políticamente se encontraba en decadencia” (2001:66) 2
En el texto de Tulio Ospina (1900:6) se afirma: “Desde que la Provincia dejó de ser productiva para las cajas reales y las Rentas eclesiásticas, se la relegó al olvido como cosa perdida; y cuando el Señor Mon vino a gobernarla, hacía ciento setenta años que, contraviniendo las saludables disposiciones de las Leyes de Indias, se habían suspendido en ellas las residencias y visitas trienales; y había cuarenta y tres sin que los obispos de Popayán se dignaran a visitar esta parte de su Diócesis. De este modo quedaban sin sanción ni correctivo las dos clases dominantes de la sociedad”
17 La ausencia de esa mentalidad hidalga, y la construcción de una burguesía criolla durante el antiguo régimen fue la que en últimas permitió que Antioquia pudiera participar de una manera proactiva en la revolución de independencia y articularse armónicamente a la modernidad. Con esto, por supuesto no se está diciendo que hubiera habido una linealidad inexorable entre la aplicación de las medidas borbónicas y la independencia política. Lo que se está diciendo es que, sin ser conscientes de ello, ni los gobernados y menos aún los gobernantes, estaban cambiando las prácticas del poder–este se estaba desplazando a los individuos– lo cual haría que en el contexto de decisiones políticas de las revoluiciones de independencia propiciado desde el exterior, los sujetos en la Provincia se inclinaran más facilmente por la opción de la independencia.
Conclusión El poder de transformación de Mon y Velarde de la Provincia de Antioquia a final del siglo XVIII se debe menos a sus atributos como gobernante que al hecho de que aplicó la receta borbónica en una sociedad que estaba preparada para asimilarla. Su papel fue entonces el de contribuir a que Antioquia definiera su propio logos y como la etimología de esta palabra lo sugiere, esto fue posible gracias a un doble juego de reunión (legeni) –de normas, de valores y de prácticas– que él concentró en su plan de gobierno, y de leyenda (legere) –de esas mismas normas, valores y prácticas– que esa comunidad comenzó a repetir, con amplitud y frecuencia. Gracias a esto la provincia marcó sus límites y definió sus contenidos. Lo que hasta hace poco era tan solo una población en un territorio, se integró a un sistema de significados que comenzó a reproducirse de una generación a otra a través de un derrotero muy claro de socialización. El Visitador entonces sentaría a su paso las bases para un discurso hegemónico que tendría, a partir de entonces, una muy larga duración. Este éxito de la política borbónica sería, sin embargo, contraproducente para el poder de la corona. Antioquia es una muestra evidente de que la prosperidad de esta política contribuyó a ponerle fin a la empresa colonial. Fe y riqueza, las dos banderas que estaban en el trasfondo de estas reformas, se enraizaron en la Provincia en el momento oportuno, permitiendo que se generara una nueva conciencia política que fue la que a la larga hizo que
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CAPÍTULO 2. LA CONSTRUCCIÓN DEL DISCURSO
Antioquia se uniera de manera armónica al proyecto de emancipación y abandonara sin lastres el período colonial.
Capítulo 3 Apogeo y quiebre del discurso En términos generales puede decirse que en la Nueva Granada el tránsito al Estado moderno fue un proceso traumático, ya porque existían regiones que seguían apegadas al poder de la corona y otras, que aunque estuvieran de acuerdo con la emancipación se resistían a reconocer la legitimidad de los nuevos titulares del poder. En Antioquia esto no fue así. La lealtad al poder de la corona fue fácil de dejar habida cuenta de que los sujetos, que habían generado un discurso sobre sí mismos y sobre la comunidad a finales del siglo XVIII, ya les molestaba aquel régimen política y económicamente extractivo que no sólo drenaba todas su riquezas sino que no les permitía tomar decisiones frente al territorio que habitaban. Resistencias, hubo pocas y aisladas. De hecho, Tomás Carrasquilla ficcionalizaría una de ellas en el libro la Marquesa de Yolombó, en el cual Doña Bárbara, la protagonista, celebra una fiesta en un pueblo minero aislado, para ratificar sus votos de lealtad a Fernando VII cuando abdicaba a su poder por la invasión napoleónica. Pero este hecho entró a la ficción más por su carácter extraordinario que porque fuera esta la atmósfera en la región durante los años de la emancipación. Más cercana a la actitud de Doña Bárbara estaban, por ejemplo, los nariñenses, que en los primeros años de la República hacían un frente unido en favor de la vía realista. De hecho, Marco Palacios sostiene que “Antioquia fue la principal fuente de financiación de la campaña patriota” (Palacios y Safford, citado en, Avelar, 2008:15) lo que sirve como indicio 19
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para pensar que esta cifra fue posible gracias a la suma de muchos esfuerzos económicos individuales y no al aporte de unos pocos, ya que para ese momento, las fortunas privadas no eran tan abundantes en la región como para haber logrado ese record nacional. Pero el éxito de ese tránsito dependía de dos factores estrechamente relacionados: de un acuerdo social sobre el deseo de ruptura - con el anterior sistema político- y de uno acerca de que aquel que lo sustituiría. Y estaban relacionados porque cuanto más amplia, legítima y comprometedora, hubiera sido la revolución de independencia mediante la cual se rompía con el pasado, más legitimidad tendrían las nuevas instituciones del futuro que el cambio demandaba. Eso fue lo que sucedió en el proceso de transición de Antioquia. Al contrario de lo que ocurrió con otras, la provincia se articuló de manera decidida a la revolución patriótica y por eso fue más sencillo instaurar dentro de sus límites, el Estado moderno que sucedió a esta revolución. Sobre esta base histórica podría hacerse entonces una abstracción que entable una relación directa entre las revoluciones y las organizaciones políticas que de ellas se desprenden. Cuando las revoluciones son el consolidado de un conjunto de modificaciones culturales, políticas, económicas y sociológicas que irrigan a casi toda la sociedad, las organizaciones que de ellas resultan se apoyarán en estos anclajes y harán, por lo tanto, que las mentalidades se alineen con más facilidad dentro de este nuevo orden político en virtud de un proceso histórico que las antecede. Cuando no, la organización resultante necesitará crearlos. Antioquia sí los tenía: había desarrollado un incipiente engranaje capitalista, estaba cohesionada como grupo y contaba con instituciones para la organización social, que salvo por la iglesia, no eran coloniales en el sentido tradicional -. Por eso, en los primeros años de la República, la región vivió un tránsito pacífico de a la modernidad. Este proceso estuvo liderado, de acuerdo con María Teresa Uribe, por tres intelectuales orgánicos que fueron Don José Manuel Restrepo, Don Félix de Restrepo y Don Juan del Corral quienes ajustaron los valores anteriores al nuevo marco político estatal. Estos no sólo fijaron los lineamientos para la colonización de nuevas tierras, sino que redactaron la Constitución de 1812 del Estado de Antioquia y concibieron el nuevo aparato institucional. Dice Uribe acerca de este proceso:
21 La estrategia colonizadora tenía varios aspectos: la distribución de tierras baldías o de propiedad privada pero inexplotadas, el plan de poblamiento, la ampliación de la ciudadanía y por ende de la sociedad civil y la generación de un modelo ético y cultural. (1990:60) En todas estas medidas se adivina un parentezco con aquellas que Mon y Velarde y sus continuadores habían instaurado años atrás. Pareciera como si este proyecto de región hubiera sido un trasunto del que el Visitador y sus continuadores llevaron a cabo para la Provincia en el marco del orden colonial. Y aunque existen los materiales históricos para identificar las replicas discursivas, institucionales y axiológicas más sutiles que el segundo proyecto hizo del original sobre todo en el plano retórico, baste señalar en este trabajo que ambos proyectos compartían la misma racionalidad económica y moral1 , lo cual pone de manifiesto una de las capacidades que tuvo este discurso de moverse, en tanto hegemónico, en dos ejes: uno espacial, que le permitió extender en otras partes del territorio el mismo entramado institucional, y otro temporal, en virtud del cual las nuevas generaciones, ajustándolo al contexto, lo pudieron actualizar. Sin embargo, pese a las constantes entre ambos proyectos, un matiz los diferenciaba. Si en el gobierno de Mon y Velarde se hablaba de provincia, en este nuevo proyecto se hace referencia a la región y ésta, como la parte al todo, está subordinada a la presencia del Estado moderno2 . Y será precisamente en esa nueva relación entre la región y el Estado, en sus dos acepciones, que Antioquia se jugará durante el siglo XIX su realidad. Si estamos, por un lado, hablando del Estado como del conjunto de instituciones que median en las relaciones intersubjetivas de una población que vive en un territorio determinado, se puede decir que Antioquia diseñó, con un alcance regional, ese conjunto de instituciones de la manera como lo explica María Teresa Uribe, logrando que existiera dentro de la región un mediador legítimo de los conflictos sociales; algunas veces quien mediaba 1
La cesión de baldíos, el deseo colonizador del territorio y los poderes en los procesos de urbanización son algunas de las coincidencias entre ambos proyectos. 2 Francois Xavier Guerra (1992:68) hace referencia al “Mal llamado regionalismo latinoamericano en la medida en que se trata de particularismos surgidos dentro de una unidad superior preexistente sino de las comunidades humanas que preceden la construcción de una unidad superior”
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CAPÍTULO 3. APOGEO Y QUIEBRE DEL DISCURSO
era la iglesia, otras la misma sociedad que tenía herramientas de control social y otras más las instituciones propias del aparato estatal. Si por otro lado se está hablando del Estado como la unidad política compuesta por unidades menores pero subordinadas a una mayor, se puede afirmar que Antioquia se aisló en cuanto le convino como unidad política menor, esto es, como región, del Estado colombiano, que para ese momento era sólo un hecho territorial.3 Y que así, “sin aspirar a una hegemonía nacional, Antioquia [vivió durante el siglo XIX] replegada dentro de sus fronteras” (Palacios, 1980:16) Por eso, mientras la Gran Colombia, la Nueva Granada, la Confederación Granadina, los Estados Unidos de Colombia y finalmente la República de Colombia, es decir, la unidad política mayor a la que la región pertenecía, se debatía por definir su nombre y su ley, Antioquia seguía una ruta aparte que al mismo tiempo que la ponía en consonancia con el mundo gracias a una economía exportadora4 , la abstraía estratégicamente del Estado más amplio al que había nacido unida. Es por eso que la literatura sobre el siglo XIX es recurrente al señalar que la región fue una excepción dentro del panorama nacional, al menos hasta la década de los 70. Para demostrarlo los autores hacen comparaciones de todo orden entre ésta y el país como si a pesar de la escala se tratara de dos entidades equiparables. Con relación al orden público, por ejemplo, se dice que Antioquia “[. . . ] no padeció del desgobierno [del país] en el siglo XIX” (Palacios, 1980:17). A nivel sociológico –dice este mismo autor– que en Antioquia hubo durante este siglo ”una hegemonía regional de su clase dominante” (1980:17) en cambio que en el país: [. . . ] la fragmentación regional del poder político no fue más que la expresión de la inexistencia de una clase hegemónica (en el sentido gramsciano) capaz de unificar políticamente a la nación, e integrar, representándolas, a las demás fracciones de la clase dominante. (1980:3). 3
Federica Morelli (2004:13) sostiene que los Estados Latinoamericanos eran sobre todo un hecho territorial en los años poteriores a la independencia. 4 Véase: Botero, María Mercedes, La ruta del oro. Universidad Eafit. Medellín 2007
23 En cuanto a la economía se reconoce que Antioquia, al margen de las fluctuaciones que vivía el país, tuvo un crecimiento sostenido y buscó salidas en el exterior. Sostienen Carvajal y Gallego: La consolidación de la región antioqueña se logró durante la mayor parte del siglo XIX y principios del XX a partir de dos núcleos económicos que cambiaron la configuración de la región. Inicialmente la explotación del oro se constituyó en la utopía de prosperidad y riqueza fácil con base en el “mazamorreo” en las zonas ribereñas de los ríos ricos en aluvión. Más adelante la tierra sería proveedora de la segunda fuente de ingresos importantes para la región como fue la fertilidad de la zona para el cultivo del café, ambas fuentes hicieron que la properidad llegase para muchas familias y atrajeron inmigrantes de otras regiones de la nación. Sin embargo, este proceso no fue fácil, más cuando detrás de ambas actividades se consolidaba un grupo que concentraría la mayor parte de la acumulación de la riqueza en Antioquia: los comerciantes. (2008:53). En contraste con esta bonanza regional se dice que en el mismo período en el país “las prácticas de tributación de la colonia continuaron, no había una capacidad exportadora, los patrones de producción y consumo eran limitados y el mercado interno era muy restringido” (Deas, 1982:12) Y finalmente, en cuanto al ámbito político, es normal encontrar referencias al pacífico aislamiento de Antioquia que no afectaba su cohesión interna. Y esto gracias a dos blindajes, uno físico y otro retórico: el primero se debía al aislamiento geográfico y el segundo al discurso hegemónico que le permitía marcar distancias y mantenerse relativamente a salvo de los conflictos nacionales como una comunidad autoreferencial y organizada. Lo anterior, sin embargo, no quiere decir que no hubiera habido un flujo de ideas y mercancías con el resto del país. De hecho, la fundación de la sociedad de artesanos, la contienda partidista entre liberales y conservadores (que comenzó en Bogotá en 1848) y la participación en las guerras civiles nacionales, sólo se explican porque la región estaba articulada a esta unidad política mayor. Pero aunque la afectaban, no ponían en riesgo su discurso dominante y por el contrario, lo afianzaban.
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Con relación a las sociedades de artesanos dice Gloria Mercedes Arango (Arango, citada en, Tamayo y Botero, 2005: XVI) que estas hicieron en Antioquia una interpretación cristiana de los valores liberales de igualdad, fraternidad y libertad y por eso esta ideología pudo conciliarse con el discurso hegemónico de la región. Con respecto al conflicto partidista cuyos principales puntos de disputa estaban relacionados con un modelo de administración política federalista o centralista, con la relación Iglesia/Estado y con la apertura o el proteccionismo; Antioquia revistió su discurso hegemónico con la ideología conservadora. Esta filiación, sin embargo, tenía una contradicción: por su talante exportador, era claro que la región era más afín a la política económica aperturista liberal. Sin embargo, era mejor soportar esta contradicción ideológica a tener que aliarse a los liberales por afinidades económicas a costa de tener que renunciar a los valores religiosos que eran constitutivos del “alma regional”. Esta contradicción puede explicar la posición de la región en las nueve guerras civiles que se pelearon en Colombia durante el siglo XIX: fue distante y replegada cuando el conflicto estaba vinculado con la economía y la política (entre federalistas y centralistas y entre los que estaban en contra y favor del proteccionismo), pero vehemente y combativa cuando al catolicismo se le cuestionaba su institucionalidad. La misma posición la sostenía hacia fuera que hacia dentro. Los liberales que defendieron las ideas anti-confesionales en la región fueron eliminados militarmente en 1864, lo que hizo que este discurso, encubierto ahora de conservatismo, se fortaleciera. Y aunque esta victoria no modificó la relación de fuerzas partidistas en la región sí tuvo una incidencia en el mapa retórico 5 : el otro, que hasta entonces el discurso hegemónico había enunciado en una exclusión indefinida, comenzaba, en el marco de un conflicto partidista, a positivizarse en la región. Desde que se trabó este conflicto hasta que inició el proyecto de la Regeneración ese otro fue el liberal, lo cual pone de manifiesto que uno de los efectos de la lucha entre partidos en la región fue una nueva nominación de la alteridad. No es pertinente aquí hacer un recuento minucioso de esa lucha interna entre partidos que en la década de los 60 estuvo encabezada por Pascual Bravo, en el bando de los liberales y por Pedro Justo Berrío, en el de los 5
Véase: (Uribe y López: 2003)
25 conservadores. Lo que sí es importante aclarar es que en el momento en que Berrío venció a Bravo y comenzó a gobernar en un mandato que duró tres períodos (de 1864 a 1871), gracias a las sucesivas reelecciones, le dio un nuevo impulso a ése discurso hegemónico cuyo recorrido se ha pretendido trazar. Durante este gobierno, Berrío mantuvo a la región, en cuanto pudo, al margen de los conflictos nacionales. Este aislamiento le permitió llevar a cabo un proyecto político en el que acercó la iglesia al Estado –creó la segunda diósesis de Medellín–, implementó el programa de “escuelas y caminos”, estableció la imprenta y la Biblioteca del Estado, hizo el tendido del primer telégrafo, creó la Escuela de Artes y Oficios, la Escuela Normal de Institutores, los colegios públicos de Rionegro y Marinilla, doce colegios privados y más de 300 escuelas gratuitas de primaria, fundó las sociedades de fomento (en agricultura, beneficencia, comercio, instrucción pública y salubridad) en casi todos los distritos de Antioquia, organizó la policía, la administración del servicio de salud por el Estado, dio impulso a la colonización de baldíos y a la ampliación de la red de caminos. Impulsó la construcción de un camino carreteable entre Medellín y el río Magdalena, para que en el gobierno siguiente se construyera el ferrocarril, confinó a los vagos, prostitutas. liberales y demás disidentes de su política a las colonias penales de Patiburrú y en 1871 lideró la creación del Banco de Antioquia. Ante la imposibilidad de una nueva reelección de acuerdo con la Constitución, Berrío asumió la rectoría de la nueva Universidad de Antioquia (creada a partir del antiguo Colegio del Estado), a la cual dotó de autonomía. Para esta creó un nuevo plan de estudios, un jardín botánico, una biblioteca, una imprenta propia, varias facultades y una escuela de minas.6 Al ver estas medidas no queda si no formular una pregunta: ¿No resuena en este gobierno la misma racionalidad económica y moral, históricamente aceptada e impulsada en el pasado en la región?, ¿No pareciera que las líneas discursivas iniciales del catolicismo y la modenización, iniciadas por Mon y Velarde, extendidas por los primeros republicanos, continuaran alargándose y profundizándose, ahora bajo el manto ideológico del conservatismo de Berrío? Y si del siglo XIX se abstraen tan sólo dos momentos históricos como hitos en la trayectoria del discurso hegemónico, es porque durante ellos hubo la 6
Véase: Molina, Luis Fernando (2004)
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necesidad de relegitimar la retórica hegemónica y hubo un fortalecimiento de este discurso en la adversidad: al inicio de la República se fortaleció al hacer el tránsito de un marco de poder colonial a un marco de poder estatal y en el gobierno de Pedro Justo Berrío se fortaleció al sobreponerse al ideario liberal. Pero precisamente en 1876, cuando el discurso estaba más sólido, cuando era más operativo, cuando había llegado a una cima, es que comienza a flaquear con la guerra de 1876, iniciada en el Cauca y en la que Antioquia llevó su vehemencia religiosa hasta el final. El Cauca había sido durante el siglo XIX una región en permanente contradicción con la política central del Estado ya que se había estructurado como una sociedad colonial tradicional gracias a que Popayán, la capital, había sido un centro de operaciones importante durante la colonia. Y por eso las políticas tomadas en el marco de la república suponían procesos declassé de la clase dominante de la región que se resistía a perder su posición por medio de guerras civiles. Ese fue el caso de la guerra de 1876, a la que se unieron rápidamente Antioquia y el Tolima, que tembién se opusieron como los caucanos al gobierno central que había declarado la educación tanto pública como anticonfesional. Esto significaba particularmente para el Estado de Antioquia una afrenta contra la institucionalidad católica que tanto protegía y el fin de una sus formas primordiales de socialización porque que ponía en riesgo la reproducción del engranaje de valores y sujetos que había definido casi un siglo atrás, por lo cual en la región se ordenó el reclutamiento forzado de los ciudadanos para que fueran a defender la causa religiosa. Pero no fue esta una empresa exitosa. La batalla de los Chancos, la última y más sangrienta de esta guerra quedó asociada en la memoria colectiva de los combatientes con el horror y el sinsentido. Por primera vez se advirtió, en este campo de batalla y por reflejo en el campo de las letras, los costos de llevar a los extremos la ideología regional. La narrativa antioqueña estrenó entonces un tono desencantado que apareció en relatos de la época como Los Chancos (1876) del Indio Uribe; Una noche de angustias (1878) de Demetrio Viana; y posteriores como Una vela a San Miguel y dos al diablo (1895) de Camilo Botero Guerra; Luterito (1896) de Tomás Carrasquilla; Al pie de Ruiz (1898) de Samuel Velásquez, Uno de los Catorce mil (1922) de Roberto Botero Saldariaga, y La fiera
27 (1927) de Bencelao Montoya. Todos estos relatos, que dieron cuenta de este punto de quiebre en la conciencia de la región, hacen afirmar a Jorge Alberto Naranjo que esta guerra fue la que “impactó de manera más honda a Antioquia como nación” (2004) A este escepticismo inicial, generado por la guerra, se unió una segunda razón para el resquebrajamiento del discurso: el proceso de modernización. Este había sido de alguna manera impulsado por el propio Berrío y sus continuadores.7 Y ahora, en un contexto urbanizado, en el cual tenía que reducirse en un mismo espacio geográfico la diversidad negada en un discurso unitario, en el que, además, las ideas circulaban con mayor velocidad y frecuencia gracias a las obras de construcción del tren, al telégrafo, a los libros y a las revistas que llegaban del exterior, era viable que se iniciara una cultura del debate y que pudiera aparecer un contra discurso con la fuerza necesaria para poner en cuestión el hegemónico. A estas dos causas –la guerra y la modernización– se sumó, además, una tercera y última razón que pondría en tensión el discurso dominante y que llegaba del exterior: el proyecto centralista de la Regeneración. Por primera vez Antioquia recibía una influencia del exterior que no podía manejar discursivamente a su favor. Este proyecto fue liderado por el presidente liberal Rafael Nuñez, quien durante su gobierno había dado un giro del liberalismo hacia el conservatismo y se concretó en la Constitución de 1886, que llevó al extremo los postulados del conservatismo, en respuesta al radicalismo liberal que lo precedió. Esta Constitución fue al cabo de los años la más longeva de las existentes hasta entonces. Ciento cinco años de vigencia le permitieron modelar políticamente el país, en torno a la alianza entre el Estado y la iglesia, la centralización del poder político y el mantenimiento de la jerarquía social a través de un sistema de educación pública.8 7
Fue Berrío quien promovió la venida del ingeniero cubano Francisco Javier Cisneros para lograr la construcción del Ferrocarril de Medellín al Río Magdalena. Pero fue su sucesor quien hizo la contratación en 1874 . El Ferrocarril estuvo en funcionamiento en 1929, casi 55 años después. 8 Jerarquizado en la medida en la que la educación en lugar de ser un derecho de los ciudadanos regulada bajo parámetros estatales, fue un servicio que la iglesia ofreció de manera facultativa y diferenciada. De esta manera los ciudadanos quedaron sujetos a la cobertura y a la calidad de la educación que daban las distintas órdenes religiosas.
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CAPÍTULO 3. APOGEO Y QUIEBRE DEL DISCURSO
Y si se mira bien, la Regenaración no era un proyecto muy distante al que Antioquia había realizado a lo largo del primer siglo de vida republicana. La conciliación entre la modernización y la religión era afín a los dos. De hecho, dentro del programa de educación nacional impulsado por este proyecto aparecieron libros como La urbanidad de Carreño, y La cartilla del Padre Astete, con miras a que los sujetos se comportaran, dentro de las ciudades emergentes, bajo los preceptos de la urbanidad y la religión, tal como Antioquia había querido a pequeña escala para sus habitantes. Pero con todo y esta afinidad estas medidas generaron en la región una gran tensión. Para los mismos conservadores era ofensivo que la autonomía política, de la que paradójicamente habían disfrutado en el marco de los gobiernos liberales, quedara usurpada ahora por el poder central. Y para los liberales, efrentarse a un tercero externo, era una oportunidad de emerger retóricamente en la región, sin tener que ser estigmatizados por sus contradictores conservadores locales mayoritarios. Para la muestra de este despunte están los periódicos liberales que surgieron en esta época como El Trabajo (1884), El cartel Liberal (1885-1886), El Espectador (1887). Y aunque como se dijo, estos periódicos nacían localmente legitimados por su resistencia al poder del centro que incomodaba a los dos partidos, ejercían de paso una critica al conservatismo regional. Sin embargo, la presencia de un enemigo común para ambos partidos suavizó el conflicto entre los dos e hizo que la lucha no se radicalizara internamente como sí sucedió en otras regiones como en Santander y Tolima. Lo anterior no quiere decir que antes no hubiera existido prensa con esta filiación política, o que durante esta época se puso fin a los periódicos conservadores, sino que la relación de fuerzas entre partidos en la región se modificó con respecto al pasado y que la contradicción ingresó abierta y sistemáticamente al debate público. La resistencia al poder central, la modernización, el descreimiento de los valores regionales, incentivaron que el liberalismo se enfrentara verbalmente –ahora no de manera militar– al partido conservador, tanto el central como el regional, inaugurando en el mapa retórico antioqueño una tradición de debate público que tuvo como efecto concomitante el estimular otros debates en filosofía, historia, arte y literatura. Y es en este contexto- a 20 años de la guerra del 76, a 15 de haber despun-
29 tado la cultura la contradicción verbal en la región y a 10 de expedida la Constitución de 1886, que Tomás Carrasquilla publica Frutos de mi tierra, la primera novela regional. De tal manera que el resquebrajamiento del discurso hegemónico por causas internas y por la tensión con la capital no sólo fueron las condiciones históricas necesarias para que surgiera la novela sino que le imprimieron a ésta en su nacimiento un carácter especial: la de ser contra hegemónica hacia el interior y regionalista hacia el exterior.
Conclusión Durante los primeros años de la República, Antioquia estuvo recogida sobre sí misma, extendiendo y profundizando un proyecto regido por las consignas de la modernización y la religión que habían tenido su origen en el antiguo régimen y que habían perfilado el discurso hegemónico regional. Este discurso recibiría a lo largo del siglo dos grandes impulsos: al inicio de la república, cuando tres intelectuales orgánicos lograron ajustar los viejos valores al marco político estatal y en la década de los 70, cuando, revistiéndose de la ideología conservadora, éste tendría un apogeo en el gobierno de Pedro Justo Berrío que eliminó militarmente al bando liberal. Así fue pues que durante estos años Antioquia filtró estratégicamente las influencias del exterior bien interpretándolas a conveniencia, bien marginándolas, o bien defendiéndose de ellas en guerras de las que salió victoriosa. Pero la guerra de 1876, la modernización, las ideas liberales y el proyecto de Regeneración, harían que este discurso hegemónico sobre e cual se sustentaba comenzara a enervarse. Este enervamiento haría, entre otras, que por un lado apareciera con fuerza la prensa contestataria liberal y por otro la novela regional.
Capítulo 4 El conflicto letrado Que Carrasquilla hubiera sido el primero en publicar una novela en 1896, resulta accidental, ya que al año siguiente de que saliera Frutos de mi tierra apareció Madre del manizalita Samuel Velásquez, y Tierra Virgen de Eduardo Zuleta. Lo que muestra que más que un hecho aislado, las novelas surgieron porque existía un clima social propicio y hacerlas comenzaba a ser una práctica que si bien no sería tan cotidiana como el comercio o la industria sí se había ganado ya un lugar en esa sociedad. Las tres obras, de temas muy distintos entre sí, se relacionaban en tanto incorporaban el habla antioqueña y en tanto hacían una crítica a los valores sociales regionales: Frutos de mi tierra poniendo en cuestión la ambición de la riqueza de los antioqueños; Madre, mostrando una sociedad cerrada y endogámica y Tierra Virgen criticando al maltrato de los mineros en el pueblo de Remedios. Esto ha dado pie para que algunos autores sostengan que las primeras novelas de Antioquia no fueron costumbristas, sino realistas. Dicen que es así porque menos que defender las costumbres sociales, las cuestionaron, lo cual permite afianzar la afirmación que se dijo anteriormente: que la literatura en la región nació contra hegemónica frente a la propia cultura pero regionalista frente a las demás que la desafiaban. Es decir, la novela antioqueña en sus inicios empleó dos estrategias discursivas en apariencia contradictorias: afianzó la identidad regional y simultáneamente la criticó. Y es precisamente el tema de la identidad el que nos conduce, después de haber explicitado en un primer de nivel las condiciones históricas de 31
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CAPÍTULO 4. EL CONFLICTO LETRADO
aparición de la novela para la sociedad antioqueña, a un nivel de análisis más hondo en el que se identifiquen las condiciones sociales que este género literario requirió para surgir. Como se deduce del recorrido histórico, Antioquia se definió como una comunidad cuando cristalizó un discurso hegemónico en el gobierno de Mon y Velarde a finales del siglo XVIII y en el del resto de los continuadores borbónicos. En el tránsito de la colonia a la República este discurso tuvo continuidad, gracias a la acción de José Manuel Restrepo, Félix de Restrepo y Juan del Corral, y alcanzó un punto máximo de consolidación durante el largo gobierno de Pedro Justo Berrío en la década de los 60 del siglo XIX. A los pocos años de este gobierno, sin embargo, este discurso entró en un período de entropía primero y de riesgo y desafío después, lo que generó una crisis en favor del debate. Y fue en este contexto de crisis y debate en el que apareció la primera novela de la región. De estos hechos se pueden sacar, en principio, varias conclusiones por exclusión. Queda claro que la novela en la región no surgió en la sociedad cohesionada de finales del siglo XVIII, ni tampoco surgió aparejada a la instauración del Estado en las primeras tres cuartas partes del siglo XIX. Surgió solo al final de este siglo en un momento en que la identidad, bien definida en ese discurso hegemónico, entraba en crisis por factores internos y externos a la región. Haciendo una abstracción de lo anterior se puede decir que el género no aparece en sociedades cerradas y herméticas sin antagonistas externos e internos. Tal vez estos terrenos sean más fértiles para la poesía, la epopeya y los cuadros de costumbres u otros géneros, como se puede verificar en la narrativa regional de las tres cuartas partes del siglo XIX. La novela, en cambio, demanda del presente imperfecto del que habla Bajtín. Y en tanto género específico necesita una primera condición: el conflicto. Pero no basta sólo este para que aparezca la novela. De ser así en casi todas las sociedades estaría presente este género literario y la evidencia muestra lo contrario. Es preciso que este se dé en sociedades letradas, en donde la palabra escrita, como conductora de ideas, tiene un peso relativo importante. Y aunque es claro que estas dos condiciones son indisociables, valga separarlas y analizarlas a continuación para demostrar la hipótesis de partida: que la modernidad, entendida como una nueva forma de relación en la deliberación y el debate público, logró potenciarse en Antioquia sólo
4.1. EL CONFLICTO
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hasta finales del siglo XIX.
4.1.
El conflicto
Cuando se dice que el conflicto es una condición sine qua non para que surja la novela, no se está afirmando que en Antioquia no hubiera habido conflictos antes de 1896. Las tensiones sociales son inherentes a la sociedad como lo afirmó Marx. Pero en primer lugar estos conflictos se dieron muy tímidamente en el debate público entre letrados y cuando se radicalizaron –entre los bandos encabezados por Pedro Justo Berrío y Pascual Bravo– se resolvieron por la vía militar más que verbal.1 Así que cuando el conflicto letrado surgió en Antioquia a finales del siglo, lo hizo en dos direcciones: hacia otra ciudad, Bogotá, que trataba de darle un alcance nacional a unos cánones literarios, filológicos y políticos, negando la especificidad en estos aspectos de cada una de las regiones y hacia los otros letrados de la sociedad que validaban el discurso hegemónico que había gobernado a la región durante un siglo. Entender que estos son los dos conflictos que subyacen a la novela regional inicial, especialmete a Frutos de mi tierra es una clave de lectura potente ya que el primero –el conflicto entre Antioquia y la capital– explica que la novela sea regionalista hacia el exterior y el segundo –el conflicto frente a valores locales– explica que al mismo tiempo sea carácter contra-hegemónica frente al discurso reinante de la región. Veamos el primero de ellos: la contradicción con la capital letrada, es decir, la disputa entre regiones, que si se mira bien, es una tensión propia del proceso de construcción de la nación, por lo cual es pertinente en este momento traer a colación los aportes teóricos de Benedict Anderson y Doris Sommer que han establecido una relación entre la novela y la nación. Para Anderson, el género surgió como una novedad en el siglo XVIII de la mano de los periódicos. Y si el autor une a estas “dos formas básicas de la imaginación” bajo una misma categoría es porque afirma que ambas 1
Si bien este conflicto verbal se canalizó en 1855 en el periódico liberal El pueblo, este tuvo una muy corta duración y luego se resolvió por la vía militar. Más adelante, terminado el mandato de Pedro Justo Berrío reapareció la prensa liberal El Pueblo en 1871
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CAPÍTULO 4. EL CONFLICTO LETRADO
cumplieron la misma función: la de hacer imaginable la nación, logrando que un número de personas que no tenían ninguna relación aparente se sintieran parte de una comunidad, que era imaginada, porque no había entre ellas un nexo previo que las uniera. Así pues que la relación que este autor establece entre las novelas y la nación es una relación de causa y efecto. Las novelas, según él, contribuyeron a crear las comunidades imaginadas o naciones, es decir, sirvieron, a partir de un momento determinado como aglutinantes de un conjunto de individuos desconocidos entre sí que pasaron a formar parte de un colectivo antes inexistente. Por otro lado, para Doris Sommer, –ella retoma la noción de Anderson de concebir a las naciones como comunidades imaginadas–, las novelas –y se refiere específicamente a las novelas publicadas en América Latina durante el siglo XIX–, canonizadas en esta época bajo el signo de las historias de amor, sirvieron como alegorías de las naciones que estaban en proceso de consolidación. Sostiene la autora que las novelas de esta época articulaban la vida privada y la pública haciendo que de esta manera la política adquiriera las formas del deseo mientras que el deseo, pasara, en virtud de la lectura que hacía público masivo, a ser parte de los derroteros colectivos. “Lo que quiero decir es que el Eros y la Polis son efectos uno del otro [. . . ] Y las conciliaciones políticas o convenios, resultan urgentes porque en los amantes existe el deseo natural de acceder a la clase de Estado que habrá de unirlos” (Sommer, 2004:65) Así pues que para Sommer, la novela, al menos la decimonónica producida en Latinoamérica, estaba aparejada con el surgimiento de la nación. El proceso de consolidación de la segunda, estuvo, para ella, acompañado de la novelística, como si ambas hubieran hecho una alianza de recíprocos beneficios: las naciones se afianzaban en las novelas y las novelas, por su parte, surgían en virtud de las naciones. Al hilo de esta idea los novelistas de la época, por lo tanto, eran al mismo tiempo producto de un proceso de consolidación nacional y creadores del mismo. La novela, dice Sommer [. . . ] era simplemente un género que iba de la mano con la constitución de la nación porque la relación entre novelas y naciones tuvo la continuidad de un anillo de Moebius donde los planos públicos y privados, las causas aparentes y los efectos putativos se ligaban mutuamente (2004:23)
4.1. EL CONFLICTO
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Ahora bien. Queda claro que tanto Anderson como Sommer identifican una relación entre las novelas y las naciones. Ambos, sin embargo, no especifican si este vínculo es esencial o histórico. Y si bien los dos sitúan sus investigaciones en marcos temporales y espaciales específicos dejan abierta la pregunta sobre hasta cuándo se extiende la relación entre ambas, porque a pesar de que los dos autores se refieren a un momento formativo –tanto de la novela como de la nación– no marcan una fecha de finalización de este enlace. No pretendo, desde luego entregar este dato. Establecer si la nación y la novela siguieron rumbos separados a partir de un momento dado o si simplemente se reinterpretaron amerita otra investigación. Lo que sí quisiera plantear es que si bien esta relación es evidente –y especialmente marcada en el siglo XIX– este vínculo no fue esencial sino circunstancial. Y esto por lo siguiente: si se considera, al hilo de lo que se venía diciendo, que la presencia de la novela depende de que exista un conflicto en el seno de una sociedad letrada particular, este conflicto no tiene que estar calificado y puede ser o no, el conflicto de la construcción de la nación. Es decir, no tiene que ser necesariamente éste, el único que de origen a este género literario, porque de ser así, la novela hubiera desaparecido una vez las naciones hubieran alcanzado mayores niveles de consolidación. Esto quiere decir que otros conflictos, al margen de este o complementarios a él –como ser verá más adelante–, pueden dar origen a las novelas siempre y cuando se trate de una sociedad letrada con las características que más adelante se enunciarán. Lo que sí creo, es que en el momento en que en Latinoamérica concurrieron las dos condiciones, el conflicto vigente era precisamente el de la construcción de la nación –que en Antioquia no fue problemático sino hasta el final del siglo– y es por eso que la nación y el género quedaron asociados desde sus comienzos. En tanto la novela reflejó en los primeros años los problemas inherentes a la formación de la nación, dio la apariencia de ser parte constitutiva de esta, pero no era sino una herramienta discursiva dentro de una contradicción histórica concreta, que cuando se modificó, dio origen a novelas de otro tenor, como las novelas sentimentales o más intimistas que reflejaban conflictos de género o individuales. A esta altura va quedando claro que la incidencia que la nación tuvo sobre la novela fue que supuso el primer conflicto en el momento en que se daba
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CAPÍTULO 4. EL CONFLICTO LETRADO
la otra condición para que esta pudiera surgir. ¿Pero por qué fue conflictivo el proceso de la construcción nacional? Algunas conclusiones ya se han extraído del recorrido histórico. Pero resta decir que este conflicto fue en Colombia –y creo que vale decirlo para toda Latinoamérica–, el que supuso convertir el Estado en una nación, es decir, el de volver un hecho cultural, lo que era apenas un hecho político y territorial. Ante la heterogeneidad de regiones y de sujetos, la imposición de todos dentro de una misma comunidad política, resultaba molesto, y más aún si esto suponía la homogeneización cultural por la que abogaba la Regeneración que pretendió reducir la diversidad de los hombres y las mujeres a la de dos sujetos únicos –católico(as), urbanizado(as) y productivos/reproductivas. En esta medida, las novelas comenzaron a mostrar, como lo sugiere Sommer las adversidades que tenían los sujetos extraños y diversos para unirse por medio del matrimonio, la institución, que al ser sancionada por todas las instancias de control social –la sociedad, la iglesia y la ley–, constituía la máxima alegoría de la unión nacional. Y es aquí como vemos la incidencia en la otra dirección, es decir, la influencia de la novela en la nación. Al integrar en una misma trama sujetos que antes no tenían ninguna relación –generalmente intervenían personajes de distintas regiones, partidos, razas o clases sociales articulados en conflictos amorosos–, el letrado expuso los términos y las partes en contradicción y explicitó, a través de los destinos de los personajes, cuáles eran, según él, las posibilidades, los límites y los deseos de su resolución. De esta manera hizo imaginable una nación, o al menos marcó sus contornos y matices. Cuando enunciaba y representaba las distintas partes que entraban en relación creaba un inventario de presencias y de ausencias, y permitía que así los lectores imaginaran no sólo su existencia sino su representación. Esto, sin embargo, creó una dificultad: en la medida en que las novelas ponían en relación menos sujetos de los que componían el Estado –el hecho territorial y político– y además los valoraba de manera diferente –por ejemplo en Frutos de mi tierra el bogotano se representa como un vividor y el caucano como un aristócrata–, iba creando en la marcha naciones restringidas en la mente de los lectores que podían ser contestadas por otras novelas o por artículos de prensa que, o bien ampliaban o reducían estas listas de integrantes de la nación o bien revalorizaban a sus protagonistas. El problema estuvo en que algunos sujetos, pese a que vivían el conflicto de la construcción de la nación, por estar fuera de la sociedad letrada, no pu-
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dieron aparecer dentro de estos inventarios literarios o al menos apropiarse de su propia representación. Ahora bien, dejando claro que el conflicto en la primera dirección, de la región contra las medidas que tomaba la capital letrada, era un conflicto propio de la construcción de la nación, en el cual las unidades políticas que rivalizaban con las otras, por medio de la novela, valga evaluar el segundo de los conflictos que se enunció que va en la otra dirección, y que le imprime su carácter contra-hegemónico: el de los letrados contra las prácticas, los sujetos y los valores de la región. En consonancia con lo que se sugirió anteriormente, estas primeras novelas hay que leerlas con los lentes de la defensa y la crítica: defensa frente a la capital y crítica frente al discurso hegemónico antioqueño de la época para lo cual Frutos de mi tierra de Carrasquilla es una fuente privilegiada, ya que de una manera muy fina, logra defender a la región frente a la capital y al mismo tiempo revelar el conflicto de clases y valores que internamente esta padece. La historia de esta novela transcurre en Medellín, la capital de Antioquia y relata la vida de Filomena Alzate, una mujer tan hábil para los negocios como huraña para la vida. Gracias a su olfato comercial Filomena logra conducir la prendería y tienda de su hermano Augusto, y junto con este amasa un capital considerable; ahora haciendo préstamos en la guerra de 1860, luego cobrando hasta la usura y siempre vendiendo tamarindos, jaleas y otra serie de productos autóctonos que Carrasquilla describe extensamente. Esto les permite a los hermanos ascender en el escalafón social y comprar una casa en un barrio de clase alta, desde donde se sienten autorizados para despreciar a los Palma, la familia más pobre del vecindario. Por su parte, Nieves y Belarmina, las hermanas menores de este par de comerciantes, que se trasladan a vivir con sus hermanos ricos una vez quedan huérfanas, quedando reducidas a sirvientas en esta convivencia y en esa calidad soportan el peor maltrato cotidiano, lo cual la primera –Nieves– acepta con resignación cristiana, mientras la segunda –Belarmina– rechaza de manera cotidiana sin hacer nada para cambiar su destino, lo cual la convierte en una mujer amargada. La historia de la familia toma otro rumbo cuando Augusto, recibe unos golpes al fastidiar a la familia Palma que lo dejan postrado en la cama de donde no vuelve a salir en toda la historia. Esto hace que Filomena acepte
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como ayudante en la tienda su sobrino, César Pinto, que llega de Bogotá. Pero más que un ayudante, Filomena, que pese a todos los esfuerzos no había logrado casarse, se enamora del bogotano –un falso dandy, soldado en la guerra de 1885 que tutea y presume todo el tiempo–. Este, a su vez, ve en el enamoramiento de su tía mayor, una posibilidad para enriquecerse sin esfuerzos. Y en efecto lleva a cabo su plan: la seduce y pese a que causa en el envejecido Augusto un tremendo e incestuoso ataque de celos, se compromete con ella, se casan al escondido, y se van a Bogotá donde César escapa muy pronto con toda la fortuna de su tía quien muere tras enterarse del desengaño. En paralelo, Carrasquilla cuenta una historia, en la que, en oposición a la primera, se logra la reconciliación entre regiones. Es la historia de Martín Gala, un joven caucano a quien su madre envía a Medellín, por considerar que la capital antioqueña, es, al contrario de Bogotá, un reducto de ideas conservadoras. Allí lleva una vida de aristócrata al amparo de dos acudientes, se retira de los estudios de leyes –como el mismo autor del libro– y comienza a vivir una vida de placeres en consonancia con su referente literario: el joven Byron a quien quiere emular. Pero un día, tras ser ridiculizado en público por una mujer, Pepa Escandón, se propone a enamorarla como venganza. En el intento, termina involucrándose, y recibiendo de ella toda suerte de desprecios. Cuando cae enfermo después del último de los desplantes, decide volver al Cauca, pero Pepa entonces reaparece, arrepentida, y le confiesa su amor. Pese a las resistencias iniciales del padre de Pepa, la pareja se casa en una fiesta pública que al contrario de la alianza secreta de Filomena y César, compromete a toda la ciudad. Este relato tan sencillo ilustra como la novela opera como un arma simbólica tanto dentro del conflicto letrado nacional como dentro del local. Por un lado, los detonantes de las dos historias medulares son personajes de otras regiones y son los que hacen que los personajes locales se potencien o se debiliten: Filomena pierde toda su capacidad de juicio ante el amor del bogotano, Augusto se debilita y padece de un ataque de celos al ver a su hermana enamorada, y Pepa, al contrario, saca toda su gracia y potencia en el juego con el caucano. Los orígenes no son casuales. Cauca, representada por Martín Gala, no sólo estuvo vinculada a Antioquia desde que llegaron familias payanesas en el siglo XVIII a la región, sino que fue aliada en varias de las guerras contra el Estado, lo que muestra por qué en la novela se representa la
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fraternidad entre ambos lugares. Bogotá, en cambio, era la capital y el lugar desde el cual se habían impuesto a lo largo del siglo las reformas liberales y desde donde se imponían como valores nacionales, por medio del proyecto de la Regeneración, lo que no eran más que valores locales. Por eso, al final, el matrimonio de Pepa y Galita –trasponiendo términos: Antioquia y el Cauca– tiene la aprobación social, mientras el de Filomena y César –Antioquia y Bogotá– es no sólo secreto y vergonzante sino que es todo un fracaso conyugal. Antioquia, por su parte, es representada con una mayor finura en un cuadro complejo en el cada personaje representa una fracción de la sociedad: los hermanos Alzate, los comerciantes usureros y nuevos ricos; los Escandón, la familia de alcurnia, los Palma, los practicantes del espiritismo corriente en el siglo XIX, Bernabela, la negra que encarna toda la imaginería religiosa popular de las minas de Marmato; Nieves, la mujer servil y resignada; y Belarmina, la soltera amargada. ¿No hay en este cuadro literario un cuestionamiento sobre la legitimidad de las prácticas productivas y morales de la región? ¿No ponen todos estos personajes antioqueños en cuestión los contenidos que componen el discurso hegemónico regional tan sólido hasta entonces? Sólo mencionaré tres de los muchos valores del discurso cuestionados en esta novela: el matrimonio, la igualdad y el ánimo de lucro. Del matrimonio muestra las tres funciones que este cumple como institución: o bien lo muestra –en las alianzas endogámicas– como un mecanismo para perpetuar el statu quo y para oponerse como práctica privada al nuevo paradigma político y público de la igualdad. Por otro, lo expone como un mecanismo para lograr sinergias regionales, y por último lo presenta como una estrategia de ascenso social y nunca como una alianza entre pares en una sociedad de iguales. Por otro lado, la igualdad de la que se preciaban los antioqueños, como una raza compacta que tenía unidad de valores y de prácticas es relativizada en la novela. Carrasquilla muestra a través de la sociedad que describe, como la raza, el dinero y los apellidos son marcadores de discriminación social. Curiosamente el autor no hace una diferenciación por género, sus protagonistas mujeres; Pepa y Filomena son, a pesar de ser la una la imagen invertida una de la otra, sujetos potentes dentro del relato que en ningún momento son desvalorizadas por su género.
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Al contrario, al ser presentadas por el autor en un juego de espejos, ambas protagonistas representan muy bien ese conflicto local que también da origen a la novela y que va más allá del simple conflicto de la construcción nacional: si Pepa se muestra como graciosa, Filomena aparece como patética; si esta es magnánima, la otra es avara, cuando una embauca a su hombre, la otra es embaucada por el suyo; cuando una es es joven la otra es vieja, y si una se ve como aristócrata la otra aparece como burguesa y si la primera nace con alcurnia, la segunda aparece como una plebeya que se la juega toda por lograr un ascenso social. Y es esta ambición lo que nos conduce al tercer valor cuestionado: el ánimo de lucro. Cuando Filomena modifica su posición dentro de la sociedad por la riqueza pero pese a su ascenso es despreciada por otros miembros, Carrasquilla pone en evidencia la tensión entre dos clases sociales: una que persigue la acumulación de dinero y otra que se resiste al cambio social. Los Alzate cometen usura, son prestamistas en la guerra de 1860 y en algún pasaje incluso, Augusto vende en su tienda, los zapatos que le quita al cadaver de su difunta madre, representando así a aquella clase social emergente que empeña todos los valores –honestidad, paz, igualdad– a costa de la riqueza y que cuando la alcanza siente que tiene el poder de pisotear a aquellos que no la tengan. Y en tensión, muestra esa vieja clase social, apegada a los viejos valores, que ve en la moral y el abolengo las instancias de legitimación de los sujetos y que mira con reservas la sola riqueza. Al poner en cuestión estos tres pilares –el matrimonio, la igualdad y el ánimo de lucro– Carrasquilla quiebra ese lente idílico con el cual la sociedad antioqueña se miraba tradicionalmente a sí misma a través de su discurso hegemónico y bajo el cual sólo se veían hombres productivos y mujeres pías, presentando una sociedad más franca y real en la que el matrimonio es un valor estratégico en tensión entre una clase social que asciende enfermizamente al acumular dinero y otra discriminadora tradicional que trata de mantenerse, y que rompen desde lo privado el mito de la presunta y pública igualdad.
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La tradición letrada
Pero como se dijo, no basta sólo el conflicto para que surja la novela, este tiene que darse en el seno de una ciudad letrada, que más que una expresión,
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es todo un concepto explicativo de la realidad Latinoamericana, acuñado por Angel Rama. Dice este autor: Las ciudades americanas fueron sometidas a una doble vida desde sus orígenes: la correspondiente al orden físico que, por su ser sensible, material, está sometido a los vaivenes de construcción y destrucción, de instauración y renovación y sobre todo a los impulsos de la invención circunstancial de individuos y grupos según su momento y situación. Por encima de ella, la correspondiente al orden de los signos, que actúan en el nivel simbólico, desde antes de cualquier realización y también durante y después, pues disponen de una inalterabilidad a la que poco conciernen los avatares materiales. (2009:45) Esa inalterabilidad de la que Rama habla y que se sustenta a lo largo de todo el libro, muestra que para él, la ciudad letrada sobrevivió como una continuidad en la historia de las ciudades americanas, incluso sobreviviendo el paso del orden colonial al republicano. Y es aquí que vale la pena detenernos y preguntarnos si ésta conservó su identidad o si se modificó en este trance adquiriendo nuevos significados. En el libro, el autor señala algunas pistas sobre este proceso de resemantización que vale la pena separar: uno en cuanto a los contenidos y otro en cuanto agentes. Desde el punto de vista de los contenidos, la ciudad letrada americana se modificó por una razón elemental: porque de una aplicación de fórmulas legales y religiosas –la diferencia no era nítida entre ambas– que en la colonia crearon un “régimen de transmisiones: de lo alto a lo bajo, de España a América, de la cabeza del poder a través de la estructura social”(2009:37) se pasó a un contexto en el cual los criollos tuvieron que crear nuevas fórmulas de organización social dentro de los espacios de los Estados nacionales. Esto implicó que de un ejercicio ejecutivo de las letras –de simple aplicación– se pasara a un ejercicio legislativo de creación de la mismas, y en esa nueva inflación de leyes –en el sentido amplio– el problema a resolver era el de la legitimidad. Pero esta legitimidad se desdobló en dos: en una material y en una formal. Y aquí Rama también nos da claves para el análisis. La legitimidad material estaba relacionada con la mayor relación que las letras tuvieran con las de la metrópoli gracias a un pasado colonial en el que se había creado
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lo que el autor llama un sistema de comunicación al que le podríamos agregar el calificativo de tributario ya que era el reflejo de una geografía urbana compuesta históricamente por una “[. . . ] red de ciudades dirigidas a la metrópoli [lo cual] sería un problema para la estructuración del espacio nacional” (2009:37). Y si el autor afirma que esto seguía vigente en el momento de la estructuración del espacio nacional, es porque sugiere que esa mirada a la metrópoli continuaba vigente en este nuevo contexto. Eso explica la razón por la que la legitimidad de los códigos legales y de urbanidad, de los periódicos y de las novelas que escribieron los letrados criollos en sus espacios nacionales estaba asociada con la capacidad de describir su realidad a la luz de las tradiciones de pensamiento de las metrópolis europeas, que eran, para ellos, los lugares de enunciación de la verdad. Por otro lado, el autor muestra cómo la legitimidad formal estaba relacionada con la alineación de las letras con los manuales de gramática y ortografía que en América se comenzaron a publicar con miras a darle un estatuto de ciencia a esa nueva forma de reducción al papel de la realidad. Esto interés por la ortografía –dice Rama– se hace “en la búsqueda de una independencia letrada que se [corresponda] con la independencia política” (2009:106) De modo pues que las letras en forma de leyes, de códigos o de novelas, debieron incorporar o al menos saber dialogar con todo un conjunto de normas sustantivas y adjetivas para gozar de legitimidad en el marco del conflicto nacional del que se habló, lo cual implicó que ese grupo de contradictores que definían nada menos que el tamaño y el contenido de la nación, fuera reducido y estuviera muy alejado de lo que Efe Gómez, un contemporáneo y paisano de Carrasquilla, denominó en el relato Y le dije (1895), la generalidad. En este texto aparece de manera palmaria la paradoja de querer ordenar la realidad social con la lógica de la ciudad letrada alejándola de sí misma en el intento. En otras palabras, el texto manifiesta el mutuo extrañamiento entre la ciudad real y la ciudad letrada pese a que esta última tenga pretensiones de ordenar y conducir a la primera. En el relato, el protagonista, que se ha acabado de graduar de su carrera, relativiza su logro cuando su interlocutor lo felicita por el título obtenido. ¡Conque terminé mi carrera. –le dice desencantado– Pues sí. Heme aquí inútil para luchar con la vida. Porque lo que entre nosotros llaman una ca-
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rrera, en vez de ser una labor de adaptación de nuestras facultades al clima social que nos rodea, lo es de dislocación completa de nuestro ser moral e intelectual y más adelante, agrega: Claro- nos educan como para Europa y nos exigen que vivamos aquí. Nos hacen gastar lo mejor de la vida haciéndonos incapaces de vivir en nuestra patria y a eso llaman educarnos. Y antes de concluir afirma que le hubiera gustado ser de los de la generalidad (...) que no llenaron su mente de ideales desproporcionados a nuestra barbarie. Cae con esta frase el autor en una contradicción propia del hombre educado en la cual se califica de bárbara la ciudad real aún después de haber cuestionado el lente letrado con el cual la juzga. Este testimonio revela, sin embargo, la poca cobertura de la ciudad letrada, su soledad, y a pesar de eso, su inmenso poder de organización de la realidad. Ahora, volviendo a Antioquia, el lugar que nos convoca, se puede decir que la ciudad letrada en la región se había ido consolidando a lo largo de la vida republicana. Antioquia Literaria, la antología que Juan José Molina realizó en 1878, donde “aun tenemos los escritos híbridos en los que la literatura no se ha independizado de la escritura política” (Avelar, 2008:16) demuestra que escribir era en la región, como parte del resto de las naciones emancipadas “una práctica racionalizadora, autorizada por el proyecto de consolidación estatal” (Ramos, 1989:62), pero sólo hasta la década de los 70, las letras, en el sentido amplio, no ensayaron una postura contestataria, y apenas reflejaron la conciencia de una “vacuidad existencial” como en el texto Felipe de Gregorio Gutierrez (1866), ya que esta era, según Tamayo y Botero “la primera tarea que los escritores de una sociedad sin tradición literaria creativa y casi sin lectores, debía proponerse” (2005:XXII). Prueba de ello son los relatos más destacados anteriores a esta década en los que se ve el afán de afianzar una idea positiva de región, tales como Un montañés (1859) de Eliseo Arbelaez, la poesía Memorias sobre el cultivo del maíz en Antioquia (1866) de Gregorio Gutiérrez González o las poesías de Epifanio Mejía de la misma década que luego fueron musicalizadas y convertidas en el himno antioqueño. Además de estas producciones, en revistas literarias como El Oasis (1868) y en los textos de la antología mencionada también existe un discurso exaltado. Al calor de este orgullo aparecieron el hacha y la tala aparecieron como imágenes redundantes dentro de los relatos ayudando a forjar el mito del colonizador vencedor de la naturaleza hostil. Incluso cuando el romanticismo llegó como corriente literaria, los letrados antioqueños adoptaron de él sólo lo que pudieron compatibilizar
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con su mentalidad conservadora y desecharon lo que les molestaba. Sólo el Indio Uribe y Camilo A. Echeverri, como excepción confirman la regla. A esto se refieren los autores de Inicios de una literatura regional en el estudio introductorio: Cuando se toman los elementos del romanticismo se exalta el paisaje familiar, el sufrimiento humano y de los animales, los sentimientos y las creencias religiosas, pero la mentalidad católica impide que florezca el romanticismo en su manera más subversiva (2005:XVII) Sólo hasta la década de los 70 comienzan a aparecer otras publicaciones como El Cóndor (1871) El Pueblo (1871), La sociedad (1872), La Revista Antioquia (1876) y en los 80 y 90 se produce un incremento significativo de revistas y tertulias2 , lo que da cuenta del clima cultural e intelectual activo al que hacen mención Eduardo Zuleta y Enrique de la Casa en sus retratos de la época. Abrevándose de estos debates surgieron figuras tan importantes para las letras como Baldomero Sanín Cano, Efe Gómez, Pedro Nel Ospina, Francisco Antonio Cano, Carlos E. Restrepo, Fidel Cano, Antonio José Restrepo, Manuel Uribe Ángel, Rafael Uribe Uribe y Tomás Carrasquilla que al dedicarse exclusivamente a la literatura –fue el primer escritor profesional del país– marcó un fuerte contraste con sus contemporáneos que deambularon por las letras en calidad de políticos, legisladores, literatos y oradores. Y aunque es cierto que nuestro autor comenzó estudios de derecho, nunca los terminó. Las pocas veces que tuvo que trabajar por aprietos económicos, –como juez de Santo Domingo y como minero en Sanandrés– puso a la realidad en función de la ficción y sus pasos por la sastrería fueron sólo entretenimientos en los cuales el modisto siempre quedó subordinado al escritor. Fue, eso sí, un lector insaciable y esto le permitió que sus escritos y especialmente Frutos de mi tierra gozaran de la legitimidad material y formal de la que se habló, que requería para ser admitido en debate letrado nacional como un contradictor legítimo. En particular en esta obra la legitimidad material, entendida esta en el contexto americano del siglo XIX como la capacidad de mostrar un estrecho 2
El periódico El Espectador aparece en 1887; revistas como La Miscelánea y el El Montañés aparecen en 1894 y 1897, respectivamente. También despuntan Tertulias como El Casino Literario en 1887 y La Tertulia Literaria en 1891.
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vínculo con el pensamiento de las metrópolis, se puede comprobar en las referencias que el autor hace a los dichos y refranes “muchos de ellos provenientes por tradición oral del más rancio origen español, tanto medieval como del Siglo de Oro” (Pineda, 1999), que le servían para demostrar ante Bogotá una mayor cercanía de Antioquia con el pasado español. No es de extrañar, a la luz de los sucesos del siglo XVIII y principios del XIX, especialmente la inmigración de familias de españoles, la tradición religiosa y el tránsito pacífico de la región a la República, que Antioquia hubiera actualizado dentro del debate letrado una hispanofilia en oposición a las otras regiones, que, en su salto abrupto al Estado moderno, rompieron cualquier relación con el pasado español y trabaron con otras metrópolis una mayor afinidad. De hecho, en la novela, Carrasquilla se burla del abuso que César Pinto, el bogotano, hace de figuras inglesas y francesas sin siquiera conocerlas, además que ridiculiza su desconocimiento de la tradición hispánica. Al respecto dice Álvaro Pineda: Refiriéndose a César [Carasquilla] cita a figuras ilustres de la alta cultura: Spencer, Edisson, Draper, Littré, Zola, Valbuena, Veriie (p. 165), nombres que deja caer como azar en su discurso para adornarlo, no porque conozca estos autores: son nombres que ha "escuchado de los sabihondos". De la misma manera, [César] llama «Filis» a Filomena (p. 247) sin haber leído nunca a Garcilaso. (1999:307) Ahora, con relación a la legitimidad formal, el caso de Frutos de mi tierra es muy elocuente porque en él hay un desafío a los cánones que se establecen desde la capital en los que se fundamenta esta legitimidad, ya que Carrasquilla no sólo se atreve a incorporar faltas de sintaxis y de ortografía cuando pone a hablar y a escribir a sus personajes, –lo cual no sucede con la voz narrativa principal–, sino que cuestiona en la misma obra, los manuales de ortografía y gramática que prescriben el buen decir que se publican desde la capital. Cuando se pregunta de dónde viene el acento bogotano, por ejemplo, dice, después de ensayar algunas explicaciones, que tal vez las autoridades del Caro y Cuervo puedan descifrarlo. Lo que subyace a esta ironía es su resistencia a adoptar como verdadero y único el tratado de filología titulado Apuntaciones críticas del lenguaje realizado por el bogotano de Rufino José Cuervo, entre 1867 y 1872 y, que para finales del siglo, cuando Carrasquilla escribía, ya había sido editado repetidas veces.
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(Pineda, 1999: 308) El autor hace de esta manera un contrapunto al canon nacional y pone en cuestión los parámetros de la legitimidad formal. Resta sólo examinar el tránsito de los agentes de la ciudad letrada colonial a la republicana de la mano de Ángel Rama. En primera medida, el autor sugiere que estos pasaron de ser los funcionarios coloniales y los jesuitas a ser los miembros de la minoría criolla. Sin embargo, más que ser un cambio de personajes, era un cambio de conciencia frente al mundo mucho más trascendental. Si como se dijo, la actividad pasó de ser de simple aplicación a la creación de las letras, esto supuso que los sujetos pasaron de ser ejecutores a creadores de las mismas, y es muy distinta la relación existencial con el mundo cuando se vive bajo fórmulas preestablecidas a cuando hay que producirlas para vivir en él. Y en esa posición de creadores, los individuos adquieren una mayor conciencia sobre su papel dentro de la sociedad ya que saben que pueden cambiarla a través de la palabra. Es por eso que se puede decir que el letrado es en la República un individuo paradójico en la medida en que al poder incidir por medio de las letras en la sociedad, tiene un mayor vínculo con el colectivo. Aterrizando esta reflexión a Antioquia, se puede decir que en la región se había consolidado dentro del antiguo régimen una conciencia del individuo que a la larga entró en contradicción con el poder colonial, pero los individuos que componían la sociedad no tuvieron que producir durante las tres cuartas partes del siglo XIX un discurso individual más allá del colectivo dominante al que estaban plegados o al menos cuando lo produjeron y lo ventilaron en los espacios de deliberación pública fue sólo para reafirmarlo. Sólo cuando apareció la contradicción y ésta pudo canalizarse a través de las palabras en un debate letrado, pudo crearse en la región una verdadera esfera pública. Al hilo de esta idea es preciso decir que no bastaron las condiciones objetivas de difusión de ideas, ni los medios técnicos como la prensa y las revistas o las nuevas formas de sociabilidad, asociados a la modernidad, que habían comenzado a darse en la región a final del siglo XVIII. Se precisaba, además, de la discusión y revisión pública y sistemática de las certezas colectivas, de un conflicto verbalizado a través de las letras, como el que se dio a fin de siglo en Antioquia, que por los nuevos sujetos que aparecieron - literatos, estadistas, pintores a los que ya se hizo mención- por las reglas que los rigieron – propias del diálogo público– por los productos que generaron –poesías, ensayos, novelas y planes de gobierno
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contestatarios– dan cuenta de un otro campo político y cultural y de una forma más pacífica de socializar . Así que en otras palabras puede decirse que Antioquia pudo ser más moderna cuanto más capacitada estuvo para canalizar sus conflictos en un debate letrado. Sin embargo, las normas formales y de contenido tan estrictas hicieron que los contradictores legítimos en esta franca lid que comenzaba fueran una minoría en comparación con el total de miembros de la región. Y es en este punto que podemos remontarnos al principio y decir con toda propiedad que en la aparición de Frutos de mi tierra había algo más que trasciende el cumplimiento de la orden que Carlosé le dio aquella noche a Carrasquilla y más que los argumentos que estos dos esgrimieron para convencer al resto de que Antioquia ya estaba lista para producir “materia novelable”, y esto era una nueva forma de resolución de las tensiones sociales. Aparecía en la región una esfera pública integrada por polos opuestos en la cual los conflictos adquirían una nueva forma: la de las palabras y es a esta capacidad social de contestar y verbalizar o a lo que le damos el nombre de modernidad potenciada.
Conclusión El conflicto y la tradición letrada republicana que en Antioquia no concurrieron sino hasta finales del siglo XIX, permitieron que se diera un debate letrado en el marco del cual la novela sirvió como un arma simbólica propia de esta contradicción. El anverso de este argumento nos dice entonces que ni la sociedad letrada autoreferencial, ni los conflictos son condiciones que tienen per se la capacidad de dar origen a la novela. Como el primer conflicto que se dio dentro de la ciudad letrada republicana fue el de la construcción de la nación no sólo en Antioquia sino en toda Latinoamérica, la novela y nación quedaron asociados en sus orígenes en una relación simbiótica: la nación suponía el conflicto que la novelas reflejaban y las novelas le daban una dimensión a la nación cuando enunciaban las partes que entraban en contradicción. Pero en la Antioquia finisecular, existía además del conflicto propiamente nacional desatado tras el proyecto de la Regeneración que buscaba restarle poder a la región, un conflicto local en el cual los valores y sujetos sociales por cien años vigentes se ponían en cuestión. Y en esta doble contestación
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la novela inicial definió su carácter: regionalista hacia el exterior y contra hegemónica hacia el interior. Pero el acceso a este debate letrado, en el que Carrasquilla participó por medio de sus novelas y especialmente por medio de Frutos de mi tierra, exigía el seguimiento de unas reglas que iban más allá del hecho de saber leer y escribir. Además del simple alfabetismo exigía demostrar una alineación con el sistema de pensamiento europeo y con las reglas formales del buen decir que los criollos sistematizaron en manuales y códigos, o exigía, al menos, tal como lo hizo nuestro autor, el conocimiento y la capacidad para controvertirlos y poder dialogar con ellos. De todas maneras, y pese a que fue una minoría de antioqueños los que como Carrasquilla pudieron participar en este debate letrado, fueron ellos los que al canalizar sus conflictos en el debate letrado y no en la guerra permitieron hablar de una modernidad potenciada en el marco de la cual tuvo su origen la novela regional.
Bibliografía
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