OTRA OPORTUNIDAD. -Esto es un poco extraño, no? dijo distraídamente

OTRA OPORTUNIDAD En los pasillos de la Alta Academia de Magia de Slaros, donde reside el famoso y polémico Doctorado en Necromancia y Estudios Post-Mo

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OTRA OPORTUNIDAD En los pasillos de la Alta Academia de Magia de Slaros, donde reside el famoso y polémico Doctorado en Necromancia y Estudios Post-Mortem, un curioso dicho corretea sobreviviendo a alumnos y profesores, yendo de boca en boca a través de los siglos como una de tantas perlas de sabiduría popular. Si saludas a un nigromante por un atajo, no camines sin mirar abajo. Si acoges a un nigromante en tu hogar, sobre tu cabeza escucharás tronar. Y si a un nigromante invitas a beber... nadie sabe quién de la tierra puede volver. Seguro que todos lo habéis escuchado. Ésta es la historia de cómo surgió. Nitther, hijo de Sommer, alcalde de Bepharus, había bebido con un nigromante tres días antes, cuando había acudido a la ciudad a contratar sus servicios. No una cerveza, sino dos; dos pintas doradas y bien espumeantes. Y ahora, al parecer, estaba pagando las consecuencias. La estupefacción era la reina de aquel oscuro y húmedo recinto, de aquella cabaña destartalada en medio de la espesura, cuyas tablas se quejaban al paso de la menor brisa como una abuela reumática, un sonido espectral en plena noche. No era Nitther el único que había perdido el habla. Vlisef, el delgado y ojeroso nigromante que había sido objeto de su generosidad, estaba pálido, y se aflojaba el cuello de la túnica intentando librarse del extraño calor, en nada propio del mes de septiembre, que de repente le había atacado. Y frente a ambos, arracimados hombro con hombro sobre un círculo cabalístico dibujado con tiza azul en el suelo, estaban aquellos cuatro individuos. Por más que los repasaban, no encontraban en ellos ni rastro de lo que habían esperado. Finalmente, el primero en atreverse a abrir la boca fue Haldan, el imberbe aprendiz de Vlisef, que se sentaba en un taburete a cierta distancia de ellos. Se rascaba el pelo pajizo con una mano, mientras que su mirada, en vez de mostrar el mismo estupor que sus compañeros, parecía realmente interesada en algo que se había sacado un momento antes de la oreja izquierda. -Esto es un poco extraño, ¿no? –dijo distraídamente. Aquello sí pareció ser un conjuro de verdad, pues por arte de magia la lengua de su maestro se desató con energía. -¡No puede ser! ¡No puede haber fallado nada! Eso es... –se acercó a los cuatro recién aparecidos, que parpadeaban confusos, y comenzó a dar vueltas a su alrededor, agitando las manos nerviosas y sudadas. –Está todo bien; sin duda es esto lo que esperabais –De repente soltó una carcajada, casi demencial, y alzó los brazos como si presentara el final de un truco de feria. -¡Saludad a vuestros gloriosos héroes resucitados, alcalde! Con ellos de vuestro lado, el troll que amenaza Bepharus será historia dentro de unas horas. Un silencio pesado, humillante, siguió a tan efusivas palabras. El nigromante, haciendo ímprobos esfuerzos por mantener una sonrisa bobalicona, permaneció inmóvil. Haldan miraba a ambos de hito en hito, con la misma expresión de interés de una oveja.

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-Esta gente no son héroes –suspiró al fin Nitther, frotándose las sienes. Parecía sereno, aunque no lo corroboraba el tenso latir de una vena en su frente. –Los conozco de sobra. Los que habéis resucitado no son más que unos palurdos del pueblo. -¡Eh! –gritó de repente uno de los aludidos. Vlisef, a su lado, saltó como un conejo, aún más pálido. –No voy a consentir que... -¡Os equivocáis, señor, estoy seguro! –chilló el mago de los muertos, o doctor en desaparecidos, como ponía en su título y en el verde medallón que le había regalado su tutor. –La fórmula que he llevado a cabo es in-fa-li-ble. Estoy seguro de que nada ha fallado... ¡Pero si estaba todo!–entrelazó los dedos a su espalda y empezó a pasear arriba y abajo por la habitación, que no era ocupada más que por una larga mesa carcomida y un viejo jergón, en el que de vez en cuando pernoctaba algún vagabundo. –Plumas de ala de cuervo, trescientos gramos de azufre, tuétano de cerdo, ceniza de boj, agua de manantial recogida a la luz de la luna llena... y tierra del Cementerio de los Héroes, fundamental. Recuerdo haberlo usado todo, por los ojos de los dioses... y las palabras... Shvauk alîn gogtraj... -¿Seguro que no hacía falta sangre de virgen? –intervino de pronto Haldan. – Porque ya sabéis que la Ilustre Adepta Kalathine, en su obra Materias de los conjuros necrománticos, dice que la sangre de virgen es una de los componentes más usados. A mí no me hubiera importado ir a buscarla, vamos, sólo por asegurarnos –añadió con una mirada que pretendía ser inocente. Vlisef detuvo su caminar, algo que el alcalde agradeció en silencio, y clavó los acerados ojos negros en su ayudante. De pronto comenzaba a latir en ellos la suspicacia, seguida a la zaga por una incipiente ira. -Haldan... –habló con lentitud. –Hiciste todo lo que te pedí, ¿verdad? Fuiste al Cementerio de los Héroes, ¿no? Dos kilómetros hacia el norte y, al llegar al refugio del viajero, tres y medio hacia el oeste... -Cla... -súbitamente, la expresión de borrego del jovenzuelo se esfumó, y en su lugar apareció una creciente duda. Una gota de sudor comenzó a resbalar por su frente. –Eh... un momento... ¿no eran tres y medio al norte y dos al oeste? Eso fue lo que dijisteis... se... señor... Durante un instante, el nigromante se quedó tan paralizado que cualquiera hubiera dicho que había sufrido un infarto tal como estaba, de pie. Hasta que, sin previo aviso, soltó un terrible aullido y se lanzó a dar sonoros pescozones al muchacho, entre imprecaciones. -¡Desgraciado criajo, bueno para nada, niño de papá, inútil redomado! ¿Es que no eres capaz de retener nada de lo que te digo? ¿Ni siquiera el orden de dos malditas cifras? ¡Voy a arrancarte el cerebro y te voy a implantar un higo chumbo en su lugar, seguro que te servirá mucho mejor! ¡Alcalde! –de pronto cesó la lluvia de collejas y el hombre se volvió hacia Nitther. -¿Qué hay en la dirección a la que fue este subnormal profundo?

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-Encontró un cementerio, de eso no cabe duda. El cementerio del pueblo, señor nigromante. Lleno de gente vulgar. Sólo eso –respondió éste. De nuevo reanudó el hechicero1 los insultos hacia Haldan, que trataba débilmente de disculparse. El alcalde desvió su atención hacia los resucitados. No, nada había en ellos de porte marcial, gallardía heroica, miradas frías como el acero. Qué demonios... tenían tantas posibilidades de enfrentarse al troll y vencerlo como él mismo de blandir una espada y no cortarse una oreja. Prácticamente ninguna. Sintió una extraña, malsana desazón, cuando por fin se dio plena cuenta de la magnitud de lo que habían hecho: habían despertado, sacado de... quién sabe qué eterno sueño a cuatro lugareños, así por las buenas, sin que les sirvieran para nada. ¿Qué iban a hacer ahora con ellos? Por vez primera consideraba su plan un perverso ultraje. Por añadidura, no hubo de rebuscar demasiado en su memoria para identificarlos, pues ninguno de ellos llevaba más de diez años muerto y él había vivido en Bepharus desde nacimiento. Posó, en primer lugar, la mirada sobre Sadarus, un tipo de complexión recia y escaso cabello tan encarnado que los niños solían llamarle “el tío brasas”. Sus brazos seguían pareciendo, tal como lo recordaba, dos gruesos troncos de madera, y su rostro arrugado y cuadrado resultaba tan inexpresivo como en vida, incluso en aquella inusual situación. Había sido el herrero del pueblo, cuando tenían herrero... Junto a él estaba Ormad, el cabrero, un tipo que había muerto no demasiado mayor. Aunque la juventud se había esfumado de su rostro, afilado, marcado por una nariz ganchuda, todavía no se había abandonado en los brazos de la madurez. Con las manos a los costados, contemplaba los exabruptos del nigromante con expresión casi divertida, mostrando una media sonrisa. Hubiérase dicho que parecía contento de haber sido arrancado del suelo de aquella manera... Nitther sintió un intenso escalofrío al escucharse decir esto, en su fuero interno, y tragó saliva conjurando tal pensamiento. A la derecha de Ormad, Rhonan, su predecesor en el puesto de alcalde. Desde que había aparecido sobre el círculo de tiza, el hombre, más bajo que la media tanto en altura como en vientre, no le había quitado ojo de encima, y casi era capaz de adivinar sus pensamientos, tan claros se mostraban en sus azules y duros ojos y en su rictus de desagrado. Más que la comprometida situación le molestaba él, Nitther. De seguro no había pasado por el alto el broche con el que anudaba su capa a un hombro, aquél que le identificaba como gobernador del pueblo, y debía de estar indignado. Nunca se habían caído bien, y no porque Nitther no le hubiera invitado en ocasiones a probar las pastas de su esposa o porque no se descubriera cortésmente al pasar a su lado. Seguramente, no hubiera aceptado a ningún otro alcalde, pero menos aún a él, después de lo que hacía... de lo que todos pensaban que había estado haciendo su primo segundo Nathan. Y por último, quizás el que menos pasaría por la definición de héroe, Fenjan. Deseoso de evitar el severo escrutinio de Rhonan, el alcalde clavó la mirada concienzudamente en aquel muchacho que había dejado la vida tras no ver más de veintidós primaveras. Lo conocía y lo recordaba de sobra, pues hacía sólo cuatro años de su fallecimiento. Era... o había sido (se corrigió) un buen tipo, aunque sin duda un tanto... extravagante. Demasiado obsesionado con eso que llamaban lírica y con los libros, había dedicado su vida a un sueño tristemente truncado por una imprudencia. Le dolía verlo allí, en verdad, más que a los otros tres, sobre todo al constatar que en nada 1

Es obligación de este cronista llamarles así, debido a las últimas resoluciones judiciales a favor del gremio, aunque por mor de la exactitud del relato debo aclarar que los nigromantes no emplean hechizos, los cuales provienen de la misma energía primordial del mundo, sino conjuros, que precisan materiales más mundanos para invocar la energía residual (N. del A.)

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había variado su porte estirado, su cabello castaño pulcramente recortado y aquel diminuto bigote que más bien parecía una oruga que se contorsionase debajo de su nariz. Una de las pocas personas de aquella villa miserable cuya muerte había lamentado... Faltaba algo en los rostros de aquellos cuatro; un brillo, un matiz imposible de nombrar o describir que les otorgara la chispa de la vida. Sus rasgos y miradas parecían mustios, sus cuerpos no se movían al compás de la respiración y seguramente su piel estaría tan fría como la de un reptil. Pero, a excepción de aquello, tenían el mismo aspecto que el día lejano en que habían dejado la tierra de los vivos. Nitther dio gracias a los Dioses por ello; una parte pueril y timorata de sí mismo había creído, al principio del conjuro, que los resucitados aparecían como cadáveres andantes, corroídos por los gusanos. Al contrario, casi resultaba natural verles allí... y eso era lo más extraño. De nuevo se estremeció cuan largo era. Aquello no había sido una buena idea, en absoluto. Tenían que devolverlos de inmediato. Como si sus pensamientos hubieran aparecido, claramente legibles, en una burbuja sobre su cabeza, Ormad carraspeó y consiguió que la atención de Vlisef se volviera hacia él. El silencio pareció durar una eternidad, hasta que al fin habló, clara y firmemente. -Bueno, creo hablar en nombre de mis compañeros de, eh, círculo de tiza cuando digo que no entendemos muy bien lo que está sucediendo –los demás asintieron. –Pero sabemos que estamos en el mundo de los vivos. Por algún motivo nos habéis devuelto a él, aunque... parece que no estáis muy contentos con ello. Nos gustaría, supongo, saber qué pensáis hacer con nosotros ahora, o al menos aclararnos qué hacemos aquí. Vlisef se sacudió los mechones de pelo de Haldan que tenía entre los dedos, y abrió la boca ceremoniosamente. Pero Nitther le quitó la palabra. -No sé si me recordáis –comenzó, vacilante. Estaba hablando a los muertos... Demonios, aquello era demasiado raro. –Soy Nitther, el hijo de Sommer el alfarero. Ahora soy alcalde del pueblo –le pareció advertir, por el rabillo del ojo, que Rhonan ponía los ojos en blanco, mas decidió proseguir omitiendo tal gesto. –Sucede que, desde hace cuatro o cinco semanas, una criatura... un troll con dos grotescas cabezas, nos “visita”, todos los viernes, al caer la noche. Se adentra en el pueblo, roba animales, destroza tejados y ya ha herido a varias personas. La semana pasada fue todavía peor, porque... –hizo una pausa y suspiró –golpeó contra la pared al anciano Berius y le rompió el cuello. Ya hemos intentado atacarle con picas, con hoces, le hemos arrojado piedras, pero... no hay manera de tumbarle. Se marcha siempre tan pancho. -Y ahí es donde entro yo, Vlisef, Doctor en Desaparecidos, discípulo del gran Nagflad el Verde de la Academia de Slaros –irrumpió éste, sin duda ansioso por recobrar el protagonismo. Sacó pecho y continuó. -El alcalde acudió a la ciudad donde he estudiado (y, por cierto, fui uno de los primeros de mi promoción), en busca de alguien que le ayudara mediante la magia a librarse de tan molesto visitante. Y fue cuando le sugirieron que viniera a verme, y yo le di la solución. Dada la cercanía de este villorrio... eh, poblado, al legendario Cementerio de los Héroes, decidimos resucitar a varios de ellos para que se enfrentaran a la bestia. -Ése era el plan, sólo que... –Nitther bajó la vista, incómodo. –Sólo que no esperábamos que fuerais vosotros los que resucitarais.

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-Por culpa de un descerebrado al que espero se le agrie toda la sangre –gruñó el nigromante, mirando a su aprendiz, quien se refugiaba huraño en una esquina. -¿Somos héroes? –exclamó Fenjan con una carcajada. -¡Ja! Sabía que el destino me tenía deparado una gloria mayor, la retribución a mis maravillosas dotes, una compensación cósmica por... -No seas cretino tú también, por favor –le cortó secamente Sadarus. –No somos nada de eso. Se han equivocado de cementerio. Durante un par de minutos sólo se escuchó el crujir de las tablas, el ulular de los insomnes búhos en el bosque, aunque quizás aguzando un poco el oído se hubiera podido oír el rumiar de los pensamientos de todos los presentes. El manto de quietud fue rasgado por Rhonan, que habló mirando al hechicero. -¿Entonces, qué va a pasar con nosotros? ¿Nos devolveréis? Nitther fue aguijoneado por una súbita punzada de pesadumbre. Habían cometido un ultraje, les habían arrancado de su lecho... ¿para nada? Le resultó injusto y espeluznante, una broma excesivamente cruel. Tomó una determinación, aun cuando a él mismo le estremecía. -¿Puedes devolverlos en cualquier momento que desees, Vlisef? –inquirió. El aludido se mesó la barbilla. -No del todo –contestó. –Como plazo máximo, en la medianoche del próximo día, es decir, veinticuatro ciclos después de su alzamiento. Si no se hace, su energía desaparecerá para siempre. -Bien –dijo el alcalde,-en tal caso, que gocen de ese tiempo para visitar el pueblo, si quieren, para volver a ver a sus familias... para recordar un poco este mundo. ¿Os parece bien? Tanto el nigromante como Haldan miraron perplejos, asustados, al hombre. La idea se les antojaba pavorosa, mas no sucedió así con los resucitados, quienes dejaron escapar casi al unísono exclamaciones de sorpresa y alegría. -Me parece una locura, pero vosotros sabréis. Si matáis a vuestras familias de la impresión, echadle a él la culpa –concedió sombrío el hechicero. Meditó unos segundos, y de pronto dio un respingo. –Pero recordad –añadió. -¡Nada de hablar de lo que hay después de... ya sabéis! ¡Ni una palabra! -Ni siquiera sobre... -comenzó Sadarus, pero Vlisef le atajó. -¡No! -Tampoco aquello de... -¡En absoluto!

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-Pero sí estaría bien avisar de que... -¡Eso menos que nada, diablos! El nigromante bufó y pateó el suelo, indignado, y por fin los no-muertos accedieron a su petición, encogiéndose de hombros. ¡Un día entero! La perspectiva era demasiado halagüeña como para perder el tiempo discutiendo por banalidades como aquélla. Ya se disponían a marcharse, mas Nitther les retuvo. -¡Esperad! Esperad hasta el amanecer, por favor. Hablaré al pueblo y les explicará la situación, para evitar complicaciones. Y recordad que tenemos un serio problema con el troll. No hagáis nada... más raro todavía que estar “vivos”, ¿de acuerdo? Los cuatro convinieron en la sensatez de aquellas medidas. Se sentaron en el suelo, dispuestos a aguardar pacientemente la salida del sol, y murmurando entre ellos, presa de la excitación; charlaban como viejos amigos, aun cuando en vida apenas habían tenido contacto. El nigromante se acercó al alcalde y también le habló, en voz baja. -No termino de ver sentido a lo que hacéis, pero, en fin, el bienestar del poblado no es asunto mío –dijo. –En cuanto a lo de los héroes... si el imbécil de Haldan corre como es debido, todavía estamos a tiempo de volverlo a intentar. Me sobran ingredientes. -No, gracias –replicó aquél. –Ya he tenido bastantes resucitados por ahora. Creo que pensaré en otro plan. -Como gustéis –convino amablemente Vlisef. –Si es así, entonces ya no os hago falta aquí, supongo... pues no necesito estar cerca de los resucitados para revertir su conjuro cuando llegue la hora que hemos acordado. Podéis pagarme el sueldo, entonces, y tan pronto despunte el sol volveremos a la ciudad. Ha sido un placer tratar con vos. -¿Que… que os pague por..? Nitther tenía fama de ser un hombre tranquilo, paciente hasta decir basta. Siempre contaba hasta diez antes de decir algo que pudiera ser duro o hiriente, y siempre intentaba desahogar sus frustraciones del modo más inofensivo posible. Pero aquella noche, sin embargo, se quedó a gusto pateando los traseros del nigromante y su aprendiz casi hasta llegar al linde del bosque.

La gente de Bepharus no destacaba por su entusiasmo, motivación o energía. No era, en efecto, el lugar más idóneo para realizar turismo o unas vacaciones; hasta la inoportuna aparición del troll, nada había perturbado en décadas aquella villa de toscas y monótonas casas de madera o adobe, de caras taciturnas y vulgares y costumbres tan poco pintorescas como una piedra cubierta de musgo. Nitther estaba acostumbrado a que sus conciudadanos se tomaran las cosas con calma y pasividad; incluso los recientes ataques sólo habían provocado que hubiera nerviosismo e incomodidad horas antes de la “visita”, sin alterar la vida cotidiana el resto de la semana. Pero realmente aquello le

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sobrepasaba. No esperaba que se tomaran semejante noticia con tan admirable serenidad... por no decir indiferencia. -Así pues, eh... –continuó, tras observar durante unos instantes los rostros que le rodeaban, tranquilos y expectantes. Habían acudido a escuchar su discurso (sin duda uno de los peores que había realizado) unas cincuenta personas, algo más de la mitad de los que allí vivían. Eran horas intempestivas, se dijo; el sol apenas rayaba el alba, por lo que la asistencia podía calificarse hasta de exitosa –los cuatro antiguos habitantes de Bepharus pasarán un día entero en la villa, ya que es su voluntad volver a visitarla y ver a sus familias. No puedo decir exactamente dónde irán, por lo que no adelantaré de quiénes se trata, para que nadie se sienta mal si no acude alguno de ellos a visitarle ¿qué tonterías estaba diciendo? Aquel argumento era realmente estúpido. –Sólo os pido que cooperéis para que se sientan a gusto, y, por favor, intentad mantener la calma si los veis. Tienen un aspecto completamente normal y, por supuesto, sanas intenciones. La advertencia era superflua, se dijo con desgana. Aquella gente mantendría la calma incluso si una gigantesca boca plagada de dientes surgía en aquel mismo momento del suelo bajo sus pies y le devoraba frente a sus narices. -Mientras no haya resucitado mi viejo Bernie... –comentó una anciana que estaba en las primeras filas. –Comía como un descosido, y no estoy yo para alimentarle ahora que mi gata ha criado. -No, Isadore, Bernie no ha vuelto –aclaró el alcalde. Hubo algunos comentarios más, al hilo del tema, aunque ninguno mostraba temor o indignación; como mucho, curiosidad. Ninguno preguntó tampoco qué se haría ahora que el plan de los héroes había sido un fiasco. A veces Nitther, ante situaciones así, deseaba simplemente salir al encuentro del troll, hacerle una reverencia y regalarle su broche de alcalde, diciéndole “te ruego que tomes mi puesto. Seguro que lo harás muy bien, y no creo que nadie note el cambio”. Pero la mayoría de las veces acababa recordando que amaba aquella villa, después de todo, y lo que escondía en realidad, si se escarbaba hasta llegar al fondo, cada uno de sus anodinos lugareños. Finalmente, la concurrencia se dispersó, rumbo a las ocupaciones habituales que les reclamaba el nuevo día. El infalible servicio de mensajería boca-oído comenzó a trabajar, y no pasaría más de una hora antes de que todo Bepharus conociese las nuevas e hiciese cábalas sobre quiénes serían los misteriosos visitantes. Sin embargo, Tollers, que vivía a las afueras, en la falda de las colinas, no recibiría la noticia por ese medio. Tampoco había hecho caso del cuerno que le indicaba la celebración de la reunión, aunque bien que lo había oído; tenía cosas más importantes que hacer bien de mañana. Se levantaba muy temprano para llevar a sus cabras a pastar al valle, antes de que el rocío que perlaba la hierba se evaporase, y procurando que los primeros rayos del astro rey las bañaran a todas, fortaleciendo su pelaje. Y fue así cómo, al salir, estirándose, por la puerta de su cabaña en dirección al redil, descubrió con sus propios ojos la inusual sorpresa. Como es natural, se quedó petrificado... aunque no por mucho tiempo. Tollers era un hombre muy creyente... a su manera. Su padre había muerto después de tener fiebres durante largos días, y el galeno que les había visitado dijo que no habría podido hacer nada por él ni siquiera de haber contado con más tiempo. Había sufrido una infección producida, probablemente, por algún queso u otro producto lácteo, y

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dicha infección la habían causado unas cosas recién descubiertas por los Magos de las ciudades, llamadas “bacterias”. Contra ellas poco se podía hacer, al menos de momento, pues nadie las veía y al mismo tiempo estaban en todas partes. Tollers reflexionó mucho al escuchar esto, y preguntó si los Dioses tenían algo que ver con esas “bacterias”, por aquello de la invisibilidad y la omnipresencia. Como el galeno se limitara a mirarlo con extrañeza, el entonces jovenzuelo de dieciséis años se dio cuenta de que había acertado. Durante los días que siguieron al entierro continuó pensando, y acabó alumbrando la idea de que, en efecto, los Dioses manifestaban su poder a través de la leche que daban las cabras, de las “bacterias” que ésta contenía, y las mismas cabras entonces eran enviadas divinas para transmitir esa grandeza a los hombres. Probablemente su progenitor había asimilado tal cantidad de sabiduría gracias a las “bacterias” que por ello habían reclamado su espíritu más allá de aquel mundo. Seguramente ahora sería una especie de santo. La idea le reconfortó, y se sintió muy orgulloso de sí mismo por su descubrimiento. ¡Y no le había hecho falta ser un Mago o un estudioso para lograrlo! Por ello, cuando su padre apareció aquella mañana frente a él, en primer lugar trató de cerciorarse de que no seguía soñando. Contó hasta veinte (todo lo que sabía; en realidad tenía treinta cabras, pero a las diez restantes simplemente les ponía un nombre cuando tenía que enumerarlas), se frotó los ojos y se pisó alternativamente uno y otro pie hasta que se dio cuenta de que el dolor que sentía no era ilusorio. Y entonces le embargó la alegría y la ilusión, y corrió a abrazarlo como si, en lugar de llevar muerto siete años, Ormad acabara de regresar de comprar especias en el pueblo. Tras las efusividades pertinentes, ambos entraron en la cabaña, y al antiguo cabrero se le hizo un nudo en el pecho; hubiera llorado, de haber sido capaz. Su hijo había mantenido todo tan pulcro y ordenado como él lo recordaba: ni una alacena había sido movida, ni un plato parecía haberse quebrado. La vieja y recia mesa de roble seguía ocupando el centro de la pieza principal, y la escalera de cuerda que conducía hasta el granero, donde pernoctaba la familia, era sin duda la misma. En una esquina, sentada sobre una silla y cubierta con una manta marrón, estaba Callaen, su esposa. Nada más verla, el hombre ahogó un grito y corrió hacia ella, con los brazos abiertos, pero Tollers le advirtió presuroso: -Padre, no os esforcéis mucho en que os escuche, y menos aún en que os reconozca. Ya hace años que ha ido perdiendo la memoria y puede que la lucidez. Siempre está ahí sentada y a duras penas consigo que de vez en cuando me mire. Y sólo dice tres frases en todo el día. Siempre las mismas. Ormad se detuvo en seco, y contempló a la mujer con perplejidad y dolor. En ella, obviamente, sí habían hecho mella los años... Los cabellos oscuros que recordaba tan bien, que en su juventud le habían hecho enloquecer, se habían desteñido hasta tener el color del humo sucio. Las arrugas habían descompuesto su rostro, antaño terso y afable. Y, en efecto, su mirada estaba perdida, como si contemplara muy atenta algún concilio invisible y tuviera que permanecer en silencio para no perturbarlo. Suspiró y retrocedió unos pasos. -¿Y... qué es lo que dice? –inquirió, tratando de no mostrar la congoja en su voz. -Bueno, son tres cosas, en un orden distinto cada día –explicó Tollers, que abría un armario y sacaba una botella de leche y un par de vasos de barro. –Sin previo aviso, grita a veces “¡inútil, no eres más que eso!”. Está tan tranquila como ahora la ves, pero de repente le da el pronto, y da verdadero miedo. Una vez una cabra se me murió del

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susto. Otra cosa que dice es “perrito bonito, perrito”. Supongo que recordará a Kein, aquel buen animal que tuvimos y que tanto le gustaba. Y por último suele decir, con la voz muy dulce, “si lo intentas con todas tus fuerzas, seguro que lo consigues”. Me gusta escucharle eso –sonrió. Se sentó a la mesa y comenzó a servir leche en los vasos. – Además, no sé por qué, pero... a veces lo ha dicho cuando realmente estaba preocupado o pensativo por algo. Creo que en verdad sí que me reconoce y sabe lo que sucede a su alrededor, pero se va marchitando poco a poco. Ormad asintió con la cabeza, y tras una mirada furtiva se alejó finalmente de la mujer, antes de que la aflicción siguiera carcomiéndole. En realidad, se dijo, debía haberse preparado para cosas así. Fue a sentarse junto a su hijo, pero rechazó con un gesto el vaso de leche. -No me hace falta. En fin... imagino que te preguntarás qué hago aquí –dijo al fin, sin poder seguir esperando a que fuera Tollers quien sacara el tema. -Oh, un poco, pero tampoco me sorprende demasiado –respondió aquél con ligereza. –En realidad sé mucho de lo que te sucedió... y sabía que este encuentro tendría lugar alguna vez. -¿De... de veras? –en contra de lo que hubiera parecido lógico, era Ormad el que se mostraba asombrado. -¡Sí! –exclamó Tollers, y se puso en pie con entusiasmo. -¡Las bacterias! De nuevo recibió el joven aquella mirada de estupor e incomprensión, y de nuevo se sintió satisfecho; ello demostraba que sus teorías eran en verdad elevadas y eruditas, y que debía explicarlas como un buen sabio que era. -Sé que, en realidad, no moriste como muere el resto de la gente –comenzó, tras dar un largo trago de leche. El bigote blanco que ésta le dejó daba una cómica gravedad a sus palabras. –Fue por las bacterias, que están en la leche y contienen toda la sabiduría de los Dioses. Ellos decidieron que habías asimilado demasiada y que debías irte. ¿A que no me equivoco, Padre? ¿Verdad que estáis en la legendaria Morada Sin Llave, y que habéis alcanzado a comprender todos los secretos del mundo? La cara de Ormad era un verdadero poema. -Vamos, a mí podéis decírmelo –continuó sin tregua el joven cabrero, con un guiño de complicidad. –De verdad que he reflexionado mucho, y con toda la leche que bebíais en vida, con todo el queso y el yogur que fabricabais, tuvisteis que convertiros en alguien realmente sabio. Por eso sabía que algún día regresaríais, a enseñarme cosas. Yo también he decidido beber mucha leche. Y cuido a las cabras como emisarias de los Dioses que son; siempre rezo antes de ordeñarlas, o de esquilarlas... y cuando he de matar alguna guardo ayuno durante dos días. »Incluso he pensado en transmitir mis reflexiones al resto del mundo. Davlan, el poeta, no ha querido enseñarme a escribir, pero yo conseguí algunos libros y he estado practicando por mi cuenta. ¡Mirad!

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Abrió un cajón y sacó un pergamino arrugado, manchado de tinta y de dedos sucios. Lo plantó bajo las narices de Ormad, y éste lo examinó. Aun desde su pobre criterio, podía aventurar que aquellos trazos abigarrados y retorcidos, más que contener un mensaje, parecían estar suplicando clemencia. El resucitado se obligó a abrir la boca, más que nada por acallar aquel galimatías sin sentido. ¿Bacterias? Nunca había oído esa palabra... Pero no iba a pedir más explicaciones. No creía que su cordura pudiera soportarlas. -Eh... bueno, hijo –tosió y comenzó con cautela. Decidió que lo más sensato era llevarle la corriente –Como bien dices, hay... hay cosas demasiado incomprensibles todavía, para las que hay que ser muy sabio, así que siento decirte que no he venido a enseñártelas. En realidad, yo... sólo he venido para pasar un día con vosotros, simplemente, y no quiero hablar de esas cosas. Demasiado tengo con todo lo que estudio en... allí –fanfarroneó de repente, y los ojos de Tollers se abrieron como platos. –Así que, ¿cómo ha ido todo por aquí en estos años? Ya me has dicho que bebes leche, eso está bien. ¿Y el oficio? ¿Todavía se puede vivir del pastoreo? -La verdad es que no me quejo. Vendo lo suficiente para que Madre y yo podamos subsistir, comprar algo de ropa de año en año y arreglar la casa cuando es necesario. Aprendí mucho de ti, Padre, aunque sé que a veces parecía un crío distraído –comentó, y le estrechó el hombro con afecto. –Creo que nunca en la vida sería otra cosa que cabrero. Es maravilloso. Las adoro. -Me alegro mucho –dijo Ormad. –Antes eché una mirada al redil, y ciertamente tus bestias parecen sanas y rollizas. Y dime algo más de ti... ¿has buscado ya alguna moza? -¡Tengo una idea! –exclamó Tollers, tan de súbito que su padre se sobresaltó. Tenía los ojos encendidos y una amplia sonrisa. -¡Acompañadme esta mañana al valle! Llevaremos juntos a las cabras, como antes, ¡será estupendo! Sin esperar respuesta, el joven corrió hacia la puerta, llamando al antiguo cabrero para que le acompañara. Éste no salía de su estupor, y sólo se levantó de la silla pasados unos momentos. No recordaba un hijo tan sumamente extraño y activo. Probaría a intercalar la palabra “cabra” cada vez que le hablase; quizás de aquel modo pudieran mantener una conversación. Con presteza y eficiencia sacó el muchacho a los animales y los ordenó en filas, y a cada una le frotaba el lomo al pasar a su lado, dedicándoles palabras cariñosas. En su fuero interno, por extravagante que le resultase tal comportamiento, Ormad hubo de felicitarle, pues verdaderamente hacía un trabajo impecable. Las cabras avanzaban obedientes y calmas, sin que ninguna se descarriase, y se asombraba de que fuera capaz de conseguirlo sin ayuda de un perro, únicamente con su voz y sus gestos. Ése era su chico, se dijo con orgullo. No imaginaba que nadie pudiera hacerlo mejor. Bajaron al valle, y el resucitado se maravilló, pues todo parecía mucho más verde, más límpido, de lo que atesoraba débilmente en su memoria. Le hubiera gustado poder aspirar con fuerza, renovarse con aquel aire purificador que sólo corría allí, entre las montañas. Se agachó sin poder contenerse y tocó una flor; se maravilló como lo hubiera hecho un niño ante la sensación que embargó sus dedos, suave, llena de matices y de ondulaciones, como si en verdad aquel diminuto ser atesorase todo un mundo en miniatura.

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-Creo que esto es lo que más se echa de menos allí... –murmuró. –Las plantas, el color... Lo que hay sobre este mundo es incomparable, y también es hermoso. No pudo encontrar palabras más doctas que resumieran sus impresiones, y por vez primera se arrepintió de sus escasas luces. Las ideas se agolpaban en su mente, pero no era capaz de dejarlas salir como se merecían... Sin embargo, pronto decidió dejar de lado aquella frustración. No importaba cómo lo dijera, ni siquiera si lo hacía o no. Simplemente se encontraba en su valle, con su hijo, y todo estaba bien. Se sentaron al pie de un solitario fresno, y contemplaron el lento divagar de los animales, la sombra de las aves en el cielo deslizándose por entre la hierba. Hablaron, esta vez sí, de algunos asuntos que habían acontecido en el pueblo, de Callaen, de la vida cotidiana. Aunque de vez en cuando debían retornar al asunto del pastoreo, pues parecía ocupar en todo momento la cabeza de Tollers. -Sí, la verdad es que no me quejo, tengo a las cabras muy bien enseñadas –dijo el joven en una ocasión. –Pero a veces me pasa algo... algo que nunca vi que os sucediera, Padre, y que me llena de tristeza. -¿A qué te refieres? –habló aquél, arrancando algunas briznas de hierba a sus pies y deteniéndose en dejar que se deslizaran entre sus dedos. El cabrero bajó la cabeza y arrugó la frente. Diríase que lo que iba a proferir le causaba una profunda vergüenza. -Vos nunca perdisteis un animal, Padre –dijo al cabo. –Pero yo... a veces me pasa que, cuando las enumero, al final de la jornada, me falta alguna. En realidad sólo ha sucedido un par de veces en estos siete años, pero aun hoy es una preocupación que me asalta por las noches. Siempre he querido creer que, como emisarias de los Dioses que son, parten a realizar alguna misión y... -Tal vez, tal vez –se apresuró a atajar Ormad, antes de que volviese por aquel desconcertante derrotero. –Pero yo creo que puede haber otra explicación. Hijo, ¿hasta qué punto llegaste a buscar a las extraviadas? -Mucho, podéis creerme –afirmó con vehemencia el interpelado. –Noches enteras. -Quizás no lo suficiente –replicó el antiguo cabrero. –Acompáñame, te mostraré algo. No te preocupes, no será mucho tiempo –añadió, al advertir el inicio de las protestas de su vástago. –Apenas tendrás que dejarlas solas unos minutos, y no creo, después de haber visto cómo las dominas, que sea problemático. Tollers balbució algo, mas finalmente se encogió de hombros y aceptó. Dictó en voz alta un par de órdenes. Las cabras levantaron su mirada de cabra, la clavaron en él unos instantes y luego siguieron a lo suyo. -Ya está. No se moverán. Ormad, por algún motivo, no lo dudó. El resucitado echó a andar entre las colinas y guió la marcha a través de éstas, ascendiendo por cuestas pedregosas, durante un trecho. Finalmente, se detuvo al lado de

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una pared de piedra, abarrotada de musgo, líquenes y plantas trepadoras. Su hijo lo miró inquisitivamente. -¿Recorriste esta garganta? –le preguntó el no-muerto. -Sí, hasta el final. -Pero no llegaste a ver... esto –Ormad se aproximó a la pared, y con ambas manos comenzó a levantar una cortina de densa vegetación. Para sorpresa de Tollers, bajo ella apareció un hueco que se internaba en el interior de la colina. El joven se acercó e introdujo en él la cabeza. Se trataba de un pasadizo tan alto como dos o tres hombres y el doble de ancho; pese a que evidentemente la propia naturaleza había sido su artífice (como evidenciaba el parsimonioso goteo que podía percibirse), el suelo era más llano de lo que cabía esperar, cubierto sólo por un manto de gravilla en el que se podría transitar fácilmente. Mudo de asombro, Tollers se echó hacia adelante, extendió los brazos y palpó con aprensión las paredes, frías y lisas. Ormad, en cambio, entró en el pasadizo sin temor alguno, dejando caer la cortina de plantas, con lo cual la iluminación que entraba se hizo todavía más tenue. -Vamos, sígueme –indicó a su hijo, que todavía tenía medio cuerpo fuera. –Verás algo que todo buen pastor debe conocer. Los dos hombres tomaron el túnel y avanzaron por él sin dificultad, a pesar de la penumbra en la que debían guiarse y el aire opresivo; sobre sus cabezas se movían de tanto en tanto formas furtivas, posiblemente murciélagos o alguna sinuosa araña. Sólo hubieron de caminar unos minutos hasta alcanzar la salida, que enseguida advirtieron porque los puntos de luz se hicieron más intensos. Entre ambos retiraron nuevamente un cúmulo de hojas y raíces que obstruía el agujero y salieron al exterior. El muchacho dio un respingo; reculó ante la visión que sus ojos le mostraban, y tuvo que apoyarse en un hombro de su progenitor. Apareció frente a ellos una planicie todavía mayor que aquélla a la que solía llevar a sus animales. No era capaz, sin embargo, de identificar dónde se encontraban, aunque intuyó que en un lugar más elevado, pues el viento soplaba con mayor ímpetu y a los lados podía divisar la coronilla brumosa de alguna que otra colina. Sin embargo, no fue aquello lo que más le sobrecogió. Decenas de cabras se disponían sobre aquel terreno, y corrían entre apacibles balidos. Parecían tan lustrosas, tan felices... tan libres. Tollers sintió cómo los ojos se le humedecían. Avanzó unos pasos y miró en derredor... y sin problema alguno halló a los dos ejemplares que hubiera perdido tiempo atrás, mezcladas entre sus congéneres. -¡Lucero! ¡Blanquita! –exclamó, emocionado. Aquellos nombres eran los equivalentes en su mente a las palabras “treinta y uno” y “treinta y dos”. -¡Pero qué hermosas están! -Muchas veces, las cabras tienen necesidad de acudir aquí. Buscan su libertad, y la encuentran en este lugar... el Valle de las Cabras –explicó Ormad. Lo cierto es que nunca había tenido tal denominación, pero creyó que era necesario, en aquel momento, buscar una, dada la expresión solemne de su hijo. –Nadie sabe por qué algunas lo hacen y otras no. Bueno, eh, yo lo sé, claro, me lo han dicho los... Dioses –aclaró ante la

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mirada que le dirigía Tollers, no sin sentirse ridículo. –Pero es algo que escapa a la comprensión humana y que no puede evitarse. -En verdad no lo entiendo... Yo las trato muy bien, no veo por qué deben buscar la libertad –protestó el joven. –Las limpio cada día, cocino para ellos, ¡incluso a veces duermo con ellas! Ormad decidió, una vez más, hacer como si no hubiera oído nada. -Sin embargo, está bien –continuó aquél tras unos segundos de reflexión. –No hay más que verlas para advertir lo felices que son. Y ¿quién soy yo para intentar descifrar las necesidades de los enviados divinos? Además, aquí no tienen nada que temer. No necesitan la protección del hombre. El resucitado asintió, sin decir nada. Tollers se dio la vuelta, por suerte un segundo antes de que un quebrantahuesos descendiera en picado, aferrase una cabra por el lomo y desapareciera en un suspiro. Pasearon entre los animales un buen rato, y éstos no parecieron inmutarse ni asustarse ante su presencia. Se sabían los dueños del lugar, y les miraban con la misma indiferencia con que los propios humanos suelen contemplar a su ganado. En realidad, a la vista de aquellos numerosos cuernos recios y puntiagudos que les rodeaban, deberían haber tenido motivos para andar cautelosos; mas, por causas que escapaban a su sensatez, se sintieron en todo momento protegidos por una extraña paz. Se asomaron al borde de un escarpado terraplén que miraba al sur, y que auguraba una caída de al menos cincuenta metros. Al fondo del mismo se divisaba una pequeña arboleda, y saliendo de ella un camino que llevaba directamente desde el bosque hasta Bepharus. Ormad se sorprendió de todo lo que había crecido el poblado en aquellos siete años; nunca antes había podido distinguir el inicio del mismo desde allí, sus tejados maltrechos y sus calles desiguales, y en medio, como una boca que bostezara, la Plaza Mayor. -Sí, últimamente algunas aldeas de los alrededores, que no tenían más de veinte habitantes, han acabado por fundirse con el poblado. Sigue sin ser más que una villa sencilla, sin futuro, y el alcalde ni siquiera recibe una felicitación de Año Nuevo del rey, pero al menos se ven muchas caras nuevas. –comentó Tollers. De pronto suspiró y hundió los hombros. –Sobre todo la de ese troll, que en realidad son dos caras nuevas... Hoy le toca venir, ¿sabéis? Siempre llega desde ese camino que ahí abajo podéis ver. Ormad quedó en silencio unos momentos. Tuvo una sensación extraña; las ideas que bullían sin ton ni son en su mente seguían sin ordenarse, pero por algún motivo supo que tampoco tenía tanta importancia, y se relajó. Pasó un brazo por los hombros de su hijo, y le habló con afecto, como cuando no era más que un zagal y su sueño era abandonar Bepharus para conocer eso que sus amigos le habían contado, el Mar. –¿Qué te parece si intentamos que las dos descarriadas regresen contigo? Ya habrán tenido suficiente Valle de las Cabras...

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Rhonan se detuvo cuando hubo llegado a unos metros del porche de su casa. Era un edificio de mediano tamaño, uno de tantos que había en la periferia del poblado, donde ya las calles, más que tales, parecían regueros de la sangre de alguna descomunal criatura de barro. Las escaleras que llevaban hasta la puerta se veían más desgastadas y grises, la pintura de la puerta desvaída, y las plantas que él primorosamente solía colocar en largos maceteros, jalonando la entrada, ya no estaban; únicamente quedaban los recipientes, llenos de tierra inútil. Una lástima, pues en verdad le apetecía contemplar de nuevo las caléndulas y los geranios. Sólo entonces le habría parecido del todo que aquella visita era real. La nostalgia le invadió con fuerza, y también volvieron a él, paralelamente, otros sentimientos que le agriaron el paladar: frustración, desprecio, soledad. No, quizás no había sido una buena idea... Pasó por varios minutos de intensa duda; una parte de él le empujaba a quedarse, aunque sólo fuera por una leve y en absoluto vinculante curiosidad, mientras que su cabeza, empero, le gritaba que, si ella lo veía, sería en verdad una amarga humillación que no podía permitirle. No pudo evitar, no obstante, dar una vuelta alrededor de la casa, e incluso echar un vistazo disimulado a través de los cristales. Las ventanas estaban sucias y no traslucían el interior, apenas algunos contornos borrosos. De alguna forma, le pareció justo; en cierto modo le alivió no ser capaz de vislumbrar nada. No veía qué derecho podía tener ya sobre aquel lugar, sobre lo que encerraban aquellas paredes... sobre la vida irrecuperable que había dejado muy atrás. Y de pronto, al volver a la parte frontal, la vio aparecer por el camino. Sascha traía consigo una cesta, aparentemente de fruta y cereales, y al verlo se detuvo y palideció de súbito. Rhonan advirtió cómo los labios y las manos le temblaban, y los ojos, abiertos como dos pozos azules, se le empañaban. No es para menos, bruja. Deberías como mínimo echarte a llorar... Pero no, la mujer no lloró. Simplemente permaneció de tal guisa, enmudecida, unos interminables minutos, que al antiguo alcalde se le antojaron horas, pues con cada uno de ellos que pasaba afluían a su mente recuerdos desagradables, preñados de sospecha y suspicacia. Al final fue él quien tuvo que hablar, muy a su pesar. Gruñó y se cruzó de brazos, mirándola con altivez, aunque dado que nunca le había llegado más arriba de los hombros no se puede decir que consiguiera demasiado bien su intención. De todas formas, la situación en sí ya era suficientemente incómoda. -Bueno, ¿qué tal? ¿Te habías enterado de la noticia, no? Apuesto a que no esperabas que fuera yo uno de los que había regresado... y mucho menos que viniese a verte. Sólo quería comprobar cómo se había arruinado tu vida gracias a ese hideputa de Nathan. Sascha cambió el color de sus mejillas del blanco al encarnado. Aferró con ambas manos la cesta y se acercó al que fuera su marido, con cautela, como si estuviera frente a un perro vagabundo plagado de pulgas y de mirada aviesa. Le miró de arriba abajo, de lado a lado, e incluso olfateó el aire. -Qué... curioso –habló al fin, entrecortadamente. –No hueles a muerto. -¿Pero qué..? –Rhonan se exasperó, como sabía que haría tarde o temprano, y pateó el suelo. -¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? Maldita sea, ¿dónde está ese Nathan? – comenzó a buscar, frenéticamente, a su alrededor, y su tono de voz subió progresivamente. –¡Que salga y le partiré los pocos dientes que le queden! ¡Ahora estoy muerto, así que no puedo perder nada! ¡Vamos, desgraciado! –gritó al aire.

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A tan tempranas horas, la mayoría de los habitantes de aquella zona se empleaban en sus quehaceres diarios, y verdaderamente pocos contemplaron el espectáculo; sólo un par de niños que jugaban en el pequeño patio de una casucha y dejaron de entretenerse con excrementos de perro para asomarse por el cercado. No obstante, la mujer agitó las manos, rogándole que se calmara. -Rhonan, por favor. Nathan no está aquí... ni siquiera está en Bepharus. Si quieres que hablemos... vamos al interior de la casa. El interior de la casa... Aquellas palabras convulsionaron al antiguo alcalde, y al mismo tiempo tuvieron el efecto de serenarlo. La casa... Sabía que los antiguos demonios, sonrientes y confiados, se apostaban allí, y que no podría evitar hacerles frente. No tendría valor para entrar. En verdad, no había acudido para ello... ¿o sí? Accedió con un cabeceo brusco, mirando hacia otro lado. Sascha esbozó una sonrisa torcida, que nada tenía de feliz en realidad. También ella era consciente del duro trance que les esperaba, una vez aflojasen las lenguas. Dioses, resultaba tan extraño... Incluso más allá de la muerte, aquel asunto no podía quedar inconcluso. Sin embargo, sintió satisfacción en lugar de miedo. Sin duda, existía algún tipo de justicia superior, algo que hacía que las cosas se cerraran en un ciclo ineludible... y que ponía las cosas en su sitio, aunque no tenía idea de cómo acabaría aquello. Tras unos momentos de indecisión, ella le flanqueó el paso hacia la casa. Al traspasar el umbral, pese al ambiente cargado y a la penumbra que atravesaba las ventanas, Rhonan se sintió como si le hubiese abofeteado una bocanada de aire, o cegado un resplandor invisible. Muchas cosas habían cambiado, era evidente, aunque le sorprendió advertir que sólo reparaba en las más nimias: el reloj de cuco que ahora marcaba los ciclos desde un rincón, en vez del lugar privilegiado sobre la chimenea que antes ocupara; el número de sillas de la mesa central, que había disminuido notablemente; aquel jarrón morado que en su fuero interno había odiado y que ahora no veía por ninguna parte. Ninguno de los dos sabía muy bien qué hacer, de modo que el hombre se sentó en el sillón de mimbre (su sillón, ahora un tanto destartalado, que crujió bajo su peso y se dobló hacia la izquierda) y miró, expectante, a Sascha, quien, de pie frente a él, desviaba la vista y se retorcía las manos. -Bien, ya puedes empezar –dijo el antiguo alcalde. –Quiero escuchar cómo acabó tu hermosa historia de amor. Me extraña que no fuerais felices y comierais perdices, teniendo en cuenta lo bien preparado que estaba todo: el amante adinerado que trae una bebida de regalo al marido, el marido estúpido que la bebe y se envenena, los dos enamorados que por fin pueden hacer pública su relación... »Siempre lo supe, ¿sabes? –su diatriba se aceleró, envalentonado por el silencio pesaroso que tenía frente a sí. –Lo sospeché durante meses; pero no quise creerlo, y fui demasiado bondadoso... por amor o por dejadez, no lo sé. Hasta que eso me llevó a la tumba. Esperé demasiado. Debí haberle abierto la cabeza y haberte echado de casa cuando tuve ocasión. -Te lo ruego –interrumpió la mujer. –Si quieres hablar, lo haremos, pero deja el sarcasmo y los ataques a un lado. Esto es doloroso, aunque no lo creas.

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Rhonan preparó velozmente una réplica amarga, mas ésta murió en sus labios antes de ser proferida. Verdaderamente, el aspecto que mostraba ella dejaba traslucir una evidente desazón: su rostro se congestionaba por momentos, próximo a estallar en llanto, sus orejas enrojecían. Enarcó una ceja, sorprendido. Aquella mujer había sido una zorra, pero nunca una buena actriz. Decidió que la dejaría hablar. -A ver, te escucho. -Es verdad... es verdad que Nathan planeó las cosas como dices –comenzó Sascha. –Pero nunca creí que lo hiciera de verdad. Yo no quería que lo hiciera, ¿entiendes? Él era sólo un divertimento, pero nunca pensé en... Lo nuestro era distinto. -¡Ah, claro! –estalló el resucitado. –Estupenda excusa. Un divertimento, ¿no? Si querías un hobby, podías haber ido a pescar o hacer punto, ¿sabes? -Nathan bromeaba muchas veces sobre la posibilidad de deshacernos de ti y huir de aquí –prosiguió Sascha; Rhonan no supo si había obviado su comentario o realmente no había sido consciente. –Hasta que llegó una época en que me di cuenta de que comenzaba a decirlo en serio. Y eso me asustó. Decidí acabar con todo aquello. Él me enseñó, un día, la botella con la que pensaba envenenarte, un... licor de cerezas, o algo así. De veras, estaba aterrada, así que me colé en su casa, robé las botellas que tuviera de esa bebida, para impedir que hiciera lo que planeaba... pero... -No fue licor de cerezas –el ex-alcalde se inclinó hacia adelante; su voz adquirió un tinte sombrío. –Lo que me trajo ese individuo fue simple cerveza. Cerveza de malta, aunque me dijo que era de cebada... y tendría algún condimento, porque lo parecía. No sé por qué confié en él aquella tarde, por qué quise darle una oportunidad, pese a lo que sospechaba. -Sí –sollozó la mujer. –Cuando los galenos te examinaron, una vez... una vez habías muerto, no encontraron rastro de veneno en tu sangre. Sólo fue... la alergia. Por fin, Sascha rompió a llorar, y se cubrió el rostro con las manos. Tan intenso era su llanto que retrocedió y tanteó hasta dejarse caer sobre una silla. Estaba horrible, pensó Rhonan, con aquellos ojos hinchados y los mocos resbalando hasta la barbilla. Aun así, una parte de él sintió un profundo pesar... y otra parte se recriminó por ello al instante. Había decidido ser fuerte, ¿no? No dejarse humillar y... defender su orgullo. Demasiado mermado estaba ya por haber perecido de aquella manera... Una bebida tan vulgar, que en su adolescencia simplemente le había provocado algún breve desmayo, en la madurez había sido su verdugo. Era ridículo. Sin embargo, ante los gemidos y sollozos de su antigua mujer, no fue capaz de evitar que una puerta se abriera en su espíritu. Una portezuela pequeña por la que escaparon otros sentimientos, confinados férreamente hasta entonces. Y el remordimiento los comandaba con mano firme. -Eh... –el hombre carraspeó, tratando de retomar la conversación, aunque intentó que su voz sonara menos hostil. –Y después de mi muerte, ¿qué? Nathan y tú... -Yo no quise saber nada de él. Estaba... horrorizada –respondió ella débilmente. –Y la gente del pueblo se dividió: algunos pensaban que había sido intencionado, porque

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todos sabían lo de tu alergia, mientras que otros lo disculpaban aunque no confiaban del todo. Al principio él trató de hacer teatro, pero... el rechazo de la gente, y sobre todo el mío, hicieron que finalmente, unas tres semanas más tarde de... tu muerte, se marchara. No sé dónde iría, nadie lo supo. A nadie le importó, en realidad. Rhonan exhaló un bufido, un tanto orgulloso de lo que oía. -Oh, ya veo, así que todo el mundo le dio la espalda a ese malnacido. ¿Y por eso luego eligieron a Nitther, a su primo, como alcalde? ¿De esa manera honraron mi memoria? No son más que unos hipócritas. -Nitther no tiene nada que ver. El mismo gritó en plena calle a Nathan que no quería verlo por el pueblo –Sascha alzó el rostro de pronto, vehemente. –Eso que dices es irracional. Es un gran alcalde y... -¿Y también te acuestas con él? Fue una de aquellas frases que surgen solas, como si ese diablillo perverso que anida en algún rincón de todo ser humano la arrojase fuera de un empujón. Y, como suele suceder en tales casos, Rhonan se arrepintió de haberla proferido nada más terminarla. Pero lo hecho, hecho estaba, y el resultado previsible fue que la mujer enmudeció abruptamente, contrajo su rostro en un gesto de hondo pesar y volvió a enterrarlo entre las manos. Ninguno de los dos habló, y sólo los sollozos se escuchaban en la habitación. El tiempo parecía haberse detenido, y ahora el no-muerto creyó volver a aquella fatídica tarde, involuntariamente, mientras contemplaba la estancia. En su mente todo se ordenó como aquella vez... el reloj estaba de nuevo en su sitio, y el jarrón horrible en medio de la mesa... y él se sentaba haciendo los cálculos de las últimas ganancias del mes. Dioses, cuán orgulloso se había sentido. El negocio de las telas marchaba viento en popa, mucho mejor de lo que hubiese augurado tan sólo un par de meses atrás, y le embargaba el júbilo... aunque todavía bullía en su cabeza, incansable como un abejorro, aquella molesta duda, aquella sospecha que no le abandonaba a ninguna hora del día. Se esforzaba por buscar explicación a todo lo que creía haber visto u oído, a las situaciones ambiguas, a las respuestas esquivas de su esposa acerca de sus actividades durante el día… Qué demonios, se había dicho, olvidaría las dudas y las sospechas. Con lo que estaba ganando en la ciudad hasta podría pensar en dejar aquella villa de mala muerte. Se marcharían y ya no tendría que preocuparse por dejar sola a su mujer; tendrían una casa imponente en Slaros y un ama de llaves que hiciera amistad con ella y la entretuviera... Las últimas decisiones que había tomado, los cambios en determinados papeles, llevado por la ira y la suspicacia, se le antojaron vanas. Las reconsideraría. Y fue entonces cuando llegó él, y su error fue dejarse llevar por la complacencia que aquel día guiaba sus actos, por la euforia del dinero que tintineaba en su mente. Nathan quería hablar y se mostraba contrito, y entonces Rhonan pensó que, realmente, las cosas se iban encauzando. A lo mejor llevaba razón, pero, si así era, estaba dispuesto incluso a perdonarlos a ambos. Tendría las cosas bien presentes a partir de entonces, pero lucharía por salir adelante del mejor modo posible para todos, ahora que la prosperidad llamaba a su puerta. Ambos se sentaron y hablaron. Aquel tipo no parecía tan malo. Incluso había llevado cerveza para hacer las paces...

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Rhonan sacudió la cabeza, exasperado y mortificado, y las imágenes se esfumaron de su mente, ahuyentadas como ratones tras las garras de un felino. Qué estúpido había sido... Si pudiera visitarse a sí mismo, años atrás, se golpearía bien fuerte en los morros. Sascha sorbió por la nariz y levantó de nuevo la barbilla. Le costó volver a hablar. -Lo que te he contado no excusa de ninguna manera lo que hice. La culpa también fue mía y... nunca me lo he perdonado en estos diez años. Y tu castigo fue el justo también. El antiguo alcalde se revolvió, incómodo. No quería que sacara aquello... no cuando las imágenes, los sentimientos de aquella lejana tarde todavía hacían eco en su memoria, muy a su pesar. Pero ella se levantó, se aproximó a una cajonera y extrajo de uno de los cajones un manojo de pergaminos atados con un cordel. -Aquí está el informe de los galenos sobre tu muerte y... una copia de tu testamento, el que estaba con tus papeles, fechado sólo unas semanas antes–dijo. – Aunque lógicamente el original se lo llevó tu hermano, ya que a él le legaste todos tus bienes, yo pedí que me hicieran una copia. Quería quedármelo porque... porque así no olvidaría nunca lo que te hice. Y el modo en el que me castigaste. »Todo este tiempo –clavó la mirada en el fondo del cajón, perdida, las manos temblorosas doblaban los papeles –intentaba consolarme pensando que el asunto había terminado, y que el propio odio hacia mí misma, el verme sola, sin que me dejaras nada, eran la recompensa que me merecía. Y conseguí asumirlo. Pero saber ahora que, realmente, estás en algún lugar... y que, allí donde estás, seguirás odiándome por siempre... hace que todo sea aún más doloroso, y los recuerdos más terribles. Tras aquello, Sascha quedó sin palabras. Ya estaba, ya lo había dicho todo. Nada podía añadir, y sólo podía esperar ahora los insultos, los dardos dirigidos directamente a su corazón. Estaba preparada, no obstante, para aguantarlo todo, para rendirse a aquellos lobos de rencor y negros sentimientos que la habían alcanzado al fin. Incluso aguardaba, casi con anhelo, algunos bofetones. Siempre había sabido que se los merecía. En el fondo, había deseado en ocasiones que el castigo más severo llegara. Sólo así, pensaba, podría limpiar su alma. Pero Rhonan, en cambio, había perdido de vista a los lobos. Y ahora, aunque tiraba vacilante de la traílla, era incapaz de recuperarlos. Aquello que recubría su ánimo era bien distinto, una sensación que en modo alguno creyó que pudiera revivir. Y no empleó su determinación en ahogarla, sino en dejarse llevar. Se puso en pie, y sin una palabra se dirigió hacia las escaleras que llevaban hacia el piso de arriba. Sascha, atónita, no pudo por menos que seguirle cuando vio que comenzaba a subir los peldaños. Arribaron ambos al escueto dormitorio, donde la tristeza se palpaba como un ente vivo, al igual que sucedía abajo; allí Rhonan se agachó y comenzó a tantear las tablas bajo el camastro. Las golpeaba con los nudillos, hasta que finalmente una de ellas pareció emitir una resonancia ligeramente distinta. Sonrió, y empleó las dos manos para hacer palanca por los extremos de la elegida, hasta que consiguió levantarla en buena medida. Metió los dedos en el hueco que había abierto, tomó algo y se incorporó. -¿Qué..? –la mujer no salía de su asombro. El resucitado, con un veloz movimiento que ella no pudo entrever, guardó en el bolsillo de su pantalón el misterioso objeto. A continuación se acercó al armario en el cual ambos solían guardar sus ropas y algunos

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útiles domésticos. Rebuscó, y halló tal como esperaba su viejo martillo, un instrumento pesado y recio, que debía blandir con ambas manos, y que había empleado muchas veces para alguna que otra chapuza. Lo sopesó y se lo echó al hombro. -Acompáñame –indicó, y se dirigió de nuevo escaleras abajo. - Vamos al Ayuntamiento. Si el Ayuntamiento recibía ese nombre, era por la generosidad y escaso conocimiento del mundo de los vecinos de Bepharus. Pues no era sino un edificio vulgar, como otros tantos, aunque visiblemente mayor y con más habitaciones, y que tenía adosado a su parte posterior un enorme almacén de grano, del que sólo se aprovechaba la mitad (la otra mitad, por motivos que sólo podrían comprender quienes lo hubieran construido, era simplemente grueso tabique de piedra). Ni siquiera estaba cerca de la Playa Mayor. Los sucesivos alcaldes se habían esforzado en acondicionarlo con los muebles y las prestaciones que pensaban que debía tener, y había sido Nitther, que había pasado largas temporadas en Slaros, quien más se había aproximado a la idea acertada. A pesar de todo, tampoco es que los ciudadanos le prestaran mucha atención al consistorio. Los impuestos los recaudaba un emperifollado emisario del rey que acudía al pueblo cada cuatro meses, y la propuesta de Nitther de recoger los dineros en el mismo Ayuntamiento días antes de su venida, para facilitar el trámite, no había tenido mucha acogida. A las mujeres, en realidad, les gustaba que fuera aquel emisario guapetón y que los reuniera a todos en la Plaza, con su olor exótico, su caballo castrado y su sombrero de plumas. ¿Por qué iba a tener sólo el alcalde el gusto de verlo? Y con respecto a las cuentas del pueblo, las entradas y salidas de animales y ganado, las ganancias y pérdidas de los comerciantes... ni siquiera la mitad de los lugareños las llevaban como era debido. Los discursos con los que el sufrido alcalde rogaba un poco de seriedad y buen hacer en aquel asunto, y que debía repetir por lo menos una vez al mes, eran olvidados rápidamente, si es que alguna vez conseguían traspasar el tapón de cera de los oídos de la concurrencia. Y así era que Nitther tenía pesadillas cuando se acercaba el momento de hacer balance de cuentas para presentarlas a Su Majestad. A pesar de todo, aquella mañana hubiera preferido mil veces emplearse en aquel cometido que tener que dilucidar sobre la demanda que había interpuesto Jules, el panadero, contra aquel tipo al que llamaban Lugger El Sarnoso. Los dos contendientes discutían frente a él, y sin duda esperaban una resolución sobre su caso de inmediato. La palabra “juicio” no entraba dentro de su vocabulario; los Jueces de Paso hacía años que habían dado por imposible a Bepharus. Simplemente, allí estaba el jefe, y estaba obligado a darles una solución para la controvertida situación. -Este desgraciado tiene que pagar por lo que hizo. No sé cómo tuvo estómago para forzar a mi pequeña, si la conoce desde que nació. Es un monstruo –clamaba el panadero, y Nitther los observa gravemente, desde detrás de la maciza mesa de roble, tachonada de hierro, que denotaba su autoridad. -Señor alcalde, le puedo asegurar que la culpa fue suya –replicó El Sarnoso, con aquel tono chillón inaguantable. –Se dedicó a provocarme durante días. Ella quería que sucediera, estoy convencido. -¡Maldito desalmado! ¿Cómo puedes decir eso? –Jules estalló en cólera, y Dylan, un mocoso al que el alcalde pagaba un escudo a la semana por ayudarle en algunas tareas, tuvo que lanzarse y sujetarle precariamente por la cintura. –Ya lo habéis

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escuchado, señor alcalde, este tipo no tiene corazón ni escrúpulos. ¡A la cárcel tienen que ir a dar sus huesos! “La cárcel” era una casona abandonada, en los límites del pueblo. La puerta, una de las pocas de metal que había en Bepharus, se había atrancado de manera diabólica y se rumoreaba que sus últimos habitantes, una familia de indigentes, se habían muerto de hambre al menos veinte años atrás, pues no pudieron salir. En todo caso, nadie había conseguido nunca abrirla, y por ello aquellos que merecían ser castigados eran arrojados al interior por unos ventanucos abiertos en el tejado, a tres metros del suelo. La única forma de sacarlos, una vez cumplían su condena, era mediante una cadena de forzudos mozos tirando de una soga. La primera y única vez que el emisario real había visto la cárcel, ya durante el mandato de Nitther, había sufrido tan intenso e imparable acceso de risa que el abochornado gobernante había tenido que atarlo al caballo y confiar en que éste pudiera llevarlo sano y salvo de vuelta a Slaros. -Bueno, vamos a ver –el alcalde decidió finalmente intervenir, y con ello acalló el torrente de improperios cruzados. –Ya he escuchado vuestros argumentos, y, bien... Aunque considero que Lugger se excedió y se propasó en sus actos, tampoco creo que... –tomó aire. Lo que se disponía a decir le avergonzaba en extremo. -Que la gata haya sufrido mucho si sigue tan tranquila. -¡Señor alcalde! ¡Pero si la pobre lleva días que apenas come! –protestó Jules. – Está tristona, ha perdido su alegría y... -Demasiada alegría tenía, me parece a mí –gruñó Lugger. –Tendríais que haber visto cómo meneaba el rabo frente a mí, estaba claramente incitando. -¡Te vas a tragar esas palabras, maldito Sarnoso! De nada valieron las palabras conciliadoras de Nitther. Aquel “juicio” terminó como solían terminar la mayoría: entre él y Dylan tuvieron que contener, a duras penas, a ambas partes y evitar que llegaran a las manos. Y en ello estaban cuando aparecieron Rhonan y Sascha. Al verlos, casi al unísono, los cuatro enmudecieron y se quedaron inmóviles, fija la vista en el resucitado y su mujer... y sobre todo en el martillo que aquél llevaba. Sascha se mostró visiblemente incómoda ante el escrutinio. Sin embargo, el antiguo alcalde se limitó a mirarlos con idéntica intensidad, como si en verdad fueran ellos los que se hubieran levantado de la tumba. Y, después, simplemente se llevó una mano al pecho. -Buen día, caballeros. No se preocupen, sigan con lo que estaban haciendo. Dicho esto, pasó por su lado y se internó en el largo pasillo que había tras la mesa consistorial, seguido de su esposa. Tras unos segundos de estupor, Nitther soltó los brazos de Lugger y corrió tras los recién llegados. Y lo mismo hicieron los otros tres individuos, sin plantearse la posibilidad de que aquel asunto no fuera de su incumbencia. El no-muerto, antes incluso de que su mujer se lo advirtiera en un susurro, se percató de la silenciosa comitiva, mas nada dijo. Sonrió enigmáticamente y siguió adelante.

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Tras un par de vueltas del corredor dieron finalmente con la pared final, que a su vez se abría en dos brazos. En el de la derecha, al fondo, había una habitación, cerrada a cal y canto, donde se guardaban registros y otros documentos con más valor histórico que real. Rhonan extrajo de su bolsillo aquello que había recuperado bajo el suelo de su antigua habitación: una pequeña llave plateada. Nitther, al advertir el brillo en la mano del hombre, dio un respingo. -¡Rhonan! Esa llave no será para abrir el registro, ¿verdad? –habló. –Siento deciros que no podéis... -Cállate –le espetó el aludido sin miramientos. Y se aplicó a examinar la pared, haciendo caso omiso de la puerta; de nuevo la golpeó con los puños, e incluso pegó la oreja a ella, con gesto de profunda concentración. De pronto se detuvo, tras haber recorrido un par de veces el pasillo. Su público contuvo la respiración, expectante. Sin previo aviso, Rhonan tomó impulso y propinó un fuerte martillazo a la pared. El súbito golpe produjo un enorme desconchón, y un trozo de adobe se desprendió cual si fuera la piel muerta de un reptil. Nitther soltó un chillido. -¿Pero qué diablos haces? -Tú, chaval –de nuevo el resucitado ignoró a su sucesor, y se volvió hacia Dylan. – Si me ayudas y golpeas esta pared con todas tus fuerzas, te llevarás... hum... una buena cesta de peras. Pero antes de que terminara la propuesta, ya estaba el chiquillo aplicando puntapiés a diestro y siniestro, entusiasmado con la idea de la destrucción gratuita. Nitther, pálido como la cera, no fue capaz de reaccionar; sencillamente estaba encadenado al suelo por el desconcierto. Nada de lo que sucedía aquel día tenía sentido... por lo que no tampoco valdría de nada que luchara por evitarlo. Menos aún frente a un hombre pertrechado con un martillo, al que no le caía demasiado bien. Sin embargo, salió bruscamente de su autocompasión cuando advirtió que, al tiempo que más y más trozos de pared caían al suelo, una suerte de puerta de madera, de doble hoja, quedaba al descubierto. Cuanto más miraba el espectáculo, menos duda le cabía: allí se veían claramente las bisagras, ennegrecidas por el paso del tiempo, las junturas, y un hueco en el lado izquierdo que no podía ser sino una cerradura... A una orden de Rhonan, transcurridos cerca de diez minutos, el chaval dejó de golpear, y también él interrumpió los martillazos. El resucitado no acusaba signo alguno de cansancio, si bien Dylan jadeaba y sudaba, con un brillo colmado de energía en los ojos. Todos contemplaron con mudo asombro la puerta, por la que bien podían haber pasado dos o tres caballos hombro con hombro, pues ocupaba casi la totalidad de la pared, una superficie en nada desdeñable. Satisfecho por la impresión que aquello estaba causando, el resucitado dedicó unos minutos más, en solitario, a desprender con las manos los trozos de adobe que todavía restaban. Finalmente, cuando las dos hojas estuvieron al descubierto, introdujo la llave en la cerradura y la giró sin esfuerzo. Una bocanada de sofocante aroma a cerrazón y moho les golpeó de súbito, obligándoles a retroceder, cuando los goznes se abrieron, quejumbrosos. -Dylan –ordenó Nitther, saliendo por fin de su mutismo, -ve y busca una lámpara.

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Presto corrió a cumplir el encargo el interpelado, y más presto todavía regresó portando una lamparilla de aceite, ya encendida. Con un gesto, el alcalde le indicó que se la entregara a Rhonan. De este modo, los seis cruzaron el oculto umbral. Se encontraron en una amplia habitación, y aun la precaria iluminación les permitió comprobar, tras dar varias vueltas, que estaba plagada de tapices, bien enrollados en estanterías, bien colgados en las paredes; también, en un extremo, se disponían añejas armaduras, lanzas y espadas llenas de orín, e incluso lo que parecía ser una catapulta pequeña, de dimensiones similares a las de un carro de campesino, cuya estructura parecía inutilizable. La mente de Nitther trabajó deprisa, ¡aquélla era la mitad escondida del granero, la que creían un enorme tabique! ¿Cómo no se les había ocurrido antes que podía esconder algo? Sin duda, su tamaño hacía sospecharlo... Sin embargo, no perdió demasiado tiempo en recriminaciones mentales, pues las preguntas se agolpaban en su cabeza. -Rhonan, ¿qué es este lugar? –inquirió. El tiempo del asombro y el silencio ya había pasado, y ahora tocaban las explicaciones. -¿Por qué nadie sabe que está aquí? -Porque es algo que los alcaldes se han ido transmitiendo de uno a otro, desde hace siglos –respondió el aludido. Había un deje de superioridad y de maligna satisfacción en su voz, quizás porque preparaba con delectación sus siguientes palabras. –Claro que, dada mi repentina muerte, no tuve tiempo de decírtelo... a ti, o a quien fuera pertinente. Nunca hasta ese día había sucedido que un alcalde muriera sin haber elegido a su sucesor, o sin, al menos, haber contado este secreto a alguien de confianza –al llegar a este punto, se alegró de que la penumbra les amparase, pues de ese modo Sascha no pudo ver su gesto de arrepentimiento. –Aunque, realmente, casi puede decirse que hayas tenido suerte –continuó, y volvió a la carga. –Porque si de mí hubiera dependido jamás te habría escogido como sucesor, y no sabrías nada de esto. -Eh, bien, pero –Sascha interrumpió, en un intento de evitar que su marido siguiera con la humillación -¿cómo es que está todo esto aquí? ¿De quién era? Aquí nunca ha habido milicia... -No sé si la historia será verdad –Rhonan torció el gesto –pero dicen que, hace muchísimo tiempo, Bepharus era la residencia veraniega de un conde, que venía aquí con sus hombres de confianza y sus criados. Si es cierto, no es de extrañar que tuvieran aquí este almacén. Cuando se produjo la invasión del este, el conde, fuera el que fuese, se vio derrotado, y su residencia fue colonizada y convertida en un poblado. Supongo que alguno de los primeros alcaldes de Bepharus mandaría tapiar esta habitación, juzgando que ya no era necesaria. Y probablemente llevaba razón, ya que como veis jamás se había abierto hasta ahora. Si se ha seguido guardando esta llave ha sido por tradición, más que por una utilidad real. De hecho... he venido sin tener muy claro que fuésemos a encontrar nada. -Entiendo –los ojos de Nitther brillaron. –Sea como sea, todo lo que hay aquí son reliquias. Podemos montar un museo, y Bepharus se convertiría en un reclamo turístico. ¡Por fin podríamos conseguir que el poblado prosperase! Todo esto es... -De mi esposa –sentenció el antiguo alcalde.

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El gobernante quedó petrificado, una vez más, y no sería la última en aquel día. Rhonan se rascó la barbilla, incómodo, pues notaba claramente las miradas fijas en él, algunas expectantes, otras atónitas... y, con más fuerza que ninguna, la de Sascha, embargada por la emoción y el desconcierto. Se apresuró a aclarar: -Como bien has dicho, todo esto son reliquias. No sé cómo andará ahora el mercado de las telas, pero en mis tiempos hubiera podido sacar una fortuna vendiendo estos tapices en la ciudad. Ahora quiero que Sascha lo haga. –Hubiera deseado poder tomar aliento, pues sabía que lo que se disponía a decir suponía una ardua prueba contra sí mismo. –No le dejé nada y ahora quiero que ésta sea mi herencia. No pudo decir nada más. Vencido el orgullo, el desprecio que habían alimentado su energía durante tanto tiempo, de pronto se sintió vacío, hueco como un hueso al que le hubieran extraído el tuétano. Mas no se planteó haber cometido un error, ni se consideró un imbécil, como algo en su interior le había augurado. Era una sensación extraña y contradictoria. Permaneció inmóvil, en silencio, mientras el resto de los ocupantes de la sala seguía admirando los objetos que contenía, comentando entre ellos. Todos menos Sascha, que estaba a su lado, mirándole de hito en hito. Ni una sola palabra intercambiaron. Ninguno de los dos lo necesitaba. Rhonan supo que, por fin, había hecho lo correcto... y estaba en paz.

Sadarus, ya lo hemos dicho, nunca se había caracterizado por ser una persona especialmente expresiva. Mientras los niños y los amigos cercanos le apodaban “el tío brasas”, y sabían bien que las palabras más efusivas que podrían escuchar de sus labios estarían dedicadas a la belleza de una herradura bien contorneada o a alguna de las ocasionales magulladuras de sus dedos, había otros muchos que se jactaban de no haberle escuchado hablar prácticamente nunca desde que era un crío, y le consideraban poco menos que un retrasado. Éstos solían referirse a él con otro apelativo: “cara de yunque”. Tanto unos como otros, probablemente, no lo habrían reconocido de haber visto su semblante desencajado al llegar a la que había sido su fragua. Se frotó los ojos varias veces, una vez dejó de sentir las manos como piedras que colgaban a sus costados, y miró en derredor y a su espalda. No se había equivocado. Reconocía todas y cada una de las casas que le rodeaban, a la entrada del pueblo, pese a los pequeños detalles que hubieran variado. También las caras que veía asomadas en algunos umbrales, mirándole con curiosidad. Pero no... aquel edificio pintado de azul, de ventanas con visillos de encaje, con una puerta bien barnizada y la figura de un potrillo de latón que colgaba del marco, no podía ser su hogar, su lugar de trabajo, aquél en el que tanto había sudado y creado. ¿Dónde estaba el olor a metal, el calor sofocante que siempre le daba la bienvenida? ¿Qué diablos significaba ese enorme letrero de “El Encuentro Feliz”? No, no podía ser cierto. La gente que acudía a su fragua, sudando como cerdos, frotándose los ojos y tosiendo a causa del humo y las virutas de hierro que flotaban en el ambiente... no solían ser felices al verle, al menos en principio. Cruzó la puerta como una exhalación (el potrillo tintineó) y se encontró en lo que parecía ser una taberna, de mesas redondas, con los taburetes bien ordenados encima de

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éstas. Con sólo reparar en las paredes, dio un respingo; colgaban de las mismas nada más y nada menos que los utensilios de su forja, su fuelle, sus tenazas... ¡dioses!, hasta su adorado martillo, con el que tantas confidencias había compartido. Se tapó la boca y tuvo que reprimir una arcada, como si en verdad estuviera viendo los trozos descuartizados de algún familiar. -Disculpad, pero tendréis que salir fuera, señor. No abrimos hasta mediodía. La juvenil voz de varón había provenido de su derecha, allí donde debían estar su yunque y un amplio hueco horizontal en el que herraba los animales... y que ahora, no obstante, era ocupado por una barra. Sobre ella, una amplia estantería en la que se disponían, pulcramente ordenadas como soldados en un día de revista, numerosas botellas de todos los tamaños, formas y colores, rozando el techo. Detrás de ella, dándole la espalda, un muchacho de unos dieciocho años y amplios hombros, de cabellos color zanahoria sobre los que llevaba un extraño gorro triangular, frotaba enérgicamente un vaso con un trapo grisáceo. El ahogo de la emoción sobrevino a Sadarus aun antes de que el chico se diera la vuelta hacia él, y exhalara un grito súbito. -¡Padre! ¡No me lo puedo creer! Sin esperar un segundo, aquél soltó el vaso y dio un brinco por encima de la barra, corriendo hasta que sus brazos se encontraron con los del resucitado. Estalló en llanto y Sadarus lo estrechó con fuerza, sintiendo una extraña sensación de bienestar al notar la humedad de las lágrimas sobre su hombro. Al cabo de un par de minutos se separaron, para examinarse mutuamente con cariño. El antiguo herrero tironeó de la oreja izquierda de su hijo, tal como solía hacer cuando era un mocoso. -Guthroth, cómo has crecido –fue todo lo que consiguió articular. -Padre... –el joven sorbió por la nariz, todavía lloroso. –Cuando esta mañana Nitther nos contó lo de que algunos muertos nos visitarían sólo por hoy... no pude evitar rezar a los dioses para que fuerais tú, o Madre... o los dos. No puedo creer que me hayan escuchado. Me parece que tendré que dejar de robar las galletas rituales que les ofrendan en el Templo del Camino. Ah, por cierto... –bajó la mirada –no te ofendas por... por lo de la puerta. Por ese caballito. No quería faltar a tu memoria... pero sé cuánto te gustaban los caballos, a pesar de que uno al final... No terminó la frase, y parecía que quisiera abrir un agujero en sus zapatos con los ojos. Sadarus frunció el ceño y negó con la cabeza, señal de que no lo consideraba agravio alguno. A pesar de todo, rememorando el día de su muerte, no pudo por menos que frotarse la nuca en un gesto involuntario. No había marca alguna, y en verdad no podía recordar ni del modo más leve cómo debía haber sido la sensación... Seguramente, se dijo, había muerto en el acto. Desde luego, de una coz en el cuello no se recupera uno fácilmente. -No importa –concedió. –Lo que sí me gustaría que me explicaras es... qué es este sitio. ¿Qué ha pasado con mi herrería? ¿Y dónde están tus hermanos?

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Guthroth inclinó todavía más la cabeza, hasta que sus vértebras destacaron en su cuello como si fueran los tornillos de una marioneta. Enrojeció lo indecible. -Ah, sí... Supongo que hay mucho que explicar... Pero vamos a sentarnos –señaló una de las mesas, y al punto se acercó y bajó un par de taburetes. –Tómate algo. Te traeré cerveza. Se alejó deprisa y se metió de nuevo tras la barra; abrió una portezuela que había en la pared y se introdujo por ella. Sadarus escuchó cómo rebuscaba, el tintineo de las jarras y el sonido inconfundible del grifo de un barrilete. No tuvo tiempo de recordarle que estaba muerto, y que dudaba mucho poder distinguir el sabor de ninguna bebida... aunque, a decir verdad, tampoco estaba muy seguro de ello. Era la primera vez que resucitaba. Cuando su hijo plantó frente a él una jarra repleta del dorado líquido, la alzó con cautela, la llevó lentamente a los labios... y para su sorpresa sintió el frescor resbalando por su gaznate, el agrio sabor que inundaba su paladar. Ah, qué delicia. Sí, lo decidió de repente: pillaría una buena borrachera después de muerto. ¿Quién podría presumir de algo semejante? Guthroth sonrió de oreja a oreja y también dio un largo trago, antes de comenzar. -En fin, verás, Padre... Cuando moriste, hace ya... nueve años, qué barbaridad... mi hermano no dudó en continuar con tu labor. Tuvimos cerrada la herrería quince días por el luto, y luego Brokke la abrió y se encargó de ella, debo decir que con un increíble esmero y dedicación. Hasta los vecinos se quedaron sorprendidos de todo lo que había heredado de ti. -Sí, nunca me cupo duda –sonrió Sadarus. –Ése es mi chico. -Eh... sí, sí –el joven desvió un instante la mirada, y volvió a beber. –Sí, desde luego Brokke fue un estupendo herrero, y todo siguió como si nada durante unos ocho meses. Pero las cosas cambiaron el día en que recibimos un pedido de la ciudad. Era un cargamento de herraduras bastante importante, por lo que tuvo que ir él mismo a Slaros a llevarlo. Estuvo allí diez días, y cuando regresó, traía consigo unas ideas... peculiares. »Por lo visto, había hecho buenas migas con el que había encargado el pedido. No recuerdo el nombre... Ronald, o algo parecido. Le había hablado éste de lo bien que iba el negocio de las tabernas, en especial desde que él había comenzado a distribuir un nuevo sistema de bebidas. En las tabernas de Slaros ya no se bebía sólo cerveza, vino, whisky... no, aquel tipo había inventado algo así como una docena de mezclas distintas, con lo cual había conseguido una verdadera fortuna vendiendo la fórmula y los derechos... Bueno, yo entonces no lo entendí muy bien. El caso es que Brokke regresó y nos lo contó entusiasmado, sobre todo porque... le había ofrecido ser su socio. El no-muerto frunció el ceño y se cruzó de brazos. La historia comenzaba a tomar un cauce, y el final se perfilaba ya en su mente. Un final que, como había sospechado, no le hacía nada de gracia. -En fin –Guthroth prosiguió con un suspiro –que Brokke, a partir de entonces, comenzó a realizar más y más visitas a la ciudad. Descuidó la fragua y al final, al cabo de unos cinco o seis meses, nos anunció que pensaba cerrarla. Había aceptado ser socio de ese Ronald, había estado arreglando papeles y la pensaba convertir en... esto que ves.

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-¡Pero bueno! –gruñó Sadarus.-¿Y tu hermana qué dijo ante eso? -Deela... también se entusiasmó con la idea –habló en un hilo de voz el joven, apesadumbrado. –Y yo... bueno, apenas tenía diez años entonces, y... no acababa de entender muy bien lo que sucedía. Sólo sabía que él era el mayor, el heredero... no me atreví a contradecirle. Cuando le preguntaba, siempre me decía “evolución, hermanito. Lo que vamos a hacer es evolucionar”. -Ya veo. Así que dejó a un lado la herrería... para poder ser alguien. Por unos momentos ninguno dijo nada: el muchacho, avergonzado, sólo sabía mirar con atención el interior de la jarra, mientras que su padre cavilaba y continuaba repasando la taberna atentamente. Allá donde mirase le asaltaban recuerdos de su vida, de las tardes calurosas en las que debía concentrarse en templar una azada o un cuchillo, evadiéndose en su mente del mundo exterior para evitar el sofoco o el cansancio. Y la satisfacción con que el cliente contemplaba el filo reluciente, una vez terminado el encargo, y le estrechaba la mano callosa. Todo valía la pena por aquel momento final, en el que el utensilio, fuera el que fuese, se marchaba por fin a formar parte de la vida de otro. Él nunca había sido sabio, ni siquiera hábil con las palabras (a duras penas había conseguido su madre enseñarle a leer). Pero sabía que con sus creaciones, tan banales y cotidianas, contribuía a la vida de las personas incluso más que aquellos grandes héroes de los que el viejo Davlan y sus aprendices hablaban en los ocasos. A él, aquellos nombres míticos nunca le habían dado nada, ni a ningún habitante del pueblo. En cambio, el herrero aportaba soluciones para la vida de cada día, para todas aquellas actividades pequeñas sin las cuales el mundo no podría marchar como es debido. Eso era ser alguien. Siempre lo había creído. Y, cuando enseñaba todo lo que sabía a su vástago mayor, cuando éste le miraba con ojos llenos de admiración mientras golpeaba el yunque, pensó que también lo creería así por siempre. Guthroth conocía de sobra aquella expresión ceñuda de su padre; aquel temblor lento de sus orejas (que el herrero aseguraba no percibir) evidenciaba que se encontraba contrariado y confuso. Y una sensación de pesar y remordimiento le mordió el pecho. Diablos, aquélla sería, probablemente, la última vez que estaban juntos, al menos en aquel mundo... No iba a permitir que se marchara con un amargo recuerdo. -En realidad... ¡en realidad las cosas no nos van nada mal! –exclamó de pronto, incorporándose de un salto y esforzándose por mostrar su semblante más luminoso. – Realmente esto que llaman “bebida rápida” ha tenido una gran aceptación aquí, y los aldeanos están muy contentos. Les llevamos un poco de felicidad cada día... -¿”Bebida rápida”? –el ceño de Sadarus se arrugó aún más, hasta el punto de que se hubiera podido esconder fácilmente una moneda entre los pliegues. -Sí, es el nombre que reciben. ¡Y te mostraré por qué! En un abrir y cerrar de ojos, el torbellino en que se había convertido Guthroth se metió detrás de la barra y volvió a introducirse tras la portezuela. Se escuchó otra vez el tintineo de numerosas botellas, el gorgoteo de líquidos, y por encima de todo ello las palabras entusiasmadas del muchacho.

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-Tenemos muchísimas modalidades, pero te prepararé mi favorita: la doble extra de ron y zarzamora. No recordarás haber tomado nada parecido en la vida... o... en lo que fue tu vida. Ya me entiendes. Es nutritiva y al mismo tiempo deliciosa. ¡Pocas bebidas pueden decir lo mismo! Finalmente plantó frente a las narices del no-muerto una jarra a rebosar de un brebaje carmesí. No había tardado ni un minuto en prepararlo. Antes de que éste lo probara, el joven se lo arrebató y lo agitó tapándolo con una mano, hasta conseguir que miles de diminutas burbujas bucearan en su interior. -¡Ya puedes tomarlo! –exclamó, dejándolo otra vez sobre la tabla. Sadarus arrugó la nariz y la barbilla. Degustó un breve trago... El sabor dulzón le correteó por la garganta cual una cohorte de insectos de innumerables patitas. Paladeó, y luego, titubeando, esbozó una sonrisa torcida. -Está... está bueno, sí. -¡Por supuesto que lo está! Brokke dice que tengo una mano increíble para los combinados –los ojos de Guthroth brillaban de placer. –Incluso en un pueblucho como éste, donde la mayoría ni siquiera sabe usar un peine, todos conocen los nombres de las bebidas. La taberna de King tuvo que cerrar por nuestra causa –soltó una risita, aunque su padre no lo encontró divertido. –Espera, espera, te prepararé otra cosa. De nuevo el jovenzuelo voló hasta detrás de la barra; de nuevo el chin-chin de las botellas, el agitar frenético... y otra jarra frente al sorprendido ex-herrero, que casi comenzaba a asustarse por aquellos arrebatos de entusiasmo de su retoño. Esta vez, la bebida tenía un color azulado sucio, como el de un cielo tras una tormenta. -¿Qué es? –inquirió el resucitado. -Ah, ah, tendrás que probarlo. Intenta descubrirlo tú mismo –replicó Guthroth. Sadarus gruñó, mas sabía que rechistar sería inútil. Resignado, alzó el recipiente y volvió a beber. Lo separó de sus labios, extrañado. -Pero... si me has traído lo mismo que antes. ¡Sabe igual! -¡Qué dices! –el muchacho se echó para atrás, espantado, como si hubiera sufrido la mayor de las afrentas. Se repuso al instante, no obstante, y comenzó a hablar con rapidez. –No, no, eso es porque tu paladar está poco experimentado. Puede parecer lo mismo, pero cada bebida tiene un toque único y distinguible de las demás. –Su voz se elevó y se volvió grave, y parecía que se encontrara en medio de una plaza, frente a una nutrida concurrencia, proclamando las excelencias de su producto. -Tenemos variedades con ingredientes para todos los gustos: con pepinillos, con o sin tomate (para los alérgicos), con lechuga... agregados naturales y sanos que les dotan de un sabor increíble, ¡y todo se prepara en unos minutos! Incluso para los niños tenemos una bebida especial, sin alcohol. Y todo se sirve con una sonrisa... -Echo de menos el olor del fuego.

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La voz de Sadarus sonó apagada, lánguida, mas, a pesar de ello (o quizás precisamente debido a ello) se sobrepuso por encima del desenfreno de su hijo. Éste enmudeció, pálido su semblante de repente. Le tembló el mentón unos instantes antes de poder abrir la boca de nuevo. -¿El... olor del fuego? -Sí –suspiró aquél, y se recostó sobre la mesa, extendiendo los enormes brazos. – Hijo, me alegro de que os vaya tan bien a los tres, de que no os falte nada para vivir... pero ciertamente hubiera deseado volver a ver mi fragua, y... y a Brokke en ella, con mi viejo delantal, saludándome con los antebrazos y el rostro ennegrecidos. Bueno, –sonrió tristemente –a lo mejor estás pensando que tu padre es un viejo inculto y atrasado. Ya sé que esto que habéis montado es... el futuro, y es mucho más provechoso sin duda. -No es eso, Padre... –murmuró Guthroth, desviando la mirada. Las fuerzas, el entusiasmo que le embargara segundos antes, se habían esfumado. -Por supuesto, sé que un padre no puede encadenar a sus hijos a su propia vida – continuó el no-muerto; tenía la barbilla hundida en el pecho, y pareció no escuchar. –Lo entiendo. Brokke no quiso seguir mis pasos y tenía todo el derecho a hacerlo. Sólo porque fuera una tradición familiar no estaba obligado. En fin... en algún momento tendría que perderse. -Padre... la cosa es que... -¿Realmente le hará feliz? –prosiguió Sadarus, y esta vez alzó la mirada al techo; quizás estaba viendo de nuevo las vigas tiznadas de hollín y las volutas de humo que se arracimaban como telarañas en las esquinas. –Quiero decir... ¿alguna vez recordará lo que le enseñé, o quizás habrá descubierto una felicidad mayor en lo que hace ahora? Sólo espero que alguna vez... que se lo enseñe a alguien. -¡Eso no hará falta! ¡Yo... yo no soy como él! Guthroth se incorporó de súbito, y se irguió con expresión desafiante. Apretaba los labios, y cuando volvió a hablar lo hizo con tono entrecortado; la emoción se dejaba ver en el brillo, cercano al llanto, de su mirada. -Padre, yo... yo sólo he hecho esto porque Brokke era el cabeza de familia. Pero no pienses que he olvidado todo lo que nos enseñaste. Brokke puede que sí, pero yo... soy distinto. Sadarus salió por fin de su ensimismamiento, y se giró hacia su hijo con extrañeza, como si por vez primera captara sus palabras. -¿Qué quieres decir? –inquirió. –Guthroth, tú eras un crío cuando morí. No tuve tiempo de enseñarte...

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-Te equivocas –interrumpió el aludido con vehemencia. –Te equivocabas entonces y también ahora. Tú sólo tenías ojos para Brokke, pero yo... yo estaba siempre aquí, con vosotros, mirando lo que hacías y... aprendí. El joven sollozó de repente, y se interrumpió, cubriéndose los ojos con un brazo. No fue capaz de continuar. Sadarus se levantó también y puso una mano en su hombro. Le habló con toda la delicadeza de que fue capaz. -No tienes que sentirte culpable. Tú no podías llevar la fragua. -¡Sí que hubiera podido! –exclamó Guthroth. –Lo hubiera hecho si... si él me hubiera dejado. Se separó, y se dirigió a la puerta a grandes trancos. Se detuvo antes de abrirla. -Ven conmigo –pidió, sin volverse. Los dos hombres dieron la vuelta al edificio y arribaron al cobertizo instalado en la parte trasera. Era allí donde el herrero solía guardar sus herramientas y los encargos más numerosos; ahora se había transmutado en un confortable y aseado recinto para caballos, con varios departamentos y el suelo alfombrado de serrín. Guthroth anduvo hasta el fondo y se introdujo en uno de los establos. Sadarus le siguió y le observó desde el otro lado de la portezuela. El joven levantó un par de balas de heno, y bajo éstas quedó al descubierto un caja rectangular de metal, oxidada y roñosa, con el cierre roto. Nada más verla, el resucitado ahogó una exclamación. -¡La caja de las herraduras! -Sí... –el muchacho la abrió, y, en efecto, contenía un buen número de herraduras, así como clavos, pequeños martillos y unas tenazas. –Brokke lo ignora, porque él sólo viene una vez al pueblo, en invierno... pero durante todo el año, además de ocuparme de la taberna, me encargo de herrar los animales. Es lo único que... lo que he podido salvar de tu herencia, padre. De tus enseñanzas –de nuevo la voz se le quebró, y tuvo que detenerse unos segundos a tragar saliva y carraspear. –Lo creas o no, si pudiera... – suspiró.- Si pudiera, dejaría todo y me marcharía a poner una herrería en cualquier parte. Sadarus sintió una súbita comezón en un ojo. Se lo frotó enérgicamente con un dedo, mas no consiguió aliviarlo... y sin previo aviso la incómoda sensación se extendió también al otro ojo. Tardó unos instantes en percatarse de que eran lágrimas. Lloraba en silencio, aquello que no había hecho en vida desde que era un mocoso. Guthroth, sin embargo, no se dio cuenta. Se concentraba en rebuscar en la caja, hasta que dio con un pequeño objeto. Lo tomó entre el cuenco de las manos y se dio la vuelta, mostrándolo a su padre. Era un pequeño carro de metal, apenas castigado por el tiempo. Las ruedas giraban de verdad, perfectamente dispuestas y ajustadas como las de su equivalente en la vida real. Tan minucioso, tan cuidado, aquello no podía haberlo hecho un buhonero cualquiera. Sadarus se estrujó los recuerdos, mas no consiguió dar con nada relacionado.

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-¿Este juguete... te lo hice yo? –preguntó. -No, Padre. Lo hice yo –habló el chico. –Sólo tenía seis años. Una tarde te lo puse encima del yunque, para que lo vieras después de comer. Lo viste, sí... y felicitaste a Brokke por su habilidad. Ni siquiera le preguntaste, y Brokke no te sacó del error, tan contento estaba por tus alabanzas. Yo... yo me avergoncé tanto que no me atreví a decirte nada. Cuando moriste, quise ponerlo en tu tumba. Pero me arrepentí y no lo hice. Ahora, sin embargo... ahora me gustaría que te lo llevaras. Sadarus rozó temblorosamente el carro con la yema de los dedos, y su mirada, todavía experta, captó cada uno de los detalles: la perfección de las junturas, los engarces, las soldaduras. Sólo unas manos pequeñas podrían haberlo hecho todo con tal precisión. Unas manos pequeñas... pero extremadamente hábiles. Por fin las lágrimas se derramaron en torrente, rota la presa que las contenía. Ambos se abrazaron, y el no-muerto supo que estaba abrazando a un hombre hecho y derecho, al hijo que había esperado encontrar aquella mañana mientras se dirigía con ilusión a su antiguo hogar. Y aquélla seguía siendo su fragua. -¿Sabes qué he pensado? –dijo una vez se separaron, y volvía a tironear de la oreja a su vástago. –No abras hoy la taberna. Pasemos el resto del día juntos. Podemos forjar algo que siempre hayas querido. -Pero si no tenemos herram... –comenzó Guthroth, mas se interrumpió de pronto. Su mirada vagó hasta el interior de “El Encuentro Feliz”... y hasta los utensilios que decoraban las paredes. Y otros muchos estaban guardados en el almacén, en el piso superior... aparentemente olvidados. -¡Es una idea estupenda! –gritó alborozado.Hagamos... ¡hagamos una espada! Siempre he querido tener una. -La mejor espada de todo el reino, Guthroth –Sadarus le guiñó un ojo. –Eso tenlo por seguro.

Doce, trece, catorce, quince. Al llegar al decimosexto escalón, como había ocurrido siempre, Fenjan dio un traspiés y cayó de rodillas sobre el número diecisiete. Aguantó la caída con las manos en un gesto instintivo, y como de costumbre la madera desconchada le hirió en ellas... mas esta vez no sintió escozor alguno. Sin embargo, esbozó una amplia sonrisa. El viejo no había arreglado los escalones, y probablemente no lo haría nunca. Los tablones crujían a sus pies, inestables. En su niñez, recordó, había pensado que eran el hogar de invisibles espíritus de la madera, y que por ello se quejaban bajo el paso de quienes ascendían hasta la cabaña. Seguían sonando igual. Nada había cambiado. Siguió adelante y llegó al final de la precaria escalera de caracol. Dedicó un instante a mirar hacia abajo: la vista desde lo alto de aquella imponente haya de más de quince metros era sobrecogedora y hermosa, y siempre le había provocado leves arcadas. Aquella vez no sintió vértigo, ni tan siquiera jadeaba, aunque tales detalles le pasaron desapercibidos; tan ansiosamente esperaba el reencuentro. Abrió la puerta de la cabaña de un empellón (no estaba atrancada, por supuesto) y colocó los brazos en las caderas, en el umbral, en lo que consideraba una espectacular y elegante entrada.

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Desde el fondo de la cabaña se proyectaba hasta él la sombra de una mesa rectangular, carcomida en los bordes y coja de un par de patas. Sobre ella, una vela temblorosa acompañaba los rayos del sol, escasos, que traspasaban el follaje del árbol desde una ventana posterior y regalaban algo de luz a la mortecina estancia. Un pergamino a medio hacer, todavía más pellejo que otra cosa, extendido. Y el viejo Davlan, con su eterna y apolillada bata verde, sentado en un taburete con un estilete en la mano, que dejó caer, estupefacto, al ver al recién llegado. -No puede ser... –musitó, con la voz aun más ronca, tras unos segundos de parálisis. Apoyó la cabeza en las manos y se mesó los cabellos blancos como hebras de nubes. –No... por qué ha tenido que ser éste... Junto al anciano poeta estaba sentado, en otro taburete, un muchacho de unos catorce años, rubio y pecoso, que sostenía una espátula y alisaba con ella el pergamino. Su mirada también se dirigió hacia Fenjan, aunque lo hizo con sorpresa y desconcierto. -Perdón, ¿quién eres? –preguntó. ¡Ajá! Aquello era lo que estaba esperando. Carraspeó y empleó su tono más solemne. -Bienaventurado eres, pues tienes ante ti a Fenjan; aquél que regresó de los áridos parajes de la muerte, aquél que ficiera grandes proezas y desficiera agravios en tales lugares; aquél que contó con la venia de la Señora para cruzar una vez más al otro lado y prodigar su legado, los más magníficos cantos que... -Por los ojos de Ilion, ¿qué estás diciendo, desgraciado? –le cortó Davlan, alzando la mirada. –Tú no has deshecho agravio alguno. Un nigromante con cerebro de patata se equivocó y te trajo a ti en lugar de un héroe que nos ayudara, eso es todo. -¡Ah, mi buen Davlan, encantador me resulta escuchar vuestros agudos comentarios! –rió Fenjan. –No, habéis de saber que he regresado aqueste campo de lágrimas portando una misión. Gloriosa fue mi muerte y glorioso será mi retorno... Davlan dejó escapar un suspiro, tan hondo que cualquier hubiera dicho que había exhalado todo el aire del cuerpo, y se recostó contra la pared, murmurando cosas inaudibles sobre la mala suerte de haberse levantado de la cama aquella mañana. El joven que le acompañaba, empero, miraba a él y al resucitado de hito en hito, y al final habló, con la curiosidad en los ojos: -Entonces tú debes de ser el antiguo aprendiz. Yo me llamo Parsian. Oí que moriste hace cuatro años... Fenjan se hinchó como un pavo, y caminó en círculos por la estancia, posando la vista en todo aquello que le resultara diferente. Las paredes seguían ocupadas por largas estanterías plagadas de libros, pergaminos enrollados, y aquí y allá potingues metidos en largas probetas. Siempre se había maravillado del peso que podía aguantar aquella cabaña que hacía malabarismos entre las gruesas ramas. Otra estantería contenía los ingredientes druídicos más clásicos: hierbas de confusos aromas, insectos, extremidades de los más diversos animales... Realmente, todo seguía como lo recordaba. Y no era

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para menos, pues, según le había dicho siempre su maestro, aquella estancia había permanecido casi inmutable durante siglos. En cuatro años no iba a cambiar... -¿No conocéis, buen Parsian, la noble historia de mi caída? –dijo finalmente, haciendo un aspaviento con la mano como si recitara un poema. –Fueron los dardos, amargos y dulces al mismo tiempo, del amor, los que me llevaron a cruzar el velo. Fue a causa de la más bella de las flores, la más adorable de las ninfas de este mundo, que encontré mi final. Pues me hallaba yo en pleno cortejo cuando fui perseguido vilmente por su servidumbre y arrojado ventana abajo, en plena noche, abatido como un gorrión perseguido por un implacable rapaz... El aprendiz le miraba extasiado, mas Davlan bufó, cruzándose de brazos. -Por el Gran Azul, ¿qué tonterías estás diciendo? –gruñó. –No hacías más que acosar a la pobre hija del lechero, con cartas y poesías que ella ni siquiera sabía leer, y aquella noche, agobiada, acabó por llamar a su madre y su tía, que te echaron abajo la escalera. Hum, estoy de acuerdo en que no debieron dejarte tirado en la calle, con el cuello roto, hasta el amanecer... Si hubieran recogido tu cuerpo al menos habrían evitado que te measen los perros en la cara. -¿Que los perros qué...? –Fenjan palideció, pero se sobrepuso al instante, y comenzó a atusarse el bigote. –Ah, la tragedia de mi amor, expresada con palabras adecuadas para el vulgo. Bien, Davlan, os lo agradezco. Y vos, buen Parsian, espero que hayáis encontrado ya alguna dama a la que cortejar, como todo aspirante a poeta necesita. -La verdad es que si eso es cortejar, prefiero seguir yendo a los bosques con Anna... –comentó el muchacho en voz baja, aunque fue interrumpido por el no-muerto, que se dirigió al anciano. -Y decidme, ¿qué nuevas podéis contarme de los pasados años? ¿Qué ha sido de esta encantadora y rústica villa? ¿Y mis padres? –titubeó.-Me han dicho que ya no están en Bepharus... supongo que habrán marchado a la ciudad, a Slaros, llevando consigo mis notables trabajos en épica y sonetos. Seguramente mi nombre se escuchará ya en la corte, y numerosas elegías llorarán mi muerte... -Tus padres, cabeza de alcornoque, se fueron para no soportar las burlas del resto de los vecinos –masculló Davlan. –Ni siquiera acudieron a tu entierro, cuatro días después. Tuve que llevar yo el féretro, junto con Nitther, y maldita sea, creo que desde entonces tengo esta condenada ciática. El antiguo poeta volvió a enmudecer. Una gran gota de sudor le resbaló por la frente, y ello le irritó. Diablos, ¿no sentía cansancio ni sangraba... pero en cambio sí que sudaba, manchando su impoluto rostro? ¿Qué clase de broma era aquélla? Carraspeó y soltó una risita, sin embargo, disimulando su turbación. -¡La tragedia se intrinca más y más! –exclamó llevándose una mano a la frente, tan de súbito que Parsian dio un respingo. –Repudiado por su familia, abandonado por su amor, descendido a los infiernos... oh, por todos los dioses, qué maravilloso argumento

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para una obra de teatro. ¡Y el clímax final, la redención del gran Fenjan, su regreso triunfal trayendo la luz al mundo de los vivos! -Luz... sí, luz me haría falta ahora mismo –murmuró Davlan, que inclinaba de nuevo la cabeza sobre el pergamino a medio hacer y rasuraba su superficie con el estilete. Al parecer había perdido el interés en la diatriba de su antiguo alumno, más o menos a la altura de “repudiado”. -Y decidme, ¿qué ha sido de mi dulce risueñor, de Altheia? Supongo que el dolor de mi pérdida le haría ingresar en algún monasterio, dedicando su vida a los dioses, rogándoles que le devuelvan el aliento de la vida, aquél que yo le robé en mi postrera hora. Oh... –torció el gesto con afectación –ya imagino sus arrobados ojos cuando me vea aparecer en lontananza, montado en un blanco alazán, en su búsqueda... -Altheia –Davlan hubo de levantar la cabeza otra vez, con un nuevo suspiro que dejaba bien clara su exasperación –se casó un mes después de que fallecieras, con el hijo de un comerciante de vinos, en Slaros. Creo que han tenido ya varios hijos. Parsian soltó una risita, que se apresuró a atrapar entre los dedos. Fenjan, en cambio, le dirigió una severa mirada y bufó. No dijo más; comenzó a pasear por la estancia, y su vista repasó las hileras de libros, los nombres escritos en los lomos de piel con letras enrevesadas. Durante sus años de estudio en aquella cabaña había llegado a aprendérselos casi de memoria, y ahora el recuerdo retornaba lentamente, como una marea que ascendiera hasta rozar la playa de su conciencia. Luthor, Vargas el Viejo, Ossian... Tales nombres habían sido lo último en pasar por su cabeza mientras sentía, aquella aciaga noche, cómo la escalera perdía estabilidad, cómo se precipitaba de espaldas, a una velocidad impensable, hacia el suelo... Decían los sabios, los que creían que poseer una canosa barba les otorgaba potestad sobre los enigmas del mundo, que en el momento de la muerte toda la vida pasa frente a los ojos del infortunado. Fenjan no sabía decir si aquello era cierto. En todo caso, si había de dar crédito a tal axioma, no le quedaba más remedio que admitir que su vida habían sido aquellos libros, los poemas y cantares... aquella esperanza y aquel sueño que habían muerto con un grito y un golpe seco cuatro años atrás. Suspiró, y llegó por fin al final de una de las estanterías, donde seguía morando Viajes y Ocasos, la antología del famoso Ronsard de Tujjen. Davlan siempre había despreciado a aquel rapsoda itinerante, tachándolo de ególatra y plañidero. A Fenjan, en cambio, la lectura de aquellos versos siempre le había proporcionado un cálido bienestar, una extraña y bienvenida sensación de añoranza, y no había pasado día en que no los disfrutara, como se visita a un amigo muy querido aunque siempre mantengamos la misma conversación con él. Prácticamente había sido su primera lectura, cuando, siendo un zagal de apenas nueve años, se había aproximado cauteloso a aquellos libros que su maestro todavía no le dejaba tocar. Estaba solo, en una de aquellas tardes otoñales en las que el cielo no parece convencido de romper a llover, y se había cansado de repetir una y otra vez la escritura de las runas. Todavía faltaban un par de ciclos para que el viejo regresara... y el único libro al que alcanzaba entonces su corta estatura era aquél... Lo tomó el resucitado entre sus manos y el volumen se abrió por la página treinta y seis, como siempre. Inmutable seguía el agujero oscuro que exhibía dicha página en su esquina superior derecha; lo había provocado él mismo, la tarde en que tomara por vez

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primera el libro, al dejar caer una gota de cera de la vela que sostenía, asustado por la repentina vuelta de Davlan. El anciano había montado en cólera, le había mandado a casa entre improperios... y Fenjan no había podido conciliar el sueño aquella noche. Mas no por los insultos, o la amarga expectativa del día siguiente. No... había sido por aquellas palabras... «La memoria no adquiere su significado en uno mismo, sino en los demás. Sólo entonces se convierte en leyenda; sólo así la tierra que has pisado recordará tu nombre» Desde ese momento vio frente a él la senda por la que debían discurrir sus sueños. La impresión dio paso al entusiasmo antes incluso del amanecer. Y un par de días después, cuando ya había devorado el volumen de más de trescientas páginas, cuando había gozado y sufrido con las peripecias y desventuras del vagabundo poeta y las había hecho suyas, se hizo llamar Fenjan, nombre de Ronsard en su juventud. Él mismo se encargó de proclamarlo a viva voz en la Plaza Mayor, con palabras añejas que resultaba extraño escuchar de boca de un crío, y lo hizo durante un buen rato, hasta que sus padres, avergonzados, aparecieron para llevarlo a casa. Para la mayoría de los habitantes de Bepharus, aquel día fue el comienzo de sus excentricidades. Para él, en cambio, fue el inicio de su travesía. Siempre, mientras crecía, mientras se afanaba más y más en el estudio de la poesía y los cantares (provocando fuertes migrañas en su sufrido maestro), había tenido en mente aquellas palabras, como una luminosa meta a la que guiar sus pasos. Convertirse en una leyenda... Incluso el grandioso héroe Arngrim había comenzado siendo un simple campesino, ¿por qué no iba a correr él una ventura similar? La vida se le presentaba excitante, plagada de oportunidades y conocimientos, de años incontables; y el mundo era en verdad vasto, como le demostraban todos aquellos nombres encerrados en los libros, cuyas historias le parecían más reales que aquella monótona villa. Viajaría, escribiría, dejaría constancia de su memoria... y haría que otros desearan tomar aquella senda, como a él le había sucedido. No podía imaginar un legado mejor. Si algo le habían enseñado también los libros, era que todo lo que sucedía tenía un significado en el camino hacia el triunfo. Hasta el más nimio acontecimiento, hasta la más honda tribulación de los héroes, desembocaba en dicha, en un final meritorio. ¿Cómo debía entonces interpretar aquello que ahora le sucedía? Los recuerdos se alejaron, y la realidad desconcertante volvió a tomar entidad. Se repitieron en su cabeza las palabras de Davlan, de Nitther, como enanos gruñones que se esforzaran por martillear la cadena de sus convicciones. No podía negarles razón ni lógica, y ello lo atribulaba y confundía. Diablos, no servía de nada engañarse... Él no era ni había sido un héroe, mas aquella inesperada y eventual resurrección debía tener un significado, más allá del error aparente. ¿Qué había sido del camino? ¿Habría demostrado ser indigno de él, y por ello se había esfumado? ¿O tal vez... todavía podía correr y alcanzarlo de nuevo? El libro todavía seguía en sus manos. Hizo retroceder las páginas hasta llegar al prólogo, y suspiró. -La memoria no adquiere su significado en uno mismo...-recitó, sin ser consciente de estar haciéndolo en voz alta. Parsian levantó la cabeza del pergamino que confeccionaban. -Ah, eso es del poeta Ronsard –comentó el joven. -¿Es cierto lo que dicen de él? ¿Que en realidad no era más que un sobrenombre que adoptaron numerosos artistas?

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-Probablemente –dijo Davlan, sin mirar a ninguno de sus discípulos mientras arrancaba unos cuantos pelos del pergamino. –El estudio de la métrica y la datación de cada uno de los cantares hacen pensar que, en efecto, no fueron escritos por una sola persona, sino que esa antología es una obra colectiva... Fenjan dejó de escuchar cuando la idea apareció de repente, poderosa como un cuerno de caza, infalible como un canto de sirena. Abrió los ojos como platos y el enorme libro tembló en sus manos. - ¡Davlan! –exclamó con voz perentoria, haciendo que los otros dos ocupantes de la cabaña se volvieran hacia él. -¿Dónde están mis pergaminos? ¿Dónde está toda mi obra? El anciano arrugó la frente y desvió la mirada. -Ah... ¿para qué los quieres? No estoy seguro de que estén por aquí... -¡Tienen que estarlo! –replicó Fenjan, al tiempo que hacía aspavientos con las manos. –Si mis padres no se lo llevaron, han de estar en esta cabaña. -Ah... bueno, sí, es posible que... Mira en esa estantería, por favor –indicó Davlan. El resucitado obedeció, girándose hacia donde le señalaba su antiguo maestro, y éste aprovechó el momento para, velozmente, retirar de una de las patas cojas de la mesa un fajo de papeles atados con un cordel. Hizo ademán de mirar en un pequeño arcón que tenía a sus pies, y luego soltó una exclamación de fingida sorpresa. -¡Vaya, pero si estaban aquí mismo, dentro del arcón! Fenjan se giró y le arrebató los pergaminos de sopetón. Los desató y los examinó compulsivamente; su rostro se iluminaba poco a poco, hasta que estalló en carcajadas. -¡Aquí está todo! ¡Voy a terminarlo! –sin previo aviso tomó un taburete que estaba debajo de la mesa, apartó de un manotazo los utensilios que se disponían sobre ésta y plantó en ella las hojas. Davlan ladró algunos insultos, mas el no-muerto no les prestó atención. -¡Dadme una pluma y tinta, deprisa! No puedo perder un instante. Esta tarde, dedicaré a Bepharus mis versos póstumos... y esta tierra recordará por fin mi nombre.

Había estado equivocado, de principio a fin. Mejor dicho, se había dejado deslumbrar por las hazañas y los hechos grandilocuentes. Cuando salía, en su infancia, con Davlan al bosque a recoger hierbas medicinales, éste solía reñirle por prestar más atención a las tonalidades de colores de los insectos y las flores que a las grises y mustias hojas que debían encontrar. Bien, sentía que le había sucedido otro tanto. Tenía que haber visto más allá de las palabras... allá donde estaba su verdadero destino. Había nacido y crecido en aquella aldea... una aldea que sin duda no podía estar más distante del concepto de la épica. Y ahora, desde lo alto de una simple rueda de carro puesta de través, en medio de la Plaza Mayor, mientras contemplaba las familiares caras de expresión aborregada que le miraban con hastío, se sentía a partes iguales ridículo y... orgulloso.

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Bepharus era su tierra, aquélla que habría de recordarle. Aquélla que quería llevar en su nombre. Y por tanto, por fin, les daría su legado. Estaba seguro. Había regresado para ello. Miró a Nitther, en primer fila, el único que sonreía. Apenas le había conocido en vida, pero siempre le habían gustado la serenidad y amabilidad que irradiaba, la forma en que saludaba a todo el que se cruzaba, como si fuera un amigo del alma. Y ahora que le había ayudado a reunir a todo el pueblo, sacando a los vecinos de la siesta después de comer (y de seguro se habría ganado bastantes improperios, y puede que algo más, como evidenciaba su ojo morado) estaba convencido de no haber errado en su percepción. Era un buen hombre, el que su aldea se merecía como gobernante... Sin más dilación, extendió los pergaminos y comenzó a recitar. De su voz clara e impetuosa, inundada de energía juvenil, nacieron los dioses y los guerreros. Una espada cantarina, una temible guerra, un corcel que surca las llamas de una población arrasada llevando consigo a un salvador, embutido en una loriga de plata. Esperanza, ilusión. Traición y venganza. Un duelo al ocaso, una extenuante victoria. Las caras iban perdiendo poco a poco el gesto aburrido, conforme las historias avanzaban y la trama se iba complicando. De pronto todo parecía real, el héroe estaba frente a ellos, y los cambios en la voz de Fenjan les hacían estremecer o emocionarse, así fuera la escena que narraba. Jamás le habían escuchado recitar, y no era en nada parecido a Davlan, cuya cadencia les adormilaba y sólo incitaba a los más jóvenes a salir al bosque bajo las estrellas. Ahora todos los que escuchaban, viejos y pequeños, mujeres y hombres, vibraban y sentían cada golpe, cada cabalgada, cada aventura. Fenjan sabía que lo estaba consiguiendo. Sabía que corría camino adelante, sin pausa, sin miedo... y que la historia del cantor que regresó de entre los muertos, que relató las extraordinarias proezas de la espada Nightwanderer, de Sulmon el Guerrero, del Asedio de Siete Noches, se recordaría en Bepharus a lo largo de los siglos. Algo estaba sucediendo entre la gente; un cambio silencioso se operaba, sin que ninguno fuera consciente. Una suerte de savia nueva, invisible, se derramaba entre ellos, y de pronto las ideas se entrelazaron. Cuando la tarde pasara, el troll llegaría de nuevo. Y quién sabe qué haría esta vez. Quién sabe si no sería otro joven como Fenjan quien cayera bajo su puño en esta ocasión, o alguna dulce muchacha casamentera. Tollers lo hablaba en voz baja con Dylan, quien le había relatado el descubrimiento de la habitación secreta aquella mañana en el Ayuntamiento. A aquellas alturas, a decir verdad, la mitad del pueblo lo sabía... El cabrero, con su adorada Catorce sobre los hombros, meneaba la cabeza con preocupación. No, no podían resignarse. Primero aquella bestia iría hacia las personas y luego a por los animales... Guthroth enseñaba orgulloso la espada que él y su padre habían forjado, haciendo oídos sordos de las quejas de los vecinos por el cierre aquel día de “El Encuentro Feliz”. Quizás fuese tosca, pero era la única del pueblo, descontando aquéllas que habían aparecido en el Consistorio, preñadas de orín. Ah, ojalá fuera la Nightwanderer... así aquel problema que se les avecinaba podría tener fin. Y como Fenjan bien sabía ahora y como todos veremos en breve, las cosas que han de suceder acaban por encontrar el camino tarde o temprano, y nada puede desviarles de él. Cuando su recital terminó, poco más de una hora después, algo había renacido en aquellos aldeanos de cerebro avinagrado, algo que los unía y espoleaba. El orgullo, la valentía y... el deseo de luchar.

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Atardecía. El sol bostezaba los últimos rayos, mientras las estrellas correteaban ya a su alrededor anunciando el incipiente reinado de la dama de la noche. Todos los hombres, al menos diez robustos jóvenes, se arracimaban sobre el borde de la colina, contemplando el camino allí abajo; salía del bosque como una suerte de cordón umbilical que alimentara a las bestias y los fantasmas con la sangre de lo desconocido. De momento, nada avanzaba por él. Suspiraban aliviados; algunos se secaban el sudor apoyándose contra la maciza estructura de la catapulta, cuya figura se recortaba grotescamente, a todas luces fuera de lugar. Las cabras la miraban con recelo, y se agrupaban lejos de los humanos, rumiando entre ellas con los ojillos negros entrecerrados. -Algo están tramando –murmuraba Tollers, nervioso, retorciéndose las manos. –No les gusta, no quieren intromisiones. Esto es un lugar sagrado, ¿no dijiste eso, Padre? Algunos volvieron la mirada hacia el joven cabrero, con desconcierto. -Eh... sí, sí, pero baja un poco la voz, haz el favor –concedió Ormad, agradeciendo no tener sangre para enrojecer. –De todos modos, fuiste tú quien sugirió que usáramos este sitio. No te eches atrás ahora. Es lo que te dije, tu idea fue... –tragó saliva –ha sido claramente inspirada por el Gran Patriarca Cabra. Aquello pareció tranquilizar a Tollers, que esbozó una amplia sonrisa confiada. Casi lo había olvidado. Menos mal que su padre había accedido a revelarle aquella pizca de sabiduría; con ella ya estaba más cerca de la iluminación, de compartir su santidad. Llevado por un súbito agradecimiento, estrechó con fuerza los hombros de Ormad y dirigió la mirada al crepúsculo. Llevar el artilugio a través del pasaje excavado en la roca no había resultado dificultoso (bastante menos, en verdad, que trasladarlo desde el pueblo hasta las colinas), gracias a los numerosos brazos que se habían prestado para ello y al trazado de aquél. No obstante, Guthroth, excitado y nervioso, no paraba de dar vueltas alrededor de la catapulta, de revisar las junturas y apretar tornillos. Había empleado toda la tarde en arreglar aquel trasto, como le habían pedido, y todavía creía que algo podía fallar; siempre había sido un perfeccionista. Sentía, de vez en cuando, alguna mirada de admiración clavada en su espalda. Pero eran las de su padre las que notaba con mayor intensidad... y las que más feliz le hacían. Sadarus era hombre de pocas palabras. Pero Guthroth no había necesitado escuchar más que aquéllas... «Yo jamás habría conseguido hacer nada parecido», le había dicho. Y le había sonreído con los ojos brillantes. El joven sabía bien que el recuerdo de aquel día le acompañaría por siempre... y, cuanto más lo evocaba, más resuelto se sentía en su reciente decisión. No bien habían terminado los voluntarios de apiñar los cinco barriles de licor, unos junto a otros, bien cerca de la catapulta, cuando un hombre, todavía asomado al borde, lanzó un aullido. -¡Se acerca! ¡Dioses, ya está ahí! Todos a una, impulsados por un invisible resorte, se alinearon junto a él y espiaron el camino. Salía del bosque, al igual que hacía desde semanas atrás, con su paso orondo y cimbreante, la piel grisácea y viscosa, sucia, como la de un enorme gusano. Las dos

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cabezas se movían acompasadas y de vez en cuando chocaban entre sí, produciendo ese sonido similar al de dos canicas que se había convertido en un agorero presagio cuando el viento lo arrastraba hasta la entrada del pueblo. Cuando ello sucedía, los dos pares de ojos se miraban ceñudos, y las anchas y descarnadas bocas hacían rictus de desagrado y emitían un sonido hueco. Ahora también, a pesar de hallarse resguardados en lo alto del Valle de las Cabras, a salvo de la vista de la criatura, muchos de los allí presentes se cubrieron la cabeza con las manos y dejaron escapar algún que otro sollozo. Rhonan les chistó, airado. Al lado de éste, Nitther, aunque traslucía una aparente serenidad, sudaba copiosamente. Tenía la vista clavada en la entrada del pueblo, al otro lado del camino. Esperaba ver aparecer la silueta enseguida, mas los segundos que ésta tardaba se le antojaban interminables horas que le exprimían el estómago dolorosamente. Mientras tanto, el troll seguía adelante por el camino de tierra con su funesta e inexorable parsimonia. Por fin, cuando la bestia estaba a sólo unos metros de Bepharus, emergió de entre las casas Fenjan, solitario y enhiesto. En una mano portaba la espada de Guthroth; en la otra, una antorcha encendida. Nitther tragó saliva y se encomendó a los Dioses, al tiempo que, con una mano, indicaba a los mozos que se preparasen. -Es descabellado... –murmuró Rhonan a su lado, entre dientes. –Ese inútil… -Lo hará. Estoy seguro. No le llames así –replicó el alcalde, y alzó la voz lo suficiente para que el resto pudiera oírle y, tal vez, adquirir algo de ánimo. Quizás no fuera el hombre más indicado para tal papel, pero había sido el único en ofrecerse, y en buena medida su vehemencia y su discurso de aliento habían contribuido a que el extraño plan cobrase mayor entidad y consistencia a los ojos de los aldeanos. Nitther se lo agradecía, sin duda. Y, al fin y al cabo... aquel muchacho no tenía nada que perder. Fenjan, poco más que un punto luminoso, avanzó decidido hacia el troll, que le debía superar en al menos un par de metros de altura. Se detuvo el monstruo al encararse el diminuto personaje con él... desde lo alto del Valle, muchos de los que contemplaban la escena contuvieron el aliento. Con sólo un gesto, la gran mancha gris podría aplastar a aquel jovenzuelo, que tan ridículo se veía desde aquella distancia. Era como si una pequeña vara de madera intentara detener un alud. No obstante, al menos por unos segundos, la criatura no reaccionó con hostilidad; ambas cabezas se ladearon, en lo que parecía ser una muestra de curiosidad. Y el resucitado aprovechó el momento para comenzar su papel de distracción. -¡Oh, criatura surgida del averno, ser inmundo que a las buenas gentes aterrorizas y que los sueños de los niños perturbas! –clamó; resultaba sorprendente que unos pulmones sin aire pudieran emplear tal fuerza. Las palabras resonaron entre los árboles, ascendieron por las piedras hasta ellos. -¡Yo te conmino a alejarte y desistir en tu maligna empresa, pues de no hacerlo el templado acero en mi mano recia has de probar! Titubeó un instante, mas luego agitó la espada frente a sí... con tan poco brío que el peso de ésta lo empujó hacia adelante, y a punto estuvo de perder el equilibrio. El troll reculó un paso, aunque no aparentaba temor. Realizaba un examen ocular completo de Fenjan, posiblemente sopesando cuál de las partes de su cuerpo resultaría más jugosa.

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Aquel momento de vacilación era justo lo que esperaba Nitther. Se volvió hacia los dos hombres que en ese momento se hallaban junto a la catapulta, moviéndola con cuidado en la posición correcta. El barril de licor había sido cargado, sólo era preciso un movimiento... A una orden del alcalde, la cuerda se soltó y el brazo de la catapulta se disparó como una exhalación. Allá volaba un barril de veinte litros de Extra Sabor Jengibre (con posibilidad de añadir mostaza para mejorar el sabor), sin duda el ave más extravagante que hubiese visitado jamás aquellos parajes. Guthroth lo contempló con nostalgia mientras le veía cruzar el cielo... y finalmente, en una parábola extraordinariamente trazada, estrellarse contra el cuerpo del troll, con un estrepitoso sonido. Fenjan dio un salto hacia atrás, asustado, haciendo malabarismos para no dejar caer ni la antorcha ni la espada. La criatura trastabilló hacia un lado, soltando un gruñido, y parpadeó confusa, empapada. Se retiró los trozos de madera del cuerpo mientras las dos cabezas oteaban el cielo en todas direcciones. -¡Uno más! –exclamó Nitther, entusiasmado. El mandato no se hizo repetir. Esta vez le tocó el turno a un barril de whisky con queso (una de las mezclas más antiguas y aclamadas). De nuevo realizó un perfecto vuelo y fue a dar contra el cuerpo del troll, de frente. El impacto casi le tumbó de espaldas y le obligó a cubrirse las caras con los brazos. -¡Estupendo! ¡Magnífico! –el alcalde soltó una carcajada. Detrás de él, algunos hombres se estrechaban las manos y Tollers abrazaba una cabra. –Ahora le toca a Fenjan. En efecto, si el joven resucitado llevaba a cabo su labor como era debido, el plan habría dado resultado... ¡y la amenaza se habría acabado! Lo más difícil había pasado ya, sin duda. Sintió el imperioso deseo de pellizcarse para cerciorarse de que aquello no era un sueño, aunque finalmente lo reprimió, pues la expectación fue más poderosa. La noche se inclinaba ya sobre ellos, y la luz de la antorcha del poeta era lo único visible en el camino. Los hombres se asomaron al borde, ansiosos; los corazones latían como desbocados cachorrillos. Sólo unos instantes más y... todo habría terminado... Fenjan levantó el brazo y se dispuso a arrojar la antorcha sobre aquella piel empapada de alcohol... Súbitamente, el troll, con total serenidad, se giró y comenzó a avanzar en la dirección del Valle de las Cabras. Miraba al cielo y se sacudía distraídamente tablas de los barriles como si fueran migas de pan... mientras que la otra cabeza se lamía el brazo derecho. Aquel inesperado movimiento detuvo sin querer a un sorprendido Fenjan. Hubo un momento de pánico entre los ocupantes de la colina, pues de inmediato se supieron descubiertos. Nitther les habló apresuradamente, tratando de calmarles... aunque fue finalmente otra voz, una que jamás hubieran esperado oír en toda su existencia, la que consiguió paralizarlos a todos. -¿Cosa rica? ¿Cosa rica del cielo? Impensable, inconcebible... ¡el troll había hablado!

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Era una voz grave y gutural, podía decirse que madura, y casi resultaba cómico escucharla con aquellas palabras inconexas y pueriles. Un par de hombres, apenas jovenzuelos, se arrojaron al suelo entre lloriqueos. El alcalde les mandó callar, airado. Su mente discurría veloz; si aquello significaba lo que parecía... -¿Más cosa rica del cielo?- dijo de nuevo la bestia, esta vez en un grito ensordecedor que provocó que los pájaros de un árbol cercano huyeran en desbandada. -¡Deprisa, maldita sea! ¿No os dais cuenta? –aulló Nitther. -¡Cargad otro barril y arrojádselo! Así lo hicieron, presurosos, los pocos que todavía mantenían la sangre fría. Esta vez el barril no golpeó el cuerpo del enorme ser... sino que éste lo atrapó en pleno vuelo, y exhaló un gorjeo que parecía... feliz. Fenjan dejó caer la antorcha al suelo de puro estupor. No era para menos; el troll se había sentado en el suelo, a un par de metros de distancia, y husmeaba el barril, tanteándolo con los dedos rechonchos y amorfos. Al cabo de unos segundos consiguió levantar una de las esquinas de la tapa. Hizo palanca, la levantó por completo, y una vez quedó el contenido al descubierto introdujo en él las dos cabezas. Comenzó a beber, acompañando la escena con un gorgoteo en nada gratificante para los oídos humanos. El silencio que reinaba entre la concurrencia de la colina, público estupefacto de aquello, sólo se quebró cuando, una vez terminado el barril (lo cual sucedió pasado menos de un minuto), el troll se incorporó y se lo puso bajo el brazo. -Contento hoy. Próximo día, más cosa rica. Mucha más –habló a un lugar indeterminado del cielo. ... Y se alejó, bosque adentro. Su silueta bamboleante se perdió en la oscuridad en un suspiro, sin dejar de lamerse los antebrazos. Nitther sintió que las rodillas se le aflojaban y cayó sentado al suelo. Todo él se convulsionaba, no sabía bien si reír, si llorar... o si debía por fin hacer las maletas y mudarse a alguna región donde la vida tuviera un poco de lógica. Varios de los hombres, tras él, comenzaron a murmurar. La voz de Guthroth se alzó sobre las demás: -¿Habéis visto? ¡Las bebidas de “El Encuentro Feliz” nos han salvado! ¡Espero que todos acudáis a celebrarlo! ¡Esta noche habrá una gran fiesta, todo a mitad de precio! Siguieron a aquella declaración exclamaciones de alborozo y gritos de entusiasmo. Pronto, el Valle se vio inundado de voces y canciones, de saltos y abrazos, bajo la atenta y reprobadora mirada de las cabras. Y poco después, también el pueblo entero de Bepharus vibraba y se regocijaba, y las luces no se apagaron aquella noche. La comida, la bebida y los bailes fueron los amos. A la mañana siguiente, la mayoría sólo recordaba que el troll había sido por fin alejado de su villa... y que cuatro héroes, que el Cielo les amparase, habían arengado a los aldeanos, les habían recubierto de ánimo y valor para luchar por sus vidas por medio de un arriesgado y exitoso plan. Por cierto, ¿dónde estaban?

En los tiempos en que os cuento esto hace ya muchos, muchos años de aquello.

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Bepharus ya no es lo que era. Para empezar, ha crecido considerablemente. Un gran cartel anuncia la proximidad del pueblo incluso a todo un kilómetro de distancia. Las calles son de gravilla, las posadas se han multiplicado, y la sucursal de “El Encuentro Feliz” que se ubica en él es uno de las más renombradas de toda la región, más incluso que sus equivalentes de Slaros. Dicen que su dueño, encargado también de la herrería del pueblo, tiene un toque especial. He estado allí, y puedo deciros que, desde luego, su perenne buen humor es contagioso para cualquiera. Y, por un módico precio, cualquier viajero puede comprar en él un pequeño barril de licor, preparado para la ocasión, guardar unos minutos de cola y hacer uso de la catapulta que se sitúa en lo alto del Valle de las Cabras (espléndida vista) cada viernes de la semana. Ese día, una criatura antigua como el mundo, uno de los que llaman trolls, se asoma desde el bosque, y sus dos cabezas, mustias y avejentadas, ciegas ya pero todavía hábiles e intuitivas, husmean el cielo en espera de los regalos que éste le ofrenda. Hay que tener puntería, pero la experiencia de participar en tan ancestral tradición, sin duda, merece la pena. Aunque, en los últimos tiempos, el troll aparece cada vez menos, y suele regresar a su escondido refugio tras atrapar apenas cinco o seis barriles, para desconsuelo de los turistas. Las cosas no son como antes. Hay quien dice que le asusta la nutrida concurrencia que percibe en las colinas, y los más ancianos del lugar reniegan de los nuevos tiempos. -Antes era nuestro, sólo nuestro. Nuestro pequeño borrachín –suele comentar con tristeza un viejo llamado Nitther, eternamente sentado en la puerta de su casa con una pipa entre las arrugadas manos, a todo el que quiere escucharle. Muchos viajeros se paran junto a él y sonríen con indulgencia, con el barril recién comprado, antes de continuar su camino. Y, generalmente, si encuentra orejas más atentas de lo acostumbrado (como lo fueron las mías), el hombre no duda en contar entera la historia del nacimiento de la tradición... y de aquel extraño día en que los muertos se levantaron de sus tumbas.

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