Otro toque a las dos Españas"

Fernando Díaz-Plaja Otro toque a “las dos Españas" Un tópico y, como todos los tópicos, una verdad decantada por el tiempo; una certidumbre que se r

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Fernando Díaz-Plaja

Otro toque a “las dos Españas"

Un tópico y, como todos los tópicos, una verdad decantada por el tiempo; una certidumbre que se repite tanto que llega a molestar, pero del que no se puede prescindir si no se quiere caer en la falsedad. He puesto alguna vez el ejemplo. El «azul Mediterráneo» es un tópico. El «Mediterráneo negro» no es un tópico. Pero tampoco es verdad. Hay dos Españas; ha habido dos Españas en nuestra historia, pero no eternamente. El inicio de la ruptura entre los dos mundos dentro del mismo país está claramente en el siglo xvm cuando, por vez primera, la diferencia social se hace, además, ideológica. En el siglo xvi y en el siglo xvn, la división en castas es inmensa. Por mucho que procuren esconderla Lope o Calderón con obras en las que un villano (Peribáñez), un pueblo (Fuenteovejuna), una autoridad municipal (el alcalde de Zalamea) se imponen a comendadores o a militares, la verdad es que en la vida diaria no ocurrían nunca esas cosas. Los Peribáñez, los Frondosos, los Pedro Crespo acababan en la horca o en el garrote vil si se atrevían a desafiar al sistema existente. Pero lo que hacía al país fuerte a pesar de ello es que ese escandaloso contraste social no existía ideológicamente. Cuando se trataba del dogma religioso —la Iglesia católica— o del dogma político —la monarquía— estaban absolutamente de acuerdo todos, tanto el duque de Sessa como el ensayista y poeta Quevedo, el comediógrafo Morete, el pintor Velázquez y el último patán de la corte. El refinamiento intelectual de un padre Gracián permitía explicar con más remilgo cultural la verdad que el hombre del pueblo sólo intuía, pero la fe de ambos es exactamente la misma, como es común el respeto que se siente hacia el monarca, «puesto en su sitio por el mismo Dios». Es difícil para el hombre de hoy, más que cargado de dudas considerando la Duda como elemento natural de juicio, admitir que unos escritores con tanta capacidad en sus juicios humanos pudiesen considerar normal el aceptar toda la religión católica en bloque, desde la Trinidad al último milagro del santo del lugar. Hasta Quevedo enfunda su ironía al hablar de prodigios celestes. Es cierto que puede a veces surgir un Miguel de Molinos, un Miguel Cuenta y Razón, n.° 7 Verano 1982

Servet con dudas acerca de la religión enseñada, el mismo Cervantes admiraba a Erasmo, pero Erasmo se guardó muy mucho de llevar a conclusiones drásticas la crítica que había hecho a los órganos de la Iglesia que no seguían los principios morales, empezando por los frailes, y repudió indignado a quien se llamaba su discípulo Martín Lutero. La prueba más interesante del pensamiento de Cervantes en este respecto está en el párrafo del Quijote en el que habla el morisco que fue a Alemania, «donde hay libertad de conciencia». El hombre de hoy cree que ha llegado a una independencia de criterio sólo porque ha roto con cadenas mentales anteriores. Sin embargo, su mentalidad está tan «programada» como la de sus antecesores; aunque sea con otros parámetros, esta frase cervantina lo prueba. Al leerla, la mayoría de liberales del siglo xix y xx se extasiaron. Cervantes era de los suyos, Cervantes preconizaba la libertad de conciencia, Cervantes era un heterodoxo. Y empujados por el entusiasmo no se dieron cuenta de una verdad elemental. Si Cervantes hubiese pretendido realmente defender la libertad de conciencia no lo hubiera escrito así, a sabiendas de las medidas que podía tomar la Inquisición. No. Cervantes menciona en ese párrafo la libertad de conciencia no como el bien que hoy aceptamos, sino como un mal. Porque al tener esa libertad, el hombre puede elegir el camino equivocado, caer en el error e ir al infierno. Por tanto, es mejor que no la tengamos. La prueba de que ello es así está en que el Santo Oficio, que hiló muy delgado en otras partes de la obra quitándole líneas que rozaban el determinismo (la salvación por la obra, etc.), no corrigió la que podía ser la mayor de las blasfemias. Porque interpretó la intención de Cervantes, hombre de su siglo monárquico, creyente, patriota..., como lo eran todos; desde él hasta el último analfabeto, España era un bloque de ideas, de sentimientos y de creencias. En el siglo xvín ese bloque se rompe. La división social de antes se agrava porque ahora lo que separa a un señor de su siervo no es solamente su riqueza material, sino su riqueza mental. Ahora el de arriba empieza a estar informado de algo nuevo que cambiará su forma de pensar y de sentir. Algo que viene de la vecina Francia y que el humilde no conoce. En términos generales, ¿cuál es esa nueva idea del mundo y de los hombres? Van Thiegen lo resume así: en un principio predomina la tradición literaria heredada del Renacimiento; esta es la época puramente clásica, la de Luis XIV en Francia, la de la Restauración y de la reina Ana en Inglaterra... Viene luego la época de las luces. Bajo la influencia de los pensadores ingleses y sobre todo de los filósofos franceses triunfa el racionalismo; se reduce el campo de la creencia indiscutida, que tiende incluso a desaparecer; se emprende la caza de las tradiciones, del misticismo, de los prejuicios; todo, hasta la religión, ha de ser racional... (Van Thiegen, Le romantisme dans la litterature européenne, París, 1848). Pero ¿cómo es posible que una tradición secular cayese en tan pocos años? Para estudiosos como Hayes, en el cambio tuvo mucha influencia los viajes a países lejanos que por entonces interesaron al Occidente europeo. Esos salvajes desnudos viviendo en América en sencilla felicidad, piedad y

virtud sin necesidad del cristianismo y, por otro lado, las religiones de China y de la India, que seguían camino más racional y caritativo, plantearon una pregunta: «Si el universo es una máquina gigantesca que marcha de acuerdo con las leyes naturales, ¿qué sitio quedaba en él para una religión sobrenatural? ¿No sería, como la física, simple y natural?. ¿No podría la razón humana descubrir, sin recurrir a la revelación ni a la autoridad, la verdadera religión como descubrió la ley de la gravedad?» Yo creo que además de esas ideas, que efectivamente socavaban lentamente el monolito granítico de la Iglesia, perjudicó a su alter ego el Estado, otra circunstancia poco considerada hasta ahora por los estudiosos, quizá porque al proceder ellos mismos del sistema, al surgir también de la línea «derechista» de una situación, lo veían como una parte del enemigo con dos cabezas: rey y Papa. A mi entender, cuando el despotismo ilustrado se impone a la Iglesia, cuando una Catalina II, un José II de Austria, un Federico de Prusia, un Carlos III de España ponen el freno a la Iglesia nacional respectiva despojándolas de su fuerza tradicional, afianzan su autoridad aparentemente, pero en realidad la socavan, porque al enseñar al pueblo a dejar de creer en un puntal de la sociedad, simultáneamente prueban la posibilidad de que el otro también es menos respetable de lo que parece. Decir: «No creamos en supersticiones», aludiendo a las religiosas, puede hacer surgir en el ánimo del ciudadano la posibilidad de que esa superstición exista también en otro campo. Cuando los soldados del rey entran en una iglesia sin que esa profanación del derecho del asilo atraiga un rayo sobre el audaz monarca; cuando un inquisidor es mantenido en pie por el ministro Aranda, que le recuerda su deber con el Estado, sin que sobrevenga la excomunión sobre el ministro, parece que la potencia del rey se robustece, pero por otro lado se ha metido en el alma popular una semilla de duda. Si la Iglesia no merece el respeto total y ciego que le teníamos, ¿quién nos garantiza que lo siga mereciendo la monarquía? El despotismo ilustrado demostró que el hombre podía ser feliz sin necesidad de un sacerdote que le dijese continuamente lo que tenía que hacer. La Revolución francesa dio un paso más por ese camino des-mitificador y decidió que tampoco hace falta un rey que decidiera por nosotros el camino que tenía que tomar el ciudadano. Si el alma no requería maestro y guía, ¿por qué iba a necesitarlo el cuerpo? En ese aspecto el gran error del despotismo ilustrado fue quitarse él mismo la protección que gozaba del Sumo Poderoso; en el siglo xvn era de regla creer que había que obedecer al rey porque lo había puesto Dios en su puesto. Los monarcas del xvm pensaron que bastaba afirmar que estaban allí por razones dinásticas y porque eran los únicos que podían proteger a los ciudadanos, los únicos capaces de enseñarles y guiarles. Entonces, a la primera dificultad administrativa estos ciudadanos se levantaron porque la responsabilidad evidentemente ya no podía achacarse como antes a oscuros designios de la providencia, sino a la torpeza de quien se había autoproclamado único responsable. De ahí al destronamiento el camino era corto. Jovellanos, que sí vio el peligro y lanzó un aviso sobre esa relación que

los monarcas filósofos del tiempo no parecen tener en cuenta. Suprimir el respeto a la Iglesia puede ser elegante y moderno, pero también es suicida para el rey. Si se declara caduca la columna de la religión católica, ¿por qué va el pueblo a seguir considerando a la otra tan firme como en el pasado? «Estos errores, corrompiendo todos los principios de moral pública y privada, natural y religiosa, amenazan igualmente al trono que al altar» (Melchor de Jovellanos, Memoria sobre educación pública). Precisemos. Cuando se habla de la ofensiva anti-Iglesia del xvm, los conservadores emplean a menudo la palabra ateísmo, pero no es cierta; que no se ajusta a la realidad esa actitud hubiera representado un salto ideológico en relación con la creencia inmediatamente anterior, que ninguno de ellos estaba dispuesto a dar. «El siglo xvm —señala Hazard— en su conjunto fue deísta, no ateo. Alguien dijo que el deísta era una especie de hombre que no tenía bastante debilidad para ser cristiano ni bastante valor para ser ateo» (Paul Hazard, El pensamiento europeo en el siglo XVIII). Lo cierto es que ninguno de los grandes pensadores del siglo fueron ateos: ni Pope, ni Rousseau, ni, naturalmente, a pesar de las acusaciones en contrarío, Voltaire, el que dijo aquello de «si no existiera Dios habría que inventarlo», actitud que se compagina perfectamente con su odio a quienes, según él, utilizaban aviesamente el nombre del Ser Supremo; los jesuitas, los inquisidores, la Iglesia católica tradicional, en suma, era l'infáme que había que écrasser, ya que desviaban al creyente del camino de perfección por consideraciones materialistas. Parece claro que la influencia de las nuevas ideas llega a España por el camino oblicuo de la ciencia. Un reforzamiento de nuestras defensas militares significaba ampliar conocimientos en química, en minería, en geografía, en construcción naval. Por ello nadie, por patriota, podía ver con malos ojos la llegada de libros técnicos extranjeros, especialmente del país que estaba a la cabeza de la civilización de entonces y tenía, nacida en Descartes, la máxima claridad en la exposición de las ciencias más difíciles. Hoy, cuando hablamos de Enciclopedia pensamos sólo en el impacto de sus definiciones religiosas, pero la verdad es que la Enciclopedia, como su nombre indica, era especialmente una suma de conocimientos donde la ciencia natural, como la aplicada, llenaban la mayor parte de sus páginas... Y hasta qué punto fue apreciada su labor lo demuestra el hecho de que cuando las autoridades eclesiásticas españolas descubrieron «el veneno que ocultaban sus páginas», cuando las razones religiosas obligaron a prohibir en 1759 la entrada de la Enciclopedia, el mismo fiscal del Santo Oficio recomendaba en 1775 que se tradujeran al castellano los artículos de índole técnica sobre artes y oficios. Lo que evidentemente era otra contradicción que tenía que turbar no pocas conciencias. Si la Enciclopedia era «sabia» en unas páginas era difícil aceptar que fuera tan «errónea» y «malvada» en otras. Además, la prohibición de la Enciclopedia tenía muchas excepciones al tratarse de organizaciones como la «Sociedad Bascongada de Amigos del

País», que en 1770 recibe el permiso de consultarla y acabará comprándola años después sin más trámites. *

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Tras el hombre de armas y letras del Renacimiento nace el burgués comerciante que hizo pujantes a Inglaterra y a Holanda. Tras él surge el nuevo tipo ideal, el del filósofo, término mucho más amplio que el que se usa hoy. Es el razonador, el observador, el bondadoso, el comprensivo... Un autor satírico ironiza sobre el abate preceptor, alegre y desvergonzado, contento de tener un puesto seguro en una casa elegante. Su alumno, en cambio, es tradicional y austero: ABATE: SEÑORITO:

¿Qué gruñe? Voy estudiando la lección para mañana. ABATE: Eso importa menos ahora; vaya estudiando en las caras que se encuentran lo difícil de encontrar la semejanza en unas mismas especies de un mismo modo criadas. SEÑORITO: Y eso qué es, ¿filosofía? ABATE: Y de las más delicadas. (Ramón de la Cruz, El fandango del candil, 1780)

Tras la palabra filosofía está la nueva doctrina que llega del otro lado de los Pirineos; está Rousseau, pero también Voltaire. Incluso para un liberal como Jovellanos, ese nombre oculta una mercancía peligrosa. «La licencia de filosofar, que tanto cunde en nuestros días..., tantos y tan funestos errores como han difundido por todas partes estas sectas corruptoras que ya por medio de escritos impíos, ya por medio de asociaciones tenebrosas (¿masonería?), ya, en fin, por medio de manejos, intrigas y seducciones, se ocupan continuamente en sostenerlos y propagarlos...» (Jovellanos, Memoria sobre educación pública). Pero este mismo Jovellanos, de acuerdo con su condición ambivalente —reforma sí, revolución no—, encontrará en la palabra filosofía el símbolo de la luz contra las tinieblas del pasado, el símbolo de la comprensión y de la humanidad. «Torcuato» utiliza su nombre como arma contra una horrible supervivencia del sistema penal español: la tortura: «¡La tortura! ¡Oh nombre odioso, nombre funesto! ¿Es posible que en un siglo en que la filosofía derrama su luz por todas partes se escuchen aún entre nosotros los gritos de la inocencia oprimida?» (Jovellanos, El delincuente honrado). Mientras la línea tradicional española está claramente expuesta en otra obra. ¿Qué tiene de malo la tortura?, se pregunta en forma grandilocuente don Pedro de Castro en 1778. Su libro quiere ser una impugnación del escrito en que don Alfonso María de Acevedo la atacaba. En primer lugar, es ofensivo que se ponga en duda la justicia de «nuestras leyes patrias, de los

reyes que las promulgaron y de los jueces seculares y eclesiásticos» que las aplicaron; y además, aun admitiendo que la tortura pueda aparecer inhumana y horrible en abstracto, «los muchos delincuentes que por su medio han satisfecho a la vindicta pública, la califica, a pesar de toda especulación, de justa, útil y necesaria». Es posible que algún inocente pueda haber declarado un delito que no cometió, admite Castro, pero esto queda compensado por los muchos malvados que experimentaron por ella su merecido castigo. Porque, sigue el prólogo, «si se hubiera de discurrir siempre en el gobierno de las réplicas con tanta contemplación del particular, no se formaría ley alguna ni establecimiento útil; pues apenas podrá señalarse algo que no contenga injuria probadamente». De forma que es mejor legislar de acuerdo con las necesidades generales. Y éstas piden, evidentemente, la tortura. Contra la teoría del impugnador (Acevedo), Castro niega que un inocente pueda ser condenado sólo por lo que ha dicho obligado por los sufrimientos, porque, según la ley, «el confeso en el tormento no puede ser condenado si a las veinticuatro horas no se ratifica». El canónigo Castro parece olvidar que esta ratificación hecha sin tormento puede estar mediatizada por la posibilidad de que, de no hacerlo, volverá a sufrir la tortura de la que acaba de salir lógicamente traumatizado. Y en una fe maravillosa en el sostén que la verdad concede a los torturados afirma que la prueba es evidente: «Si el tormento se juzga eficaz para inquirir los delitos, más eficaz será para descubrir la inocencia de los reos; porque no es verosímil que lo sufra con ánimo constante sino aquel a quien su propia inocencia le ayude y sostenga.» •

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