Para pasar del amor al desamor: soplar sobre la llama del deseo

Dann Regional S.A. Cuadernos para la Reflexión Para pasar del amor al desamor: soplar sobre la llama del deseo Carlos Mario González Para mi cisne

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Para pasar del amor al desamor: soplar sobre la llama del deseo Carlos Mario González

Para mi cisne negro. “Podían tocarle en los puntos que fueron sensibles sin que ahora sintiera nada, como una piel muerta que llevamos aún con nosotros pero que ya no sentirá ni caricias ni pinchazos, que ya no es nosotros, que ha muerto.” Marcel Proust

1. Amor ¿Qué es el amor? Pregunta que se reitera hasta la monotonía, pero frente a la cual, como dice Lacan, es muy difícil responder algo sensato, pues en cuanto comienza uno a hablar del amor, fácilmente termina diciendo tonterías. Pero puesto en este reto no me queda más que arriesgar mi propia tontería ... Experiencia compleja si las hay, el amor no se reduce a ser tan sólo un sentimiento, como lo quiere hacer el sentimentalismo cursi y consejeril tan en boga en nuestro tiempo, sino que comprende, además de su condición de sentimiento, la de unas ideas con las que se lo representa, de unos ideales que le trazan su norte y de unos vínculos en que se le enmarca y determina. Pero sí, es un sentimiento, no cabe duda, y un sentimiento que tiene la peculiaridad de ser voluble, dolorosamente voluble. Decir esto es señalar que el amor es perdible, que su festiva irrupción en nuestro ser está siempre bajo la amenaza de la desaparición. Pero mientras dura, enriquece nuestra existencia con la presencia de un ser amado que trae consigo tesoros de misterio y de vida. Eso es lo que amamos en alguien —y por lo que lo amamos mientras lo siga siendo—: que es el tesoro de Alí Babá para nosotros: sorprendentes riquezas, jamás agotadas, pues siempre algo queda de más en la misteriosa cueva, algo Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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que nos incita a volver, a proseguir la exploración, con lo cual se acentúa el deseo y la dicha de vivir. Porque encarna tesoros maravillosos para nosotros, el amado captura nuestra mirada que, por lo hiperatenta que se posa en él, lo percibe de una manera por completo diferente a como lo ven los demás. Escuetamente se podría decir: amar es ver a alguien como nadie más lo ve y, por tal razón, amar es alucinar a alguien. Pero amar es más, amar es tener un intenso deseo de ver, oír y tocar a un ser particular que así nos regala, cuando podemos consumar tal deseo, las tres dichas supremas del amor: la presencia, la conversación y el erotismo. El encuentro emocionado con el ser amado, el diálogo pleno con él y el cuerpo vivido como carne que va más allá de sí misma, ésas son las claves que indican que la pasión de amor nos ha envuelto en su red con su siempre difícil e intensa capacidad de conmovernos y hacernos replantear la significación de lo que somos. La fuerza e importancia que cobra para nosotros el ser amado está en estrecha correspondencia con la libertad que despliega, con la amplitud de su espacio vital, con la no seguridad de que lo poseemos y con la independencia que tiene frente a nosotros que tanto hacemos depender nuestra felicidad precisamente de él, según un movimiento de nuestro espíritu que si nos concentra en el amado, nos abre a todo lo que en el mundo tenga que ver con él. Concentrarnos en el ser que amamos significa que él paró la deriva de nuestro deseo, que él logró hacernos un alto en la impenitente búsqueda que realizamos porque, como ha dicho Roberto Juarroz, ése es el anhelo que todos tenemos: que algo o alguien nos detenga, porque ni siquiera la muerte nos detiene, ella tan sólo nos destruye. Pues bien, el amado es alguien que nos detiene, que nos da la ilusión de que hemos parado para comenzar así, un obrar como deseo que pasa por otro con el que hacemos una historia. Pese a ser tan utilizada —o quizás por ello— la palabra Amor es fatigosamente equívoca, pudiendo nombrar experiencias no sólo distintas sino, incluso, contradictorias. Se puede así hablar de un amor de pareja que llamaré Normal y cuya dimensión afectiva se expresa en términos de gratitud y amistad y en el cual el amado, si bien puede ser apreciado y valorado, es percibido como común y sin diferencias esenciales con otros Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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seres. De otra parte, existe otra modalidad que nombra la palabra Amor y es la que llamaré Pasional, en la cual el afecto es intensamente vinculante respecto a un amado que es percibido como absolutamente singular. Si el amor-normal en su monótona sobriedad es repetitivo, el amor-pasión en su inquietante embriaguez es creativo y si, como lo dice la misma expresión, es una pasión, un padecer que se puede incluso aproximar a la enfermedad, habría que recordar a Proust, quien dice que en todo caso se trata de la única enfermedad de la que no queremos ser curados, a lo que agregaría que no queremos —quizás no todos, pero sí algunos— ser curados, porque esa enfermedad es la de desear y la pasión es una intensa exaltación del deseo, mientras el amor normal está curado del deseo y establece sus dominios sobre las poco fértiles tierras del hábito. Matizar a Proust se impone porque éste parece olvidarse que el ser humano tiene una ambivalente relación con el deseo, pues si, de un lado, en tanto sujeto lo es del deseo, del otro, en tanto yo, resiste tenazmente el deseo que lo habita y al cual teme por el poder transformador que pone en juego. Acobardados ante el deseo —la verdad es que son menos que más los seres que hacen la vida de cara a éste —, los hombres prefieren refugiarse en las tranquilas pero insulsas seguridades del hábito, haciendo así de la compañía un asunto de costumbre, tanto más estable cuanto más hayan resignado el deseo. El amor-pasión, por el contrario, sostiene en el hombre el difícil pero fecundo y vitalizador trance del deseo, de un deseo que se sitúa dialécticamente tanto en el ser como en el cuerpo del amado, porque el ser se hace carne y el cuerpo se trasciende ontológicamente. El amor-pasión —del que principalmente se ocupan estos renglones—, en tanto estar enamorado no es una etapa del amor, como lo predican esas psicologías vendedoras de consuelo que ilusionan a quienes han resignado el deseo diciéndoles que hacer compañías que han olvidado éste, entregadas al anestesiante ronroneo del hábito, que eso precisamente es el amor “maduro”, el amor “adulto”, el amor “responsable” o cualquiera otra palabra que usen para adornar su desventurada visión del hombre como ser destinado a renunciar al deseo y conducido a lograr su muy adaptada “realización”. Por el contrario, el amor-pasión antes que ser una etapa (¡Uf! ¡Vaya palabreja para plantearse la existencia Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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humana!) “inmadura”, “juvenil” u otras pamplinadas por el estilo, es una posición subjetiva, válida y posible en cualquier momento de nuestro humano vivir y caracterizada por la prevalencia del deseo pasado por otro, a partir del cual y de lo cual el amante se abre al riesgo y a la aventura de inventarse la vida, el ser y el mundo. El amor como pasión es un trabajo productor-de-ser, en un doble sentido: interviniendo en el ser del amado y afectando transformadoramente el ser del amante. Quien está embargado por la pasión de amor se pone de frente a dos experiencias: la jubilosa y angustiante, al tiempo, expansión de su propio ser y la interpretación inacabada e ininterrumpida del ser del amado. Esta característica “productiva” de la pasión amorosa permite, vistas las cosas a la inversa, establecer una ética del amor que, como pensaba Rilke, hace de éste trabajo y que estipula que con él siempre hay que hacer algo, sea en la dicha o en la desdicha, algo que sea un trabajo del ser. No obstante, y para evitar caer en idealizaciones románticas del amor, es necesario advertir que si la experiencia amorosa es una potencia hacedora de ser, bajo ciertas circunstancias de configuración subjetiva (un déficit de narcisismo, una estructura masoquista, etc.) y/o de poder (despotismo, etc.) puede ser una implacable máquina destructora del ser. A este respecto vale la pena señalar que en el vínculo del amor la relación entre la conformación narcisista del sujeto y el objeto que se pone en el horizonte de su deseo, puede cobrar tres expresiones: I. Imposibilidad del vínculo: N -------/------->O II. Vínculo donativo (cristiano): N -------------->O III. Vínculo adquisitivo: N O

N: narcisismo O: objeto

En el primer caso, la imposibilidad de salir de sí coarta el vínculo amoroso, en el segundo caso estamos ante el vínculo como resignación de sí y entrega sacrificial al otro, mientras en el último caso, lo que del narcisismo se pone en el objeto, se recupera de éste como reconocimiento del amante. Cuando se logra establecer un vínculo del tipo que llamo adquisitivo, es decir, aquel en que el amante es reconfirmado en su posición por el reconocimiento proveniente del amado, cabe encontrar para esta experiencia un símil. En efecto, por sus operaciones metafóricas Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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y metonímicas para elegir y revestir a una persona con el valor del objeto del deseo, el amor hace propenso al amante a ese otro espacio que también se ejercita con las operaciones retóricas: el arte. Pero de aquí se puede seguir que si el amor es una obra (en tanto no es sólo lo que se siente pasivamente, sino lo que se hace y se produce activamente) y el ser humano ha sido capaz de lograr obras eternas, como el arte por ejemplo, ¿por qué no puede aspirar a que su obra amorosa sea eterna para él? En este sentido habría que decir que un amor puede alcanzar —sin perder nada de su potencia en el cuerpo, en la palabra y en la presencia como sus grandes fuentes de dicha — su perpetuación si él logra consumarse como una obra artística.

2. Enamorarse La posición del ser humano ante el amor pasional es ambivalente: tiene deseo de amar (previo a la particularización en cualquier objeto personal), pero también tiene miedo de hacerlo. No obstante, si consigue abrirse a la experiencia de enamorarse, lo primero que se constata es que el amor es en lo fundamental un proceso subjetivo que pone en juego lo más propio y singular de cada uno en lo que se refiere a la elección del objeto, a las finalidades en las que se realiza —de dónde se extrae la dicha— y a la intensidad con que es experimentado. Amar es un fenómeno puramente imaginario que concierne al sujeto en su estructura narcisista, pues en tanto lo que uno busca en el otro es la parte de sí mismo perdida para siempre, es al propio yo al que se ama en el amor, al propio yo encarnado imaginariamente —e idealizado— en el amado. Por eso el amor es una “deliciosa mentira”, como tan bellamente dice León de Greiff, es un engaño, sólo que es un engaño esencial al sujeto a quien afecta paradójicamente —vía esta mentira de inventarse en el amado lo más suyo, lo que le falta— en la verdad de sí. En pocas palabras: el amor es una ilusión verdadera, una alucinación que dice la verdad del amante.

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Enfatizar que el amor es una operación imaginaria es acentuar que él es una invención del amante, una construcción de éste que consiste en proyectar sobre una persona, a partir de un rasgo distintivo que ésta denota y que puede incluso ser banal, un paradigma que preexiste en el amante como el contorno de una falta esencial que agujerea su ser. Amar es encontrar en la fulgurancia de un instante, encarnada en una persona, una respuesta plenificadora del no-ser que, en lo esencial, nos habita. Aquejados de no-ser encontramos una cura imaginaria para ésto en la enfermedad que llamamos enamoramiento, enfermedad de la que —es bueno repetir a Proust— no queremos salir. En este sentido se puede decir que el paradigma con que el amante inventa su amor en una persona que azarosamente coincidió con él en un “momento de verdad”, está forjado en lo más hondo de él a partir de sus experiencias de satisfacción primordiales. Por eso, dicho de una manera muy simple, amar es la adaptación de un deseo y de un ideal previos, a una persona concreta, elegida dentro de un conjunto de posibles encarnaciones del objeto deseado, de ese objeto que en tanto perdido irremisiblemente, es una falta que desgarra nuestro ser. Ese trabajo de esculpir en la materia común de una persona que los demás ven como corriente, la obra de un amor, es una labor de invención, que nos maravilla, como a Proust, por “todo lo que una imaginación humana puede poner tras un pedacito de cara como era la de aquella mujer” y que nos precisa que el amor está en el amante, escrito en su alma como el guión de una obra teatral, a la espera de quién entre con él a la escena y le permita protagonizarlo, valga decir, realizarlo. El amor es una virtualidad devenida realidad cuando alguien en el mundo representa el papel que el amante ha pergeñado en su inconsciente. Pero también por ésto, por ser un trabajo de invención del amante —a partir de un “algo” cualquiera que resalta en el amado—, amar es sostener una radical diferencia entre el valor, la importancia y la significación que en el amante suscita su amado y lo que éste constituye para los demás, para quienes, en vez de estar en el lugar de lo excepcional, se encuentra difuminado en lo común que lo asemeja a tantos y tantos otros. El brillo fulgurante y obnubilante que en su amado ve el amante, no es percibido por los demás, quienes por tanto, no detienen allí su mirada, pues el Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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deseo no se detiene sino donde algo excepcional salta a la vista. Amar, entonces, es sacar a alguien del orden de lo común, en una operación solitariamente delirante que no es compartida por los demás, pero de la cual el amante obtiene el rédito de la embriagadora dicha de creer reencontrar —¡y en el mundo!— lo más esencial de sí que ha perdido para siempre. El amado, encarnando al objeto del deseo, es el que posibilita que precisamente el deseo “despierte” y comience el trabajo de una obra en torno suyo. El amado —que en esa medida no puede ser cualquiera— es quien permite que el deseo del amante advenga a la historia y se vuelva una obra. Pero la importancia excepcional que cobra el amado a los ojos del amante, involucra una demanda de reciprocidad imaginaria. Estar enamorado es, esencialmente, desesperadamente, desear ser amado. Es este anhelo de reciprocidad entre amar y ser amado lo que constituye la ilusión del amor y es ésto lo que lo distingue de la sexualidad a secas, en la cual la reciprocidad no es una condición. Ahora, para enfatizar la maravilla de esta alquimia por la cual el amor trasmuta el vulgar pedrusco que es una persona común y corriente en el precioso diamante que es un ser excepcional, habrá que recordar que el desencadenante del amor es en sí mismo un acontecimiento banal, pero que ocupa —en el orden de las causas que nos llevan al enamoramiento— el lugar del florero de Llorente: causa eficiente y pretexto para una puesta en marcha imparable —imparable, hay que decirlo, hasta que el amado sea capaz de sostener la ilusión que suscitó— . Se ama a partir de un hecho banal que organiza el deseo en torno de una persona y según la lógica de una apremiante demanda de ser. Pero el hecho banal lo podrá ser en términos de su significación en la escala de valores de la existencia del amante y de los demás seres, pero no lo es respecto de la configuración anímica de aquél, pues allí juega el papel de articulador de elementos fantasmáticos que preexistían de forma disgregada. Dos caras inextricables nos depara el amor: la alegría más exaltada y el sufrimiento más lacerante. En el enamoramiento la dicha y el dolor no se presentan en ningún orden sucesivo, son coexistentes en una tensa dinámica que hace prevalecer ora la una, ora el otro, pero sin que jamás Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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uno de los dos estados anímicos haga desaparecer al otro, el cual, por el contrario, opera siempre como referente para la intensidad de su par, y todo ello según una capacidad de variación, de paso de un estado anímico a otro, que puede originarse en cualquier imponderable. Volviendo a Proust (¿pero, tratando del amor, cómo no ha de volver uno, una y otra vez, al hombre que más aguda y bellamente ha sabido expresarlo?): “Instantes dulces, alegres, inocentes en apariencia y en los que se acumula, sin embargo, la posibilidad insospechada del desastre: lo que hace de la vida amorosa la más contradictoria de todas, aquella en la que la imprevisible lluvia de azufre y de pez cae después de los momentos más gozosos y en la que, en seguida, sin tener el valor de sacar la lección de la desgracia, volvemos a construir inmediatamente en las laderas del cráter del que no podrá salir más que la catástrofe.” 1 En esta dirección, lo que depara el amor es algo del orden del goce en el sentido en que lo entiende el psicoanálisis: un placer sufriente o un sufrimiento placentero. Esta intensa, inextricable y oscilante relación entre el placer y el sufrimiento caracteriza al amor-pasión y lo diferencia del amor normal en el que la aspiración no es la conmoción productiva del ser sino la impercepción de un estado de serenidad —de armonía, dicen— en el que nada acontezca ... ¡ni siquiera la vida! Para el enamorado, por el contrario, la vida se siente en lo más intenso o tenue de su pálpito, arrebata en el furor de un hacer que es la antítesis de la mera contemplación y no es asunto de cansinas calmas sino de acciones emprendedoras, que no arredran al amante por el hecho de que su dicha esté trenzada con el sufrimiento. Siendo el amado crucial para su felicidad detenta sobre el amante, quiéralo que no, un angustiante poder: el de representar su más caro anhelo, encarnado además en una persona que es una voluntad, un deseo y una libertad independientes de la suya, lo que jamás garantiza del todo o permanentemente la presencia, el cuerpo y la palabra que le demanda el amante para poder arribar a su felicidad. De todas maneras, el bascular de la alegría y el sufrimiento en el que se ve atrapado el amante, puede producir en él, respecto de la primera, el deseo de renovar el amor y, respecto del segundo, el de lograr el Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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desamor, aunque vistas las cosas más de cerca, el amante anticipa que de todos, su mayor sufrimiento sería precisamente perder su amor. Termina el amante aceptando que la ley del amor promueve en los mismos rasgos que lo constituyen, el origen de la alegría o del sufrimiento que le embargará, es decir, en la angustia de la pérdida del amado, en la inseguridad que tiene frente a él, en los celos que le suscita y en la imposibilidad de poseerlo y conocerlo completamente, es donde el amante halla la raíz de su sufrimiento, pero también la fuerza inmensa de su alegría cuando triunfa, así sea temporalmente, de ello. El deseo en que se encabalga el amante apareja el dolor, los celos y la angustia —todo ello habida cuenta de la posibilidad siempre presente de perder al amado—, pero en lograr superarlos, de una manera que no puede ser sino transitoria, está el exceso de felicidad que le es dado experimentar.

3. El desamor El reto que tiene el amor cuando llega, en el jubiloso arrebato de un instante, desatando la fuerza de una pasión es, precisamente, cómo volver esta pasión sin historia la historia de una pasión, cómo pasar del instante al tiempo, cómo ir de la fascinación imaginaria por una persona a la producción simbólica de un obrar, es decir, de hacer obra. Porque bien puede suceder —y es la primera acechanza del desamor— que tras la captura inicial en la fascinación, la aproximación subsecuente al amado haga declinar, veloz o lentamente, el amor, hasta el punto en que derive en el desamor puro y craso. Un problema central, sin duda alguna, es cómo sostener el amor en el tiempo, cómo hacerlo una historia sin desmedro de su fuerza y de su intensidad, cómo vencer la muerte del amor, en otras palabras: cómo triunfar del desamor, cosa infrecuente como se observa en general en el triste languidecer de amores que otrora fueron apasionados y que derivan, en el mejor de los casos, en camaraderiles compañías en las que el deseo, imperceptiblemente, dejó su lugar al hábito, al punto que algunos se consuelan (y hallan muchos “profesionales del alma” dispuestos a consolarlos a cambio de algún estipendio) con la idea de que el desamor está inscrito como ley en el amor mismo, que fatalmente la pasión amorosa está condenada a fenecer. Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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Y no es que niegue que esto es lo que en general sucede, pero ello no es una prueba de que tenga que ser así, en todo caso, lo que quiero decir es que quien encubre la muerte de su amor en una supuesta fatalidad inherente al mismo, se exonera de toda responsabilidad ética sobre lo hecho por su parte y por la de su amado en la relación concreta que realizaron y que hizo de la vitalidad de la pasión amorosa el inerte cadáver de un hábito, cuando no la podredumbre del desprecio y de la hostilidad. Que es difícil que se alcance la experiencia de la pasión amorosa, qué duda cabe. En primer lugar, porque es infrecuente tropezar con alguien en la vida que tenga el poder de arrebatarnos, de brillar con el brillo de lo más nuestro puesto en él. Un ser que nos despierte una pasión es un cisne negro* que nos cautiva no sólo por su belleza —al fin de cuentas también son bellos los cisnes blancos, y abundan—, sino, y sobre todo, por su plumaje que es al tiempo símbolo del misterio profundo —ése que, por ejemplo, hace a la esencia de la feminidad —y rasgo de excepcionalidad— no hay otro como él—, pero es inusual encontrar cisnes negros en la vida, y digo bien: inusual, no imposible, porque a favor de su posibilidad juega la imaginación creativa del que está dispuesto a correr el riesgo de amar apasionadamente a quien, desde algún rasgo esencial que en él brilla, le depara la promesa de reencontrar lo más propio de sí. Pero, en segundo lugar, la experiencia amorosa es difícil de concretar porque, caso de que alguien consiga enamorarnos, nada garantiza que la reciprocidad —es decir, ser amados por el otro— esté en las posibilidades de esa aventura que cruza a dos seres siempre asimétricos y nunca complementarios, cada uno la flecha de un deseo con dirección propia. ¿Que se encuentren esas dos flechas en direcciones contrarias? Es posible, pero muy poco probable, en todo caso menos probable que el hecho de que la flecha del uno no encuentre jamás la del otro buscando hacerlo blanco de su deseo. Lo difícil está en conseguir que el cisne negro abandone el lugar de objeto angelical de nuestro deseo y se instituya en el campo de ser un deseante de nosotros. Pero, incluso si se cumplen las dos condiciones anteriores para que se dé la experiencia amorosa, —la de que alguien nos haga amarlo, la de que a ese alguien lo hagamos amarnos—, aún queda por delante el mayor reto: ¿cómo Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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sostener ese don de los dioses que, en buena medida de forma caprichosa, le ha sido deparado a dos que se aman mutuamente? ¿Cómo impedir la erosión de la muerte en un par vivificados por la pasión de amor? ¿Cómo lograr de la difícil dicha de un amor apasionado su duración ininterrumpida en el tiempo, sin ceder a eso que, según Pedro Salinas, es lo más seguro del amor: el adiós? En últimas, ¿cómo conseguir que jamás el cisne negro se desdibuje ante nosotros y que nosotros nos sostengamos en la mirada de su deseo? Lo único que es obvio con las preguntas anteriores es que a diferencia de lo que promueven los predicadores de ese neo-romanticismo barato que está tan de moda (los Anthony de Mello, los Chopra, los padre Gallo, los Walter Riso, etc., que la lista es tan larga como monótono e insulso es su discurso, a despecho de que tengan muchos lectores cosechados entre esa profusa vegetación de nuestra época compuesta por hombres y mujeres que entre más afán y angustia tienen, menos quieren pensar por sí mismos la especificidad de su propio ser y más reclaman las instrucciones de consejeros y orientadores de todo tipo y pelambre, a quienes se dirigen con las únicas preguntas que les permite su presurosa existencia y su vocación por lo fácil: “Dígame quién debo ser?” y sobre todo, “¿cómo lograrlo?”, demanda que en una época técnica como ésta, no tarda en encontrar respuesta en esos tecnólogos del corazón, la sexualidad y las relaciones que, con faz de hombres plácidos y satisfechos, invitan a dejar de lado el pensar y a acogerse a su manual de instrucciones para vivir), decía que lo único obvio con las preguntas formuladas en el párrafo anterior, es que ese “¿cómo?” no está para incitar recetas, técnicas ni fórmulas —salidas éstas que inevitablemente desembocan en un uniformismo acrítico y seguidista, que deniega la verdad singular del sujeto—, sino para abrir espacio a un pensar propio sobre la propia vida, acogiéndose para ello a los grandes pensadores que, a diferencia de los predicadores de bazar que hoy tanto abundan, escudriñan el alma humana y nos llevan lejos en los recovecos de nuestro ser dirigidos por la convicción de que la verdad no está hecha para consolar y que a cada uno le toca barajar los elementos que ellos ofrecen, acorde con la especificidad de la partida vital que le cupo en suerte. Ese “¿cómo?” por el que pregunto apunta entonces a precisar la lógica de la Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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experiencia amorosa o la lógica de la finitud y no apunta —por falaz— a dar instrucciones de vida a seres que deben hacerse responsables de sí mismos y de su propio y singular destino. Volvamos, pues, a la pregunta decisiva: ¿cómo sostener el amor?” Digo: renovando la estructura de su constitución que no es otra que ésta: Mirada poetizante ----------- Objeto poético ---------S1 S1 S2 S2 Hay dos lugares y cada uno de los dos sujetos de la experiencia amorosa debe ocuparlos alternativamente. El lugar del objeto poético estipula que quien lo ocupe debe disponer de la capacidad transformadora de significaciones que caracteriza a la configuración poética, poseer la facultad de ser lo que es siendo siempre otra cosa, gozar del recurso de dar de sí dejando la certidumbre de que siempre algo de más queda por salir a la superficie. Por su parte, el lugar de la mirada poetizante alude a que quien esté ahí despliega una búsqueda incesante de significaciones, es un renovado intérprete de lo que depara el ser del otro, un explorador jubiloso de nuevas dimensiones que posibilita el amado. Alternando entre ser alguien que enriquece incesantemente lo que es y le ofrece al otro y ser un acucioso lector de los signos que vienen del amado, puesto cada uno de los dos en esta alternancia, la experiencia amorosa encuentra así su muy difícil pero posible renovación de la pasión, haciendo del tiempo la oportunidad de un encuentro mutuamente creativo entre los amantes y no los grilletes que atan a una rutina insulsa y pesada, verdadera tumba del deseo. Hacer, pues, de un amor una duración que no agota la pasión, es lograr una relación creativa a partir de la posibilidad de los amantes de ser mutuamente y al mismo tiempo objeto poético y mirada poetizante, “arte de ser” que sin duda es de muy difícil concreción, mas no por ello imposible y que, en todo caso, señala que el agotamiento del deseo no es una fatalidad derivada del tiempo en que se despliega un lazo amoroso, sino consecuencia de lo que hacen los amantes cuando cada uno para sí y

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los dos en su encuentro olvidan el orden del ser, único lugar del que se puede alimentar el amor que no pierde el trazo del deseo. Precisar esa difícil pero posible renovación de la pasión amorosa que acabo de plantear, discrepa por principio de una posición como la del mismo Proust, quien piensa que hay una ley general del olvido que hace que todos los amores evolucionen rápidamente hacia el adiós. Por mi parte más bien pienso que el desamor no es una ley del amor, no obstante ¿cómo se llega, las más de las veces, de un amor apasionado a la construcción de ese triste prefijo “des”, verdadero símbolo de la muerte y de nuestro fracaso? No por una inevitabilidad, sino por una política relacional que al aplastar la frágil planta del deseo con el peso de un poder fatigante, hace que el amor vivido se vaya agotando, incapaz de reproducirse, de renovarse. Para resistir, en lo cotidiano, a esa forma de la muerte que es el desamor, es menester que un vínculo no pierda el sentido de lo maravilloso, el mismo que prende por excelencia en la palabra creativa de los amantes, en lo que sigo a Nietzsche cuando dice que si queremos un amor duradero debemos prepararnos para una larga conversación. Mientras el amor es una clave de diferenciación del amado, el desamor hace caer sobre éste la indiferencia, que es tanto como situar al otro en el lugar de lo común, de lo que se desapercibe, de lo que ya no es un inquietante juego de signos a interpretar, a lo que se llega sea porque la mirada deja de indagar por significaciones nuevas, sea porque el objeto deje de ser un promotor de las mismas o, lo que es común, porque se presentan las dos cosas al tiempo. Lo que se opera así es el tránsito del reconocimiento que deparaba el amor, al desconocimiento que impone el desamor, quien así anuncia que la mancha del olvido tiñe ya la memoria que del amado guardaba el amante. Si la memoria es la presencia del primero en el ser del segundo, el olvido señala que está ausente de allí. Amar es recordar y recordar es tener con nosotros a quien amamos, mientras que el desamor, que es el triunfo del olvido, es haber retirado al otro de nuestro ser.

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Pero ese contraste entre la inmensidad de nuestro amor pasado y el absoluto de nuestra indiferencia presente cuando ya el olvido que trae el desamor nos ha invadido, exige preguntarse por las condiciones subjetivas y relacionales, de deseo y poder, que determinan la caída de la pasión amorosa. Una primera y principal respuesta indica que a la muerte del amor conduce la seguridad de la posesión, la certeza que se tiene de que el otro es de nosotros y nosotros somos de él. La red de la propiedad tendida sobre el objeto de amor es el comienzo del fin de éste, aunque se idealice la declaración mutua de propiedad entre los amantes como la consumación más lograda del amor. Sin embargo, sutilmente, el derecho de propiedad va minando el lazo entre los amantes, y decimos que sutilmente porque generalmente el amor siempre da una campanada en el alma del sujeto para anunciarle que llegó y está ahí —aunque no fuera esperado—, pero al retirarse lo hace de manera tan imperceptible que será el propio sujeto el primer sorprendido de haber caído al dominio del desamor. Derivados de la seguridad de la posesión del amado, otros dos factores son aceleradores del desamor: la costumbre de su presencia —o mejor: su presencia como costumbre— y los hábitos comunes. Todas estas son actitudes reñidas con el principio fundamental del deseo, hace ya mucho enunciado por Platón y más recientemente corroborado por Freud, que dice que no se desea sino lo que no se posee. Por eso el hábito, que funciona como garantía de que automáticamente el otro está y estará ahí, es un terrible enemigo del amor, es un anestesiante que, bloqueando la sensibilidad y anulando la capacidad de reflexionar sobre experiencias y sentimientos, termina por producir la muerte del deseo. El emblema de las parejas como propietarias y propiedad el uno del otro es: “¡Donde era el deseo, que advenga la costumbre!”, y el resultado que obtendrán será ser gente acostumbrada entre sí, no deseante entre ellos. La costumbre es lo opuesto al asombro, a lo original, a lo sorprendente, es inscribir la vida en un automatismo de repetición que anula el lugar de la alteridad, único terreno en el que puede renovarse el deseo. La costumbre liquida el deseo, ella no necesita de éste y bien puede hacerse costumbre allí donde para nada está presente el deseo, más aún, se puede decir que es más fácil, aunque más empobrecedor, hacer costumbre con alguien que Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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sostener la relación en la línea del deseo, con todo lo que de abierto e incierto tiene éste, pero bien se sabe que por cierta cobardía espiritual y anímica, el ser humano prefiere pagar con el empobrecimiento de su ser la supuesta seguridad de una compañía habitual. En el acostumbramiento de los amantes hay una inevitable desvitalización de sus seres, pues la costumbre estanca las posibilidades y aprisiona, ya que ella es un ya saber qué hacer y qué esperar, razón por la cual las facultades tienden a adormecerse y con ello el mundo y la vida a perder brillo e interés. Poder anestésico, la costumbre calma el deseo y lo calma tanto que termina extinguiéndolo, tras lo cual se halla un sujeto que sin fuerzas ni esperanzas renovadoras queda perfectamente adaptado a la vida como es, sin posibilidad de concebir que podría ser otra cosa. Parodiando a Musil, podría decir que la costumbre mata el principio de posibilidad. El desamor es el efecto de una posición frente al deseo que no logra acertar con su renovación porque ha optado por tratarlo con la lógica de la propiedad, buscando así asegurarlo, sin respetar que, consustancial al deseo, es precisamente lo no asegurable del mismo, con lo que, paradójicamente, quienes quieren aprisionar su amor terminan perdiéndolo irremediablemente o, en el mejor de los casos, quedándose con un amor cadaverizado pues le ha sido vaciado todo deseo que lo habitara. Por eso decimos que el desamor resulta de soplar sobre la llama del deseo, buscando apaciguar lo inquietante e incierto de ésta, sin darse cuenta que al apagar el deseo con ello se va toda la vitalidad creativa del amor y sólo queda un humear cada vez más lánguido, triste indicio de lo que estuvo vivo, brillante e inquieto y no se supo —o se temió— preservarlo. Pero la preservación del deseo en un sujeto no es una virtud o un deber de éste sino que es un logro del otro, quien sostiene la llama con lo original y lo inédito que despliega su ser, ganando así en la admiración de su amante un reconocimiento por concernirlo en algo esencial.. Aquí es preciso ratificar lo dicho: si el deseo en alguien cae, el orden de la responsabilidad ha de buscarse en el otro que lo dejó caer, por ejemplo, por aceptar un tipo de vínculo en el que se cristalizó como propiedad y certeza de quien tanto le amaba. Con pocas palabras: el amor del amante no lo sostiene sino el amado y cuando la pasión de aquél fenece hay que preguntarle a éste por lo que permitió que sucediera, Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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sobre todo por abolir toda distancia e incertidumbre, con lo cual estrechó la cercanía a costa de la dimensión poética del vínculo, valga decir, de la fuerza viva y creativa del amor. Por esto se puede afirmar que el desamor no es una pasión —de ahí que no sea odio—, es simplemente la pérdida de la pasión y por eso sus signos distintivos son el olvido, la indiferencia y la falta de sentimiento para con quien antes la experiencia antes era exactamente la contraria. Otro dominio de nuestro ser sobre el que incide el amor y, en consecuencia, el desamor es el del tiempo. Una pasión no opera en el amante según una mera temporalidad cronológica, pues ella está regida interiormente por el anacronismo, por una especie de invasión de todos los tiempos al presente. Ahí radica la crucial importancia que tiene la memoria en el amor, al punto que cuando no hay memoria por el otro se puede afirmar que no hay amor. El desamor es, antes que nada, memoria erosionada e imperio del olvido, de un olvido que carcome los acontecimientos de la historia amorosa cuando ya no hay una pasión que los convoca al presente. Pero mientras ama, el amante es una gran memoria activa en torno al amado, memoria que sin embargo debe ser realimentada por elementos provenientes de éste que renueven su presencia en aquél. Sólo porque consigue ser presencia en el amante, consigue el amado ser objeto de su añoranza. Mientras la pasión embarga al amante, el pasado, el presente y el futuro —respecto del amado— se convierten en un único tiempo: un eterno presente. La memoria, accionada por el deseo, lleva el pasado al futuro y el futuro al pasado, en una doble operación que se realiza en el presente. El amante sigue encontrando en el futuro las dichas que lo han acompañado en el pasado, cuando ese pasado está vivo y sigue empujando para ganar un espacio en el tiempo por venir. Mientras amamos, la memoria convoca al amado ausente a nuestra presencia, mediante el recurso de hacerlo objeto de nuestro pensamiento. En ese sentido, si el amor es memoria del amado, el único enemigo que puede vencer al amor es el olvido y por eso, desamar es llevar el olvido a donde antes reinaba la memoria, siendo el olvido —como he dicho— ese estado de indiferencia que representa, en tanto desaparición del deseo, la Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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muerte en nuestro ser de aquél que había sido el emblema mismo de nuestra vida. Por otra parte, si el desamor es la invasión del olvido en nuestra alma, éste juega también en nuestro ser el papel de una fuerza positiva que nos permite seguir viviendo, pues allí donde por él se llega a la extinción del deseo, se abre un espacio para que otro deseo vuelva a prender. Cierto que para gozar de este renacer el amante tiene que consumar la muerte del amor precedente pagando en dolor el precio que cobra toda muerte. En efecto, el desamor es quizá, como pensaba Proust, la única manera que tenemos de experimentar la muerte en la vida. Desamar es asistir a la muerte de un yo nuestro y a la necesidad de hacerse a uno nuevo, a uno que venga al lugar de aquél que veía con los ojos de la ilusión y del ideal al objeto que ahora ha sido devuelto al lugar de lo común, tal como lo ejemplifica Proust: “...el cuerpo mismo de la mujer amada pierde, cuando nuestro sentimiento no le consagra ya, el prestigioso encanto que tenía para nosotros.” 2 Nos cuesta lanzar a la muerte —al olvido— a un ser que amamos, no sólo porque es su muerte en tanto objeto dador de dicha, sino porque significa la muerte de un yo propio de características poéticas y creativas, a partir del cual veíamos el mundo como maravilla. En este sentido, la muerte de nuestros sucesivos yo-amantes nos prepara para la gran muerte que nos aguarda. Las pequeñas muertes que experimentamos con cada desamor nos disponen para la gran muerte que es nuestro destino final, pudiendo quizás afirmar que para quien ha amado muchas veces y desamado otras tantas, morir no es nada nuevo. Y, sin embargo, la muerte de un amor no es un olvido total, pues los amores de verdad son marcas, huellas indelebles que por siempre afectarán nuestro ser, incluso aunque llegue un momento en el que aquél que nos lo suscitó ya no represente, ni en lo sensible ni en lo significativo, una fuerza especial en nosotros o que haya caído al lugar de lo anodino en nuestra vida. Cuando el desamor nos ha llevado al olvido de la persona amada, ese mundo inventado con ella, permanece con nosotros, siendo más duradero que el amor que lo propició. Pero, fuera de esto, tras el fracaso de un amor venido a la muerte, sólo nos queda un consuelo: el desamor que nos permite volver los ojos hacia el futuro, con Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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la esperanza de que de allí venga otro ser sobre el cual volcar nuestra capacidad de amar, aguardando que esta vez sea la historia de una pasión que sepa ganarle a la muerte.

4. No abdicar en el amor de la singularidad independiente es una forma de vencer el desamor Con el amor, como paradójicamente con todo lo esencial suyo, la gente cree estar frente a algo fácil, presabido y al alcance de todos. Pero el amor, así no sea sino porque tiene que conjugar la fuerza de una pasión, es decir, el desenfreno y la ausencia de cálculo, con la necesidad de un orden que permita hacer con él un sentido y una historia, implica una relación complicada y difícil. A diferencia de la idea de él como algo fácil, hay que enfatizar que el amor no es diversión ligera sino seriedad y que exige del amante una elevada capacidad de aprendizaje, trabajo y padecimiento, pues no hay en el sujeto un saber espontáneo sobre él ni puede sobrevivir en una relación que simplemente consuma sus dones o que le demande ser un paraíso sin falla. El amor es difícil porque exige no una actitud mecánica y rutinaria, sino la renovada producción de un sentido original que afecte a los amantes y que sea el resultado del esfuerzo concentrado y de la capacidad de superar la dificultad. Probablemente hay amores superficiales que agotan su escaso caudal en la diversión y en el entretenimiento, pero quien anhele un amor profundo debe sostenerse y profundizar en la perspectiva de su propio ser, llegando a ser algo y pudiendo así cargar con su renovada riqueza el encuentro amoroso. Pero si el hallazgo de un objeto de amor es dador de júbilo por la promesa imaginaria de completud que trae consigo, también puede ser el propiciador de la enajenación del amante en el amado y del extravío con respecto a lo más propio de su vida. En otras palabras: el amor puede deparar al sujeto, en la línea de su ser, realizaciones nuevas, pero también puede funcionar para él como mecanismo de enajenación y servidumbre, y esto último porque en todos habita la tendencia a huir de nosotros Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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mismos para ir a aferrarnos de otras personas que nos quiten la angustia de ser y decidir por nuestra propia cuenta. Evitar la pérdida de lo propio en la relación amorosa es una manera de aceptar que, incluso contando con ésta, uno está solo, aceptación que, no obstante lo dolorosa y difícil que sea, deja un beneficio al individuo: cobrar conciencia de que sólo él, y por siempre, debe responder por la vida singular que le cupo en suerte desplegar. En función de ésto, un imperativo de la existencia es reconocer cuáles son de verdad los deseos propios y diferenciarlos de aquellos que, por extraños a nuestro ser, sólo pueden conducirnos a inútiles y desgastantes extravíos. Esta es la mejor manera de cumplir la difícil tarea de quererse a sí mismo, pues quererse es luchar por ser lo que el deseo traza que uno puede llegar a ser, persuadido de que cuanto más se ensancha el ser propio más profundo e intenso es lo que se experimenta y más significativa se hace la existencia. De aquí que afirmar y ahondar la propia singularidad, sin temerla ni evadirla, mucho menos cederla, es la condición de una relación capaz de renovarse y de sostener el encanto de lo significativamente inesperado. Efectivamente, quien sostiene lo propio y singular de su ser no puede dejar de experimentar que de alguna manera está solo, lo que percibe de forma más nítida en los momentos de dificultad y crisis respecto a algo esencial de sí, pues los problemas fundamentales que de pronto nos agobian hacen desaparecer la apariencia de estar acompañados, ya que hasta allí, hasta el meollo de nuestra íntima vivencia, nadie puede llegar por más que lo quiera. Por eso una definición de la soledad bien podría ser: la imposibilidad estructural de recibir ayuda de otro. Estar solo es percibir y aceptar que, para algunos asuntos esenciales de nuestro propio ser, la única ayuda posible es la que se pueda deparar uno a sí mismo y, por ende, que se hace necesario saber apartarse del mundo y del otro para entrar en sí, lo que no quiere decir rechazarlos o abandonar el deseo de la vida con los semejantes, por el contrario, es saber recogerse para ganar un encuentro más significativo con el otro, es saber replegarse sobre sí para alcanzar la fuerza de un compromiso más intenso con el mundo, es saber volver a sí mismo para conquistar todas las amplitudes y realizaciones posibles de la hermosa vida. Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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Pero el miedo que suscita la dificultad de sostener la relación amorosa en la profundización de las respectivas singularidades, hace despertar en los amantes la fantasía de una consolidación definitiva entre ellos, mediante el recurso a un mecanismo que fija el encuentro y reprime la alteridad: declararse propietarios mutuos el uno del otro. Esta decisión, con sus dispositivos de control, vigilancia y disciplinamiento procesa paulatina e inevitablemente una entrega y rendición de la respectiva singularidad de los amantes, produciendo tarde o temprano el colapso del amor. No entregarse en la relación amorosa y saber permanecer en sí, en su individualidad y singularidad, es lo que posibilita que un sujeto pueda mantener el brillo del encanto propio como renovado aporte a la comunidad de amor. Relaciones dinámicas y originales exigen personas de gran riqueza propia, que sepan y arriesguen de su ser un mundo amplio y profundo, a sabiendas de que si la pareja es una comunidad, su condición de mantenimiento está, paradójicamente, en la capacidad de cada miembro de no renunciar a su singularidad y, más bien, por el contrario, en su decisión de persistir y ahondar en ella. Los amantes que no renuncian a sí mismos, saben que la única consecuencia de la abdicación de sus respectivas singularidades es la aniquilación de la pareja como algo productivo y transformador, es decir, saben y aplican lo que tan bellamente nos enseñó Rilke: que “toda comunidad amorosa sólo puede consistir en el fortalecimiento de dos soledades vecinas.” * Según la leyenda, había una mujer que era tan bella, tan bella, que constituía la envidia de las demás mujeres y el anhelo de todos los hombres, quienes por eso estaban siempre en plan de disputar entre sí. Los dioses, preocupados por la suerte de esta hermosa mujer y por la paz entre los hombres, decidieron convertirla en cisne, pero, dada su singular belleza y para no confundirla con los demás cisnes, todos blancos, la cubrieron por completo de un plumaje negro, tan negro como la noche más oscura y cerrada. Desde entonces se ve a una gran bandada de cisnes surcar el cielo, todos blancos excepto uno, negro profundo, que vuela en el centro de ellos. De esa manera los dioses respetaron su cautivante belleza y le evitaron ser objeto de la maledicencia de las mujeres y de la rivalidad de los hombres... Para pasar del amor al desamor Por Carlos Mario González

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La leyenda sigue contando que un día el bello cisne negro, triste por su soledad, se desvió del rumbo que llevaba la bandada y se dirigió al lugar de los dioses, donde los encontró a todos reunidos y les pidió que, aunque entendía y compartía las razones que los asistió para convertirla en cisne negro, le dejaran volver a gozar de su condición de mujer y de la compañía de los hombres. Los dioses, que mucho querían al bello cisne negro porque era cálido y tierno como ninguna otra criatura en el universo, deliberaron un rato y pronto llegaron a una solución ideal. Decidieron que el hermoso cisne negro volvería a ser visible como mujer en todo el esplendor de su belleza, sólo ante la mirada del más enamorado de los hombres. Así lo hicieron, y por eso, cuando el cisne negro se presenta ante los ojos de un enamorado, éste tiene frente a sí la mujer más bella que jamás hombre alguno haya visto...

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