Paradojas de la descentralización. Darío I Restrepo 1

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Paradojas de la descentralización Darío I Restrepo1 En el primer artículo de este libro y bajo el título “20 años no son nada”, se introducen las principales polémicas alrededor de la evaluación de la descentralización del Estado y el momento por el que atraviesa, amenazado por el gran peligro de la toma paramilitar a las instituciones territoriales y las fortalecidas tendencias centralistas de los últimos cuatrienios. También se sustentan variadas propuestas de reformas futuras. En estas notas finales vamos a hacer algo diferente: ofrecer una lectura conclusiva de 20 años de reformas a partir de grandes paradojas y dilemas que atraviesan el proceso.

Paradoja No. 1 Diversidad de resultados en un contexto de alta vulnerabilidad. La primera de ellas se descubre a través de múltiples apreciaciones de las agencias de cooperación internacional, así como de investigadores y consultores con una amplia experiencia en multiplicidad de procesos similares en América Latina. Desde afuera, la reforma colombiana es vista como la más radical entre todos los países unitarios del sub-continente latino, e incluso los federales, con excepción de Brasil. Además, el carácter integral de la experiencia es positivamente resaltado; la combinación entre transferencia de recursos para unas funciones descentralizadas con responsabilidad política y cuantiosos mecanismos de control y participación social, estarían en la base de los logros más importantes alcanzados. Por ejemplo, las ampliaciones de cobertura en salud y educación pública para sectores sociales y territorios antes carentes de tales servicios, la creación de un sistema político más pluralista, el fortalecimiento de la presión ciudadana y de la opinión pública como factores definitorios de mayorías electorales y de prioridades de la administración. Lo anterior sorprende aún más porque se trata de un país que padece de varias confrontaciones armadas sucesivas desde la década del 40 del siglo XX. La paradoja es que no solo las reformas política, fiscal y administrativa colombiana se han llevado a cabo a pesar del conflicto armado, las mafias del narcotráfico y los ejércitos paramilitares, sino que no han aminorado los mecanismos que reproducen las confrontaciones y, más bien, todas sus conquistas se sostienen en vilo ante los poderes ilegales de facto.

Paradoja No. 2. El carácter centralista de la descentralización colombiana. La admiración del extranjero contrasta con un lote de críticas internas que provienen de los flancos más disímiles. Para los hacendistas, que han acompañado la dirección de la política económica desde los albores del proceso de descentralización en la década del 80, preocupan los cuantiosos giros cedidos por la nación a unas entidades territoriales con precaria disciplina fiscal. Temen, además, la presión que genera sobre el equilibrio 1

. Profesor Universidad Nacional de Colombia, presidente de la fundación para la participación comunitaria, secretario técnico de Rinde.

macroeconómico la transferencia automática de crecientes recursos no condicionados a una disponibilidad presupuestal nacional. Los analistas de la administración pública no cesan de advertir la inconveniencia de un modelo de descentralización que transfiere idénticas obligaciones y derechos a unas entidades territoriales supremamente dispares en sus capacidades institucionales. Mientras unos gobiernos no pueden cumplir las obligaciones mínimas descentralizadas, otros poseen la capacidad de asumir mayores funciones y autonomía fiscal. Los simpatizantes de una mayor autonomía territorial llaman la atención sobre la contradicción que existe entre un llamado a la responsabilidad fiscal y política local y el hecho de que la inmensa mayoría de recursos posean una destinación específica y más de un centenar de normas regulen el manejo de las funciones transferidas. ¿Cómo puede exigirse responsabilidad a quién no tiene la libertad de asumir los riesgos sobre las implicaciones de sus propios actos? Desde la ciencia política se crítica un proceso que aumenta el pluralismo político, a tiempo que fragmenta la administración pública en una constelación de micro representaciones. Un mejor equilibrio de poder entre las entidades territoriales difícilmente resulta de una “descentralización municipalista” que no encuentra el camino para fomentar la agremiación territorial en provincias supramunicipales, nuevos departamentos o regiones. Desde la preocupación por el orden público se defiende una necesaria centralización de todos los instrumentos que requiere el Estado para enfrentar múltiples conflictos armados. La elección popular de mandatarios locales dotados de recursos y competencias son presa fácil de presiones armadas ilegales; por lo cuál, el gobierno nacional encuentra obstáculos en dirigir la confrontación armada en todos los territorios y es difícil consolidar una democracia local sometida a la lógica de las armas. El conjunto de las críticas anteriores se mueve entre los extremos de un péndulo, en uno de cuyos lados se encuentran los argumentos que reclaman una mayor centralización para asegurar el equilibrio macroeconómico, la moralidad pública, la eficiencia de la administración y la defensa de las instituciones. En el otro extremo del péndulo, se sitúan aquellos que quisieran profundizar la descentralización para alcanzar el desarrollo económico local, un sistema político más democrático y una ciudadanía más activa sobre los asuntos públicos. Una sola paradoja parece contener esta dicotomía: el carácter centralista de la descentralización colombiana.

Paradoja No. 3. Difusión de medios y persistencia de las inequidades. No hay duda de que la descentralización de recursos y funciones ha logrado difuminar por el territorio nacional el gasto público; en particular aquel que financia la salud y educación pública en sus niveles básicos. La oferta de puestos de salud se ha incrementado, así como el acceso de una decena de millones de personas al régimen subsidiado de salud. Lo mismo ha pasado con la cobertura del sistema educativo. Sin embargo, en la distribución de recursos y la extensión de la malla de prestación de

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servicios básicos sobreviven grandes inequidades. El Estado sigue ensanchándose más en las áreas urbanas y en los territorios con un previo mayor desarrollo económico que en las rurales y en aquellos que padecen un significativo retraso. De la misma manera ocurre con el sistema político. La elección de los mandatarios locales abrió el mapa político por abajo, es decir, existe un mayor pluralismo político territorial. Sin embargo, no todas las entidades territoriales tienen una capacidad equivalente de representación política ante las instancias nacionales. El poder político y, por lo tanto, la capacidad de hacer elegir presidentes, nombrar ministros, directores de entidades públicas, definir el modelo de desarrollo y distribuir el presupuesto nacional sigue altamente centralizado. Así las cosas, la descentralización no logra contrariar la tendencia hacia la concentración del ingreso, la apropiación territorial de la inversión pública y privada y la captura del sistema político por algunas regiones del país. Algunos recuerdan que no se puede pedir peras al olmo, en este caso la frontera de la descentralización es la democracia local y no la nacional, ni los equilibrios territoriales en la nación. Sin embargo, la paradoja se configura en una reforma política empujada por la lucha hacia la equidad territorial, pero que, al no afectar la representación de lo territorial en lo nacional, carece de capacidad de subvertir el orden que reproduce la inequidad de oportunidades y potencias entre los espacios internos de la nación.

Paradoja No. 4. Exigencia de autonomía sin capacidad de autodeterminación. Muchos son los voceros de una mayor autonomía territorial aunque no todos promocionan lo mismo con este reclamo. Para algunos, una mayor autonomía significa incrementar la capacidad de los ciudadanos, las organizaciones sociales, las fuerzas vivas locales y las mayorías electorales de decidir plenamente la asignación de los recursos públicos y los modelos de gestión de las empresas locales. Desde esta frontera se reclama disminuir los condicionantes y las múltiples regulaciones centrales que coartan la libre determinación local. Para otros, una mayor autonomía implica reducir los giros centrales para financiar necesidades locales y exigir mayor esfuerzo propio de cada nivel territorial respecto a sus expectativas de desarrollo. Los primeros demandan más apoyo de la nación con menores condiciones sobre las decisiones locales y los segundos esperan mayores compromisos locales con menores apoyos nacionales. La disputa por el significado de la autonomía se trenza alrededor de lo que cada uno entiende por el concepto de la responsabilidad fiscal, política y administrativa en la función pública. O bien corresponde a la nación la responsabilidad de proveer las condiciones para el desarrollo de todas las regiones, o bien se estima que la responsabilidad se alcanza cuando cada cuál asuma los costos de su propio desarrollo. A nuestro juicio, alcanzar grados superiores de desarrollo y bienestar en todo el territorio nacional implica tanto una mayor responsabilidad fiscal local, como una reforma al sistema tributario que reparta mejor los recursos nacionales entre los niveles territoriales. Además, para consolidar una verdadera autonomía es indispensable contribuir a la generación de su propia riqueza, pero lo anterior supone una descentralización de la política económica como complemento de la descentralización política y administrativa. La paradoja cobija las dos posiciones confrontadas sobre el camino que lleva a la autonomía territorial. Ambas parecen negar el complemento

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inevitable que las realiza: no parece posible la libertad sin responsabilidad, ni la responsabilidad sin los medios para ejercerla.

Paradoja No. 5. Descentralizar para la paz y centralizar para la guerra. ¿El proceso de descentralización contribuye a abrir caminos a la solución política del conflicto y a crear una más adecuada arquitectura institucional para consolidar la paz? ¿O, por el contrario, disuelve la unidad de mando sobre el conjunto de variables que se necesitan para enfrentar las guerras internas que comprometen la institucionalidad del Estado? En una frase, ¿la descentralización le sirve a la paz o a la guerra? Pocas preguntas son tan difíciles de obtener una respuesta unívoca y desprovista de suscitar álgidas polémicas. La duda no es solo teórica. De un gobierno a otro, e incluso al interior de ellos, pareciera oscilarse entre las alternativas de respuesta. A mediados de la década del 80, en el gobierno de Belisario Betancur, la descentralización fue explícitamente promovida para abrir las compuertas de la legalidad a la insubordinación social y a la insurgencia armada. A finales de la década del 80, el presidente Virgilio Barco, concretó el malestar que genera avanzar en la descentralización en medio de la guerra, y ello mediante la propuesta de abolir la elección popular de alcaldes en zonas de conflicto para ser reemplazados por delegados militares. A la vez, múltiples estructuras guerrilleras pactaron la cesión de las armas con un gobierno que les abrió las compuertas de la participación política legal a través de la pugna por los gobiernos locales. A principios de la década del 90, bajo el gobierno de Cesar Gaviria, la Asamblea Constituyente profundizó los aspectos políticos, fiscales y administrativos de la descentralización colombiana. A tiempo que las reformas sellaron un importante pacto de paz entre “el establecimiento” y varios movimientos insurgentes, el ministro de defensa declaraba la guerra total contra las FARC. En otro frente, la descentralización, que parecía cedida a los movimientos sociales y políticos alternativos, trataba de ser un instrumento del neoliberalismo para debilitar el peso de lo estatal ante el mercado y sus empresarios. Sucedió después el gobierno de Ernesto Samper e mediados de los 90, el cual se caracterizó por una relativa pausa en las reformas del Estado como producto de que la crisis política se posó directamente sobre la figura del presidente. Lo anterior no impidió el comienzo de una legislación nacional restrictiva de la autonomía fiscal local, a pesar de que la elección de los mandatarios seccionales fue importante para la estabilidad del sistema político y el apoyo político de provincia al presidente pesó en impedir el derrumbe del gobierno nacional. El gobierno de Andrés Pastrana, al final de la década de los 90, estuvo marcado por la exacerbación de dos tendencias contradictorias respecto a los gobiernos locales. Por una parte, alcaldes y gobernadores desplegaron múltiples iniciativas autónomas del gobierno nacional en cuanto al manejo del conflicto armado; incluso rivalizaron sobre el papel de los gobiernos extranjeros en la guerra y la paz colombianas. Por el otro lado, el

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congreso de la época modificó la constitución para aminorar de manera considerable la transferencia de recursos a las entidades territoriales y suspender así transitoriamente el pacto político de la Constitución de 1991. A principios del presente siglo, el gobierno de Álvaro Uribe se empeñó en continuar la ruptura del acuerdo político mediante el cual la nación repartiría el total de sus riquezas de manera más equilibrada entre el centro y las periferias. Una clara re-centralización del gasto público social, mayores condicionantes a los giros descentralizados y el liderazgo político presidencial directamente en cada una de las municipalidades de Colombia, son los componentes más claros de una tendencia que revierte la descentralización a nombre de la guerra, la moralidad pública y la eficiencia de un estilo de gobierno. Las circunstancias parecen darle razón al presidente debido a la toma de los gobiernos locales por las mafias de la droga, los paramilitares y, en menor medida, por la presión guerrillera. No es fácil advertir que tal realidad no es el resultado de la descentralización, sino de un debilitamiento de las instituciones muchas veces tolerado y auspiciado por las más importantes fuerzas económicas y políticas del país. ¿Es la descentralización culpable o víctima de los ataques contra las instituciones locales? Cualquiera sea el énfasis de dicha respuesta se debe reconocer que, de todas maneras, todavía son muchos los defensores de la descentralización. La opinión pública sigue creyendo que ésta es una conquista histórica de la democracia y de las aspiraciones de equidad después de un centenario de centralismo. Así las cosas, incluso los ataques contra la autonomía local se hacen a nombre de la defensa de los beneficios del proceso. La paradoja es que el pleno ejercicio de la autoridad de los mandatarios locales está supeditado a la capacidad del gobierno nacional de garantizar las condiciones de seguridad en todo el territorio nacional… evitando la tentación de que tal indelegable facultad no lo tiente a devorar la criatura local que debe cuidar. A la descentralización en medio del conflicto solo la defiende un fuerte centralismo, si este no disuelve la autonomía local en nombre de su defensa.

Paradoja No. 6. El debate fiscal a un proceso político. Una de las grandes victorias de la llamada ideología neoliberal es haber erguido el equilibrio macroeconómico de corto plazo y la censura en contra del déficit fiscal como principios incuestionables de una sana política económica. La insistencia y la fuerza de los argumentos es tal que a las mayorías ilustradas les parece normal sustraer a la democracia, sus instancias y actores, de toda posibilidad de intervenir este precepto económico. Desde finales de la década del noventa los gobiernos justifican cualquier reforma al proceso de descentralización colombiano a partir de argumentos fiscales. La intención no es otra que expulsar el debate político a cambio de una discusión entre técnicos, e intentar nublar la modificación a las relaciones de poder entre centro y periferia que resultan de los cambios constitucionales y normativos. A la primacía tecnocrática sobre las opciones democráticas la completa una infaltable apelación a la moralidad pública. El cuidado de los recursos públicos contra la corrupción y de la sana inversión contra el despilfarro, son el complemento moral y la inspiración ética de la fría racionalidad económica. Aquí tampoco cabe la contienda

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política como abanico de posibilidades múltiples y optativas. El arsenal de regulaciones, los mecanismos oficiales de control, las decisiones de mercado y la vigilancia ciudadana, establecen la otra frontera de los límites a la democracia representativa. La tecnocracia moral es tan fuerte que los contradictores se ven a gatas solo para que sean consideradas sus críticas y propuestas como distantes del oportunismo, la inmoralidad o la irracionalidad de intereses inconfesables. La paradoja entonces se configura cuando un proceso netamente político como aquel que reparte recursos, mando sobre funciones y liderazgo político es gobernado como un arreglo fiscal, técnico y administrativo.

Paradoja No. 7. Fortalecer la democracia debilitándola. Una paradoja de paradojas está constituida por un conjunto de inconsistencias alrededor de la relación entre descentralización y democracia. Desde todos los bandos se saluda el fortalecimiento de la democracia local. Los pobladores pueden elegir a sus mandatarios y optar por diferentes prioridades de política pública. Los políticos de provincia ganan en legitimidad y acrecientan su visibilidad y liderazgo. En virtud de la elección popular y directa de los mandatarios locales se fortalece el sentido de la responsabilidad política local sobre sus propios asuntos. Sin embargo, el tutelaje central ahoga las innovaciones locales y direcciona el destino y el manejo de recursos y funciones. La paradoja es que, a tiempo que se convoca más actores a las decisiones públicas y se abren abanicos de opciones múltiples, se teme a la libertad invocada y se le somete, dosifica y conduce. De la misma manera, poco discurso tiene tanta simpatía en la opinión pública como aquel que insiste en la capacidad de la descentralización para acercar la administración, los programas y las decisiones políticas al alcance de los ciudadanos y comunidades. Es virtud promovida de la llamada democracia por contacto el achicar la distancia entre la administración y los administrados, las empresas y los usuarios, las políticas y sus beneficiarios. Sin embargo, al mismo tiempo se adelanta una gigantesca campaña para extraer las grandes decisiones públicas del terreno de la política. El mercado y sus agentes, los oferentes y los consumidores de bienes y servicios refrendan las buenas decisiones sobre la producción de los bienes públicos, a la vez que pueden sancionar a los ineficientes, los costosos, los abusivos y los corruptos. Son las relaciones en el mercado - y no la política - las que garantizarían el mayor poder a los consumidores y ciudadanos. La paradoja, entonces, es que se invoca al ciudadano como soberano en la determinación de grandes y pequeños intereses públicos, a la vez que se debilita la capacidad de tomar decisiones trascendentales en los escenarios de la representación y la participación política. Remata esta paradoja una defensa de la responsabilidad política local que pretende fortalecerse, a tiempo que se debilita la función estratégica de los consejos municipales y las asambleas departamentales. El poder legislativo ha sido desprovisto de tantas prerrogativas, de capacidad de decisión política y del manejo más operativo de las funciones públicas, que los votantes empiezan a considerar los órganos representativos como instancias intrascendentes y quizá prescindibles para la democracia.

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Paradoja No. 8. Descentralización del Estado y centralismo cultural. Hemos dejado para el final la paradoja más etérea y subjetiva. Aquella que no es aprensible en un monto de recursos, una directriz presidencial, un cambio de norma, o en la creación o desaparición de una institución. Se trata de la persistencia de una mentalidad centralista a todo nivel de gobierno que pende como una espada de Damocles contra la legitimidad del proceso y justifica, una y otra vez ante la opinión pública, el ejercicio de la dominación nacional contra las autonomías locales. Es más fácil cambiar una constitución que la cultura política. Y esta lo que nos dice es que en los niveles centrales del Estado se concentra el altruismo, la mayor capacidad técnica, la eficiencia fiscal y administrativa y la moralidad pública. El centro racionaliza y representa el proyecto de modernidad y civilización. En cambio, los gobiernos locales son sinónimos de corrupción, clientelismo, incapacidad técnica, despilfarro, ineficiencia y el reino de pequeños intereses mezquinos, intrascendentes y de poco alcance. Lo local es lo atrasado y premoderno que requiere de la vigilancia tutelar de la presidencia, sus ministerios y órganos administrativos para que “hagan bien la tarea”. Claro que también lo local es lo auténtico, las raíces de las buenas tradiciones y escala privilegiada en la que se podría realizar una ciudadanía activa que participa de la administración y las políticas públicas cercanas a los habitantes. Es precisamente en defensa de esta potencialidad, que anida lo local, que se justifica una y otra vez el necesario centralismo cultural. De esta manera, hemos construido un proceso de descentralización que se ha acostumbrado a que la nación considere que los recursos transferidos son dádivas del centro a la periferia y que tal acto de generosidad la autoriza para mandar, vigilar y castigar. Y, cuando lo anterior no es suficiente, se legitima un severo recorte de recursos y liderazgo local trocado por el mando central de la tecnocracia, los hacendistas y los banqueros. Por otra parte, desde las localidades se continúa con la costumbre de quejarse por el abandono y el maltrato del centro, a la vez que se le pide mayor consideración, socorro y protección. En la arena nacional se carece de una concepción de nación como unidad en cuya construcción participan el conjunto de sus territorios y poblados. En Colombia, la nación es el patrimonio y usufructo de los aparatos centrales que anidan en Bogotá. En el terreno local, la nación es un manto escaso que se aprecia según la capacidad de cada cual de halar la cubierta para su lado. Desde abajo, la mirada se refunde en los asuntos y mentalidades provinciales sin participación en la construcción de los grandes temas nacionales, a menos que se compita por abrirse un lugar en los artefactos burocráticos nacionales. Veinte años de descentralización no han sido todavía suficientes para generar el vuelco de mentalidad que asegure un cierto punto de no retorno hacia una lógica más descentrada de la democracia y el desarrollo.

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